The Project Gutenberg EBook of Genio y figura, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net Title: Genio y figura Author: Juan Valera Release Date: December 16, 2005 [EBook #17317] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GENIO Y FIGURA *** Produced by Chuck Greif Character set for HTML: ISO-8859-1
Medio de fonte leporum
Surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus augat.
(Lucretii. De nat. rer. libr. IV).
En tres distintas y muy apartadas épocas de mi vida, peregrinando yo por diversos países de Europa y América, o residiendo en las capitales, he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplomático portugués, con quien he tenido amistad afectuosa y constante. En nuestras conversaciones, cuando estábamos en el mismo punto, y por cartas, cuando estábamos en punto distinto, discutíamos no poco, sosteniendo las más opuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestra amistad, contribuía a estrecharlos, porque siempre teníamos qué decirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parecían animadas y amenas.
Firme creyente yo en el libre albedrío, aseguraba que todo ser humano, ya por naturaleza, ya por gracia, que Dios le concede si de ella se hace merecedor, puede vencer las más perversas inclinaciones, domar el carácter más avieso y no incurrir ni en falta ni en pecado. El Vizconde, por el contrario, lo explicaba todo por el determinismo; aseguraba que toda persona era como Dios o el diablo la había hecho, y que no había poder en su alma para modificar su carácter y para que las acciones de su vida no fuesen sin excepción efecto lógico e inevitable de ese carácter mismo.
Los ejemplos, en mi sentir, nada prueban. De ningún caso particular pueden inferirse reglas generales. Por esto creo yo que siempre es falsa o es vana cualquier moraleja que de una novela, de un cuento o de una historia se saca.
Mi amigo quería sacarla de los sucesos de la vida de cierta dama que ambos hemos conocido y tratado con alguna intimidad, y quería probar su tesis y la verdad trascendente del refrán que dice: genio y figura, hasta la sepultura.
Yo no quiero probar nada, y menos aún dejarme convencer; pero la vida, el carácter y los varios lances, acciones y pasiones de la persona que mi amigo ponía como muestra son tan curiosos y singulares, que me inspiran el deseo de relatarlos aquí, contándolos como quien cuenta un cuento.
Voy, pues, a ver si los relato, y si consigo, no adoctrinar ni enseñar nada, sino divertir algunos momentos o interesar a quien me lea.
Hace ya muchos años, el vizconde y yo, jóvenes entonces ambos, vivíamos en la hermosa ciudad de Río de Janeiro, capital del Brasil, de la que estábamos encantados y se nos antojaba un paraíso, a pesar de ciertos inconvenientes, faltas y aun sobras.
La fiebre amarilla, recién establecida en aquellas regiones, solía ensañarse con los forasteros.
Las baratas, que así llaman allí a ciertas asquerosas cucarachas con alas, nos daban muchísimo asco, sobre todo en los instantes que preceden a la lluvia, porque dichos animalitos buscan refugio en las habitaciones, las invaden, cuajan el aire formando espesas nubes, se posan en los muebles, en las manos y en las caras y esparcen un olor empalagoso y algo nauseabundo.
Otros inconvenientes y sobras había también por allí, aunque no hablo de ellos por no pecar de prolijo. Pero en cambio, ¡cuánta hermosura y cuánta magnificencia! El Bósforo de Tracia, el risueño golfo de Nápoles y la dilatada extensión del Tajo frente de Lisboa, son mezquinos, feos y pobres, comparados con la gran bahía de Río sembrada de islas fertilísimas siempre floridas y verdes, y cuyos árboles llegan y se inclinan hasta el mar y bañan los frondosos ramos en las ondas azules. Los bosques de naranjos y de limoneros, con fruto y con flor a la vez, embalsaman el aire. Los pintados pajarillos, las mariposas y las libélulas de resplandecientes colores esmaltan y alegran el ambiente diáfano. Por la noche, el cielo parece más hondo que en Europa, no negro sino azul, y todo él lleno de estrellas más luminosas y grandes que las que se ven en nuestro hemisferio.
Confieso que es lástima que la vista de todo aquello no despierte en nuestra alma recuerdos históricos muy ricos de poesía, y que las montañas que circundan la bahía tengan nombres tan vulgares. No es allí, por ejemplo, como en Nápoles y en sus alrededores, donde cada piedra, cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras de uno o de muchos personajes históricos o míticos: Ulises, las Sirenas, Eneas, la Sibila de Cumas, los héroes de Roma, los sabios de la magna Grecia, Aníbal olvidándose de sus triunfos en las delicias de Capua, Alfonso de Aragón el Magnánimo haciendo renacer y florecer la antigua clásica cultura, todo esto acude a la mente del que vive en Nápoles y hasta se pone en consonancia con los nombres sonoros y nobles que conservan los sitios: el Posilipo, el Vómero, Capri, Ischia, Sorrento, el Vesubio, Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno.
En cambio, los nombres de los alrededores de Río no pueden ser más vulgares ni más vacíos de todo poético significado: la Sierra de los Órganos, el Corcobado, el Pan de Azúcar, Botafogo, las Larangeiras y la Tejuca.
La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altos recuerdos históricos en los sitios, está más que compensada por la espléndida pompa y por la gala inmarcesible que la fértil naturaleza despliega allí y difunde por todos lados.
Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con la fresca, casi al anochecer. Pasábamos la noche en una buena fonda que allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres.
Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante. Por todas partes había gran espesura de siempre verdes árboles; palmas, cocoteros, mangueras y enormes matas de bambúes. Innumerable multitud de luciérnagas o cocuyos volaban y bullían por donde quiera, durante la noche, e iluminaban con sus fugaces y fantásticos resplandores hasta lo más esquivo y umbrío de las enramadas.
De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volvíamos a altas horas de la noche, formando alegre cabalgata, ya volvíamos al rayar el alba.
No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayor encanto que Río tenía para nosotros. Había otro encanto mucho mayor, la casa de la Sra. de Figueredo, centro brillantísimo de la high life fluminense.
La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.
Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo, en el centro de un bello jardín, bastante dilatado para que por su extensión casi pudiera llamarse parque.
Menos en las temporadas en que había teatro, la Sra. de Figueredo recibía todas las noches. Cuando había teatro recibía también, pero no siempre. Sus tertulias eran animadísimas y solían durar hasta después de la una. Bien podía afirmarse que empezaban a las siete, porque la Sra. de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer, agasajándolos con cuantas delicadezas gastronómicas puede inventar y condimentar un buen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin mordacidad ni grave perjuicio del prójimo. Natural era, pues, que el primer obsequio que, no bien llegase a Río, se podía hacer a un forastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida.
En el tiempo de que voy hablando, aportó a Río, como secretario de la Legación de Su Majestad Británica, un inglesito joven y guapo; probablemente tendría ya cerca de treinta años, pero su rostro era muy aniñado y parecía de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojos azules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el bigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que el cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique. En realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicios corporales. Tenía talento e instrucción, y hablaba bien francés, español e italiano, aunque todo con el acento de su tierra. Tenía modales finísimos, aire aristocrático y conversación muy amena cuando tomaba confianza, pues en general parecía tímido y vergonzoso, y a cada paso, por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se ponía colorado como la grana.
No está bien que se declare aquí el verdadero nombre de este inglesito. Para designarle le daré un nombre cualquiera. El apellido Maury es muy común. Hay Maurys en Francia, Inglaterra y España. Supongamos, pues, que nuestro inglesito se llamaba Juan Maury.
El Vizconde y yo nos hicimos en seguida muy amigos suyos, y los tres íbamos juntos a todas partes. Claro está que una de las primeras a donde le llevamos fue a la tertulia de la Sra. de Figueredo, la cual le recibió con extremada afabilidad, y dejó conocer desde luego que el inglesito no le había parecido saco de paja. Él también, a pesar de ser muy reservado, como tomó con nosotros grandísima confianza, nos confesó que la Sra. de Figueredo era muy de su gusto, y se nos mostró curiosísimo de saber sus antecedentes; su vida y milagros, como si dijéramos. El Vizconde, que estaba bien informado de todo, y si no de todo, de mucho, le contó cuanto sabía, haciendo una relación, que vamos a reproducir aquí, poco más o menos como el Vizconde la hizo.
Hace ya mucho tiempo que ciertas niñas españolas, y particularmente las andaluzas, acuden a la gran ciudad de Lisboa, en busca de mejor suerte. Los señoritos de por allí, los janotas, que es como si dijéramos los jóvenes elegantes, dandies o gomosos de Portugal, se pirran y despepitan por las tales niñas españolas. De ellas aprenden a hablar un castellano muy chusco y andaluzado: flamenco, como ahora se dice no sé porqué. Ignoro si persisten estas costumbres; pero sí diré que, hace veinte años, todavía el vocablo españolita era en Lisboa sinónimo de lo que por aquí pudiéramos llamar hetera, suripanta o moza de rumbo. La afición decidida a las españolitas era entonces el más pronunciado síntoma y el más elocuente indicio de la posible unión ibérica.
El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulos que ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la Sra. de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre las españolitas de Lisboa.
La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades la apellidaban la Generosa.
Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera podido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia y el garabato de Andalucía.
—Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros. Al aparecer en un palco, con otras tres amigas, los cinco o seis mil espectadores que había en la plaza, clavaron la vista en Rafaela y rompieron en gritos de admiración y entusiasmo. Venía ella con vestido de seda muy ceñido, que revelaba todas las airosas curvas de su cuerpo juvenil, y en la graciosa cabeza, sobre el pelo negro como el azabache, llevaba claveles rojos y una mantilla blanca de rica blonda catalana.
La función hacía tiempo que había empezado. Un diestro caballero en plaza sobre fogoso caballo, que hacía caracolear con pasmosa maestría, se aprestaba a poner un par de banderillas a un soberbio toro puro, que de esta suerte califican en Portugal los toros que nunca han sido lidiados.
Pero todo se suspendió y durante uno o dos minutos, nadie prestó atención ni al diestro de las banderillas ni al toro puro tampoco, distraída y embelesada la gente por la aparición de Rafaela la Generosa. En el brazo izquierdo llevaba ella un enorme pañolón de seda roja, cubierto de lindas flores prolijamente bordadas en el Imperio Celeste; y, según es uso en Lisboa, lo extendió como colgadura sobre el antepecho del palco. En otros muchos había colgaduras por el estilo, lo cual daba a la plaza apariencia vistosa y alegre, pero ningún pañolón era más bonito que el de Rafaela ni había sido extendido con mayor garbo y desenfado.
Así recordaba el Vizconde este y otros muchos triunfos de Rafaela; pero no sin razón la llamaban la Generosa.
Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los ingresos resultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su fortuna distaba muchísimo de corresponder a sus triunfos.
Los janotas que frecuentaban más a Rafaela, aseguraban que era toda ella corazón. De aquí que sus negocios económicos fuesen de mal en peor en Lisboa, donde llegó a tener mil desazones y apuros.
En ellos la socorrió generosamente cierto caballero principal, entusiasta del arte y de la belleza, pero no bastante rico para ser muy dadivoso. Rafaela además tenía estrecha conciencia, y aunque parezca inverosímil en mujeres de su clase, no exigía ni pedía y hasta rehusaba las dádivas de sus buenos amigos cuando pensaba que eran superiores a sus medios y recursos.
En esta situación, el caballero que tanto se interesaba por ella, formó un proyecto algo aventurado, pero que daba esperanzas de buen éxito.
En su sentir, la hermosura corporal no era el único mérito de la muchacha. Aunque poco o nada cultivado, poseía además gran talento artístico, que aquel su protector tal vez exageraba deslumbrado por el cariño. Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una voz dulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia de arte y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad espontánea, llena de singular hechizo.
¿Porqué no había de ir Rafaela a un país remoto y presentarse allí no como aventurera sino como artista?
El protector decidió, pues, que Rafaela fuese a Río de Janeiro a cantar y a bailar.
Los brasileños son muy aficionados a la música, y asimismo muy músicos. Sus modinhas y sus londums merecen la fama de que gozan, por lo inspirados y graciosos, prestándoles singular carácter el elemento o fondo que en ellos se nota de la música de los negros. Grande es mi ignorancia del arte musical y temo incurrir en error; pero valiéndome de una comparación, he de decir lo que me parece.
Figurémonos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muy exquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, y que cada uno de ellos aliña su vino y le da valor con el vino exquisito que en su parte de la solera le ha tocado. Los tres vinos tendrán distintas cualidades, pero habrá en los tres algo de común y de idéntico, precisamente en lo de más valer y en lo más sustancioso. Así encuentro yo que en las guajiras y en otros cantares y músicas de la isla de Cuba, en los de los minstrels de los Estados Unidos y en los cantos y bailes populares del Brasil, hay un fondo idéntico que les da singular carácter, y que proviene de la inspiración musical de la raza camítica.
Si Rafaela iba al Brasil y cantaba y bailaba allí con originalidad de muy distinto género, ya que el elemento o fondo primitivo de sus canciones o era indígena de nuestra Península o provenía acaso de Arabia o del Indostán por medio de los gitanos, Rafaela, sin duda, iba a pasmar agradablemente a los brasileños por la exótica extrañeza de sus cantos y de sus bailes.
Aprobó la muchacha el plan que su protector le propuso. Este, aunque no sin fatiga y esfuerzo, le prestó dinero para el viaje y logró darle también una muy valiosa carta de recomendación, dirigida con el mayor empeño y ahínco y por persona de grande influjo al más rico capitalista de Río de Janeiro, que era el Sr. de Figueredo, a quien ya conocemos.
El Sr. de Figueredo, sin embargo, era entonces un personaje muy distinto del que más tarde fue. Sin dejar de enriquecerse, acometiendo, movido por la codicia, las más atrevidas empresas, debía principalmente sus grandes bienes de fortuna a una economía tan severa que rayaba en lo sórdido, y al ejercicio de la usura prestando dinero sobre buenas hipotecas y a interés muy alto.
Habitaba, se trataba y se vestía casi como un pordiosero, y exhalaba un millón de suspiros y daba cincuenta vueltas a un cruzado antes de gastarle. Tales prendas y condiciones no eran las más apropósito para que en Río le quisiesen y le respetasen. El Sr. de Figueredo era más bien despreciado y aborrecido, y por lo tanto, el sujeto menos idóneo para patrocinar e introducir ante el público a una artista que aspirase a hacerse aplaudir.
Consternado recibió la carta, porque debía favores a quien se la escribía, tenía obligación de complacerle y no se consideraba muy apto para tan difícil empeño.
Rafaela era además tan mona, tan insinuante y tan dulce, que el Sr. de Figueredo, a pesar de lo arisco e invulnerable que había sido toda su vida, que por entonces contaba ya sesenta y cinco años de duración, se sintió muy propenso a favorecer a la muchacha en cuanto estuviera a su alcance. Así es que hizo muchas gestiones y consiguió que el periódico de mayor circulación de Río, O Jornal do comercio, anunciase con bombo y platillos la feliz llegada y próxima aparición en el teatro de la famosa artista española, y consiguió también que el empresario la oyese, la viese y la ajustase para dar un concierto con intermedios sabrosos de danza andaluza. Pronto llegó la noche de la función. El teatro estaba de bote en bote. El público había acudido, excitado por la curiosidad, mas no por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr. de Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaron contra la pobre Rafaela. La mayoría de los oyentes sostuvo que Rafaela desentonaba y daba feroces gallipavos, y las damas severas y virtuosas y los honrados padres de familia clamaron contra el escándalo, e hicieron que su pudor ofendido tocase a somatén. El resultado de todo fue una espantosa silba, acompañada de variados proyectiles, con los que en aquel fecundo suelo brinda Pomona. Sobre la pobre Rafaela cayó un diluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambucás y mantecosas chirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no sólo a prueba de fruta, sino a prueba de bomba. Sufrió con calma el descalabro y hasta lo tomó a risa, calificando de majaderos a los que suponían que cantaba mal y de hipócritas a los que censuraban sus evoluciones y meneos coreográficos.
Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba, hacían mucha gracia al señor de Figueredo, quien se consideraba también vejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de Río. Entendía además el señor de Figueredo que Rafaela cantaba como un sabía o como un gaturramo, que son la calandria y el ruiseñor de por allí, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propia Terpsícore. La silba, por consiguiente, de que Rafaela había sido víctima, parecía injusta al viejo usurero y motivada por el odio que a él le tenían, por donde imaginaba que debía consolar a Rafaela e indemnizarla del daño que le había causado.
El oficio de darle consuelo le parecía gratísimo y en su modestia llegó a creer que él, y no ella, era el verdadero consolado.
Cada día simpatizaba más con Rafaela. Se ponía melancólico cuando estaba lejos de ella. Y no bien despachaba los asuntos de su casa, se iba a acompañarla en la fonda donde ella vivía.
Con rapidez extraordinaria tomó Rafaela sobre el viejo omnímodo ascendiente y le ejerció con discreción y provecho. El Sr. de Figueredo estaba en borrador, y Rafaela se propuso y consiguió ponerle en limpio, realizando en él una transfiguración de las más milagrosas.
Ella misma sabía por experiencia lo que era y valía transfigurarse. No recordaba de dónde había salido ni cómo había crecido. En Cádiz, en el Puerto, en Sevilla y en otros lugares andaluces, había pasado su primera mocedad, tratándose con majos, contrabandistas, chalanes y otra gente menuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vez hasta los señoritos. Así es, que en dicha primera mocedad, había sido algo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratizó, se encumbró, y con el trato de los janotas, acabó por asearse, pulirse, adobarse y llegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento más exquisito.
El desaliño y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella, como ella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa su claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr. de Figueredo. Con mil perífrasis sutiles y con diez mil ingeniosos rodeos le hizo conocer, sin decírselo, que era lo que vulgarmente llamamos un cochino, y logró hacer en él, con la magia de su persuasiva elocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los compañeros de Ulises, a quienes dio la forma del mencionado paquidermo. Tanto habló de lo conveniente para la salud que eran los baños diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jabón y con un guante áspero, que infundió al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parecía otro y tan remozado como si él no fuese él sino su hijo. Luego fue Rafaela a la rua do Ouvidor, donde están las mejores tiendas, y en la perfumería de moda, compró cepillos de dientes y pelo, polvos y loción vegetal para limpiárselos, y aguas olorosas, cosméticos, peines y otros utensilios de tocador. Este fue el primer regalo que hizo Rafaela a D. Joaquín, que tal era el nombre de pila del Sr. de Figueredo. Y bueno será advertir en este lugar, porque yo soy muy escrupuloso y no quiero apartarme un ápice de la verdad, que pongo el Don antes del Joaquín por acomodarme al uso y lenguaje de España, porque en Portugal, y más aún en el Brasil, son rarísimos los Dones y sólo le llevan los hombres de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, si no recuerdo mal, sólo habría media docena de Dones en todo el Imperio. Las señoras en cambio tienen todas, no sólo Don sino excelencia, y hasta la más humilde es la Excma. Sra. doña Fulana: prueba inequívoca de la extremada galantería de los portugueses.
A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. de Figueredo, porque, como al fin se casó con Rafaela que era española, y esta dio en llamarle mi D. Joaquín, todos los amigos y conocidos, y llegó a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi, le dejaron el Don, y él acabó por ser universalmente donificado. Pero no adelantemos los sucesos.
Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá, sobre si la amena literatura y otras artes del deleite, estéticas o bellas, deben o no ser docentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin procurar fuera de ellas fin alguno, y sin enseñar nada: pero es lo cierto, que la creación de la belleza, y su contemplación, una vez creada, elevan el alma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las bellas artes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines vulgares a que antes se habían consagrado eran menos que medianas, ya que no malas. Algo de este influjo benéfico ejercieron en el espíritu de don Joaquín las bellas artes de Rafaela. No me atreveré yo a calificarlas de decentes por completo, pero no puede negarse que fueron docentes. Ella las ejerció con certero instinto, superior a toda reflexión y a todo cálculo. Procedió con lentitud prudentísima para que la transfiguración no chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al público que había de verla, ni al transfigurado que en su propio ser había de realizarla.
Escamondado ya interiormente D. Joaquín, Rafaela le obligó a que se afeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias, lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.
A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no efímeras, buscó Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes le servía, un excelente ayuda de cámara, gallego desbastado, ágil y listo.
Después, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D. Joaquín, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba por detrás, los tenía con flecos o pingajos, que solían rebozarse en el lodo de las calles. Después declaró Rafaela guerra a muerte a toda mancha o lamparón que sus ojos de lince descubrían en el traje de D. Joaquín, resultando de esta guerra la desaparición completa del antiguo vestuario, que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y la adquisición de otro nuevo, hecho en Río con menos que mediana elegancia. Pero Rafaela era insaciable en su anhelo de perfección; y, deseosa de que D. Joaquín estuviese, no sólo aseado, sino chic, y como ella le decía, hablando en portugués, muito tafulo o casquilho, hizo que le tomasen las medidas y escribió a París y Londres encargándole ropa, que no tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde más había claudicado, mandó Rafaela que se los hiciese en adelante un famoso sastre especialista, culottier, que por entonces había en París, rue de la Paix, llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas se encargaron en competencia Cheuvreuil, en París, y Poole, en Londres. Las camisas, bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, pero también sin buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a la sazón había, correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Y por último, como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia, hizo venir de París el calzado de D. Joaquín, encomendando al Hellstern o al Costa, que florecía en aquel momento histórico, que reforzase con clavitos los tacones y que pusiese los contrafuertes debidos, para que D. Joaquín perdiese la perversa maña de torcer y deformar, como solía, botines y zapatos.
En resolución, y para no cansar más a mis lectores, diré que antes de cumplirse el año de conocerse y tratarse D. Joaquín y la bella Rafaela, él, con asombro general de sus compatriotas, parecía un hombre nuevo: era como la oruga, asquerosa y fea durante el período de nutrición y crecimiento, que por milagroso misterio de Amor, y para que se cumplan sus altos fines, transforma la mencionada deidad en brillante y pintada mariposa.
Como aún me queda no sé qué escozor y desasosiego de no haber dado, a pesar de todo lo dicho, concepto cabal de la transfiguración visible y palpable que en D. Joaquín se había verificado, quiero hablar aquí de un solo perfil o toque, a fin de que por él se infiera, rastree y calcule el cambio radical de aquel hombre. Era algo miope y tenía además la vista un poco fatigada. Para remediar esta falta, usaba antiparras, que en el Brasil y en Portugal llaman cangalhas. Siempre las tenía prendidas en las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de los ojos y se las levantaba apoyadas sobre la frente, lo cual no era nada bonito. Así es que Rafaela hizo que suprimiese las cangalhas y que, en lugar de ellas, gastase monóculo. Todo, pues, contribuía a que tuviese el aspecto fashionable, atildado y digno de un antiguo diplomático jubilado.
A su rara discreción y al entrañable afecto que había inspirado debió Rafaela los mencionados triunfos; pero los debió también a sus lisonjas, llenas de sinceridad y fundadas en fe altruista. Esto requiere explicación, y voy a darla.
Seriamente no es lícito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaquín; pero sí puede, y debe afirmarse, que le cobró grande amistad y le estimó en mucho, considerándole casi un genio para todo aquello que a la crematística se refiere. Y como se lo decía, dándole encarecidas alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio. Así el imperio que sobre él había adquirido se hizo más firme y más completo.
No se vaya a creer que presentamos aquí a Rafaela como un pozo de sabiduría. Su educación había sido descuidadísima, o mejor dicho, Rafaela no había recibido ninguna educación; pero naturalmente era muy lista. En sus ratos de ocio, había aprendido a leer y a escribir, aunque escribía sin reglas y apenas leía de corrido. Sólo había leído algunas novelas y los periódicos. Como tenía buen oído, excelente memoria y notable facundia, hablaba, sin embargo, la lengua castellana con primor y gracia, si bien con acento andaluz muy marcado. Y en Lisboa además, con el trato constante de la gente fina, se había soltado a hablar en portugués y hasta a chapurrear el francés un poquito. Pero lo que mejor adquirió, no en escuelas ni en academias, ni menos con lecturas asiduas, sino en la conversación y trato de personas de mérito, fue un temprano y pasmoso conocimiento de los hombres, de la vida social y de los asuntos que se llaman vulgarmente positivos. Para todo esto Rafaela tenía disposición maravillosa. Era una mujer de prendas naturales nada comunes.
Comprendido así el carácter y el entendimiento de Rafaela, no parecerá inverosímil lo que tenemos que contar ahora y podremos contarlo en resumen rápido, sin entrar en pormenores.
Luego que consiguió informarse con exactitud de lo que importaba todo el caudal de don Joaquín, concibió un plan económico muy hábil, e hizo que él le adoptase, cambiando enteramente su manera de vivir, como había cambiado la apariencia de su persona. Rafaela dividió en dos partes los cuantiosos bienes de D. Joaquín. A la parte más pequeña, aunque suficiente para el fin a que ella la destinaba, llamó capital triunfante y beatífico. Y a la otra parte, muchísimo mayor, llamó capital militante.
El capital triunfante y beatífico estaba compuesto de predios rústicos y urbanos y de valores públicos muy seguros; todo ello, hasta donde cabe en la inestabilidad de los casos, al abrigo de los vaivenes, golpes y reveses de la fortuna.
De la renta de dicho capital, que no había de ser ni alterado ni mermado, viviría D. Joaquín con grande esplendor y lujo, y cuanto sobrase, sin hacer ahorros mezquinos, se dedicaría a obras de caridad y a socorrer y a aupar a los parientes pobres y menesterosos, de quienes en manera alguna debe avergonzarse quien los tenga, si bien ha de procurar ponerlos en situación de poder alternar con ellos sin el disgusto que causa el alternar con gente zafia, hambrienta y mal vestida.
Hecho esto, y asegurada ya una vida holgada, cómoda y generosa, D. Joaquín quedaba con un gran capital militante para no tenerle ocioso ni estarlo él, sino para emplearle y emplearse en empresas, no mezquinas y ruines, sino grandiosas, y tanto para él como para la nación a que él pertenecía, y aun para la sociedad entera bienhechoras o productivas. Hasta entonces D. Joaquín, según Rafaela le hizo notar y comprender, no había creado riqueza alguna: no había hecho más que dislocar la de los otros, absorbiéndola y acumulándola por medios ingeniosos, más o menos de acuerdo con la moral, pero que no infringían el menor precepto de los códigos.
En esto se empeñó y consiguió Rafaela que D. Joaquín cambiase de método y conducta. En adelante no había él de ganar un solo rei que presupusiese que otro le había perdido, sino que había de ser un rei nuevo, si añadido a su caudal, añadido también a todo el acervo de la riqueza de su nación y hasta del género humano.
En ninguna región del mundo mejor que en el Brasil podía entonces conseguirse esta creación de la riqueza, aplicándose a tareas agrícolas, industriales, mercantiles y constructoras. El territorio dilatado y fertilísimo, la coexistencia en él de todos los climas y de las producciones más varias, la apenas explotada virtud productiva del suelo y del subsuelo, la carencia de vías de comunicación que convenía abrir, los ríos caudalosos de curso dilatadísimo que se podían navegar, y las risueñas y pomposas florestas vírgenes, bellísimas, pero inútiles al hombre, que convidaban a que su codicia y su trabajo las trocase en plantíos y sembrados ubérrimos, todo esto más que indicio era prueba evidente de que, si D. Joaquín consagraba su ingenio, su actividad y el capital ya acumulado a producir objetos provechosos a la generalidad de los seres de su especie, podría hacerse mucho más rico de lo que ya era, mereciendo, en vez de ser aborrecido, que sus conciudadanos le mirasen como a un bienhechor con gratitud y con respeto.
No bien Rafaela trazó este plan, el obediente y sumiso Sr. de Figueredo le aceptó y empezó a realizarle.
En la parte primera del plan había un punto que Rafaela no quiso tocar, ni menos señalar, no por hábil, sino por modesta y desprendida. Este punto le adivinó, le tocó y le señaló el propio D. Joaquín, impulsado por el afecto y por la admiración que Rafaela le infundía. Sin duda para animar y alegrar su magnífico hotel, necesitaba D. Joaquín de mujer propia y elegante que en él viviera. ¿Y quién había de hacer este papel y ejercer este cargo mejor que Rafaela? Es cierto que ella, aunque nos sea muy simpática y nos duela decirlo, era lo que ruda, cruel y groseramente se llama una perdida. Pero D. Joaquín nada tenía que perder tampoco en lo que toca a buen nombre y fama. No eran en esto dos nulidades o ceros cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse.
Rafaela no empleó ni ardid, ni astucia, ni embustes, ni retrechería, ni ningún otro artificio de los que suelen emplear las mujeres para proveerse de un marido y sobre todo de un marido rico. Él fue quien solicitó y quien rogó para el casamiento. Ella consintió al cabo, porque le deseaba y le convenía, pero en todo puso y lució su lealtad, su franqueza y su desprendimiento. Y no fueron menos dignos de aplauso la moderación y el talento con que ella supo, ya que no evitar, amortiguar el escándalo y el ruido. Para que no hubiese la cencerrada moral de las hablillas, tomaron ambos, sin asesorarse con persona alguna, la resolución de casarse, y se casaron luego, al año de conocerse, sin boato ni fiestas y como si dijéramos a cencerros tapados.
Rafaela fue desde la fonda a instalarse en la casa de su marido: en el hotel que ella le había hecho comprar y amueblar con el mejor gusto. Ella eligió para la servidumbre los criados blancos que más convenían, y los esclavos negros más hábiles y de mejor facha. El jefe de la cocina era gallego, como el ayuda de cámara del señor, pero tan diestro e inspirado artista como en las edades pretéritas pudo serlo Ruperto de Nola y como puede serlo en el día el más aventajado y brillante discípulo de Gouffé o del glorioso Antonio María Carême, más que oficial, príncipe de boca.
El cocinero de los Sres. de Figueredo era cosmopolita en su arte, poseyendo el de la clásica cocina francesa y lo más selecto de la antigua y hoy degenerada cocina española. Se pintaba solo además para confeccionar guisos y acepipes a la brasileña, y para preparar ciertas legumbres del país, como palmito y quinbombó, haciendo deliciosos quitutes, según en Río de Janeiro se llaman.
Con tales aprestos, D. Joaquín, mejorado de facha, empezó a ganar amigos; y Rafaela, bien vestida, mejor hablada, decorosa e insinuante, fue haciendo olvidar su vida pasada, se introdujo poco a poco entre la flor y la crema de la sociedad, abrió sus salones y convidó a su mesa a lo más encopetado y aristocrático de todo el Imperio: a los poetas, a los Ministros, a los oradores, a los diplomáticos y a los militares.
Todas las anteriores noticias sobre la Sra. de Figueredo y algunas otras que se omiten en obsequio de la brevedad, se las dio al inglesito mi amigo el Vizconde de Goivo-Formoso, cuyo conocimiento y amistad con Rafaela tenían ya fecha muy larga. La había conocido y tratado desde su primera humilde aparición en la gran ciudad de Lisboa, cuando ella no desdeñaba aún, sino que estimaba como el más delicado obsequio y regalo, que algún amigo generoso la llevase al Retiro de Camoens, taberna, casa de pasto o figón muy frecuentado y celebrado, a comer los excelentes petiscos que allí se hacían y a beber los deliciosos vinos de Colares y de Bucelas que allí se escanciaban.
Enteramente cambiadas las cosas en el momento de que vamos hablando, Rafaela tenía toda la traza de una dama de muy alto copete, y, sin aparecer orgullosa y soberbia, mostraba cierta dulce majestad y aristocrático decoro.
No frecuentaban mucho su casa ni su tertulia las señoronas del país; pero esto le importaba poco y nada hacía para conseguirlo. De lo que ella gustaba, era de reunir en torno suyo lo más selecto de los caballeros, y lo había conseguido. Sus salones parecían un club, que tenía a una mujer por presidenta, o regio alcázar donde figuraba ella como reina en día de besamanos. Las señoras, por lo general de medio pelo, que se allanaban a ir a la tertulia, no parecían sus iguales, sino las acompañantas y servidumbre de una princesa o las figurantas y coristas que rodean en el escenario a la encumbrada y aplaudida prima donna. Manifestó Juan Maury no pequeña curiosidad y deseo de enterarse de cuanto se traslucía y decía acerca de cierto punto un tanto escabroso. ¿Cuál había sido y cuál era la conducta de la señora de Figueredo desde que se casó hasta aquellos días? El Vizconde de Goivo-Formoso quiso indudablemente satisfacer con franqueza la curiosidad del joven inglés; pero, como hay cosas que no se ven a las claras y que suelen quedar en la penumbra o envueltas en más o menos densa nube de misterio, el Vizconde no atinó a poner en claro la certidumbre de los hechos, y se limitó a presentar hipótesis, no fundadas en pruebas fehacientes, sino en sospechas y en indicios vagos.
Como quiera que ello sea, yo voy a dejar hablar al Vizconde. Oigamos lo que sobre este particular decía:
—Rafaela es, a mi ver, una mezcla de extrañas cualidades. Las espontáneas, las que debe a la naturaleza inculta, sin modificación ni mejora, tienen cierta bondad radical. Sobre las que debe al arte hay que decir no poco, empezando por hacer una distinción.
Por naturaleza Rafaela es leal, sincera y agradecida. Ni quiere mentir ni pagar los beneficios con ofensas. El afecto y la gratitud que muestra al Sr. de Figueredo, no pueden ser más verdaderos. Están además sancionados y como santificados por las creencias religiosas. Rafaela es católica ferviente. El anciano padre cura que la casó, el Padre García, español como ella, no sólo es su confesor, sino su consultor para los asuntos más arduos, en los seis años que lleva ya de matrimonio. Y a lo que parece, no sólo discurre Rafaela con este padre sobre los casos de moral y de conducta que en la vida práctica se presentan, sino que también se eleva a disquisiciones metafísicas sobre lo divino y lo eterno, pensando y hablando del cielo, de Dios, y del origen y fin de las cosas creadas con notable acierto, elevación y ortodoxia. El Padre, que es un excelente varón, y además instruido y discreto, la celebra mucho. Y hay que dar crédito a sus alabanzas, porque el hombre es desinteresado.
Si todo el ser de Rafaela consistiese en lo dicho, Penélope, Lucrecia y cuantos modelos de perfectas casadas hubo después en el mundo hasta el día de hoy, quedarían eclipsados y por su virtud conyugal resplandecerían menos que Rafaela. Pero la mayor parte de los seres humanos, y Rafaela entra en esta cuenta, no son sólo de un modo sino de varios: se diría que no tienen un alma sola, sino dos almas con opuestas propensiones y hasta con principios, conceptos y doctrinas filosóficas, tal vez no aprendidas, sino nacidas en el alma, como en la tierra nacen los hongos, los cuales conceptos, propensiones y doctrinas, acaso malas, se insurreccionan contra las buenas y suelen dominarlos.
Como yo soy ferviente admirador de Rafaela, no se ha de extrañar que vea y note cierta bondad ingénita hasta en aquella parte de su alma que la induce e impulsa hacia lo malo. Si ella peca, según se murmura, a pesar del honesto recato con que lo encubre, su pecado, en mi sentir, nace de ciertas virtudes originales, que no sé cómo demonios se tuercen y se ladean. Su generosidad y su piadosa misericordia son tan grandes que a veces no sabe decir que no a quien ella cree verdaderamente necesitado y a quien le pide con ahínco. Al mismo tiempo su comprensión de la hermosura es clara y sublime, y se combina con la caridad, y está en su mente unida en apretado lazo con la idea de un fin y de un propósito. Ella, a no dudarlo, debe ver y reconocer su gallardo cuerpo, y sobre todo ahora que se halla en la plenitud de su florecimiento, en el punto culminante de su esplendidez y de su gala, como el sol en el meridiano. Y de seguro que dice para sí, en misteriosos soliloquios: ¿Para qué sirve, para qué vale todo esto, si no lo comunico y si lo escondo? Cuando de mí depende la bienaventuranza de alguien, ¿cómo negarme a que sea bienaventurado? ¿Del chico mal que causo a mi D. Joaquín, sin que él lo sienta ni lo vea, no resulta un bien grandísimo para otros sujetos? ¿Qué cosa sustancial, qué tesoro, qué joya quito yo a mi D. Joaquín para que un extraño la disfrute? ¿Por qué no regalar a quien lo merece y puede con lo que mi D. Joaquín ya no sabe ni puede regalarse?
Tales son los execrables raciocinios que han de acudir en ocasiones a la mente de Rafaela, y que, corroborados por la compasión y la ternura, pueden haber dado al traste con todos sus propósitos de honestidad, en tal cual deplorable momento.
Yo estoy segurísimo de que Rafaela se ha arrepentido después, ha llorado como una Magdalena, ha confesado su culpa, ha hecho penitencia y propósito de la enmienda; pero recelo que ha reincidido más tarde con lastimosa flaqueza.
Ya que no para disculparla, para atenuar su falta y su responsabilidad moral deben valer el descuido de su vida pasada; el nunca conocido por ella vergonzoso temor de las niñas que se crían vigiladas por madres virtuosas; los ejemplos, siempre desaforados, que ha visto en torno suyo, en vez de verlos buenos, y hasta la carencia del orgullo señoril, que no podía perder, porque nunca le había tenido, y que sólo podía contrahacer para la generalidad de los hombres que le eran indiferentes, mas no para aquellos cuyo talento, gallardía o elegancia le entusiasmaban. Para estos no acertaba a ser arisca, y el escudo que ponía contra ellos delante de su corazón se derretía como la escarcha cuando se levanta el sol en el Oriente en las mañanas del mes de Mayo.
Así disertaba el Vizconde con profundidad filosófica, elevándose a las causas sin determinar los efectos. Dejaba entrever, examinando las causas, cuál había podido ser la conducta de Rafaela, pero no declaraba cuál en realidad había sido. Esto me hace pensar que el método con que hasta ahora voy escribiendo esta narración, más que de novela, es propio de historia. Y como la historia, por falta de testigos, documentos justificativos y otras pruebas, quedaría en no pocas interioridades incompleta y obscura, voy en adelante a prescindir del método histórico y a seguir el método novelesco, penetrando, con el auxilio del numen que inspira a los novelistas, si logro que también me inspire, así en el alma de los personajes como en los más apartados sitios donde ellos viven, sin atenerme sólo a lo que el Vizconde o yo podríamos averiguar vulgar y humanamente.
En lo sucesivo, además, yo me retiro de la escena, donde, como actor, nada tengo que hacer. De esta suerte podré contar con menos dificultades y tropiezos lo que hagan los otros. En cuanto a mi amigo el Vizconde, yo no le retiro, sino que le dejo en la escena, porque es uno de los principales actores.
Todavía, antes de proseguir contando la vida y milagros de Rafaela, me incumbe hacer una aclaración. Voy a penetrar, no ya como mero historiador, sino como novelista, así en los más apartados rincones de la casa de Rafaela, como en el centro más recóndito de su alma; pero por ningún estilo quiero fingir nada, y sólo penetraré en las profundidades donde el novelista penetra, cuando lo que yo muestre en dichas profundidades sea tan lógica consecuencia de la verdad históricamente demostrada que no pueda menos de ser también la verdad. Y sobre aquello de que yo no esté seguro, sino dudoso, no imaginaré ni bordaré nada, dejándolo en cierta penumbra y como entre nubes.
Es innegable que Rafaela pagaba a D. Joaquín la posición que le había dado. Por ella andaba él aseado, elegantemente vestido y empleado en negocios importantes que le daban honra y provecho. Ella le cuidaba, le mimaba, mostraba quererle, y, sin duda, le quería. Lograba que fuera de su casa olvidara o prescindiera el vulgo de los antecedentes de D. Joaquín, no le quisiera mal y casi le respetara. Y lo que es en casa, con sus mimos y con su dulzura, Rafaela le hacía dichoso, arrebolando y dorando con luz alegre los días de su vejez y colmándolos de satisfacción y de ventura.
De las coqueterías de Rafaela no había nadie que no tuviese certidumbre; pero, si estas coqueterías no pasaban de cierto límite, más que ofender a D. Joaquín lisonjeaban su amor propio. Lo que es él, estaba convencido o se empeñaba en estar convencido de la fidelidad de Rafaela.
Los maldicientes y murmuradores tenían sus hablillas, pero con certidumbre nada malo se dijo durante los tres primeros años del matrimonio de los Sres. de Figueredo. Sólo se propalaban vagas acusaciones.
Don Joaquín, entre las diversas empresas que había acometido, contaba también la de agricultor en grande. No lejos de Petrópolis había comprado extensísimos terrenos y había formado en ellos una magnífica fazenda de diversos plantíos y sembrados, donde empleaba para la dirección y los más delicados trabajos a bastantes colonos alemanes y para las faenas más rudas multitud de esclavos negros. En el sitio más pintoresco de la propiedad, al borde de un riachuelo de agua cristalina y cercada de ameno jardín, se parecía la chácara o casa de campo, con vivienda muy cómoda para señores. Allí iba D. Joaquín a menudo, ya para inspeccionar la finca, ya para solazarse con algunos viejos amigos en el ejercicio de la caza, a lo que convidaba no corta porción de la tierra que poseía, inculta aún y formando risueña e intrincada floresta, en cuyo seno abundaban los pájaros y no pocos otros animales silvestres, como grandes lagartos y tatúes o armadillos.
Aquel bosque, aun sin el aliciente de la caza, era delicioso, tanto por los gigantescos árboles que le daban sombra y frescura, como por las olorosas y variadas flores que cubrían el suelo, por las orquídeas que crecían parásitas en los añosos troncos, y por las plantas enredaderas que, formando guirnaldas y festones, entrelazaban los árboles, haciendo a veces impenetrable la espesura, si un negro no caminaba delante con una hoz abriendo camino.
Rafaela era poco campestre. Rara vez iba a la chácara. Y como D. Joaquín iba a menudo y pasaba en ella tres o cuatro días seguidos y en ocasiones hasta una semana, el vulgo malicioso murmuraba que, durante estas ausencias, Rafaela usaba y hasta abusaba de la libertad en que la dejaba su marido.
Como quiera que ello fuese, al menos durante los tres primeros años, según ya queda dicho siempre fue de maravillar o la virtud de Rafaela o su prudencia sigilosa. A pesar de la jactancia de muchos hombres que gustan de hacer creer que son favorecidos, ninguna acusación terminante hubo contra Rafaela. D. Joaquín, atendidas sus circunstancias y las de su señora, podía pasar, por inverosímil milagro, como marido venturoso y respetadísimo.
La primera sospecha que vino poco a poco a tomar cuerpo, adquiriendo visos y trazas de certidumbre, fue de inusitada y singular importancia. Se supuso que un egregio personaje, sin par en todo el imperio por su elevación, en noches en que Rafaela no recibía a sus tertulianos por tener jaqueca, penetraba en la casa de ella y permanecía allí no pocas horas.
Hasta llegó a contarse una muy curiosa particularidad, que prueba cómo el vulgo lo atisba, lo huele y lo descubre todo.
En las noches en que el personaje egregio penetraba o se suponía que penetraba con misterioso recato en casa de Rafaela, se cuenta que poco antes venía un sujeto de honrosa servidumbre trayendo en su coche dos tatarretes.
¿Qué pensará el curioso lector que dichos tatarretes contenían? La gente lo declaraba como si lo hubiese visto y probado. En el uno había leche, y manteca de vacas en el otro. Es rareza inexplicable que en toda nuestra península ibérica, y probablemente en sus colonias hasta tiempos novísimos, apenas haya habido nunca vacas de leche ni con la leche de vacas se haya hecho manteca. Tal vez, hará cuatro o cinco siglos, la manteca de vacas se hacía en España y se llamaba butiro. Si la palabra cayó en desuso fue porque antes dejó de usarse la sustancia que con la palabra se significa. Apenas se comprende, pero es lo cierto, que cosa tan primitiva no se haya hecho nunca o haya dejado de hacerse en España durante cuatro o cinco siglos. Lejos de ser el butiro una novedad, traída por el progreso humano, parece que ya las hijas de los primitivos arios, en las faldas del Parapamiso, ordeñaban las vacas y de su leche sacaban exquisita y fresca manteca, tomando ellas nombre de este mismo oficio o arte en que se empleaban, pues afirman los sabios etimólogos que la palabra hija, en el lenguaje de los vedas, equivale a la que ordeña las vacas y hace la manteca.
Pero pongamos a un lado estas sabias disquisiciones y contentémonos con declarar que, allá por el tiempo en que ocurría lo que voy contando, era punto menos que imposible proveerse en el Brasil de leche de vacas y butiro fresco para tomar el té, por donde, cuando un egregio personaje quería tomarle en compañía de alguna dama muy querida, enviaba él de antemano a la casa de ella la leche de vacas y la manteca.
Supuesto lo que antecede, murmuraban unos y celebraban otros que, avergonzada Rafaela de no tener en su casa ni leche de vacas ni butiro fresco, había inducido a D. Joaquín a fundar una buena casa de vacas en la chácara de Petrópolis, donde había ricos y abundantes pastos: un capim exquisito. D. Joaquín hizo venir, de Inglaterra, de Holanda y de Suiza, vacas de leche de las mejores castas, y pronto tuvo butiro fresco en abundancia y crema deliciosa.
Harto notarán los que lean con atención este relato, que el más marcado rasgo del carácter de Rafaela era su propensión invencible a ser didáctica. Y no puede negarse que para educar y perfeccionar a cuantos seres la rodeaban poseía aptitud pasmosa. Ya hemos visto los milagros que obró en su D. Joaquín.
En su confidenta, que las malas lenguas suponían su Enone, hizo también maravillas. Era una francesa que antes de entrar en su casa se había sustentado dando lecciones del propio idioma y del inglés, que sabía casi con igual perfección. Rafaela, que la había tomado primero por maestra, acabó por tomarla por acompañanta. La sentaba a su mesa, la llevaba consigo a misa, a tiendas y a paseo, ya a pie, ya en coche, y en sus tertulias le encomendaba que sirviese el té y que diese conversación a los tertulianos más fastidiosos y ordinarios.
Madame Duval, que así se llamaba la confidenta, por afirmar ella misma que era viuda de un Comandante francés de caballería, muerto heroicamente en Argelia matando moros, tenía cualidades excelentes, pero era remilgadísima y empalagosamente afectada, y empleaba al hablar tres o cuatro muletillas y frases sentimentales, que apenas se podían sufrir y pervertían y maleaban todas las virtudes y excelencias de la buena señora. Rafaela acertó a curarla de estos resabios, por tal arte, que, a los pocos meses de tener a Madame Duval a su servicio, se había esta convertido en persona natural y sencilla, de trato franco y agradable, el cual ya como antes no se quebraba de puro fino.
Tenía Rafaela la habilidad de insinuarse en los espíritus, de dominar las voluntades y de hacer eficaces sus amonestaciones educadoras sin ofender el amor propio de los educandos. De aquí que los criados de su casa, blancos y negros, la respetasen y la amasen, resultando todos más instruidos y hábiles a poco de entrar a servirla. El cocinero guisaba mejor. El cochero mulato era un verdadero automedonte, y sentado en el pescante del landó tenía la mejor facha: hubiera podido pasar por el cochero del Príncipe de Gales, untada la cara con tizne. El jardinero negro había llegado a saber casi tanta botánica como Spix y Martius, doctísimos investigadores de la Flora brasílica. Entre los mozos de caballeriza descollaba, cual hábil palafrenero, el ínclito y triunfador Trajano, negro mina que tenía singularmente a su cuidado los dos hermosos caballos ingleses en que solía pasear la señora. El maestresala, que era asturiano, se había pulido tanto en su oficio, que hubiera podido escribir, en consonancia con los adelantos de la época presente, una Arte cisoria más bonita que la de D. Enrique de Villena. Y por último, los otros criados de comedor, aunque eran negros, servían con primor en los banquetes, y todos se habían acostumbrado a llevar zapatos de continuo, y a no ir descalzos de pie y pierna, según la común usanza de entonces.
El benéfico prurito de educar y de corregir que había en el alma de Rafaela, llegó a tener influjo hasta en su confesor y director espiritual el Padre García.
Era este un venerable siervo de Dios, diserto y suave en sus coloquios, notable teólogo dogmático y severo moralista, cuyos consejos y advertencias valieron mucho a Rafaela, aunque a menudo, y muy a pesar suyo, no los seguía: culpa acaso del irresistible ímpetu de su apasionado carácter.
Sólo deslustraba el indiscutible mérito del Padre García una inveterada y perversa maña, que desde la infancia había en él, y que le había valido entre sus condiscípulos del seminario el farmacéutico apodo de Pildorillas. Era prodigiosa la inagotable fecundidad del filón de donde el Padre García las sacaba y las fabricaba. Sus narices eran venero inexhausto. Eran como los encantados cubiletes del prestidigitador más aplaudido. En cuanto cabe en lo humano, daban una idea aproximada del milagro de pan y peces. ¡Pues bien: apenas parece creíble! Rafaela, con gracioso talento, con amistosa delicadeza, sin dar a conocer que notaba en el Padre aquel vicio y censurándole sólo en los otros, logró curarle de él radicalmente, y esto, hasta tal extremo de perfecta curación, que, según los informes que he podido adquirir, el Padre García en los muchos años, que para bien y provecho de las almas, ha vivido después, no ha fabricado una sola píldora siquiera.
Mientras mejor dotado de brillantes cualidades entendía Rafaela que estaba un sujeto, y mientras mayores simpatías le inspiraba, mayor y más vehemente era en ella el deseo de corregir sus faltas, haciendo de él un dechado de perfección, hasta donde la perfección es dable a nuestra decaída humana naturaleza. Por esto me atrevo a asegurar que con nadie anheló más fervorosamente ejercer su eficaz magisterio que con el ilustre Pedro Lobo, Ayudante de campo de Juan Manuel Rosas, dictador de la República Argentina.
En 1850, Pedro Lobo había venido a Río con el carácter oficial de Agregado militar a la Legación de su patria, si bien se susurraba que tenía instrucciones secretas del dictador, cuyo favorito era.
La fama había precedido en Río a Pedro Lobo, refiriendo sus extraordinarias hazañas contra los indios del extremo Sur de la Pampa, más allá de Carmen de Patagones, y contra los unitarios refugiados en Montevideo, dando cuenta, con mil novelescos pormenores, de sus correrías por las más apartadas regiones de la misma Pampa, de los Andes, y de la Patagonia, y ensalzando sus raras prendas de carácter, su brío indómito y su agilidad y destreza en todos los ejercicios del cuerpo. Nadie desbravaba mejor que él el más fogoso potro no domado; nadie disparaba mejor las bolas ni detenía con el lazo, ya a los toros bravos, ya a los ligeros avestruces o ñandúes, ni nadie manejaba mejor el puñal y el machete, ni tenía tino más certero con la carabina.
Mil lances extraños y no pocos actos de inaudito arrojo habían dado a Pedro Lobo fama de hábil y astuto capitán y de valeroso soldado, sirviendo, durante seis años, en la República Oriental del Uruguay, en favor de Rosas y a las órdenes de Oribe. Pedro Lobo se jactaba, y no sin fundamento, de haberse hallado en cien combates, y de haber sido el más rudo adversario de la valerosa legión italiana mandada por Garibaldi.
Sabedor Juan Manuel Rosas de los grandes servicios y del raro mérito de Pedro Lobo, le llamó a su lado y le prestó toda su confianza.
Era Pedro Lobo fanático de americanismo. Nunca fue Rosas tan lejos como él en su amor y en su entusiasmo por América y en su aborrecimiento de los europeos.
Allá a su manera, no sabré decir si de su propio caletre, o de oídas, o por lecturas de algunos libros, Pedro Lobo había sacado o construido una singular filosofía de la historia. Según él era evidentísimo el progreso del linaje humano, viniendo a realizarle sucesivamente razas cada vez más nobles. Fue primero la raza negra: vino después la raza amarilla. Y cuando la raza amarilla alcanzó el término de su cultura y puso en práctica todo su ideal, apareció la raza blanca con su gloriosa historia de persas, babilonios y fenicios, griegos y romanos, y naciones cristianas, medioevales y modernas. Pero el fin de la civilización de Europa tocaba ya a su término. De su propio seno habían de surgir sus destructores: un proletariado inculto, hambriento, esclavo de la miseria, atormentado por el trabajo continuo, y ofendido por el desprecio, había de levantarse lleno de ira y acabar con todo. Las abultadas noticias de las recientes luchas revolucionarias, promovidas por el socialismo, corroboraban a Pedro Lobo en su opinión. Aquello era para él el principio del fin. La evolución total de la cultura europea vendría al cabo a terminar en espantosa tragedia; pero en América estaba el porvenir del mundo. Una nueva raza, la americana, debía ya mostrar en flor la aurora de más alta, sana, poderosa y duradera civilización, en aquel nuevo continente. La audaz empresa de Colón y la venida de los españoles habían retardado este florecimiento y aun puesto en peligro de que se secara o se destruyera la planta en que había de darse. Según Pedro Lobo, los españoles habían sido como venenoso reptil que trepa a lo alto de la roca donde el cóndor tiene su nido, y devora o mutila a los polluelos antes de que les crezcan las alas para enseñorearse del espacio sin límites, remontarse más allá de las nubes, y mirar el sol de hito en hito. Los españoles habían sido, cuando aportaron a América, como granizo destructor que cae en fértil suelo, al empezar la primavera, y rompe y destroza las yemas y los brotes de los árboles, impidiendo que se revistan de flores y verdura, y que den más tarde frutas sabrosas y dulces. En todas las tribus y lenguas que cubrían y animaban el Nuevo Mundo, en el Anahuac, en el Yucatán, en Guatemala, en la risueña meseta de los Andes, donde moraban los chibchas y en el resto de la América del Sur, sobre todo, entre los quichúas y los guaraníes, germinaba y estaba ya pronta a abrirse como flor hermosa una civilización original e indígena que los españoles arrancaron de cuajo, borrando sus huellas, aniquilando hasta su recuerdo, y, ora destruyendo la raza que iba a dar al mundo esa civilización llena de novedad inaudita, ora sumiendo en la abyección a esa raza por medio de la servidumbre, del oprobio, de rudos trabajos y de inhumanos castigos.
Pedro Lobo tenía en sus venas mucha sangre india, pero también tenía en sus venas sangre española. La sangre india, sin embargo, se sublevaba furiosa contra todo cuanto había en él de español. Aún esperaba él el remedio de tantos males: que manase de nuevo con abundancia el represado manantial americano; que se regenerasen los pueblos del Nuevo Mundo, y que su comprimida superior cultura retoñase y apareciese espléndida antes de que desapareciese la civilización europea en medio de las convulsiones de un horroroso cataclismo.
A veces columbraba Pedro Lobo, en visión profética, a toda Europa tan arruinada ya y tan desierta como contemplamos hoy el centro de Asia. Se figuraba a París, Londres y Viena, como contemplamos hoy los amontonados escombros de Nínive y de Babilonia. Lo que es de Madrid afirmaba que apenas quedaría rastro: sólo quedarían tal vez algunos cimientos del Palacio Real. Y como estos cimientos estarían tan solos, los hombres de las futuras edades imaginarían que había habitado en aquel alcázar un tirano anacoreta, un monarca misántropo y amigo de la soledad, que había ido a buscar para su vivienda un yermo inhospitable, feo y estéril.
Después de trazar de tan linda manera el cuadro de la Europa del porvenir, Pedro Lobo pintaba en su imaginación una América resplandeciente y dichosa, con artes y ciencias superiores a las europeas, originalísimas y casi sin antecedentes. Y como ciudad principal, centro y cabeza de este nuevo mundo, ponía él a Buenos Aires, su patria, en cuya ingente plaza mayor se levantaría grandioso monumento, más alto que la más alta de las pirámides, a la memoria de Juan Manuel Rosas, precursor y fundador de la nueva era y tremendo nivelador y constructor del camino por donde el linaje humano en América había de subir a tamaña altura.
El profeta filósofo, sustentador de las teorías que aquí se ponen en resumen, se hizo pronto uno de los más asiduos tertulianos de la señora de Figueredo.
Apenas tendría él treinta y cinco años. A pesar de su odio a España, tenía más apariencias de español que de indio. Parecía un andaluz moreno, esbelto y gracioso, con un no sé qué de extraño que le diferenciaba y distinguía. Y a pesar de su odio contra la civilización europea y a pesar de su vida y hábitos de gaucho, se allanaba y se resignaba, con naturalidad y sin esfuerzo, a aparecer, en la vida y trato de las ciudades, como un caballero atildado, pulcro y bien vestido, ya de frac, ya de levita, a la última moda, con botas de charol, y por las noches con corbata blanca y guantes amarillos o lilas. Rafaela le encontraba muy fino, y lo que es el señor de Figueredo aún ponderaba más su finura.
Con lo único que Rafaela no podía transigir era con el fanatismo anti-europeo y sobre todo anti-español de sus doctrinas históricas.
Rafaela se empeñó, pues, en convertir a Pedro Lobo, haciendo de él una persona razonable.
Este empeño no podía ser más natural ni más propio de las mujeres. ¿Cuántas de ellas no han soñado con traer o han traído, ya herejes o paganos al gremio de la cristiandad, ya desaforados criminales a una vida penitente, y ya a la templanza, a la paz y a las costumbres morigeradas a hombres crapulosos, jugadores y pendencieros?
La tentación de Rafaela era difícil de vencer. Rafaela se propuso hacer de Pedro Lobo otro hombre. Y para ello decidió emplear su buena maña y sus suaves rodeos; pero como Rafaela profesaba con ardor una filosofía de la historia totalmente contraria a la del gaucho y era además una española llena del más ardiente patriotismo, siempre le faltaban la paciencia y el disimulo para no impugnar con violenta furia los asertos del gaucho, que ella juzgaba intolerables errores y desaforadas blasfemias.
De aquí que muy a menudo sus conversaciones con Pedro Lobo, más frecuentes cada día, fuesen una acalorada disputa.
Soliviantado el espíritu de Rafaela por la contradicción, extremaba su doctrina casi tanto como extremaba la suya el gallardo gaucho. Según ella todos los pueblos y tribus del Nuevo Mundo habían degenerado y se habían depravado hasta tal punto, que jamás ellos solos hubieran podido salir del tenebroso abismo en que se habían sumido. Fue menester que vinieran los españoles y que para sacarlos de él les tendiesen la mano. Aunque tarde, llegaron a tiempo. Si hubieran llegado pocos años después, las semicivilizaciones que encontraron en Méjico, en Bogotá y en el vasto dominio de los Incas, hubieran ya desaparecido. Todo hubiera caído en el estado salvaje, y tal vez los sacrificios humanos, el canibalismo y las guerras constantes de unas tribus con otras hubieran barrido de sobre la faz de aquel inmenso continente la degradada especie humana. Los indios, por lo tanto, debían estar eternamente agradecidos a los españoles que los habían levantado de la abyección y que les habían devuelto el ser de criaturas racionales que casi habían perdido.
Los razonamientos empleados por Rafaela para sostener su tesis excitaban la cólera de Pedro Lobo y hacían brotar de sus labios feroces discursos en contra.
Solían verificarse tales controversias después de la comida, cuando Pedro Lobo estaba convidado a comer en casa de los Sres. de Figueredo.
A menudo, arrullado por los gritos de los contendientes, el Anfitrión se quedaba dormido; pero cuando no se dormía, o bien cuando despertaba y veía a su mujer y a Pedro Lobo enfurecidos ambos y en la más encarnizada contienda, se apuraba y hasta se asustaba, porque era hombre conciliador y benigno; procuraba ponerlos en paz; y agarraba la mano de él y la mano de ella y los atraía para que se las diesen, aconsejándoles que echasen pelillos a la mar, para lo cual pronunciaba también su discurso, buscando y quizás hallando un juicioso término medio entre las dos opuestas doctrinas.
—Confesemos—decía—que los españoles fueron unos heroicos desalmados, lo peor de cada casa, y que, cuando el descubrimiento y la conquista, hicieron infinidad de barbaridades; pero confesemos también que los indios en su mayor parte estaban empecatados y entregados a todos los diablos. Su ignorancia era tal que no sabían escribir ni leer, ni alumbrarse con un candil durante la noche, ni valerse de más bestias de carga que de ellos mismos, ni criar animales domésticos, ni ser pastores siquiera. En cambio se sacrificaban a millares a sus ídolos y estaban corroídos por la gangrena de los vicios más nefandos, y sobre todo por la afición de comerse unos a otros. Los españoles vinieron a remediar todo esto, y aunque trajeron inquisición, intolerancia religiosa, cruel codicia, malos tratamientos y trabajos forzados para los indios que se les encomendaban, todavía puede asegurarse que trajeron más bienes que males; animales de carga para que el indio no lo fuese, animales sabrosos para que el indio se los comiese en vez de comerse a otro indio, y otras muchísimas cosas, que sería prolijo enumerar, así para bienestar del cuerpo como para solaz y consuelo del alma. Y en cuanto a la ruina de Europa que mi amigo Lobo presiente, yo no la veo tan cercana. Por allá son listos y ya irán pasteleando y allanando dificultades, hasta que todos los hombres, a fuerza de máquinas, ingeniaturas y otras invenciones sutiles, coman mejor, vivan más cómodamente y luzcan trapitos de cristianar de diario. Esto no obsta para que progresemos también por aquí, sin que nuestra prosperidad nazca de la ruina del mundo viejo, sino que, al contrario, por allá y por acá prosperemos en competencia y nos amemos como hermanos. Así pues, hija mía, tú y el Sr. D. Pedro Lobo debéis empezar por dar el ejemplo, y tú como representante de Europa y singularmente de España, y él como si fuera el propio genio de América, lejos de pelearos y de maltrataros con insultantes recriminaciones, debéis formar estrecha alianza fraternal y ser clarísimo espejo de amistad y de concordia.
Con tal discurso y con otros de la misma laya sosegaba D. Joaquín los ánimos exaltados de su gentil esposa y del fanático americano.
Estos, en efecto, ya que no perpetua paz, tenían largos momentos y aun horas de tregua agradabilísima; se hablaban al oído sin disputarse cuando así hablaban; y solían salir juntos a caballo y dar deliciosos paseos, galopando y trotando por los fértiles y pintorescos alrededores de la ciudad, ya cuando se ponía el sol a la caída de la tarde, ya en noches apacibles de luna.
Cierto egregio personaje no tuvo noticia de las disputas histórico-filosóficas, pero la tuvo pronto de las intimidades y de los paseos. En su dignidad, jamás quiso darse por entendido ni mostrarse quejoso, pero desistió por completo de acudir y aun de pedir nuevas citas, dado que las antiguas hubiesen sido realidad y no invención o fábula de desocupados maldicientes.
Aunque dicen que de la discusión sale la luz, fuerza es confesar aquí que no salió luz ninguna de la discusión constante que Rafaela y el gaucho tenían, y en la que a veces tomaban parte varios tertulianos de la casa, diputados, senadores, hombres políticos y poetas, que siempre en el Brasil los hubo eminentes, descollando entonces entre todos Magalhaens, Gonzálvez Díaz y Araujo Portoalegre, los cuales eran comensales de la casa, complaciéndose Rafaela en tratarlos y agasajarlos.
Gustaba ella de lucir por todos estilos y de dar a sus salones cierto tinte de sabiduría y refinamiento aristocráticos.
Había educado tan bien a D. Joaquín, espoleándole para aquellos trotes, que él había ido, en su carrera desenfrenada, más allá de la meta que ella le puso. De aquí algunos percances y desengaños, que aguaron algo el contento con que D. Joaquín vivía, pero que a Rafaela no le importaron un comino.
D. Joaquín había prestado al gobierno Imperial muy notables servicios, en premio de los cuales, le habían dado la encomienda de la Rosa y hasta se habló de que acaso le darían un título, si bien el título no llegó nunca.
Para no hacer ruido y para no dar qué decir, D. Joaquín pretendió con mucho disimulo, tentando antes el vado, que Rafaela fuese presentada a la emperatriz; pero la augusta señora no quiso recibirla, ya pensando en la vida que se decía que Rafaela había hecho en España y en Lisboa, ya recordando que en el gran teatro de Río la habían silbado cuando ella bailaba el vito o cantaba canciones del maestro Iradier, muy celebradas entonces.
Ella rabió algo, riñó a D. Joaquín por haber andado en tales pretensiones sin consultarla antes, y, al fin, olvidó el desaire y se quedó tan fresca. ¿Qué necesidad tenía ella de emperatrices, cuando era en su casa la Emperatriz de la hermosura, de la discreción, de la elegancia y del buen tono: una princesa de Lieven o una madame Recamier de entretrópicos?
D. Joaquín fue el que se sintió quemado del desaire, originándose de la quema ciertos humos nobiliarios, que antes nadie había notado en él y que aparecieron de repente.
Hasta entonces D. Joaquín había sido despreocupadísimo, pero, con el boato y magnificencia de su casa, se desenvolvieron en su espíritu los instintos de nobleza, combinados con la afición a la poesía. En suma, D. Joaquín hizo saber a todos sus amigos que descendía nada menos que del heroico trovador Güesto Ansures, el cual machucó a un enjambre de moros con un ramo de higuera, por donde tomó el apellido de Figueredo, que D. Joaquín todavía llevaba.
Aunque Rafaela lo repugnó, D. Joaquín no quiso ceder nunca: no la obedeció contra su costumbre, e hizo bordar en los tapices, reposteros y cortinas de su antecámara, y pintar en sus coches, el escudo de armas de los Figueredos, con las cinco hojas de higuera, en memoria de las cinco doncellas que Güesto Ansures había libertado, cuando las llevaban a la morería para pagar el feudo de ciento a que se obligó al rey Mauregato.
A regañadientes aguantó Rafaela este capricho de su esposo, pero no pudo resistir a la tentación de reírse un poco de él. Y para ello aseguraba que, según el antiquísimo romance, que escribió Güesto Ansures, las doncellas que iban cautivas eran seis, y cinco nada más las hojas de higuera del escudo. Lo cual significaba que tres o cuatro de aquellos malditos moros pudieron escaparse, huyendo a uña de caballo del machucador ramo de higuera del ascendiente de don Joaquín, y se llevaron a Andalucía a una de las seis niñas gallegas, la cual vino a ser pronto la sultana favorita del Miramamolín. De esta sultana afirmaba Rafaela que descendía ella, de suerte que su nobleza era tal para cual y no menos antigua que la de su marido. En prueba de esto, si él tenía por apellido Figueredo, ella, a pesar de lo nebuloso y recóndito de su origen, había llegado a averiguar, por claros y evidentes indicios, que su estirpe, prosapia, abolengo y apellido era Benjumea, que equivale a Ben Humeya, apellido de los califas de Córdoba, estropeado y mal pronunciado por los ignorantes.
Un argumento presentaba Rafaela a veces contra las pretensiones de D. Joaquín, pero éste refutaba victoriosamente el argumento. Decía Rafaela que no eran los Figueredos de Portugal, sino los Vargas Machucas de Castilla, los que machucaron a los moros y acabaron con el feudo de las cien doncellas. Y D. Joaquín contestaba que los Vargas Machucas, en efecto, descendían también de Güesto Ansures, si bien la rama principal y legítima era la de los Figueredos, mientras que los Vargas Machucas eran una rama secundaria, y en su sentir, bastarda, ya que, según D. Joaquín había oído explicar a una persona muy docta en la ciencia del blasón, a la que aplicaba como auxiliar la ciencia etimológica, Vargas o Bargas, que es como debiera escribirse, es una contracción de los vocablos Barragana y Barragania. Por fortuna, ningún caballero que tuviese el apellido de Vargas asistió jamás a la tertulia de Rafaela, y D. Joaquín pudo sostener su tesis, poco lisonjera para los Vargas, sin promover el menor altercado.
Salva la discrepancia en que solían estar marido y mujer sobre este punto de la nobleza, don Joaquín se mostraba siempre en perfecto acuerdo con Rafaela, gustando de lo que ella gustaba, y ensalzando y aplaudiendo lo que ella ensalzaba y aplaudía.
Pedro Lobo, pues, vino a ser el encanto de D. Joaquín, quien siempre quería tenerle en su casa, de suerte que, cuando Pedro Lobo, retenido por sus quehaceres, dejaba algún día de venir o retardaba su venida, D. Joaquín iba a buscarle y no paraba ni descansaba hasta que se le traía consigo. Todo esto daba ocasión a no pocos chistes, que cundían por la ciudad, pero que por fortuna jamás llegaban a los oídos de don Joaquín, víctima de ellos.
Algo más de un año duró esta armonía y constante convivencia entre D. Joaquín, Rafaela y Pedro Lobo.
No hubo de ser éste tan afortunado como en otras cosas en su secreta misión política. El Brasil, más enemigo cada día del dictador Rosas, conspiró contra su poder, hizo un tratado secreto con la República Oriental del Uruguay, se concertó con el general Justo José Urquiza, gobernador de Entreríos, y suministró toda clase de recursos para el levantamiento contra el tirano.
El representante diplomático de Rosas en Río de Janeiro pidió entonces sus pasaportes. Y retirada la Legación argentina, Pedro Lobo se marchó con ella, volviendo a Buenos Aires, para dar al dictador auxilio de más valer como soldado que como agente secreto.
Rafaela sintió la partida de Pedro Lobo, pero como su carácter era tan alegre, logró consolarse pronto. Pedro Lobo además no se dejaba convencer, y esto mortificaba a Rafaela, y como él tenía un carácter dominante y ella también le tenía, procurando avasallar y repugnando que la avasallasen, sus relaciones con el gaucho nada tuvieron de apacibles y no pocas veces la enojaban y desesperaban. El prurito de romper aquellas relaciones, que ella en el fondo de su alma calificaba de cadenas, estimulaba entonces su voluntad, pero, aunque era muy valerosa y apenas conocía el miedo, no se atrevía a intentar la ruptura. Puede, por lo tanto, conjeturarse que Rafaela vio con oculta satisfacción las circunstancias políticas que, si por una parte la privaban del agradable trato de una persona de tanto mérito como Pedro Lobo, la libertaban por otra, sin rebelión ni pendencias, de lo que se le figuraba en ocasiones que tenía traza de yugo y de servidumbre.
Rafaela, aunque aparentó sentir, no sintió demasiado, por lo que ya queda dicho, la partida de Pedro Lobo. Quien la sintió con todo su corazón, y la lamentó y la lloró, fue D. Joaquín, que era muy tierno, pudiendo asegurarse que poseía el don de lágrimas.
A poco de la partida del gaucho, ocurrió en Río cierta novedad, que, aun suponiendo a Rafaela muy melancólica, hubiera distraído sus melancolías.
El Sr. Gregorio Machado era el más rico propietario de todo el Brasil, dueño de muchos fondos públicos y de acciones del Banco, de magníficas fazendas en las provincias de San Pablo y Pernambuco y de florestas dilatadas, donde abundaban las maderas preciosas, en la interior provincia de Mato-Grosso. Centenares de esclavos cultivaban sus posesiones; y sus rentas y ganancias eran tres o cuatro veces mayores que las de D. Joaquín, con ser éste uno de los más acaudalados brasileños.
Viudo el Sr. Machado, tenía un hijo, llamado Arturo, de veintiséis años de edad y muy lindo mozo.
Arturo había estudiado leyes en la Universidad de San Pablo, donde las mujeres son guapísimas. En todo el Brasil alcanzan fama de seductoras y de que tienen misteriosas cualidades y encantados lazos con que saben cautivar a los hombres. De San Pablo han salido mujeres que, por su belleza y por otros atractivos, han llegado al pináculo de la fortuna.
Arturito, que era muy enamorado, estudió poquísimo e hizo en San Pablo doscientos mil disparates. Su padre creyó prudente sacarle y le sacó de aquella Pafos del Brasil y le envió a Olinda, donde hay también escuela de Derecho. Allí, bien o mal, tomó la borla de doctor el joven Arturo.
Ya doctorado, nada más natural que ir a Europa para acabar de civilizarse y conocer por experiencia hasta los más delicados perfiles y las más recientes conquistas del espíritu humano. Arturo fue, pues, a París, haciendo de París su residencia habitual y el centro de sus excursiones. Desde allí salió a recorrer con rapidez y por pocos meses la Alemania y la Italia, y desde allí fue a solazarse, durante los veranos, en Baden, Wiesbaden y Homburgo, donde había treinta y cuarenta y ruleta, y donde asistía multitud de ninfas sabias y elegantes, más aptas que Egeria para adoctrinar, pulir y dar charol a los modernos Numas.
No se descuidó Arturo, aprendió cuanto hay que aprender y supo aprovechar las lecciones que le dieron; pero las lecciones salieron extremadamente caras. A los dos años de haber estado Arturo en Europa, había ya gastado a su padre, perdiéndolo al juego o en obsequio de las ninfas, cerca de 400 millones o contos de reis.
No hay que asustarse ni considerar monstruosa la suma, porque los reis del Brasil son fracos, y cada uno vale la mitad de un rei de Portugal o rei gordo. Arturo, por lo tanto, no gastó una enormidad; pero, como cada conto de reis fracos equivale sobre poco más o menos a 2.500 francos, siempre resultó que su gasto, a pesar de las grandes riquezas del Sr. Gregorio Machado, había sido excesivo, elevándose a un millón de francos en moneda francesa.
El padre se hartó de enviar dinero, sitió por hambre a su hijo, y éste tuvo que volver a los patrios lares harto desconsolado y mohíno, pero convertido en el caballerete más elegante que había pisado el suelo del Brasil desde los tiempos de Pedro Cabral y de Diego Correa, apellidado Carumurú y fundador de Bahía.
Acostumbrado Arturito a las exquisiteces, primores y alambicadas quintas esencias de las mujeres de París, volvió muy desdeñoso, encontrando a sus compatriotas feas, zafias y mal vestidas. En ninguna de ellas descubría un átomo de chic. La misma princesa de los Tupinambas, la divina Paraguassú, heroína de la epopeya nacional, si hubiera resucitado y se le hubiera presentado, le hubiera parecido un adefesio.
Cuando Rafaela se enteró de todas estas cosas, concibió el propósito de vindicar al Brasil de aquellos injustificados desdenes, volviendo por el honor de su patria adoptiva y probando a Arturito que todas las heteras parisinas no valían un pitoche comparadas con ella, y que ella las vencía en beldad, ingenio, sal y garabato.
Acudió a reforzar su patriótico intento el prurito didáctico que había en su alma y que jamás la abandonaba. Se propuso mejorar la condición de aquel extraviado mancebo, hacerle aborrecer el desorden y el despilfarro absurdo, y hacerle amar el orden y la economía.
Impulsada por tan benéficas miras, pronto atrajo Rafaela a su casa al joven Arturo; y pronto también logró que olvidase los devaneos de París y que reconociese que ella era por todos estilos más guapa que cuantas mujeres habían ido a cenar con él en el Café Inglés, en la Maison Dorée o en los kursaals que regocijaban y animaban, en aquellos días, las inmediaciones del Taunus y de la Selva Negra.
El poder didáctico de Rafaela jamás realizó en nadie tan rápidas y provechosas mudanzas como en el ánimo y en todo el ser de Arturo Machado.
Las saudades que él tenía de París, y que le hacían fastidioso a él mismo y a las demás personas, se disiparon por completo. Arturito volvió a gustar de su patria como cuando era estudiante y no había vivido aún en el corazón y en el cerebro del mundo, como llama a París Víctor Hugo. Se hizo ordenado y económico y ni gastaba ni sabía en qué gastar su dinero. No pensaba ya en francachelas ni en vigilias tempestuosas. Y con su vida regular y morigerada recobró la salud, que nunca había sido muy fuerte y que habían estragado las excitaciones constantes de la existencia de calavera, para la cual no había nacido. Porque, si bien era lindo mozo, agraciado y simpático, tenía más de enclenque que de robusto. Era de genio manso, suave e inclinado a la quietud y a la paz. Y sólo el mal ejemplo, las perversas compañías y hasta la propia docilidad con que cedía él y dejaba que le guiasen habían sido causa de sus travesuras y derroches pasados. Para Rafaela, hecha ya esta conversión, se desvaneció por desgracia casi todo el atractivo de Arturito. Empezó a hallarle poco ameno, y después soso, y por último llegó a encontrarle empalagosísimo a causa de su dulzura.
Entonces sentía Rafaela grandes veleidades de plantarle; pero, como era caritativa y estimaba además como gloriosa producción de su ingenio y de la energía de su voluntad todos los progresos y mejoras de un espíritu cultivado por ella, resistía a la tentación de plantar a Arturito. Allá en sus adentros se comparaba a la vara que sostiene en el aire a una planta rastrera a fin de que no caiga al suelo y se ensucie y pudra en el fango. Temía Rafaela que Arturito cayese si le dejaba ella, y por eso no le dejaba. A menudo solía lamentar que aquel muchacho hubiera sido tan dócil y se hubiera convertido tan pronto. Lo conforme a su gusto hubiera sido una educación más larga y difícil, así porque, durando la educación, también hubiera durado el prestigio que hacia Arturito la había atraído como porque la misma tardanza en educarse y en cambiar de condición hubiera sido garantía de lo seguro y firme del cambio.
En estas cavilaciones hubiera persistido largo tiempo Rafaela sin atreverse a despedir a Arturito, a no ser porque ella tenía a veces crisis extrañas en el corazón y en la mente. Religioso fervor la dominaba. Iba a confesarse o tenía largos y piadosos coloquios con el Padre García, su director espiritual. Sus remordimientos de engañar a D. Joaquín no la mortificaban demasiado, pues, aunque ella repugnaba el engaño y nunca había engañado a nadie sino a D. Joaquín, todavía se figuraba ella que en realidad no había tal engaño. Nada disimuló ni ocultó al casarse, y su marido por lo tanto debió comprender desde luego a lo que había de atenerse. Ella le hizo confesión general anticipada. Fue como si de una vez le confesase y descubriese todas sus culpas, pasadas y futuras. ¿Para qué, pues, molerle y atormentarle confesándoselas después una a una según iban sobreviviendo? Esto no hubiera sido noble franqueza sino crueldad insensata. No era, pues, por D. Joaquín sino por ella misma por lo que el pecado le dolía. Le dolía el pecado porque en su anhelo de toda clase de perfección, para ella y para los otros, soñaba con una vida honrada y limpia.
Por rara coincidencia, estos sueños de limpieza y de honradez acudían en tropel a su mente, y más amenudo que nunca, desde que empezó a visitarla Juan Maury.
Sus facultades críticas y analíticas, sin poderlo remediar ella, se aplicaban a la comparación. Y comparando al joven inglés con Arturo, Arturo salía siempre muy mal parado. Arturo era de menos que mediana estatura y estrecho de hombros. El inglés alto, sin dejar de ser bien proporcionado, y ancho de espaldas, sin que la esbeltez y la elegancia le faltasen. Era el uno moreno pálido, casi cetrino, blanco y sonrosado el otro y rubio como las candelas. Y por último, en lo tocante a las prendas intelectuales y morales, al ingenio, al saber y a la energía de voluntad que en medio de su aparente timidez en el inglesito se notaba, la diferencia aparecía enorme en la mente escrutadora de Rafaela.
Empezó, pues, a tener vergüenza del afecto que Arturito le había inspirado. La compasión hacia él fue disminuyéndose casi hasta desaparecer. Y el anhelo de elevarse hasta la virtud más sólida, de consagrarse fielmente a D. Joaquín y de ser modelo de casadas y señora muy respetable vino a ser la constante obsesión de su alma. Aunque ella era un lince para notar los defectos de las personas que trataba, no sé cómo se las compuso que no halló el menor defecto en el inglesito. Todo él le pareció una perfección. Y en vez de pensar en educarle para elevarle a su altura, pensó en educarse a sí misma para subir a la altura en que le veía colocado.
Bullían todos estos pensamientos en la mente de Rafaela de modo harto confuso. Lejos de ella el imaginarse enamorada del inglesito. El propósito de enamorarle más lejos aún. Sólo meditaba entonces virtud, abnegación y toda clase de sublimidades.
La única determinación firme que nacía de todo ello era la de despedir a Arturito, que ya le parecía insufrible.
Pero Rafaela era la bondad misma y, antes de hacer la herida que consideraba indispensable hacer, preparaba bálsamos para curarla.
Pensó en que el término dichoso, honesto y santo de la educación que a Arturito había dado, era casarle con la más linda señorita que hubiese en Río de Janeiro, cristiana y recatadamente educada, bonita y amable y de distinguida familia, en quien Arturito hallase una compañera digna y fiel y lograse dar a su padre el Sr. D. Gregorio algunos graciosos y queridísimos nietos, que fueran el hechizo y el consuelo de su cansada senectud.
No acierto a encarecer cuánto se deleitó Rafaela al concebir este proyecto y el arte delicado y el impaciente afán con que trató de realizarle.
Rafaela, que gustaba tanto de educar a los otros, no se había descuidado en aquellos últimos años, y singularmente desde que era gran señora, en formar su corazón y su espíritu, leyendo no pocos libros, sobre todo de novelas y poesías. Según vulgarmente se dice, se había hecho bastante licurga o marisabidilla. Con el inglesito hablaba de artes, de religión, de historia y hasta de filosofía. Arturito estaba presente a estas conversaciones, que nada tenían de misteriosas, pero no entendía palabra y no tomaba parte en ellas.
Así mientras duraban estos coloquios, como después al retraerlos a la memoria, Rafaela lo veía todo tan pulcro, tan acicalado y tan moralmente pulido y lustroso, que se desesperaba de sus amistosas relaciones con Arturito como si fuesen fea mancha en medio de tanto resplandor, nitidez y aseo. En suma, no había ya remedio; era menester borrar aquella mancha, pero sin rasgar la tela; era menester dar a Arturito su pasaporte, pero en forma de cucurucho repleto de delicadísimos confites.
Llegó por fin el día prefijado por Rafaela para tomar la cruel resolución, inevitable ya según su atormentada conciencia, de decir al pobre Arturito: hasta aquí llegó, no sigamos adelante.
D. Joaquín se había ido a la chácara por una semana en compañía de tres o cuatro amigos.
Rafaela no recibía a sus tertulianos, pretextando frecuentes jaquecas, única enfermedad que solía alterar levemente su salud envidiable.
En las noches de jaqueca muchos tertulianos acrecentaban el mal de Rafaela, pero la visita de uno sólo podía aliviarla.
Arturito acudió, pues, aquella noche, esperando tener la satisfacción de dar el alivio mencionado. Como de costumbre, el portero negro que guardaba la puerta de la verja de hierro que rodeaba el jardín, le dio paso franco sin sonar la campana, porque estaba industriado y al corriente de todo y sabía bien su oficio.
Madame Duval, que aún sabía mejor el suyo y que tenía ojos de lince y oído de liebre, se hallaba atisbando a la hora convenida, abrió la puerta y, sin hacer ruido, introdujo al joven brasileño en el confortable y primoroso boudoir de su señora.
Lo primero que notó Arturito, con desagradable sorpresa, aunque parezca extraño y nada compasivo, fue que la Sra. de Figueredo debía de estar aquella noche muy poco atormentada por la jaqueca, porque en vez de hallarla en vaporoso deshabillé, de bata, peinada muy al descuido y recostada o casi tendida en su chaise-longue, la encontró bastante atildada y compuesta, con traje casi de ceremonia, y sentada en un sillón, como si fuese a recibir una visita de mucho cumplido.
El recibimiento correspondió al traje y aumentó la sorpresa y el disgusto del joven visitante.
Rafaela le alargó, sin duda, cariñosamente la mano, si bien con cierta tibia y lánguida indiferencia. Y luego, como él se acercase mucho, ella le rechazó con suave dignidad y casi le obligó a que se sentase en una silla frente de ella.
Después de algunas frases que entre ambos mediaron, Arturito empezó a dar sentidas quejas de recibimiento tan frío. Ella entonces, con el incontrastable imperio que tenía sobre él, le cortó la palabra, y sobre poco más o menos, pronunció las siguientes, que casi podemos calificar de discurso:
—Días ha, mi querido Arturito, que tengo la conciencia muy escrupulosa y atribulada. Es infame mi modo de proceder con D. Joaquín. Indigno pago estoy dando a sus grandes beneficios, a su entrañable afecto, a la sublime confianza que en mí tiene. Dios podrá perdonarme porque es todo misericordia; mi marido es tan bueno que también me perdonaría si supiese lo que pasa, aunque sería muy capaz de morirse de pena: yo soy quien no me perdono, quien necesita romper este lazo criminal que nos une, si he de vivir en paz y si no he de seguir aumentando las causas de mi remordimiento y de mi vergüenza. Todo se lo he confesado al Padre García, mi confesor, que es un santo, severo consigo mismo y con sus prójimos indulgente. Pero, a pesar de su indulgencia, se resiste a darme la absolución si no me aparto para siempre del mal camino. Es, pues, necesario que nuestras relaciones concluyan.
Al llegar a este punto, Arturito se puso tan enternecido que las lágrimas asomaron a sus ojos. Rafaela lo notó y siguió hablando con mayor dulzura:
—Ten valor, hijo mío. Acaso no me expresé bien, o tú no me entendiste. Yo no quiero dejar de ser tu amiga. Tú tienes y tendrás siempre preferente lugar en mi corazón. Te he querido, te quiero y te querré toda mi vida. Huérfano tú desde la infancia, no has gozado del afecto puro y santo de una madre. Yo te ofrezco hoy un amor que debe purificarse y adquirir la apariencia, si no el ser de amor maternal. No le desdeñes con perversión soberbia, seducido por amor vicioso y lleno de liviandades. Hoy que te amo yo con amistad inmaculada, entiendo que te amo más que te he amado nunca y no hago sino pensar en tu dicha. Considera que tu padre es ya muy anciano, que pronto acaso tendrá que rendir el inevitable tributo que a la naturaleza rendimos todos, y que te dejará dueño de un nombre respetadísimo en este país y de cuantiosos bienes de fortuna. ¡Cuánto se alegraría tu padre de ver, en vida, asegurada en más extenso porvenir su sucesión y en contemplar y acariciar a los legítimos y preciosos nietos que tú puedes y debes darle!
Aquí se enterneció más Arturito y pasó de las lágrimas a los sollozos. Rafaela, algo conmovida y muy piadosa, se levantó de su asiento, se llegó a él y le dio para animarle tres o cuatro blandos cogotacitos con la blanca y linda mano. Volvió luego a sentarse lejos de él y con grave autoridad le informó de que andaba buscándole novia y aun le citó los nombres y le habló de las condiciones de tres o cuatro muchachas de la ciudad en quienes ella había puesto ya la mira.
—Tú eres muy buena, muy buena, decía Arturito; pero es inútil el trabajo que estás tomando. Yo no quiero casarme. Yo sólo me casaría contigo.
—Sí... hombre del diablo—exclamó Rafaela riendo—. ¿Qué crimen meditas? ¿Quieres matar a mi excelente D. Joaquín?
—Guárdeme Dios de semejante pecado—contestó Arturito—; pero si él buenamente se muriera....
—No pienses ni digas tan abominable desatino. Es horroroso desear la muerte de alguien, y más aún la de una persona que tanto te quiere.
En efecto, D. Joaquín, según su constante modo de ser, había concebido por Arturito la amistad más entrañable. Bien había querido al gaucho Pedro Lobo, pero a Arturito le quería mil veces más, por lo manso y apacible que era, por paisano y hasta por hijo del Sr. Gregorio, con quien tenía, desde hacía muchos años, estrechos lazos de amistoso compañerismo.
Conoció Arturito que no debía desear la muerte de D. Joaquín y se compungió del improvisado deseo que había asaltado su corazón en un instante de descuido.
Entonces apeló a otros medios para disuadir a Rafaela de la ruptura. Le dijo que ella le sostenía y guiaba por la senda de orden y de conducta juiciosa que él había emprendido, y que, no bien ella le dejase, descarrilaría él de nuevo, y sólo Dios o el diablo sabía en qué infernales abismos podría él hundirse.
A esto replicó Rafaela, que pecar era detestable medio de prevenir el pecado; le aseguró que velaría sobre él para que no se extraviase, y reiterándole repetidas veces la seguridad y la promesa de que aún le amaba con la amistad más pura, y de que seguiría amándole siempre, se quejó de dolor de cabeza, dijo que necesitaba estar sola y hasta le empujó con maternal familiaridad para que se largase, llamando a Madame Duval, a fin de que le acompañara hasta la misma puerta del hotel. Arturito tuvo que irse muy triste y desolado.
No se le ocurrió, ni por un momento, dudar de la sinceridad de Rafaela ni de su reciente empeño de volverse santa. A todos los hombres nos ciega algo la vanidad y no acertamos a ver, en ocasiones, al rival que aparece, ni a descubrir en él mayor mérito que en nosotros, ni más seductores recursos. Y por otra parte, los diálogos entre Rafaela y Juan Maury, que Arturito había oído, y que versaban sobre historia, metafísica y otros objetos profundos, apartaban del pensamiento de Arturito toda sospecha de que los interlocutores pudieran enamorarse. Lo que es él ni con las mujeres de San Pablo, ni con las de Olinda, ni por último, con las ninfas que había tratado en París, se había engolfado nunca en tales honduras y discreteos. En París, dígase lo que se diga, no abundan las Aspasias. Al menos él no las había encontrado, o bien ellas, considerándole profano, le habían ocultado su retórica y su filosofía, guardándolas para los Pericles y los Sócrates, y luciendo, a lo más, su ingenio en calembours más o menos desvergonzados y burdos.
Dicho sea en honor de la verdad y en alabanza de Rafaela, su sinceridad en todo aquello era completísima. Rafaela creía en la propia contrición, en su horror al pecado y en su firme propósito de la enmienda que la movían a despedir a Arturito. Lejos, muy lejos de ella la idea de que Juan Maury diese o pudiese dar el menor impulso para aquel acto.
Si algún cálculo extraño a la contrición y al arrepentimiento era parte en la resolución que Rafaela había tomado, este cálculo la honraba, demostrando que era prudente y buena.
La noche en que Rafaela despidió a Arturito, era el 5 de Febrero de 1852. Rafaela acababa de saber, con no pequeño sobresalto, que el dictador Juan Manuel Rosas, al frente de sus parciales, había presentado la batalla en Monte Casero a los coligados que habían acudido para despojarle de la dictadura. La derrota del dictador había sido completa. Disfrazado de gaucho, se había refugiado en el barco de vapor inglés Locusta y navegaba ya con rumbo a Inglaterra.
Rafaela tenía claro presentimiento de que si Pedro Lobo no había muerto en la pelea, no habría querido ni podido permanecer en territorio argentino y también se habría expatriado. Estaba además segura de su poderoso atractivo y de que él no se iría a Europa sin pasar por Río y sin venir a verla. Le creía apasionado, celoso y tal vez enterado de todo, porque nunca falta gente chismosa que se deleite en dar ciertas noticias. Derrotado y huido de su patria, Pedro Lobo debía de estar más feroz que nunca, y Rafaela temía, sino ponía en salvo a Arturito, apartándole de sí, que ocurriese a éste un lastimoso percance. Su propósito, perseverando en su plan de enmienda y santificación, era despedir también a Pedro Lobo, pero, por lo mismo, tenía mayor empeño en despedir antes a Arturo, para que ni remotamente imaginase el otro que aquel infeliz muchacho era causa de su despedida.
Rafaela no se había engañado. Dos días después de haber despedido a Arturito, supo que Pedro Lobo acababa de desembarcar en Río de Janeiro y que pretendía venir a verla.
Ausente D. Joaquín y víctima Rafaela de jaquecas continuas, Rafaela no recibía entonces ni salía de su casa.
Pedro Lobo buscó en la calle a Madame Duval, le habló, y le pidió y casi le exigió que le diese una cita con su señora.
Madame Duval se excusó como pudo, pero, cediendo a la terca insistencia del gaucho, tuvo que encargarse de una carta que éste le dio para Rafaela. Ella la recibió y la leyó con hondo disgusto, y, si no tuvo miedo, fue porque de nada le tenía.
Era, sin embargo, prudente y rehuía comprometerse escribiendo. No tenía gana tampoco de recibir al gaucho para despedirle y para tener con él una escena violenta y acaso trágica.
Se valió, pues, de Madame Duval como mensajera. La instruyó detenidamente en todo cuanto había de decir: en la resolución que había tomado de seguir nueva vida, en sus remordimientos y en su firme propósito de no reanudar con él las pasadas relaciones y de no recibirle en secreto.
Bramó de ira el gaucho al recibir el mensaje, pero disimuló la ira y hasta aparentó cierta conformidad, meditando y proyectando una venganza.
Aunque no dijo a Madame Duval que lo sabía, Pedro Lobo era sabedor de la ventura del joven Arturo. No habían faltado amigos oficiosos que le escribiesen a Buenos Aires informándole de cuanto se sabía o se presumía como evidente.
Arturito supo también la llegada de Pedro Lobo no bien éste llegó. Y si hemos de decir la verdad, allá en el fondo de su alma pacífica y humilde, se alegró entonces de que le hubiese despedido Rafaela. Así se creyó libre y exento de tener un lance con el gaucho, que alcanzaba fama de brutal y grosero.
Entre tanto, a fin de mostrar a Rafaela que por ella sólo había sido ordenada y juiciosa su vida; a fin de hacerle notar que se consolaba de su desdén volviendo a sus antiguas travesuras y locos deportes; y a fin acaso de que el mismo Pedro Lobo comprendiese que nada tenía él que ver con Rafaela, y que Rafaela no le importaba nada, decidió y concertó con los más alegres jóvenes de Río una regocijada partida de campo para el día siguiente, o mejor diremos para la siguiente noche. Era entonces el mes de Febrero, el más caluroso del año en aquellos climas, y sólo de noche podía disfrutarse algún fresco.
Estaba ya preparado un pick-nick en la Tejuca. Cuantos amigos quisiesen, podían ir inscribiéndose para ello en el casino y pagando después su cuota. Sólo las damas irían convidadas y sin pagar. Arturito había formado lista de ellas y dispuesto que las hubiese de todas procedencias y de todos colores: desde la alemana Catalina, apellidada por su cándida y sonrosada tez y por su dulce y buena pasta el Merengue de fresa, hasta lo que llaman en el Brasil café con leche más o menos cargado y café puro; esto es, que había tres o cuatro mulatas convidadas a la función y una negra gentilísima a quien llamaban la Venus de bronce. No faltarían tampoco dos garridas mozas, importación de las Islas Canarias, y algunas nacidas en las márgenes del Piratininga, fecundas en hermosas mujeres, una de las cuales descollaba por su aptitud y habilidad para cantar las modinhas más chuscas y amorosas.
La cena había de ser espléndida, y como el fondín de la Tejuca era pobre y se prestaba mal al esplendor, y aun al regalo, se discurrió llevar de Río algunos platos fiambres, el champagne y otros buenos vinos, y a un hábil mozo de comedor que lo ordenase y dirigiese todo. Nadie más apropósito para esto que un esclavo negro de Arturo Machado, que fue el elegido. Según costumbre brasileña o por rara inclinación que allí había, los negros, cuando se bautizaban, sobre todo si se bautizaban adultos, y no eran criollos sino traídos de África, solían tomar nombres pomposos de héroes, emperadores y príncipes de la clásica antigüedad greco-latina. No ha de extrañarse, pues, que el maestresala que había de ir a la Tejuca se llamase Octaviano. Era alto y fornido, y, aunque tenía ya más de cincuenta años, parecía joven. Procedía este negro de un territorio del interior del África, cercano aunque independiente de las posesiones portuguesas. Y la gente afirmaba que en su país no era un cualquiera. Hasta que le cautivaron y le trajeron al Brasil, siendo él de edad de dieciséis años, se había criado con mucho mimo y cercado de profundo respeto, pues era hijo nada menos que del rey de los Bundas. Sobre esta particularidad el lector podrá creer lo que quiera. Yo refiero lo que se decía sin detenerme en averiguaciones. Sólo añadiré que el aire majestuoso y digno de Octaviano inducía a cuantos le miraban a no tener por fabulosa su regia estirpe. Resignado estoicamente a su ineluctable servidumbre, aprendió pronto cuanto le enseñaron, porque tenía mucho despejo. Y como era tan hábil y bien mandado, el látigo o chicote jamás hirió sus espaldas. Ni era conveniente para él tan rudo y degradante castigo. Si incurría en falta, la menor reprensión bastaba. Él la sufría con modesta paciencia y luego se corregía. Mas si por acaso la reprensión era injusta, en sus ojos relampagueaba el coraje, y el reprensor, con cierta consideración temerosa, medía el alcance de sus palabras y dulcificaba y mitigaba su acritud y dureza. Aun sin notar en sus ojos el citado relámpago, se conocía cuando estaba enojado por un muy raro y singular aviso. Octaviano, que era limpísimo en su persona y que vendía salud, jamás olía mal, ni aun en la fuga de las mayores faenas; pero no bien se irritaba, era como si se abriese de súbito un pomo de concentrados aromas, esparciéndose en el aire la fragancia. La catinga, represada y latente en los largos períodos de placidez, se alborotaba y se desbordaba entonces, brotando por todos los poros y trascendiendo a muchos metros de distancia, como los proyectiles de una ametralladora.
Hacemos aquí tan particular y detenida mención de Octaviano por lo mucho que amaba a Arturito, de quien había tenido especial cuidado y con quien había jugado cuando niño, llevándole a paseo y a la escuela, y acompañándole luego cuando fue a estudiar a las Universidades de San Pablo y de Olinda. Arturito no llevó a París a Octaviano por no llamar la atención. Y no porque Octaviano fuese negro, sino por la singularidad de ciertos indelebles adornos que le distinguían, y que sin duda le hicieron y trajo de su país como señales de su categoría principesca. Ello es, que desde la punta de la nariz, subiendo por el caballete, atravesando el entrecejo y por medio de la frente hasta el nacimiento de sus cabellos crespos, tenía como una ristra de burujoncillos que parecían repulgos de empanada, y en las negras y relucientes mejillas llevaba un laberinto de incisiones, formando caprichosos dibujos, que sólo Dios sabe si serían expresión simbólica de la Teogonía y de la Cosmogonía de su tierra. Para averiguarlo, acaso no hubiera sido suficiente que sabios profundísimos empleasen más tiempo en estudiar su cara que Juan Francisco Champollion en estudiar la piedra de Roseta o que León de Rosny en estudiar los enmarañados códices cortesiano y troano.
Así se preparó la fiesta, que prometía ser notabilísima por todo; hasta por la singularidad del maestresala.
Todo el tiempo de la larga residencia de Pedro Lobo en Río, Arturito había estado en París y no había tenido ocasión de conocer y de tratar al gaucho. Esto no ofrecía, sin embargo, el menor inconveniente para que el gaucho fuese a la fiesta. Era un pick-nick donde Arturito no figuraba importando más que cualquiera de los otros jóvenes brasileños y extranjeros que habían de ser de la partida, y a quienes el gaucho conocía y trataba. Deseoso de asistir a la fiesta y aun excitado a asistir por los ruegos de dichos jóvenes y con el fin de divertirse y de distraer sus penas, Pedro Lobo fue como uno de tantos.
Por lo pronto, sólo pensó en el placer que aquello podría traerle, y no formó proyecto alguno de armar escándalo y camorra. Llegó a la Tejuca a caballo, con tres o cuatro de los que eran más amigos suyos, y se hizo presentar a Arturito del modo más correcto. Arturito le acogió con la debida cortesía.
No pasó por las mientes de nadie que pudiera sobrevenir un lance entre ambos.
Al anochecer, llegaron en un ómnibus las niñas, figurando como la capitana el Merengue de fresa.
Todos la aclamaron reina de la función, así por su calidad de extranjera, como por ser la más hermosa, y, sin duda, la de más encumbrada jerarquía entre las de su oficio. Casi, casi, era una señorita. Vivía con su papá, que tenía no poco de respetable, que se ganaba la vida componiendo relojes, y que era fervoroso cristiano, aunque protestante, leyendo mucho la Biblia en sus horas de asueto. Ni se le podía acusar de excitación, connivencia o tolerancia en las transgresiones de su hija. Se oponía a ellas, pero como nada lograba con oponerse, acababa por aguantarlas, si bien con hondo dolor, para cuyo alivio apelaba a la bebida, de suerte que el ver al relojero alemán un tanto cuanto tomado del aguardiente, era indicio infalible de que Catalina no estaba en casa y andaba corriendo aventuras. Porque eso sí, ella respetaba la casa paterna y jamás allí las tenía, como no fuese con mil sigilosas precauciones y a furto del severo autor de su existencia.
Catalina, al acudir a fiesta tan numerosa y estruendosa, daba un paso atrevido e inusitado, y atropellaba un poco su decoro, y, si no su buena, su mediana fama: todo por devoción a Arturito, cuya munificencia la encantaba y seducía.
Hasta la una de la noche, aunque la animación y la alegría fueron grandes, bien se puede afirmar que en la reunión apenas hubo el menor incidente digno de censura. Al contrario, todo fue estético, artístico y literario. Las piratininganas recitaron lindamente sentidos versos de la Marilia de Dirceo; las muchachas de Canarias cantaron seguidillas y coplas de fandango; cantaron londums las mulatas; la negra bailó con gran primor y salero, y entonó, por último, Catalina tan afinada y primorosamente varias canciones alemanas, que por unanimidad confirmaron todos su nombramiento de reina de la fiesta. Llegó la hora de cenar, y Catalina, como tal reina, dio el brazo a Pedro Lobo para ir al salón del banquete. Ella iba a presidirle, y, por extranjero y persona de más cumplimiento y ceremonia, sentó a su derecha a Pedro Lobo, mas no sin decir a Arturito que al otro lado suyo tomase asiento en la mesa. Él no dejó de tomarle, y todos cenaron con apetito y regocijo. Hubo platos a la francesa, varios quitutes brasileños, y Jerez, Madera, Champagne y Oporto en abundancia.
De resultas de las frecuentes libaciones, hirvió la sangre, se acaloraron las cabezas, las dulces pláticas se convirtieron en confusión y bullicio, y el banquete empezó a tener carácter de orgía. Podría decirse, si la mitología clásica no hubiera pasado de moda, que un enjambre de cupidillos menores revoloteaba, cerniéndose sobre la mesa, disparaba flechas sutiles e invisibles y desasosegaba y punzaba con ellas a los galanes y a las damas.
No por eso se alteraba la paz. Todos se arreglaban, acoplaban y componían. Nadie se sentía desairado ni se mostraba descontento.
Tal era la situación general; pero había dos sujetos, que acaso habían bebido más que los otros, que estaban más acalorados y que empezaron a mirarse con malos ojos por aspirar a lo mismo.
Pedro Lobo y Arturito se empeñaron ambos en querer Merengue de fresa.
La conciliadora y benigna alemana tenía dulzura para los dos; alternativamente se inclinaba a un lado y a otro y procuraba contener y complacer a ambos. Pero por más que hizo, no logró que ninguno de ellos aceptase la simultaneidad ni el turno pacífico.
El juego terminó mal. Las cañas se volvieron lanzas. Pedro Lobo vio en aquella rivalidad, si no motivo, ocasión y pretexto para vengarse de otra rivalidad que infinitamente más le dolía. De súbito, pues, y cuando todos los concurrentes menos lo preveían, lanzó el gaucho varios feroces reniegos, se levantó de la mesa, agarró del brazo a Catalina e intentó llevársela consigo a tirones y poco menos que arrastrando. Llena de susto y lastimada por la violencia, la muchacha dio chillidos. Acudió Arturito a defenderla, pero el gaucho, más fuerte y más decidido, le dio un empellón y le apartó de sí bastante maltrecho. Todavía se lanzó sobre Arturito, decidido a darle de golpes; pero unas manos poderosas que parecían dos garras le asieron por ambos brazos, le zarandearon y sacudieron como si fuera un pelele y le derribaron por tierra con desprecio. Era el negro Octaviano que intervenía briosamente en defensa de su señor. Animado Arturito con aquel auxilio y enojado por los insultos y por la afrenta que Pedro Lobo le había hecho, prorrumpió en injurias contra él, le llamó satélite del sanguinario tirano Rosas y le calificó de derrotado y forajido. Los señores jóvenes que allí había consiguieron, no sin grande esfuerzo, separar a Octaviano de su intervención en la contienda e interponerse entre los dos principales contendientes, reteniendo sus manos y refrenando sus lenguas.
Completamente se acibaró el contento que allí reinaba. Antes de que amaneciese se expidieron en el ómnibus el Merengue de fresa y las demás niñas. Algunos caballeros se eclipsaron también. Contra Octaviano hubo una verdadera conjura, y medio por persuasión, medio por violencia, le encerraron en un cuarto para evitar que escandalizara, tratando de inculcar en su mente que por mucho que se sintiese, era ya ineludible un encuentro muy serio entre Pedro Lobo y su amo. A Pedro Lobo no le faltaron dos testigos. Con otros dos que nombró Arturito concertaron un lance, el cual, por hallarse muy embravecidos los dos contrarios, no podía menos de ser serio.
Arturito no sabía manejar el sable, ni esgrimir la espada, ni tirar a la pistola. Era menester procurar para él la menor desventaja posible, equilibrando las fuerzas y buscando iguales probabilidades de triunfo.
Se hallaron dos pistolas de arzón que, muy cargadas, habían de levantar mucho y enviar la bala harto lejos del punto de mira.
Se concertó que los combatientes se colocasen a cuarenta y cinco pasos de distancia. Al dar una palmada podrían marchar ambos, el uno contra el otro, hasta que sólo quince pasos los separasen. Durante la marcha cada uno podía tirar cuando quisiera.
No bien fue de día claro, combatientes y padrinos fueron a un sitio apartado y esquivo, a más de dos kilómetros de la fonda, a una pradera sin árboles, en medio del bosque. Todo se hizo allí como estaba concertado. Arturito, sostenido por el pundonor, disimulaba su abatimiento: conocía que el duelo era inevitable, sopena de quedar para siempre humillado, pero presentía el desenlace más triste.
El gaucho estaba muy sobre sí, ansioso de satisfacer su rabia y confiando en su destreza en las armas.
Ambos ya en el sitio y con la pistola en la mano, marcharon el uno contra el otro. Inseguro Arturito de su puntería, no quiso disparar hasta llegar a la raya que se le había marcado. El gaucho, más seguro, disparó al dar el quinto paso. Todos los testigos tenían el convencimiento, la casi seguridad de que, no sólo el tiro de Arturito, sino también el del gaucho, tan malas y tan cargadas estaban las pistolas, iban a perderse en el aire. Esperaban que terminase el lance en reconciliación, y ya que no en almuerzo, porque la cena estaba reciente y no tenían gana, en otra nueva cena aquella noche en el mejor restaurante de Río de Janeiro.
Pero el hombre propone, y no siempre Dios sino el diablo dispone. Nadie imaginó, por bien que en su sentir el gaucho tirase, que lo que ocurrió fue el resultado de su tino. Lo que ocurrió fue el resultado de la fatalidad más deplorable. La bala que disparó el gaucho penetró por la sien derecha en la cabeza del pobre joven y le dejó muerto en el acto.
Grande fue el pasmo y profunda la lástima de todos los cómplices en aquel horror. El mismo Pedro Lobo, disipada de pronto su cólera, se sintió afligido.
El caso, de común acuerdo, se ocultó o se disimuló para con el público. La fiebre amarilla hacía entonces muchas víctimas en Río. En la Tejuca no atacaba nunca aquella enfermedad, pero si alguien la traía a la Tejuca desde Río, la muerte era inevitable y rápida.
Para el público se supuso que Arturito había muerto en la Tejuca de la fiebre amarilla.
Rafaela tuvo pronta y exacta noticia de cuanto había ocurrido, y su dolor fue muy hondo. Ella tendría sus defectos, pero no se puede negar que era leal y verídica, y que abominaba del embuste. Lo que había dicho a Arturito cuando le despidió era la verdad misma. Al dejar de quererle, como amante, había seguido queriéndole como si fuera su hijo: como criatura de su espíritu, ya que le había iluminado y mejorado. De aquí que la función de la Tejuca, triste prueba de la recaída del joven, abandonado por ella, bastó para afligirla; pero lo que la desoló, por no ofrecer ya remedio ni esperanza, fue la muerte violenta tan estúpida y brutalmente motivada.
Rafaela, distando mucho de ser merengue de fresa, sin tener nada de empalagoso sino de brioso, atesoraba en el centro de su corazón un inexhausto manantial de cariño. No por reflexión ni por estudiadas teorías, sino por ciego e indomable instinto, era la mujer filántropa. El Padre García se lo había dicho muchas veces: ¡Ay, hija mía, sí tú amases a Dios la mitad siquiera que a los hombres, no estarías ya en la tierra, sino en el cielo, en el ardiente coro de los más enamorados serafines que coronan cual nimbo luminoso el trono del Altísimo! Lo conveniente, añadía el Padre en otra ocasión, es que tu filantropía se trueque en caridad cristiana: que ames a Dios sobre todas las cosas. Considera lo encaramada y elevada que estás ya en el amor, y calcula, si puedes, hasta dónde te encumbrarías en cuanto pusieses sobre todo ello tu amor divino.
Por desgracia, esta deseada y aconsejada superposición no había llegado a verificarse, aunque Rafaela a menudo la apetecía.
Indudablemente, sin ninguna intención y sin oculto propósito, sin descubrir ni reconocer ella como causa de su cambio la impresión que Juan Maury le había hecho, y creyéndose impulsada por las amonestaciones y piadosos discursos del Padre García, no sólo había despedido a Arturito, sino que también se propuso no volver a recibir al gaucho y romper para siempre con él, aunque bien notaba, con cierto sentimiento entre lisonjero y penoso, que la segunda venida del gaucho a Río había sido por ella.
Y como ella jamás desechaba la gratitud ni la amistad, aunque desechase el amor, todavía, al despedir resueltamente al gaucho por medio de Madame Duval, conservaba por él estimación y afecto. Sólo cuando supo la tragedia de la Tejuca, obra sin duda del injustificado rencor de Pedro Lobo, su amistad y su estimación hacia él se trocaron en aborrecimiento.
La insistencia pertinaz que mostró Pedro Lobo en volver a verla, exacerbó este odio, agotó su paciencia y le hizo perder los estribos.
Ella no recibía entonces, ni salía de casa; pero Madame Duval era perseguida y detenida por Pedro Lobo, y ora por su medio, ora imprudentemente, valiéndose de un criado cualquiera, Pedro Lobo la inquietaba y la atormentaba con cartas pidiéndole, casi exigiéndole una cita.
A las cuatro primeras cartas, dos al día, nada contestó Rafaela. A la quinta, en la mañana del día tercero, Rafaela se puso fuera de sí, perdió toda su circunspección, desechó recelos, resolvió arrostrar cualquier peligro que sobreviniese y contestó al gaucho, sin rasgar el papel, aunque bien pudiera decirse, citando el antiguo romance, que le escribió:
Con tanta cólera y rabia,
que donde pone la pluma
el delgado papel rasga.
La carta de Rafaela era como sigue:
«Sr. D. Pedro Lobo: Ni usted tiene, ni yo he dado a usted el menor derecho para lo que hace, inquietándome, afligiéndome y desesperándome. Jamás prometí ni exigí a usted que me prometiera fidelidad ni constancia. No hay lazo que nos ate ni obligación que nos encadene. Libre es usted y yo también lo soy de querer a quien se nos antoje. Con plena libertad, aun después de haber arrojado de mi alma, por motivos de que no tengo que darle cuenta, todo tierno afecto hacia usted, le consagraba yo aún estimación amistosa. Esta se ha perdido también por la tremenda culpa de usted cometida hace pocos días. Ya ni amor, ni amistad, ni estimación le tengo. No diré que le odio, porque no odio a nadie, y si le odiase haría de usted excepción honrosa. Me es usted indiferente, pero me aburren y me atacan los nervios sus persecuciones. Váyase usted de Río y déjeme en paz. Como no gusto de frases pomposas, cuyo contenido pudiera alguien poner en duda, no me meto en decir que soy una dama y que usted es un caballero: diré sólo que soy una buena mujer, aunque pecadora, y que espero que sea usted un hombre bueno para mí y que como tal se conduzca. Con dicha esperanza escribo esta carta, y confío en que no me comprometerá usted abusando de ella; mas aunque desconfiase, de nada tendría miedo. Podría usted causarme el mayor daño y me sería menos insufrible que su empeño de reanudar relaciones. Rotas están para siempre y nada temo por mí. Temo por usted y le aconsejo que se vaya cuanto antes a Europa. Por nada del mundo quisiera yo más tragedia. Yo no soy vengativa, pero hay personas que lo son. Guárdese usted de ellas, y póngase en salvo.»
Así terminaba la carta, firmada sólo con la inicial R.
Madame Duval la llevó a la fonda donde el gaucho vivía, y estuvo presente a su lectura.
No bien acabó de leer, Pedro Lobo dijo furioso:
—Me insulta y hasta se atreve a amenazarme. Sin duda tiene nuevo galán y con él es con quien me amenaza. Yo me río. Morirá a mis manos como Arturito ha muerto.
—Sosiéguese usted—dijo Madame Duval con mucho reposo—. No es amenaza sino aviso lo que da mi señora. Ella dista mucho de tener nuevo galán. Créame usted. Hablo sinceramente. Mi señora se ha entrado por la devoción y lleva camino de ser una santa.
—¿Pues entonces quién es la persona de quien dice que debo salvarme? Yo no quiero salvarme de nadie. La buscaré y nos veremos las caras.
—No se exalte usted, señor Pedro Lobo—replicó la dueña—. No hay motivo ni posibilidad de que usted tenga nuevo lance. El aviso de mi señora se funda....
—¿En qué se funda?
—Tal vez en que ha irritado usted a un hombre rico y poderoso arrebatándole su único hijo, a quien idolatraba.
—¿Cree Rafaela acaso que el viejo Machado es capaz de pagar sicarios para que me asesinen?
—Muy lejos está de creerlo, pero tal vez haya quien, sin esperar ni recibir salarios, ponga a usted asechanzas y atente contra su vida.
—¿Y quién puede ser ese guapo?
—Pues bien, señor Pedro Lobo, voy a decírselo a usted para su gobierno. No digo que sea, pero puede ser el negro Octaviano. Acusarle sería inútil y hasta peligroso porque se pondría cierto lance en conocimiento de la justicia y porque no hay prueba alguna contra Octaviano. Yo sólo sé que él es rencoroso y fuerte, que sabe disimular sus propósitos y que amaba en extremo a su niño, como él llamaba al señorito Arturo. El brío del tal negro es para aterrar a cualquiera. Todos los otros negros le reconocen como el más diestro y pujante en la carnerada.
—¿Y qué diantre de carnerada es esa?—preguntó Pedro Lobo riendo, aunque preocupado y un tanto cuanto con la risa del conejo.
—La carnerada—contestó Madame Duval—, es un raro arte de esgrima que los negros aprenden y ejercen. Como tienen la cabeza más dura que hierro, hacen de ella un arma y llegan a dar topetadas feroces y a veces mortales. A menudo, ni la ley puede castigarlos por este crimen, porque una fiebre o un delirio, que también se llama carnerada, se apodera de ellos, les quita la responsabilidad y el juicio y los impulsa a correr frenéticos por las calles y a chocar con el primero que más a propósito se les antoja, dándole a veces tan tremendo golpe en el pecho, que le causa la muerte. Ni mi señora ni yo podemos saber de fijo que Octaviano quiera emplear en usted la carnerada; pero todo es posible, y tenga usted entendido que Octaviano no es solamente audaz, sino también precavido y astuto, por lo cual, si se propone topar contra usted, no le bastaría fiar en su destreza, aunque es mucho lo que en ella fía, y de seguro que habrá juramentado a varios de sus amigos y discípulos en el arte, para que si él malogra la empresa, ellos la terminen.
Al oír esta relación, Pedro Lobo no pudo aguantar más, montó en cólera y dijo a la dueña:
—Ea, basta ya, doña Duval o doña Marisápalos, y no pretenda burlarse de mí e intimidarme con mentiras o con ridiculeces. Pronto, largo de aquí, si no quiere usted que me olvide de que es mujer y... vieja.
Lo de vieja dolió en extremo a Madame Duval, porque se consideraba joven y casi lo era. Aún no había cumplido cuarenta años; gozaba de muy buena salud; si bien algo chata, no tenía mal ver, y estaba rolliza y sonrosada, y con la tez tersa y jugosa.
Al llamarla vieja, Pedro Lobo procedía con injusticia notoria y con falta bestial de galantería, pero, como estaba tan enojado, algo debemos perdonarle.
Lo que es Madame Duval no le perdonó nada. Tuvo, sí, miedo de su furia y puso pies en polvorosa. Sin embargo, al llegar a la puerta de la sala, y antes de apresurar el paso y aun de echar a correr, no pudo resistir a la tentación de imitar a los partos y de disparar huyendo la más emponzoñada flecha.
—Señor valiente—dijo—. No disimule usted su miedo con la cólera. El caso es grave. No morirá usted de cornada de burro, pero puede morir de topetada de negro. Esté sobre aviso.
Pedro Lobo quedó bramando de coraje. Hallaba ridículo que le amenazasen con la carnerada, y más ridículo aún que él la temiese. Pedro Lobo, no obstante, la temía, aunque trataba de disipar el temor y de ocultarle a su propia conciencia.
Harto sabía él que lo de la fiebre o delirio de la carnerada no era fábula. Por otra parte ¿qué adelantaba con seguir en Río? La carta de Rafaela era feroz, pero él desistía de vengarse de ella villanamente. Y pretender o exigir de nuevo reconciliación, ya con súplicas, ya con intimidaciones, estaba convencido de que era inútil.
En Río, además, donde el Sr. Gregorio Machado era bastante querido, casi toda la gente de la sociedad miraba al gaucho con disgusto mal disimulado como a matador de un mozo que en medio de todos sus extravíos siempre había sido dulce y afable.
Pedro Lobo revolvió mil cosas en su mente, formó mil desatinados proyectos: hasta pensó en ir de mano armada a buscar a Octaviano, adelantándose a matarle antes de que él le matara; pero al cabo, después de muchos desvaríos, prevaleció la determinación más juiciosa; y, cuatro días después de la conversación que tuvo con Madame Duval, Pedro Lobo se embarcó en un vapor inglés que iba a Southampton y libró de su odiada presencia a Rafaela, a Madame Duval, al señor Gregorio Machado, a Octaviano, y a casi toda la sociedad fluminense.
Grosero y pesimista es el refrán que dice: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El refrán, con todo, tiene por desgracia mucho de verdad. A los siete u ocho días de muerto Arturito y a los tres o cuatro de ido Pedro Lobo, nadie se acordaba ya de Arturito, salvo su padre, Octaviano, Rafaela y el Sr. D. Joaquín, que le amaba y le lloraba como a su mejor amigo. Porque D. Joaquín, cual fruto almibarado y sabroso con cáscara amarga, no bien quedó despojado por el amor y el arte de su mujer de la cáscara de usurero en que durante muchos años se había parapetado y escondido, apareció como el ser más tierno y angelical entre todos los seres humanos.
En Río se seguía la vida de costumbre, si bien muchos caballeros y la elegante juventud dorada echaban de menos la tertulia de Rafaela, la cual andaba retraída y triste, y no recibía.
Muchos jóvenes de la buena sociedad acudían con frecuencia al casino como único recurso. Nuestros amigos, o por lo menos conocidos ya del lector, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, eran de los que allí más acudían.
Hubo, a la sazón, un incidente que tiene trazas de insignificante, pero del cual importa dar cuenta ahora, porque contribuye algo a la claridad y al proceso de esta historia, quizás más verdadera que divertida.
En sus ademanes, en su conversación, en su modo de vestir, de presentarse y hasta de andar, era tan sencillo Juan Maury y carecía tanto de afectación y estudio, o los disimulaba tan bien, que las personas ordinarias no caían en la cuenta de su aristocrática y natural distinción, y sólo las personas que, si no tenían la misma distinción, eran dignas y capaces de tenerla, comprendían y estimaban en todos sus quilates la del inglesito: pero ni a unas ni a otras personas deslumbraba él ni hería o lastimaba con elegancias de relumbrón. Era todo lo contrario de lo que había sido Arturito al volver de París. La ropa, los dijes y los primores de Arturito habían excitado la admiración y la envidia. Su dandinismo había hecho estruendosa irrupción en la mente de sus maravillados compatriotas, mientras que el dandinismo de Juan Maury, casi a despecho de su poseedor, sólo se insinuaba con suave lentitud en el espíritu de la gente más delicada. Evidentemente, Juan Maury ni tenía en Río, ni hubiera tenido en parte alguna, el menor propósito de llamar la atención, y menos que por nada por adornos o perfiles que pueden comprarse en una tienda. Pero aún era muchacho y solía tener caprichos casi infantiles. Por uno, pues, había llamado la atención a pesar suyo. Nadie había reparado en que sus fracs y sus levitas tenían corte más elegante, ni que en todo lo demás de su traje había el sello de la perfección que cabe en lo humano; pero el bastón que llevaba de diario excitó la admiración e hizo el encanto de todos, porque entonces era objeto de altísima novedad, y de invención tan reciente, que tal vez no se contaría aún por todo el mundo media docena de semejantes bastones, los cuales, con el andar del tiempo, se han emplebeyecido y divulgado tanto, que ya nadie los lleva, a no ser algún cursi frenético y atrasado de moda.
El bastón de Juan Maury era un bambú como cualquiera otro. Por donde descollaba y pasmaba, era por el puño, hecho de marfil en forma de cabeza semi-humana, semi-perruna, bastante bien tallada. Los ojos eran de vidrio, imitando los naturales, y muy luminosos. La parte que figuraba el pelo estaba teñida de negro; en las mejillas había un tinte sonrosado, y en la boca vivísimo color rojo. Se tocaba un resorte o botoncito, y la figura entonces bajaba y subía los párpados, abría mucho la boca y sacaba y enseñaba una lengua muy larga y puntiaguda.
Las muecas de la cabeza esculpida, al moverse por medio del resorte de la manera ya indicada, divirtieron mucho a los jóvenes brasileños, y no pocos se apresuraron a ser presentados a Juan Maury para que les enseñara el bastón, cuyo éxito fue tan grande que le pidieron las señas de la ciudad y de la tienda donde le había comprado, y pidieron una buena remesa de ellos para Río.
Mucho distaba aún de llegar la remesa, cuando, en aquellos mismos días del lance entre Arturito y el gaucho, notó la gente que Juan Maury no llevaba ya el bastón. Le preguntaron por su paradero y él contestó que no sabía. El bastón se le había perdido. No había quedado rastro de él. Era como si la tierra se le hubiese tragado.
Tres puntos fueron los que en aquellos días se tocaron en las conversaciones en que la política o la literatura no entraban por nada. La muerte de Arturito y la pérdida del bastón, aunque pronto empezaron a olvidarse ambas cosas, y por último la aparición de la famosa contralto Rosina Stolz, que iba a estrenarse en el teatro principal, en la Semíramis de Rossini, donde ella era admirable, como actriz y como cantora, haciendo el papel de Arsaces.
Los filarmónicos, que en los ensayos la habían oído, estaban entusiasmados y referían maravillas, lo cual acrecentaba la envidiable fama que la había precedido antes de llegar de Europa y estimulaba en todas las personas de buen gusto la curiosidad y el anhelo de verla y de oírla.
Daba mayor interés a la aparición de la Stolz en el teatro de Río, el que se había formado un terrible partido contra ella, impulsado por el sentimiento patriótico. Y no porque nadie imaginase que podía existir rivalidad entre las modinhas del país y la música de los grandes maestros italianos, ni entre las indígenas y populares cantoras y una diva tan eminente y tan aplaudida en los principales teatros europeos. Todo era por culpa de un desaforado crítico francés, que no ha dejado de tener imitadores más tarde. Anticipándose a Julio Lemaître, que publicó un artículo en los periódicos dando consejos a Sara Bernhardt cuando fue a América, el referido crítico había dado y publicado también consejos a la Stolz antes de que se embarcase en un puerto de Europa para ir a la conquista del Nuevo Mundo.
Muy de veras me aflige no conservar el artículo de los consejos dirigidos a la Stolz para poder copiar aquí un trocito; pero como Julio Lemaître, en caso parecido, si no idéntico, vino a decir lo propio, pondré aquí algo de lo que dijo:
«Vais—le dijo, yo supongo que dirigiéndose a la Stolz—, a mostraros a hombres de poco arte y de menos literatura, que os comprenderán mal, que os mirarán con el asombro que se mira una ternera de cinco patas, que verán en vos un ser extravagante y estruendoso, y no la artista infinitamente seductora; y que no reconocerán vuestro talento sino porque les costará caro el oíros».
Para remachar el clavo con que el crítico hería el orgullo de la América latina, como ahora se dice, había en el artículo algunas amonestaciones a la artista, a fin de que no se dejase enternecer por las ardientes adoraciones de los entusiastas americanos, a quienes el articulista calificaba de sensuales y de candorosos, y que, inflamados de amor, irían a ponerse de hinojos ante ella.
Este arranque de la outrecuidance parisina enojó en extremo a los brasileños más patriotas, faltando poco para que no le produjese a la Stolz el amargo fruto de una silba. Por fortuna la filarmonía pudo más en esta ocasión que el patriotismo vidrioso, y la Stolz fue aplaudida frenéticamente, y llevada a su casa en triunfo, con música, antorchas y faroles encendidos. Hubo, no obstante, algún poeta satírico y avinagrado, que se vengó en la Stolz de la insolencia del crítico francés, y todavía conservo yo en la memoria algo de una graciosísima sátira que le compuso, donde después de afirmar que la artista era un desecho del viejo mundo y ella también vieja, justifica irónicamente los aplausos que le han dado con razones y comparaciones como las contenidas en los siguientes versos:
Um velho poema de capa extragada
Nao perde por isso o interno valor,
E a veces de baixo da pranta pisada
Descóbrense ainda vestigios da flor.
Pero no adelantemos los sucesos; prescindamos de este episodio que apenas tiene relación con nuestra historia, y volvamos a la noche en que Rosina Stolz apareció en el teatro de Río por vez primera.
Rafaela, que era generosa de todo, lo era también de aplausos y de alabanzas. Por nada del mundo hubiera gustado de que silbasen a la Stolz como la habían silbado a ella, a no tener a la mano otro D. Joaquín para consolarla de la silba. Rafaela quiso, pues, que la Stolz triunfase, y se propuso contribuir a su triunfo. Y como Rafaela además era aficionadísima a la música, no se resignó a dejar de oír a tan egregia cantarina. De aquí que saliese del retraimiento en que por la pena de la reciente muerte de Arturito se encontraba y apareciese en su palco, en el teatro, la primera noche en que la Stolz cantó en la Semíramis. Don Joaquín fue también, aunque estaba tan apesadumbrado como si hubiese perdido un hijo.
En el entreacto, el vizconde de Goivoformoso y Juan Maury, que estaban en butacas contiguas, subieron juntos a visitar a Rafaela.
Muy impresionado estaba el vizconde, así por el canto como por la acción y la mímica de la Stolz, pero casi le borró aquella impresión una sorpresa que D. Joaquín, sin pensarlo ni quererlo, acertó a dar a él, y también a Juan Maury y a Rafaela.
No sabemos cómo se habló de Arturito y se lamentó su muerte. Don Joaquín se conmovió, hizo tres o cuatro pucheritos y se le saltaron las lágrimas.
—Toda mi vida—exclamó—, conservaré como recuerdo una prenda suya, que, sin duda, Madame Duval llevó a la alcoba de mi mujer, donde yo la encontré hace dos o tres días. Esta es la prenda.
Y levantando la mano del puño del bastón en que la tenía apoyada, dejó ver la cabecita de marfil que ya hemos descrito. Y llorando todavía por el difunto, tocó el resorte y movió la cabecita para que bajase y subiese los párpados, abriese la boca y sacase la lengua, luciendo sus habilidades. Al ver aquello, el vizconde se sonrió con malicia mirando a Juan Maury; éste se puso rojo como la grana, y Rafaela, sin poder reprimirse, empezó a reír a carcajadas. Don Joaquín hubo de imaginar que a Rafaela le hacían mucha gracia las muecas de aquel muñeco, y le movió más, poniéndosele delante. Rafaela rió entonces con carcajadas más sonoras, y, para no llamar la atención del público, se retiró al fondo del palco. Allí siguió la risa, y siguió, hasta que D. Joaquín, que había cesado ya de mover el resorte, acabó por alarmarse. También se alarmaron Juan Maury y el vizconde, únicos allí presentes. La risa, por caso extraño, se convirtió en ataque de nervios. Fue menester que Rafaela se retirase a su casa a media función, sin contribuir al triunfo de la famosa cantarina y sin presenciarle.
Sólo el vizconde, testigo de aquella escena, pudo comprender sus causas y explicar su significado.
Don Joaquín no volvió a servirse del bastón, porque Rafaela le dijo que el verle le hacía daño.
En efecto; Rafaela era una criatura muy singular. Al principio halló chistosa la equivocación de su marido y se rió de todas veras, con placer semejante al que produce la representación de un grotesco sainete; pero la tenaz persistencia de la escultura en sus muecas y visajes le produjo un efecto muy raro. Del mismo modo que al restregar un fósforo se hace brotar la llama, se diría que aquella figura, con sus persistentes y fantásticos movimientos, le restregó las telas del cerebro, y barriendo de allí las imágenes ridículas, hizo aparecer el cuadro vivo de tristes sucesos a que ella había dado ocasión, cuando no causa, y la no menos viva representación de la deplorable facilidad con que ella, casi sin saber cómo, había abandonado, en un momento de alucinación, los sinceros propósitos y los excelentes planes que le había hecho concebir el Padre García. Tal vez en la misma noche en que Arturito y el gaucho reñían un duelo a muerte, ella con el inglesito se había olvidado de todo. El puño del bastón, con su monstruosa y semi-humana figura, de repente se trocó en un espectro para ella; en un espectro que acudía a atormentarla con burlas espantosas.
La señora de Figueredo, con todo, no se ahogaba en poca agua ni se asustaba por cualquier niñería. El ahogo y el susto pasaron pronto. Todas las cosas volvieron al ser que tenían.
El inglesito llegó a ser íntimo en casa de Rafaela. Don Joaquín concibió por él mucho más cariño que el que tuvo al gaucho, y casi estamos por afirmar que un poco más que el que tuvo a Arturito. Hasta la propia Madame Duval le cobró mayor amistad, le consideró más que a nadie y le miró como si fuese el señorito hijo de la casa, hablándole siempre en inglés y dándole el tratamiento de Master John.
Pasado este incidente, advertido sólo por el vizconde de Goivoformoso y por los tres actores principales, empezó y transcurrió una época brillantísima para el hotel de los señores de Figueredo y famosa en los anales de la high life fluminense. Banquetes, animadas tertulias, bailes, lucidas cabalgatas y hasta giras de campo se sucedían con corta interrupción. El inglesito no faltaba jamás en estas diversiones. Y Rafaela, como el sol en el meridiano, resplandecía por su hermosura y elegancia y parecía dichosa. Lo que es D. Joaquín no se mostraba menos elegante ni menos satisfecho, aunque sí harto menos bonito, y dejando notar en la flojedad de sus piernas y en el temblor de sus manos que lo que llaman vulgarmente el bajón iba llegando para él, y que así para él como para los demás mortales, no pasan en balde los años.
Pronto pasó uno más, cuando ocurrió algo que, si bien hubiera debido preverse, fue muy doloroso para Rafaela. Juan Maury, trasladado por su gobierno con ascenso a una Legación de Europa, tuvo que abandonar a Río de Janeiro. Rafaela sintió sin duda grandísimo pesar, pero no le faltó energía para disimularle, y a los ojos del público apareció impasible y serena, así en los días que precedieron a la partida de Juan Maury como después de su partida.
Lo que pasó, durante aquellos días, en el corazón de Rafaela, no lo supo más que una persona. Rafaela no se lo podía ni se lo quería decir a Madame Duval, por juzgar sobrado sublime su secreto para hacer partícipe de él a tan vulgar personaje. Ni podía ni quería tampoco confesarle al Padre García, por considerar su secreto profano y por no ver en él culpa acompañada de arrepentimiento.
Rafaela, no obstante, sentía la necesidad de desahogar con alguien su corazón, hablando de sus penas. Y como su único, constante y muy íntimo amigo en la ciudad era el Vizconde de Goivoformoso, a quien trataba desde que ella había llegado a Lisboa, Rafaela reconoció que sólo el Vizconde era su posible confidente, y habló con él de todo, si bien con mayor seriedad, con el mismo desenfado y con la misma franqueza que empleaba para hablar con él cuando, hacía ya más de diez años, él y ella iban a merendar o a cenar juntos en el Retiro de Camoens.
Después de la ida de Juan Maury, Rafaela, a fin de evitar las hablillas y para que no se burlasen de ella afectando compadecerla como a mujer abandonada, siguió recibiendo por las noches y procurando que su tertulia no estuviese menos concurrida ni menos alegre que antes.
Las expediciones campestres de D. Joaquín a la chácara y las frecuentes jaquecas de que ella padecía, eran recursos de que no se había desprendido ni quería desprenderse. De estos recursos se valió entonces, no en pro del amor, sino en pro de una antigua y constante amistad, de la que esperaba consuelo y alivio en sus penas. Deseosa de hablar reposadamente con el Vizconde, le citó para una noche en que no recibía a los demás tertulianos, y tuvo con él el coloquio que vamos a reproducir aquí.
Después de los amistosos saludos de costumbre, con la inveterada familiaridad de siempre, y tuteando al Vizconde como solía, Rafaela le dijo:
—Tú eres mi mejor amigo, lleno para mí de amabilidad y de indulgencia. A solas contigo, no sé disimular: todo lo confieso: pienso alto. No me lo agradezcas. Yo soy quien debe mostrarte su gratitud. Si yo no pudiera decir a alguien lo que siento, si no te tuviera a ti para decirlo, creo que mi corazón estallaría como una bomba.
—Pues, hija mía, di cuanto se te ocurra, que pronto estoy a escucharte y a consolarte si puedo.
—De sobra—replicó ella—sabes mis relaciones con Juan Maury. Lo que no sabes es lo que ha habido de singular y de nuevo en estas relaciones. Otros hombres me han inspirado simpatías más o menos vehementes. Por ellos he sentido lo que se llama amistad. A caer en sus brazos me ha impulsado no sé qué extraña misericordia, no sé qué endiablada generosidad, que califico de perversa, y no sé qué vanidosa estimación de mi propia hermosura. He sido como engreído artista que anhela mostrar la linda joya que ha cincelado al que juzga delicado conocedor y buen perito. He sido como el poeta que, por más esfuerzos que hace, no sabe resistir a la tentación de recitar sus versos a quien juzga persona de gusto exquisito, capaz de estimar y de tasar el valor de ellos y los quilates de perfección y de belleza que contienen. Esta soberbia mía y el benigno afán de conceder yo venturas, sin pena para mí, sino tal vez con deleite, han sido la causa de no pocos extravíos y ligerezas que deploro. La gente me calificará de mujer galante y enamorada. Pero, si bien se mira, yo no he conocido el amor, como este no sea una combinación de amistad, aprecio, deseo de agradar y de embelesar, y empeño vanidoso en mostrar a quien se aprecia y a quien se profesa cierto cariño, todo el valer, toda la lozanía y toda la potencia deleitable y beatífica de la propia persona. Pero esto no es el verdadero amor. Si no fuese por los versos y las novelas que he leído, yo no tendría de él ni noticia ni presentimiento. En mi alma ha habido predilección no pocas veces. Tú, por ejemplo, y no quiero lisonjearte, has sido uno de mis predilectos. Lo que no ha habido en mi alma ha sido el amor perfectísimo de que nos habla la poesía. Mi alma ha tenido sus predilectos. Nunca ha llegado a tener al amado: al único, al verdadero y legítimo esposo; al que exclusivamente y para siempre se rinde la voluntad y se entrega y se abandona la vida. Sin él no se concibe goce. Las aspiraciones todas del espíritu, la fe en el mérito y excelencia de un ser extraño, el ansia de inefables placeres, todo, según dicen, se pone y se busca en el amado, el cual sólo podría tener rival en Dios, si lográsemos mortificar y aniquilar nuestro cuerpo y convertirnos en espíritu puro. Para la mujer amante no tiene, pues, ni puede tener en la tierra, rival el amado. Yo no había llegado ni me consideraba capaz de llegar a tan gentil idolatría. Sólo he entrevisto y columbrado así la capacidad de sentirla como el hechizo que debe de haber en ella, desde que fui de Juan Maury. Pero él, bondadoso, agradecido, con notable afecto hacia mí, porque yo no puedo ni quiero quejarme de su tibieza ni de su egoísmo, siempre me consideró como a una buena mujer, aunque harto ligera, y ese amor verdadero, ese apretado lazo de unión completa e indisoluble entre dos corazones humanos, jamás imaginó que pudiera enlazar su corazón con el mío. Yo entiendo que esto no llega a conseguirse jamás con súplicas y excitaciones de una parte. En ambas, para que prevalezca, ha de nacer de un modo espontáneo. Además, yo soy orgullosa y detesto la ficción y la mentira, aunque la piedad las motive. De aquí que al amor ideal, al amor exclusivo y único, que iba a brotar en mi alma, por primera vez y como flor tardía, le corté yo las alas antes de que remontase el vuelo. Juan Maury se ha ido. Yo no le censuro. Ha hecho bien. Ni él podía darme ni yo podía exigirle amor constante y para siempre. Deploro el amor ahogado antes de nacer, mas no el que ya vivía y ha muerto. Hasta en mi propia alma había obstáculos invencibles contra el nacimiento del amor, obstáculos que hubieran combatido contra él para darle muerte apenas nacido. La amistad que me inspira Joaquín Figueredo, mi gratitud hacia él, la estimación que le tengo, al ver en él un conjunto de nobles prendas, oculto y sepultado antes bajo las ruines condiciones de su sórdida existencia primera, y que yo he descubierto después, así para mí como para la generalidad de los hombres, todo esto no ha podido vencer la inclinación viciosa de mi naturaleza, la vehemencia de mis pasiones y la licencia y el desenfreno en que me he criado. Inútiles han sido mis propósitos de serle fiel; pero, me parece que no puede haber fuerza en el mundo que me impulse a serle inconstante, a abandonarle, a causarle inmenso dolor dejándole ver con claridad mi desvío, siendo con él cruelmente ingrata. Tengo por cierto que si mi amor hubiera nacido y se hubiera manifestado con la mayor vehemencia y si Juan Maury hubiera participado de él por completo, todavía hubiera yo preferido morir a dejar solo a Joaquín Figueredo, sin los cuidados y la ternura que hoy más que nunca necesita y que yo le dedico. Por esta consideración, casi me alegro de que Juan Maury me haya dejado y se haya ido muy lejos. Más vale que amor no nazca que no que muera en terrible lucha con una obligación que juzgo sagrada. Acaso halles tú harto alambicado y sutil lo que estoy diciendo, pero digo lo que siento aunque te parezca inverosímil. Hoy, perdido para mí Juan Maury y demostrada mi imposibilidad de amor, queda cual único fin de mi vida el propósito de hacer feliz a Figueredo, de mirar por su salud y bienestar, de endulzar y de prolongar su vida hasta donde sea posible, y, si le sobrevivo, de cerrar piadosamente sus ojos y de llorar su muerte.
El Vizconde oyó con placer este en su sentir bello discurso, y le oyó también con asombro, porque apenas había hablado íntimamente con Rafaela desde que, en la aurora de la vida de ella y de él, tuvieron ambos frecuentes y encantadores coloquios en el famoso figón de Lisboa, llamado Retiro de Camoens.
En extremo se pasmó el Vizconde del extraordinario progreso del espíritu de Rafaela en agudeza y en profundidad, y de su corazón en elevaciones morales. Él pensó, no obstante, que estas elevaciones, la gratitud de Rafaela y su reconocido deber de hacer dichoso a D. Joaquín, no se habían opuesto hasta entonces, ni se opondrían en lo futuro, a ciertos dulces, misteriosos y fugaces abandonos. Pensó también que Rafaela estaba afligidísima porque no había podido nacer en ella el amor puro. Y pensó, por último, que para consolación de tantas cuitas, y vista y declarada la imposibilidad del amor puro, aún podría servir el mixto, tal como Rafaela le entendía y le había descrito, o sea la combinación de la amistad, del aprecio, del anhelo de lucir generosidad y gallardía y de la sed del deleite.
Rafaela estaba bellísima: incomparablemente más bella que allá en Lisboa, en la plaza de toros o en el Retiro de Camoens. Entonces era diamante en bruto: ahora diamante pulimentado y primorosamente engarzado en cerco de oro. Entonces era como planta silvestre de flor menuda y desabrido fruto, y ahora como planta cultivada con el mayor esmero, rica en flores odorantes y pomposas y en los frutos más exquisitos y sazonados.
Hechas estas reflexiones, que asaltaron con rapidez y en tumulto la mente del Vizconde, y movido además por el deseo, por el cariño y hasta por la obligación en que se creía de ofrecer consuelo, a fin de no pasar por descortés y por sandio, el Vizconde recordó con viveza las antiguas intimidades y mostró con mayor viveza aún el prurito de renovarlas. Pero se llevó chasco y se quedó frío.
Rafaela, sin menguar en nada su amistad hacia el Vizconde, y sin descomponerse con violencia y con enojo, le rechazó de modo tan resuelto y tan firme, que se disiparon las ilusiones que él se había forjado y reconoció que sólo con amistad podía consolar a Rafaela y ella quería ser consolada por él.
El Vizconde tuvo el buen gusto de acomodarse a las circunstancias e hizo bien el papel de confidente y amigo. Así el coloquio duró aún más de una hora. Rafaela volvió a hablar de su pena, de su aspiración no cumplida de amor verdadero y de la desesperanza que de este amor tenía, celebrando y llorando a la vez por ello la partida de Juan Maury. Declaró por último su firme propósito de consagrarse en adelante a la amistad sólo; a la amistad sin combinaciones y llena de limpieza. Para esto, para que fuese su íntimo amigo, había citado al Vizconde. El otro amigo predilecto, cuya vida, mejorada por ella, quería seguir endulzando hasta que llegase a su fin e iluminándola con luz hechicera, era el señor de Figueredo.
Terminadas todas estas revelaciones y apasionados discreteos, Rafaela tocó la campanilla, vino Madame Duval y sirvió el té con bizcochos, pastas y tostadas, y ya con excelente crema de las vacas que había en la chácara de Petrópolis.
El Vizconde tuvo que irse después por donde había venido, con el contento de que se hubiese reanudado y estrechado tan dulce amistad, y con la melancolía de que fuese ya otra su forma, harto más sutil, depurada y etérea que en lo antiguo.
Nada, durante los dos o tres meses que se siguieron pudo notar la persona más lince ni propalar la más maldiciente, que en la conducta de Rafaela contradijese los propósitos expresados por ella en su coloquio con el Vizconde. Se diría, por el contrario, que ella se extremaba en realizarlos. Sus mimos, sus cuidados hacia D. Joaquín eran incesantes. Entonces aún no había ferrocarril hasta Petrópolis. D. Joaquín, que había envejecido, aunque gustaba de ir allí, se fatigaba mucho y Rafaela se opuso a que fuese. Si iba alguna vez, Rafaela le acompañaba y compartía con él la fatiga. Jamás se quejaba ya de jaqueca, ni enviaba al campo a D. Joaquín cuando estaba jaquecosa. Casi siempre, sin jaqueca, y aun cuando por acaso la padeciese, se complacía en tener a D. Joaquín a su lado. Y al mismo tiempo no se mostraba ni triste ni más seria que en lo pasado; su buen humor y su alegría eran como siempre. Sus concurridas tertulias se hicieron diarias y sin interrupción. Nadie hubiera podido declarar con fundamento que la partida de Juan Maury había modificado el ser de Rafaela.
Su amistad hacia el Vizconde siguió tan fina y tan estrecha como en el coloquio, pero sin que el coloquio se repitiese. Ella seguía hablando con el Vizconde, si bien delante de todos y sin dar que sospechar. Su conversación amistosa la consolaba y la deleitaba.
No tardó Rafaela en perder también este consuelo y este deleite.
El Vizconde tuvo que irse a Berlín a ocupar otro puesto diplomático.
Sufrió Rafaela con calma la nueva contrariedad, y aún siguió, durante algunas semanas, el mismo género de vida.
De repente, y sin que nadie pudiera atribuirlo a otra causa que a una enfermedad, Rafaela dejó de recibir, se retiró y se aisló. Nadie la veía ni en visitas, ni en paseos, ni en teatros.
Este eclipse, aunque largo, terminó al fin, cuando pasaron otros cuatro o cinco meses.
Rafaela reapareció entonces, lozana, bella y refulgente como un astro, y volvió a ser, durante más de un año, el delicioso centro de las elegancias de Río.
Quien enfermó después fue el pobre D. Joaquín. D. Joaquín enfermó muy de veras y de la última enfermedad, que fue larga y penosa. En ella le atendió, le veló y le cuidó Rafaela como la más santa, más fiel, más devota y más apasionada de las mujeres. Hubo tal sinceridad, abnegación y fervor en ella, que hasta las personas más incrédulas y mal pensadas la miraron como modelo de cariñosas enfermeras. D. Joaquín exhaló en la hermosa cara de ella el último suspiro, y ella con la dulzura de su mirada mitigó el terror que infunde el ángel de la muerte, y en la herida con que mata derramó el bálsamo de sus lágrimas.
Rafaela, por bondad y por orgullo, era generosa y desprendida. En aquella ocasión lo fue de suerte que dejó maravillados a todos los brasileños. Pudo disponer y dispuso de la última voluntad de D. Joaquín como de la suya propia. Todo D. Joaquín era suyo.
Ella, no obstante, en vez de quedarse con el inmenso caudal de D. Joaquín, se enorgulleció y hasta cierto punto se consoló con repartirle en legados a todos los parientes pobres de él, que eran muchos, y a varios establecimientos de beneficencia del imperio. A casi todos los esclavos, en recompensa de sus servicios, les concedió libertad. Sólo guardó consigo, aunque también beneficiados por el testamento de D. Joaquín, a Madame Duval, a dos doncellas, y a tres negros de los más fieles, hechos también libertos.
La gente profana decía, entre admiración y broma, que jamás había habido en el mundo aventurera más rumbosa, ni más bizarra y espléndida mujer galante.
Claro está que la esplendidez de Rafaela no llegó hasta el necio extremo de quedar ella a pedir limosna o en estrechez tal que la obligase a vivir muy en desacuerdo con la magnificencia de que, durante años, había gozado. Rafaela conservó para sí una pequeña parte, en fondos extranjeros, del gran capital de su difunto marido; conservó lo bastante para que le produjese de setenta a ochenta mil francos de renta, con los que decidió irse de Río y venir a vivir en Europa.
Así lo hizo, a los pocos meses de viuda.
De los posteriores sucesos de su vida, por espacio de mucho tiempo, ni tenemos noticias circunstanciadas ni nos convendría darlas aquí aunque las tuviésemos.
Sólo veinte años después por medio del Vizconde de Goivoformoso, he vuelto yo a saber de Rafaela, reanudándose su historia en lo más esencial con lo que contaré en adelante.
Entre no echar de menos a una persona y olvidarla por completo hay una enorme distancia. Si el Vizconde de Goivoformoso hubiera seguido siempre en Río de Janeiro, todo en torno de él, no sólo le hubiera recordado a Rafaela, si no le hubiera hecho desear su presencia y lamentar la falta de su trato y de su vista. Pero el Vizconde anduvo peregrinando por muy diversos y distantes países, viendo objetos nuevos, penetrando en el seno de muy diversas sociedades, hablando y oyendo hablar lenguas distintas y corriendo no pocas y variadas aventuras. Estuvo en Constantinopla, en Roma, en San Petersburgo, en Berlín y en Viena; y, aunque la nación a quien servía, así por su posición geográfica, como por la decadencia a que ha venido, no se mezclaba activamente en los grandes sucesos, él, por afición natural y también por su oficio, tuvo que enterarse circunstanciadamente de todos y mirarlos con interés. Ocurrieron casos extraordinarios que no pudieron menos de cautivar su atención poderosamente. Acabaron muchas dinastías, se hundieron muchos tronos; Italia logró al fin su unidad, en balde deseada durante trece o catorce siglos; se deshizo la confederación germánica; Austria perdió la hegemonía; Prusia, vencedora, se puso al frente de casi todos los pueblos germánicos; y por último, en tremenda lucha con Francia, Prusia la venció y la desmembró, apoderándose de algunas de sus hermosas ciudades y de parte de su fértil territorio y obligándola, desde su misma capital, de que se había apoderado, a pagar suma enormísima por su rescate.
La vida del Vizconde, que permaneció soltero, fue, a su modo, y aunque por estilo apacible, no menos rica de acontecimientos que la del mundo. No faltaron en ella lances de honor y fortuna que no nos incumbe relatar aquí. Baste saber que, durante veinte años, sobre pocos más o menos, pues no creo que importe mucho una gran exactitud cronológica, el Vizconde no volvió a ver en parte alguna a Rafaela, y ésta, si bien siguió presente en su memoria, fue como imagen aérea y algo confusa, velada como entre nubes de vagos recuerdos y de agradables antiguas emociones.
En los primeros días del año 1873, el Vizconde de Goivoformoso vino a París a pasar una larga temporada.
Vencida Francia, despojada de ricas provincias, desquiciado el primer imperio entre anárquicas convulsiones, y cruelmente multada ella, todavía se repuso o más bien no tuvo necesidad de reponerse, porque no decayó, permaneciendo robusta y firme en medio de tantos males y conservando su poder y su riqueza gracias a la constancia y a la energía de sus hijos. La fertilidad de su suelo y más aún el talento de los que en él nacen y viven para todas las artes que hermosean, hechizan o consuelan la vida humana, su industria y su comercio, su fecunda habilidad para producir objetos de lujo y de regalo y su virtud económica para crear riqueza y para conservarla, todo esto concurrió a que Francia siguiese siendo, si no la primera en poderío material, la más querida, la más admirada, la más respetada, y fuera de Inglaterra, la más rica nación de Europa. Francia siguió dando la moda, enseñando la elegancia y siendo escuela y centro de toda cortesía. La más brillante antorcha de la moderna cultura se diría que siguió ardiendo en París y que desde allí iluminaba al mundo y atraía amorosamente a las almas. Sabios, poetas, dramaturgos y novelistas hay, sin duda, en otras naciones, pero los que más se leen, se celebran y se admiran en todas son los franceses. Apenas hay doctrina flamante, buena o mala, ni filosofía, ni sistema político, social o religioso, ni corriente que arrebate y lleve por nuevo camino las creaciones de la literatura y del arte que no nazca en Francia o que desde Francia no sea difundida y divulgada por todo el mundo. El francés sigue siendo, por donde quiera, la lengua diplomática y el idioma universal de los refinados y de los ilustrados. Las gentes de otros países de Europa, y más aún las de América, si tienen medios para ello, acuden a París, como las mariposas acuden a la luz, cegadas por su brillo. Allí creen las mujeres que, sobre las prendas que en el suelo natal debieron a la naturaleza, van a adquirir otras prendas artísticas y en cierto modo sobrenaturales, con las cuales, cuando vuelvan a su tierra, pasmarán a sus compatriotas, matando de amor a los hombres y de envidia a las mujeres. Los mancebos, que van allí desde apartadas regiones, imaginan que van a probar alambicadísimos deleites, ignorados y apenas columbrados en sueños en los lugares de donde vienen, y que van a trocar su primitiva rudeza en tan raro y gentil atildamiento que parecerán otros, y que, al salir del baño de París, resplandecerán como seres punto menos que divinos; y los hombres inclinados a las ciencias, a las letras o a las artes, entienden que en París van a dar a su educación los últimos y más delicados toques y van a hacerse dignos y capaces de la gloria, difundiéndola desde allí, si es que la consiguen, con mayor facilidad y prontitud que desde su misma patria o desde cualquier otro punto del planeta.
No es de extrañar, en atención a lo expuesto, que los aspirantes a high-life, en todos sentidos, vayan en peregrinación a París como van a la Meca los musulmanes. Las mujeres van a comprarse dijes, afeites y mudas, a vestirse con Worth y a aprender a saludar, a andar y moverse con suprema distinción y según el último estilo; los seres humanos de ambos sexos, que presumen de discreción, van allí a adquirir desenfado y soltura fina y a ejercitarse en lo que llaman la causerie, o dígase en cierto linaje de amenísima y sutilísima charla, que, según afirman los franceses, y casi todos los que no son franceses creen, sólo en Francia y en francés es posible; y los jóvenes, por último, que sienten arder en su cabeza, ora el volcán de la inspiración poética o artística, ora el fuego sagrado y creador de las especulaciones filosóficas o de las ciencias experimentales, van a París a iniciarse en ellas, a inspirarse, a saturarse bien de civilización, ya frecuentando la Sorbona, ya asistiendo a los teatros, ya paseándose por los boulevards, ya conversando con las heteras, como Sócrates, Alcibíades y Pericles conversaban con Aspasia.
Claro está que estos peregrinos de la cultura procuran visitar y tratar a los ídolos a quienes mayor devoción consagran. Para el que se precia en su país de hidalgo y linajudo, ¿qué mayor triunfo que introducirse en algunas casas y en el seno de algunas ilustres familias del Faubourg Saint Germain? Para el novicio o recluta de la sabiduría, ¿qué honra más superfina y disparatada que la de ser presentado y bien recibido, por ejemplo, en el año 1873 a que nos referimos, por el sabio Ernesto Renan o por el espiritualista Caro, almibarado filósofo y maestro de filosofía para las damas? ¿Y qué mayor encanto en el mismo año de 1873 que el de hablar con Víctor Hugo o con Flaubert que aún vivían? Si el que era presentado a ellos componía versos, pongamos por caso, impresos o manuscritos podía llevárselos al ídolo, el cual tal vez tenía la dignación de aparentar que los leía y que los entendía, aunque no los leyese ni los entendiese. Y si por dicha llegaba a celebrarlos con olímpica benevolencia, el poeta peregrino se llenaba de entusiasmo, de fe y de aliento para atreverse a mayores cosas y ser en su tierra trasunto, arrendajo, o copia en menor escala, guardando siempre la proporción debida, de aquel a modo de numen tutelar de que había acertado a proveerse. Pero, ¿qué mucho si hasta menos altas facultades y virtudes, cuando están en potencia, se actúan, se acicalan, se templan, se bruñen y se aguzan en París como la espada en la oficina del armero?
En París, no sólo el entendimiento, la imaginación y la sensibilidad, no sólo los sentidos estéticos, o sea la vista y el oído, sino también los otros tres sentidos, se educan y se perfeccionan.
El olfato se adiestra para atinar con los perfumes distinguidos y para no confundirlos con los que sahúman o aromatizan a la gente ordinaria; el tacto adquiere perspicacia asombrosa para reconocer y disfrutar lo suave, aterciopelado, tibio y madoroso; y el paladar, por último, deja de estar embotado por los groseros guisotes patrios, se limpia y se despeja y llega a penetrarse de cuantos deliciosos sabores dan a sus guisos los más inspirados cocineros del mundo.
De lo exterior y somero de todas estas cosas goza el peregrino que llega a París con dinero bastante; mas para entrar bien en París, para naturalizarse allí de veras, y no en los bajos y obscuros círculos, sino en los más eminentes y luminosos, el dinero no basta. Se necesita además saber muy bien la lengua, poseer notables prendas de entendimiento o de carácter, tener alguna habilidad rara que pueda manifestarse fácilmente, estar dotado de cierta desenvoltura y atrevimiento, y sobre todo, caer en gracia, lo cual suele depender, más que del mérito, de la suerte. Si esta elevada naturalización no se consigue, el que va a París no goza en París sino de lo que se paga; se queda aislado o desnivelado, sin llegar a vencer la prevención, si a veces algo justificada, siempre fatua, de que él es un ser retrasado en la marcha ascendente de la humanidad hacia las regiones de la luz: un individuo de una casta o nacionalidad inferior, y un bárbaro en suma. Verdad es, que siempre que un feliz mortal, viniendo de tierras extrañas, logra vencer la prevención susodicha, su triunfo es completísimo, su propia calidad de exótico le da mayor precio, y los más encumbrados parisienses le ponen sobre el pedestal en que ellos mismos están o se creen colocados. Así sucedió, por ejemplo, con el célebre Enrique Heine, y así sucedía en el año a que nos referimos con el famoso novelista ruso Ivan Turgueneff.
Harto difícil y muy raro es el mencionado triunfo; de suerte que la mayoría de los extranjeros que van a París, sobre todo si son portugueses, españoles o hispano-americanos, a fin de gozar en París de algo más que de aquello que se paga, forman sociedad aparte, y son como una colonia, y están como en un teatro, cuyas magníficas decoraciones son la gran ciudad de las orillas del Sena, pero entre cuyos personajes apenas hay un francés de cierta importancia, a no ser alguno que por curiosidad cruce el escenario de pasada y tome parte en la acción sin premeditarlo y casualmente.
Claro está que el Vizconde de Goivoformoso, aunque sólo fuera por su posición diplomática, podía aspirar a más honda penetración en París y a trato más íntimo con las varias aristocracias indígenas; pero, como recién llegado, empezó por visitar y frecuentar los círculos hispano-americano, español, portugués y brasileño.
La acaudalada señora de Pinto, rica propietaria de Bahía de Todos los Santos, que hacía cuatro años vivía en París con gran lujo, no bien se informó de la llegada del Vizconde, a quien había conocido en Río, le escribió un billetito, convidándole a los tés musicales y a veces danzantes que tenía todos los viernes, y donde la mayor de sus hijas, que eran dos, y ambas bonitas, mostraba su habilidad y hechizaba con su voz melodiosa, cantando alternativamente, ya las modinhas de su país, ya las canciones más sentimentales y melancólicas de Alemania, Italia y Francia.
El Vizconde de Goivoformoso aceptó gustosísimo aquella amable invitación, y casi puede decirse que la primera tertulia a que asistió, después de su llegada, fue a un té en casa de la mencionada dama brasileña.
Vivía la señora de Pinto en una de las mejores calles que cortan perpendicularmente la calle de la Universidad: en la parte menos bulliciosa de las dos en que la ciudad está dividida por el Sena. La casa de la dama brasileña era nueva y tenía hermoso aspecto. La señora de Pinto habitaba en un piso principal, cómodo y espacioso.
Ella tenía buen gusto y había amueblado su estancia, valiéndose de los mejores tapiceros, con muebles elegantes y hasta lujosos, pero sin relumbrón alguno. Nadie hubiera podido criticar sus salones por lo chillón y lo dorado de los adornos, pero hubiera habido en ellos algo de trivial y sin carácter propio, si la mencionada dama, o por reflexión o por instinto, no hubiera acudido a ponerles un sello de originalidad peregrina, un tinte marcado de distinción semi-aristocrática, semi-americana. Había en la antesala tapices y reposteros, donde se veían bordados los complicadísimos escudos de la gloriosa e histórica familia de los Pintos; y en el centro, frente a la puerta de entrada, resplandecía, en gran cuadro al óleo, al parecer antiguo, la reverenda imagen de Fernán-Méndez, tan célebre por sus estupendas peregrinaciones, y uno de los más brillantes antepasados de que aquella familia se jactaba. Y como si fueran reliquias de los mil curiosos objetos que Fernán-Méndez Pinto hubo sin duda de traer cuando volvió a Europa, se admiraban en aquella antesala broqueles, armaduras, lanzas y sables chinos, japoneses e indostaníes, combinado todo en las panoplias con flechas y cuchillos de pedernal de los tupinambas, de los tupíes y de otras tribus guerreras del imperio brasílico. En dos salas contiguas apenas había nada de exótico, pero sí muchos primorcitos y antiguallas de porcelana, bronce y plata, estatuetas, esmaltes y vasos colocados en rinconeras, anaqueles y repisas, o ya sobre los mismos muebles, ya custodiados en vitrinas de prolija talla y gracioso dibujo. El salón de baile era de la más sencilla elegancia, estilo Luis XVI; sin más adornos que grandes espejos. Los marcos y demás ornamentación, aljabas, palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltada de blanco con filetes azules. En los ricos aparadores del comedor y en sus armarios de roble esculpido, había mucha plata labrada, y en las paredes se veía suspendida multitud de platos de diversas épocas y procedencias, muestras escogidas del arte cerámica.
La señora de Pinto, por último, había echado el resto en su boudoir y marcádole más hondamente con el sello de su originalidad brasileña. Allí, sobre un fondo de muebles cómodos y bonitos, de lo más perfecto y refinado que en París se construye, había en urnas de cristal lindos pajaritos disecados, mariposas e insectos de vivísimos colores; pájaros vivos en doradas jaulas, y lozanas plantas de entre trópicos criadas en invernáculo con atinado esmero.
Todas estas preciosidades y otras muchas que aquí no se ponen para que no parezca inventario este escrito, no evitaban que los maldicientes, los descontentadizos y los muy preciados de pertenecer a la flor y nata de la high-life o de la smart-set, calificasen de interlopes y de rastaquouères, tanto la escena que acabamos de presentar, como las personas que en ella aparecían.
Contribuían no poco a que se formase este mal juicio las dos señoritas de la casa, cuyo prurito de señalarse entre las demás mujeres y de llamar la atención era harto extremado. No se contentaban con ser elegantes y con andar bien vestidas como las mujeres parisienses, sino que gustaban de añadir a las galas europeas, rasgos y perfiles del remoto país en que habían nacido y de otras apartadas regiones.
La noche de la tertulia a que asistió por primera vez el Vizconde de Goivoformoso, la mayor de las señoritas de Pinto, que se llamaba Julia, tenía un collar de brillantes coleópteros, cuyos élitros, heridos por la luz de lámparas y bujías, lanzaban deslumbradores y tornasolados reflejos; y la segunda, que se llamaba Flora, llevaba zarcillos y collar de uñas de tigre, muy lustrosas y acicaladas, engarzadas en oro. Atado además de sutilísima cadenilla, pendiente de un brazalete, llevaba esta señorita, para colmo de distinción caprichosa y rara, un magnífico escarabajo vivo, que se le paseaba por el brazo, el talle y la desnuda garganta y cuyo refulgente color verde oscuro le hacía parecer animada esmeralda.
La mamá nada tenía de extraño en su tocado y vestido. En sus modales, si por algo pecaba, era por sobra de naturalidad y franqueza. La señora de Pinto, con relación a los remilgos afectados y a las ceremonias de París, era por demás llanota y campechana. Como ya frisaba en sesenta años, aunque se conservaba muy bien, no tenía para qué reportarse, ni se reportaba y refrenaba en sus manifestaciones de cariño; de modo que recibió al Vizconde materialmente con los brazos abiertos. Sus salones estaban ya llenos de gente, pero no impidió esto que el Vizconde fuese por ella abrazado y casi besado. Ella decía que era como una hermana que, después de largos años de ausencia, vuelve a ver a su hermano; pero él entendía que la suposición hubiera estado mejor hecha figurando ella como madre y él como hijo. La verdad era, que si bien el Vizconde tenía más de cincuenta años, estaba tan bien, que parecía un muchacho, un buen mozo, atildado, gallardo y fino.
Creyendo la señora de Pinto cumplir con un deber y deseosa además de presentar al Vizconde a los más notables personajes de su tertulia, se apoyo en su brazo y recorrió con él los salones. La concurrencia era verdaderamente cosmopolita, y, al parecer, de lo más selecto y encopetado. Verdad es que la señora de Pinto no nombraba sino a las personas que más notables le parecían, y sólo a las archinotables presentaba al Vizconde. Había allí cuatro príncipes rusos y dos o tres griegos, varios marqueses italianos, un miembro del Parlamento inglés, un célebre poeta rumano, algunos señores polacos y seis o siete condes de Alemania y de Austria, todos hof-fähig, o dígase capaces de asistir en la corte, con dieciséis cuarteles cabales, y sin el menor menoscabo ni deterioro en ninguno de ellos. Las esposas, hijas o hermanas de todo aquel señorío masculino daban a los salones gracia, hermosura y lucimiento.
Había allí también literatos franceses, aunque de quinto o sexto orden, o de aquellos cuya celebridad y gloria estaban aún en ciernes o en capullo, sin acabar de florecer y de abrirse a la clara luz del día; periodistas de varios partidos y media docena de banqueros o aprendices de banqueros, unos israelitas y otros católicos.
No se habla aquí de los españoles, portugueses y americanos, porque estos eran muchos y formaban la gran mayoría de tan híbrida asamblea.
Entre los varios sujetos a quienes la señora de Pinto presentó al Vizconde, ninguno llamó más su atención, atrajo más su curiosidad ni le inspiró mayor simpatía que un caballero gascón, llamado el Barón de Castel-Bourdac. Sin ver en ello el menor rasgo de caricatura, y sin poner ironía en el tono o en el giro de la frase, podíase afirmar de este Barón, tanto a primera vista, como después de hablarle y tratarle, que en su porte, en sus modales, en su conversación y en su traza, era todo un gentil hombre: un caballero muy distinguido. Algo había en él de ridículo, pero estaba tan hondo y bien disimulado, que era menester penetrar mucho para que se descubriese. Tenía él cerca de setenta años, pero no estaba ni muy grueso ni muy flaco, era ágil y esbelto, no se pintaba la cara ni se teñía la barba ni el pelo, cuya limpia blancura despedía resplandor argentino. Su traje, sin nada que se contrapusiese a la ancianidad de la persona, era sencillo y elegante. Nada de dijes. Sólo botoncillos de nácar cerraban la bien planchada pechera. El lazo de la corbata blanca estaba improvisado sin artificio. El chaleco era negro.
Pasaba el Barón por persona de conversación amenísima. Sus chistes eran repentinos, frescos y no recalentados ni preparados en casa. Todo el mundo sabía que era pobre, y él distaba infinito de ocultarlo, aunque nunca se lamentaba de su pobreza. No adulaba a nadie, pero no hablaba mal de nadie tampoco. Estaba lleno de ingénita benignidad y de natural indulgencia. Era gracioso y hacía reír con sus ocurrencias, sin poderlo remediar: de la manera más espontánea, sin chocarrerías ni bufonadas, y sin que ni remotamente se descubriera en él el propósito de ganarse por aquel mérito las voluntades y de adquirir reputación y valimiento.
Lo más censurable que en él había, estaba fundado en el consorcio estrecho, en la combinación fecunda de su imaginación y de su memoria. Se diría que recordaba cuanto inventaba y que inventaba cuanto recordaba. Siempre que contaba algo, lo soñado y lo vivido eran como si fuesen idénticos, apareciendo él de resultas, no embustero, sino poeta. Pero en sus cuentos, ora fuesen ficción, ora historia verdadera, nada había nunca en perjuicio del prójimo, y a veces había mucho de verdad, aunque exagerada y bordada. Las telas de su cerebro eran como mapa confuso, donde estaban muy borrosos los límites entre lo real y lo ideal, lo fantástico y lo positivo.
De todos modos, era innegable y notorio que el Barón había poseído bastantes bienes de fortuna que en su mocedad había disipado; que hacía treinta o cuarenta años había figurado como joven muy gallardo e interesante, conquistador de no pocos corazones femeninos, y que por su nacimiento y familia bien se podía jactar de ser muy ilustre. Él ponderaba y encarecía sus perdidas riquezas, sus antiguas conquistas, lo glorioso de su cuna y su clarísima prosapia. Sin duda, él elevaba todo esto a la cuarta o a la quinta potencia, pero tenía por raíz exacta la verdad, y nadie lo desconocía.
Puestos ya en comunicación el Barón y el Vizconde, la señora de Pinto dijo a éste:
—Ahora voy a dar a usted una muy agradable sorpresa; voy a llevarle a la presencia de la que por su beldad, discreción y elegancia, es reina de estos salones y lo sería de cualesquiera otros en que se hallase.
—¿Y por qué ha de ser eso una sorpresa?—preguntó el Vizconde.
—Es una sorpresa—replicó la señora de Pinto—, porque la dama de que hablo es una antigua, íntima y constante amiga de usted, a quien tiene usted muy olvidada.
Y sin más explicaciones, llevó al Vizconde al boudoir, donde no habían entrado aún.
Cercada allí de seis o siete caballeros y en muy animada conversación, había una dama, en cuyo traje y adornos nada se notaba de llamativo ni de extraordinario, pero en quien todo sujeto inteligente y perito en cosas del gran mundo hubiera notado en seguida valer superior a cuanto en torno tenía. Hubiera podido imaginarse que era un ser de más fina y noble naturaleza, como caído de las nubes, en medio de aquella sociedad de distinción más aparente que real.
La dama llevaba un traje de seda negra. En su blanca garganta lucía un magnífico collar de gruesas y redondas perlas. Y perlas adornaban también sus negrísimos cabellos. Su edad, nadie hubiera acertado a determinarla. Parecía no tener edad, como las diosas o como las inmortales obras del arte. En sus expresivos y negros ojos ardía la llama de perdurable primavera y en sus mejillas tersas, sin el menor afeite, florecían las rosas de juventud sana, inmarcesible y sin término. Grande era la serena majestad que se notaba en sus movimientos y en los gestos y expresión de su cara, aunque hablaba y reía con la mayor animación, naturalidad y desenfado, no dejando traslucir, ni por un leve instante, el afán de excitar la admiración y de obtener el encomio. Ella parecía como olvidada de sí misma, deleitándose en hablar sin oírse y sin pensar en el efecto que su figura corporal, su voz y su palabra producirían.
Inmenso fue el asombro del Vizconde cuando reconoció en aquella dama a su excelente amiga Rafaela la generosa, bellísima como en el Retiro de Camoens, elegantísima y no menos bella que en Río de Janeiro, pero perfeccionada, refinada y elevada a un grado supremo de cultura, gracias a los muchos años que en la sabia escuela de París había cursado. Si vale y cabe la comparación, Rafaela se asemejaba, en lo vivo y en lo natural, a la obra maestra de un arte exquisito que con el tiempo gana y se mejora: a pasmosa e inspirada pintura, a la que presta suavidad apacible y aterciopelado realce la pátina del tiempo.
No bien la Sra. de Pinto presentó o mejor diremos representó al Vizconde a la Sra. de Figueredo, ésta le recibió con efusión vivísima y con la alegría franca y cordial de quien vuelve a ver, después de cerca de veinte años de ausencia, a un bueno y cariñoso amigo.
No tuvo, sin embargo, Rafaela, a quien pronto dejaron sola con el Vizconde los que antes la rodeaban, ni una sola palabra de queja por el olvido y por la indiferencia que al parecer él había tenido para con ella.
Rafaela pasó con rapidez deslizándose sobre toda la serie de años que ella y el Vizconde habían estado sin verse.
Habló con él como habló Fray Luis de León con sus discípulos después de salir de la cárcel. Rafaela dijo también: decíamos ayer; esto es, habló con el Vizconde como si reanudase con él la conversación de la víspera. Si algo se aludió al tiempo pasado, fue para afirmar él, con admiración y con insistencia, que ese tiempo no había pasado por ella sino para mejorarla, o que al menos, durante todo ese tiempo, ella había estado como las encantadas princesas de los cuentos de hadas, sin que el tiempo, al pasar, las toque con sus alas, ni las ofenda, ni las huelle. El tiempo las deja en el mismo ser que tienen, ya que al empezar el encantamiento y al ponerse en ellas no les preste algo de sobrenatural y divino. Con la obligada y casi indispensable modestia, que en ocasiones tales se usa, Rafaela trató de probar que había envejecido; pero al cabo, tal vez porque no lo creía, o tal vez para evitar enojosas discusiones, convino en que estaba tan bien o mejor que nunca. Después, ella y el Vizconde charlaron muy largo rato y ambos volvieron a sentirse tan amigos como veinte años antes en Río de Janeiro, y como cerca de treinta años antes en Lisboa.
Muy lisonjeado estaba el Vizconde al notar el contento y la satisfacción que al volver a verle y al hablar con él sentía la señora de Figueredo; pero el Vizconde no era presumido ni fatuo, sino razonable y juicioso. Como todos los que lo son, receló que, si abusaba de la ventaja de reanudar aquellas relaciones amistosas después de tanto tiempo, prolongando mucho el coloquio, no era difícil que en el alma de Rafaela se desbaratase o se disipase el hechizo de la novedad y que el gusto se convirtiese en enfado. Quien tiene en rico vaso un licor exquisito, no le apura de un sorbo, sino que le contempla, le paladea y poco a poco le va bebiendo. En suma, el Vizconde no quiso apurar hasta las heces el deleite de hablar aquella noche con Rafaela, exponiéndose a cansarla y a hartarla con la mera conversación, aburriendo, marchitando y hasta secando, en el alma de ella, el deseo que tal vez pudiera nacer de que la conversación dejase de ser término y llegase a ser medio y camino para mayores y más dulces intimidades. Rafaela, en verdad, hacía involuntariamente que las deseara el Vizconde, porque estaba más guapa y más interesante que nunca.
Hechas en lo interior de su espíritu todas estas consideraciones y forjando mil propósitos vagos, el Vizconde, después de preguntar a Rafaela las señas de su casa, insinuó la pretensión de no ir sólo a dejarle tarjeta, sino de hallar a Rafaela y de ser recibido.
Rafaela le contestó que ella vivía más desordenadamente que nunca; que para recibir a sus amigos no había fijado ni día ni hora; pero que a él, por excepción, le recibiría cuando a ella le fuese posible y él fuese a verla.
Todo esto, por virtud de un arte o de un instinto que suelen tener las mujeres, quedó indeciso y como flotando en el aire, sin que el Vizconde, que no quería tampoco tocar por lo insistente en pesado, lograse conseguir una cita, sin calificarla de cita: una cita implícita, disimulada y vergonzante, que era lo que él ansiaba.
Algo le contuvo también cierta ligera sonrisa burlona, que imaginó dos o tres veces ver pasar como un relámpago sobre el rostro de Rafaela, la cual harto bien sabía él que nunca había gustado de disimulos y rodeos, sino de prometer, conceder o negar, por estilo franco, sin el menor rebozo en la promesa. El Vizconde, además, no osaba pedir nada y nada pedía. ¿Con qué título, con qué motivo, había de pedir algo? ¿Era afecto renaciente, era liviano capricho, qué era lo que en aquel momento agitaba su corazón? Él mismo lo ignoraba. Sólo notaba, en el fondo de su alma, repentinos anhelos de deleite y una resucitada admiración, más vehemente que nunca, hacia aquella extraña mujer que sobre la lozana y alegre condición natural de la moza de Lisboa y sobre la graciosa pomposidad de la señora hacendada de entretrópicos, había logrado poner todos los perfiles, realces y filigranas de la parisiense más curtida y docta en el arte de los amores. El Vizconde, al menos, imaginaba todo esto, aunque nosotros no podamos asegurar que era real y exacto lo que imaginaba. Lo cierto es, que, en aquella noche, habló de todo con Rafaela: de teatros, de música, de libros recién publicados, de política y hasta de filosofía, pero no se atrevió o no halló ocasión oportuna para decirle, de sopetón y muy por lo serio, que de nuevo la amaba. Se limitó, pues, a echarle piropos, si bien con sobriedad, por miedo de hacerla reír, o lo que es peor, de fastidiarla. Así llegó la hora en que Rafaela tenía costumbre de retirarse. El Barón de Castell-Bourdac, su reconocido cavaliere servente, vino en su busca, le dio el brazo, y se fue con ella, sin duda en el mismo coche, acompañándola hasta su casa, antes de retirarse a la suya.
Al día siguiente el Vizconde fue a visitar a Rafaela, que vivía en el primer piso de una magnífica casa, no lejos del Arco de la Estrella, en calle y barrio nuevos y elegantes. Rafaela no estaba en casa o no recibía. El Vizconde volvió casi de diario, pero siempre en balde.
Así transcurrió, no sin grande impaciencia del Vizconde, una semana entera, y llegó otro viernes, día en que la señora de Pinto tenía su tertulia.
El Vizconde acudió tan temprano, que sólo encontró a la señora y señoritas de la casa y a tres o cuatro amigos íntimos que habían estado a comer con ellas. Tuvo, pues, ocasión de ir pasando revista, según entraban, a todas las personas que fueron a la tertulia aquella noche.
Rafaela no aparecía y el Vizconde casi había perdido la esperanza de que apareciese, cuando al fin la anunció en voz alta un criado, diciendo desde la antesala:
—La señora de Figueredo y el Barón de Castell-Bourdac.
Se diría que el Barón era el indispensable complemento de Rafaela.
El Vizconde la saludó al entrar y cruzó con ella algunas palabras; pero acertó a contenerse durante más de una hora, para que ella se cansase de charlar con sus admiradores y amigos y de recibir adoraciones, y espió la ocasión propicia en que ella estaba menos rodeada, a fin de osear fácilmente a los interlocutores enojosos y poder hablar con ella sin que nadie interviniese en la conversación ni le molestase.
Harto difícil era esto, pero al cabo lo consiguió. Creyó notar además, con íntima alegría, que para conseguirlo, si el amor propio no le alucinaba, Rafaela había puesto mucho de su parte, haciendo que desmayase la conversación, no dando cuerda a los que hablaban con ella y disimulando poco su fastidio.
En suma, el Vizconde pudo hablar con Rafaela en medio de aquel bullicio, como si estuviesen ambos a solas.
Aunque pequemos de entrometidos, acerquémonos al sofá del boudoir en que ambos están sentados y oigamos algo de lo que dicen. Sin duda habían hablado ya de muchas cosas, cuando Rafaela prosiguió diciendo:
—Ahora soy independiente y libre como el aire. Alguna compensación ha de tener lo melancólico de mi aislamiento. Ni el deber, ni la gratitud, ni el amor me enlazan hoy, por manera singular, fuerte y exclusiva, con ningún ser humano. Esta paz y este sosiego de que gozo fomentan mi egoísmo, y cada día se acrecienta más mi temor de perder ese sosiego y esa paz que me son tan gratos y tan caros en medio de la agitación y del tumulto de esta ciudad populosa. ¿Por qué pretende usted privarme de mi tranquilidad y despertar mi corazón que se reposa y está como dormido? Desecharé la modestia y convendré con usted en que el tiempo no ha hecho estragos en mi ser corporal.
—Está usted más hermosa, más interesante, más lozana que nunca,—interrumpió el Vizconde.
—Sea así,—replicó ella—. Muy lisonjeada me siento de que usted lo crea y muy inclinada a creer y muy satisfecha de creer que usted no se engaña; pero si el cuerpo permanece como si hubiera vivido encantado o como si no hubiera vivido, el alma mía ha envejecido de una manera horrible. Se me figura que mi alma vive, piensa, padece y ama desde hace miles de años. Mi alma está fatigadísima. Déjela usted que se repose. No me la inquiete. Seamos buenos amigos, mejores amigos que nunca; pero nada más.
—Hoy menos que nunca puedo yo resignarme a no ser más que buen amigo de usted. Esa necesidad de reposo que usted me dice que siente me parece fingida. Cuando el cuerpo, que es mortal, está brioso y floreciente ¿cómo quiere usted que crea yo que el alma está fatigada? A veces sospecho que tiene usted otros amores. Comprendo entonces que usted no me ame; pero si no tiene usted otros amores, ámeme a mí y sean estos los últimos amores de usted y míos. Busca usted el reposo, pero el reposo no se halla en la negación del amor. El reposo y la dicha no están en que el alma ame sin objeto, o en que combata para vencer un amor naciente, o en que muerto en ella el amor de todo lo visible y asequible, se forje para satisfacción de su amor siempre vivo un objeto ideal, que jamás se realiza en la tierra. Mi alma también se siente como la de usted triste y fatigada; mas por eso mismo, y conociendo que la soledad no disiparía su tristeza ni aliviaría su fatiga, quiere el dulce apoyo de una compañera, no para lanzarse con ella en busca de violentas emociones, sino para hallar en ella la paz que le falta y el bien y el regalo que sólo pueden calmar la sed que siente de inefables venturas.
—Muy sutil y poético está usted esta noche—dijo Rafaela sonriendo—. Y lo peor es que está usted muy razonador y dialéctico; y vamos, empiezo a tener miedo de que usted me convenza. Para huir del peligro me decido a poner término a este coloquio. Déme usted el brazo.
Rafaela se levantó del sofá, tomó el brazo del Vizconde, recorrió las salas y fue saludando y hablando a multitud de personas.
El Vizconde, a pesar de tantos saludos y conversaciones diversas, no dejaba de insistir en su pretensión. De vez en cuando, en los intermedios, esto es, siempre que Rafaela dejaba de hablar a una persona para ir a hablar con otra, el Vizconde, con palabras rápidas, dichas casi al oído de ella, le rogaba que le amase. Ella parecía no oír o no entender y no le daba respuesta.
Llegó por último la hora de partir, sin que Rafaela cediese, sin que al menos diese esperanza.
Vio Rafaela al Barón de Castell-Bourdac y le encargó que fuese a buscar su abrigo. Se despidió luego de la Sra. de Pinto, y, siempre del brazo del Vizconde, se dirigió a la antesala.
Aquella noche había en la tertulia mucha gente, y el Barón tardó bastante en volver con el abrigo, a pesar de lo habilidoso que era para tales menesteres. Las súplicas del Vizconde fueron entonces más fervorosas y reiteradas. Rafaela se quedó un momento pensativa y como vacilante. Al fin dijo al Vizconde en voz muy baja:
—Sea; usted lo quiere y el diablo lo quiere también.
—¿Y cuándo?—dijo con ansia el Vizconde.
—Dentro de doce días, el 20 de este mes—contestó ella—, hasta entonces ni nos hablaremos ni nos veremos.
—¿Y por qué tan largo plazo?—exclamó él.
—Porque quiero—dijo ella—imitar con usted lo que hizo Ninon de Lenclos con el abate Gedoyn.
—¿Y qué hizo Ninon con el abate?
—Aguardó para hacerle dichoso y le hizo dichoso el día de su cumpleaños. Trazas tiene de fábula, pero afirman las historias que Ninon cumplió ochenta aquel día. Mucho disto yo de ser tan anciana, pero el 20 de este mes cumpliré los cincuenta. Quiero que al terminar el primer medio siglo de mi vida, la cual no sé si tema o espere yo que dure todo un siglo, empiecen mis más serios, constantes y últimos amores. No me engañe usted, Vizconde; ¿quiere usted como yo que estos últimos amores nuestros sean serios y constantes?
—No me basta con desear que sean para toda la vida; quiero que sean inmortales.
—Pues a fin de entrar solemnemente, y como en nueva era, en la inmortalidad de esos amores, vaya usted a mi casa el 20, a las cinco de la tarde. Estaré sola.
En esto volvía ya el Barón de Castell-Bourdac, muy diligente y apresurado, con el abrigo de Rafaela. Trató de disculpar su tardanza, puso el abrigo a la dama, le dio el brazo, bajó con ella la escalera y sin duda la acompañó en coche a su casa.
El Vizconde apenas se dignó reparar en esta intimidad de Rafaela y del Barón, a quien había calificado de tan simpático como inofensivo.
Refrenando con dificultad su impaciencia, el Vizconde sintió pasar los días con lentitud hasta que llegó el 20 al cabo.
Aún no habían dado las diez de la mañana, cuando le trajeron un grueso pliego cerrado y sellado. Rompió el sobre y halló dentro un precioso librito, encuadernado con buen gusto y esmero en cuero de Rusia, al cual estaban asidos tres No me olvides y un trébol de cuatro hojas, en oro esmaltado. Un broche de oro, esmaltado también, cerraba el librito. Separadamente había un papel, donde el Vizconde leyó estas palabras:
—Antes de que vengas a verme y antes de que tu alma llegue a unirse en estrecho lazo con la mía, quiero que la conozcas bien y que penetres en los abismos que en ella hay.
Hasta el día en que te fuiste de Río, nadie mejor que tú conoce mi vida. Después han sobrevenido en ella sucesos que profundamente la modifican. Ni para confiarlos, ni para decir las penas y los sentimientos que estos sucesos han causado en mi alma, he encontrado un amigo a propósito hasta que hará cerca de veinte días te encontré en casa de la señora de Pinto. Mi alegría fue grande al verte de nuevo. No pensé aún en que por amor iba a volver a ser tuya, pero pensé en nuestra antigua amistad y me propuse renovarla, estrecharla y hacerla ya más constante y sin interrupciones. Pensé también confiarme en ti y desahogar mi corazón diciéndote todos mis disgustos y mis dolores todos. Con este intento, sin orden, según las ideas y los recuerdos acudían a mi mente, me puse a escribirlos con precipitación en el libro que te remito adjunto. Escritos están ya, léelos y queda así apercibido para que no te sorprenda lo más extraordinario ni lo más raro.
Lleno el Vizconde de curiosa ansiedad, después de leer esta advertencia, abrió el libro, le leyó y vio que decía de esta suerte:
Mucho de lo que voy a escribir ha de parecerte singular y raro, pero apenas hay en ello otra rareza que la sinceridad con que yo lo digo. Como poseedora de un maravilloso instrumento óptico, escudriñaré cuanto se oculta en los más hondos senos de mi alma y te lo contaré todo. Lo contaré en resumen para no cansarte ni cansarme.
No quiero ponderar aquí la devoción, la dulzura y el incesante desvelo con que cuidé de mi D. Joaquín durante su larga enfermedad hasta el día de su muerte. Piadosamente cerré sus ojos, y no por carencia de dolor, sino por vigor y constancia de ánimo, quise y pude amortajarle.
Te aseguro que lamenté y lloré mi viudez con no menor abundancia de lágrimas que las que vertería la más fiel y enamorada de las esposas a quien se le muriese, en la flor de la juventud, su idolatrado y gentil marido. No se afligió más que yo Artemisa con la muerte de Mausolo, ni Victoria Colonna con la del Marqués de Pescara, ni la propia Venus con la de Adonis. Y esto se explica muy bien. Las mencionadas señoras perdían algo de muy querido, perdían su encanto, sus delicias, pero, al cabo, no perdían nada que fuese como el propio ser de ellas mismas. Yo sí que le perdía, porque mi D. Joaquín, tal como le había yo transformado y mejorado, era primorosa producción y criatura de mi ingenio. Para afligirse como yo hubiera sido menester que, con los respectivos amados, perdiesen la Colonna sus canciones y sonetos, Artemisa su famoso y monumental sepulcro, y Venus el cinto donde están en germen sus virtudes y milagros.
El espíritu no es extenso, y por consiguiente no tiene lados, pero yo me le represento con lados para comprenderle mejor. Así es, que, cuando miraba yo mi espíritu por el lado de mi profundo dolor de viuda, veía lúgubre y tristísima noche; pero, al mismo tiempo, por el lado contrario, empezaba a clarear, como cuando por el Oriente nace el alba, y hasta pensaba oír yo el leve susurro del viento matutino y allá más lejos el melodioso canto de los pájaros. Será contradictorio, pero nada más natural que las contradicciones. Había dado yo cima al cumplimiento de un penoso deber y podía reposarme: había acabado la obligación que contraje y había acabado también, aunque dorada y fácil, la servidumbre en que yo había vivido. Me sentía de nuevo en plena libertad y esto me alegraba. El susurro del viento, el canto melodioso de los pájaros y la luz de la aurora, eran la vida del porvenir que venía a consolarme, a desvanecer mi tristeza y a convidarme a nuevos goces.
Yo me hallaba, además, satisfecha y hasta engreída de mi conducta, lo cual basta y sobra para aliviar y calmar todo dolor por grande que sea. Pude lícita y honradamente ser millonaria y no quise. Con pasmosa generosidad repartí entre parientes, amigos y paisanos los cuantiosos bienes de mi marido. Sólo guardé para mí, relativamente, una pequeñísima parte: menos, mucho menos de lo ganado durante la sociedad conyugal: mucho menos de lo que por derecho me pertenecía. Mi estupenda generosidad tenía pasmados a todos los brasileños. No había quien no me celebrase y aplaudiese. Buena ocasión me pareció esta para responder al aplauso con un finísimo saludo de despedida y buscar otros horizontes, otras escenas y otras gentes, según correspondía a la vida nueva que iba a empezar para mí.
En efecto, no bien embarqué en Río, levó anclas el barco de vapor y empezó a andar, dejando un surco de espuma, si por una parte la vista de la ciudad y de la fértil y risueña costa que iba desvaneciéndose, y el recuerdo de las personas queridas, hicieron brotar de mis ojos algunas lágrimas, por otra parte sentí que se me ensanchaba el pecho, que surgía para mí como una nueva juventud, y hasta imaginé que el fresco vientecillo que corría, húmedo y salado, agitaba mis recuerdos tristes, como si fuesen las hojas secas de un árbol, y los arrojaba en el surco que la nave iba formando, a fin de que en el árbol, libre de aquel peso enojoso, brotasen con premura nuevas hojas y nuevas flores.
En resolución (¿y para qué te lo he de negar?), antes de salir de la bahía de Río de Janeiro me sentí y me reconocí yo, en el centro de mi ser, como la viuda más sentimental y llorosa, y más regocijada y alegre al mismo tiempo, que sin dificultad puede concebirse, pero que con gran dificultad suele confesarse.
La navegación, que duró dieciocho días, no pudo ser más próspera. Nos detuvimos y desembarcamos en Bahía de Todos los Santos, antigua capital del Imperio, y en la hermosa ciudad de Pernambuco. Al abandonar luego las costas de América, tal vez para siempre, sentí nueva aunque dulce melancolía. Era al ponerse el sol entre nubes de carmín y de oro. El cielo despejado parecía sobre nuestras cabezas y todo alrededor bóveda de zafiro limpio y claro. Y la risueña costa iba alejándose, esfumándose en el aire, y, por último, sepultando sus cocoteros, sus palmas y toda la pomposa lozanía de sus ricos campos y de su perenne verdura en áureo piélago de líquidos rubíes, que tal era el aspecto del mar al sepultarse también el sol en el ocaso.
Durante ocho días no vimos después sino mar y cielo. En mal sitio aportamos al antiguo mundo. Aportamos a la fea y desolada isla de San Vicente de Cabo Verde. Fuimos luego a Tenerife y, como quien saluda a su patria después de larga ausencia, saludé desde lejos el majestuoso pico de Teide. En Tenerife no pudimos desembarcar por precaución sanitaria. Ni desembarcamos tampoco, aunque nos detuvimos en Funchal un día entero. Cuando de allí nos alejamos, toda la hermosa isla de Madera, con su montaña cubierta hasta la cima de pomposos árboles, me parecía rico y gracioso canastillo de flores, que los Genios del mar sacaban al aire claro, al más diáfano ambiente, desde el fresco seno de las azules ondas.
En fin, para que no te rías y para que no pienses que pretendo lucir mi estilo poético, te diré que llegué a Lisboa.
Durante la navegación, sin embargo, tuve una aventura harto notable. Y como este escrito tiene trazas de confesión general, no me parece bien que se quede en el tintero, y voy a contártelo aquí aunque me exponga a tu reprobación y a tu censura.
Venían muchos pasajeros a bordo, pero tan vulgares todos que no merecen que yo te los describa aquí, ni aunque quisiera podría describirlos porque los he olvidado por completo. Sólo había uno que excitó mi curiosidad y me inspiró interés y simpatía. Extraño personaje de los que no se usan ni se ven con frecuencia en el mundo. Aunque iba aseado y vestido a la europea, yo me lo representé, no bien supe su nombre y su origen, como si fuera el propio Adán que acababa de ser echado por segunda vez del Paraíso. Y no era quien le echaba un querubín con espada de fuego, sino su tío el doctor López.
Para no tenerte más largo tiempo suspenso te diré sin más preámbulos que el tal personaje se llamaba Pepito Domínguez, joven paraguayo, que acababa de cumplir dieciocho abriles, y a quien el mencionado doctor, Presidente de la República, enviaba de Secretario de la Legación ubicua que ya tenía en todas las capitales de Europa y de la que su hijo, el segundo doctor López, era jefe.
Sabido es que, imitando a su antecesor el doctor Francia, como éste había imitado a su vez a los padres jesuitas, el doctor López había tenido a toda la población del Paraguay separada del mundo y apartada del trato humano a fin de que conservase su dichosa y primitiva inocencia. Y llegó a tal punto el aislamiento, que se cuenta que un sabio francés, llamado Bonpland, que entró por allí a herborizar, fue detenido por fuerza y tuvo que residir en el Paraguay muchos años. En virtud de este modo de gobierno, dicen que los paraguayos fueron felices, y como su tierra es hermosa y fértil, imaginaron vivir en el paraíso, con celestial candor y envidiable ignorancia de las cosas terrenales. Poco a poco se fue relajando aquella clausura en que vivía toda la nación. El doctor López consintió en que fuesen a su capital varios Cónsules extranjeros. Y el más ladino de todos, que era el yankee, hizo allí papel semejante al de la serpiente en el primitivo Paraíso, induciendo a la mujer del doctor López, y por medio de ella al mismo doctor, a quebrantar la clausura y a ponerse al habla y en relación con el resto del humano linaje. Así lo decretó el doctor López, y de resultas y como corolario de su decreto, envió a su hijo con cartas credenciales para todos los Soberanos de Europa, proponiéndose celebrar con ellos sendos tratados de paz, alianza, navegación y comercio. Y no contento el doctor López con esta novedad, resolvió a los seis meses enviar cerca de su hijo, para secretario de la Legación, a su ya nombrado sobrino Pepito Domínguez.
Acertado fue el nombramiento. Ni los más maldicientes hubieran podido calificarle de acto de nepotismo. El flamante secretario podría muy bien figurar en Europa como exquisita muestra de lo mejor que produce el cruzamiento de las razas. La sangre guaraní corría por sus venas mezclada con la sangre española. Y esta mezcla o combinación había tenido un resultado excelente. El mozo era por su traza un andalucito muy agraciado, si bien con un no sé qué de peregrino, que borraba de su fisonomía, de su ademán y de sus movimientos toda huella de vulgaridad, dándole distinción y atrayendo hacia él las miradas curiosas de cuantos sujetos gustan de lo que no se tiene a todo pasto ni se encuentra al revolver de una esquina.
Pepito Domínguez parecía, además, naturalmente listo: dotado de rápida y clara comprensión y muy expedito para todo. Las esperanzas del doctor López no eran infundadas. El Cónsul yankee le había hecho comprender o creer que, por culpa de aquella clausura y de aquella incomunicación en que los paraguayos habían vivido, todos ellos se habían quedado, salvo la moral y el dogma de Cristo, que conocían aunque de un modo burdo, en inmenso atraso con relación a lo restante de la humanidad; y que todo cuanto esta había descubierto, inventado, experimentado, fabricado y averiguado durante ocho mil o nueve mil años, era para los paraguayos asunto desconocido, arcano tenebroso, libro de siete sellos.—Menester es ilustrarse, pensaba ya el doctor López: menester es alcanzar con rapidez la civilización de Europa; dar un brinco audaz y saltar de este solo brinco los nueve mil años que de la civilización nos separan. Y nadie más a propósito que Pepito Domínguez para tan arriesgada empresa. El muchacho es tan ágil que, en un santiamén, en menos que se persigna un cura loco, va a enterarse de cuanto ocurre por esos mundos, y va a aprender a escape y sin la menor fatiga todo lo substancial de lo que a fuerza de seculares cavilaciones han llegado nuestros prójimos a poner en claro.
Esto o algo por el estilo había pensado el doctor López, y con esta misión, a más de la misión diplomática, enviaba a Europa a Pepito Domínguez. Su inteligencia era, sin duda, tabla rasa, pero tabla bruñida, tersa y maravillosamente adecuada para que los conceptos se grabasen en ella con prontitud, se ordenasen allí sin confusión y distintamente y persistiesen luego como indelebles signos, sin borrarse ni alterarse nunca. La vanidad y el afecto de tío movían al doctor López a pensar así de su sobrino D. Pepito. Y lo que es él no tenía menos favorable opinión de sí propio; pero el candor y la ignorancia hacían amable y chistoso su presumido atrevimiento. La petulancia infantil de D. Pepito era encantadora.
Yo, que hablé con él desde el primer día que ambos estuvimos juntos y nos vimos a bordo, hallaba en la susodicha petulancia irresistible hechizo.
De sobra conoces tú, mi querido Vizconde, la propensión didáctica que he tenido siempre. Aquel chico que tan confiada y valerosamente se proponía aprender y saber como por ensalmo, que aspiraba a poner la atrevida mano en el árbol de la ciencia, coger su fruto, que había tardado noventa siglos en madurar, estrujarle en la pujante prensa de su entendimiento, alambicar el zumo y bebérsele luego de un trago sin temor de embriaguez ni de trastorno, te confieso que me divirtió mucho y que despertó y estimuló en mí la antigua manía didáctica que siempre he tenido. ¿Porqué, me decía yo, no he de hacer con este muchacho el papel de Minerva o de Sabiduría personificada? ¿No podía yo darle a beber en mágico cáliz la sublimada quinta esencia de todo lo sabido hasta ahora?
Difícil de vencer era mi tentación. El mal disimulado asombro con que D. Pepito me miraba hacía mi tentación más fuerte. D. Pepito veía en mí el sobrenatural y más complicado producto de esa civilización de noventa siglos de que él quería apoderarse. Yo era para él como resumen y compendio de todas las ciencias, artes e industrias. Algo como enciclopedia viva. Entendió D. Pepito que si llegaba a entenderme y a saberme a mí, todo lo entendería y lo sabría. Y persuadido de esto, él me lo explicaba a su manera, y yo me sentía muy lisonjeada cuando él me lo explicaba. Sus explicaciones eran por lo común en castellano, pero de vez en cuando se empeñaba él en dármelas en guaraní. Yo no comprendía palabra, y él, entonces, quería enseñarme su lengua, asegurándome que para tratar de no pocos asuntos y sobre todo para el amor era mil veces más expresiva y eficaz que el habla de Castilla. Para complacerle le solía yo pedir que me dijese algo en guaraní y hasta que me enseñase a contestarle. Él entonces me decía:
—Nde cuñá porá. Che-r-ayhub-i, esto es: tú eres mujer bonita. Ámame.
Adiestrada luego por él en la pronunciación, casi me obligaba a decir y yo decía riendo:
—Nde-hayhú, o sea: te amo.
Él en seguida se ponía contentísimo, me miraba con unos ojos muy dulces y con un mirar muy intenso y fijo, y aseguraba que toda su ventura se cifraba en ser mi o-hayhú-bae, o, como si dijéramos, mi amante. Con esto me reía yo mucho más: me reía como una loca: y, para excitarle más por la contradicción, añadía:
—Hijo mío, todo eso está muy bien: tus vocablos guaraníes son musicales y sonoros, pero yo no veo por dónde han de ser más expresivos ni más eficaces que los correspondientes vocablos castellanos.
D. Pepito entonces procuraba realzar y fortificar la eficacia de sus vocablos; y en su entusiasmo filológico, sin maliciosa premeditación, apelaba a la mímica.
—Modérese usted, tenía yo que decirle, y advierta que con ese auxilio no hay idioma que no sea tan eficaz y expresivo como el guaraní. Con ese auxilio hasta sin hablar se expresa cualquiera con primor, claridad y eficacia. Lo malo está en que yo no acepto ese lenguaje auxiliar, y menos aún en esta ocasión y en este sitio.
Estábamos sentados sobre cubierta y rodeados de multitud de pasajeros. Anhelaba yo mostrarme severa y grave, pero apenas me lo consentía la risa que me retozaba en el cuerpo, porque D. Pepito ponía una cara cómicamente triste, y que por cierto no me parecía mal. En fin, yo vencía los estorbos que a mi severidad se oponían, me mostraba entonada y digna y conseguía que el joven se arredrase y estuviese respetuoso.
Reportado ya y muy compungido, suspiraba él y decía en guaraní:
—Che rací-hayhub-guasú.
—¿Qué significa ese a modo de gruñido que usted exhala?—le preguntaba yo.
Y él me contestaba con tono lastimero:
—Pues significa: estoy enfermo de amor grande. De la voluntad de usted depende que yo me muera o me cure.
Muy extremoso me parecía el dilema que don Pepito me ponía. Algo, no obstante, podía tener de cierto. Siempre fui compasiva y el tal dilema me atribulaba. Calamitoso hubiera sido que don Pepito se hubiera muerto en vez de volver al Paraguay, al cabo de dos o tres años, con todo lo esencial de la civilización, puesto en cifra y bien estampado en el meollo.
Pasaban días, el barco iba adelantando, y, si no recuerdo mal, estábamos ya cerca de las Islas Canarias.
Bueno es que advierta yo aquí, para que mi erudición no te sorprenda, que mi prurito de enseñar ha estimulado mucho mi prurito de estudiar y de saber, desde que en el Retiro de Camoens nos conocimos y tratamos íntimamente. No te maraville, pues, que yo me muestre en algunas ocasiones algo erudita.
A D. Pepito, que quería enseñarme el guaraní ¿cómo no había yo en pago de enseñarle un poco de lo que sabía?
De aquí que, cuando él no me hablaba de su amor, y a menudo para distraerle e impedir que me hablase, solía yo darle lecciones y contarle historias. Estas, por antiguas y sabidas que fuesen, siempre eran nuevas para él. ¿Qué mayor deleite para mí que esta ignorancia suya, que prestaba a cuanto yo le decía el aliciente de lo inaudito y la magia de lo no sabido, ni siquiera soñado?
No puedes figurarte cuánto me complací yo refiriendo y cuánto se deleitó D. Pepito oyéndome referir, a vista de las Canarias, todo lo que aconteció a Rinaldo en los jardines de Armida y el regalo, la elegancia y el cariño con que en ellos le recibió y le agasajó aquella voluptuosa maga.
Con tales pláticas no es de maravillar que cada día fuese yo cobrando más afición a D. Pepito.
Pero no fue esto lo más escabroso ni lo más ocasionado a deslices. Lo peor fue que allá en mis adentros discurrí yo de esta suerte, cuando íbamos llegando ya a la isla de Madera:
—Las historias que yo cuento y las doctrinas que expongo a D. Pepito son desatados fragmentos, hojas rotas arrancadas de un libro sin orden y sin método, carecen de conjunto, no tienen unidad, ni principio, ni fin, ni objeto. Al pobre muchacho, en vez de servirle de algo cuanto yo le digo, va a armarle en la cabeza una confusa maraña, un enredo, un caos inextricable. ¿No sería más natural y más conveniente ser su maestra por estilo sintético? Ariadna, que no poseía plano del Laberinto, no se empeñó en manifestar a Teseo sus reconditeces y revueltas, con lo cual le hubiera calentado el cerebro sin la menor ventaja, sino que le dio el hilo para que se guiase por él y saliese airoso de aquella aventura, diciéndole probablemente: Dios te la depare buena. Y yo he leído, no recuerdo bien en qué libro tan docto como ameno, que el joven Anacarsis, el cual era escita, o como si dijéramos un paraguayo de las edades clásicas, cuando quiso iniciarse en los misterios de Ceres eleusina, acudió a una sacerdotisa tan avisada como discreta, de las que dependían del hierofante principal, y esta sacerdotisa se guardó muy bien de perder su tiempo tratando de comunicarle punto por punto las ocultas doctrinas de los iniciados, sino sencillamente le abrió de par en par la puerta del camino que iba al santuario y le dio la antorcha luminosa y ardiente que hasta él había de conducirle. Estas parábolas o símbolos se presentaban a mi mente y me tenían obsesa, vacilante, casi rendida.
Ya te he dicho que D. Pepito era guapo. Y por la mañana, cuando antes del almuerzo, estando yo sobre cubierta, le veía venir hacia mí, se me ocurría, ya que era el joven Teseo que acudía a pedirme el hilo, ya que era el joven Anacarsis que requería la antorcha para penetrar en las profundidades y descubrir los misterios.
La verdad sea dicha: mi alma anhelaba entonces prestarle la antorcha y darle el hilo.
Y este anhelo subía de punto al notar yo o al imaginar que notaba que D. Pepito estaba pálido y triste. Y yo me ponía triste también, pero no pálida, sino encendida como la grana, y sintiendo traidora compasión y suave quebranto. Llegaba él luego cerca de mí, se sentaba a mi lado, y aproximando su boca a mi oído, decía en voz bajita, dulce y suplicante:
—Che rací-hayhub-guasú, o sea estoy enfermo de amor grande.
Al cabo, me faltaron las fuerzas para defenderme. Cité a D. Pepito, en el obscuro silencio de la noche, y él vino a mí y yo le di el remedio que apetecía.
Aquello fue para él una revelación, antes ni en sueños presentida. El pasmo, el embeleso, la sorpresa inefable y beatífica que todo, todo, todo le causaba, inundaron mi alma de satisfacción y de orgullo. Yo fui mil y mil veces más dichosa de su dicha que de la mía. Se me figuró que le abría con llave de oro las puertas del Edén; que amasaba yo entre mis manos el árbol de la ciencia y el árbol de la vida y sacaba de ambos un filtro poderoso, que, vertido sobre el corazón de aquel muchacho, le magnificaba y ensalzaba, y que vertido sobre su cabeza llenaba su mente de alegría y de una luz riquísima penetrando todos los arcanos.
Al siguiente día llegamos al puerto de Lisboa, término de mi viaje. D. Pepito continuó el suyo hasta Inglaterra. Gran ventura fue ésta para mí. No hubo tiempo para desengaño, cansancio ni hastío.
Dejé el barco de vapor y salté en tierra, como quien sale a escape del teatro, donde ha visto una féerie, un precioso baile de hadas, antes de que se disipe la ilusión escénica y no se vean sino los oropeles, la ruda maquinaria, los telones y bambalinas y los comparsas y figurantes untados de colorete, que la han promovido.
Entonces me afligió separarme de D. Pepito. Más tarde, he pensado a veces, ¿estuvo en la realidad toda aquella poesía o brotó de mi alma, exuberante a la sazón de represada y viciosa lozanía, y de ocios y ensueños de mi por largo tiempo no empleada ternura?
No lo supe ni lo sé. Me place seguir dudando. Y a fin de que no termine la duda, he procurado no informarme jamás ni saber el paradero del joven paraguayo, como si hubiera sido un ser peregrino que estuvo algunos instantes en nuestro planeta, y en seguida se desvaneció para siempre.
Quise detenerme y me detuve en Lisboa, porque yo tenía saudades de Lisboa. Aunque tan otra de la que me fui, ansiaba ver a los antiguos amigos, y singularmente al que me proporcionó recursos para ir al Brasil y me dio las cartas de recomendación para Figueredo, que causaron el cambio de mi fortuna.
Los más de estos antiguos amigos se me mostraron muy amables. Con algunos estuve yo amabilísima.
Todo, no obstante, había variado con el transcurso del tiempo, a pesar de la lentitud y reposo con que en Portugal todo camina.
Los regocijados janotas que habían formado mi sociedad, se hallaban convertidos en personajes muy serios. Unos eran Pares, diputados otros, y no faltaban entre ellos altos funcionarios y hasta Ministros cesantes o militantes. Los más eran padres de familia, con señora encopetada y con prole.
Ni ellos ni yo queríamos, debíamos ni podíamos volver a la vida pasada, salvo el hacer resurgir del seno de lo que fue, y por evocación mágica, una fugaz apariencia que, no bien se dejaba columbrar, mostraba marchitas y ajadas las lindas galas que en el recuerdo había conservado. Se asemejaba a brillante mariposa custodiada muchos años bajo un fanal, y que se deshace y convierte en ceniza, no bien se levanta el fanal y una ligera ráfaga de viento toca en ella y la mueve.
No podía yo tampoco, en Lisboa menos que en parte alguna, porque en Lisboa era muy conocida, intentar, sin peligro de desdenes y de sofiones, penetrar en lo que se llama la buena sociedad y hacer bien el papel de la señora viuda de Figueredo.
La melancolía se apoderó de mi espíritu. Para distraerla, siguiendo mis aficiones didácticas, me entretuve en hacer cerca de Madame Duval el papel de cicerone. Madame Duval seguía a mi servicio y jamás se había detenido en las orillas del Tajo. Yo gocé inocentemente en hacerle ver y admirar todas sus bellezas; las espléndidas vistas que desde la Patriarcal quemada se admiran; la plaza del Rocío y las anchas calles paralelas que después del terremoto hizo construir Pombal; el espléndido Terreiro do Pazo; la soberbia anchura con que frente de él se dilata el Tajo, como para recibir todas las escuadras del mundo; el risueño camino que va por su orilla derecha, llena de quintas, palacios y graciosos jardines, hasta la desembocadura, cerca de Pazo de Arcos; y sobre todo, el admirable templo de Belén, con sus esbeltos y aéreos pilares, exquisita muestra de la original arquitectura manuelina y digno monumento de la más noble hazaña de los portugueses, cuando, en edades para nosotros más dichosas, competimos en descubrir y recorrer el mundo y en dilatar por mares y por tierras remotas o ignoradas la civilización de Europa y la fe de Cristo.
Mi papel de cicerone me agradaba y divertía. Hice, pues, algunas pequeñas excursiones con Madame Duval. La llevé a Cintra, a Colares, a Cascaes y a Mafra.
En Cintra, aun viniendo como veníamos del Brasil, nos extasiamos contemplando la fertilidad y hermosura de aquellas montañas, con sus bosques floridos de magnolias y de camelias. El castillo reedificado por el rey D. Fernando, o, mejor dicho, creado por él con estupenda inspiración artística, me pareció más encantador que nunca, y procuré, aunque lo conseguí sólo a medias, infundir en el alma de Madame Duval una admiración igual a la mía. Ella prefería a todo, recordándolos con entusiasmo, los jardines de Mabille y la Closerie des Lilas, donde había bailado el cancán en sus verdes años, muy por lo alto, y siendo a veces frenéticamente aplaudida.
Nunca pude fijar la cronología de estos triunfos de Madame Duval, y saber a punto fijo si los alcanzó de soltera, o ya de casada, mientras su marido combatía en Argel, o si le valieron como consuelo y desahogo después de viuda. En fin, Madame Duval gustó también de Cintra, aunque no tanto como yo y como Lord Byron.
Es inexplicable el sentimiento que llaman patriotismo. Sábete, Vizconde, si ya no lo sabes, que mi madre se llamaba la Pascuala, celebradísima como única en el cante gitano y en bailar el vito. Siendo yo muy niña todavía, me dejó huérfana y menesterosa. Bien sabe el diablo cómo después me he criado y he crecido. Nada debo a España. No recuerdo haber dejado por allí una sola deuda de gratitud. ¿Qué me va ni qué me viene con la decadencia o con la prosperidad de esa patria, donde sólo tuve de balde, o sea sin ganarlo yo, el aire que respiré, y obscuridad y desprecio? Y sin embargo no acierto a ponderarte lo muy patriota que soy. No lo son más las Duquesas y las Princesas que en Madrid viven y a quienes tantos respetan y adulan.
Digo todo esto, porque en Lisboa se recrudeció mi patriotismo. ¡Qué gran Capital para nuestra gran nación, señora de dos mundos, hubiera sido aquella ciudad espléndida y hermosa, si D. Felipe el Prudente hubiera sido D. Felipe el Previsor y hubiera tenido más elevadas miras!
Pero ya basta. No nos engolfemos en cosas que no son ahora del caso. A pesar de todos sus esplendores, Lisboa se me caía encima. A las dos semanas de estar allí, abandoné a Lisboa.
Viajaba yo con no pequeño acompañamiento. Además de la Duval, que era y sigue siendo mi dama de compañía, estaba conmigo y está aún mi mucamba, o sea mi primera doncella, mulata muy ágil, llamada Petronila, que me peina con primor y buen gusto, que cose y borda y tiene otras mil habilidades; una segunda doncella, dos fieles criados negros, y por último, la mujer que cuidaba y alimentaba a mi tesoro.
Aquí conviene que te imponga yo de algo, en extremo importante para mí, y que tal vez ignores.
Mi alma ha sentido no pocas veces inclinación amistosa, compasión, aprecio y cariño a los seres humanos; pero lo desaforado y suelto de los primeros años de mi vida ha impedido acaso que llegue yo a amar a un solo hombre con aquel amor exclusivo, persistente y celoso, con que deben amar y aman las mujeres honestas criadas con recato. He tenido muchos amoríos y casi no me atrevo a decir que he tenido amor. Una vez sola en mi vida me parece que entreví, que columbré a lo lejos la celestial aparición del verdadero amor, que benigno me sonreía y que ansiaba penetrar en mi alma, llenarla de su divina beatitud y purificarla e iluminarla.
Fue esto cuando tuve relaciones con Juan Maury. Tú estabas en Río y debes acordarte de todo.
Contra Juan Maury no tengo yo la menor queja. Era un cumplido caballero. Me quiso todo lo que podía quererme. Me respetó todo lo que podía respetarme. Me atendió, me obsequió, me consideró como atiende, obsequia y considera el galán más delicado a la más noble dama. Pero hubiera sido absurdo que hubiese tratado yo de inspirar a Juan Maury más hondos sentimientos y más apasionado afecto que los de la amistad y la galantería. Yo misma tuve miedo de sentir hacia él verdadero amor.
Yo casi me atrevo a afirmar que no he engañado a D. Joaquín. Para evitar el medio engaño en que le tenía, hubiera sido menester hacerle infeliz con revelaciones feroces y con el más amargo de los desengaños. El amor mío, si hubiese llegado a ser hacia Juan Maury exclusivo y profundo, hubiera tenido que romper dolorosamente el lazo que a mi bienhechor y protector me ligaba; hubiera sido para D. Joaquín horrible infortunio: todo el bien, todo el contento y el reposo y toda la superior serenidad hasta donde había yo logrado elevar su espíritu, hubieran venido a desvanecerse o a hundirse en negro abismo. Por otra parte, aunque yo debo ser humilde, y aunque lo soy, soy también muy orgullosa en cierto sentido. Es el orgullo que nace de mi propia humildad. Si por la vileza de mi origen, si por el ruin desorden de mi primera vida no merezco ni soy digna de ciertas cosas, me repugna reclamarlas, solicitarlas de nadie y hasta insinuarme para que se me concedan por favor ya que para ellas no tengo el menor derecho.
De aquí que yo, más bien que mostrar a Juan Maury toda la vehemencia y la elevación de mi afecto, traté de disimularlas. Quise aparecer y aparecí a sus ojos como la más fina y complaciente de las amigas, como bastante capaz de entender y de apreciar el valer y las excelentes prendas de toda su persona y como no indigna de obtener su amistad y su aprecio; pero todo, sin llegar a ser y sin mostrarme siquiera profundamente enamorada, y sin propender a infundirle de mí otro concepto que el de una mujer alegre, fácil y galante.
Si el verdadero amor, si el hijo divino de la Venus del cielo revoloteó cerca de mí en aquellos días, yo huí de él por indigna y le ahuyenté por peligroso.
Juan Maury se fue de Río y me abandonó sin gran pena. Nada más natural. No le culpo. Sólo me lisonjea y me contenta el figurarme que él ha de guardar dulce recuerdo de las dulces horas que pasó conmigo; de nuestros íntimos coloquios y de nuestra ternura.
Fue tal la ligereza de aquellas efímeras relaciones, que ni yo le rogué que me escribiese ni él me ha escrito. De estas relaciones, sin embargo, me dejó él una prenda preciosa. Suya era, pero era mía más que suya; y yo apenas la sentí en mi seno, me propuse con firme resolución que no fuese sino mía.
Hasta donde alcanza mi memoria, desde que tengo uso de razón, en el libre abandono de los años primeros de mi vida, no me remuerde la conciencia de hurto, de estafa, ni de engaño o embuste para medrar. Escudriñando yo hasta los más obscuros rincones de mi vida pasada, no encuentro en ellos ni asomo de ruin bellaquería. Esto me consuela. De ciertos pecados, en que con frecuencia he incurrido, después de absolverme el confesor, me he absuelto yo también. De aquellos otros, tal es el inflexible y recto tribunal de mi conciencia, jamás me hubiera absuelto yo aun después de recibir la absolución en el confesonario. Espantoso torcedor hubieran sido para mí, humillándome y abatiéndome. Faltas, pues, en que yo no había incurrido cuando desamparada y menesterosa, no habían de ser cometidas por mí cuando ya estaba próspera y rica.
Por otro lado, lo que era mío, lo que yo esperaba y yo me figuraba ya que iba a ser un primor, un asombro de gracia y de belleza, por nada del mundo quería yo atribuírselo en parte a alguien de quien no era. ¿Y qué aliciente había para el engaño? Usurpar para el fruto de mis entrañas la hacienda que no le pertenecía y además un nombre cualquiera. ¿Quién sabe si un nombre ilustre y glorioso, si un título histórico me hubieran seducido y me hubieran hecho faltar? ¿Pero cómo había de seducirme que lo que iba a nacer se apellidase Figueredo a secas, a pesar de la supuesta descendencia de Güesto Ansures de que yo misma me había burlado?
Con persistente disimulo, con firme y enérgica voluntad, con raras precauciones e incesante recato, sin dejarme ver de nadie y fingiéndome enferma, dejé pasar los meses.
Llegó la hora y sólo Madame Duval, mi mucamba y el médico, de quienes tuve que valerme y me valí, exigiendo el mayor sigilo, supieron que fui madre.
Mi hija, a quien di por nombre Lucía, se crió lejos de mí, aunque yo velaba sobre ella e iba a verla a menudo.
Muerto D. Joaquín, procuré no poner en ridículo su memoria, dejando conocer en Río que tenía yo una niña de cerca de dos años. Casi de oculto hice que se embarcara y me la traje conmigo cuando vine para Europa.
Quisiera yo escribir a escape estas confidencias: no contarte sino lo más esencial: pero tal vez dejo correr la pluma y tal vez divago.
Lo que yo principalmente quiero que comprendas, es que en mi espíritu hay como dos focos distintos de actividad, de donde brotan dos corrientes también harto distintas, si bien la una y la otra están alegremente iluminadas por la luz clarísima con que yo veo y entiendo todo lo creado. Jamás se me ha ocurrido hallar mal lo hecho por la madre naturaleza, ni echar la culpa a la sociedad mal organizada de ningún caso adverso que me haya ocurrido, ni de ninguna contrariedad o percance angustioso en que yo me haya encontrado. Y no quejándome yo ni de la naturaleza, ni del orden social tal como los hombres han ido disponiéndole, muchísimo menos puedo quejarme de la divina providencia, que acato, adoro y bendigo. Apenas hay objeto que no vea yo de color de rosa, y siempre que se ennegrece, me culpo a mí y a nadie culpo. Como soy muy indulgente para con los otros, no es tan de censurar que lo sea también para conmigo misma. Por eso me dejo llevar de mis generosos afectos, harto poco en consonancia con una moral rígida, y de mi inclinación irresistible a lucir las prendas de que me dotó el cielo y a dar con ellas a los seres que me son caros ventura y deleite. Hay en mí asimismo un tenaz empeño de progreso, de adelanto en el camino de la perfección. Y tanto lo que creo realizado en mí, cuanto lo que en mí no está realizado ni puede realizarse nunca, anhelo yo con vehemencia ponerlo y realizarlo en un ser predilecto, en quien brillen, a par de cuanto hay en mí de que puedo con razón ufanarme, todas las excelencias y virtudes de que carezco y que no son pocas. Por esto, desde que nació mi hija, desde que por primera vez la vi y presentí que iba a ser hermosa, me propuse y ansié que su hermosura eclipsase la mía, que en discreción, elegancia y saber me aventajase, y que estuviese exenta de todos los defectos y manchas que en mí hay. Me propuse criarla con esmerado desvelo para que fuese tan casta y tan pura como bella, y para que no columbrase sólo el verdadero y exclusivo amor, hijo del cielo, sino para que fuese capaz de poseerle, de gozarle y de recibirle en su alma inmaculada como en su propio y consagrado templo.
Y para que veas lo extraño y contradictorio de mi condición, o más bien lo extraño y contradictorio de la decaída condición humana, mi alma, que tan altos propósitos tuvo y que a tan alta misión quiso consagrarse, se dejaba arrastrar de sus regocijados ímpetus, de su perversión bondadosa y de su liviandad inveterada, hasta el extremo de buscar y de forjar aventuras como la que te conté ya del paraguayo y como varias otras que he tenido después y sobre las cuales prefiero callarme.
No pude refrenar mi deseo de volver a mi patria. Desde Lisboa fui a Sevilla y a Cádiz.
Mi antiguo confesor, el Padre García, había hecho algunos ahorros y había heredado también a un hermano suyo que se había enriquecido. Harto el Padre de rodar por el mundo, vivía retirado en el lugar de su nacimiento, no lejos de Sevilla. Le anuncié mi llegada y él vino a verme.
Para descargo de mi conciencia, en este punto muy escrupulosa, quise, viéndome rica y convertida en toda una señorona, no desdeñar a mis parientes, si los tenía, y hasta favorecerlos y socorrerlos si se hallaban en la abyección y en la miseria. El Padre García me sirvió en esto muy bien. Buscó con tino y diligencia a mis parientes, y no los halló sino dudosos y muy lejanos. Yo había sido la única hija de la Pascuala.
En Río de Janeiro, no recuerdo bien con qué tramoya, suplió D. Joaquín la falta de mi fe de bautismo, que para nuestro casamiento se requería. Hasta que el Padre García me la sacó, jamás había tenido yo ni visto semejante documento.
Considerando yo que mis parientes más seguros habían de estar en los hospicios, en las inclusas y en los conventos de mujeres recogidas, di al Padre García pródigamente todos mis ahorros para que en aquellas santas casas los repartiera. Él cumplió mi encargo y me trajo los recibos que conservo aún, donde constan las donaciones de una dama brasileña, cuyo nombre se calla.
A decir verdad, a pesar de todo mi patriotismo y de mi amistad hacia el Padre García, me repugnaba permanecer en España. Dicen algunos autores que las mujeres como yo suelen tener nostalgia del fango. No sé qué quieren decir con esto; pero si es lo que yo entiendo, declaro que no he tenido jamás semejante nostalgia. Al contrario, yo recordaba bien todos los sitios, y al pasar por algunos se me encendía la cara de vergüenza. Por fortuna, estaba yo tan encumbrada y en posición tan diferente de la que allí tuve, que nadie me reconoció ni reconocí a nadie. Hice en mi patria el papel de peregrina misteriosa.
Fuera del Padre García, con nadie quise tratar. Después de separarme de él, estuve en Granada, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos y otros puntos, visitando los monumentos en compañía de Madame Duval, que detestaba las antiguallas y suspiraba por los boulevards de París. Allí fui por último, y pronto me instalé comprando muebles y poniendo casa.
He vivido desde entonces con comodidad y hasta con lujo, pero sin el menor empeño de llamar la atención ni de brillar, y con tanto arreglo y economía que, a pesar de no pocos gastos extraordinarios y de viajes de recreo que he hecho por Alemania y por Italia, he doblado mi capital y mi renta. Hoy casi puedo asegurar que soy rica.
Mi vida de París ha sido alegre, desenfadada y modesta. Expondré aquí, en pocas palabras, cómo concierto yo la modestia con la alegría y el desenfado. Mi modestia ha consistido en no desear ni aspirar a hacerme conocida, celebrada y famosa. Más he huido que buscado que nadie me señale con el dedo, que la atención pública se fije en mí, y que la gloria infame de que algunas mujeres gozan, gloria que yo me jacto de poder adquirir fácilmente, me circunde con sus resplandores. En vez de mostrarme, puedo afirmar que me he ocultado.
Como la soledad me entristece, he ido a reuniones y tertulias, pero nunca he pretendido salir de la colonia ibero-americana. Y aun dentro de esta colonia no he sido asidua en el trato ni he intimado mucho, sobre todo con mujeres. Hasta que mi hija llegó a tener ocho años, como apenas exigía otro cuidado que el de su corporal desarrollo, cuidado harto leve porque mi hija se ha criado con excelente salud, ora pensando yo en distraerme, ora anhelando hacerme apta para contribuir a su educación, he leído muchísimo y casi sin sentir me he convertido en marisabidilla.
Soy franca admiradora de la literatura francesa. Me parece esta nación fecundísima en ingenios de toda clase. Yo los admiro y quiero seguir admirándolos sin tropiezo. Acaso te parezca extravagante modo de discurrir, mas es lo cierto que, a fin de no tropezar y conseguir que la tal admiración salga rodando por el suelo, me he abstenido de buscar la sociedad literaria parisina. Al conocer los libros, he conocido lo más noble, depurado y selecto de cada autor. ¿Para qué conocer lo restante? He recelado desilusionarme al conocerlo. ¿Quién me asegura que los escritores franceses no sean presumidos y fatuos? ¿Qué necesidad tengo yo de extremar mis amabilidades y de hacer esfuerzos para insinuar en la mente de esos señores que no soy una salvaje, que estoy al nivel de ellos, que comprendo sus profundidades y sutilezas, y que, aun suponiendo que en España, en Portugal y en el Brasil esté la gente muy atrasada y hasta sea de casta inferior, yo, por excepción fenomenal y monstruosa, he podido elevarme hasta hombrearme con ellos?
Ahora comprenderás en qué sentido digo yo que mi vida en París ha sido modesta. En cuanto a su desenfado y a su alegría, no es menester que entre yo en pormenores para que tú lo comprendas. El cielo, el infierno, la naturaleza, un poder sobrenatural, lo que tú quieras o supongas, no parece sino que me ha dotado de imperecedera lozanía de cuerpo y de alma y de una bondad y de una ternura inagotables y prontas, pero que han hallado siempre obstáculos insuperables para el verdadero y definitivo amor, y se han quedado en mitad del camino.
Voy a contarte una curiosa aventura, que, si bien tiene mucho de ridículo, no puedo ni debo pasar en silencio, porque sus consecuencias fueron serias para mí y han influido bastante en los ulteriores sucesos de mi vida. De esta aventura hace ya mucho tiempo, pero la tengo tan presente como si ayer hubiera sido.
El Barón de Castell-Bourdac es el personaje más inverosímil y complejo de cuantos he conocido. Sus excentricidades mueven a risa, sus chistes, sus exageraciones y sus embustes involuntarios nos divierten a par que rebajan el concepto que de él formamos; pero cuantos le conocen y tratan y penetran bien en el fondo de su alma, no pueden menos de quererle y de estimarle. La fantasía del Barón ha bordado su vida sencilla y honrada, desfigurándola con falsos adornos. Sobre la historia ha venido a sobreponerse la leyenda: pero aunque por la leyenda aparezca el Barón como personaje cómico, por la historia es siempre digno de respeto. No pretendamos tasar y aquilatar con exactitud lo egregio y lo rancio de su nobleza. Él cree, y esto me basta, que es nobilísimo. Apenas hubo Cruzada en que un Castell-Bourdac no figurase. La importancia de los Castell-Bourdac ha sido grande desde entonces hasta la caída del antiguo régimen en 1789. La revolución los arruinó. Y desde entonces hasta ahora la inflexible energía de sus opiniones legitimistas ha impedido que salgan de la obscuridad. Ni durante la Restauración intervinieron en nada, porque hallaron a Luis XVIII y a Carlos X sobrado transigentes con las ideas nuevas.
Aunque el Barón de Castell-Bourdac, restablecida en gran parte la hacienda de su casa, poseyó por entonces bastantes bienes de fortuna, que hubieran podido servirle de sostén y aun de resorte para su elevación en la política, por desgracia e no quiso mezclarse en nada, y no acertó a emplear mejor su actividad que en disipar alegremente sus bienes y volver a quedarse pobre.
Desde el año de treinta en adelante, fue imposible que el Barón pusiese mano en los negocios públicos. Si él hubiera querido ceder, humillarse, renegar hasta cierto punto de las creencias y de la misión de sus antepasados, hubiera sido Diputado, Senador, Embajador, Ministro y cuanto le hubiera dado la gana; él al menos así lo creía; pero como el Barón no había querido ceder ni renegar, había tenido que limitarse y resignarse a ser un caballero, si bien encopetado, viviendo de sus rentas, que eran cortísimas.
En este punto de la situación económica, ya no entra por nada la fantasía del Barón. La pura verdad acude en su abono y le concede justa alabanza.
El Barón es un prodigio de arreglo y de economía. No disimula su pobreza, pero tampoco la deplora. En los círculos más elegantes se presenta siempre con el decoro propio de su clase. No juega, ni bebe. Por no tener vicio alguno, no fuma, y también porque el fumar le parece plebeyo, apestoso, impropio de un Castell-Bourdac y en plena disonancia con el ideal del atildado y noble cortesano del antiguo régimen tal como él se le representa.
El Barón no debe nada a nadie y nadie puede jactarse de que él le haya pedido dinero prestado.
Cada día come en una casa distinta. Es muy buscado y está convidado a las mejores mesas, así por su divertida conversación, como por su extraordinaria fama de hondo conocedor y perito en todas las artes del deleite. El Barón pasa por el gourmet más delicado que hoy vive, paladea y olfatea en Francia. No es rico para pagar unos convites con otros, ni es zafio tampoco para pagarlos de otra manera sin el menor disimulo; pero, quizás sin pensarlo, paga los obsequios que recibe y no hay quien le tilde de pique-assiette o de parásito. Los cumpleaños, las bodas y otras festividades le ofrecen ocasión, que él aprovecha, de pagar cumplidamente cuantos obsequios recibe. En suma, y en mi opinión, que creo fundada, el Barón es un modelo de cortesanía. Sólo han podido los maldicientes echarle en cara un defecto, del que, a mi ver, se ha corregido. El defecto, si lo es, consiste en su extremada galantería, muy en desacuerdo para muchos con la edad provecta a que ha llegado. Conceden sus críticos censores que él, en su juventud, hizo brillantes conquistas y cautivó no pocos corazones indómitos y soberbios, pero añaden que hace ya más de veinte años que debe el Barón recogerse a buen vivir y reposarse sobre sus laureles.
Mucho disto yo de seguir semejante parecer. Desde que conocí al Barón, trece o catorce años ha, he opinado lo contrario. Hay belleza, elegancia y distinción para todas las edades, con tal de que no falten la salud y el aseo. Y como el Barón está saludable y es aseado y pulcro, yo le hallé y le hallo siempre muy agradable persona y además un hermoso viejo. Por otra parte, como el alma humana es inmortal, no hay vejez que valga contra ella, mientras no se destruyan o deterioren en extremo los aparatos y órganos que la ponen en relación con el mundo y le sirven de medio para pensar y sentir y para expresar lo que piensa y siente mientras en el cuerpo está encerrada. Sea como sea, y a fin de que no digas que me quiebro de sutil, prescindiré de más aclaraciones, y te diré con llaneza que el Barón se prendó de mí y me hizo muy respetuosa y finamente la corte.
Yo me lisonjeo de no haber tenido jamás ciertos defectos que se atribuyen, así a los que llaman en Francia parvenus como a los que en España llaman cursis. Sin duda a la aparición en mí de estos defectos se ha opuesto el orgullo. No he anhelado ni buscado para darme tono el trato y la amistad de personas encumbradas por nacimiento, educación y riqueza. Naturalmente me he encontrado yo y me encuentro tan distinguida como si hubiera nacido en la púrpura y no me hubiera echado al mundo la Pascuala, sabe Dios en qué zahurda. No podía yo esperar, por consiguiente, que el influjo o el arrimo de sujetos aristocráticos viniese a prestarme como un reflejo de su valer. Creía yo y creo tener luz propia, digámoslo así, y que no la necesito prestada. No sé si aplaudirás o censurarás esta vanidad mía. Yo te confieso que la tengo para confesarte además que el Barón me aduló esta vanidad, sin artificio y por manera irresistible. El Barón procuraba demostrarme con evidencia, empleando para ello muy elocuentes palabras, que yo, sobre ser hermosa, poseía tal majestad en el gesto, en los modales y en todo, que más parecía una princesa o una emperatriz que una perdida plebeya, puesta casualmente en zancos por su enlace con un ricacho usurero.
El arte y el ingenio con que el Barón iba insinuando en mi alma estas lisonjas me tenían cada vez más hechizada. El Barón me comprende bien, pensaba yo, y cuando tan bien me comprende señal es, y prueba es clarísima, de la elevación y de la agudeza de su entendimiento. Así infundió el Barón en mi pecho la amistad más acendrada hacia él.
Hízose mi cavaliere servente, y yo me deleitaba y hasta me enorgullecía de que me acompañara y me sirviera.
Con modesta timidez, que de su ancianidad se originaba, el Barón empezó con suavísimo tiento y cautela a mostrarse enamorado de mí, pero sin persistir en sus manifestaciones para no cansarme, refrenando su vehemencia para evitar mi enojo, y haciéndolas, cuando las hacía, como por un arranque involuntario y muy a despecho suyo.
¿Quieres creer que con tal proceder el Barón me enterneció, y cautivó en cierto modo mi espíritu? Mi estimación y mi amistad se las tenía ya ganadas por completo. Después, poco a poco y al compás que él iba siendo más atrevido y más explícito, fueron despertándose en mí aquellas ideas, pasiones o inclinaciones, pues no sé cómo las llame, que siempre, a pesar del freno religioso y a falta del freno del orgullo y del decoro en este particular, han hecho de mí lo que rudamente podemos llamar una mujer liviana, o más bien han impedido que yo no quiera, ni pueda, ni logre nunca desechar de mí la liviandad primitiva. Consideré al Barón herido, y tuve piedad de él y pensé en el bálsamo que podía curarle. Mi generosa piedad fue aguijoneada por algo a modo de remordimientos. Me di a cavilar que con mis favores amistosos, aunque concedidos sin malicia, con mi dulce abandono cuando le tenía a mi lado, con el mal disimulado placer con que yo oía sus requiebros, y hasta con mi reír y burlar cuando me hablaba de su cariño, había sido yo una desalmada coqueta, que había robado la tranquilidad de aquel señor excelente y había levantado en el mar pacífico de su ya fatigado corazón la más deshecha borrasca. Casi o sin casi, me creí en la ineludible obligación de apaciguarla para descargo de mi conciencia. En fin, y sin más preámbulos, en una tarde de invierno, a las cinco, hora en que suele tomarse el té, cité al Barón, como recientemente te tengo citado a ti, para que viniese a tomarle conmigo a solas. Mis jaquecas un tanto cuanto imaginarias han persistido siempre. Aquella tarde para todos tuve jaqueca menos para el Barón. Este acudió a la hora justa, lleno de gratitud, contento y ufanía. Parecía remozado por virtud de una poción mágica o por hechizos del amor. Entró, me saludó y se llegó a mí con la gracia, desenfado y ligereza de un pollo o gomoso, no de nuestro siglo decadente, sino de otras edades caballerescas en que fueron los hombres de temple más recio y más fino. Yo, con el pretexto de la jaqueca, estaba en el más cuidadoso y esmerado négligé. Mi vestidura era una elegantísima bata de flexible seda.
Pocas mujeres pueden hacer lo que yo hice entonces y puedo hacer y hago todavía. Cuando el corsé me enoja no le llevo, y nada, absolutamente nada, se humilla falto de sostén y baja de su sitio: todo permanece firme como el mármol y el bronce. Perdona que entre en estas menudencias. Mi presunción tiene alguna disculpa por lo no comunes que son las cualidades de que me jacto. Importa además consignar esta circunstancia de mi toilette para que se entienda lo que ocurrió en seguida.
No estaría bien que yo paso a paso te lo refiriese todo. Baste decir que pronto noté, en medio de las vivas muestras de cariño que el Barón quería darme, no sé qué disgusto, no sé qué penoso rubor en su cara. Creí entender lo que aquello significaba y me apesadumbré por él. En esto se abrió un poco mi bata y hubo de descubrirse mi garganta: no mucho más que lo que en un baile o en una recepción de etiqueta se deja ver al público. El sonrojo y la turbación de mi amigo subieron entonces de punto. Pero ¡qué imaginación tan poderosa y tan socorrida la suya!
Por dicha llevaba yo, pendiente del cuello en una cadenita de oro muy sutil, una pequeña medalla de plata, representando la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena.
Fijó el Barón la vista en la medalla y la tomó entre sus dedos, para examinarla mejor.
—¿De dónde procede esta medalla?—preguntó con curiosidad tal, que parecía embargar su espíritu y distraerle de los otros objetos.
—Es el único recuerdo que conservo de mi madre, contesté yo, como era la verdad.
—¿Y cómo se llamaba tu madre?
—Pascuala, le dije.
—¡Oh inescrutables designios del cielo!, exclamó el Barón, arrancando de su pecho un hondo suspiro que se diría que le desahogaba.
—¿Qué pasa?—pregunté yo imaginando que el Barón iba a desmayarse.
—Esa medalla, dijo el Barón, se la di yo a tu madre cuando estuve en Andalucía hace cuarenta y pico de años. Entonces... fuimos muy amigos... ¿no me comprendes?
Me entró al oír esta pregunta tan feroz gana de reír, que a duras penas pude contenerme, temerosa de que el Barón se ofendiera.
—¡Ah!, sí, te comprendo, dije al cabo, y di rienda suelta a mi alegría, riendo ya sin temor.
—¡Hija del alma!—dijo el Barón con tan profundo acento y con tantas apariencias de estar convencido, que sin duda empezó desde aquel punto a dar por cierto y por evidente lo que de improviso había imaginado. Ello es que ambos salimos muy agradablemente de aquel a modo de apuro, trocándose de súbito nuestra amistad y nuestro conato de amor anacrónico en el santo y puro afecto de un padre y de una hija.
—¡Padre mío!—dije yo y eché al Barón los brazos al cuello.
Después de esta dulcísima expansión, llamé a Madame Duval para que nos hiciese compañía. Con el debido sigilo le revelé nuestro parentesco, de que ella se maravilló y holgó mucho. Luego charlamos los tres a cántaros. Con lo ameno de la conversación se nos olvidó tomar el té y llegó la hora de la comida.
La imprevista anagnórisis, como el Barón la llamaba, fue solemnizada con un exquisito petit diner fin en que se lució mi cocinera, cordon bleu de primera fuerza, y brindamos los tres a la persistencia del santo lazo recién descubierto y reanudado, primero con Chateau Iquem, y a los postres con tintilla de Rota, mi casi paisana. No hubo champagne, porque ni el Barón ni yo gustamos de ese vino, con algún pesar de Madame Duval, que gusta de él más que de nada.
Mi pobrecita hija Lucía, que apenas contaba entonces siete años, inocente como un ángel, luminosa, bella y serena como el lucero del alba, fue la cuarta persona que estuvo en la mesa y comió con nosotros. Con ojos algo espantados y sin comprender nada, se alegró de hallarse repentinamente con un abuelito, y más aun cuando el Barón, que es bueno e ingenioso y muy a propósito para divertir a los niños, le contó tres o cuatro cuentos fantásticos e infantiles, y le hizo varios juegos de prestidigitación con no escasa maestría.
Admirable es el encadenamiento de las cosas, y cómo de ciertas causas nacen a veces los efectos más imprevistos. ¿Quién hubiera podido imaginar que del descubrimiento de mi padre y de su aparición algo cómica, habían de resultar tan serias modificaciones y hasta cambios en la dirección de mi vida? Sin embargo, así aconteció. Lo que para salir de su atolladero inventó de súbito el Barón y yo acepté con risa, hallándolo disparatadamente gracioso, él y yo lo fuimos tomando más por lo serio cada día, y por virtud de nuestra voluntad atamos nuestras almas con lazo tan limpio y tan fuerte como si él fuese en realidad mi padre y yo su hija.
De esta ficción, que apenas ya me lo parecía, brotó en mi espíritu un sentimiento jamás experimentado por mí: algo de más fervoroso que la amistad; algo en que no entraba por nada el vehemente anhelo de los sentidos y algo que no era tampoco eso que llaman amor platónico y puro. Este sentimiento llegó a ser más puro y más grave que el amor platónico. Olvidada yo de que nacía de una mentira, le vi nacer en mí con sorpresa y deleite, y le cuidé con esmero para que creciese y floreciese.
Yo no niego ni afirmo la existencia de lo que llaman amor platónico; pero, si existe, hallo en él, mientras vivimos esta vida mortal y tenemos el alma en el cuerpo, y cuando son los que se aman mujer y hombre, un no sé qué de incompleto y aun de monstruoso.
No es, en verdad, amor, ni merece tan santo nombre, lo que yo he sentido y conocido desde la bajeza impura en que nací hasta el día de hoy. Sólo es amor, cumplido y entero, el que yo columbré remotamente entre los brazos de Juan Maury, y que por mi indignidad o por mi desgracia no pude alcanzar nunca.
Del amor cumplido y entero, exclusivo y honrado desistí desde entonces, considerándole para mí imposible.
El lazo afectuoso que hace años al Barón me une, no es amor ni amistad, porque es más apretado lazo que el que ata a los amigos, y porque es más espiritual y cae menos bajo el influjo de los sentidos que el amor más platónico y más puro.
Yo he leído y aprendido mucho en estos últimos años. Pocos escritos me han encantado más, como divino ensueño poético, que las últimas áureas páginas del libro de Baltasar Castiglione, titulado El Cortesano. Allí explica el ingenioso, sutil y elocuente Pedro Bembo cómo se complace y cuánto goza el amante en la contemplación de la mujer amada, viéndola, oyéndola y hasta mereciendo de ella ciertos delicados e inocentes favores, entre los cuales pone el de abandonar por largo rato en las manos de él las manos de ella, y hasta el de dar y recibir, con mero contentamiento espiritual y sin sensualidad alguna, besos en la boca, a fin de que allí acudan las almas y se unan y compenetren, como cuentan que le sucedió a Platón con su amiga, que hubo de ser la linda Arqueanasa.
Sin duda que esto es muy bonito, pero no veo yo cómo ha de ser el medio para encumbrarse a la contemplación, primero de la belleza universal, donde se encierran y cifran todas las bellezas individuales, y después a la eterna y perenne fuente de la belleza creada e increada, en cuyas llamas arda nuestro espíritu como ardió Alcides en la cumbre del monte Oeta, y por cuyo fuego seamos arrebatados al empíreo como Enoch y Elías.
Repito que todo esto me parece muy bien para leído en el libro que he citado, pero no en la práctica. Por eso doy gracias al cielo de que el Barón haya inventado tan a tiempo su paternidad. Dios me preserve de que él, por la contemplación estática de mi hermosura, y de que yo, prodigándole los referidos favores, aspiremos también a remontarnos al empíreo. Más fácil sería resbalar por este camino y caer en inmundicia, que subir, purificados y gloriosos, como el solitario del Carmelo, en el ardiente carro.
En suma, lo excelente que tuvieron mis relaciones con el Barón desde que se convirtió en mi padre, fue lo neutral, lo apacible, lo manso y lo sin sexo ni siquiera platónico, con que se señalaron. El Barón casi dejó de admirarme como hermosa, a fin de quererme, de atenderme y de servirme como buena.
No soy yo alegre y regocijada por mera y espontánea energía de mi espíritu. Lo he sido y lo soy también porque me impongo, porque me decreto la alegría. Las cosas no pueden estar mejor de lo que están. Me parecería ingratitud para con Dios, si yo me quejase. Desde lo más hondo de la abyección impura he logrado elevarme a una esfera brillante y relativamente limpia. Soy rica, libre, respetada, a pesar de mis extravíos, y considerada y atendida en cierta sociedad, que tendrá sus máculas, pero a la que algún respeto se concede. Claro está que yo, aspirando siempre a lo más perfecto, ora supongo que hay, ora si no hay, gustaría de que hubiese, una sociedad más escogida, elegante y honrada, un círculo de gente más selecta, dentro del cual fuese yo digna de colocarme. Pero jamás me conformaría yo a ser recibida en ese círculo por indulgente piedad; a que ese círculo descendiese de su nivel para recibirme, a que entendiesen los que viven en él que con su trato me purificaban o me realzaban. Para esto prefiero estar donde estoy, y aun me resignaría a estar mucho más abajo.
Completa es, por lo tanto, mi conformidad con mi posición y con mi suerte.
Tengo además grandes motivos de satisfacción y contento. Mi salud es inmejorable y mi mocedad se diría que no acaba. ¿Para qué he de fingir modestia contigo? Me encuentro ahora más bella, más lozana, que cuando nos veíamos en el Retiro de Camoens. Imagíname entonces como mata de azalea sin flor aún y toda verde, e imagíname ahora como la misma planta con toda la pompa y las galas de sus abiertas flores.
Aduladora es mi mucamba, que sigue siempre llamándome su niña; pero no creo que me adula cuando salgo del baño y me enjuga y me mira con agradable pasmo, y suele decirme:
—¡Ay, niña, niña!, cada día estás más hermosa. ¡Bienaventurado el que así te vea!
Lo que es yo me miro también con complacencia en grandes y opuestos espejos y me siento en perfecta consonancia con el parecer de Petronila.
Te lo confesaré todo: cuando Petronila me deja sola, incurro en una puerilidad que no sé decidir si es inocente o viciosa. Sólo sé que es acto meramente contemplativo; que es desinteresada admiración de la belleza; No es grosería sensual, sino platonismo estético lo que hago. Imito a Narciso; y sobre el haz fría del espejo aplico los labios y beso mi imagen. Esto sí que es platonismo, me digo entonces. Esto es el amor de la hermosura por la hermosura: la expresión del cariño y del afecto hacia lo que Dios hizo manifestada en un beso candoroso que en el vano e incorpóreo reflejo se estampa.
Ya ves tú que te hablo hasta de mi sencilla fatuidad y que te declaro todas mis venturas. Bien es que sepas también lo que durante mucho tiempo he procurado ocultarme a mí misma, lo que yo veo distintamente con susto y con pena y lo que me duele confesarte.
Como si de un lago tranquilo surgiese de repente un monstruo, como si en una pradera cubierta de olorosas hierbas y flores viese yo bullir, por bajo de ellas, multitud de escorpiones y de víboras, así, en medio de mis alegrías y placeres, surge a menudo, desde hace tiempo y desde lo más intrínseco de mi ser, un desconsuelo, una melancolía, una amargura que me esfuerzo por ahogar o remediar y no lo consigo.
No es hastío: yo no estoy ni fatigada ni hastiada. No es desilusión: las ilusiones, si alguna vez las he tenido, jamás me han contentado con su falacia y antes he celebrado que deplorado el perderlas. La causa de mi mal es mi ambición trascendente; mi empeño de ir en busca de un ideal para mí inasequible; el vano propósito de borrar de mi ser las indelebles manchas, con cuyo germen al menos nací manchada. Este mal, que en mí no tiene cura ni remedio, quise curarle y remediarle yo en otro ser amado, que me pertenece, que ha nacido de mis entrañas.
Mi propósito de educar altamente a mi hija fue corroborándose cada vez más. De él hice el más noble fin de mi vida. Lucía, si mi deseo se realizaba, había de ser limpio dechado de castidad, de pureza y de cuantas excelencias y virtudes pueden sublimar y glorificar a un alma humana en esta baja tierra.
Preví un peligro, preví para mí el más enorme de los infortunios, pero arrostré el peligro con valor porque sobre todo prevalecía mi afán de que ella fuese perfecta, inmaculada, tan hermosa como yo de cuerpo y mil y mil veces más hermosa de alma; conseguido esto, me sentía yo con fortaleza bastante para sufrir que ella, desde la elevación moral en que iba a verse, tuviera harto involuntariamente que despreciarme y que avergonzarse de mí. Movida yo por esta pasión, tuve por principal empleo hasta que Lucía cumplió doce años, el cultivar su corazón y su mente con el más activo desvelo. Yo misma, ocultándole con recato cuidadoso cuanto yo pensaba y sabía de malo, la instruí en todo lo bueno y santo que mi alma había conservado o aprendido.
Mi fe religiosa, profunda en mi mocedad y consuelo en mi abyección de entonces, o había sido combatida por dudas o se había bastardeado, combinándose con ideas filosóficas que tal vez quebrantaban su entereza con el pretexto de ensanchar un estrecho molde donde imaginaban que su grandeza no tenía cabida. Así es que busqué y hallé a un virtuoso e ilustrado sacerdote que completase la educación moral y religiosa de Lucía sin inficionarla con los elementos heterodoxos con que mi fe se había pervertido.
No acierto a ponderarte el miedo que tenía yo de que Lucía descubriese mi indignidad; el recato con que viví para que no comprendiese ella o para que tardase en comprender mis faltas y pecados, y cuánto vigilé para que ningún pensamiento impuro penetrase en la mente de ella; y, lo que es imposible cuando un ser humano es inteligente, para perpetuar en su espíritu la ignorancia de lo malo y de lo vicioso.
Recelando yo que esta ignorancia de Lucía se disipase y que ella abriese los ojos y me viese tal como soy, no me sosegué hasta que, haciendo un inmenso sacrificio en separarme de ella, la hice entrar, desde poco después que cumplió doce años, en el convento del Sagrado Corazón de Jesús, donde permaneció hasta los diecisiete.
Muchas veces salía mi hija del convento y venía a pasar algunos días conmigo. Con más frecuencia iba yo al convento a visitarla y a hablar con ella.
Mi amor y mi vanidad de madre estaban cada día más lisonjeados. Lucía iba creciendo en hermosura y en natural elegancia. Algo había en ella de parecido a mí, pero se parecía mucho más a su padre. No envidiosa sino encantada notaba yo que había en todo su ser corporal algo de más aristocrático que en el mío. Era además blanca y rubia, mientras que yo soy pelinegra y trigueña. Mis ojos son verdi-oscuros; los suyos azules como el cielo. Yo soy alta y esbelta: ella es más esbelta y más alta que yo, aunque igualmente bien proporcionada. Para que comprendas bien la diferencia que hay entre nosotras, te diré, aunque peque yo de presumida, que mi estampa retrae al pensamiento la de una diosa del gentilismo, y la suya la de una madonna de antes de Rafael.
Las caricias y las alabanzas, que yo le prodigaba, eran siempre tiernamente recibidas y pagadas por ella. Había, sin embargo, entre nosotras no poco que limitaba la expansión. No me atrevía yo a hablarle de ciertos puntos. Le decía que era su madre, pero no le decía de qué suerte era su madre, como deseando que lo ignorara. Y salvo en lo indiferente y en las relaciones entre ella y yo desde que nació ella, ponía yo en toda mi vida, cuando con ella hablaba, un sigilo harto embarazoso.
Intenciones tuve a veces de confesarme con ella: de decirle mis faltas para que ella las perdonase. Pero pronto un orgullo, en mi sentir bien entendido, me hacía desechar aquella tentación. Era preferible que ella supiese por otras personas quién yo era y no que lo supiese por mí misma. Yo no me podría resistir al deseo de justificarme o al menos de disculparme; y de aquí podrían originarse dos casos que igualmente me horrorizaban. O bien que, al disculparme yo, ella aceptase como buena y como plausible mi disculpa, y entonces la elevación de su moralidad se relajaría, siendo yo su maestra y su iniciadora en liviandades; o bien que ella, con severo criterio, allá en el centro de su alma y aunque no me lo dijese, rechazara mis disculpas, y tal vez sospechara, a pesar suyo, que yo le daba lecciones infames, y que, acaso sin querer, pero arrastrada por mis instintos perversos, ansiaba rebajarla a mi nivel, aunque sólo fuese para que ella mejor me amase.
Tales cavilaciones fueron la causa de mi silencio.
Por mi desdicha, es absurdo imaginar que una virgen, una santa, una criatura inmaculada y purísima, si no es tonta, permanezca siempre a obscuras y con los ojos del alma completamente cerrados para todo cuanto hay en el mundo que no es honesto. La honestidad, la castidad y hasta la inocencia más columbina, consisten en abominar de lo malo y no en ignorarlo del todo, como si no existiera. Lucía, pues, austera, virtuosa y sin ningún pensamiento feo, y sin ninguna imagen impura que enturbiase el claro espejo de su conciencia, reflejándose en él, no pudo menos de saber al cabo y supo del mal, y fue conociendo poco a poco todo cuanto de este mal en mí había. Callándome siempre, pero con mirada escrutadora, procuraba yo, con curiosidad irresistible, penetrar en el centro de su alma, y ver el progreso que iba haciendo allí el conocimiento del mal y los estragos y la ruina que este conocimiento hacía en el buen concepto que ella de mí tenía formado. Grandísimo pesar me causaba lo que acabo de querer explicarte. El amor maternal, no obstante, y casi tanto como el amor maternal uno a modo de orgullo de artista que se deleita en su obra, siempre me impidieron desear, en el juicio de Lucía, la menor indulgencia que implicase relajación o quebranto en la ley por cuya virtud su espíritu había de dictar un fallo.
Ya se entiende que todo esto lo veía o lo creía ver yo como si mi mirada penetrase en los más abismados pensamientos de mi hija. Lo que es ella, nunca dejaba de mostrarse tan cariñosa conmigo como con ella yo, y tan respetuosa como la hija más cristianamente educada.
Después de nuestros deberes para con Dios, los mandamientos de su ley ordenan que respetemos y honremos a nuestros padres. ¿Cómo hubiera podido Lucía faltar nunca en lo más mínimo a este mandamiento? Ella, además, me amaba y me ama, porque ha nacido de mis entrañas y porque es mi sangre y porque recuerda y agradece mis mimos, mi ternura, el esmero con que la he criado, y hasta esa misma elevación moral y religiosa a que he procurado elevarla, quedándome yo tan lejos y tan por bajo de ella.
Jamás he tenido la tentación de destruir mi obra; de hacer que Lucía baje hasta mí desde la altura en que la he puesto. Pero, a veces me pregunto: ¿no fue delirio ponerla en esa altura?
A este propósito recordaba yo ciertas palabras de una dama andaluza que conocí un verano en Biarritz cuando Lucía no contaba aún sino ocho años de edad. Tenía esta dama una hija de la misma edad que Lucía. Las niñas se conocieron y jugaron juntas en el Port Vieux. Y por esto, y por ser españolas ambas madres, y por lo franco y fácil del trato en los lugares de baños, trabé yo cierta amistad con la madre de la niña, que se llamaba la señora de Benítez. Su marido, D. Ambrosio, era un personaje político de cuarta o quinta magnitud, si bien con esperanzas más o menos fundadas de llegar a serlo de primera, ya que poseía notable desenfado, gran facilidad de palabra y otras brillantes prendas. Por lo pronto, D. Ambrosio estaba como parado, por no decir extraviado en su carrera. O por haberse comprometido en conjuraciones y pronunciamientos, o sin necesidad y sólo para contraer méritos y darse tono, gemía en la emigración. Verdad es que no era muy lastimero el gemido, porque cuando los suyos estuvieron en el poder, le habían enviado a Cuba de vista de una Aduana o no sé bien con qué otro empleo en Hacienda. Al año y medio cayó su partido y le dejaron cesante, pero él no se había dormido ni descuidado y había aprovechado tan bien el tiempo, que pudo volver y volvió, con no despreciables ahorros. Así podía esperar y esperaba sin sobrada angustia la vuelta al poder de su partido, para que le hiciese Director general, Ministro y quién sabe si Conde. Sus esperanzas eran grandes. Su mujer era quien no se las prometía tan felices. La señora de Benítez tenía un carácter apocado y siempre pronosticaba males y no bienes. Ella era lo contrario de D. Ambrosio, que veía el porvenir de color de rosa y que soñaba con todos los refinamientos y primores del lujo y de la distinción suprema. La señora de Benítez, a pesar de lo tétrica que era en el pronosticar, tenía mil excelentes cualidades. Desde que, siendo estudiante D. Ambrosio y ella hija de la pupilera en cuya casa D. Ambrosio se hospedaba, ambos se amaron y se casaron, había sido fiel, sufrida y hacendosa compañera de aquel hombre, gobernando la casa y cuidando de todo con ordenada economía y dando a D. Ambrosio, sin molestarle ni ofender su orgullo, los más juiciosos consejos. Ella se esforzaba, sobre todo, en esfumar los ensueños de grandeza de su marido, y en procurar que éste no viniese a ser un Faetonte del chic, y acabase por caer despeñado.
En el invierno que siguió al verano y al otoño en que los conocí, vinieron a París ambos esposos a pasar una corta temporada. A ellos y a su niña los obsequié cuanto pude. Un día en que estaban los tres comiendo a mi mesa, mi cocinera estuvo inspirada. Don Ambrosio, que era francote a pesar de su vanidad, se entusiasmó con todos los platos que se sirvieron, y singularmente con un chaud-froid de ortolans, que en realidad fue una obra maestra. Mas ¡oh, desgracia!, la niña del Sr. Benítez comió muy poco de todo. Lo que es el chaud-froid, por culpa de la gelatina que le envolvía y por lo frío que estaba, le dio mucho asco y no consintió en llevársele a la boca. Don Ambrosio perdió con esto los estribos; no acertó a contenerse y deploró en mi presencia con acerbas frases la ingénita ordinariez de su hija, que no gustaba sino de alboronía, chanfaina, pepitoria y sobrehúsa de bacalao. Herido con esto el orgullo maternal de la señora de Benítez, habló con elocuencia y refutó el parecer de su marido, diciéndole para concluir:
—Pues debieras dar gracias a Dios y no lamentarte de que sea así tu hija, porque tal vez se quede para vestir santos, o bien se case con algún pobretón que, en vez de darle a comer pajaritos sin hueso y rellenos de trufas, tenga que alimentarla, y gracias, con esos guisotes que tú desdeñas, aunque con ellos te has alimentado y bien robusto te has criado.
Ya comprenderás tú de qué manera aplicaba yo este caso a Lucía y a mí. Y, sin embargo, aunque me parecía atinado y juicioso lo que con relación al refinamiento material decía la señora de Benítez, yo seguía hallándolo vil y grosero aplicado al refinamiento del alma. Lo que es en esto persistía yo y me aferraba en ser más exquisita que D. Ambrosio.
Mi entendimiento vacila, cambia y duda mucho. Suele mirar las cosas por diversos lados, y según el lado por donde las mira, las ve con aspecto distinto.
Me inclino a creer que a todo el mundo le sucede lo mismo. La diferencia está en que yo lo confieso, y son raras las personas que lo confiesan.
Digo esto porque hasta en los momentos de mi mayor entusiasmo por la sublimidad moral y religiosa de Lucía, asaltaban mi mente no pocas consideraciones que propendían a echar por tierra el entusiasmo mencionado.
Siempre me figuraba yo como legítimo y bueno el andamio, la escala, la a modo de Torre de Babel que el alma construye a veces para encaramarse por ella y subir al cielo de su ideal más alto; pero importa que esta torre, andamio o lo que sea se construya sobre firme y sólido cimiento de sentido común. De lo contrario, es casi seguro que cuando ya esté muy alta la torre y nos complazcamos y ufanemos en contemplarla, se cuartee por culpa de la base y acabe por hundirse lastimosamente en el ancho foso de tontería que la rodea.
Así pensaba yo y así me atormentaba al penetrar cada vez más en la mente de Lucía y al recelar que en la dirección que yo había dado al vuelo de su espíritu, había acaso falta de tino. Pues qué, ¿no podía ella ser todo lo santa que quisiese sin avergonzarse de mí, aunque fuese de un modo involuntario? ¿Si ella se hubiese criado en el abandono en que yo me crié, hubiera sido más que yo virtuosa y honrada?
En el abismo de mi alma ocultaba yo mis cavilaciones. No hallaba términos con que declarárselas a Lucía, ni con qué darle al menos leve indicio de ellas. Ignoro hasta qué hondura penetraría Lucía en mi conciencia y leería lo que allí pasaba. Lo que sé es que yo leía en la conciencia de ella como en un libro abierto, donde las sanas doctrinas del ilustrado sacerdote que la había educado, y las no menos sanas de las benditas madres del convento habían venido a combinarse con los rumores del mundo y con las malévolas insinuaciones de las compañeras de colegio a quienes la envidia movía, y habían formado un amargo conjunto que menoscababa el respeto y que acibaraba y aun emponzoñaba el amor de la hija a la madre.
Sin duda en la mente de Lucía había llegado a formarse un concepto de mí harto peor que el merecido. Ella hubo de creerse hija de un padre hasta de mí misma ignorado.
No creas tú por lo que aquí manifiesto que Lucía me mostrase el menor desvío. Antes era cada vez para mí más entrañablemente afectuosa. Por gratitud, por deber y por natural inclinación Lucía me amaba.
Modelo de cristiana humildad para con Dios, Lucía era tan orgullosa o más orgullosa que yo en sus relaciones con el prójimo, salvo que mi vileza primitiva había cortado las alas de mi orgullo y su orgullo tenía alas, aunque estaba herido por mi culpa y por mi vergüenza.
Una tristeza dulce y al parecer sin causa se pintaba en su rostro desde que salió del convento. La llevé a paseos y tertulias, la vestí y la adorné con los más elegantes trajes de moda, y procuré distraerla y alegrarla, pero todo fue en balde. Ella me confesó al cabo que tenía la más decidida vocación de abandonar el mundo y de entrar en el claustro. Inútiles fueron todas mis amonestaciones en contra; inútil la pintura que reiteradamente le hice de un porvenir brillante, honrado y tan dichoso y tan digno cuanto en este bajo mundo es posible. ¿Por qué no había ella de inspirar a un hombre y de sentir por un hombre que la mereciese el único y persistente amor que al pie de los altares se purifica y que un sacramento religioso ennoblece y ensalza?
Todo por mi parte fue empeño vano. Lucía persistió en no ser esposa sino de Cristo, y fue tan resuelto su propósito que no pude atajar los primeros pasos que quiso dar para lograrle, y, harto a despecho mío, hube de consentir en que se volviese al convento.
Sobre lo que tengo que contarte ahora, voy a pasar con rapidez como sobre ascuas. Aun así me quemará la sangre el recordarlo.
Por amor, por devoción a mi hija, concebí un proyecto tan sentimental como descabellado. A fin de realizarle me expuse a la más dura de las humillaciones.
Mi efímero amante, el joven Secretario de la Legación inglesa en Río de Janeiro, no era ya Master John, era Sir John. Se había transformado en un señor respetabilísimo de cuyas circunstancias había yo tomado exactos informes. Era un personaje rico, notable e influyente en la política de su patria.
Bien podía afirmarse que dominaba fuera de su casa y que dentro de ella estaba dominado. Trece años hacía que había contraído matrimonio con una noble Lady, bella, muy aristocrática y tan dotada de virtudes como de soberbia. Juan Maury tenía de esta mujer tres hijos legítimos; y, según me contaron, si a ellos los amaba como padre, a ella la obedecía y la acataba como rendido adorador a una diosa.
Allá en mis adentros, allá en lo más hondo y oculto de mi corazón, aún descubría yo rastros del verdadero amor que, por única vez en mi vida y evocado por Juan Maury, había pasado por mi alma, tocándola con sus alas e iluminándola toda. Juan Maury nunca lo supo, ni lo presumió siquiera. Durante el corto tiempo que me poseyó me tuvo por una mujer galante: muy agradable, muy divertida, y nada más. Para él aquellos nuestros amores no fueron más que amoríos.
¿Cómo pues me atreví a considerar posible que Juan Maury, dieciocho o diecinueve años después, había de llegar a saber que había tenido de mí una hija y había de estar tan seguro de ello que se allanase a reconocerla?
Sin embargo, fue tan grande mi deseo de que mi hija supiese quién era su padre y de que él declarase que lo era, que yo vencí mi repugnancia, humillé mi soberbia y acudí a Juan Maury con mi pretensión. Le escribí varias cartas a las que no se dignó contestar, y yo sufrí y devoré su desprecio. Apelé entonces al confesor de mi hija, le puse en el secreto de todo y le di la comisión de ir a Inglaterra, de buscar a Juan Maury, de hablar con él, de reiterarle mi pretensión y de exponerle mis planes.
Mi hija era suya, y yo lo juraba por lo más sagrado. No necesitaba de la hacienda de él. Yo era bastante rica y estaba dispuesta a dar desde luego más de la mitad de la mía y el resto a mi muerte. Yo me conformaba asimismo con renegar de mi maternidad o con ocultarla, para que Juan Maury buscase y fingiese, para su hija, al reconocerla por tal, más decorosa madre que yo, y no casada sino soltera. Yo me comprometía, si era necesario, a no volver a ver a mi hija para no contaminarla con mi contacto. A ella, si Juan Maury no quería tenerla en su casa, la podría tener bajo la custodia y autoridad de una ilustre y anciana parienta suya, viuda y sin hijos, y de quien sabía yo que le amaba en extremo. De la virtud, de la limpieza y santidad de costumbres y del recato de Lucía fácil era que pudiese informarse Juan Maury. De su hermosura, de su distinción y de su talento, él mismo podía juzgar, viniendo a visitarla en el convento en que ella estaba. Tal vez (en mi concepto casi de seguro) notaría él viéndola, por los rasgos de su fisonomía y por todo su aspecto, que era ella de su casta y de su sangre. ¿Qué recelo, qué temor podía impedir a Juan Maury confesar a su mujer una culpa suya cometida cuatro o cinco años antes de su casamiento, e impetrar su beneplácito para expiar en parte dicha culpa reconociendo por hija y dando su nombre a la que de la culpa había nacido? Ni los bienes de fortuna de Juan Maury sufrirían con esto menoscabo, porque Lucía era rica de por sí y nunca le sería gravosa.
Pero Juan Maury era más egoísta de lo que yo había imaginado. Era además tan gurrumino que tenía más miedo de su mujer que de una espada desnuda; y Lady Maury era quizás la más severa, la más entonada, la más en sus puntos y la más enemiga de lo escandaloso e incorrecto de cuantas Ladies vestían y calzaban a la sazón en todo el Reino Unido de la Gran Bretaña.
Por otra parte, yo soy muy imparcial, y cuando hay disculpa, la hallo aunque sea contra mí. Mi pretensión pecaba de extemporánea, era harto sospechosa y carecía de documentos fehacientes en que fundarse.
Mi orgullo maternal y mi altivo menosprecio de las consideraciones y respetos sociales, en época en que estaba yo más sobre mí y muy engreída, me habían inducido a ser imprevisora y a no desear ni buscar con oportunidad mayor el reconocimiento de mi hija por quien evidentemente era su padre.
Mi empeño fue ya tardío. A fuerza de gestiones mi embajador clérigo consiguió ver en secreto a Juan Maury y exponerle el objeto de su embajada; pero Juan Maury, lleno de desconfianza, le despidió sin hacerle caso.
Todavía, con humillante terquedad, persistí yo en mis ruegos y escribí varias cartas a mi antiguo y descastado amante. El único resultado que obtuve fue infundir en su ánimo un miserable terror de que su Lady sorprendiese mi correspondencia a medias y pusiese el grito en el cielo. Para salvarse de tamaña calamidad, Juan Maury me envió como mensajero a un hombre de negocios de toda su confianza, quien, más que a convenir en nada, vino a imponerme silencio. Aunque era inglés y no hablaba la lengua francesa muy de corrido, yo no he visto ni oído nunca a nadie más fresco, circunspecto y reposado en su hablar, ni que acertase a decir mayores crudezas y enormidades, sin descomponerse y sin manifestar en la forma y combinación de sus palabras nada de shocking ni de feo. Traducido lo que me dijo en rudas frases era como sigue: que si Juan Maury, que había sido guapo y muy querido de las damas, tuviese que aceptar un hijo por cada uno de los extravíos o ligerezas de su primera juventud, se expondría a poder formar un batallón con su prole; que sus relaciones conmigo habían sido de lo más ligeras, sin compromiso ninguno, y de duración muy corta; y que él no tenía ningún motivo justificado para afirmar con pleno convencimiento que durante dichas relaciones había sido el único, porque entonces había también un marido legítimo, y había además dos rivales que con grave escándalo y por celos riñeron en desafío, resultando muerto uno de ellos. En suma, el mensajero inglés me amonestó para que abandonase mi empeño absurdo, del cual sólo podría originarse la perturbación de la paz doméstica en el seno de una honrada y nobilísima familia.
No he de negarte aquí que el discurso de aquel mensajero inglés me revolvió ferozmente la bilis: estuvo a punto de restaurar en mí las bizarrías de mis verdes años y mis arrestos de chula. En mis manos, cuidadas ahora con el esmero de las manos de una princesa, sentí bullir la comezón y el prurito de hartar a aquel inglés de bofetadas y de arañazos. Pero su corrección, su calma y su serenidad impasible me contuvieron y lo aguanté todo. Lo que sí hice fue derribar con ira y hasta con asco el ídolo de Juan Maury del altar que misteriosamente le había yo erigido en el templo de mis recuerdos. Y aunque mis manos permanecieron ociosas e inertes, no le sucedió lo mismo a mi lengua. La esgrimí como puñal buido. Si no calenté bien con mis manos la cara del inglés, con la lengua le calenté las orejas. En contestación de lo que él insinuó acerca del nombre ilustre que anhelaba yo dar a mi hija, llegué a decir al inglés que ya prefería yo hacerla hija de un zapatero remendón a que fuese hija de su amo. En suma, yo me desahogué de veras y despedí al inglés con cajas destempladas.
Para siempre deseché la esperanza y abandoné el propósito de que mi hija tuviera padre en la tierra. Casi creí juiciosa la idea extravagante del sansimoniano Padre Enfantín de no conceder sino madres a los seres humanos y de suponerles un padre ideal para que imitasen mejor a Cristo.
No era Lucía de este parecer. No poco traslució de los pasos que había yo dado y del mal éxito que habían tenido. Su amargura hubo de ser grande. La opinión que de mí tenía hubo también de malearse mucho. No dejó por eso de mostrarme sino que extremó más que antes su cariño y su respeto hacia mí; pero cada día ponderó más lo decidido y lo invencible de su vocación.
En balde fueron mis razonamientos y mis súplicas para que Lucía desistiera. Al fin tuve que ceder y que consentir.
Hace ya más de un año que Lucía tomó el velo y se encerró para siempre en el claustro.
Nada diría yo si creyese su determinación enteramente nacida de fervor religioso; pero yo me atormentaba y aún me atormento sospechando que la desesperada soberbia de mi hija y la lucha interior entre el respetuoso cariño que me tenía y me debía y el pésimo concepto que de mí formaba, la habían llevado a sacrificarse.
Aun así la grandeza del sacrificio la ennoblecía a mis ojos. Por orgullo había desdeñado la riqueza, las galas, los deleites y los triunfos que a pesar de la impureza de su origen, hubiera ella podido lograr en el mundo.
Sin embargo, yo cavilo mucho y de vez en cuando hago suposiciones y consideraciones que rebajan el mérito de Lucía y con las cuales también me culpo y miro mi desgracia como natural resultado de mi imprudente necedad. Me comparo entonces a cierto aprendiz de mago de una antigua leyenda, que se propuso evocar y llamar a sí a un ser etéreo, a una sílfide, a una diosa beatificante, y equivocó las fórmulas, los procedimientos y los conjuros, y suscitó un vestiglo que cayó sobre él, le derribó por tierra y le pisoteó el cuerpo y el alma.
Mi propensión a reír y a burlar, aunque sea a costa mía, me induce en ocasiones a ver este asunto por el lado cómico, pero no sazono el acerbo chiste con sal y pimienta, sino con hiel y vinagre. La cualidad de snob, me digo, puede encumbrarse a un grado heroico. Para probarlo acude a mi memoria lo que ocurrió a mis amigas la señora y las señoritas de Pinto. Vinieron a París, desde la provincia brasílica de Minas Geraes, tres sobrinos de la madre, primos hermanos de las hijas. Se habían enriquecido cultivando una magnífica fazenda, pero eran ordinarios y medio salvajes y chapurreaban el francés por detestable estilo. Llevaban, además, en el rostro el indeleble signo de su plebeyo e híbrido origen. Estaba patente en ellos la mezcla de la sangre europea con la del caboclo y aun con la del negro. No puedes figurarte la consternación que produjo en las de Pinto la llegada de estos señores. Para colmo de horror acertaron ellos a presentarse en casa de las de Pinto una tarde en que dichas señoras tenían un five o'clock tea, más subido de punto que nunca por lo aristocrático. Allí estaban el Barón de Castell-Bourdac, quien casi o sin casi es del Faubourg; dos príncipes rusos, descendiente uno de Gengiskan y otro de un compañero de Rurik; tres marqueses italianos; y una condesa polaca, de la clarísima estirpe de los Jaguelones. También estaba yo, aunque plebeya, considerada como muy elegante. ¿Qué hubiera sido del crédito de las de Pinto si llegan a entrar en la sala aquellos salvajes, tuteándolas y abrazándolas como a primas? Por fortuna ellas acudieron a tiempo de evitar la catástrofe. Los Pintos exóticos fueron introducidos y enchiquerados en un salón vacío. ¡Pero cuánto sobresalto, cuánta angustia, divinos cielos! Aquellas señoras iban y venían por turno de un salón a otro para dar conversación a los inoportunos y descomunales parientes. A mí no pudieron menos de ponerme en el secreto y también me enviaron con disimulo a darles un poco de conversación.
En suma, para qué cansarte: las angustias y los apuros de las señoras de Pinto fueron inefables e innumerables durante cerca de dos meses que permanecieron sus parientes en la capital de Francia. Por dicha se marearon estos de oír tanto ruido como hay en estas calles de París, de estropear la lengua de Voltaire y de que nadie les hiciera caso sino los que les sacaban el dinero. Se largaron, pues, no sé dónde, y las de Pinto respiraron. Segura estoy de que si no llegan a irse, atribuladas y compungidas las de Pinto por una perpetua y abominable obsesión, las tres abandonan el mundo y se meten monjas.
Valiéndome del recuerdo de este lance como término de comparación, pugnaba yo por achicar en mi pensamiento la mística heroicidad y el desprendimiento de Lucía; pero mi obstinado amor hacia ella y mi juicio favorable a sus nobles prendas la amparaban contra la ridiculez que mi despecho quería lanzar sobre ella. Sólo conseguía yo mortificarme más y desesperarme.
A pesar de lo apacible y alegre de mi carácter durante toda mi vida, empecé a sentir entonces, con enojosa persistencia, odio y desprecio hacia mí misma y hacia la gente que me rodeaba y miedo de verme tan sola, sin haber obtenido nunca sino fugaces amistades y sin contar con persona alguna en quien poner mi confianza y mi profundo y verdadero afecto. Apenas tenía yo más amigos que el Barón; y yo no desconocía, por más que estimase su fidelidad perruna y su devoción hacia mí, cuánto había de cómico en todo ello. Las ganas de morir asediaron mi espíritu con la contemplación de tales miserias.
Para distraer mis penas, para aturdirme, me lancé entonces al mundo con mayor ímpetu y frenesí que nunca. Te confieso que llegué a sentir veleidades de conquistar cierta extraña clase de nombradía; de echar mi modestia a un lado y de obtener palma y corona en el certamen de la hermosura. No fue el sentido moral quien detuvo mis arranques e impidió que cayese yo en aquel precipicio: fue mi soberano desdén hacia el juicio y la estimación de los hombres. Parodiando en mi pensamiento una sentencia evangélica, me decía yo que para cebar a los cerdos bastan afrecho y bellotas, y que es lástima arrojar perlas en la pocilga.
Con todo, otro sentir menos soberbio y de purificante delicadeza agitó por entonces mi pecho. Imaginé posible todavía, cuando no el amor verdadero, fiel, único y sin mancha que pudiese unir mi ser con el de un hombre, un apacible y amoroso afecto que, sin poseer ya la vehemencia del amor juvenil, tuviese su limpieza, su persistente duración y su fidelidad exclusiva. ¿Pero dónde hallar este amigo, este amante, este esposo con quien yo aún atrevidamente soñaba? ¿Cómo podría yo desprenderme de lo pasado para ser digna de ser suya? Y si de lo pasado no me desprendía, ¿cómo enredarle en mi imaginado lazo sin rebajarle hasta mi nivel y sin hundirle en la abyección en que yo estaba?
Mis alambicados pensamientos y el ensueño ideal que repentinamente, tarde y fuera de sazón, movían y embriagaban mi alma, la llenaban de desesperanza y de anhelo de muerte, aunque yo seguía hallando hermoso el mundo, y rico en encantos, en curiosos misterios y en amena variedad de casos el espléndido tejido de la vida humana.
Deseo hacerte comprender las vacilaciones de mi espíritu, y de qué suerte, con incesantes alternativas, paso de la tranquilidad apacible al dolor desesperado. Nunca engañé, ni ofendí, ni robé, ni herí a nadie. En nada de esto pequé ni tengo de qué arrepentirme. En ocasiones, la fe perdida renace en mí. Recuerdo y reconozco como mortales muchos pecados míos, pero confiando en la infinita misericordia de Dios, creo que me los perdona. Siento la contrición y yo misma me absuelvo. El remordimiento ya no me atosiga, pero hay un sentir poco cristiano, hay en mi ser un cruelísimo orgullo, que, más que todo remordimiento, atormenta y mata. La humillación y la vileza de mis primeros años se representan en mi memoria y me cubren de oprobio. No hay penitencia, ni conjuro, ni sacramento, ni palabra mágica, diabólica o divina, que borre ciertas manchas indelebles. La vergüenza que inspiro a mi hija se vuelve contra mí. La misma consideración de mi riqueza, de mi material bienestar, de mi salud y de mi elegancia, se contrapone al estado de mi espíritu y me impulsa a contemplarle con mayor espanto y repugnancia. Mi cuerpo está sano y hermoso, pero mi alma, cuando caen los recuerdos sobre ella, está como Job en el muladar. Imposible apartar de ella y raer la ponzoña de sus úlceras, a no despojarla de una de sus principales potencias, a no privarla para siempre de la memoria.
Tal era el estado de mi alma cuando, después de tanto tiempo, volví a verte en casa de las de Pinto. Te lo digo sin lisonja: me pareciste muy bien. Tu presencia y tu conversación me confirmaron en la idea que he tenido siempre de que el hombre de naturaleza sana y robusta, si el vicio no le deprava, va creciendo en valer y como completándose hasta llegar a la edad de cincuenta años, que es sobre poco más o menos la que tú debes de tener ahora. Hay en su aspecto, en su ademán y en todo él una majestad y un brío reposado que están muy por cima de la intranquilidad y de la petulante inconsistencia de la primera juventud. En fin, ¿para qué buscar aquí los motivos? Bástete saber que te encontré muy de mi gusto, y que aquella noche volví a casa harto imaginativa y soñadora.
Después, a solas conmigo, se apacentó mi espíritu en los lejanos recuerdos que desde Lisboa guardaba yo de ti, profundamente sepultados, bajo otra multitud de recuerdos, allá en los abismos de mi memoria. Y no contenta yo con exhumar recuerdos tan distantes, me complací en combinarlos, empleando para ello un arte sibarítica, con las recientes impresiones que de ti había recibido. Entonces los traviesos y regocijados amores que en mi seno dormían se despertaron en tumulto y se pusieron a tocar diana, como si saliese para ellos la aurora de un nuevo día, con cuyo anuncio querían levantar y alborozar mis sentidos y potencias.
En mi pensamiento ya no podía yo estar más rendida ni ser de nuevo más tuya. Pensé o imaginé, no obstante, multitud de cosas que vinieron a complicar aquel sentir sencillo y alegre. Anhelaba yo y buscaba desde hacía tiempo formar o estrechar vínculos de amistad con alguien que me comprendiese y en quien yo pudiese poner toda mi confianza y desahogar mi pecho. También para este oficio te elegí en seguida, e impaciente y deseosa de que le ejercieras, empecé aquella misma noche a escribir estas confidencias que pronto leerás.
Al mismo tiempo, brotó en mi mente otra aspiración, otro propósito, apenas hasta entonces concebido por mí, que mucho me turbaba y me inquietaba. No aspiré ya al logro de fugaces deleites. Forjé un raro y para mí inverosímil cuento de amores; la unión apacible y duradera de dos voluntades humanas; algo de muy semejante a la historia de Filemón y Baucis.
Por desgracia, la concepción de este último propósito cayó con violencia sobre los propósitos anteriores, y pugnó por desbaratarlos.
No; aunque tú lo quisieras, aunque movido tú por amor vehementísimo, que yo con todas las energías de mi alma lograse inspirarte, te humillaras hasta el extremo de convertir el rápido capricho y el pasajero enlace en persistente unión, y aunque te complacieras en ser mi constante y único compañero y en consagrarme tu vida, yo no podría ni debería aceptar el sacrificio, y aunque lo aceptara, no se conseguiría mi objeto. Al hacerte tú mío, completamente y para siempre mío, perderías el valer, el encanto y el mérito que me lleva a desearte como mío para siempre.
Harto comprenderás por lo que te indico los encontrados anhelos que combaten dentro de mi alma. No has de extrañar, pues, que en medio de esta lucha, brote de lo hondo y como de la raíz de mi existencia, en mí que amo tanto el mundo y la vida, la imagen de la muerte, rica de hermosura y de poderosos atractivos, y trayendo en su mano paz y reposo.
A menudo, independientemente del renovado y repentino afecto que me inspiras y de las otras consideraciones que dejo expuestas, me aflijo y me mortifico haciendo lamentables pronósticos. Yo, según has podido entrever y pronto es probable que veas, he empleado tal fuerza de voluntad y me he esmerado con tal sabiduría en cuidarme, que si mis ojos y el amor propio no me engañan, estoy como el sol que culmina en el meridiano; estoy, como nunca, lozana y bella. Pero esto mismo aumenta mi terror de una pronta caída. Me espanta descender con precipitación del único pedestal que me sostiene. ¿Qué será de mí cuando sea yo vieja y fea? ¿Qué me quedará de respetable y de digno y de simpático cuando vengan la vejez y las enfermedades y poco a poco me vayan destruyendo y matando? Hasta la distinción, hasta la traza de mujer elegante y hasta el señorío majestuoso que muchas personas hallan hoy y celebran en mí, todo me abandonará para siempre. Ya lo he notado yo con espanto en no pocas mujeres de mi laya que han envejecido. Su aristocrática distinción era formal y somera; no procedía de lo íntimo y de lo esencial, sino de la forma exterior y de los atavíos que la engalanaban. Para mujeres tales, la vejez no llega sola, sino que viene acompañada de la vileza y de la ruindad en que nacieron y en que vivieron hasta envolverse en el alucinador artificio de que al fin la vejez las desnuda. Pensando en todo esto me amedrenta la vejez, de tal suerte, que deseo morir antes.
Vas a tenerme por presa de un delirio. No importa. Es menester que lo sepas, y te lo contaré todo. Se acerca el día en que has de venir a esta casa; en que he de cumplirte lo ofrecido. A menudo lo deseo, más todavía que puedes tú desearlo. Y sin condición, sin promesa, sin seguridad de que dure mi dicha, me propongo gozar de ella con tan reconcentrada intensidad, que encierre y cifre yo siglos y siglos en pocas horas.
Y con todo, aquí no puedo menos de hacerte la confesión que me apesadumbra por el temor de que te lastime.
Tienes un rival que se interpone entre tú y yo, y quiere y manda que yo no te cumpla lo ofrecido. Pretende guardarme para sí; que a ti te desdeñe y que sea yo para él solo. De subidísimo precio son las joyas y dones con que él me brinda y trata de ganarme la voluntad. Con un beso suyo se jacta de infiltrar en mis venas llama sutil que las purifique. Su abrazo será para mí como crisol candente en que mi ser se funda, y en que el metal de que está forjado deseche las escorias y salga limpio como el oro. Así seré digna de él, y él me hará suya para siempre. El entregarme a él con rendido y confiado abandono será la efusión de todo mi ser en lo infinito. Él me traerá completa hartura para mis anhelos de deleite, bálsamo para mis dolores, y eterno olvido para todas mis penas. Cuando pose él su mano sobre mi frente, borrará de allí el signo o la mancha que me desdora. En su regazo me dormiré en largo sueño que disipará y ahuyentará de mí para siempre todos los recuerdos vergonzosos de cuantas vilezas y ruindades me atormentan hoy. Prodigiosa es la hermosura de este rival que me solicita en tu daño. Su poder es inmenso.
Imaginan las gentes que el Amor y la Muerte son hermanos. Yo me inclino ya a creer que el Genio de la muerte es el amor mismo. Morir es el supremo acto de amor que puede hacer toda criatura. La que se rinde y entrega enamorada a otra criatura mortal como ella, da su vida y su ser, pero limitadamente, con egoísmo, con abnegación fugitiva, recobrándose pronto y casi sin perderse ni por un instante. Pero el consorcio con el Genio de la muerte, que es el mismo amor, es eterno e indisoluble.
La sustancia individual apenas tiene ya valer ni significado. Lo penetra y lo lleva todo, se diluye por la amplitud inmensa del éter y se prolonga en lo pasado y en lo venidero por el tiempo sin término que con la eternidad se confunde.
Ya ves tú cuán seductor es el rival que tienes, rival que me persigue y a quien no quisiera yo dar los miserables restos de que la cansada vejez no me despoje; divinidad en cuyas aras no quisiera yo hacer ruin libación, vertiendo las heces del cáliz de mi vida, sino derramarle allí, generosa y hasta pródiga, cuando aún está lleno hasta la orla del filtro ardiente de pasiones y anhelos.
Es más de media noche. Ha empezado el día de mi cumpleaños. Hoy vendrás a verme y yo debo recibirte.
El empeño contra ti de tu rival prosigue con ímpetu. Mi egoísta amor de la vida, el terror que infunden lo desconocido, lo inmenso y lo obscuro que hay más allá, y todas mis aficiones a los materiales regalos y dulzuras, luchan en favor tuyo y me encadenan y tratan de retenerme cautiva para ti. Y por otra parte, mi imposible propósito de amor verdadero y único en la tierra, de purificación de culpas y de olvido de afrentas, me arrebata y pugna por echarme en brazos de la muerte. Hoy, como hace ya muchos años, no repruebo yo ni censuro las obras divinas que en torno mío resplandecen y cuya imagen se graba en mi alma. Todo, sin duda, está ordenado, perfecto, hermoso hoy como antes y como siempre. No exhalo la menor queja. En mí hay admiración y agradecimiento. La providencia, la fortuna, lo que quiera que sea, me ha mimado y me ha acariciado en vez de herirme. ¿Qué habrá sido de cuantas en Cádiz y en Sevilla fueron las compañeras de mi primera mocedad? Muchas habrán muerto; otras gemirán aún despreciadas y miserables en el hospital o en la reclusión de las delincuentes o de las arrepentidas, y otras se revolcarán en el lodo de las más hondas y negras capas sociales. ¡Cuántas gracias no me incumbe dar al cielo por la excepcional elevación en que estoy! Nada de protesta por parte mía ni de acusación contra él. Hasta el resultado de la santa educación que he dado a mi hija y que me ha valido que ella, sin poderlo remediar, de mí se avergüence, me parece natural y justo. Si me voy, pues, del haz de la tierra, no será por ira ni por enojo contra el cielo, será por el ansia impaciente de buscar y de hallar el amor que en la tierra no hallo.
Años ha que esta sed de amor supremo acude a mi alma y me excita a buscarle fuera de la vida que hoy vivo. Pero antes había un fuerte lazo que a esta vida me ligaba, y ahora está desatado. Lucía me abandonó para unirse con su esposo eterno. ¿Por qué no he de volar yo también a unirme con mi eterno esposo?
Mil veces antes de ahora han surgido en mi alma pensamientos y deseos de muerte. En otro tiempo, la fe viva los sofocaba. Hoy, muerta la fe, aún combate contra esos deseos y contra esos pensamientos mi natural discurso. Sin duda, me digo, existe una inteligencia soberana, presente en todo y que todo lo ordena y encamina a fin alto y dichoso. Don suyo es mi vida. Mi vida, hasta en medio de su vileza y de su insignificancia, tiene un objeto y concurre al orden natural de las cosas y al término y al desenlace de todas ellas prescritos en el plan divino. Despojarme yo de la vida sería rechazar con sacrílega soberbia el don que el cielo me ha otorgado: sería infringir monstruosamente la ley eterna y romper el orden natural con la energía de mi voluntad rebelde. No me disculpa el ansia de llegar al bien supremo. No debo ir a él violentamente: debo aguardar a que me llame. Soy impura, pero no es mi sangre, son mis lágrimas las que deben limpiar las impurezas de mi pecado. Hago mal en temer la vejez, la fealdad y las enfermedades que han de sobrevenirme. Hago mal en temer el abandono y el aislamiento en que voy a encontrarme y el desprecio con que me mirarán cuantos seres humanos me rodeen. De la soledad y del abismo de abyección en que yo caiga, mi alma podrá levantarse hermosa y feliz si la resignación la purifica. Así, y no en virtud de un acto de feroz violencia, podré elevarme hasta lo infinito a que aspiro.
De esta suerte discurro yo por momentos, pero no tardo en burlarme de mi discurso y en imaginarle nacido de mi cobardía: del mísero egoísmo, del ruin apego a todo mi ser material, que me hace preferir su pausada decadencia en medio del desdén y del olvido de mis semejantes a su desaparición rápida y completa, que me lance de súbito en otro mundo mejor y perdurable y más amplia vida.
Tiempo ha que adquirí, a costa de mucho oro, la poción libertadora. Contenida está en este lindísimo pomo que pongo sobre mi bufete. El sabio que me la vendió aseguraba que, sin dolor ninguno, en medio de un sueño delicioso, para con suavidad el movimiento del corazón y en las arterias y en las venas cuaja la sangre. La poción está compuesta de láudano y del jugo calmante de varias flores y plantas. Tal vez hay en la poción el refinado zumo de aquella hierba que gustó Glauco y le convirtió en Dios.
Aún estoy vacilante, pero por momentos creo oír lejana música y voces suaves que desde una región desconocida y llena de misterios me llaman, me atraen y promueven en mí embriaguez y furor y apetito de ir a unirme con ellas.
Adiós. Me pesan los párpados y van a cerrarse mis ojos. Aún persisto en la indecisión; no sé si beberé del pomo y mis ojos quedarán cerrados para siempre.
De todos modos, hoy, antes de las diez, recibirás y leerás este libro.
El Vizconde de Goivoformoso le leyó en efecto, sintiendo sucesivamente dudas, sorpresa, susto e indecible angustia. Tenía por Rafaela cuanta estimación, cuanta amistad y cuanto cariño puede tener un gentil caballero por una mujer fácil y alegre, aunque por otra parte de corazón noble y leal y de muy buena pasta. Esperaba terminar una aventura amorosa, gratísima, bastante sentimental para que no fuese grosera, y lo menos trágica y lúgubre de cuantas aventuras puede haber en el mundo. Así es que el Vizconde pensó, primero, que Rafaela quería embromarle con todo aquello, aunque la broma era harto pesada. Imaginó luego que Rafaela se había vuelto loca: que los desdenes místicos de su hija habían perturbado su razón. Tal vez pensó también que la asidua lectura de libros malos e impíos había arrancado del alma de Rafaela las creencias cristianas que fueron su consuelo y la había inducido a tan horrendas abominaciones. En extremo le pasmó el deseo concebido y formulado por Rafaela de poner término y corona a la larga serie de sus livianos amores con un amor puro, fiel y constante. No quiso el Vizconde perder la esperanza. Aun aceptando como sinceramente sentido todo lo escrito por Rafaela, notó su indecisión hasta lo último, y se complació en suponer que el amor de la vida y del mundo había triunfado al fin, y que Rafaela le aguardaba, viva, lozana y amorosa. Dada esta suposición, él se prometía quitarle de la cabeza los romanticismos funestos y los ideales absurdos.
—Dicen—exclamaba atribulado el Vizconde—que nuestro siglo carece de ideal. Las personas que presumen de poéticas y delicadas deploran mucho esta carencia. ¿Puede imaginarse mayor majadería? Al contrario: en nuestro siglo hay plaga de ideales. Son una epidemia, casi estoy por llamarlos una epizootia, causa de mil infortunios, guerras, revoluciones y muertes.
Todo esto y mucho más lo discurría el Vizconde, sin sosiego, casi temblando de emoción, tomando a escape el sombrero, bajando precipitadamente las escaleras y entrando en el primer fiacre que vio pasar para que le llevase a todo correr, y mucho antes de la hora convenida, en casa de la Sra. de Figueredo.
Todavía en el camino, aunque le hizo el caballo a todo correr, pugnó el Vizconde por fortalecer su espíritu y por creer que lo que había leído no podía tener mal resultado y era sólo conjunto de burlas o de declamaciones, inventado por Rafaela para lucirse y hacer gala de las muchísimas cosas que había aprendido durante su larga estancia en París y de lo acicalado y agudo que había llegado a ponerse su ingenio.
—Me va a recibir con risa. Va a soltar una sonora carcajada al ver mi inquietud. Es evidente... ella me ha enviado el libro para que yo acuda a la cita algunas horas antes... impaciente de verme... deseosa de que pasemos todo el día en amor y compaña.
Fueron, no obstante, inútiles todos estos discursos del Vizconde. No consiguió tranquilizarse. Subió de dos en dos los escalones de la casa de Rafaela, y brincándole aceleradamente el corazón en el pecho, llamó a la puerta.
El Barón de Castell-Bourdac, que acababa de llegar, fue quien le abrió. El espanto y el dolor estaban pintados en su cara.
—Rafaela ha muerto, dijo, y lloró como un niño.
Grande fue también la pena y el horror del Vizconde.
Madame Duval y la mucamba estaban en la alcoba de la muerta, y ésta yacía tendida en la cama, pálida, inmóvil y hermosa. La última sonrisa plegaba aún suavemente sus labios. Sus ojos estaban cerrados, como si los tuviese así para ver interiormente con el espíritu prodigios y visiones de más altas esferas.
Aquella extraña mujer había premeditado el suicidio desde mucho tiempo antes. Todo lo había dejado bien dispuesto, sin olvidar pormenores. Lucía quedaba por principal heredera, pero había cuantiosos legados para varios establecimientos de beneficencia en Andalucía, para madame Duval, la mucamba y los demás criados.
Al Barón, para no ofenderle y segura de que daría a los pobres lo que ella le dejase y no querría conservándolo pasar por interesado, nada le dejó sino la autorización de tomar de sus prendas y joyas todo cuanto quisiese como recuerdo. El Barón se limitó a tomar la sutil cadenita de oro y la medalla de la Virgen de Araceli, patrona de la ciudad de Lucena, que en su imaginación creadora le había pertenecido cincuenta años antes, cuando la hermosa Rafaela fue concebida.
No acierto a ponderar el profundísimo dolor, la tristeza y el asombro que este trágico suceso produjo en el ánimo de mi buen amigo el Vizconde de Goivoformoso, que, más bien que como hombre maduro, como apasionado y vehemente mancebo había esperado y soñado en los regocijos y deleites de aquel día.
Rafaela, además del testamento, había dejado instrucciones hasta sobre su entierro y sepultura, que el Barón y el Vizconde religiosamente cumplieron.
El entierro fue modesto, como la señora de Figueredo lo había determinado. La enterraron en el cementerio del Père Lachaise. Sobre la losa se grabó este epitafio que ella misma había escrito:
Aquí yace Rafaela la generosa, a quien Dios perdone por lo mucho que ha amado.
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