C A R T A S D E M I M O L I N O A L F O N S O D A U D E T Ediciones elaleph.com Editado por elaleph.com ã 1999 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados C A R T A S D E M I M O L I N O 3 PROEMIO «Ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste, ha comparecido: «El señor Gaspar Mitifio, marido de Vivette Cornille, vecino del lugar llamado de los Cigarrales y habitante en él; «El cual, por el presente, vende y transfiere con todas las garantías de derecho y de hecho, y libre de toda clase de deudas, privilegios é hipotecas, «Al señor Alfonso Daudet, poeta residente en París, aquí presente y aceptante, «Un molino harinero de viento, sito en el valle del Ródano, en pleno riñón de la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; estando el susodicho molino abandonado hace más de veinte años é inútil para moler, por efecto de las vides sil- A L F O N S O D A U D E T 4 vestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que trepan por él hasta las aspas. «Eso no obstante, tal como es y está, con su gran rueda rota, y la plataforma con hierba crecida entre los ladrillos, el señor Daudet de clara encon- trar el susodicho molino de su conveniencia y apto para servir en sus trabajos de poesía, lo acepta de su cuenta y riesgo, y sin recurso alguno contra el ven- dedor por causa de las reparaciones que en él pudie- ran hacerse. venta es al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet Poeta, ha sacado y puesto sobre la mesa en dinero contante y sonante de ley, el cual precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista de los notarios y testigos infrascritos, de lo cual se extiende carta de pago con reserva. «Contrato elevado en Pamperigouste, en el estu- dio de Honorato, en presencia de Francet Mamaí, tañedor de pífano, y Luiset, apodado el Quique, por- tador de la cruz de los penitentes blancos. «Quienes firman con las partes y el notario, pre- via lectura...» C A R T A S D E M I M O L I N O 5 CARTAS DE MI MOLINO INSTALACION ¡Lo que se han asustado los conejos! Al cabo de ver tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, ha- bían acabado por creer extinta la raza de los moline- ros, y hallando buena la plaza, habíanla convertido en algo así como una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Je- mmapes de los conejos. La noche de mi llegada, sin mentir, había lo menos veinte sentados en corro al- rededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna. Al tiempo de abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale pitando y se A L F O N S O D A U D E T 6 cuelan por la espesura, enseñando las blancas posa- deras y rabo al aire. Espero que volverán. Otro que al verme se queda muy extrañado, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y cara de pensador, el cual habita en el mo- lino hace ya más de veinte años. Lo he encontrado en la cámara del sobradillo, inmóvil y tieso encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Me ha mirado un momento con mis redondos ojos; luego, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y se puso a sacudir trabajosa- mente las alas, grises de polvo; ¡qué demonio de pensadores, nunca se cepillan! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada mucho más que otro cualquiera, y no in e corre prisa desahuciarlo. Conserva, como en lo pasado, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado, yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, de bóveda rebajada como el refectorio de un convento. Os escribo desde ella, con la puerta de par en par, y un sol espléndido. Un lindo bosque de pino, chispeante de luces, baja ante mí hasta el pie del repecho. En el hori- C A R T A S D E M I M O L I N O 7 zonte destácanse las agudas cresterías de los Alpi- lles. No se oye ruido alguno. A lo más, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese hermoso paisaje provenzal sólo vive por la luz. Y ahora, ¿cómo queréis que eche de menos vuestro París ruidoso y obscuro? ¡Estoy también en mi molino! Este es el rinconcito que yo buscaba, un rinconcito aromático y cálido, á mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas cosas bonitas en torno mío! No hace más de una semana que estoy aquí instalado, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Sin más, ayer tarde presencié la vuelta de los rebaños a una masía que está al pie de la cuesta, y os juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayáis tenido en esta semana en París. Y si no, juzgad. Habéis de saber que en Provenza es costumbre enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calo- res. Brutos y personas pasan allí arriba cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; luego, al primer frescor del otoño, vuelta a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altonazos que aromatiza el romero. Que- A L F O N S O D A U D E T 8 dábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños. Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y los apriscos tenían el suelo alfombra- do de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Para- dón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo de polvo. Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuer- nos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, el grueso de los carneros, las ovejas un poco cansadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, a quienes mecen al andar; después los perros, chorreando de sudor y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimos tunos de rabadanes envueltos en mantas encarna- das, que les caen a modo de capas hasta los talones. Todo esto desfila ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de, chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento de asombro en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, desde lo alto de sus perchas han conocido a los que llegan y los C A R T A S D E M I M O L I N O 9 acogen con una estridente, trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan con sobre- salto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral está como loco, las galli- nas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, a la vez que un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vi- vo de las montañas que embriaga y hace bailar. En medio de ese barullo, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalaci6n. Los borregos viejos enternécense al volver a con- templar sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que han nacido durante el viaje y nunca vieron la granja, miran en torno suyo con extrañeza. Pero lo más conmovedor aun, es ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la ma- sía. Por más que el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebo- sando de agua fresca, les hace señas, ellos no quie- ren ver ni oír nada, antes de que el ganado esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a A L F O N S O D A U D E T 10 sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lo- bos y grandes digitales purpúreas llenas de rocío hasta el borde de sus Corolas. C A R T A S D E M I M O L I N O 11 LA DILIGENCIA DE BEAUCAIRE Era el día de mi llegada aquí. Había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja que no tiene que recorrer mucho camino para volverse a casa, pero que se pasea despacio a todo lo largo de la carretera para darse pisto, por la noche, de que viene de muy lejos. Ibamos cinco en la baca, sin contar el conductor. En primer término un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas, después dos bo- quereuses, un panadero y su yerno, ambos muy ro- jos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Por último, en la delantera y junto al conductor, un A L F O N S O D A U D E T 12 hombre... no, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía cosa mayor y miraba el ca- mino con aspecto de tristeza. Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y ha- blaban de sus asuntos en voz alta, con mucha liber- tad. El camargués contaba que volvía de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No querían de- gollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el panadero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales llaman la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia nuevecita consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña a la cual represéntase con los brazos colgantes y brotando rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina. Era de ver cómo se trataban esos dos buenos católi- cos y cómo ponían a sus celestiales patronas: –¡Bonita está tu Inmaculada! –¡Pues anda, que tu Santa Madre! –¡Buenas las tomó la tuya en Palestina! C A R T A S D E M I M O L I N O 13 –¡Y la tuya, fea! ¿Quién sabe lo que habrá he- cho? Pregúntaselo si no a San José. Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las facas, y a fe mía, creo que en efecto la teológica disputa hubiera parado en ello, a no haber intervenido el conductor. –Dejadnos en paz con vuestras vírgenes –dijo riéndose a los boquereuses –todo eso son chismes de mujeres, y los hombres no deben meterse en ellos. Al concluir hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió al parecer suyo todo el mundo. La discusión había terminado, pero, disparado ya el panadero, tenía necesidad de descargarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en su rincón, le dijo con aire truanesco: –¿Y tu mujer, amolador? ¿Por qué parroquia está? Es de suponer que esta frase tendría una inten- ción muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo soltó el trapo a reír. El amolador no se reía. Viendo esto, el panadero dirigióse a mí. –¿No conoce usted, caballero, a la mujer de és- te? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay dos como ella en Beaucaire. A L F O N S O D A U D E T 14 Redobláronse las risas. El amolador no se mo- vió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar la cabeza: –Cállate, panadero. Pero a ese demonio de panadero no le daba la gana de callarse, y prosiguió más terne: –¡Córcholis! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosa que, se hace raptar cada seis meses, siempre tendrá algo que contar a la vuelta. Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagí- nese usted, señor, que no llevaban un año de matri- monio, cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El marido se queda solito en la casa llorando y bebiendo. Estaba como loco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la her- mosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos: –Escóndete, te va a matar. Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tran- quilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta. Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, volvió a murmurar otra vez el amolador desde su rincón: C A R T A S D E M I M O L I N O 15 –Cállate, panadero. El panadero no hizo caso, y continuó: –¿,Creerá usted, señor, que tal vez a su regreso de España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan a buenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas. Después del español, hubo un oficial, luego un ma- rinero del Ródano, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma co- media. La mujer se las lía, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la lle- van, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá pa- ciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es descaradamente guapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy nona, bien for- mada Y además blanca de piel y con ojos de color de avellana que siempre miran a los hombres rién- dose. ¡A fe, parisiense mío, que si alguna vez pasa usted por Beaucaire! ... –¡Oh, calla, panadero, te lo suplico! –exclamó una vez más el pobre amolador con voz desgarra- dora. En ese momento detúvose la diligencia. Esta- bamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no los re- A L F O N S O D A U D E T 16 tuve. ¡Farsante de panadero! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y aún se le oía reír. Cuando salió la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase quedado en Arlés el conductor iba a pie por la carretera, junto a los ca- ballos. El amolador y yo, cada cual en su respectivo rincón, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar. Hacía calor, abrasaba el cuero de la baca. Por mo- mentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero, imposible dormir. Conti- nuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel «cállate, te lo suplico», tan tétrico y tan dulce. Tam- poco dormía el pobre hombre. Desde atrás veía yo estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (tina mano paliducha y vasta) temblar sobre el res- paldo de la banqueta, como la mano de un viejo. Lloraba. –Ya está usted en casi, señor parisiense –me gritó de pronto el cochero, y con la fusta apuntaba a mi verde colina, con el molino clavado en la cúspide como una gran mariposa. Me apresuré a bajar. De paso junto al amolador, intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese queri- do verlo antes de partir. Como si hubiera compren- dido mi pensamiento, el infeliz levantó bruscamente C A R T A S D E M I M O L I N O 17 la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda: –Míreme bien, amigo, y si cualquier día de estos oye usted decir que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá decir usted que conoce al autor de ella. Era su rostro apagado y triste, con ojos peque- ños y mustios. Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz ha- bía odio. ¡El odio es la cólera de los débiles! Si yo fuese la amoladora, no las tendría todas conmigo. A L F O N S O D A U D E T 18 LA MULA DEL PAPA De todos los graciosos dichos, proverbios o adagios con que nuestros campesinos de Provenza adornan sus discursos, no sé ninguno más pintores- co ni extraño que éste. A quince leguas en contorno de mi molino, cuando se habla de un hombre ren- coroso y vengativo, suele, decirse: ¡No te fíes de ese hombre! Es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años. Durante mucho tiempo he estado investigando de qué, podría proceder este proverbio, qué era aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca de del asunto, ni siquiera Francet Mamai, mi tañedor de pífano, quien tiene al dedillo las leyendas pro- venzales. Francet piensa, como yo, que debe de ser C A R T A S D E M I M O L I N O 19 reminiscencia de alguna añeja crónica del país de Aviñón, pero nunca he oído hablar de ella, sino tan sólo por el proverbio. –No encontrará usted eso más que en la biblio- teca de las Cigarras –me dijo el anciano pífano, riendo. Parecióme buena la idea, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de ni¡ puerta, fui, a encerrar- me en ella ocho días. Es una maravillosa biblioteca, admirablemente organizada, abierta día y noche para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que os dan música de continuo. Allí pasé, algunos días deliciosos, y al cabo de tina semana de investi- gaciones (hechas de espaldas al suelo), acabé por descubrir lo que apetecía, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque un poco inocente, y voy a tratar de narrároslo tal como lo leí ayer de mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y tenía por registros largos hilos de la Virgen. El que no ha visto Aviñón en tiempo de los Pa- pas, no ha visto nada. Jamás hubo ciudad como ella en lo alegre, viva, animada, en el ardor por los fes- A L F O N S O D A U D E T 20 tejos. Desde la mañana a la noche, todo se volvían procesiones y peregrinaciones, con las calles alfom- bradas de flores, empavesadas con tapices, venidas de cardenales por el Ródano, ondeando al viento los estandartes, flameantes de gallardetes las galeras, los soldados del Papa cantando en latín por las ca- lles, a compás de las matracas de los frailes mendi- cantes, luego, de arriba abajo de las casas que se apiñaban zumbando en torno del gran palacio papal como abejas en derredor de su colmena, oíanse también el tic tac de los bolillos que hacían randas, el vaivén de las lanzaderas que fabricaban los tisúes ole oro para las casullas, los martillitos de los cin- celadores de vinajeras, las tablas de armonía ajusta- das en los talleres de guitarrero, los cánticos de las urdidoras, y por encima de todo esto el ruido de las campanas y algunos sempiternos tamboriles que se oían roncar allá abajo, hacia el puente. Porque entre nosotros, cuando el pueblo está contento, necesita estar siempre baila que te baila, y como por aquellos tiempos las calles de la ciudad eran demasiado estrechas para la farándula, pífanos y tamboriles apostábanse en el puente de Aviñón, al viento fresco del Ródano, y día y noche se estaba allí baila que bailarás. C A R T A S D E M I M O L I N O 21 ¡Ah, qué felices tiempos, qué ciudad tan dicho- sa! Alabardas que no cortaban, prisiones de Estado donde se ponía a refrescar el vino. Jamás hambre, nunca guerra. He aquí cómo sabían gobernar a su pueblo los Papas del Condado. ¡He ahí por qué su pueblo los ha echado tanto de menos! Hubo uno sobre todo, un buen, viejo, que lla- maban Bonifacio... ¡Oh, qué de lágrimas corrieron en Aviñón citando murió! ¡Era un príncipe tan amable, tan gracioso! ¡os reía tan bien desde lo alto de su mula! Y cuando pasabais junto a él, así fueseis un pobrete, hilandero de rubia o el gran Vegner de la ciudad, ¡os daba su bendición tan cortésmente! Un verdadero «papa de Ivetot», pero de un Ivetot de Provenza, con algo picaresco en la risa, un tallo de mejorana en la birreta, y sin la menor Jeannetone... La única Juanota que siempre se le conoció a este santo padre era su viña, una viñita que habla planta- do él mismo a tres leguas de Aviñón, entre los mir- tos de Cháteau–Neuf. Todos los domingos, al salir de víspera, el justo varón iba a cortejarla, y cuando estaba allí arriba sentado al grato sol, con su mula junto a él y en tor- no suyo sus cardenales tumbados a la larga al pie de A L F O N S O D A U D E T 22 las cepas, entonces hacía destapar un frasco de vino de su cosecha (ese hermoso vino, de color de rubí, llamado desde entonces acá Cháteau–Neuf de los Pa- pas) y lo saboreaba a sorbitos, mirando enternecido a su viña. Luego de vaciar el frasco, al caer de la tar- de volvíase alegremente a la ciudad, seguido de toda su corte, y al pasar por el puente de Aviñón, en me- dio de los tamboriles y de las farándulas, su mula espoleada por la, música, tomaba un trotecillo salta- rín mientras que él mismo marcaba el paso de la danza con la birreta, lo cual era gran escándalo para los cardenales, pero hacía decir a todo el pueblo: « ¡Ah, qué buen príncipe! ¡Ah, valiente Papa!» Des- pués de su viña de Cháteau–Neuf, lo que mas que- ría, en el mundo el Papa era su mula. El bendito señor se pirraba por aquella bestia. Todas las no- ches, antes de acostarse, iba a ver si estaba cerrada la cuadra, si tenía lleno el pesebre, y nunca se hu- biera levantado de la mesa sin hacer preparar ante sus ojos un gran ponche de vino a la francesa, con mucho azúcar y aromas, que él mismo iba a llevarla, a despecho de las observaciones de los cardenales... Preciso es decir también que la bestia valía la pena. Era una hermosa mula negra salpicada de alazán, firme de piernas, lustroso el pelo, grupa ancha y re- C A R T A S D E M I M O L I N O 23 donda, llevando erguida la enjuta cabecita guarneci- da toda ella de perendengues, lazos, cascabeles de plata, borlillas; además de esto, dulce como un án- gel, de cándido mirar y con un par de orejas largas en continuo bamboleo, que le daban aspecto bona- chón... Todo Aviñón la respetaba, y cuando iba por las calles no había agasajos que no se lo hiciesen, pues nadie ignoraba que ese era el mejor medio de ser bien quisto en la corte, y que con su aire ino- cente, la mula del Papa había conducido a la fortuna a más de uno. Prueba de ello Tistet Védene y su prodigiosa aventura. Era en sus principios este Tistet Védene un des- carado granuja, a quien su padre Guy Védene, el es- cultor en oro, hablase visto obligado a echar de casa, porque no quería hacer nada y maleaba a los aprendices. Durante seis meses viósele arrastrar su baquero por todos los arroyos de las calles de Avi- ñón, pero principalmente hacia la parte contigua al palacio papal; porque el pícaro tenía desde mucho tiempo atrás sus ideas acerca de la mula del Papa, y vais a ver que no eran descabelladas... Un día que Su Santidad se paseaba a solas bajo las murallas con su bestia, cátate que se le acerca mí Tistet y le dice, juntando las manos con ademán de admiración: A L F O N S O D A U D E T 24 –¡Ah, Dios mío, gran Padre Santo, valiente mula tenéis!... Permítame Vuestra Santidad que la con- temple un poco... ¡Ah, Papa mío, que hermosa mu- la!... El emperador de Alemana no tiene otra tal. Y la acariciaba, y le decía con dulzura como a una señorita: ––Ven acá, alhaja, tesoro, mi perla fina... Y el bueno del Papa, conmovido, decía para sus adentros: –¡Qué buen mocito! ... ¡Qué cariñoso está con mi mula! ¿Y sabéis lo que sucedió al siguiente día? Tistet Védene trocó su viejo tabardo amarillo por una pre- ciosa alba de encajes, una capa de coro de seda vio- leta, unos zapatos con hebillas, y entró en la escolanía del Papa, donde antes de él no habían in- gresado más que hijos de nobles y sobrinos de car- denales... ¡He ahí lo que es la intriga!... Pero Tistet no se limitó a esto. Una vez al servicio del Papa, el pícaro continuó la farsa que tan bien le había salido. Insolente con todo el mundo, sólo tenía atenciones y miramientos con la mula, y siempre se le encontraba por los pa- tios del palacio con un puñado de avena o una gavi- lla de zulla, cuyos rosados racimos sacudía C A R T A S D E M I M O L I N O 25 guapamente mirando al balcón del Padre Santo, como quien dice: «¡Y em!... ¿Para quién es esto?» Tanto y tanto hizo, que a la postre el bueno del Papa, que se sentía envejecer, llegó a encomendarle el cuidado de vigilar la cuadra y llevar a la mula su ponche de vino a la francesa; lo cual ya no daba que reír a los cardenales. Tampoco la mula se reía de esto... A la sazón, a la hora de su vino, veía siempre llegar junto a ella cinco o seis niños de coro, que se enfrascaban pronto entre la paja con su capa de color de violeta y su alba de encajes; luego, al cabo de un momento, un buen olor caliente de caramelo y de aromas lle- naba la cuadra, y aparecía Tistet Védene llevando con precaución el ponche de vino a la francesa. Entonces comenzaba el martirio del pobre animal. Ese vino aromoso que tanto le gustaba, que le daba calor, que le ponía alas, tenían la crueldad de traérselo allí, a su pesebre, y hacérselo respirar; des- pués, cuando tenía impregnadas en el olor las nari- ces, ¡si te he visto, no me acuerdo! ¡El hermoso licor de sonrosada llama iba todo él a parar a las fauces de esos granujas!... Y si no hicieran más que robarle el vino... Pero, todos esos seis eran unos demonios, en cuanto ha- A L F O N S O D A U D E T 26 bían bebido... Uno le tiraba de las orejas, otro del rabo; Quiquet se le montaba en el lomo, Béluquet le ponía su birrete, y ni uno solo de esos pillastres pa- raba mientes en que de una corveta o de una sarta de coces el bueno del animal hubiera podido man- darlos a todos a la estrella polar y aunque fuese más lejos... ¡Pero, no! Por algo se es la mula del Papa, la mula de las bendiciones y de las indulgencias... Por más que hacían los muchachos, ella no se enfadaba, y sólo a Tistet Védene guardaba ojeriza. Por su puesto, cuando sentía a éste detrás de sí, le daba comezón en los cascos, y en verdad bien había por qué. ¡Ese perdulario de Tistet hacíale unas jugarre- tas tan feas! ¡Eran tan crueles sus invenciones des- pués de beber!... ¡Pues no se le ocurrió cierto día hacerla subir con él al campanil de la escolanía, allá arriba, arri- bota, en lo más alto de palacio! Y lo que os digo no va de cuento; doscientos mil provenzales lo han visto. Figuraos el terror de aquella desventurada mula, cuando después de dar vueltas una hora a cie- gas por una escalera de caracol y trepado no sé cuántos peldaños, encontróse de pronto en una plataforma deslumbrante de luz, y a mil pies debajo de ella vio todo un Aviñón fantástico: las barracas C A R T A S D E M I M O L I N O 27 del mercado no más grandes que avellanas, los sol- dados del Papa delante de su cuartel como hormigas rojas, y allá abajo, sobre un hilillo de plata, un mi- croscópico puentecito, donde había bailes y más bailes... ¡Ah, pobre bestia! ¡Qué pánico! Del grito que dio, todas las vidrieras del palacio retemblaron. –¿Qué pasa? ¿Qué sucede? –exclamó el Papa, precipitándose al balcón: Tistet Védene estaba ya en el patio, haciendo que lloraba y se mesaba los cabellos: –¡Ah, gran Padre Santo, qué pasa! Pues pasa que la mula de Vuestra Santidad... ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?... Pues pasa que la mula de Vuestra Santi- dad... ¡se ha subido al campanario!... –Pero, ¿ella sola? –Sí, señor, excelso Padre Santo, ella sola... ¡Mi- rad, mirad, vos, allá arriba!... ¿ Ve Vuestra Beatitud la punta de las orejas asomando?... Parecen dos go- londrinas... –¡ Misericordia! –exclamó el pobre Papa levan- tando los ojos. –Pero, ¿se ha vuelto loca? ¡Pero, si se va a matar! ¿Quieres bajarte, desventurada?... –¡Caramba! Lo que es ella no hubiera deseado otra cosa sino bajarse... Mas, ¿por dónde? Por la es- calera, no había ni qué pensarlo: esas cosas se su- A L F O N S O D A U D E T 28 ben, pero en la bajada hay con qué perniquebrarse cien veces allí... Y la pobre mula desconsolábase, y rondando por la plataforma con los ojazos presa del vértigo, pensaba en Tistet Védene... –¡ Ah, bandido, si salgo con bien... menuda coz te suelto mañana por la mañanita! Con esta idea de la coz, hacía de tripas corazón; sin eso, no hubiera podido tenerse en pie... Al fin pudo lograrse sacarla de allá arriba, pero no costó poco que digamos. Hubo que descolgarla en unas angarillas, con cuerdas y un gato. Ya comprenderéis qué humillación para la mula de un papa eso de ver- se suspensa de aquella altura, nadando con las patas al aire, como un abejorro al cabo de un hilo. ¡Y to- do Aviñón que estaba viéndola! La infeliz bestia no pudo dormir en toda la no- che. Parecíale que daba de continuo vueltas por aquella maldita plataforma, siendo la irrisión de toda la ciudad congregada abajo; luego, pensaba en ese infame de Tistet Védene y en la bonita coz que iba a largarle mañana por la mañana. ¡Oh, amigos míos, vaya una coz! Desde Pamperigouste habría de verse el humo... Pues bien, mientras en la cuadra le prepa- raban este magnífico recibimiento, ¿sabéis lo que hacia Tistet Védene? Bajaba por el Ródano cantan- C A R T A S D E M I M O L I N O 29 do en una galera pontificia y se iba a la corte de Ná- poles con la compañía de jóvenes nobles que la ciu- dad enviaba todos los años junto a la reina Juana para ejercitarse en la diplomacia y en las buenas maneras. Tistet no era noble; pero el Papa quería a toda costa recompensarlo por los cuidados que ha- bía tenido con su bestia, y principalmente por la ac- tividad que acababa de desplegar durante la jornada de salvamento. ¡Vaya un chasco que se llevó la mula al día si- guiente! –¡ Ah, bandolero; algo se ha olido él! –pensaba, sacudiendo furiosa sus cascabeles. –Pero, es igual ¡anda pillo! ¡A la vuelta te encontrarás con tu coz... tela guardo!... Y se la guardó. Después de la partida de Tistet, la mula del Papa recobró su vida tranquila y sus aires de otros tiem- pos. No más Quiquet ni Bélugnet en la cuadra. Vol- vieron los felices días del vino a la francesa, y con ellos el buen humor, las largas siestas, y el pasito de gavota cuando cruzaba el puente de Aviñón. Sin embargo, desde su aventura dábanle muestras con- tinuas de frialdad en la ciudad; los viejos meneaban la cabeza, los niños se reían señalando al campana- A L F O N S O D A U D E T 30 rio. El bueno del Papa mismo ya no tenía tanta con- fianza en su amiga, y cuando se dejaba llevar al ex- tremo de echar un sueñecillo sobre la espalda de ella, el domingo a la vuelta de la viña, ocurríasele siempre esta cavilación: «¡Si fuese a despertarme allá arriba, en la plataforma!» Veía esto la mula, y aguantaba sin chistar; solamente cuando delante de ella se pronunciaba el nombre de Tistet Védene, es- tremecíanse sus largas orejas, y afilaba con una risita el hierro de sus cascos en el pavimento... Transcurrieron así siete años; después, al cabo de esos siete años, Tistet Védene regresó de la corte de Nápoles. Aun no había concluido el tiempo de su empeño en ella; pero había sabido que el archi- pámpano de Sevilla acababa de morir de repente en Aviñón, y como el cargo parecíale bueno, había lle- gado muy aprisa a pretenderlo. Cuando ese intrigante de Védene entró en el salón del palacio, a duras penas lo conoció el Santo Padre: tanto era lo que había crecido y ensanchado. Preciso es también decir que, por su parte, el Papa se había hecho viejo y no veía bien sin antiparras. Tistet no se acoquinó. –¡Cómo! Excelso Padre Santo, ¿ya no me cono- ce Vuestra Beatitud?... Soy yo, ¡Tistet Védene! C A R T A S D E M I M O L I N O 31 ––¿Védene?... –Sí, ya sabéis... el que llevaba el vino francés a la mula. –¡Ah! Sí... sí... ya recuerdo... ¡Buen mocito, ese Tistet Védene!... Y ahora, ¿qué pretendes de Nos? –¡Oh! Poca cosa, Excelso Padre Santo... Venía a pediros... Y a propósito, ¿tenéis aún Vos aquella mula? ¿Y está buena?... ¡Ah! ¡Cuánto me alegro!... Pues bien, venía a pediros la plaza del archipámpa- no de Sevilla, quien acaba de fallecer. –¡Archipámpano de Sevilla tú!... Pero si eres demasiado joven. Pues ¿qué edad tienes? –Veinte años y dos meses, ilustre Pontífice; cin- co años justos más que la mula de Vuestra Santi- dad... ¡Ah bendita de Dios la valiente bestia!... ¡Si supiese Vuestra Beatitud cuánto amaba yo a aquella mula! ¡Y con qué pena acordábame de ella en Ita- lia!... ¿Me permitiréis Vos que la vea? –Sí, hijo mío, la verás –dijo el bueno del Papa, lleno de emoción. –Y puesto que tanto amas a aquel bendito animal, no quiero que vivas lejos de él. Desde este día quedas afecto a mi persona en cali- dad de archipámpano... Mis cardenales chillarán, pero ¡peor, para ellos! ya estoy acostumbrado... Ven a vernos mañana, ,al salir de vísperas, y Nos te im- A L F O N S O D A U D E T 32 pondremos las insignias de tu beneficio en presen- cia de Nuestro cabildo, y luego... te llevaré a ver la mula, y vendrás a la viña con nosotros dos... ¿Eh? ¡Ja, ja! ¡Anda, véte!... No necesito decires si Tistet Védene estaría contento al salir del salón del Solio, y con qué, im- paciencia aguardó la ceremonia del día siguiente. Sin, embargo, había en palacio alguien más satisfe- cho y más impaciente que él: era la mula. Desde el regreso de Védene hasta las vísperas del siguiente día, la terrible bestia no cesó de atiborrarse de avena y cocear la pared con los cascos de atrás. También ella se preparaba para la ceremonia... Al día siguiente, luego de cantarse vísperas, Tistet Védene hizo su entrada en el patio del palacio papal. Allá estaba todo el alto clero, los cardenales con sus togas rojas, el «abogado del diablo» de ter- ciopelo negro, los abades de conventos con sus me- nudas mitras, los mayordomos de fábrica de, San Agrico, las sotanas violetas de la escolanía y también el bajo clero, los soldados del Papa de gran unifor- me de gala, los ermitaños del monte Ventoso con sus caras feroces y el monacillo que va detrás tocan- do la campanilla, los hermanos disciplinantes des- nudos hasta la cintura, los floridos sacristanes con C A R T A S D E M I M O L I N O 33 toga de jueces; todos, toditos, hasta los queda las aspersiones de agua bendita, y el que enciende y el que apaga los cirios ... no faltaba ni tino solo... ¡Ah! ¡Era una hermosa ordenación! Campanas, petardos, sol, música, y siempre esos frenéticos tamboriles que guiaban la danza allá abajo, en el puente de Aviñón... Cuando apareció Védene en medio de la asam- blea, su empaque y su buen talante hicieron correr allí un murmullo de admiración. Era un magnífico provenzal, pero de los rubios, con largos cabellos de puntas rizadas y una barbita corta y primeriza que parecía hecha de vedijas de metal fino despren- didas por el buril de su padre, el escultor en oro. Corrieron rumores de que los dedos de la reina Jua- na habían jugado algunas veces con aquella rubia barba, y en efecto, el señor de Védene tenía el glo- rioso aspecto y el mirar abstraído de los hombres armados por las reinas... Aquel día, para hacer ho- nor a su nación, había reemplazado su vestimenta napolitana por un capisayo bordado de rosas, a la provenzala, y sobre su capillo temblaba una gran pluma de ibis de Camargue. Tan pronto como hubo entrado, el archipámpa- no saludó con aire galán, y dirigióse a la elevada es- A L F O N S O D A U D E T 34 calinata, donde le esperaba el Papa para imponerle las insignias de su grado: la cuchara de boj amarillo y la sotana de color de azafrán. Al pie de la escalera estaba la mula, enjaezada y presta a partir para la viña... Cuando pasó junto a ella, sonrióse satisfecho Tistet Védene y se detuvo para darle dos o tres golpecitos amistosos en la gru- pa, mirando con el rabillo del ojo para observar si le veía el Papa. La postura era buena... La mula tomó impulso... –¡Toma, allá te va, bandido! ¡Siete años hace que te la guardo! Y le atizó una coz tan terrible, tan terrible, que desde Pamperigouste se vio el humo, una humareda de polvo rubio donde revoloteaba una pluma de ibis... ¡Eso era todo lo que quedaba del infortunado Tistet Védene!... Por lo común, las coces de mula no suelen ser tan fulminantes. Pero aquella era una mula papal. Y, además, ¡figuraos! ... ¡Se la venía guardando nada menos que siete años!... No hay mejor ejemplo de rencores eclesiásticos. C A R T A S D E M I M O L I N O 35 EL FARO DE LAS SANGUINARIAS Aquella noche no pude dormir. El mistral esta- ba iracundo, y el estrépito de sus grandes silbidos me tuvieron despierto hasta el amanecer. El molino entero crujía, balanceando pesadamente sus aspas mutiladas, que resonaban con el cierzo como el apa- rejo de un buque. De su destruida techumbre esca- pábanse las tejas. En lontananza, los pinos apretados que cubrían la colina se agitaban zum- bando entre tinieblas. Hubiérase creído que era el alta mar... me recordó mis gratos insomnios de hace tres años, cuando habitaba yo en el faro de las San- guinarias, allá abajo, en la costa de Córcega, a la en- trada del golfo de Ajaccio. A L F O N S O D A U D E T 36 Otro bello rincón que encontré para meditar y estar solo. Figuraos una isla rojiza de salvaje aspecto, el fa- ro en una punta, y en la otra una vetusta torre geno- vesa, donde en mi tiempo vivía una águila. Abajo, a orillas del agua, las ruinas de un lazareto, invadido todo él por las hierbas; luego barrancos, malezas, grandes rocas, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; por último, allá arriba, muy alto, entre un torbellino de aves ma- rinas, la casa del faro, con su plataforma de mam- postería blanca, donde los torreros se paseaban de acá para allá, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna de facetas que relumbra al sol y echa luz hasta durante el día... He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como he vuelto a verla en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos. Antes de ser poseedor de un mo- lino, en aquella isla encantada era donde iba yo a retirarme algunas veces, cuando necesitaba aire libre y soledad. –¿Qué hacía allí? Lo que hago aquí; aun menos. Cuando me so- plaban el mistral o la tramontana con excesiva vio- lencia, situábame entre dos peñascos al borde del C A R T A S D E M I M O L I N O 37 agua, en medio de las goletas, de los mirlos, de las golondrinas, y allí me estaba todo el día, en esa es- pecie de estupor y delicioso anonadamiento que da la contemplación del mar. ¿No es cierto que cono- céis esa grata embriaguez del alma? No se piensa, ni se sueña. 4fodo el ser se os escapa, vuela, se disipa. Se es la gaviota que se zambulle, el polvo de espuma que sobrenada al sol entre dos olas, el blanco humo de aquel vapor–correo que se aleja, esa pequeña barca coralera de rojo velamen, aquella perla de agua, ese jirón de bruma, todo excepto uno mismo... ¡Oh, cuántas de esas bellas horas de semisueño y de divagaciones pase en mi isla!... Los días de viento fuerte, no pudiéndose estar a orillas del agua, encerrábame en el patio del lazare- to, un patio pequeño y melancólico, todo él embal- samado por el romero y el ajenjo silvestres, y allí, arrimado al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que flotaba con los rayos del sol entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas. De vez en cuando oíase un portazo, un salto ligero entre la hierba: era una cabra, que acudía a rumiar al resguardo del viento. Al verme se paraba absorta, y quedábase plantada ante mí, con aire vi- A L F O N S O D A U D E T 38 varacho, en alto los cuernos, mirándome con ojos infantiles... Hacia las cinco, el portavoz de los torreros me llamaba para comer. Tomaba entonces un senderito escarpado a pico entre los matorrales, suspenso en- cima del mar, y me volvía lentamente al faro, giran- do la vista a cada paso hacia aquel inmenso horizonte de agua y de luz, que parecía ensancharse conforme iba yo subiendo. Desde lo alto, era encantador. Aun me parece ver aquel magnífico comedor, de anchas losas, pa- ramentos de encina, la bouillabaisse humeante en me- dio, la puerta abierta de par en par al blanco terrado, y los resplandores del poniente que lo inundaban... Esperábanme allí, para ponerse a la mesa, los torre- ros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega; los tres pequeños, barbudos, con el mismo rostro curtido y resquebrajado, é idéntico pelone (gabán) de pelo de cabra, pero de porte y humor enteramente opuestos entre sí. Por el modo de vivir de aquellas gentes, com- prendíase enseguida la diferencia de ambas razas. El marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en continuo movimiento, recorría la isla desde la ma- ñana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo C A R T A S D E M I M O L I N O 39 huevos de gouailles, emboscándose entre los mato- rrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre en vías de hacer un aliolí o de guisar alguna bouillabaisse. Los corsos, fuera de su servicio, no se ocupaban ab- solutamente de nada; considerábanse como funcio- narios, y pasaban todo el día en la cocina jugando interminables partidas de scopa, sin interrumpirlas más que para encender de nuevo las pipas con aire grave, y para picar con tijeras en la palma de las ma- nos grandes hojas de tabaco verde... Por lo demás, marsellés y corsos eran tres buenas personas, senci- llos, bonachones, y llenos de miramientos con su huésped, aunque en el fondo hubiera de parecerles un señor muy extraordinario. ¡Figúrense ustedes: ir a encerrarse en el faro por su gusto!... ¡Y ellos, que encuentran tan largos los días, y son tan felices cuando les toca la vez de bajar a tierra!... En la buena estación, esa gran ventura les llega todos los meses. Diez días de tierra firme por treinta de faro: he ahí lo que dispone el reglamento. Pero con el invierno y los grandes temporales, no hay reglamentos que valga. Arrecia el vendaval, su- ben las olas, las Sanguinarias están blancas de es- puma, y los torreros de servicio permanecen A L F O N S O D A U D E T 40 bloqueados dos o tres meses consecutivos, algunas veces hasta con terribles circunstancias. –Caballero, oiga usted lo que me sucedió a mí – me contaba un día el viejo Bartoli, mientras comía- mos –he aquí lo que me ocurrió hace cinco años en esta misma mesa donde estamos, una tarde de in- vierno, como ahora. Aquella tarde sólo estábamos dos en el faro: yo y un compañero llamado Tchéco... Los otros estaban en tierra, enfermos, con licencia, no recuerdo bien... Acabábamos de comer, muy tranquilos... De pronto, cátate que mi camarada deja de comer, me mira un momento con unos ojos píca- ros, y ¡paf! se cae encima de la mesa, con los brazos adelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: «¡Oh, Tché!... ¡Oh, Tché!...» Nada: ¡estaba muerto!.. ¡Figú- rese usted qué emoción! Más de una hora estuve estupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; luego, de repente, se me ocurre esta idea: «¡Y el faro!» No tuve tiempo más que de subir a la farola y encender. La noche estaba ya encima... ¡Señor, qué noche! El mar y el viento no tenían sus voces naturales. A ca- da instante parecíame que alguien me llamaba en la escalera... Y además, ¡Una fiebre, una sed! Por nada del inundo me hubiese usted hecho bajar... ¡Me da- ba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba C A R T A S D E M I M O L I N O 41 me entró un poco de ánimo. Llevé a mi compañero a su cama, le echó la sábana encima, recé un poco, y fui a escape a dar señales de alarma. Por desgracia, había mar gruesa y de fondo: por más que llamé y llamé, nadie vino... Y yo a solas en el faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios por cuánto tiempo! Esperaba poder conservarlo conmigo hasta la llegada del barco: pero al cabo de tres días era de todo punto imposible... ¿ Cómo arreglármelas? ¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era demasiado dura; ¡y hay tantos cuervos en la isla! Daba pena abandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en bajarlo a uno de los departamentos del lazareto... Toda una tarde me llevó aquella triste faena, y le respondo a usted de que me hizo falta el valor... ¡Mire usted, caballero! Aun hoy, cuando bajo a esa parte de la isla en una tarde de ventarrón, me parece que todavía llevo a cuestas al difunto... ¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba sólo al pensar en ello. Así pasábamos las horas de comer, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de nau- fragios, historias de bandidos corsos... Luego, al ca- er el día, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, agarraba la pipa, la calabaza, un grueso A L F O N S O D A U D E T 42 Plutarco de cantos rojos (toda la biblioteca de las Sanguinarias) y desaparecía por el fondo. Al cabo de un momento, en todo el faro oíase un estrépito de cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a los cuales se daba cuerda. Durante ese tiempo, iba a sentarme fuera, en la terraza. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con más rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todo el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de color violáceo. Por el cielo Pasaba junto a mí con tardo vuelo un gran pajarraco: era el águila que vol- vía de regreso a la torre... Poco a poco subían las bramas del mar. Bien pronto veíase tan sólo el blan- co festón de la espuma en torno de la isla... De pronto, por encima de mi cabeza, surgía una gran oleada de plácida luz. El faro estaba encendido. Dejando en sombras a toda la isla, el claro haz de rayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yo envuelto entre tinieblas, bajo aquellas grandes ondas luminosas que apenas me salpicaban al paso... Pero el viento seguía refrescando. Era preciso recogerse. A tientas cerraba el grueso portón y corría las barras de hierro; después, y siempre a tientas, tomaba por una escalerilla de fundición, que retemblaba y sona- C A R T A S D E M I M O L I N O 43 ba con mis pasos o iba a parar a la cúspide del faro. Por supuesto, allá sí que había luz. Imaginaos una gigantesca lámpara Cárcel, de seis filas de mecheros, alrededor de la cual giran con lentitud las paredes de la linterna, unas cerradas por enorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vi- driera inmóvil que resguarda del viento a la llama... Al entrar, quedábame deslumbrado. Esos cobres, esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas, paredes de cristal abombado que giraban con gran- des círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa balumba de luces, me daban vértigos por un ins- tante. Sin embargo, poco a poco habituábanse a ello mis ojos, y acababa por sentarme al pie mismo de la lámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en voz alta, por temor de quedarse dormido. Por fuera, la obscuridad, el abismo. En el bal- concillo que da vuelta en torno de la vidriera, el viento corre aullando como un loco. Cruje el faro, la mar brama. En la punta de la isla, en las rompientes, las olas como que disparan cañonazos. A veces, un dedo invisible pega en los vidrios: algún ave noc- turna, atraída por la luz, y que va a estrellarse de ca- beza contra el cristal. Dentro de la linterna A L F O N S O D A U D E T 44 centelleante y cálida, nada más que el chisporroteo de la llama, el ruido del aceite que cae gota a gota, y el de la cadena que va desenrollándose, y una voz monótona, que salmodia la vida de Demetrio de Falerea. A media noche, levantábase el torrero, echaba el postrer vistazo a sus mechas, y bajábamos. Por la escalera salíanos al encuentro el colega del segundo cuarto, quien subía frotándose los ojos; se le entre- gaban la calabaza y el Plutarco. Luego, antes de me- ternos en cama, entrábamos un momento en la estancia del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, escribía el torrero en el gran libro del faro, siempre abierto: Media noche. Mar gruesa. Tempestad. Buque de la vista por el horizonte. C A R T A S D E M I M O L I N O 45 LA AGONIA DE LA «LIGERA» Puesto que el mistral de la otra noche nos ha lanzado a la costa de Córcega, permitidme contaros una tremenda historia marítima de que los pescado- res de por allá hablan a menudo en la velada, y acer- ca de la cual me ha suministrado la casualidad curiosísimos informes. Hace de esto dos o tres años. Bogaba yo por el mar de Cerdeña, en compañía de siete ú ocho carabineros de mar. ¡Rudo viaje pa- ra un novicio! En todo el mes de Marzo no tuvimos día bueno. El viento del este hablase encarnizado con nosotros, y el mar no abonanzaba. Una tarde, que capeábamos el temporal, nuestra barca fue a refugiarse a la entrada del estrecho de Bonifacio, en medio de un archipiélago de islillas. A L F O N S O D A U D E T 46 Su aspecto nada tenía de tranquilizador: grandes ro- cas peladas, cubiertas de aves, algunas matas de ajenjo, espesuras de lentiscos, y acá y acullá entre el fango algunos maderos en vías de podrirse; pero, a fe mía, para pasar la noche eran más preferibles aun esas rocas siniestras que el camarote de una vieja barca a medio cubrir, donde el oleaje entraba como Pedro por su casa, y con ella nos contentamos. Apenas hubimos desembarcado, mientras los marineros encendían lumbre para guisarla bouilla- baisse, me llamó el patrón, y enseñándome una pe- queña cerca de piedra blanca, perdida entre las brumas al cabo de la isla, me dijo. –¿Viene usted al cementerio? –¡Un cementerio, patrón Lionetti! Pues, ¿dónde estamos? –En las islas Lavezzi, señor. Aquí están ence- rrados los seiscientos hombres de la fragata Ligera, en el mismo sitio donde se perdió diez años hace... ¡Pobre gente! No reciben muchas visitas, y gracias que nosotros llegamos para decirles buenos días, puesto que ya estamos en él... –Con sumo gusto mío, patrón. ¡Qué triste el cementerio de la Ligera!... Aun lo veo, con su bajo tapial, su puerta de hierro oxidada C A R T A S D E M I M O L I N O 47 y dura de abrir, con centenares de cruces negras ocultas por la hierba. ¡Ni una corona de siemprevi- vas, ni un recuerdo, nada!... ¡Ah, pobres muertos abandonados, qué frío deben de tener en su tumba casual! Permanecimos arrodillados allí un momento. El patrón rezaba en alta voz. Enormes goletas, únicos guardianes del cementerio, giraban sobre nuestras cabezas y confundían sus roncos gritos con los la- mentos del mar. Concluídas las oraciones, nos volvimos triste- mente hacia el rincón donde estaba amarrada la bar- ca. No habían perdido el tiempo los marineros durante nuestra ausencia. Encontramos una gran hoguera llameante al abrigo de un peñasco y la marmita que humeaba. Tomamos asiento en corro, con los pies juntos a la lumbre, y bien pronto tuvo cada cual sobre las rodillas, dentro de una cazuela de barro rojo, dos rebanadas de pan moreno con mucho caldo. La comida fue silenciosa: estábamos mojados, teníamos hambre, y luego la, proximidad del cementerio... Sin embargo, desocupadas las ca- zuelas, encendiéronse las pipas y nos pusimos a charlar un poco. Como es natural, se hablaba de la Ligera. A L F O N S O D A U D E T 48 –Pero, vamos, ¿cómo sucedió aquello? –pre- gunté al patrón, quien con la cabeza apoyada en las manos, miraba la hoguera con aire pensativo. –¿Que cómo sucedió aquello? –respondióme el bueno de Lionetti, con un hondo suspiro.–¡ Ah! se- ñor, nadie del mundo pudiera decirlo. Todo lo que sabemos es que la Ligera, llena de tropas para Cri- mea, zarpó de Tolón la víspera por la tarde, con mal tiempo. De noche aun, se echó a perder más la cosa. Viento, lluvia, mar alborotado cual nunca. Por la mañana amainó un poco el viento, pero el mar se- guía en sus trece, y todo esto, una maldita bruma del demonio, que no dejaba ver un fanal a cuatro pasos. No, puede usted formarse idea, señor, de lo traido- ras que son esas brumas. Eso nada importa; se me ha puesto en la cabeza que la Ligera debió perder el timón de madruga; porque, no hay bruma que valga; sin una avería, el capitán no hubiese venido a estre- llarse aquí. Era un duro marino, a quien todos co- nocíamos. Había mandado la estación naval de Córcega durante tres años y sabía la costa tan bien como yo, que no sé otra cosa. –¿Y a que hora se cree que pereció la Ligera? –Debió de ser a mediodía; sí, señor, en pleno mediodía... Pero, ¡caramba! con la bruma de mar, C A R T A S D E M I M O L I N O 49 ese pleno mediodía no valía mucho mas que una noche obscura como boca de lobo... Un aduanero de la costa me ha contado que aquel día, habiendo salido de su caseta para sujetar los postigos, hacia las once y media, una racha de viento se le llevó la gorra, y a riesgo de que a él mismo se lo llevase la resaca, se puso a correr tras de aquélla, a cuatro patas, a lo largo de la playa. Comprenderá usted que los carabineros no son ri- cos, y una gorra cuesta cara. Pues bien, parece ser que al levantar un momento la cabeza nuestro hom- bre, hubo de ver, muy cerca de él, entre la bruma, un buque de alto bordo que huía a palo seco, sotaven- teando as islas Lavezzi. Este buque iba tan rápido, tan veloz, que el aduanero apenas tuvo tiempo de verlo bien. Sin embargo, todo hace creer quesería la Ligera, puesto que media hora después el pastor de las islas oyó en estas rocas... Pero precisamente, se- ñor, aquí está el pastor de que le hablo a usted; él mismo le contará la cosa... ¡Buenos días, Palombo!... Ven a calentarte un poco; no tengas miedo. Acercóse a nosotros con timidez un hombre encapuchado, a quien veía yo desde poco antes rondar en torno de nuestra hoguera, y al cual había A L F O N S O D A U D E T 50 tomado por uno de los tripulantes, pues ignoraba que hubiese en la isla pastor alguno. Era un viejo leproso, más que medio idiota, ata- cado por no sé qué enfermedad escorbútica que convertía sus labios en un gran morro, horrible de ver. Costó sumo trabajo explicarle de qué se trataba. Entonces, levantándose con un dedo el labio en- fermo, el viejo nos refirió que efectivamente, desde su choza oyó aquel día, alrededor de las doce, un tremendo crujido en las peñas. Como toda la isla estaba cubierta por el agua, no había podido salir, y sólo al día siguiente fue cuando, al abrir la puerta, había visto la costa llena de restos y cadáveres deja- dos allí por el mar. Espantado, huyó a toda prisa hacia su barca, para ir a Bonifacio en busca de gen- te. Sentóse el pastor, rendido de haber hablado tanto, y el patrón tomó la palabra: Sí, señor; este pobre viejo es quien fue a avisar- nos. Estaba casi loco de miedo, y desde entonces tiene la cabeza a componer. Lo cierto es que había por qué... Figúrese usted seiscientos cadáveres en montón sobre la arena, revueltos con astillas de ma- dera y jirones de lona... ¡Pobre Ligera!... El mar la había molido de golpe y hecho trizas de tal modo, C A R T A S D E M I M O L I N O 51 que el pastor Palombo apenas ha encontrado entre todos sus residuos con qué hacer una empalizada alrededor de su choza... En cuanto a los hombres, desfigurados casi todos, espantosamente mutila- dos... daba pena verlos asidos unos a otros, en ra- cimos... Encontramos al capitán con uniforme de gala, al capellán con estola al cuello; en un rincón, entre dos peñascos, un grumete con los ojos abier- tos... parecía vivo aún; ¡pero, no! Estaba resuelto que no se había de librar nadie... Al llegar el patrón aquí, se interrumpió, gritan- do: –¡Atención, Nardi, que se apaga la lumbre! Nardi echó en el brasero dos o tres pedazos de tablones embreados, que se inflamaron, y Lionetti continuó: –He aquí lo más triste de esta historia... Tres semanas antes del siniestro, una pequeña corbeta, que iba a Crimea, lo mismo que la Ligera, naufragó de idéntico modo y casi en el mismo sitio; sólo que aquella vez logramos salvar la tripulación y veinte soldados de ingenieros que iban a bordo... ¡Ya se ve: esos pobres tiralíneas no estaban en su elemen- to! Se les condujo a Bonifacio y los tuvimos dos dí- as con nosotros en la marina... Una vez que se A L F O N S O D A U D E T 52 secaron bien y se pusieron en pie, ¡buenas noches, buena suerte! ¡Volvieron a Tolón, donde poco tiempo después los embarcaron de nuevo para Cri- mea!... ¿A que no adivina usted en qué buque?... ¡En la Ligera, señor!... Los encontramos a todos veinte, tumbados entre los muertos, en el sitio donde esta- mos... Yo mismo reparó en un lindo sargento de fi- nos bigotes, un pisaverde de París, a quien había dado cama en mi casa y que nos había hecho reír todo el tiempo con sus historias... Al verlo allí, se me partió el corazón... ¡Ah, Santa Madre! ... Al decir esto, el honrado Lionetti sacudió, con- movido, la ceniza de su pipa y se envolvió en su ca- potón, dándome las buenas noches... Durante algún tiempo, aun charlaron entre sí a media voz los ma- rineros... Después, una tras otra, se apagaron las pi- pas... No se habló más... Marchóse el pastor viejo... Y yo me quedé solo a soñar despierto, en medio de la tripulación dormida. Bajo la impresión del lúgubre relato que acababa de oír, traté de reconstruir con el pensamiento el pobre buque difunto y la historia de esta agonía de que fueron las aves goletas los únicos testigos. Al- gunos detalles que me chocaron, el capitán con uni- forme de gala, la estola del capellán, los veinte C A R T A S D E M I M O L I N O 53 soldados de ingenieros, ayudáronme a adivinar to- das las peripecias del drama... Veía zarpar de Tolón la fragata, anochecido... Sale del puerto. Hay mar de fondo y un viento terrible; pero el capitán es un va- liente marino, y todo el mundo tiene tranquilidad a bordo... Al amanecer, levántase la bruma de mar. Co- mienza a haber inquietud. Toda la tripulación está sobre cubierta. El capitán no abandona la toldilla... En el entrepuente, donde están metidos los solda- dos, reina la obscuridad; la atmósfera está calurosa. Algunos están enfermos, echados encima de sus petates. El buque cabecea horriblemente; es imposi- ble estar de pie. Hablan sentados en corrillos en el suelo, abrazándose a los bancos; hay que gritar para oírse. Algunos empiezan a tener miedo... ¡No es pa- ra menos! Son frecuentes los naufragios en estos pa- rajes; si no, que lo digan los «tiralíneas», y lo que éstos cuentan no es para tranquilizar. Sobre todo, su sargento primero, un parisiense que siempre está de chunga, pone la carne de gallina con sus chacotas: –¡Un naufragio!... Pues, si lo más divertido es un naufragio. Salimos del paso con un baño frío, y lue- A L F O N S O D A U D E T 54 go nos llevan a Bonifacio, a comer mirlos en casa del patrón Lionetti. Y los «tiralíneas» ríe que te reirás... De pronto un crujido... ¿Qué es eso? ¿Qué pa- sa?... –El timón acaba de irse –dice un marinero cala- do de agua, el cual atraviesa corriendo el entre- puente. –¡Buen viaje! –grita ese loco de sargento; pero esto ya no hace reír a nadie. Gran tumulto sobre el puente. La bruma impide verse. Los marineros van y vienen horrorizados, a tientas... ¡Ya no hay timón! Es imposible manio- brar... La Ligera, perdido el rumbo, corre como el viento... Entonces es cuando la ve pasar el aduane- ro; son las once y media. A proa de la fragata se oye un cañonazo... ¡Las rompientes, las rompientes!.. Acabóse; no más esperanza, se va en derechura a la costa... El capitán baja a su cámara... Al cabo de un momento, vuelve a ocupar su sitio en la toldilla con uniforme de gala... Ha querido hermosearse pa- ra morir. En el entrepuente se miran ansiosos los solda- dos, sin rechistar... Los enfermos tratan de levantar- se... el sargentito ya no se ríe... C A R T A S D E M I M O L I N O 55 Ábrese entonces la puerta y aparece en el um- bral el capellán con su estola: –¡ De rodillas, hijos míos! Todo el mundo obedece. Con voz atronadora, el sacerdote comienza las preces por los agonizan- tes. De pronto, un choque formidable, un grito, uno solo, una gritería inmensa, brazos tendidos, manos que se agarran, ojos extraviados por donde cruza como un relámpago la visión de la muerte... ¡Misericordia! Así pasé toda la noche, soñando, evocan do, a los diez años del suceso, el alma del pobre buque cuyos restos me rodeaban. A lo lejos, en el estrecho, rugía la tempestad, la tempestad; la llama de la ho- guera tumbábase con las rachas de viento, y oía danzar a nuestra barca al pie de las rocas, haciendo rechinar las amarras. A L F O N S O D A U D E T 56 LOS ADUANEROS La barca Emilia, de Porto–Vecchio, a bordo de la cual hice aquel viaje lúgubre a las islas Lavezzi, era una vieja embarcación de la aduana, semicu- bierta, donde, para resguardarse del viento, de la olas y de la lluvia, sólo, había un pequeño pabellón embreado, lo suficientemente ancho para contener a duras penas una mesa y dos literas. Así es que eran de ver nuestros marineros con el mal cariz del tiem- po. Chorreaban los rostros, las empapadas blusas humeaban como ropa blanca puesta a secar en estu- fa, y en pleno invierno los infelices pasaban así días enteros, hasta las noches inclusive, agazapados en sus húmedos bancos, tiritando entre aquella hume- dad malsana, porque no se podía encender fuego a bordo, y con frecuencia era difícil ganar la costa... C A R T A S D E M I M O L I N O 57 Pues bien, ni uno de aquellos hombres se quejaba. En los más duros temporales, siempre los vi con idéntica placidez, del mismo buen humor. Y, sin embargo, ¡qué triste vida la de esos carabineros de mar! Casados casi todos ellos, con mujer é hijos en tierra, permanecen meses fuera de su hogar, dando bordadas por aquellas tan peligrosas costas. Por alimento no tienen sino pan enmohecido y cebollas silvestres. ¡Nunca hay vino, nunca hay carne, por- que la carne y el vino cuestan caros, y ellos no ganan más que quinientos francos al año! ¡Figuraos si ha- brá oscuridad en la choza de allá abajo, en la mari- na, y si los niños tendrán que ir descalzos!... ¡No importa! Todas esas gentes parecen contentas con su suerte. A popa, delante del camarote, había un gran balde lleno de agua llovida, donde acudía la tripulación a calmar la sed, y recuerdo que, tragado el último buche, cada cual de esos pobres diablos sacudía su escudilla con un ¡ah! de satisfacción, una expresión de bienestar cómica enternecedora a la vez. El más alegre y satisfecho de todos era un natu- ral de Bonifacio, tostado, bajo y rechoncho, a quien llamaban Palombo. Este no hacia más que cantar, A L F O N S O D A U D E T 58 aun con los mayores temporales, Cuando el oleaje se ponía plomizo, cuando el cielo obscuro por la cerrazón llenábase de menudo granizo y estaban to- dos allí venteando la borrasca que iba a venir, en- tonces, entre el profundo silencio y la ansiedad de a bordo, comenzaba a canturrear la voz tranquila de Palombo: No, señor, Es mucho honor. Liseta es honrada y no fe... a: Se queda en la alde... a... Y por más rachas que venían, haciendo gemir el velamen, zarandeando é inundando la barca, la can- ción del aduanero seguía su curso, balanceada cual una gaviota en la cresta de las olas. Algunas veces el viento acompañaba demasiado fuerte, ya no se oían las palabras; pero tras cada golpe de mar, entre el murmullo del agua que chorreaba, oíase de continuo el estribillo del cantar: Liseta es honrada y no fe... a: Se queda en la alde... a... C A R T A S D E M I M O L I N O 59 Sin embargo, en un día de viento y lluvia muy fuertes, no lo oí ya. Era tan extraordinario esto, que saqué del camarote la cabeza: –¡Eh, Palombo! ¿Hoy no se canta? Palombo no respondió. Estaba inmóvil, echado en su banco. Me acerqué a él. Castañeteábanle los dientes; todo su cuerpo temblaba de fiebre. –Tiene una puntura –me dijeron tristemente sus camaradas. La que llaman ellos puntura es una punzada de costado, una pleuresía. Aquella gran cerrazón plo- miza, aquella barca chorreando agua, aquel pobre febricitante envuelto en un viejo capote de caucho que relucía bajo la lluvia como una piel de foca: en mi vida he visto nada más lúgubre. Bien pronto agravaron su enfermedad el frío, el viento y el vai- vén de las olas. Entróle delirio; hubo que atracar. Al cabo de mucho tiempo y grandes esfuerzos, entramos al atardecer en una ensenadita árida y si- lenciosa, animada solamente por el vuelo circular de algunas gouailles. En todo alrededor de la playa er- guíanse altas rocas escarpadas, intrincados laberin- tos de arbustos verdes, de un verde obscuro y hoja perenne. Abajo, a orillas del agua, una casita blanca, con postigos grises, era el puesto de la aduana. En A L F O N S O D A U D E T 60 medio de ese desierto, aquel edificio del estado, con cifras como una gorra de uniforme, tenía algo de siniestro. Allí desembarcaron al pobre Palombo. ¡Triste asilo para un enfermo! Encontramos al aduanero disponiéndose a comer al amor de la lum- bre, con su mujer y sus hijos. Todas aquellas gentes tenían caras pálidas, amarillentas, grandes ojos sombreados por la fiebre. La madre, joven aun, con un niño de pechos en los brazos, tiritaba al hablar con nosotros. –Es un puesto terrible –me dijo en voz baja el inspector. –Nos vemos en el caso de relevar nues- tros aduaneros cada dos años. La fiebre de las ma- rismas los devora. No obstante, tratábase de ir en busca de un mé- dico. No había ninguno antes de llegar a Sartène, es decir, a seis ú ocho leguas de allí. ¿Cómo arreglár- selas? Nuestros marineros ya no podían más, estaba demasiado lejos para enviar a uno de los niños. Entonces la mujer, inclinándose fuera, llamó: –¡Ceceo!... ¡Ceceo! Y vimos entrar un mocetón muy fornido, ver- dadero tipo de cazador en vedado o de bandito, con su gorro de lana parda y su pelone de pelo de cabra. Al desembarcar había reparado ya en él,' viéndole C A R T A S D E M I M O L I N O 61 sentado a la puerta, con su pipa roja entre los dien- tes y un fusil entre las piernas, pero no sé por qué, había huido al aproximarnos. Quizá creyera que iban gendarmes con nosotros. Cuando entró, rubo- rizóse un poco la aduanera. –Es mi primo –nos dijo. –No hay cuidado que éste se pierda entre la espesura. Después le habló en voz baja, señalándole el en- fermo. Inclinóse el hombre sin rechistar, silbó a su perro y echó a correr a todo escape, escopeta al hombro, saltando de peña en peña con sus largas zancas. Durante ese tiempo, los niños, a quienes parecía aterrar la presencia del inspector, acabaron pronto de comer las castañas y el brucio (queso blanco). ¡Y siempre agua, nada más que agua en la mesa! Sin embargo, para esos pequeñuelos ¡hubiera venido tan bien un trago de vino! ¡Ah, miseria! Al cabo, la madre subió a acostarlos, el padre, encendiendo el farol, fuése a inspeccionar la costa, y nosotros per- manecimos velando a nuestro enfermo, que se agi- taba en su camastro cual si aun estuviese en alta mar, zarandeado por el oleaje. Para calmar un poco su puntura, hicimos calentar guijarros y ladrillos, po- niéndoselos en el costado calientitos. Una o dos ve- A L F O N S O D A U D E T 62 ces, al acercarme a su lecho, me conoció el infeliz, y para darme las gracias me tendió trabajosamente la mano, una manaza rasposa y ardiente cual uno de esos ladrillos sacados del fuego. ¡Triste velada! Fuera habíase recrudecido el temporal con la conclusión del día, y era aquello un estrépito, una descarga cerrada, un surgidero de es- pumarajos, la batalla entre los peñascos y las aguas. De vez en cuando, un golpe de viento de alta mar lograba colarse en la caleta y envolvía nuestra casa. Conocíase por la súbita crecida de las llamas, que iluminaban de pronto los mohinos rostros de los marineros, agrupados en derredor de la chimenea y mirando el fuego con esa plácida expresión que da el hábito de las grandes perspectivas y de los hori- zontes inmensos. También, a veces, quejábase Pa- lombo con dulzura. Entonces todos los ojos se dirigían hacia el rincón obscuro, donde el pobre compañero estaba en el trance de morir, lejos de los suyos y sin ayuda, y acongojados los pechos, oíanse grandes suspiros. Eso es todo cuanto arrancaba a aquellos trabajadores del mar, pacienzudos y dulces, el sentimiento de su propio infortunio. Nada de motines ni de huelgas. C A R T A S D E M I M O L I N O 63 ¡Un suspiro, y nada más! Sin embargo, me equi- voco. Al pasar uno de ellos por delante de mí para echar al fuego un haz de leña, me dijo con voz baja y conmovida: –¡Ya ve usted, señor, que pasan muchos tor- mentos en nuestro oficio! A L F O N S O D A U D E T 64 LOS VIEJOS –¿Una carta, tío Azam? –Sí, señor... ésta viene de París. ¡Y poco orgulloso estaba el buen tío Azam de que ésta viniese de París! Yo no. Algo me decía que aquella parisiense de la calle de Juan Jacobo, al caer en mi mesa tan de improviso y tan temprano, iba a hacerme perder toda la mañana. No me equivoqué, y si no, vedlo: «Amigo mío: Necesito que me hagas un favor. Cierra por un día tu molino, y véte a escape a Eyg- nières. Eygnières es un lugarón a tres o cuatro le- guas de tu residencia, un paseo, como quien dice. Al llegar, preguntas por el convento de las huérfanas. A continuación del convento, la primera casa es una de un solo piso, que tiene postigos grises y un jardi- C A R T A S D E M I M O L I N O 65 nillo detrás. Entra sin llamar, la puerta está siempre abierta, y al entrar grita fuerte: –¡ Buenos días, buena gente! Soy amigo de Mauricio. –Entonces verás dos viejecitos, ¡oh! pero viejos, reviejos, archiviejos, echarte los brazos desde el fondo de sus grandes sillones, y los abrazas de mi parte, de todo corazón, como si fuesen cosa tuya. Luego charlaréis, te habla- rán de mí, nada más que de mí, te contarán mil cho- checes, que debes escuchar sin reírte. ¿No te reirás, eh? Son mis abuelos, dos seres para los cuales yo soy toda su vida, y que no me han visto desde hace diez años. ¡Mira tú que diez años ya tienen días! Pe- ro, ¿qué quieres? Me tiene cogido París, y a ellos la edad avanzada. Son tan viejos, que si viniesen a verme, se quebraban en el camino. Por fortuna, mi querido molinero, estás tú por ahí abajo, y al abra- zarte, los pobres creerán en cierto modo que me abrazan a mí mismo. ¡Les he hablado tan a menudo de nosotros y de nuestra buena amistad! ¡Llévese el diablo la buena amistad! Precisa- mente aquella mañana hacía un tiempo admirable, pero poco a propósito para andar por los caminos, demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día de Provenza. Cuando llegó aquella maldita carta ha- bía ya elegido mi abrigo (cagnard) entre dos rocas, y A L F O N S O D A U D E T 66 soñaba con permanecer allí todo el día como un la- garto, embriagándome de luz y oyendo cantar los pinos. En fin, ¿qué hemos de hacerle? Cerré el mo- lino refunfuñando, y puse la llave debajo de la gate- ra. Cogí el garrote y la pipa, y andando. Llegué a Eygnières a eso de las dos. El villorrio estaba desierto, todo el mundo en el campo. En los olmos, cerca a la acequia, blancos de polvo, canta- ban las cigarras como en pleno Crau. En la plaza de la Alcaldía estaba un asno tomando el sol, y en la fuente de la iglesia una bandada de palomas, pero ni un alma para indicarme el convento de las huérfa- nas. Por fortuna, aparecióseme de pronto un hada vieja, hilando en cuclillas junto al quicio de su puerta, le dije lo que buscaba, y como aquella hada era muy poderosa, no tuvo más que levantar la rue- ca, y enseguida se alzó ante mí, como por magia, el convento de las huérfanas. Era un caserón destar- talado y oscuro, muy orgulloso de ostentar sobre su pórtico ojival una vetusta cruz de arenisca roja, con un poco de latín alrededor. Junto a aquella casa, vi otra más pequeña, postigos grises, el jardín detrás. La conocí enseguida, y entré sin llamar. En toda mi vida se me despintarán aquel largo corredor fresco y tranquilo, la pared pintada de co- C A R T A S D E M I M O L I N O 67 lor de rosa, el jardinillo que oscilaba en el fondo a través de una cortina de color claro, y en todos los tableros flores y violines descoloridos. Parecíame llegar a casa de algún antiguo bailío de los tiempos de Maricastaña. Al fin del pasillo, a la izquierda, por una puerta entornada se oían el tic tac de un gran reloj y una voz infantil, pero de niño de la escuela, que leía parándose en cada sílaba: En... ton... ces San... I... re... ne... o... ex...cla...mó:... Yo... soy... el... tri... go ... del.... Se... ñor... Es... me... nes... ter... que... me... tri... tu... ren... las... mue... las... de... es... tos... a... ni... ma... les... Me aproximé con tiento a aquella puerta y miré. Entre el sosiego y la media luz de un cuartito, un buen anciano de pómulos rojos, arrugado hasta la punta de los dedos, dormía en el fondo de un sillón, con la boca abierta y las manos en las rodillas. a sus pies, una niñita vestida de azul, esclavina grande y capillo pequeño, el traje de las huérfanas, leía la Vi- da de San Ireneo en un libro mayor que ella. Esta lec- tura milagrosa había obrado sobre toda la casa. El viejo dormía en su sillón, las moscas en el cielo raso y los canarios en sus jaulas, allá abajo, en la ventana. El gran reloj zumbaba, tic tac, tic tac. En toda la es- tancia no había despierto nada más que un gran haz A L F O N S O D A U D E T 68 de luz que entraba derecho y blanco por entre los postigos cerrados, lleno de chispas vivientes y de valses microscópicos. En medio del adormeci- miento general, la niña continuaba su lectura con aire grave: Al... pun... to... dos... le... o... nes se... a... rro... ja... ron... so... bre... él... y... lo... de... yo...ra... ron... En ese momento entré yo. Los leones de San Ireneo, precipitándose dentro de la habitación, no hubieran producido allí más asombro del que yo produje. ¡Un verdadero golpe teatral! La pequeña exhala un grito, cáese el librote, se despiertan los canarios y las moscas, el viejo se yergue sobresalta- do, despavorido y turbado yo mismo un poco, me detengo en el umbral gritando muy fuerte: –¡Buenos días, buenas gentes, soy amigo de Mauricio! ¡Oh! Entonces, si hubieseis visto al pobre viejo, si le hubieseis visto venir hacia mí, con los brazos extendidos, abrazarme, apretarme las manos, correr trastornado por el cuarto, diciendo: –¡Dios mío, Dios mío! Reíansele todas las arrugas de la cara. Estaba' rojo. Tartamudeaba. –¡ Ah, caballero! ¡Ah, caballero! Luego se iba al fondo, llamando: C A R T A S D E M I M O L I N O 69 –¡Mamette! Abrese una puerta, suena por el pasillo un trote- cito de ratón. Era Mamette. Nada tan lindo como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que tenia en la ma- no por honrarme, a la antigua, usanza. ¡Cosa enter- necedora: se asemejaban! Con papelina y cocas amarillas, también él hubiera podido llamarse Ma- mette. Sólo que la verdadera Mamette había debido llorar mucho en su vida, y aun estaba más arrugada que la otra. También, como la otra, tenía junto a sí una niña del asilo de huérfanas, guardianita con es- clavina azul que jamás la abandonaba, y el ver esos viejos protegidos por esas huérfanas, era lo más, conmovedor que imaginarse pueda. Al entrar había comenzado Mamette por ha- cerme una gran reverencia; pero el viejo le cortó por la mitad la susodicha reverencia con cuatro pala- bras. –Es amigo de Mauricio. Y cátate que enseguida tiembla, llora, pierde el pañuelo, se pone encarnada, muy roja, aun más roja que él. –¡Esos viejos! No tienen mas que una gota de sangre en las venas, y á la menor emoción se les sube a la cara. A L F O N S O D A U D E T 70 –¡ Pronto, pronto una silla! –dice la vieja a su niña. –¡ Abre los postigos! –grita el viejo a la suya. Y cogiéndome cada cual por una mano, llevá- ronme de un trote a la ventana, abierta de par en par, con objeto de verme mejor. Acercan los sillo- nes, me instalo entre ambos en una silla de tijera, se ponen detrás de nosotros, las dos niñas de azul, y comienza el interrogatorio. –¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene? ¿Está contento? Y patatín, y patatán. Así durante dos horas. Respondí lo mejor que pude a todas las pre- guntas, diciendo acerca de mi amigo los detalles de que era sabedor, inventando descaradamente los que no sabía, y guardándome sobre todo, de confe- sar que nunca había reparado en si cerraban bien sus ventanas, o de qué color era el papel de su cuarto. –¡El papel de su cuarto! Es azul, señora, azul claro con guirnaldas. –¿Verdad? –exclamaba enternecida, la pobre vieja. Y dirigiéndose a su marido, añadía: –¡Es tan buen muchacho!... C A R T A S D E M I M O L I N O 71 –Oh, sí, es un buen muchacho –repetía el otro con entusiasmo. Y todo el tiempo que yo hablaba había entre ellos meneos de cabeza, sonrisitas maliciosas, gui- ños de ojos, aires de valor entendido. O bien, el viejo que se me acercaba para decirme: –Hable usted más fuerte. Es un poco dura de oído. Y ella por su parte: –Un poco más alto, se lo ruego. Es un poco te- niente. Entonces alzaba yo la voz, y ambos me daban las gracias con una sonrisa, y entre esas marchitas sonrisas con que se inclinaban hacia mí, buscando en el fondo de mis ojos la imagen de su Mauricio, conmovíame el hallar yo mismo aquella imagen, va- ga, velada, casi imperceptible, cual si viese a mi ami- go sonreírseme, muy lejos, entre una bruma. De pronto se endereza el viejo en el sillón. –¿A que no sabes en qué estoy pensando, Ma- mette? ¡Quizá no habrá almorzado! Y Mamette, trastornada, alzando los ojos al Cielo: –¡ Sin almorzar! ¡Santo Dios! A L F O N S O D A U D E T 72 Creí que aun se trataría de Mauricio, é iba a res- ponder que ese buen, muchacho nunca se retrasaba más del mediodía para ponerse a la mesa. Pero no, era de mí de quien se hablaba. Y eran de ver las idas y venidas cuando confesé que aun estaba yo en ayu- nas: –¡Pronto, el cubierto, azulitas! La mesa en, me- dio del cuarto, el mantel del domingo, los platos de flores. No os riáis tanto, haced el favor, y despa- chemos de prisita. Creo que, en efecto, se apresuraron. Apenas en el tiempo preciso para romper tres platos, encon- tróse servido el almuerzo. –¡ Un buen almuercito! –me decía Mamette al llevarme a la mesa –sólo que es únicamente para usted. Nosotros hemos comido ya esta mañana. A cualquiera hora que se coja a esos pobres viejos, siempre resulta que han comido por la ma- ñana. El buen almuercito de Mamette consistía en dos dedos de leche, unos dátiles y una barquette, una cosa así como un pestiño, algo con que alimentarse ella y sus canarios lo menos durante ocho días. ¡Y decir que yo solo di fin a todas aquellas provisiones! Así, pues, ¡qué indignación en torno de la mesa! ¡Cómo C A R T A S D E M I M O L I N O 73 cuchicheaban las azulitas, dándose con el codo! Y allá abajo, en el fondo de sus jaulas, cómo parecían decirse los canarios: ¡Oh! ¿Pues no se come ese se- ñor todo el pestiño de una sentada? En efecto, me lo comí todo y casi sin darme cuenta de ello, ocupado como estaba en mirar a mi alrededor en aquella estancia clara y apacible, donde flotaba como un olor a cosas antiguas. Había, sobre todo, dos camitas de las cuales no podía separar los ojos. Figurábame esos lechos, casi como dos cunas, a la hora del alba, cuando aun están, sepultados bajo sus grandes cortinajes de cenefas. Dan las tres de la madrugada. Es la hora en que todos los viejos se despiertan: –¿Duermes, Mamette? –No, querido. –¿No es verdad que Mauricio es un buen mu- chacho? –¡Oh, sí! Es un buen muchacho. Y así por el estilo, una charla entera imaginába- me yo, sólo con haber visto esas dos camitas de viejo, alzadas una junto a otra. Durante este tiempo al extremo opuesto de la habitación ocurría un dra- ma terrible delante del armario. Tratábase de alcan- zar allá arriba, en la última tabla, cierto frasco de A L F O N S O D A U D E T 74 cerezas en aguardiente que esperaba a Mauricio diez años ha, y con cuya apertura quisieron, obsequiar- me. A pesar de las súplicas de Mamette, el viejo se había empeñado en ir a buscar él mismo las cerezas, y subido en una silla, con gran espanto de su mujer, trataba de llegar allá arriba. Figuraos el cuadro; el viejo temblaba, y empinábase; las niñas de azul, aga- rradas a la silla de éste, detrás de él Mamette, ja- deante, con los brazos tiesos, y sobre todo esto un leve aroma de bergamota que exhalan desde el ar- mario abierto grandes pilas de ropa blanca amari- llenta. Era encantador. Al fin, tras muchos esfuerzos, logróse sacar del armario el famoso frasco y con él un antiguo vasito de plata todo abollado, el vaso de Mauricio cuando era pequeño. Me lo llenaron1de cerezas hasta el borde, ¡le gustaban tanto a Mauricio las cerezas! Y al servirme el viejo me decía al oído con aire golo- són: –¡Qué feliz es usted al poder comerlas! Mi mu- jer es quien las ha hecho. Va usted a probar cosa buena. Su mujer, ¡ah! las había hecho, pero se le había olvidado echarles azúcar. ¿Qué queréis? Al enveje- cer se vuelve uno distraído. Pobre Mamette mía, las C A R T A S D E M I M O L I N O 75 cerezas de usted eran atroces. Pero eso no fue óbice para que me las comiese hasta los, rabos, sin pesta- ñear. Terminada la refacción, me levanté para despe- dirme de mis huéspedes. Bien hubieran querido te- nerme aún junto a ellos un poco, para hablar del muchacho, pero iba atardeciendo, estaba lejos el molino, era preciso partir. .El viejo se había levantado al mismo tiempo que yo. –Mamette, mi sobretodo. Quiero acompañarlo hasta la plaza. De seguro que para sus adentros pensaba Ma- mette que hacía ya un poco fresco para acompañar- me hasta Ja plaza, pero no lo dio a conocer. Sólo, mientras le ayudaba a meterse las mangas del so- bretodo, un bonito sobretodo de color rapé con botones de nácar, oí a la buena señora que le decía con dulzura: –No te recogerás demasiado tarde, ¿no es así? Y él, con aire picaresco: –¡Jem! ¡Jem! No lo sé. Quizá. Tras esto se miraron riéndose, y las niñitas de azul se reían de verlos reír, y en su rincón reíanse también a su modo los canarios. Dicho sea entre A L F O N S O D A U D E T 76 nosotros, creo que el olor de las cerezas los había emborrachado a todos un poquillo. Caía la tarde cuando salimos el abuelo y yo. La niña del vestido azul nos seguía de lejos, para acompañarlo a la vuelta, pero él no la veía, y estaba orgulloso de marchar de mi brazo como un hom- bre. Mamette, radiante, veía todo esto desde el qui- cio de la puerta, y al mirarnos hacía unos graciosos meneítos de cabeza que parecían decir: A pesar de todo, mi pobre hombre... anda todavía. C A R T A S D E M I M O L I N O 77 EL SUBPREFECTO EN EL CAMPO Él señor subprefecto está de expedición. Con el cochero delante y él lacayo a la zaga, el coche de la subprefectura le lleva majestuosamente a la Exposi- ción regional de La –Combe –aux –Fées. En ese día memorable el señor subprefecto se ha puesto la hermosa casaca bordada, el sombrerito apuntado, el pantalón estrechó con galón de plata y la espada de gala con puño de náca1r. En sus rodillas descansa una gran cartera de piel de zapa con relieves, y la contempla tristemente. El señor subprefecto mira con tristeza su cartera de zapa estampada en hueco; piensa en el famoso discurso que pronto ha de tener que pronunciar en presencia de los habitantes de La –Combe –aux – Fées. A L F O N S O D A U D E T 78 –Señores y queridos administrados. Pero, por más que atusa las rubias y sedosas pa- tillas, y repite veinte veces seguidas: Señores y que- ridos administrados, no se le ocurre la continuación del discurso. No se le ocurre la continuación del discurso... ¡Hace tanto calor dentro de aquel coche! ... Hasta perderse de vista, el camino de La –Combe – aux –Fées está lleno de polvo, bajo el sol de medio- día. El aire abrasa... y sobre los olmos de orillas del camino, enteramente cubiertos de blanco polvo, mi- llares de cigarras se desprenden de un árbol a otro. De pronto se estremece el señor subprefecto. Allá abajo, al pie de una ladera, acaba de ver un verde robledal que parece hacerle señas. El bosquecillo de carrascas parece hacerle, se- ñas: –Venga usted aquí, señor subprefecto, para componer su discurso estará usted mucho mejor al pie de mis árboles. El señor subprefecto queda seducido, apéase del coche y dice a sus gentes que le aguarden que va a componer su discurso en el pequeño robledo. En el bosquecillo de verdes carrascas hay aves, violetas y fuentes bajo la fina hierba... Cuando ven al C A R T A S D E M I M O L I N O 79 señor subprefecto con sus lindos pantalones y su cartera de zapa estampada, los pájaros tienen miedo y dejan de cantar, las fuentes no se atreven a meter ruido y las violetas se esconden entre el césped., Toda esa gentecilla menuda jamás ha visto a un subprefecto, y pregúntase en voz baja quién será ese gran señor que se pasea con pantalón de plata. Bajo el follaje pregúntanse en voz baja quién es ese señor con pantalón de plata. Mientras tanto el señor subprefecto, encantado con el silencio y la frescura del bosque, se levanta los faldones de la ca- saba, deja encima de la hierba el sombrero apuntado y toma asiento en el musgo al pie de una encina jo- ven. Luego abre en las rodillas la gran cartera de piel de zapa con relieves y saca de ella un ancho pliego de papel ministro. –¡ Es un artista! –dice la curruca. –No –contesta un pajarillo –no es un artista, puesto que lleva pantalón de plata, es más bien un príncipe. –Es más bien un príncipe –repite otro pajarito. –Ni un artista, ni un príncipe –interrumpe un viejo ruiseñor, que ha estado cantando una tempo- rada en los jardines de la subprefectura. –Yo sé quién es: es... ¡un subprefecto! A L F O N S O D A U D E T 80 Y en todo el bosquecillo se oye cuchichear: –¡ Es un subprefecto! ¡Un subprefecto! –¡Qué calvo está! –observa una alondra muy moñuda. Las violetas preguntan: –¿Es mala persona? –¿Es mala persona? –preguntan las violetas. El viejo ruiseñor responde: –¡No es del todo malo! Y con esta seguridad, los pájaros vuelven po- nerse a cantar, las fuentes á correr y las violetas a embalsamar el aire, como si aquel señor no estuvie- se allí. Impasible en medio de todo aquel grato ba- rullo, el señor subprefecto invoca en su corazón a la Musa de los comicios agrícolas, y lápiz en ristre, comienza a declamar con su voz de ceremonia: –Señores y queridos administrados... Señores y queridos administrados –dice el sub- prefecto, con su voz de ceremonia. Una carcajada le interrumpe, vuelve la cabeza y sólo ve un gran pico verde que lo mira riéndose, de patas en el sombrero apuntado, El subprefecto se encoge de hombros y quiere continuar su discurso. Pero el pico verde lo interrumpe, y le grita desde lejos: C A R T A S D E M I M O L I N O 81 –¿Para qué sirve eso? ¿Para qué sirve eso? –dice el subprefecto, po- niéndose encarnado, y echando con un ademán a aquel pájaro atrevido, prosigue a más y mejor: Señores y queridos administrados –prosigue a mas y mejor el subprefecto. Pero cátate que entonces se yerguen hacia él las violetas desde la punta de sus tallos, y le dicen con dulzura: –Señor subprefecto, ¿nota usted qué bien ole- mos? Y las fuentes le dan bajo el musgo una música divina, y entre las ramas, por encima de su cabeza, bandadas de cucurrucas acuden á cantarle sus aires más bonitos, y todo el bosquecillo conspira para impedirle componer su discurso. Todo el bosquecillo conspira para impedirle componer su discurso. El señor subprefecto, marcado de aromas, ebrio de música, en vano trata de resistir el nuevo encanto que le invade. Se pone de codos de la hierba, se de- sabrocha la hermosa casaca; y tartamudea otras dos o tres veces: –Señores y queridos administrados. Señores y queridos adminis... Señores y queridos... A L F O N S O D A U D E T 82 Luego envía al demonio los administrados, y la Musa de los comicios agrícolas no tiene más reme- dio que taparse el rostro. Cúbrete el rostro, ¡oh! Musa de los comicios agrícolas! Cuando al cabo de una hora las gentes de la subprefectura, intranquilos por su señor, entran en el bosquecillo, Ven un espectáculo que les hace retroceder con horror. El señor subprefecto estaba echado boca abajo encima de la hierba, despechu- gado como un bohemio. Habíase quitado la casaca, y mascando violetas, el señor subprefecto hacía ver- sos. C A R T A S D E M I M O L I N O 83 EL POETA MISTRAL Cuando el domingo último me levanté, de la cama, creí despertarme en la calle, del Faubourg– Montinartre. Llovía, el cielo estaba gris, el molino triste. Me dio miedo pasar en casa aquel día de llu- via, y al punto sentí deseos de ir a calentarme un poco a la de Federico Mistral, ese gran poeta que vive a tres leguas de mis pinos, en su villorrio de Maillane. Dicho y hecho: una estaca de rama de mirto, mi Montaigne, una manta, ¡y en marcha! Nadie en los campos... Nuestra hermosa Pro- venza católica deja a la tierra descansar el domin- go... Los perros solos en los hogares, las granjas cerradas... De tarde en tarde, una galera de «ordina- rio» con el toldo chorreando; una vieja, cubierta la A L F O N S O D A U D E T 84 cabeza con su mantón de color de hoja seca; mulas en traje de gala, guarnición de esparto azul y blanco, madroños rojos, cascabeles de plata, conduciendo una carreta de gentes de las masías que van a misa; después, allá abajo, a través de la bruma, una barca en la roubine y un pescador de pie, lanzando su espa- ravel. No hubo medio de leer en el camino aquel día. Caía a torrentes la lluvia, y la tramontana la arrojaba a cubos al rostro... Hice la caminata de un tirón, y después de tres horas de andar, vi a la postre ante mí los tres cipresitos en medio de los cuales se res- guarda la comarca de Maillane por temor al viento. Ni un gato en las calles de la aldea; todo el mundo estaba en misa mayor. Cuando pasé por de- lante de la iglesia, zumbaba el piporro, y vi relucir los cirios a través de las vidrieras de colores. La residencia del poeta está a lo último del, tér- mino municipal; es la postrera casa a la izquierda, en el camino de Saint–Reiny, una casita de un piso, con un jardín delante... Entro quedito... ¡Nadie! La puerta del salón está cerrada, pero oigo que detrás de ella anda alguien y habla en voz alta... Conozco muchísimo ese paso y esa voz... Me detengo un rato en el corredorcito enlucido con cal, puesta la mano C A R T A S D E M I M O L I N O 85 en el pestillo de la puerta, muy emocionado. E 1 co- razón me palpita. Ahí está. Trabaja... ¿Debo esperar a. que –con- cluya la estrofa? ¡A fe mía, tanto peor! Entremos. ¡Ah, parisienses! Cuando el poeta de Maillane fue entré vosotros a enseñar a París su Mireya, y vis- teis a ese Chactas con traje de ciudad, con cuello recto, y sombrero alto, que le molestaba tanto como su gloria, habéis e reído que ese era Mistral... No; no era él. No hay nada más, que un Mistral en el mun- do, el que sorprendí yo el domingo último en su lu- garejo, con el sombrero de fieltro de alas anchas en la oreja, sin chaleco, de chaquetón, con su roja faja catalana ciñéndole los riñones, brillantes los ojos, con el fuego de la inspiración en las mejillas, magní- fico con su dulce sonrisa, elegante como un pastor griego, y andando a paso largo, con las manos en los bolsillos, haciendo versos. –¡Cómo! ¿Eres tú? –gritó Mistral, incliándose- me de un salto al cuello. –¡ Qué buena idea has te- nido de venir! ... Precisamente, hoy es la fiesta de Maillane. Tenemos la música de Aviñón, toros, pro- cesión, farándula; esto será magnífico... Mi madre va a volver de misa, almorzaremos y luego izas! nos vamos a ver como bailan las mozas, guapas. A L F O N S O D A U D E T 86 Mientras me hablaba, miré con emoción ese sa- loncito de papel claro, que hacía mucho tiempo que no había visto y donde he pasado ya tan hermosas horas. Nada estaba cambiado. Siempre el mismo so- fá de cuadros amarillos, los dos sillones de paja, la Venus sin brazos y la Venus de Arlés en la chime- nea, el retrato del poeta por Hébert, su fotografía por Esteban Carjat, y en un rincón, junto a la venta- na, el escritorio, una pobre mesita de oficial del re- gistro, enteramente cargada de libracos viejos y de diccionarios. En medio de esa mesa de despacho, vi un gran cuaderno abierto... Era Calendal, el nuevo poema de Federico Mistral, que debe aparecer este año el día de Navidad. Hace siete años que Mistral está trabajando en ese poema, y cerca de seis meses que escribió el último verso; sin embargo, no se atreve aún á separarse de él. Se comprende; siempre hay una estrofa que, pulir, una ritma más sonora que encontrar... Por más que Mistral escribe en proven- zal, trabaja sus versos como si todo el mundo tuvie- se que leerlos en esa lengua y tenerle en cuenta sus esfuerzos de buen obrero... ¡Oh, valiente poeta! De Mistral hubiera podido también decir Montaigne: Acordaos de aquel a quien, como le preguntasen a qué venía tomarse tanto trabajo en un arte que no C A R T A S D E M I M O L I N O 87 podía llegar a conocimiento sino de escasas perso- nas, respondió: «Pocas necesito. Me sobra una. Me basta con ninguna. Tenía yo en las manos el cuaderno de Calendal, y hojeábalo lleno de emoción... De pronto, una banda de pífanos y tamboriles resonó en la calle delante de la ventana, y cátate a mi Mistral que corre al armario, saca de él vasos y botellas, arrastra la mesa al medio del salón, y abre la puerta a los músicos, diciéndo- me: –No te rías... Vienen a darme la alborada... Soy concejal. El saloncillo se llenó de gente. Pusieron los tamboriles encima de las sillas, la vieja bandera en un rincón, y circuló el vino trasañejo. Luego de be- berse algunas botellas, a la salud de don Federico, de conversar gravemente acerca de la fiesta, de si la farándula será tan bonita como el año último, de si se portarán bien los toros, retíranse los músicos y van a dar la alborada a casa de los demás regidores. En ese momento llega la madre de Mistral. En un periquete ponen la mesa; un hermoso mantel blanco y dos cubiertos. Yo conozco los usos de la casa: sé que cuando Mistral tiene convidados, su madre no se sienta a la mesa... La pobre anciana A L F O N S O D A U D E T 88 sólo conoce el provenzal, y se las vería y desearía para hablar con franceses... Por otra parte, hace falta en la cocina. ¡Santo Dios, qué hermosa comida tuve aquella mañana! Un trozo de cabrito asado, queso de mon- te, mostillo, higos, uvas moscateles; todo ello rocia- do con ese magnífico Cháteau –neuf de los Papas, de un color rojo tan precioso en los vasos... A los postres, voy en busca del cuaderno del poema y lo pongo en la mesa delante de Mistral. –Habíamos quedado en salir –dijo sonriéndose el poeta. –¡No, no! ¡Calendal! ¡Calendal! Mistral se resigna, y con su voz musical y dulce, llevando el compás de los versos con la mano, la emprende con el canto primero: De tina moza loca de amor, Ahora que he dicho la triste aventura, Cantaré, si Dios quiere, un hijo de Cassis, Un pobrecito pescador de anchoas... Fuera tocaban a vísperas las campanas, estalla- ban los cohetes en la plaza, pasaban y repasaban pí- C A R T A S D E M I M O L I N O 89 fanos y tamboriles por las calles. Mugían los toros de Camargue, que llevaban a lidiar. De codos en el mantel, con lágrimas en los ojos, escuché la historia del pescadorcillo provenzal. Calendal no es más que un pescador; el amor lo convierte en un héroe... Para conquistar el corazón de su amada, la hermosa Estérelle, emprende cosas milagrosas, y los doce trabajos de Hércules son na- da en comparación de los suyos. Una vez, habiéndosele puesto en la cabeza ha- cerse rico, inventa formidables artes de pesca y se trae al puerto todos los pescados del mar. Otra vez, va a retar en su propio nido de águilas a un terrible bandolero de las gargantas de Ollionles, el conde Severan, entre sus matones y sus ganforras... ¡Vaya un mozo de temple ese mocito Calendal! Un día se encuentra en Sainte–Baume con dos partidas de ar- tesanos que habían ido allí a solventar sus disputas a fuerza de grandes golpes de compás, encima del se- pulcro del maestro Yago, un provenzal que hizo la armadura del templo de Salomón, sí solo llevan us- tedes a mal. Calendal se arroja en medio de la carni- cería y apacigua á los compañeros sólo con hablarles... A L F O N S O D A U D E T 90 ¡Empresas sobrehumanas!... Había allá arriba, en las peñas de Lure, un bosque de cedros inaccesi- bles, donde jamás leñador alguno se había atrevido a subir. Va Calendal allí y se queda treinta días entera- mente solo. Durante treinta días, óyese el ruido de su hacha, que resuena al hundirse en los troncos. Ruge la selva; uno a uno caen los viejos árboles gigantescos y ruedan al fondo de los abismos, y cuando baja Calendal, ya no queda ni un cedro en la montaña... Al fin y al cabo, en recompensa de tales haza- ñas, el pescador de anchoas consigue el amor de Estérelle, y es nombrado cónsul por los habitantes de Cassis. He ahí la historia de Calendal. Pero; qué importa Calendal? Lo que, ante todo, está vivo en el poema, es la Provenza, la Provenza del mar, la Pro- venza de la montaña, eón su historia, sus costum- bres, sus leyendas, sus paisajes, todo un pueblo candoroso y libre que ha encontrado su gran poeta antes de morir... Y ahora, ¡trazad caminos de hierro, plantad postes de telégrafos, expulsad la lengua provenzal de las escuelas! C A R T A S D E M I M O L I N O 91 ¡Provenza vivirá eternamente en Mireya y en Calendal! –¡ Basta de poesía! –dijo Mistral, cerrando su cuaderno. –Hay que ir a ver la fiesta. Salimos. Todo el pueblo estaba en las calles; un ramalazo de cierzo había despejado el cielo, el cual brillaba alegremente sobre las rojas techumbres, mojadas por la lluvia. Llegamos a tiempo de ver de regreso la procesión. Durante una hora fue aquello un interminable desfile de penitentes con capirotes, penitentes blancos, penitentes azules, penitentes gri- ses, cofradías de muchachas con velo, estandartes rojos con flores de oro, grandes santos de madera desdorados y conducidos en cuatro hombros, san- tas de loza coloridas como ídolos, con grandes ra- mos en la mano, capas de coro, incensarios, doseles de terciopelo verde, crucifijos rodeados de seda blanca; todo esto ondulando al viento, entre la luz de los cirios y la del sol, en medio de salmos, de le- tanías y de las campanas, que tocaban a rebato. Concluida la procesión y vueltos á poner los santos en sus capillas, fuimos a ver los toros, des- pués los juegos en la era, las luchas de hombres, los tres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo el regocijado aparato de las fiestas de Provenza... Caía A L F O N S O D A U D E T 92 la noche cuando regresamos a Maillane. En la plaza, frente al cafetín donde va Mistral por la noche a ju- gar su partida con su amigo Zidore, hablan encen- dido una gran hoguera... Organizábale la farándula Faroles de papel recortado alumbraban por todas partes entre la obscuridad; la juventud tomaba puesto, y bien pronto, a un redoble de los tambori- les, comenzó alrededor de las llamas un corro loco, estrepitoso, que había de durar toda la noche. Después de cenar, demasiado rendidos de can- sancio para correr otra vez, subimos a la alcoba de Mistral. Es un modesto dormitorio de campesino, con dos grandes camas. Las paredes no tienen pa- pel; se ven descubiertas las vigas del techo... Hace cuatro años, cuando la Academia otorgó al autor de Mireya el premio de tres mil francos, se le ocurrió a la señora Mistral una idea. –¿No te parece que hagamos empapelar y poner cielo raso en tu alcoba? –preguntó a su hijo. –¡ No, no! –respondió Mistral. –Esto es el dine- ro de los poetas; no se le puede tocar. Y el dormitorio quedó desnudo. Pero en tanto que duró el dinero de los poetas, los que han acudi- do a Mistral siempre han encontrado abierta su bol- sa... C A R T A S D E M I M O L I N O 93 Me había yo llevado a la alcoba el manuscrito de Calendal, y quise hacer que me leyese otro pasaje an- tes de dormirme. Mistral eligió el episodio de la lo- za. Helo aquí en pocas palabras: Hay una gran comida, no sé dónde. Ponen en la mesa una magnífica vajilla de loza de Moustiers. En el fondo de cada plato hay un asunto provenzal, di- bujado en azul sobre el vidriado; toda la historia re- gional está allí dentro. Así es de ver con cuánto amor está descrita esa hermosa vajilla de loza; una estrofa para cada plato, otros tantos poemitas de un trabajo sencillo y eru- dito, acabados como una descripción de Teócrito. Mientras que Mistral me recitaba sus versos en aquella hermosa lengua provenzal, latina en, mas de sus tres cuartas partes, hablada antaño por las reinas y que hoy sólo comprenden los frailes, admiraba yo en mi interior a ese hombre. Y recapacitando el es- tado de ruina en que halló su lengua materna y lo que con ella ha hecho, me figuraba uno de esos ve- tustos palacios de los príncipes de Baux que se ven en los Alpilles: sin techo, sin balaustradas en las es- calinatas, sin vidrios en las ventanas, roto el trébol de las ojivas, corroído por el moho el escudo de las puertas; gallinas picoteando en el patio de honor, A L F O N S O D A U D E T 94 cerdos revolcándose bajo las esbeltas columnillas de las galerías, el asno paciendo dentro de la capilla, donde crece la hierba, las palomas acudiendo a be- ber en las grandes pilas de agua bendita, colmadas, de agua de lluvia, y por último, entre esos escom- bros dos o tres familias de labriegos que han cons- truido chozas a los lados del viejo palacio. Y luego llega un día en que el hijo de uno de esos campesinos préndase de esas grandes ruinas y se indigna al verlas así profanadas; á toda prisa ex- pulsa el ganado fuera del patio de honor, y viniendo en su ayuda las hadas, por sí solo reconstruye la monumental escalera, vuelve a poner tableros en las paredes y vidrieras en los ventanajes, reedifica las torres, vuelve a dorar la sala del trono y pone en pie el vasto palacio de otros tiempos, donde se hospe- daron papas y emperatrices. Ese palacio restaurado es la lengua provenzal. Ese hijo de labriego es Mistral. C A R T A S D E M I M O L I N O 95 LAS NARANJAS En París las naranjas tienen el triste aspecto dé frutas caídas, que se cogen al pie de los árboles. A su llegada en pleno invierno lluvioso y frío, su bri- llante corteza, y su exagerado aroma, en estos países de sabores tranquilos, les dan un aire extraño, un poco bohemio. Por las noches de niebla, van triste- mente costeando las aceras, amontonadas en sus ca- rritos ambulantes, al mezquino resplandor de un farolillo de papel rojo. Sírveles de escolta un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los co- ches y el barullo de los ómnibus: –¡A veinte céntimos las de Valencia! Para las tres cuartas partes de los parisienses, este fruto, cogido muy lejos, de vulgar redondez, A L F O N S O D A U D E T 96 donde el árbol no ha dejado nada más que un tenue pedúnculo verde, participa de la golosina, de la con- fitería. El papel de seda que lo envuelve, las festivi- dades a quienes acompaña, contribuyen a dicha impresión. Al acercarse Enero, sobre todo, los mi- llares de naranjas diseminadas por las calles, todas esas, cáscaras tiradas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cargadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se en- cuentren. Tras los claros cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asi- los, entre paquetes de bizcochos y montoncillos de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se mez- cla con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Llega a olvi- darse que hacen falta naranjos para producir las na- ranjas; pues, mientras que la fruta nos la remiten directamente del mediodía encajonada, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transforma- do, disfrazado, sólo hace una breve aparición al aire libre en los paseos públicos. Para conocer bien las naranjas hay que haberlas visto dónde se crían: en las islas Baleares, en Cerde- C A R T A S D E M I M O L I N O 97 ña, en Córcega, en Argelia, entre el aire azul dorado, en la tibia atmósfera del Mediterráneo. Recuerdo un bosquecillo de naranjos, a las puertas de Blidah. ¡Allí si que estaban hermosas! Entre el follaje obs- curo, lustruso, barnizado, las frutas tenían el brillo de vasos de color, y doraban el aire circundante con esa aureola de esplendor que rodea a las flores de tonos vivos. Claros acá y allá, permitían ver a través de las ramas las murallas de la pequeña ciudad, el minarete, de una mezquita, la cúpula de un marabut, y por encima la enorme masa del Atlas, verde en su base, coronada de nieve, como cubierta de blancas pieles, con cabrilleos, con la blandura de copos caí- dos. Una noche, mientras estaba yo allí, por no sé qué fenómeno ignorado desde treinta años atrás, aquella zona de escarchas invernales sacudióse en- cima de la ciudad dormida, y Blidah se despertó transformada, empolvada de blanco. En aquel aire argelino, tan ligero y tan puro, la nieve parecía polvo de nácar, con reflejos de plumas de pavo real blan- co. Lo más hermoso era el bosque de naranjos. Las firmes hojas conservaban la nieve intacta y derecha como sorbetes encima de platillos de laca, y todos los frutos espolvoreados de escarcha tenían una A L F O N S O D A U D E T 98 entonación suave y espléndida, una irradiación dis- creta, como el oro velado por claras telas blancas. Aquello producía vagamente la impresión de una fiesta de iglesia, de sotanas rojas bajo albas de en- cajes, de dorados de altares envueltos entre randas de hilo... Pero mis mejores recuerdos en materia de na- ranjas proceden de Barbicaglia, un gran jardín pró- ximo a Ajaccio, donde iba yo a pasar la siesta durante las horas de calor. Los naranjos, más altos y espaciados allí que en Blidah, bajaban hasta el cami- no, del cual sólo estaba separado el huerto por un seto vivo y una zanja. Inmediatamente, después es- taba el mar, el inmenso mar azul... ¡Qué buenas llo- ras he pasado en ese jardín! Encima de mi cabeza, los naranjos en flor y con fruto quemaban los aro- mas de sus esencias. De vez en cuando, desprendía- se de pronto una naranja madura y caía cerca de mí, como aletargada por el calor, con un ruido mate y sin eco en la tierra, apelmazada. No tenía más que alargar la mano. Eran soberbias frutas, de un rojo purpúreo en su interior. Parecíanme exquisitas, y luego, ¡era tan hermoso el horizonte! Entre las hojas aparecía el mar, en espacios azules deslumbradores como trozos de vidrio roto que espejearan entre las C A R T A S D E M I M O L I N O 99 brumas del aire. Juntamente con eso, el movimiento del oleaje conmoviendo la atmósfera a grandes dis- tancias, ese murmullo cadencioso que os mece co- mo en una barca invisible, el calor, el olor de las naranjas... ¡Ah, qué bien se estaba para dormir en el huerto de Barbicaglia! Sin embargo, a veces, en el mejor momento de la siesta, despertábanme sobresaltado redobles de tambor. Eran infelices músicos militares que venían a ensayarse allá abajo, en el camino. A través de los claros del seto veía yo el cobre de los tambores y los grandes mandiles blancos encima del pantalón en- carnado. Para resguardarse un poco de la cegadora luz que el polvo del, camino les enviaba de reflejo sin piedad, los pobres diablos acudían a situarse al pie del jardín, en la breve sombra del seto. ¡Y vaya un barullo que armaban, y un calor que sufrían! Entonces, saliendo por fuerza de mi hipnotismo, divertíame en arrojarles algunos de ésos hermosos frutos de oro rojo que colgaban al alcance de mi mano. El tambor a quien apuntaba, se detenía. Un minuto de vacilación, una mirada en redondo para ver de dónde vendría la soberbia naranja que iba rodando hasta él por la zanja; luego, la recogía con A L F O N S O D A U D E T 100 presteza, y mordía a boca llena, sin quitarle siquiera la cáscara. También recuerdo que junto á Barbicaglia, y se- parados nada más que por una tapia baja, había un jardinillo bastante extraño, al que dominaba yo des- de la altura en que me veía. Era un rincón de tierra, de vulgar diseño. Sus calles, de rubia arena, encinta- das de verdísimo boj, los dos cipreses de su puerta de entrada, le daban el aspecto de una casa de cam- po marsellesa. Ni una línea de sombra. En el fondo, un edificio de piedra blanca, con ventanas de sótano al nivel del suelo. Al pronto creí que era una quinta; pero, mirando mejor, la cruz que la remataba y una inscripción que vela de lejos grabada en la piedra, sin distinguir el texto, me hicieron reconocer una tumba de familia corsa. En los alrededores de Ajac- cio hay muchas de esas, capillitas mortuorias, alzán- dose solitarias en medio de jardines. La familia acude allí los domingos a visitar a sus muertos. Comprendida de ese modo la muerte, es menos lú- gubre que entre la confusión de los cementerios. Sólo perturban el silencio pasos amigos. Desde mi sitio veía yo a un buen viejo ir y venir tranquilo por las alamedas. Todo el día estaba po- dando, los árboles, cavando, regando, desprendien- C A R T A S D E M I M O L I N O 101 do las flores marchitas con minucioso esmero. Des- pués, a la puesta del sol, entraba en la capillita don- de dormían los difuntos de su familia, guardaba los azadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todo esto con la tranquilidad, con la serenidad de un jar- dinero de campo santo. Sin embargo, sin darse cuenta de ello, ese buen hombre trabajaba con cierto recogimiento, apagando los ruidos y con la puerta de la bóveda cerrada, siempre discretamente cual si temiera despertar a alguien. Entre el gran si- lencio radiante, el arreglo de ese jardinillo no turba- ba ni a un ave, y su vecindad nada tenía de entristecedora. Solamente que el mar parecía así más inmenso, el cielo más alto, y en aquella siesta sin término trascendía en torno de ella el sentimiento del eterno descanso, entre la naturaleza embriagado- ra, abrumadora a fuerza de vida... A L F O N S O D A U D E T 102 EN MILIANAH NOTAS DE VIAJE Ahora os llevo a pasar el día a una linda y pe- queña ciudad de Argelia, a dos o trescientas leguas del molino... Esto nos hará cambiar un poco de tantos tamboriles y cigarras... ... Va a llover; el cielo está gris, las crestas del monte Zaccar se envuelven en bruma. Domingo triste... En mi cuartito de fonda, cuya ventana da a las murallas árabes, trato de distraerme encendiendo cigarrillos... Han puesto a mi disposición toda la bi- blioteca de la hospedería, entre una historia muy detallada del censo de la población y algunas nove- las de Paul de Kock, descubro un tomo descabalado de Montaigne... Abro el libro por donde salga, y C A R T A S D E M I M O L I N O 103 vuelvo a leer la admirable carta acerca de la muerte de La Boétie... Heme aquí más meditabundo y som- brío que nunca... Caen algunas gotas de lluvia. Cada gota, al caer sobre el reborde de la ventana, produce una ancha estrella en el polvo amontonado allí des- de las lluvias del año anterior. El libro se me cae de las manos y paso largo rato mirando aquella estrella melancólica... Dan las dos en el reloj de la ciudad, un antiguo marabut del cual veo desde aquí las débiles paredes blancas... ¡Pobre diablo de marabut! ¿Quién le hu- biera dicho hace treinta años que un día había de sostener en medio del pecho una gran esfera muni- cipal, y que todos los domingos en punto de las dos daría la señal a todas las iglesias de Milianah para tocar a vísperas?... ¡Tilín, talán! Ya van a vuelo las campanas... Para rato tenemos... Decididamente, esta habitación es triste. Las grandes arañas de la mañana, que llaman pensamientos filosóficos, han tejido sus telas en todos los rincones... Salgamos. Llego a la plaza mayor. La música del tercero de línea, que no se asusta por un poco de lluvia, va a colocarse en torno de su director. En una de las ventanas de la comandancia aparece el general, ro- deado de sus hijas; en la plaza, el subprefecto se pa- A L F O N S O D A U D E T 104 sea de arriba abajo, de ganchete con el juez de paz. Medía docena de chiquillos árabes medio desnudos juegan a las bochas en un rincón, dando gritos fero- ces. Allá abajo, un harapiento judío viejo acude a tomar un rayo de sol que ayer había dejado en aquel sitio, y le extraña no encontrarlo ya... «Uno, dos, tres: empiecen» La música entona una antigua ma- zurka de Talexy, que los organillos ejecutaban el in- vierno último debajo de mis ventanas. En otro tiempo me aburría aquella mazurka; hoy me con- mueve hasta hacerme saltar las lágrimas. –¡Oh, qué felices son los músicos del tercero! Fijos los ojos en las semicorcheas, ebrios de ritmo y de ruido, no piensan en nada sino en contar sus compases. Su alma, toda su alma cabe en esa cuarti- lla de papel como la palma de la mano, que tiembla en la punta del instrumento entre dos dientes de co- bre. « Uno, dos, tres: empiecen» Todo está allí para esas gentes sencillas; los aires nacionales que tocan, nunca les han producido nostalgia... ¡Ay! A mí, que no soy de la charanga, aquella música me da pena y me alejo... ¿Dónde podría yo pasar bien esta gris tarde dominguera? ¡Bueno! La tienda de Sid’Omar está abierta... Entremos en casa de Sid’Omar. C A R T A S D E M I M O L I N O 105 Aunque tiene tienda, Sid’Omar no es un tende- ro. Es un príncipe de la sangre, hijo de un antiguo rey de Argel que murió estrangulado por los geníza- ros... A la muerte de su padre, Sid’Omar se refugió en Milianah con su madre, a quien adoraba, y allí vivió algunos años como un gran señor filósofo, entre sus lebreles, sus halcones, sus caballos y sus mujeres, en lindos palacios muy frescos, llenos de naranjos y de fuentes. Vinieron los franceses. Sid’Omar, al principio enemigo nuestro y aliado de Abd–el–Kader, acabó por indisponerse con el emir y se sometió. El emir, para vengarse, entró en Milia- nah en ausencia de Sid’Omar, saqueó sus palacios, taló sus naranjales, se llevó los caballos y las muje- res é hizo aplastar la garganta de su madre con la tapa de un arcón... La cólera de Sid’Omar fue terri- ble; en el mismo instante se puso al servicio de Francia, y mientras duró nuestra guerra contra el emir no tuvimos Un soldado mejor ni más feroz que él. Concluida la guerra, Sid’Omar volvió a Mi- lianah; pero, aun hoy, cuando se habla de Abd–el– Kader delante de él, se pone pálido y le relumbran los ojos. Sid’Omar tiene sesenta años. A despecho de la edad y de la viruela, conserva la hermosura del ros- A L F O N S O D A U D E T 106 tro: grandes pestañas, mirada de mujer, una sonrisa encantadora, modales de príncipe. Arruinado por la guerra, ya no le queda de su opulencia antigua más que una granja en la llanura de Chélif y una casa en Milianah, donde vive a lo plebeyo con sus tres hijos educados a su vista. Los jefes indígenas le profesan gran veneración. Cuando hay discusiones, le toman con gusto por árbitro, y su juicio hace ley casi siem- pre. Sale poco; todas las tardes se lo encuentra en una tienda adjunta a su casa y que da a la calle. El mobiliario de esa estancia no es rico; paredes blan- cas enjalbegadas con cal, un banco circular de ma- dera, cojines, largas pipas, dos braseros... Ahí es donde Sid’Omar da audiencia y hace justicia. Un Salomón de tienda. Hoy domingo es numerosa la concurrencia. Al- rededor de la sala están en cuclillas una docena de jefes, envueltos en sus albornoces. Cada uno de ellos tiene junto a sí una gran pipa y una tacita de café en una fina huevera de filigrana. Entro; nadie se mueve... Desde su sitio, Sid’Omar envía a mi en- cuentro su más encantadora sonrisa, y me invita con la mano a sentarme cerca de él, en un gran almoha- dón de seda amarilla; después, con un dedo en los labios, me hace señas de que escuche. C A R T A S D E M I M O L I N O 107 He aquí el caso. El caid de los Beni–Zugzugs tuvo algunas cuestiones con un judío de Milianah con motivo de un lote de terreno; las dos partes convinieron en llevar el litigio ante Sid’Omar y re- mitirse a su fallo. Citáronse para el mismo día, así como a los testigos; de pronto, el judío cambia de parecer y viene solo, sin testigos, a declarar que pre- fiere someterse al fallo del juez de paz de los france- ses que al de Sid’Omar... En esto estaba el asunto a mi llegada. El judío, un viejo de barba terrosa, túnica de color castaño y gorro de terciopelo, levanta al cielo la cara, pone ojos suplicantes, besa las babuchas de Sid’Omar, inclina la cabeza, se arrodilla, junta las manos... No comprendo el árabe; pero por la pan- tomima del judío, por sus palabras juez de paz, juez de paz, que repite a cada instante, adivino este discurso: –No dudamos de Sid’Omar, Sid’Omar es pru- dente, Sid’Omar es justo... Sin embargo, el juez de paz resolverá mucho mejor nuestro asunto. El indignado auditorio permanece impasible, como árabe que es... Sid’Omar, dios de la ironía, sonriese al escuchar, reclinado en su almohadón, con la mirada abstraída y la boquilla de ámbar entre sus labios. De repente, en lo mejor de su perorata, el A L F O N S O D A U D E T 108 judío se ve cortado por un enérgico ¡caramba! que lo deja mudo; al mismo tiempo, un colono español, que está presente como testigo del caid, abandona su puesto, y acercándose al Iscariote le suelta una rociada de insultos en todos los idiomas y de todos colores, entre otros, cierto vocablo francés dema- siado gordo para repetirlo aquí... El hijo de Sid’Omar, que comprende el francés, se ruboriza al oír semejante palabra en presencia de su padre, y se marcha de la sala. Fijémonos en este rasgo de la educación árabe. El auditorio continúa impasible y Sid’Omar siempre risueño. El judío se levanta y se va a la puerta a reculones, temblando de miedo, pe- ro sin dejar de decir a lilas y mejor su eterno juez de paz, juez de paz... Sale. El español precipítase furioso tras él, lo alcanza en la calle, y ¡pim, pam! por dos veces lo abofetea en los carrillos... El Iscariote cae de rodillas, con los brazos en cruz... El español, un poco avergonzado, vuélvese a meter en la tienda... En cuanto entra, se levanta el judío y pasea una mi- rada socarrona por la abigarrada multitud que lo ro- dea. Hay allí gentes de todas razas; malteses, mahoneses, negros, árabes, todos unidos por el odio a los judíos y contentos al ver maltratar a C A R T A S D E M I M O L I N O 109 uno.... El Iscariote vacila un instante; después, co- giendo a un árabe por la tela del albornoz, exclama: –Tú lo has visto, Achmed, tú lo has visto... Tú estabas ahí... El cristiano me ha maltratado... Serás testigo... bien... bien... Serás testigo. El árabe le hace soltar el albornoz y rechaza al judío... No sabe nada, no ha visto nada: precisa- mente en aquel momento tenía vuelta la cabeza a otra parte. –Pero tú, Kaddur, tú lo has visto... has visto al cristiano pegarme –grita el infeliz Iscariote a un ne- grazo que está pelando un higo chumbo. El negro escupe en señal de desprecio y se aleja; no ha visto nada... Tampoco ha visto nada ese mu- chacho maltés, cuyos ojos de carbón relucen mali- ciosamente bajo su birreta. Tampoco ha visto nada aquella mahonesa de tez de ladrillo que se marcha riéndose con la cesta de granadas encima de la ca- beza... Por más que el judío grita, ruega y brujulea, ¡ni un testigo!... Nadie ha visto nada... Por fortuna, dos de sus correligionarios pasan por la calle en aquel momento, con las orejas gachas, arrimados a las pa- redes. El judío los avista. A L F O N S O D A U D E T 110 –¡Pronto, pronto, hermanos! ¡A escape, al agente de negocios! ¡A escape, al juez de paz!... Vo- sotros lo habéis visto, vosotros... ¡Habéis visto que han pegado al viejo! ¿Que si lo han visto?... ¡Ya lo creo! ...Mucho movimiento en la tienda de Sid’Omar... El cafetero llena las tazas, enciende otra vez las pi- pas. Charlan, se ríen a más no poder. i Es tan chis- toso ver zurrarle la badana a un judío!... En medio de la zambra y del humo, me aproximo despacio a la puerta; tengo ganas de ir a rondar un poco por la judería, para saber cómo han tomado los correligio- narios del Iscariote la afrenta hecha a su hermano... –Vente á comer esta tarde, musiú –me grita el bueno de Sid’Omar. Acepto, doy las gracias y me voy. Todo el mundo está de pie en el barrio judío. El asunto ha hecho ya mucho ruido. Nadie en los ten- duchos. Bordadores, sastres, guarnicioneros, todo Israel está en la calle... Los hombres, con gorro de terciopelo y medias de lana azul, gesticulando en grupos, con mucha algazara... Las mujeres, pálidas, abotagadas, tiesas como ídolos de madera, con sus faldas escurridas, con peto de oro y el rostro rodea- do por cintas negras, van de uno en otro grupo chi- C A R T A S D E M I M O L I N O 111 llando como gatas... En el momento de llegar yo, prodúcese un remolino entre la muchedumbre... Apoyado en sus testigos, el judío héroe de la aven- tura pasa por entre dos setos de gorros, bajo una lluvia de exhortaciones. –Véngate, hermano; vénganos, venga al pueblo judío. Nada temas; la ley está de tu parte. Un horrible enano, apestando a pez y a suela vieja, se acerca a mí con aire gemebundo, y exhalan- do grandes suspiros: –¡Ya lo ves! –me dice –¡Cómo nos tratan a los pobres judíos! ¡Es un viejo! Mira. Por poco lo ma- tan. Lo cierto es que el pobre Iscariote parece más muerto que vivo. Pasa por delante de mí, con la vista apagada y el rostro descompuesto; no andan- do, sino arrastrándose... Sólo una fuerte indemniza- ción es capaz de curarlo; así es que no lo llevan a casa del médico, sino a la del agente de negocios. Hay muchos agentes de negocios en Argelia, ca- si tantos como langosta. Parece ser que es bueno el oficio. En todo caso, tiene la ventaja de que en él se puede entrar a la pata la llana, sin exámenes, ni fian- za, ni avecindamiento. Como en París nos hacemos literatos, en Argelia se hacen agentes de negocios. A L F O N S O D A U D E T 112 Para eso basta saber un poco de francés, español y árabe, tener siempre un código en el bolsillo, y por encima de todo, el temperamento del oficio. Las funciones del agente son variadísimas: suce- sivamente abogado, procurador, corredor, perito, intérprete, tenedor de libros, comisionista, escri- biente de portal, es el maestro Yago de la colonia. Sólo que Harpagon no tenía más que uno, y la colo- nia tiene muchos más de los que necesita. Nada más que en Milianah se cuentan por docenas. En gene- ral, para evitar los gastos de oficina, esos señores reciben a sus clientes en el café de la plaza mayor, y dan sus consultas ¿las dan? entre el ajenjo y otra bebida. El digno Iscariote, entre sus dos testigos, enca- mínase al café de la plaza mayor. No los sigamos. Al salir del barrio judío, paso por delante de, la oficina árabe. Desde fuera, con su tejado de pizarra y el pabellón francés ondeando encima, se le toma- ría por una alcaldía de pueblo. Conozco al intér- prete; entremos a fumar con él un cigarrillo. ¡De pitillo en pitillo acabaré por matar este domingo sin sol! El patio que precede a la oficina está atestado de árabes andrajosos. Hay allí, haciendo antecámara, C A R T A S D E M I M O L I N O 113 una cincuentena, agachados a lo largo de las pare- des, envueltos en sus albornoces. Aquella antecáma- ra beduina, aunque está al aire libre, exhala fuerte olor a piel humana. Pasemos pronto de largo... En- cuentro en la oficina al intérprete enfrascado con dos grandes vocingleros enteramente desnudos bajo largas mantas mugrientas, y narrando con furibunda mímica no sé qué historia de un rosario robado. Me siento en un rincón, sobre una estera, y mi- ro... Bonito traje el de intérprete. ¡Y qué bien lo lle- va el intérprete de Milianah! Parecen pintiparados el uno para el otro. La vestimenta es azul celeste con alamares negros y relucientes botones de oro. El intérprete es rubio, de color de rosa, pelo rizado; un lindo húsar azul, lleno de buen humor y de ingenio un poco parlanchín, ¡habla tantas lenguas! un poco escéptico, ¡ha conocido a Renan en la escuela orientalista! gran aficionado al sport, tan a gusto en el vivac árabe como en las veladas de la subprefectura, mazurkador como nadie y que hace el cuscús como cualquiera. Parisiense en una palabra; he ahí mi hombre, y no os asombrará que las mujeres se pi- rren por él. En cuanto a dandysmo, sólo tiene un rival: el sargento de la oficina árabe. Éste, con su levita de paño fino y sus polainas con botones de nácar, es la A L F O N S O D A U D E T 114 desesperación y la envidia de la guarnición entera. Destacado en la oficina árabe, está rebajado del ser- vicio cuartelero, y siempre se le ve en la calle, de guante blanco, recién rizado, con grandes cartapa- cios bajo el brazo. Se le admira y se le teme. Es una autoridad. Decididamente, aquella historia del rosario ro- bado amenaza ser muy larga. ¡Buenas tardes! No espero al final. Cuando me marcho, encuentro en efervescencia la antecámara. La muchedumbre se agolpa alrededor de un individuo de elevada estatura, pálido, altivo, envuelto en un albornoz negro. Ese hombre se batió hace ocho días con una pantera en el Zaccar. La pantera fue muerta, pero el hombre sacó medio brazo devorado. Mañana y tar- de acude a la oficina árabe para hacer que lo curen, y siempre lo detienen en el patio para oírle contar su historia. Habla con lentitud y con una hermosa voz gutural. De vez en cuando entreabre el albornoz y enseña, pegado al pecho, el brazo izquierdo en- vuelto en trapos ensangrentados. Apenas me veo en la calle, estalla tina violenta tempestad. Lluvia, truenos, relámpagos, viento siro- co... Pronto, a guarecernos. Me meto por una puerta, C A R T A S D E M I M O L I N O 115 al acaso, y caigo en medio de una camada de bohe- mios, amontonados bajo los arcos de un patio mo- risco. Ese patio forma una dependencia de la mezquita de Milianah; es el refugio habitual de la piojosería musulmana, y se llama el patio de los pobres. Grandes y escuálidos lebreles, llenos de miseria, se aproximan dando vueltas en torno mío con aire amenazador. Pegado a uno de los pilares de la gale- ría, trato de conservar buen continente, y sin hablar con nadie, miro la lluvia que rebota en las losas de colores del patio. Los bohemios están en el suelo, tumbados en grupos. Cerca de mí, una mujer joven y casi guapa, con la garganta y las piernas descu- biertas, con grandes brazaletes de hierro en las mu- ñecas y en los tobillos, canta un aire extraño, de tres notas melancólicas y nasales. Al cantar da el pecho a un niño pequeño enteramente desnudo, de color broncíneo rojo, y con el brazo que le queda libre, machaca cebada en un mortero de piedra. La lluvia, impelida por un viento cruel, inunda a veces las piernas de la madre y el cuerpo de su mamoncillo. La bohemia no para mientes en ello y continúa cantando con las rachas, a la vez que muele cebada y da el pecho. A L F O N S O D A U D E T 116 Escampa la tempestad... Aprovechándome de un claro, me apresuro a abandonar aquella corte de los milagros y me dirijo al banquete de Sid’Omar; ya es tiempo... Al atravesar la plaza mayor, he vuelto a encontrarme con el viejo judío de antes. Se apoya en su agente de negocios; los testigos marchan alegres detrás de él una banda de asquerosos chicuelos ju- díos va saltando alrededor. El agente se encarga del negocio. Pedirá ante el tribunal dos mil francos de indemnización. Suntuosa comida en casa de Sid’Omar. El co- medor da a un elegante patio morisco, donde mur- muran dos o tres fuentes... Magnífica comida a la tarea, que recomiendo al barón Brisse. Entre otros platos, señalaré un pollo con almendras, un alcuz- cuz con vainilla, una tortuga con jugo de carne, un poco pesado, pero de gusto exquisito, y bizcochos con miel, que llaman bocadillos del Kadí... Como vinos, nada más que champaña. A pesar de la ley musul- mana, Sid’Omar bebe un poco de él, cuando los criados vuelven la espalda... Luego de comer, pasa- mos a la habitación de nuestro huésped, donde nos presentan dulces, pipas y café... El mueblaje de este dormitorio es de lo más sencillo: un diván, algunas esteras; al fondo, un gran lecho altísimo sobre el cu- C A R T A S D E M I M O L I N O 117 al hay almohaditas rojas bordadas de oro... Cuelga de la pared una antigua pintura turca representando las proezas de cierto almirante Hamadí. Parece ser que en Turquía los pintores no emplean más que un color en cada cuadro; este cuadro está dedicado al verde. El mar, el cielo, los navíos, el mismo almi- rante Hamadí, todo es verde, ¡y qué verde!... La usanza árabe exige retirarse temprano. Des- pués de tomar el café y de fumadas las pipas, doy las buenas noches a mi anfitrión y lo dejo con sus mu- jeres. ¿Dónde acabaré la velada? Es demasiado tem- prano para acostarme, los clarines de los spahis no han tocado aún retreta. Por otra parte, los cojines de oro de Sid’Omar bailan en torno mío fantásticas fa- rándulas que me impedirían dormir... Estoy delante del teatro; entremos un momento. El teatro de Milianah es un antiguo almacén de forrajes, disfrazado bien o mal de sala de espectá- culos. Grandes quinqués que se llenan de aceite du- rante los entreactos, hacen oficio de arañas. La cazuela está de pie, la orquesta en bancos. Las gale- rías están muy ufanas porque tienen sillas de paja... Todo alrededor de la sala, un largo pasillo, obscuro, sin entarimar. Parece que se está en la calle, nada A L F O N S O D A U D E T 118 falta para ello... Al llegar yo, la función ha principia- do ya. Con gran sorpresa mía, los actores no son malos, me refiero a los hombres, tienen arranque, vida... Son aficionados casi todos ellos, soldados del 3º, el regimiento está orgulloso con esto y acude to- das las noches a aplaudirlos. En cuanto a las mujeres, ¡ay!... son ahora y siempre ese eterno femenino de los teatros de pro- vincias, presuntuoso, amanerado y falso... Sin em- bargo, entre estas damas hay dos que me interesan; dos judías de Milianah, jovencitas que se lanzan por primera vez al teatro... Los padres están en la sala y parecen encantados. Tienen el convencimiento de que sus hijas van a ganar miles de duros en ese co- mercio. La leyenda de la Raquel, israelita, millonaria y cómica, está muy difundida ya entre los judíos del Oriente. Nada tan cómico y enternecedor como esas dos jóvenes judías en las tablas. Están tímidamente en un rincón del escenario, empolvadas, pintadas, des- pechugadas y tiesas. Tienen frío, les da vergüenza. De vez en cuando enjaretan una frase sin compren- derla, y mientras hablan sus ojazos hebreos miran con estupor a los morenos. C A R T A S D E M I M O L I N O 119 Salgo del teatro... En medio de las tinieblas que me rodean, oigo gritos en un rincón de la plaza... Sin duda algunos malteses en vías de explicarse a navajazos. Regreso con lentitud a la fonda, a lo largo de las murallas. De la llanura suben adorables aromas de naranjos y de tuyas. El aire es tibio, el cielo casi pu- ro... Allá abajo, al extremo del camino, yérguese un viejo fantasma de paredón, resto de algún templo antiguo. Ese muro es sagrado; todos los días acuden a él mujeres árabes a colgarle ex votos, fragmentos de jaiques y de otras prendas, largas trenzas de ca- bellos rubios atados con hilillo de plata, trozos de albornoz... Todo eso se ve ondular bajo un tenue rayo de la luna, al tibio soplo de la noche. A L F O N S O D A U D E T 120 LA LANGOSTA Otro recuerdo de Argelia, y enseguida nos vol- vemos al molino... La noche de mi llegada a aquella granja del Sahel, no me podía dormir. Lo nuevo del país, la agitación del viaje, el aullar de los chacales y, ade- más, un calor enervante, abrumador, una completa sofocación, como si las mallas de la mosquitera no dejasen pasar un soplo de aire... Cuando abrí la ventana, al amanecer, una bruma de estío, densa y moviéndose con lentitud, ribeteada de negro y rosa en los bordes, flotaba en los aires cual una nube de humo de pólvora sobre un campo de batalla. Ni una hoja se meneaba, y en esos her- mosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas es- paciadas sobre las laderas al espléndido sol que C A R T A S D E M I M O L I N O 121 forma los vinos azucarados, los pequeños naranjos, los mandarineros en largas filas microscópicas, todo conservaba el mismo aspecto mohino, aquella in- movilidad de hojas en espera de la tempestad. Los mismos bananeros, esos grandes cañaverales de un color verde claro, siempre agitados por alguna brisa que enmaraña su fina cabellera tan leve, erguíanse silenciosos y derechos, como penachos bien puestos en su sitio. Me quedé un momento mirando aquella mara- villosa vegetación, donde se hallaban reunidos to- dos los árboles del inundo, dando' cada cual en su estación respectiva, flores y frutos exóticos. Entre los campos de trigo y los macizos de alcornoques, relucía una corriente de agua fresca, que daba gusto ver en esa asfixiante madrugada, y admirando al par el lujo y el orden de esas cosas, aquella hermosa quinta con sus arcos moriscos, sus terrazas entera- mente blancas, de flor de espino, las cuadras y los cobertizos agrupados en torno, pensaba yo que veinte arios ha cuando aquellas intrépidas gentes habían ido a instalarse en ese valle del Sahel, no ha- bían encontrado más que una mala casilla de peón caminero y un terreno inculto, erizado de palmeras enanas y lentiscos. Todo hubo que crearlo y que A L F O N S O D A U D E T 122 construirlo. A cada instante, levantamiento de ára- bes. Era preciso dejar el arado para hacer disparos. Después, las enfermedades, oftalmías, fiebres, la falta de cosechas, los tanteos de la inexperiencia, la lucha con una administración ciega y siempre flo- tante. ¡Qué esfuerzos! ¡Qué de fatigas! ¡Qué incesante vigilancia! Aun ahora, a pesar de haberse concluido los malos tiempos y de la fortuna tan caramente adqui- rida, ambos, el hombre y la mujer, eran quienes primero se levantaban en la granja. A aquella hora matutina, oíales yo ir y venir por las grandes cocinas de la planta baja, vigilando el café de los trabajado- res. Bien pronto sonó una campana, y al cabo de un instante los obreros desfilaron por el camino. Viña- dores de Borgoña; labrado kabilas con fez rojo; peones mahoneses, con las piernas desnudas; malte- ses y luqueses; todo un pueblo heterogéneo, difícil de guiar. El hacendado, delante de la puerta, distri- buía a cada uno de ellos su tarea de la jornada, con voz breve y un poco dura. Cuando hubo concluido el buen hombre, levantó la cabeza y escudriñó el cielo con aspecto intranquilo; luego, al verme en la ventana, me dijo: C A R T A S D E M I M O L I N O 123 –Mal tiempo para el cultivo... va a haber siroco. En efecto, a medida que se alzaba el sol, llega- ban hasta nosotros del sur bocanadas de aire cálido y sofocante, como si viniesen de la puerta de un horno abierta y vuelta a cerrar. No se sabía dónde guarecerse, ni qué hacer. Así transcurrió toda la ma- ñana. Tomamos el café encima de las esteras de la galería, sin tener ánimo para hablar ni movernos. Los perros, estirándose y buscando la frescura de las losas, se tumbaban en posturas de fatiga. El al- muerzo nos reanimó un poco, un almuerzo abun- dante y extraño, en que había carpas, truchas, jabalí, erizo, manteca Stanelí, vinos de Crescia, guayabas, bananas, todo un exotismo de manjares, muy seme- jante a la naturaleza tan compleja que nos rodeaba... Ibamos a levantarnos de la mesa. De pronto, por la puertaventana, cerrada para resguardarnos del calor del jardín hecho un horni- llo, resonaron grandes gritos: –¡ La langosta! ¡La langosta! Mi anfitrión se puso pálido como un hombre a quien anuncian un desastre, y salimos precipitada- mente. Por espacio de diez minutos hubo en aquella casa, tan tranquila poco antes, un ruido de pasos re- doblados y voces confusas, que se perdían como en A L F O N S O D A U D E T 124 la agitación de un despertar. Desde la sombra de los vestíbulos, donde se habían dormido, lanzáronse fuera los criados haciendo resonar con palos, hor- cas y bieldos todos los utensilios de metal que en- contraban a mano, calderos de cobre, palanganas, cacerolas. Los pastores tocaban el cuerno pastoril. Otros llevaban caracolas marinas, trompas de caza. Aquello era un estrépito espantoso, discordante, que dominaban con sobre agudas notas los «¡yu, yu, yu!» de las mujeres árabes que acudieron a escape de un aduar vecino. Parece ser que a menudo basta un gran ruido, un estremecimiento sonoro del aire, para alejar la langosta é impedirle que descienda. Pero, ¿dónde estaban esos terribles bichos? En el cielo, vibrante de calor, no veía nada más que una nube aparecer por el horizonte, cobriza, compacta, como una nube de granizo, con el ruido de un hura- cán entre las mil y mil ramas de un bosque. Era la langosta. Sostenidos unos en otros estos insectos por sus alas secas extendidas, volaban en masa, y a pesar de nuestros gritos y de nuestros esfuerzos, la nube avanzaba de continuo, proyectando en la lla- nura una sombra inmensa. Bien pronto llegó encima de nuestras cabezas; en los bordes vióse durante un segundo un desgarrón, una rotura. Lo mismo que C A R T A S D E M I M O L I N O 125 los primeros granizos de un turbión de pedrisco, desprendiéronse algunos, perceptibles, rojizos; en- seguida estalló la nube entera, y cayó vertical y rui- dosa aquella granizada de insectos. Hasta la más remota lontananza quedaron los campos cubiertos de saltamontes enormes, gordos como el dedo. Entonces empezó la matanza. Horrendo mur- mullo de aplastamiento de paja molida. Con gradas, azadones y arados removíase aquel suelo movedizo, y cuantos más mataban más había. Se rebullían por capas, con sus altas patas enredadas unas en otras; los de encima daban ágiles saltos por salvarse, lan- zándose a los belfos de los caballos enganchados para esa extraña labor. Los perros de la granja y los del aduar, azuzados a campo atraviesa, precipitá- banse sobre ellos y los trituraban con furor. En ese momento llegaron dos compañías de turcos, con la banda de cornetas al frente, en ayuda de los infelices colonos, y la matanza cambió de aspecto. En vez de aplastar a los insectos, los soldados los quemaban esparciendo largos regueros de pól- vora. Rendido de matar, con el estómago revuelto por el hediondo olor, me metí en casa. En el interior de la quinta, había casi tantos insectos como fuera. Ha- A L F O N S O D A U D E T 126 bían entrado por las aberturas de las puertas y ven- tanas, por los cañones de las chimeneas. Al borde de los tableros y en los cortinajes, carcomidos ya, se arrastraban, caían, volaban, trepaban por las blancas paredes, con una sombra gigantesca que duplicaba su fealdad. Y siempre aquel olor pestífero. En la comida tuvimos que pasarnos sin agua. Las cister- nas, las fuentes, los pozos, los víveres de pesca, to- do estaba inficionado. Por la noche, en mi alcoba, donde, sin embargo, se habían matado grandes cantidades, oí aún rebu- llicio debajo de los muebles, y ese crujir de élitros parecido al peterreo de los dientes de ajo que esta- llan con los calores fuertes. Aquella noche tampoco pude dormir. Por otra parte, todos estaban despiertos alrede- dor de la granja. A flor de tierra serpeaban llamaradas, de un ex- tremo a otro de la llanura. Los turcos continuaban matando. Al día siguiente, cuando abrí la ventana como la, víspera, la langosta había partido. Pero, ¡que ruina dejaron tras de sí! Ni una flor, ni una brizna de hierba; todo estaba negro, corroído, calcinado. Los bananos, los albaricoqueros, los abridores, los na- C A R T A S D E M I M O L I N O 127 ranjos mandarines sólo se distinguían por el aspecto de sus desnudas ramas, sin el encanto y la ondula- ción de hojas que constituye la vida de los árboles. Emprendíase la limpieza de los cauces de agua, de los aljibes. Por todas partes había peones cavando la tierra para destruir los huevos puestos por los in- sectos. Cada terrón era destripado, rompiéndolo con esmero. Y el corazón se oprimía al ver las mi, raíces blancas, llenas de savia, que, aparecían en esos destrozos de tierra fértil... A L F O N S O D A U D E T 128 EN CAMARGUE LA PARTIDA Gran rumor en el castillo. El mensajero acaba de traer un recado del guarda, medio en francés me- dio en provenzal, anunciando que han pasado ya dos o tres buenas bandadas de galejones, de carlotinas, y que tampoco faltaban otras aves de primera. «Es usted de los nuestros», me han escrito mis amables vecinos. Y esta mañana a las cinco ha veni- do a buscarme al pie de la cuesta su gran break, car- gado de escopetas, perros y víveres, Henos aquí rodando por la carretera de Arlés, un poco seca y árida en aquesta madrugada de Diciembre, en que apenas es visible el pálido verdor de los olivos y el verde intenso de las encinas, demasiado de inverna- C A R T A S D E M I M O L I N O 129 dero y como ficticio. Hay madrugones que iluminan las vidrieras de las granjas, y en las cresterías de pie- dra de la abadía de Montmajour, los quebranta hue- sos aun aletargados por el sueño baten las alas entre las ruinas. Sin embargo, nos cruzamos ya a lo largo de las zanjas con campesinas viejas que van al mer- cado, al trote de sus borriquillos. Vienen de la Ville –des –Baux. ¡Seis leguas largas para sentarse tina llora en las gradas de San Trofino y vender paque- titos de hierbas medicinales cogidas en la monta- ña!... Ahora llegamos a la vista de las murallas de Ar- lés; murallas bajas y almenadas, como se ven en las estampas antiguas, donde aparecen guerreros arma- dos de lanzas en lo alto de terraplenes menores que ellos. Atravesamos a galope esta maravillosa ciudad pequeña, una de las más pintorescas de Francia, con sus balcones esculpidos y panzudos avanzando hasta el centro de las calles estrechas, con sus ve- tustas casas renegridas, de puertas pequeñas, moris- cas, ojivales y bajas, que nos llevan a los tiempos de Guillermo Court–Nez y de los sarracenos. A aque- llas horas no había aún nadie afuera. Sólo está ani- mado el muelle del Ródano. El barco de vapor que hace la travesía de Camargue calienta las calderas al A L F O N S O D A U D E T 130 pie de los escalones, dispuesto a partir. Caseros con blusa roja, muchachas de La Roquette que van a buscar jornal en los trabajos agrícolas, suben a cu- bierta con nosotros, charlando y riéndose. Bajo las largas mantillas obscuras, levantadas a causa del fuerte viento de la mañana, la alta cofia arlesiana da elegancia y pequeñez a la cabeza, con una migajita de lindo descaro, algo así como deseos de erguirse para que la risa o la frase picaresca vaya más lejos... Suena la campana; partimos. Con la triple velocidad del Ródano, de la hélice y del viento mistral, des- pliéganse las dos orillas. De un lado está la Crau, una llanura árida y pedregosa. Del otro, la Camar- gue, más verde, que prolonga hasta el mar su hierba corta y sus marismas llenas de cañaverales. De vez en cuando el vapor se detiene junto a un pontón, a la izquierda o a la derecha (al imperio o al reino, como se decía en la Edad Media, en tiempos del reino de Arlés, y como aun dicen hoy los mari- neros viejos del Ródano). En cada pontón, una quinta blanca y un ramillete de árboles. Los trabaja- dores desembarcan cargados de herramientas, y las mujeres con la cesta al brazo, derechas sobre las po- saderas. Hacia el imperio o hacia el reino, poco a poco se vacía el vapor, y al llegar nosotros al puente C A R T A S D E M I M O L I N O 131 del Mas–de–Giraud, donde descendemos, casi no queda nadie a bordo. El Mas–de–Giraud es una antigua granja de los señores de Barbentane, en la cual entramos para es- perar al guarda que ha de venir a buscarnos. En la cocina alta están a la mesa todos los hombres de la hacienda, labradores, viñadores, pastores, zagales, graves, silenciosos, comiendo despacio, y servidos por las mujeres, quienes comerán después. Bien pronto aparece el guarda con la carretilla. Verdade- ro tipo a lo Fenimore, trampero por tierra y por agua, guardapesca y guardacaza, las gentes del país le llaman lou Roudeïron (el rondador), porque, entre las brumas del alba o del anochecer, se le ve siempre oculto a la espera entre los cañaverales, o bien in- móvil en su barquichuelo, ocupado en vigilar sus atolladeros en los clairs (estanques) y en los roubines (acequias). Ese oficio de perpetuo espía, es quizá lo que le hace tal callado y taciturno. Sin embargo, mientras el carret0n cargado de escopetas y de ces- tas va delante de nosotros, nos da noticias acerca de la caza, el número de bandadas de paso, los cuarte- les en que han tomado tierra las aves emigrantes. Mientras hablarnos nos internamos en la comarca. A L F O N S O D A U D E T 132 Pasados los terrenos de cultivo, estamos ya en plena Camargue montaraz. Lagunas y acequias relu- cen hasta perderse de vista entre los pastos y las sa- licarlas. Bosquecillos de tamariscos y de cañas ondulan como un mar tranquilo. Ningún árbol ele- vado turba el aspecto liso, inmenso, de la llanura. De tarde en tarde, apriscos de ganado extienden su baja techumbre casi a nivel del suelo. Los rebaños dispersos, tumbados en las hierbas salitrosas, o ca- minando apretados en torno de la roja capa del pastor, no interrumpen la gran línea uniforme, em- pequeñecidos como se ven por ese espacio infinito de horizontes azules y claro cielo. Como del mar, plano a pesar de su oleaje, despréndese de esa llanu- ra una sensación de soledad, de inmensidad, au- mentada por el mistral que sopla sin descanso, sin obstáculos, y que, con su poderoso aliento, parece aplanar y engrandecer el paisaje. Todo se doblega bajo él. Los menores arbustos conservan la huella de su paso, quedan torcidos, tumbados hacia el sur, con la actitud de, una perpetua fuga... C A R T A S D E M I M O L I N O 133 II LA CABAÑA Un techo de cañas, unas paredes de cañas secas y amarillas: tal es la cabaña. Así se llama nuestro punto de cita para la caza. Tipo de la casa camar- guesa, la cabaña no consta de más habitaciones que una sola, alta, grande, sin ventana; entra la luz por una puerta vidriera, que se cierra de noche con pos- tigos. A lo largo de los paredones enlucidos, blan- queados con cal, hay armarios para colocar las escopetas, los morrales, las botas para los pantanos. En el fondo hay cinco o seis literas colocadas alre- dedor de un verdadero mástil plantado en el suelo y que sube hasta el techo, al cual sirve de apoyo. Por la noche, cuando sopla el mistral y cruje la casa por todas partes, con el mar lejano y el viento que lo acerca, trae su ruido y lo continúa ahuecando se creería uno, acostado en el camarote de un buque. Pero, sobre todo por la tarde es cuando la caba- ña está encantadora. En nuestros buenos días de invierno meridional, pláceme estar solo junto a la alta chimenea, donde arden humeando algunas ma- tas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de la tramontana, salta la puerta, chillan las cañas, y todas A L F O N S O D A U D E T 134 esas sacudidas son un ínfimo eco de la gran conmo- ción de la naturaleza en torno mío. El sol de invier- no, azotado por la enorme corriente, se esparce, reúne sus rayos, los dispersa. Grandes sombras co- rren bajo un cielo azul admirable. La luz y los rui- dos llegan por sacudidas, y las esquilas de los rebaños, oídas de pronto y luego olvidadas, per- diéndose entre el viento, vuelven a sonar bajo la puerta desencajada, con el hechizo de un estribillo de canción... La hora exquisita es el crepúsculo, un poco antes de que lleguen los cazadores. Entonces el viento está en calma. Salgo un instante. El ancho sol rojo desciende en paz, inflamado y sin calor. Cae la noche, y os roza al pasar con sus alas negras y húmedas. Allá abajo, al nivel del suelo, se ve un fo- gonazo, con el brillo de una estrella roja avivada por las tinieblas circunvecinas. En lo que resta de clari- dad, apresúrase todo bicho viviente. Un largo trián- gulo de patos vuela muy abajo, cual sí quisiese tomar tierra; pero de pronto los aleja la cabaña, donde brilla encendido el caleil (candil). El que va a la cabeza de la columna, yergue el cuello, vuelve a remontar el vuelo, y todos los demás se dirigen tras de él más arriba, con gritos salvajes. C A R T A S D E M I M O L I N O 135 Bien pronto se aproxima un inmenso pataleo, semejante a un ruido de lluvia. Miles de carneros llamados por los pastores y hostigados por los pe- rros, de quienes óyese el galope confuso y el alentar jadeante, se amontonan con prisa, medrosos é in- disciplinados, hacia los apriscos. Me veo envuelto, rozado, confundido dentro de ese torbellino de ve- llones rizados, de balidos; una verdadera marejada, en que los pastores parecen arrastrados con su sombra por olas que saltan... Detrás de los rebaños óyense pasos conocidos, voces alegres. La cabaña está llena, animada, ruidosa. Arden con llama los sarmientos. Hay tanta mayor risa, cuanto mayor es el cansancio. Es un aturdimiento de regocijada fati- ga; las escopetas en un rincón, las grandes botas ti- radas y revueltas, los morrales vacíos y junto a ellos plumajes rojos, áureos, verdes, argentinos, todos manchados de sangre. La mesa está puesta, y entre el husmillo de una sabrosa sopa de anguila, queda todo en silencio, ese gran silencio de los apetitos robustos, interrumpido tan sólo por el feroz gruñir de los perros que lamen a tientas sus cazuelas de- lante de la puerta... Será corta la velada. Ya no quedamos juntos al fuego, que también parpadea, sino el guarda y yo. A L F O N S O D A U D E T 136 Charlamos; es decir, nos lanzamos uno al otro fra- ses a medias palabras al uso campesino, esas inter- jecciones casi indias, breves y pronto extintas como las postrimeras chispas de los consumidos sar- mientos. Al cabo se levanta el guarda, enciende la linterna, y oigo perderse en la obscuridad de la no- che su paso pesado. III ¡Á LA ESPERA! ¡La espera! ¡Qué nombre tan bonito para desig- nar el puesto donde aguarda emboscado el cazador, y esas horas indecisas en que todo espera, vacila entre el día y la noche! El puesto de la mañana, un poco antes de salir el sol; el puesto de la tarde, al anoche- cer. Este último es el que yo prefiero, sobre todo en esos países de marismas, donde el agua de los es- tanques guarda la luz tanto tiempo... Algunas veces sirve de puesto el chinchorro (ne- gochín), barquichuelo sin quilla, estrecho, y que al menor movimiento se pone por montera. Apostado tras de los cañaverales, el cazador ojea los patos desde el fondo de la barca, de la que sólo sobresalen C A R T A S D E M I M O L I N O 137 la visera de una gorra, el cañón de la escopeta y la cabeza del perro, olfateando el viento y papando mosquitos, o bien inclinando, con sus patazas ex- tendidas, toda la barca sobre una borda y llenándola de agua. Esta espera es demasiado complicada para mi inexperiencia. Por eso, casi siempre voy a la espera a pie, zabulléndome en pleno pantano, con enormes botas hechas de toda la longitud que el cuero per- mite. Ando despacio, con prudencia, temeroso de hundirme en el légamo. Apártome de los cañavera- les, lleno de olores salitrosos y de saltos de ranas. Al fin hallo un islote de tamariscos, un rincón de tierra seca, donde me acomodo. El guarda, en prueba de respetuosa consideración, ha dejado a su perro venir conmigo; un enorme perro de los Piri- neos, con sus grandes lanas blancas, cazador y pes- cador de primer orden, y cuya presencia no deja de intimidarme un poco. Cuando pasa a mi alcance una chocha de agua, tiene cierto modo irónico de mi- rarme, echando atrás, con un movimiento de cabe- za, a lo artista, sus largas orejas flácidas que le cuelgan delante de los ojos; luego, posturas de para- da, meneos de cola, toda una mímica de impacien- cia, como para decirme: A L F O N S O D A U D E T 138 –¡Tira!... ¿Qué haces que no tiras? Tiro, y marro. Entonces, con todo su cuerpo estirado, bosteza y se alarga, con aspecto fatigado, aburrido o insolente. .. ¡Pues bien, sí! Convengo en ello, soy un mal ca- zador. La espera, para mí, es la tarde al caer, la luz que disminuye y se refugia en el agua, los estanques que relucen, abrillantando hasta el tono de plata fina el tinte gris del cielo obscurecido. Pláceme este olor del agua, este roce misterioso de los insectos en los cañaverales, este suave murmullo de las largas hojas que se estremecen. De vez en cuando se oye una nota triste, y retumba en el cielo como el zumbido de una caracola marina. Es el alcaraván que hunde hasta el fondo del agua su inmenso pico de ave pes- cadora, y sopla... ¡ruuú! Bandadas de grullas pasan volando sobre mi cabeza. Oigo el roce de las plu- mas, el ahuecamiento del plumón con el viento fuerte, y hasta el crujido, de la pequeña osamenta, rendida de cansancio. Después nada. La noche, las profundas tinieblas, tras un poco de claridad del día, retrasada encima de las aguas. De pronto, noto un estremecimiento, una espe- cie de molestia nerviosa, como si hubiese alguien detrás de mí. Me vuelvo y veo la compañera de las C A R T A S D E M I M O L I N O 139 noches hermosas, la luna; una ancha luna, redonda enteramente, que sale con suavidad, con un movi- miento de ascensión muy perceptible al principio, y que se retarda a medida que aquélla se aleja del ho- rizonte. Ya se advierten bien junto a mí los primeros ra- yos, y luego otros un poco más lejos... Ahora está iluminada toda la marisma. La menor mata de hier- ba proyecta sombra. Concluyóse la espera, las aves nos ven; hay que regresar a casa. Andamos en me- dio de una inundación de luz azul, ligera, polvo- rienta, y cada uno de nuestros pasos en los estanques y en las acequias, remueve en ellos mon- tones de estrellas caídas y fulgores de rayos de luna que atraviesan el agua hasta el fondo... IV ROJO Y BLANCO Cerquita de nosotros, a un tiro de fusil de la ca- baña, hay otra parecida aunque más rústica. Allí es donde habita nuestro guarda, con su mujer y sus dos hijos mayores: la moza, que cuida de la comida de los hombres y compone las redes para la pesca; A L F O N S O D A U D E T 140 el mozo, que ayuda a su padre a levantar las artes y a vigilar las compuertas (martiliéres) de los estanques. Los dos más jóvenes están en Arlés, en casa de la abuela, y permanecerán allá hasta que hayan apren- dido a leer y celebrado la primera comunión, pues aquí están demasiado lejos la iglesia y la escuela, además de que el aire de Camargue no vendría bien a esas criaturas. El hecho es que al llegar el verano, cuando las charcas se quedan en seco y el blanco légamo de las acequias se agrieta con los grandes calores, la isla se vuelve inhabitable. Eso lo vi tina vez en el mes de agosto, viniendo a cazar ánades silvestres, y nunca olvidaré el aspecto triste y feroz de este paisaje abrasado. De sitio en sitio humeaban al sol los estanques como inmensas cubas, conser- vando en el fondo un resto de vida que se agitaba, un hormigueo de salamandras, arañas y moscas de agua en busca de rincones húmedos. Había allí un aire pestífero, una bruma de miasmas densamente flotante, aun más espesa por innumerables torbelli- nos de mosquitos. Todo el mundo tiritaba en casa del guarda, todo el mundo tenía fiebres, y daba pena ver las caras amarillas y largas, los ojos agrandados y con ojeras, de aquellos infelices condenados a arrastrarse durante tres meses bajo ese ancho sol C A R T A S D E M I M O L I N O 141 inexorable que abrasa a los febricitantes y no logra hacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la de guardacaza en Camargue! Todavía éste tiene junto a sí su mujer y sus hijos: pero dos leguas más lejos, en la marisma, vive un guarda de caballos, absoluta- mente solo todo el año, de cabo a rabo, y lleva una verdadera existencia de Robinson. En su choza de cañas, construida por él mismo, no hay un utensilio, que no sea obra suya, desde la hamaca tejida con mimbres, y las tres piedras negras reunidas en forma de hogar, y los troncos de tamarisco cortados en forma de escabeles, hasta la llave y la cerradura de madera blanca que sirve para cerrar esta extraña ha- bitación. El hombre es por lo menos tan extraño como su residencia. Es una especie de filósofo silencioso como los solitarios, que resguarda su desconfianza de labriego bajo unas cejas espesas como matorra- les. Cuando no, está en los pastos, encuéntrasele sentado delante de su puerta, descifrando lenta- mente, con una aplicación infantil y conmovedora, uno de esos folletos de color de rosa, azules o ama- rillos que envuelven los frascos de medicina que emplea para los caballos. El pobre diablo no tiene más distracción que la lectura, ni otros libros sino A L F O N S O D A U D E T 142 éstos. Aunque vecinas sus cabañas, nuestro guarda y él nunca se visitan. Hasta procuran no encontrarse. Un día que pregunté al rondeïron la razón de esta an- tipatía, me respondió con aire serio: –Es a causa de las opiniones... El es rojo, y yo soy blanco. hasta en ese desierto cuya soledad hubiera debido aproximarlos, esos dos salvajes, tan igno- rantes y sencillos uno como el otro, esos dos boye- ros de Teócrito, que van a la ciudad apenas una vez al año, y a quienes los cafetuchos de Arlés, con sus dorados espejos, les producen el deslumbramiento del palacio de los Tolomeos, ¡han encontrado el medio de odiarse en nombre de sus opiniones polí- ticas! V EL VACCARÉS Lo más hermoso que hay en Camargue es el Vaccarés. Con frecuencia, abandonando la caza, vengo a sentarme a orillas de este mar salado, un mar pequeño que parece un trozo del grande, ence- rrado entre las tierras y domesticado por su mismo C A R T A S D E M I M O L I N O 143 cautiverio. En vez de esa sequedad, de esa aridez que por lo común, entristecen la costa, el Vaccarés, con su ribera un poco alta, toda ella verde por la hierba menuda, aterciopelada, ostenta una flora ori- ginal y hechicera: centauras, tréboles acuáticos, gen- cianas y esas lindas salicarias, azules en invierno, rojas en estío, que transforman su color según los cambios atmosféricos, y con una floración no inte- rrumpida, señalan las estaciones por lo diverso de sus matices. Hacia las cinco de la tarde, hora en que el sol se pone, presentan admirable aspecto esas tres leguas de agua, sin una barca, sin una vela que limite y dé variedad a su extensión. Ya no es el íntimo deleite de los estanques y acequias que aparecen de distan- cia en distancia entre los repliegues de un terreno arcilloso, bajo el cual se siente filtrarse el agua por todas partes, dispuesta a reaparecer en la menor de- presión del suelo. Aquí la impresión es grande, vas- ta. De lejos, ese cabrilleo de las ondas atrae bandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, fla- mencos de vientre blanco y alas de color de rosa, alineándose para pescar a lo largo de las márgenes, disponiendo sus diversos tintes en una larga faja, igual, y, además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que A L F O N S O D A U D E T 144 están como en su propia casa entre ese espléndido sol y ese mudo paisaje. En efecto, desde mi sitio no oigo más que el chapoteo del agua y la voz del guar- da que llama a sus caballos, dispersos en la orilla. Todos tienen retumbantes nombres: ¡Cifer!... ¡duci- fer!... ¡L’Estello!... ¡L’Estournello!»... Al oírse nom- brar cada bruto, corre dando al viento las crines, y acude a comer avena en la mano del guarda... Más lejos, en la misma orilla, se encuentra una gran manada de bueyes, paciendo en libertad como los caballos. De vez en cuando veo por encima de unas matas de tamariscos la arista de sus dorsos en- corvados, y sus cuernecitos en forma de media luna que se yerguen. La mayoría de estos bueyes de Ca- margue se crían para correrse en las fiestas de los pueblos, y algunos tienen ya nombres célebres en todos los circos de Provenza y Languedoc. Así, por ejemplo, la próxima manada cuenta entre otros con un terrible combatiente llamado Romano, que ha despanzurrado no sé cuántos hombres y caballos en las corridas de Arlés, de Nimes, de Tarascón. Por eso, sus compañeros lo han tomado por jefe; por- que en esas extrañas piaras los brutos se gobiernan por sí mismos, agrupados alrededor de un toro viejo a quien eligen como conductor. Cuando en la C A R T A S D E M I M O L I N O 145 Camargue descarga un huracán, terrible en esa gran llanura donde nada lo desvía ni lo detiene, es de ver la manada juntarse detrás de su jefe, con todas las cabezas humilladas volviendo hacia el lado de don- de el viento sopla, esas anchas testuces en que se condensa la fuerza del buey. Nuestros pastores pro- venzales denominan esta maniobra: vira la bano au gisde, volver cuernos al viento. ¡Y pobres de los re- baños que no se conformen con ello! Cegada por la lluvia, impelida por el huracán, la manada en derrota gira sobre sí misma, se extravía, se dispersa, y co- rriendo enloquecidos los bueyes hacia delante para librarse de la tempestad, se precipitan en el Ródano, en el Vaccarés o en el mar. A L F O N S O D A U D E T 146 NOSTALGIA DE CUARTEL Esta madrugada, a los primeros albores de la aurora, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor... ¡Rataplán, rataplán!... ¡Un tambor en mis pinos, y a semejantes ho- ras!... ¡Vaya que es raro! Pronto, a escape, me echo de la cama y corro a abrir la puerta. ¡Nadie! Cesó el ruido... De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Una suave brisa canta entro los árboles... Hacia el oriente, sobre la aguda cresta de los Alpi- lles, amontónase un polvo de oro, de donde, sale el sol con lentitud... El primer rayo roza ya la techum- bre del molino. En el mismo instante, el invisible C A R T A S D E M I M O L I N O 147 tambor se pone a redoblar en el campo bajo la espe- sura... ¡Rataplán, rataplán!... ¡Llévese el domonio la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el salvaje que viene a saludar a la aurora en el fondo de los bos- ques con un tambor?... Por más que miro, no veo a nadie... nada más que las matas de alhucema y los pinos que Se despeñan cuesta abajo hasta el cami- no... Tal vez hay en la espesura algún duende oculto, resuelto a burlarse de mí... Sin duda, es Ariel o mae- se Puck. El pícaro se habrá dicho, pasar por delante de mi molino: –Ese parisiense está demasiado tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada. Tras de lo cual habrá echado mano a un bombo, y... ¡rataplán!.. ¡rataplán!... –¿Te quieres callar, tuno de Puck?, Vas a des- pertarme a las cigarras. No era Puck. Era Gouguet François, de apodo Pistolete, tam- bor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete se aburre en el país, siente nostalgias, y cuando le hacen el favor de prestarle el instrumento del cabildo municipal, se A L F O N S O D A U D E T 148 marcha melancólico a tocar el tambor en los bos- ques, soñando con el cuartel del príncipe Eugenio. Hoy ha venido a soñar a mi verde colinita... Allí está de pie contra un pino, con el tambor entre las piernas, tocando si Dios tiene qué... Bandas de perdigones despavoridos corren a sus pies sin que lo note. Las hierbas aromáticas embalsaman el aire en torno suyo, sin que él las huela. Tampoco ve las finas telarañas que tiemblan al sol entre el ramaje, ni las agujas de pino que saltan a su tambor. Absorto en su sueño y en su música, mi- ra con amor moverse a escapo los palillos, y su ca- raza estúpida dilátase de placer a cada redoble. ¡Rataplán! ¡Rataplán! ... –¡Qué hermoso es el gran cuartel, con sus pa- tios de anchas losas, sus filas de ventanas bien ali- neadas, su población con gorra cuartelera, y sus galerías bajas con arcos, llenas de ruido por las tar- teras!... ¡Rataplán! ¡Rataplán! ... –¡ Oh, la sonora escalera, los corredores encala- dos la oliente cuadra, los correajes que se lustran, la tabla del pan, las cajas de betún, los camastros de hierro con manta gris, los fusiles que relucen en el armero! ... C A R T A S D E M I M O L I N O 149 ¡Rataplán! ¡Rataplán!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!... –¡Oh, qué hermosos días en el cuerpo de guar- dia; los naipes que ennegrecen los dedos y se pegan como pez, la sota de espadas horrible con adornos a pluma, el descabalado tomo de una vieja novela de Pigault–Lebrun tirado encima de la cama de campa- ña!... ¡Rataplán! ¡Rataplán!... –¡ Oh, las largas noches de centinela en la puerta de los ministerios, la garita vieja por donde la lluvia cala y en que los pies se hielan!... ¡Los coches de lujo, que salpican de barro al pasar!.. ¡Oh, el trabajo suplementario, los días de limpieza general, el cubo apestoso, la cabecera de tabla, la fría diana en las mañanas de lluvia, la retreta entre niebla a la hora de encender el gas, la lista por la tarde, a la cual se llega echando el bofe! ... ¡Rataplán! ¡Rataplán!... –¡Oh, el bosque de Vincennes, los gruesos guantes de algodón blanco, los paseos por las forti- ficaciones, la barrera de la Estrella, el cornetín de pistón de la sala de Marte, el ajenjo en las afueras, las confidencias entre dos hipos, los avíos de en- A L F O N S O D A U D E T 150 cender que se desenvainan, la romanza sentimental cantada con una mano puesta en el corazón!. . . ¡Sueña, sueña, pobre hombre! No seré yo quien te lo impida... golpea de firme en el tambor, toca ha- ciendo un remolino con los brazos. No tengo dere- cho a encontrarte ridículo. Si tú tienes la nostalgia de tu cuartel, ¿no tengo yo la nostalgia del mío? Mi París me persigue hasta aquí como el tuyo. Tú tocas el tambor bajo los pinos. Yo emborrono cuartillas... ¡Vaya unos provenzales que somos! Allá, en los cuarteles de París, echábamos de menos nuestros Alpilles azules y el olor silvestre del tomi- llo; ahora, acá, en plena Provenza, nos falta el cuar- tel, y nos es caro todo lo que nos lo recuerda... Dan las ocho en la aldea. Pistolete, sin dejar en paz los palillos, se ha puesto en marcha de regreso... óyesele bajar por el bosque, siempre tocando... Y yo, tendido en la hierba, enfermo de nostalgia, al oír el ruido del tambor que se aleja, me parece ver desfilar a todo mi París entre los pinos... ¡Ah, París!... ¡París!... ¡Siempre, París! C A R T A S D E M I M O L I N O 151 LAS EMOCIONESI DE UN PERDIGON ROJO Ya sabéis que los perdigones van por bandadas y anidan juntos en el hueco de los surcos, para levantar el vuelo a la menor alarma, desparramándose como los granos que se siembran. Nuestra compañía particular es alegre y numerosa y está acampada en un llano junto a la linde de un gran bosque, donde tenemos buen botín y magníficos refugios a ambos lados. Por eso, desde que sé correr, tengo buen plumaje y estoy bien alimentado, me encuentro a uy dichoso de vivir. Sin embargo, una cosa teníame algo intranquilo, y era esa célebre conclusión de la veda, de que nuestras madres empezaban a hablar en voz baja unas con A L F O N S O D A U D E T 152 otras. Un viejo de nuestra banda me decía siempre acerca de esto: –No tengas miedo, Rojillo –me llaman Rojillo a causa de mi pico y de mis patas, del color de la ser- ba, –no tengas miedo, Rojillo. Yo te tomaré por mi cuenta el día de la apertura de la caza, y estoy seguro de que no te ocurrirá nada malo. Es un macho viejo muy picarón y vivaracho to- davía, aun cuando tiene ya señalada la herradura en el pecho y algunas plumas blancas acá y allá. De joven recibió en un ala un perdigón de plomo, y como esto le ha hecho ser un poco pesado, mira dos veces antes de alzar el vuelo, mide bien el tiempo y sale del apuro. A menudo me llevaba consigo hasta la entrada del bosque. Hay allí una rara casita, oculta entre los castaños, muda como una madriguera va- cía y siempre cerrada. –Mira bien esa casita, pequeño–me decía el vie- jo; –cuando veas salir humo por la techumbre y abiertas la puerta y las ventanas, mala señal para no- sotros. Y yo me fiaba de él, sabiendo de ciencia cierta que ya estaba él ducho en eso de las aperturas, de la caza. C A R T A S D E M I M O L I N O 153 En efecto, la otra mañanita, al rayar la aurora, oí que me llamaban muy quedo dentro del surco... –Rojillo, Rojillo. Era mi viejo macho. Tenía un mirar extraordi- nario. –Vente a escape–me dijo–y haz lo que yo. Lo seguí medio dormido, deslizándome por entre los terrones, sin volar, sin saltar casi, como un ratón. Ibamos por el lado del bosque, y al pasar vi que había humo en la chimenea de la casita, luz en las ventanas, y delante de la puerta, de par en par, unos cazadores, unos cazadores equipados del todo y una trailla de perros que saltaban. Cuando pasábamos, gritó uno de los cazadores.: –Registremos el llano esta mañana, y luego des- pués de almorzar haremos lo mismo en el bosque. Entonces comprendí por qué ni¡ viejo compa- ñero nos llevaba cuanto antes a la arboleda. A pesar de esto palpitábame el corazón, sobre todo al pen- sar en nuestros pobres amigos. De pronto, en el momento de llegar al lindero, pusieron a galopar hacia nosotros los perros ... –¡Agáchate, agáchate! –me dijo el viejo baján- dose; al mismo tiempo, a diez pasos de nosotros, A L F O N S O D A U D E T 154 una codorniz despavorida abrió cuanto pudo sus alas y su pico, y echó a volar dando un grito de mie- do. Oí un formidable ruido y quedamos rodeados por un polvo de un olor extraño, blanco y caliente, aunque apenas había salido el sol. Estaba yo tan amedrentado que ya no podía correr. Felizmente entrábamos en el bosque. Mi camarada se agazapó tras una pequeña encina, yo me coloqué junto a él y ambos permanecimos allí ocultos, mirando por en- tre las hojas. En los campos había un terrible fuego de fusil. A cada escopetazo cerraba yo los ojos despavorido; luego, cuando me decidía a abrirlos, veía el llano inmenso y desnudo, y los perros corriendo, hus- meando entre las briznas de hierba, entre las gavi- llas, girando sobre sí mismos como locos. Los cazadores juraban detrás de ellos y los llamaban; las escopetas relucían al sol. Hubo un momento en que creí ver volar como hojas sueltas entre una nubecilla de humo, aun cuando en los alrededores no había ningún árbol. Pero el viejo macho me dijo que eran plumas, y en efecto, a cien pasos frente a nosotros un magnífico perdigón gris cayó dentro de un surco, doblando su cabeza ensangrentada. C A R T A S D E M I M O L I N O 155 El tiroteo cesó de pronto cuando el sol quema- ba desde lo alto. Los cazadores regresaban hacia la casita, donde se oía peterrear una gran hoguera de sarmientos. Hablaban entre ellos con la escopeta al hombro, discutían los disparos hechos, y mientras tanto sus perros' iban detrás, jadeantes, con la len- gua colgando... –Van a almorzar –me dijo mi compañero; –ha- gamos lo mismo. Nos metimos por un sembrado de trigo morisco junto al bosque, un gran campo blanco y negro, en flor y granado, con aroma de almendra. Picoteaban también allí unos hermosos faisanes de irisadas plumas, bajando sus crestas rojas de miedo de ser vistos ¡Ah! ¡Estaban menos altivos que de costum- bre! Mientras comían, nos pidieron noticias y nos preguntaron si había caído alguno de los suyos. Du- rante este tiempo, el almuerzo de los cazadores, si- lencioso al principio, íbase haciendo cada vez más bullanguero; oíamos chocar las copas y saltar los corchos de las botellas. El viejo advirtió que ya era hora de irnos a nuestro refugio. Dijérase que a la sazón el bosque estaba dur- miendo. La charca adonde van los gamos a beber no estaba enturbiada por ningún lengüetazo. Ni un A L F O N S O D A U D E T 156 hocico de conejo entre los serpoles del vivar. Sólo se oía un estremecimiento misterioso, como si cada hoja, cada brizna de hierba resguardase una vida amenazada. ¡Esa caza de monte tiene tantos escon- drijos! Las gazaperas, la montanera, las faginas, las malezas y además los hoyos, esos hoyitos de bosque que conservan por tanto tiempo el agua después de haber llovido. Confieso que me hubiera gustado es- tar en el fondo de uno de esos agujeros; mas mi acompañante prefería permanecer al descubierto, tener anchuras, ver a lo lejos y sentir ante sí el cam- po libre. Bien hicimos, porque los cazadores pene- traban en la selva. ¡Oh! Jamás olvidaré aquella primera descarga en el bosque, aquel tiroteo que horadaba las hojas co- mo el granizo en Abril y dejaba señales en las corte- zas de los árboles. Un conejo pasó huyendo a la carrera a través del camino, arrancando matitas de hierba con sus uñas extendidas. Una ardilla bajó velozmente de un castaño, dejando caer castañas aun verdes. Sintiéronse dos o tres pesados revuelos de gordos faisanes y un tumulto entre las ramas ba- jas y las hojas secas, al viento de ese escopetazo que agitó, despertó y asustó a todo bicho viviente en el bosque. Los musgaños se escondían en lo más hon- C A R T A S D E M I M O L I N O 157 do de sus agujeros. Un escarabajo, que salió del hueco del árbol tras del cual estábamos agachados, movía sus ojos salientes y estúpidos, yErtos de te- rror. Por todas partes pobres bichitos azorados, li- bélulas azules, moscardones, mariposas... hasta un saltamontes chiquitín con alas de color escarlata, que vino a pararse junto a m¡ pico; pero también yo estaba asustado en demasía para aprovecharme de su miedo. El viejo, por su parte, continuaba tan tranquilo siempre. Muy atento a los ladridos y a los disparos, hacíame señas cuando se acercaban, y nos íbamos un poco más lejos, fuera de la pista de los perros, y muy ocultos entre el follaje. Sin embargo, una vez creía que estábamos perdidos. La calle de árboles por donde teníamos que cruzar estaba guardada a cada extremo por un cazador a la atisba. Por un la- do, un mocetón con patillas negras, quien sonaba como una panoplia vieja cada vez que se movía, con su cuchillo de monte y su cartuchera y el cuerno de municiones, sin contar con que sus polainas hebi- lladas hasta las rodillas le hacían parecer aún más alto; en el otro extremo, un viejecito, apoyado tran- quilamente contra un árbol, fumaba en su pipa, gui- A L F O N S O D A U D E T 158 ñando los ojos como si quisiera dormirse. Este no me daba, miedo, sino el mocetón de allá abajo... –No entiendes una jota de esto, Rojillo –me dijo mi camarada riéndose.–Y sin temor ninguno, con las alas abiertas de par en par, levantó el vuelo casi entre las piernas del terrible cazador de las patillas. Y el hecho es que el pobre hombre estaba tan engol- fado con todos sus atavíos de caza, tan ocupado en admirarse de arriba a abajo, que cuando se echó al hombro la escopeta estábamos ya lejos de su alcan- ce. ¡Ah! ¡Si cuando los cazadores se creen solos en un rincón de un bosque, supieran cuántos ojuelos fijos les atisban desde los matorrales, cuántos pi- quitos puntiagudos reprimen la risa al ver su torpe- za! ... Nosotros andábamos, andábamos sin parar. No teniendo nada mejor que hacer sino seguir a mi viejo acompañante, mis alas se desplegaban a com- pás de las suyas, para replegarse y quedar inmóviles así que él se paraba. Aun me parece ver todos los sitios por donde pasamos: el conejar cuajado de brezos, lleno de madrigueras al pie de los árboles amarillentos, con esa gran cortina de robledales donde parecíame ver escondida la muerte por todas partes, y la verde sendita por donde mi madre la C A R T A S D E M I M O L I N O 159 Perdiz había paseado tantas veces su pollada bajo el sol de Mayo, donde saltábamos picoteando las hormigas rojas que trepaban por nuestras patas, donde encontrábamos faisanitos cebados, gordos como pollastros, y que no querían jugar con noso- tros. Vi como en un sueño mi senderito, en el mo- mento de atravesarlo una corza, erguida sobre sus delgadas patas, con los ojos muy abiertos y dis- puesta a saltar. Después, la balsa adonde íbamos en partidas de quince o treinta, todos al mismo vuelo, alzándonos de la llanura en un minuto, para beber el agua del manantial y salpicarnos de gotitas que ro- daban sobre el plumaje lustroso... En medio de esa charca había una aliseda, como un ramillete muy es- peso, en aquel islote nos refugiamos. Preciso sería que los perros tuviesen una nariz de primer para ir a buscarnos allí. A poco de llegar no otros, presentóse un corzo arrastrándose sobre tres patas y dejando un rastro rojo sobre e musgo tras de sí. Daba tanta tristeza el verlo que escondí la cabeza bajo las hojas; pero oí al herido beber en la charca resollando y ar- diendo en fiebre. Caía la tarde. Los disparos de escopeta se aleja- ban y disminuían en número. Después quedó todo A L F O N S O D A U D E T 160 en silencio... Había concluido aquello. Entonces re- gresamos despacio a la llanura, para saber noticias de nuestra gente. Al pasar por delante de la casita de madera, vi una cosa horrible. Al borde de un hoyo, unos junto a otros, yacían liebres de rojo pelo y conejillos grises de cola blan- ca, con las patitas juntas por la muerte, en ademán de pedir misericordia, y con ojos empañados, que parecían llorar; además, perdices rojas, machos de perdiz grises, con la herradura como mi camarada, y perdigoncillos de aquel año que tenían como yo pelusa debajo de las plumas. ¿Hay algo más triste que un ave muerta? ¡Las alas son tan vivas! El verlas plegadas y frías hace temblar... Un gran corzo, mag- nífico y tranquilo, parecía que estaba durmiendo con su lengüecita sonrosada fuera de la boca, cual si aun fuese a lamer. Y allí estaban los cazadores, inclinados sobre aquella carnicería, contando y tirando hacia sus mo- rrales de las patas sangrientas y de las alas rotas, sin respeto a todas esas heridas recientes. Los perros, atraillados para el camino, fruncían, aun sus hocicos en ristre, como si se dispusiesen a lanzarse de nuevo a los tallares del soto. C A R T A S D E M I M O L I N O 161 ¡Oh, mientras el ancho sol se ponía por allá abajo y se marchaban todos jadeantes, alargando sus sombras sobre los terrones de los surcos y las sen- das húmedas con el sereno del crepúsculo, cómo maldecía yo, cómo detestaba a toda la banda, hom- bres y animales!... Ni mi compañero ni yo teníamos ánimo para lanzar, como de costumbre, unas notitas de despedida a ese día que acababa. En nuestro camino encontramos infelices beste- zuelas, muertas por un extraviado perdigón de plo- mo y abandonadas allí a las hormigas; musgaños con el hocico lleno de polvo, picazas, golondrinas derribadas al vuelo, tendidas de espaldas y levan- tando sus rígidas patitas hacia el cielo, de, donde descendía la noche a escape como suele en otoño, clara, fría y húmeda. Pero lo más conmovedor de todo, era el oír en los linderos del bosque, al margen del prado y allá abajo en los juncales del río, llama- mientos angustiosos, tristes y diseminados, a los cuales nadie contestaba. A L F O N S O D A U D E T 162 EL EXPERADOR CIEGO O VIAJE Á BAVARIA EN BUSCA DE UNA TRAGEDIA JAPONESA El señor coronel de Sieboldt. El señor de Sieboldt, coronel bávaro al servicio de Holanda, tan conocido entre los círculos científi- cos por sus notables obras acerca de la flora japone- sa, vino a París durante la primavera de 1866, para someter al Emperador un vasto proyecto de asocia- ción internacional con el objeto de explotar ese ma- ravilloso Nipon–Jepen–Japon (Imperio de la salida del Sol), donde había habitado por espacio de más de treinta años. En espera de conseguir una audiencia en las Tullerías, el ilustre viajero (que había conti- nuado siendo muy bávaro a pesar de su permanen- cia en el Japón) pasaba sus veladas en una pequeña C A R T A S D E M I M O L I N O 163 cervecería del arrabal Poissonnère, en compañía de una señorita joven de Munich que viajaba con él, y a quien presentaba como sobrina suya. Allí fue donde yo lo encontré. Cuando entraba, volvíanse todos a mirar la fisonomía de ese anciano, firme y tieso con sus setenta y dos años, sus largas barbas blancas, su interminable hopalanda, su ojal lleno de cintas con los colores de todas las academias científicas, y aquel extraño aspecto, donde había a la par tanta timidez y desenvoltura. El coronel se sentaba muy serio y sacaba del bolsillo un gran rábano negro; luego la joven señorita que lo acompañaba, con to- das las trazas de una alemana, de falda corta, chal de cenefa y sombrerito de viaje, cortaba ese rábano en rodajas delgadas, al estilo de la tierra, las espolvo- reaba de sal, se las ofrecía a su tío, como ella decía, con su vocecita de ratón, y ambos se ponían a ru- miar uno frente a otro, tranquila y sencillamente, sin sospechar siquiera que pudiese haber la más mínima ridiculez en conducirse en París como en Munich. Lo cierto es que formaban una pareja original y simpática, y conseguimos pronto llegar a ser buenos amigos. El bueno del hombre, viendo el gusto con que lo escuchaba al hablarme del Japón, habíame pedido que revisara su Memoria, y yo me apresuré a A L F O N S O D A U D E T 164 aceptar el encargo, tanto por, amistad hacia ese viejo Simbad, como por enfrascarme más y más en el es- tudio de ese hermoso país, el amor al cual me había transmitido. No dejó de costarme trabajo el hacer la tal revisión. Toda la Memoria estaba escrita en el estrafalario francés que hablaba el señor de Sieboldt: «Si yo tendría accionistas... si yo reuniría fondos»... esos defectos de pronunciación que le hacían escri- bir por lo regular: «Los grandes botes del Asia» por «los grandes vates del Asia» y «el Jabón» en lugar de «el Japón» ... Únase a esto, frases de cincuenta líneas sin punto ni coma, sin ningún descanso para respirar, y sin embargo, tan bien clasificadas dentro del cere- bro del autor, que le parecía imposible suprimir ni una sola palabra, y cuando me ocurría quitar una lí- nea de un lado, inmediatamente la transportaba él un poco más lejos... ¡Lo mismo da! El hecho es que ese demonio de hombre era tan interesante con su Jabón, que me hacía olvidar las fatigas del trabajo, y cuando llegó el día de la audiencia, la Memoria casi podía ir por su pie. ¡Pobre veterano Sieboldt! Aun lo veo al irse a las Tullerías, con todas sus cruces en el pecho, con ese magnífico, uniforme de coronel (grana y oro) que no sacaba del cofre sino en las grandes ocasio- C A R T A S D E M I M O L I N O 165 nes. Aun cuando todo el tiempo estaba ¡brum! ¡brum! irguiendo su elevada estatura, comprendí cu- án conmovido se hallaba, por él temblor de su bra- zo sobre el mío, y sobre todo, por la insólita palidez de su nariz, un narigón de sabihondo, de color car- mesí por el estudio y por la cerveza de Munich. Cuando volví a verlo, por la noche, estaba triun- fante: Napoleón III lo había recibido entre dos puertas, escuchado durante cinco minutos y despe- dido con su frase favorita: «Veré... pensaré en ello». Sin más que eso, el cándido japonés hablaba ya de arrendar el primer piso del Gran Hôtel, poner comu- nicados en los periódicos, lanzar prospectos; me costó mucho trabajo hacerle comprender que Su Majestad quizá se tomase mucho tiempo para refle- xionar y que entretanto lo mejor sería que se mar- chase otra vez a Munich, donde la cámara estaba precisamente a punto de votar un crédito para la compra de sus grandes colecciones. Mis adverten- cias acabaron por convencerlo, y en recompensa del trabajo que me tomé con su famosa Memoria, me prometió al partir enviarme una tragedia japonesa del siglo XVI, preciosa obra maestra absolutamente desconocida en Europa, y que había traducido ex profeso para su amigo Meyerbeer. Cuando murió el A L F O N S O D A U D E T 166 maestro, estaba disponiéndose a escribir la música de los coros. Como veis, el excelente hombre quería hacerme un verdadero regalo. Por desgracia, algunos días después de su mar- cha estalló la guerra en Alemania, y no volví a oír hablar más de mi tragedia. Habiendo invadido los prusianos los reinos de Würtemberg y de Bavaria, era bastante natural que, con su ardor patriótico y el gran trastorno de la invasión, el coronel se hubiese olvidado de mi Emperador ciego. Pero yo pensaba en él más que nunca, y ¡a fe mía! un poco por deseos de mi tragedia japonesa y otro poco por curiosidad de ver de cerca lo que era la guerra, la invasión (¡Dios mío, ahora la tengo con todos sus horrores en la memoria!), lo cierto es que una mañanita deci- díme a partir para Munich. II La Alemania del Sur ¡Habladme de los pueblos de sangre pesada! En plena guerra, con ese sol abrasador de Agosto, el país entero de más allá del Rhin, desde el, puente de Kehl hasta Munich, tenía su aspecto tan frío y tan C A R T A S D E M I M O L I N O 167 tranquilo. Por las treinta ventanillas del vagón wür- tembergués que me conducía lenta y pesadamente a través de la Suabia, desplegábanse paisajes, monta- ñas, torrenteras, quebradas de espléndido verdor en que se sentía la frescura de los arroyos. Por las pen- dientes que desaparecían girando según el movi- miento de los vagones, había aldeanas tiesas en medio de sus rebaños, vestidas con sayas encarna- das y corpiños de terciopelo, y los árboles, eran tan verdes en torno suyo, que parecía todo aquello una pastorela sacada de una de esas cajitas de abeto, que tan bien huelen a resina y a pino, de los bosques del norte. De distancia en distancia, una docena de sol- dados de infantería vestidos de verde marcaban el paso en una pradera, con la cabeza alta y tina pierna al aire, llevando sus fusiles a guisa de ballestas: era el ejército de cualquier principillo de Nassau. A veces también pasaban trenes con la misma lentitud que el nuestro, cargados con grandes barcas, donde los soldados würtembergueses, apiñados como en una carroza alegórica, cantaba barcarolas a tres voces, huyendo ante los prusianos. Y nuestras paradas en todas las fondas, la inalterable sonrisa de los cama- reros, aquellas rechonchas caras tudescas ensancha- das, con la servilleta debajo de la barba, ante A L F O N S O D A U D E T 168 enormes tajadas de carne en salsa, y el parque real de Stuttgart lleno de carretelas, de alas, de cabalga- tas, la música tocando valses y cancanes alrededor de las fuentes, mientras se combatía en Kissingen; en verdad que cuando me acuerdo de todo esto y pienso en lo que he visto cuatro años después en ese mismo mes de Agosto, esas locomotoras deli- rantes corriendo sin saber a dónde, como si la in- solación hubiese enloquecido sus calderas, los vagones parados en pleno campo de batalla, los ca- rriles cortados, los, trenes pasando apuros, Francia disminuida de día en día conforme se hacía más corta la línea férrea del este, y en todo el trayecto de las abandonadas vías, el hacinamiento siniestro de esas estaciones, que se quedaban solas en un país perdido, llenas de heridos olvidados allá como ba- gajes... comienzo a creer que aquella guerra de 1866 entre Prusia y los Estados del Sur no era más que tina guerra de farsa, y que, a despecho de cuanto nos hayan podido decir, lobos con lobos no se muerden, si son de Germania. Para convencerse de ello, bastaba con ver Mu- nich. La noche que llegué, una hermosa noche llena de estrellas, toda la gente de la ciudad estaba fuera de sus casas. Flotaba en el aire un alegre rumor con- C A R T A S D E M I M O L I N O 169 fuso, tan vago ante la luz como el polvo levantado por los pasos de todos aquellos paseantes. En el fondo de las bodegas de cerveza, abovedadas y frescas; en lo s jardines de las cervecerías, donde balanceaban sus mustias luces los farolillos de colo- res; por todas partes, mezclándose con el ruido de las pesadas tapaderas al caer sobre la boca de los jarros de cerveza, oíanse las notas de triunfo salidas de los instrumentos de metal y los suspiros de los de madera. En una de esas armoniosas cervecerías fue don- de encontré al coronel Sieboldt, sentado, con su so- brina, ante, su eterno rábano negro. En la mesa inmediata tomaba un bock del mi- nistro de negocios extranjeros, en compañía del tío del rey. Alrededor, burgueses con sus familias, ofi- ciales con gafas y estudiantes con gorritas rojas, azules, verdemar, graves todos y silenciosos escu- chaban religiosamente la orquesta de M. Gungel, y miraban subir el humo de sus pipas sin dárseles un ardite de Prusia, como si no existiese. Al verme el coronel pareció turbarse un poco, y creí advertir que bajaba la voz para dirigirme la palabra en francés. En torno nuestro cuchicheaban: Franzose... Franzose... A L F O N S O D A U D E T 170 Veía, malquerencia en los ojos de todos. –Sal- gamos –me dijo el señor de Sieboldt, y una vez fue- ra, encontré en él su agradable sonrisa de otros tiempos. El buen hombre no había olvidado su promesa, pero estaba muy ocupado en colocar clasi- ficada su colección japonesa, que acababa de vender al estado. Por eso no me había escrito. En cuanto a mi tragedia, estaba en Würzburgo, en poder de la señora Sieboldt, y para llegar hasta allá me era una autorización especial de la embajada cesa, porque los prusianos se aproxima Würzburgo y ya no se entraba allí sin suma dificultad. Tenía tales ganas de, mí Emperador ciego, que hubiera ido aquella mi noche a la embajada, si no hubiese temido encontrar a M. de Trévise acostado... III En “Droschke” A la mañana siguiente, el fondista de la Grappe Bleue me hizo montar temprano en uno de esos pe- queños carruajes de alquiler que hay siempre en los patios de las fondas para enseñar a los viajeros las curiosidades de la ciudad, y desde donde se os apa- C A R T A S D E M I M O L I N O 171 recen como entre las hojas de una guía los monu- mentos y las calles de primer orden. Entonces no se trataba de llevarme a ver la ciudad, sino de condu- cirme a la embajada francesa: –¡ Französische Am- bassad! –repitió dos veces el fondista. El cochero, un hombrecillo con traje azul y un sombrero gigantes- co, parecía muy asombrado del nuevo destino que se daba a su coche, a su droschke (para hablar como en Munich). Pero yo me quedé más absorto que él, cuando le vi volver la espalda al barrio noble, tomar por una larga ronda de arrabal, llena de fábricas, ca- sas de obreros y jardinillos, atravesar las puertas y llevarme extramuros de la ciudad. –¿Ambassad Französische?– le preguntaba de vez en cuando, con inquietud. –Ya, ya –respondía el hombrecillo, y continuá- bamos rodando. Hubiera querido obtener algunos otros informes; pero lo endiablado es que mi con- ductor no hablaba francés, y yo mismo por aquella época no conocía de la lengua alemana mas que dos o tres frases muy elementales, en que se trataba de pan, lecho, comida, y en manera alguna de embaja- dor. Y aun esas frases no sabía decirlas sino con música; he aquí por qué. A L F O N S O D A U D E T 172 Algunos años antes, con un camarada tan loco como yo, había hecho a través de Alsacia, Suiza y el ducado de Baden un verdadero viaje de buhonero, con el saco a cuestas, a jornadas de doce leguas, ro- deando las ciudades de las cuales sólo queríamos ver las puertas, y tomando siempre por sendas y atajos sin saber a dónde nos conducirían. Esto nos proporcionaba, con frecuencia suma, la sorpresa de pasar las noches a campo raso o bajo el alero des- mantelado alguna granja; pero lo que acababa de hacer más llena de incidentes nuestra excursión es que ni uno ni otro sabíamos una palabra de alemán. Con ayuda de un diccionario de bolsillo, que compramos al pasar por Basilea, habíamos llegado a construir algunas frases muy sencillas, tan inocentes como Vir vóllen trínken bier (queremos beber cerveza), Vir vóllen essen käse (queremos comer queso); por desgracia, por poco complicadas que os parezcan, nos costaba mucho trabajo retener esas malditas frases. No las teníamos en la punta de la lengua co- mo dicen los cómicos. Entonces se nos ocurrió la idea de ponerlas en música, y tan bien se adaptaba á ellas la tonadilla que hubimos de componer, que las palabras penetraron en nuestra memoria en pos de C A R T A S D E M I M O L I N O 173 las notas, y ya no podían salir de allí las unas sin arrastrar consigo a las otras. Era de ver la cara de los posaderos badeneses cuando por la noche entrábamos en el gran come- dor del Gasthaus, y enseguida de desatar nuestras mochilas, entonábamos con voz retumbante: Vir Vóllen trínken bier (bis) Vir vóllen, ya, vir vóllen ¡Ya! Vir vóllen trínken bier. De entonces acá me he hecho muy fuerte en el alemán. ¡He tenido tantas ocasiones de aprender- lo!... Mi vocabulario se ha enriquecido con una mul- titud de locuciones, de frases. Solamente que las hablo, ya no las canto... ¡Oh, no; no me dan ganas de cantarlas!... Pero volvamos á mi «droschke». Íbamos con paso muy reposado, por una aveni- da festoneada de árboles y casas blancas. De pronto, detúvose el cochero. –¡Da! –me dijo, enseñándome una casita oculta bajo las acacias, y que me pareció muy silenciosa y retirada para hacer una embajada. En un ángulo de A L F O N S O D A U D E T 174 la pared relucían junto a una puerta tres botones de cobre superpuestos. Tiro de uno al azar, y ábrese la puerta y penetro en un vestíbulo elegante y cómodo, con flores y alfombras por todas partes. En la esca- lera estaban colocadas media docena de camareras bávaras que acudieron al oír mi campanillazo, con aquel nada gracioso aspecto de pájaros sin alas que tienen todas las mujeres del lado allá del Rhin. Pregunto: –¿Ambassad Französische? –Me lo ha- cen repetir dos veces y hete aquí que se echan a reír, pero a reír haciendo retemblar la baranda con sus sacudidas. Me vuelvo furioso hacía mi cochero, y trato de hacerle comprenderá fuerza de gestos que se ha equivocado, que la embajada no está allí. –Ya, ya – contesta el hombrecillo, sin inmutarse y regresamos a Munich. Preciso es creer que nuestro embajador de por entonces cambiaba a menudo de domicilio, o bien que por no alterar mi cochero las costumbres de su droschken se le había puesto en la mollera hacerme visitar, que quieras que no, la ciudad y sus alrededo- res. Lo cierto es que transcurrió toda la mañana en recorrer Munich en todos sentidos, en busca de aquella fantástica embajada. Después de otras dos o tres tentativas, acabé por no apearme ya del coche. C A R T A S D E M I M O L I N O 175 El cochero iba y venía, parábase en ciertas calles y hacía como que se informaba. Me dejé conducir, y ya no me ocupé sino en mirar en mi derredor. ¡Qué ciudad más aburrida y fría ese Munich, con sus grandes paseos, sus alienados palacios, sus calles demasiado anchas y donde resuenan los pasos, su museo al aire libre de celebridades bávaras tan muertas dentro de sus estatuas blancas! ¡Qué de columnas, de arcos, de frescos, de obe- liscos, de templos griegos, de propíleos, de dísticos en letras de oro sobre los frontones! Todo esto se esfuerza por parecer grandioso, pero parece como que se siente el vacío y el énfasis de aquella aparente grandeza, al ver en todos los confines de las aveni- das los arcos triunfales por donde sólo pasa el hori- zonte, los pórticos abiertos sobre el espacio azul. Así me represento esas ciudades imaginarias, mezcla de Italia y de Alemania, por donde Musset hace pa- searse el incurable tedio de su Fantasio y la peluca solemne y necia del príncipe de Mantua. Esta carrera en droschken duró cinco o seis horas, al cabo de las cuales el cochero me volvió a condu- cir triunfalmente al patio de la Grappe.–Bleue, hacien- do restallar su látigo, orgullosísimo de haberme enseñado a Munich. En cuanto a la embajada, acabé A L F O N S O D A U D E T 176 por descubrirla dos calles mas allá de mi fonda, pe- ro esto de nada me sirvió. El canciller no quiso darme pasaporte para Würzburgo. Según parece, en aquel momento éramos muy mal vistos en Baviera, un francés no hubiera podido aventurarse sin peli- gro hasta los puestos avanzados. Así, pues, tuve que aguardar en Munich que la señora de Sieboldt en- contrase ocasión de hacer llegar a mis manos la tra- gedia japonesa. IV El palo de lo azul. ¡Cosa rara! Esos buenos bávaros, que, tanto nos vituperaban por no haber tornado par–te en pro de ellos en esa guerra, no sentían la más mínima ani- mosidad contra los prusianos. Ni vergüenza por las derrotas, ni odio al vencedor. ¡Son los primeros soldados del mundo! nie decía con cierto orgullo el fondista de la Grappe–Bleue, al día siguiente de la ba- talla de Kissingen; y ese era el sentir general en Mu- nich. En los cafés arrancábanse de las manos los periódicos de Berlín. Se reían hasta desternillarse con las cuchufletas del Kladderadatsch, esas burdas C A R T A S D E M I M O L I N O 177 chacotas berlinesas tan pesadas como el famoso martillo–pilón de la fábrica de Krupp, de cincuenta mil kilogramos de peso. No cabiendo dudas a nadie acerca de la próxima entrada de los prusianos, cada cual se disponía a recibirlos bien. Las cervecerías almacenaban provisión abundante de salchichas y de cochinillos de leche. En las casas particulares preparaban alojamientos de oficiales. Los museos eran los únicos que manifestaban alguna inquietud. Un día, al entrar en la Pinacoteca, encontré desnudas las paredes, y a los celadores cla- vando grandes cajones llenos de cuadros pronto–, a partir hacia el sur. Temíase que el vencedor, muy escrupuloso respecto a la propiedad particular, no lo fuese tanto con las colecciones del Estado. Por eso, de todos los museos de la ciudad, sólo conti- nuaba abierto el del señor de Sieboldt. En su calidad de oficial holandés y condecorado con la cruz del Aguila de Prusia, pensaba el coronel que nadie se atrevería a tocar su colección en presencia suya. Y mientras esperaba la llegada de los prusianos, no hacía más que pasearse con su uniforme de gala a través de los tres largos salones que el rey lo había concedido en el jardín de la corte, especie de Palais– A L F O N S O D A U D E T 178 Royal más verde y triste que el nuestro, rodeado de claustrales muros pintados al fresco. Esas curiosidades expuestas con rotulatas en ese gran palacio tétrico constituían, en efecto, un museo, conjunto melancólico de cosas venidas de muy le- jos, separadas de su medio ambiente. El mismo veterano Sieboldt parecía por su aspecto formar parte de él. Todos los días iba yo a verlo, y pasába- mos juntos largas horas hojeando esos manuscritos japoneses adornados con láminas, esos libros cientí- ficos o históricos, unos tan inmensos que era preci- so ponerlos en el suelo para abrirlos, otros tan largos como una uña, solamente legibles con un cristal de aumento, dorados, finos, preciosos. El señor de Sieboldt me hacía admirar su enci- clopedia japonesa en noventa y dos tomos, o me traducía una oda del Hiah-nin, maravillosa obra pu- blicada bajo los auspicios de los emperadores japo- neses, y donde se encuentran las vidas, los retratos y fragmentos líricos de los cien poetas más famosos del imperio. Después colocábamos en orden su co- lección de armas, los cascos de oro con anchas ca- rrilleras, las corazas, las cotas de mallas y esos grandes sables de mandoble que requieren su caba- C A R T A S D E M I M O L I N O 179 llero templario, y con los cuales se abre tan bien el vientre. Me explicaba las divisas de amor pintadas sobre las áureas conchas, me introducía en los hogares domésticos japoneses enseñándome el modelo de su casa en Yeddo, una miniatura de laca donde todo estaba representado, desde las cortinillas de seda de las ventanas hasta las grutas artificiales de rocalla del jardín, un jardinillo liliputiense adornado con plan- tas enanas de la flora indígena. Lo que también me interesaba mucho era el ver los objetos del culto ja- ponés, sus pequeños dioses de madera pintada, las casullas, los vasos sagrados y esas capillas portátiles, verdaderos teatros de muñecas, que cada uno de los fieles tiene en un rincón de su casa. Los pequeños ídolos rojos están alineados en el fondo, hacia de- lante cuelga una cuerdecita con nudos. Antes de comenzar el japonés su plegaria, se inclina y toca con este cordón un timbre que brilla al pie del altar, llamando así la atención de sus dioses. Tenía yo un placer infantil en hacer sonar estos timbres mágicos y en dejar que mis ensueños volasen en alas de esas ondas sonoras hasta el fondo de esas Asías de Oriente donde el sol que nace parece haberlo dora- A L F O N S O D A U D E T 180 do todo, desde las hojas de sus grandes sables hasta los cantos de sus libritos. Las calles de Munich me producían singular efecto al salir de allí con los ojos deslumbrados por todos esos reflejos de laca y jade, por los chillones colores de los mapas geográficos, sobre todo los días en que el coronel me había leído una de aque- llas odas japonesas de una poesía casta, distinguida, tan original y profunda. El Japón y Baviera, estos dos países nuevos para mí, que conocía casi al mis- mo tiempo, viendo cada uno al través del otro, se mezclaban y confundían dentro de mi cabeza, con- vertidos en una especie de paisaje vago, en el país de lo azul. Aquella línea azulada de los viajes que acababa de ver representando en las tazas japonesas los rasgos de las nubes y el boceto de las aguas, aca- baba de encontrarla en los azulados frescos de los muros. ¡Y esos soldados azules que hacían el ejerci- cio en las plazas, con sus cascos japoneses, y ese cielo despejado y tranquilo, azul como la flor del Vergiss-meinnicht, y ese cochero azul, que me llevaba a la fonda de la Grappe -Bleue! C A R T A S D E M I M O L I N O 181 V Paseo sobre el Starnberg. Y también era propio del país azul ese lago centelleante, que espejea en el fondo de mi memo- ria. Nada más que con escribir ese nombre, de Starnberg, he visto de nuevo cerca de Munich la gran sábana de agua, tersa, llena de cielo, familiar y viva por el humo de un vaporcillo que costeaba sus orillas. Alrededor suyo, las obscuras masas de los grandes parques, separadas de sitio en sitio y como rotas por la blancura de las casas de campo. Más arriba villorrios con los aleros apiñados, nidos de casas puestos encima de los ribazos escarpados, más arriba aun, las montañas del Tirol, lejanas, del color del aire en que flotan, y en un rinconcito de ese cuadro un poco clásico, pero tan encantador, el viejo, viejísimo batelero, con sus largas polainas y su chaleco rojo con botones de plata, quien me paseó un domingo entero parecía tan orgulloso de llevar un francés en su barca. No era la primera vez que tenía semejante ho- nor. Acordábase muy bien de haber hecho pasar en su juventud el Starnberg a un oficial. Hacía de esto sesenta años, y por el respetuoso modo con que me A L F O N S O D A U D E T 182 hablaba el buen hombre, comprendí la impresión que debió de hacerle aquel francés de 1806, algún lindo Oswaldo del primer imperio, con su pantalón colán, sus botas con arrugas en la caña, un gigantes- co schapska é insolencias de vencedor. Si el barquero del Starnberg vive aún, dudo que profese tanta ad- miración a los franceses. Los ciudadanos de Munich pasean sus alegrías del domingo sobre ese hermoso lago y dentro de los abiertos parques de las residencias que lo rodean. La guerra no había alterado esta costumbre. El día que yo pasé en él, al borde del agua, estaban llenos de gente los merenderos, gordas señoras sentadas en corro ahuecaban sus faldas sobre las praderas. Por entre las ramas que se cruzan sobre el lago azul pa- saban grupos de Gretchen. y de estudiantes, en- vueltos en una aureola de, humo de las pipas. Un poco más lejos, en un claro del parque Maximiliano, una boda de, campesinos, estrepitosa y vistosa, be- bía delante de largas tablas colocadas en banquillos, mientras que un guarda de monte, con traje verde y escopeta en mano, en la actitud de un hombre que dispara, enseñaba el manejo de ese maravilloso fusil de aguja de que con tanto éxito se servían los pru- sianos. Necesitaba yo verlo, para acordarme que se C A R T A S D E M I M O L I N O 183 batallaba a pocas leguas de nosotros. Y, sin embar- go, era de creer que se combatía, puesto que aquella misma noche, al regresar a Munich, vi en una pla- zuela, abrigada y recogida como una capilla de igle- sia, cirios ardiendo en torno de una Maria–Säule, y mujeres arrodilladas, cuyos largos sollozos inte- rrumpían las plegarias. VI La Bavaría. A pesar de todo cuanto Fe ha escrito desde hace algunos años, sobre la patriotería francesa, nuestras necedades patrióticas, nuestras vanidades y nuestras fanfarronadas, no creo que halla en Europa un pue- blo más jactancioso, más vano, más infatuado con- sigo mismo que el Pueblo de Baviera. Su pequeñísima historia, diez páginas sueltas de la his- toria de Alemania, se ostenta en las calles de Mu- nich, gigantesca, desproporcionada, toda en pinturas y en monumentos, como uno de esos libros de aguinaldo que se regalan a los niños, poco texto y muchas estampas. En París no tenemos más que un arco de triunfo. Allá tienen diez, el pórtico de las A L F O N S O D A U D E T 184 Victorias, el pórtico de los Mariscales, y qué sé yo cuántos obeliscos erigidos Al valor heroico de los guerre- ros bávaros. Conviene ser grande hombre en este país, se está seguro de tener grabado su nombre por todas partes en mármoles y bronces, y a lo menos una vez, su estatua en medio de una plaza o en lo alto de al- gún friso entre victorias de mármol blanco. Esa chi- fladura por las estatuas, las apoteosis y los monumentos conmemorativos, llega hasta tal punto entre estas buenas gentes, que en las esquinas de las calles tienen puestos pedestales vacíos, preparados para los desconocidos grandes hombres del maña- na. En este momento deben de hallarse ocupados ya todos ellos. ¡Les ha suministrado la guerra de 1870 tantos héroes, tantos episodios gloriosos! Me gusta figurarme, por ejemplo, al ilustre gene- ral von der Than ligero de ropas (a la antigua), en me- dio de un verde jardinillo, con un hermoso pedestal adornado con bajorrelieves representando por un lado los Guerreros Bávaros incendiando la aldea de Barei- lles, y por el otro los Guerreros Bávaros asesinando heridos franceses en la ambulancia de Waerth. ¡Qué espléndido monumento debe constituir! C A R T A S D E M I M O L I N O 185 No satisfechos con tener desparramados de esta suerte por la ciudad sus grandes hombres, los báva- ros los han reunido en un: templo situado a las puertas de Munich, y al cual denominan la Ruh- meshalle (la sala de la gloria). Bajo un ancho pórtico con columnas de mármol quedan vuelta formando tres lados de un cuadrado, están puestos en repisas los bustos de los electores, de los reyes, de los gene- rales, de los jurisconsultos, etc. (El catálogo se ven- de en la portería). Algo delante yérguese una estatua colosal, una Bavaria de noventa y dos pies de altura, enhiesta so- bre el último rellano de una de esas grandes escali- natas tan tristes que ascienden al descubierto entre el verde follaje de los jardines públicos. Con su piel de león al hombro, su espada en una mano, y en la otra la corona de la gloria (¡siempre la gloria!), cuando vi aquella inmensa mole de bronce, al fin de uno de esos días de Agosto en que las sombras se alargan de un modo desmedido, llenaba la silenciosa llanura con su actitud enfática. En torno de ella, a lo largo de la columnata, los perfiles de los hombres célebres hacían guiños al sol poniente. ¡Y todo aquello tan desierto, tan tétrico! Al oír resonar mis pasos sobre las losas, encontraba otra vez aquella A L F O N S O D A U D E T 186 impresión de grandeza en el vacío que me perseguía desde mi llegada a Munich. Una escalerilla de fundición sube dando vueltas por el interior de la Bavaria. Tuve el capricho de su- bir hasta lo más alto y sentarme un momento dentro de la cabeza del coloso, un saloncito redondo ilu- minado por dos ventanas que son los ojos a pesar de esos ojos abiertos en dirección al horizonte azul de los Alpes, hacía mucho calor allá dentro. El bronce caldeado por el sol, me envolvía en un calor pesadísimo. Me vi obligado a bajar más que a esca- pe. Pero, lo mismo da. Eso me había bastado para conocerte, ¡oh, gran Bavaria finchada y sonora! Ha- bía visto tu pecho sin corazón, tus rollizos brazos de cantante inflados y sin músculos, tu espada de metal repujado, y sentido dentro de tu hueca cabeza la embriaguez pesada y el aplanamiento cerebral de un bebedor de cerveza. ¡Y decir que, al embarcar- nos en esa insensata guerra de 1870, habían contado contigo nuestros diplomáticos! ¡Ah, si se hubiesen tomado también ellos el trabajo de subir por dentro de la Bavaría! C A R T A S D E M I M O L I N O 187 VII ¡El emperador ciego! Diez días llevaba yo en Munich, y aun no tenía noticia alguna de mi tragedia japonesa. Comenzaba a desesperar de lograrla, cuando una noche, en el jardín de la cervecería donde acostumbrábamos comer, vi llegar a mi coronel con la cara radiante. –¡La tengo en mi poder! –me dijo, –venid ma- ñana por la mañana al museo. La leeremos juntos. ¡Ya veréis qué magnífica es! Aquella noche estaba muy animado. Sus ojos relucían al hablar. Declamaba en alta voz pasajes de la tragedia, pretendía cantar los coros. Dos o tres veces vióse obligada su sobrina a hacerle callar: – ¡Tío, tío! –Atribuía yo aquella fiebre, aquella exaltación a un puro entusiasmo lírico. En efecto, me parecían bellísimos los fragmentos que me recitaba, y sentía prisa por tomar posesión de mi obra maestra.siguiente día, cuando llegué al jardín de la corte, quedó muy sorprendido de hallar cerrada la sala de las colecciones. La ausencia del museo era tan extraordinaria en el coronel, que corrí a su do- micilio con una vaga inquietud. La calle en que vi- vía, una calle de arrabal apacible y corta, con A L F O N S O D A U D E T 188 Jardines y casitas bajas, me pareció más agitada que de costumbre. Había corrillos hablando delante de las puertas. La de la casa de Sieboldt estaba cerrada, pero las persianas no. Entraban y salían gentes con aspecto de tristeza. Presentíase allí una de esas catástrofes demasiado grandes para caber dentro del hogar, y que se des- bordan hasta la calle. Al llegar oí gemidos sollozan- tes. Salían del fondo de un pequeño corredor, de dentro de una gran estancia atestada y clara como una sala de estudios. Había allí una larga mesa de madera blanca, libros, manuscritos, anaqueles con colecciones, álbums encuadernados en brocato de seda; en la pared, armas japonesas, estampas, gran- des mapas geográficos, y entre ese desorden de via- jes y de estudios, el coronel extendido encima de su cama, con sus largas barbas rectas sobre su pecho, y la pobrecilla Tío llorando arrodillada en un rincón. El señor de Siebold había muerto de repente por la noche. Salí de Munich aquella misma tarde, sin tener ánimo para perturbar toda aquella desolación nada más que por un antojo literario, y así fue cómo de la maravillosa tragedia japonesa nunca llegué a saber C A R T A S D E M I M O L I N O 189 sino el título: ¡El emperador ciego! Después hemos visto representar otra tragedia, a la cual hubiera ve- nido de perilla este título traído de Alemania: trage- dia siniestra, preñada de lágrimas y sangre, y que no era japonesa.