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Miguel de Cervantes y Saavedra - Don Quijote de la Mancha - Ebook:
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Antonio Ros de Olano - El ánima de mi madre  (Cuento fantástico)

Antonio Ros de Olano - El ánima de mi madre  (Cuento fantástico)



     I
     ¡Terrible noche aquélla por cierto!
     Mi calle enfila al Norte sin discrepar un ápice y está muy solitaria y
     ruinosa, de suerte que, mejor que calle, parece una brecha que abrió el
     invierno con sus baterías de viento y el empuje de sus avalanchas… ¡Oh!
     ¡gran sitio para celebrar un sábado! ¡Recinto pintiparado para los
     aquelarres!………Sin embargo las brujas andan desperdigadas a tientas y a
     locas por el mundo, cuando no han dado con ella. ¡Ah! ¡Qué calle, qué
     calle la mía!
     Llovía a cántaros y un vendaval rabioso acababa de matar los faroles,
     cuando mi padre entró en casa. Estábame yo acurrucado en el barreño de la
     ceniza y rebujado en un ruedo leyendo a Platón al mortecino reflejo de una
     candileja, y como tenía mis cinco sentidos puestos en el libro, no saludé
     al buen señor con el tenga Vd. santas noches de costumbre. Tiróme él su
     capa encima muy bruscamente y sentí un frío mortal que me caló los
     tuétanos.
     Más mojado que un chopo, naturalmente sacudí los hombros y miré el rostro
     de mi padre. En lo que vi se hallaba enojado y eché a temblar.
     --Maldecido de Dios, bien hizo tu madre en morirse al echar al mundo el
     fruto de su culpa. ¡Oh, cuánto horror me das!
     --Padre mío, soy inocente y bueno.
     --¡No! tú eres el instrumento que forjó y aguzó una mujer contra su honra
     y vida.
     --Padre mío…
     --Quita, quita, que naciste en mal hora.
     --Soy inocente y bueno, laborioso y humilde. He calentado tu vianda,
     barrido los suelos de tu estancia y mullido tu lecho para que reposaras.
     --¡Mi lecho! ¡Mi lecho!! ¡Ah! ¿Tú sabes que el vellón de mi cama está
     convertido en erizos de veinte años a esta parte?
     --Yo he restaurado el calor de tus miembros, padre mío, con la frotación
     de mis palmas…
     Mi padre cayó de golpe sobre los ladrillos y una palidez de muerte cubrió
     su rostro. Entonces me precipité a él y mis labios y mis manos llamaron a
     su cabeza la sangre que sin duda se había retirado a los senos del corazón
     para ahogarlo. Mas poco a poco la rubicundez de sus mejillas fue subiendo
     de punto, tanto que empezó a darme cuidado y hasta que los ojos se le
     pusieron como la lumbre.
     Mientras se mantuvo inmóvil lo sostenían mis brazos, pero luego que
     incorporándose me clavó una mirada, que me quemó de dos chispazos, di en
     huir para que más el diablo no aventara la braza. Y en siete saltos cobré
     la puerta, bajé seis tramos y me encontré en la calle.
     La lluvia había cesado, y en su lugar un mansísimo orvallo caía como el
     ropaje de las sombras aplanando el espíritu.
     Eché a andar sin dirección, desamparado y huérfano en el mundo, sin nadie
     sobre la tierra para mí, oscuro el porvenir, desprovisto para la sociedad,
     aborrecido de un hombre y desconocido de todos, solo encogido, tímido,
     cobarde, el alma pura, el corazón sensible, jamás rociado en el bálsamo de
     las caricias, el cuerpo yerto, entumecido y flaco, sin pan y sin asilo,
     próximo a perecer de sentimiento.
     Parecíame que marchaba sobre el caos, que en verdad no sentía bajo mis
     pies la tierra.
     Las manos por delante y caminando, tropecé contra el atrio de una iglesia
     y me acogí a sus muros. ¡Ay!, dije, arrojando muy de cerca el hálito en
     mis crispados dedos. Las comunidades religiosas eran unas nuevas familias
     que adoptaban por hijos y por hermanos suyos a los como yo desgraciados,
     sin otro vínculo que la virtud; pero desde aquí fueron arrojadas al
     martirio las comunidades religiosas y el templo está desierto y la caridad
     sin sus mandatarios. ¡Estoy solo!, y mañana el sol que me caliente
     descubrirá mi miseria a los que pasen por junto a mí sin condolerse. Y
     ahora me esconde la misma noche que me hiela….tan malos son para mí la
     noche como el día. Mañana como hoy, ¡todo es lo mismo! Y el siempre se
     forma de una hora y otra y otra y la de más allá, ¡todas como ésta! ¡Ay
     madre mía! ¡cuál fue mi culpa al nacer!
     La pena del inocente no es amarga y por eso se alivia con el llanto. Yo
     lloraba y llorando estaba cuando vi una lucecilla muy triste que rompía la
     neblina, al parecer a muy larga distancia, pero en realidad no tan lejos.
     Fuese acercando tanto la lucecilla que vi quién la traía y cómo. Y quien
     la traía érase una mujer, desnuda como un ángel, y la lucecilla no era
     vela, lámpara, ni farol, sino una llamita que a la mujer le brotaba desde
     la altura y al lado del corazón pegada al pecho.
     Paróse aquella ilusión, aquella realidad, aquel espíritu, aquel ente
     bello, misterioso, dolorido. Paróse a medio paso de mí y lentamente
     dejándose caer de rodillas fue luego para más de cerca contemplarme, con
     una amante ternura y un celestial placer que por los ojos y la boca
     derramaba. Embebecida, estática, sublime, llena de abnegación como una
     madre por su nacido, lacrimosos los párpados y cansados, los labios
     rebosando en pueril o fanática sonrisa…..sin aliento.
     --Me muero de frío. No hay más si no que me muero. La noche se hace ya más
     larga que mi resistencia… y soy un pobrecito que a nadie hago mal, un
     pobrecito que acaba de perder a su padre, y que perdió a su madre, hace ya
     mucho, un pobrecito huérfano, lleno del santo temor de Dios…. ¡Oh! Sí que
     me muero de fríííí….o…..
     --Amor mío, corazón mío, alma de mi alma, del alma de tu madre que te
     adora. ¡Qué hermoso estás!! ¡Y cuánto has crecido! ¿y has llorado mucho?
     ¿y te consolaban con mimos cariñosos? Dime, ¿cuál mujer te prestó el pecho
     para envidiarla yo? ¡¡Querubín del cielo!! ¿Quién te comió a besos las
     primeras sonrisas de la infancia? ¿quién se dormía a tu lado o te
     arrullaba en su regazo? ¿a que dichosa despertó tu lloro? ¿quién santiguó
     tu frente? ¿quién ensayó tus labios a balbucear la palabra primera?….
     ¡Ah!….¡Ah!…. ven a mí que deliro de alegría. ¡Ah! Ven y ampárate del calor
     de la madre que es el calor más dulce y sabroso. ¡Oh! ¡Qué gozo, qué gozo!
     ¡Tenerlo ya tras tanto purgatorio!
     --Per signum crucis…. Abrenuncio Satanás…. Diablo, mujer, visión o lo que
     tú seas, vengas de dónde vinieres, yo te conjuro y en nombre de Dios te
     pido, que si buscas mi perdición, huyas, como hiciste del Santo Abad
     Antonio, y si es que por lo contrario te ofreces en mi provecho, también
     de parte de Dios te pido que me digas quién eres.
     --Cuál fue tu culpa al nacer, exclamabas llorando hace un instante, y se
     lo preguntabas a tu madre infeliz, que allá desde el seno de la eternidad
     como te oía, rompió la cárcel de la muerte, cerrada con las sombrías
     sordas puertas del misterio, que se levantaron para no caer, entre esta y
     la otra vida….
     --¿Con que tú eres….?
     --Tu madre, Leoncio mío, y tú un pedazo de este mismo corazón cuya llama
     es amor, que me alumbra en las tinieblas, para que mis anhelantes ojos
     busquen su otra mitad por el mundo y te encuentren, te reconozcan y se
     harten de la mirada que perdieron.
     --¡ Oh madre mía, madre mía, cuál fue mi culpa al nacer!
     Mi madre me arrebató en sus brazos, me arrulló sobre sus muslos, con la
     mano izquierda sostenía mi cabeza y con la derecha muy delicadamente puso
     entre mis labios uno de sus pechos.
     Yo me dejaba querer a todo exceso. Mi madre me contemplaba y
     alternativamente se reía y lloraba, pero represando siempre el aliento
     para que la respiración no interrumpiera mi reposo.
     Poco a poco aquella alteración de sus afectos fue calmando y sin dejar de
     mecerme y con un tono melancólico jamás oído en las partituras italiana,
     tono semejante a los plumajes de niebla, que sobre las crestas del
     Sangotardo, ondulan y se pierden en la silenciosa inmensidad aquella,
     mitad espíritu y lágrimas lo demás. Con un tono tristísimo arrojado de los
     senos del corazón, cantó las estrofas siguientes para derramar unción
     sobre mi sueño:
     Con quince mayos cumplidos
     Y en su rostro la hermosura
     Envuelta en pobres vestidos;
     Y los ricos atrevidos
     Que llaman a su clausura.
     Tendrás oro, pedrería
     Plumas, seda argentería;
     Ricas galas que gastar;
     Será tu suerte la mía
     Será tu destino amar.
     Arroja hermosa doncella,
     De tus manos la labor,
     Que tan joven y tan bella
     No te empleas bien en ella
     Cuando te llama el amor.
     Amor que es el estallido
     Del beso ardiente, perdido
     Entre el ramaje sin fin
     Del ancho verde y florido
     Laberinto de un jardín;
     Amor que es el abandono,
     El columpio entre ilusiones;
     Que el arpa y las canciones
     Tristes que en lánguido tono
     Llamarán a tus balcones;
     Amor que es fuego en el pecho,
     Que es el delirio en el lecho
     Y el cielo de la mujer
     Amor que es volar de un trecho
     Los límites del placer
     Serás reina en los estrados,
     Sultana de cien galanes,
     Y tus trajes recamados
     Se quejarán despreciados
     Al rodar por los divanes.
     Altas horas de la noche
     Serán música el ruido
     Del aliento y el quejido,
     Que prenda como de un broche
     Amante un labio en tu oído.
     Y tu gala y gentileza
     Y el drama de tu belleza,
     Abriendo el mundo por foro,…..
     Pisarás por más alteza
     Carrozas de sedas y oro.
     No declinarán tus días;
     Tus pupilas radiarán;
     Tus continuas alegrías,
     Por ser tuyas serán las mías.
     Tus rivales llorarán.
     Arroja hermosa doncella,
     De tus manos la labor,
     Que tan joven y tan bella,
     No te empleas bien en ella
     Cuando te llama el amor.
     Y pasaron y volvieron,
     Suspiraron, padecieron,
     Y tornaron a cantar.
     La miraron, la dijeron
     Sin descanso, sin cesar.
     En su corazón nacía
     Un sentimiento de cielo,
     Amaba cuanto veía,
     La flor y el ave que huía
     Extraviada en su vuelo.
     Amaba el sol y en el viento
     Amaba la veleidad;
     Y su pobre apartamento
     Amaba hasta el sentimiento
     De su virgen pubertad.
     ¡Ay! Amaba y padecía
     deseaba y no tenía!….
     ¡Hija! Trabaja, por Dios,
     Que ya pronto vendrá el día
     Y haya pan para las dos.
     …………………………….
     …………………………….
     …………………………….
     Llegando aquí exhaló mi madre un quejido dolorosísimo. Era todo el
     recuerdo de una vida entera ya pasada, la expresión enérgica, concreta,
     depurada y sublime de una tragedia completa. Su quejido se clavó en mis
     entrañas y vibró como la espada de buen temple dentro del seno de la
     víctima.
     Conocí entonces que era yo parte del corazón de mi afligida madre, y sentí
     con ella y ella conmigo, la mitad cada uno de un dolor único pero inmenso.
     --Leoncio, mío, enjuga tus ojos, levanta la cabeza y mírame para que mi
     memoria se retrate en el espejo de mi vida real. Voy a contártela tan sin
     rebozo y con una extensión tal, que sólo tu la sabrás en la tierra. Tú me
     perdonarás tanto porque tu desgracia te ha hecho más justo que el mundo,
     como porque mi alma lo necesita; y yo te referiré cosas que no salen del
     labio de las mujeres sino después de muertas ante el tribunal de Dios.
     --Habla, madre mía, y llévame contigo donde no nos separe el tiempo.
     II
     En aquellos tiempos daban las doce de la noche, daba la una, y se contaban
     hasta las tres de la madrugada, pronunciadas a la vez con claro y distinto
     son por cinco relojes de cinco torres distantes. Y al expirar la postrera
     campanada de la última hora, se apagaba constantemente la luz en una
     buhardilla altísima, que en la calle del Dardo corona como por escarnio
     una casa de vecindad con cuatro pisos y cuarenta viviendas, semejante en
     la general pobreza y el mutuo encono de los asociados a esas repúblicas
     que llaman federales.
     En mil ochocientos y dos, la que estaba destinada por la Providencia a ser
     mi familia materna, habitaba un cuarto principal de los de la misma casa y
     vivía con menos holgura que estrechez. Casóse en dicho año mi madre y
     convino con su marido en que habitarían el piso segundo, y en este nací
     yo. Pronuncióse la guerra a poco y mi padre marchó a campaña. Murieron mis
     abuelos. Dejamos mi madre y yo aquella vivienda y subimos veinte escalones
     más para bajar un real.
     Era ya el piso tercero nuestro acomodado retiro, cuando una bala dio mucho
     honor a mi padre, pero le quitó la vida y a nosotras el sustento que de él
     recibíamos.
     Entonces subimos otros veinte escalones regados con el llanto de mi madre
     que la pobre recuerdo que me llevaba en hombros, y no apartaba de mí los
     ojos, más que para encomendarme a la Virgen de los Desamparados. Sin duda
     que creía la mataría en breve el sentimiento.
     Mientras mi madre andaba las diligencias para establecer su derecho a una
     viudedad, que no le habían de pagar, se consumieron nuestros ahorros.
     Cierta mañana, que no me había dado de almorzar, llegó el casero y la
     regañó. Calmóse aquello a poco, hablaron luego despacio, él contando por
     días y ella por quebrantos, hasta que por último cambiáronse unas llaves,
     dióle mi madre las gracias muy humilde, y con grande resignación
     cogiéndome de la mano subimos al piso quinto, que es la buhardilla
     altísima que desde la calle del Dardo domina toda la población y en la que
     en aquellos tiempos se apagaba la luz a las dos de la madrugada.
     Desde los seis años de mi edad hasta unos meses antes de mi muerte, habité
     bajo aquel techo avariento que me reducía el espacio a medida que la edad
     íbame dando estatura.
     No he tenido amigas, no conocí el bullicio del concurso, no he pisado la
     arena postiza de los paseos artificiales, ni mis pies giraron nunca al
     compás voluptuoso de una orquesta.
     Solíame mandar mi madre por no dejar su faena, a que comprara en las
     vecinas tiendas algún frugal alimento; y muchas veces iba también a la
     fuente por agua, porque la que había en casa, como estaba bajo la teja
     vana se nos entibiaba muy pronto. Bajaba yo la escalera a tramos y
     cantando. Hablaba a las vecinas y corría; y en llegando a la calle
     solíanme besar las mujeres diciéndome: "Dios te bendiga, ¡qué hermosa
     eres!"; y los hombres groseros, ponían su mano sobre mi cabeza y soltaban
     el vapor de su aliento sobre el espejo de mi inocencia, diciéndome con
     tono intencionado de amenaza, placer y confianza: "crece, crece, que no te
     aguardan malos quince."
     Era yo en efecto en la niñez, como la manzana más alta del huerto cercado;
     que el sol primero la calienta y las últimas auras la refrescan. Toda
     colores, redondez y lozanía, bullidora, versátil y parlera, brotando vida
     y recogiendo risas, que solían apagarse en mi buhardilla, allí junto a mi
     madre dolorida, los ojos bajos y las manos aplicadas a la costura más
     asidua, ya desde aquellos años pequeñuelos.
     Cosíamos para un almacén de vestuario y lo pagaban tan poco, que apenas
     ganábamos el sustento.
     Desde que comenzamos a trepar escaleras, cada mes desaparecía de mi casa
     un mueble o un vestido de mi madre; pero yo siempre contenta y ella cada
     vez más melancólica marchábamos en progresiones opuestas.
     Caducó la infeliz; los ojos le enfermaron y no atinaba a enhebrar la
     aguja. Apuntaba yo en tanto, en desarrollo físico y destreza en el
     trabajo; pero ella al cabo de un tiempo quedó ciega del todo y el peso de
     la casa gravitó por completo sobre mí.
     Cosía muchísimo, hijo mío, y como los días me eran cortos y las noches
     caras, mientras comíamos ensartaba agujas para la próxima tarea.
     Tú no sabes lo que es una madre desvalida y ciega, acariciando a una hija
     que la mantiene; nada hay tan elevado, nada tan desgarrador, nada que
     tanto nos llene el corazón, ni nada tampoco que más nos haga sentir la
     propia insuficiencia. "Hija," solía decirme, "¡quién pudiera ayudarte,
     aunque fuera sudando gota a gota la sangre de mis venas!!" Y luego se
     afligía y palpando en sus tinieblas, buscaba mi cabeza y la besaba y tras
     esto continuaba diciendo: "créeme que lo haría…. En cada gota de mi sangre
     te ofrecería un descanso; y mi último aliento se escaparía durante un
     sueño tuyo…. ¡No muy lejos de ti! Hija mía de mi vida. Colócate en el sol
     y pásame la mano por los ojos, a ver si se me aclaran un poquito….¡un
     poquito nada más, le pido a Dios, para mirarte!" Ella así me influía su
     amargura y yo procuraba distraerla cantando, pero todo era en vano;
     alargaba el cuello hasta sentir mi aliento en su mejilla y me decía:
     "tienes la voz de un ángel, pero la cólera de Dios contra su sierva apagó
     la antorcha de la luz dentro de mis ojos, para que la vanidad no se gozara
     en contemplarte…. ¡Ven, abrázame mucho, apriétame, maltrátame; y que te
     sienta ya que no te veo!"
     Estos accesos se hacían insoportables. Arrojábame yo en sus brazos con un
     sobrante de vida matador, el cual me hacía prorrumpir en gritos histéricos
     y dementes caricias hasta que la postración se apoderaba de nosotras y
     llorábamos.
     Mi madre entonces, queriendo consolarme, se esforzaba diciéndome: "no
     trabajes más, hermosa mía, descansa porque yo te lo ruego, que con lo que
     has hecho ya tenemos para mañana, y yo con pan y con agua me paso tan
     contenta; porque como me lo das tú, la voluntad lo sazona de todos los
     sabores, ni más ni menos, que aquel manjar que derramaban los ángeles
     sobre la grey de Dios en el desierto.
     ……………………………………………………………………………………………
     ……………………………………………………………………………………………
     Tal mis años de la infancia corrían monótonos ignorados y labrando en
     cierto modo felicidad por la costumbre; hasta que unos tras otros pasando
     perezosos, cumpliéronse los quince de mi vida. Y durante un sueño, una
     pluma mágica ludió mi cuerpo, que retembló de placer; y por tres veces
     volvió a pasar ondulando la pluma vaporosa y otras tantas retemblé. Mis
     pechos se apretaron y temblaron y bajo de ellos el corazón tembló como un
     cervatillo asustado.
     Una vara encantada sin duda tocó mi frente, porque súbito a mis ojos y a
     compás de una música augusta que envanecía, las paredes de mi buhardilla,
     las unas de las otras se apartaron al infinito.
     Vi correrse los velos de mi mundo y otro allá en lontananza apareció.
     Y el mundo aquel era el movimiento, la irreflexión, la vida, la risa y la
     alegría de los hombres; la vanidad, el lujo y devaneo de las hembras; el
     ruido, la armonía, la danza y los festines de ambos sexos, mezclados en
     tropel y sin concierto.
     El mundo aquel era de un suelo anchísimo y sin montes, y acá y allá
     jardines amoldados y alfombras por el suelo y ricos almohadones
     arrastrados; pabellones, espejos obeliscos, oro y cristal; fuentes y
     cascadas y primorosas aves prisioneras de todas las regiones de la tierra.
     Y se tendía bajo una techumbre no tan elevada, pero más cómoda que la
     bóveda del cielo, tersa como el firmamento y tachonada de una infinita
     multitud de luces ¡que no se nublaban nunca!!!…
     Ignoro qué misterioso mandato me prevenía que anduviera, porque estaba
     destinada a formar parte de aquel gran mundo, pero lo cierto es que yo me
     creía andando con precipitación hacia él, cuando me despertó el primer
     canto de un gorrión parado en el alero de mi buhardilla.
     Rodé una intensa mirada para reconocerlo todo inclusa yo misma, y vi a mi
     madre levantada ya; y a tientas enhebrándome agujas para la labor.
     Boté del lecho afuera y me arrojé a los pies de aquella anciana ciega, con
     un dolor de atrición penitente.
     Lo pasado era para mí una culpa sin absolución, que la vergüenza me
     impidió confesarle, a pesar de su dulce solicitud y de la suavidad de sus
     instancias.
     Mi sueño de oro fue por último envilecido con el nombre de pesadilla y
     tratamos de olvidarlo; pero veinte veces al día se humedecieron mis
     párpados; y al través de los prismas que formaban las lágrimas agolpadas,
     veía pasar con danza y galanura aquellos arrogantes mancebos, y aquellas
     galanteadas damas, de cuya felicidad distaba tanto mi escondida desgracia.
     Todo el gran panorama de aquel sueño estaba frente de mí. Embebecida en la
     contemplación mental, los brazos me caían perezosos….. y ¡ay de mí! el día
     primero que mi madre me llamó mujer con cierta extraña alegría de amor
     propio, fue, Leoncio mío, el día mismo en que yo empecé a conocer la honda
     desventura que cobija a este sexo de abnegación y de escarnio, a quien la
     ajena vanidad impuso leyes y la naturaleza rodeó de simas; donde nunca nos
     arrojamos sin ser empujadas, donde tampoco nunca caemos solas, sino con el
     hombre legislador, que se salva por más fuerte.
     Sucedió que un día, al abrir la puerta de nuestra buhardilla, oí en los
     pasillos inmediatos un canto extraño, un voz delgada y muy alta que una
     cadencia lenta y melodiosa decía:
     Arroja, hermosa doncella
     De tus manos la labor,
     Que tan joven y tan bella
     No te empleas bien en ella
     Cuando te llama el amor.
     Aquel eco impensado y unísono con el indefinible sentimiento de mi alma,
     movió mi curiosidad y me trajo a la mente el recuerdo completo del sueño
     simbólico. Entonces sin más reflexionar, me encaminé por donde había
     llegado hasta mí la voz; y me hallé frente a frente con una mujer, como de
     cuarenta años, alta, atezada, los ojos negros y radiantes, la boca
     rasgada, desaliñado el pelo y muy luciente, la cintura delgada y flexible
     como el lomo de la culebra, los pies pequeños y calzados con chapines
     color de rosa, y medias abigarradas; vestía saya blanca, corta y poblada
     de jaralares; llevaba los brazos desnudos y en cada muñeca una garzota de
     cascabeles, ceñíanle la garganta tres collares de abalorios, le colgaban
     de las orejas unos pendientes de granate y con la mano derecha daba
     vueltas a una pandereta que zumbaba a compás de su cantar.
     Al verme quedóse parada y contemplándome con cierta sonrisa y donosura
     picaresca.
     Yo le pregunté a quien buscaba y me respondió:
     Reina sultana,
     Flor de las flores,
     Rosa temprana,
     Soy la gitana
     Que canto amores.
     --¡Ola! -- Le dije al oír su respuesta, -- ¿con que tú sabrás acertar lo
     que, salvo la voluntad de dios, ha de suceder a todos y a cada uno de
     nosotros los que no conocemos vuestra ciencia?
     Y me contestó muy festiva:
     Oiga que sí,
     La gitana es zahorí
     So perla fina;
     Quiromántica, adivina,
     Que a quien su sino procura
     Dice la buena ventura
     --Y tú me la querrás decir de balde?
     --A las bonitas como vuestra merced suelo yo pagarles un real columnario
     para que me la oigan con la sal que la digo y las muchas venturas que
     predigo.
     --Empieza, pues, gitana, y dímela, sea mi fortuna la que se fuere.
     --Déme, pues, la niña su manita de plata.
     III
     Llena de la más buena fe le entregué mi mano y no sin algún respeto quedé
     aguardando la revelación de mi porvenir. Cogiómela ella y abriéndola a su
     sabor, contó, recorrió con su dedo índice y combinó todas las rayas de la
     palma.
     Murmuraba en tanto no sé qué oración o exorcismo e iba cobrando
     gradualmente la gravedad de una Sibila. Yo temblaba, más la gitana medio
     inspirada, sin pararse en mi temor, como que replegó su espíritu en sí
     misma y empleó un rato, al parecer consultando con Mefistófeles o
     recibiendo la inspiración de Dios.
     Sea esto lo que fuere, arte, ciencia, revelación o impostura, dejó por fin
     su actitud reflexiva, clavó de hito en hito sus ojos en mis ojos, cimbreó
     la cintura y meneando la cabeza soltó su predicción en estos términos:
     Quince mayos, quince flores
     Atadas con verde cinta,
     Y la última se pinta
     Con el sol de los amores.
     La cinta es de la esperanza;
     Y el ramillete fatal
     Puesto en vaso de cristal
     El hombre llega y lo alcanza.
     Niña de los quince mayos
     Vive sola en su retiro,
     Y se le arranca un suspiro
     Cuando amor vibra sus rayos.
     Ilusiones en el día,
     En la noche ensueños de oro,
     Disgusto, indolencia, lloro
     Y penas que no sentía.
     Ya no tardará y mañana
     Tal vez que cuente llegado
     Un ruido, que impensado
     La llame hacia la ventana.
     Verá pasar un galán
     Rubio y que atento pasea,
     Piafa, cambia, escarcea,
     En un caballo alazán.
     Más fustigando el corcel
     Huirá el galán como el viento;
     Y ella con el pensamiento
     Seguirá al bruto y a él.
     Y antes que las huecas losas
     Hiera el resonante callo
     De aquel hermoso caballo
     De las revueltas pomposas;
     Se verá como palanca
     Sobre la blanca paloma,
     El buitre y que se desploma
     Sin que el cazador lo vea.
     Volará sin ser sentido
     El buitre de frente cana,
     ¡Pobre flor! Y una mañana
     te sorprenderá otro ruido.
     Sin alcanzar su aflicción,
     Diránla enferma de amores,
     Y espinas que fueron flores
     Rasgarán su corazón.
     Hará la niña dichoso
     Al amador que desea,
     Hasta que venga quien sea
     La maldición de su esposo.
     Que el buitre al huir callado
     Dejó para maldecida
     Una pluma desprendida
     Prevenido u olvidado.
     Cuanto ha dicho la gitana,
     Por estas rayas lo arguye,
     Fíalo al tiempo que huye
     Y te lo dirá….mañana.
     Dijo, y cogiendo su pandereta si disponía a partir, pero yo la así de la
     falda para rogarle por Dios y por los santos, que si bien no quería
     hacerlo del todo, se explicara a lo menos más claramente. -- No, -- me
     contestó, -- por más que quisiera no puedo: la buenaventura está ya dicha
     y como no sea que te cumpla oír aquel romance que se gime, se canta y se
     llora, mal haya amén la gitana, si se le alcanza otra cosa.
     --Bueno, pues bien, empiézalo; y ya que soy tan pobre, haga por ti la
     fortuna, y ojalá que te veas la más rica de tu familia.
     --¡Oh tórtola de los primeros arrullos! No te quejes ni me desees mayor
     bien que el que me guardo. Yo no tengo familia y mi ciencia será lo que se
     fuere, pero es lo muy bastante para mí. Un tiempo la cabila de mis padres
     apacentaba sus ganados en todo un valle; las cabras coronaban el monte y
     en divididas piaras los asnos y las yeguas poblaban las orillas de un río.
     Vino entonces sobre la tribu errante la mano negra, y no se oyó en todo el
     contorno más que un balido y el llanto de una criatura….eran una cabra que
     aclamaba a su perdido recental y una hija mamoncilla, a quien sus padres
     no socorrían. Ningún otro rumor sonaba a la redonda y todo lo demás estaba
     donde la Inquisición era servida. La cabra vino a mí y me dio su leche,
     seguíala yo gateando por espacio de muchas lunas. Ella me abrigaba de
     noche y me alimentaba de día, hasta que creciendo y viajando supimos
     llegar a la ermita de la Malograda, la que se encuentra mitad en medio del
     bosque de los Áloes. Allí todas las mañanitas, con la brisa en las ramas
     de los sauces, se formaba una armonía que aprendí en la naturaleza y del
     hondo del santuario salían las palabras que voy a cantar.
     Dijo y dio muchas y muy rápidas vueltas a su pandereta, que de nuevo
     empezó a zumbar.
     Imposible me era sacudir la fascinación que sobre mis sentidos obraba la
     gitana, y ella en tanto comenzó a cantar el fúnebre lamento, aquel que
     antes me oíste, hijo mío, y daba sin parar, en torno a mí, muchas
     fantásticas y muy pausadas vueltas. Cada vez más iba prologando sus
     círculos, hasta que al entonar la postrera estrofa, cuando dijo:
     Hija, trabaja por Dios,
     Que ya pronto vendrá el día
     Y haya pan para las dos
     casi no percibía el eco y al expirar la última cadencia dio en huir por
     los encrucijados corredores y desapareció, dejándome apesarada sin saber
     de qué; y pensativa sin acertar el objeto.
     Mi madre, que lo ignoraba todo, me preguntó si me sentía enferma y le
     respondí que sí, pagando su cuidadosa ternura con mi segunda mentira.
     La temerosa anciana desde aquel momento instó con tanta tenacidad y de tal
     modo se afligía, que por calmar su angustia obedecí a sus instancias y me
     acosté. Palpó mi ropa y desde los pies a la cabeza la acomodó a su gusto,
     besóme en los labios, se llegó a la ventana y la entornó. Quemó un terrón
     de azúcar y se acomodó en un rincón muy silenciosa con el rosario en la
     mano. Creyó a poco sin duda que yo me había dormido, porque muy quedito se
     santiguó con la cruz de su rosario y echando mano a su cayada salió con
     tiento de la habitación, llevándose el picaporte.
     ¿Dónde iría la madre ciega, más que a pedir prestados unos reales, dados
     de mala gana, contados cuarto por cuarto, con una fingida historia en cada
     real, con una condición apretante en cada ochavo; y recibidos con una
     gratitud tan generosa como el martirio?
     Quedéme a solas, y aparté los cabellos de mi rostro, descubrí el pecho y
     desnudé los brazos. Quería respirar, quería espacio, libertad y silencio.
     Los ojos buscaron la luz y un rayo de sol penetraba escasamente por una
     rendija de la ventana. Los ligeros tamos se agitaban en él y las moscas
     danzando al monótono zumbido de sus propias alas, llegaban formando
     intersección con la cinta luminosa; e iban, giraban y volvían con vueltas
     y revueltas circulares sin cesar en rumor ni en movimiento.
     Allí se aficionó mi vista indeliberadamente y aquel continuo rebullir sin
     orden, fue dando vaguedad al pensamiento, vértigo y confusión a los
     sentidos, o no acierto qué cosa me pasó. Pero a que fue realidad me
     inclino y no mentido devaneo reflejado en sombras por la cámara oscura de
     los sueños.
     Era un átomo brillante que se mantenía en la luz como el botón de oro
     dentro del fuego. Yo lo vi y luego en confusión pasó muy rápido y llegó
     hasta él un animal que por lo diminuto no tenía pronunciados ni el color
     ni la forma. El átomo impulsado por su propia escondida virtud se acreció
     cobrando voluntad y movimiento. El animal se mostraba impaciente pero sin
     ser osado a huir como podía. El átomo érase ya una chispa encendida con el
     soplo de la vida y se posó sobre los hombros del animal.
     En tal estado la chispa viviente y el animal informe volaron largo trecho,
     y cuanto más se alejaban más crecían. Volvieron hacia mí en aquella misma
     progresión de volumen a la ida llevaban indicada y ya me parecía
     distinguir en el objeto un jinete que refrenaba el ímpetu de su palafrén.
     Los divisé por fin a mi deseo clara y distintamente. Y un color de oro
     purísimo a los dos les prestaba realce y hermosura. Muy joven era el
     caballero y el palafrén sin juicio como un niño. Daban vueltas, daban
     vueltas, sin perder el galope y sin que yo les quitara ojo, que no sé cuál
     me parecía más arrogante. O érase que el uno al otro tan unidos marchaban
     y tanto se prestaban de sus bellezas relativas, valor y maestría, que no
     acertaba la voluntad sedienta en dividir objeto tan hermoso, sino a
     admirarlo completo en su atrevido conjunto y galanura.
     Un grande rato por aquel aéreo espacio que pisaban, señoreáronse, solos,
     sin tropa, espectadores ni cortejo, pero de improviso apareció una
     atropellada cohorte de jinetes y todos juntos y el galán entre ellos,
     emprendieron un lucidísimo torneo.
     No se oían los pies de los caballos, ni voces ni relinchos ni el campo se
     nublaba con el polvo, ni sonaban trompetas, ni aliento alguno, ni el menor
     choque que pudiera alterar la fantasía.
     Era el galán de los cabellos rubios quien entre todos sobresalía, su
     corcel más revuelto y levantado, su cintura la más ágil; y toda su
     apostura tan resuelta que aquella cabalgata lo envidiaba.
     Ya parecía que una voz muda o un secreto convenio les prevenía correr la
     última pareja, pues que lo vi (aunque con pena) cómo se preparaban para
     ello;……y en esto sobrevino un estrépito dentro mi mismo cuarto.
     Salió cada jinete a escape y por su lado, cual si montaran en asustadizos
     ciervos que oyen el perro y salen disparados, más aun así fue el postrero
     el caballero del palafrén dorado, que cogiendo carrera emprendió un salto,
     y rompiendo por entre la cinta de luz, sus cabellos chispearon y lo perdí
     de vista.
     Aquel estrépito lo había producido el dejarse caer al suelo, un gato de la
     vecindad, muy familiarizado con mi casa. Al verlo me irrité tanto, que le
     arrojé la almohada, salió despavorido por donde había entrado y aquello
     quedó otra vez en silencio y las moscas volvieron a zumbar.
     Te confieso, amado Leoncio, que el recuerdo de mi humilde tarea me causó
     horror y que sin embargo que la piedad filial me desgarraba el alma no
     podía valerme ni aun a mí misma. ¡Ah! ¡Maldita sea mi suerte! Exclamé con
     el primer preludio de la desesperación, e incorporándome en el lecho me
     vestí con desorden.
     Abrí de golpe los postigos y empezaba a coser, cuando sentí que muy
     quedito levantaba mi madre el picaporte.
     Entró pasito a paso y me enternecí.
     --Ya estoy buena,-- le dije y ella bendijo a Dios.
     Traía para mí la pobrecilla un cuarto de gallina dado al fiado, salvo que
     por él había dejado en rehenes su pañuelo. Estaba gozosa con la nueva de
     mi salud, pero no pudo por menos de quejárseme de todas las vecinas, las
     que sin exceptuar una sola se habían negado a prestarle medio duro….
     Estábamos en mitad de estas quejas que tanto ponen en relieve la
     desgracia, cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir y me saludó por mi
     nombre una mujer al parecer decente y para mí del todo desconocida. Traía
     dicha mujer un lío en la mano, pasó adelante, sentóse, desenvolvió su lío
     y me presentó dobladas hasta doce comisas nuevas de holanda y otro igual
     número de pañuelos sin estrenar. Díjela que qué significaba aquello, y me
     contestó que ella era viuda del teniente coronel D. Hipólito Chinchilla de
     Zuazo, natural de Sevilla, compariente del marquesito de Andújar y muerto
     por los pícaros franceses en la misma batalla que mi padre. "Ya se ve,"
     prosiguió, "naturalmente se tiene ley hacia aquellas personas que en
     mejores días fueron, como quien dice, de la familia; porque como sabe aquí
     la mamá, las militaras, hija, nos tratamos ni más ni menos que hermanas. Y
     así es que yo, sabiendo que no estaban Vds. En la prosperidad que se
     merecen, dije a un amigo de casa, que es otro yo y hombre poderoso y muy
     cabal, mira fulano, una compañera mía con una hija como un sol se
     encuentran desgraciadas y es preciso que me sirvas completamente…. Al
     sujeto, hija, no hay más que pedirle, anoche se lo dije en la tertulia y
     esta mañanita temprano me ha remitido ese recadito que dentro del pañuelo
     de en medio tiene la explicación y el honorario, porque él, ¡Jesús!, no ha
     querido anunciarse con una limosna….¡Ca! ¡ni por pienso! Es D. Juan Pérez
     y López un señor, ya mayor y muy prudente."
     --Déle Vd. las gracias en nuestro nombre a ese caballero y que lo
     encomendaré a Dios, -- dijo mi madre. -- Y Vd., señora, hallará el premio
     en el cielo.
     --Calle Vd., por la virgen, compañera, -- respondió la viuda, -- vaya,
     pues, no faltaba más. D. Juan no exige de la niña sino que le marque bien
     esas prendas, que están nuevecitas. Ea, yo volveré por ellas y seremos
     amigas.
     --Las llevaré yo, señora, -- la respondí, y convino en ello diciendo:
     --Pues no hay inconveniente, calle Mayor en la casa grande de sillería
     donde está el vestuario y ya estaré hablado el portero para que no me la
     detengan a Vd.
     Diciendo esto se levantó, abrazó a mi madre que quedaba atónita y a mí me
     pidió un beso, llamándome hermosísima y profetizándome muchas venturas.
     Apenas se hubo ido la viuda del teniente coronel, fui desdoblando las
     ropas una por una, y en efecto hallé que dentro del séptimo pañuelo había
     envueltos en un papel hasta setenta y dos duros en oro y en el mismo papel
     que las monedas venían liadas decía: J.P.L. igual a 3 que multiplicado por
     24 suman 72 y en igual número de pesos fuertes por esta vez se gratifica
     al mérito.
     Yo nunca había visto tanto dinero junto y me aluciné. Di un grito de
     alegría y puse el oro en las manos de mi madre.
     La buena señora se llevó a los labios aquel presente llovido del cielo y
     exclamó: "La divina Providencia provee a los justos tarde o temprano, hija
     mía. ¡Nuestros apuros se hacían ya casi insoportables y el señor que vela
     sobre sus criaturas, oyó mis fervorosas súplicas! ¡Bendigamos a Dios y al
     bienhechor, por cuya mano nos ampara!!"
     Pusímonos de rodillas y rezamos, y en el momento emprendí mi trabajo, sin
     dar treguas hasta verlo completo.
     Eran las dos de la madrugada del siguiente día, cuando apagué la luz y me
     entregué al descanso.
     Un pensamiento lisonjeó mi sueño: era el lujo…..y reposé tranquila.
     Las diez de la mañana serían apenas, cuando entraba en el portal de la
     casa grande de la calle Mayor. El portero era un viejo chancero con dos
     escarapelas, una bermeja colocada en el sombrero y otra negra puesta sobre
     el ojo derecho. Díjele quién yo era , y si me permitía la entrada. Y él
     midiéndome con el ojo sano de alto a bajo, tomando un tono picante y
     meciendo el cuerpo sobre las piernas, me respondió: "Ya estoy impuesto,
     prenda, entre con bien ese garbo que con tal palmito de cara hay pasaporte
     franco, ración de etapa, alojamiento y compaña."
     Entré un tanto avergonzada y muy creída que me iba a encontrar con la
     viuda del teniente coronel Zuazo.
     Conclusión
     Pasé un recibimiento, una antesala y una sala, luego otra y después otra,
     todas muy espaciosas, decoradas con muebles suntuosos, algo severas en su
     anticuada magnificencia y desiertas de todo viviente. Más parecíame que
     conforme iba caminando adentro me guiaba la viuda del teniente coronel
     Zuazo pues que creía oírla como tosía cada vez una puerta más allá.
     Llegué por último a un gabinete sombrío, a causa de tener entornadas las
     persianas y llamé con un dedo a la vidriera antes que por resolución que
     tuviese hecha de entrar, por temor que me sobrevino de volver atrás sin el
     eco que me había conducido por donde yo ya ignoraba hasta aquel término.
     ¡Oh! ¡Pluguiera a Dios que en lugar de mi cobarde atrevimiento hubiéranse
     pegado las manos a la lengua y la vaciladora voluntad ojalá se hubiese
     convertido en la certeza insensible de la muerte…..!
     Apenas toqué el cristal me respondió la voz de un hombre que con tono
     imperioso y prevenido dijo: "Adelante." Y oí como pasos que venían hacia
     mí.
     Se abrió la puerta y sobrecogida saludé a un personaje que vestía bata de
     color de fuego sembrada acá y allá de diablos negros. Tenía este hombre
     sobre cincuenta años de edad, era alto, enjuto y atezado, con las cejas
     muy pobladas, y la mirada lenta y el ademán indiferente y flojo.
     El tal hombre me cogió de la mano y me sentó a su lado en un confidente
     del fondo del gabinete.
     La luz entraba a medias y solo la costumbre podía ir poco a poco aclarando
     los objetos que me rodeaban.
     Enfrente de nosotros vi como había un cuadro con grande marco dorado, cuyo
     lienzo sería próximamente de vara y cuarta. En este lienzo se dibujaba
     entre otros objetos agrupados y por entonces confusos, un templo con una
     torre eminente y en el último tercio de la torre la esfera de un reloj
     sobresalía. El pausado golpe de la péndula me advirtió que estaba animada
     la esfera del reloj.
     Distraje la vista de aquel punto y vi sobre una mesa reclinadas las unas
     apoyándose en las otras muy simétricamente y formando curva, más de
     trescientas onzas de oro en una sola hilera…. Parecióme también que se
     movía onza por onza como la serpiente anillo por anillo…. Pero no…. no….
     fue tan solo ilusión de aquel momento…. Las onzas no se movían.
     Mientras que yo me hallaba fascinada contemplando aquello y poseída de un
     terror pasivo, el sigiloso y austero personaje había vuelto a cogerme la
     mano izquierda sin grande interés aparente, y como por mero pasatiempo
     jugaba con mis dedos que convulsivos le opondrían sin duda alguna
     resistencia que le fue grata, porque gradualmente iba cobrando vida que la
     faltaba hasta que tocó en el exceso.
     Aquí solté un grito. Le pregunté quién era que tan osado me ofendía, más
     él asomando el labio inferior se sonrió como un relámpago y sólo dijo
     "J.P.L. igual a 72".
     --¡Ah! No, caballero, aquí están las camisas y el dinero en mi casa.
     --Y tú en la mía, -- me respondió sin refrenar acciones ni alterarse.
     Yo di otro grito y me refugié en un rincón hecha un ovillo.
     ¡Ay, hijo mío! ¡qué les vale contra el tiro certero del alcotán flechado,
     a la tímida codorniz la floja avena ni al colorín la rama en que se
     esconden!
     Aquí D. Juan Pérez y López se puso en pie, arrojó al suelo su bonete
     bordado y con furor se sacudió la bata….
     La bata, ¡ah! La bata era de fuego y ambos faldones dieron un chasquido
     atronador como cohetes infernales. A este chasquido contestó fatídico el
     reloj del marco de oro con once ayes doloridos y tras estos lamentos
     cuando expiraron, la música misma aquella de mi sueño, aquella misma
     augusta consonancia se reprodujo a no tanto trecho de mis oídos como la oí
     la vez primera.
     Parecióme que se difundía por la estancia cada vez más clara como la
     aurora del alma y que su oriente lo tenía en el reloj de oro. Levanté
     hacia él la mirada y vi sobre el lienzo a todos aquellos arrogantes
     mancebos y a las galanteadas damas aquellas que antes viera voluptuosos
     danzando al pausado compás de la armonía. Vi el lujo y los doseles, las
     fuentes con aljófares, los ricos aderezos, las plumas y las estofas. Vi
     despierta, hijo mío, el sueño entero de la crisis de mi vida, brotado por
     el caño abundante de la fantasía virgen de una mujer.
     ¡Ay de mí! ¡a quién le fuera dado no volver los ojos! Un ruido misterioso
     y como de escamas llamó a mis pies, miré y encontréme con la serpiente de
     oro culebreando muy humilde y como deseosa de que la pisara con tal de que
     me advirtiera sus halagos.
     Una y cien vueltas dio sin que yo fuera osada a prorrumpir ni un alarido,
     más ella, viendo impunidad o flaqueza, subióse deslizando por la falda
     hasta mi mismo seno.
     "¡Piedad!" exclamé, como implorando amparo del amante bastardo y vi su
     bata de fuego que me deslumbró y con mayor sorpresa que nunca advertí que
     en ella y al son incesante de la música, también bailaban los tiznados
     demonios una grotesca pantomima, los unos frente a frente de los otros,
     pareados y como si fueran juegos de tenazas.
     ¡Ay! ¡ay! La música arreciaba, el rumor atronaba mis oídos, la llameante
     bata fulguraba, mi vista se perdía confundida entre tantas multiplicadas
     maravillas, ¡mi alma en fin era un aroma que volaba, y mi cuerpo aún la
     flor de que partía!
     Un frío apetecible, un calor sabroso, un roce regalado sentí luego, que se
     me desenvolvía por el pecho para subir pausado a la garganta. Y era que la
     serpiente en elegantes roscas llegó hasta mis oídos, y arrojando un
     aliento imperceptible habló de esta manera:
     --Leda, Leda, tu escondida orfandad era tu mundo, hasta que el corazón se
     te asomó a los ojos y me viste por las lumbreras de tu alma. Yo soy el
     Dios de la tierra, a quien adoran los reyes de los hombres, y por quien
     los hombres se humillan a sus reyes. Yo de los senos profundísimos, donde
     las aguas azuladas de Omán hierven y combaten, arranco la avergonzada
     perla para la frente de la mujer. Leda, Leda, como un punto en el vacío tu
     niño corazón era tu mundo, tú me viste y yo soy más grande todavía que el
     mundo de la creación. Sígueme, que soy también virtud de los hombres, el
     poder a la sociedad, el amor de las familias, la perfección de la belleza.
     Y yo en cambio sentaré encima de mis brillantes hombros tu hermosura.
     Ámame así como la piedra oriental ama al engarce, y si pierdes tu nombre,
     te daré títulos sonoros y magníficos que muchos han trocado por la vida.
     Yo soy parte hoy y mañana el todo del oro de la tierra. Ámame, ámame como
     te amo, adorada mía, que de placer, si me abrazaras, me derretiría en el
     canal que forman tus dos pechos. Ámame, ámame como te adoro, hermosa mía….
     ¡Oh seductora voz de la serpiente!
     Sentí desfallecerse mi flaca materia, perdióse mi razón desvanecida y en
     un vapor densísimo vagó mi espíritu.
     No sé si sentí en mis labios la boca de la serpiente que besaba y sin
     embargo de su amorosa solicitud y encanto di un grito de dolor.
     --¡Ay! ¡ay! ¡ay! Suéltame, suéltame que me devoras….. -- parece todavía
     que lo siento….. y en esta angustia recobré la razón y me encontré
     arrojada como un pañuelo ajado con las manos.
     Desolada volví en torno los ojos, y de mi pasado vértigo encontré
     solamente como real y positivo, bastantes onzas esparcidas por el suelo y
     alguna que otra en mi seno que cogí y arrojé lejos de mí.
     El impasible D Juan Pérez y López se paseaba a lo largo del gabinete cual
     si nada me hubiese sucedido.
     De allí a un instante se arrebató las manos a la frente, dio una patada en
     el suelo y tiró con violencia de la campanilla.
     Tardaban en venir a su deseo y sacudió con mayor fuerza el tirado. Oyóse
     en esto un ruido como de pasos precipitados y se presentaron, la que yo
     creía viuda del teniente coronel Zuazo y el portero, pero venían en la
     forma más extravagante que jamás se haya ocurrido a nadie.
     El portero andaba a gatas y la viuda venía a la jineta en sus espaldas. Al
     verlos dijo D. Juan Pérez y López con marcado desafuero y virulencia:
     "Zarandilla y Chuzón de los demonios, ¿dónde os metéis canalla que andáis
     torpes? Ea vivo, echad fuera a esa muchacha y traedme ropa de calle, que
     me voy al remate de unas fincas nacionales que fueron de los ex-frailes
     trinitarios."
     Tanta vergüenza cayó sobre tu pobre madre que no atinaba a andar.
     D. Juan Pérez y López dado que hubo sus órdenes, se puso a recoger una por
     una las onzas que había desparramadas por la alfombra.
     Hízome una seña la Zarandilla y la seguí cabizbaja. Esta mujer
     desvergonzada espoleó al vil Chuzón y le dijo, "arrea marido", y el Chuzón
     tomando un trotecillo respondía, "mujer ya ando."
     Así llegamos al portal. Yo les iba detrás y para despedirme a orillas ya
     del dintel, pegó el Chuzón un corcobo de cabra envuelto en un insolente
     par de coces al que la Zarandilla de grado o por fuerza brincó al suelo y
     cayó de pies. Hízome en seguida un moho ridículo y huyeron ambos por donde
     habían venido muy alegres.
     Heme tú a mi vuelta a mi buhardilla con dirección incierta, desmemoriada y
     pálida, a cada paso sobrecogida de espanto, volviendo la cabeza y
     creyéndome que D. Juan Pérez López me sorprendía de nuevo para ensayar su
     condenada magia.
     Al llegar a una esquina oí una voz muy cerca de mí que me llamaba y quedé
     petrificada.
     --No te asustes, -- me dijo la voz con tono delicado e insinuante al alma,
     -- Yo te he visto cien veces sin que fuera advertido, y otras tantas
     intenté decirte que te amaba, pero el cobarde corazón tembló.
     Fijé la atención y vi un joven absorto en contemplarme y temeroso cual si
     esperara oír de mi labio una sentencia severa.
     No supe qué responderle, y dos gruesas lágrimas surcaron mis mejillas,
     acaso las más amargas de mi vida.
     --¡Ah!, -- exclamó el mancebo, -- no llores por piedad. Yo te he visto
     también en una ventana muy alta de la calle del Dardo y me pareciste una
     flor perfumada de pureza, que pendía del cielo prendida a un cabello de un
     serafín. Yo te amo, porque si la inocencia está en la tierra, tu corazón
     es su altar. Yo te amo porque esas lágrimas mismas que descienden,
     tranquilas manan de la fuente de la castidad. Me nombro Mario Garcerán y
     ya conocen tus ojos y tu oído a quien hoy llama a tu sentimiento y llegará
     mañana acaso a pasar los umbrales de tu casa.
     Mario Garcerán inclinó la cabeza y se apartó de mí. Mirábale yo alejarse
     como si aun estuviese bajo la influencia maravillosa del gabinete terrible
     y necesité apoyarme.
     Era Mario Garcerán un joven que contaba a la sazón veinte y dos años
     apenas. Todo su ademán era resuelto, de atrevida cabeza, blonda cabellera
     rubia, y el bozo apenas indicado sobre el labio superior. Al golpe de sus
     pasos respondían las lucientes espuelas que llevaba.
     Parecíame haber soñado aquel hombre antes de conocerle, guardaba al mismo
     tiempo cierta reminiscencia de haber oído su voz. Mi voluntad se había
     instintivamente aficionado a él en otras ocasiones, pero sin duda que el
     juicio no había entrado por nada y la memoria no retenía ni cuándo ni en
     dónde.
     Desapareció a lo lejos y me acometió el recuerdo de los pasados sucesos
     con toda la intención de Judit y la amargura de Lucrecia….. ¡Ay de mí! ¡Ni
     el puñal de la segunda, ni el brazo vengador de la primera, ni la garganta
     de Olofernes, estaban a mi arbitrio en aquella edad….! El tirano del oro
     podía vagar impune por esta nueva Vetulia esclava, degradada Roma….
     Aquello fue sólo un rapto de ira femenil, que huyendo pronto me postró en
     la tristeza más profunda.
     Cabizbaja y llorosa llegué a mi quinto piso, abrí la puerta y ¡oh dolor!,
     hijo mío, mi madre se revolcaba accidentada por el suelo….¡jamás, jamás!
     ¡Las palabras no alcanzan donde raya el dolor de un solo empuje!
     …………………………………………………………………………………………………
     …………………………………………………………………………………………………
     Al día siguiente estaba yo reclinada en la almohada sobre que dormía mi
     doliente madre y llamaron fuera. Salí a ver quien fuese, entró Garcerán y
     se despertó mi madre. La decaída anciana apenas lo sintió hablar, que
     olvidando sus dolores se sonrió con una sonrisa inefable.
     Explicó Mario el motivo de su visita y mi madre alabó a Dios y nos dijo:
     --Mirad, hijos míos, hace un instante que mi alma había abandonado el
     cuerpo como la llama al pabilo, pero mi alma dejaba un destello de sí
     misma sobre la tierra y le penaba abandonarlo sin guía y para que divagara
     por el caos. Era forzoso remontar el vuelo y la aflicción plegaba las
     luminosas alas de mi alma. El mandato de Dios y el apego de las criaturas
     al mundo que conocemos, forman la agonía de la muerte. En este estado un
     soplo del señor sobre mi ser entero, volvió la vida a su cárcel y con los
     ojos del fervoroso espíritu, vi su dedo omnipotente que señalaba hacia
     allá por donde llegaste tú a interrumpir mi sueño…. La bendición de Dios
     sobre sus hijos y sobre vosotros la de la madre ciega y moribunda.
     Alargó mi santa madre sus desmedrados brazos, e incorporándose apenas en
     el lecho reposó cada una de sus manos sobre nuestras cabezas, abrió los
     ojos claros y serenos, dijo que nos veía, y entreabiertos los labios y
     risueños luego reclinó la frente y tendió el cuerpo para dar libre paso al
     alma justa…. Expiró.
     No sé cuales fueron las muestras de mi pesar. Me acuerdo sólo que perdí el
     sentido y al volver de un letargo me hallé en un sitio extraño para mí,
     rodeada de gentes desconocidas y solícitas.
     Dijéronme luego que Mario Garcerán me había dejado en poder de una honrada
     familia, como un depósito sagrado para hacerme su esposa luego de
     transcurrido cierto tiempo.
     Así era la verdad, vino Garcerán al poco rato y me habló lleno de ternura
     en presencia de un anciano de la casa. A punto estuve de arrodillarme a
     sus pies y contarle mi vida como lo he hecho contigo, Leoncio mío, pero el
     no verlo nunca a solas, fue la causa que contuvo mi noble resolución y he
     aquí también el motivo de nuestra común desgracia.
     A los dos meses contados desde el fallecimiento de mi madre, Garcerán se
     casó conmigo
     Transcurridos unos cuantos días llamó la Zarandilla a mi puerta. Me habló
     y traía una amenaza mortal. Yo azorada le regalé dinero para que se fuese,
     callara y no volviera. Garcerán nos encontró hablando y pasó de largo.
     Al poco tiempo, tanto amor como nos teníamos y la paz que reinaba en
     nuestra casa había desaparecido todo por parte de Garcerán.
     En el lecho mi sueño era interrumpido para oír un suspiro o una maldición.
     En la mesa mi pan iba mojado con lágrimas que las movía una mirada
     recelosa.
     Yo me sentía indispuesta cada vez más. La soledad en que me dejaba mi
     marido, lo mucho que yo le quería y la falta de sus caricias conspiraban
     en mi sentir a esta enfermedad continuada, lenta y que entorpecía mis
     miembros.
     Así, hijo mío, transcurrieron siete meses, y al cabo de ellos…. Te dejé en
     el mundo.
     ¡Ah! ¡si el libro de todos los héroes pudiera escribirse! ¡El heroísmo de
     abnegación pertenece a las mujeres, y el cúmulo de sus sublimes coronas de
     martirio, ahogaría las palmas y los ambiciosos laureles, de esos hombres
     que los historiadores dibujan y los poetas iluminan o encienden!
     Te dejé en el mundo, hijo mío, con el solo dolor de no abrazarte, porque
     cuando aún mi corazón vivía para ti, mis brazos ya estaban muertos…..
     A este punto de su relato llegaba el ánima de mi madre, cuando oímos unas
     como voces perdidas a lo lejos. Yo no las entendí, pero ella
     desembarazándose de mí, se quedó tan chiquitita que tuve que buscarla, y
     por la lucecilla que arrojaba la encontré y vi que era del tamaño de una
     liebre empinada.
     Me eché en el suelo para besarle el rostro y entonces muy quedito me dijo
     al oído izquiero:
     --Por ahí viene tu padre que se volvió loco hace veinte años. A ti te
     busca y yo le temo tanto que me voy. No le digas nunca que me has visto ni
     le cuentes nada de lo que de mí sabes porque no te creería. La duda sólo
     le tiene trastornado el juicio. Juzga tú qué no le haría la certeza si
     Dios no hubiera dispuesto que los hombres dudaran hasta de lo que ven. Ya,
     ya viene, amor mío, alma de mi alma. Perdóname que soy tan inocente como
     la paloma que se encuentra en las garras del gavilán.
     En efecto, mi padre estaba ya encima. El ánima de mi madre se consumió en
     sí misma o se sumió por los poros de las losas como el agua en la arena.
     Las voces de mi padre eran desaforadas. "Satanás, vuélveme mi hijo, " iba
     gritando. Y con gigantes desconcertados pasos, a trancos daba a veces con
     las manos en el suelo.
     Llevaba caída de hombros y arrastrando la capa de hielo aquella que me
     caló los tuétanos. Y más de veinte perros callejeros ladrándole a la zaga
     y acosándole por detrás, lo traían a mal traer y la capa se la tenían
     hecha jirones.
     A pesar del mucho castigo que desde chiquito me tiene apocado el ánimo,
     corrí en su ayuda y sacudiendo pedradas a los perros, logré ahuyentarlos.
     Me columbró mi padre mientras que yo aún me las había con los maldecidos
     canes, y viniéndose por detrás se me echó a cuestas agarrándome mucho y
     muy creído que me rescataba de las uñas de Barrabás.
     Me le cargué a las espaldas lo más acomodadamente que me fue posible y
     aquí caigo, allí tropiezo, más allá me reposo y con impaciencia, logré
     volverlo a casa y lo tendí en la cama sin separarme de su lado, hasta muy
     de mañanita que es la hora en que de ordinario se encaja de rondón alcoba
     adentro, cierto jorobadillo barbudo, chascando un látigo y echando fieros
     y blasfemias por la boca. Mi padre salta entonces de la cama sin remedio,
     baila el pelado al son de la fusta y a revueltas el uno con el otro bajan
     pegando brincos la escalera para irse juntos, yo no sé dónde ni a qué.


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