Primera parte
I
A un periodista de los de nuevo cuño, de estos que designamos con el
exótico nombre de repórter, de estos que corren tras de la información,
como el galgo a los alcances de la liebre, y persiguen el incendio, la
bronca, el suicidio, el crimen cómico o trágico, el hundimiento de un
edificio y cuantos sucesos afectan al orden público y a la Justicia en
tiempos comunes o a la higiene en días de epidemia, debo el descubrimiento
de la casa de huéspedes de la tía Chanfaina (en la fe de bautismo
Estefanía), situada en una calle cuya mezquindad y pobreza contrastan del
modo más irónico con su altísono y coruscante nombre: calle de las
Amazonas. los que no estén hechos a la eterna guasa de Madrid, la ciudad
(o villa) del sarcasmo y las mentiras maleantes, no pararán mientes en la
tremenda fatuidad que supone rótulo tan sonoro en calle tan inmunda, ni se
detendrán a investigar qué amazonas fueron esas que la bautizaron, ni de
dónde vinieron, ni qué demonios se les había perdido en los Madroñales del
Oso. He aquí un vacío que mi erudición se apresura a llenar, manifestando
con orgullo de sagaz cronista que en aquellos lugares hubo en tiempos de
Mari-Castaña un corral de la Villa, y que de él salieron a caballo,
aderezadas a estilo de las heroínas mitológicas, unas comparsas de
mujeronas que concurrieron a los festejos con que celebró Madrid la
entrada de la reina doña Isabel de Valois. Y dice el ingenuo avisador
coetáneo, a quien debo estas profundas sabidurías: "Aquellas hembras,
buscadas ad hoc, hicieron prodigios de valor en las plazas y calles de la
Villa, por lo arriesgado de sus juegos, equilibrios y volteretas,
figurando los guerreros cogerlas del cabello y arrancarlas del arzón para
precipitarlas en el suelo." Memorable debió ser este divertimiento, porque
el corral se llamó desde entonces de las Amazonas, y aquí tenéis el
glorioso abolengo de la calle, ilustrada en nuestros días por el
establecimiento hospitalario y benéfico de la tía Chanfaina.
Tengo yo para mí que las amazonas de que habla el cronista de Felipe II,
muy señor mío, eran unas desvergonzadas chulapas del siglo XVI; mas no sé
con qué vocablo las designaba entonces el vulgo. Lo que sí puedo asegurar
es que desciende de ellas, por línea de bastardía, o sea por sucesión
directa de hembras marimachos sin padre conocido, la terrible Estefanía la
del Peñón, Chanfaina, o como demonios se llame. Porque digo con toda
verdad que se me despega de la pluma, cuando quiero aplicárselo, el
apacible nombre de mujer, y que me bastará dar conocimiento a mis lectores
de su facha, andares, vozarrón, lenguaje y modos para que reconozcan en
ella la más formidable tarasca que vieron los antiguos Madriles y esperan
ver los venideros.
No obstante, me pueden creer que doy gracias a Dios, y al reportero, mi
amigo, por haberme encarado con aquella fiera, pues debo a su barbarie el
germen de la presente historia, y el hallazgo del singularísimo personaje
que le da nombre. No tome nadie al pie de la letra lo de casa de huéspedes
que al principio se ha dicho, pues entre las varias industrias de
alojamiento que la tía Chanfaina ejercía en aquel rincón, y las del centro
de Madrid, que todos hemos conocido en la edad estudiantil, y aun después
de ella, no hay otra semejanza que la del nombre. El portal del edificio
era como de mesón, ancho, con todo el revoco desconchado en mil
fantásticos dibujos, dejando ver aquí y allí el hueso de la pared desnuda
y con una faja de suciedad a un lado y otro, señal del roce continuo de
personas más que de caballerías. Un puesto de bebidas —botellas y
garrafas, caja de polvoriento vidrio llena de azucarillos y asediada de
moscas, todo sobre una mesa cojitranca y sucia—, reducía la entrada a
proporciones regulares. El patio, mal empedrado y peor barrido, como el
portal, y con hoyos profundos, a trechos hierba raquítica, charcos,
barrizales o cascotes de pucheros y botijos, era de una irregularidad más
que pintoresca, fantástica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a los
antiguos edificios del corral famoso; lo demás, de diferentes épocas,
pudiera pasar por una broma arquitectónica: ventanas que querían bajar,
puertas que se estiraban para subir, barandillas convertidas en tabiques,
paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos, tejas en
los alféizares, planchas de cinc claveteadas sobre podridas maderas para
cerrar un hueco, ángulos chafados, paramentos con cruces y garabatos de
cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos de botellas para
amedrenear a la ratería; por un lado, pies derechos carcomidos sustentando
una galería que se inclina como un barco varado; por otro, puertas de
cuarterones con gateras tan grandes que por ellas cabrían tigres si allí
los hubiese; rejas de color de canela; trozos de ladrillo amoratado, como
coágulos de sangre; y, por fin, los escarceos de la luz y la sombra en
todos aquellos ángulos cortantes y oquedades siniestras.
Un martes de Carnaval, bien lo recuerdo, tuvo el buen reportero la
humorada de dar conmigo en aquellos sitios. En el aguaducho del portal vi
una tuerta andrajosa que despachaba, y lo primero que nos echamos a la
cara, al penetrar en el patio, fue una ruidosa patulea de gitanos, que
allí tenían aquel día su alojamiento: ellos espatarrados, componiendo
albardas; ellas, despulgándose y aliñándose las greñas; los churumbeles
medio desnudos, de negros ojos y rizosos cabellos, jugando con vidrios y
cascotes. Volviéronse hacia nosotros las expresivas caras de barro cocido,
y oímos el lenguaje dengoso y las ofertas de echarnos la buenaventura. Dos
burros y un gitano viejo con patillas, semejantes al pelo sedoso y
apelmazado de aquellos pacientes animales, completaban el cuadro, en el
cual no faltaban ruido y músicas para caracterizarlo mejor, los canticios
de una gitana, y los tijeretazos del viejo pelando el anca de un pollino.
Aparecieron luego por una cavidad, que no sé si era puerta, aposento o
boca de una cueva, dos mieleros enjutos, con las piernas embutidas en paño
pardo y medias negras, abarcas con correas, chaleco ajustado, pañuelo a la
cabeza, tipos de raza castellana, como cecina forrada en yesca. Alguna
despreciativa chanza hubieron de soltar a los gitanos, y salieron con sus
pesas y pucheretes para vender por Madrid la miel sabrosa. Vimos luego dos
ciegos, palpando paradas: el uno, gordinflón y rollizo, con parda montera
de piel, capa con flecos, y guitarra terciada a la espalda; el otro, con
un violín, que no tenía más que dos cuerdas, bufanda y gorra teresiana sin
galones. Unióseles una niña descalza, que abrazaba una pandereta, y
salieron deteniéndose en el portal a beber la indispensable copa.
Allí se enzarzaron en coloquio muy vivo con otros que llegaron también a
la cata del aguardiente. Eran dos máscaras: la una toda vestida de esteras
asquerosas, si se puede llamar vestirse el llevarlas colgadas de los
hombros; la cara, tiznada de hollín, sin careta, con una caña de pescar y
un pañuelo cogido por las cuatro puntas, lleno de higos que más bien
boñigas parecían. La otra llevaba la careta en la mano, horrible figurón
que representaba al presidente del Consejo, y su cuerpo desaparecía bajo
una colcha remendada, de colorines y trapos diferentes. Bebieron y se
desbocaron en soeces dicharachos, y corriéndose al patio, subieron por una
escalera mitad de gastado ladrillo mitad de madera podrida. Arriba sonó
entonces gran escándalo de risas y toque de castañuelas; luego bajaron
hasta una docena de máscaras, entre ellas dos que por sus abultadas formas
y corta estatura revelaban ser mujeres vestidas de hombre; otras, con
trajes feísimos de comparsas de teatro, y alguno sin careta, pintorreado
de almazarrón el rostro. Al propio tiempo, dos hombres sacaron en brazos a
una vieja paralítica, que llevaba colgando del pecho un cartel donde
constaba su edad, de más de cien años, buen reclamo para implorar la
caridad pública, y se la llevaron a la calle para ponerla en la esquina de
la Arganzuela. Era el rostro de la anciana ampliación de una castaña
pilonga, y se la habría tomado por momia efectiva si sus ojuelos claros no
revelaran un resto de vida en aquel lío de huesos y piel, olvidado por la
muerte.
Vimos que sacaban luego un cadáver de niño como de dos años, en ataúd
forrado de percal color de rosa y adornado con flores de trapo. Salió sin
aparato de lágrimas ni despedida maternal, como si nadie existiera en el
mundo que con pena le viera salir. El hombre que le llevaba echó también
su trinquis en la puerta, y sólo las gitanas tuvieron una palabra de
lástima para aquel ser que tan de prisa pasaba por nuestro mundo. Chicos
vestidos de máscaras, sin más que un ropón de percalina o un sombrero de
cartón adornado con tires de papel; niñas con mantón de talle y flor a la
cabeza, a estilo chulesco, atravesaban el patio, deteniéndose a oír las
burlas de los gitanos o a enredar con los pollinos, en los cuales se
habrían montado de buena gana si los dueños de ellos lo permitieran.
Antes de internarnos, diome el reportero noticias preciosas, que en vez de
satisfacer mi curiosidad excitáronla más. La señora Chanfaina aposentaba
en otros tiempos gentes de mejor pelo: estudiantes de Veterinaria,
trajineros tan brutos como buenos pagadores; pero como el movimiento se
iba de aquel barrio en derechura de la plaza de la Cebada, la calidad de
sus inquilinos desmerecía visiblemente. A unos les tenía por el pago
exclusivo de la llamada habitación, comiendo por cuenta de ellos; a otros
les alojaba y mantenía. En la cocina del piso alto, coda cual se arreglaba
con sus pucheros, a excepción de los gitanos, que hacían sus guisotes en
el patio, sobre trébedes de piedras o ladrillos. Subimos, al fin, deseando
ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de una tan
fecunda y lastimosa parte de la Humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de
rotos baldosines imitaba en las subidas y bajadas a las olas de un
proceloso mar, vimos a Estefanía, en chancletas, lavándose las manazas,
que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza voluminosa,
los brazos hercúleos, el seno emulando en proporciones a la barriga y
cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello
ancho, carnoso y con un morrillo como el de un toro, la cara encendida y
con restos bien marcados de una belleza de brocha gorda, abultada,
barroca, llamativa, como la de una ninfa de pintura de techos, dibujada
para ser vista de lejos, y que se ve de cerca.
II
El cabello era gris, bien peinado con sinfín de garabatos, ondas y
sortijillas. Lo demás de la persona anunciaba desaliño y falta absoluta de
coquetería y arreglo. Nos saludó con franca risa, y a las preguntas de mi
amigo contestó que se hallaba muy harta de aquel trajín y que el mejor día
lo abandonaba todo para meterse en las Hermanitas, o donde almas
caritativas quisieran recogerla; que su negocio era una pura esclavitud,
pues no hay cosa peor que bregar con gente pobre, mayormente si se tiene
un natural compasivo, como el suyo. Porque ella, según nos dijo, nunca
tuvo cara para pedir lo que se le debía, y así toda aquella gentualla
estaba en su casa como en país conquistado; unos le pagaban; otros, no, y
alguno se marchaba quitándole plato, cuchara o pieza de ropa. Lo que hacía
ella era gritar, eso sí, chillar mucho, por lo cual espantaba a la gente;
pero las obras no correspondían al grito ni al gesto, pues si
despotricando, era un suponer, no había garganta tan sonora como la suya,
ni vocablos más tremebundos, luego se dejaba quitar el pan de la boca y el
más tonto la llevaba y la traía atada con una hebra de seda. Hizo, en fin,
la descripción de su carácter con una sinceridad que parecía de ley, no
fingida, y el último argumento que expuso fue que después de veintitantos
años en aquel nidal de ratas, aposentando gente de todos pelos, no había
podido guardar dos pesetas para contar con algún respiro en caso de
enfermedad.
Esto decía, cuando entraron alborotando cuatro mujeres con careta,
entendiéndose por ello no el antifaz de cartón, o trapo, prenda de
Carnaval, sino la mano de pintura que se habían dado aquellas indinas con
blanquete, chapas de carmín en los carrillos, los labios como
ensangrentados y otros asquerosos afeites, falsos lunares, cejas
ennegrecidas, y la caída de ojos también con algo de mano de gato, para
poetizar la mirada. Despedían las tales de sus manos y ropas un perfume
barato, que daba el quién vive a nuestras narices, y por esto y por su
lenguaje al punto comprendimos que nos hallábamos en medio de lo más
abyecto y zarrapastroso de la especie humano. Al pronto, habría podido
creerse que eran máscaras y el colorete una forma extravagante de disfraz
carnavalesco. Tal fue mi primera impresión; pero no tardé en conocer que
la pintura era en ellas por todos estilos ordinaria, o que vivían siempre
en Carnestolendas. Yo no sé qué demonios de enredo se traían, oues como
las cuatro y Chanfa hablaban a un tiempo con voces desaforadas y ademanes
ridículos, tan pronto furiosas como risueñas, no pudimos enterarnos. Pero
ello era cosa de un papel de alfileres y de un hombre. ¿Qué había pasado
con los alfileres? ¿Quién era el hombre?
Aburridos de aquel guirigay, salimos a un corredor que daba al patio, en
el cual vi un cajón de tierra con hierba callera, ruda, claveles y otros
vegetales casi agostados, y sobre el barandal zaleas y felpudos puestos a
secar. Nos paseábamos por allí, temerosos de que la desvencijada armazón
que nos sustentaba se rindiese a nuestro peso, cuando vimos que se abría
una ventana estrecha que al corredor daba, y en el marco de ella apareció
una figura, que al pronto me pareció de mujer. Era un hombre. La voz, más
que el rostro, nos lo declaró. Sin reparar en los que a cierta distancia
le mirábamos, empezó a llamar a la señá Chanfaina, quien no le hizo ningún
caso en los primeros instantes, dándonos tiempo para que le examináramos a
nuestro gusto mi compañero y yo.
Era de mediana edad, o más bien joven prematuramente envejecido, rostro
enjuto tirando a escuálido, nariz aguileña, ojos negros, trigueño color,
la barba rapada, el tipo semítico más perfecto que fuera de la Morería he
visto: un castizo árabe sin barbas. Vestía traje negro, que al pronto me
pareció balandrán; mas luego vi que era sotana.
—¿Pero es cura este hombre? —pregunté a mi amigo.
Y la respuesta afirmativa me incitó a una observación más atenta. Por
cierto que la visita a la que llamaré casa de Las Amazonas iba resultando
de grande utilidad para un estudio etnográfico, por la diversidad de
castas humanas que allí se reunían: los gitanos, los mieleros, las
mujeronas, que sin duda venían de alguna ignorada rama jimiosa, y, por
último, el árabe aquel de la hopalanda negra, eran la mayor confusión de
tipos que yo había visto en mi vida. Y para colmo de confusión, el
árabe... decía misa.
En breves palabras me explicó mi compañero que el clérigo semítico vivía
en la parte de la casa que daba a la calle; mucho mejor que todo lo demás,
aunque no buena, con escalera independiente por el portal, y sin más
comunicación con los dominios de la señora Estefanía que aquella
ventanucha en que asomado le vimos, y una puerta impracticable, porque
estaba clavada. No pertenecía, pues, el sacerdote a la familia hospederil
de la formidable amazona. Enteróse, al fin, ésta de que su vecino la
llamaba, acudió allá y oímos un diálogo que mi excelente memoria me
permite transcribir sin perder una sílaba.
—Señá Chanfa, ¿sabe lo que me pasa?
—¡Ay, que nos coja confesados! ¿Qué más calamidades tiene que contarme?
—Pues me han robado. No queda duda de que me han robado. Lo sospeché esta
mañana, porque sentí a la Siona revolviéndome los baúles. Salió a la
compra, y a las diez, viendo que no volvía, sospeché más, digo que casi
casi se fueron confirmando mis sospechas. Ahora que son las once, o así lo
calculo, porque también se llevó mi reloj, acabo de comprender que el robo
es un hecho, porque he registrado los baúles y me falta la ropa interior,
toda, todita, y la exterior también, menos las prendas de eclesiástico.
Pues del dinero, que estaba en el cajón de la cómoda, en esta bolsita de
cuero, mírela, no me ha dejado ni una triste perra. Y lo peor..., esta es
la más negra, señá Chanfa..., lo peor es que lo poco que había en la
despensa voló, y de la cocina volaron el carbón y las astillas. De forma y
manera, señora mía, que he tratado de hacer algo con que alimentarme, y no
encuentro ni provisiones, ni un pedazo de pan duro, ni plato, ni
escudilla. No ha dejado más que las tenazas y el fuelle, un colador, el
cacillo y dos o tres pucheros rotos. Ha sido una mudanza en toda regla,
señá Chanfa, y aquí me tiene todavía en ayunas, con una debilidad muy
grande, sin saber de dónde sacarlo y... Conque ya ve: a mí, con tal de
tomar algún alimento para poder tenerme en pie, me basta. Lo demás no me
importa, bien lo sabe usted.
—¡Maldita sea la leche que mamó, padre Nazarín y maldito sea el minuto
pindongo en que dijeron "¡Un aquél de hombre ha nacido!" Porque otro de
más mala sombra, otro más simple y saborío no creo que ande por el mundo
como persona natural...
—Pero, hija, ¿qué quiere usted?... Yo...
—¡Yo, yo!... Usted tiene la culpa, y es el que mismamente se roba y se
perjudica, ¡so candungas, alma de mieles, don ajo!
La retahíla de frases indecentes que siguió la suprimimos por respeto a
los que esto leyeren. Gesticulaba y vociferaba la fiera en la ventana, con
medio cuerpo metido dentro de la estancia, y el clérigo árabe se paseaba
tan tranquilo, cual si oyese piropos y finezas, un poquito triste, eso sí,
pero sin parecer muy afectado por sus desdichas, ni por la rociada de
denuestos con que su vecina le consolaba.
—Si no fuera porque me da cortedad de pegarle a un hombre, mayormente
sacerdote, ahora mismo entraba, y le levantaba las faldas negras y le daba
una mano de azotes... ¡So criatura, más inocente que los que todavía
maman!... ¡Y ahora quiere que yo le llene el buche!... Y van tres, y van
cuatro... Si es usted pájaro, váyase al campo a comer lo que encuentre, o
pósese en la rama de un árbol, piando, hasta que le entren moscas... Y si
está loco, es un suponer, que le lleven al manicómelo.
—Señora Chanfa —dijo el clérigo con serenidad pasmosa, acercándose a la
ventana— , bien poco necesita este triste cuerpo para alimentarse: con un
pedazo de pan, si no hay otra cosa, me basta. Se lo pido a usted porque la
tango por vecina. Pero si no quiere dármelo, a otra parte iré donde me lo
den, que no hay tan pocas almas caritativas como usted cree.
—¡Váyase a la posada del Cuerno, o a la cocina del Nuncio arzopostólico,
donde guisan para los sacrosantos gandules, verbigracia clérigos
lambiones!... Y otra cosa, padre Nazarín: ¿está seguro de que fue la Siona
quien le ha robado? Porque es usted el espíritu de la confianza y de la
bobería, y en su casa entran Lepe y Lepijo; entran también hijas de males
madres, unas para contarle a usted sus pecados, es un suponer; otras para
que las empeñe o desempeñe, y pedirle limosna, y volverle loco. No repara
en quién entra a verle, y a todos y a todas les pone buena cara y les echa
las bienaventuranzas. ¿Qué sucede? Que éste le engaña, la otra se ríe, y
entre todos le quitan hasta los pañales.
—Ha sido la Siona. No hay que echar la culpa a nadie más que a la Siona.
Vaya con Dios, y que le valga de lo que le valiere, pues yo no he de
perseguirla.
Asombrado estaba yo de lo que veía y oía, y mi amigo, aunque no
presenciaba por primera vez tales escenas, también se maravilló de
aquélla. Pedíle antecedentes del para mí extrañísimo e incomprensible
Nazarín, en quien a cada momento se me acentuaba más el tipo musulmán, y
me dijo:
—Este es un árabe manchego, natural del mismísimo Miguelturra, y se llama
don Nazario Zaharín o Zajarin. No sé de él más que el nombre y la patria;
pero, si a usted le parece, le interrogaremos para conocer su historia y
su carácter, que pienso han de ser muy singulares, tan singulares como su
tipo, y lo que de sus propios labios hace poco hemos escuchado. En esta
vecindad muchos le tienen por un santo y otros por un simple. ¿Qué será?
Creo que tratándole se ha de saber con toda certeza.
III
Faltaba la más negra. Oyeron las cuatro tarascas amigas de Estefanía que
se acusaba a la Siona, de quien una de ellas era sobrina carnal, y
acudieron como leonas o panteras a la ventana, con la buena intención de
defender a la culpada. Pero lo hicieron en forma tan brutal y canallesca,
que hubimos de intervenir para poner un freno a sus inmundas bocas. No
hubo insolencia que no vomitaran sobre el sacerdote árabe y manchego, ni
vocablo malsonante que no le dispararan a quemarropa...
—¡Miren el estafermo, el muy puerco y estropajoso, mal comido, alcuza de
las ánimas! ¡Acusar a Siona, la señora de más conciencia que hay en todita
la cristiandad! ¡Sí, señor; de más conciencia que los curánganos, que no
hacen más que engañar a la gente honrada con las mentiras que inventan!...
¿Quién es él, ni qué significan sus hábitos negros de ala de mosca, si no
hace más que vivir de gorra y no sabe ganarlo ? ¿Por qué el muy simple no
se agencia bautizos y funerales, como otros clerigones que andan por
Madrid con muy buen pelo?... Misas a granel salen para todos, y para él
nada: miseria, y chocolate de a tres reales, hígado y un poco de acelga,
de lo que no quieren las cabras... ¡Y luego decir que le roban!... Como no
le roben los huesos del esqueleto, y la coronilla, y la nuez, y los codos,
no sé qué le van a robar... ¡Si ni ropa tiene, ni sábanas, ni más prenda
que una ramita de romero, a la cabecera, para espantar a los demonios!...
Estos serán los que le han robado, estos los que le han quitado los
Evangelios y la crisma, y el Santo Óleo de la misa, y el ora pro nobis...
¡robarle! ¿Qué? Dos estampas de la Virgen Santísima, y el Señor
crucificado con la peana llena de cucarachas... Ja, ja... ¡Vaya con el
señor Domino vobisco, asaltado por los ladrones!... ¡Ni que fuera el
Sacratísimo Nuncio pascual, o la Minerva del cordero quitólico, con todo
el monumento de Dios en su casa, y el Santo Sepulcro de las once mil
vírgenes! ¡Anda y que le den morcilla!... ¡Anda y que le mate el Tato!...
¡Anda y que... !
—¡Arza! —les dijo mi amigo, echándolas de allí con empujones más que con
palabras, pues ya era repugnante ver a una persona de respetabilidad, por
lo menos aparente, injuriada por tan vil gentuza.
Costó trabajo echarlas: por la escalera abajo iban soltando veneno y
perfume, y en el patio tuvieron algo que despotricar con los gitanos y
hasta con los burros. Despejado el terreno, ya no pensamos más que en
trabar conocimiento con Nazarín, y pidiéndole permiso nos colamos en su
morada, subiendo por la angosta escalera que a ella conducía desde el
portal. Cuanto se diga de lo mísero y desamparado de aquella casa es poco.
En la salita no vimos más que un sofá de paja muy viejo, dos baúles, una
mesa donde estaba el breviario y dos libros más y una cómoda; junto a la
sala otra pieza, que llamaremos alcoba porque en ella se veía la cama, la
tarima, con jergón, una fláccida almohada y ni rastros de sábanas ni
colchas. Tres láminas de asunto religioso, y un Crucifijo sobre una
mesilla, completaban el ajuar con dos pares de botas de mucho uso puestas
en fila, y algunos otros objetos insignificantes.
Recibiónos el padre Nazarín con una afabilidad fría, sin mostrar despego
ni tampoco extremada finura, como si le fuera indiferente nuestra visita o
si creyese que no nos debía más cumplimientos que los elementales de la
buena educación. Ocupamos el sofá mi amigo y yo, y él se sentó en la
banqueta frente a nosotros. Le mirábamos con viva curiosidad, y él a
nosotros como si mil veces nos hubiera visto. Naturalmente, hablamos del
robo, único tema a que podíamos echar mano, y como le dijéramos que lo
urgente era dar parte sin dilación al delegado de Policía, nos contestó
con la mayor tranquilidad del mundo:
—No, señores; yo no acostumbro denunciar...
—¡Pues qué!... ¿Le han robado a usted tantas veces que ya el ser robado ha
venido a ser para usted una costumbre?
—Sí, señor; muchas, siempre...
—¿Y lo dice tan fresco?
—¿No ven ustedes que yo no guardo nada? No sé lo que son llaves. Además,
lo poco que poseo, es decir, lo que poseía, no vale el corto esfuerzo que
se emplea para dar vueltas a una llave.
—No obstante, señor cura, la propiedad es propiedad, y lo que
relativamente, según los cálculos de don Hermógenes, para otro sería poco,
para usted podrá ser mucho. Ya ve, hoy le han dejado hasta sin su modesto
desayuno y sin camisa.
—Y hasta sin jabón para lavarme las manos... Paciencia y calma. Ya vendrán
de alguna parte la camisa, el desayuno y el jabón. Además, señores míos,
yo tengo mis ideas, las profeso con una convicción tan profunda como la fe
en Cristo nuestro Padre. ¡La propiedad! Para mí no es más que un nombre
vano, inventado por el egoísmo. Nada es de nadie. Todo es del primero que
lo necesita.
—¡Bonita sociedad tendríamos si esas ideas prevalecieran! ¿Y cómo
sabríamos quién era el primer necesitado? Habríamos de disputarnos,
cuchillo en mano, ese derecho de primacía en la necesidad.
Sonriendo bondadosamente y con un poquitín de desdén, el clérigo me
replicó en estos o parecidos términos:
—Si mira usted las cosas desde el punto de vista en que ahora estamos,
claro que parece absurdo; pero hay que colocarse en las alturas, señor
mío, para ver bien desde ellas. Desde abajo, rodeados de tantos
artificios, nada vemos. En fin, como no trato de convencer a nadie, no
sigo, y ustedes me dispensarán que...
En este punto vimos que señá Chanfa oscurecía la habitación ocupando con
su corpacho toda la ventana, por la cual largó un plato con media docena
de sardinas y un gran pedazo de pan de picas, con más un tenedor de
peltre. Tomólo en sus manos el clérigo, y después de ofrecernos se puso a
comer con gana ¡Pobrecillo! No había entrado cosa alguna en su cuerpo en
todo el santo día. Ya fuese por respeto a nosotros, ya porque la compasión
había vencido a sus hábitos groseros, ello es que la Chanfaina no acompañó
el obsequio con ningún lenguarajo. Dando tiempo al curita para que
satisfaciera su necesidad, volvimos a interrogarle del modo más discreto.
De pregunta en pregunta, y después que supimos su edad, entre los treinta
y los cuarenta, su origen, que era humilde, de familia de pastores, sus
estudios, etc., me arranqué a explorarle en terreno más delicado.
—Si tuviera yo la seguridad, padre Nazarín, de que no me tenía usted por
impertinente, yo me permitiría hacerle dos o tres preguntillas.
—Todo lo que usted quiera.
—Usted me contesta o no me contesta, según le acomode. Y si me meto en lo
que no me importa, me manda usted a paseo, y hemos concluido.
—Diga usted.
—¿Hablo con un sacerdote católico?...
—Sí, señor.
—¿Es usted ortodoxo, puramente ortodoxo? ¿No hay en sus ideas o en sus
costumbres algo que le separe de la doctrina inmutable de la Iglesia?
—No, señor —me respondió con sencillez que revelaba su sinceridad y sin
mostrarse sorprendido de la pregunta—. Jamás me he desviado de las
enseñanzas de la Iglesia. Profeso la fe de Cristo en toda su pureza, y
nada hay en mí por donde pueda tildárseme.
—¿Alguna vez ha sufrido usted correctivo de sus superiores, de los que
están encargados de definir esa doctrina y de aplicar los sagrados
cánones?
—Jamás. Ni sospeché nunca que pudiera merecer correctivo ni admonición...
—Otra pregunta. ¿Predica usted?
—No, señor. Rarísimas veces he subido al púlpito. Hablo en voz baja y
familiarmente con los que quieren escucharme, y les digo lo que pienso.
—¿Y sus compañeros no han encontrado en usted algún vislumbre de herejía?
—No, señor. Poco hablo yo con ellos, porque rara vez me hablan ellos a mí,
y los que lo hacen me conocen lo bastante para saber que no hay en mi
mente visos de herejía.
—¿Y posee usted sus licencias?
—Sí, señor, y nunca, que yo sepa, se ha pensado en quitármelas.
—¿Dice usted misa?
—Siempre que me la encargan. No tango costumbre de ir en busca de misas a
las parroquias donde no conozco a nadie. La digo en San Cayetano cuando la
hay para mí, y a veces en el Oratorio del Olivar. Pero no es todos los
días, ni mucho menos.
—¿Vive usted exclusivamente de eso?
—Sí, señor.
—Su vida de usted, y no se ofenda, paréceme muy precaria.
—Bastante; pero mi conformidad le quita toda amargura. En absoluto me
falta la ambición de bienestar. El día que tango qué comer, como; y el día
que no tengo qué comer, no como.
Dijo esto con tan sencilla ingenuidad, sin ningún dejo de afectación, que
nos conmovimos mi amigo y yo..., ¡vaya si nos conmovimos! Pero aún faltaba
mucho más que oír.
IV
No nos hartábamos de preguntarle, y él a todo nos respondía sin mostrar
fastidio de nuestra pesadez. Tampoco manifestaba la presunción natural en
quien se ve objeto de un interrogatorio, o interview, como ahora se dice.
Trájole Estefanía, después de las sardinas, una chuleta al parecer de vaca
y de no muy buena traza; mas él no la quiso, a pesar de las instancias de
la amazona, que volvió a descomponerse y a soltarle mil perrerías. Pero ni
por éstas ni por lo que nosotros cortésmente le dijimos para estimularle
más a comer se dio el hombre a partido, y rechazó también el vino que le
ofrecía la tarasca. Con agua y un bollo de a cuarto puso fin a su
almuerzo, declarando que daba gracias al Señor por el sustento de aquel
día.
—¿Y mañana?—le dijimos.
—Pues mañana no me faltará tampoco, y si me falta esperaremos al otro día,
que nunca hay dos días seguidos rematadamente malós. Empeñóse el reportero
en convidarle a café; pero él, confesándonos que le gustaba, no quiso
aceptar. Fue preciso que le instáramos los dos en los términos más
afectuosos para que se decidiera; lo pedimos al cafetín próximo, nos lo
trajo la tuerta que vendía licores en el portal, y tomándolo con la
comodidad que la estrecha mesa y el mal servicio nos permitían hablamos de
multitud de cosas y le oímos varios conceptos por donde colegimos que era
hombre de luces.
—Dispénseme usted —le dije— si le hago una observación que en este momento
se me ocurre. Bien se conoce que es usted persona de ilustración. Me
sorprende mucho no ver libros en su casa. O no le gustan o ha tenido, sin
duda, que deshacerse de ellos en algún grave aprieto de su vida.
—Los tuve, sí, señor, y los fui regalando hasta que no me quedaron más que
los tres que ustedes ven ahí. Declaro con toda verdad que, fuera de los de
rezo, ningún libro malo ni bueno me interesa, porque de ellos sacan el
alma y la inteligencia poca sustancia. Lo tocante a la Fe lo tango bien
remachado en mi espíritu, y ni comentarios ni paráfrasis de la doctrina me
enseñan nada. Lo demás, ¿pare qué sirve? Cuando uno ha podido añadir al
saber innato unas cuantas ideas, aprendidas en el conocimiento de los
hombres, y en la observación de la sociedad y de la Naturaleza, no hay que
pedir a los libros ni mejor enseñanza ni nuevas ideas que confundan y
enmarañen las que uno tiene ya. Nada quiero con libros ni con periódicos.
Todo lo que sé bien sabido lo tengo, y en mis convicciones hay una firmeza
inquebrantable; como que son sentimientos que tienen su raíz en la
conciencia, y en la razón la flor, y el fruto en la conducta. ¿Les parezco
pedante? Pues no digo más. Sólo añado que los libros son para mí lo mismo
que los adoquines de las calles o el polvo de los caminos. Y cuando paso
por las librerías y veo tanto papel impreso, doblado y cosido, y por las
calles tal lluvia de periódicos un día y otro, me da pena de los
pobrecitos que se queman las cejas escribiendo cosas tan inútiles, y más
pena todavía de la engañada Humanidad que diariamente se impone la
obligación de leerlas. Y tanto se escribe y tanto se publica, que la
Humanidad, ahogada por el monstruo de la Imprenta, se verá en el caso
imprescindible de suprimir todo lo pasado. Una de las cosas que han de ser
abolidas es la gloria profana, el lauro que dan los escritos literarios,
porque llegará día en que sea tanto, tanto lo almacenado en las
bibliotecas, que no habrá la posibilidad material de guardarlo y
sostenerlo. Ya verá entonces el que lo viere el caso que hace la Humanidad
de tanto poema, de tanta novela mentirosa, de tanta historia que nos
refiere hechos cuyo interés se desgasta con el tiempo y acabará por
perderse en absoluto. La memoria humana es ya pajar chico para tanto
fárrago de Historia. Señores míos, se aproxima la edad en que el presente
absorberá toda la vida, y en que los hombres no conservarán de lo pasado
más que las verdades eternas adquiridas por la revelación. Todo lo demás
será escoria, un detritus que ocupará demasiado espacio en las
inteligencias y en los edificios. En esa edad —añadió, en tono que no
vacilo en llamar profético—, el César, o quienquiera que ejerza la
autoridad, dará un decreto que diga lo siguiente: "Todo el contenido de
las bibliotecas públicas y particulares se declara baldío, inútil y sin
otro valor que el de su composición material. Resultando del dictamen de
los químicos que la sustancia papirácea adobada por el tiempo es el mejor
de los abonos para las tierras, venimos en disponer que se apilen los
libros antiguos y modernos en grandes ejidos a la entrada de las
poblaciones, para que los vecinos de la clase agrícola vayan tomando de
tan preciosa materia la parte que les corresponda, según las tierras que
les toque labrar." No duden ustedes que así será, y que la materia
papirácea formará un yacimiento colosal, así como los de guano en las
islas Chinchas; se explotará mezclándola con otras sustancias que aviven
la fermentación, y será transportada en ferrocarriles y buques de vapor
desde nuestra Europa a los países nuevos, donde nunca hubo literatura, ni
imprentas, ni cosa tal.
Grandemente nos reímos celebrando la ocurrencia. Mi amigo, a juzgar por
las miradas recelosas que oyéndole me echaba, debió de formar opinión muy
desfavorable del estado mental del clérigo. Yo le tenía más bien por un
humorista de los que cultivan la originalidad. Nuestra charla llevaba
trazas de ser interminable, y ya picábamos en este asunto, ya en el otro.
Tan pronto el buen Nazarín me parecía un budista, tan pronto un imitador
de Diógenes.
—Todo eso está muy bien —le dije—, pero podría usted, padre, vivir mejor
de lo que vive. Ni esto es casa, ni estos son muebles, ni por lo visto
tiene usted más ropa que la puesta. ¿Por qué no pretende usted, dentro de
su estado religioso, una posición que le permita vivir con modesta
holgura? Este amigo mío tiene mucho metimiento en ambos Cuerpos
colegisladores y en todos los ministerios, y no le sería difícil,
ayudándole yo con mis buenas relaciones, conseguir para usted una
canonjía.
Sonrió el clérigo con cierta sorna y nos dijo que ninguna falta le hacían
a él canonjías y que la vida boba de coro no cuadraba a su natural
independiente. También le propusimos agenciarle alguna plaza de coadjutor
en las parroquias de Madrid o un curato de pueblo, a lo que respondió que
si le daban tal plaza la tomaría por obediencia y acatamiento
incondicional a sus superiores.
—Pero tengan por seguro que no me la dan —añadía con seguridad exenta de
amargura—. Y con plaza y sin plaza, siempre me verían ustedes tal como
ahora me ven, porque es condición mía esencialísima la pobreza, y si me lo
permiten les diré que el no poseer es mi suprema aspiración. Así como
otros son felices en sueños, soñando que adquieren riquezas, mi felicidad
consiste en soñar la pobreza, en recrearme pensando en ella y en imaginar,
cuando me encuentro en mal estado, un estado peor. Ambición es ésta que
nunca se sacia; pues cuanto más se tiene más se quiere tener, o, hablando
propiamente, cuanto menos, menos. Presumo que no me entienden ustedes o
que me miran con lástima piadosa. Si es lo primero, no me esforzaré en
convencerles; si lo segundo, agradezco la compasión y celebro que mi
absoluta carencia de bienes haya servido para inspirar ese cristiano
sentimiento.
—¿Y qué piensa usted —le preguntamos con pedantería, resueltos a apurar la
interview— de los problemas pendientes, del estado actual de la sociedad ?
—Yo no sé nada de eso —respondió, encogiéndose de hombros—. No sé más sino
que a medida que avanza lo que ustedes entienden por cultura, y cunde el
llamado progreso, y se aumenta la maquinaria, y se acumulan riquezas, es
mayor el número de pobres y la pobreza es más negra, más triste, más
displicente. Eso es lo que yo quisiera evitar: que los pobres, es decir,
los míos, se hallen tan tocados de la maldita misantropía. Crean ustedes
que entre todo lo que se ha perdido, ninguna pérdida es tan lamentable
como la de la paciencia. Alguna existe aún desperdigada por ahí, y el día
que se agote, adiós mundo. Que se descubra un nuevo filón de esa gran
virtud, la primera y más hermosa que nos enseñó Jesucristo, y verán
ustedes qué pronto se arregla todo.
—Por lo visto es usted un apóstol de la paciencia.
—Yo no soy apóstol, señor mío, ni tengo tales pretensiones.
—Enseña usted con el ejemplo.
—Hago lo que me inspire mi conciencia, y si de ello, de mis acciones,
resulta algún ejemplo y alguien quiere tomarlo, mejor.
—Su credo de usted, en la relación social, es, según veo, la pasividad.
—Usted lo ha dicho.
—Porque usted se deja robar, y no protesta.
—Sí, señor; me dejo robar y no protesto.
—Porque usted no pretende mejorar de posición ni pide a sus superiores que
le den medios de vivir dentro de su estado religioso.
—Así es; yo no pretendo, yo no pido.
—Usted come cuando tiene qué comer, y cuando no, no come.
—Justamente..., no como.
—¿Y si le arrojan de la caso?
—Me voy.
—¿Y si no encuentra quien le dé otra?
—Duermo en el campo. No es la primera vez.
—¿Y si no hay quien le alimente?
—El campo, el campo...
—Y, por lo que he visto, le injurian a usted mujerzuelas, y usted se calla
y aguanta.
—Sí, señor; callo y aguanto. No sé lo que es enfadarme. El enemigo es
desconocido para mí.
—¿Y si le ultrajasen de obra, si le abofetearan..?
—Sufriría con paciencia.
—¿Y si le acusaran de falsos delitos..?
—No me defendería. Absuelto en mi conciencia, nada me importarían las
acusaciones.
—Pero ¿usted no sabe que hay leyes y Tribunales que le defenderían de los
malvados?
—Dudo que haya tales cosas; dudo que amparen al débil contra el fuerte;
pero aunque existiera todo eso que usted dice, mi tribunal es el de Dios,
y para ganar mis litigios en ése no necesito papel sellado, ni abogados,
ni pedir tarjetas de recomendación.
—En esa pasividad, llevada a tal extremo, veo un valor heroico.
—No sé... Para mí no es mérito.
—Porque usted desafía los ultrajes, el hambre, la miseria, las
persecuciones, las calumnias y cuantos males nos rodean, ya provengan de
la Naturaleza, ya de la sociedad.
—Yo no los desafío, los aguanto.
—¿Y no piensa usted en el día de mañana?
—Jamás.
—¿Ni se aflige al considerar que mañana no tendrá cama en que dormir ni un
pedazo de pan que llevar a la boca?
—No, señor; no me aflijo por eso.
—¿Cuenta usted con almas caritativas como esta señora Chanfaina, que
parece un demonio y no lo es?
—No, señor; no lo es.
—¿Y no cree usted que la dignidad de un sacerdote es incompatible con la
humillación de recibir limosna?
—No, señor; la limosna no envilece al que la recibe ni en nada vulnera su
dignidad.
—¿De modo que usted no siente herido su amor propio cuando le dan algún
socorro?
—No, señor.
—Y es de presumir que algo de lo que usted reciba pasará a manos de otros
más necesitados o que lo parezcan.
—Alguna vez.
—¿Y usted recibe socorros, para usted exclusivamente, cuando los necesita?
—¿Qué duda tiene?
—¿Y no se sonroja al recibirlos?
—Nunca. ¿Por qué había de sonrojarme?
—¿De modo que si nosotros, ahora..., pongo por caso..., condolidos de su
triste situación, pusiéramos en manos de usted... parte de lo que llevamos
en el bolsillo..?
—Lo tomaría.
Lo dijo con tal candor y naturalidad, que no podíamos sospechar que le
movieran a pensar y expresarse de tal manera ni el cinismo ni la
afectación de humildad, máscara de un desmedido orgullo. Ya era hora de
que termináramos nuestro interrogatorio, que más bien iba tocando en
fisgoneo importuno, y nos despedimos de don Nazario celebrando con frases
sinceras la feliz casualidad a que debíamos su conocimiento. Él nos
agradeció mucho la visita y nuestras afectuosas manifestaciones, y nos
acompañó hasta la puerta. Mi amigo y yo habíamos dejado sobre la mesa
algunas monedas de plata, que ni siquiera miramos, incapaces de calcular
las necesidades de aquel ambicioso de la pobreza: a bulto nos desprendimos
de aquella corta suma, que en total pasaría de dos duros sin llegar a
tres.
V
—Este hombre es un sinvergüenza —me dijo el reportero—, un cínico de mucho
talento, que ha encontrado la piedra filosofal de la gandulería, un pillo
de grande imaginación que cultiva el parasitismo con arte.
—No nos precipitemos, amigo mío, a formular juicios temerarios, que la
realidad podría desmentir. Si usted no lo tiene a mal, volveremos y
observaremos despacio sus acciones. Por mi parte, no me atrevo aún a
opinar categóricamente sobre el sujeto que acabamos de ver, y que sigue
pareciéndome tan árabe como en el primer instante, aunque de su partida de
bautismo resulte, como usted ha dicho, moro manchego.
—Pues si no es un cínico, sostengo que no tiene la cabeza buena. Tanta
pasividad traspasa los límites del ideal cristiano, sobre todo en estos
tiempos en que cada cual es hijo de sus obras.
—También él es hijo de las suyas.
—Qué quiere usted: yo defino el carácter de ese hombre diciendo que es la
ausencia de todo carácter y la negación de la personalidad humana.
—Pues yo, esperando aún más datos y mejor luz para conocerle y juzgarle,
sospecho o adivino en el bienaventurado Nazarín una personalidad vigorosa.
—Según como se entienda el vigor de las personalidades. Un gandul, un
vividor, un gorrón, puede llegar en el ejercicio de ciertas facultades
hasta las alturas del genio; puede afinar y cultivar una aptitud, a
expensas de las demás, resultando..., qué sé yo..., maravillas de
inventiva y sagacidad que nosotros no podemos imaginar. Este hombre es un
fanático, un vicioso del parasitismo, y bien puede afirmarse que no tiene
ningún otro vicio, porque todas sus facultades se concentran en la cría y
desarrollo de aquella aptitud. ¿Que ofrece novedad el caso? No lo dudo;
pero a mí no me hace creer que le mueven fines puramente espirituales.
¿Que es, según usted, un místico, un padre del yermo, gastrónomo de las
hierbas y del agua clara, un budista, un borracho de éxtasis, de la
anulación, del nirvana, o como se llame eso? Pues si lo es, no me apeo de
mi opinión. La sociedad, a fuer de tutora y enfermera, debe considerar
estos tipos como corruptores de la Humanidad, en buena ley
económico-política, y encerrarlos en un asilo benéfico. Y yo pregunto:
¿este hombre, con su altruismo desenfrenado, hace algún bien a sus
semejantes? Respondo: no. Comprendo las instituciones religiosas que
ayudan a la Beneficencia en su obra grandiosa. La misericordia, virtud
privada, es el mejor auxiliar de la Beneficencia, virtud pública. ¿Por
ventura, estos misericordiosos sueltos, individuales, medievales, acaso
contribuyen a labrar la vida del Estado? No. Lo que ellos cultivan es su
propia viña, y de la limosna, cosa tan santa, dada con método y repartida
con criterio, hacen una granjería indecente. La ley social, y si se quiere
cristiana, es que todo el mundo trabaje, cada cual en su esfera. Trabajan
los presidiarios, los niños y ancianos de los asilos. Pues este clérigo
muslímico manchego ha resuelto el problema de vivir sin ninguna especie de
trabajo, ni aun el descansado de decir misa. Nada, que a lo bóbilis
bóbilis resucita la Edad de Oro, propiamente la Edad de Oro. Y me temo que
saque discípulos, porque su doctrina es de las que se cuelan sin sentirlo,
y de fijo tendrá indecible seducción para tanto gandul como hay por esos
mundos. En fin, ¿qué puede esperarse de un hombre que propone que los
libros, el santo libro, y el periódico, el sacratísimo periódico, todo el
producto de la civilizadora Imprenta, esa palanca, esa milagrosa
fuente..., todo el saber antiguo y moderno, los poemas griegos, los Vedas,
las mil y mil historias, se dediquen a formar pilas de abono para las
tierras? ¡Homero, Shakespeare, Dante, Herodoto, Cicerón, Cervantes,
Voltaire, Víctor Hugo, convertidos en guano ilustrado, para criar buenas
coles y pepinos! ¡No sé cómo no ha profetizado también que las
Universidades se convertirán en casas de vacas, y las Academias, los
Ateneos y Conservatorios en establecimiento de bebidas o en establos para
borras de leche!
Ni mi amigo, con sus apreciaciones francamente recreativas, podía
convencerme, ni yo le convencí a él. Por lo menos, el juicio sobre Nazarín
debía aplazarse. Buscando nuevas fuentes de información entramos en la
cocina, donde campaba la Chanfaina frente a una batería de pucheros y
sartenes, friendo aquí, atizando allá, sudorosa, con los ricitos blancos
tocados de hollín, las manos infatigables, trajinando con la derecha, y
con la izquierda quitándose la moquita que se le caía. Al punto comprendió
lo que queríamos decirle, pues era mujer de no común agudeza, y se
adelantó a nuestras preguntas diciéndonos:
—Es un santo, créanme, caballeros; es un santo. Pero como a mí me cargan
los santos..., ¡ay, no les puedo ver!..., yo le daría de morradas al padre
Nazarín si no fuera por el aquel de que es clérigo, con perdón... ¿Para
qué sirve un santo? Para nada de Dios. Porque en otros tiempos paíce que
hacían milagros, y con el milagro daban de comer, convirtiendo las piedras
en peces, o resucitaban los cadáveres difuntos, y sacaban los demonios
humanos del cuerpo. Pero ahora, en estos tiempos de tanta sabiduría, con
eso del teleforo o teléforo, y los ferros-carriles y tanto infundio de
cosas que van y vienen por el mundo, ¿para qué sirve un santo más que para
divertir a los chiquillos de las calles?... Este cuitado que ustedes han
visto tiene el corazón de paloma, la conciencia limpia y blanca como la
nieve, la boca de ángel, pues jamás se le oyó expresión fea, y todo él
está como cuando nació, quiere decirse que le enterrarán con palma..., eso
ténganlo por cierto... Por más que le escarben no encontrarán en él ningún
pecado mayor ni menor, como no sea el pecado de dar todo lo que tiene...
Yo le trato como a una criatura, y le riño todo lo que me da la gana.
¿Enfadarse él ? Nunca. Si ustedes le dan un palo, es un suponer, lo
agradece... Es así... Y si ustedes le dicen perro judío, se sonríe como si
le echaran flores... Y mis noticias son que el cleriguicio de San Cayetano
le trae entre ojos, por ser así, tan dejado, y no le dan misas sino cuando
las hay de sobra... De forma y manera que lo que él gane con el sacerdocio
me lo claven a mí en la frente. Yo, como tengo este genio, le digo:
"Padrito Nazarín, métase en otro oficio, aunque sea para traer y llevar
muertos en la funebridad... ", y él se ríe... También le digo que para
maestro de escuela está cortado, por aquello de la paciencia y el no
comer..., y él se ríe... Porque, eso sí..., hombre de mejor boca no se
hallaría ni buscándolo con un candil. Lo mismo le come a usted un pedazo
de pan tierno que media cuarterón de bofes. Si le da usted cordilla, se la
come, y a un troncho de berza no le hace ascos. ¡Ay, si en vez de santo
fuera hombre, la mujer que tuviera que mantenerle ya podría dar gracias a
Dios..!
Tuvimos que cortar la retahíla de la tía Chanfa, que no llevaba trazas de
acabar en seis horas. Y bajamos a echar un párrafo con el gitano viejo,
quien, adivinando lo que queríamos preguntarle, se apresuró a ilustrarnos
con su autorizada opinión.
—Señores —nos dijo, sombrero en mano—, Dios les guarde. Y si no es
curiosidad, ¿se pué sabé si le dieron guita a ese venturao de don
Najarillo? Porque más valiera que lo diesen a mujotros, que así nos
ahorrábamos el trabajo de subir a pedírselo, o se quitaban de que lo diera
a malas manos... Que muchos hay, ¿ustés me entienden?, que le sonsacan la
caridad, y le quitan hasta el aire santísimo, antes de que lo dé a quien
se lo merece... Eso sí, como bueno lo es, mejorando lo que me escucha. Y
yo le tengo por el príncipe de los serafines coronados, ¡válgame la
santísima cresta del gallo de la Pasión!... Y con él me confesaría antes
que con Su Majestad el Papa de Dios... Porque bien vemos cómo se le cae la
baba del ángel que tiene en el cuerpo, y cómo se le baila en los ojos la
minífica estrella pastoral de la Virgen benditísima que está en los
Cielos... Conque, señores, mandar a un servidor de ustés, y de toda la
familia...
Ya no queríamos más informes, ni por el momento nos hacían falta. En el
portal hubimos de abrirnos paso por entre un pelotón de máscaras inmundas,
que asaltaban el puesto de aguardiente. Salimos pisando fango, andrajos
caídos de aquellos cuerpos miserables, cáscaras de naranja y pedazos de
careta, y volvimos paso a paso al Madrid alto, a nuestro Madrid, que otro
pueblo de mejor fuste nos parecía, a pesar de la grosera necedad del
Carnaval moderno y de las enfadosas comparsas de pedigüeños que por todas
las calles encontrábamos. No hay para qué decir que todo el resto del día
lo pasamos comentando al singularísimo y aún no bien comprendido
personaje, con lo cual indirectamente demostrábamos la importancia que en
nuestra mente tenía. Corrió el tiempo, y tanto el reportero como yo,
solicitados de otros asuntos, fuimos dando al olvido al clérigo árabe,
aunque de vez en cuando le traíamos a nuestras conversaciones. De la
indiferencia desdeñosa con que mi amigo hablaba de él colegí que poca o
ninguna huella había dejado en su pensamiento. A mí me pasaba lo
contrario, y días tuve de no pensar más que en Nazarín, y de deshacerlo y
volverlo a formar en mi mente, pieza por pieza, como niño que desarma un
juguete mecánico para entretenerse armándolo de nuevo. ¿Concluí por
construir un Nazarín de nueva planta con materiales extraídos de mis
propias ideas, o llegué a posesionarme intelectualmente del verdadero y
real personaje? No puedo contestar de un modo categórico. Lo que a renglón
seguido se cuenta, ¿es verídica historia o una invención de esas que por
la doble virtud del arte expeditivo de quien las escribe, y la credulidad
de quien las lee, resultan como una ilusión de la realidad? Y oigo,
además, otras preguntas: "¿Quién demonios ha escrito lo que sigue? ¿Ha
sido usted, o el reportero, o la tía Chanfaina, o el gitano viejo?... "
Nada puedo contestar, porque yo mismo me vería muy confuso si tratara de
determinar quién ha escrito lo que escribo. No respondo del procedimiento;
sí respondo de la exactitud de los hechos. El narrador se oculta. La
narración, nutrida de sentimiento de las cosas y de histórica verdad, se
manifiesta en sí misma clara, precisa, sincera.
Segunda parte
I
Una noche del mes de marzo, serena y fresquita, alumbrada por espléndida
luna, hallábase el buen Nazarín en su modesta casa profundamente
embebecido en meditaciones deliciosas, y tan pronto se paseaba con las
manos a la espalda, tan pronto descansaba su cuerpo en la incómoda
banqueta para contemplar, al través de los empañados vidrios, el cielo y
la luna y las nubes blanquísimas, en cuyos vellones el astro de la noche
jugaba al escondite. Eran ya las doce; pero él no lo sabía ni le
importaba, como hombre capaz de ver con absoluta indiferencia la
desaparición de todos los relojes que en el mundo existen. Cuando eran
pocas las campanadas de los que en edificios próximos sonaban solía
enterarse; si eran muchas, su cabeza no tenía calma ni atención para
cuentas tan largas. Su reloj nocturno era el sueño, las pocas veces que lo
sentía de veras, y aquella noche no le había avisado aún el cuerpo su
querencia del camastro en que reposarse por breve tiempo solía.
De pronto, cuando más extático se hallaba mi hombre diluyendo sus
pensamientos en la preciosa claridad de la luna, se oscureció la ventana,
tapándola casi toda entera un bulto que de la parte del corredor a ella se
aproximaba. Adiós claridad, adiós luna y adiós meditación dulcísima del
padre Nazarín.
Al llegarse a la ventana oyó golpecitos que daban de afuera, como
ordenando o pidiendo que abriese. "¿Quién será?..., ¡a estas horas!..."
Otra vez el toque de nudillos, como redoblar de un tambor. "Pues por el
bulto —se dijo Nazarín—, parece una mujer. ¡Ea!, abramos y veremos quién
es esa señora y a santo de qué viene a buscarme."
Abierta la ventana, oyó el clérigo una voz sofocada y fingida, como la de
las máscaras, que con angustioso acento le dijo:
—Déjeme entrar, padrico, déjeme que me esconda..., que me vienen
siguiendo, y en ninguna parte estaré tan segura como aquí.
— ¡Pero mujer!... Y a todas estas, ¿quién eres, quién es usted, qué le
pasa...?
—Déjeme entrar le digo... De un brinco me meto dentro, y no se enfade.
Usted, que es tan bueno, me esconderá..., hasta que... Entro, sí, señor;
vaya si entro.
Y acompañando la acción a la palabra, con rápido salto de gata cazadora,
se metió dentro de un brinco y cerró ella misma los cristales.
—Pero, señora..., ya comprende...
—Padre Nazarín, no se incomode... Usted es bueno, yo soy mala, y por lo
mismo que soy tan remala, me dije digo...: "No hay más que el beato
Nazarín que me dé amparo en este trance." ¿No me ha conocido todavía, o es
que se hace el tonto?... ¡Mal ajo!... Pues soy Ándara... ¿No sabe quién es
Ándara...?
—Ya, ya..., una de las cuatro... señoras que estuvieron aquí el día que me
robaron, y por consuelo me pusieron como hoja de perejil.
—Yo fui mismamente la que le insulté más y la que le dije cosas más
puercas, porque... La Siona es mi tía... Pero ahora le digo que la Siona
es más ladrona que Candelas, y usted un santo... Me da la real gana de
decirlo porque es la realísima verdad... ¡Mal ajo!
—¿Conque Ándara?... Pero yo quiero saber...
—Nada, padrito de mi alma, que aquí donde me ve, ¡por vida del Verbo!, he
hecho una muerte.
— ¡Jesús!
—No sabe una lo que hace cuando le tocan a la diznidá... Un mal minuto
cualisquiera lo tiene... Maté..., o si no maté, yo di bien fuerte... y
estoy herida; sí, padre..., tenga compasión... La otra me tiró un bocado
al brazo y me levantó la carne..., santísima: con el cuchillo de la cocina
alcanzó a darme en este hombro, y me sale sangre.
Diciéndolo, se cayó al suelo como un saco, con muestras de
desvanecimiento. El padrito la palpó, llamándola por su nombre. "Ándara,
señora Ándara, vuelva en sí, y si no vuelve y se muere de esa tremenda
herida, haga propósito mental de arrepentimiento, abomine de sus culpas
para que el Señor se digne acogerla en su santo seno."
Todo esto ocurría en oscuridad casi completa, pues la luna se había
ocultado, cual si quisiera favorecer la evasión y escondite de la
malaventurada mujer. Nazarín trató de incorporarla, cosa no difícil, por
ser Ándara de pocas carnes; pero se le volvió a caer de entre las manos.
—Si tuviéramos luz —decía el clérigo, muy apurado—, ya veríamos...
—¿Pero no tiene luz? —murmuró al fin la tarasca herida, volviendo de su
desmayo.
—Vela tengo; pero ¿con qué la enciendo, Virgen Santísima, si no hay mixtos
en casa?
—Yo tengo...; búsquelos en mi bolsillo, que no puedo mover el brazo
derecho.
Nazarín tocaba de abajo arriba en el cuerpo de la infeliz, como quien toca
una pandereta, hasta que al fin sonó algo como un cascabel en medio de las
ropas, impregnadas de una pestilencia con falsos honores de perfume.
Revolviendo con no poco trabajo encontró la caja mugrienta, y ya estaba el
hombre raspando el fósforo para sacar lumbre cuando la mujerona se
incorporó asustada, diciéndole:
—Cierre antes las maderas. Podría verme algún vecino que ande por ahí,
¡contro!, y entonces buena la hacíamos...
Cerradas las maderas y encendida luz, Nazarín pudo cerciorarse del
lastimoso estado de la infeliz mujer. El brazo derecho lo tenía hecho una
carnicería, de arañazos y mordiscos, y en la paletilla una herida de arma
blanca, de donde brotaba sangre, que le teñía la camisa y el cuerpo del
vestido. Lo primero que hizo el curita fue desembarazarla del mantón, y
luego le abrió o desgarró, conforme pudo, el cuerpo de la bata de tartán.
Para que estuviese más cómoda le trajo la única almohada que en su cama
tenía, y procedió a la primera cura con los medios más primitivos, lavar
la herida, restañarla con trapos, para lo cual hubo de hacer trizas una
camisa que le regalaran aquel mismo día unos amigos de la vecindad.
Y la tarasca, en tanto, no paraba de hablar, refiriendo el trágico lance
que a tal extremidad le había traído.
—Ha sido con la Tiñosa.
—¿Qué dices, mujer?
—Que la bronca fue con la Tiñosa, y la Tiñosa es la que he matado, si es
que la maté, pues ya lo voy dudando. ¡Contro!, cuando yo la agarré por el
moño y la tiré al suelo, ¡ay!, le di el navajazo con toda mi alma, para
partirle la suya..., ¡mal ajo!; pero ahora... me alegraría de saber que no
la había matado...
—Tal para cual. ¿Conque la Tiñosa?... ¿Y quién es esa señora?
—Una de las que conmigo estuvieron aquí aquella mañana, ¿sabe?; la más fea
de las cuatro, con unos ojos de carnero a medio morir, el labio partido,
la oreja rajada, de un tirón que le dieron para arrancarle el pendiente, y
la garganta llena de costurones. ¡Mal ajo!, si el premio de horrorosa no
hay quien se lo quite, y yo mismamente, al par de ella, soy como... Las
diosas del Olímpido. Conque..., fue todo por un papel de alfileres de
cabeza negra que le dio el Tripita..., y de ahí saltó la quistión... De
donde vinimos a una muy fuerte despotrica sobre si el Tripita es caballero
o no es caballero... Y porque yo dije que es un lambión y un carnerazo
vino la gorda, y el decirme que yo era esto y lo otro, que lo que no hay
para qué decírselo a una. Mire, padre, yo soy muy loba, tan loba como la
primera, pero no quiero que me lo digan, y menos ella, loba vieja y tan
zurrida que ni los gatos la quieren ya...
—Cállate, boca infame, cállate, si no quieres que te abandone a tu suerte
desdichada —le dijo el clérigo con severidad—. Arrola de ti el rencor,
miserable, y considera que has añadido a tus horribles pecados el de
homicidio, para que tu alma no tenga un punto, un solo punto por donde
pueda ser cogida para sustraerla a las llamas del infierno.
—Es que..., verá, padrito... Si lo que digo es que yo, cuando me tocan la
diznidá..., ¡mal ajo!... Porque aunque una sea un guiñapo, cada cual tiene
su aquel de vergüenza propia y quiere que la respeten...
—Cállate, repito..., y no hagas comentarios. Cuéntame el caso liso y
mondo, para saber yo si debo ampararte o entregarte a la Justicia. ¿Y cómo
escapaste del tumulto que en tu casa, en la calle o en donde fuera debió
de formarse?... ¿Cómo conseguiste que no te prendieran inmediatamente?
¿Cómo pudiste llegar aquí sin ser vista y guarecerte en mi casa y por qué
razón me has puesto en el compromiso de tener que esconderte?
—Todo se lo contaré como desea; pero antes me ha de dar agua, si la tiene,
y si no la tiene váyase a buscarla, porque me está abrasando una sed, que
ni el infierno...
—Agua tengo, por fortuna. Bebe y cuenta, si el hablar no te debilita y
trastorna.
—No, señor; yo estoy hablando, si me dejan, hasta el día del Perjuicio
final, y cuando me muera hablaré hasta un poquito después de dar la última
boqueada. Pues verá usted..., la tiré con la navaja en semejante parte y
en semejante otra, con perdón..., y si no me desapartan, la mecho... La
mitad del pelo de ella me lo traje entre las uñas, y estos dos dedos se
los metí por un ojo... Total, que me la quitaron y quisieron asujetarme;
pero yo, braceando como una leona, me zafé, tiré el cuchillo y salí a la
calle, y de una carrerita, antes que pudieran seguirme, fui a parar a la
calle del Peñón. Luego volví pasito a paso..., oí ruido de voces..., me
agazapé. La Roma y Verginia chillaban, y la tía Gerundia decía: "Ha sido
Ándara, ha sido Ándara... " Y el sereno y otros hombres..., que dónde me
habría metido, que por aquí, que por allá..., y que me buscarían para
llevarme a la Galera y al patíbulo... Yo que oí esto, ¡contro!, me voy
escurriendo, escurriendo, pegadita a la pared, buscando la sombra, hasta
que me entré por esta calle de las Amazonas, sin que nadie me viera. Toda
la gente allí, y por aquí ni una rata. Yo iba preguntando a qué santo me
encomendaría, y buscaba un agujero donde meterme, aunque fueran los de la
alcantarilla. ¡Pero no cabía, por mucho que me estirara; no cabía,
Señor!... ¡Y doliéndome el brazo y soltando sangre de la herida! ¡Mal ajo!
Me arrimé al quicio del portalón de esta casa, que hace mucha sombra...,
empujé para adentro y vi que se abría... ¡Oh, qué gusto! ¡Suerte como
ella!... Los gitanos suelen dejarlo abierto, ¿sabe?... Entréme despacito,
como un soplo de viento, y me fui escabullendo, pensando que si me veían
los gitanos era perdida... Pero no me vieron los condenados. Dormían como
cestos, y el perro se había salido a la calle... ¡Bendita sea la perra que
fue la causante de que saliera!... Pues, señor, me fui colando por el
patio como una babosa, y para entre mí decía: "¿Pero dónde me meto yo
ahora? ¿A quién le pido yo que me esconda?" A la Chanfa, ni pensarlo. A
Jesusita y la Pelada, menos. Pues si me veían los Cumplidos, peor... En
esto me pasó por el pensamiento que si no me salvaba el padre Nazarín, no
me salvaba nadie. Y de cuatro brincos me subí al corredor. Yo me acordé
entonces de que el día de Carnaval le había dicho cuatro frescas, por mor
del enfado natural de una. De la conciencia, ¡mal ajo!, sentí que me
corría la sangre, como de la herida. Pero dije: "Él es un santorro muy
simplón y muy buenazo, y no se acordará de aquellas palabritas, ¡contro!",
y me corrí hacia la ventana y llamé, y... ¡Ay, cómo me duele ahora..., ay,
ay!... Padrito, ¿usted tiene por casualidad vinagre?
—No, hija; ya sabes que aquí no hay lujo, ni en mi despensa ningún
alimento nutritivo ni estimulante. ¡Vinagre! ¿Crees tú que has entrado en
Jauja?
II
A la madrugada se puso tan mala la pobre, que Nazario (pues no siempre
hemos de llamarle Nazarín, familiarmente) no sabía qué hacerle ni qué
medidas tomar para salir con ventura de aquel grave conflicto en que su
cacareada y popular bondad en mal hora le puso. La tal Ándara (a quien
llamaban así por contracción de Ana de Ara) cayó en extenuación alarmante,
con frecuentes colapsos y delirio. Para colmo de desdicha, aunque el buen
cura comprendió que todo el mal provenía de extenuación, motivada por la
pérdida de tanta sangre, no podía ponerle inmediato remedio por no tener
en su casa más vituallas que un poco de pan, un pedazo de queso de
Villalón, y como una docena de nueces, sustancias impropias para un
enfermo traumático. Pero pues no había otra cosa, forzoso fue apencar con
el pan y las nueces hasta que viniera el día y pudiese Nazarín procurarse
mejor alimento. Hubiérale dado él de muy buena gana un poco de vino, que
era lo que ella principalmente apetecía; mas en casa tan pobre y modesta
no entraba jamás aquel líquido. Ya que no podía atender al reparo de
fuerzas, trató de acomodar el cuerpo de la miserable en cama menos dura
que el santo suelo, donde yacía desde que entró; y viendo la
imposibilidad, después de infructuosos ensayos, de que Ándara se moviera
de aquel sitio, porque sus músculos habían venido a ser como trapos y sus
huesos de plomo, no tuvo el buen Nazarín más remedio que sacar fuerzas de
flaqueza y echarse a cuestas, con descomunal trabajo, aquel fardo
execrable. Afortunadamente, el peso de Ándara era escaso, porque andaba
mal de carnes (la mayor desgracia en su condición), y para cualquier
hombre de medianos bríos el levantarla habría sido como cargar un pellejo
de arroba a medio llenar.
Así y todo, sudó la gota gorda el pobre cura, y por poco se cae en mitad
del camino. Pero al fin pudo soltar su farda, y al caer los molidos huesos
y flojas humanidades en el colchón, dijo la moza:
—Dios se lo pague.
Ya cerca del día, y hallándose en un momento lúcido, después de haber
desembochado mil desatinos, tocantes al Tripita, la Tiñosa y demás gentuza
con que ordinariamente trataba, la tarasca dijo a su bienhechor:
—Señor Nazarín, si no tiene comida, supongo que no le faltará dinero.
—No tengo más que lo de la misa de hoy, que aún no lo he tocado ni me lo
ha pedido nadie.
—Mejor... Pues en cuanto amanezca traerá media librita de carne para
ponerme un puchero. Y tráigase también medio cuartillo de vino... Pero
mire, venga acá. Usted no tiene malicia y hace las cosas a lo santo, con
lo cual perjudica sin querer. Mire, oiga lo que le digo. Haga caso de mí,
que tengo más... gramática. No compre el vino en la taberna del hermano de
Jesusa, ni en la de José Cumplido, donde le conocen. "¡Anda, anda
—dirían—, el bendito Nazarín comprando vino, él que no lo cata!" Y
empezarían a chismorrear, y que torna, que vira, y alguien se metería en
averiguaciones y, ¡contro!, me descubrirían... ¡Y qué cosas dirían de
usted!... ¡Váyase a comprarlo a la taberna de la calle del Oso, o a la de
los Abades, donde no le conocen, y, además, hay más conciencia que por
aquí, vamos al decir, que no bautizan tanto.
—No necesitas decirme lo que tengo que hacer —repitió el clérigo—. Sobre
que la opinión del mundo no significa nada para mí, no es bien que yo tome
tus consejos, ni que tú te atrevas a dármelos. Ni tengas por seguro
tampoco, desdichada Ándara, que esta pobre morada mía es escondite de
criminales y que a mi sombra vas a encontrar la impunidad. Yo no te
denunciaré; pero tampoco puedo, porque no debo, ¿entiendes?, burlar a tus
perseguidores, si con justicia te persiguen, ni librarte de la expiación a
que el Señor, antes que los Tribunales, sin duda, te sentencia. Yo no te
entregaré a la Justicia: mientras aquí estés, te haré todo el bien que
pueda. Si no te descubren, allá Dios y tú.
—Bueno, señor, bueno—replicó la tarasca entre hondos suspiros—. Eso no
quita para que compre el vino donde le digo, porque es menos cristiano
allá que acá. Y si no tuviere bastante guita, busque en el bolsillo de mi
bata, donde debe de haber una peseta y tres o cuatro perras. Cójalo todo,
que yo para nada lo necesito ahora, y de paso que va por el vino tráigase
una cajetilla para usted.
—¡Para mí! —exclamó el sacerdote con espanto—. ¡Si sabes que no fumo!... Y
aunque fumara... Guárdate tu dinero, que bien podrías necesitarlo pronto.
—Pues el vicio del tabaco, ese nada más, bien lo podría tener, ¡mal ajo!
Vamos, que el no tener ningún vicio, ninguno, lo que se dice ninguno,
vicio también es. Pero no se enfade...
—No me enfado. Lo que te digo es que las vanas palabras y la distracción
del espíritu son un nuevo mal que añades a los que ya tienes sobre ti.
Reconcentra tus pensamientos, infeliz mujer; pide el fervor de Dios y de
la Virgen, sondea tu conciencia, reflexiona en lo mucho malo que has
hecho, y en la posibilidad de la enmienda y del perdón, si con fe y amor
procuras una y otro. Aquí me tienes para ayudarte si piensas en cosas más
series que el escondite, la peseta, el vino y la cajetilla..., a no ser
que ésta la quieras para ti, y en tal caso...
—No, no, señor...; yo no... —refunfuñó la moza—. Era que... Total, que si
quiere coger la peseta, cójala, pues no es bien que todo el gasto sea de
su cuenta.
—Yo no necesito de tu peseta. Si la necesitara te la pediría... ¡Ea!, a
pensar en tu alma, en tu arrepentimiento. Repara que estás herida, que yo
no puedo curarte bien, que el Señor puede mandarte, a la hora menos
pensada, una gangrena, un tifus o cualquier otra pestilencia. ¡Ah!, nunca
sería tanto como lo que mereces, ni tan grave como la podredumbre que
devora tu alma. En eso es en lo que tienes que pensar, Ándara infeliz; que
si en todo caso estamos a merced de la muerte, a ti ahora te anda
rondando, y como venga de súbito, que puede venir, y te coja desprevenida,
ya sabes adónde vas a parar.
Ni mientras Nazarín hablaba, ni mucho después, dijo Ándara esta boca es
mía, demostrando con su silencio el vago temor que la exhortación produjo
en su alma. Pasado un largo rato volvió a echar suspiros y más suspiros,
manifestando con voz quejumbrosa que si era preciso morir, no tendría más
remedio que conformarse. Pero bien podía suceder que viviese, tomando
algún alimento, un poco de vino, y aplicándoselo también a las heridas. Y
como llegase el caso, ella no dejaría de procurarse todo el
arrepentimiento posible, a fin de que el trance final la cogiera en buena
disposición y con mucho cristianismo en toda su alma. Fuera de esto, si el
padrito no se enfadaba, le diría que ella no creía en el Infierno.
Tripita, que era persona muy leída y compraba todas las noches La
Correspondencia, le había dicho que eso del Infierno y el Purgatorio es
papa, y también se lo había dicho Bálsamo.
—¿Y quién es Bálsamo, hija mía?
—Pues uno que fue sacristán, y estudió para curo, y sabe todo el canticio
del coro y el responso inclusive. Después se quedó ciego, y se puso a
cantar por las calles con una guitarra, y de una canción muy chusca que
acababa siempre con el estribillo de el bálsamo del amor le vino y se le
quedó para siempre el nombre de Bálsamo.
—Pues escoge entre la opinión del señor de Bálsamo y la mía.
—No, no, padrito... Usted sabe más... ¡Qué cosas tiene! ¡Cómo se va a
comparar!... Si ese de que le hablo es un perdido, más malo que la sarna.
Vive con una que la llamamos la Camella, alta y zancuda, mucho hueso. Le
viene este nombre de que antes, cuando pintaba algo, le decían la dama de
las Camelias.
—No quiero saber nada de camellas ni camelias, ¿entiendes? Aleja de tu
mente la idea de todo ese personal inmundo y piensa en sanar tu alma, que
no es floja tarea. Ahora procura conciliar el sueño; y yo aquí, en esta
banqueta, apoyadito en la pared, espero el día, que ya no ha de tardar en
enviarnos sus primeros resplandores.
Durmiéranse o no, ello es que ambos callaron, y silenciosos permanecían
cuando penetraban por las rendijas de la ventana y de la clavada puerta
los primeros flechazos de la luz matutina. Aún tardaron un ratito en
iluminar toda aquella pobreza y en diseñar los contornos de los objetos,
poniendo a cada uno su natural color. Ándara se durmió profundamente al
amanecer, y cuando despertó, bien entrado el día, encontróse sola. Como
notara ruido en la casa, entrar y salir de gente en el patio, el barullo
de los huéspedes, la voz tormentosa de la Chanfaina en la cocina, tuvo
miedo. Aunque bien pudieran ser aquellos rumores el movimiento común y
ordinario de la casa, la infeliz no las tenía todas consigo, y en su
zozobra hizo propósito firme de permanecer achantadita en el flaco jergón,
cuidando de no hacer ruido, de no moverse, ni toser, ni respirar más que
lo preciso para no ahogarse, a fin de que ningún descuido suyo delatara su
presencia en la casa del sacerdote.
Más que el miedo para desvelarla, podía la extenuación para adormecerla, y
segunda vez cayó en un letargo pesadísimo, del cual la sacó Nazarín,
sacudiéndole la cabeza, para ofrecerle vino. ¡Ay, con qué ansia lo tomó y
qué bien le supo! Después le aplicó a las heridas el mismo medicamento que
empleara para uso interno, y tanta fe en esta terapéutica tenía la
mujerona, sin duda por haber presenciado ejemplos mil de su eficacia, que
sólo con aquella fe, a falta de otra, se mejoró la condenada. La
conciencia de su desamparo ante el peligro le inspiraba mil precauciones
ingeniosas, entre ellas el no hablar con don Nazario más que por señas,
para que ninguna voz suya llegase a los oídos de la refistolera vecindad.
Con visajes y garatusas se dijeron todo cuanto tenían que decirse; y por
cierto que pasó Ándara grandes apuros para indicarle con tan imperfecto
lenguaje algunas cosas pertinentes al puchero que el buen curita pensaba
poner. No hubo más remedio que emplear la palabra, reduciéndola a un
susurro apenas perceptible; al fin, se entendieron. Nazarín adquirió
preciosas nociones de arte culinario, y la enferma tomó un caldo, que no
sería ciertamente de mucha sustancia, mas para ella bueno estaba; y con
unas sopas que comió después se fue reponiendo y entrando en caja.
Cumplidos estos deberes de hospitalidad caritativa, Nazarín salió, dejando
la casa cerrada y a la moza herida sin más compañía que la de sus
alborotados pensamientos y la de algún ratón, que, a la husma de las migas
de pan, andaba por debajo de la cama.
III
Todo el resto del día estuvo solo la buena pieza, pues el padrito no se
daba prisa por volver a su domicilio. Recelos y desconfianzas de criminal
acometieron por la tarde a la malaventurada mujer. "¡Si me denunciara este
buen señor! —se decía, no pudiendo pensar más que en la anhelada
impunidad—. No sé, no sé..., porque unos le tienen por santo y otros por
un pillete muy largo, pero muy largo... No sabe una a qué carta
quedarse... ¡Contro!, ¡mal ajo! Pero no, no creo que me denuncie... El
cuento es que si me descubren y le preguntan si estoy aquí, contestará que
sí, porque él no miente ni aun para salvar a una persona. ¡Vaya con la
santidad! Si es cierto que hay Infiernos con mucha lumbre y tizonazos,
allá debían ir los que dicen verdades que a un pobre le cuestan la vida o
le zampan en una cárcel."
Por la tarde pasó un rato de horrible pavura oyendo la voz de la Chanfa
junta a la ventana Hablaba con otra mujer que, por el habla gargajosa y
carraspeante, parecía la Camella. ¡Y la Camella era tan mala, tan amiga de
meter en todo las narices, y llevar y traer cuentos! Después que
picotearon bien, Estefanía llamó con los nudillos en el cristal; pero como
el padre no estaba allí para responderle, se fueron las muy indinas. Otras
personas, y algunos chicuelos de la vecindad, llamaron también en el curso
del día, cosa muy natural y que no debía ser motivo de alarma, porque la
pobretería de aquellos lugares visitaba con frecuencia al que era amigo y
consuelo de los pobres. Al anochecer, ya no podía la mujerzuela con su
congoja y susto, y anhelaba que volviese el clérigo, para saber si podía
contar o no con el sigilo en aquella oscura reclusión. Los minutos se le
hicieron horas; al fin, cuando le vio entrar, ya cerca de anochecido, a
punto estuvo de reñirle por su tardanza, y si no lo hizo fue porque el
gozo de verle le quitó el enfado.
—Yo no tengo que darte a ti cuenta de dónde voy ni de dónde vengo, ni en
qué empleo mis horas —le dijo Nazarín, contestando a las primeras
preguntas impertinentes y oficiosas de la que bien podía llamarse su
protegida—. ¿Y qué tal? ¿Vamos bien? ¿Te duele menos la herida? ¿Vas
tomando fuerzas?
—Sí, hombre, sí... Pero el canguelo no me deja vivir... A cada instante me
parece que entran para cogerme y llevarme a la cárcel. ¿Estaré segura?
Dígamelo con verdad, a lo hombre, más que a lo santo.
—Ya sabes —repuso el sacerdote desembarazándose del manteo y la teja—, yo
no te denuncio... Procura tú no hacer aquí nada por donde te descubran...
y chitón, que anda gente por el corredor.
—Vaya que está hoy mi beato muy paseante en Corte —decía la amazona—. ¿Qué
pasa? ¿Ha ido a bailarle el agua al Obispo, como lo aconsejé? Como no
adule, no le darán nada. ¿Y qué? ¿Hubo misa hoy? Bueno. Así, aplicarse, ir
a las parroquias con cara de poca vergüenza, darse pisto... Verá cómo caen
misas. Oiga, padrito, yo siento..., me parece que sale por esta ventana un
olor... así como de esa perfumería condenada que gastan las mujeronas...
¿Pero usted no huele? ¡Si es un tufo que tira para atrás!... Claro, no es
novedad. Como entran a verle a usted personas de todas castas, y usted no
distingue, ni sabe a quién socorre...
—Eso será —replicó Nazarín sin inmutarse—. Entra aquí mucha y diversa
gente. Unos huelen y otros no.
—Y también me da olor a vinazo... ¿Se nos estará su reverencia echando a
perder?... Porque el de la misa no será.
—Lo del otro olor —dijo el clérigo con suprema sinceridad— no lo niego.
Aroma o pestilencia, ello es que existe en mi casa. Yo lo siento, y lo
sentirá todo el que tenga olfato. Pero olor a vino no lo noto,
francamente, no noto nada, y esto no es decir que no lo haya habido en
casa hoy... Pudo haberlo; mas no huele, señora, no huele.
—Pues yo digo que trasciende... Pero no hay que disputar, porque no
tendrán la misma trascendencia sus narices y las mías.
Ofrecióle después comida la señora Chanfa, y él rehusó, limitándose a
recibir, tras repetidas instancias, un bollo de canela y dos chorizos de
Salamanca. Con esto se acabó la conversación y el horroroso susto de la
reclusa.
—Ya me barrunté yo —decía, inconsolable, al sentir que se alejaba la
amazona—que esta perfumación indecente de mi ropa me iba a denunciar. La
quemaría toda, si pudiera salir de aquí en camisa. Lo que menos pensaba
yo, echándome esos olores, era que me habían de traer tal perjuicio. Y es
buena esencia, ¿verdad, padrito? ¿No le gusta a usted olerla?
—A mí no. Sólo me agrada el olor de las flores.
—A mí también. Pero van caras, y no puede una tenerlas más que de vista en
los jardines. Pues hace tiempo, tenía yo un amigo que me llevaba muchas
flores, de las mejores; sólo que estaban algo sucias.
—¿De qué?
—De la porquería de las calles. Este amigo era barrendero, de los que
recogen las basuras todas las mañanas. Y a veces, por el Carnaval o en
tiempo de baile, barría en la puerta de los teatros y casas grandes, y con
la escoba recogía muchas camellas.
—Camelias, se dice.
—Camelias, y hasta rosas. Lo ponía todo en un papel con mucho cuidadito, y
me lo llevaba.
—¡Que fino!... ¿Dejarás, al fin, de pensar tonterías, y mirarás a lo
importante, a la purificación de tu alma?
—Todo lo que usted quiera. aunque me parece que de ésta no expiro. Yo
tengo siete vidas, como los gatos. Dos voces estuve en el espital con la
sábana por la cara, creyendo todos que me iba, y volví, y me curé.
—No hay que fiar, señora mía, de la feliz circunstancia de haber escapado
una y otra vez. En toda ocasión la muerte es nuestra inseparable compañera
y amiga. En nosotros mismos la llevamos desde el nacer, y los achaques,
las miserias, la debilidad y el continuo sufrir son las caricias que nos
hace dentro de nuestro ser. Y no sé por qué ha de aterrarnos la imagen de
ella cuando la vemos fuera de nosotros, pues esa imagen en nosotros está
de continuo. De seguro que tú te espantas cuando ves una calavera, y más
si ves un esqueleto...
—¡Ay, sí, qué miedo!
—Pues la calavera que tanto te asusta, ahí la llevas tú: es tu cabeza...
—Pero no será tan fea como la de los cementerios.
—Lo mismo; sólo que está vestida de la carne.
—¿De modo, padrito, que yo soy mi calavera? ¿Y el esqueleto mío es todos
estos huesos, armados como los que vi yo una vez en el teatro, en la
función de los fantoches? ¿Y cuando yo bailo, baila mi esqueleto? ¿Y
cuando duermo, duerme mi esqueleto? ¡Mal ajo! ¿Y al morirme, cogen mi
esqueletito salado y lo tiran a la tierra?
—Exactamente, como cosa que ya no sirve para nada.
—Y cuando se muere una, ¿sigue una sabiendo que se ha muerto, y
acordándose de que vivía? ¿Y en qué parte del cuerpo tiene una el alma?
¿En la cabeza o en el pecho? Cuando una se pelea con otra, digo yo, ¿el
alma se sale a la boca y a las manos?
Contestóle Nazarín, sobre esto del alma, en la forma más elemental y
comprensible para tan ruda inteligencia, y siguieron departiendo en voz
baja, a prima noche, después de cenar algo, sin cuidarse de la vecindad,
que, por fortuna, de ellos tampoco se cuidaba. Ándara, por causa, sin
duda, de la forzada quietud que le excitaba la imaginación, todo quería
saberlo, demostrando una curiosidad hasta cierto punto científica, que el
buen eclesiástico satisfacía en unos casos y en otros no. Anhelaba saber
cómo es esto de nacer una, y cómo salen los pollos de un huevo igualitos
al gallo y a la gallina... En qué consiste que el número trece es muy
malo, y por qué causa trae buena sombra el recoger una herradura en mitad
de un camino... Cosa inexplicable era para ella la salida del sol todos
los días, y que las horas fueran siempre iguales, y el tamaño de los días
de un año, en cada estación, igual a los días de los otros años... ¿Dónde
se metían los ángeles de la guarda cuando una es niña, y qué razón hay
para que las golondrinas se larguen en invierno y vuelvan en verano, y
acierten con el mismo nido?... También es muy raro que el número dos
traiga siempre buena suerte, y que la traiga mala el tener dos velas
encendidas en las habitaciones... ¿Por qué tienen tanto talento los
ratones, siendo tan chicos, y a un toro, que es tan grande, se le engaña
con un pedazo de trapo?... Y las pulgas y otros bichos pequeños, ¿tienen
su alma a su modo?... ¿Por qué la luna crece y mengua, y qué razón hay
para que cuando una va por la calle y encuentra a una persona parecida a
otra, al poco rato encuentre a la otra?... También es cosa muy rara que el
corazón le diga a una lo que va a pasar, y que cuando las mujeres
embarazadas tienen antojo de una cosa, verbigracia, de berenjenas, salga
luego el crío con una berenjena en la nariz. Tampoco entendía ella por qué
las almas del Purgatorio salen cuando se les da a los curas unas perras
para responsos, y por qué el jabón quita la porquería, y por qué el martes
es día tan malo que no se puede hacer nada en él.
Fácilmente contestaba Nazarín a no pocas de sus dudas, pero otras no se
las podía satisfacer, y las proposiciones que pertenecían al orden de la
superstición estúpida se las negaba rotundamente, exhortándole a echar de
su mente ideas tan desatinadas. Con esto pasaron la velada, y una noche
tranquila y sin ningún accidente permitió a la enferma reparar sus
fuerzas. De este modo transcurrieron tres días, cuatro; Ándara
restableciéndose rápidamente de sus heridas y cobrando fuerzas; el buen
don Nazario, saliendo todas las mañanas a decir su misita, y regresando
tarde a casa, sin que ningún suceso alterase esta monotonía, ni se
descubriera el escondite de la mala mujer. Aunque ésta se creía segura, no
se descuidaba en sus minuciosas precauciones para que no llegara al
exterior de la casa rumor ni indicio alguno de su presencia. A los tres
días abandonó el ocioso jergón mas no se atrevía a salir de la alcoba, y
como sintiera voces, contenía temblando la respiración. Pero no quiso la
voluble suerte favorecerla más tiempo, y al quinto día fueron inútiles ya
todas las cautelas, y la infame se vio en peligro inminente de caer en
poder de la Justicia.
Al anochecer se llegó la Estefanía a la ventana, y llamando al padrito,
que acababa de entrar, le dijo:
—¡Eh, so babieca, que ya no valen pamplinas, que ya se sabe todo, y quién
es la mala rata que esconde usted en su madriguera! Ábrame la puerta por
allá, que quiero entrar y hablarle sin que se enteren los vecinos.
IV
Ándara, que tal oyera, se quedó más blanca que la pared, lo cual, en
verdad, no era extremada blancura, y ya se consideró en la Galera, con
grillos en los pies y esposas en las manos. Daba diente con diente cuando
sintió entrar a la Chanfaina, que se metió de rondón en la alcoba
diciendo:
—Se acabaron las pamemas. Mira, tú, trasto: desde el primer día entendí
que estabas aquí. Te saqué por el olor. Pero no quise decir nada, no por
ti, sino por no comprometer al padrico, que se mete en estos fregados con
buena intención y toda su sosería de ángel. Y ahora, sepan los dos que si
no hacen lo que voy a decirles, están perdidos.
—¿Se murió la Tiñosa? —le preguntó Ándara, aguijoneada por la curiosidad,
más poderosa en aquel instante que el miedo.
—No se ha muerto. En el espital la tienes de interfezta, y, según dicen,
no comerá la tierra por esta vez. Pues si se muriera, tú no te escapabas
de ponerte el corbatín. Conque... ya sales de aquí espirando. Vete adonde
quieras, que de esta noche no pasa que venga aquí el excelentísimo
Juzgado.
—¿Pero quién...?
—¡Ay, qué tonta! ¡La Camella tiene un olfato!... La otra noche vine a esta
ventana, y pegaba las narices al quicio como los perros ratoneros cuando
rastrean el ratón. Golía, golía, y sus resoplidos se oían desde el portal.
Pues ella y otras te han descubierto, y ya no hay escape. Lárgate pronto
de aquí y escóndete donde puedas.
—Ahora mismo —dijo Ándara, envolviéndose en su mantón.
—No, no —agregó la Chanfa, quitándoselo—. Voy a darte uno mío, el más
viejo, para que te disfraces mejor. Y también te daré una bata vieja. Aquí
dejas toda la ropa manchada de sangre, que yo la esconderé... Y que coste
que esto no lo hago por ti, feróstica, sino por el padruco, que está en el
compromiso de que le tengan o no le tengan por un peine como tú. Que la
Justicia es muy perra y en todo ha de meter el hocico. Ahora, este
serófico tiene que hacer lo que yo le diga; si no, le empapelan también, y
que vengan los angelitos a librarle de ir a la cárcel.
—¿Qué tengo yo que hacer?... sepámoslo —preguntó el sacerdote, que si al
principio parecía sereno, luego se le vio un tanto pensativo.
—Pues usted, negar, negar y negar siempre. Esta pájara se va de aquí, y se
esconde donde puede. Se quita todo, solutamente todo el rastro de ella: yo
limpiaré la salita, lavaré los baldosines, y usted, señor Nazarillo de mis
pecados, cuando vengan los de la Justicia, dice a todo que no, y que aquí
no ha estado ella, y que es mentira. Y que lo prueben, ¡contro!, que lo
prueben.
El curita callaba; mas la diabólica Ándara apoyó con calor las enérgicas
razones de la Estefanía.
—Es una gaita —prosiguió ésta— que no se pueda quitar el condenado olor...
¿Pero cómo lo quitamos?... ¡Ah, mala sangre, hija de la gran loba, pelleja
maldita! ¿Por qué en vez de traerte acá este pachulí que trasciende a
demonios no te trajiste toda la perfumería de los estercoleros de Madrid,
grandísima puerca?
Acordada la najencia de Ándara, la hombruna patrona, que era toda
actividad en los momentos de apuro, trajo sin tardanza las ropas que la
criminal debía ponerse en sustitución de las ensangrentadas, para
favorecer con algún disfraz su escapatoria en busca de mejor escondite.
—¿Vendrán pronto? —preguntó a la Chanfa, con resolución de acelerar su
partida.
—Aún tenemos tiempo de arreglar esto—replicó la otra—, porque ahora van
con la denuncia, y lo menos hasta las diez o diez y media no llegarán aquí
los caifases. Me lo ha dicho Blas Portela, que está al tanto de todos
estos líos de justicia y sabe cuándo les pica una pulga a los señores de
las Salesas. Tenemos tiempo de lavar y de quitar hasta el último rastro de
esta sinvergonzona... Y usted, señor San Cándido, ahora no sirve aquí más
que de estorbo. Váyase a dar un paseo.
—No, si yo tengo que salir a un asunto —dijo don Nazario, poniéndose la
teja—. Me ha citado el señor Rubín, el de San Cayetano, después de la
novena.
—Pues aire... Traeremos un cubo de agua... Y tú mira bien por todos lados,
no se te quede aquí una liga, o botón, una peina del pelo, u otra
cualisquiera inmundicia de tu persona, cintajo, cigarrillo... No es mal
compromiso el que le cae a este bendito por tu causa... ¡Ea!, rico, don
Nazarín, a la calle. Nosotras arreglaremos esto.
Fuese el clérigo, y las dos mujeronas se quedaron trajinando.
—Busca bien, revuelve todo el jergón, a ver si dejas algo —decía la
Chanfa.
Y la otra:
—Mira, Estefa, yo tengo la culpa, yo soy la causante..., y pues el padrico
me amparó, no quiero yo que por mí y por este arrastrado perfume le digan
el día de mañana que si tal o cual... Pues yo la hice, yo trabajaré aquí
hasta que no quede la menor trascendencia del olor que gasto... Y ya que
tenemos tiempo..., ¿dices que a las diez?..., vete a tus quehaceres y
déjame sola. Verás cómo lo pongo todo como la plata...
—Bueno, yo tengo que dar de cenar a los mieleros y a los cuatro tíos esos
de Villaviciosa... Te traeré el agua, y tú...
—No te molestes, mujer. ¿Pues no puedo yo misma traer el agua de la fuente
de la esquina? Aquí hay un cubo. Me echo mi mantón por la cabeza, y ¿quién
me va a conocer?
—Ello es verdad: vete tú, y yo a mi cocina. Volveré dentro de media hora.
La llave de la casa está en la puerta.
—Para nada la quiero. Quédese donde está. Yo voy y traigo el agua de Dios
en menos que canta un gallo... Y otra cosa: ahora que me acuerdo..., dame
una peseta.
—¿Para qué la quieres, arrastrada?
—¿La tienes o no? Dámela, préstamela, que ya sabes que cumplo. La quiero
para echar un trago —comprarme una cajetilla. ¿Miento yo alguna vez?
—Alguna vez, no; siempre. Vaya, toma la jeringada peseta y no se hable
más. Ya sabes lo que tienes que hacer. Al avío. Me voy. Espérame aquí.
Salió la terrible amazona, y tras ella, con dos minutos de diferencia, la
otra tarasca, después de juntar con su peseta la que le diera su amigo y
de coger en la cocina una botella y una zafra no muy grande. La calle
estaba oscura como boca de lobo. Desapareció en las tinieblas, y cruzando
a la calle de Santa Ana, al poco rato volvió con los mismos cacharros
agazapados entre los pliegues de su mantón. Con presteza de ardilla subió
la angosta escalera y se metió en la casa.
En poquísimo tiempo, que seguramente no pasaría de siete u ocho minutos,
entró Ándara en un cuartucho próximo a la cocina, sacó un montón de paja
de maíz de un colchón deshecho, lo llevó todo a la alcoba, envuelto en la
misma tela del jergón, y extendiólo debajo de la cama, derramando encima
todo el petróleo que había traído en la botella y en la zafrilla. Aún le
parecía poco, y rasgando de arriba abajo con un cuchillo el otro colchón,
también de maíz, en cuyas blanduras había dormido algunas noches, acumuló
paja sobre paja; y para mayor seguridad, puso encima la tela de ambos
colchones y cuanto trapo encontró a mano, y sobre la cama la banqueta y
hasta el sofá de Vitoria. Formada la pira, sacó su caja de mixtos, y
¡zas!... Como la pora pólvora, ¡contro! Abierta la ventana para que
entrara la onda de aire, esperó un instante contemplando su obra, y no se
puso en salvo hasta que el espeso humo que del montón de combustible salía
le impidió respirar. Tras de la puerta, en el peldaño más alto de la
escalerilla, observó un rato cómo crecía con furor la llama, cómo bufaba
el aire entre ella, cómo se llenaba de humazo negro la vivienda del buen
Nazarín, y bajó escapada y escabullóse por el portal más pronta que la
vista, diciendo para su mantón: "¡Que busquen ahora el olor..., mal ajo!"
Por el cerrillo del Rastro bajó a la calle del Carnero; después, a la de
Mira el Río, y paróse allí mirando al sitio donde, a su parecer, entre los
tejados, caía el mesón de la Chanfaina. No tenía sosiego hasta no ver la
columna de humo, que anunciarle debía el éxito de su ensayo de fumigación.
Si no subía pronto el humo, señal era de que los vecinos sofocaban el
fuego... Pero no, ¡cualquiera apagaba aquel infiernito que armara ella en
menos de un credo! Intranquila estuvo como unos diez minutos, mirando para
el cielo y pensando que si la lumbre no prendía bien, su hazaña, lejos de
ser salvadora y decisiva, la comprometía más. Por todo pasaba, aun por ir
ella a pudrirse en la Galera; pero no consentía que acusaran al divino
Nazarín de cosas falsas, verbigracia, de que tuvo o no tuvo que ver con
una mujer mala... Por fin, ¡bendito Dios!, vio salir por encima de los
tejados una columna de humo negro, más negro que el alma de Judas, y a los
cielos subía retorciéndose con tremendos espirales, y creeríase que la
humareda hablaba y que decía al par de ella: "¡Que descubran ahora el
olor!... ¡Que aplique la Camella sus narices de perra pachona!... Anda,
¿no queríais tufo, señores caifases de la incuria? Pues ya no huele más
que a cuerno quemado..., ¡contro!, y el guapo que ahora quiera descubrir
el olor..., que meta las uñas en el rescoldo..., y verá... que le
ajuma..."
Alejóse más, y desde lo bajo de la Arganzuela vio llamas. Todo el grupo de
tejados aparecía con una cresta de claridad rojiza que la tarasca
contempló con salvaje orgullo. "Puede una ser una birria, pero tiene
conciencia, y por conciencia no quiere una que al bueno le digan que es
malo, y se lo prueben con un olor de peineta, con una jediondez de la ropa
que una se pone. No, la conciencia es lo primero. ¡Arda Troya!... Estate
tranquilo, Nazarín, que si pierdes tu casa, poco pierdes, y otra ratonera
no te ha de faltar..."
El incendio tomaba formidables proporciones. Vio Ándara que hacia allá
corría presurosa la gente; oyó campanas. Pudo llegar a creer, en el
desvarío de su imaginación, que las tocaba ella misma. Tan, tarán, tan...
—¡Qué burra es esa Chanfaina! ¡Creer que lavando se quita el aire malo!
No, ¡contro!, eso no se va con agua, como el otro que dijo... ¡El aire
malo se lava con fuego, sí, ¡mal ajo!, con fuego!
V
Al cuarto de hora de salir la diabólica mujer de la vivienda de don
Nazario, ya era ésta un horno, y las llamas se paseaban por el recinto
estrecho devorando cuanto encontraban. Acudieron aterrados los vecinos;
pero antes de que trajeran los primeros cubos de agua, providencia
elemental contra incendios leves, ya por la ventana salía una bocanada de
fuego y humo que no dejaba acercarse a ningún cristiano. Corrían los
inquilinos de aquí para allá, y subían y bajaban sin saber qué partido
tomar; las mujeres chillaban, los hombres maldecían. Hubo un momento en
que las llamas parecieron extinguirse o achicarse dentro de la estancia, y
algunos se aventuraron a entrar por la escalerilla del portal, y otros
derramaron cántaros de agua por la ventana del corredor. Con una buena
bomba, bien cebada de agua, habríase cortado el incendio en aquel
instante; pero mientras llegaba el socorro de bombas y bomberos, tiempo
había para arder toda la casa y achicharrarse en ella sus habitantes si no
se daban prisa a ponerse a salvo. A la media hora vieron que salían
velloncitos de humo por entre las tejas (el piso era principal y
sotabanco, todo en una pieza), y ya no quedó duda de que se había
extendido el fuego solapadamente a las vigas altas. ¿Y las bombas? ¡Ay,
Dios mío! Cuando llegó la primera, ya ardían como zarzal reseco la
desvencijada techumbre, y el corredor, y el ala norte del patio. Creyérase
que toda aquella construcción era yesca salpimentada de pólvora; el fuego
se cebaba en ella famélico y brutal, la devoraba; ardían las maderas
apolilladas, el yeso mismo y hasta el ladrillo, pues todo se hallaba
podrido y desecho, con una costra de mugre secular. Ardían con gana, con
furor. La combustión era un júbilo del aire, que daba en obsequio de sí
mismo función de pirotecnia.
No hay para qué describir el pánico horrible del indigente vecindario.
Ante la formidable intensidad y extensión de la quema, debía creerse que
pronto el edificio entero ardería por los cuatro costados sin que se
salvara ni una astilla. Apagar tal infierno era imposible, ni aunque
vomitaran agua sobre él todas las mangas del orbe católico. A las diez y
media nadie pensaba más que en salvar la pelleja y los pocos trastos que
componían el mueblaje de las viviendas míseras. Viéronse, pues, salir de
estampía de los corredores al patio, y de éste a la calle, hombres,
mujeres y chiquillos, y escaparon también los gitanescos burros, los gatos
y perros, y hasta las ratas que, entre el viguetaje y en agujeros de
arriba y abajo, tenían sus guaridas.
Y pronto se llenó la calle de catres, cofres, cómodas y trebejos mil, como
el aire de un clamor de miseria y desesperación, al cual se unía el
fragoroso aventeo de las llamas para formar un conjunto siniestro.
Cuidábanse exclusivamente vecinos y auxiliares de salvar trastos y
personas, entre las cuales había algunos impedidos, cojos y ciegos. A
excepción de uno de éstos, que salió con las barbas chamuscadas, el
salvamento se verificó sin ningún detrimento en las vidas humanas.
Desaparecieron, sí, bastantes aves, más bien que por muerte por haber
variado de dueño en aquellos apuros, y alguno de los asnos fue a parar, de
la primera carrera, a la calle de los Estudios. A última hora trabajaron
los bomberos para impedir que el incendio saltara a las casas inmediatas,
y, conseguido esto, aquí paz y después gloria.
No hay para qué decir que la Chanfaina desde que recibió en sus narizotas
el tufo de la quemazón, no pensó más que en poner en salvo su ajuar, que
con no valer en sí más que para leña, era lo mejor de la casa. Ayudada de
los mieleros y de otros huéspedes diligentes, fue sacando sus cosas, y
puso bazar de ellas en la calle. Sus manos y pies no descansaban un
momento, ni tampoco su agresiva lengua, que rociaba de palabras bárbaras y
sucias a todo el gentío, y a los bomberos y al fuego mismo. El reflejo de
las llamaradas enrojecía su rostro, tanto como el hervor de su condenada
sangre.
Y he aquí que cuando ya tuvo todos sus chismes en la calle, menos una
parte de la batería de cocina que no pudo salvar, y se ocupaba en
custodiarlos y defenderlos de la pillería, se le puso delante el padre
Nazarín, tan fresco, Señor, pero tan fresco, como si nada hubiera pasado,
y con acento angelical le dijo:
—¿Conque es cierto que nos hemos quedado sin albergue, señora Chanfa?
—Sí, pavito de Dios, ¡mala centella nos parta a todos!... ¡Y con qué
desahogo lo dice!... Claro, como usted nada tenía que perder y Dios le ha
hecho el favor de consumirle sus miserias, no repara en los pudientes, que
tenemos que sacar los trastos a la calle. Pues esta noche dormirá usted al
raso, como un caballero. ¿Qué me dice de esa chamusquina espantosa? ¿No
sabe que empezó por su casa, como si mismamente hubiera reventado un
polvorín?... A mí que no me digan, esto no ha sido natural. Esto ha sido
función artificial, sí, señor, un fuego que..., vamos..., no quiero
decirlo. La suerte es que el amo de la finca se alegrará, porque todo ello
no valía dos ochavos, y el seguro algo le ha de pagar, que si no, de esta
catastrofa se había de hablar mucho en los papeles, y alguien lo había de
sentir, alguno que me callo por no comprometer.
Encogióse de hombros el buen don Nazario, sin mostrar aflicción ni
desconsuelo por la pérdida de su menguada propiedad, y terciándose el
manteo se puso a disposición de los vecinos para ayudarles a ordenar los
cachivaches, y a moverlos de un lado para otro. Trabajando estuvo hasta
muy avanzada la noche, y al fin, rendido y sin fuerzas, aceptó la
hospitalidad que le ofreció en la próxima calle de las Maldonadas un
sacerdote joven, amigo suyo, que acertó a pasar por el lugar del siniestro
y a verle en faenas tan impropias, y así se lo dijo, de un ministro del
altar.
Cinco días pasó en la casa y compañía de su amigo, en la placidez ociosa
de quien no tiene que cavilar por las materialidades de la existencia;
contento en su libre pobreza, aceptando sin violencia lo que le daban y no
pidiendo cosa alguna; sintiendo huir de su vida las necesidades y los
apetitos; no deseando nada terrenal ni echando de menos lo que a tantos
inquieta; con la ropa puesta por toda propiedad y un breviario que le
regaló su amigo. Hallábase en las puras glorias, con todo aquel descuido
del vivir asentado sobre el cimiento de su conciencia pura como el
diamante, sin acordarse de su destruido albergue, ni de Ándara, ni de
Estefanía, ni de cosa alguna que con tal gente y casa se relacionara,
cuando una mañanita le llamaron del Juzgado a declarar en causa que se
formaba a una mujer de mal vivir, llamada Ana de Ara, y tal y qué sé yo.
—Vamos —se dijo cogiendo manteo y teja, dispuesto a cumplir sin tardanza
el mandato judicial—, ya pareció aquello. ¿Qué habrá sido de la tal
Ándara? ¿La habrán cogido? Allá voy yo a decir todita la verdad en lo que
me atañe, sin meterme en lo que no me consta, ni tiene nada que ver con la
hospitalidad que di a esa desgraciada mujer.
Por cierto que su amigo, a quien informó del caso en breves palabras, no
puso buena cara cuando le oía, ni dejó de mostrarse un tanto pesimista en
la apreciación de la marcha y consecuencias de aquel feo negocio. No por
esto entró en recelo Nazarín, y se fue a ver al representante de la
Justicia, que le recibió muy fino, y le tomó declaración con todos los
miramientos que al estado eclesiástico del declarante correspondían.
Incapaz de decir, en asunto grave ni leve, cosa ninguna contraria a la
verdad, norma de su conciencia; resuelto a ser veraz no sólo por
obligación, como cristiano y sacerdote, sino por el inefable gozo que en
ello sentía, refirió puntualmente al juez lo sucedido, y a cuantas
preguntas se le hicieron dio respuesta categórica, firmando su declaración
y quedándose después de ella tan tranquilo. Acerca del crimen de Ándara,
hecho en el cual no había intervenido, se expresó con generosa reserva,
sin acusar ni defender a nadie, añadiendo que nada sabía del paradero de
la mala mujer, la cual debió salir de su escondite la misma noche del
incendio.
Retiróse del Juzgado muy satisfecho, sin reparar, tan abstraído estaba
mirando a su conciencia, que el juez no le había tratado, después de la
declaración, tan benévolamente como antes de ella, que le miraba con
lástima, con desdén, con prevención quizá... Poco le habría importado
esto, aun habiéndolo advertido. En casa de su amigo, éste renovó sus
comentarios pesimistas acerca del amparo dado a la bribona, insistiendo en
que el vulgo y la curia no verían en don Nazario al hombre abrasado en el
fuego de caridad, sino al amparador de criminales, por lo cual convenía
tomar precauciones contra el escándalo, o ver de sortearlo cuando viniese.
Con estas cosas, el dichoso cleriguito no le dejaba vivir en paz. Era
hombre entrometido y oficioso, con muchas y buenas relaciones en Madrid, y
de una actividad lamentable cuando tomaba de su cuenta un asunto que no le
incumbía. Se avistó con el juez, y por la noche tuvo la indecible
satisfacción de espetar a don Nazario el siguiente discurso:
—Mire usted, compañero, cuanto más amigos más claros. A usted se le pasea
el alma por el cuerpo y no ve el peligro que se cierne a su alrededor...,
se cierne, sí señor. Pues el juez, que es todo un caballero, lo primero
que me preguntó fue si usted está loco. Respondíle que no sabía... No me
atreví a negarlo, pues siendo usted cuerdo, resulta más inexplicable su
conducta. ¿En qué demonios pensaba usted al recibir en su domicilio a una
pelandusca semejante, a una criminal, a una?... ¡Por Dios, don Nazario!
¿Sabe usted de qué le acusan los que llevaron el cuento al juez? Pues de
que usted sostenía relaciones escandalosas, vitandas y deshonestas con esa
y otras ejusdem furfuris. ¡Qué bochorno, amigo querido! Bien sé que es
mentira. ¡Si nos conocemos!... Usted es incapaz..., y si se dejara tentar
por el demonio de la concupiscencia, lo haría, sin duda, con féminas de
mejor pelaje... ¡Si estamos conformes!... ¡Si yo doy de barato que todo es
calumnia!... ¿Pero usted sabe la que le viene encima? Fácil es a sus
calumniadores deshonrarle; difícil, dificilísimo le será a usted destruir
el error; que la maledicencia encuentra color en todos los corazones,
transmisión en todas las bocas, mientras que la justificación nadie la
cree, nadie la propaga. El mundo es muy malo, la Humanidad, inicua,
traidora, y no hace más que pedir eternamente que le suelten a Barrabás y
que crucifiquen a Jesús... Y otra cosa tengo que decirle: también quieren
complicarle en el incendio.
—¡En el incendio!... ¡Yo! —exclamó don Nazario más sorprendido que
aterrado.
—Sí, señor; dicen que ese infernal basilisco fue quien prendió fuego a la
casa de usted, el cual fuego, por las leyes de la física, se propagó a
todo el edificio. Yo bien sé que usted es inocente de este como de los
otros desafueros; pero prepárese para que le traigan y le lleven de
Herodes a Pilatos, tomándole declaraciones, complicándole en asuntos
viles, cuya sola mención pone los pelos de punta.
En efecto; a él, con sólo decirlo, parecía que se le erizaba el cabello de
terror y vergüenza, mientras que el otro, oyendo tan fatídicos augurios,
se mostraba sereno.
—Y finalmente, mi querido Nazario, ya sabe que somos amigos, ex toto
corde, que le tengo a usted por hombre impecable, por hombre puro,
pulcherrimo viro. Pero vive usted en pleno Limbo, y esto no sólo le
perjudica a usted, sino a los amigos con quienes tiene relación tan íntima
como es el vivir bajo un mismo techo. No es esto echarle, compañero; pero
yo no vivo solo. Mi señora madre, que le aprecia a usted mucho, no tiene
tranquilidad desde que se ha enterado de estos trotes judiciales en que
anda metido nuestro huésped. Y no crea que ella y yo solos lo sabemos.
Anoche se habló latamente de esto en la tertulia de Manolita, la hermana
del señor provisor del Obispado. Unas le acusaban, otras le defendían a
usted. Pero lo que dice mamá: "Basta que suenen las hablillas, aun siendo
injustas, para que no podamos tener a ese bendito en casa..."
VI
—No diga usted más, compañero —replicó don Nazario en el reposado tono que
usaba siempre—. De todos modos pensaba yo marcharme de hoy a mañana. No me
gusta ser gravoso a los amigos, ni he pensado en abusar de la hidalga
hospitalidad que usted y su señora madre, la bonísima doña María de la
Concordia, me han dado. Ahora mismo me voy... ¿Qué más tiene usted que
decirme? ¿Me pregunta que cuál es mi contestación a las viles calumnias?
Pues ya debe usted suponerla, amigo y compañero mío. Contesto que Cristo
nos enseñó a padecer, y que la mejor prueba de aplicación de los que
aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calma y hasta con gozo el
sufrimiento que por los varios caminos de la maldad humana nos viniere. No
tengo nada más que decir.
Como era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre su
mismo cuerpo, a los cinco minutos de oír el discurso despidióse del
cleriguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle,
encaminando sus pasos hacia la de Calatrava, donde tenía unos amigos, que
seguramente le darían hospitalidad por pocos días. Eran marido y mujer,
ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de alpargatas,
cordelería, bagazo de aceitunas, arreos de mulas, tapones de corcho, varas
de fresno y algo de cacharrería. Recibiéronle como él esperaba, y le
aposentaron en un cuarto estrecho, en el fondo del patio, arreglándole una
regular cama, entre rimeros de albardas, collarines y rollos de sogas...
Era gente pobre, y suplía el lujo con la buena voluntad.
En tres semanas largas que allí vivió el angélico Nazarín ocurrieron
sucesos tan desgraciados y se acumularon sobre su cabeza con tanta rapidez
las calamidades, como si Dios quisiera someterle a prueba decisiva. Por de
pronto, no había misas para él en ninguna parroquia. En todas se le
recibía mal, con desdeñosa lástima, y aunque jamás pronunció palabra
inconveniente, hubo de oírlas ásperas y crueles en esta y la otra
sacristía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder, ni él las pedía
tampoco. De todo ello resultó una vida imposible para el pobre curita,
pues habiendo concertado con los Peludos (que así se llamaban sus amigos
de la calle de Calatrava), abonarles un tanto diario por hospedaje, no
podía de ninguna manera satisfacerles. Últimamente renunció a más
correrías por iglesias y oratorios buscando misas que ya no existían para
él, y se encerró en su oscura morada, pasando día y noche en meditaciones
y tristezas.
Visitóle un día un clérigo viejo, amigo suyo, empleado en la Vicaría, el
cual se condolió de su mísera suerte, y por la tarde le llevó una muda de
ropa. Díjole el tal que no le convenía en modo alguno achicarse, sino
dirigirse resueltamente al provisor y relatarle con leal franqueza sus
cuitas y el motivo de ellas, procurando recobrar el concepto perdido por
su indolencia y la maldad de gentecillas infames que no le querían bien.
Añadió que ya estaba extendido el oficio retirándole las licencias y
llamándole a la Oficina episcopal para imponerle correctivo, si de sus
declaraciones resultaba motivo de corrección. Tantos y tantos golpes
abatieron un poco el ánimo valiente de aquel hombre tan apocado en
apariencia y en su interior tan bien robustecido de cristianas virtudes.
No volvió a recibir la visita del clérigo anciano, y su residencia oscura
se rodeaba de una soledad melancólica y de un lúgubre quietismo. Pero la
tétrica soledad fue el ambiente en que resurgió su grande espíritu con
pujantes bríos, decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los
hechos humanos y determinando en su voluntad la querencia de mejor vida,
conforme a inveterados anhelos de su alma
No salía ya de su oscura madriguera sino al amanecer, y se encaminaba por
la Puerta de Toledo, ávido de ver y gozar los campos de Dios, de
contemplar el cielo, de oír el canto matutino de las graciosas avecillas,
de respirar el fresco ambiente Y recrear los ojos en el verdor risueño de
árboles y praderas, que por abril y mayo, aún en Madrid, encantan y
embelesan la vista. Se alejaba, se alejaba, buscando más campo, más
horizonte y echándose en brazos de la Naturaleza, desde cuyo regazo podía
ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán hermosa la Naturaleza, cuán fea la
Humanidad!... Sus paseos matinales, andando aquí, sentándose allá, le
confirmaron plenamente en la idea de que Dios, hablando a su espíritu, le
ordenaba el abandono de todo interés mundano, la adopción de la pobreza y
el romper abiertamente con cuantos artificios constituyen lo que llamamos
civilización. Su anhelo de semejante vida era de tal modo irresistible,
que no podía vencerlo más. Vivir en la Naturaleza, lejos de las ciudades
opulentas y corrompidas, ¡qué encanto! Sólo así creía obedecer el mandato
divino que en su alma se manifestaba continuamente; sólo así llegaría a
toda la purificación posible dentro de lo humano, y a realizar los bienes
eternos, y a practicar la caridad en la forma que ambicionaba con tanto
ardor.
De vuelta a su casa, ya entrado el día, ¡qué tristeza, qué hastío y cómo
se le desvirtuaba su idea con las contingencias de la realidad! Porque él,
de buen grado, renunciando a todas las ventajas materiales de su profesión
eclesiástica, dejaría de ser gravoso a los infelices y honrados Peludos, y
ya por la limosna, ya por el trabajo, se buscaría su pan. ¿Pero cómo
intentar ni el trabajo ni la mendicidad con aquellas ropas de cura que le
denunciarían por loco o malvado? De esta idea le vino la aversión del
traje, de las horribles e incómodas ropas negras, que habría cambiado
gustoso por un hábito del más grosero tejido. Y un día, encontrándose con
su calzado lleno de roturas y sin recursos para mandar que se lo
remendaran, imaginó que la mejor y más barata compostura de botas era no
usarlas. Decidido a ensayar el sistema, se pasó todo el día descalzo,
andando por el patio sobre guijarros y humedades, porque llovió
abundantemente. Satisfecho quedó; pero considerando que a la descalcez,
como a todo, hay que acostumbrarse, hizo propósito de darse la misma
lección un día y otro, hasta llegar a la completa invención del calzado
permanente, que era uno de sus ideales de vida, en el orden positivo.
Una mañana que salió, poco después del alba, a su excursión por las
afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar como a un
kilómetro más allá del puente, caminito de los Carabancheles, vio que
hacia él se llegaba un hombre muy mal encarado, flaco de cuerpo, cetrino
de rostro, condecorado con más de una cicatriz, vestido pobremente y con
todas las trazas de matutero, chalán o cosa tal. Y respetuosamente, así
como suena, con un respeto que Nazarín ni como hombre ni como sacerdote
acostumbraba ver en los que a su persona se dirigían, aquel desagradable
sujeto le endilgó lo siguiente:
—Señor, ¿usted no me conoce?
—No, señor..., no tengo el gusto...
—Yo soy el que llaman Paco Pardo, el hijo de la Canóniga, ¿sabe?
—Muy señor mío...
—Y vivimos en aquella casa que se ve más acá del propio cementerio... Pues
allí está la Ándara. Le hemos visto a su reverencia varias mañanas
sentadico en esta piedra, y Ándara dijo, dice, que le da vergüenza de
venir a hablarle... Pues hoy me ensalzó a que viniera yo.. con respeto, y
vea cómo vengo, y... con respeto le digo que dice Ándara que le lavará a
usted toda la ropa que tenga..., porque si no es por su reverencia estaría
en el convento de monjas de la calle de Quiñones, alias la Galera... Y más
le digo..., con respeto. Que como mi hermana trae de Madrid basuras y
desperdicios y otras cosas sustanciales, con lo que criamos cerdos y
gallinas, y de ello vivimos todos, es el caso que hace dos días..., digo
mal tres, trajo una teja de cura eclesiástico que le dieron en una casa...
La cual es, a saber, la teja, aunque de procedencia de un difunto, está
más nueva que el sol, y Ándara dijo que si usted la quería usar no tenga
escrófulo, y se la llevaré adonde me mande..., con respeto...
—Inocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tejas ni tejados?
—replicó el clérigo con energía—. Guardaos la prenda para quien la quiera
o usadla para algún espantajo, si tenéis allí, como parece, sembrado de
hortaliza, guisantes o cosa que queráis defender de los pajarillos..., y
basta. Muchas gracias. A más ver... ¡Ah!, y lo de lavarme la ropa, se
estima —esto lo decía ya retirándose—, pero no tengo ropa que lavar, a
Dios gracias..., pues la muda que me quité cuando me dieron la que llevo
puesta... ¿te enteras?, la lavé yo mismo en un charco del patio, y créete
que quedó que ni pintada. Yo mismo la tendí de unas sogas, pues allí de
todo se carece menos de sogas... Conque..., adiós...
Y de vuelta a su casa, empleó todo el día en el ejercicio de andar
descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desembarazo y
alegría. Por la noche, cenando unas acelgas fritas y un poco de pan y
queso, habló con sus buenos amigos y protectores de la imposibilidad de
pagar su cuenta como no le designaran alguna ocupación u oficio en que
pudiera ganar algo, aunque fuese de los más bajos y miserables.
Escandalizóse el Peludo de oírle tal despropósito.
—¡Un señor eclesiástico! ¡Dios nos libre!... ¡Qué diría la sociedaz, qué
el santo cleriguicio!...
La señora Peluda no tomó por lo sentimental los planes de su huésped, y
como mujer práctica, manifestó que el trabajo no deshonra a nadie, pues el
mismo Dios trabajó para fabricar el mundo, y que ella sabía que en la
estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera al acarreo
del carbón. Si el curita manso quería ahorcar los hábitos para ganarse
honradamente una santa peseta, ella le procuraría una casa donde pagaban
con largueza el lavado de tripas de carnero. Uno y otro, plenamente
convencidos ya de la miseria que abrumaba al desdichado sacerdote, y
viendo en él un alma de Dios incapaz de ganarse el sustento, dijéronle que
no se afanase por el pago de la corta deuda, pues ellos, como gente muy
cristiana y con su poquito de santidad en el cuerpo, le hacían donación
del comestible devengado. Donde comían dos, comían tres, y gatos y perros
había en la vecindad que hacían más consumo que el padre Nazarín... Lo
cual que no debía tener recelo por quedar a deberles tal porquería, pues
todo se perdonaba por amor de Dios, o por aquello de no saber nunca a la
que estamos, y que el que hoy da, mañana tiene que pedirlo.
Manifestóles su agradecimiento don Nazario, añadiendo que aquella era la
última noche que tendrían en la casa el estorbo de su inútil persona, a lo
que contestaron ambos disuadiéndole de salir a correr aventuras, él con
verdadera sinceridad y color, ella con medias palabras, sin duda porque
deseaba verle marchar con viento fresco.
—No, no: es resolución muy pensada, y no podrán ustedes, con toda su
bondad que tanto estimo, disuadirme de ella —les dijo el clérigo—. Y
ahora, amigo Peludo, ¿tiene usted un capote viejo, inservible, y quiere
dármelo?
—¿Un capote...?
—Esa prenda que no es más que un gran pedazo de tela gorda, con un agujero
en el centro, por donde se mete la cabeza.
—¿Una manta? Sí que la tengo.
—Pues si no la necesita, le agradeceré que me la ceda. Por cierto que no
creo exista prenda más cómoda, ni que al propio tiempo dé más abrigo y
desembarazo... ¿Y tiene una gorra de pelo?
—Monteras nuevas verá en la tienda.
—No, la quiero vieja.
—También las hay usadas, hombre —indicó la Peluda—. Acuérdate: la que
puesta traías cuando viniste de tu tierra a casarte conmigo. Pues de ello
no hace más que cuarenta y cinco años.
—Esa montera quiero yo, la vieja.
—Pues será para usted... Pero le vendrá mejor estotra de pelo de conejo
que yo usaba cuando iba de zaguero a Trujillo...
—Venga.
—¿Quiere usted una faja?
—También me sirve.
—¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si no
tuviera los codos agujereados?
—Es mío.
Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasmo. Acostáronse
todos, y a la mañana siguiente, el bendito Nazarín, descalzo, ceñida la
faja sobre el chaleco de Bayona, encima el capote, encasquetada la
montera, y un palo en la mano, despidióse alegremente de sus honrados
bienhechores, y con el corazón lleno de júbilo, el pie ligero, puesta la
mente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa en dirección a la
Puerta de Toledo: al traspasarla creyó que salía de una sombría cárcel
para entrar en el reino dichoso y libre, del cual su espíritu anhelaba ser
ciudadano.
Tercera parte
I
Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo más pronto
posible de la populosa villa y de llegar adonde no viera su apretado
caserío, ni oyese el tumulto de su inquieto vecindario, que ya en aquella
temprana hora empezaba a bullir, como enjambre de abejas saliendo de la
colmena. Hermosa era la mañana. La imaginación del fugitivo centuplicaba
los encantos de cielo y tierra, y en ellos veía, como en un espejo, la
imagen de su dicha, por la libertad que al fin gozaba, sin más dueño que
su Dios. No sin trabajo había hecho efectiva aquella rebelión, pues
rebelión era, y en ningún caso hubiérala realizado, él tan sumiso y
obediente, si no sintiera que en su conciencia la voz de su Maestro y
Señor con imperioso acento se lo ordenaba. De esto no podía tener duda.
Pero su rebelión, admitiendo que tan feo nombre en realidad mereciese, era
puramente formal; consistía tan sólo en evadir la reprimenda del superior,
y en esquivar las dimes y diretes y vejámenes de una justicia que ni es
justicia ni cosa que lo valga... ¿Qué tenía él que ver con un juez que
prestaba atención a delaciones infames de gentezuela sin conciencia? A
Dios, que veía su interior, le constaba que ni del provisor ni del juez
huía por miedo, pues jamás conoció la cobardía su alma valerosa, ni los
sufrimientos y dolores, de cualquier clase que fueran, torcían su recta
voluntad, como hombre que de antiguo saboreaba el misterioso placer de ser
víctima de la injusticia y maldad de las hombres.
No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del
malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de las trabajos más
rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no cuadraban a su
espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida
ascética y penitente.
Y para confirmarse en la venialidad y casi inocencia de su rebeldía,
pensaba que en el orden dogmático sus ideas no se apartaban ni el grueso
de un cabello de la eterna doctrina ni de las enseñanzas de la Iglesia,
que tenía bien estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, hereje, ni
de la más leve heterodoxia podían acusarle, aunque a él las acusaciones le
tenían sin cuidado, y todo el Santo Oficio del mundo lo llevaba en su
propia conciencia. Satisfecho de ésta, no vacilaba en su resolución, y
entraba con paso decidido en el yermo; que tal le parecieron aquellos
solitarios campos.
Al pasar el puente, unos mendigos que allí ejercían su ubérrima industria
le miraron sorprendidos y recelosos, como diciendo: "¿Qué pájaro es este
que viene por nuestros dominios sin que le hayamos dado la patente? Habrá
que ver..." Saludóles Nazarín con un afable movimiento de cabeza, y sin
entrar en conversación con ellos siguió su camino, deseoso de alejarse
antes de que picara el sol. Andando, andando, no cesaba de analizar en su
monte la nueva existencia que emprendía, y su dialéctica la cogía y la
soltaba por diferentes lados, apreciándola en todas las fases y
perspectivas imaginables, ya favorables, ya adversas, para llegar, como en
un juicio contradictorio, a la verdad bien depurada.
Concluía por absolverse de toda culpa de insubordinación, y sólo quedaba
en pie un arguemento de sus imaginarios acusadores, al cual no daba
satisfactoria respuesta. "¿Por qué no solicita usted entrar en la Orden
Tercera?" Y conociendo la fuerza de esta observación, se decía: "Dios sabe
que si encontrara yo en este caminito una casa de la Orden Tercera,
pediría que me admitiesen en ella, y entraría con júbilo, aunque me
impusieran el noviciado más penoso. Porque la libertad que yo apetezco lo
mismo la tendría vagando solo por laderas y barrancos que sujeto a la
disciplina severa de un santo instituto.
Quedamos en que escojo esta vida porque es la más propia para mí y la que
me señala el Señor en mi conciencia, con una claridad imperativa que no
puedo desconocer."
Sintiéndose un poco fatigado, a la mitad del camino de Carabanchel Bajo se
sentó a comer un mendrugo de pan, del bueno y abundante que en el morral
le puso la Peluda, y en esto se le acercó un perro flaco, humilde y
melancólico, que participó del festín, y que por sólo aquellas migajas se
hizo amigo suyo y le acompañó todo el tiempo que estuvo allí reposando el
frugal almuerzo. Puesto de nuevo en marcha, seguido del can, antes de
llegar al pueblo sintió sed, y en el primer ventorrillo pidió agua.
Mientras bebía, tres hombres que de la casa salieron hablando jovialmente
le observaron con importuna curiosidad. Sin duda había en su persono alga
que denunciaba el mendigo supuesto o improvisado, y esto le produjo alguna
inquietud. Al decir "Dios se lo pague" a la mujer que le había dada el
agua, acercósele uno de las tres hombres y le dijo:
-Señor Nazarín, le he conocido por el metal de voz. Vaya que está bien
disfrazado. ¿Se puede saber..., con respeto, adónde va vestidito de pobre?
-Amigo, voy en busca de lo que me falta.
-Que sea con salud... ¿Y usted a mí no me conoce? Yo soy aquel...
-Sí, aquel... Pero no caigo...
-Que le habló no hace muchos días más abajo... y le brindó..., con
respeto, un sombrero de teja.
-¡Ah, sí!..., teja que yo rehusé.
-Pues aquí estamos para servirle. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?
-No, señor... Dile de mi parte que sea buena, o que haga todo lo posible
por serlo.
-Mírela... ¿Ve usted aquellas tres mujeres que están allí, al otro lado de
la carretera propiamente, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la de la
enagua colorada es Ándara.
-Por muchos años. ¡Ea!, quédate con Dios... ¡Ah!, un momento: ¿tendrías la
bondad de indicarme algún atajo por donde yo pudiera pasar de este camino
al de más allá, al que parte del puente de Segovia y va a tierra de
Trujillo...?
-Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito... Tira por
junto al Campamento, y adelante, adelante..., la vereda no le engaña...,
hasta que llega propiamente a las casas de Brugadas. Allí cruza la
carretera de Extremadura.
-Muchas gracias, y adiós.
Echó a andar, seguido del perro, que por lo visto se ajustaba con él para
toda la jornada, y no habían recorrido cien metros cuando sintió tras de
sí voces de mujer que con apremio le llamaban:
-¡Señor Nazarín, don Nazario...!
Paróse, y vio que hacia él corría desalada una falda roja, un cuerpo
endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban como aspas de molino.
"¿Apostamos a que esta que corre es la dichosa Ándara?", se dijo,
deteniéndose.
En efecto, ella era, y trabajillo le costara al caminante reconocerla si
no supiese que andaba por aquellos campos. Al pronto, se habría podido
creer que un espantajo de los que se arman con palitroques y ropas viejas
para guardar de los gorriones un sembrado había tomado vida milagrosamente
y corría y hablaba, pues la semejanza de la moza con uno de estos aparatos
campestres era completa. El tiempo, que las cosas más sólidas destruye,
había ido descostrando y arrancando de su rostro la capa calcárea de
colorete, dejando al descubierto la piel erisipelatosa, arrogada en unas
partes, en otras tumefacta. Uno de los ojos había llegado a ser mayor que
el otro, y entrambos feos, aunque no tanto como la boca, de labios
hemorroidales, mostrando gran parte de las rojas encías y una dentadura
desigual, descabalada y con muchas piezas carcomidas. No tenía el cuerpo
ninguna redondez, ni trazas de cosa magra; todo ángulos, atadijo de
osamenta..., ¡y qué manos negras, qué pies mal calzados de sucias
alpargatas! Pero lo que más asombro causó a Nazarín fue que la mujercilla,
al llegarse a él, parecía vergonzosa, con cierta cortedad infantil, que
era lo más extraordinario y nuevo de su transformación. Si el
descubrimiento de la vergüenza en aquella cara sorprendió al clérigo
andante, no le causó menos asombro el notar que la Ándara no mostraba
ninguna extrañeza de verle en facha de mendigo. La transformación de él no
le sorprendía, como si ya la hubiese previsto o por natural la tuviera.
-Señor -le dijo la criminal-, no quería que usted pasara sin hablar
conmigo..., sin hablar yo con usted. Sepa que estoy allí desde el día del
fuego, y que nadie me ha visto, ni tengo miedo a la Justicia.
-Bueno, Dios sea contigo. ¿Qué quieres de mí ahora?
-Nada más que decirle que la Canóniga es mi prima y por eso me vine a
esconder ahí, donde me han tratado como a una princesa. Les ayudo en todo,
y no quiero volver a ese apestoso Madrid, que es la perdición de la gente
honrada. Conque...
-Buenos días... Adiós.
-Espérese un poquito. ¿Qué prisa lleva? Y dígame: ¿se han metido con usted
los caifases del Juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón que algo
le han hecho, y que la Camella, que es muy pendanga, habrá llevado la mar
de cuentos a las Salesas.
-Nada me importan a mí ya Camellas, ni caifases, ni nada. Déjalo... Y que
lo poses bien.
-Aguarde...
-No puedo detenerme; tengo prisa. Lo único que te digo, Ándara corrompida,
es que no olvides las advertencias que te hice en mi casa; que te
enmiendes...
-¡Más enmendada que estoy!... Yo le juro que aunque volviera a ser guapa o
tan siquiera pasable, que no me caerá esa breva, no me cogía otra vez el
demonio. Ahora, como me tiene miedo de puro asquerosa que estoy, no se
llega a mí el indino. Lo cual que, si no se enfada, le diré una cosa.
-¿Qué?
-Que yo quiero irme con usted..., adondequiera que vaya.
-No puede ser, hija mía. Pasarías muchos trabajos, sufrirías hambre,
sed...
-No me importa. Déjeme que le acompañe.
-Tú no eres buena. Tu enmienda es engañosa; es un reflejo no más del
despecho que te causa tu falta de atractivos personales; pero en tu
corazón sigues dañada, y en una u otra forma llevas el mal dentro de ti.
-¿A que no?
-Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te dé asilo.
-Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme y perderle a usted por
el olor? Pues el aire malo, con fuego se limpia.
-Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.
-¿Qué fuego?
-El amor de Dios.
-Pues diéndome con usted..., se me pegarán esas llamas.
-No me fío... Eres mala, mala. Quédate sola. La soledad es una gran
maestra para el alma. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, y ofrécele tu
corazón; acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abominar de
ellos y tomarlos en horror.
-Pues déjeme ir...
-Que no. Si eres buena algún día, me encontrarás.
-¿Dónde?
-Te digo que me encontrarás. Adiós.
Y sin esperar a más razones se alejó a buen paso. Quedóse Ándara sentada
en un ribazo, cogiendo piedrecillas del suelo y arrojándolas a corta
distancia, sin apartar sus ojos de la vereda por donde el clérigo se
alejaba. Éste miró para atrás dos o tres veces, y la última, muy de lejos
ya, la veía tan sólo como un punto rojo en medio del verde campo.
II
Tuvo el fugitivo en aquel primer día de su peregrinación encuentros que no
merecen verdaderamente ser relatados, y tan sólo se indican por ser los
primeros, o sea el estreno de sus cristianas aventuras. A poco de
separarse de Ándara oyó cañonazos, que a cada instante sonaban más cerca
con estruendo formidable, que rasgaba los aires y ponía espanto en el
corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio pelotones de
tropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una batalla.
Comprendió que se hallaba cerca del campo de maniobras donde nuestro
Ejército se adiestra en la práctica de los combates. El perro le miró
gravemente, como diciéndole: "No se asuste, señor amo mío, que esto es
todo de mentirijillas, y así se están todo el año los de tropa, tirando
tiros y corriendo unos en pos de otros. Por lo demás, si nos acercamos a
la hora en que meriendan, crea que algo nos ha de tocar, que esta es gente
muy liberal y amiga de los pobres."
Un ratito estuvo Nazarín contemplando aquel lindo juego y viendo cómo se
deshacían en el aire los humos de los fogonazos, y a poco de seguir su
camino encontró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era viejo,
al parecer muy ladino, y miró al aventurero con desconfianza. No por esto
dejó el peregrino de saludarle cortésmente y de preguntarle si estaba
lejos de la senda que buscaba.
-Paíce que seis nuevo en el oficio -le dijo el pastor-, y que nunca
anduviéis por acá. ¿De qué parte viene el hombre? ¿De la tierra de
Arganda? Pues pongo en su conocimiento que los ceviles tienen orden de
coger a toda la mendicidad y de llevarla a los recogimientos que hay en
Madrid. Verdad que luego la sueltan otra vez, porque no hay allá
mantención para tanto vago... Quede con Dios, hermano. Yo no tengo qué
darle.
-Tengo pan -dijo Nazarín, metiendo la mano en su morral-, y si usted
quiere...
-¿A ver, buen hombre? -replicó el otro examinando el medio pan que se le
mostraba-. Pues este es de Madrid, del de picos, y de lo bueno.
-Partamos este pedazo, pues aún tengo otro, que me puso la Peluda al
salir.
-Estimando, buen amigo. Venga mi parte. Conque siguiendo palante, siempre
palante, llegará en veinte minutos al camino de Móstoles. Y, dígame, ¿vino
bueno trae?
-No, señor; ni malo ni bueno.
-Milagro... Abur, paisano.
Encontró luego dos mujeres y un chico que venían cargados de acelgas,
lechugas y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta para
echar a las cerdos. Ensayó allí Nazarín su flamante oficio de pordiosero,
y fueron las campesinas tan generosas, que apenas oídas las primeras
palabras, diéronle dos lechugas respingadas y media docena de patatas
nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregrino la limosna
en su morral, pensando que si por la noche encontraba algún rescoldo en
que le permitieran asar las patatas, asegurada tenía ya, con las lechugas
de añadidura, una cena riquísima. En la carretera de Trujillo vio un
carromato atascado, y tres hombres que forcejeaban por sacar del bache la
rueda. Sin que se lo mandaran les ayudó, poniendo en ello toda su energía
muscular, que no era mucha, y cuando quedó terminada felizmente la
operación, tiráronle al suelo una perra chica. Era el primer dinero que
recogía su mano de mendicante. Todo iba bien hasta entonces, y la
Humanidad que por aquellos andurriales encontraba parecióle de naturaleza
muy distinta de la que dejara en Madrid. Pensando en ello, concluía por
reconocer que las sucesos del primer día no eran ley y que forzosamente
habrían de sobrevenir extrañas emergencias y producirse más adelante las
penalidades, dolores, tribulaciones y horribles padecimientos que su
ardiente fantasía buscaba.
Avanzó por el polvoroso camino hasta el anochecer, en que vio casas que no
sabía si eran de Móstoles ni le importaba saberlo. Bastábale con ver
viviendas humanas, y a ellas se encaminó para solicitar que le permitieran
dormir, aunque fuese en una leñera, corraliza o tejavana. La primera casa
era grande, como de labor, con un ventorrillo muy pobre, o aguaducho,
arrimado a la medianería. Ante el portalón, media docena de cerdos se
revolcaban en el fango. Más allá vio el caminante un herradero de mulas,
un carromato con las limoneras hacia arriba, gallinas que iban entrando
una tras otra, una mujer lavando loza en una charca, una sarmentera y un
árbol medio seco. Acercóse humildemente a un vejete barrigudo, de cara
vinosa y regular vestimenta, que del portalón salía, y con formas humildes
le pidió que le consintiera pasar la noche en un rincón del patio. Lo
mismo fue oírlo, ¡María Santísima!, que empezar el hombre a echar venablos
por aquella boca. El concepto más suave fue que ya estaba harto de
albergar ladrones en su propiedad. No necesitó oír más don Nazario, y
saludándole gorra en mano se alejó.
La mujer que lavaba en la charca le señaló un solar, en parte cercado de
ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y ortigas. Se entraba por
un boquete, y dentro había un principio de construcción, machones de
ladrillo como de un metro, formando traza arquitectónica y festoneados de
amarillas hierbas. En el suelo crecía cebadilla como de un palmo, y entre
dos muros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase un tejadillo mal
dispuesto con palitroques, escajos, paja y barro, obra sumamente frágil,
mas no completamente inútil, porque bajo ella se guarecían tres mendigos:
una pareja o matrimonio, y otro más joven y con una pierna de palo.
Cómodamente instalados en tan primitivo aposento, habían hecho lumbre y en
ella tenían un puchero, que la mujer destapaba para revolver el contenido,
mientras el hombre avivaba con furibundos resoplidos la lumbre. El
cojitranco cortaba palitos con su navaja para cebar cuidadosamente el
fuego.
Pidióles Nazarín permiso para cobijarse bajo aquel techo, y ellos
respondieron que el tal nicho era de libre propiedad y que en él podía
entrar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían, pues, a
que el recién venido ocupase un lugar, pero que no esperara participación
en la cena caliente, pues ellos eran más pobres que el que inventó la
pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresuróse el penitente a
tranquilizarles, diciéndoles que no pedía más que el permiso de arrimar
unas patatitas a la lumbre, y luego les ofreció pan, que ellos tomaron sin
hacerse los melindrosos.
-¿Y qué tal por Madrid? -le dijo el mendigo viejo-. Nosotros, después que
hagamos todos estos poblachos, pensamos caer por allá en los días de San
Isidro. ¿Cómo se presenta el año? ¿Hay miseria y siguen tan mal las cosas
del comercio?... Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién tenemos ahora de
alcalde?
Contestó don Nazario con buen modo que él no sabía nada del comercio, ni
de negocios, ni le importaba que mandase Sagasta o no, y que conocía al
señor alcalde casi tanto como al emperador de Trapisonda. Con esto acabó
la tertulia; cenaron los otros en un cazolón, sin convidar al nuevo
huésped; asó éste sus patatas, y ya no se pensó más que en tumbarse los
cuatro, buscando el rincón más abrigado Al novato le dejaron el peor
sitio, casi fuera del amparo de la tejavana; pero nada de esto hacía mella
en su espíritu fuerte. Buscó una piedra que le sirviera de almohada, y
envolviéndose en su manta lo mejor que pudo se acostó tan ricamente,
contando con la tranquilidad de su conciencia y el cansancio de su cuerpo
para dormir bien. A sus pies se hizo un ovillo el perro.
A las altas horas de la noche despertáronle gruñidos del animal, que
pronto fue un ladrar estrepitoso, y alzando su cabeza de la durísima
almohada vio Nazarín una figura, hombre o mujer, que esto no pudo
determinarlo en el primer momento, y oyó una voz que le decía:
-No se asuste, padre; soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera,
vine siguiéndole esta tarde.
-¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás molestando a estos... señores.
-No, déjeme acabar. El maldito perro se puso a ladrar... pero yo tan
calladita. Pues vine siguiéndole y le vi entrar aquí... No se enfade... Yo
quería obedecerle y no venir; pero las piernas solas me han traído. Es
cosa de sin pensarlo... Yo no sé lo que me pasa. Tengo que ir con su
reverencia hasta el fin del mundo, o si no, que me entierren... ¡Ea!
duérmase otra vez que yo me echo aquí entre esta hierba, para descansar no
para dormir, pues no tengo maldito sueño, ¡mal ajo!
-Vete de aquí o cállate la boca -le dijo el buen clérigo, volviendo a
poner su cabeza dolorida sobre la piedra-. ¡Qué dirán estos señores!
¿Oyes? Ya se quejan del ruido que haces.
En efecto, el de la pierna de palo, que era el más próximo, remuzgaba, y
el perro volvió a llamar al orden a la importuna moza. Por fin reinó de
nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran los
formidables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron todos,
incluso don Nazario, que se sorprendió de no ver a Ándara, por lo cual
hubo de sospechar que había sido sueño su aparición en mitad de la noche.
Charlaron un poco los tres mendigos de plantilla y el aspirante, y pintura
tan lastimosa hicieron los ancianos de lo mal que aquel año les iba, que
Nazarín tuvo gran lástima y les cedió todo su capital, o sea la perra
chica que le habían dado las arrieros. A poco de esto entró Ándara en el
solar, dándole explicaciones de su ausencia repentina poco antes de que él
despertara. Y fue que como ella no podía dormir en cama tan dura, se
despabiló antes de ser de día, y saliéndose a la carretera para reconocer
el sitio en que se encontraba vio que éste no era otro que la gran villa
de Móstoles, que conocía muy bien por haber ido a ella varias veces desde
su pueblo. Añadió que si don Nazario le daba licencia, averiguaría si aún
moraban allí dos hermanas, amigos suyas, llamadas la Beatriz y la Fabiana,
una de las cuales tuvo trato en Madrid con un matarife, y luego casaron y
él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a mal el sacerdote que buscara y
reconociera sus amistades, aunque para ello tuviese que ir al fin del
mundo y no volver, pues no quería llevar tal mujer consigo. Y una hora
después, hallándose el peregrino de palique con un cabrero que le obsequió
rumbosamente con sopas de leche, vio venir a su satélite muy afligida, y,
velis nolis, tuvo que escuchar historias que al pronto no despertaban
ningún interés. El matarife tabernero se había muerto de resultas de la
cogida de un novillo en las fiestas de Móstoles, dejando a su esposa en la
miseria, con una niña de tres años. Vivían las dos hermanas en un bodegón
ruinoso, próximo a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres que ya se
habrían ido a Madrid a buscarse la vida (cosa no difícil aún para Beatriz,
joven y de buena estampa) si no tuvieran a la niña muy malita, con un
tabardillo perjuicioso, que seguramente, antes de veinticuatro horas, la
mandaría para el Cielo.
-¡Ángel de Dios! - exclamó el asceta cruzando las manos -. ¡Desdichada
madre!
-Y yo -prosiguió la correntona-, en cuanto vi aquella miseria que
traspasa, y a la madre llorando, y a Beatriz moqueando, y a la niña con la
defunción pintada en la cara..., pues me entró una pena..., y luego me dio
la corazonada gorda, aquella que es como si la entraña me pegara cuatro
gritos, ¿sabe?... ¡Ahí, esta no me falla... Pues me alegré al sentirla, y
dije para entre mí: "Voy a contárselo al padre Nazarín, a ver si quiere
ir, y ve a la niña y la cura."
-¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo médico?
-Médico, no... pero es otra cosa que vale más que toda la mediquería. Si
usted quiere, don Nazario, la niña sanará.
III
-Iré -dijo el árabe manchego después de oír por tercera vez la súplica de
Ándara-, iré, pero solamente por dar a esas pobres mujeres un consuelo de
palabras piadosas... Mis facultades no alcanzan a más. La compasión, hija
mía, el amor de Cristo y del prójimo no son medicina para el cuerpo.
Vamos, sí; enséñame el camino; pero no a curar a la niña, que eso la
ciencia puede hacerlo, y si el caso es desesperado, Dios Omnipotente.
-¿A mí me viene usted con esas incumbencias? -replicó la moza con el
desgarro que usar solía en su prisión de la calle de las Amazonas-. No se
haga su reverencia el chiquito conmigo; que a mí me consta que es santo.
Vaya, vaya. ¡A mí con esas!... ¿Y qué trabajo le ha de costar hacer un
milagro, si quiere?
-No blasfemes, ignorante, mala cristiana. ¡Milagros yo!
-Pues si usted no los hace, ¿quién?
-¡Yo..., insensata; yo milagros, el último de las siervos de Dios! ¿De
dónde sacas que a mí, que nada soy, que nada valgo, pudo concederme Su
Divina Majestad el don maravilloso que sólo gozaron en la Tierra algunos,
muy pocos elegidos, ángeles más que hombres? Desdichada, quítate de mi
presencia, que tus simplezas, no hijas de la fe, sino de una credulidad
supersticiosa, me enfadan más de lo que yo quisiera.
Y, en efecto, tan enojado parecía, que hasta llegó a levantar el palo con
ademán de pegarle, hecho muy raro en él y que sólo ocurría en
extraordinarios casos.
-¿Por quién me tomas, alma llena de errores, mente viciada, naturaleza
insana en cuerpo y espíritu? ¿Soy acaso un impostor? ¿Trato de embaucar a
la gente?... Entra en razón y no me hables más de milagros, porque creeré,
o que te burlas de mí, o que tu ignorancia y desconocimiento de las leyes
de Dios son hoy tan grandes como lo fue tu perversidad.
No se dio Ándara por convencida, atribuyendo a modestia las palabras de su
protector; pero, sin volver a mentar el milagro, insistió en llevarle a
ver a sus amigas y a la niña moribunda.
-Eso, sí...; visitar a esa pobre gente, consolarla y pedir al Señor que
las conforte en su tribulación, lo haré.., ¡ya lo creo! Es mi mayor gusto.
Vamos allá.
Ni cinco minutos tardaron en llegar; con tanta prisa le llevó la tarasca
por callejuelas fangosas y llenas de ortigas y guijarros. En un bodegón
mísero, con suelo de tierra, paredes agrietadas, que más bien parecían
celosías por donde se filtraban el aire y la luz, el techo casi invisible
de tanta telaraña, y por todas partes barricas vacías, tinajas rotas,
objetos informes, vio Nazarín a la triste familia, dos mujeres arrebujadas
en sus mantones, con los ojos enrojecidos por el llanto y el insomnio,
escalofriadas, trémulas. La Fabiana ceñía su frente con un pañuelo muy
apretado, al nivel de las cejas: era morena, avejentada, de carnes
enjutas, y vestía miserablemente. La Beatriz, bastante más joven, si bien
había cumplido los veintisiete, llevaba el pañuelo a lo chulesco, puesto
con gracia, y su ropa, aunque pobre, revelaba hábitos de presunción. Su
rostro, sin ser bello, agradaba; era bien proporcionada de formas, alta,
esbelta, casi arrogante, de cabello negro, blanca tez y ojos garzos,
rodeados de una intensa oscuridad rojiza. En las orejas lucía pendientes
de filigrana, y en las manos, más de ciudad que de pueblo, bien cuidadas,
sortijas de poco o ningún valor.
En el fondo de la estancia habían tendido una cuerda, de la cual pendía
una cortina, como telón de teatro. Detrás estaba la alcoba, y en ella la
cama, o más bien cuna, de la niña enferma. Las dos mujeres recibieron al
ermitaño andante con muestras de grandísimo respeto, sin duda por lo que
de él les había contado Ándara; hiciéronle sentar en un banquillo y le
sirvieron una taza de leche de cabras con pan, que él tomó por no
desairarlas, partiendo la ración con la mujerona de Madrid, que gozaba de
un mediano apetito. Dos vecinas ancianas se colaron, por refistolear, y
acurrucadas en el suelo contemplaban con más curiosidad que asombro al
buen Nazarín.
Hablaron todos de la enfermedad de la pequeñuela, que desde el principio
se presentó con mucha gravedad. El día en que cayó malo, su madre tuvo el
barrunto desde el amanecer, porque al abrir la puerta vio dos cuervos
volando y tres urracas posadas en un palo frente a la casa. Ya le hizo
aquello malas tripas. Después salió al campo, y vio al chotacabras dando
brinquitos delante de ella. Todo esto era de muy mala sombra. Al volver a
casa, la niña con un calenturón que se abrasaba.
Habiéndoles preguntado don Nazario si la visitaba el médico, contestaron
que sí. Don Sandalio, el titular del pueblo, había venido tres veces, y la
última dijo que sólo Dios con un milagro podía salvar a la nena. Trajeron
también a una saludadora, que hacía grandes curas. Púsole un emplasto de
rabos de salamanquesas cogidas a las doce en punto de la noche... Con esto
parecía que la criaturita entraba en reacción; pero la esperanza que
cobraron duró bien poco. La saludadora, muy desconsolada, les había dicho
que el no hacer efecto los rabos de salamanquesa consistía en que era el
menguante de la luna. Siendo creciente, cosa segura, segurísima.
Con severidad y casi casi con enojo las reprendió Nazarín por su estúpida
confianza en tales paparruchas, exhortándolas a no creer más que en la
ciencia, y en Dios por encima de la ciencia y de todas las cosas. Hicieron
ellas ardorosas demostraciones de acatamiento al buen sacerdote, y
llorando y poniéndose de hinojos le suplicaron que viese a la niña y la
curara.
-Pero, hijas mías, ¿cómo pretendéis que yo la cure? No seáis locas. El
cariño maternal os ciega. Yo no sé curar. Si Dios quiere quitaros a la
niña, Él sabrá lo que hace. Resignaos. Y si decide conservárosla, ya lo
hará con sólo que se lo pidáis vosotras, aunque no está de más que yo
también se lo pida.
Tanto le instaron a que la viera, que Nazarín pasó tras la cortinilla.
Sentóse junto al lecho de la criatura, y largo rato la observó en
silencio. Tenía Carmencita el rostro cadavérico, los labios casi negros,
los ojos hundidos, ardiente la piel y todo su cuerpo desmayado, inerte,
presagiando ya la inmovilidad del sepulcro. Las dos mujeres, madre y tía,
se echaron a llorar otra vez como Magdalenas, y las vecinas que allí
entraron hicieron lo propio, y en medio de aquel coro de femenil angustia,
Fabiana dijo al sacerdote:
-Pues si Dios quiere hacer un milagro, ¿qué mejor ocasión? Sabemos que
usted, padre, es de pasta de ángeles divinos, y que se ha puesto ese traje
y anda descalzo y pide limosna por parecerse más a Nuestro Señor
Jesucristo, que también iba descalzo y no comía más que lo que le daban.
Pues yo digo que estos tiempos son como los otros, y lo que el Señor hacía
entonces, ¿por qué no lo hace ahora? Total, que si usted quiere salvarnos
a la niña, nos la salvará, como este es día. Yo así lo creo y en sus manos
pongo mi suerte, bendito señor.
Apartando sus manos para que no se las besaran, Nazarín, con reposado y
firme acento, les dijo:
-Señoras mías, yo soy un triste pecador como vosotras, yo no soy perfecto,
ni a cien mil leguas de la perfección estoy, y si me ven en este humilde
traje, es por gusto de la pobreza, porque creo servir a Dios de este modo,
y todo ello sin jactancia, sin creer que por andar descalzo valgo más que
los que llevan medias y botas, ni figurarme que por ser pobre, pobrísimo,
soy mejor que los que atesoran riqueza. Yo no sé curar; yo no sé hacer
milagros, ni jamás me ha pasado por la cabeza la idea de que por mediación
mía los haga el Señor, único que sabe alterar, cuando le plazca, las leyes
que ha dado a la Naturaleza.
-¡Sí puede, sí puede, sí puede! -clamaron a una todas las mujeres, viejas
y jóvenes, que presentes estaban.
-¡Que no puedo digo..., y conseguiréis que me enfade, vamos! No esperéis
nunca que yo me presente ante el mundo revestido de atribuciones que no
tengo, ni que usurpe un papel superior al oscuro y humilde que me
corresponde. Yo no soy nadie, yo no soy santo, ni siquiera bueno...
-Que sí lo es, que sí lo es.
-¡Ea!, no me contradigáis, porque me marcharé de vuestra casa... Ofendéis
gravemente a Nuestro Señor Jesucristo suponiendo que este pobre siervo
suyo es capaz de igualarse, no digo a Él, que esto sería delirio, pero ni
tan siquiera a los varones escogidos a quienes dio facultades de hacer
maravillas para edificación de gentiles. No, no, hijas mías. Yo estimo
vuestra simplicidad; pero no quiero fomentar en vuestras almas esperanzas
que la realidad desvanecería. Si Dios tiene dispuesto que muera la niña,
es porque la muerte le conviene, como os conviene a vosotras el
consiguiente dolor. Aceptad con ánimo sereno la voluntad celestial, lo
cual no quita que roguéis con fe y amor, que oréis, que pidáis
fervorosamente al Señor y a su Santísima Madre la salud de esta criatura.
Y por mi parte, ¿sabéis lo único que puedo hacer?
-¿Qué señor, qué?... Pues hágalo pronto.
-Eso mismo: pedir a Dios que devuelva su ser sano y hermoso a esta
inocente niña, y ofrecerle mi salud, mi vida, en la forma que quiera
tomarlas; que a cambio del favor que de Él impetramos me dé a mí todas las
calamidades, todos las reveses, todos las achaques y dolores que pueden
afligir a la Humanidad sobre la Tierra..., que descargue sobre mí la
miseria en su más horrible forma, la ceguera tristísima, la asquerosa
lepra..., todo, todo sea para mí, a cambio de que devuelva la vida a este
tierno y cándido ser, y os conceda a vosotras el premio de vuestros
afanes.
Dijo esto con tan ardoroso entusiasmo y convicción tan honda y firme,
fielmente traducidos por la palabra, que las mujeres prorrumpieron en
gritos, acometidas súbitamente de una exaltación insana. El entusiasmo del
sacerdote se les comunicó como chispa que cae en montón de pólvora, y allí
fue el llorar sin tasa y el cruzar de manos convulsivamente confundiendo
las alaridos de la súplica con las espasmos del dolor. El peregrino, en
tanto, silencioso y grave, puso su mano sobre la frente de la niña, como
para apreciar el grado de calor que la consumía, y dejó transcurrir en
esta postura buen espacio de tiempo, sin parar mientes en las
exclamaciones de las desconsoladas mujeres. Despidióse de ellas poco
después, con promesa de volver, y preguntando hacia dónde caía la iglesia
del pueblo, Ándara se ofreció a enseñarle, y fueron, y allá se estuvo todo
el santo día. La tarasca no entró en la iglesia.
IV
Al anochecer, cuando salió del templo, las primeras personas con que
tropezó don Nazario fueron Ándara y Beatriz, que iban a encontrarle. "La
niña no está peor -le dijeron-. Aun parece que está algo despejadita...
Abrió las ojos un rato, y nos miraba... Veremos qué tal pasa la noche."
Añadieron que le habían preparado una modesta cena, la cual aceptó por no
parecer huraño y desagradecido. Reunidos todos en el bodegón, la Fabiana
parecía un poquito más animada, por haber notado en la niña, hacia el
mediodía, algún despejo ¡pero a la tarde había vuelto el recargo. Ordenóle
Nazarín que siguiese dándole la medicina prescrita por el médico
Alumbrados por un candilejo fúnebre pendiente del techo, cenaron,
extremando el convidado su sobriedad hasta el punto de no tomar más que
medio huevo cocido y un platito de menestra con ración exigua de pan.
Vino, ni verlo. Aunque le habían preparado una cama bien mullida con paja
y unas mantas, se resistió a pernoctar allí, y defendiéndose como pudo de
las afables instancias de aquella gente determinó dormir con su perro en
el espacioso solar donde pasado había la anterior noche. Antes de
retirarse al descanso estuvieron un ratito de tertulia, sin poder hablar
de otra cosa que de la niña enferma y de cuán vanas son, en todo caso de
enfermedad, las esperanzas de alivio.
-Pues esta -dijo Fabiana, señalando a Beatriz- también está malucha.
-Pues no lo parece -observó Nazarín, mirándola con más atención que lo
había hecho hasta entonces.
-Son cosas -dijo Ándara- de los condenados nervios. Está así desde que
vino de Madrid; pero no se le conoce en la cara, ¿verdad? Cada día, más
guapa... Todo es por un susto, por muchísimos sustos que le hizo pasar
aquel chavó.
-Cállate tonta.
-Pues no lo digo...
-Lo que tiene -agregó Fabiana- es pasmo de corazón, vamos al decir,
maleficio, porque crea usted, padre Nazarín, que en los pueblos hay malos
quereres, y gente que hace daño con sólo mirar por el rabo del ojo.
-No seáis supersticiosas os he dicho, y vuelvo a repetíroslo.
-Pues lo que tengo -afirmó Beatriz, no sin cierta cortedad- es que hace
tres meses perdí las ganas de comer, pero tan en punto, que no entraba por
mi boca ni el peso de un grano de trigo. Si me embrujaron o no me
embrujaron, yo no lo sé. Y tras el no comer, vino el no dormir; y me
pasaba las noches dando vueltas por la casa, con un bulto aquí, en la boca
del estómago, como si tuviera atravesado un sillar de berroqueña de las
más grandones.
-Después -añadió Fabiana-le daban unos ataques tan fuertes, pero tan
fuertes, señor de Nazarín que entre todos no la podíamos sujetar. Bramaba
y espumarajeaba, y luego salía pegando gritos, y pronunciando cosas que la
avergonzaban a una.
-No seáis simples -dijo Ándara con sincera convicción- ¡eso es tener las
demonios metidos en el cuerpo. Yo también lo tuve cuando pasé de la edad
del pavo, y me curé con unos polvos que las llaman... cosa de broma
dura..., o no sé qué.
-Fueran o no demonios -manifestó Beatriz-, yo padecía lo que no hay idea,
señor cura, y cuando me daba, yo era capaz de matar a mi madre si la
tuviera, habría cogido un niño crudo o una pierna de persona para
comérmela o destrozarla con las dientes... Y después, ¡qué angustias
mortales, qué ganitas de morirme! A veces, no pensaba más que en la muerte
y en las muchas maneras que hay de matarse una. Y lo peor era cuando me
entraban los horrores de las cosas. No podía pasar por junta a la iglesia
sin sentir que se me ponían las pelos de punta. ¿Entrar en ella? Antes
morir... Ver a un cura con hábitos, ver un mirlo en su jaula, un jorobado
o una cerda con crías eran las cosas que más me horrorizaban. ¿Y oír
campanas? Esto me volvía loca.
-Pues eso -dijo Nazarín- no es brujería ni nada de demonios ¡es una
enfermedad muy común y muy bien estudiada, que se llama histerismo.
-Esterismo, cabal ¡eso decía el médico. Me entraba el ataque sin saber por
qué, y se me pasaba sin saber cómo. ¿Tomar? ¡Dios mío, las cosas que he
tomado! ¡Las palitos de saúco puestos de remojo un viernes, el suero de la
vaca negra, las hormigas machacadas con cebolla! ¡Pues y las cruces, y
medallas, y muelas de muerto que me he colgado del pescuezo!
-¿Y está usted curada ya? -le preguntó Nazarín, mirándola otra vez.
-Curada, no. Hace tres días que me dio la malquerencia, esto de aborrecer
una; pero ya menos fuerte que antes. Voy mejorando.
-Pues la compadezco a usted. Esa dolencia debe de ser muy mala. ¿Cómo se
cura? Mucha parte tiene en ella la imaginación, y con la imaginación debe
intentarse el remedio.
-¿Cómo, señor?
-Procurando penetrarse bien de la idea de que tales trastornos son
imaginarios. ¿No dice usted que le causaba horror la Santa Iglesia? Pues
vencer ese horror y entrar en ella, y pedir fervorosamente al Señor el
alivio. Yo le aseguro a usted que no tiene ya dentro del cuerpo ningún
demonio, llamemos así a esas extrañas aberraciones de la sensibilidad que
produce nuestro sistema nervioso. Persuádase usted de que esos fenómenos
no significan lesión ni avería de ninguna entraña, y no volverá a
padecerlos. Rechace usted la tristeza, pasee, distráigase, coma todo lo
que pueda, aleje de su cerebro las cavilaciones, procure dormir, y ya está
usted buena. ¡Ea!, señoras, que es tarde, y yo voy a recogerme.
Ándara y Beatriz le acompañaron hasta su domicilio, en el solar, y
dejáronle allí, después de arreglarle con hierba y piedras el mejor lecho
posible.
-No crea usted, padre -le dijo Beatriz, al despedirse- ¡me ha consolado
mucho con lo que me ha dicho de este mal que padezco. Si son demonios,
porque son demonios; si no, porque son nervios..., ello es que más fe
tengo en usted que en todo el medicato facultativo del mundo entero...
Conque..., buenas noches.
Rezó largo rato Nazarín, y después se durmió como un bendito hasta el
amanecer. El canto gracioso de los pajarillos que en aquellos ásperos
bardales tenían sus aposentos le despertó, y a poco entraron Ándara y su
amiga a darle las albricias. ¡La niña mejor! Había pasado la noche más
tranquilita, y desde el alba tenía un despejo y un brillar de ojos que
eran señales de mejoría.
-¡Si no es esto milagro, que venga Dios y lo vea!
-Milagro no es -les dijo con gravedad-. Dios se apiada de esa infeliz
madre. Habríalo hecho quizá sin nuestras oraciones.
Fueron todos allá, y encontraron a Fabiana loca de contento. Echó al
curita los brazos, y aun quiso besarle, a lo que él resueltamente se
opuso. Había esperanzas, pero no motivo aun para confiar en la curación de
la niña. Podía venir un retroceso, y entonces, ¡cuánto mayor sería la pena
de la pobre madre! En fin, cualquiera que fuese el resultado, ya lo verían
ellas, que él, si no mandaban otra cosa, se marchaba en aquel mismo
momento, después de tomar un frugalísimo desayuno. Inútiles fueron las
instancias y afabilidades de las tres hembras para detenerle. Nada tenía
que hacer allí; estaba perdiendo el tiempo muy sin sustancia, y érale
forzoso partir para dar cumplimiento a su peregrina y santa idea.
Tierna fue la despedida, y aunque reiteradamente exhortó a la feróstica de
Madrid a que no le acompañara, ella dijo, en su tosco estilo, que hasta el
fin del mundo le seguiría gozosa, pues se lo pedía el corazón de una
manera tal, que su voluntad era impotente para resistir aquel mandato.
Salieron, pues, juntos, y tras ellos, multitud de chiquillos y algunas
vejanconas del lugar; tanto, que por librarse de una escolta que le
desagradaba, Nazarín se apartó de la carretera, y metiéndose por el campo
a la izquierda del camino real, siguió en derechura de una arboleda que a
lo lejos se veía.
-¿No sabe? -le dijo Ándara, cuando se retiraron los últimos del séquito-.
Me ha dicho anoche Beatriz que si la niña cura hará lo mismo que yo.
-¿Qué hará, pues?
-Pues seguirle a usted adondequiera que vaya.
-Que no piense en tal cosa. Yo no quiero que nadie me siga. Voy mejor
solito.
-Pues ella lo desea. Dice que por penitencia.
-Si la llama la penitencia, adóptela en buen hora; pero para eso no
necesita ir conmigo. Que abandone toda su hacienda, en lo cual paréceme
que no hace un gran sacrificio, y que salga a pedir limosna..., pero
solita. Cada cual con su conciencia, cada cual con su soledad.
-Pues yo le contesté que sí, que la llevaríamos...
-¿Y quién te mete a ti...?
-Me meto, sí, señor, porque quiero a la Beatriz, y sé que le probará esta
vida. Como que le viene bien el ejercicio penitente para quitarse de lo
que le está matando el alma, que es un mal hombre llamado el Pinto, o el
Pintón, no estoy bien segura. Pero le conozco: buen mozo, viudo, con un
lunar de pelo aquí. Pues ese es el que le sorbe el sentido, y el que le
metió los demomos en el cuerpo. La tiene engañada, hoy la desprecia,
mañana le hace mil figuras, y vele aquí por qué se ha puesto tan
estericada. Le conviene, sí, señor, le conviene el echarse a peregrina,
para limpiarse la cabeza de maldades, que si no lleva los demonios en el
vientre y pecho, y en los vacíos, en la cabeza cerebral sí que tiene sin
fin de ellos. Y todo desde un mal parto; y por la cuenta fueron dos...
-¿Para qué me traes a mí esas vanas histories, habladora, entrometida? -le
dijo Nazarín con enfado-. ¿Qué tengo yo que ver con Beatriz, ni con el
Pinto, ni con...?
-Porque usted debe ampararla, que si no se mete pronto a penitente con
nosotros, mirando un poco para lo del alma, se meterá a otra cosa mala,
tocante a lo del cuerpo, ¡mal ajo! ¡Si estuvo en un tris! Cuando la niña
cayó mala, ya tenía ella su ropa en el baúl para marcharse a Madrid. Me
enseñó la carta de la Seve llamándola y...
-Que no me cuentes historias, ¡ea!
-Acabo ya... La Seve le decía que se fuera pronto y que allá..., pues...
-¡Que te calles!... Vaya la Beatriz adonde quiera... No; eso, no; que no
acuda al llamemiento de esa embaucadora..., que no muerda el anzuelo que
el demonio le tiende, cebado con vanidades ilusorias... Dile que no vaya,
que allí la esperan el pecado, la corrupción, el vicio, y una muerte
ignominiosa, cuando ya no tenga tiempo de arrepentirse.
-Pero ¿cómo le digo todas esas cosas, padrito, si no volvemos a Móstoles?
V
-Puedes ir tú, yo te espero aquí.
-No se convencerá por lo que yo le hable. Yendo usted en persona y
parlándoselo bien, es seguro que no se pierde. En usted tiene fe, pues con
lo poquito que le oyó explicar de su enfermedad, ya se tiene por curada, y
no le entra más el arrechucho. Conque volvamos, si le parece bien.
-Déjame, déjame que lo piense.
-Y con eso sabremos si al fin se ha muerto la nena o vive.
-Me da el corazón que vive.
-Pues volvamos, señor..., para verlo.
-No; vas tú, y le dices a tu amiga... En fin, mañana lo determinaré.
En una corraliza hallaron albergue, después de procurarse cena con los
pocos cuartos que les produjo la postulación de aquel día, y como al
amanecer del siguiente emprendiera Nazarín la marcha por el mismo
derrotero que desde Móstoles traía, le dijo Ándara:
-Pero ¿usted sabe adónde vamos?
-¿Adónde?
-A mi pueblo, ¡mal ajo!
-Te he dicho que no pronuncies más delante de mí ninguna fea palabra. Si
una sola vez reincides, no te permito acompañarme. Bueno, ¿hacia dónde
dices que caminamos?
-Hacia Polvoranca, que es mi pueblo, señor; y yo, la verdad, no quisiera
ir a mi tierra, donde tengo parientes, algunos en buena posición, y mi
hermana está casada con el del fielato. No se crea usted que Polvoranca es
cualesquiera cosa, que allá tenemos gente muy rica, y los hay con seis
pares... de mulas, quiere decirse.
-Comprendo que te sonrojes de entrar en tu patria -replicó el peregrino-.
¡Ahí tienes! Si fueras buena, a todas partes podrías ir sin sonrojarte. No
iremos, pues, y encaminémonos por este otro lado, que para nuestro objeto
es lo mismo.
Anduvieron todo aquel día, sin más ocurrencia digna de mencionarse que la
deserción del perro que acompañaba a Nazarín desde Carabanchel. Bien
porque el animal tuviese también parentela honrada en Polvoranca, bien
porque no gustase de salir de su terreno, que era la zona de Madrid en un
corto radio, ello es que al caer de la tarde se despidió como un criado
descontento, tomando soleta para la Villa y Corte, en busca de major
acomodo. Después de hacer noche en campo raso, al pie de un fresno, los
caminantes avistaron nuevamente a Móstoles, adonde Ándara guiaba, sin que
don Nazario se enterase del rumbo.
-¡Calle! ¿Ya estamos otra vez en el poblachón de tus amigas? Pues mira,
hija, yo no entro. Ve tú y entérate de cómo está la niña, y de paso le
dices de mi parte a esa pobre Beatriz lo que ya sabes, que no haga caso de
las solicitudes del vicio, y que si quiere peregrinar y hacer vida
humilde, no necesita de mí para nada... Anda, hija, anda. En aquella noria
vieja, que allí se ve entre dos árboles raquíticos, y que esterá como a un
cuarto de legua del pueblo, te espero. No tardes.
Fuese a la noria despacio, bebió un poco de agua, descansó, y no habían
pasado dos horas desde que se alejó la andariega, cuando Nazarín la vio
volver y no sola, sino acompañada de otra que tal, en quien, cuando se
aproximaron, reconoció a la Beatriz. Seguíanlas algunos chicos del pueblo.
Antes de llegar adonde el mendigo las esperaba, las dos mozas y los
rapaces prorrumpieron en gritos de alborozo.
-¿No sabe?... ¡La niña buena! ¡Viva el santo Nazarín! ¡Vivaaa!... La niña
buena..., buena del todo. Habla, come, y parece resucitada.
-Hijas, no seáis locas. Para darme la buena noticia no es precise
alborotar tanto.
-¡Sí que alborotamos! -gritaba Ándara, dando brincos.
-Queremos que lo sepan las pájaros del aire, los peces del río, y hasta
las lagartos que corren entre las piedras -dijo la Beatriz radiante de
júbilo, con las ojos echando lumbre.
-Que es milagro, ¡contro!
-¡Silencio!
-No será milagro, padre Nazarín; pero usted es muy bueno, y el Señor le
concede todo lo que le pide.
-No me habléis de milagros ni me llaméis santo, porque me meteré,
avergonzado y corrido, donde jamás volváis a verme.
Los muchachos alborotaban no menos que las mujeres, llenando el aire de
graciosos chillidos.
-Si entra el señor en el pueblo, le llevan en volandas. Creen que la niña
estaba muerta y que él, con sólo ponerle la mano en la frente, la volvió a
la vida.
-¡Jesús qué disparate! ¡Cuánto me alegro de no haber ido allá! En fin,
alabemos la infinita misericordia del Señor... Y la Fabiana, ¡qué contenta
estará!
-Loca, señor, loca de alegría. Dice que si usted no entra en su casa, la
niña se muere. Y yo también lo creo. ¿Y sabe usted lo que hacen las viejas
del pueblo? Entran en nuestra casucha, y nos piden, por favor, que las
dejemos sentar en la misma banqueta en que el bendito de Dios se sentó.
-¡Vaya un desatino! ¡Qué simplicidad! ¡Qué inocencia!
Reparó entonces don Nazario que Beatriz iba descalza, con falda negra,
pañuelo corto cruzado en el busto, un morral a la espalda, en la cabeza
otro pañuelo liado en redondo.
-¿Vas de viaje, mujer? -le preguntó; y no es de extrañar que la tutease,
pues esta era en él añeja costumbre, hablando con gente del pueblo.
-Viene con nosotros -afirmó Ándara, con desenfado-. Ya ve, señor. No tiene
más que dos caminos: el que usted sabe, allá, con la Seve, y este.
-Pues que emprenda solita su campaña piadosa. Idos las dos juntas y
dejadme a mí.
-Eso, nunca -respondió la de Móstoles-, pues no es bien que usted vaya
solo. Hay mucha gente mala en este mundo. Llevándonos a nosotras, no tenga
ningún cuidado, que ya sabremos defenderle.
-No, si yo no tengo cuidado, ni temo nada.
-¿Pero en qué le estorbamos? ¡Vaya con el señor!... -dijo la de
Polvoranca, con cierto mimo-. Y si se nos llena el cuerpo de demonios,
¿quién nos los echa? ¿Y quién nos enseña las cosas buenas, lo del alma, de
la gloria divina, de la misericordia y de la pobreza? ¡Esta y yo solas!
¡Apañadas estábamos! ¡Mire que!... ¡Vaya, que quererle una tanto, sin
malicia, todo por bien, y darle a una este pago!... Malas semos, pero si
nos deja atrás, ¿qué va a ser de nosotras?
Beatriz nada decía, y se limpiaba las lágrimas con su pañuelo. Quedóse un
rato meditabundo el buen Nazarín, haciendo rayas en el suelo con su palo,
y, por fin, les dijo:
-Si me prometéis ser buenas y obedecerme en todo lo que os mande, venid.
Despedidos los chicuelos mostolenses, para lo cual fue preciso darles los
poquísimos ochiavos de la colecta de aquel día, emprendieron los tres
penitentes su marcha, tomando un senderillo que hay a la derecha del
camino real, conforme vamos a Navalcarnero. La tarde fue bochornosa;
levantóse a la noche un fuerte viento que les daba de cara, pues iban
hacia el Oeste; brillaron relámpagos espantosos, seguidos de formidables
truenos, y descargó una violentísima lluvia que les puso perdidos.
Felizmente, les deparó la suerte unas ruinas de antigua cabaña, y allí se
guarecieron del furioso temporal. Ándara reunió leña y hojarasca. Beatriz,
que, como mujer precavida, llevaba mixtos, prendió una hermosa hoguera, a
la cual se arrimaron los tres para secar sus ropas. Resueltos a pasar allí
la noche, pues no era probable encontraran sitio más cómodo y seguro,
Nazarín les dio la primera conferencia sobre la Doctrina, que las pobres
ignoraban o habían olvidado. Más de media hora las tuvo pendientes de su
palabra persuasiva, sin retóricas ociosas, hablándoles de los principios
del mundo, del pecado original, con todas sus consecuencias lamentables,
hasta que la infinita misericordia de Dios dispuso sacar al Hombre del
cautiverio del mal por medio de la redención. Estas nociones elementales
las explicaba el ermitaño andante con lenguaje sencillo, dándoles más
claridad a veces con la forma de ejemplos, y ellas le oían embobadas,
sobre todo Beatriz, que no perdía sílaba, y todo se lo asimilaba
fácilmente, grabándolo en su memoria. Después rezaron el rosario y
letanías, y repitieron varias oraciones que el buen maestro quería que
aprendiesen de corrido.
Al día siguiente, después de orar los tres de rodillas, emprendieron la
marcha con buena fortuna: las dos mujeres, que se adelantaban a pedir en
las aldeas o caseríos por donde pasaban, recogieron bastantes ochavos,
hortalizas, zoquetes de pan y otras especies. Pensaba Nazarín que iban
demasiado bien aquellas penitencias para ser tales penitencias, pues desde
que salió de Madrid llovían sobre él las bienandanzas. Nadie le había
tratado mal, no había tenido ningún tropiezo; le daban limosna casi
siempre que la pedía, y éranle desconocidos el hambre y la sed. Y, a mayor
abundamiento, gozaba de preciosa libertad, la alegría se desbordaba de su
corazón y su salad se robustecía. Ni un triste dolor de muelas le había
molestado desde que se echó a los caminos, y, además, ¡qué ventura no
cuidarse del calzado ni de la ropa, ni inquietarse por si el sombrero era
flamante o viejo, o por si iba bien o mal pergeñado! Como no se afeitaba,
ni lo había hecho desde mucho antes de salir de Madrid, tenía ya la barba
bastante crecida; era negra y canosa, terminada airosamente en punta. Y
con el sol y el aire campesino, su tez iba tomando un color bronceado,
caliente, hermoso. La fisonomía clerical habíase desvanecido por completo,
y el tipo arábigo, libre ya de aquella máscara, resaltaba en toda su
gallarda pureza.
Cortóles el paso el río Guadarrama, que con el reciente temporal venía
bastante lleno; pero no les fue difícil encontrar más arriba sitio por
donde vadearlo, y siguieron por una campiña menos solitaria y estéril que
la de la orilla izquierda, pues de trecho en trecho veían casas,
aldehuelas, tierras bien labradas, sin que faltaran árboles y bosquecillos
muy amenos. A media tarde divisaron unas casonas grandes y blancas,
rodeadas de verde floresta, destacándose entre ellas una gallarda torre,
de ladrillo rojo, que parecía campanario de un monasterio. Acercándose
más, vieron a la izquierda un caserío rastrero y pobre, del color de la
tierra, con otra torrecilla, como de iglesia parroquial de aldea. Beatriz,
que estaba fuerte en la geografía de la región que iban recorriendo, les
dijo:
-Ese lugar es Sevilla la Nueva, de corto vecindario, y aquellas casas
grandonas y blancas con arboleda y una torre, son la finca o estados que
llaman la Coreja. Allí vive ahora su dueño, un tan don Pedro de Belmonte,
rico, noble, no muy viejo, buen cazador, gran jinete, y el hombre de peor
genio que hay en toda Castilla la Nueva. Quién dice que es persona muy
mala, dada a todos los demonios; quién que se emborracha para olvidar
penas, y, hallándose en estado peneque, pega a todo el mundo y hace mil
tropelías... Tiene tanta fuerza, que un día, yendo de caza, porque un
hombre que pasaba en su burra no quiso desapartarse, cogió burra y hombre,
y, levantándolos en vilo, los tiró por un despeñadero... Y a un chico que
le espantó unas liebres, le dio tantos palos que le sacaron de la Coreja
entre cuatro, medio muerto. En Sevilla la Nueva le tienen tanto miedo, que
cuando le ven venir aprietan todos a correr, santiguándose, porque una
vez, no es broma, por no sé qué pendencia de unas aguas, entró mi don
Pedro en el pueblo a la hora que salían de misa, y a bofetada limpia, a
este quiero, a este no quiero, tumbó en el suelo a más de la mitad... En
fin, señor, que me parece prudente que no nos acerquemos, porque suele
andar el tal de caza por estos contornos, y fácil es que nos vea y nos dé
el quién vive.
-¿Sabes que me pones en curiosidad -indicó Nazarín-, y que la pintura que
has hecho de esa fiera más me mueve a seguir hacia allá que a retroceder?
VI
-Señor, no busquemos tres pies al gato -dijo Ándara-, que si ese hombre
tan bruto nos arrima una paliza, con ella hemos de quedarnos.
En esto llegaban a un caminito estrecho, con dos filas de chopos, el cual
parecía la entrada de la finca, y lo mismo fue poner su planta en él los
tres peregrinos, que se abalanzaron dos perrazos como leones, ladrando
desaforadamente, y antes de que pudieran huir les embistieron furiosos.
¡Qué bocas, qué feroces dientes! A Nazarín le mordieron una pierna; a
Beatriz, una mano, y a la otra le hicieron trizas la falda, y aunque los
tres se defendían con sus palos bravamente, los terribles canes habrían
dado cuenta de ellos si no los contuviera un guarda que salio de entre
unos matojos.
Ándara se puso en jarras, y no fueron injurias las que echó de su boca
contra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beatriz no se quejaban.
Y el maldito guarda, en vez de mostrarse condolido del daño causado por
las fieros animates, endilgó a los peregrinos esta grosera intimación:
-¡Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, taifa de ladrones! Y den gracias
a Dios de que no los ha visto el amo; que si les ve, ¡Cristo!, no les
quedan ganas de asomar las narices a la Coreja.
Apartáronse medrosas las dos mujeres, llevándose casi a la fuerza a
Nazarín, que, al parecer, no se asustaba de cosa alguna. En una frondosa
olmeda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar del sofoco,
y a lavarle las heridas al bendito clérigo, vendándoselas con trapos, que
la previsora Beatriz llevaba. En todo el resto de la tarde y prima noche,
hasta la hora del rezo, no se habló más que del peligro que habían
corrido, y la de Móstoles contó nuevos desmanes del señor de Belmonte.
Decía la fama que era viudo y que había matado a su mujer. La familia, de
la nobleza de Madrid, no se trataba con él, y le recluía en aquella
campestre residencia como en un presidio, con muchos y buenos criados,
unos para cuidarle y asistirle en sus cacerías, otros para tenerle bien
vigilado, y prevenir a sus parientes si se escapaba. Con estas noticias se
avivó más y más el deseo que Nazarín sentía de encararse con semejante
fiera. Acordando pasar la noche en la espesura de aquellos olmos, allí
rezaron y cenaron, y de sobremesa dijo que por nada de este mundo dejaría
de hacer una visita a la Coreja, donde le daba el corazón que encontraría
algún padecimiento grande, o, cuando menos, castigos, desprecios y
contrariedades, ambición única de su alma.
-¡Y qué, hijas mías, todo no ha de ser bienandanza! Si no nos salieran al
encuentro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terribles hambres,
maldades de hombres y ferocidades de bestias, esta vida sería deliciosa, y
buenos tontos serían los hombres y mujeres del mundo si no la adoptaran.
¿Pues qué os habíais figurado vosotras? ¿Que íbamos a enrar en un mundo de
amenidades y abundancias? Tanto empeño por seguirme, y en cuanto se
presenta coyuntura de sufrir, ya queréis esquivarla! Pues para eso no
hacía ninguna falta que vinierais conmigo; y de veras os digo que, si no
tenéis aliento para las cuestas enmarañadas de abrojos, y sólo os gusta el
caminito llano y florido, debéis volveros y dejarme solo.
Trataron de disuadirle con cuantas razones se les ocurrieron, entre ellas
algunas que no carecían de sentido práctico, verbigracia, que cuando el
mal les acometiese, debían apechugar con él y resistirlo; pero que en
ningún caso era prudente buscarlo con temeridad. Esto arguyeron ellas en
su tosco estilo, sin lograr convencerle ni aquella noche, ni a la
siguiente mañana.
-Por lo mismo que el señor de la Coreja goza fama de corazón duro -les
dijo-, por lo mismo que es cruel con los inferiores, sañudo con los
débiles, yo quiero llamar a su puerta y hablar con él. De este modo veré
por mí mismo si es justa o no la opinión, la cual, a veces, señoras mías,
yerra grandemente. Y si, en efecto, es malo el señor..., ¿cómo dices que
se llama?
-Don Pedro de Belmonte.
-Pues si es un dragón ese don Pedro, yo quiero pedirle una limosna por
amor de Dios, a ver si el dragón se ablanda y me la da. Y, si no, peor
para él y para su alma.
No quiso oír más razones, y viendo que las dos mujeres palidecían de miedo
y daban diente con diente, les ordenó que le aguardasen allí, que él iría
solo, impávido y decidido a cuanto pudiera sucederle, desde la muerte, que
era lo más, a las mordidas de los canes, que eran lo menos. Púsose en
marcha, y ellas le gritaban:
-¡No vaya, no vaya, que ese bruto le va a matar!... ¡Ay, señor Nazarín de
mi alma, que no le volvemos a ver!... ¡Vuélvase, vuélvase para atrás, que
ya salen los perros y muchos hombres, y uno, que parece el amo, con
escopeta!... ¡Dios mío, Virgen Santísima, socorrednos!
Fue don Nazario en derechura de la entrada del predio, y avanzó resuelto
por la calle de árboles sin encontrar a nadie. Ya cerca del edificio, vio
que hacia él iban dos hombres, y oyó ladrar de perros, mas eran de caza,
no los furiosos mastines del día anterior. Avanzó con paso firme, y, ya
próximo a los hombres, observó que ambos se plantaron como esperándole. Él
los miró también, y encomendóse a Dios, conservando su paso reposado y
tranquilo. Al llegar junto a ellos, y antes de que pudiera hacerse cargo
de cómo eran los tales, una voz imperativa y furibunda le dijo:
-¿Adónde va usted por aquí, demonio de hombre? Esto no es camino, ¡rayos!,
no es camino más que para mi casa.
Paróse en firme Nazarín ante don Pedro de Belmonte, pues no era otro el
que así le hablaba, y con voz segura y humilde, sin que en ella la
humildad delatara cobardía, le dijo:
-Señor, vengo a pedirle una caridad, por amor de Dios. Bien sé que esto no
es camino más que para su casa, y como doy por cierto que en toda casa de
esta cristiana tierra viven buenas almas, por eso he entrado sin licencia.
Si en ello le ofendí, perdóneme.
Dicho esto, Nazarín pudo contemplar a sus anchas la arrogantísima figura
del anciano señor de la Coreja, don Pedro de Belmonte. Era hombre de tan
alta estatura, que bien se le podía llamar gigante, bien plantado, airoso,
como de sesenta y dos años; pero vejez más hermosa difícilmente se
encontraría. Su rostro, del sol curtido; su nariz un poco gruesa y de
pronunciada curva, sus ojos vivos bajo espesas cejas, su barba blanca,
puntiaguda y rizosa; su ancha y despejada frente revelaban un tipo noble,
altanero, más amigo de mandar que de onbedecer. A las primeras palabras
que le oyó pudo observar Nazarín la fiereza de su genio y la gallardía
despótica de sus ademanes. Lo más particular fue que, después de echarle a
cajas destempladas, y cuando ya el penitente, con humilde acento, gorra en
mano, se despedía, don Pedro se puso a mirarle fijamente, poseído de una
intensísima curiosidad.
-Ven acá -le dijo-. No acostumbro dar a los holgazanes y vagabundos más
que una buena mano de palos cuando se acercan a mi casa. Ven acá, te digo.
Turbóse Nazarín un instante, pues con todo el valor del mundo era
imposible no desmayar ante la fiereza de aquellos ojos y la voz
terrorífica del orgulloso caballero. Vestía traje ligero y elegante, con
el descuido gracioso de las personas hechas al refinado trato social;
botas de campo, y en la cabeza, un livianillo oscuro, ladeado sobre la
oreja izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y en un cinto
muy majo, las municiones.
"Ahora -pensó Nazarín- este buen señor coge la escopeta y me destripa de
un culatazo, o me da con el cañón en la cabeza y me la parte. Dios sea
coomigo."
Pero el señor de Belmonte seguía mirándole, mirándole, sin decir nada, y
el hombre que iba en su compañía también armado de escopeta, les miraba a
los dos.
-Pascual -dijo el caballero a su criado- ¿qué te parece este tipo?
Como Pascual no respondiese, sin duda por respeto, don Pedro soltó una
risotada estrepitosa, y encarándose con Nazarín, añadió:
-Tú eres moro... Pascual, ¿verdad que es moro?
-Señor, soy cristiano -replicó el peregrino.
-Cristiano de religión... ¡Y a saber!... Pero eso no quita que seas de
pura raza arábiga. ¡Ah!, conozco yo bien a mi gente. Eres árabe, y de
Oriente, del poético, del sublime Oriente. ¡Si tengo yo un ojo!... ¡En
seguida que te vi!... Ven conmigo.
Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero y detrás al
sirviente.
-Señor -replicó Nazarín-, soy cristiano.
-Eso lo veremos... ¡A mí con esas! Para que te enteres, yo he sido
diplomático, y cónsul, primero en Beirut, después en Jesusalén. En Oriente
pasé quince años, los mejores de mi vida. Aquello es país.
Creyó Nazarín prudente no contradecirle, y se dejó llevar hasta ver en qué
paraba todo aquello. Entraron en un largo patio, donde oyó ladrar los
perros del día anterior... Les conocía por el metal de voz. Luego
atravesaron una segunda portalada para pasar a otro corralón más grande
que el primero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas pastaban la
abundante hierba que allí crecía. Tras aquel patio, otro más chico, con
una noria en el centro. Tan extraña serie de recintos murados pareciéronle
a Nazarín fortaleza o ciudadela. Vio también la torre que desde tan lejos
se divisaba, y que era un inmenso palomar, en torno del cual revoloteaban
miles de parejas de aquellas lindas aves.
Desembarazóse el caballero de su escopeta, que entregó al criado,
mendándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.
Las primeras frases de la conversación entre el mendigo y Belmonte fueron
de lo más extraño que puede imaginarse.
-Dime: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué harias?
-¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarme, si tiene agua; y si no la
tiene, estrellarme.
-¿Y tú qué crees? ¿Que soy capaz de arrojarte?... ¿Qué opinión tienes de
mí? Habrás oído en el pueblo que soy muy malo.
-Como siempre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la opinión
que traigo de usted no es muy buena. Pero yo me permito creer que la
aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un espíritu
recto y cristiano, amante y temeroso de Dios.
Volvió a mirarle el caballero con atención y curiosidad tan intensas, que
Nazarín no sabía qué pensar, y estaba un si es no es aturdido.
VII
De pronto, Belmonte empezó a reñir con los criados por si habían o no
habían dejado escapar una cabra que se comió un rosal. Llamábales
gandules, renegados, beduinos, zulús, y les amenazaba con desollarles
vivos, cortarles las orejas o abrirlos en canal. Nazarín estaba indignado,
pero se reprimía. "Si de este modo trata a sus servidores, que son como de
la familia -pensaba-, ¿qué hará conmigo, pobrecito de las calles? Lo que
me maravilla es que todos mis huesos estén enteros a la hora presente."
Volvió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y aún estuvo bufando un
ratito, como volcán que arroja escorias y gases después de la erupción.
-Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas mal
para fastidiarme y aburrirme. ¡Lástima que no viviéramos en las tiempos
del feudalismo, para tener el gusto de colgar de un árbol a todo el que no
anduviese derecho!
-Señor -dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cristianismo al noble
caballero, sin temor a las consecuencias funestísimas de su cólera-, usted
pensará de mí lo que guste, y me tendrá por impertinente; pero yo reviento
si no le digo que esa manera de tratar a sus servidores es anticristiana,
y antisocial, y bárbara y soez. Tómelo usted por donde quiera, que yo, tan
pobre y tan desnudo como entré en su casa saldré de ella. Los sirvientes
son personas, no animates, y tan hijos de Dios como usted, y tienen su
dignidad y su pundonor, como cualquiera señor feudal, o que pretende
serlo, de los tiempos pasados y futuros. Y dicho esto, que es en mí un
deber de conciencia, déme permiso para marcharme.
Volvió el señor a examinarle detenidamente: cara, traje, manos, los pies
desnudos, el cráneo de admirable estructura, y lo que veía, así como el
lenguaje urbano del mendigo, tan disconforme con su aparente condición,
debió de asombrarle y confundirle.
-Y tú, moro auténtico, o pordiosero falsificado -le dijo-, ¿cómo sabes
esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresarlas tan bien?
Y, antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregrino
imperiosamente que le siguiera.
-Ven acá... Quiero examinarte antes de responderte.
Llevóle a una estancia espaciosa, amueblada con antiguos sillones de
nogal, mesas de lo mismo, arcones y estantes, y, señalándole un asiento,
se sentó él también; mas pronto se puso en pie, y fue de un lado para
otro, mostrando una inquietud nerviosa que habría desconcertado a hombres
de peor temple que el gran Nazarín.
-Tengo una idea..., ¡oh, qué idea!... ¡Si fuera!... Pero no, no puede ser.
Sí que es... El demonio me lleve si no puede ser. Cosas más
extraordinarias se han visto... ¡Rayos! Desde el primer momento lo
sospeché... No soy hombre que se deja engañar... ¡Oh, el Oriente! ¡Qué
grandeza!... ¡Sólo allí existe la vida espiritual!...
Y no decía más que esto, paseo arriba, paseo abajo, sin mirar al clérigo,
o parándose para mirarle de hito en hito, con asombro y cierta turbación.
Don Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor de la Coreja
el mayor extravagante que Dios había echado al mundo, ya un tirano de
refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún atroz suplicio, y
jugaba con él, como el gato con el ratón antes de comérselo.
"Si me achico -pensó-, seré sacrificado de una manera desairada y
estúpida. Saquemos partido de la situación, y si este gigante furioso ha
de hacer en mí una barbaridad, que no sea sin oír antes las verdades
evangélcas."
-Señor mío, hermano mío -le dijo, levantándose y tomando el tono sereno y
cortés que usar solía para reprender a las malos-, perdone a mi pequeñez
que se atreva a medirse con su grandeza. Cristo me lo manda; debo hablar y
hablaré. Veo al Goliat ante mí, y sin reparar en su poder, me voy derecho
a él con mi honda. Es propio de mi ministerio amonestar a los que yerran;
no me acobarda la arrogancia del que me escucha; mis apariencias humildes
no significan ignorancia de la fe que profeso, ni de la doctrina que puedo
enseñar a quien lo necesite. No temo nada, y si alguien me impusiera el
martirio en pago de las verdades cristianas, al martirio iría gozoso. Pero
antes he de decirle que está usted en pecado mortal, que ofende a Dios
gravemente con su soberbia, y que si no se corrige, no le servirán de nada
su estirpe, ni sus honores y riquezas, vanidad de vanidades, inútil peso
que le hundirá más cuanto más quiera remontarse. La ira es daño gravísimo
que sirve de cebo a las demás pecados, y priva al alma de la serenidad que
necesita para vencer el mal en otras esferas. El colérico está vendido a
Satanás, quien ya sabe cuán poco tiene que luchar con las almas que
fácilmente se inflaman en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés y
humano con los inferiores. Ignoro si siente usted el amor de Dios; pero
sin el del prólimo, aquel grande amor es imposible, pues la planta amorosa
tiene sus raíces en nuestro suelo, raíces que son el cariño a nuestros
semejantes, y si estas raíces están secas, ¿cómo hemos de esperar flores
ni frutos allá arriba? La sorpresa con que usted me escucha me prueba que
no está acostumbrado a oír verdades como estas, y menos de un infeliz
haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cristo en mi corazón me dijo una y
otra vez que entrase, sin temor a nada ni a nadie, y por eso entré y heme
puesto delante del dragón. Abra usted sus fauces, alargue sus uñas,
devóreme si gusta; pero expirando, le diré que se enmiende, que Cristo me
manda aquí para llamarle a la verdad y anunciarle su condenación si no
acude pronto al llamamiento.
Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja, no
sólo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con
respeto, no ciertamente humillándose ante el sacerdote, sino vencido del
asombro que tales conceptos en boca de persona tan humilde le causaban.
-Ya hablaremos de eso -le dijo con calma-. Tengo una idea..., una idea que
me atormenta..., porque has de saber que de algún tiempo acá la pérdida de
la memoria es el mayor suplicio de mi vida y la causa de todas mis
rabietas...
De repente se dio una palmada en la frente, y diciendo: "Ya la cogí.
¡Eureka, eureka!", se fue casi de un salto al cuarto próximo, dejando solo
y cada vez más desconcertado al buen peregrino. El cual, como Belmonte
dejara abierta la puerta, pudo verle en la estancia inmediata, que era al
modo de biblioteca o despacho, revolviendo papeles de los muchos que sobre
una gran mesa había. Ya pasaba la vista rápidamente por periódicos
grandísimos, al parecer extranjeros; ya hojeaba revistas, y, por fin, sacó
de un estante legajos que examinaba con febril presteza.
Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que entraban criados en el
despacho, que el señor les daba órdenes, por cierto con mejor modo que
antes, y, por último, criados y señor desaparecieron por otra puerta que
daba a las interioridades de aquel vasto edificio. Al quedarse solo el
buen padrito examinó con más calma la habitación en que se encontraba; vio
en las parades cuadros antiguos, religiosos, bastante buenos: San Juan
reprendiendo a Herodes delante de Herodías; Salomé bailando; Salomé con la
cabeza del Bautista; por otro lado, santos de la Orden de Predicadores, y
en el testero principal, un buen retrato de Pío IX. Pues, Señor, seguía
sin entender la casa, ni al dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya
empezaba a temer que le abandonaran en aquel solitario aposento, cuando
entró un criado a llamarle, y le dijo que le siguiera.
"¿Para qué me querrán? -se decía, atravesando tras el fámulo salas y
corredores-. Dios sea conmigo, y si me llevan por aquí para meterme en una
mazmorra, 0 arrojarme en una cisterna, o segarme el pescuezo, que me coja
la muerte en la disposición que he deseado toda mi vida."
Pero la mazmorra o cisterna a que le llevaron era un comedor espacioso,
alegre y muy limpio, en el cual vio la mesa puesta, con todo el lujo de
fina loza y cristalería que se estila en Madrid, y en ella dos cubiertos
no más, uno frente a otro. El señor de Belmonte, que allí estaba vestido
de negro, el cabello y la barba muy bien atusados, camisa con pechera y
cuello lustroso, señaló a Nazarín uno de las asientos.
-Señor -balbució el penitente, turbado y confuso -, ¿con esta facha mísera
he de sentarme a mesa tan elegante?
-Que se siente, digo, y no me obligue a repetirlo -añadió el caballero,
con más aspereza en la palabra que en el tono.
Comprendiendo que la gazmoñería no cuadraba a su humildad sincera, don
Nazario se sentó. Una negativa insistente habría resultado más bien
afectado orgullo que amor de la pobreza.
-Me siento, señor, y acepto el desmedido honor que usted hace, sentándole
a su mesa, a un pobre de los caminos, que ayer fue mordido cruelmente por
los perros de esta casa. Parte de lo que dije hace poco a usted, por
mandato de mi Señor, queda sin efecto por este acto suyo de caridad. Quien
tal hace, no es, no puede ser enemigo de Cristo.
-¡Enemigo de Cristo! ¿Pero qué está usted diciendo, hombre? -exclamó el
gigante, del modo más campechano-. ¡Si Él y yo somos muy amigos!
-Bien... Pues si acepto su noble invitación, señor mío, le suplico me dé
licencia para no alterar mi costumbre de comer tan sólo lo preciso para
alimentarme. No, no me eche vino; no lo pruebo jamás, ni ninguna clase de
licores.
-Usted come lo que quiere. No acostumbro molestar a mis invitados,
haciéndoles rebasar la medida de su apetito. Se le servirá de todo, y
usted come o no come, o ayuna, o se harta, o se queda con hambre, según le
cuadre... Y en premio de esta concesión, señor mío, yo, a mi vez le pido
me dé licencia...
-¿Para qué? No la necesita usted para mandarme cuanto se le ocurra.
-Licencia para interrogarle...
-¿Sobre qué?
-Sobre los problemas pendientes, del orden social y religioso.
-No sé si mi escasísimo saber me permitirá contestarle con el acierto que
usted, sin duda, espera de mí...
-¡Oh! Si empieza usted por disimular su ciencia, como disimula su
condición, hemos concluido.
-Yo no disimulo nada; soy tal como usted me ve; y en cuanto a mi ciencia,
si desde luego declaro que es mayor de lo que corresponde a la vida que
llevo y a las trapos que visto, no la tengo por tan superior que merezca
manifestarse ante persona tan ilustrada.
-Eso lo veremos. Yo sé poco; pero algo aprendí en mis viajes por Oriente y
Occidente, algo también en el trato social, que es la biblioteca más
nutrida y la major cátedra del mundo, y con lo que he podido observar, y
un poquito de lectura, prestando atención excepcional a los asuntos
religiosos, atesoro unas cuantas ideas que son para mí la propiedad más
estimable. Pero ante todo.., ya rabio por preguntárselo.., ¿qué piensa
usted del estado actual de la conciencia humana?
VIII
"¡Ahí es nada la preguntita! - dijo Nazarín para su sayo-. Tan compleja es
la cuestión, que no sé por dónde tomarla."
-Quiero decir, el estado presente de las creencias religiosas en Europa y
América.
-Creo, señor mío, que los progresos del catolicismo son tales, que el
siglo próximo ha de ver casi reducidas a la insignificancia las iglesias
disidentes. Y no tiene poca parte en ello la sabiduría, la bonded
angélica, el tacto exquisito del incomparable Pontífice que gobierna la
Iglesia...
-Su Santidad León XIII -dijo, gallardamente, el señor de Belmonte-, a cuya
salud beberemos esta copa.
-No. Dispénseme. Yo no bebo ni a la salud del Papa, porque ni el Papa ni
Cristo Nuestro Salvador han de querer que yo altere mi régimen de vida...
Decía que en la Humanidad se notan la fatiga y el desengaño de las
especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo espiritual. No
podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna cuestión de
trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino, y sus
peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el resultado que
se creía. Después de los progresos de la mecánica, la Humanidad es más
desgraciada; el número de pobres y hambrientos, mayor; los desequilibrios
del bienestar, más crueles. Todo clama por la vuelta a los abandonados
caminos que conducen a la única fuente de la verdad: la idea religiosa, el
ideal católico, cuya permanencia y perdurabilidad están bien probadas.
-Exactamente -afirmó el gigantesco prócer, que, entre paréntesis, comía
con voraz apetito, mientras su huésped apenas probaba los variados y ricos
manjares-. Veo con júbilo que sus ideas concuerdan con las mías.
-La situación del mundo es tal -prosiguió Nazarín, animándose-, que ciego
estsrá quien no vea las señales precursoras de la Edad de Oro religiosa.
Viene de allá un ambiente fresco que nos da de cara, anunciándonos que el
desierto toca a su fin y que la tierra prometida está próxima, con sus
risueños valles y fertilísimas laderas.
-Es verdad, es verdad. Pienso lo mismo. Pero no me negará usted que la
sociedad se fatiga de andar por el desierto, y como tarda en llegar a lo
que anhela, se impacientará y hará mil desatinos. ¿Dónde está el Moisés
que la calme, ya con rigores, ya con blanduras?
-¡Ah, el Moisés!... No sé.
-Ese Moisés, ¿lo hemos de buscar en la filosofía?
-No, seguramente; la filosofía es, en suma, un juego de conceptos y
palabras, tras el cual está el vacío, y las filósofos son el aire seco que
sofoca y desalienta a la Humanidad en su áspero camino.
-¿Encontraremos ese Moisés en la política?
-No, porque la política es agua pasada. Cumplió su misión, y los que se
llamaban problemas políticos, tocantes a libertad, derechos, etcétera,
están ya resueltos, sin que por eso la Humanidad haya descubierto el nuevo
paraíso terrenal. Conquistados tantísimos derechos, las pueblos tienen la
misma hambre que antes tenían. Mucho progreso político y poco pan. Mucho
adelanto material, y cada día menos traba]o y una infinidad de manos
desocupadas. De la política no esperemos ya nada bueno, pues dio de sí
todo lo que tenía que dar. Bastante nos ha mareado a todos, tirios y
troyanos, con sus querellas públicas y domesticas. Métanse en su casa los
políticos, que nada han de traer provechoso a la Humanidad; baste de
discursos vanos, de fórmulas ridículas, y del funestísimo encumbramiento
de las nulidades a medianías, y de las medianías a notabilidades, y de las
notabilidades a grandes hombres.
-Bien, muy bien. Ha expresado usted la idea con una exactitud que me
maravilla. ¿Encontraremos ese Moises en la tribu de la fuerza? ¿Será un
dictador, un militar, un César...?
-No le diré a usted que no ni que sí. Nuestra inteligencia, al menos la
mía, no alcanza a tanto. No puedo afirmar más que una cosa: que nos quedan
pocas leguas de desierto, y quien dice leguas, dice distancias
relativamente grandes.
-Pues, para mí, el Moisés que ha de guiarnos hasta el fin no puede salir
sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando menos se
piense, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos genios de la fe
cristiana, no menos grande que un Francisco de Asís, o quizá más, más
grande, que conduzca a la Humanidad hasta el límite de sus sufrimientos,
antes de que la desesperación la arrastre al cataclismo?
-Me parece lo más lógico pensarlo así -dijo Nazarín-, y, o mucho me
engaño, o ese extraordinario Salvador será un Papa.
-¿Lo cree usted?
-Sí, señor... Es una corazonada, una idea de filosofía de la historia, y
líbreme Dios de querer darle autoridad de cosa dogmática.
-¡Claro!... Pues lo mismo, exactamente lo mismo pienso yo. Ha de ser un
Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saberlo!
-Nuestra inteligencia peca de orgullosa queriendo penetrar tan allá. El
presente ofrece ya bastante materia para nuestras cavilaciones. El mundo
está mal.
-No puede estar peor.
-La sociedad humana padece. Busca su remedio.
-Que no puede ser otro que la fe.
-Y a los que poseen la fe, ese don del cielo, toca el conducir a los que
están privados de ella. En este camino, como en todos, los ciegos deben
ser llevados de la mano por los que tienen vista. Se necesitan ejemplos,
no fraseología gastada. No basta predicar la doctrina de Cristo, sino
darle existencia en la práctica e imitar su vida en lo que es posible a lo
humano imitar lo divino. Para que la fe acabe de propagarse, en el estado
actual de la sociedad, conviene que sus mantenedores renuncien a las
artificios que vienen de la Historia, como los torrentes bajan de la
montaña, y que patrocinen y practiquen la verdad elemental. ¿No cree usted
lo mismo? Para patentizar los beneficios de la humildad, es indispensable
ser humilde; para ensalzar la pobreza como el estado mejor, hay que ser
pobre, serlo y parecerlo. Esta es mi doctrina... No, digo mal, es mi
interpretación particular de la doctrina eterna. El remedio del malestar
social y de la lucha cada vez más enconada entre pobres y ricos, ¿cuál es?
La pobreza, la renuncia de todo bien material. El remedio de las
injusticias que envilecen el mundo, en medio de todos esos decantados
progresos políticos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la injusticia, el
entregarse a la maldad humana como Cristo se entregó indefenso a sus
enemigos. De la resignación absoluta ante el mal no puede menos de salir
el bien, como de la mansedumbre sale al cabo la fuerza, como del amor de
la pobreza tienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante las
bienes de la Naturaleza. Estas son mis ideas, mi manera de ver el mundo y
mi confianza absoluta en los efectos del principio cristiano, así en el
orden espiritual como en el material. No me contento con salvarme yo solo;
quiero que todos se salven y que desaparezcan del mundo el odio, la
tiranía, el hambre, la injusticia; que no haya amos ni siervos, que se
acaben las disputas, las guerras, la política. Tal pienso, y si esto le
parece disparatado a persona de tantas luces, yo sigo en mis trece, en mi
error, si lo es; en mi verdad, si, como creo, la llevo en mi mente, y en
mi conciencia la luz de Dios.
Oyó don Pedro todo el final de este sustancioso discurso con gran
recogimiento, medio cerrados las párpados, la mano acariciando una copa de
vino generoso, de la cual no había bebido más que la mitad. Luego
murmuraba en voz queda: "Verdad, verdad, todo verdad... Poseerla, ¡qué
dicha!... Practicarla, ¡dicha mayor!..."
Nazarín rezó las oraciones de fin de comida, y don Pedro siguió rezongando
con los ojos cerrados: "La pobreza..., ¡qué hermosura!... ¡pero yo no
puedo, no puedo... ¡Qué delicia!... Hambre, desnudez, limosna...
Hermosísimo...; no puedo, no puedo."
Cuando se levantaron de la mesa, el gigante usaba tono y modales
enteramente distintos de los de por la mañana. Callaba la fiereza, y
hablaba la jovialidad de buena crianza. Era otro hombre; la sonrisa no se
quitaba de sus labios, y el brillo de sus ojos parecía rejuvenecerle.
-Vamos, padre, que usted querrá descansar. Tendrá la costumbre de dormir
la siesta...
-No, señor; yo no duermo más que de noche. Todo el día estoy en pie.
-Pues yo, no. Madrugo mucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño.
Usted también descansará un rato. Venga, venga conmigo.
Que quieras que no, Nazarín fue llevado a una habitación no distante del
comedor, amueblada con lujo.
-Sí, señor..., sí -le dijo Belmonte en tono muy cordial-. Descanse usted,
descanse, que bien lo necesita. Esa vida de pobreza errante, esa vida de
anulación voluntaria, de ascetismo, de trabajos y escaseces, bien merece
algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales, amigo mío. ¡Oh,
yo le admiro a usted, le acato y le reverencio, por lo mismo que carezco
de energía para poder imitarle! ¡Abandonar una gran posición, ocultar un
nombre ilustre, renunciar a las comodidades, a las riquezas, a...!
-Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.
-¿Qué? Vamos, señor, basta de ficciones conmigo, y no digo farsas por no
ofenderle.
-¿Qué dice?
-Que usted, con su cristiano disfraz, verdadera túnica de discípulo de
Jesús, podrá engañar a otros, no a mí, que le conozco, que tengo el honor
de saber con quién hablo.
-¿Y quién soy yo, señor de Belmonte? Dígamelo si lo sabe.
-¡Pero si es inútil el disimulo, señor mío! Usted...
Tomó aliento el señor de la Coreja, y en tono de familiar cortesía,
poniendo la mano en el hombro de su huésped, le dijo:
-Perdóneme si le descubro. Hablo con el reverendísimo obispo armenio que
hace dos años recorre la Europa en santa peregrinación...
-¡Yo..., obispo armenio!
-Mejor dicho..., ¡si lo sé todo!...; mejor dicho, patriarca de la Iglesia
armenia que se sometió a la Iglesia latina, reconociendo la autoridad de
nuestro gran pontífice León XIII.
-¡Señor, señor, por la Virgen Santísima!
-Su reverencia anda por las naciones europeas en peregrmación, descalzo y
en humildísimo traje, viviendo de la caridad pública, en cumplimiento del
voto que hizo al Señor si le concedía el ingreso de su grey en el gran
rebaño de Cristo... ¡Sí, no vale negarlo, ni obstinarse en el disimulo,
que respeto! Su reverencia ilustrísima recibió autorización para cumplir
en esta forma su voto, renunciando temporalmente a todas sus dignidades y
preeminencias. ¡Si no soy yo el primero que le descubre! ¡Si ya le
descubrieRon en Hungría, donde se susurró que había hecho milagros! Y le
descubrieron también en Valencia de Francia, capital del Delfinado...
¡Pero si tengo aquí los periódicos que hablan del insigne patriarca y
descrIben esa fisononía, ese traje, con pasmosa exactitud!... Como que en
cuanto le vi acercarse a mi casa caí en sospecha. Luego busqué el relato
en los periódicos. ¡El mismo, el mismo! ¡Qué honor tan grande para mí!
-Señor, señor mío, yo le suplico que me escuche...
Pero el ofuscado gigante no le dejaba meter baza, sofocando la voz y
ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.
-¡Si nos conocemos, si he vivido mucho tiempo en Oriente, y es inútil que
Su Reverencia lleve tan adelante conmigo su piadosa comedia! Le apearé el
tratamiento, si en ello se empeña... Usted es árabe de nacimiento.
-¡Por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo!...
-Árabe legítimo. Al dedillo me sé su historia. Nació usted en un país
hermosísimo, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, entre el Tigris y
el Éufrates, en el territorio de Aldjezira, que también llaman la
Mesopotamia.
-¡Jesús me valga!
-¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nombre arábigo de usted es Esrou-Esdras.
-¡Ave María Purísima!
-Y los franciscanos de Monte Carmelo le bautizaron y le dieron educación y
le enseñaron el hermoso lenguaje español que habla. Después pasó usted a
la Armenia, donde está el monte Ararat, que yo he visitado..., allá donde
tomó tierra el Arca de Noé...
-¡Sin pecado concebida!
-Y allí se afilió usted al rito armenio, distinguiéndose por su ciencia y
virtud, hasta llegar al Patriarcado, en el cual intentó y realizó la
gloriosa empresa de restituir su Iglesia huérfana al seno de la gran
familia católica. Conque no le canso más, Reverendísimo señor. A descansar
en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abstinencias y
mortificaciones. De vez en cuando conviene sacrificarse a la comodidad, y,
sobre todo, señor Eminentísimo, está usted en mi casa, y en nombre de la
santa ley de hospitalidad, yo le mando a usted que se acueste y duerma.
Y sin permitirle explicaciones ni esperar respuesta salió de la estancia
riendo, y allí se quedó solo el buen Nazarín, con la cabeza como el que ha
estado mucho tiempo oyendo cañonazos, dudando si dormía o velaba, si era
verdad o sueño lo que había visto y oído.
IX
-¡Jesús, Jesús! -exclamaba el bendito clérigo-. ¿Qué hombre es este?
Tarabilla igual no he visto nunca. ¡Pero si no me dejaba responderle ni
explicarle!... ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy patriarca armenio y
que me llamo Esdras y... ¡Jesús, Madre amantísima, permitidme salir pronto
de esta casa pues la cabeza de este hombre es como una gran jaula llena de
jilgueros, mirlos, calandrias, cotorras y papagayos, cantando todos a la
vez!... Y temo que me contagie. ¡Alabada sea la Santísima Misericordia!...
¡Y qué cosas cría el Señor, qué variedad de tipos y seres! Cuando uno cree
haberlo visto todo, aún le quedan más maravillas o rarezas que ver... ¡Y
pretende que yo me acueste en esa cama tan maja, con colcha de damasco!...
¡En el nombre del Padre!.. ¡Y yo que me creí hallar aquí vejaciones,
desprecios, el martirio quizá..., y me encuentro con un gigante socarrón,
que me sienta a su mesa y me llama obispo y me mete en esta linda alcoba
para dormir la siesta! ¿Pero este hombre es malo o es bueno...?
La cavilación en que cayó el pobre cura semítico no llevaba trazas de
concluir; tan embrollado y difícil era el punto que su magín se propuso
dilucidar. Antes de que definir pudiera el ser moral de don Pedro de
Belmonte, volvió éste de echar la siesta. En cuanto le vio, Nazarín
llegóse resueltamente a él y, sin dejarle pegar la hebra, le cogió por la
solapa y le dijo con extraordinaria viveza:
-Venga usted acá, señor mío; que, como no me daba respiro, no pude decirle
que yo no soy árabe, ni obispo, ni patriarca, ni me llamo Esdras, ni soy
de la Mesopotamia, sino de Miguelturra, y mi nombre es Nazario Zaharín.
Sepa que nada de lo que ve en mí es comedia, como no llame así al voto de
pobreza que hacer he querido, sin renunciar...
-Monseñor, monseñor..., comprendo que tan tenazmente disimule...
-Sin renunciar, digo, a honores ni emolumentos, porque no las tenía, ni
las quiero, ni...
-¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga su
papel y que...
-Y que nada. Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño, y un
delirio. Me he lanzado a esta vida de penitencia por un anhelo ardiente de
mi corazón, que a ella me llama desde niño. Soy sacerdote, y aunque a
nadie he pedido permiso para abandonar los hábitos y salir al ejercicio de
la mendicidad, me creo dentro de la más pura ortodoxia y acato y venero
todo lo que manda la Iglesia. Si he preferido la libertad a la clausura,
es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más humillación y más
patente la renuncia a todos los bienes del mundo. Desprecio la opinión,
desafío las hambres y desnudeces; apetezco los ultrajes y el martirio. Y
con esto me despido del señor de la Coreja, diciéndole que estoy
agradecidísimo a sus muchas bondades y que le tendré siempre presente en
mis oraciones.
-El agradecido soy yo, no sólo por el honor que me ha proporcionado Su
Reverencia...
-¡Y dale!
-... el honor altísimo de tenerle en mi casa, sino por su ofrecimiento de
orar por mí y de encomendarme a Dios, que bien lo necesito, créame.
-Lo creo... Pero haga el favor de no llamarme Reverencia.
-Bueno: le daré tratamiento llano en obsequio a su humildad -replicó el
caballero, que antes, se dejara desollar vivo que desdecirse de cosa por
él sostenida y afirmada-. Hace bien usted en guardar el incógnito, para
evitar indiscreciones...
-¡Pero, señor!... En fin, déme licencia para retirarme. Yo pido a Dios que
le corrija de su terquedad, la cual es una forma de soberbia, y así como
el fruto amargo de ésta es la cólera, el fruto de aquélla es la mentira.
Ya ve cuántos males acarrea el orgullo. Mis últimas palabras al salir de
esta noble casa son para rogarle que se enmiende de ese y otros pecados,
que piense en la inmortalidad, a cuya puerta no debe usted llamar con alma
cargada de tantos goces y de tanta satisfacción de apetitos materiales.
Porque la vida que usted se da, señor mío, podrá ser buena para llegar a
una vejez robusta, pero no a la salid eterna.
-Lo sé, lo sé -decía el buen don Pedro con melancólica sonrisa,
acompañando a Nazarín por el primer patio-. Pero ¿qué quiere usted, eximio
señor? No todos tenemos esa poderosa energía de usted... ¡Ah!, cuando se
llega a cierta edad, ya están las huesos duros para meterse uno en
abstinencias y en correcciones del carácter. Créame a mí: cuando al pobre
cuerpo le queda poco más que vivir, es crueldad negarle aquello a que está
acostumbradito. Soy débil, lo reconozco, y a veces pienso que debo ponerle
las peras a cuarto al cuerpo. Pero luego me da lástima y digo: "¡Pobrecito
cuerpo, para los días que te quedan ya!..." Algo de caridad hay también en
esto, ¿eh? Vamos, que al pícaro le gusta la buena mesa, los buenos vinos.
¿Y qué he de hacer más que dárselos?... ¿Le agrada reñir? Pues que riña...
Todo ello es inocente. La vejez necesita juguetes como la infancia. ¡Ah!,
cuando tenía algunos años menos, se pirraba por otras cosas..., las buenas
chicas, por ejemplo... De eso sí que le he privado en absoluto.. No, no,
¡no faltaba más! Prohibición radical. Que se fastidie... No le dejo más
que las fruslerías del pecado el comer, la bebida, el tabaco y el pelearse
con la servidumbre... En fin, señor, no quiero entretenerle. Pídale a Dios
por mí. Es una suerte, para los que no somos buenos, que existan seres
perfectos como usted, prontos a interceder por todos y a conseguir, con
sus estupendas virtudes, la salvación propia y la ajena.
-Eso no, eso no vale.
-Vale en tanto que uno también hace por sí lo que puede. Yo sé lo que
digo... Que sus penitencias, padre beatísimo, le lleven a la perfección
que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y
meritoria... Adiós, adiós...
-Adiós, señor mío: no pase usted de aquí -le dijo Nazarín en el último
patio-. Y ahora que me acuerdo, he dejado mi morral allá junto a la noria.
-Ya, ya se lo traen -replicó Belmonte-. He mandado que le pongan en él
algunas vituallas, que nunca están de más, créame; y aunque a usted no le
guste comer más que hierbas y pan duro, no es malo que lleve algo de
sustancia para un caso de enfermedad...
Quiso besarle la mano; pero don Nazario, con grandes esfuerzos, se lo
impidió, y en el campo frontero a la casa se despidieron con mutuas
demostraciones afectuosas. Como viese don Pedro que los mastines andaban
sueltos por el campo, dio orden de que los ataran, indicando a Nazarín que
se detuviese un momento.
-Ya supe -le dijo-, y me disgustó mucho, que ayer, por descuido de esta
canalla, los perros le mordieron a usted y a dos santas mujeres que le
acompañan.
-Esas mujeres no son santas, sino todo lo contrario.
-Disimule, disimule... ¡Como si no hablara también de ellas la Prensa
europea!... La una es dama principal, canonesa de la Turingia; la otra,
una sudanita descalza.
-¡Ay, cuánto desatino!...
-¡Si lo dice el periódico! En fin, respeto su santo incógnito... Adiós. Ya
están sujetos los animales.
-Adiós... Y que el Señor le ilumine -dijo Nazarin, que ya no quería
discutir más y todo su afán era largarse aprisa.
El morral, atestado de paquetes de comestibles, pesaba bastante, por lo
cual, y por la rapidez de la marcha, llegó muy sofocado a la olmeda donde
Ándara y Beatriz habían quedado esperándole. Impacientes y sobresaltadas
por su tardanza, en cuanto le divisaron las dos mujeres, salieron gozosas
a su encuentro, pues creyeron no volver a verle o que saldría de la Coreja
con la cabeza rota. Grande fue su asombro y alegría al verle sano y
alegre. Por las primeras palabras que el beato les dijo comprendieron que
tenía mucho que contar, y el volumen y peso del saco les despertó la
curiosidad en demasía. En la olmeda encontró Nazarín a una vieja
desconocida, la señá Polonia, paisana de Beatriz y vecina de Sevilla la
Nueva. Había pasado por allí de vuelta de unas tierras de su propiedad,
adonde fue a sembrar nabos, y viendo a su amiga se detuvo para chismorrear
con ella.
-¡Ay qué señor, qué hombre tan raro es ese don Pedro! -dijo el padrito
echándose en el suelo, después que Ándara le quitó el morral para examinar
lo que contenía-. No he visto otro caso. Cosas tiene de persona muy mala,
esclava de los vicios; cosas de persona bonísima, cortés y caballeresca.
Ilustración no le falta, finura le sobra, mal genio también, y no hay
quien le gane en terquedad para sostener sus errores.
-Ese vejestorio grandón y bonito -dijo Polonia que hacía punto de media-
está más loco que una cabra. Cuentan que se pasó mucho tiempo en tierras
de moros y judíos, y que al volver acá se metió en tales estudios de cosas
de religión y de tiología, que se le trabucaron los sesos.
-Ya lo decía yo. El señor don Pedro no rige bien. ¡Qué lástima! ¡Quiera
Dios darle el juicio que le falta!
-Está reñido con toda la familia de los Belmonte, sobrinos y primos, que
no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hombre muy pagano y
muy gentil para todos los vicios de buena mesa, y no ve una falda que no
le entre por el ojo derecho. Pero como mal corazón, no tiene. Cuentan que
cuando le hablan de las cosas de religión católica, o pagana, o de las
idolatrías, si a mano viene, es cuando pierde el sentido, por ser esta
leyenda y el revolver papeles de Escritura Sagrada lo que le trastornó.
-¡Desventurado señor!... ¿Querréis creer, hijas mías, que me sentó a su
mesa, una mesa magnífica, con vajilla de cardenal? ¡Y qué platos, qué
manjares riquísimos!... Y después se empeñó en que había de dormir la
siesta en una cama con colcha de damasco... ¡Vaya, que a mí...!
-¡Y nosotras tan creídas de que le rompería algún hueso!
-Pues digo... Salió con la tecla de que soy obispo, más, más, patriarca, y
de que nací en Aldjezira..., o sea la Mesopotamia, y que me llamo
Esdras... También se dejó decir que vosotras sois canonesas... Y nada me
valía negarlo y manifestarle la verdad. Como si no.
-Pues ya se conoce que se da buena vida el hijo de tal -dijo Ándara
gozosa, sacando paquetes de fiambres-. Lengua escarlata... y otra
lengua... y jamón... ¡Jesús, cuánta cosa rica! ¿Y qué es esto? Un pastelón
como la rueda de un carro. ¡Qué bien huele!... También empanadas; una,
dos, tres; chorizo, embutidos.
-Guarda, guarda todo eso -le dijo Nazarín.
-Ya lo guardo, que a la hora de comer lo cataremos.
-No, hija; eso no se cata.
-¿Que no?
-No; es para los pobres.
-Pero ¿quién más pobres que nosotros, señor?
-Nosotros no somos pobres, somos ricos, porque tenemos el caudal inmenso y
las inagotables provisiones de la conformidad cristiana.
-Ha dicho muy bien -indicó Beatriz ayudando a reponer los paquetes en el
morral.
-Y si ahora tenemos esto, si nada nos hace falta hoy, porque nuestras
necesidades están satisfechas -indicó don Nazario-, debemos darlo a otros
más necesitados.
-Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería -manifestó la señá Polonia-,
y allí tienen ustedes donde repartir buenos caudales. Pueblo más mísero y
pobre no le hay por acá.
-¿De veras? Pues a él llevaremos estas sobras de la mesa del rico
avariento, ya que han venido a nuestras manos. Guíenos usted, señora
Polonia, y desígnenos las casas de los más menesterosos.
-¿Pero de veras entran en Sevilla? Estas me dijeron que no querían
acercarse allá.
-¿Por qué?
-Porque hay viruela.
-¡Que me place!... Digo, no me place. Es que celebro encontrar el mal
humano para luchar con él y vencerlo.
-No es epidemia. Cuatro casos saltaron estos días. Donde hay una mortandad
horrorosa es en Villamantilla, dos leguas más allá.
-¿Epidemia horrorosa... y de viruela?
-Tremenda, sí, señor. Como que no hay quien asista a los enfermos, y los
sanos huyen despavoridos.
-Ándara, Beatriz... -dijo Nazarín levantándose-. En marcha. No nos
detengamos ni un momento.
-¿A Villamantilla?
-El Señor nos llama. Hacemos falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis miedo? La que tenga
miedo o repugnancia, que se quede.
-Vamos allá. ¿Quién dijo miedo?
Sin pérdida de tiempo emprendieron la marcha, y por el camino iba
refiriéndoles Nazarín, con graciosos pormenores, el singularísimo episodio
de su visita a don Pedro de Belmonte, señor de la Coreja.