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Miguel de Cervantes y Saavedra - Don Quijote de la Mancha - Ebook:
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Anton Chejov - Un hombre enfundado

Anton Chejov - Un hombre enfundado




     - I -
          En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde
     Prokofy, se habían instalado para pasar la noche, dos cazadores llegados
     al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el
     maestro de escuela Burkin.
          Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya
     pomposidad estaba en contradicción, con la modestia de su persona. En toda
     la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de
     la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las
     enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un
poco.
          Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano
     en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.
          Ni uno ni otro podían dormirse.
          Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo,
     fumaba su pipa, sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz
     de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de
     heno, en el fondo del aposento, sumergido en la obscuridad.
          Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no
     había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad
     ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la
     noche.
          -No tiene nada de extraño -dijo Burkin-. Hay entre nosotros mucha
     gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su
     concha, como los caracoles. Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a
     la época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y
     vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades
     de la naturaleza humana. ¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las
     Ciencias Naturales, y no tengo la pretensión de resolver tales problemas.
     Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos
     dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de profesorado
     en el Liceo, donde explicaba griego. Habrá usted oído hablar de él. Llegó
     a adquirir, por sus costumbres, cierta celebridad. Siempre, aunque hiciera
     un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de
     algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su
     paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su
     rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía
     enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y
     unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche le hacía al
     cochero levantar la capota. En fin, procuraba siempre envolverse en algo
     que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse,
     separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exteriores. Era
     esto en él una tendencia apasionada, irresistible. La vida real le
     irritaba, le asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para
     justificar este odio, este miedo a cuanto le rodeaba, siempre estaba
     haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que
     no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como
     unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real. «¡Qué
     sonora, qué melodiosa es la lengua griega!» -decía con voz suave.
          Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y
     pronunciaba: «¡Antropos!»
          Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único
     comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se
     prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las
     prohibiciones. Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la
     calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico
     tronaba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara,
     indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se
     autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las
     autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un círculo de
     artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente la
     cabeza y decía:
          -Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las consecuencias.
          Toda infracción de las reglas establecidas; toda desviación del
     camino trazado por las circulares, le ponían triste y perplejo, aunque se
     tratase de asuntos en los que él no tuviese para qué inmiscuirse. Si
     alguno de sus colegas llegaba con retraso a misa o no se conducía en
     absoluta conformidad con las reglas establecidas; si alguna profesora se
     paseaba de noche en compañía de un joven, Belikov parecía presa de
     profunda angustia y le decía a todo el mundo, con trágico acento, que
     aquello acabaría mal. En los consejos pedagógicos aburría a sus colegas
     con sus interminables temores y aprensiones, con su prudencia exagerada,
     con sus lamentaciones acerca de la juventad escolar, que, según él, se
     conducía muy mal, hacía demasiado ruido.
          -Eso puede tener consecuencias enojosas -decía lleno de espanto-. Si
     las autoridades se enteran de la mala conducta de los colegiales...,
     ¿comprenden ustedes?... Acaso conviniera expulsar del colegio a Petrov y a
     Egorov, para que no contaminasen con su mal ejemplo a los demás...
          Parecerá inverosímil; pero sus suspiros constantes, sus
     lamentaciones, sus gafas obscuras sobre el rostro menudo y pálido de
     animalejo espantado ejercían una influencia deprimente en sus colegas, que
     acababan por dejarse convencer: se castigaba a Petrov y a Egorov, y, a la
     postre, se los expulsaba.
          Belikov visitaba con frecuencia a sus colegas. Llegaba, se sentaba y,
     sin decir palabra, miraba alrededor como buscando algo sospechoso.
     Permanecía así una o dos horas, y se iba. A aquello le llamaba «mantener
     buenas relaciones con sus compañeros». Se advertía que tales visitas le
     desagradaban; pero las consideraba un deber. Sus colegas le tenían miedo.
     Hasta el director del colegio se lo tenía. La mayoría de los profesores
     eran personas inteligentes, honorables, de ideas progresivas, de espíritu
     cultivado por la lectura de los mejores escritores, y, sin embargo, aunque
     parezca absurdo, aquel hombrecillo, que siempre llevaba chanclos y
     paraguas, ejercía un gran influjo sobre ellos, y durante quince años fue
     el amo absoluto del colegio. ¡Y no solo del colegio, de toda la ciudad!
     Las señoras no se atrevían a celebrar en su casa funciones teatrales las
     vísperas de fiesta, por temor a Belikov; los curas no se atrevían a jugar
     a la baraja delante de él. Bajo su influjo, los habitantes de la ciudad no
     se atrevían a nada. Todo les daba miedo. Les daba miedo hablar en voz
     alta, escribir cartas, trabar nuevas relaciones, leer libros, socorrer a
     los pobres, enseñarles las primeras letras a los analfabetos.




     - II -
          Burkin tosió, hizo una corta pausa, encendió su pipa apagada, miró a
     la Luna y continuó:
          -Sí, todos éramos personas instruidas, inteligentes, que habíamos
     leído a Turguenef, a Tolstoi, a Bucles, etc., y, sin embargo, nos
     inclinábamos ante Belikov. Hay cosas extrañas...
          Vivía en la misma casa que yo y en el mismo piso. Nos veíamos con
     frecuencia, y yo conocía su vida íntima. En su casa se mantenía igualmente
     fiel a sus costumbres. Vestía siempre una bata y se tocaba con un gorro.
     No abría nunca los postigos de las ventanas, y tenía las puertas cerradas
     con innumerables cerrojos. Y él mismo, sometíase a restricciones, a
     prohibiciones, temeroso de consecuencias enojosas. Los días de ayuno no
     comía nada de lo prohibido por la Iglesia y se contentaba con pescado; no
     tenía criada, por temor a que le achacasen relaciones íntimas con ella; un
     viejo sesentón, borracho y tímido, le guisaba y le hacía todos los
     servicios domésticos. Se llamaba Afanasy. Solía permanecer horas y horas a
     la puerta de la habitación de Belikov cruzadas las manos sobre el pecho y
     murmurando cosas como la siguiente:
          -¡Dios mío, cuánta gente sospechosa hay!
          Y al decir esto lanzaba un gran suspiro.
          La alcoba de Belikov era pequeñísima, y el profesor parecía en ella
     guardado en una caja. Cuando se acostaba tapábase hasta la cabeza con la
     sábana. Hacía calor; silbaba fuera el viento; se oía en la cocina gruñir y
     suspirar a Afanasy. Y Belikov, bajo la sábana, tenía miedo. Tenía miedo de
     Afanasy, a quien se le podía ocurrir la idea de matarle; tenía miedo de
     los ladrones. Toda la noche le atormentaban pesadillas. Por la mañana
     llegaba al colegio, sombrío y pálido. El colegio, con sus centenares de
     alumnos y sus numerosos profesores, le daba miedo: hubiera preferido
     continuar solo, encerrado en su concha.
          -¡Dios mío, qué ruido! -decía para justificar su mal humor-. ¡Esto es
     abominable!
          Cosa asombrosa, inverosímil: ¡aquel hombre enfundado estuvo una vez a
     punto de casarse!
          Burkin hizo una nueva pausa, se envolvió en una nube de humo y
     prosiguió:
          -¡Sí, como lo oye usted, a punto de casarse!
          -¡No, usted bromea! -contestó Iván Ivanovich.
          -¡Palabra de honor! Mire uste cómo fue. Un día llegó a la ciudad un
     nuevo profesor de Geografía e Historia, un tal Mijail Savich Kovalenko. Lo
     acompañaba su hermana, llamada Vasia. Eran de origen ucranio; el hermano
     era un mocetón, joven aún, muy moreno, con unas manos enormes; sólo con
     mirarle se adivinaba que tenía voz de bajo, y, en efecto, cuando hablaba,
     su voz parecía salir de un tonel vacío: «bu-bu-bu...» La hermana era
     mayor, de unos treinta años, también muy alta, morena, de ojos negros, de
     mejillas sonrosadas; en fin, una muchacha muy apetitosa. Hablaba por los
     codos, era muy risueña, cantaba canciones ucranias. Daba gusto oír su risa
     franca y alegre: ¡ja, ja, ja!
          Conocimos a los Kovalenko en un baile que dio el director del colegio
     con motivo de su cumpleaños. Entre los profesores, de aspecto severo, que
     se conducían incluso en los bailes como si cumpliesen un penoso deber,
     aquella señorita parecía una Afrodita, surgida de las espumas del mar.
     Reía, bailaba, animaba el salón con la música de su voz sonora. Nos cantó
     algunas canciones ucranias. En fin, nos encantó a todos, sin exceptuar a
     Belikov. El profesor se sentó junto a ella y le dijo, con una sonrisa
     suave:
          -La lengua ucrania, por su sonoridad y su melodía, se parece a la
     lengua griega.
          Aquello le halagó a Varenka, que empezó a hablarle,con énfasis y
     entusiasmo, de su casa en Ucrania; de su madre, que vivía allí; de las
     sandías, de los pepinos y de otras exquisiteces que se criaban en su
     huerto. No se criaban por aquí cosas tan exquisitas.
          -¡Y si viera usted qué magnífica sopa de legumbres comemos en nuestra
     bella Ucrania!
          Oyendo su conversación se nos ocurrió a todos, de pronto, la misma
     idea:
          -¡Y si los casáramos! -me dijo, por lo bajo, la mujer del director.
          Diríase que hasta aquella noche no habíamos parado mientes en el
     celibato de Belikov. Estábamos asombrados de no haber pensado hasta
     entonces en aquel aspecto de su vida íntima. ¿Qué opinión tendría de la
     mujer? ¿Cómo resolvería tan grave problema? Hasta aquel momento no nos
     habíamos hecho tales preguntas, acaso creyendo imposible que un hombre que
     llevaba en todo tiempo clanclos y se ocultaba temeroso en su concha
     pudiera enamorarse.
          -Hace mucho tiempo que él ha pasado de los cuarenta; ella tiene
     treinta años -añadió la directora-. Creo que se casaría con él muy
gustosa.
          ¡Dios mío, cuántas tonterías, cuántas estupideces se hacen en
     provincias sólo para pasar el rato; cuántas cosas inútiles, y a veces
     absurdas, se inventan sin otra razón que no tener qué hacer! ¿Cómo
     demonios se nos ocurrió la idea de casar a Belikov, a quien ni siquiera se
     podía uno imaginar en el papel de marido, de padre de familia? Y no
     obstante, todo el mundo se aplicó con ardor a la realización del proyecto.
     La directora, la inspectora y las mujeres de los profesores se animaron de
     pronto, y hasta se embellecieron, como si hubieran encontrado súbitamente
     un ideal que llenase su vida.
          Algunos días después la directora tomó un palco en el teatro e invitó
     a Belikov y a Varenka. Varenka, haciéndose aire con el abanico, parecía
     feliz, alegre; él estaba tan abatido y asustado, que diríase que acababa
     de ser sacado de su casa a tirones.
          Transcurridas algunos días más las señoras se empeñaron en que yo
     diese un baile en mi casa e invitase a Belikov y a Varia.
          Habíamos adquirido la certidumbre de que Varenka se casaría
     gustosísima con Belikov, con tanto más motivo cuanto que no era muy feliz
     en casa de su hermano, que era un buen muchacho, pero tenía la manía de
     discutir acerca de todo. Hermano y hermana se pasaban la vida entregados a
     acaloradas discusiones, que ni en la calle interrumpían. He aquí, por
     ejemplo, una escena: Kovalenko, el mocetón robusto, engalanado con una
     camisa ucrania bordada, desbordante bajo el sombrero la espesa cabellera,
     marchaba junto a su hermana, en una mano un paquete de libros, en la otra
     un grueso bastón, espanto de los perros. Ella también llevaba en la mano
     unos libros.
          -Pero, Miguelito, estoy segura de que no has leído ese libro. ¡Te
     juro que no lo has leído! -decía ella en voz tan alta, que se le oía desde
     la otra acera.
          -¡Y yo te digo que lo he leído! -gritaba el hermano, golpeando el
     suelo con el bastón.
          -¡Dios mío, no comprendo por qué te enfadas, Miguel! No es una
     discusión de principios, y debías oírme con calma.
          -¡Pero si estoy diciéndote que no he leído ese libro y tú te emperras
     en lo contrario!...
          En casa ocurría lo mismo: disputaban, gritaban, se enfadaban, sin que
     la presencia de personas extrañas los contuviese.
          Era muy natural que a Varia la aburriese una vida así. Soñaba con
     fundar un hogar propio. Además, como ya no era joven, casi había perdido
     la esperanza de casarse, y aceptaría el matrimonio con cualquiera, aunque
     fuera con Belikov.
          Lo cierto es que se mostraba propicia a nuestro proyecto, y dejaba
     hacer...
          Belikov no cambiaba. Visitaba de cuando en cuando a Kovalenko, como a
     todos sus demás colegas. Se pasaba horas enteras sin decir esta boca es
     mía. Varenka le cantaba canciones ucranias, le miraba soñadoramente con
     sus grandes ojos negros, y a veces prorrumpía en alegres carcajadas:
          -¡Ja, ja, ja!
          En empeños de amor, sobre todo cuando hay en ellos miras
     matrimoniales, la sugestión juega un gran papel. Todos los profesores y
     las señoras dieron en la flor de asegurarle a Belikov que debía casarse,
     que no le quedaba otro refugio que el matrimonio; le felicitábamos, le
     hablábamos de la necesidad de crear un hogar. Además, Varenka era bastante
     guapa, inteligente, de buena familia; poseía en Ucrania una finquita.
     Luego, era la primera mujer que le había manifestado algún cariño, lo que
     le conmovió, le hizo perder la cabeza y le decidió a casarse.
          -Aquél era el momento indicado para despojarle de los chanclos y del
     paraguas -dijo Iván Ivanovich.
          -Eso era imposible, como va usted a ver. Pero déjeme contárselo
     todo... Pues bien: Belikov colocó sobre su mesa el retrato de Varenka.
     Solía visitarme para hablar de ella, de la vida de familia, de la extrema
     importancia del matrimonio. Casi diariamente iba a casa de los hermanos
     Kovalenko; pero no cambió en nada sus costumbre. Por el contrario, su
     decisión de casarse ejerció sobre él una influencia funesta. Se puso más
     delgado y más pálido y parecía aún más metido en su funda.
          -Bárbara Savichna me gusta -me decía con su leve sonrisa enfermiza-.
     Harto se me alcanza que todo hombre debe casarse; pero..., mire usted,
     todo esto es para mí una gran sorpresa; todo ha sucedido de un modo tan
     inesperado... Hay que pensarlo mucho antes de dar ese paso decisivo...
          -¿Para qué pensarlo? -le respondía yo- ¡Cásese usted, y asunto
     concluido!
          -No; el matrimonio es un acto demasiado grave. Ante todo, hay que
     pesar bien todos los deberes que lleva consigo, todas las
     responsabilidades... De lo contrario, son de temer consecuencias
     enojosas... Esto me inquieta de tal modo, que casi no duermo... Además, se
     lo confieso a usted, tengo un poco de miedo. Ella y su hermano son de una
     manera de pensar especial... Basta oír sus discusiones... Son demasiado
     vivas, demasiado violentas... Si me caso con ella, tal vez tenga
     disgustos. ¡Quién sabe!
          Y no se declaraba a Varenka, demorando la declaración todos los días,
     lo que enojaba mucho a la directora y a nuestras señoras. Seguía siempre
     reflexionando, sobre los deberes y las responsabilidades que lleva consigo
     el matrimonio. Sin embargo, se paseaba todos los días con Varenka, acaso
     considerándolo un deber en su situación. Y todos los días venía a mi casa
     para hablar más y más de la iniportancia del pase que se disponía a dar.
     Probablemente hubiese acabado por decidirse y se hubiera declarado a
     Varenka, contrayendo uno de esos matrimonios estúpidos, insensatos, ¡que
     son tan frecuentes, si no hubiera sobrevenido un escándalo colosal, como
     dicen los alemanes.
          Conviene advertir que el hermano, Kovalenko, aborrecía a Belikov
     desde que le fue presentado. «No concibo -decíanos, encogiéndose de
     hombros- cómo pueden ustedes soportar a este espía, a este tipo
     repugnante. Es más: no comprendo cómo pueden ustedes vivir en esta
     madriguera, respirando esta atmósfera densa, maloliente. Este colegio no
     es una institución de instrucción pública; más bien parece un puesto de
     policía... No; yo no puedo continuar aquí. Tendré paciencia una temporada
     y luego me marcharé a mi Ucrania, donde pescaré con caña y les enseñaré a
     leer y a escribir a los hijos de los campesinos, dejándolos a ustedes aquí
     en compañía de Judas Belikov. ¡Dios mío, qué tipo!
          Algunas veces me preguntaba con tono de enojo: «¿Quiere usted decirme
     a qué viene a mi casa?
          ¿Qué se le ha perdido allí? Llega, se sienta y permanece horas
     enteras mirando en torno suyo y sin decir palabra. ¡Es una cosa
     insoportable!»
          Naturalmente, evitábamos hablarle del matrinionio que su hermana se
     disponía a contraer con Belikov. Y cuando la directora le insinuó que
     convendría casar a su hermana con un hombre tan serio y respetable como
     Belikov, frunció las cejas y gruñó: «Eso no me incumbe. Que se case, si
     quiere, con una serpiente. No me gusta meterme en lo que no me importa.»
          Y mire usted lo que pasó. Un caricaturista misterioso hizo la
     siguiente caricatura: Belikov, con chanclos, los pantalones remangados y
     el paraguas en la mano, se pasaba del brazo de la señorita Kovalenko;
     debajo había una leyenda que decía: «Antropos, enamorado.» Era un dibujo
     muy bien hecho, y el retrato de Belikov había salido admirablemente. El
     caricaturista envió a todos los profesores del colegio y del Liceo de
     señoritas y a no pocos empleados del Estado sendos ejemplares de su obra,
     para la que debió de trabajar muchas noches.
          Naturalmente, Belikov recibió también un ejemplar. La caricatura le
     produjo malísima impresión.
          Era el día 1 de mayo, y domingo. Habíamos organizado una excursión de
     todo el colegio al bosque vecino. Estábamos todos citados a la puerta del
     centro docente. Salí de casa en compañía de Belikov, que estaba lívido,
     abatido, sombrío, como una nube de otoño.
          -¡Qué gente más mala hay! -me dijo.
          Sus labios temblaban de cólera. Le miré y me dio lástima.
          Seguimos nuestro camino y vimos de pronto aparecer, montados en
     bicicleta, a Kovalenko y a su hermana. Varenka avanzaba risueña, la faz
     enrojecida.
          -¡Nos dirigimos directamente al bosque! -nos gritó. ¡Qué hermoso
     día!, ¿eh? ¡Qué delicia!
          Momentos después se habían perdido de vista.
          Belikov se había puesto como un tomate y parecía petrificado de
     asombro. Se había detenido y me miraba fijamente.
          -¿Qué significa esto? -me preguntó-. ¿Acaso los ojos me han engañado?
     ¿Es propio de un profesor y de una mujer pasearse en bicicleta?
          -¿Por qué no? -le dije-. Si les gusta...
          -¡Cómo! -gritó asombrado de mi tranquilidad-. ¿Qué dice usted?
          Estaba tan dolorosamente sorprendido, que no quiso tomar parte en la
     excursión y se volvió a su casa.
          Al día siguiente no hacía más que frotarse las manos nerviosamente y
     temblar. Se advertía que no estaba bueno. Se fue del colegio sin acabar de
     dar sus lecciones, cosa que no había hecho en su vida.
          Ni siquiera comió aquel día. Al atardecer se vistió muy de invierno,
     aunque hacía buen tiempo, y se fue a casa de Kovalenko.
          Varenka no estaba en casa, y lo recibió el hermano.
          -Siéntese usted -le invitó Kovalenko, frunciendo las cejas.
          Acababa de levantarse de dormir la siesta, y estaba de mal humor.
          Belikov se sentó. Durante diez minutos uno y otro guardaron silencio.
     Al cabo, Belikov se decidió a hablar:
          -Vengo a verlos a ustedes -dijo, -para desahogar un poco mi corazón.
     Sufro mucho. Un señor sin decoro acaba de hacer una caricatura contra mí y
     contra una persona que nos interesa a ambos. Le aseguro a usted que yo no
     he hecho nada que justifique esa abominable caricatura. Me he conducido
     siempre, por el contrario, como debe conducirse un hombre bien educado...
          Kovalenko no respondía. Seguía malhumorado, y no manifestaba el menor
     deseo de sostener la conversación.
          Tras una corta pausa continuó Belikov, con voz débil y triste:
          -Quiero, además, decirle a usted otra cosa... Yo hace tiempo que
     estoy al servicio del Estado como pedagogo, mientras que usted acaba de
     empezar su servicio. Y creo de mi deber, en calidad de colega más viejo,
     hacerle a usted una advertencia: usted se pasea en bicicleta, y eso no es
     nada propio de un educador de la juventud...
          -¿Por qué razón?
          -¿Acaso hacen falta razones? Me parece que es una cosa harto
     comprensible. Si un profesor se pasea en bicicleta, ¿qué no podrán hacer
     los discípulos? ¡Podrán andar cabeza abajo! Además, puesto que no está
     permitido por las circulares, no se debe hacer... Ayer me horroricé al
     verle a usted en bicicleta..., y, sobre todo, al ver a su hermana de
     usted. Una mujer o una muchacha, en bicicleta, es un horror, un verdadero
     horror...
          -Bueno, ¿y qué quiere usted?
          -Sólo quiero advertirle. Es usted joven todavía y debe pensar en su
     porvenir. Debe usted conducirse con suma prudencia, y, sin embargo, hace
     usted cosas... Lleva usted camisa bordada en vez de plastrón, se le ve
     siempre por la calle cargado de libros... Ahora esa bicicleta... El señor
     director se enterará de que usted y su señora hermana se pasean en
     bicicleta, y después se sabrá, de seguro, en el ministerio... Son de temer
     consecuencias muy enojosas...
          -¡El que yo y mi hermana nos paseemos en bicicleta no le importa a
     nadie más que a nosotros! -dijo Kovalenko, rojo de cólera- ¡Y si alguien
     se permite intervenir en nuestros asuntos, le enviaré a todos los diablos!
     ¿Ha comprenclido usted?
          Belikov palideció y se levantó.
          -Si me habla usted en ese tono, no puedo continuar la conversación
     -dijo-. Además, le suplico que no hable así nunca, en mi presencia, de las
     autoridades. ¡Debe usted respetar a las autoridades!
          -¡Pero si no he dicho una palabra de ellas! -exclamó Kovalenko-
     ¡Déjeme usted en paz! ¡Soy un hombre honrado y me molesta hablar con un
     señor como usted. Detesto a los espías.
          Belikov empezó, con mano nerviosa, a abotonarse. En su faz se pintaba
     el horror. Era la primera vez que se le decían cosas semejantes.
          -Puede usted decir lo que le dé la gana -contestó, saliendo. Pero
     debo prevenirle: alguien puede haber oído nuestra conversación, y para que
     no la interprete mal y no haya consecuencias enojosas que lamentar, creo
     de mi deber contárselo todo al señor director.
          -¿Quieres denunciarme, canalla? ¡Muy bien, largo!
          Hablando así, Kovalenko asió a Belikov por la nuca, y le empujó con
     tanta fuerza, que la hizo caer y rodar por las escaleras. Como eran altas
     y muy pinas, el pobre profesor de Griego llegó abajo molido. Lo primero
     que hizo al levantarse fue echarse mano a las narices para convencerse de
     que no se le habían roto las gafas. Luego, de pronto, vio al pie de la
     escalera a Varenka con otras dos damas; le habían visto rodar, lo cual era
     para él lo más terrible: hubiera preferido descalabrarse o romperse ambas
     piernas a la perspectiva de ser objeto de las zumbas de toda la ciudad.
     ¡Todo el mundo se enteraría de que Kovalenko le había tirado por las
     escaleras! Todos lo sabrían: el director, las autoridades. Se le haría
     otra caricatura, la gente se burlaría de él. Aquello acabaría muy mal: se
     vería obligado a dimitir. ¡Qué desgracia, Señor!
          Varenka, viéndole mohino, la ropa en desorden, le miraba sin
     comprender lo que había sucedido. Creyendo que su caída había obedecido a
     un traspiés, prorrumpió en carcajadas alegres y sonoras:
          -¡Ja, ja, ja!
          Aquella hilaridad ruidosa fue el remate de todo: de los proyectos
     matrimoniales de Belikov y de la propia existencia del profesor.
          Belikov ya no oyó ni vio nada.
          Llegó a su casa, quitó de encima de la mesa el retrato de Varenka, se
     acostó y no volvió a levantarse.
          Tres días después vino a mi casa su criado Afanasy y me dijo que era
     necesario ir a buscar un médico pues su amo parecía gravemente enfermo.
          Fui a ver a Belikov. Estaba acostado bajo el baldaquino, tapado con
     la colcha, y guardaba silencio. Todos mis intentos de hacerle hablar
     fueron vanos: sólo contestaba con síes o noes. Afanasy, junto a la cama,
     suspiraba sin cesar y exhalaba un fuerte olor a vodka.
          Un mes después Belikov falleció.
          Le hicimos un entierro solemne. Formaban el cortejo fúnebre escolares
     de todas las escuelas de la ciudad. En el ataúd, la expresión de su faz
     era suave, casi alegre: diríase que le complacía verse, al cabo, metido en
     un estuche del que ya no saldría nunca. ¡Había realizado su ideal!
          Como para halagarle, el tiempo, el día del entierro, fue sombrío,
     lluvioso, y llevábamos todos chanclos y paraguas.
          Varenka asistió al entierro; cuando se colocó el ataúd en la tumba
     vertió algunas lágrimas. Mirándola, me percaté de que las mujeres
     ucranias, o ríen como locas, o lloran: su humor nunca es tranquilo,
sereno.
          Confieso que enterrar a gente como Belikov constituye un gran placer.
     Aunque al volver del cementerio se pintaba en nuestros semblantes la
     tristeza, como es de rigor en ocasiones semejantes, aquello era una
     máscara que ocultaba nuestro contento; todos nos sentíamos muy felices,
     como en nuestra infancia, cuando las personas mayores se ausentaban y nos
     dejaban por algunas horas o por algunos días en plena libertad. ¡Ah, la
     libertad! ¡Qué tesoro! Sólo una ligera alusión a la libertad, la vaga
     esperanza de ser libres, da alas a nuestra alma.
          Sí; volvimos del cementerio de muy buen humor, esforzándonos en
     ocultarlo.
          Los días se deslizaron. La vida siguió su curso habitual: aquella
     vida severa, fatigosa, estúpida, entorpecida por toda suerte de
     prohibiciones, privada de libertad. La muerte de Belikov no la hizo más
     fácil; Belikov había muerto; pero ¡cuántos hombres enfundados existían aún
     sobre la Tierra y habían de existir durante mucho tiempo!
          -Es verdad -dijo Iván Ivanovich. Sobre todo, entre nosotros no
faltan.
          -¡Y no será fácil desembarazarse de ellos!
          Burkin salió de la porchada. Era un hombrecillo grueso, completamente
     calvo, con una gran barba negra que le llegaba hasta cerca de la cintura.
     Dos perros de caza salieron tras él.
          -¡Qué Luna! -dijo mirando al cielo.
          Era ya media noche. A la derecha, bajo la blancura lunar, se extendía
     la aldea; la calle, de cerca de cinco kilómetros, se perdía en la
     distancia. Todo estaba sumido en un sueño dulce y profundo. Nada se movía,
     no se oía el menor ruido. Parecía increíble que un silencio tal pudiera
     existir en la Naturaleza.
          Cuando en una noche de luna se contempla la ancha calle aldeana con
     sus casas y sus montones de trigo, una gran serenidad envuelve el alma. En
     su reposo, hundida en la noche, la aldea, olvidadas sus penas, cuidados y
     dolores, se reviste de un suave encanto melancólico; las estrellas la
     miran con cariño; diríase, en tales momentos, que no existe el mal sobre
     la tierra, que todo es en ella bienandanza.
          A la izquierda, al extremo de la aldea, comenzaba el campo, cuya
     amplitud se dilataba hasta el horizonte. Y todo aquel enorme espacio,
     inundado de luna, yacía también en silencio, tranquilo, sumido en un sueño
     profundo.
          -Sí, el pobre Belikov -dijo Iván Ivanovich- era un hombre
     enfundado... Pero nosotros, que vivimos en esa abominable ciudad, en
     sucias y estrechas casas, entre papeles inútiles y, con frecuencia,
     estúpidos, que jugamos a las cartas, ¿no estamos también enfundados?
     Nosotros, que pasamos la vida entre gandules y parásitos, entre gentes
     ruines y mujeres ociosas y necias, ¿estamos más al aire libre?... Si
     quiere usted, le contaré una historia muy interesante a este respecto...
          -No, es hora de dormir -contestó Burkin- ¡Hasta mañana!
          Entraron en el porche y se acostaron sobre el heno.
          -¡No es nada feliz nuestra vida! -suspiró Iván Ivanovich, volviéndole
     la espalda a Burkin-. Sólo vemos en torno nuestro embusteros e hipócritas,
     y hay que soportar todo eso; no hay bastante valor para decirle a un
     idiota que lo es ni para decirle que miente a un embustero; no nos
     atrevemos a declarar abiertamente que toda nuestra simpatía la merecen los
     hombres honrados y libres, que, a pesar de todo, en alguna parte han de
     existir. Mentimos, nos humillamos, sonreímos, cuando de buena gana
     maldeciríamos, y todo por tener un pedazo de pan, una vivienda, lo que se
     llama, en fin, una posición. ¡Verdaderamente esta vida es una porquería!
          -Eso es ya alta filosofía -repuso, Burkin-. Más vale dormir...
          Momentos después roncaba.
          Iván Ivanovich no podía dormir. Habiendo intentado en vano conciliar
     el sueño, se levantó, salió de la porchada y, sentándose en el umbral de
     la puerta, encendió la pipa.
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