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El fantastico horor del misterioso saco
El Fantastico Horror Del Misterio Del Saco
 Dorothy L. Sayers

La Gran Carretera del Norte se extendía, serpenteando como una cinta de color gris acerado, perdiéndose en la lejanía. Por ella, con el sol y el viento detrás, subían velozmente dos puntos negros. Para el gañán que conducía la carreta de heno no eran sino dos más «de esos condenados motociclistas» al pasarle zumbando en rápida sucesión. Un poco más adelante, un hombre con familia llevaba con prudencia su sidecar de dos plazas, y se sonrió complacido al ruido del escape de la «Norton» de válvulas en cabeza a la que perseguía el aullido felino de una «Scott» ardilla voladora. Él también, en sus días de soltería, había sido partícipe en una de esas perennes competiciones. Suspiró con tristeza al contemplar a las máquinas de carreras perdérse de vista camino del Norte.
En esa abominable y repentina curva en S pasado el puente más allá de Hatfield, el hombre que llevaba la «Norton», rebosando de satisfaccion, se volvió para desafiar con la mano a su perseguidor. En ese segundo, el enorme volumen de un gran camión cargado se le vino encima al salir de la cabeza del puente. Se pudo librar de él con un guiño feroz, y la «Scott», tomando la curva trágicamente, con los estribos de derecha y de izquierda comiéndose por turnos el alquitranado, ganó unas cuantas yardas triunfalmente. La «Norton» dio un salto hacia adelante con todo el acelerador a fondo. Un grupo de niños, llenos de pánico, corrieron en masa desordenada por el otro lado de la carretera. La «Scott» pasó por entre ellos describiendo curvas como un beodo. La carretera estaba de nuevo libre, y la carrera podía continuar. No se ha sabido todavía por qué los motoristas, que están siempre cantado las bellezas de la vida al aire libre en la carretera, se gastan tanta gasolina los fines de semana camino de Southend, Bringhton o Margate, envueltos en los apestosos vapores de sus escapes respectivos, con una mano en la bocina y un pie en el pedal del freno, saliéndoseles los ojos de las órbitas en su incesante movimiento de alerta a la presencia de policías, curvas, revueltas y cruces de carretera suicidas. Montan sus máquinas con furia desenfrenada, odiándose unos a otros. Llegan con sus nervios hechos migas y tienen las grandes broncas para aparcar. Regresan, cegados por los faros de los recién llegados, a quienes odian aún más que a los otros. Y se figuran que todo el tiempo la Gran Carretera del Norte serpentea en su recorrido como una gran cinta gris plana, y que es una superficie como una pista de carreras, sin sorpresas, sin vallas, sin carreteras laterales y sin tráfico. ¡Es verdad que no conduce a ningún sitio determinado, pero, al fin y al cabo, una tasca es igual a otra!
El asfaltado iba quedando atrás, milla por milla. La curva cerrada que hay a la derecha en Baldock, las complicadas revueltas del pueblo de Biggleswade, con sus señales de tráfico con una repetición constante, pudo frenar temporalmente la carrera, pero conribuyó a que el perseguidor ganase terreno al otro. Por Tempsford pasaron a toda mecha, con la bocina tocando insistentemente y el escape bramando, y más allá pasaron como un huracán por el control del R.A.C., situado en la bifurcación de la carretera de Bedford. El conductor de la «Norton» nuevamente miró para atrás; el que montaba la «Scott» otra vez tocó su bocina ferozmente. Para los dos conductores, zanja, campo o cuneta, todo daba vueltas alrededor del horizonte, como si todo fuese tan plano como un tablero de ajedrez.
El policía de Eaton Socon no era ni mucho menos un enemigo declarado del motorista. Es más, se acababa de apear de su sencilla bicicleta para pasar el día con el hombre de la vigilancia de la carretera, en guardia permanente en el cruce. Pero era hombre justo que temía a Dios. El ver a dos locos haciendo su entrada en sus dominios a la velocidad de setenta millas por hora era más de lo que podía resistir, tanto más cuando el juez local pasaba en esos momentos en un cochecito tirado por un pony. Avanzó hacia el centro de la carretera, estirando los brazos en una forma majestuosa. El conductor de la «Norton» miró y vio su camino cortado por el cochecito del pony y un vehículo de remolque, y se resignó a aceptar lo inevitable. Echó para atrás la palanca del acelerador, apretó el pie sobre el chirriante freno, y, patinando, quedó finalmente parado. La «Scott», como ya había observado de antemano la maniobra, llegó suavemente, con un ruido como el arrullo de un gatito contento.
–Vamos a ver –dijo el policía en tono de reproche–,
¿Es que tienen ustedes tan poca inteligencia que entran en el pueblo a cien millas por hora? Esto no es Brooklands, como habrán ustedes de saber. No he visto en mi vida cosa parecida. Tendré que tomarles los nombres y números de matrículas, si me hacen el favor. Usted será testigo, míster Nadgett, de que rodaban a más de ochenta por hora.
El hombre de la vigilancia del A.A., después de comprobar bien por los dos manillares de las motos que las ovejas negras no pertenecían a su demarcación, dijo, con aire de imparcial exactitud:
–A sesenta y seis y media yo diría si me preguntasen en el Juzgado.
–Escuche, so mamarracho –dijo el de la «Scott» con indignación al de la «Norton»–, ¿por qué no paraba usted cuando yo le tocaba la bocina? Le he estado persiguiendo llevando su maldito saco durante cerca de treinta millas. ¿Por qué no tiene cuidado con su asqueroso equipaje?
Hizo una señal hacia un pequeño saco, bien repleto, que llevaba atado con cuerdas en su propio portaequipajes.
–¿Eso? –contestó el de la «Norton», haciendo burla–. ¿Qué quiere usted decir? Si eso no es mío. No lo he visto en mi vida.
Esta descarada negativa dio la impresión de dejar sin habla al conductor de la «Scott».
–En mi vida he visto un tipo como... –apenas pudo balbucir–. Pero, condenado idiota, yo mismo lo he visto caer de su máquina, un poco antes de llegar a Hatfield. Chillé y toqué el claxon con verdadera furia. Supongo que las válvulas en cabeza de su cacharro hacen tanto ruido que no le permiten oir otra cosa. Me tomo el trabajo de recogerlo y seguirle, y todo lo que hace es correr como un loco y hacerme caer derecho en un policía. Mucho agradecimiento no es, que digamos, por tratar de hacer un favor a cualquier tonto en la carretera.
–Bueno, eso aquí no viene al caso –dijo el policía–. Su permiso de conducir, por favor, señor.
–Aquí lo tiene usted –dijo el hombre de la «Scott» ferozmente, sacando su cartera–. Me llamo Walters, y ésta será la última vez que trataré de hacer un favor a nadie, puede usted apostar su camisa.
–Walters –leía el policía, anotando los detalles en su libro de notas– y Simpkins. Recibirán ustedes las demandas a su debido tiempo. Será dentro de una semana a partir de hoy, el lunes o así, no me extrañaría.
–Otros cuarenta chelines que se evaporan –gruñó míster Simpkins, jugando con su acelerador–. Bueno, no tiene remedio, qué vamos a hacer.
–¿Cuarenta chelines? –atajó el policía–. ¿Qué es lo que se ha figurado? Esto es conducir peligrosamente y contrario al bien común, no se trata de otra cosa. ¡Se darán por muy satisfechos si salen con cinco libras por cabeza!
–Oh. maldita sea... –dijo el otro, pegando una patada furiosamente al arranque. La máquina se puso en marcha como un trueno, pero mister Walters diestramente cruzó su máquina ante la «Norton».
–Oh, no, que se cree usted eso, amigo –dijo maliciosamente–. Usted se llevará su sangrante saco, y aquí no hay más tomadura de pelo. Le estoy diciendo que lo vi caer.
–Vamos, no empecemos ahora con palabras gruesas
–dijo el policía, cuando de repente se dio cuenta de que el hombre del A.A. estaba mirando de una manera extraña el saco y le hacía señas a él.
–iHola! –preguntó exigente–. ¿Qué le pasa al sangrante saco, como usted le llama? A ver. déjeme echar un vistazo a ese saco, señor, si usted no tiene inconveniente.
–Es asunto que a mí no me concierne –dijo míster Walters, entregándolo–. Yo lo vi caer y... – su voz se extinguió en su garganta, y sus ojos se posaron en un sitio del saco por donde algo, mojado y horrible, lo atravesaba a chorros.
–¿Notó usted esta esquina del saco cuando lo recogió?
– preguntó el policía.
Lo palpó ligeramente y se miró a los dedos.
–Pues no sé, no de una manera especial –balbució Walters–. Yo no he notado nada, y supongo que estallaría cuando chocó con la carretera.
El policía miró por la rasgadura en silencio y entonces se volvio a echar de allí a las dos chicas que se habían parado a curiosear. El hombre del A.A. se fijaba con extrañeza y entonces retrocedió con una sensación de repugnancia.
–¡Oh. Dios mío! –dijo, expresándose con dificultad por la emoción–. ¡Es rizada, y la de una mujer!
–Eso no es mío –gritó Simpkins–. Juro por el cielo que no es mío. Este hombre está tratando de achacármelo.
¿Yo? –acertó a decir Walters, jadeante–. ¿Yo? Animal y asqueroso asesino, Si lo vi caer de su portaequipajes. No me extraña que tratara usted de deslumbrarme con su faro cuando me vio venir. Deténgale, policía. Lléveselo a la cárcel...
–¡Hola, señor agente! –dijo una voz detrás de ellos–.
¿Por qué es todo este barullo? ¿No ha visto por casualidad un motorista pasar con un pequeño saco en su portaequipajes?
Un coche grande abierto, con un largo capot de tamaño poco corriente, habíase aproximado a ellos, silencioso como una lechuza. Todos los presentes unánimemente se volvieron hacia el conductor.
–¿No será éste, señor?
El automovilista apartó sus gafas, descubriendo una nariz larga y un par de ojos de cínica mirada.
–Parecería como si... – empezaba a decir, cuando su vista se posó sobre la horrible aparición que se percibía en una esquina del saco.
–En el nombre de todos los Santos –preguntó–, ¿qué es eso?
–Eso es lo que nosotros estábamos tratando de saber
– contestó el policía con acritud.
–Ejem –dijo el automovilista tosiendo–. Parece como si hubiera elegido un momento poco propicio para preguntar por mi saco. Falta de tacto le llamo yo. Decir ahora que el saco no me pertenece podría ser muy sencillo, pero no sería capaz de convencer a nadie. Desde luego, no es mio, y debo decir que si lo hubiese sido no me habría tomado el trabajo de buscarlo.
El policía se rascó la cabeza.
–Estos dos caballeros... – empezó a decir.
Los dos motoristas rompieron simultáneamente a disculparse acaloradamente. A todo esto, ya se había acumulado un pequeño grupo, que el hombre de la Asociación Automovilista procuraba alejar.
–Tendrán ustedes todos que venir conmigo a la Comisa-ría –dijo el atormentado representante de la autoridad–. Aquí no se puede permanecer interrumpiendo el tráfico Y ahora, cuidado con hacer ninguna jugada. Ustedes den vuelta a sus máquinas, y yo me voy con usted en el coche, señor.
–Pero ¿y si le doy toda marcha y le rapto? –preguntó humorísticamente el automovilista–. Entonces qué sería de usted. Bueno, mire –añadió dirigiéndose al hombre del A.A.–, ¿usted sabe conducir este bote?
–Cómo no – dijo el vigilante, pasando la vista complacido sobre toda la línea larga del coche.
–Pues muy bien, salte adentro. Usted puede así ocuparse, señor agente, de los otros sospechosos y mantenerse cerca de ellos. Es que tengo un talento para los detalles, estoy en todo. Ahora que caigo, ese freno está muy duro.
No le trate con rigidez, pues nos llevaríamos una sorpresa. El cierre del saco fue roto cuando llegaron a la Comisaria, ante una expectación hasta entonces desconocida en los anales de la paz que siempre reiné en Eaton Socon, y el terrible contenido puesto reverentemente sobre la mesa. Aparte de una cantidad determinada de trapo del que se usa para envolver los quesos, en él venía envuelto el aterrador despojo, no había otro indicio que pudiera dar la solución del misterio.
–Bueno, vamos a ver –dijo el jefe–. ¿qué pueden ustedes, señores, decirme en cuanto a todo esto?
–Pues nada por mi parte –dijo míster Simpkins con el semblante lívido–. Solamente que este hombre traté de achacármelo a mí.
–Yo lo vi caer del portaequipaje de este hombre antes de llegar a Hatfield –repitió míster Walkers con firmeza– y le he seguido durante treinta millas tratando de hacerle parar Eso es todo lo que sé y Dios sabe que no hubiera querido tocar el horrible objeto.
–Tampoco yo sé nada sobre el asunto –dijo el dueño del coche–, pero me figuro de qué se trata.
–¿Cómo qué dice usted? – preguntó el jefe.
–Me parece que es la cabeza que corresponde al asesinato de Finsbury Park, aunque, le prevengo, que sólo es una suposición mía.
–Eso es precisamente lo que he estado pensando yo mismo –convino el jefe, echando una mirada a un periódico que se hallaba sobre su mesa, con los encabezamientos muy prominentes refiriendo detalles de ese crimen tan horrendo– y, si fuese así, hay que felicitarle a usted, agente, por tan importante captura.
–Muchas gracias, señor – contestó el policía, agradecido, al mismo tiempo que saludaba,
–Ahora será mejor que tome declaración a todos –dijo el jefe–. No, no, oiré al agente primero. ¿Dígame, Briggs?
El policía, el hombre del A.A. y los dos motoristas dieron sus versiones respectivas del asunto, y el jefe se dirigió al automovilista.
–Y ahora, ¿qué es lo que usted tiene que declarar con respecto al particular? –preguntó–. Primero que nada, sirvase darme su nombre y dirección.
El otro sacó una tarjeta de identidad, que el jefe copió y le devolvió seguidamente con muestras de respeto.
–Un saco de mi pertenencia, que contenía un lote de valiosas joyas, fue robado de mi coche ayer, en Piccadilly
–empezó a decir el automovilista–. Se parece mucho a éste, pero tiene una cerradura de clave. Hice indagaciones en Scotland Yard, y ayer me informaron que un saco con las mismas características había sido dejado en consigna ayer por la tarde en la tarde en la estación de Paddington, en la línea principal. Me fui corriendo allí, y me dijo el empleado que había estado un hombre vestido con traje de motorista reclamando el saco en cuestión. Un mozo de equipajes dijo que había visto al hombre salir de la estación, y un paseante casual observó que se iba montado en una motocicleta. Eso habla ocurrido una hora antes. Parecía que el caso no tendría solución, pues, desde luego, nadie se había fijado en la matca de la motocicleta, y mucho menos en la matrícula. Afortunadamente, sin embargo, por allí se encontraba una niña pequeña muy despejada. Esta pequeña había estado jugando alrededor de la estación y había oído al motociclista preguntar a un conductor de taxi cuál era el camino más corto para Finchley. Dejé a la Policía buscando la pista del conductor del taxi, y salí de prisa para Finchley, donde encontré a un avispacto boy-scout. El explorador habia visto a un motorista salir con un saco en el portaequipajes, y le habta dado una voz para advertirle que la correa estaba suelta. El motorista se habia apeado y afianzo la correa, continuanuando derecfo por la calle que conduce directamente a Lflipping Barnet. el muchachoo no estuvo lo suficientemente cerca para conocer la marca de la moto; lo unico que sabia de cierto era que no se trataba de una «Douglas», porque su hermano tiene una y conoce la marca. En Barnet me contaron una extrana historia de un hombre con chaqueta de motorista que entro titubeante en una taberna con la cara livia, y que se tomo dos coñacs dobles y se fue, arrancando la moto turtosamente. ¿Que cuál era el número? Pues desde luego no lo se. La camarera me conté esto, pero no pudo comprobar el número. Después de todo, no se trata mas que estaban conduciendo a toda velocidad, de una manera furiosa, por la carretera. Una vez que hube pasado Harttetd, me contaron todo lo referente a la carrera desenfrenada que se estaba celebrando. Y aquí me encuentro, eso es todo.
–Me está pareciendo, milord –dijo el jete–, que no han sido solamente éstos los que han sido responsables de conducir furiosamente.
–Yo tengo que confesarlo –contestó el otro–, si bien debo decir en descargo mío que tuve buen cuidado de no hacerlo donde había mujeres y niños, y solamente pisé a fondo en los trechos que estaban propicios para hacerlo. El punto que nos concierne ahora es...
–Pues bien, milord –dijo el jefe, reanudando el interrogatorio–. En realidad tengo su versión, y si es la auténtica, se sabrá verificándola mediante las pesquisas a hacer en Paddington y Finchley y demás. Pero, en cuanto a estos dos caballeros...
–Es perfectamente evidente –interrumpió míster Walters– que el saco se cayó del portaequipajes de este hom-re, y, cuando me ha visto seguirle llevándolo, pensó que sería una gran ocasión de atribuirme el que es mío. No hay nada más claro.
–Eso es una mentira –dijo míster Simpkins–. Aquí está este individuo con el saco, que es el que lo traía; por qué, no lo sé; pero no me es muy difícil figurarme por qué, y de pronto se le ocurre la brillante idea de cargarme la culpa. ¿Dónde existen las pruebas de lo que dice? ¿Dónde está la correa? Si fuese verdad lo que dice, encontraría el otro trozo de correa que falta en mi máquina. El saco estaba en la suya, y bien atado por cierto.
–Sí, con un bramante –respondió el otro con rudeza–. Si yo hubiera matado a alguien y me escapara con la cabeza, ¿cree usted que sería tan burro que ataría el bulto con un trozo de cordel de a perra gorda? La correa se soltd y ha caído en algón lugar de la carretera, eso es lo que ha ocurrido con este asunto.
–Bueno, miren –dijo el hombre a quien se dirigían llamándole milord–. Se me ocurre una idea, por si desea aprovecharla. Supongamos, jefe, que usted pone la mayor cantidad de hombres que pueda para vigilar a tres criminales desesperados, y todos nos vamos juntos hacia Hatfield. Yo puedo meter dos en mi bote como si nada, y sin duda usted dispone de un coche patrullero. Si esto cayó del portaequipajes alguien lo vería además de míster Walters.
–No lo vio nadie – interrumpió míster Simpkins.
–No había ni un alma –dijo míster Walters–, pero, oiga, ¿cómo sabe usted que no había nadie, eh? ¿Creí que decía usted que no sabía nada del asunto?
–Yo insisto en que no se cayó de mi moto así que nadie pudo verla – contestó el otro con cierta congoja.
–Bueno, milord –dijo el jefe–. Me inclino a aceptar su sugerencia, pues así me da oportunidad de hacer averiguaciones sobre su propia versión de usted. Debo aclararle que no es que la ponga en duda, siendo usted quien es. He leído mucho de sus trabajos de detective, milord, y considero que son de mucha habilidad. Pero, a pesar de ello, no cumpliría con mi obligación si no obtuviera la corroboración de todo lo expuesto, a ser posible.
–iGran idea! Muy bien –dijo su señoría–. Adelante la caballería ligera. Podemos realizarlo todo con la mayor facilidad, es decir, al ritmo legal que nos concede el progreso, no debemos tardar más de hora y media en todo.

* * * * *

Como tres cuartos de hora más tarde, el coche de carreras y el coche de la Policía se deslizaban suavemente uno junto al otro dentro de Hatfield. Prosiguiendo su recorrido, el cuatro plazas, en el que Walters y Simpkins estaban sentados mirándose ferozmente el uno al otro, tomó la delantera, y al poco rato Walters hizo señas con la mano y los dos coches pararon.
–Fue aproximadamente aquí, según puedo recordar, que se cayó –dijo–, desde luego, no hay ni rastro de la caída.
–¿Está usted seguro de que no había ninguna correa que cayó con el paquete? –sugirió el jefe–, porque, como usted comprenderá, tenía que haber algo que lo sujetara.
–Desde luego que no había ninguna correa –dijo Simpkins blanco de cólera–, usted no tiene derecho de hacerle preguntas intencionadas como la que ha hecho.
–Espere un minuto –hizo Walters observar lentamente–. No, desde luego no había correa alguna. Pero ahora tengo una vaga idea de haber visto algo en la carretera como un cuarto de milla más arriba.
–Eso es mentira –gritó Simpkins–. Lo está inventando.
–Justo hacia el lugar donde nos cruzamos con ese hombre del sidecar hace unos minutos –dijo su señoría–, le dije que debíamos haber parado y preguntarle si podíamos ayudarle, jefe. Por cortesía de carretera y esas cosas, usted ya me comprende.
–No podía habernos ayudado en mucho –respondió el jefe–. Probablemente acababa de pararse.
–No estoy tan seguro de ello –objetó nuevamente el otro–. ¿No pudo usted notar lo que estaba haciendo? Oh, válgame Dios, pero ¿dónde están sus ojos? ¡Hola!, aquí viene.
Saltó a la carretera e hizo señas al conductor, que, al ver a cuatro policías, creyó que lo mejor que haría era parar.
–Usted me perdone –le interrogó su señoría dirigiéndose a él–. Se nos había ocurrido pararle para preguntarle si precisaba algo; cuando hemos pasado la otra vez queríamos haberlo hecho, pero se agarrotó el acelerador cuando lo llevaba a fondo y no fue posible hacerle volver atrás.
Qué, ¿ha tenido una pequeña avería, o algo por el estilo?
–Oh, sí, está todo perfectamente bien, gracias; solamente que si tuviera usted un galón de gasolina que cederme, se lo agradecería. Mi depósito se soltó y perdí mucha. Un latazo atroz. Me costó trabajo arreglarlo; pero providencialmente encontré un trozo de corren y con eso lo he podido sujetar. Se rasgó un poco, sin embargo, donde tenía el tornillo de sujeción. Tuve suerte en que no me explotara, pero hay un Angel de la Guarda especial para los motoristas.
–iDe manera que una correa, verdad? –dijo el jefe–. Me temo que tendré que molestarle y pedirle que me deje echarle un vistazo.
–iCómo? –dijo el otro–. ¿Y ahora que acabo de arreglar el condenado artefacto. Pero ¿qué diablos...? Bueno, querida, está bien –esto lo decía a su pasajera–. ¿Es algo realmente grave lo que ocurre, señor oficial?
–Me temo que sí, señor Siento tener que molestarle.
–¡Oiga!... –gritó uno de los policías, agarrando limpiamente a mister Simpkins cuando estaba saltando por la parte trasera del coche.
–¡Es inútil que intente eso; usted va listo, muchacho!
–Ahora no hay ninguna duda sobre todo ello –dijo el jefe triunfalmente, cogiendo ávidamente la correa que el conductor del sidecar le tendía–. Aquí está su nombre en ella, J. Simpkins, escrito con tinta y letra tan clara y hermosa como la vida misma. Muy agradecido a usted, señor. Usted nos ha ayudado a conseguir una captura muy importante.
–¿No! ¿De quién se trata? –gritó la chica que estaba en el sidecar–. ¡Es muy emocionante! ¿Ha sido un asesinato?
–Vea en los periódicos de mañana, señorita –dijo el jefe–, y ya verá usted algo horripilante. Venga, Briggs, ponga las esposas a éste.
.–¿Y qué hay de mi depósito? –dijo el hombre del sidecar lamentándose–. Eso está muy bien que tú te encuentres muy emocionada con esto, Babs, pero tendrás que salirte y empujar.
–Oh, no –dijo su señoría–~ Aquí tiene usted una correa. Una correa que es bastante más bonita, y además es de calidad superior. Y aquí tiene usted gasolina. Y también le entrego un botellín de bolsillo para que eche un trago. Y todo lo que un joven debe conocer y disfrutar. Y cuando venga por la ciudad, vengan los dos a yerme. Me llamo lord Peter Wimsey, Piccadilly 110 A. Encantado de verles siempre cuando ustedes gusten. ¡Chin, chin!
.–¡Adiós! –se despidió el otro limpiándose los labios y muy apaciguado–. Encantado de haber podido servirles en algo útil. Póngalo como nota buena a mi favor, señor oficial la próxima vez que me encuentre y esté cometiendo exceso de velocidad.
–Fue muy afortunado haber podido dar con él –dijo el jefe con gran contento, mientras continuaba su camino hacia Hatfield–. Completamente providencial, como diría usted.

* * * * *

 –Voy a decirlo todo –dijo el desgraciado Simpkins sentado con las esposas puestas en la oficina de la Comisaría de Hatfield–. Juro ante Dios que no sé nada sobre el asesinato. Hay un hombre que conozco que tiene un negocio de joyería en Birmingham. No le conozco muy bien. Es más, sólo hice amistad con él en Southend, en Pascuas. Se llama Owen, Thomas Owen. Me escribió ayer y me dijo que por olvido había dejado un maletín en el guardarropa de Paddington. rogándome que fuese a recogerlo, así que me enviaba el billete para sacarlo. Me decía que la próxima vez que fuese hacia donde él vive, que se lo llevase. Comoquiera que yo estoy en los servicios de transportes, como ustedes pueden ver, y ahí lo dice en mi tarjeta, siempre estoy recorriendo el país de arriba abajo. Daba la casualidad que tenía que hacer un viaje en la dirección de donde vive mi amigo llevando esta «Norton», de manera que a la hora del almuerzo la saqué y la puse en marcha. No noté que ponía la fecha en el ticket del guardarropa. Lo que sí sé es que no tenía que abonar nada, así que supuse que era poco tiempo el que estuvo depositado allí. Bueno, todo fue igual a como usted lo cuenta, hasta Finchley. y allí aquel chico me dijo que la correa estaba suelta y fui a asegurarla bien. Y entonces noté que la esquina del maletín estaba reventada y que estaba húmeda, y, bueno, vi lo que vi. Eso me dio un vuelco al corazón y perdí la cabeza. Lo único que se me ocurría era deshacerme de ello y rápidamente. Me acordé que había muchos trechos de carretera solitaria en la Gran Carretera del Norte, así que hice un corte a la corren, eso fue cuando me paré para tomar aquel trago en Barnet, y entonces, cuando vi que no había nadie a la vista, lo único que tuve que hacer fue alcanzar el brazo atrás y darle un tirón, y cayó con correa y todo; pues yo no la había sujetado a través de los agujeros. Al caer, me daba la sensación de que a mí también me había caído un gran peso de mi imaginación Supongo que Walters empezaría a llegar a la vista en el momento de caer. Tuve que aflojar la velocidad una milla o dos más adelante para dar paso a unas ovejas que entraban a un campo y entonces le oí tocándome la bocina a todo tocar, y... ¡oh, Dios mio!
Soltó un gemido y cubrió su cabeza con las manos.
–Ya comprendo –dijo el jefe de Policía de Eaton Socon–. Bueno, ésa es su declaración. Ahora, referente a este Thomas Owen...
–Oh –contestó lord Peter Wimsey con viveza–, no haga gran caso de Thomas Owen. No es el hombre que usted busca. No supondrá que un tipo que ha cometido un asesinato no iba a encargar a otro que le llevase la cabeza nada menos que hasta Birmingham. Es lógico pensar que se intentaba que aquélla quedase depositada en el guardarropa de Paddington hasta que el ingenioso perpetrador del crimen hubiese puesto tierra por medio, o hasta que estuviese irreconocible, o ambas cosas a la vez. Es en Birminghan, por tanto, donde vamos a encontrar esos recuerdos de familia que me pertenecen, y que su activo amigo míster Owen sustrajo de mi coche. Ahora, míster Simpkins procure serenarse y díganos quién estaba de pie junto a usted en el guardarropa cuando usted cogió aquel saco. Haga todo lo posible por acordarse, porque esta pequeña isla no es lugar para esa persona, y seguramente estará cogiendo el próximo barco mientras nosotros estamos aquí hablando.
–No me puedo acordar –gimió Simpkins–. No pude observar a nadie Mi cabeza me da vueltas con tantas cosas como han ocurrido.
–No le importe. Haga memoria, Piense con calma. Recomponga la escena de usted al bajar de su máquina, recostándola contra algo...
–No, la puse en el stand.
–Bien. Ya vamos progresando. Ahora, piense; usted está sacando el billete del guardarropa del bolsillo y procede a subir, para atraer la atención del hombre.
No podía al principio. Había una señora anciana tratando de que le tomaran un canario a guardar en el guardarropa, y un hombre que bullía mucho, que tenía mucha prisa en depositar unos palos de golf. Se portó de lo más grosero con un hombrecito muy gentil con... ¡cielos! ¡Sí, con un saco como ése! Sí, eso es. El hombre tímido lo habla tenido en el mostrador bastante tiempo, y el hombre grande le habia empujado a un lado. Yo no sé lo que pasó, porque el mío me fue entregado en aquel momento. El hombre grande puso su equipaje delante de nosotros dos, y yo tuve que alzarme para recoger el saco, y lo que supongo es que debí recoger el que no era. ¡Dios mío! ¿Quiere usted decir-me que el hombre tímido pequeño era un asesino?
–jHay muchas como él –interrumpió el jefe de Hatfield–, pero cómo era. dígame!
–Tenía una estatura como de cinco pies cinco pulgadas solamente, y llevaba un sombrero flexible y un abrigo largo de color ceniza. Era de especto muy corriente, con ojos débiles, creo, pero no estoy muy seguro de ello pues ni siquiera le reconocería sí le viera otra vez. ¡Ah espere un momento! Lo que sí me acuerdo es de una cosa, Tenía una rara cicatriz, de la forma de una media luna, debajo del ojo izquierdo.
–Eso ya me da la solución –dijo lord Peter–. Me figuraba que iba a ser ése. ¿Reconoció usted la cara cuando la sacamos, jefe? ¿No? Yo, sí. Era Dahlia Dallmeyer, la actriz, que, según dicen, había partido para América la semana pasada. El hombre pequeño con la cicatriz de forma de media luna es su marido, Philip Storey. Historia escandalosa y todo lo demás. Ella le arruinó y le trató como si fuese una basura, y le fue infiel, pero parece como si él ha sido el que ha pronunciado la última palabra en esta discusión. Y ahora, me imagino que será la Justicia la que tendrá la última palabra con él. Póngase rápido a enviar los telegramas precisos, jefe, y podría usted hacerme el favor de decir a la gente de Paddíngton que me den mi saco antes que míster Thomas Owen caiga en la cuenta de que ha habido un pequeño error.
–Bueno, de todos modos –dijo míster Walters, extendiendo una mano amistosamente al avergonzado míster Simpkins–, fue una carrera por todo lo alto, y bien valió la pena que nos hayan puesto la denuncia. Uno de estos días tenemos que celebrar la revancha.
Muy temprano, a la mañana siguiente, un hombre pequeño, de aspecto insignificante, subió a bordo del trasatlántico «Volucria». A la cabeza de la escala, dos hombres tropezaron con él, llevando el más joven de los dos un Pequeño saco, y empezaba a volverse para presentar sus excusas, cuando se le reflejó en la cara una señal de haber reconocido al otro.
–iCaramba, si no es míster Storey! –exclamó con voz muy fuerte–. ¿Adónde se va usted? No le he visto hace una eternidad.
–Me temo –dijo Philip Storey–, que no tengo el gusto de....
–Vamos, déjese de esa monserga –contestó el otro riéndose–. Conocería esa cicatriz donde fuese. ¿Va usted a los Estados Unidos?
–Bueno, pues sí –dijo el otro, viendo que la forma escandalosa de reírse del conocido suyo estaba atrayendo la atención de la gente–. Le ruego me perdone, ¿Es usted lord Peter Wimsey, no es eso? Sí. Voy a reunirme con mi mujer allí.
–¿Y cómo se encuentra ella? –preguntó Wimsey, desviando el camino hacia el bar y sentándose a una mesa–. ¿Se fue la semana pasada, no es así? Lo leí en los periódicos.
–Sí. Acaba de enviarme un cable de que me reúna con ella. Vamos a tomarnos unas vacaciones.., sí, en... en los lagos. Allí se pasa muy bien en el verano.
–iLe cablegrafió, verdad? Así que nosotros vamos en el mismo barco. Es muy extraño que las cosas a veces coincidan así. Yo solamente recibí mis instrucciones para que saliera en el último minuto, Porque me dedico a perseguii criminales, es mi violín de Ingres, ¿comprende usted?
–iOh, realmente! – dijo míster Storey.
–Sí- Este señor es el detective-inspector Parker, , de Scokland Yard, un gran amigo mío. Sí. Se trata de un asunto muy desagradable, de esos que molestan sobremanera y muchas cosas más. Este saco a que me refiero, en lugar de estar reposando pacíficamente en la estación de Paddington, resulta que aparece en Eaton Socon. No tenía nada que hacer alli, ¿no le parece a usted?
Cogió el sáco que él llevaba y lo golpeó violentamente contra la mesa de manera que saltara el cierre.
Storey se puso en pie de un salto, dando un grito agudo, y poniendo sus brazos por encima de la abertura que tenía el saco, como queriendo esconder su contenido.
–iCómo ha podido usted coger esto? –gritó–. ¿En Eaton?
–Yo... yo nunca.
–Éste es mío –dijo Wimsey tranquilamente, mientras el desgraciado se dejaba caer en su asiento, comprendiendo que se había delatado–. Se trata de algunas piezas de joyería pertenecientes a mi madre. ¿Qué creía usted que era?
El detective Parker tocó a su interlocutor ligeramente en el hombro.
–No tiene usted necesidad de contestar a esa pregunta si no quiere –le dijo–. Le detengo, Philip Storey  por el asesinato cometido en la persona de su esposa. Cualquier cosa que usted manifieste puede ser utilizada en contra de usted.
 
 
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