La Gran Carretera del Norte se extendÃa,
serpenteando como una cinta de color gris acerado, perdiéndose en
la lejanÃa. Por ella, con el sol y el viento detrás, subÃan
velozmente dos puntos negros. Para el gañán que conducÃa
la carreta de heno no eran sino dos más «de esos condenados
motociclistas» al pasarle zumbando en rápida sucesión.
Un poco más adelante, un hombre con familia llevaba con prudencia
su sidecar de dos plazas, y se sonrió complacido al ruido del escape
de la «Norton» de válvulas en cabeza a la que perseguÃa
el aullido felino de una «Scott» ardilla voladora. Él
también, en sus dÃas de solterÃa, habÃa sido
partÃcipe en una de esas perennes competiciones. Suspiró
con tristeza al contemplar a las máquinas de carreras perdérse
de vista camino del Norte.
En esa abominable y repentina curva en
S pasado el puente más allá de Hatfield, el hombre que llevaba
la «Norton», rebosando de satisfaccion, se volvió para
desafiar con la mano a su perseguidor. En ese segundo, el enorme volumen
de un gran camión cargado se le vino encima al salir de la cabeza
del puente. Se pudo librar de él con un guiño feroz, y la
«Scott», tomando la curva trágicamente, con los estribos
de derecha y de izquierda comiéndose por turnos el alquitranado,
ganó unas cuantas yardas triunfalmente. La «Norton»
dio un salto hacia adelante con todo el acelerador a fondo. Un grupo de
niños, llenos de pánico, corrieron en masa desordenada por
el otro lado de la carretera. La «Scott» pasó por entre
ellos describiendo curvas como un beodo. La carretera estaba de nuevo libre,
y la carrera podÃa continuar. No se ha sabido todavÃa por
qué los motoristas, que están siempre cantado las bellezas
de la vida al aire libre en la carretera, se gastan tanta gasolina los
fines de semana camino de Southend, Bringhton o Margate, envueltos en los
apestosos vapores de sus escapes respectivos, con una mano en la bocina
y un pie en el pedal del freno, saliéndoseles los ojos de las órbitas
en su incesante movimiento de alerta a la presencia de policÃas,
curvas, revueltas y cruces de carretera suicidas. Montan sus máquinas
con furia desenfrenada, odiándose unos a otros. Llegan con sus nervios
hechos migas y tienen las grandes broncas para aparcar. Regresan, cegados
por los faros de los recién llegados, a quienes odian aún
más que a los otros. Y se figuran que todo el tiempo la Gran Carretera
del Norte serpentea en su recorrido como una gran cinta gris plana, y que
es una superficie como una pista de carreras, sin sorpresas, sin vallas,
sin carreteras laterales y sin tráfico. ¡Es verdad que no
conduce a ningún sitio determinado, pero, al fin y al cabo, una
tasca es igual a otra!
El asfaltado iba quedando atrás,
milla por milla. La curva cerrada que hay a la derecha en Baldock, las
complicadas revueltas del pueblo de Biggleswade, con sus señales
de tráfico con una repetición constante, pudo frenar temporalmente
la carrera, pero conribuyó a que el perseguidor ganase terreno al
otro. Por Tempsford pasaron a toda mecha, con la bocina tocando insistentemente
y el escape bramando, y más allá pasaron como un huracán
por el control del R.A.C., situado en la bifurcación de la carretera
de Bedford. El conductor de la «Norton» nuevamente miró
para atrás; el que montaba la «Scott» otra vez tocó
su bocina ferozmente. Para los dos conductores, zanja, campo o cuneta,
todo daba vueltas alrededor del horizonte, como si todo fuese tan plano
como un tablero de ajedrez.
El policÃa de Eaton Socon no era
ni mucho menos un enemigo declarado del motorista. Es más, se acababa
de apear de su sencilla bicicleta para pasar el dÃa con el hombre
de la vigilancia de la carretera, en guardia permanente en el cruce. Pero
era hombre justo que temÃa a Dios. El ver a dos locos haciendo su
entrada en sus dominios a la velocidad de setenta millas por hora era más
de lo que podÃa resistir, tanto más cuando el juez local
pasaba en esos momentos en un cochecito tirado por un pony. Avanzó
hacia el centro de la carretera, estirando los brazos en una forma majestuosa.
El conductor de la «Norton» miró y vio su camino cortado
por el cochecito del pony y un vehÃculo de remolque, y se resignó
a aceptar lo inevitable. Echó para atrás la palanca del acelerador,
apretó el pie sobre el chirriante freno, y, patinando, quedó
finalmente parado. La «Scott», como ya habÃa observado
de antemano la maniobra, llegó suavemente, con un ruido como el
arrullo de un gatito contento.
–Vamos a ver –dijo el policÃa en
tono de reproche–,
¿Es que tienen ustedes tan poca
inteligencia que entran en el pueblo a cien millas por hora? Esto no es
Brooklands, como habrán ustedes de saber. No he visto en mi vida
cosa parecida. Tendré que tomarles los nombres y números
de matrÃculas, si me hacen el favor. Usted será testigo,
mÃster Nadgett, de que rodaban a más de ochenta por hora.
El hombre de la vigilancia del A.A., después
de comprobar bien por los dos manillares de las motos que las ovejas negras
no pertenecÃan a su demarcación, dijo, con aire de imparcial
exactitud:
–A sesenta y seis y media yo dirÃa
si me preguntasen en el Juzgado.
–Escuche, so mamarracho –dijo el de la
«Scott» con indignación al de la «Norton»–,
¿por qué no paraba usted cuando yo le tocaba la bocina? Le
he estado persiguiendo llevando su maldito saco durante cerca de treinta
millas. ¿Por qué no tiene cuidado con su asqueroso equipaje?
Hizo una señal hacia un pequeño
saco, bien repleto, que llevaba atado con cuerdas en su propio portaequipajes.
–¿Eso? –contestó el de la
«Norton», haciendo burla–. ¿Qué quiere usted
decir? Si eso no es mÃo. No lo he visto en mi vida.
Esta descarada negativa dio la impresión
de dejar sin habla al conductor de la «Scott».
–En mi vida he visto un tipo como... –apenas
pudo balbucir–. Pero, condenado idiota, yo mismo lo he visto caer de su
máquina, un poco antes de llegar a Hatfield. Chillé y toqué
el claxon con verdadera furia. Supongo que las válvulas en cabeza
de su cacharro hacen tanto ruido que no le permiten oir otra cosa. Me tomo
el trabajo de recogerlo y seguirle, y todo lo que hace es correr como un
loco y hacerme caer derecho en un policÃa. Mucho agradecimiento
no es, que digamos, por tratar de hacer un favor a cualquier tonto en la
carretera.
–Bueno, eso aquà no viene al caso
–dijo el policÃa–. Su permiso de conducir, por favor, señor.
–Aquà lo tiene usted –dijo el hombre
de la «Scott» ferozmente, sacando su cartera–. Me llamo Walters,
y ésta será la última vez que trataré de hacer
un favor a nadie, puede usted apostar su camisa.
–Walters –leÃa el policÃa,
anotando los detalles en su libro de notas– y Simpkins. Recibirán
ustedes las demandas a su debido tiempo. Será dentro de una semana
a partir de hoy, el lunes o asÃ, no me extrañarÃa.
–Otros cuarenta chelines que se evaporan
–gruñó mÃster Simpkins, jugando con su acelerador–.
Bueno, no tiene remedio, qué vamos a hacer.
–¿Cuarenta chelines? –atajó
el policÃa–. ¿Qué es lo que se ha figurado? Esto es
conducir peligrosamente y contrario al bien común, no se trata de
otra cosa. ¡Se darán por muy satisfechos si salen con cinco
libras por cabeza!
–Oh. maldita sea... –dijo el otro, pegando
una patada furiosamente al arranque. La máquina se puso en marcha
como un trueno, pero mister Walters diestramente cruzó su máquina
ante la «Norton».
–Oh, no, que se cree usted eso, amigo
–dijo maliciosamente–. Usted se llevará su sangrante saco, y aquÃ
no hay más tomadura de pelo. Le estoy diciendo que lo vi caer.
–Vamos, no empecemos ahora con palabras
gruesas
–dijo el policÃa, cuando de repente
se dio cuenta de que el hombre del A.A. estaba mirando de una manera extraña
el saco y le hacÃa señas a él.
–iHola! –preguntó exigente–. ¿Qué
le pasa al sangrante saco, como usted le llama? A ver. déjeme echar
un vistazo a ese saco, señor, si usted no tiene inconveniente.
–Es asunto que a mà no me concierne
–dijo mÃster Walters, entregándolo–. Yo lo vi caer y... –
su voz se extinguió en su garganta, y sus ojos se posaron en un
sitio del saco por donde algo, mojado y horrible, lo atravesaba a chorros.
–¿Notó usted esta esquina
del saco cuando lo recogió?
– preguntó el policÃa.
Lo palpó ligeramente y se miró
a los dedos.
–Pues no sé, no de una manera especial
–balbució Walters–. Yo no he notado nada, y supongo que estallarÃa
cuando chocó con la carretera.
El policÃa miró por la rasgadura
en silencio y entonces se volvio a echar de allà a las dos chicas
que se habÃan parado a curiosear. El hombre del A.A. se fijaba con
extrañeza y entonces retrocedió con una sensación
de repugnancia.
–¡Oh. Dios mÃo! –dijo, expresándose
con dificultad por la emoción–. ¡Es rizada, y la de una mujer!
–Eso no es mÃo –gritó Simpkins–.
Juro por el cielo que no es mÃo. Este hombre está tratando
de achacármelo.
¿Yo? –acertó a decir Walters,
jadeante–. ¿Yo? Animal y asqueroso asesino, Si lo vi caer de su
portaequipajes. No me extraña que tratara usted de deslumbrarme
con su faro cuando me vio venir. Deténgale, policÃa. Lléveselo
a la cárcel...
–¡Hola, señor agente! –dijo
una voz detrás de ellos–.
¿Por qué es todo este barullo?
¿No ha visto por casualidad un motorista pasar con un pequeño
saco en su portaequipajes?
Un coche grande abierto, con un largo
capot de tamaño poco corriente, habÃase aproximado a ellos,
silencioso como una lechuza. Todos los presentes unánimemente se
volvieron hacia el conductor.
–¿No será éste, señor?
El automovilista apartó sus gafas,
descubriendo una nariz larga y un par de ojos de cÃnica mirada.
–ParecerÃa como si... – empezaba
a decir, cuando su vista se posó sobre la horrible aparición
que se percibÃa en una esquina del saco.
–En el nombre de todos los Santos –preguntó–,
¿qué es eso?
–Eso es lo que nosotros estábamos
tratando de saber
– contestó el policÃa con
acritud.
–Ejem –dijo el automovilista tosiendo–.
Parece como si hubiera elegido un momento poco propicio para preguntar
por mi saco. Falta de tacto le llamo yo. Decir ahora que el saco no me
pertenece podrÃa ser muy sencillo, pero no serÃa capaz de
convencer a nadie. Desde luego, no es mio, y debo decir que si lo hubiese
sido no me habrÃa tomado el trabajo de buscarlo.
El policÃa se rascó la cabeza.
–Estos dos caballeros... – empezó
a decir.
Los dos motoristas rompieron simultáneamente
a disculparse acaloradamente. A todo esto, ya se habÃa acumulado
un pequeño grupo, que el hombre de la Asociación Automovilista
procuraba alejar.
–Tendrán ustedes todos que venir
conmigo a la Comisa-rÃa –dijo el atormentado representante de la
autoridad–. Aquà no se puede permanecer interrumpiendo el tráfico
Y ahora, cuidado con hacer ninguna jugada. Ustedes den vuelta a sus máquinas,
y yo me voy con usted en el coche, señor.
–Pero ¿y si le doy toda marcha
y le rapto? –preguntó humorÃsticamente el automovilista–.
Entonces qué serÃa de usted. Bueno, mire –añadió
dirigiéndose al hombre del A.A.–, ¿usted sabe conducir este
bote?
–Cómo no – dijo el vigilante, pasando
la vista complacido sobre toda la lÃnea larga del coche.
–Pues muy bien, salte adentro. Usted puede
asà ocuparse, señor agente, de los otros sospechosos y mantenerse
cerca de ellos. Es que tengo un talento para los detalles, estoy en todo.
Ahora que caigo, ese freno está muy duro.
No le trate con rigidez, pues nos llevarÃamos
una sorpresa. El cierre del saco fue roto cuando llegaron a la Comisaria,
ante una expectación hasta entonces desconocida en los anales de
la paz que siempre reiné en Eaton Socon, y el terrible contenido
puesto reverentemente sobre la mesa. Aparte de una cantidad determinada
de trapo del que se usa para envolver los quesos, en él venÃa
envuelto el aterrador despojo, no habÃa otro indicio que pudiera
dar la solución del misterio.
–Bueno, vamos a ver –dijo el jefe–. ¿qué
pueden ustedes, señores, decirme en cuanto a todo esto?
–Pues nada por mi parte –dijo mÃster
Simpkins con el semblante lÃvido–. Solamente que este hombre traté
de achacármelo a mÃ.
–Yo lo vi caer del portaequipaje de este
hombre antes de llegar a Hatfield –repitió mÃster Walkers
con firmeza– y le he seguido durante treinta millas tratando de hacerle
parar Eso es todo lo que sé y Dios sabe que no hubiera querido tocar
el horrible objeto.
–Tampoco yo sé nada sobre el asunto
–dijo el dueño del coche–, pero me figuro de qué se trata.
–¿Cómo qué dice usted?
– preguntó el jefe.
–Me parece que es la cabeza que corresponde
al asesinato de Finsbury Park, aunque, le prevengo, que sólo es
una suposición mÃa.
–Eso es precisamente lo que he estado
pensando yo mismo –convino el jefe, echando una mirada a un periódico
que se hallaba sobre su mesa, con los encabezamientos muy prominentes refiriendo
detalles de ese crimen tan horrendo– y, si fuese asÃ, hay que felicitarle
a usted, agente, por tan importante captura.
–Muchas gracias, señor – contestó
el policÃa, agradecido, al mismo tiempo que saludaba,
–Ahora será mejor que tome declaración
a todos –dijo el jefe–. No, no, oiré al agente primero. ¿DÃgame,
Briggs?
El policÃa, el hombre del A.A.
y los dos motoristas dieron sus versiones respectivas del asunto, y el
jefe se dirigió al automovilista.
–Y ahora, ¿qué es lo que
usted tiene que declarar con respecto al particular? –preguntó–.
Primero que nada, sirvase darme su nombre y dirección.
El otro sacó una tarjeta de identidad,
que el jefe copió y le devolvió seguidamente con muestras
de respeto.
–Un saco de mi pertenencia, que contenÃa
un lote de valiosas joyas, fue robado de mi coche ayer, en Piccadilly
–empezó a decir el automovilista–.
Se parece mucho a éste, pero
tiene una cerradura de clave. Hice indagaciones en Scotland Yard, y ayer
me informaron que un saco con las mismas caracterÃsticas habÃa
sido dejado en consigna ayer por la tarde en la tarde en la estación
de Paddington, en la lÃnea principal. Me fui corriendo allÃ,
y me dijo el empleado que habÃa estado un hombre vestido con traje
de motorista reclamando el saco en cuestión. Un mozo de equipajes
dijo que habÃa visto al hombre salir de la estación, y un
paseante casual observó que se iba montado en una motocicleta. Eso
habla ocurrido una hora antes. ParecÃa que el caso no tendrÃa
solución, pues, desde luego, nadie se habÃa fijado en la
matca de la motocicleta, y mucho menos en la matrÃcula. Afortunadamente,
sin embargo, por allà se encontraba una niña pequeña
muy despejada. Esta pequeña habÃa estado jugando alrededor
de la estación y habÃa oÃdo al motociclista preguntar
a un conductor de taxi cuál era el camino más corto para
Finchley. Dejé a la PolicÃa buscando la pista del conductor
del taxi, y salà de prisa para Finchley, donde encontré a
un avispacto boy-scout. El explorador habia visto a un motorista salir
con un saco en el portaequipajes, y le habta dado una voz para advertirle
que la correa estaba suelta. El motorista se habia apeado y afianzo la
correa, continuanuando derecfo por la calle que conduce directamente a
Lflipping Barnet. el muchachoo no estuvo lo suficientemente cerca para
conocer la marca de la moto; lo unico que sabia de cierto era que no se
trataba de una «Douglas», porque su hermano tiene una y conoce
la marca. En Barnet me contaron una extrana historia de un hombre con chaqueta
de motorista que entro titubeante en una taberna con la cara livia, y que
se tomo dos coñacs dobles y se fue, arrancando la moto turtosamente.
¿Que cuál era el número? Pues desde luego no lo se.
La camarera me conté esto, pero no pudo comprobar el número.
Después de todo, no se trata mas que estaban conduciendo a toda
velocidad, de una manera furiosa, por la carretera. Una vez que hube pasado
Harttetd, me contaron todo lo referente a la carrera desenfrenada que se
estaba celebrando. Y aquà me encuentro, eso es todo.
–Me está pareciendo, milord –dijo
el jete–, que no han sido solamente éstos los que han sido responsables
de conducir furiosamente.
–Yo tengo que confesarlo –contestó
el otro–, si bien debo decir en descargo mÃo que tuve buen cuidado
de no hacerlo donde habÃa mujeres y niños, y solamente pisé
a fondo en los trechos que estaban propicios para hacerlo. El punto que
nos concierne ahora es...
–Pues bien, milord –dijo el jefe, reanudando
el interrogatorio–. En realidad tengo su versión, y si es la auténtica,
se sabrá verificándola mediante las pesquisas a hacer en
Paddington y Finchley y demás. Pero, en cuanto a estos dos caballeros...
–Es perfectamente evidente –interrumpió
mÃster Walters– que el saco se cayó del portaequipajes de
este hom-re, y, cuando me ha visto seguirle llevándolo, pensó
que serÃa una gran ocasión de atribuirme el que es mÃo.
No hay nada más claro.
–Eso es una mentira –dijo mÃster
Simpkins–. Aquà está este individuo con el saco, que es el
que lo traÃa; por qué, no lo sé; pero no me es muy
difÃcil figurarme por qué, y de pronto se le ocurre la brillante
idea de cargarme la culpa. ¿Dónde existen las pruebas de
lo que dice? ¿Dónde está la correa? Si fuese verdad
lo que dice, encontrarÃa el otro trozo de correa que falta en mi
máquina. El saco estaba en la suya, y bien atado por cierto.
–SÃ, con un bramante –respondió
el otro con rudeza–. Si yo hubiera matado a alguien y me escapara con la
cabeza, ¿cree usted que serÃa tan burro que atarÃa
el bulto con un trozo de cordel de a perra gorda? La correa se soltd y
ha caÃdo en algón lugar de la carretera, eso es lo que ha
ocurrido con este asunto.
–Bueno, miren –dijo el hombre a quien
se dirigÃan llamándole milord–. Se me ocurre una idea, por
si desea aprovecharla. Supongamos, jefe, que usted pone la mayor cantidad
de hombres que pueda para vigilar a tres criminales desesperados, y todos
nos vamos juntos hacia Hatfield. Yo puedo meter dos en mi bote como si
nada, y sin duda usted dispone de un coche patrullero. Si esto cayó
del
portaequipajes alguien lo verÃa además de mÃster Walters.
–No lo vio nadie – interrumpió
mÃster Simpkins.
–No habÃa ni un alma –dijo mÃster
Walters–, pero, oiga, ¿cómo sabe usted que no habÃa
nadie, eh? ¿Creà que decÃa usted que no sabÃa
nada del asunto?
–Yo insisto en que no se cayó de
mi moto asà que nadie pudo verla – contestó el otro con cierta
congoja.
–Bueno, milord –dijo el jefe–. Me inclino
a aceptar su sugerencia, pues asà me da oportunidad de hacer averiguaciones
sobre su propia versión de usted. Debo aclararle que no es que la
ponga en duda, siendo usted quien es. He leÃdo mucho de sus trabajos
de detective, milord, y considero que son de mucha habilidad. Pero, a pesar
de ello, no cumplirÃa con mi obligación si no obtuviera la
corroboración de todo lo expuesto, a ser posible.
–iGran idea! Muy bien –dijo su señorÃa–.
Adelante la caballerÃa ligera. Podemos realizarlo todo con la mayor
facilidad, es decir, al ritmo legal que nos concede el progreso, no debemos
tardar más de hora y media en todo.
* * * * *
Como tres cuartos de hora más tarde,
el coche de carreras y el coche de la PolicÃa se deslizaban suavemente
uno junto al otro dentro de Hatfield. Prosiguiendo su recorrido, el cuatro
plazas, en el que Walters y Simpkins estaban sentados mirándose
ferozmente el uno al otro, tomó la delantera, y al poco rato Walters
hizo señas con la mano y los dos coches pararon.
–Fue aproximadamente aquÃ, según
puedo recordar, que se cayó –dijo–, desde luego, no hay ni rastro
de la caÃda.
–¿Está usted seguro de que
no habÃa ninguna correa que cayó con el paquete? –sugirió
el jefe–, porque, como usted comprenderá, tenÃa que haber
algo que lo sujetara.
–Desde luego que no habÃa ninguna
correa –dijo Simpkins blanco de cólera–, usted no tiene derecho
de hacerle preguntas intencionadas como la que ha hecho.
–Espere un minuto –hizo Walters observar
lentamente–. No, desde luego no habÃa correa alguna. Pero ahora
tengo una vaga idea de haber visto algo en la carretera como un cuarto
de milla más arriba.
–Eso es mentira –gritó Simpkins–.
Lo está inventando.
–Justo hacia el lugar donde nos cruzamos
con ese hombre del sidecar hace unos minutos –dijo su señorÃa–,
le dije que debÃamos haber parado y preguntarle si podÃamos
ayudarle, jefe. Por cortesÃa de carretera y esas cosas, usted ya
me comprende.
–No podÃa habernos ayudado en mucho
–respondió el jefe–. Probablemente acababa de pararse.
–No estoy tan seguro de ello –objetó
nuevamente el otro–. ¿No pudo usted notar lo que estaba haciendo?
Oh, válgame Dios, pero ¿dónde están sus ojos?
¡Hola!, aquà viene.
Saltó a la carretera e hizo señas
al conductor, que, al ver a cuatro policÃas, creyó que lo
mejor que harÃa era parar.
–Usted me perdone –le interrogó
su señorÃa dirigiéndose a él–. Se nos habÃa
ocurrido pararle para preguntarle si precisaba algo; cuando hemos pasado
la otra vez querÃamos haberlo hecho, pero se agarrotó el
acelerador cuando lo llevaba a fondo y no fue posible hacerle volver atrás.
Qué, ¿ha tenido una pequeña
averÃa, o algo por el estilo?
–Oh, sÃ, está todo perfectamente
bien, gracias; solamente que si tuviera usted un galón de gasolina
que cederme, se lo agradecerÃa. Mi depósito se soltó
y perdà mucha. Un latazo atroz. Me costó trabajo arreglarlo;
pero providencialmente encontré un trozo de corren y con eso lo
he podido sujetar. Se rasgó un poco, sin embargo, donde tenÃa
el tornillo de sujeción. Tuve suerte en que no me explotara, pero
hay un Angel de la Guarda especial para los motoristas.
–iDe manera que una correa, verdad? –dijo
el jefe–. Me temo que tendré que molestarle y pedirle que me deje
echarle un vistazo.
–iCómo? –dijo el otro–. ¿Y
ahora que acabo de arreglar el condenado artefacto. Pero ¿qué
diablos...? Bueno, querida, está bien –esto lo decÃa a su
pasajera–. ¿Es algo realmente grave lo que ocurre, señor
oficial?
–Me temo que sÃ, señor Siento
tener que molestarle.
–¡Oiga!... –gritó uno de
los policÃas, agarrando limpiamente a mister Simpkins cuando estaba
saltando por la parte trasera del coche.
–¡Es inútil que intente eso;
usted va listo, muchacho!
–Ahora no hay ninguna duda sobre todo
ello –dijo el jefe triunfalmente, cogiendo ávidamente la correa
que el conductor del sidecar le tendÃa–. Aquà está
su nombre en ella, J. Simpkins, escrito con tinta y letra tan clara y hermosa
como la vida misma. Muy agradecido a usted, señor. Usted nos ha
ayudado a conseguir una captura muy importante.
–¿No! ¿De quién se
trata? –gritó la chica que estaba en el sidecar–. ¡Es muy
emocionante! ¿Ha sido un asesinato?
–Vea en los periódicos de mañana,
señorita –dijo el jefe–, y ya verá usted algo horripilante.
Venga, Briggs, ponga las esposas a éste.
.–¿Y qué hay de mi depósito?
–dijo el hombre del sidecar lamentándose–. Eso está muy bien
que tú te encuentres muy emocionada con esto, Babs, pero tendrás
que salirte y empujar.
–Oh, no –dijo su señorÃa–~
Aquà tiene usted una correa. Una correa que es bastante más
bonita, y además es de calidad superior. Y aquà tiene usted
gasolina. Y también le entrego un botellÃn de bolsillo para
que eche un trago. Y todo lo que un joven debe conocer y disfrutar. Y cuando
venga por la ciudad, vengan los dos a yerme. Me llamo lord Peter Wimsey,
Piccadilly 110 A. Encantado de verles siempre cuando ustedes gusten. ¡Chin,
chin!
.–¡Adiós! –se despidió
el otro limpiándose los labios y muy apaciguado–. Encantado de haber
podido servirles en algo útil. Póngalo como nota buena a
mi favor, señor oficial la próxima vez que me encuentre y
esté cometiendo exceso de velocidad.
–Fue muy afortunado haber podido dar con
él –dijo el jefe con gran contento, mientras continuaba su camino
hacia Hatfield–. Completamente providencial, como dirÃa usted.
–Voy a decirlo todo –dijo el desgraciado
Simpkins sentado con las esposas puestas en la oficina de la ComisarÃa
de Hatfield–. Juro ante Dios que no sé nada sobre el asesinato.
Hay un hombre que conozco que tiene un negocio de joyerÃa en Birmingham.
No le conozco muy bien. Es más, sólo hice amistad con él
en Southend, en Pascuas. Se llama Owen, Thomas Owen. Me escribió
ayer y me dijo que por olvido habÃa dejado un maletÃn en
el guardarropa de Paddington. rogándome que fuese a recogerlo, asÃ
que me enviaba el billete para sacarlo. Me decÃa que la próxima
vez que fuese hacia donde él vive, que se lo llevase. Comoquiera
que yo estoy en los servicios de transportes, como ustedes pueden ver,
y ahà lo dice en mi tarjeta, siempre estoy recorriendo el paÃs
de arriba abajo. Daba la casualidad que tenÃa que hacer un viaje
en la dirección de donde vive mi amigo llevando esta «Norton»,
de manera que a la hora del almuerzo la saqué y la puse en marcha.
No noté que ponÃa la fecha en el ticket del guardarropa.
Lo que sà sé es que no tenÃa que abonar nada, asÃ
que supuse que era poco tiempo el que estuvo depositado allÃ. Bueno,
todo fue igual a como usted lo cuenta, hasta Finchley. y allà aquel
chico me dijo que la correa estaba suelta y fui a asegurarla bien. Y entonces
noté que la esquina del maletÃn estaba reventada y que estaba
húmeda, y, bueno, vi lo que vi. Eso me dio un vuelco al corazón
y perdà la cabeza. Lo único que se me ocurrÃa era
deshacerme de ello y rápidamente. Me acordé que habÃa
muchos trechos de carretera solitaria en la Gran Carretera del Norte, asÃ
que hice un corte a la corren, eso fue cuando me paré para tomar
aquel trago en Barnet, y entonces, cuando vi que no habÃa nadie
a la vista, lo único que tuve que hacer fue alcanzar el brazo atrás
y darle un tirón, y cayó con correa y todo; pues yo no la
habÃa sujetado a través de los agujeros. Al caer, me daba
la sensación de que a mà también me habÃa caÃdo
un gran peso de mi imaginación
Supongo que Walters empezarÃa a llegar a la vista en el momento
de caer. Tuve que aflojar la velocidad una milla o dos más adelante
para dar paso a unas ovejas que entraban a un campo y entonces le oÃ
tocándome la bocina a todo tocar, y... ¡oh, Dios mio!
Soltó un gemido y cubrió
su cabeza con las manos.
–Ya comprendo –dijo el jefe de PolicÃa
de Eaton Socon–. Bueno, ésa es su declaración. Ahora, referente
a este Thomas Owen...
–Oh –contestó lord Peter Wimsey
con viveza–, no haga gran caso de Thomas Owen. No es el hombre que usted
busca. No supondrá que un tipo que ha cometido un asesinato no iba
a encargar a otro que le llevase la cabeza nada menos que hasta Birmingham.
Es lógico pensar que se intentaba que aquélla quedase depositada
en el guardarropa de Paddington hasta que el ingenioso perpetrador del
crimen hubiese puesto tierra por medio, o hasta que estuviese irreconocible,
o ambas cosas a la vez. Es en Birminghan, por tanto, donde vamos a encontrar
esos recuerdos de familia que me pertenecen, y que su activo amigo mÃster
Owen sustrajo de mi coche. Ahora, mÃster Simpkins procure serenarse
y dÃganos quién estaba de pie junto a usted en el guardarropa
cuando usted cogió aquel saco. Haga todo lo posible por acordarse,
porque esta pequeña isla no es lugar para esa persona, y seguramente
estará cogiendo el próximo barco mientras nosotros estamos
aquà hablando.
–No me puedo acordar –gimió Simpkins–.
No pude observar a nadie Mi cabeza me da vueltas con tantas cosas como
han ocurrido.
–No le importe. Haga memoria, Piense con
calma. Recomponga la escena de usted al bajar de su máquina, recostándola
contra algo...
–No, la puse en el stand.
–Bien. Ya vamos progresando. Ahora, piense;
usted está sacando el billete del guardarropa del bolsillo y procede
a subir, para atraer la atención del hombre.
No podÃa al principio. HabÃa
una señora anciana tratando de que le tomaran un canario a guardar
en el guardarropa, y un hombre que bullÃa mucho, que tenÃa
mucha prisa en depositar unos palos de golf. Se portó de lo más
grosero con un hombrecito muy gentil con... ¡cielos! ¡SÃ,
con un saco como ése! SÃ, eso es. El hombre tÃmido
lo habla tenido en el mostrador bastante tiempo, y el hombre grande le
habia empujado a un lado. Yo no sé lo que pasó, porque el
mÃo me fue entregado en aquel momento. El hombre grande puso su
equipaje delante de nosotros dos, y yo tuve que
alzarme para recoger el saco, y lo que supongo es que debà recoger
el que no era. ¡Dios mÃo! ¿Quiere usted decir-me que
el hombre tÃmido pequeño era un asesino?
–jHay muchas como él –interrumpió
el jefe de Hatfield–, pero cómo era. dÃgame!
–TenÃa una estatura como de cinco
pies cinco pulgadas solamente, y llevaba un sombrero flexible y un abrigo
largo de color ceniza. Era de especto muy corriente, con ojos débiles,
creo, pero no estoy muy seguro de ello pues ni siquiera le reconocerÃa
sà le viera otra vez. ¡Ah espere un momento! Lo que sÃ
me acuerdo es de una cosa, TenÃa una rara cicatriz, de la forma
de una media luna, debajo del ojo izquierdo.
–Eso ya me da la solución –dijo
lord Peter–. Me figuraba que iba a ser ése. ¿Reconoció
usted la cara cuando la sacamos, jefe? ¿No? Yo, sÃ. Era Dahlia
Dallmeyer, la actriz, que, según dicen, habÃa partido para
América la semana pasada. El hombre pequeño con la cicatriz
de forma de media luna es su marido, Philip Storey. Historia escandalosa
y todo lo demás. Ella le arruinó y le trató como si
fuese una basura, y le fue infiel, pero parece como si él ha sido
el que ha pronunciado la última palabra en esta discusión.
Y ahora, me imagino que será la Justicia la que tendrá la
última palabra con él. Póngase rápido a enviar
los telegramas precisos, jefe, y podrÃa usted hacerme el favor de
decir a la gente de PaddÃngton que me den mi saco antes que mÃster
Thomas Owen caiga en la cuenta de que ha habido un pequeño error.
–Bueno, de todos modos –dijo mÃster
Walters, extendiendo una mano amistosamente al avergonzado mÃster
Simpkins–, fue una carrera por todo lo alto, y bien valió la pena
que nos hayan puesto la denuncia. Uno de estos dÃas tenemos que
celebrar la revancha.
Muy temprano, a la mañana siguiente,
un hombre pequeño, de aspecto insignificante, subió a bordo
del trasatlántico «Volucria». A la cabeza de la escala,
dos hombres tropezaron con él, llevando el más joven de los
dos un Pequeño saco, y empezaba a volverse para presentar sus excusas,
cuando se le reflejó en la cara una señal de haber reconocido
al otro.
–iCaramba, si no es mÃster Storey!
–exclamó con voz muy fuerte–. ¿Adónde se va usted?
No le he visto hace una eternidad.
–Me temo –dijo Philip Storey–, que no
tengo el gusto de....
–Vamos, déjese de esa monserga
–contestó el otro riéndose–. ConocerÃa esa cicatriz
donde fuese. ¿Va usted a los Estados Unidos?
–Bueno, pues sà –dijo el otro,
viendo que la forma escandalosa de reÃrse del conocido suyo estaba
atrayendo la atención de la gente–. Le ruego me perdone, ¿Es
usted lord Peter Wimsey, no es eso? SÃ. Voy a reunirme con mi mujer
allÃ.
–¿Y cómo se encuentra ella?
–preguntó Wimsey, desviando el camino hacia el bar y sentándose
a una mesa–. ¿Se fue la semana pasada, no es asÃ? Lo leÃ
en los periódicos.
–SÃ. Acaba de enviarme un cable
de que me reúna con ella. Vamos a tomarnos unas vacaciones.., sÃ,
en... en los lagos. Allà se pasa muy bien en el verano.
–iLe cablegrafió, verdad? AsÃ
que nosotros vamos en el mismo barco. Es muy extraño que las cosas
a veces coincidan asÃ. Yo solamente recibà mis instrucciones
para que saliera en el último minuto, Porque me dedico a perseguii
criminales, es mi violÃn de Ingres, ¿comprende usted?
–iOh, realmente! – dijo mÃster
Storey.
–SÃ- Este señor es el detective-inspector
Parker, , de Scokland Yard, un gran amigo mÃo. SÃ. Se trata
de un asunto muy desagradable, de esos que molestan sobremanera y muchas
cosas más. Este saco a que me refiero, en lugar de estar reposando
pacÃficamente en la estación de Paddington, resulta que aparece
en Eaton Socon. No tenÃa nada que hacer alli, ¿no le parece
a usted?
Cogió el sáco que él
llevaba y lo golpeó violentamente contra la mesa de manera que saltara
el cierre.
Storey se puso en pie de un salto, dando
un grito agudo, y poniendo sus brazos por encima de la abertura que tenÃa
el saco, como queriendo esconder su contenido.
–iCómo ha podido usted coger esto?
–gritó–. ¿En Eaton?
–Yo... yo nunca.
–Éste es mÃo –dijo Wimsey
tranquilamente, mientras el desgraciado se dejaba caer en su asiento, comprendiendo
que se habÃa delatado–. Se trata de algunas piezas de joyerÃa
pertenecientes a mi madre. ¿Qué creÃa usted que era?
El detective Parker tocó a su interlocutor
ligeramente en el hombro.
–No tiene usted necesidad de contestar
a esa pregunta si no quiere –le dijo–. Le detengo, Philip Storey
por el asesinato cometido en la persona de su esposa. Cualquier cosa que
usted manifieste puede ser utilizada en contra de usted.
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