La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las
circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos
fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No
había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna,
horrible o indeseable, que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado
hasta ella directamente desde una estación de ferrocarril; no estaba a más de
dos kilómetros de distancia de la estación, y en cuanto estuve fuera de la casa,
mirando hacia atrás el camino que había recorrido, pude ver perfectamente los
trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No diré que todo era
absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas
absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera
podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino
para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo
sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar
probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego
desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas
del norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche
había pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había
dormido en absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de
esa condición, me avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el
hombre que se sentaba frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que
se sentaba frente a mí había tenido durante toda la noche, tal como tienen
siempre los hombres de enfrente, demasiadas piernas y todas ellas muy largas.
Además de esta conducta irrazonable (que sólo cabía esperar de él), llevaba un
lápiz y un cuaderno y había estado todo el tiempo escuchando y tomando notas. Me
habría parecido que esas irritantes notas se referían a los traqueteos y
sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición
general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por
encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y
aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré
hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las
estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi
compañero de viaje y le dije:
-Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? -pues en
realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo
con una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas
libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de
mí, como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y
con una elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
-¿En usted, señor... B.?
-¿B, señor? -pregunté yo a mi vez, calentándome. -No tengo nada que ver con
usted, señor -replicó el caballero-. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta
vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación
con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el
caballero podía ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una
secta de la que algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en
ellos. Iba a hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
-Espero que me excuse -dijo el caballero con, tono despreciativo-, si me
encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par-, preocuparme
por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi tiempo, en
una relación espiritual.
-¡Ah! -exclamé yo con cierta acritud.
-Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje -siguió diciendo el
caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno-: «las malas
comunicaciones corrompen las buenas maneras».
-Es sensato -intervine yo-. ¿Pero te es absolutamente nuevo?
-Es nuevo viniendo de los espíritus -contestó el caballero.
Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía
ser favorecido con el conocimiento de la última comunicación.
-Un pájaro en mano vale más que dos en el busque -anunció el caballero leyendo
con gran solemnidad su última anotación.
-Soy, verdaderamente, de la misma opinión -comenté yo-. Pero ano debería ser
bosque?
-A mí me llegó busque -replicó el caballero. Luego el caballero me informó que
en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación
especial.
-Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos.
¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve
espíritus, aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede
mencionarlo, pero espera que a usted le sea cómodo el viaje.
También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica:
«estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté
lo bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el
fenómeno siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre,
«Bubler», quien había sido despedid destempladamente por las ofensas contra la
ortografía y las buenas maneras. John Milton (sospechoso de un engaño
intencionado) había repudiado la autoría del Paraíso Perdido, y había
introducido como coautores de ese poema a dos desconocidos caballeros llamados
respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el príncipe Arturo, sobrino del rey
Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba tolerablemente cómodo en el
séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre terciopelo bajo la
dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los Escoceses.
Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas
revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol
naciente y contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra,
estaba tan impaciente por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación
siguiente y cambiar aquellas nubes y vapore por el aire libre del cielo.
Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas
que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba
a mi alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable
inalterables y armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del
caballero me pareció de lo más pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese
estado de infiel llegué frente a la casa y me detuve para examinarla
atentamente.
Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado
de unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan
formal y tan en mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto
completo de Jorges. Estaba deshabitada, pero hacía uno o dos años que la habían
reparado, sin gastar mucho dinero, para hacerla habitable; y digo de una manera
barata porque lo habían hecho superficialmente, por lo que aunque los colores se
mantuvieran frescos, la pintura y la escayola se estaban cayendo ya. Un tablero
colgado sobre el muro del jardín, y más inclinado por un lado que por el otro,
anunciaba que «se alquila en condiciones muy razonables, bien amueblada».
Resultaba muy sombría por la proximidad excesiva de los árboles, y en particular
había seis altos álamos delante de las ventanas principales, lo que las volvía
excesivamente melancólicas, pues era evidente que la posición había sido muy mal
elegida.
Era fácil ver que se trataba de una casa evitada; una casa a la que rehuía el
pueblo, hacia el que se desvió mi vista por causa del campanario de una iglesia
situado a menos de un kilómetro; una casa que nadie aceptaría. Y la deducción
natural era que tenía fama de ser una casa encantada.
Ningún período de las veinticuatro horas del día y la noche me resulta tan
solemne como la primera hora de la mañana. Durante el verano suelo levantarme
muy temprano y me dirijo a mi habitación para una jornada de trabajo antes del
desayuno, y en esas ocasiones siempre me impresiona profundamente la quietud y
soledad que me rodea. Además de eso, siempre hay algo terrible en el hecho de
estar rodeado por rostros familiares dormidos, al hacernos pensar que aquellos
que nos son más queridos y que más nos quieren se sienten profundamente
inconscientes de nosotros, en un estado impasible que anticipa esa condición
misteriosa a la que todos tendemos: la vida detenida, los hilos rotos del ayer,
el asiento abandonado, el libro cerrado, la ocupación que ha sido abandonada sin
que estuviera terminada... todo imágenes de la muerte. La tranquilidad de esa
hora es la tranquilidad de la muerte. El calor y el frío producen esa misma
asociación. Incluso un cierto aire que adoptan los objetos domésticos familiares
cuando emergen de las sombras de la noche pasando a la mañana, un aire de ser
más nuevos, tal como habían sido hace tiempo, tiene su contrapartida en el paso
del rostro gastado de la madurez o la vejez, con la muerte, al antiguo aspecto
juvenil Además, en esa hora vi una vez la aparición de m padre. Estaba vivo y
bien, y no dijo nada, pero le vi, la luz del día, sentado, dándome la espalda,
en un< silla que hay junto a mi cama. Reposaba la cabeza en su mano y no pude
averiguar si estaba dormitando c apesadumbrado. Sorprendido de verle allí, me
enderecé en la cama, cambié de posición, salí de ella, le observé. Como él no se
moviera, me alarmé y la puse una mano en el hombro, o lo que yo pensaba que lo
era... pero no había nada.
Por todas estas razones, y también por otras que no es tan fácil explicar
brevemente, la primera hora de la mañana me resulta la más fantasmagórica. En
ese momento cualquier casa me parece encantada en mayor o menor medida; y una
casa encantada difícilmente puede parecérmelo más en otro momento.
Caminé hasta el pueblo pensando en el abandono de aquella casa y me encontré con
el dueño de la pequeña posada echando arena en el umbral. Le encargué el
desayuno y saqué el tema de la casa.
-¿Está hechizada? -pregunté.
El posadero me- miró, sacudió la cabeza y respondió:
-Yo no digo nada. -¿Entonces lo está?
-¡Bueno!... Yo no dormiría en ella -me espetó el posadero en un arranque de
franqueza que tenía la apariencia de la desesperación.
-¿Y por qué no?
-Si me gustara que sonaran todas las campanas de la casa sin que nadie las
tocara; y que golpearan todas la puertas de la casa sin que nadie llamara en
ellas; y escuchar todo tipo de pasos sin que ningún pie la recorriera; pues
bien, entonces sí dormiría en esa casa -explicó el posadero.
-¿Han visto a alguien allí?
El posadero volvió a mirarme y luego, con su anterior aspecto de desesperación,
gritó «¡Ikey!» en dirección al patio del establo.
El grito provocó la aparición de un hombre joven de hombros altos, rostro rojizo
y redondeado cabellos cortos de color arenoso, una boca muy ancha y húmeda,
nariz vuelta hacia arriba y un enorme chaleco con mangas de rayas moradas y
botones d madreperla que parecía crecer sobre él y estar a punto, si no se lo
podaba a tiempo, de taparle la cabeza colgarle por encima de las botas.
-Este caballero quiere saber si se ha visto a alguien en los Álamos -dijo el
posadero.
-Mujer capuchada con bullo -explicó lkey con gran viveza.
-¿Quiere decir «armando bulla», gritando? -No, señor, un pájaro.
-Ah, una mujer encapuchada con un búho ¡Cielos! ¿La vio a ella alguna vez?
-Vi al bullo.
-¿Y nunca a la mujer?
-No tan bien como al bullo, pero siempre va juntos.
-¿Y alguien ha visto a la mujer tan claramente como al búho?
-¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Quiénes?
-¡Que Dios le bendiga, señor! Muchísimos. -¿Por ejemplo el tendero que está
abriendo tienda allí enfrente?
-¿Perkins? Que Dios le bendiga, Perkins no acercaría al lugar. ¡No señor!
-comentó el joven con considerable fuerza-. No es muy listo, Perkins no es, pero
no es tan tonto como eso.
(En ese punto el posadero murmuró su confianza en la buena cabeza de Perkins.)
-¿Quién es, o quién fue, la mujer encapuchada del búho? ¿Lo sabe usted?
-¡Vaya! -exclamó Ikey levantándose la gorra con una mano mientras con la otra se
rascaba la cabeza-. En general dicen que fue asesinada mientras el búho cantaba.
Ese conciso resumen de los hechos fue todo lo que pude conocer, además de que un
joven, tan animoso y bien parecido como nunca he visto otro, había sufrido un
ataque y se había venido abajo después de ver a la mujer encapuchada. Y también
que un personaje descrito imprecisamente como «un buen tipo, un vagabundo
tuerto, que responde al nombre de Joby, a menos que le desafiaras llamándole por
su apodo, Greenwood, a lo que él contestaría: «¿Y por qué no? Y, aún así,
ocúpate de tus asuntos», se había encontrado con la mujer encapuchada cinco o
seis veces. Pero esos testigos no pudieron ayudarme mucho, por cuanto el primero
estaba en California y el último, tal como dijo Ikey (y confirmó el posadero),
estaría en cualquier parte.
Ahora bien, aunque contemplo con un miedo callado y solemne los misterios, entre
los cuales y este estado de la existencia se interpone la barrera del gran
juicio y el cambio que cae sobre todas las cosas que viven, y aunque no tengo la
audacia de pretender que sé algo de esos misterios, no por ello puedo
reconciliar las puertas que golpean, las campanas que suenan, los tablones del
suelo que crujen, e insignificancias semejantes, con la majestuosa belleza la
analogía penetrante de todas las reglas divinas que se me ha permitido entender,
de la misma forma que tampoco había podido, poco antes, uncir la relación
espiritual de mi compañero de viaje con el carro d sol naciente. Además, había
vivido ya en dos casas encantadas, ambas en el extranjero. En una de ella un
antiguo palacio italiano que tenía fama de haber sido abandonado dos veces por
esa causa, viví solo meses con la mayor tranquilidad y agrado: a pesar c que la
casa tenía una docena de misteriosos dormitorios que nunca fueron utilizados y
poseía en una habitación grande en la que me sentaba a leer muchísimas veces y a
cualquier hora, y junto a la cu dormía, una sala hechizada de primera categoría
Amablemente le sugerí al posadero esas consideraciones. Y puesto que aquella
casa tenía mala reputación, razoné con él, diciéndole que cuántas cosas tienen
mala fama inmerecidamente, y lo fácil que manchar un nombre, y que si no creía
que si él y empezábamos a murmurar persistentemente por pueblo que cualquier
viejo calderero borracho de vecindad se había vendido al diablo, con el tiempo
sospecharía que había hecho ese trato. Toda esa prudente conversación resultó
absolutamente ineficaz para el posadero, y tengo que confesar que fue el mayor
fracaso que he tenido en mi vida.
Pero resumiendo esta parte de la historia, lo de casa encantada me interesó y
estaba ya decidido a medias a alquilarla. Por ello, después de desayunar recibí
las llaves de manos del cuñado de Perkins, (fabricante de arneses y látigos que
regenta la oficina de correos y está sometido a una rigurosísima esposa
perteneciente a la secta de la segunda escisión del pequeño Emmanuel), y fui a
la casa asistido por mi posadero y por Ikey.
El interior lo encontré trascendentalmente lúgubre, tal como esperaba. Las
sombras lentamente cambiantes que se movían sobre el, proyectadas por los altos
árboles, resultaban de lo más lúgubre; la casa estaba mal situada, mal
construida, mal planificada y mal terminada. Era húmeda, no estaba libre de
podredumbre, había en ella un olor a ratas y era triste víctima de esa
decadencia indescriptible que se apodera de toda obra hecha con manos humanas
cuando ésta ya no recibe la atención del hombre. Las cocinas y habitaciones
auxiliares eran demasiado grandes y se encontraban demasiado alejadas unas de
otras. Por encima y por debajo de las escaleras, pasillos estériles se cruzaban
entre las zonas de fertilidad que representaban las habitaciones; y había un
viejo y mohoso pozo sobre el que crecía la hierba, oculto como una trampa
asesina cerca de la parte de abajo de las escaleras traseras, bajo la doble fila
de campanas. Una de las campanas llevaba la etiqueta, sobre fondo negro con
descoloridas letras blancas, de AMO B. Me dijeron que ésa era la campana que más
sonaba.
-¿Quién era el Amo B.? -pregunté-. ¿Se sabe lo que hacía mientras el búho
ululaba?
-Tocaba la campana -contestó Ikey.
Me sorprendió bastante la destreza y rapidez con la que aquel joven lanzó contra
la campana su gorra de piel, haciéndola sonar. Era una campañia fuerte y
desagradable que produjo un sonido de le más destemplado. Las otras campanas
tenían escrito el nombre de las habitaciones a las que conducían sus cables:
como «habitación del cuadro», «habitación doble», «habitación del reloj»,
etcétera, Siguiendo hasta su origen la campana del Amo B., descubrí que el joven
caballero sólo tuvo un acomodo de tercera categoría en una habitación triangular
bajo el desván, con una chimenea esquinera que indicaba que el Amo B. tenía que
ser muy bajito para poder ser capaz de calentarse con ella, y una parte frontal
piramidal hasta el techo digna de Pulgarcito. El empapelado de un lado de la
habitación se había venido abajo totalmente llevándose con él trozos de
escayola, llegando casi a bloquear la puerta. Daba la impresión de que el Amo
B., en su condición espiritual, intentaba siempre tirar abajo el papel. Ni el
posadero ni Ikey pudieron sugerir el motivo de que hiciera esa tontería.
No hice ningún otro descubrimiento salvo que la casa tenía un desván inmenso y
de distribución irregular. Estaba moderadamente bien amueblada: aunque con
escasez. Algunos de los muebles, una tercera parte, eran tan viejos como la
casa; lo demás pertenecía a diversos períodos del último medio siglo. Para
negociar sobre la casa me enviaron a un comerciante de trigo del mercado de la
ciudad. Fui ese mismo día y la alquilé por seis meses.
A mediados de octubre me mudé allí con mi hermana soltera (me puedo permitir
decir que tiene treinta y ocho años, pues es muy hermosa, sensata y
emprendedora). Llevamos con nosotros a un mozo de caballos sordo, mi sabueso
Turk, dos sirvientas y a una joven a la que le llamaban Chica Extraña. Tengo
razones para citar a la última de la lista, miembro de las Huérfanas de la Unión
de San Lorenzo, pues resultó un error fatal y un compromiso desastroso.
El año estaba muriendo pronto, las hojas caían rápidamente, y fue un día frío
cuando tomamos posesión de la casa, cuya tristeza resultaba de lo más
deprimente. La cocinera (una mujer amable, pero de débil capacidad intelectual)
rompió a llorar al contemplar la cocina y pidió que su reloj de plata se le
entregara a su hermana (Tuppintock's Gardens, Ligg's Walk, Clapham Rise) en el
caso de que le sucediera algo por la humedad. La doncella, Streaker, fingió
alegría, pero era la mayor mártir de todas. La Chica Extraña, que nunca había
estado en el campo, fue la única que quedó complacida y tomó las disposiciones
necesarias para sembrar una bellota en el jardín, detrás de un roble, cerca de
la ventana del fregadero.
Antes de oscurecer habíamos pasado por todas las desgracias naturales (en
oposición a las sobrenaturales), lógicas de nuestro estado. Informes
desesperanzadores subían (como el humo) desde el sótano porque no había
rodillos, tampoco salamandra (lo que no me sorprendió porque no sé lo que es),
no había nada en la casa, y lo que había estaba roto, pues sus últimos
habitantes debieron vivir como cerdos... ¿cuál sería el significado de lo que
había dicho el posadero? A pesar de todos estos males, la Chica Extraña se
mostró alegre y ejemplar. Pero cuatro horas después de oscurecer ya habíamos
entrado en una cavidad sobrenatural y la Chica Extraña había visto «ojos» y
estaba histérica.
Mi hermana y yo acordamos reservar el encantamiento estrictamente para nosotros,
y mi impresión era, y sigue siendo, que yo no tenía que dejar que lkey, cuando
ayudaba a descargar la carreta, se quedara a solas con ninguna de las mujeres ni
siquiera un minuto. Sin embargo, tal como dije, la Chica Extraña había «visto
ojos» (no pudimos sacarle ninguna otra explicación) antes de las nueve, y a las
diez ya le habíamos aplicado tanto vinagre como para adobar un buen salmón.
Dejo al inteligente lector que juzgue por sí mismo mis sentimientos cuando, tras
estas circunstancias indeseables, hacia las diez y media la campanilla del Amo
B. empezó a sonar de la manera más furiosa y Turk se puso a aullar hasta que la
casa entera resonó con sus lamentaciones.
Espero no volver a encontrarme nunca en un estado mental tan poco cristiano como
aquel en el que viví durante unas semanas en relación con la memoria del Amo B.
No sé si su campanilla sonaba por causa de las ratas, o los ratones, los
murciélagos, el viento o cualquier otra vibración accidental, a veces por una
causa y a veces por otra, y otras veces por la unión de varias de ellas; pero lo
cierto es que sonaba dos noches de cada tres, hasta que concebí la feliz idea de
retorcerle el cuello al Amo B. -en otras palabras, cortar su campanilla-,
silenciando a ese caballero, por lo que sé y creo, para siempre.
Pero para entonces la Chica Extraña había desarrollado tal progreso en su
capacidad cataléptica que había llegado a convertirse en un ejemplo brillante de
ese desgraciado trastorno. En las ocasiones más irrelevantes se quedaba rígida
como un Guy Fawkes privado de razón. Me dirigía a los criados de una manera
lúcida señalándoles que había pintado la habitación del Amo B., y quitado el
papel, que había quitado la campanilla del Amo B. evitando que sonara, y que
puesto que podían suponer que ese confundido muchacho había vivido y muerto,
revistiéndose de una conducta no mejor que la que incuestionablemente le habría
llevado a un estrecho conocimiento entre él y las partículas más afiladas de una
escoba de abedul, en su actual e imperfecto estado de existencia, ¿no podían
suponer también que un simple y pobre ser humano, como era yo, fuera capaz de
esos despreciables medios de contrarrestar y limitar los poderes de los
espíritus descarnados del muerto, o de cualquier otro espíritu? Diría que en
esos discursos me volvía enfático y convincente, por no decir bastante
complaciente, hasta que sin razón alguna la Chica Extraña se ponía de pronto
rígida desde los dedos de los pies hacia arriba, y miraba entre nosotros como
una estatua petrificada de la parroquia.
También Streaker, la doncella, tenía un incomodísimo atributo de la naturaleza.
Soy incapaz de decir si era de un temperamento inusualmente linfático o qué otra
cosa le sucedía, pero esta joven se convertía en una simple destilería dedicada
a la producción de las más grandes y transparentes lágrimas que he visto nunca.
Unido a estas características se daba en esas muestras lacrimosas una peculiar
tenacidad de agarre, por lo que en lugar de caer quedaban colgando de su rostro
y nariz. En esas condiciones, y sacudiendo suave y deplorablemente la cabeza, su
silencio me afectaba más de lo que lo habría hecho el admirable Crichton en una
disputa verbal por una bolsa de dinero. También la cocinera me cubría siempre de
confusión, como si me colocara un vestido, terminando la sesión con la protesta
de que el río Ouse la estaba desgastando y repitiendo dócilmente sus últimos
deseos con respecto al reloj de plata.
Por lo que respecta a nuestra vida nocturna, estaba entre nosotros el contagio
de la sospecha y el miedo, y no existe tal contagio bajo el cielo. ¿La mujer
encapuchada? De acuerdo con los relatos estábamos en un verdadero convento de
mujeres encapuchadas. ¿Ruidos? Con ese contagio abajo, yo mismo me quedaba
sentado en el triste salón escuchando, hasta haber oído tantos y tan extraños
ruidos que hubieran congelado mi sangre de no ser porque yo mismo la calentaba
saliendo a hacer descubrimientos. Pruebe el lector a hacerlo en la cama en la
quietud de la noche; pruébelo cómodamente frente a su chimenea, en la vida de la
noche. Puede encontrar que cualquier casa está llena de ruidos hasta llegar a
tener un ruido para cada nervio de su sistema nervioso.
Repito que el contagio de la sospecha y el miedo estaba entre nosotros, y que no
existe ese contagio bajo el cielo. Las mujeres (que tenían todas la nariz en un
estado crónico de excoriación de tanto oler sales) estaban siempre listas y
preparadas para un desmayo, y bien dispuestas a hacerlo a la mínima. Las dos
mayores destacaban a la Chica Extraña en todas las expediciones que se
consideraban muy arriesgadas, y ella establecía siempre la fama de que la
aventura lo había merecido regresando en estado cataléptico. Si después de
oscurecer la cocinera o Streaker subían, sabíamos que acabaríamos por escuchar
un golpe en nuestro techo; y eso sucedía con tanta frecuencia que era como si
andara por la casa un luchador administrando un toque de su arte, una llave que
creo que se llama «el subastador», a toda criada con la que se encontraba.
Era inútil hacer nada. Era inútil asustarse, por el momento y por uno mismo, por
causa de un búho auténtico, y luego enseñar el búho. Era inútil descubrir,
tocando accidentalmente una discordancia en el piano, que Turk siempre aullaba
en determinadas notas y combinaciones. Era en vano ser un Radamanto de las
campanas, y si una desafortunada campana sonaba sin cesar, echarla abajo
inexorablemente y silenciarla. Era en vano dejar que el fuego subiera por las
chimeneas, lanzar antorchas al pozo, entrar furiosamente a la carga en las
habitaciones y habitáculos sospechosos. Cambiamos de servidumbre y la cosa no
mejoró. La nueva escapó, y llegó una tercera sin que mejorara nada. Finalmente,
el cuidado confortable de la casa llegó a estar tan desorganizado y echado a
perder que una noche, abatido, le dije a mi hermana:
-Patty, empiezo a desesperar de que consigamos criados que vengan aquí con
nosotros, y creo que deberíamos abandonar.
Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:
-No, John, no abandones. No te des por vencido, John. Hay otro modo.
-¿Y cuál es? -pregunté yo.
John, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo
vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos
de nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.
-Pero las criadas -dije yo.
-No las tengamos -contestó audazmente m hermana.
Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en la
vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de
los criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré
dubitativamente.
-Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas a
otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; -comentó mi
hermana.
-Con la excepción de Bottles -comenté yo el tono meditativo.
(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía
manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro
ejemplo en Inglaterra.)
-Evidentemente, John -asintió mi hermana-. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba eso?
Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite
desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.
Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las
noches a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más
compañía que un aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como
un hecho digno de recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin
anunciar en el camino de Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el
aventador me cruzaría el cuerpo. Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo
de los numerosos alborotos que montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se
había sentado a tomar su cena mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña
se volvía de mármol, y lo único que hacía era coger otra patata o aprovecharse
de la desgracia general para servirse más ración de pastel del carne.
-Y por ello -siguió diciendo mi hermana-, descarto a Bottles. Y considerando,
John, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para que la
podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre
nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de
confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a
otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que
sucede.
Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a
poner en marcha su plan con el mayor ardor.
Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero
emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los
amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el
mes cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa
encantada.
Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo
estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara
en la casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo
dejé en la perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al
pueblo que cualquiera que se pusiera delante del perro no debía esperar
separarse de él sin un mordisco en la garganta. Luego, de modo casual, pregunté
a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.
-Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla -respondió él, y yo le
supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.
-Es una de verdad, señor -dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón
que unos años antes había comprado en Nueva York-. No hay ningún error sobre
ella, señor.
-Ikey-le dije yo-. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.
-¿No, señor? -susurró abriendo codiciosamente los ojos-. ¿La mujer capuchada,
señor?
-No se asuste -repliqué yo-. Era una figura bastante parecida a usted.
-¡Dios mío, señor!
-¡Ikey! -exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que
afectuosamente-. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor
favor que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y
la tierra que lo haré con esta escopeta si vuelvo a verla!
El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar
un vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el
momento en el que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había
observado algo muy semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la
campana una noche en la que ésta había roto a sonar; y porque había observado
que siempre que venía él por la tarde para consolar a las criadas luego nos
encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no debo ser injusto con Ikey. Tenía
miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así, estaba seguro de que él
exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera una oportunidad.
El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa en un
estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba
muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos
que escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No
es necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con
observar que ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que
tenga una buena experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de
vigilancia; que es un estado mental tan bien establecido y tan común como
cualquier otro con el que están familiarizados los observadores; y que es uno de
los primeros elementos, por encima de todos los demás, del que sospecha
racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier cuestión de
este tipo
Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos
reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo
dormitorio, en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por
el grupo completo, asignamos las diversas tareas domésticas como si nos
encontráramos entre un grupo de gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de
caza o hubiéramos naufragado. Después les conté los rumores concernientes a la
dama encapuchada, el búho y el Amo B junto con otros que habían circulado
todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de la casa, relativos a una
ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma de una mesa
redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de
capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a
otros estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de
palabras. Después, solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí
para ser engañados ni para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y
que con un serio sentido de la responsabilidad seríamos estrictamente sinceros
unos con otros y seguiríamos estrictamente la verdad. Quedó establecido que
cualquiera que escuchara ruidos inusuales durante la noche, y deseara
rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos finalmente que en la noche
duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas nuestras experiencias
individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa encantada serían
comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces mantendríamos silencio
sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera que lo
rompiéramos.
En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar
estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a
mi hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba
nuestro primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y
supongo de él que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su
esposa: una persona encantadora con la que se había casado la primavera
anterior. Consideré que, dadas las circunstancias, había sido bastante
imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que una falsa alarma puede
provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien sus propios asuntos
y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento habría dejado de
vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del reloj.
. Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el
que sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había
sido mía, y que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor
y que incluía dos amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran
de moverse fuera cual fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven
que pretende ser «n pido» (tal como entiendo yo el término, otra palabra para
decir «vago»), pero que es muy bueno y sensible para ese absurdo, y se habría
distinguido antes d ahora si por desgracia su padre no le hubiera dejad una
pequeña independencia de doscientas libras < año, teniendo en cuenta que su
única ocupación e la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo, tengo
la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna
especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si
consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de
mi hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la
habitación del cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una
verdadera seriedad para los negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de
Alfred, en la misión de la Mujer, los de techos de la Mujer, los errores de la
mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer con una M mayúscula, o todo
aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.
-¡Mi queridísima y digna de alabanzas, que el cielo te siga haciendo prosperar!
-le susurré la primera noche cuando me despedí de ella en la puerta de la
habitación del cuadro-. Pero no te excedas. Y con respecto a la gran necesidad
que hay, querida mía, de que haya más empleos al alcance de la mujer de los que
nuestra civilización les ha asignado todavía, no arremetas violentamente contra
los desafortunados hombres, incluso aquellos hombres que a primera vista se
interponen en tu camino, como si fueran los opresores naturales de tu sexo; pues
créeme, Belinda, que a veces se gastan el salario entre esposas e hijas,
hermanas, madres, tías y abuelas; y no toda la obra es Caperucita y el Lobo,
sino que tiene también otras partes.
Sin embargo, esto es una digresión. Como ya he mencionado, Belinda ocupaba la
habitación del cuadro. Nos quedaban tres aposentos: la habitación de la esquina,
la habitación del armario y la habitación del jardín. Mi antiguo amigo Jack
Governor, «estiró el catre», tal como él lo expresó, en la habitación de la
esquina. Siempre he considerado a Jack como el marinero de mejor aspecto que ha
navegado nunca. Ahora tiene canas, pero sigue tan guapo como hace un cuarto de
siglo... qué va, mucho más guapo. Es un hombre de hombros anchos, rollizo,
alegre y bien constituido, con una sonrisa franca, ojos oscuros y brillantes y
cejas espesas. Las recuerdo bajo sus cabellos oscuros y todavía parecen mejor
por su tono plateado. Ha estado en todas partes en las que ondea la bandera de
la Unión, y he conocido
a colegas suyos, en el Mediterráneo y al otro lado de Atlántico, que se han
animado sólo al oír mencionar ese nombre, y han gritado:
-¿Conoce a Jack, Governor? ¡Entonces conoce: un príncipe!
¡Y eso es lo que es! Y, además, es un oficial de La marina de manera tan
inequívoca que si el lector lo viera salir de una choza de nieve esquimal
vestido con pieles de foca, se sentiría vagamente persuadid( de que iba vestido
con el uniforme naval completo
En un tiempo, Jack había puesto su mirada brillante en mi hermana; pero se casó
con otra dama y se la llevó a Sudamérica, donde murió ésta. De ese hace doce
años, o más. Trajo con él a nuestra casi hechizada un pequeño barril de vaca
salada; pues está convencido de que cualquier vaca salada que no haya preparado
él es pura carroña, por lo que invariablemente, cuando va a Londres, incluye un
trozo en su maleta ligera. Se había ofrecido también, traer con él a un tal «Nat
Beaver», un antiguo camarada suyo, capitán de un mercante. El señor Beaver con
una figura y un rostro como de madera, y aparentemente tan duro como un bloque,
resultó ser un hombre inteligente con todo un mundo de experiencias marinas y un
gran conocimiento práctico. A veces mostraba un curioso nerviosismo, por lo
visto consecuencia de una antigua enfermedad, pero rara vez duraba muchos
minutos. Le correspondió la habitación del armario, que habitó al lado del señor
Undery, mi amigo y procurador legal, quien acudió, como aficionado, «para
examinar esto», tal como él dijo, y que es mejor jugador de «whist» que toda la
lista de abogados, del extremo del principio hasta el del final.
Nunca me sentí más feliz en mi vida, y creo que ése era el sentimiento general
entre nosotros. Jack Governor, un hombre siempre de recursos maravillosos, se
convirtió en el jefe de cocina, e hizo algunos de los mejores platos que he
comido nunca, incluyendo unos «curries» inaccesibles. Mi hermana se dedicó a las
tartas y dulces. Starling y yo éramos ayudantes de cocina por turnos, aunque en
las ocasiones especiales el jefe de cocina «presionaba» al señor Beaver.
Hacíamos muchos ejercicios y deportes al aire libre, pero nada se olvidaba
dentro de la casa, y no había mal humor ni malos entendidos entre nosotros, por
lo que nuestras tardes eran tan placenteras que al menos teníamos una buena
razón para no desear irnos a la cama.
Al principio tuvimos algunas alarmas nocturnas. La primera noche me despertó
Jack llevando en la mano un maravilloso farol de barco, que asemejaba las
agallas de algún monstruo de las profundidades, para decirme que «iba a arribar
al palo principal» para derribar la veleta. Era una noche tormentosa y puse
objeciones, pero Jack llamó mi atención sobre el hecho de que producía un sonido
semejante a un grito de desesperación, y añadió que si no se hacía así alguien
iba a «invocar a un fantasma». Así que subimos a la parte de arriba de la casa,
donde apenas sí podía sostenerme por culpa del viento, acompañados por el señor
Beaver; y allí Jack, con el farol y todo, seguido por el señor Beaver, subieron
arrastrándose hasta la parte superior de la cúpula, situad-, a unos diez metros
por encima de la chimeneas, sir nada sólido sobre lo que sostenerse, derribando
fríamente la veleta hasta que ambos se sintieron tan animados por el viento y la
altura que llegué a pensar que nunca bajarían de allí. Otra noche volvieron
aparecer junto a mi puerta para derribar un sombrerete de chimenea. Otra noche
se dedicaron a cortas una tubería que sollozaba y sorbía. Otra noche
descubrieron algo más. En varias ocasiones, ambos, de la manera más fría,
salieron simultáneamente por su; respectivas ventanas agarrándose de las colchas
de la cama, para «examinar» algo misterioso que había en el jardín.
El compromiso que habíamos aceptado todos, se cumplió fielmente y nadie reveló
nada. Lo único que sabíamos era que, si la habitación de alguno estaba,
hechizada, nadie parecía tener peor aspecto por ello
El fantasma de la habitación del Amo B.
Cuando me instalé en la buhardilla triangular que tan distinguida fama había
obtenido, mis pensamientos se centraron, lógicamente, en el Amo B. Mis
especulaciones con respecto a él eran muchas y resultaban inquietantes. Si su
nombre de pila fuese Benjamin, Bissextile (por haber nacido en año bisiesto),
Bartholomew o Bill. Si la inicial perteneciese a su apellido, y si éste fuese
Baxter, Black, Brown, Barker, Buggins, Baker o Bird. Si fuese un inclusero, y
por eso se le había bautizado como B. Si fuese un muchacho con corazón de león,
y por eso B. era una abreviatura de Britano. Si pudiese ser pariente de una
ilustre dama que animó mi propia infancia, y procedía de la sangre de la
Brillante Madre Bunch.
Me atormenté mucho con estas inútiles meditaciones. También traté de unir la
misteriosa letra con la apariencia y las actividades del fallecido,
preguntándome si vestiría Bien, llevaría Botas (no debía ser Bizco), era un
chico Brillante, le gustaban los Barcos, sabía jugar bien a los Bolos, tenía
alguna habilidad como Boxeador, incluso si en su Boyante y Baja edad se Bañaba
en una máquina de Bañar en Bognor, Bangor, Bournemouth, Brighton o Broadstairs,
Botando como una Bola de Billar.
Así que para empezar me sentí hechizado por la letra B.
No pasó mucho tiempo hasta que me di cuenta de que nunca, ni por azar, había
soñado con el Ar B. ni con nada que le perteneciera. Pero en cuan despertaba del
sueño, a cualquier hora de la noche mis pensamientos se centraban en él, y
deambulaban tratando de unir su letra inicial con algo que fuera adecuado.
Pasé así seis noches preocupado en la habitación del Amo B. cuando empecé a
darme cuenta de que las cosas estaban yendo por mal camino.
Su primera aparición se produjo a primera he de la mañana, cuando empezaba a
iluminar la luz del día. Estaba de pie, afeitándome frente al espejo cuando
descubrí de pronto con consternación asombro que no me estaba afeitando a mí
mismo un hombre de cincuenta años, sino a un muchacho ¡Evidentemente el Amo B.!
Me eché a temblar y miré por encima del hombro, pero no había nadie allí. Volví
a mirar el espejo y vi claramente los rasgos y la expresión de un muchacho que
se estaba afeitando no para quitarse barba, sino para conseguir que le saliera.
Extremadamente turbado en mi mente, di varias vueltas F la habitación y volví
frente al espejo, resuelto a asesinarme y terminar la operación en la que me
había turbado. Al abrir los ojos, que había cerrado hasta recuperar la firmeza,
vi en el espejo, mirándome, rectamente, los ojos de un joven de veinticuatro
veinticinco años. Aterrado por ese nuevo fantasma cerré los ojos e hice un
esfuerzo voluntarioso por recuperarme. Al abrirlos de nuevo vi en el espejo
afeitándose, a mi padre, quien hacía ya tiempo que había muerto. Incluso llegué
a ver a mi abuelo, a quien no había llegado a conocer.
Aunque muy afectado, lógicamente, por esas visitas asombrosas, decidí guardar el
secreto hasta el momento fijado para la revelación general. Agitado por una
multitud de pensamientos curiosos me retiré a mi habitación esa noche dispuesto
a enfrentarme a alguna experiencia nueva de carácter espectral. ¡No fue
innecesaria mi preparación, pues al despertar de un inquieto sueño exactamente a
las dos de la madrugada imagine el lector lo que sentí al descubrir que estaba
compartiendo la cama con el esqueleto del Amo B.!
Me levanté como impulsado por un resorte y el esqueleto hizo lo mismo. Escuché
entonces una voz quejumbrosa que decía:
-¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de mí?
Al mirar fijamente en esa dirección, percibí el fantasma del Amo B.
El joven espectro iba vestido siguiendo una moda obsoleta: o más bien que
vestido podía decirse que iba embutido en un paño de mezclilla de calidad
inferior que unos botones brillantes volvían horrible. Observé que, en una doble
hilera, esos botones llegaban hasta los hombros del joven fantasma dando la
impresión de que descendían por su espalda. Unas chorreras le cubrían el cuello.
La mano derecha (que vi con toda claridad que estaba manchada de tinta) la tenía
sobre el estómago; relacionando ese gesto con algunos granos que tenía en
su semblante, y con su aspecto general de sentir náuseas, llegué a la conclusión
de que era el fantasma de un muchacho que había tenido que tomas excesivas
medicinas.
-¿Dónde estoy? -preguntó el pequeño espectro con voz patética-. ¿Y por qué tuve
que nacer en la época del calomelanos, y por qué me tuvieron que dar tanto
calomelanos?
Le contesté con la sinceridad más formal que por mi alma que no podía decírselo.
-¿Dónde está mi hermanita y dónde mi angélica y pequeña esposa, y dónde el chico
con el que iba a la escuela?
Le rogué al fantasma que se consolara, pero por encima de todas las cosas me
tomé muy seriamente la pérdida del muchacho con el que iba a la escuela. Traté
de convencerle, partiendo de mi experiencia humana, de que probablemente de
haber sabido lo que había sido de ese chico nunca le habría parecido bien. Le
hice entender que yo mismo, en mi vida posterior, me había encontrado con varios
chicos de los que habían sido compañeros de escuela, y ninguno de ellos había
respondido a mis expectativas. Le expresé mi humilde creencia de que ese
muchacho no habría respondido. Le hablé de un compañero mío que tenía un
carácter mítico y que resulté un engaño y un chasco. Le conté que la última ves
que lo había visto fue en una cena detrás de una enorme corbata blanca, sin
ninguna opinión concluyente sobre ningún tema, y una capacidad de silencioso
aburrimiento absolutamente titánica. Le relaté que como habíamos estado juntos
en «Old Doylance's», se había invitado él solo a desayunar conmigo (una ofensa
social de la mayor magnitud); que en un intento de reavivar las débiles ascuas
de mi creencia en los muchachos de Doylance's, se lo había permitido, y que
resultó ser un vagabundo terrible que perseguía a la raza de Adán con
inexplicables ideas concernientes a la moneda y con la propuesta de que el banco
de Inglaterra, so pena de ser abolido, debía librarse instantáneamente y poner
en circulación de Dios sabe cuántos miles de millones de billetes de dieciséis
peniques.
El fantasma me escuchó en silencio y con la mirada fija.
-¡Barbero! -me apostrofó cuando terminé.
-¿Barbero? -dije yo repitiendo la pregunta, pues no pertenezco a esa profesión.
-Condenado a afeitar constantemente a clientes cambiantes -añadió el
fantasma-... ahora yo... luego un hombre joven... luego a sí mismo... luego su
padre... luego su abuelo; condenado también a acostarse con un esqueleto cada
noche, y a levantarse con él cada mañana...
(Me estremecí al escuchar ese terrible anuncio.)
-¡Barbero! ¡Sígame!
Antes incluso de que pronunciara las palabras había sentido que un hechizo me
obligaría a seguir al fantasma. Lo hice así inmediatamente, y ya no me encontré
en la habitación del Amo B.
Muchas personas saben las largas y fatigosas jornadas nocturnas a las que se
sometía a las brujas que solían confesar, y que sin duda contaban exactamente la
verdad; sobre todo porque se las ayudaba con preguntas capciosas y porque la
tortura estaba siempre preparada. Pues afirmo que durante el tiempo en el que
ocupé la habitación del Amo B. el fantasma, que la tenía hechizada me condujo en
expediciones tan largas y salvajes como la que acabo de mencionar Claro que no
me presentó a ningún anciano andrajoso con rabo y cuernos de cabra (algo situado
entro Pan y un ropavejero), celebrando con ellos recepciones convencionales tan
estúpidas como las de la vid, real pero menos decentes; pero encontré otras
cosa, que me parecieron tener mayor significado.
Esperando que el lector confíe en que digo la ver dad, y en que seré creído,
afirmo sin vacilación que seguí al fantasma, la primera vez sobre una escoba,
después sobre un caballito balancín. Estoy dispuesto a jurar que incluso olí la
pintura del animal, especial mente cuando al calentarse con mi roce empezó
brotar. Después seguí al fantasma en un simón; una verdadera institución cuyo
olor desconoce la generación actual, pero que de nuevo estoy dispuesto a jurar
que es una combinación de establo, perro cae sarna y un fuelle muy viejo. (Para
que me confirmes o me refuten, apelo en esto a las generaciones anteriores.)
Seguí al fantasma en un asno sin cabeza, un asno tan interesado por el estado de
su estómago que tenía siempre allí su cabeza, investigándolo; sobre potros que
habían nacido expresamente para cocea por detrás; sobre tiovivos y balancines de
las ferias, en el primer coche de punto, otra institución olvidad en la que el
pasaje solía meterse en la cama y el conductor les remetía las mantas.
No le molestaré con un relato detallado de todos los viajes que hice
persiguiendo al fantasma del Amo B., mucho más largos y maravillosos que los de
Simbad el Marino, y me limitaré a una experiencia que le servirá al lector para
juzgar las múltiples que se produjeron.
Me vi maravillosamente alterado. Era yo mismo, y, sin embargo, no lo era. Era
consciente de algo que había en mi interior, que había sido igual a lo largo de
toda mi vida y que había reconocido siempre en todas sus fases y variedades como
algo que nunca cambiaba, y, sin embargo, no era yo el yo que se había acostado
en el dormitorio del Amo B. Tenía yo el más liso de los rostros y las piernas
más cortas, y había traído a otro ser como yo mismo, también con el más liso de
los rostros y las piernas más cortas, tras una puerta, y le estaba confiando una
proposición de la naturaleza más sorprendente.
La proposición era que deberíamos tener un harén.
El otro ser asintió calurosamente. No tenía la menor noción de respetabilidad,
lo mismo que me pasaba a mí. Era una costumbre de oriente. Era lo habitual del
Califa Haroun Alraschid (¡permítanme por una vez escribir mal el nombre porque
está lleno de fragancias a dulces recuerdos!), su utilización era muy laudable y
de lo más digno de imitación.
-¡Oh, sí! Tengamos un harén -dijo el otro ser dando un salto.
El hecho de que comprendiéramos que debía mantenerlo en secreto ante la señorita
Griffin t debió a que tuviéramos la menor duda con respecto al meritorio
carácter de la institución oriental nos proponíamos importar. Fue porque sabía
que la señorita Griffin estaba tan desprovista de simpatías humanas que era
incapaz de apreciar la grandeza del gran Haroun. Y como la señorita Griffin a
quedar envuelta irremediablemente en el mismo decidimos confiárselo a la
señorita Bule.
Éramos diez personas en el establecimiento señorita Griffin, junto a Hampstead
Ponds; las damas y dos caballeros. La señorita Bule, quien según pensaba yo
había alcanzado la edad madura a los ocho o los nueve, ocupó el papel principal
sociedad. En el curso de ese día le hablé del tema y le propuse que se
convirtiera en la favorita.
La señorita Bule, tras luchar con la timidez tan natural y encantadora resultaba
en su adorable sexo, expresó que se sentía halagada por la idea deseó saber las
medidas que proponíamos todo con respecto a la señorita Pipson. La señorita Bule
que en Servicios y Lecciones de la Iglesia completos en dos volúmenes con caja y
llave había jurado a esa joven dama una amistad compartiéndolo todo sin secretos
hasta la muerte, dijo que como a mi Pipson no podía ocultarse a sí misma, ni a
mí Pipson no era un ser común.
Ahora bien, como la señorita Pipson tenía cabellos claros y rizados y ojos
azules (lo que se ajustaba a mi idea de cualquier ser femenino y mortal que se
llamara Hada), contesté rápidamente que consideraba a la señorita Pipson como un
hada circasiana.
-¿Y entonces, qué? -preguntó pensativamente la señorita Bule.
Contesté que debía ser engañada por un mercader, traída hasta mí cubierta con
velos y vendida como esclava.
(El otro ser había pasado ya a ocupar el segundo papel masculino dentro del
Estado y designado como Gran Visir. Más tarde se resistió a que se hubiera
dispuesto así de los acontecimientos, pero le tiré del pelo hasta que cedió.)
-¿Y no me sentiré celosa? -quiso saber la señorita Bule haciendo la pregunta con
la mirada baja.
-Zobaida, no -contesté yo-. Tú serás siempre la sultana favorita; el principal
lugar en mi corazón, y en mi trono, serán siempre para ti.
Una vez segura de eso, la señorita Bule consintió en proponer la idea a sus
siete hermosas compañeras. En el curso de ese mismo día se me ocurrió que
sabíamos que podríamos confiar en un alma sonriente y afable llamada Tabby, que
era la esclava servil de la casa y no representaba más valor que una de las
camas, y cuyo rostro estaba siempre más o menos manchado de color plomo, por lo
que tras la cena deslicé en la mano de la señorita Bule una pequeña nota a ese
efecto considerando que esas manchas plomizas hubieran sido en cierta manera
depositadas por el dedo de la providencia, designaba a Tabby como Mesrour, el
famoso jefe de los negros del harén.
Hubo dificultades para la formación de la deseada institución, como las hay
siempre en todo lo que exige combinaciones. El otro ser demostró tener u
carácter bajo, y al haber sido derrotado en sus aspiraciones al trono simuló
tener escrúpulos de conciencia para postrarse delante del califa; no se
dirigiría a él con el título de jefe de los fieles; le hablar de manera ligera e
incoherente designándole como simple «compañero»; y él, el otro ser, dijo que «n
jugaría»... ¡jugar!, y fue en otros aspectos rudo ofensivo. Sin embargo, esa
disposición maligna fue derrotada por la indignación general de un haré unido, y
yo fui bendecido por las sonrisas de ocho de las más hermosas hijas de los
hombres.
Las sonrisas sólo podían concederse cuando señorita Griffin miraba hacia otra
parte, y aun entonces sólo de una manera muy cautelosa, pues había una leyenda
entre los seguidores del profeta que ella vio en un pequeño ornamento redondo en
medio del dibujo de la parte posterior de su chal. Por todos los días, después
de la cena, nos reuníamos durante una hora y entonces la favorita y el resto del
harén real competían acerca de quién era la que debía divertir el ocio del
Sereno Haroun en su reposo de las preocupaciones del Estado; que genera mente
eran, como la mayoría de los asuntos de Estado, de carácter aritmético, y el
jefe de los fieles sólo era un amedrentado miembro más.
En esas ocasiones, el entregado Mesrour, jefe los negros del harén, acudía
siempre (la señorita Griffin solía llamar a ese oficial, al mismo tiempo con
gran vehemencia), pero no actuaba jamás de una manera digna de su fama
histórica. En primer lugar, su forma de pasar la escoba por el diván del califa,
incluso cuando Haroun llevaba sobre sus hombros la túnica roja de la cólera (la
pelliza de la señorita Pipson), aunque pudiera hacerse entender en ese momento
nunca quedaba satisfactoriamente explicada. En segundo lugar, su forma de
irrumpir en sonrientes exclamaciones de «¡vigile a sus bellezas!» no era ni
oriental ni respetuosa. En tercer lugar, cuando se le ordenaba especialmente que
dijera «¡Bismillah!», siempre exclamaba «¡aleluya!» Este oficial, a diferencia
de los demás de su categoría, siempre estaba de demasiado buen humor, mantenía
la boca demasiado abierta, expresaba su aprobación hasta un punto incongruente,
e incluso una vez -con ocasión de la compra de la hermosa circasiana por
quinientas mil bolsas de oro, y fue barata-, abrazó a la esclava, a la favorita,
al califa y a todos los demás. (¡Permítaseme decir, entre paréntesis, que Dios
bendiga a Mesrour, y que pueda tener hijos e hijas en ese tierno pecho que hayan
suavizado desde entonces muchos días terribles!)
La señorita Griffin era un modelo de decoro, y me cuesta encontrar palabras para
imaginar los sentimientos que habría tenido la virtuosa mujer de haber sabido
que, cuando desfilaba por la calle Hampstead abajo de dos en dos caminaba con
paso majestuoso a la cabeza de la poligamia y el mahometanismo. Creo que la
causa principal de que conserváramos nuestro secreto era una alegría terrible y
misteriosa que nos inspiraba la contemplación de la señorita Griffin en ese
estado inconsciente, y una sensación formidable, predominante entre nosotros, de
que había un poder temible en nuestro conocimiento de lo que no sabía la
señorita Griffin (cuando en cambio sabía todas las cosas que podían aprenderse
en los libros). El secreto se mantuvo maravillosamente, aunque en una ocasión
estuvo a punto de traicionarse. El peligro, y la escapatoria, se produjo un
domingo. Estábamos los diez situados en una zona bien visible de la iglesia, con
la señorita Griffin a la cabeza, tal como hacíamos todos los domingos,
percibiendo el lugar de una manera profana, cuando acertaron a leer la
descripción de Salomón en su gloria. En el momento en que se referían así al
monarca, la conciencia me susurró: «¡también tú, Haroun!» El ministro oficiante
tenía un defecto en la vista y eso hacía que pareciera que estuviera leyendo
personalmente para mí. Un sonrojo carmesí, unido a una sudoración debida al
miedo, cubrió mis rasgos. El Gran Visir se quedó más muerto que vivo y todo el
harén enrojeció como si la puesta de sol de Bagdad brillara directamente sobre
sus rostros maravillosos. En ese momento portentoso se levantó la temible
Griffin y vigiló con tristeza a los hijos del Islam. Mi propia impresión fue la
de que la Iglesia y el Estada habían iniciado con la señorita Griffin una
conspiración para descubrirnos, y que todos seríamos puestos en sábanas blancas
y exhibidos en la nave central. Pero el sentido de la rectitud de la señorita
Griffin era tan occidental, si se me permite la expresión en oposición a las
asociaciones orientales, que pensó que aquello era un disparate y nos salvamos.
He solicitado una reunión del harén sólo para preguntar si el jefe de los fieles
debería ejercer el derecho de besar en ese santuario del palacio en el que se
dividían sus habitantes sin igual. Zobaida reivindicó como favorita su derecho a
rascarse, la hermosa circasiana a poner el rostro como refugio en una bolsa
verde de bayeta, pensada originalmente para libros. Por otro lado, una joven
antílope de belleza trascendente que procedía de las fructíferas llanuras de
Camdentown (adonde había sido llevada por unos comerciantes en la caravana que
dos veces por año cruzaba el desierto intermedio tras las vacaciones), sostenía
opiniones más liberales, pero reivindicaba que se limitara el beneficio de éstas
a ese perro e hijo de perro, el Gran Visir, quien no tenía derecho si no estaba
en cuestión. Finalmente la dificultad fue obviada mediante el nombramiento de
una esclava muy joven como delegada. Ésta, en pie sobre un escabel, recibió
oficialmente en sus mejillas los saludos dirigidos por el gracioso Haroun a las
otras sultanas y fue recompensada privadamente por las arcas de las damas del
harén.
Y entonces, en la altura máxima del placer de mi éxtasis, me vi gravemente
turbado. Empecé a pensar en mi madre, y en lo que ella opinaría del hecho de que
en el solsticio estival me hubiera llevado a casa a ocho de las más hermosas
hijas de los hombres, sin que a ninguna de ellas se la esperara. Pensé en el
número de camas que habíamos hechos en nuestra casa, todas con los ingresos de
mi padre, y en el panadero, y mi desaliento se redobló. El harén y el malicioso
Visir, adivinando la causa de la infelicidad de su señor, hicieron todo lo
posible por aumentarla Profesaron una fidelidad sin límites y afirmaron que
vivirían y morirían con él. Reducido a la máxima desdicha por esas protestas de
unión, permanecía despierto durante horas meditando sobre mi terrible destino.
En mi desesperación creo que había aprovechado la menor oportunidad de caer de
rodillas ante la señorita Griffin, declarando mi semejanza con Salomón y rogando
fuera tratado de acuerdo con las leyes violentas de mi país si no se abría ante
mí algún medio impensable de escape.
Un día salimos a pasear de dos en dos -con ocasión de lo cual el Visir había
dado sus instrucciones habituales de observar al muchacho de la barrera di
portazgo, teniendo en cuenta que si miraba profanamente (tal como hacía siempre)
a las bellezas del harén habría que ahorcarlo durante el curso de la noche-
cuando sucedió que nuestros corazones se vieron velados por la melancolía. Un
inexplicable acto de la antílope había sumido al Estado en la de gracia. En la
representación que se había hecho el di anterior por su cumpleaños, en la que
grandes tesoros habían sido enviados en una canasta para su celebración (ambas
afirmaciones carentes de base), embaucadora había invitado en secreto pero
vehementemente a treinta y cinco príncipes y princesas vecinos a un baile y una
cena: con la estipulación especial de que «no se les iría a buscar hasta las
doce». Tal extravío del capricho de la antílope fue la causa de la sorprendente
llegada ante la puerta de la señorita Griffin, con diversos equipajes y variadas
escoltas, de un abultado grupo vestido de gala que se quedó en el escalón
superior con grandes expectativas y fue despedido con lágrimas. Al principio de
la doble llamada que acompaña a estas ceremonias, el antílope se había retirado
a un ático trasero encerrándose con cerrojo en él; con cada nueva llegada la
señorita Griffin se iba poniendo más y más frenética hasta que finalmente se la
vio desgarrarse la parte delantera. La capitulación última por parte de la
ofensora la llevó a la soledad en el cuarto de la ropa a pan y agua, y produjo
una conferencia ante todo el grupo, de vengativa extensión, en la que la
señorita Griffin utilizó las expresiones siguientes: en primer lugar, «creo que
todos lo sabían»; en segundo lugar, «cada uno de ustedes es tan perverso como
los demás»; en tercer lugar, «son un grupo de seres mezquinos».
Dadas las circunstancias, caminábamos apesadumbrados; y especialmente yo, sobre
el que pesaban gravemente las responsabilidades musulmanas, me encontraba en un
bajísimo estado mental; entonces un desconocido abordó a la señorita Griffin y
tras caminar a su lado un rato hablando con ella, me miró a mí. Suponiendo yo
que sería un esbirro de la ley, y que había llegado mi hora, eché a correr al
instante con el propósito general de huir a Egipto.
Todo el harén empezó a gritar cuando me vieron correr tan rápido como me lo
permitían mis piernas (tenía la impresión de que girando por la primera calle a
la izquierda, y dando la vuelta a taberna, encontrar el camino más corto hacia
las pirámides), la señorita Griffin gritó detrás de mí, el infiel Visir corrió
detrás de mí, y el muchacho de la barrera de portazgo me acorraló en una
esquina, como si fuera una oveja, y me cortó el paso. Nadie me riñó cuan do fui
apresado y conducido de regreso; la señorita Griffin sólo dijo, con una
amabilidad sorprendente que aquello era muy curioso. ¿Por qué había escapa do
cuando el caballero me miró?
De haber tenido yo aliento para responder, m atrevo a decir que no habría
respondido; pero como no me quedaba aliento, por supuesto que no lo, hice. La
señorita Griffin y el desconocido me tomaron entre ellos y me condujeron de
regreso al palacio con escaso ánimo; pero en absoluto sintiéndome culpable (con
gran asombro por mi parte, no podía sentirme así).
Cuando llegamos allí entramos sin más en un salón y la señorita Griffin a su
ayudante, Mesrour, jefe de los oscuros guardianes del harén. Cuando le susurró
algo, Mesrour comenzó a derramar lágrima;
-¡Preciosa mía, bendita seas! -exclamó el oficial tras lo cual se volvió hacia
mí-. ¡Su papá está bastante malo!
-¿Está muy enfermo? -pregunté yo mientras corazón me daba un vuelco.
-¡Que el Señor le atempere los vientos, cordero mío! -exclamó el buen Mesrour
arrodillándose par que yo pudiera tener un hombro consolador sobre el que
descansar mi cabeza-. ¡Su papá ha muerte
Ante esas palabras, Haroun Alraschid huyó; el harén se desvaneció; desde ese
momento no volví a ver a ninguna de las ocho hijas más hermosas de los hombres.
Fui conducido a casa, y allí en el hogar estaba la Deuda al mismo tiempo que la
Muerte, y se celebró allí una venta. Mi propia camita estaba tan ceñuda mente
vigilada por un Poder que me era desconocido, nebulosamente llamado «El
Comercio», que una carbonera de latón, un asador y una jaula de pájaros tuvieron
que ponerse en el lote, y luego se empezó una canción. Así lo oí mencionar y me
pregunté qué canción, y pensé qué canción tan triste debió cantarse.
Después fui enviado a una escuela grande, fría y desnuda de muchachos mayores;
en donde todo lo que había de comer y vestir era espeso y grueso, sin resultar
suficiente; en donde todos, grandes y pequeños, eran crueles; en donde los
muchachos lo sabían todo sobre la venta antes de que yo hubiera llegado allí, y
me preguntaron lo que había conseguido, y quién me había comprado, y me
gritaban. «¡Se va, se va, se ha ido!» En ese lugar jamás dije que yo había sido
Haroun, o que había tenido un harén; pues sabía que si mencionaba mis reveses me
sentiría tan preocupado que acabaría por ahogarme en la charca embarrada que
había junto al campo de juego, y se parecía a la cerveza.
¡Ay de mí, ay de mí! Ningún otro fantasma ha acosado la habitación del muchacho,
amigos míos, desde que yo la ocupé, salvo el fantasma de mi propia infancia, el
de mi inocencia, el de mis alegres creencias. Muchas veces he perseguido al
fantasma; nunca con esta zancada de adulto que podría alcanzarle, nunca con
estas manos de adulto que podría tocarle, nunca más con este corazón mío de
adulto para retenerlo en su pureza. Y aquí me veis planificando, tan alegre y
agradecidamente como puedo mi destino de agitar en la copa un cambio constante
de clientes, y de acostarme y levantarme con el esqueleto que se me ha asignado
como mi compañero mortal.