The Project Gutenberg EBook of Doña Luz, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net Title: Doña Luz Author: Juan Valera Release Date: December 17, 2005 [EBook #17338] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DOÑA LUZ *** Produced by Chuck Greif Character set for HTML: ISO-8859-1
A la señora condesa de Gomar -I- -II- -III- -IV- -V- -VI- -VII- -VIII- -IX- -X- -XI- -XII- -XIII- -XIV- -XV- -XVI- -XVII- -XVIII- -XIX- -XX- Conclusión |
Estando en casa de V., en una noche del verano pasado, conté la sencilla historia de Doña Luz. Hallola V. bien, gracias sin duda a la indulgencia con que me mira, y me animó para que la escribiese. Prometí escribirla y dedicársela a V.; aceptó V. la promesa, y hoy con el mayor gusto la cumplo. Lo que me desazona es el corto valer del don en sí o su ningún valer, si se atiende al de la persona a quien le dedico, por su talento y belleza tan general y justamente encomiada. Sea, con todo, mi dedicatoria muestra, aunque pobre, del respetuoso cariño que V. me inspira.
Por lo demás, aunque la novela no divierta, creo yo que vale algo por las muy graves y severas lecciones que contiene.
Pongo a un lado las mil y quinientas que cualquier agudo crítico puede sacar si se empeña en elogiarme y lucirse, y me limito a la lección que se da, no ya sólo a los frailes, que al fin pocos hay en España ahora, sino por extensión a todo caballero cortesano, viejo o algo machucho, que se enamora con amor vicioso.
El desastrado caso del P. Enrique deberá servir de escarmiento y grabar en la mente del cortesano viejo, como moraleja principal, aquellas advertencias divinas con que el ilustre Micer Pietro Bembo hermosea y corona el libro de El cortesano.
Estas advertencias dicen en resumen que el cortesano «enderece su deseo a la hermosura sola, y cuanto más pueda la contemple en ella misma simple y pura, y dentro en la imaginación la forme separada de toda materia, y formándola así la haga amiga y familiar de su alma, y allí la goce, y consigo la tenga días y noches en todo tiempo y lugar sin miedo de jamás perdella, acordándose siempre de que el cuerpo es cosa muy diferente de la hermosura, y que, no solamente no la acrecienta, mas que le apoca su perdición. Desta manera será nuestro cortesano viejo fuera de todas aquellas miserias y fatigas que suelen casi siempre sentir los mozos, y así no sentirá celos, ni sospechas, ni desabrimientos, ni iras, ni desesperaciones, ni otras mil locuras llenas de rabia, con las cuales muchas veces llegan los enamorados locos a tanto desatino que aun a sí mismos quitan la vida»: como sucedió al P. Enrique, volviendo a mi cuento. Al cual Padre le hubiera estado mejor valerse de este amor como de escala para subir a más alto grado. Porque, considerando la estrecheza de estar siempre ocupado en contemplar la hermosura de un cuerpo solo, debió sentir deseo de ensancharse algo y de salir de término tan angosto, y para ello debió también juntar en su mente muchas hermosuras, y, reduciéndolas a una sola, formar aquella que sobre toda la naturaleza se extiende y derrama.
Sabido es, por último, que, por cima de este concepto universal de la hermosura, hay otra excelsa, increada y de la que todas proceden. Si el amor llega a columbrarla, ¿de qué no se olvida? Y entonces (y toda ésta es doctrina de micer Pietro Bembo), se abrasa el alma en aquella llama, simbolizada y prefigurada en la enorme pira, donde se quemó Hércules, después de todos sus trabajos, allá en la cumbre del monte Oeta, o se remonta y traspone en el ardiente carro, en que Elías abandonó la tierra y se fue volando a los cielos.
Yo, señora, con el peso de los años, que ya me molesta bastante, y con no pocas saludables desilusiones, voy propendiendo, aunque pecador, a subir por este último camino. Y si bien en mis novelas se notan aún resabios y aficiones de hombre mundano, ya hay en ellas como señales de que me llaman a sí otras voces muy distintas de las del mundo.
Con esto, acaso perderá en amenidad lo que escribo, pero ganará en utilidad. Ahora que está en moda lo docente, dígame V. con franqueza si mi novela no enseña algo cuando esto enseña.
Dele V., pues, su aprobación; acéptela y defiéndala ya que le pertenece; y créame su devoto servidor y amigo,
JUAN VALERA.
No todas las historias que yo refiero han de ocurrir en Villabermeja. Hoy he de contar una muy interesante ocurrida, pocos años ha, en otro lugar cercano, que llamaremos Villafría, reservando para mayores cosas su verdadero nombre. Por lo demás, entre Villabermeja y Villafría no se da diferencia muy notable; pues, si bien Villabermeja posee un santo patrono más milagroso, Villafría goza de término más rico, de más población, de mejores casas, y de más pudientes hacendados.
Entre éstos descollaba el Sr. D. Acisclo, así llamado desde que cumplió cuarenta y cinco años, y que sucesivamente había sido antes, hasta la edad de veintiocho a treinta, Acisclillo y tío Acisclo después. El don vino y se antepuso, por último, al Acisclo, en virtud del tono y de la importancia que aquel señor acertó a darse con los muchos dineros que honrada y laboriosamente había sabido adquirir.
Su buena fama trascendía por toda la provincia. No le estimaban sólo como a persona que tiene el riñón bien cubierto, y que no se dejaría ahorcar por dos o tres milloncejos de reales, sino que era preconizado como sujeto muy cabal, formalísimo en sus tratos y seguro hasta la pared de enfrente, y como tan recto, devoto de María Santísima y temeroso de Dios, que casi, casi estaba en olor de santidad, a pesar de las malas lenguas, que no faltan nunca.
Lo cierto es que D. Acisclo había sabido conciliar su medro con la probidad y la justicia. Había sido administrador del marqués de Villafría, durante veinte años lo menos, y se había compuesto de manera que todos los bienes del marquesado habían ido poco a poco pasando de las manos de su señoría a sus manos más ágiles y guardosas.
Este pase o dislocación se había realizado natural y legítimamente. Don Acisclo no tenía culpa ninguna de que el marqués hubiese sido despilfarrado y perdulario; y más que por culpa podía y debía contarse por mérito que él fuese ingenioso, ahorrativo y aprovechadísimo.
Siempre se condujo con la mayor lealtad en la administración. El marqués de Villafría habitaba en Madrid, donde gastaba mucho. Tenía necesidad de dinero. Enviaba a pedir. No había. Y entonces se apelaba a varios recursos, de algunos de los cuales hablaré aquí en breves palabras.
Mandaba el marqués, que, para reunirle dos mil duros, se vendiese vino, aunque fuese malbaratándole: dando, por ejemplo, el fino y potable como de quema.
Don Acisclo era muy estrecho y escrupuloso de conciencia, y se ponía a buscar con afán a alguien que se llevase el vino por su justo valor; pero no le hallaba. Nadie daba por cada arroba sino seis o siete reales menos de lo que valía. Entonces D. Acisclo se sacrificaba; allegaba el dinero, se le enviaba al marqués, y tomaba el vino para sí por una peseta menos en cada arroba. De esta suerte ganaba él, haciendo ganar al marqués tres reales en arroba por la parte más corta. Luego echaba D. Acisclo en madera el mencionado vino, y al cabo de un año, le ponía tan exquisito, que vendía cada arroba por siete u ocho pesetas más de lo que le había costado.
En otras ocasiones, pedía el marqués, corriendo, mil duritos para salir de un apuro. «Tómalos de un comerciante de Málaga—escribía a D. Acisclo—, prometiendo pagarlos en aceite dentro de dos meses, que será la cosecha».
Don Acisclo buscaba al punto en Málaga comerciante que se allanase a dar el dinero, y resultaba que nadie quería darle sino cobrándose en aceite, dos meses o poco más después, y tomando la arroba de dicho líquido a dos reales menos del precio corriente. Ésta era una usura monstruosa; era una usura de más del 30 por 100 al año. Don Acisclo se afligía, ponía el grito en el cielo, caía enfermo por la pesadumbre que le daban los apuros del marqués, y al fin reincidía en sacrificarse, tomando él mismo el líquido por un real menos de su precio corriente, y aprontando el dinero, del cual no venía a sacar sino a razón de 20 por 100 al año. Así hacía ganar al marqués otro 10 por 100.
Con el trigo sucedía lo propio. El marqués mandaba que le vendiesen el trigo dos o tres meses antes de la cosecha. No se hallaba quien le pagase con anticipación sino con tres reales de descuento por fanega. Entonces D. Acisclo proporcionaba el dinero, y se quedaba con el trigo por dos reales menos, pero haciendo ganar al marqués un real en fanega.
El marqués gustaba de tener una reata de ocho hermosos mulos, los cuales se hubieran comido una barbaridad de cebada, sin trabajar para el marqués sino cuatro meses a lo más cada año; pero D. Acisclo se servía de los mulos para los acarreos y tráficos, y así se ahorraba él de pagar mulero y mulos, y hacía que el marqués ahorrase sobre seis meses de piensos.
Las tierras del marqués estaban muy necesitadas de abono. Don Acisclo adquirió para sí no pocas ovejas y cabras, las cuales, a trueque de algunas hierbas inútiles y tal vez nocivas y de algunos retoños bajos y viciosos, abonaban bien los mejores olivares del marqués.
Necesitaba el marqués más dinero; era menester tomarle prestado; no había quien le diese a menos del 15 por 100. Don Acisclo hallaba a un pariente o a un amigo suyo que le daba al 12. Así hacía ganar al marqués un tres por ciento anual sobre la cantidad recibida.
En resolución, y por el estilo mencionado, rindiendo cuentas exactísimas, y demostrando matemáticamente que hacía ganar al marqués tres o cuatro mil duros al año con administrar tan fiel y celosamente sus bienes, D. Acisclo vino a quedarse con casi todos ellos.
Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y se retiró a hacer penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar, de unas calenturas malignas, que infundieron en su sangre la falta de metales y la sobra de bilis.
Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo, 16.000 rs. al año.
Estoy tan escamado con los críticos profundos que no atino a resolver y declarar si el marqués era tonto o discreto. En Madrid había sido el marqués el encanto de la sociedad, y había pasado por la discreción en persona. Y, sin embargo, el marqués se había quedado pobre. Tal vez consista esto en que haya dos géneros de tontería: la tontería de acción y la tontería de palabra, las cuales están en razón inversa en cada ser humano. El que no dice tonterías las hace: el que no las hace las dice. Cuando alguien hace y dice siempre tonterías, ya es tonto de capirote y goza de tontería absoluta, total, una y toda, como se expresarían los filósofos.
Por dicha no es esto lo común: lo común es ser tonto a medias. Cuando alguien gasta en palabras su discreción, enamora a las gentes y hace las delicias de las tertulias; pero, consumida toda su discreción en objetos de lujo, sólo tontería le queda para los negocios que debieran importarle. Y, por el contrario, todos o casi todos los que consumen su discreción en hacer su negocio, son insufribles de tontos o de zafios hasta que le hacen, si bien, luego que le han hecho, vuelven a brillar con su discreción en los discursos y conversaciones, o bien porque ya no tienen que emplearla en lo útil y la derivan hacia lo agradable, o bien por el prestigio seductor de que los circundan su éxito y su buena fortuna.
Así me explico yo que el marqués, que buen poso haya, pasase siempre por discreto en la corte, y en su lugar por incapaz de sacramento.
Razón tenían en su lugar, dirá quien me lea. Si el marqués no hubiera sido tonto, hubiera conocido que D. Acisclo le saqueaba y hubiera mudado de administrador. A esto importa contestar lo que el marqués contestaba, pues no faltó nunca quien le hiciese dichas reflexiones. Yo no trato aquí de sostener que el marqués tenía razón: me limito a repetir lo que él decía. Decía, pues, que en veinte leguas a la redonda, tomando a Villafría por centro del círculo o redondel, no había más honrado y virtuoso varón que su administrador: que el ahorro de cuatro mil duros al año que D. Acisclo se jactaba de haberle hecho era de la más rigurosa exactitud; y que por consiguiente todavía le salía deudor, en los veinte años que había administrado sus bienes, de algo más de 80.000 duros. Otro administrador cualquiera hubiera acabado con el marqués en diez años. El marqués, por lo tanto, creía deber a D. Acisclo diez años de buena y alegre vida. Otro administrador cualquiera no hubiera hecho los adelantos por la mitad menos, y se hubiera enriquecido más pronto, y no hubiera arruinado a su señor con tantos miramientos, con tanta suavidad y pausa, y con tan severa conciencia. El propio D. Acisclo creía, allá en el fondo de su alma, aunque rara vez se jactaba de ello por su extremada modestia, que había sido para con el marqués un dechado de fieles servidores. Así es que, en el año que vivió el marqués en Villafría, ya arruinado, D. Acisclo le sermoneó bien sobre su despilfarro e imprevisión, y el marqués le oyó siempre con respeto y hasta compungido a veces.
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que D. Acisclo mostró siempre al marqués, más aún cuando pobre que cuando rico, y con los cuidados con que le atendió en los últimos días de su vida, sin que ni remotamente entrase en todo ello la menor idea de desagravio, pues pensaba haberle favorecido y no ofendido, don Acisclo se elevó a considerable altura moral e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.
Era esta joya una niña que acababa de cumplir quince años cuando murió el marqués. Había sido educada por un aya inglesa que había sido menester despedir por falta de dinero antes de venir a Villafría; pero ya la niña hablaba inglés y francés con perfección y estaba muy instruida.
En el lugar había acertado a hacerse querer de todas las gentes, en especial de los pobres, aunque ella también lo era y poco podía favorecerlos.
Huérfana de madre desde que tenía dos años, había quedado sola en el mundo al morir el marqués. Éste, que jamás había sido casado, había tenido aquella hija en una mujer oscura, pero le había dado su nombre y la había legitimado.
Don Acisclo, muerto el marqués, tuvo grande empeño en adelantar el dinero para la transmisión del título a la señorita; pero ésta lo supo, y se opuso del modo más resuelto. Aunque de tan corta edad, pensó y dijo con discreción que hasta era ridículo ser marquesa con tan poco dinero como tenía. Don Acisclo insistió en sacar el título, pero la niña se opuso cada vez con más ahínco. Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila.
Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande.
Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D. Acisclo. Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría la vida entera.
Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce años.
Doña Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de quince.
Su buen natural, rectamente encaminado en su niñez y en su adolescencia por las lecciones del aya, no la había abandonado nunca. Doña Luz, sin sibaritismo, con la severidad de quien cumple un deber, había cuidado, y seguía cuidando en el lugar, de su alma y de su cuerpo.
Con el mismo esmero con que procuraba no manchar su inteligencia ni su voluntad con ideas o con afectos indignos, atendía a la material limpieza y al honesto adorno de su persona. Doña Luz era en todo la pulcritud personificada.
Tal vez por instinto, sin darse cuenta de ello, o al menos no dejándolo sentir ni recelar, se miraba y se complacía más en este que podemos llamar aseo moral y corpóreo, por lo mismo que se veía circundada de gente algo ruda y no muy limpia ni de cuerpo ni de alma, y como si tuviese el temor de contaminarse.
Era tan circunspecta, que jamás dejaba traslucir este temor; y tan hábil sin arte, que nadie la acusaba de desdeñosa. Aunque no se bajaba al nivel de nadie, por una dulce, franca y generosa simpatía, procuraba elevar a las gentes a su nivel. Así había logrado infundir respeto y no odio: y las señoras y señoritas del lugar, en vez de tomarla por blanco de sus sátiras, solían tomarla por modelo, con lo cual los usos, costumbres y trato social, se habían mejorado bastante.
Los mozos eran más reverentes con las mujeres, y algunas de éstas imitaban ya a doña Luz, no sin maña, en modales y compostura y hasta en el primor y atildamiento con que ella tenía los muebles y alhajas de su tocador, salita y alcoba.
En el momento en que nos ponemos ahora con la imaginación, doña Luz era un sol que estaba en el zenit. Gallarda y esbelta, tenía toda la amplitud, robustez y majestad, que son compatibles con la elegancia de formas de una doncella llena de distinción aristocrática. La salud brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.
Madrugadora, activa, acostumbrada a dar largos paseos, y a estar en casa empleada en algo útil, la ligereza y el brío de su cuerpo corrían parejas con su beldad y con su gracia. Cuando quería, bailaba como una sílfide; en el andar airoso, semejaba a la divina cazadora de Delos, y montaba a caballo como la reina de las amazonas.
No se negaba a asistir a los bailes, tertulias y otras fiestas que en el lugar se daban. Había ido a las ferias de los lugares cercanos y a algunas romerías, y no esquivaba la conversación de las gentes, aunque con tan juicioso y bien templado decoro, que atinaba a desechar la familiaridad excesiva, sin ofender al vidrioso y sin alentar al audaz y confiado.
Esto, en vez de perjudicarle, aumentaba y extendía su buen crédito.
Cuando doña Luz iba por la calle, con Juana, su anciana criada, o cuando iba a la iglesia, grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basquiña y mantilla, decían algunos mozos estudiantes, que había en el lugar, y que entendían más hondamente que los demás de estética y de otras doctrinas de amor y poesía, que doña Luz parecía una garza real, una emperatriz, una heroína de leyendas y de cuentos fantásticos; algo de peregrino y de fuera de lo que se usa; el hada Parabanú; la más egregia de las huríes.
A pesar del respeto, algunos no acertaban a contenerse. Este decía: «¡Viva el salero!» Aquél: «¡Alabado sea Dios que tan hermosa la ha criado!» Otro: «¡Ahí va la gloria vivita!» y así por el estilo. En ocasiones, por último, no faltó quien se propasase a tender la pañosa a modo de alfombra o a tirar el sombrero calañés a sus plantas para que ella le hollara y pisoteara.
Pero, ¡caso estupendo! en medio de todo este entusiasmo, doña Luz no tenía ni había tenido novio: no hablaba ni había hablado con nadie por la reja. Lo que sí había tenido era multitud de pretendientes, sin que ella hubiese dado esperanzas a ninguno. Los jóvenes más ricos de algunas leguas en contorno la consideraban ya como inexpugnable fortaleza. La esperanza, con todo, no se pierde jamás. Los hombres, en esto de conquistas amorosas, nos las prometemos, a menudo, felices. Así es que, si los del lugar estaban ya sosegados y desengañados, no faltaban aún forasteros, con tal de que fuesen sujetos de cierto fuste, que se alborotasen al ver a doña Luz, y propusiesen, allá en sus adentros, conseguir lo que otros no habían conseguido; pero pronto también se desengañaban.
Con esta adoración resuelta, con este prurito de ser correspondidos, se habían hallado muchos, o simultánea o sucesivamente. Ninguno había llegado a explicaciones. Doña Luz se supo componer de suerte que no se había visto nunca en la dura necesidad de dar formales calabazas, ni de excitar el resentimiento que esto trae consigo. Era difícil hablar a solas con ella. Era difícil hacer llegar a sus manos carta o billete amoroso. Y si bien, merced a algunas viejas audaces, que donde quiera las hay de sobra, doña Luz había recibido papelitos en prosa y hasta en verso, constantemente los había devuelto sin abrir. En vista de estos y de otros desdenes, todos los enamorados desistían al fin de sus propósitos, sin motivo y hasta sin pretexto de queja.
Y no podía haberla, porque doña Luz callaba toda razón ofensiva. No se sentía inclinada al matrimonio. No amaba. Nadie manda en su corazón. Tales eran sus razones.
Alguien podría sospechar pero no probar su invencible repugnancia a todo lo vulgar y plebeyo, y el horror que de ella se apoderaba a la sola idea de poder un día tener un hijo que llevase su ilustre apellido en pos de otro apellido oscuro y rústico de algún ricacho villano.
En suma: doña Luz, si no tenía esperanzas de casarse a su gusto, tampoco tenía o dejaba traslucir el menor deseo. Todo era en ella frialdad tranquila y contentamiento suave. En balde, el peor pensado de los hombres se atrevería a buscar en sus actos, en sus palabras, en sus ademanes y gesto, la más leve señal de que estuviese despechada.
Doña Luz no lo estaba en realidad. Había tomado enérgicamente su partido y había trazado de antemano la senda de su vivir. Las frases burlonas de quedarse para tía o para vestir imágenes no hacían mella en su firme y acerado corazón, ni podían violentarla ni inclinarla a aceptar marido con el solo fin de no llegar a solterona.
Varias parientas ricas, que tenía doña Luz en Sevilla y en Madrid, la habían invitado a que se fuera a vivir con ellas: pero, o bien porque así fuese en verdad, o porque doña Luz lo sospechaba, las invitaciones habían sido más que de corazón por cumplimiento. Además, doña Luz se consideraba muy pobre para su clase, y no quería ser gravosa, ni vivir a expensas de otros y en una especie de dependencia próxima a la servidumbre. Había, pues, rehusado todas las invitaciones. Su plan era vivir y morir oscuramente en Villafría.
La misma impureza de su origen, el vicio de su nacimiento, la humilde condición de su desconocida madre, obraban por reacción en su ánimo y casi convertían su orgullo en fiereza. Para limpiar aquella mancha original, quería ser doña Luz mucho más limpia y mucho más pura.
No quería pordiosear ni deber nada a nadie.
Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos muebles y dos criados. Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o bien porque don Acisclo podría faltar, o bien porque ya, entrada ella en años, nadie podría extrañar que viviese sola.
Entretanto, vivía doña Luz en el caserón de don Acisclo, donde tenía holgada e independiente habitación, y donde había traído, para adornarla, sus más bonitos y preciosos muebles y sus libros mejores.
En pago de esta hospitalidad, hacía aceptar a don Acisclo, por más que éste se había resistido, más de la mitad de sus rentas, o sea 8.000 reales al año. Con lo restante, como era económica y arreglada, tenía lo suficiente para vestirse, comprar algunos libros nuevos y hacer limosnas.
El único lujo, el único regalo de doña Luz, era un magnífico caballo negro, en el cual solía ella salir a paseo con D. Acisclo o con un criado llamado Tomás, que había envejecido en el servicio de su padre.
Don Acisclo estaba viudo hacía muchísimo tiempo. Tenía dos hijos y tres hijas, todos casados y con casa aparte, de modo que, en la soledad anchurosa de aquel inmenso caserón, doña Luz y D. Acisclo se daban mutua compañía.
Rayaba ya D. Acisclo en los setenta años; pero estaba recio y bien de salud. Iba derecho como un huso; era hombre ágil y enjuto de carnes; y, si no sabía más que leer y escribir medianamente y las cuatro reglas, y si jamás había leído un libro, tenía gran despejo natural, aunque burdo. Jamás había turbado su conciencia con sutilezas morales. Así es que no le remordía, como hemos dicho, de haber contribuido a la ruina del marqués. Si se había aprovechado de ella mejor le parecía que hubiese sido él que no otro. Mucho le hubiera dolido ver en manos extrañas el caudal de su amo. Poseíale, por lo tanto, de buena fe, con justo título, y hasta con y por cierto sentimiento de veneración a la memoria del difunto ilustre poseedor.
Esta veneración se extendía, o mejor dicho, se extremaba y llegaba a su colmo, sin afectación ni servilismo, cuando se trataba de la señorita doña Luz, en quien, fascinado el viejo, creía descubrir a un ser cuyos arcanos pensamientos, móviles y resortes de acción, apenas entreveía; a una criatura rara e inusitada, de otra casta muy diferente de la suya, y con la cual, sin embargo, comía de diario y tenía la honra de compartir la vivienda.
Constaba esta vivienda, como la de muchos otros ricos hacendados de Andalucía, de dos casas contiguas, en comunicación: la de los amos y la que se llama siempre casa de campo, aunque esté en el centro de la población.
La casa de los amos no tenía más habitantes que D. Acisclo en un extremo, y doña Luz en otro, con su vieja criada Juana, que dormía en un cuarto al lado del de su señora.
Había un gran comedor, otro comedor pequeño para diario y varios salones de respeto, que no se abrían sino en las ocasiones solemnes, y donde, entre otras preciosidades, D. Acisclo, sus hijos, hijas, yernos y nueras, todos resplandecían retratados al óleo, de tamaño más que natural, y casi de cuerpo entero, por un pintor ambulante que acertó a pasar por Villafría, y que llevó una onza de oro por cada retrato. Verdad es que D. Acisclo le agasajó y trató a cuerpo de rey, sentándole a su mesa todo el tiempo que tardó en pintarlos, lo cual fue obra de cinco meses, y luego, al partir, le hizo presente de mil chucherías, como, por ejemplo, de un pipotillo con aguardiente de doble anís, de orejones secos y de alfajores y piñonate. Los retratos lo merecían por lo parecidos. No les faltaba más que hablar. Las blondas que figuraban en los de las damas, estaban algo confusas al principio; pero, cediendo a las quejas de las damas susodichas, el pintor lo arregló con ingenioso artificio. Untó en albayalde un pedazo de tul, le aplicó al sitio del cuadro, ya seco, donde la blonda estaba representada, y resultó un efecto maravilloso, porque hasta los agujeritos de la blonda se veían y aun podían contarse.
Todo esto era en el piso principal, donde había dos chimeneas, que allí llaman francesas, y que no se encendieron sino cuando vino el obispo, en pleno invierno, y por poco se ahoga S. S. I. con el humo que se armó. Pero en cambio había una magnífica cocina de señores, con chimenea de campana, de muchísimo tiro, donde ardía siempre, durante la estación fría, abundante leña de olivo y de encina y rica pasta de orujo; donde rara vez se guisaba; y donde los señores se calentaban muy a su sabor. En esta cocina adornaban las paredes varias jaulas de perdices, puestas sobre repisas, escopetas y otras armas, y algunas cabezas de ciervos, lobos, zorros, tejones y garduñas, muertos por D. Acisclo.
En el piso bajo había casi tanta habitación como en el principal; y, si se contaba con el patio con toldo, había más. Allí se vivía durante el verano. En toda estación estaba allí el despacho de D. Acisclo, donde este activo labrador y ganadero trataba con chalanes, corredores, rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros, no el terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que cuidan y guardan las caserías o viviendas de cada finca rústica.
En el piso bajo, en la sala de más aparato y autoridad, que se llamaba la cuadra, porque era cuadrada, había también algo que daba lustre a aquella casa. Es de saber que en no pocos pueblos de Andalucía hay multitud de imágenes benditas, que se sacan en procesión en las grandes festividades, y singularmente en Semana Santa. El número de estas imágenes suele hacer que no quepan bien en los templos, por lo cual muchas están depositadas en casas particulares hasta el único día del año en que han de salir en procesión. D. Acisclo tenía en la cuadra baja una de estas imágenes, de cuya cofradía era hermano mayor; pero no era una imagen de tres al cuarto, sino la más complicada que se conocía y la de mayor empeño y coste, ya que en realidad no rezaba con ella aquel decir proverbial de:
Santirulitos bonitos, baratos, Ni comen, ni beben, ni gastan zapatos.
Aquella imagen o representación comía y bebía, o mejor dicho, cenaba: era nada menos que la Cena.
Cristo y los doce apóstoles de bulto estaban sentados a la mesa; Cristo echaba la bendición, San Juan se dormía sobre el hombro de su Divino Maestro, y el feísimo y traicionero Judas, con enmarañado pelo rojo, metía la mano en el plato del centro, porque es sabido que no tenía pizca de educación.
El Jueves Santo salía en procesión la Cena, y el Miércoles Santo por la noche estaba expuesta en la cuadra a la veneración de los fieles, quienes con tal motivo tenían entrada franca en la casa, lo cual se llamaba y se llama aún visitar las insignias, y apenas quedaba en el lugar quien no las visitase en la víspera de la respectiva procesión. Y esto si contar con los forasteros.
La mesa en que Cristo y los apóstoles estaban sentados, era bastante capaz, y, en tan solemnes días, se cubría con preciosos manteles alemaniscos y se adornaba con mil lindezas, flores, viandas, dulces y frutas. Aunque no había en la mesa de cuanto Dios crió, como afirmaba la gente del pueblo con encarecimiento desmedido, era innegable que había objetos raros y costosos: uvas de corazón de cabrito como acabadas de coger y que por milagro se habían conservado, claveles y tempranas rosas de olor en grandes piñas, ramos de violetas y camelias, etc., etc. Las paredes de la sala donde estaba la Cena se tapizaban de damasco carmesí; sobre el damasco se colgaban lindas y antiguas cornucopias con muchas velas de cera ardiendo, y también en la sala había verdes plantas, y canarios en jaulas, y una enorme cruz negra de madera, con adornos y remates de plata fina, asida a la pared por fuertes alcayatas. Era la cruz que D. Acisclo, cuando mozo, había llevado al hombro en las procesiones durante muchos años, porque había sido y era aún hermano de cruz, aunque jubilado, y aún se vestía de nazareno, para ir en la procesión como hermano mayor delante de la Cena, con una túnica de rica seda morada que había costado un dineral; pero entonces no llevaba la cruz, sino una pértiga reluciente, signo de autoridad y mando. Su hijo primogénito iba delante con el estandarte de la cofradía.
El gasto de la fiesta era grande, porque D. Acisclo costeaba toda la cera que llevaban ardiendo los que con sendas velas seguían su insignia, y en la noche del Jueves Santo, terminada ya la procesión, daba de cenar a todos los cofrades, que eran muchos, agasajándolos y hartándolos con potaje de habas, cornetillas picantes, cazón en ajo de pollo, bacalao con tomates o en albóndigas, a veces hasta serafines fritos, pues, aunque parezca extraño, serafines se llaman en aquel país los boquerones, y de postres deliciosos pestiños y vino añejo. Pagaba además con rumbo generoso a los cuarenta o cincuenta ganapanes que habían llevado en hombros las andas, y en las andas la mesa, con Cristo, Apóstoles y cuanto Dios crió; empresa titánica, de la cual no pocos quedaban derrengados y con feroces ampollas, a pesar de las almohadillas.
Aquella noche echaba D. Acisclo el bodegón por la ventana.
La gente menuda fumaba a su costa los mejores coraceros que había en el estanco, y el señorío tomaba chocolate con hojaldres, empanadas, hornazos, tortas de varias clases, como por ejemplo, de polvorón y de aceite, y roscos de vino y de huevo.
En cualquier día y a cualquier hora se mostraba en todo que D. Acisclo era espléndido y acaudalado.
El patio de la casa era anchuroso y enlosado de mármol. En su centro lucía una taza de mármol también, donde caía el agua clara de un copioso y alto surtidor. En torno de la fuente se veían muchas macetas con flores y hierbas olorosas, y alrededor arriates con bojes, que formaban bolas y pirámides, y rosales de enredadera, jazmines y naranjos, que revestían el muro y trepaban por cima de los balcones del piso principal, tejiendo una capa o manto de flores, frutos y verdura, y embalsamando el ambiente, ya con el olor del azahar, ya con el más leve aroma de jazmines y de mosquetas.
De este patio, así como de un jardín más extenso, con honores de huerta, que había a espaldas de la casa, cuidaba doña Luz con esmero. Hasta hacía venir flores y plantas, que jamás se habían conocido en Villafría, y solía aclimatarlas.
De nada más cuidaba doña Luz, no por desidia, sino porque, según decía D. Acisclo, se obstinaba en sostener que estaba como de huésped, y no quería meterse en camisón de once varas.
Quien lo gobernaba todo, la verdadera directora y ama de llaves, era la Sra. Petra, de edad de cincuenta años muy cumplidos. Ella entendía en el gasto diario, vigilaba la cocina y tenía las llaves de la despensa, de la repostería, de la candiotera, de las cuatro bodegas de vino, aceite, aguardiente y vinagre, y de los desvanes o graneros, donde siempre había trigo, cebada, arvejones, yeros, matalahúga y otras semillas.
A las inmediatas órdenes de la Sra. Petra había cuatro criadas: dos, zagalonas aún, duras en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de acero, las cuales eran de las que llaman por allá de cuerpo de casa, esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo todo saltandito de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que cosía, zurcía y planchaba la ropa, y otra que guisaba los más castizos y sabrosos guisotes de la tierra, y que sabía hacer almíbares, cuajados, pastelillos, arrope y gachas de mosto.
Toda esta tropa femenina habitaba y dormía en el piso principal de la casa de campo, donde también tenían habitación el aperador, su mujer y sus cuatro chiquillos; pero éstos, tan apartados, que no se veían ni se entendían sino cuando el amo llamaba.
Había, por último un mozo, que dormía junto a la caballeriza y cuidaba de ella, de los patios y corrales.
Tal era la servidumbre doméstica, por decirlo así. Pero ya se entiende que los jornaleros, el mulero, los caseros, los viñadores, los pisadores, los del molino y la demás gente que se empleaba en las faenas agrícolas, iban y venían y hacía estancia en la casa de campo, donde había anchura sobrada, y alambique, lagar, alfarje y prensas para la aceituna y la uva.
Resultaba, pues, como ya queda apuntado, que en la casa de los amos sólo vivían D. Acisclo, doña Luz y su criada Juana.
Tomás, el antiguo criado del marqués, vivía en la casa solariega con un mozuelo que le ayudaba a cuidarla y a cuidar también el hermoso caballo negro de la señorita.
En la casa había dos mesas: una a la que se sentaban D. Acisclo y doña Luz y algún convidado si le había; otra para la familia (en los pueblos andaluces se sigue llamando familia a los criados), y en dicha mesa se sentaban la señora Petra presidiendo, las dos mozas de cuerpo de casa, la costurera y planchadora, la cocinera, el mozo de la caballeriza, Tomás y su ayudante, y la Juana, doncella de la señorita doña Luz.
El aperador y los suyos hacían rancho aparte y tenían una cocinilla moruna donde guisaba la aperadora.
Esto no impedía que ella, o alguno de sus hijos, o todos, incluso el aperador, aunque no hijo, sino padre, estuviesen convidados con frecuencia a la mesa de la familia, a la cual se sentaban asimismo el mulero y otros cuando estaban en el lugar, y a la cual la señora Petra y la Juana se atribuían el derecho, y no se descuidaban en ejercerle, de hacer las invitaciones que se les antojaban.
Tal era la casa en que durante doce años había vivido doña Luz, y tal la gente de que estaba rodeada en mayo de 1860.
Doña Luz, dadas las circunstancias en que se hallaba y las condiciones de su carácter, no podía menos de vivir como vivía.
El orgullo es malo sin duda.
¿Cuánto mejor y más cristiana no es la humildad? En el orgullo hay mucho de egoísmo, mientras que la humildad es toda devoción y abandono. Y sin embargo, ¿cómo negar que un orgullo bien dirigido es causa a veces de altas virtudes y de honrada conducta?
Sea como sea, no debemos ocultar que nuestra heroína era muy orgullosa.
Quien esto escribe no tiene manías o predilecciones aristocráticas. Al contrario, siempre se ha obstinado en creer que no vale menos la gente de los lugares que la más encopetada de la corte. Mutatis mutandis, todo le parece lo mismo: la mujer del alcalde es igual a una emperatriz o reina, la del escribano equivale a la duquesa más en moda en Madrid, y el majo Fulanito se le antoja más brioso, y gallardo, buen jinete, seductor, afable y ameno, que el más perfecto dandy de cuantos ha conocido.
Pero, mirándolo bien, esto no es espíritu democrático discreto, sino negro y desconsolador pesimismo. La democracia optimista y sana consiste, sin duda, en creer que la mejor educación desde la primera infancia, el buen ejemplo y nombre de padres y abuelos, la obligación de no deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio más urbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuosos o discretos, o seductores, o dignos o todo a la vez. En igualdad de índole y de luces intelectuales debe, por consiguiente, valer mucho más quien posee los dichos exteriores requisitos que aquel que no los posee: en igualdad de condiciones internas, la hija de un marqués, por ejemplo, aun cuando sea bastarda, debe conducirse mejor que la hija de un pelafustán. De entender lo contrario por espíritu democrático, se seguiría que lo que debemos desear es la igualdad bajando y no subiendo: la nivelación en la ignorancia, la abyección y la miseria, y no la nivelación y elevación posibles, en todos aquellos medios, en toda aquella acumulación de recursos hecha por las pasadas generaciones, a fin de que con su auxilio sigamos ascendiendo hacia el bien, hacia la luz y hacia la belleza.
Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya por caminos extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hasta socialista, que pugne por dar a todos los hombres educación liberal, recursos y cuantos elementos gozan los llamados aristócratas, si es que estos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores; pero si sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no me explico la democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, que procura retrotraer a la humanidad al estado salvaje.
De cualquier modo que sea, conste que yo no defiendo aquí esta o aquella opinión. No es lo que escribo un tratado de filosofía política. No intento tampoco presentar a doña Luz como un dechado de excelencias, sino presentarla tal como ella fue.
Doña Luz sentía profundamente la dignidad humana, pero suponía que lo claro y distinto de este sentimiento, que había en ella más que en otras personas, no dependía sólo de un don natural y gratuito, sino de una educación superior a la de la generalidad, y mucho más esmerada. Esto, más bien que orgullo, parece modestia. Ella creía tener un ideal de sí propia que había ido realizando y como trayendo fuera, merced sin duda a su misma energía, pero auxiliada de circunstancias dichosas e iniciales que debía a la Providencia, y en que no todos, sino pocos, se hallan. Se juzgaba, pues, como favorecida por Dios, y por lo mismo con más obligaciones que cumplir. Por cada favor divino, una obligación sagrada. Tenía talento, estaba obligada a cultivarle; era bella y fuerte, necesitaba conservar su fuerza y su hermosura; había recibido un nombre ilustre, y, ya que no acertase a ilustrarle más, no debía mancharle.
Aunque ella se considerara igual por naturaleza a los demás seres humanos, los juzgaba a todos marchando en busca de mayor bien y de superior altura más luminosa y serena. Si ella, aun cuando fuese por un capricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de la cumbre, su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los que estuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no a aquellos que estaban tan bajos o tan hundidos en el lodo, que en vez de alzarlos, se dejaría ella arrastrar cayendo en el lodo también.
Ya hemos indicado que el orgullo de doña Luz se velaba y envolvía en el más discreto disimulo; y esto no sólo por prudencia y por interés propio, sino por vivo sentimiento de caridad. Nada le dolía tanto como humillar al prójimo. Si tal vez se complacía en lucir alguna habilidad, alguna buena prenda de su espíritu, algún primor o elegancia de su persona, era con los capaces de sentir el estímulo de imitarla o alzarse hasta ella; no por el prurito de excitar estéril admiración o envidia dolorosa.
Doña Luz, por lo mismo que tenía tanto orgullo, no tenía chispa de vanidad. Gustaba en todo de pagar con usura lo que recibía. No anhelaba que la amasen más de lo que podía amar ella. La coquetería era, pues, para doña Luz un vicio ignorado y casi incomprensible. Su fallo, la propia sentencia que ella dictaba acerca de cualquiera calidad, acto o virtud de su persona, la lisonjeaba y complacía mil veces más que todo el aplauso de cuantos la rodeaban. Así es que sólo quería agradar de puro bondadosa: por donde resultaban en ella una naturalidad, una modestia y un olvido aparente de su propio mérito, que encantaban y pasmaban.
Otras mujeres están anhelando siempre inspirar pasiones; doña Luz huía de inspirarlas; y, aplicando un pronto desengaño, las mataba en todo corazón antes de que naciesen. ¿Para qué ser amada si no había de amar a quien la amase? En amor, lo mismo que en amistad, doña Luz deseaba dar el doble. Y no pudiendo amar en Villafría, había poco a poco apartado de sí a todos los mozos del lugar, y había elegido sus amigos íntimos entre los viejos.
Si era dulce en su trato con todos, usaba tan estudiada cortesía, que sin que la tildasen de soberbia, evitaba la intimidad con todos, menos con cuatro sujetos.
El primero era D. Miguel, cura de la parroquia, anciano excelente aunque de cortísimos alcances, con quien se confesaba todos los meses, a quien daba sus ahorrillos para que los repartiese en limosnas a los necesitados, y con quien a menudo jugaba al tute. El corazón y la mente de doña Luz eran para el pobre cura el libro de los siete sellos. En esta oscuridad, y siendo además D. Miguel poco entusiasta, quería con moderación a doña Luz; pero la quería con toda la fuerza de alma de que él podía disponer para el cariño, que era poquísima. Doña Luz, en cambio, idolatraba al cura de cierta manera. Se complacía en aquella transparencia, en aquella nitidez, en aquella bendita vaciedad de su espíritu, y le mimaba y agasajaba como a un niño pequeñuelo. Por medio de un contrabandista que iba y venía con telas de algodón, hacía traer de Lisboa para D. Miguel el rapé más selecto; y, procurando que no le hiciesen mal, le enviaba confites, bizcochos y otras golosinas, a que el cura era muy aficionado.
Otro íntimo de más importancia, era el médico D. Anselmo. Y digo de más importancia, por lo que él valía, no porque doña Luz le necesitase. La salud de doña Luz era insolente de buena. Ni un dolor de cabeza nunca.
D. Anselmo era un hombre despejadísimo, y no sólo hábil e instruido en su profesión, sino de variada lectura y de singular facilidad de palabra. No se extrañe que con tales dotes fuese médico en un lugar. O la fortuna no le había sonreído, o su genio indómito y arisco se había opuesto a que se encumbrase. Lo cierto es que, siendo persona de valer, se había resignado a vivir y ejercer su facultad en Villafría.
Doña Luz tenía encantado a D. Anselmo y D. Anselmo a doña Luz. Para esto había diversas causas. Ahora que están en moda los schemas, podremos representar los espíritus del médico y de la señorita, como dos esferas muy excéntricas, pero tocándose y compenetrándose por un lado, donde formaban sendos casquetes unidos por la base; algo idéntico a la humanidad en el schema del ser, a la lenteja que los krausistas han hecho tan famosa. D. Anselmo y doña Luz tenían, pues, una lenteja espiritual mancomunada, donde se entendían a maravilla, quedando el resto de la esfera de cada uno desconocida e inexplorada por el otro. Así es que jamás llegaban a saberse de memoria; escollo en que suelen dar los entendimientos afines, y que a la larga engendra fastidio y desvío.
Siempre tenían estos dos amigos campo en que hacer incursiones y descubrimientos, tratando de penetrar o penetrando el uno en la mente del otro. Nunca se hartaban de hablar, y su conversación era una eterna disputa. Doña Luz era creyente y espiritualista con su poco de misticismo; D. Anselmo, positivista feroz. D. Anselmo era además un parlanchín de siete suelas, y nada le encantaba más que el que le oyesen. Sólo se reposaban ambos en sus discusiones cuando jugaban al ajedrez. Solían jugar uno o dos juegos diarios.
Don Anselmo, contaría ya sesenta años de edad. Estaba viudo como D. Acisclo, y tenía una hija de veinte, morenilla muy agraciada, pequeña de cuerpo, soltera aún, y llamada doña Manolita, alias la culebrosa. La llamaban así por su extraordinaria viveza y movilidad. Afirmaban en el pueblo que estaba hecha y como amasada de rabillos de lagartijas. Decía y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también el trueno; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más excelente. Era leal, afectuosa sin malicia y sin envidia, de agudo ingenio, y más juiciosa y reflexiva en lo importante de lo que prometía su exterior y superficial aturdimiento.
Como doña Luz era grave y mesurada, doña Manolita le servía como para completar sus modos de ser. Por esto, sin duda, y por las otras cualidades de que hemos hablado, doña Luz hizo de ella su compañera. Doña Manolita era la única persona a quien doña Luz tuteaba en Villafría. Aún no se confiaba en ella con total abandono, porque doña Luz era muy reservada; pero de día en día iba ganando más doña Manolita en su corazón. Juntas salían a pie de paseo, juntas iban a la iglesia, y juntas tenían costumbre de sentarse en las tertulias. Doña Manolita remedaba a doña Luz en vestido y peinado, y la seguía o acudía adonde la llamaba. Decía doña Manolita que era ella para doña Luz lo que para los galanes de las comedias de capa y espada el lacayo gracioso; y recordando que en varias comedias de las mejores este lacayo se llamaba Polilla, decía a doña Luz: «Hija, yo soy tu Polilla».
Respecto a D. Acisclo, pensaba doña Luz como su padre, y no guardaba al antiguo administrador la más ligera inquinia, porque se hubiese alzado con casi todo el caudal de sus mayores. Si el marqués se había empeñado en arruinarse, ¿qué pecaba en ello D. Acisclo? Con cierta moral alambicada, que don Acisclo no podía conocer, acaso hubiera salvado los intereses del marqués, acaso hubiera hecho durar otros cuantos años más el esplendor de la casa; pero pedir esto por aquellos lugares era pedir cotufas en el golfo. Bastaba, pues, a doña Luz, para estar profundamente agradecida a D. Acisclo, la firme persuasión que abrigaba, de que con otro cualquier administrador de por allí, la ruina de su padre hubiera sido diez años más pronto, y ella no se hubiera criado como una dama elegante, en el seno del bienestar, con aya inglesa, y con todos los cuidados debidos. Sabe Dios cómo se hubiera criado y lo que hubiera sido de ella si el marqués se arruina y muere de berrenchín, dejándola huérfana de edad de cinco años y no de quince.
Doña Luz gustaba además de D. Acisclo. Simpatizaba con su actividad, con su amor al trabajo y con otras virtudes que en él resplandecían.
Por el buen parecer, doña Luz había vivido, sin el menor conato de irse a su casa, en la casa de don Acisclo, hasta que cumplió veintidós años. Desde entonces en adelante, intentó varias veces irse a vivir sola a su casa; pero D. Acisclo la retenía suave y cariñosamente. Dábale a entender que sería una tristeza quedar solo, después de haberse acostumbrado a su compañía, y apelaba también, algo grotescamente, a qué dirán, sosteniendo que doña Luz era muchacha y que no debía campar por sus respetos como vieja solterona, que buena y severa que fuese, si vivía sola, habían de decir que era una vaca sin cencerro.
Doña Luz, lejos de ofenderse, se reía de esta comparación poco galante, y seguía viviendo en la casa del antiguo administrador.
Por otra parte, la independencia de doña Luz era perfecta.
Tres o cuatro cuartos le pertenecían exclusivamente en la casa, y estaban amueblados con el gusto más primoroso. En ellos no entraban de diario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; una de las de cuerpo de casa, que hacía la limpieza bajo la inspección de Juana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado; y, por último, otros tres seres, que eran también semi—íntimos de doña Luz, y que completaban o cerraban su círculo familiar. Eran estos tres seres Tomás el criado antiguo, y ya su escudero y acompañante, cuando ella salía a caballo; el tío Blas, aperador de la señorita, con quien se entendía para cuidar sus bienes, que ella misma administraba y que iban mejorando hasta el punto de que le producían cerca de 20.000 rs. en algunos años de buena cosecha; y el galgo Palomo, blanco, gigantesco en su clase, y de terrible genio para quien se le antojaba a él que molestaba u ofendía a su ama, con la cual era todo blandura, docilidad y mansedumbre.
A más de esta sociedad cotidiana, no se negaba doña Luz a asistir a otras de más ancha base. Los hijos, hijas, nueras y yernos de D. Acisclo, con crecida y numerosa prole, sus consuegros y consuegras, compadres y comadres, formaban una caterva con quien era menester alternar. Todos ellos eran insignificantes y poco divertidos; no eran ni malos ni buenos, y doña Luz hacía milagros de diplomacia para no tratarlos mucho y no enojarlos tampoco.
En los días de cumpleaños y del santo de cada individuo de la familia de D. Acisclo, había comida patriarcal en la casa, y mucho jaleo de baile. Doña Luz no se excusaba de asistir a tales funciones, y casi siempre acertaba a dejar prendados a todos de su amabilidad y alegría.
La vida de doña Luz era, no obstante, tan regular, tan monótona, tan sin accidentes que diferenciasen unos días de otros días, que habían pasado los años, y en la memoria de ella eran como sueño fugaz, donde todo estaba confundido.
Esto tiene para cualquiera el hechizo de la paz. Para doña Luz aún tenía mayor hechizo.
Cuanto agitaba su mente con pensamientos, o su voluntad con deseos o pasiones, era extraño al mundo que la rodeaba: procedía de un mundo ideal, donde no hay espacio ni tiempo. Así es que, si bien doña Luz, no distinguiéndose en esto de los demás mortales, no pensaba ni sentía todo a la vez, como las causas de su pensar y de su sentir más hondo no tenían punto señalado en nuestro planeta, ni momento marcado en la cronología, los efectos se sustraían también a las leyes de la sucesión y del lugar y parecía que se daban en una eternidad inmóvil.
Me pesará de no ser claro y trataré de explicarme con más llaneza, aunque peque de difuso. Doña Luz no era una soñadora mística; distaba infinito de vivir en continuo arrobo; veía, comprendía y apreciaba cuanto ocurría en torno de ella en el mundo real; pero los lances y sucesos de Villafría la interesaban menos, aunque los veía de cerca, que los lances y sucesos que las historias y novelas relataban, que la poesía acertaba a presentarle o que ella misma fantaseaba en ocasiones. No tenía tampoco doña Luz un corazón de cal y canto, sino un corazón muy compasivo y afectuoso; se dolía de los males y desgracias del prójimo, procuraba remediarlos, los consolaba a veces, y en esto consumía parte de su actividad. Pero como su actividad era grande, y se dilataba muy más allá de los límites de Villafría y aun se prolongaba de un modo infinito, venía a resultar que lo más íntimo y esencial de su vida, lo que más la afectaba no estaba en Villafría, y, por consiguiente, no estaba en ninguna parte. Por esto, sin ser ella soñadora, vivía como soñando.
Por mucho que anhelemos ponderar la ternura de alguien, no iremos hasta afirmar que se marcan las más importantes épocas de su existencia por el día en que murió de viruelas el hijo del vecino de enfrente, o por la noche en que se prendió fuego el cortijo del labrador con quien se ha conversado alguna vez al ir de paseo o al salir de la iglesia. Para marcar dichas épocas, son necesarios casos que toquen más íntimamente a nuestro propio ser. Para doña Luz no había época de este orden desde la muerte de su padre. Verdad es que, muy al contrario de la generalidad de las mujeres, daba ella poco valer a multitud de cosas con que otras llenan la memoria, sin descuidar ni borrar los pormenores al parecer más insignificantes.
En nada, en mi sentir, se señala más que en esto el espíritu femenino. Yo confieso que me quedo embobado oyendo referir a las mujeres sucesos, lances o conversaciones. No hay menudencia que echen en olvido. Y dijo éste... y relatan todo lo que dijo. Y contestó el otro... y no olvidan palabra de lo que contestó. Y luego replicó el de más allá... y tampoco se queda traspapelada una letra sola de la réplica. Imagina el oyente que levantan acta circunstanciada y fiel de cuanto presencian y oyen. No así doña Luz. Doña Luz hacía caso de muy pocos sucesos.
Lo que más la entusiasmaba, deleitaba o conmovía, lo mismo era de hoy que de ayer, lo mismo de un año más tarde que de un año más temprano: la vuelta de la primavera, un cielo lleno de estrellas, la luz de la luna, el alba, el olor y la belleza de las flores, la música, los versos y cosas así que son de siempre.
Hasta las relaciones amistosas de doña Luz con el médico, con el cura y con D. Acisclo, eran invariables: estaban siempre en el mismo ser, sin crecer ni menguar.
Sólo en las relaciones con doña Manolita hubo variación, aumentando la intensidad en el afecto.
Partamos, pues, del instante en que crece y llega a su colmo esta amistad entre doña Luz y doña Manolita.
Era una mañana de mayo. Ya hemos dicho que doña Luz madrugaba. También madrugaba la hija del médico. A las siete de la mañana vino a ver a su amiga, y penetró en su saloncito, donde tenía entrada libre.
Si cualquier hombre del mundo, conocedor de la vida de Madrid o de otra capital de Europa, y conocedor del modo de vivir de nuestros lugares de Andalucía, hubiera entrado allí, se hubiera sorprendido agradablemente y hubiera dudado de lo que veían sus ojos.
El saloncito de doña Luz tenía todo el confort, toda la elegancia de un saloncito de una dama madrileña de las más comm'il faut, a par de ciertas singularidades poéticas del campo y de la aldea.
Dos ventanas daban al huerto, donde se veían acacias, álamos negros, flores, árboles frutales, también en flor entonces, y brillante verdura. Dentro del saloncito había asimismo plantas y flores en vasos de porcelana. Una jaula grande encerraba multitud de pájaros que alegraban la estancia con sus trinos y gorjeos. Tenía doña Luz dos primorosos escritorios antiguos, con cajoncitos y columnitas, llenos de incrustaciones de marfil, ébano y nácar; cómodos sillones y sofás; una chimenea francesa mejor construida que las otras que había en la casa; espejos, cuadros bonitos y un armario lleno de libros lujosamente encuadernados.
Sobre su mesa de escribir se parecía el mejor cuadro, o al menos el que doña Luz estimaba más. Figuraba varios atributos y emblemas de la Pasión; clavos, corona de espinas, escalera, gallo y lanza de Longinos; en el centro la cruz, y en torno de la cruz muchas flores lindamente pintadas. No era, con todo, esta pintura lo que daba a los ojos de doña Luz tanto precio a aquel objeto; era lo que la pintura encubría. Se tocaba un resorte, se apartaba la pintura que hemos descrito, como si fuese una puerta, y dejábase ver otro cuadro de muy superior mérito; un cuadro horrible y bello a la vez. Era la figura de Cristo, de medio cuerpo, de admirable beldad y de un trabajo delicadísimo y prolijo. Las barbas y los cabellos se podían contar. La regularidad y noble simetría de todas las facciones infundían amor y respeto; pero las angustias del patíbulo, los horrores de la agonía, los tormentos todos estaban marcados en aquella cara flaca y macilenta, y en aquel pecho y en aquel costado herido por la lanza. Era un Cristo muerto: la hendidura lívida del clavo atravesaba su diestra que reposaba sobre el descarnado pecho; las llagas enconadas de las espinas, vertiendo sangre aún, se veían en sus sienes; la boca entreabierta; amoratados los labios; los párpados caídos, aunque no cerrados del todo, dejaban ver sus ojos vidriosos y fijos. El pintor había acertado a unir, con inspiración monstruosa, la imagen de una criatura próxima a disolverse, y la forma sobrehumana que el mismo Dios había tomado.
Unos inteligentes atribuían aquel cuadro al divino Morales; otros habían dicho que era de un discípulo de Morales y no del propio maestro. De cualquier modo, el cuadro había estado vinculado en la casa y era una de las pocas alhajas de algún valer que el marqués no había vendido.
El cuadro era tal que una mujer más delicada, menos briosa que doña Luz, ni le tendría en su cuarto ni le miraría con tanta frecuencia. El amor a la divina representación de Cristo se hubiera combinado con el miedo y con una compasión tremenda que tal vez la hubieran hecho caer en convulsiones, o producido en ella ataques de nervios y hasta delirio. Pero doña Luz era muy singular y hallaba extraño deleite en la larga contemplación de aquel cuadro, donde se cifraban el más alto misterio y los dos más opuestos extremos de valer de la humana naturaleza: toda la beatificación, toda la hermosura, todo el celeste resplandor de que es capaz nuestra carne, unida a un alma pura, y siendo templo y morada del Eterno, y los dolores, a la vez, y las miserias, y los padecimientos lastimosos y la corrupción nauseabunda de esa carne misma.
Doña Luz halló este espantoso cuadro prudentemente cubierto por el otro, y así le conservó, trayéndole de la casa solariega a su habitación en casa de D. Acisclo. A casi nadie se le mostraba; pero ella, que tenía muy rara condición y muy contrarias propensiones en el espíritu activo e infatigable, tal vez después de trotar y galopar y dar saltos peligrosos en su caballo negro, durante dos o tres horas; tal vez después de haber limpiado, bañado y frotado con complacencia su hermoso cuerpo, que del valiente ejercicio había vuelto cubierto de sudor; rebosando ella salud, en todo el brío de la mocedad y en todo el florecimiento de la belleza plástica, se sentía llena de ímpetus ascéticos, y abriendo su cuadro, le contemplaba largo tiempo, y las lágrimas acudían a sus ojos, y acudían a sus rojos labios plegarias inefables que ella murmuraba y apenas articulaba.
Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos, no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una linda bata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil. Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, de dos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset. Doña Luz andaba estudiando y comparando cómo aquellos dos autores habían puesto en acción dramática la misma sentencia: No hay burlas con el amor y On ne badine pas avec l'amour.
No la impulsaba a este estudio la mera afición especulativa a la crítica literaria, sino un caso práctico, que hacía poco más de dos meses que se había presentado y que le interesaba bastante.
Pepe Güeto, hijo de un rico labrador de Villafría, de edad de treinta años, era el hombre más grave, mesurado y formal que se conocía en toda la provincia. Las locuras y regocijos algo descompuestos de doña Manolita le chocaban de un modo atroz y siempre los estaba censurando. Había llegado a decir que si doña Manolita fuese algo de él, mujer, por ejemplo, le había de sacar del cuerpo los rabillos de lagartijas, aunque fuese menester emplear una buena vara de mimbre. Doña Manolita, en cambio, que lo había sabido todo, decía que Pepe Güeto tenía mucho jarabe de pico; que era hombre culto hasta cierto punto y que jamás emplearía la vara con las mujeres; y que, si llegase a ser marido de ella, en vez de pegarle, se dejaría pegar y sería el modelo de los gurruminos. Añadía la hija del médico que la exagerada gravedad, sobre todo en los mozos, se confunde con la tontería, y que, o ella había de poder poco, o había de sacarle a Pepe Güeto la gravedad, como quien saca los diablos de un endemoniado, y que, si no era tonto, había de volverle loco, obligándole a hacer mil locuras.
También estas amenazas llegaron a noticia de Pepe Güeto, de donde resultó, que donde quiera que se veían él y ella, se amenazaban de nuevo, y él la reprendía de desenvuelta y alborotada, y ella se reía de la seriedad de él y le calificaba de tonto. El furor y el encono de ambos crecieron de tal suerte, que ya no les bastaban para desahogarse los encuentros casuales, y solían buscarse para mover disputa y reñir y tratarse muy mal. Estas riñas terminaban, por lo común, con que dijese Pepe Güeto:—Si yo tuviera la desgracia de ser marido de usted, ya la metería en costura—, y con que doña Manolita respondiese:—Pues si yo incurriese en el desatino de ser mujer de hombre tan fastidioso, o le había de poner más alegre que unas sonajas, o me había de borrar el nombre que tengo.
Tomaron Pepe Güeto y doña Manolita tal afición a los denuestos, improperios y pendencias, que cada día las armaban tres o cuatro veces.
Esto había hecho pensar a doña Luz, porque quería bien a doña Manolita, y con esta ocasión leía las citadas comedias, después de haber releído otra de Shakespeare, donde se trataba el mismo asunto de manera más magistral.
Absorta en dicha lectura se hallaba doña Luz, cuando, como ya hemos dicho, entró a verla doña Manolita.
Se besaron, se abrazaron, se dieron los más cordiales buenos días, y luego habló la hija del médico:
—Hija mía, tú eres la primera que ha de saberlo. Lo sabrás antes que mi padre. ¡Gran novedad! Mis peleas con Pepe Güeto han dejado de ser escaramuzas. La ira de ambos ha llegado a su colmo. Nos hemos comprometido en un duelo a muerte.
—¿Qué me quieres significar?—dijo doña Luz.
—Quiero significar—replicó su amiga—, que para ver si yo le vuelvo loco o si él me vuelve juiciosa, hemos resuelto casarnos. Verdad es que él se da por vencido por el momento, y dice que, pues se casa conmigo, no debe de estar en su juicio cabal, y que ya, sin casarnos, le he ganado la partida y la apuesta; pero, por lo mismo, añade que desea casarse para vengarse y desquitarse. Yo le contesto aquello de no siento que mi hijo pierda, sino que se quiera desquitar, y le aseguro que saldrá con las manos en la cabeza si sigue jugando, y le amenazo con que su derrota será mayor cuando esté casado; pero el insolente, atrevido, no me cobra miedo, y cierra los ojos, y arremete, y se casa. Hoy mismo, con más denuedo que el Cid Campeador, irá a pedir a mi señor padre esta blanca mano, que tomará la rienda y le obligará a salir de su paso de mula de canónigo y a brincar y a estar más avispado que tu hermoso caballo negro.
Doña Luz, que no podía disimular sus sentimientos, los cuales se mostraban en su rostro como las blancas piedrecillas a través del agua transparente y mansa de un lago, más bien dejó ver pesar que alegría, al saber la nueva, ya prevista por ella, del casamiento de su amiga.
—¿Cómo es eso?—prosiguió esta última—. ¿Te aflige que yo me case? ¿Sientes el modo informal? ¿No lo comprendes bien, inocentona? ¿No caes en que ese bárbaro, egoistón, de Pepe Güeto, presume, y no sin razón, de ser un real mozo, y todo el furor que ha tenido y tiene aún contra mí, estriba en que anhelaba que yo me hubiese enamorado de él por lo triste y por lo serio, y me hubiese puesto a suspirar y a llorar, sin pensar más que en él y no en divertirme? ¿No ves que él se ha enamorado y que su rabia es que no me cree tan enamorada ni tan capaz de enamorarme, porque no hago pucheros y no aburro con lágrimas y sublimidades? ¿Y no calculas, por último, que yo le quiero también? Si no, ¿me casaría? Ya casada, vencido el natural encogimiento que debo guardar, le demostraré mi ternura, y le haré ver que hay un tesoro de ella en mi alma, aunque escondido entre burlas y alegrías; y cuando vea el tesoro, y le goce, y conozca que es suyo, y mejor que cuanto podía él soñar, ha de conocer que no es mi corazón de corcho sino de almíbar y jalea, y se ha de poner como jalea y como almíbar, y ha de bailar y reír de gusto, declarando y confesando que se compaginan bien los regocijos con el verdadero amor, y las risas con la ventura más seria y más grave en el fondo.
Doña Luz, sonriendo y suspirando a la vez, contestó entonces:
—No era la preocupación por tu suerte la causa de mi tristeza: era mi egoísmo que al cabo lograré vencer. Presiento que vas a ser dichosa y esto me alegra; pero tengo celos por tu amistad. ¿Por qué no confesarlo? La única persona a quien poco a poco he ido confiando mi corazón y dando todo mi cariño, eres tú. Tú, lo reconozco, me pagabas con usura; pero ahora vas a tener marido; pronto, quizá, tendrás hijos, y toda tu alma será para ellos. Esta pobre huérfana, sola en el mundo, quedará abandonada y sin un alma que la comprenda y que la ame.
Doña Manolita, abrazando tiernamente a doña Luz, contestó con estas palabras:
—Aunque no tuviese yo mil razones para alegrarme de mi boda, me alegraría, porque te ha excitado a declararme hoy tu amistad del modo más explícito y como nunca lo habías hecho. Estoy contenta y llena de orgullo de que tanto me estimes para amiga. No temas tú que ni Pepe Güeto, ni los Güetillos que puedan salir a relucir en lo venidero, te roben aquella gran parte del alma con que te amo. Pues qué, ¿imaginas tú que el compartimiento, rincón o sitio de mi alma donde está el amor de esposa y madre, se ha llenado o se va llenando ahora y que antes estaba vacío? ¿Crees tú que este amor no existía en mí antes de amar a Pepe Güeto? Vaya si existía. Lo que tiene es que entonces el novio o el marido, a quien yo le consagraba, era soñado, hecho a pedir de boca, relleno de perfecciones. Los chiquillos, que me fingía y me finjo aún, son unos querubines. Por mucho que valga Pepe Güeto, pierde cuidado que no valdrá, ni con cien leguas de distancia, el marido que yo soñé. Y en cuanto a los chiquillos, será más notable la diferencia, porque los que tenga, si los tengo, como espero y deseo, no han de ser impecables y celestiales como los imaginados, sino llorones, traviesos, sucios y tercos, y me han de armar al día mil perreras, y han de tener entre ellos mil cachetinas; todo lo cual me hará no quererlos tanto. Infiero yo de lo dicho que, casada ya y con hijos, te he de querer más que de soltera, si sigues queriéndome tú. Aunque tú te cases, ¿dejarás de quererme?
—Nunca dejaré de quererte—respondió doña Luz—. Yo no me casaré nunca.
Esta última afirmación excitó mucho la curiosidad y el interés de doña Manolita, y como la intimidad y la confianza habían llegado a su apogeo, produjeron varias confidencias y revelaciones por parte de doña Luz, en un coloquio que por su importancia merece capítulo aparte.
La hija del médico provocó las confidencias, diciendo a doña Luz:
—¿Y por qué no has de casarte nunca? No te lo niego: yo conozco que es difícil, pero no imposible. Es difícil porque no hay en estos pueblos novio para ti, y porque tú no has de ir en busca de novio a las grandes ciudades. No está en tu condición ni en tu carácter ir a buscar colocación, bajo el amparo de alguna tía, que ya has desdeñado, o sola e independiente, ahora que eres mayor de edad.
—Inútil es que yo te conteste—dijo doña Luz—: tú misma contestas a la pregunta. Nuestra amistad, con todo, debe quedar hoy completa. Deseo poner en ella el sello de la verdad, no teniendo secretos para ti y abriéndote mi corazón. No he de recelar ni que me tengas por vana, ni que me rebajes en tu concepto: he de mostrarme a ti tal como soy. Te confesaré lo que a nadie he confesado. Ese rincón, ese pedazo de alma, donde dices tú que tenías amor para marido e hijos, aun antes de tenerlos, le tengo yo también en el alma mía; pero un orgullo que no se funda en razones, una repugnancia nacida de la manera con que he sido educada, se opone a que yo me case....
—Con otro Pepe Güeto, por ejemplo—interrumpió doña Manolita.
—Pepe Güeto es honrado, bueno, inteligente, es más rico que yo—replicó doña Luz—. Yo sería una necia si le desdeñase, fundando en algo mi desdén: pero esto no se razona, se siente, y es lo cierto que nadie, en las condiciones de Pepe Güeto, y estando en su juicio, me querrá para mujer propia, así como yo no le querré a él para marido. Entiéndase que hablo dentro de la vida ordinaria, sin nada de novela. Tal podría ser esta, que, no ya un hombre como Pepe Güeto, sino el último gañán pusiese los ojos en mí con razonable esperanza de lograrme, y yo cediese y fuese suya, no ya siendo hija de un marqués arruinado, sino siendo millonaria y princesa. Por dicha o por desgracia mía, o no hay de esos seres con prendas y excelencias superiores a su clase, lo cual probaría, en suma, que los hombres, por naturaleza, son más iguales de lo que se cree, y que tales prendas y excelencias son creadas por artificio, o, si hay de esos seres, no están reservados para mí, o yo carezco de imaginación para fingir en alguien, aunque no existan, todos aquellos primores que habrían de enamorarme. Así, pues, la energía de amor está en mí como dormida; pero no ha muerto. No permita Dios que mate yo en mí facultad alguna de las que el mismo Dios me ha dado. Duerma el amor en mi seno. A mi razón serena y fría toca velar para que no le despierte sino quien deba. Pero, hija mía, nadie acude a despertarle, y me temo que sea eterno su sueño.
—Vamos, yo me arrepiento de una tontería que he dicho—exclamó doña Manolita—. ¿Qué tendría de feo ni de malo que tú fueses y te mostrases donde conviene para que haya quien con títulos bastantes acuda a despertar a ese precioso amor dormido? Casi se me antoja que no sólo tienes derecho, sino que estás en la obligación de hacerlo. No es justo que tanta hermosura (¡cuidado si eres bonita!), no es lícito que tanta distinción y elegancia queden sepultadas en este lugar. Es cruel que tan lindo amor se consuma durmiendo, envejezca, y acaso, acaso, tenga el infortunio de que se le apolillen las alas. De seguro que hay mil galanes por ahí, por esos mundos, que caerían rendidos a tus plantas, si llegasen a verte. De seguro que habrá uno entre ellos a quien tú debes amar. Pero ¿cómo han de adivinar que estás aquí? ¿Por qué has de jugar con ellos al escondite?
—En primer lugar, porque, a fin de buscar poesía, no he de empezar yo destruyendo la poesía. El amor no ha de buscarse; ha de aparecer, ha de surgir de un modo providencial. Se busca fortuna, se buscan aventuras, se buscan negocios, y tú lo has dicho, se busca colocación; pero amor no se busca. Además, ¿adónde iré yo que no esté más fuera de mi sitio, más aislada que en Villafría? ¿Dónde me presentaré que no sea mirada como una aventurera? Casi estoy fuera de toda clase social. Mis parientes me humillarían si me fuese con ellos. Si me fuese sola, dirían todos como D. Acisclo, que yo era una vaca sin cencerro. Pudiera ser marquesa y no lo soy ni quiero serlo, porque es ridículo el título sin las rentas convenientes. Aquí, donde todos me conocen, soy la señorita doña Luz, la marquesita que conserva aún su casa solariega, y que se ha ganado la estimación y el respeto, porque nadie ignora su vida desde hace doce años. Por esos mundos sería yo una doña Luz algo misteriosa, de quien cada cual imaginaría mil horrores. Empezarían por afirmar una verdad, para inventar y poner sobre ella millón y medio de embustes. La verdad sería que soy hija de un marqués calavera y arruinado, y de una tal Antonia Gutiérrez, soltera y costurera, con quien mi padre tuvo amores. Créeme: en parte alguna estoy mejor que aquí, aunque no me enamore ni me case nunca. ¿Y por qué no enamorarme? ¿Por qué el amor ha de estar siempre dormido? Yo me inclino a creer que no hay varios amores, cada cual para su objeto, sino que el amor es uno; y aunque cambie el objeto, no cambia el amor. Si es así, como yo lo deseo, mi amor despertará y se empleará todo en la hermosura del cielo, en Dios que le ha criado, en las flores, en la poesía, y quién sabe si hasta en la ciencia, dado que en mi estrecho cerebro de mujer quepan sus grandes verdades, sus oscuros misterios y sus temerosos problemas.
—Nada sé contestarte—dijo doña Manolita—. Veo que en mucho de lo que dices tienes razón; pero ya que te confías en mí y me haces ver lo más escondido del alma, sácame de una curiosidad: explícame, si puedes, ciertas cosas que me parecen rarísimas en tu existencia. Por imprevisor, por descuidado que fuese tu padre, por pocos amigos y relaciones que tuviese en el mundo, ¿no tuvo a nadie a quien dejarte confiada sino a D. Acisclo? ¿Tú misma, habiendo vivido en Madrid hasta la edad de catorce años, no dejaste allí alguna amiga? ¿No dejaste allí a nadie que se interesara por ti?
—El descuido y la imprevisión de mi padre no podían ser mayores. Harto lo ha probado su ruina; pero además, bastará con que yo, enlazando los rotos recuerdos de mi niñez, te cuente mi modo de vivir en Madrid, para que entiendas que lo mejor, quizá lo único que pudo hacer mi padre, fue dejarme confiada a D. Acisclo. Hasta que cumplí cinco años, viví en casa de una señora, que parecía medianamente acomodada, y que se llamaba doña Francisca. He cavilado después si aquella señora sería mi verdadera madre; pero, sí me trataba bien y hasta con mimo y regalo, se conocía o se debía conocer, juzgando yo por el confuso recuerdo, que yo le era extraña. Me tenía en su casa por favor. No era casada. Iba a visitarla con frecuencia un caballero guapo, amigo de mi padre. Mi padre iba a verme; a veces solo, a veces con el caballero. La señora murió, y mi padre entonces me llevó consigo a su casa, y ya no me confió a nadie. A los pocos meses de estar con mi padre, donde me cuidaba una criada anciana, vino de Inglaterra el aya que mi padre encargó para mí y que ha estado conmigo hasta pocos días antes de que mi padre y yo viniésemos a Villafría.
Doña Manolita, que era la mejor muchacha del mundo, y que amaba y admiraba a doña Luz, muy satisfecha de las confidencias que le hacía, y muy curiosa de saberlo todo, escuchaba sin pestañear, sentada enfrente de su amiga.
Esta prosiguió:
—Mi aya era el deber personificado; pero, como el deber, sin calor, sin entusiasmo y sin afecto. Casi estoy por afirmar que no me besó nunca, que nunca me hizo una caricia. En cambio me enseñó cuanto ella sabía, y mi padre me consideraba como un portento precoz, como una sabia pequeñuela.
La vida de mi padre, aunque yo entonces no lo comprendía, comprendo ahora que era disipadísima, y todo lo contrario de ejemplar. Jugaba, cortejaba, estaba fuera de casa hasta las tres o las cuatro de la mañana. Yo era como su refugio, como el medio de su purificación, como su consuelo santo en los momentos de abatimiento y de tristeza. Me llamaba a su cuarto, y ya solo conmigo, me decía ternuras, me besaba y lloraba a veces. Como yo era tan niña, ni podía averiguar por mí, ni tratar de saber de él la causa de sus pesares.
Varias veces me hizo también ir a su cuarto en ocasión en que no estaba solo, sino con una mujer hermosa y elegante, aunque vestida con descuido, y esta mujer me celebraba de bonita y graciosa, y me hacía mil cariños.
—Esa mujer sería tu madre—interrumpió doña Manolita.
—Así lo hubiera pensado yo también—prosiguió doña Luz—, si esa mujer hubiera sido siempre la misma; pero fueron varias. Todas se recataban de la gente; estaban allí con cierto misterio, y nunca el aya las vio. A mí misma cuando fui grandecita, cuando cumplí nueve años, jamás volvió mi padre a enseñarme a ninguna de dichas mujeres, que, por la impresión que me dejaron, se me figuraba que habían de ser señoras y no gente vulgar. Mi padre era un galán caballero y agradaba mucho a las damas. Entonces nada infería yo de esto; pero más tarde he inferido la inverosimilitud de que fuese yo en realidad hija de una Antonia Gutiérrez, costurera. ¿No podría mi padre haber procurado esta madre postiza para legitimarme, sin comprometer a alguna dama? Aun en vida de mi padre, a pesar de mi corta edad, pensé alguna vez en esto; pero jamás me atreví, ni indirectamente, a preguntar nada a mi padre sobre el particular. Él esquivaba la conversación, si por acaso recaía sobre mi supuesta o verdadera madre Antonia Gutiérrez. Después de muerto, y después de haber cumplido yo veinte años, he buscado con empeño algo que me dé luz entre sus papeles. Él rasgaba todas las cartas de cierto interés, porque era descuidado y temía dejarlas en cualquier parte y que las leyesen. Lo que he encontrado, pues, era insignificante: ni un retrato ni una palabra escrita. Sólo, sobre su mismo cuerpo, se halló este medallón de oro, sin cifra ni signo alguno.
Doña Luz sacó de su propio seno el medallón de que hablaba.
—Desde entonces llevo el medallón en mi seno, como memoria de mi padre. Dentro, mira (y abriéndole, enseñó el contenido a doña Manolita), mira a través de este cristal; hay un rizo de pelo más rubio aún que el mío. ¿Será de Antonia Gutiérrez, será de cualquiera otra mujer que fuese mi madre, o será de alguna enamorada de mi padre, que nada tiene que ver conmigo? ¿Quién ha de saberlo? Los dos criados antiguos que conservo son listos ambos; pero ambos entraron en casa con mucha posterioridad a mi nacimiento, y de fijo no saben nada. Juana vino a servirme cuando tenía yo diez años. Tres años después entró Tomás de ayuda de cámara de mi padre.
—¿Y no sabes de ningún lance singular de la vida del marqués—preguntó doña Manolita—, por donde se aclare algo el misterio de tu nacimiento?
—Hay, en efecto, en la vida de mi padre un lance singular; lance ocurrido a los dos años de haber nacido yo: pero lance tan misterioso que por él nada se aclara. Podría o no podría tener dicho lance alguna relación con la culpa a que debo el ser.
—¿Y qué fue ese lance, si puedo saberlo?
—Mi padre recibió una mañana una visita, a quien nadie vio, porque mi padre mismo abrió la puerta. Los criados no podían extrañar esto. Él solía recibir visitas así, abriendo él mismo, y encerrándose con ellas. Aquella mañana, a la media hora de haber recibido la visita, llamaron desde el cuarto de mi padre con fuertes campanillazos. La puerta del cuarto estaba abierta. La visita había desaparecido. Y los criados hallaron sobre la alfombra una espada sangrienta, y a mi padre tendido también, con otra espada empuñada, y el pecho atravesado por una herida mortal. Dicen que fue milagro de la ciencia el que se librase de la muerte. Jamás se pudo averiguar quién, ni por qué le había herido. Mi padre se limitó siempre a decir que no buscasen al culpado, que la herida había sido en buena lid. Raro duelo, en verdad, sin padrinos, sin testigos, sin nadie que haya sabido jamás de él sino aquel doloroso resultado.
—Todo esto me hace presumir—dijo doña Manolita—que eres hija de una gran señora.
—No sé—contestó doña Luz—. Legalmente soy hija de Antonia Gutiérrez, libre cuando se unió con mi padre. Más vale esto que deber la vida a un adulterio. ¡Ah! mejor es que mi padre no me haya revelado nada. ¿Cómo había de haber manchado mi mente limpia, a los quince años, con impurezas y delitos? Harto perturbada estaba ya mi mente con la vergonzosa catástrofe de Madrid antes de refugiarnos en este lugar. Hubo que vender los muebles que allí teníamos para acabar de pagar a los usureros y acreedores. Mi padre se vino aquí humillado y melancólico, y a poco murió. ¿Con quién querías que hubiese vuelto yo a Madrid? ¿Qué papel iba a hacer en Madrid la marquesita arruinada y bastarda? Lo mejor que pude hacer es lo que he hecho, quedarme aquí para siempre.
De este modo confió doña Luz todos sus secretos a la hija del médico.
La amistad de ambas jóvenes se estrechó desde entonces, y en adelante todo se lo confiaron.
El casamiento de doña Manolita se hizo por la posta. Un mes después de haber dado parte a su amiga estaba ya casada.
Su pronóstico de que su casamiento no enfriaría la amistad con doña Luz se cumplió a la letra. Doña Manolita era gran profetisa.
También se cumplió cuanto con relación a Pepe Güeto había ella pronosticado. Ni hubo vara de mimbre, ni ella entró más en costura que cuando estaba soltera; pero en cambio, Pepe Güeto se reía como un loco, sobre todo con los chistes de su mujer, que le hacían mucha gracia, y con sus risas que tenían para él mucho de agradablemente contagioso.
Para doña Luz pasaron entre tanto los meses, sin otra novedad que el cambio alternado y regular de las estaciones. Pasó la primavera, pasó el verano, y llegó el mes de Octubre, estación de la vendimia.
Algo muy importante tendría que decir D. Acisclo a doña Luz, cuando una mañana, estando ya vendimiando, entró a verla y a hablarla no menos matinalmente que doña Manolita había entrado meses antes.
El correo llegaba a Villafría a altas horas de la noche y se repartía al amanecer.
Don Acisclo traía una carta ya abierta en la mano, y la agitaba con vivas muestras de satisfacción y de júbilo.
—¿Qué hay? ¿Qué dice esa carta? ¿Qué grata novedad contiene? D. Acisclo, ¿le ha caído a V. la lotería?—preguntó doña Luz.
—Mejor que eso, hija, mejor que eso—contestó el interrogado—. Lee tú misma y entérate—y entregó la carta a doña Luz.
Esta, antes de leer, conoció la letra y vio la firma que decía: «Enrique». Era de un sobrino, hijo de una hermana que D. Acisclo había tenido, el cual sobrino era fraile dominico, residente en Filipinas.
Casi todos los que se hacen ricos niegan el acaso, la fortuna, el hado o la suerte: éstos les parecen vanos nombres, detrás de los cuales procuran ocultarse la pereza, el despilfarro, el desorden y la tontería. De aquí que se tengan por las personas más prudentes, más razonables, más ingeniosas y más sabias de la tierra. Y puede que les sobre razón. Yo no lo niego ni lo afirmo. Digo sólo que D. Acisclo era así. Estaba muy contento de sí propio e imaginaba que no había merecimiento mayor que el suyo. Toda otra gloria se le antojaba inferior y de menos quilates. Sin embargo, una gloria con algo de sobrenatural y de ultramundano, si no en los medios en el fin, y adquirida por individuo de su familia, no parecía a D. Acisclo de corto valer tampoco; y tal era la gloria de su sobrino el P. Enrique; gloria que en cierto modo se reflejaba en él y en toda la parentela. Era, casi a par de los dineros adquiridos, timbre de nobleza para su casa.
Don Acisclo idolatraba, pues, al P. Enrique, y hablaba de él con complaciente jactancia, diciendo:
—Aquí servimos para todo; lo mismo para un fregado que para un barrido; yo quise ser millonario y lo soy; a Enrique le dio por la santidad y aún le hemos de ver en los altares—. Para demostrarlo y hacer probable el cumplimiento de su vaticinio, D. Acisclo refería a menudo las andanzas del P. Enrique: de modo que doña Luz le tenía por conocido y amigo, aunque hacía cerca de veinte años que él faltaba del lugar y de Europa.
Todo este tiempo no le había vivido sólo en Manila. Había estado en diversas tierras de gentiles, difundiendo la luz del Evangelio; había pasado apenas creíbles trabajos; había arrostrado graves peligros, y aun había estado dos veces a punto de alcanzar una muerte tan cruel como gloriosa, no salvando la vida sino después de sufrir prolongado martirio.
Referidas estas historias por D. Acisclo, fuerza es confesarlo, aparecían grotescas en los pormenores. Por dicha, el P. Enrique escribía a su tío tres o cuatro veces al año, y el tío se deleitaba en que doña Luz le leyese las cartas en alta voz. Así conoció doña Luz que el P. Enrique, a más de ser valiente hasta el heroísmo, y entusiasta y fervoroso en todos sus actos y misiones apostólicas, era sujeto de claro ingenio y de singular discreción y prudencia.
Su constitución física distaba mucho de corresponder a sus bríos espirituales, y, aunque no tenía aún cuarenta años, ya en sus últimas cartas se quejaba dulcemente de lo quebrantado de su salud, que le impedía trabajar en empresas activas, y le estorbaba algo en sus estudios.
La carta recién llegada era muy corta y traía fecha de Cádiz. Doña Luz leyó, y decía así:
«Mi querido tío: Mis males se agravaron hasta tal extremo en Manila, que los médicos decidieron que yo debía venir a Europa a pasar una larga temporada. Con los aires del país natal aseguraban que me repondría. Mis compañeros me echaron de allí: hasta el mismo Sr. Arzobispo me mandó que me viniese. No hubo, pues, más remedio. Salí de Manila y, a Dios gracias, hice una dichosa navegación. Tres días ha que estoy en Cádiz, bastante más fuerte ya. Pasado mañana salgo de aquí en el ferro-carril para esa villa. Expresiones cariñosas a los primos, primas, amigos y demás parientes, y a su huéspeda de V. la señorita doña Luz. Le quiere a V. mucho y desea abrazarle, su afectísimo sobrino».
Tal era la causa del júbilo de D. Acisclo; iba a abrazar al sobrino santo, iba a vivir con él, iba a tener el gusto de lucirle en el lugar.
Doña Luz quiso en seguida mudarse a su casa y dejar su habitación en casa de D. Acisclo, para que el padre habitase en ella.
Don Acisclo dijo:
—Nada de eso, hija mía. Tú por nada del mundo te vas de mi casa a vivir sola en aquel caserón. Además, una mudanza tan precipitada sería un trastorno. Yo tengo mi plan, y, con tu permiso, le hemos de llevar a cabo. Enrique sé yo que gusta de la soledad para sus estudios y meditaciones. Permite que vaya a vivir en tu casa. En un momento le arreglaremos allí habitación conveniente. Tu casa está cerca. Iremos a cuidarle si cae enfermo en cama, y cuando no, vendrá él a almorzar, a comer y a charlar con nosotros todos los días.
Doña Luz insistió en irse a su casa; pero D. Acisclo siguió oponiéndose, y fue menester que doña Luz cediera, ofreciendo gustosísima su casa para que en ella viviese el Padre.
La estación del ferro-carril está a dos leguas muy largas de Villafría, y D. Acisclo dispuso que saliesen todos los parientes y amigos a recibir al Padre con mucha pompa. En efecto, no quedó vehículo de que no se dispusiese. Se emplearon tres calesas, una tartana, propiedad de D. Acisclo, y dos carros. Fueron de la expedición los hijos, yernos, hijas, nueras y nietos de D. Acisclo, el cura, el médico, doña Luz, doña Manolita y Pepe Güeto, y otras varias personas. Los que no cupieron en los vehículos de ruedas, fueron a caballo o en burro.
El P. Enrique llegó bien y fue recibido con vivas por aquella turba, en el andén de la estación.
En el lugar fue un triunfo su entrada.
Para todos los primos y primas trajo regalos: para ellos puros filipinos en abundancia; para ellas, o pañolones bordados, que llaman en mi tierra de espumilla y de Manila en Madrid, o abanicos chinescos de los más primorosos. Para D. Acisclo trajo armas japonesas, y para doña Luz un juego de ajedrez de marfil, prolijamente labrado.
El P. Enrique se instaló muy cómoda y holgadamente en casa de los Marqueses de Villafría, donde Tomás se ofreció para cuidarle; pero el P. Enrique traía consigo un criado chino, llamado Ramón, que le cuidaba con el mayor esmero.
Pasado el gran acontecimiento de la venida del P. Enrique; luego que no quedó en el pueblo nadie que no le viese, satisfaciendo así la curiosidad; luego que le oyeron predicar en la parroquia y no hallaron que sus sermones fuesen más bonitos que los de otro Padre, sino más fáciles, más pedestres, más sencillos y con menos latines; y luego que vieron que el P. Enrique ni contaba chascarrillos ni jugaba al billar ni a la malilla, ni era más entretenido que otro cualquiera, todo Villafría entró de nuevo en su estado normal.
Como piedra que cae en estanque profundo, la cual hace muchos círculos y turba el haz del agua, y luego se desvanecen los círculos y vuelve todo a su primer reposo sin que nadie se acuerde de la piedra, así sucedió con el P. Enrique a los tres meses de estar en Villafría.
Verdad es que él procuraba eclipsarse. Si hacía obras de caridad hasta donde sus cortos medios lo consentían, era tan sin estruendo, que nadie se enteraba; si, movido a ello por compasión o porque lo juzgaba absolutamente necesario, daba algún consejo, le daba con tal llaneza y con tan pocos textos y autoridades, que nadie hacía caso, y aun había quien supusiese que no sabía aconsejar por lo fino, acostumbrado a vivir entre los salvajes allá en las Indias.
En suma, el P. Enrique, o no supo o no quiso hacerse popular. También en él se cumplió la sentencia evangélica: Nadie es profeta en su patria; también por él, si es lícito comparar lo pequeño con lo grande, pudo decirse que estuvo entre los suyos y los suyos no le conocieron.
No iba al casino, no frecuentaba la tertulia del boticario, no sabía palabra de política, no visitaba a las señoras devotas del lugar, en fin, se aseguraba ya que no servía para nada.
Decía su misa diaria, y casi siempre estaba encerrado en el caserón del marqués, que así le llamaban, donde andaba de continuo papeleando; esto es, bregando con libros y papeles, ora escribiendo, ora leyendo cosas que a nadie le importaban por allí.
Como Villafría era pueblo muy liberal y avanzado en ideas, acusaban muchos al P. Enrique de hipócrita, de carlistón y de neo, y en cambio, los verdaderos neos y carlistones, que tampoco allí faltaban, miraban con desdén al Padre, porque de nada les valía ni con ellos se espontaneaba, o más bien, no tenía de qué ni sobre qué espontanearse.
Por fortuna era tan dulce el Padre que no podía mover a odio, y tan silencioso y modesto que no excitaba la envidia. Todo se redujo a que le olvidasen, viéndole; género de olvido que ocurre con frecuencia.
Sólo en la mayor intimidad, en medio de pocas almas escogidas, y de alguna que si no lo era se dejaba llevar por el entusiasmo de las otras, se desanudaba suavemente la lengua del P. Enrique; y las narraciones amenas, los discursos elevados, los bellos pensamientos y nobles sentimientos brotaban de sus afluentes labios y penetraban en los corazones y en la mente del poco numeroso auditorio, aunque mejor sería decir de sus pocos interlocutores, porque el Padre evitaba, cuanto podía, monopolizar la palabra y prefería el diálogo en que todos hablasen.
Sus interlocutores eran doña Luz, doña Manolita, el médico, Pepe Güeto, el cura alguna vez y don Acisclo siempre.
Cuando venía más gente en casa de D. Acisclo, aquella franqueza desaparecía, y la conversación, como por ensalmo y sin poder evitarlo, bajaba al nivel villafriesco.
Las condiciones de entendimiento y de carácter movían a esto al P. Enrique, no por altivez, sino por timidez. Con el humilde vulgo, allá en los pueblos más cercanos a la naturaleza, en donde había vivido, había acertado a explicarse por tan llano y persuasivo estilo que sus palabras sin arte, santas y sinceras, habían quedado grabadas en los corazones, llevando el convencimiento a las almas. Con sujetos de letras y doctrina, o que por gracia, por entusiasmo, por hondo sentir poético y por elevación de miras y de ideas, le infundían confianza y le inspiraban simpatías, su discurso le arrebataba fácil e insensiblemente a las más altas regiones; pero con ciertas gentes medianas, que presumen de cultas, el Padre Enrique se recogía por instinto, sentía su carencia de poder y de influjo, y ni era sencillo, ni era elevado, ni conmovía por la candorosa expresión de los afectos, ni alzaba en pos de sí las inteligencias, tendiendo el vuelo de águila la suya.
Villafría, población muy adelantada, producía este efecto en el P. Enrique. Nada amilanaba su corazón, ni allí tenía que temer nada; pero su entendimiento estaba amilanado y reconocía su carencia de influjo.
No afirmo yo que se establezcan corrientes magnéticas; pero, sin decirlo como verdad, puedo decirlo como imagen; entre sus paisanos y él no había corriente magnética alguna. La corriente magnética sólo existía entre el Padre y las pocas personas que hemos nombrado ya, y que, durante todo el invierno de 1860 a 1861, se reunían, sin faltar apenas una noche, en torno del hogar de D. Acisclo, en la cocina de los señores, que dejamos descrita.
En esta reunión se charlaba por los codos, y nadie hacía tanto gasto de palabras como doña Manolita, cuyos graciosos disparates movían a risa hasta al Padre, a pesar de su gravedad. A veces, no obstante, sin buscar tema, sin el propósito preconcebido de enredar alguna discusión sobre las más arduas materias, la discusión venía a enredarse, y entonces don Acisclo, el cura, Pepe Güeto y hasta doña Manolita, callaban y oían, y hablaban sólo el P. Enrique, doña Luz y el médico D. Anselmo.
Reinaba allí la más amplia libertad de pensamiento; y el médico, que era el constante impugnador del P. Enrique, decía cuanto se le antojaba; pero como todo corazón generoso lleva ingénitamente en su centro la buena crianza, aunque no se la hayan dado, D. Anselmo, ni aun en la fuga del más ardiente disputar, ni en la mayor violencia de sus ataques, se olvidaba de velar y de mitigar su rudeza con la dulzura de la forma.
A través de esta forma dulce se mostraba, no obstante, la negación radical de toda verdad que no venga a nosotros por la experiencia sensible. Con fe se puede creer en lo sobrenatural; con imaginación se puede crear un mundo trascendente de ideas metafísicas y religiosas. La razón, en tanto, sólo puede saber lo que ella, en virtud de sus propias leyes, induce del estudio y observación de los fenómenos que llegan a su conocimiento por los sentidos. Esto sólo es la ciencia: lo demás será poesía, o como quiera llamarse. Y el principio de la ciencia para D. Anselmo era que hay una sustancia infinita, la cual, en virtud de la inexplicable agitación y del prurito, que constituye su esencia, produce variedad de seres, cuya perfección relativa, dentro del período en que vivimos, y hasta donde la memoria puede penetrar en lo pasado, y la prudente previsión en lo porvenir, va siendo cada vez mayor, merced a cierto proceso ascendente y a cierto desarrollo que nos parece que no termina. Cómo ello empezó y cómo habrá de acabar, sostenía D. Anselmo que se ignora y que se ignorará siempre. Era vano, en su sentir, obstinarse en ver más allá: si antes del principio de esta evolución hubo otra; si después volverán las cosas al reposo y a la muerte, y si luego se despertarán nuevo prurito y voluntad de los átomos, que los lleven a agruparse y a crear otro universo, y vidas nuevas, y progreso, y consciencia, y lo que llaman espíritu, y por último, muerte otra vez. Sobre todo esto, sólo podían forjarse teorías y ensueños, lanzándose en especulaciones aventuradas, más allá de los términos y linderos hasta donde la razón nos sigue.
Y lo que D. Anselmo afirmaba de la vida total del mundo, lo afirmaba tan bien de la vida de cada individuo. Durante dicha vida podía observarse el desenvolvimiento gradual, hasta que la vida acababa. Pero antes del nacer y después del morir, D. Anselmo sostenía que no atinaba a ver nada: eran dos profundidades tenebrosas, dos insondables abismos, en medio de los cuales se manifestaba la vida. Y las profundidades y los abismos se hallaban como cubiertos de la sustancia, de la materia, de esto que afecta nuestros sentidos, que no podemos concebir sin accidentes y sin formas, que no podemos concebir mudando formas y accidentes; pero que en lo esencial no puede ser aniquilado por la mente humana. La única metafísica ineludible de aquel enemigo de la metafísica era la eternidad de ese ser indefinido y vago. Él era el único inmutable. Todo lo demás, esto es, sus apariencias y cambios, pues fuera de él nada hay, era perpetua mudanza y fluctuación sin sosiego. Claro está que de tal ciencia no podía nacer moral alguna, ni deber, ni responsabilidad, ni libertad de nuestros actos; pero D. Anselmo, que era excelente sujeto, apenas se atrevía a confesar semejante diablura, ni a sí propio, y mucho menos a los demás; y armaba un caramillo de sutilezas para probar que éramos libres y que debíamos ser buenos, y que había algo de determinado en que la bondad consistía. De aquí que, si sobre las cuestiones primeras reñía con el P. Enrique bravas batallas, en estos puntos prácticos quedaba siempre derrotado, y se hacía un lío, con aplauso general de todos, y más aún de su hija doña Manolita, quien terminó una vez exclamando:
—Vamos, papá, perdona mi desvergüenza filial, pero tú no sabes lo que te pescas.
Verdad es que doña Manolita dio a su padre un par de cariñosos besos para endulzar aquella mortificación de amor propio.
Hasta hubo ocasión en que D. Anselmo se sintió más mortificado y vejado. Entonces el propio P. Enrique tuvo que volver por él, afirmando que el asunto era difícil y que no merece censura, sino aplauso, el que le estudia con ahínco y con amor a la verdad, aunque se equivoque: que no deben reírse los que no saben nadar, ni se echan al agua, de los que por nadar se aventuran y se ahogan; y que sólo yerra el que aspira, y que sólo da caídas mortales el que tiene arranque y valor para encumbrarse y subir.
De esta suerte, encontró doña Luz un poderoso aliado para sus perpetuas disputas con el médico, cuyo inveterado positivismo no cedía jamás ni daba lugar a una conversión, pero cuyo concepto del saber, de la elevada inteligencia y de la bondad del Padre, era mayor cada día.
Si esto pensaba el adversario y el incrédulo, ¿qué no pensarían los creyentes, los que profesaban las mismas ideas, aquellos en cuyo favor el P. Enrique tan hábil y cortésmente peleaba? La veneración, el entusiasmo, la admiración por el P. Enrique, fueron subiendo en todas aquellas almas, y más que en ninguna en el alma entusiasta, solitaria y aislada de doña Luz.
Creíale un tesoro de santidad, un dechado de todas las virtudes, y un pozo inagotable de ciencia. Cuando el Padre hablaba, quedábase ella suspensa oyéndole, y se apartaba de todo y se reconcentraba a fin de no perder ni un acento y de comprender el más hondo sentido de su discurso. Su afán de saber se despertó como nunca, comparándose con el Padre y notando cuán ignorante ella era: y, aunque el Padre no hacía ostentación de su ciencia, ella le excitaba a que hablase, con mil preguntas, a las que el Padre, por más que por modestia lo repugnara, tenía al fin que responder.
La vida de las plantas, el movimiento de los astros, el sistema del mundo, la historia de los pueblos, de sus emigraciones, lenguas, creencias y leyes, todo era objeto de las preguntas de doña Luz, y a todo se veía obligado a responder el P. Enrique.
A veces salía doña Luz de paseo con Pepe Güeto y doña Manolita, cuya luna de miel se prolongaba de un modo poco común, y mientras los esposos iban de burla o de risa, delante o detrás, y en interminable cuchicheo, el Padre, que los acompañaba, sostenía con doña Luz un coloquio grave, que a ella le parecía amenísimo, instructivo y sublime.
Los médicos habían amenazado al P. Enrique hasta con la muerte si volvía a Filipinas antes de hallarse completamente repuesto. La permanencia, pues, del P. Enrique en Villafría, había de ser de dos o tres años.
Él se había repuesto mucho, pero estaba aún delicado. Aunque era hombre de cuarenta años, sus facciones finas y algo aniñadas le hacían parecer más mozo. Era blanco, si bien tostado el cutis por el sol; los ojos y el pelo negro; delgado, de mediana estatura, y de hermosa y despejada frente. Su vida de peregrino y de misionero, haciéndole vencer la debilidad de su constitución con la energía del alma, había prestado a su cuerpo extraordinaria agilidad y soltura.
Las mujeres son curiosísimas, y doña Luz lo era más que las otras mujeres. Nada excita tanto la curiosidad como cualquier merecimiento o habilidad que se oculta. Y como el Padre, sin afectación, por no ser propio de su estado, porque no gustaba de hacer alarde de cosa alguna, no se había mostrado nunca a sus ojos como jinete, doña Luz, sin malicia, empezó primero por cerciorarse de que lo era, de que había viajado mucho a caballo en Cochinchina y en la India, y no paró luego hasta que logró salir con él de paseo a caballo en compañía de D. Acisclo. Doña Luz se compuso de suerte que hizo galopar al Padre y hasta correr a todo escape, y el Padre galopó y corrió sin vanagloria de hacerlo bien, haciéndolo perfectamente, y sin dar el menor indicio de que lo hacía por complacencia galante, ni por lucirse, sino cumpliendo con un deber. Doña Luz se aventuró demasiado y estuvo a punto de dar una peligrosa caída al saltar una zanja. Su caballo no llevaba ímpetu bastante y hubiera caído en ella, si el Padre, conociéndolo, no hubiera llegado en sazón, excitando el caballo con el látigo, y con el ejemplo, porque saltó primero.
El Padre, después del salto, con tanta dulzura y cortesía como firmeza, reprendió por sus locuras a doña Luz; dijo que podría ser motivo de escándalo el verle correr y saltar de aquel modo; prometió no volver a salir nunca más a caballo, y cumplió la promesa.
Esta misma firmeza de voluntad encantó a doña Luz, aunque iba contra sus gustos y caprichos. La paz y serenidad de espíritu del Padre la tenía maravillada, y más aún su perspicacia. Juzgábale zahorí de corazones. Todos los defectillos de ella, todas las faltas, conocía doña Luz que el Padre las notaba, y que se las censuraba con rodeos delicadísimos; sin dejar por eso de advertir también cuanto en el alma de ella había de noble y de bueno, elogiándolo sin el menor empeño de serle grato por medio de la lisonja.
Ella, entretanto, miraba en el alma del P. Enrique, y quería verla toda, como él veía la suya. Y notaba que era clara y transparente, como la mar que circunda a Andalucía, pero con un fondo de tal hondura, que a pesar de lo diáfano del agua y de la mucha luz del cielo que en ella penetra, iluminándola toda, la vista se desvanecía y se cegaba, y quedaba a inmensa distancia de los últimos senos y capas de ondas, hasta donde se fatigaba por sumergirse y calar.
En vida tan apacible llegó, para doña Luz y para sus compañeros de tertulia, la primavera de 1861.
Durante la Cuaresma, el P. Enrique predicó varias veces, con mediano éxito, no sobrepujando la fama de los otros predicadores con quienes alternaba. El número de los fervientes admiradores del padre apenas se aumentaba con alguien que no fuese de la intimidad de D. Acisclo.
Aquel año, por lo mismo que su sobrino estaba en el lugar, D. Acisclo quiso echar el resto, en el Jueves Santo, y la cena algo profana, a que dio ocasión la salida en procesión de la Santa Cena, fue opípara y estruendosa.
Doña Luz estuvo amabilísima con todos, y doña Manolita muy alegre y chistosa.
No eran éstas, sin embargo, las reuniones que agradaban a doña Luz y a su amiga, sino las poco numerosas, familiares y frecuentes, donde ellas mismas incitaban a D. Anselmo para que provocase y contradijese al Padre, obligándole así a hablar sobre puntos de religión o de filosofía.
En no pocas ocasiones, el P. Enrique había lucido, en sentir de sus oyentes, una elocuencia conmovedora; pero jamás produjo tan honda impresión en los ánimos como la noche del Domingo de Resurrección.
Incitado D. Anselmo, después de otros menos importantes ataques, llegó a decir lo que sigue:
—Todo es hablar de caridad y devoción, pero, bien mirado, no se ve en vosotros sino egoísmo. No es la piedad, no es el amor a vuestros semejantes quien os mueve, sino el anhelo de la salvación propia y el miedo del infierno.
—Alambicando de esa suerte—contestó el padre Enrique—, no hay amor, por desinteresado que sea, cuya raíz no esté en el amor propio. Las palabras mismas lo declaran. ¿Qué es la compasión? No es más que cierta cualidad, en cuya virtud padece el alma cuando ve padecer a otra como si ella misma padeciera. Todo sacrificio, por consiguiente, que haga el alma compasiva, ya del reposo, ya de la vida corporal, ya de la hacienda, será considerado como egoísmo. El alma compasiva le hace para librarse de un padecimiento; para que el ajeno dolor no le duela como propio; para hallar para sí la paz y el bien que apetece. Todo acto de filantropía proviene de compasión: luego proviene del amor propio; luego nace del egoísmo. Lo más que los filántropos podréis decir en vuestro abono es que vuestro egoísmo es un egoísmo bien entendido, un egoísmo provechoso para todos.
—Ya lo ven ustedes, señores—replicó D. Anselmo—, el Padre, como no puede ni sabe defenderse, ataca; pero sus razones no tienen fuerza contra mí. Yo no vacilo en concederle que la virtud humana de la filantropía proviene de la compasión y es por lo tanto egoísmo; pero ¿la virtud divina de la caridad es menos egoísmo en su raíz y fundamento? A fin de no padecer viendo padecer a otro, hago yo, por ejemplo, un acto de filantropía: le hago para ponerme bien conmigo: soy, pues, egoísta; pero el que hace una obra de caridad, por amor de Dios, para ponerse bien con Dios, de quien toda su dicha depende ¿se muestra acaso menos interesado? Todavía se me antoja que vale más el filántropo que el caritativo, porque al cabo es más noble y más bella la condición natural del alma descreída que siente como propias las penas extrañas, y con el propósito de libertarse de estas penas obra el bien, que la condición algo sobrenatural del alma creyente que obra el bien por temor de castigo o con esperanza de galardón y de premio; y no ya por amor del ser miserable a quien socorre y ampara, sino por amor del ser poderoso de quien todo lo espera.
—Censurar que el alma busque siempre su bien, dijo entonces el Padre, sería tan absurdo como censurar que busquen los graves su centro. Ley es ésta indefectible, donde no hay libertad, donde no cabe ni mérito ni demérito. La voluntad va derecha a la beatitud, donde sólo puede aquietarse, como la piedra, desprendida de lo alto de la torre, cae sin detenerse hasta dar en el suelo; como la bala, disparada por certero tirador, vuela a clavarse en el blanco. Lo importante, lo libre, lo meritorio está en poner bien la mira, en buscar el supremo bien donde en realidad reside. Una vez señalado el bien, verdadero o engañoso, ¿quién no va a él por acto tan voluntario como necesario, ya que amar y apetecer el bien es la esencia misma de toda voluntad? El amor de sí propio es de necesidad; necesidad de quien ni el mismo Dios se sustrae.
—No niego yo que sea así. Convengo en todo, Padre. Pero ¿dónde está entonces la libertad, la responsabilidad de nuestros actos? No habrá pecados ni crímenes, sino errores. La inteligencia se engañará y presentará a la voluntad lo que es malo como bueno.
—Así sería, dijo el Padre, si fuese necesario todo error; pero el error no es necesario siempre. En el error puede haber libertad, y por consiguiente pecado. A veces las pasiones, que no queremos dominar, ofuscan el entendimiento y le llevan a que yerre; a veces el don sobrenatural de la gracia no acude a nosotros porque nos hacemos indignos de él, y entonces también se turba y se engaña el entendimiento. Pero no creo que disputamos hoy sobre el libre albedrío y la fatalidad, sino sobre si el alma al amar es desinteresada, porque busca su propio bien, aunque este propio bien estribe en el amor mismo.
—Así es—dijo doña Luz.
—Esa es la cuestión de hoy—añadió doña Manolita.
—Figurémonos—prosiguió el padre Enrique—, a un enamorado, a un caballero a la antigua, que por complacer a su dama, y para darle gloria y contento, padece insufribles trabajos, se expone a los mayores peligros y lleva a feliz término las más dificultosas aventuras. Figurémonos que todo esto lo hace por una dama de quien recela con razón que jamás será amado. Y figurémonos, por último, que todo lo hace por servirla y sin esperanza de recompensa. Todavía según el modo de discurrir de D. Anselmo, podremos tildar este amor de interesado, ya que el alma de aquel caballero halla deleite grandísimo en hacer cuanto hace por la dama, aunque la dama sea ingrata; o ya que, si no halla deleite, halla consolación, considerándose mil veces más infeliz si nada hiciese de lo que hace y si no diese de su amor tan valientes y generosas pruebas. Pero ¿qué mucho si el mismo amor mal pagado suele ser causa de ventura y de gozo íntimo para el amante que prefiere amar, aun sin correspondencia, a que se desprenda y aparte el amor de su alma, dejándola solitaria, seca y vacía? Queda, pues, demostrado así que todo es egoísmo, si bien es fuerza convenir en que hay egoísmos sublimes y merecedores de perpetua alabanza.
—Acepto—replicó don Anselmo—, el ejemplo de esa dama y de ese caballero andante de los buenos tiempos antiguos que el P. Enrique nos presenta; pero dudo mucho de que el caballero haga sus proezas con la esperanza de galardón ya perdida. La misma alta opinión en que tiene a la señora de sus pensamientos le persuade de que no ha de ser ingrata. El caballero se aventura, pues, y se afana interesadamente, esperando galardón; pero, supuesto el caso extraño de que no le esperase, ya no podría equipararse con el cristiano caritativo, en quien jamás ha de suponerse que la esperanza fallezca. En el concepto que tiene de su Dios va implícita la idea de su bondad, de su omnipotencia y de su justicia, y en ellas libra la seguridad de la paga. Vuelvo, pues, a mi tema. Toda virtud mundana será egoísmo; pero lo es más la caridad, ya que se funda en firme creencia y en esperanza clara y evidente de que será recompensada. A pesar de todo, no desdeñaría yo esta virtud, y juzgaría soberanamente benéficas la esperanza y la fe de que procede, si no dejara nunca de ser, aunque por fines interesados y egoístas, causa de buenas obras; pero la caridad tiene un camino, cuando se extrema, para lograr su objeto, no ya sirviendo, sino olvidando, desdeñando y menospreciando al prójimo y a cuantos seres hay en este universo visible. El alma que se retira dentro de sí, que se hunde en el abismo insondable de su propia esencia, donde se une o cree unirse con su Dios, ¿qué vale a los hombres? ¿Qué amor les consagra? ¿Qué criatura terrenal podrá existir por cuya suerte se interese? El alma que así se endiosa, encastillada en su recogimiento soberano, lo desdeña todo, menos su propio centro, donde vive identificada con el eterno amante a quien adora y de quien recibe bienaventuranza completa.
Con dulzura insinuante y con el reposo debido, a fin de hacerse entender bien y de poner en sus ideas orden y claridad, contestó entonces el P. Enrique a los argumentos de D. Anselmo; mas, a pesar del dominio que tenía sobre sí y sobre su palabra, la emoción que embargaba su ánimo venía a revelarse en su acento, en el brillo de sus ojos y en el encendido color de sus mejillas, pálidas de ordinario. Todo ello contribuía a infundir en el razonamiento que hizo aquella singular persuasión que cautiva los corazones y somete a blando yugo las más soberbias y rebeldes inteligencias.
¿Cómo reproducir, sin alterarle o sin debilitar su energía y empañar su esplendor celestial, el sencillo e inspirado discurso que entonces pronunció el Padre Enrique?
Lo que atine a poner aquí el profano, frío, escéptico y pobre narrador de esta historia, no debe mirarse, cuando más, sino como informe bosquejo de lo que dijo aquel hombre entusiasta y creyente. El P. Enrique dijo así:
—A fin de dar cumplida contestación a los argumentos de D. Anselmo sería menester desenvolver ahora las doctrinas todas de una altísima ciencia. Lo que diga yo, por lo tanto, en breves palabras, no puede menos de ser desordenado y de pareceros oscuro. Voy a poner en cifra y resumen lo que requiere, para que se entienda bien, severo método y reposo. Supongamos, por un instante, que abstraída el alma de todo lo terreno, en suspensión de potencias y sentidos, en silencio maravilloso y quietud envidiable, goza del supremo bien, sin salir de esta vida mortal, y absorta y como hundida en la contemplación de su Creador, no cuida ya del prójimo ni de las otras criaturas. Pero antes de alcanzar tanta dicha, antes de subir a tanta alteza, ¿qué pruebas de bondad no habrá dado el alma? ¿Por qué áspera senda no habrá tenido que trepar, activa, atenta y persistente? Para ganarse la voluntad de su Creador habrá hecho obras de misericordia, consolando y amparando a los infelices y desvalidos, y con sus oraciones y penitencias, humildad y mansedumbre, habrá sido pasmoso ejemplo y provechoso estímulo a todo ser humano. No se conquista de otra suerte el amor de Dios. No hay otra vía más cómoda y llana para llegar a él. Claro está, pues, que, aun suponiendo que el alma es ya inútil para las otras almas al llegar a ese término, es utilísima mientras no llega. Y no obstante, cuando el alma llega, cuando se recoge en su centro, donde Dios mora, y allí le conoce y con él se une, ¿cómo imaginar que por eso se aniquila o se hace inútil? Tal vez, al anegarse en aquel abismo de luz, no ve sino tinieblas. Tal vez los ojos del alma no pueden resistir tanto resplandor. Tal vez la inteligencia limitada no comprende aquellas perfecciones infinitas e inenarrables. Pero si la inteligencia, en el alma que llega a Dios, no ve ni comprende todo su ser, bástale con percibir algún atributo para no quedar perdida y aniquilada en su ventura. Bástele ver a Dios, para ver en Dios el mundo y las criaturas que le llenan y hermosean, y para verlo todo, por más cabal y comprensiva manera que cuando lo veía con sólo los sentidos como apariencias fugitivas que los hieren. El alma ve entonces las cosas tales como son y no tales como aparecen; las ve, no en su manifestación transitoria, sino en su idea pura y eterna; no ya en lucha constante, desligadas, sin concierto, en guerra de exterminio, sino que las ve atadas por lazo de amor, subiendo en concorde armonía hacia la luz y hacia el bien, y encaminándose, por atracción suave y divina, a la justificación providencial de todo. Y como el alma ama a Dios y todo está en Dios, el alma lo ama todo amándole. Y lo ama todo, no ya interesadamente, como lo amaba antes, sino con desinterés, porque quien tiene a Dios ¿qué más quiere ni desea? Así el alma ama a las criaturas como Dios las ama, y quiere que todas se vuelvan a Dios y le amen, y que el tesoro del amor divino sea para todas ellas. Y entonces el amor del alma, conforme, identificado con la voluntad de Dios, abarca el universo y cuanta hermosura espiritual y corporal en sí contiene. Y lejos de quedar el alma, al unirse con Dios, inerte y como vacía y sin conciencia, logra conciencia más clara y distinta, y arde en amor más vivo que todos los amores mundanales. Y no hay excelencia en lo creado, cuyo valer no estime y pondere en lo justo; ni beldad en quien sin concupiscencia no se complazca, porque tiene ya hartura y plenitud de deleites purísimos; ni riquezas que no mire sin codicia, porque está agraciada y como heredada de los más preciosos dones; y ama sin celos al amor que da Dios a las criaturas, por que las comprende en su mente e imagina que todo el amor que vierte Dios en ellas, le recibe y le guarda para sí propia. ¿De qué sacrificio, de qué obra estupenda de caridad, de qué proeza de amor, de qué devoción, abnegación y martirio no será capaz el alma unida con Dios, y que se vuelve a las criaturas, y las contempla en Dios mismo, como si fuesen algo del ser y de la sustancia del objeto amado? Lejos, pues, de creer que esta unión del alma con Dios la hace inerte e inútil para los demás seres, creo que la habilita y alienta para tomar en el manantial caudaloso del amor del cielo los torrentes de caridad que vierte luego en la tierra. Porque, como el Verbo, que es Dios, dio su vida mortal y humana por la salud de los hombres, el alma, si se une con Dios, adquiere la virtud divina para arrostrar y sufrir por los hombres los tormentos y la muerte, imitando a Cristo, que es el Dios a quien se une.
De esta suerte se expresaba el P. Enrique, hasta donde la torpe pluma y la lengua pecadora de quien esto escribe consigue remedar su improvisada homilía; ya que, en la sagrada ciencia, que él iba explicando, dijeron los más delgados conceptos y aclararon los más hondos misterios, no los que en los libros y en el estudio fueron a ilustrarse, sino los que por experiencia los entendían y por santidad insigne gozaron del favor divino.
Y mientras que el Padre hablaba, D. Acisclo oía embelesado, aunque no penetraba el sentido de una sola palabra; y D. Anselmo se deleitaba, sin creer, como quien saborea la más bella composición poética; y doña Luz, doña Manolita y Pepe Güeto, escuchaban con fija atención y gran fervor religioso, lisonjeándose de que todo lo alcanzaban.
Acaso no lo creyó así el Padre, allá en lo interior de su pecho, pues para aclarar y completar lo que había dicho, añadió de este modo:
—Quiero asimilar vuestra filantropía mundana a un hermoso río, cuyos canales y acequias riegan y fertilizan los campos; mientras que el alma, que se une a Dios por amor, es como el agua que el sol rarifica y levanta y que sube en vapores al cielo. ¿Será esta agua menos útil que la del río? No, porque luego desciende en bienhechora lluvia, más fecundante que todo riego artificial, y aun de este mismo riego artificial es causa mediata, ya que la lluvia, que viene del cielo, cuaja y forma en la cima de los montes con apretada y cándida nieve las inexhaustas urnas, de donde brotan y se desatan arroyos y ríos en cristalinos raudales. Presuma, en buena hora, el zafio y rudo agricultor, cuando riega su campo, que el agua viene de la vecina montaña, y que se deriva por ocultos caminos del seno de la madre tierra. Pero ¿habría agua si el cielo no la hubiera depositado allí? De esta suerte, la filantropía, la virtud meramente humana, tiene su origen, ignorándolo tal vez los mismos que la practican, en la caridad divina. El amor de Dios sube al cielo; se diría que desprecia este bajo mundo; pero, al descender de nuevo a la tierra, como el limpio rocío de la aurora, viene transformado en amor acendradísimo del prójimo. En nuestra verdadera religión no sucede como en algunas falsas, donde el bien supremo implica el aniquilamiento de la conciencia. Si el discurso racional no llega al ápice de la mente, Dios le adorna y reviste de prendas sobrenaturales; en vez de destruirle, le da la fe, para que viva y entienda. Y a veces brota del centro del alma una luz interior que baña las potencias que hasta el centro no han penetrado, por donde nuestro ser individual, aun en el éxtasis, no se esfuma, ni se desvanece, ni se desmaya, sino que con más ser vive, siente, piensa, conoce y ama. Si para subir al enlace místico, se desnuda el alma de todo lo creado, si llega a entender que sólo existen Dios y ella, esta muerte es como la muerte natural, en la cual se desprende el alma de sus mortales despojos. Y así como el alma ha de revestirse de cuerpo glorioso, así también resucitan todas las potencias que, para llegar al éxtasis divino, tal vez murieron. No, no se pierde el alma de los místicos cristianos en la esencia suprema, como en el nirvana de los budistas; no, no cae en sueño eterno, sino que logra la plenitud de la vida. El ambiente bañado y penetrado todo de rayos de sol parece luz de oro y sol y no aire; y el hierro, que sale candente de la fragua, no es oscuro y opaco, sino refulgente como el fuego de donde sale; y por igual manera, en cuanto la comparación material es posible, el alma que se unió con Dios parece Dios. Y por último, para el provecho que a los demás hombres puedan traer estos bienes y regalos de los espíritus contemplativos, quiero añadir una consideración de gran peso; a saber, que en ninguna creencia, en ninguna doctrina, se ensalza tanto como en la nuestra la dignidad humana, el ser del hombre, prescindiendo de su valer accidental. Los Elíseos, los Paraísos, los Empíreos de otras religiones sólo abren sus puertas a los magnates, a los príncipes, a los sabios, a los guerreros y a los ilustres; mientras que nuestro cielo es el cielo de los pobres, de los humildes, de los pacíficos y de los mansos. Y no es esto sólo para consolación, por la esperanza en otra vida mejor, del desdén de la fortuna y de los trabajos y miserias que en esta vida tienen que sufrir, sino que ejerce poderoso influjo en lo presente, y da precio infinito a toda alma humana, como rescatada por Cristo, e iguala con más verdad que toda ley democrática a unos hombres con otros, y reviste de majestad sagrada, y hace más que hermanas nuestras a todas las criaturas, a las más cuitadas, a las más viles, a las más abyectas y a las más pecadoras.
Los oyentes del P. Enrique, que aquella noche no eran más que cuatro, entendiendo unos más y otros menos lo que dijo, quedaron todos encantados de oírle. Don Anselmo llegó a confesar que le entraban ganas de ser cristiano; doña Manolita y su marido se sintieron más cristianos que nunca; D. Acisclo halló que su sobrino tenía casi tanto entendimiento como él, si bien aplicado a cosas menos prácticas; y doña Luz, embelesada, entusiasmada, añadió acaso, con su rica imaginación poética, mil quilates de hermosura, de novedad y de profundidad, al discurso del Padre, del cual no perdió ni una sola cláusula, comprendiendo el más hondo sentido del conjunto y de cada sentencia.
Por tal arte fueron creciendo la afición de doña Luz al trato del P. Enrique y la fina amistad que le profesaba.
Como por rápida pendiente, aunque con suave y apenas sentido movimiento, se inclinó su corazón a no desear sino aquellos coloquios con un hombre en quien hallaba ingenio, discreción y sublimidad en el pensar y en el sentir, hasta entonces no descubiertos por ella en ser humano, y de que sólo sabía por los libros que había leído.
Ningún recelo empañaba la limpieza y seguridad de esta inclinación, si tranquila y serena, irresistible y declarada. Doña Luz, en su orgullo, doña Luz, en el cristal terso e incontaminado de su conciencia, no podía ver peligro, ya que por leve y remoto que le viese, sería como una mancha. El más ligero propósito de precaverse hubiera implicado temor y sospecha ofensiva. Doña Luz nada sospechaba de sí. Nada tampoco sospechaba del Padre. Le consideraba como a un santo y empezó a amarle y venerarle como aman y veneran a los santos las personas piadosas.
Era tal el candor de doña Luz, que hubiera dicho al Padre los sentimientos que le inspiraba, si no hubiera temido ofender su modestia o mostrarse aduladora. Pero aunque nada le decía, harto le daba a entender su extraordinaria predilección, atrayéndole de continuo, y no hallándose a placer sino cuando le tenía a su lado, le hablaba o le escuchaba.
El P. Enrique, por su parte, no manifestaba la menor extrañeza por los favores que de doña Luz recibía. Y esto no porque fuese vano y se figurase que todo le era debido, sino porque no juzgaba nada más natural que aquella buena correspondencia.
Era el Padre hombre de muchísimo mundo y de poquísimo mundo, según esto se entendiese.
Conocía el corazón en general, y en cuanto está más cerca de la naturaleza. Para tratar, dirigir, ganar almas y someter voluntades, había sido maravilloso allá en los pueblos del extremo Oriente; pero como había salido de España muy mozo, y apenas había vivido en esta sociedad artificiosa y algo refinada de nuestro siglo, cuya cultura y usos convencionales se extienden hasta las aldeas, lo veía y estimaba todo con cierta sencillez selvática, interpretando las palabras y las acciones de diverso modo que el vulgo. Así es que, si bien notaba, y se sentía lisonjeado al notarlo, que doña Luz hacía de él el más alto aprecio, ni en ella, ni en él, ni en el público, acertaba a descubrir que pudiese esto ofrecer el menor inconveniente. La afición de doña Luz no se diferenciaba a sus ojos de la que le tuvieron estos o aquellos neófitos indios, chinos o anamitas, salvo en ser la afición de doña Luz más de estimar por la excelencia de la persona que la sentía, en quien el Padre hallaba un sin número de brillantes calidades: un espíritu cultivadísimo y capaz de elevarse a las esferas más encumbradas del pensamiento y un corazón lleno de afectos tiernos, nobles y puros. De sí propio tampoco recelaba el Padre. Amaba a doña Luz como el maestro ama a su discípulo; como un alma ama a otra alma, cuando ambas coinciden en las mismas creencias y opiniones, suben a las mismas alturas, y especulan y contemplan las mismas ideas.
El P. Enrique se sentía atraído por doña Luz con mayor fuerza que por todas las demás personas que en el lugar conocía, o que antes, fuera del lugar, había conocido; pero esto se explicaba de la manera más razonable y sin malicia.
¿Quién penetraba mejor que doña Luz el sentido de todos sus discursos? ¿Quién le seguía mejor, quien se le adelantaba a veces en los vuelos y raptos de imaginación, cuando pugnaba por levantarse a aquellas regiones adonde el prosaico razonamiento no llega? Sin duda que doña Luz. Doña Luz era, pues, para el Padre un ser muy superior a cuanto la rodeaba, y digno de predilección decidida. En el agua turbia de un estanque poco cuidado, en el agua agitada y cenagosa de un torrente, nada se refleja; mientras que en el haz limpia, tersa y tranquila de un lago de agua pura, el cielo, los montes, los astros, la luz, las flores y toda la gala y la pompa del mundo se retratan con tal primor, que el cielo parece allí más hondo e infinito, y la luz más clara, y las flores de color más vivo, y los montes más gallardos, y sus perfiles y contornos más graciosos y mejor desvanecidos en el sumo ambiente, y la verdura del prado más verde y más fresca. Por lo cual, aun el que no repara en la hermosura propia del lago y en el encanto que tiene él de por sí, tal vez se recrea en lo que refleja y duplica en su seno, y gusta más de mirar todo aquello en el reflejo del lago que en sí y tal como es. Y por estilo semejante, el P. Enrique, que a penas se fijaba en la belleza y elegancia del cuerpo y rostro de doña Luz, ni en la distinción de sus modales, ni en el reposado y majestuoso continente de toda su persona, hundía la mirada a través de estas prendas corporales y exteriores, y llegaba al alma, donde resplandecía un mundo de pensamientos, que eran los suyos propios, pero mil veces más bellos, reflejados por doña Luz, que tales como ellos eran.
Casi siempre las conversaciones de doña Luz y del P. Enrique eran en la tertulia, en presencia de don Acisclo, de D. Anselmo, de Pepe Güeto y su mujer y del señor cura. En ocasiones, no obstante, se encontraron en la casa a solas los dos, o bien hablaron sin oyentes y sin otros interlocutores, cuando salían de paseo con Pepe Güeto y su mujer, y éstos se adelantaban o se quedaban atrás, embelesados en la interminable y risueña luna de miel, de que seguían gozando siempre. Entonces, en estos diálogos a solas, sin reflexionarlo ni él ni ella, sin que fuese circunspección estudiada, lo cual implicaría un temor de que ambos se veían exentos, sino por instintiva, inocente y santa delicadez, por pudor inconsciente, por recato santísimo del corazón, jamás hablaban de sus propias personas, ni de lo íntimo de las almas, aunque fuese en general, sino de la pompa exterior del material universo, y de la armonía, riqueza y orden que le adornan, proclamando la bondad, el poder y la sabiduría de quien le sacó de la nada.
Ella, sin embargo, había sabido inducir al Padre, cuando había auditorio, a que hablase de sí y a que contase sus peregrinaciones. Y el Padre, si bien con modestia y sobriedad, no había podido menos de dejar entrever y de hacer que se estimasen los peligros que había corrido y las penalidades y fatigas que con valor heroico había sobrellevado.
Él, en cambio, había leído en la frente y en los ojos de doña Luz hasta sus más secretos pensamientos y sentimientos. Para esto le servía su costumbre de observar y estudiar a los hombres, en tantos años de predicador, confesor y catequista. Además, si algo hubiera quedado para él en cifra, su tío D. Acisclo, aunque con términos groseros, le hubiera dado la clave, contándole, como le contaba, la vida de doña Luz en el lugar, su desdén con los galanes, su orgullo y su firme resolución de no casarse nunca.
Los hombres, por mucho que se examinen y estudien, por bien que escudriñen hasta los más escondidos senos de su conciencia, por severamente que se juzguen, y por muy alerta que estén, suelen con frecuencia concebir algún plan o proyecto, el cual les deleita y seduce, envolviéndose en tan mágica niebla, que logra ocultarse o velarse y disfrazarse al juicio, cuando éste interroga para fallar y condenar acaso, quedando patente y como desnudo a los ávidos ojos de la pasión que le ha creado.
De este modo confuso y como entre nubes forjó sin duda el P. Enrique, a quien el trato de doña Luz encantaba, si no un plan, una ilusión, una esperanza, algo de un porvenir meramente amistoso, aunque lleno de ternura. Apenas se daba razón de lo que forjaba, pero ciertamente lo forjaba. Lo que forjaba era, por otra parte, tan sin asomo de pecado, que no suscitaba escrúpulos. Lo que forjaba era muy sencillo. Doña Luz era casi seguro que no se casaría ya; lo mejor, pues, de su inteligencia se emplearía en comunicar con la del Padre; su voz en hablarle; su oído en oírle; su más seria preocupación sería pensar en las cosas del cielo, según el método y forma con que él pensaba; su deleite mayor hablar con él de Dios y del alma y de toda verdad y de toda bondad y hermosura. En fin, el P. Enrique, sin confesárselo a sí mismo, vino poco a poco a persuadirse de que con su espíritu iba como a llenar y compenetrar el espíritu de doña Luz, y notó apenas que ella se enseñoreaba ya por entero del espíritu de él, aunque con cierta subordinación y dependencia de otros sentimientos e ideas de valer muy superior, los cuales prevalecían sobre aquella nueva y poderosa influencia.
Provino de todo esto una fervorosa amistad, que se alimentaba en el comercio y comunicación constante de aquellas dos personas.
En los lugares, ni más ni menos que en las grandes poblaciones, abundan las malas lenguas; pero concurrían en esta ocasión mil circunstancias que evitaron que la maledicencia se cebase en tan inocentes relaciones y las interpretase en sentido avieso.
Las causas principales de que se hable en seguida, dado el motivo o el pretexto o la apariencia, de toda intriga amorosa, particularmente si no tiene por fin el matrimonio, no se presentaban aquí. Por lo común, una de las causas de que se hable y se murmure es el propio deseo del galán, quien suele desear que se diga lo que es y aun lo que no es, y a veces finge que disimula con tan contraria habilidad, que más bien descubre o hace sospechar misterios y aun venturas que quizá no ha logrado. Mujeres hay asimismo no menos aficionadas a que todo se sepa, particularmente cuando son pretendidas y desdeñan y burlan a los pretendientes. Y muchas, cuando los pretendientes son muy estimados y famosos, aun echando a rodar todo respeto, con tal de hacer rabiar a las abandonadas rivales, dan, como suele decirse, un cuarto al pregonero, para que pregone y divulgue su fragilidad y sus amoríos.
Nada de esto tenía lugar entre el Padre y doña Luz. Antes bien ocurría lo contrario.
Los mozos del lugar o forasteros que, por más guapos e importantes, habían osado aspirar a doña Luz y habían sido rechazados con suavidad antes de una declaración que los comprometiese, tenían tan alta opinión de doña Luz y de ellos mismos, que cada cual imaginaba que era inexpugnable la que a sus encantos y buenas prendas no se había rendido. ¿Cómo creer que gustase de un fraile enfermizo y casi viejo la que había sido fría, insensible y desamorada con un mozo galán, robusto y gallardo? Esto hubiera sido monstruoso.
Las mujeres son, por lo general, las que descubren o inventan las aventuras, caídas o deslices de sus enemigas; pero doña Luz estaba tan por cima y tan apartada de toda rivalidad y se había ganado de tal suerte el afecto de todos, que nadie le contaba los pasos ni andaba acechando para ver si daba alguno en falso y acusarla de ello después.
Por otra parte, doña Manolita, con su charla, su desenvoltura y sus chistes, era el órgano más autorizado y resonante de la opinión pública en Villafría, y doña Manolita, no ya no habiendo el menor motivo, pero aunque le hubiese, no hubiera consentido jamás en que se dijese nada contra doña Luz; hubiera ahogado en sus burlas la voz de la murmuración más descocada.
El concepto que del padre tenían en Villafría no se prestaba tampoco a que sobre el punto de que hablamos se levantasen caramillos. Los más, como no le hallaban divertido y como casi no le entendían, le tenían poco menos que olvidado, aunque si alguna vez se acordaban de él era para considerarle como un santo, fastidioso, valetudinario y nada ameno. Hombre de los que no se usan, pajarraco exótico y raro, para los volterianos del lugar, no hubiera sido difícil que alguien le supusiese conspirando en favor del restablecimiento de la Inquisición y hasta comiéndose los niños crudos; pero a nadie le cabía en la cabeza que pudiese ser galanteador y tener buenas fortunas un señor tan pálido, enclenque, melancólico y asendereado.
Por todo lo expuesto, nadie ponía malicia, nadie comentaba de modo injurioso la intimidad y convivencia de doña Luz y del Padre, quienes, por otro lado, donde se trataban, se veían, se hablaban y aun se admiraban inocentemente, con el mayor abandono, era en el seno de la pequeña tertulia, de la cual, nada trascendía, y en la cual todo se explicaba santísimamente, o mejor dicho, no se explicaba, pues ni para D. Anselmo y su hija y yerno, ni para D. Acisclo, ni para el cura D. Miguel, requería aquello la menor explicación. El cura D. Miguel, sobre todo, y el Sr. D. Acisclo, cada cual a su manera, veían en doña Luz y en el Padre dos seres sobrado singulares, las dos terceras partes de cuyos pensamientos y palabras oían como quien oye música celestial sin penetrar lo que significaban. Nada, por lo tanto, más justo ni más preciso que el que los dos se dijesen lo que ellos solos al cabo sabían entender.
Entre tanto, doña Manolita, que era muy observadora y burlona, había notado que en el ánimo de D. Acisclo se iba dando una radical transformación. Doña Manolita había comunicado sus impresiones a doña Luz y a Pepe Güeto.
Según dichas impresiones, D. Acisclo estaba cada día más ancho y orgulloso de que su tertulia se hubiese hecho tan sabia y pareciese una Academia de ciencias; pero al mismo tiempo, andaba imaginativo y ensimismado, hablaba a solas, y se diría que en su mente se agitaba un enjambre de ideas, las cuales, como las abejas en la colmena, pugnaban por fabricar, en vez de panal melifluo, alguna resolución estupenda.
—¿Qué resolución querrá tomar?—se preguntaba doña Manolita—. ¿Si habrá tocado su corazón el dedo del Altísimo? ¿Si el buen señor, edificado con las homilías del sobrino, tratará de abrazar la vida contemplativa y de ser santo también?
Pepe Güeto y doña Luz se reían de tan inverosímil suposición; pero la verdad era que ellos notaban asimismo lo mucho que D. Acisclo cavilaba, y sentían no pequeña curiosidad por conocer el asunto de sus cavilaciones.
Delante del P. Enrique no osaron interrogar a don Acisclo; pero el Padre se iba siempre a las diez de la tertulia, porque nunca cenaba, y Pepe Güeto y su mujer se quedaban a cenar todas las noches allí. La cena solía durar hasta las once, y además casi siempre permanecían de sobremesa los señores, mientras que cenaban los criados, siendo este el momento de mayor confianza y alegría.
Varias noches, estando así, ya de sobremesa y no presentes las chicas que habían servido, doña Manolita tentó el vado, a ver si D. Acisclo declaraba la causa de su preocupación.
Don Acisclo, aunque negaba que estuviese preocupado, lo daba a conocer cada vez más, si bien no confesaba la causa.
Una noche, por último, D. Acisclo se mostró más preocupado, pero más alegre asimismo. Alguna satisfacción le rebosaba en el pecho y pugnaba por salir de sus labios.
Doña Manolita lo conoció, y le dijo:
—Vamos, Sr. D. Acisclo; no sea V. malo. No se atormente usted por el solo gusto de atormentarnos. Si rabia V. por decir lo que le pasa ¿por qué no lo dice? V. está maquinando alguna novedad que nos va a dejar aturdidos. La cosa va muy adelantada. Declare V. lo que es para que no nos coja de susto.
—Ea, Sr. D. Acisclo, declárelo V.—añadió Pepe Güeto—. Mi mujer pretende que V. tiene comezón de ser santo como su sobrino, y que el día menos pensado traspone V. y nos planta y se larga a Sierra—Morena a hacer penitencia, metido entre matorrales o en el hueco de algún peñasco.
—Todo menos eso—respondió D. Acisclo—. No me llama Dios por ese camino, y cualquier otro estado es bueno para servirle.
—Eso es indudable—dijo entonces doña Luz—. Yo no he creído nunca que a V. le pudiese entrar la manía de imitar a los solitarios penitentes; pero he pensado, como mis amigos, que usted medita y prepara, desde hace días, un cambio en su manera de ser y de vivir.
—Estas mujeres son el diablo—contestó D. Acisclo—. Nada se les oculta. Todo lo penetran. No quiero ni puedo ya negarlo. Voy a ser otro del que he sido hasta aquí. Confieso que la consideración del mérito de mi sobrino me ha servido de estímulo.
—¿No lo decía yo?—exclamó doña Manolita—. D. Acisclo, ¿se nos va V. a ir a la China o a la India a convertir infieles?
—Algo de eso hay—respondió el interrogado—. Infieles voy a convertir, pero sin salir por ahora de Villafría.
—¿Y cómo va a ser eso?—dijo doña Luz.
—Muy sencillamente—continuó D. Acisclo—. Ya saben ustedes que yo he sido y soy, dicho sea entre nosotros, desechando la modestia, un hombre bastante útil para mi patria. Yo hago prosperar la agricultura; aumento la riqueza; doy de comer a los pobres que trabajan; en fin, sirvo de mucho.
—No es menester que V. se alabe. ¿Quién no confiesa—dijo Pepe Güeto—, que V. es la providencia de Villafría?
—Pues bien; todo eso lo hago con el dinero que he sabido adquirir. Yo he tenido y tengo capacidad para adquirir dinero. Pero al ver que mi sobrino ha adquirido ciencia y gloria, he comprendido que el dinero no me bastaba, y que hay otras cosas que valen tanto casi como el dinero. La ciencia, por ejemplo. ¿Cómo adquirirla, sin embargo? Ya está duro el alcacer para zampoñas. Ya es tarde para que yo me engolfe en estudios. Hay otra cosa que me atrae, que me seduce, y no es tarde aún para que yo la adquiera.
—¿Qué será? ¿Qué no será?—murmuró doña Manolita.
—Adivínalo, muchacha; lúcete; muestra que ves crecer la hierba.
—Confieso que soy tonta: nada adivino. Ya que no aspira usted a sabio ni a santo, ¿a qué aspira?
—Aspiro al poder. El poder es el complemento del dinero. Quiero ser hombre político, personaje influyente, dueño de este distrito electoral, derrotando al cacique de la cabeza del distrito, que hoy lo puede aquí todo.
—¿Quién le mete a usted en esos ruidos, Sr. D. Acisclo?—dijo entonces doña Luz.
—Mis convicciones políticas—respondió don Acisclo con suma gravedad.
—¿Sus convicciones políticas? Me pasma lo que le oigo decir. Pues ¿de dónde provienen esas convicciones? Yo creía que usted no había pensado en política en todos los días de su vida.
—Entendámonos—replicó D. Acisclo—: en la política que sirve de pretexto o apariencia, es cierto que jamás he pensado; pero en la política-verdad pienso siempre.
—¿Y qué es la política-verdad?
—La política-verdad es que todos los que formamos la nación española damos al Gobierno cada año, por diferentes maneras, más de la mitad de lo que la tierra, nuestro trabajo y nuestro caletre producen. El Gobierno luego, ya en forma de pagas, ya en forma de subvenciones, ya en otras formas, reparte todo esto entre sus amigos. De esta suerte, lo que absorbe el Gobierno como contribución, se derrama de nuevo como benéfica lluvia. ¿No es necedad que yo pague y no cobre? ¿No es bobada que yo contribuya y no distribuya? ¿No sería más discreto que yo imitase a Don Paco, el grande elector de este distrito, que paga diez y saca ochenta? Pues qué, ¿no tengo yo sobrinos, hijos y ahijados a quienes dar turrón? ¿Una gran cruz, no me vendría que ni de molde? ¿El tratamiento de excelencia se me despegaría? En vez de pagar mucho, como pago ahora, y de no recibir nada, como no recibo, ¿no me sentaría divinamente pagar menos, y recibir con usura lo pagado y más de lo pagado? Pues esto es la política, y por esto quiero meterme en la política. ¿Qué digo quiero meterme? Metido estoy ya en ella hasta los codos.
Doña Luz distaba mucho de creer que la política fuese lo que por política entendía D. Acisclo: pero, viendo lo convencido que él estaba de que no era otra cosa, y notando además que Pepe Güeto y su mujer no distaban mucho de pensar como don Acisclo, no quiso predicar en desierto ni tratar de convencerlos de que el verdadero concepto de la política era muy diferente. También le chocó sobremanera el tortuoso giro de pensamientos y discursos, por donde la mente de D. Acisclo, partiendo de las homilías, disertaciones filosófico-cristianas y demás sublimidades del Padre, había venido a parar en que debía él ser hombre político, a fin de pagar menos contribución y de tomar mucha distribución.
Sobre este último punto no pudo menos de decir doña Luz:
—Aun concediendo, que ya es harto conceder, que la política sea como V. la entiende, todavía me pasmo, Sr. D. Acisclo, de que, en virtud de los razonamientos de su sobrino de V., haya venido V. a sacar como consecuencia la resolución de ser político y de derrotar a D. Paco, poniéndose en lugar suyo.
—Pues mire V., señorita doña Luz—respondió don Acisclo—, no hay nada más llano que el camino de discurrir que yo he seguido. Enrique me ha dado ánimos sin él saberlo. Por él he comprendido que en mi familia hay brío para todo. Él es santo y sabio: hombre teórico: yo soy rico. ¿Por qué no he de ser también influyente, a fin de ser el hombre práctico por completo? ¿No hubo en lo antiguo, en una sola familia, Marta y María? Pues ¿por qué ahora, en otra familia, salvo la diferencia de sexo, no hemos de ser él María y yo Marta; él el contemplativo y yo el activo?
—Bien por D. Acisclo—dijo Pepe Güeto.
—Y vaya si tiene razón: ya sabe él dónde le aprieta el zapato—añadió doña Manolita.
—No, sino pónganme el dedo en la boca—exclamó don Acisclo—, y verán si muerdo o no muerdo. Pues qué, ¿un hombre de mis millones, y con un sobrino tan notable, ha de estar toda su pícara vida humillado por ese tunante de D. Paco, a quien da el diputado cuanto pide y más?
—Nada de eso, Sr. don Acisclo—dijo Pepe Güeto, dejándose arrebatar del entusiasmo—. Es menester sacudir el yugo.
—¡Muera D. Paco el tirano!—gritó doña Manolita riendo.
—Ya se entiende que la muerte ha de ser meramente política y no civil ni natural—interpuso doña Luz.
—¿Y cómo se va V. a componer para matarle políticamente?—preguntó Pepe Güeto.
—¿Cómo me voy a componer? ¿Cómo me he compuesto? es lo que debieras preguntar. Pues qué, ¿me duermo yo en las pajas? Ya lo tengo todo concertado. El ministro cuenta conmigo. Yo les he probado que no es natural, sino artificial, el diputado que de aquí enviamos, y, como ahora está en la oposición, el Gobierno le derrotará con mi auxilio en las nuevas elecciones, que serán pronto.
—¿Y quién es el nuevo candidato del Gobierno?—preguntó doña Manolita.
—Un candidato ilustre, un sujeto de inmenso porvenir, un héroe de la guerra de África—dijo don Acisclo muy orondo—. Yo le protejo, yo haré por él prodigios, yo me atraeré a los parciales de D. Paco, que se quedará solo, y mi hombre saldrá por inmensa mayoría.
—¿Y cómo se llama su hombre de V.?—dijo Pepe Güeto.
—Se llama el brigadier de caballería D. Jaime Pimentel y Moncada, valiente como el Cid, de noble prosapia, joven y gallardo. Ya le verán ustedes, ya le verán ustedes, porque pronto vendrá a visitar el distrito.
Con este notición se puso término a la charla, así porque era ya tarde, como porque los aplausos y vivas de doña Manolita y de Pepe Güeto no consintieron que siguiera adelante aquella noche.
El plan de D. Acisclo había sido meditado pausadamente y en secreto, y estaba tan bien trazado, combinado y preparado, que no escaseaban las probabilidades de que se lograse.
La empresa, no obstante, era difícil; casi imposible para cualquiera otro que no tuviese en aquel distrito la actividad, el poder, el influjo y el dinero que don Acisclo poseía.
Don Paco, el grande elector, era pájaro de cuenta, y contaba con un diputado-modelo; con un diputado tal, que no es dable que haya como él una docena al mismo tiempo en toda España.
Según cálculos estadísticos de la mayor exactitud, los sueldos, adehalas y favores de varias clases, evaluados en metálico, que el diputado prodigaba a sus fieles del distrito, sacándolo todo del Gobierno, importaban veinte veces más que lo que el distrito pagaba de contribución directa e indirecta. Suponiendo, por un instante, que todos los demás diputados fuesen tan hábiles, tan mañosos, tan felices y tan píos como el de que hablamos, el Gobierno tendría que hacer el milagro de pan y peces, en inmensa escala, o tendría que producir un déficit, al cabo del año, de diecinueve veces el valor de todos los recursos y rentas del Estado, en el año mismo.
De aquí que haya tan pocos diputados en España como el que don Acisclo se proponía vencer. Era, por excelencia, lo que se llama un diputado natural.
El diputado, en virtud de continuos desvelos y de un arte maravilloso, se gana la naturaleza en un distrito, repartiendo a manos llenas los empleos; y cerca del Gobierno, a más de su talento y de su importancia personal, se apoya para sacar los empleos en esa misma devoción que asegura y prueba que los electores le tienen y en cuya virtud es diputado natural y goza de distrito suyo y re-suyo.
Aunque el diputado natural esté en la oposición, conserva el distrito por dos razones. Es la primera porque, si bien los electores le ven caído, guardan la esperanza de que pronto volverá a encumbrarse, mandarán él y los de su partido, y lloverán entonces los favores. Es la segunda razón, porque, el diputado natural, aun cuando no esté en el poder, logra que muchos de sus ahijados se sostengan en sus empleos, y hasta suele darlos flamantes, ya porque los fueros de diputado natural le habilitan para todo, ya porque le sobran amigos en los Ministerios, y ya porque los mismos ministros, sus contrarios, le atienden y consideran, esperando la reciprocidad para cuando estén ellos caídos.
El diputado, contra quien iba a sublevarse don Acisclo, estaba caído en aquel momento; pero nadie dudaba de que pronto se volvería a encaramar en el poder. Habíanle dejado cesantes a no pocos de sus ahijados; pero aún quedaban muchos en plena posesión de sus empleos y sueldos. La fama que el diputado tenía de servicial, complaciente y poderoso para sacar turrones, era tan firme que hasta su mismo temporal decaimiento aumentaba su clientela en vez de mermarla. Los más astutos y previsores conocían cuán propicia ocasión de ponerse bien con él era servirle mientras estaba lejos del mando, lo cual da ciertos visos de desinterés a los servicios y es lo que llaman por allá, con frase hecha, elegante y propia de la poesía bucólica, llevar pajitas al nido. El que no lleva pajitas al nido rara vez moja la barba en cáliz, he oído decir con frecuencia al personaje más sentencioso de aquellos lugares.
Presentadas así las cosas, parece una temeridad, un delirio, algo semejante al propósito que tuvo la serpiente de la fábula de morder la lima, el plan de D. Acisclo de derrotar a D. Paco y de suplantarle.
Mas no hay que acoquinarse por eso ni por mucho más. D. Acisclo no se acoquinaba; tenía confianza en su energía propia, y estaba resuelto a pelear contra D. Paco, cuya tiranía se le había hecho insufrible. Lo que sí había considerado bien D. Acisclo, como prudente capitán, era lo colosal y comprometido de su empeño; y a fin de salir airoso, había tomado las convenientes precauciones, acumulado medios, buscado alianzas y allegado fuerzas y recursos de toda laya.
Cada vez que un diputado o el grande elector en su nombre da un empleo, el agradecimiento no es seguro en quien le recibe, pues éste puede creer que harto ganado le tiene. En cambio los envidiosos, quejosos y descontentos, parece como que brotan del seno de la tierra, lo cual es difícil de evitar, porque por muchos empleos que saque el diputado, no ha de sacar uno para cada elector. Entre los empleados y agraciados suele haber también quejas y envidias. Fulanito se llevó un turrón más dulce y suculento que el mío, dice Menganito; y Perenganito exclama que el destino de Menganito es de mucho manejo y el suyo no lo es, de donde nace también no pequeño encono. El uno, que no es más que estanquero, entiende que debía ser vista; y el otro, que está de oficial ambulante de correos, siempre metido en un wagon, suspira por el alfolí de la sal que se dio a un tercero, que disponía en la elección de menos votos que él; y el que tiene como fiel el alfolí se juzga desairado porque no le nombraron guarda-almacén, que esto y mucho más se merecía. El puesto de alcalde suele ser muy disputado, y casi siempre se pican dos o tres porque no lo son. En suma, aunque el diputado y su alter-ego D. Paco eran casi tan avisados y prudentes como Ulises, a quien la propia Minerva, descendiendo ad-hoc del Olimpo, inspiraba la más severa justicia distributiva para repartir pedazos de buey asado en los banquetes a los héroes de la Ilíada, o ya porque repartir turrónes más arduo que repartir roastbeef, o ya porque los electores de España son más descontentadizos que los semi-dioses y guerreros aqueos, ello es que el disgusto cundía y que había mar de fondo hasta en la misma capital del distrito.
Nada de esto hubiera valido, todo se hubiera disipado como una nube de verano, si D. Acisclo, con artes maquiavélicas, no hubiera atizado la discordia, dándole pábulo con ingeniosos chismes, diestramente divulgados, y no hubiera en sazón oportuna levantado bandera de enganche, a cuya sombra se fueron acogiendo y alistando los que se creían desairados o mal pagados de sus afanes.
De esta suerte vino a formar D. Acisclo una poderosa minoría electoral, cuyo centro y núcleo era Villafría.
Entonces negoció con el Gobierno, y luego que el Gobierno le ofreció su apoyo, a fin de derrotar al diputado de D. Paco y elegir en lugar suyo al ya nombrado D. Jaime Pimentel, D. Acisclo se afanó por convertir su minoría en mayoría, trayendo a sí a los neutrales y vacilantes, y procurando, sobre todo, sacar de sus casillas y lanzar en la lucha a no pocos que jamás quieren votar ni mezclarse en política, tal vez porque no ambicionan empleos.
Entre estos desdeñosos, dignos en nuestro sentir de reprobación, porque dejan el campo libre a los explotadores, había en el distrito un hombre a quien, vencida su inercia, seguiría toda una población. La población era la que ya conocen mis lectores con el nombre de Villabermeja. El Cincinato electoral, a quien anhelaba mover D. Acisclo, porque con él daba por indudable el triunfo, era el famoso amigo mío D. Juan Fresco, de cuyos labios sé esta historia, así como otras muchas no menos ejemplares, que contaré en lo venidero, si Dios me concede vida y salud.
Don Juan Fresco estaba en buenas relaciones con D. Acisclo, el cual le había sido útil y le había servido en algunos negocios; pero D. Juan Fresco no se dejaba llevar con facilidad. Don Acisclo había montado a caballo e ido a verle a su lugar dos o tres veces. Le había escrito además cuatro o cinco cartas, tratando de convencerle. Nada había bastado a quebrantar su resolución ni a cambiar su inveterada conducta de no mezclarse en elecciones ni en política para nada.
Don Acisclo rabiaba, se entristecía y se desesperaba de esta terquedad. Con D. Juan Fresco de su lado, su empresa era llana. Sin D. Juan Fresco, a pesar del auxilio del Gobierno, distaba muchísimo de estar asegurada la victoria.
Entre tanto, preparado ya todo lo demás y próximas las elecciones, sólo faltaba echar a volar el nombre del candidato, guardado hasta entonces con el mayor sigilo por D. Acisclo y el Gobierno; pero antes quiso D. Acisclo probar por última vez sus fuerzas persuasivas cerca de D. Juan, revelándole el nombre del candidato y ponderándole sus prendas y merecimientos. A este fin le escribió nueva carta, lo más elocuente que supo. La contestación de D. Juan no se hizo aguardar más de un día, y fue tan impensadamente satisfactoria para D. Acisclo, que de ella provino el contento que mostraba cuando se animó doña Manolita a preguntarle la causa de él, y la facilidad y buen talante con que lo declaró todo a doña Luz, a Pepe Güeto y a la mencionada hija del médico.
La carta de D. Juan Fresco es un documento importante que conservamos en nuestro poder, y del cual no estará de más dar aquí traslado.
La carta es como sigue:
«Apreciable amigo y dueño: Hasta ahora me he resistido a todas las súplicas de V., por más que le quiero bien, sin poder remediarlo. Y me he resistido porque mi modo de ver las cosas es contrario al de V. en mucho. Ambos somos más liberales que Riego; ambos somos más despreocupados que el autor del Citador, libro que V. habrá leído; ambos somos progresistones de lo más fino y neto, y a ambos nos hechiza la igualdad, con tal de que no sea más que ante la ley, y salvas las desigualdades, merecidas o arrebatadas por naturaleza, por gracia, por habilidad o por acaso, de ser unos tontos y otros listos, unos ricos y otros pobres. Pero por cima de esta consonancia perfecta en que estamos V. y yo, hay entre nosotros radicales diferencias, las cuales consisten en que nos hemos forjado muy distinto ideal. Entiéndese por ideal, palabrilla que está muy a la moda, el término de las aspiraciones de cada uno. Su ideal de V. es que haya un gobierno que distribuya cuanto hay que distribuir, que todo lo arregle, que en todo se entrometa, que nos enseñe lo que hemos de aprender, que nos señale lo que hemos de adorar, que nos haga caminos, que nos lleve las cartas, que cuide de nuestra salud temporal y eterna, y hasta que nos mate la langosta y la filoxera, nos conjure las tempestades, pedriscos, epidemias, epizootias y sequías, y nos ordene y suministre lluvias a tiempo y cosechas abundantes. A un Gobierno, a quien tales y tan múltiples encargos se le confían, es menester habilitarle de muchísimo dinero, que él reparte después entre los que han de hacernos felices, dándonos salvación, ciencia, riqueza, sanidad, larga vida, agua, medios de locomoción y cuanto constituye nuestro bienestar y conveniencia. Pero V. dice, y dice muy bien, desde su punto de vista, ¿por qué no he de ser yo, que no soy más bobo que otro cualquiera, quien, si no en todo, en parte, se encargue de hacer esos prodigios benéficos y providenciales, y quien reciba y reparta a su gusto los ochavos que para hacerlos hay que largar? De aquí que V. anhele, como quien no dice nada, producir un diputado, y sobre todo un diputado que influya, que valga y que saque turrones. Yo, en cambio, lo confieso, tengo un ideal, que, al paso que vamos, no se realizará, si se realiza, hasta dentro de diez o doce siglos; pero, amigo, es menester ir encaminándose hacia él, aunque sea a paso de tortuga. Mi ideal es el menos Gobierno posible; casi la negación del Gobierno; una anarquía mansa y compatible con el orden; un orden nacido armónicamente del seno de la sociedad y no de los mandones. No quiero que nadie me enseñe; yo aprenderé lo que mejor me parezca y me buscaré maestros; ni que nadie me cuide, que yo me cuidaré; ni que nadie me abra caminos, que yo me asociaré para abrirlos con quien se me antoje. Sé que esto hoy no es posible, pues dicen que no hay iniciativa individual y que es necesario que el Gobierno tome en todo la iniciativa, como si el Gobierno no estuviese compuesto de individuos. En suma, yo no tengo que presentar aquí todas las razones que contra mi ideal se alegan. De sobra las saben V. y todo el mundo. Lo que deseo que conste es que, a pesar de todas estas razones, yo estoy enamorado de mi irrealizable sistema, y considero apostasía trabajar en este otro archi-gubernamental que hoy priva, sin duda por aquel dicho profundo de un sabio: «La humanidad, considerada en su vida colectiva, no ha nacido aún». Mientras sigue la humanidad nonata, si hemos de mirar las cosas por el haz y sin penetrar en el fondo, usted tiene razón que le sobra. Ya que se trata de contribuir y de distribuir, y ya que la contribución es forzosa, bueno es apoderarse de ella para hacer la distribución luego, máxime si se considera que, según canta el refrán, quien parte y reparte se lleva la mejor parte.
»Pero cuando se hunde bien la mirada en el centro de este negocio, concretándonos a un distrito electoral, créame usted, Sr. D. Acisclo, hasta para lo práctico, y de hoy, sin pensar en mañana, vale más mi sistema que el de V. ¿Qué se logra con dar empleos a trochi-moche? El distrito no se enriquece por eso. Los naturales de él que salen empleados se gastan fuera lo que cobran. Raro es el que vuelve al distrito a gastarse en él lo que ahorra o garbea. A menudo los tales ahorros no lucen ni parecen. Se disipan y evaporan como no pocas otras riquezas mal y fácilmente adquiridas. Los dineros del sacristán cantando se vienen y cantando se van. El empleado así, por favor electoral, adquiere hábitos de lujo, desdeña la manera rústica y sencilla con que antes vivió, y se acostumbra a que el reloj gane por él el dinero, pasando y pasando horas y días. El mal ejemplo inficiona a todos. El hijo del menestral, el criado de servicio, todo el que sabe leer y escribir, repugna el trabajo manual, y dice para sí: ¿por qué no he de estar yo también empleado? ¿Por qué el diputado no me proporcionará una bonita colocación? El que no tiene la menor esperanza de que el diputado le coloque se llena de envidia y de ira, y se hace flojo y perezoso para no ser menos que el empleado, de cuya holganza y vida regalona se forja un concepto exagerado y fantástico. Imagina, sin que nadie se lo quite de la cabeza, por no conocer sin duda lo de tiempo que se gasta, lo de papel que se embadurna y lo de afanes que se producen con nuestro complicado expedienteo, que las horas de oficina transcurren en amenas pláticas, fumando los oficinistas exquisitos puros y regalándose con frecuentes piscolabis. Y entiende además que a cada instante se ofrecen negocios de mi flor a todo oficinista no lerdo, el cual a menudo tiene algo de que incautarse y al cual no falta de vez en cuando quien le unte bien la mano. Con tales imaginaciones ¿cómo irá nadie con gusto a cavar en el tajo y cómo no ha de querer convertir el tajo en un remedo de la soñada, deliciosa y sibarítica oficina? Resulta de todo ello que como el diputado da empleos a los más activos, ágiles y despejados, quienes naturalmente emigran del distrito, sólo quedan en él los más tontos, torpes y para poco, y éstos, agraviados, lastimados en su amor propio, o desanimados y con poquísimas ganas de trabajar. No hay, por lo tanto, ni industria ni arte, ni adelantamiento, ni mejora posible. Gracias a la milagrosa y pródiga protección del diputado, el distrito se empobrece, en vez en enriquecerse, y se transforma en una nidada de holgazanes y de ineptos. Vea V. por lo que yo, de puro amor al distrito, no quiero darle diputado hábil, como el que tenemos ahora; no quiero darle diputado que tanto turrón busque y reparta.
»Por dicha, el nombre de su candidato de V. me ha hecho pensar en que, favoreciéndole y dando a V. gusto, hago el bien del distrito, según lo entiendo yo: le quito de encima la secadora protección del diputado actual, que parece un fabricante de turrones, y le propino y administro uno que dirá a ustedes, en cuanto le elijan, si os vi no me acuerdo, y no les dará turrón, con lo cual quizá renazca la actividad agrícola, se creen industrias sanas, y desaparezca la corrupción que hoy nos pudre. Sí, amigo D. Acisclo, yo conozco a D. Jaime Pimentel desde que estuve en Madrid con mi pobre sobrina María y con aquel estrafalario de doctor Faustino, con quien ella se casó. D. Jaime era amigo de Faustinito. Dios los cría y ellos se juntan. Aunque en mucho se diferenciaban, en bastante se parecían. D. Jaime, muy joven entonces, era un verdadero ninfo. Acicalado, perfumado y siempre de veinticinco alfileres, aunque bizarro militar, tenía más trazas de Cupido que de Marte. No creo que tuviese ilusiones, ni que soñase, como su amigo el doctor. Don Jaime iba al grano. Buen mozo, audaz y discreto, había tenido ya varios éxitos ruidosos con damas elegantes, y tres o cuatro desafíos, en los que siempre había quedado vencedor. Entonces se pronosticaba a D. Jaime un brillante porvenir. El pronóstico se va cumpliendo. Aún no debe tener cuarenta años y ya es brigadier. Por su cuna y por sus prendas es muy estimado y querido. Además de su sueldo, tiene alguna rentilla, que le da independencia y desahogo. D. Jaime tendrá sobre dos mil duros al año. Para nada necesita de este distrito. No me explico qué antojo será el suyo de salir diputado por aquí, pudiendo salir por donde quiera. Cerca de este lugar posee unas sesenta aranzadas de olivar, que su padre, militar como él, compró con dinero ganado al juego. Este es el único lazo, que yo sepa, que a este distrito le une. Repito, pues, que no me explico su empeño en ser nuestro diputado; pero doy por evidente que, una vez logrado su empeño, nos volverá la espalda, nos mandará a paseo, y no nos dará ni pizca de turrón. Como en esto precisamente consiste mi sueño dorado, callándome la razón para no espantar a los secuaces de V., me decido a ser uno de ellos. Cuente V., pues, conmigo para elegir diputado a D. Jaime Pimentel, y créame su afectísimo amigo».
Tal era la carta de D. Juan Fresco que tanto alegró el corazón de D. Acisclo. Lo esencial era que D. Juan apoyase su empresa, fuese por lo que fuese. Lo que don Acisclo quería era aquella alianza, y poco le asustaban las enrevesadas razones y fatídicos pronósticos en que se fundaba y que él se guardó bien de confiar a nadie. Sólo de cuando en cuando, si bien haciendo desmedidos encomios de la entereza, discreción, honradez y sabiduría de D. Juan Fresco, afirmaba D. Acisclo que era un ente.
—¿Y por qué dice V. que ese D. Juan es un ente?—le preguntó una vez doña Manolita.
—¿Por qué lo he de decir?—contestó don Acisclo—; porque es un ente; porque es el bicho más raro que he conocido en mi vida.
Ente o no ente, D. Juan Fresco valió de mucho a D. Acisclo, el cual, mientras más esperanzas tenía, más se afanaba y desvelaba porque no se frustrasen.
Los informes que le había dado D. Juan acerca de la condición poco servicial de D. Jaime Pimentel, no dejaban de mortificarle. Ya, sin embargo, no había modo de retroceder, y lo que convenía por lo pronto era derrotar a D. Paco, aunque para ello fuese menester valerse del candidato menos buscador de turrones, más distraído y peor cultivador de distritos que hubiese en todo el reino.
Don Acisclo solía echar cálculos alegres, y este mismo descuido de su futuro diputado, que para cualquiera otro hubiera sido un mal, se mostraba a veces con colores risueños y brillantes a los ojos de su esperanza ambiciosa.
«Si el diputado no hace nada—decía don Acisclo para sí—, si no cumple sus promesas, si no recompensa los afanes de los electores, yo tendré que volver por ellos, lo cual me dará motivo para entenderme por mí mismo con el Gobernador de la provincia y hasta con el Ministro, y ser yo aquí real y directamente el amo, sin ese intermedio enojoso del diputadito. Lo esencial, pues, es lograr la victoria con gran mayoría, y hacer ver que D. Paco es un trasto a mi lado».
A este fin no quedó medio que D. Acisclo no emplease.
Las elecciones debían ser en el otoño, y durante el verano vivió D. Acisclo en una fiebre de actividad. Recorrió a caballo todos los pueblos del distrito, que eran siete, ganando votos para su protegido y quitando parciales a D. Paco. Hasta a la capital del distrito fue varias veces, y no sin éxito, con el referido objeto.
A no pocos electores de influjo, a quienes D. Paco tenía amarrados, los desamarró D. Acisclo, exponiendo gallardamente sus capitales. Por estar amarrados, se entiende en lenguaje electoral de por allí, deber dinero al grande elector. D. Acisclo estuvo rumboso. Lo menos repartió ocho mil duros al diez por ciento, sin más garantías que pagarés sencillos, libertando así a gentes amarradas por D. Paco, con escritura pública y dinero prestado al quince.
Todo elector de Villafría iba antes a votar a un lugar cercano, porque en Villafría no había mesa. Don Acisclo consiguió que se quitase la mesa de dicho lugar y que se diese a Villafría, población más céntrica y cómoda, según él demostró.
En Villafría estaba seguro don Acisclo de que volcaría el puchero en favor de D. Jaime.
Volcar el puchero significa poner o colgar todos los votos posibles al candidato a quien se quiere favorecer. Los votos posibles son los de cuantos electores están en las listas, a no hallarse a mil leguas de distancia o en la sepultura. Y aun ha habido ocasiones en que los ausentes y hasta los difuntos han votado.
Cuentan las crónicas electorales de aquel distrito que, no bien supo D. Paco la que D. Acisclo le estaba urdiendo, empezó a trabajar en contra, saliendo del letargo, o mejor diremos del tranquilo y descuidado reposo en que su confianza y seguridad hasta allí le habían tenido. Esto, naturalmente, hizo que don Acisclo tuviese que redoblar cada vez más su actividad. Así es que no paraba. Su vida era un tejido incesante de conferencias, excursiones a este o al otro pueblo, tratos y cartas que escribir y que leer. Pepe Güeto se hizo el ayudante y el secretario de D. Acisclo, y también escribía, viajaba y conferenciaba.
Doña Luz y doña Manolita se hacían compañía mutuamente, abandonadas por D. Acisclo y Pepe Güeto. Y a las dos servía también de acompañante el P. Enrique, único varón quizá de todo el distrito que no intervenía en el asunto electoral.
El padre había intervenido sólo en los primeros días para tratar de disuadir a D. Acisclo de que se mezclase en elecciones; pero D. Acisclo no se dejaba convencer por nadie, y cuando lo reconoció así su sobrino, se retrajo, se calló, y no volvió a dar a entender ni siquiera que sabía en qué maremágnum andaba engolfado su tío.
A éste le molestaba ya bastante la flojera y falta de formalidad del candidato. El candidato había prometido visitar el distrito; las elecciones se venían encima, y el tal D. Jaime no llegaba. Su contrario estaba, ya instalado en casa de D. Paco, prometiendo empleos para cuando volviese al poder, que sería pronto, vendiendo protección, y conquistando voluntades.
Don Jaime, entre tanto, no sólo no venía, sino que apenas sí se dignaba escribir, salvo a D. Acisclo, y esto de tarde en tarde y por estilo lacónico y seco.
Pero fuese como fuese, el lance estaba ya empeñado; para D. Acisclo era cuestión de amor propio; y aunque D. Jaime hubiera sido el mismo diablo, D. Acisclo hubiera echado el resto por sacarle triunfante.
En suma, para no cansar más a mis lectores, acabaré por decir que don Acisclo recogió al fin el premio de sus fatigas.
Las elecciones llegaron, y D. Acisclo venció en las elecciones. Don Jaime Pimentel salió diputado por una gran mayoría.
Algunos quieren dar a entender que D. Acisclo hizo mil tramoyas y falsedades; pero nada se pudo probar, y por consiguiente no debemos creerlo.
Don Jaime Pimentel, sin abandonar la corte, sin escribir apenas carta alguna, con el mayor sosiego, tuvo el gusto de recibir su acta, casi limpia, pues sólo llevaba dos protestas insignificantes y mal fundadas.
El júbilo de D. Acisclo fue grande después de la victoria. ¡Qué lauro el suyo! ¡Qué muestra de poder la que acababa de dar! Con un candidato invisible, descuidado, flojo; con un enemigo tan fuerte, tan único, tan modelo y tan fénix entre los representantes del pueblo, había logrado vencer, y vencer por una gran mayoría. Después de admirarse de su propia capacidad para la política, sólo se reconocía deudor a D. Juan Fresco y a la copiosa turba de bermejinos que le siguieron en el día de la elección como a caudillo respetado.
Durante todo este largo período electoral, las relaciones amistosas de doña Luz y del P. Enrique se fueron estrechando más cada día. Hasta doña Manolita, dejándose llevar del entusiasmo de su marido, o bien compartiéndole, no había pensado más que en las elecciones.
Doña Luz y el padre eran sin duda las dos únicas personas de cierta posición en todo el distrito, que no habían pensado en éste ni en el otro candidato, y que no se habían afanado por el triunfo de cualquiera de ellos.
En medio de aquella agitación política, habían hallado retraimiento dulcísimo en la misma casa de quien la promovía; y allí eran las pláticas suaves y encumbradas, y las conversaciones amenas, en que siempre aprendía algo doña Luz, en que siempre hallaba nuevas excelencias en el entendimiento y en el corazón del padre, y en que el padre, a su vez, no dejaba nunca de pasmarse del despejo, de la agudeza, de la notable discreción, de la fantasía poética y de la sensibilidad exquisita de su bella interlocutora.
Don Anselmo había terciado en los debates, aunque ya no tanto, por haberle tenido también D. Acisclo muy interesado en las elecciones. Y el cura don Miguel había seguido yendo con constancia a la tertulia, si bien los diálogos sabios del Padre y de doña Luz le magnetizaban y embelesaban de tal suerte, que a los pocos minutos de empezar a oírlos, solía quedarse profundamente dormido, acompañándolos y animándolos a veces con una música de ronquidos interminables y sonoros.
Resultaba de todo ello que la única persona, que era en verdad constante e inteligente testigo del mutuo afecto y de los íntimos coloquios de doña Luz y del Padre, era doña Manolita. Yo no quiero hacer a ésta, ni a ninguno de mis héroes, mejor de lo que son o de lo que fueron. Doña Manolita no era una paloma sin hiel; y no porque odiase a alguien, sino porque no dejaba de tener malicia. Más bien se podía tildar a doña Manolita de tenerla. Más bien se la podía acusar de que, sin envidia ni encono, y sólo por amor al arte, gustaba algo de la murmuración, y seguía demasiado, como regla para sus juicios, aquella terrible sentencia de piensa mal y acertarás. Sin embargo, merced a la veneración cariñosa que doña Luz le infundía, ella interpretaba siempre por el lado más benévolo todos sus actos y discursos. Por esto, aunque a la perspicacia de doña Manolita no pudo ocultarse largo tiempo aquella inclinación irresistible de dos almas, doña Manolita no dejó nunca de hacer justicia a doña Luz, y reconoció y declaró, allá en el fondo de su pecho, que en el de su amiga no había la más leve intención de perturbar el ánimo del Padre ni de atraerle con coqueterías culpadas.
El respeto y el cariño de la hija del médico al P. Enrique eran grandes también; pero no tanto que le impidiesen por completo todo fallo algo contrario sobre su conducta. Doña Manolita, pues, sin pensar que doña Luz hubiese dado para ello ni ocasión ni motivo, empezó a sospechar que el Padre, más o menos confusa y vagamente, estaba enamorado. Por respeto a su amiga, y porque en los lugares no anda la gente con sutilezas etéreas o pasadas por alambique, y porque con decir ella algo hubiera dado pie para que se añadiese mucho, doña Manolita ni a su padre confió el resultado de sus observaciones. Sólo le confió a Pepe Güeto, a quien nada ocultaba; pero exigiéndole el más profundo sigilo.
La gravedad de doña Luz y del Padre cortaba los vuelos a todas las audacias de doña Manolita, quien jamás se propasó a dirigir al Padre, ni en broma y con rodeos y perífrasis, la indirecta más oscura sobre la pasión que en él imaginaba. Doña Manolita siguió, no obstante, observando. Pepe Güeto observó también. Ambos esposos se comunicaban luego lo que habían observado. De esta suerte venían los dos a corroborarse en la idea de que el Padre, quizá sin saberlo, amaba a doña Luz por estilo místico y sutil, y que doña Luz se dejaba adorar sin presumir ningún término disgustoso, sin reflexionar en toda la trascendencia que aquella adoración podría tener, y sin ver en ella más que una amistad tierna, sencilla e impecable, como la que ella profesaba al convaleciente y poético misionero.
Ocurrió en esto un suceso que no se esperaba ya. De pronto, y cuando D. Acisclo se había resignado a que su diputado fuese invisible para el distrito, éste le escribió anunciándole que inmediatamente venía a visitarle. El primer pueblo en que se presentaría había de ser Villafría, desde donde, a caballo, y con la pompa correspondiente, había de pasar a recorrer y visitar los otros pueblos.
Don Acisclo se alegró mucho de esta venida, que iba a darle la mayor importancia; pero tuvo que afanarse para disponer bien las cosas, a fin de hacer a D. Jaime Pimentel una brillante recepción. Para hospedarle con decoro y hasta con lujo, acudió a doña Luz pidiéndole las mejores habitaciones de su casa solariega, no ocupadas por su sobrino; y para ofrecer a D. Jaime un buen caballo en que montar e ir de pueblo en pueblo, acudió asimismo a doña Luz, pidiéndole prestado su hermoso caballo negro. Doña Luz tuvo que acceder a todo.
La víspera del día en que debía llegar D. Jaime, todos estaban alborotados en el lugar con la gran fiesta de la recepción que iba a haber. Hasta doña Manolita estaba más alegre que lo de costumbre y muy parlanchina. En la tertulia diaria sólo asistían ella, doña Luz y el Padre, porque los demás andaban aún ocupados en los preparativos de la fiesta, o descansando del ajetreo de aquel día.
Entonces tuvo doña Manolita una ocurrencia algo maliciosa, y que, en su sentir, había de darle mucha luz en sus investigaciones. ¿Por qué no había de embromar a doña Luz, pronosticando que D. Jaime, de quien la fama decía maravillosos encomios, y que era libre y soltero, iba a enamorarse de ella, apenas la viese, con el gustoso asombro de hallar en una villa pequeña tan completo dechado de elegancia, distinción y hermosura? ¿Por qué, al embromar así a doña Luz, con algo que la halagaría, no había de dar solapadamente una broma bastante pesada al Padre, cuyo amor, enmarañado y turbio en el centro de la conciencia, se vendría a aclarar con el reactivo de los celos? Doña Manolita, al dar la broma, miraría al Padre, a ver si se inmutaba o si permanecía impasible, en apariencia al menos.
Como lo pensó, lo hizo. Doña Manolita dijo a doña Luz que D. Jaime iba a prendarse de ella, apenas la viese; que D. Jaime no podía sospechar que, en un lugar tan arrinconado como Villafría, estuviese oculto tanto tesoro; y que, a su ver, era evidente el amor futuro de D. Jaime.
—¿Qué forastero—prosiguió—, no se ha enamorado de ti, de cuantos han venido a Villafría, jóvenes, libres y en estado de merecer? Prepara, pues, el almíbar con que sueles propinar las calabazas, si es que también piensas dárselas a éste. Pero, ¿quién sabe? El pretendiente, que ya columbro, no es rústico, ni lugareño, como los que has tenido hasta ahora. Dicen que es la flor y nata de los elegantes de Madrid, y además un bizarro militar y un hombre de gran porvenir y de extraordinario talento. ¿Serás tan fiera que también le desdeñes?
Doña Luz, sin enojarse, antes bien algo lisonjeada, contestó negando la validez del pronóstico, y asegurando, con modestia un poco fingida, que don Jaime, acostumbrado a ver en la corte tantas bellas mujeres, no repararía en ella ni le haría caso.
—Además—dijo doña Luz—, no haya miedo de que me pretenda ese caballero. Yo no soy lo que se llama un buen partido. Para él se necesita una rica heredera, que dé alas a su ambición, y no una señorita pobre que le encadene y le sirva de rémora y estorbo. Créeme, Manuela; ya te lo he dicho mil veces: yo no me casaré nunca... ni quiero casarme. No hablemos de esas tonterías, ni en broma.
Doña Manolita, durante estas frases que entre su amiga y ella se cruzaban, miró de soslayo al Padre y creyó ver que se había puesto más pálido que de costumbre. Por lo demás el Padre permaneció silencioso, y no dio su parecer ni sobre el enamoramiento posible de D. Jaime, ni sobre el constante propósito de doña Luz de permanecer soltera.
A las diez se retiró a su casa, y las dos amigas quedaron solas.
Alentada entonces doña Manolita con lo bien que su primera broma había sido tolerada, y tal vez agradecida como lisonja, en el fondo del alma de la hija del marqués, cayó en la tentación de aventurarse a dar otra broma bastante menos ligera.
Sin reflexionarlo mucho, dijo, pues, de este modo:
—¡Ay! ¡Hija! Me arrepiento de haberte dicho lo de D. Jaime.
—¿Y por qué te arrepientes?—preguntó con sencillez doña Luz—. Yo no creo probable que ese caballero cortesano se enamore de mí, en tres o cuatro días que ha de estar por aquí; pero como ni eso es imposible, ni me ofende el que tú, estimándome en más de lo que merezco, me vaticines tal triunfo, no tienes para qué arrepentirte, a no ser por el temor de exaltar demasiado mi amor propio.
—No es ese temor—replicó la hija del médico—, lo que me induce al arrepentimiento, sino el temor de haber lastimado un corazón sensible, de haberle hecho una profunda herida.
—No te comprendo—dijo doña Luz—; ¿qué quieres dar a entender? ¿Qué corazón sensible es ese?
—El del P. Enrique—respondió en mala hora doña Manolita.
Doña Luz se puso roja como la grana. Toda la sangre de su cuerpo se diría que se le subió a la cabeza. Todo el orgullo de su casta se agolpó y amontonó en su corazón. No vio más que ridiculez indigna en que la creyesen objeto de la pasión de un fraile. Ella creía que un fraile la podía admirar por su talento, estimar por sus virtudes, venerar por su conducta intachable, y gustar de su trato y conversación, y complacerse en ser su amigo; pero enamorarse de ella le parecía tan absurdo, tan contrario a todas las conveniencias y leyes sociales y religiosas, tan monstruosamente feo y chocante, que no quería, ni podía, ni debía sospecharlo en persona del juicio, de la circunspección y hasta de la santidad que en el P. Enrique notaba. Doña Luz miró, pues, como una malicia villana y ruin el pensamiento de doña Manolita, y como una insolencia la expresión de dicho pensamiento por medio de la palabra.
—Lo que acabas de proferir—exclamó con la voz balbuciente de cólera—, es un insulto, es una dura acusación contra el P. Enrique y contra mí. Ni el padre delira, ni yo le he dado ocasión para que delire. A fin de que mi limpia fama esté al abrigo de la maledicencia, me he encerrado en este lugar, me he apartado casi de todo trato humano, he huido de la juventud, mientras he sido joven; siéndolo todavía, como lo soy, no he admitido en mi intimidad sino a viejos de sesenta años como tu padre, el cura y don Acisclo, y nada de esto me ha valido. Porque yo, de cerca de treinta años, me he abandonado, me he confiado con gusto, lo declaro francamente, en la amistad honrada de un siervo de Dios, probado en mil fatigas, quebrantado por ellas, lleno de ciencia y de virtud, no se concibe esta amistad, no se explica este trato, sino por motivos viles e impuros. Y no son los rústicos del lugar, no son los que no me conocen, sino mi mejor amiga la que me sospecha y me injuria.
La pobre doña Manolita se quedó aterrada: se compungió, y al cabo se le saltaron las lágrimas.
—Pero, mujer—dijo—; no te enojes por amor de Dios. Yo, sin duda, me he explicado mal. Yo no digo que sea impuro el amor del Padre....
—¿Qué disparates son los tuyos?—interrumpió doña Luz—. ¿Qué extravío de ideas? ¿Qué necias distinciones pretendes hacer? ¿Cómo cohonestar el amor de un fraile a una doncella honrada? Tal amor es impuro siempre; es infame; es sacrílego.
Viendo doña Manolita que no había manera de remediar su torpeza, y apuradísima de haber irritado tanto a doña Luz, a quien quería de todo corazón, no pronunció una sola palabra más; pero lloró y sollozó como si le hubiese sobrevenido la más cruel desgracia.
Entonces doña Luz, que tenía buen fondo, a pesar de su soberbia, sintió que había estado dura y áspera en demasía, y pidió perdón a doña Manolita, besándola y poco menos que llorando también.
Las dos amigas vinieron a quedar de resultas mucho más amigas que antes. Doña Luz se convenció de que doña Manolita no había tenido intención de deslustrar en lo más mínimo la pureza de sus relaciones amistosas con el P. Enrique; y doña Manolita hizo por convencerse y hasta se convenció por el momento de que el P. Enrique, ni siquiera como Dante amó a Beatriz, como Petrarca amó a Laura, o como don Quijote amó a Dulcinea, era capaz de amar a doña Luz; porque, siendo él un fraile y ella una señorita muy bien educada y honestísima, tal amor, por alambicado, espiritual e incorpóreo que fuese, tenía un no sé qué de indecorosamente plebeyo y de grotescamente pecaminoso que con la condición de su bella y soberbia amiga se ajustaba muy mal.
No bien acabadas de hacer las paces, llegó don Acisclo con Pepe Güeto, quienes no advirtieron las huellas de la pasada tempestad. Cenaron los cuatro en amistosa compañía, y con buen apetito, y se fueron luego a dormir.
Al día siguiente se celebró con pompa y estruendo la entrada triunfal de D. Jaime en Villafría. Cuantos tenían caballo, y no pocos que sólo tenían mulo o burro, fueron de madrugada a recibirle en la estación, con D. Acisclo al frente, y a eso de las once volvieron todos con el diputado, caballero éste en el hermoso caballo negro de doña Luz.
A las puertas del lugar salieron los muchachos y los hombres de a pie a recibir la lucida cabalgata, y todos entraron por aquellas calles al son de las campanas que se habían echado a vuelo, entre vivas y aclamaciones, y atronando el aire a tiros de cuantas escopetas estaban servibles en Villafría.
Después de haber rechazado con tan cruel desabrimiento las palabras de doña Manolita y después de hechas las paces, doña Luz pensó a sus solas en el valor y motivo de aquellas palabras; y, como si una claridad nueva y extraña iluminase los más oscuros laberintos de su cerebro, creyó percibir la verdad de todo y reconoció que su amiga tenía algunos visos de razón al decir lo que dijo.
Doña Luz se había enojado quizá porque su propia conciencia, aprovechándose de las palabras de doña Manolita, había formulado una acusación mucho más severa. ¿Qué diferencia radical e importante se da entre la amistad más tierna y exclusiva, entre la predilección más marcada de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, ninguno de los dos viejo aún, y el amor más puro, más platónico y más sublime? Doña Luz se ponía a sí misma esta cuestión; y, no acertando a resolverla sino en el sentido de que no se da diferencia, o que, si se da, apenas es perceptible y se quiebra de puro sutil, decidía que no era absurdo ni insolencia suponer y afirmar que estuviese enamorado de ella el P. Enrique. El Padre, encadenado por el respeto, teniendo en cuenta su estado, sus votos y su posición, se había guardado bien de manifestar su cariño de un modo que hiciese sospechar ni remotamente que no era legítimo y sin tacha; pero, sin duda, que en el fondo de su alma le sentía.
Luego que doña Luz dejaba esto como sentado y evidente, se preguntaba también: «¿Y yo qué he hecho para inspirar esta pasión? ¿Qué culpa adquiero de que él me ame? ¿Hasta qué punto he dado y sigo dando pábulo a su afecto?». La contestación que doña Luz se daba era contradictoria y confusa. Ora se condenaba; ora se absolvía. Se condenaba al reconocer que ella había disimulado mucho menos que él la complacencia con que le oía, el contento que su vista le causaba, el deleite que su conversación le traía siempre, y que ella por instinto irreflexivo, pero depravado, gustaba de parecer hermosa y elegante a todos, y particularmente a las personas a quienes quería, entre las cuales no podía menos de incluir al Padre.
Otra serie de consideraciones acudía luego a su mente para absolverla. Pues qué, ¿no era lícito amar la ciencia, la virtud y el ingenio que en el Padre resplandecían? ¿Qué mal había en mostrarlo? Y en cuanto al esmero en el adorno de su persona, ¿qué ley divina ni humana podía imponerle la obligación de ocultar las prendas que el cielo le había dado y de no lucirlas hasta donde esto es compatible con el más rígido decoro? De esta suerte se absolvía doña Luz; pero, prosiguiendo en sus cavilaciones, añadía en su pensamiento: «Y si yo supongo que él me ama, ¿por qué no ha de suponer él que le amo yo? Si yo no tengo motivo para suponerlo, si es mi vanidad quien lo supone, bien puede él ser tan vanidoso como yo y suponerlo del mismo modo. Y si yo lo supongo con motivo ¿el motivo que yo le he dado para que haga suposición idéntica es menor acaso?». Doña Luz tenía entonces que confesarse que, atendidas la natural reserva que deben tener las mujeres, y la modestia y timidez con que deben velar y mitigar los movimientos e inclinaciones del corazón, ella había dado mayor motivo al Padre para que él la creyese enamorada que el que él le había dado a ella para que de su parte lo creyese.
El proverbio dice que quien prueba mucho no prueba nada, y esto ocurría a doña Luz no bien demostraba que, no sólo el Padre estaba enamorado de ella, sino que ella estaba enamorada del Padre. Se examinaba el alma, se interrogaba el corazón, y como le respondían que no amaban al Padre, volvía a creer que sólo su presunción podía hacerle imaginar que el Padre la amase a ella. Lo único que, después de tantos rodeos, sacaba en claro doña Luz era que en aquella convivencia e intimidad afectuosa y en aquellos coloquios tan sabios de ella con él, había algo de ocasionado a perversas interpretaciones, algo de mal gusto, algo de pedantesco y lugareño a la vez, que la parecía cómico, y cuya ridiculez se atenuaba sólo pensando que su vida en un lugar no podía llevarla a menos necio extravío.
Doña Luz resolvió, pues, ser más cauta y menos expansiva en lo venidero, y no menudear tanto las discusiones filosóficas y teológicas, y las confianzas y el trato con el venerable sobrino del antiguo administrador de su casa.
«Si no hay—concluía ella—mutua y peligrosa inclinación en nuestras almas, pudiera suponerse, y esto me ofendería, y si la hay, como la inclinación sería por todos estilos abominable, conviene cortarla de raíz».
En cualquiera de ambos supuestos, reconoció doña Luz la necesidad de cambiar de conducta; la conveniencia, valiéndonos de una frase española, algo anticuada, pero gráfica, de poner su descuido en reparo.
La llegada a Villafría del triunfante y flamante diputado D. Jaime Pimentel y Moncada coincidió casi con esta prudentísima, aunque algo tardía resolución.
Doña Luz, acompañada de su benigna amiga, estaba en una ventana baja, aguardando la aparición de la pompa y del triunfo, que se anunciaba ya por el resonar de los tiros y de los vivas.
Don Jaime, cabalgando en medio de D. Acisclo y Pepe Güeto, precedido de una turba de muchachos y de hombres a pie, y seguido de buen golpe de gente a caballo y aun de más gente pedestre, se mostró al cabo a los ojos de nuestra heroína.
La fama no había mentido. Era D. Jaime todo un galán caballero. Montaba con gracia y firmeza. Aunque tenía cerca de cuarenta años, parecía que apenas tenía treinta. Su traje sencillo dejaba ver, en los pormenores todos, la elegancia y el buen gusto.
La cabalgata se paró a la puerta de D. Acisclo, y éste, seguido de su ahijado y huésped, se halló pronto en la sala, donde aguardaban doña Luz y doña Manolita.
—Aquí tiene V. a nuestro diputado el Sr. D. Jaime—dijo D. Acisclo, presentándole a doña Luz—; y luego añadió, dirigiéndose a D. Jaime:
—La señorita doña Luz, hija del difunto marqués de Villafría.
El recuerdo lejano y confuso de la alta sociedad madrileña, que doña Luz no había hecho sino entrever hacía más de doce años, la idea vaga de un medio más culto y más aristocrático, las formas y el ser soñados de damas y galanes, sus usos, discreteos, aventuras y amoríos, tales cuales ella los había fantaseado o columbrado, sin llegarlos a ver ni a gozar, obligada, en la aurora de su vida, a retirarse a un pueblo pequeño, todo acudió de súbito a la mente de doña Luz, al mirar a D. Jaime Pimentel, al notar la soltura y naturalidad de sus distinguidos modales, y al oír su acento y las pocas y atinadas palabras que le dirigió, las cuales ni pecaron de frías y secas, ni se extremaron por lo galantes, sino que se encerraron dentro de los límites de la más respetuosa discreción. Porque no era el inferior quien sintió doña Luz que le hablaba, ni el cortesano insolente tampoco, cuya superioridad se revela al través de su fingida cortesía, sino el hombre de la misma clase que ella, que habla como igual, pero con las atenciones delicadas que a una señora principal se deben siempre. Doña Luz lo comprendió así, se complació en ello, y lo agradeció todo. Harto advirtió el tono diverso que empleó don Jaime, al hablar con doña Manolita, no bien a ella también le presentaron.
Dos días estuvo D. Jaime en Villafría, al cabo de los cuales fue menester proseguir la comenzada tarea de visitar todos los lugares del distrito.
Durante estos dos días, D. Acisclo desplegó la más prodigiosa magnificencia. Tuvo, por decirlo así, mesa de Estado. Toda su parentela, el médico, su hija y su yerno, y el cura D. Miguel, almorzaron, comieron y hasta cenaron con él y con el agasajado D. Jaime. Éste se sentó siempre a la derecha de doña Luz, y tuvo siempre a doña Manolita del otro lado.
Petra, el ama de llaves, hizo milagros en aquellos dos días. ¿Qué pavos rellenos, qué cocido con morcilla, chorizo, embuchados y morcones, qué tortillas con espárragos trigueros, qué platazos de pepitoria, qué menestras de cardos, morrillas y guisantes, qué jamón con huevos hilados, qué tortas maimones, y qué deliciosas alboronías, picantes salmorejos, frescos gazpachos y ensaladas, y variados arropes y almíbares, no condimentó o presentó en la mesa de su amo?
Los cinco mejores músicos del lugar vinieron por la noche con sus acordes y sonoros instrumentos, y se bailó en la cuadra alta, porque la baja estaba como santificada por la Santa Cena.
Don Jaime bailó rigodón con doña Manolita y con una de las hijas de D. Acisclo; y con doña Luz, no sólo bailó rigodón, sino también valsó.
Con doña Luz estuvo muy fino y amable, y doña Luz asimismo lo estuvo con él.
Los chistes urbanos, las anecdotillas picantes, sin rayar en libres, las pinturas de las intrigas y lances de Madrid, referidos con ligereza y primor por don Jaime, divirtieron mucho a doña Luz y la hicieron reír; cosa que le agradó y pasmó, porque no era fácil para la risa. Siempre que la conversación era general, cuanto decía D. Jaime encantaba al auditorio, y todos le aplaudían. Y doña Luz notaba que D. Jaime, sin ser vulgar, tenía el arte de hacerse comprender de los que lo eran, y que con sus discursos nadie se quedaba en ayunas, como con las reconditeces y los encumbramientos del Padre, el cual no dejó de asistir a todo esto, pero muy eclipsado y confundido entre la turba multa.
En los apartes, D. Jaime hizo mil cumplimientos a doña Luz. Como vulgarmente se dice, le echó muchísimas flores; pero, con tal arte, que la más presumida no hubiera creído al oírlas que eran nacidas de amor, ni negado tampoco resueltamente que de amor naciesen, porque iban enlazadas con miramientos tales que acaso se hubiera podido interpretar por temor de ofender lo que las contenía dentro de ciertos límites. La franqueza graciosa con que don Jaime decía piropos a doña Manolita, hacía resaltar todo el mérito y todo el lisonjero significado de aquella circunspección con que celebraba la hermosura y demás excelencias de la aristocrática hija del marqués de Villafría. En suma, los dos días pasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D. Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes, acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P. Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.
Cuando doña Manolita se vio a solas con su amiga, recordando que la broma de unos supuestos amores con D. Jaime no la había ofendido, no pudo resistir a embromarla de nuevo sobre el mismo tema. Y así, hallándose las dos, con todo sosiego, en la salita de doña Luz, la mañana misma de la partida de D. Jaime, dijo la hija del médico a la hija del marqués:
—Vamos, confiesa que nuestro diputado no te parece saco de paja.
—No me parece sino muy bien—respondió doña Luz—. Decir otra cosa sería hipócrita falsedad. Es elegante, discreto, buen mozo y muy amable.
—Si tan buena es la impresión que en ti ha hecho—repuso doña Manolita—, creo que debes lisonjearte y estar muy contenta, porque él no apartaba un punto los ojos de ti y se conocía que te miraba y admiraba con entusiasmo.
—No te burles, Manuela.
—No me burlo. Tengo por cierto lo que te digo.
—Tu deseo de que yo haga conquistas y la buena opinión que de mí tienes te llevan a soñar con todo eso.
—Y las dulzuras y los requiebros que te ha dicho en voz baja, pues por el gesto y el ademán y el brillo de los ojos se mostraba que te los decía, ¿son sueños míos también?
—No; no son sueños. ¿Cómo negarte que D. Jaime me ha requebrado? Pero, si bien lo ha hecho con un respeto y un tino que le honran (y no de otra suerte lo hubiera sufrido yo), no ha dejado ver verdadero interés por mí, ni un solo momento. Sus palabras expresaban estimación, denotaban ingenio cortesano, estaban llenas de lisonja, pero no había en ellas un átomo de sentimiento. Ni podía haberle. Pues qué, ¿el amor brota de repente, en la vida real? Eso se queda para los dramas, donde es menester que la acción corra a todo correr y que los hechos se condensen y acumulen en pocas horas y palabras.
—Hija mía, en la vida real, lo mismo que en los dramas, no es tan inverosímil dar flechazo. En mujer de tus rarísimas prendas es menos inverosímil todavía. Yo estoy segura de ello: tú has dado flechazo a D. Jaime.
—Dar flechazo tiene tan indeterminada significación que no sé qué responderte. Si por dar flechazo quieres significar que he parecido bien a D. Jaime, y que hasta se ha sorprendido un poco (y perdona que haga patente contigo mi vanidad) de hallar en esta villa a una mujer que, trasladada de súbito a un salón de la corte, estaría en él como en su centro, no disto mucho de creer que le he dado flechazo. Pero desde esto a infundir un verdadero cariño, hay mil leguas de distancia, y ni me alucino, ni deseo siquiera que D. Jaime haya andado ni ande esas mil leguas en cuarenta y ocho horas, que hace sólo desde que me conoce y trata.
—¿Y por qué no ha de andar o por qué no ha de haber andado ya esas mil leguas?
—Porque es harto difícil y porque a nada conduciría. Mira, Manuela, ¿qué no te declararé yo? Confieso que he pensado en la posibilidad de ese amor; pero le he desechado como locura. D. Jaime es ambicioso, y apenas tiene para él sólo con su sueldo y sus rentas. En mí no podría poner la voluntad sino para casarse conmigo. ¿Y qué puedo yo llevarle? Mis bienes, cuidados por mí, estando yo aquí sobre ellos, producen 20.000 rs. el año que más: si me fuese de aquí, no me producirían 10.000 rs., o administrados o en arrendamiento. Mi boda con D. Jaime sería como grillos con que él ataría sus pies; sería para él una carga muy pesada. Claro es, pues, que D. Jaime, aunque por acaso se sintiese inclinado a amarme, que lo dudo, desecharía de sí el amor como una tentación insana; como un disparate funesto.
—Luego tú—interrumpió doña Manolita—, no concibes que te quieran sino por cálculo. No te entiendo. Lo que lisonjea y enamora es que la quieran a una, aunque sea pobre, y no por ser rica.
—De acuerdo—contestó doña Luz—. Yo no sé si amaría a D. Jaime, si él me amase; pero de seguro que no le amaría, si yo fuese rica y llegase yo a sospechar que por hacer un negocio él me amaba. Ve ahí por qué no me casaré nunca. Rica yo, recelaría siempre que no me amaban por mí, y pobre, recelo que no me amen hasta el extremo de que se sacrifiquen amándome. Como no me case con algún señorito de estos lugares, para quien sólo puedo ser un partido proporcionado, en que ni él se sacrifique, ni yo sea para él un dote y no una amada compañera de toda la vida, no veo novio adecuado para mí en el mundo. Mi único amor será este....
Y alzándose de su asiento, en uno de aquellos arrebatos ascéticos que de vez en cuando tenía, abrió doña Luz su famoso cuadro del admirable Cristo muerto y puso sus rojos y frescos labios sobre los labios lívidos de la tremenda imagen.
Doña Manolita había ya visto el cuadro otras varias veces, pero nunca le hizo más honda impresión que en aquel momento; cuando se unieron la lozanía de la mocedad, la exuberancia de la vida y la hermosura briosa de doña Luz con tal fiel trasunto del dolor y de la muerte.
Esta y otras conversaciones que tuvo doña Luz con su amiga, y los propios monólogos y los constantes pensamientos que la asaltaban, fueron acrecentando en el alma de la soberbia dama un recelo que sublevaba su orgullo, y contra el cual trató de armarse de todos los bríos de su pecho.
Don Jaime iba a volver. Don Jaime, después de la visita a todos los lugares, iba a pasar otros tres días en aquel pueblo. ¿Incurriría doña Luz en la debilidad de prendarse algo, de inclinarse un poco, y en balde, al diputado? Sólo de imaginarlo, de presentar en su mente la remota hipótesis, doña Luz se ponía encendida como la grana y se llenaba de vergüenza como si la ultrajasen con el desprecio.
Propuso, pues, en su corazón estar serena y fría a los halagos de D. Jaime cuando volviese; y olvidando, con este nuevo peligro, el que podía haber en los diálogos íntimos, en las disertaciones sabias y en la atención y en la emoción con que oía al P. Enrique, volvió con más ternura amistosa que nunca a buscar la conversación del Padre, a deleitarse en ella, y a dar señales inequívocas de la predilección con que le miraba.
Pronto se pasó de este modo una semana entera, al cabo de la cual, con no menor pompa y estruendo, volvió a Villafría el ilustre diputado D. Jaime, acompañado de D. Acisclo y de Pepe Güeto.
En la casa de D. Acisclo se renovaron las comilonas, las fiestas espléndidas y todo el lujo de que ya se había hecho gala la primera vez.
Seguía D. Jaime observando siempre la misma conducta respecto a doña Luz. Sus atenciones no podían ser más delicadas ni más respetuosos sus requiebros. En alguna ocasión creyó advertir doña Luz que D. Jaime se animaba demasiado, pero el orgullo de ella acudía al punto a refrenar la lengua del galanteador, para lo cual bastaba un leve gesto de impaciencia o de disgusto o una mirada severa.
Así se pasaron dos días de los tres que D. Jaime tenía que estar en Villafría, y amaneció el día tercero y último. A la madrugada siguiente D. Jaime debía salir para Madrid. Eran las ocho y doña Luz estaba ya levantada y vestida como para ir a la calle. Aquel día, con más sentimientos religiosos que de ordinario, antes de ir a la iglesia adonde pensaba ir y oír misa, abrió el cuadro del Cristo, se arrodilló delante de él y se puso a rezar con devoción grandísima.
Había dicho a su doncella que no entrase hasta que ella llamara. Doña Luz se creía completamente sola.
En aquella soledad y excitada por el rezo, quién sabe qué ideas melancólicas atravesaron por su mente, ni qué amarga ternura hirió su corazón; ello es que exhaló un profundo suspiro y dos gruesas lágrimas brotaron de sus hermosos ojos y se deslizaron por sus frescas y sonrosadas mejillas.
La hija del médico, única persona que podía penetrar hasta allí sin permiso de nadie, había entrado, sin que doña Luz, embebecida en sus devociones, notase su presencia.
Doña Manolita contempló, pues, a todo su sabor el ferviente rezo de su amiga y la efusión de suspiros y de lágrimas con que hubo de terminarle. Entonces, sin detenerse más, se arrojó en sus brazos y enjugó con besos las lágrimas que humedecían su rostro.
—¿Qué es esto? ¿Por qué lloras así?—dijo doña Manolita.
Y sin contestar a la pregunta, preguntó a su vez doña Luz.
—¿Cómo te has entrado hasta aquí? ¿Qué te trae a verme tan de mañana? ¿Por qué me has sorprendido?
—Perdona que te haya sorprendido; perdona que haya interrumpido tus oraciones. Ya sabes tú que yo no madrugo para ti sino cuando tengo que comunicar contigo algo de muy importante. Quizá desde el día en que te di parte de mi proyectada boda con Pepe Güeto, no he usado hasta hoy de la licencia que tengo de venir aquí de mañana.
—Así es la verdad, pero yo no me quejo de que vengas. Yo me alegro de que hayas venido. Lo que hago es extrañarlo, por lo mismo que de mañana no vienes nunca. ¿Qué nueva, pues, no menos importante que el anuncio de tu boda, puede hoy moverte a visitarme tan temprano?
—Vengo aquí de embajadora: te traigo un recado que arde en un candil.
—¿De quién es el recado?
—Del Sr. D. Jaime Pimentel—dijo doña Manolita.
—El rubor coloró el semblante de doña Luz, quien no acertó a disimular con su amiga íntima el contento y la satisfacción de amor propio que aquello le causaba.
—¿Qué recado, qué embajada me traes? ¿Es alguna burla tuya, o de D. Jaime Pimentel?
—Nada de burla. Esto va de veras y muy de veras. Don Jaime te idolatra.
—¿Y por qué no me lo ha declarado? ¿Tan tímidos son en el día los caballeros cortesanos que no se atreven a declararse ellos mismos?
—No le culpes. Don Jaime no peca ciertamente por timidez. Él lo explica todo de un modo satisfactorio. Dice que una declaración directa de su parte requería mucho más tiempo; no podía ser tan brusca y repentina. Era menester espiar la ocasión, preparar tu ánimo sin valerse de precipitados galanteos que tu severidad rechaza, y en tres días, por bien que él los aprovechara, no cabían tantos trámites y preparaciones. Por esto me ha buscado a mí. Anoche, al salir de tu casa, me acompañó hasta la mía, y tuvo conmigo una larga conferencia. Bien te lo había yo pronosticado. Le diste flechazo. Está loco de amor por ti, y me pide que por él interceda.
—¿Qué delirio es ese?—exclamó doña Luz—. ¿Lo ha reflexionado D. Jaime? ¿Sabe que con un corazón como el mío no se juega? ¿Ha pensado bien que yo no puedo ser objeto de un capricho efímero, sino de una pasión que decida del porvenir de la vida toda?
—Si D. Jaime no lo supiera, no hubiera acudido a mí. Si no hubiese formado un propósito para toda la vida, propósito cuya realización de ti sólo depende, no vendría yo a hablarte en su nombre.
—¿Sabe D. Jaime que soy pobrísima?
—Conoce con exactitud los bienes que posees.
—Es singular—dijo doña Luz—. Te lo confieso: yo tenía de mí misma y de los hombres mucha peor opinión. No me sentía capaz de inspirar amor tan desinteresado a quien la ambición seduce y sonríe, halaga la fortuna, y quieren y miman en Madrid, a lo que aseguran, las más altivas y bellas mujeres. No pensaba yo tampoco que así, de repente, pudiese enamorarse un hombre con tal desinterés.
—Pues no lo dudes: don Jaime te ama de esa manera. Dime tú si le correspondes.
—No sé qué contestar. Mi gratitud es inmensa. Antes de la gratitud, antes de que hubiese motivo para tenerla, ¿por qué ocultártelo? la elegancia de don Jaime, su discreción, su fama de valeroso soldado, la noble gallardía de su persona, todo me inclinaba a quererle bien y mucho; pero el recelo de no ser amada sublevaba mi orgullo, y mi orgullo ha hecho cuanto es posible para ahogar esta inclinación naciente.
—Y ahora que sabes ya lo bien pagada que es tu inclinación, ¿qué sientes?, ¿qué piensas de D. Jaime?
—Siento y pienso... que no debo dar en seguida un sí de que tal vez no haga él mucho aprecio si con tal facilidad le obtiene. Además, no basta ser amada. Es menester pensar en el término de estos amores.
—¡Hija mía! ¿Qué otro término pueden tener sino el de que os case el cura?
—Es cierto; y eso precisamente me obliga a meditar mucho. Yo soy muy rara de carácter. No quiero que nadie me ame por conveniencia, y me repugna también que alguien imagine que la conveniencia influye en el amor mío. Si yo me casase con D. Jaime, pobre como soy, ¿no podría alguien imaginar que me excitaban a este enlace el afán de salir de Villafría e ir a Madrid, la posición del novio, sus grandes esperanzas, y hasta las mismas ventajas materiales de que ya goza? Él, por otra parte, no es rico para nuestra clase, y preveo los apuros, las dificultades económicas, la horrible prosa del hogar doméstico, sin recursos suficientes. Esto me arredra. Y no me arredra por mí, si atiendo sólo al bienestar material, sino porque me sonrojo de pensar que pueda yo ser causa de que un hombre viva lleno de ahogos. Si él se quedase conmigo aquí, me sacrificaría su ambición, su carrera, su porvenir. Si él me llevase a Madrid en su compañía, viviríamos muy mal, haría yo acaso muy triste figura en las sociedades que él frecuenta, y ¿quién sabe si esto le movería a que dejase de amarme? ¿quién sabe si cansado de mí acabaría hasta por cobrarme odio?
—Veo que alambicas demasiado y te complaces en atormentarte y en crear obstáculos para lo que más deseas.
—¿Y quién te afirma que lo deseo? Yo misma lo ignoro; tengo mis dudas: no veo claro en el fondo de mi alma. ¿Será la vanidad satisfecha, será el pueril contento de verme querida de persona de tanto valer, lo que me induce a pensar que yo también la quiero? ¿Qué es amor? ¿Es amor esto que siento en mi alma y que me lleva hacia ese hombre? Mira, Manuela, ¿por qué no decírtelo todo? Todo esto es tenebroso y confuso. Hay otro hombre de cuyos labios estoy pendiente cuando habla, cuyo talento me asombra, cuya superioridad intelectual me subyuga, cuyas virtudes me llenan de maravilla y de entusiasmo, cuyo fondo de bondad altísima percibo claramente allá en las profundidades de su corazón, y ya sabes mi enojo, mi repugnancia a que se piense que ni un solo instante puedan confundirse con algo parecido al amor los sentimientos que ese hombre me inspira y que yo le inspiro sin duda. Con D. Jaime ocurre lo contrario; apenas le conozco; no sé si es bueno o si es malo; su entendimiento me parece de menos quilates, y sin embargo, me siento arrastrada hacia él. ¿Amo acaso en él el amor que muestra y que tanto me lisonjea? ¿Lo que en el otro me repugna, lo que mata el amor es sólo el respeto a las leyes que le prohíben?
—No te comprendo—interrumpió doña Manolita—. Ya no eres tan criatura que no sepas lo que es amor, ni atines a descubrirle en tu pecho. ¿No es brioso, bello, valiente, pulcro y discretísimo D. Jaime? ¿No es libre? ¿No te ama? ¿No te da pruebas de amor, decidido, como está y como me ha dicho, a casarse contigo? ¿No es un caballero bien nacido y honrado? Pues entonces ¿a qué todas esas quintaesencias y marañas sutiles con que te devanas los sesos? Dile que sí; ámale; cásate con él y verás cuán dichosa eres. Da esperanzas al menos de que le amarás, si no quieres dar un sí completo y redondo desde el principio. Con estas esperanzas, él lo promete, no se irá a Madrid y permanecerá en Villafría. Buscará un pretexto plausible para no irse. Dirá que se queda para comprar quince aranzadas de olivar, que lindan con las suyas, y para cuya compra está ya en tratos.
—Lo que me aconsejas es vulgar; perdona mi crudeza de expresión: es feo. Yo no debo dar esperanzas de una cosa de que yo misma no esté segura. Y si estoy ya segura de ello, es artificio ridículo ocultarlo y dar esperanzas, e ir descubriendo poco a poco mi corazón. Si no amo a D. Jaime, no debo engañarle con esperanzas inciertas. Preténdame él y trate de conquistar mi voluntad y de rendirme, sin que yo le aliente con esperanzas. Y si le amo, debo ser franca y decírselo luego, ya que me ama él. Aunque dé poca estimación a un sí tan fácil y tan pronto, debo darle ese sí.
—Soy en todo de tu opinión. Dale ese sí: que le oiga de tu boca y será el más feliz de los mortales.
—¿Y cuándo? ¿Y de qué suerte? No: no le digas nada. Tengo vergüenza. Cállate; cállate por piedad. Que se vaya y me deje tranquila en mi retiro.
—Ea, mujer, no seas desatinada. ¿Cómo se ha de ir sin contestación, después del paso que ha dado?
—¿Y qué le contesto, si no sé qué contestarle? ¿No crees tú que va a arrepentirse no bien le diga que sí? ¿Crees tú que me ama de veras, con todo el ser de su vida como yo necesito ser amada; como yo le amaría si me amase?
—Vaya si lo creo. Sus palabras infunden la creencia en el entendimiento más inclinado a dudar. Óyele, y quedarás convencida. Quiero atreverme a decírtelo. Por Dios, Luz, no te enojes. No he sabido resistir a sus ruegos. Le he traído en mi compañía. Está aguardando en la cuadra alta. Voy a llamarle volando.
Antes de que doña Luz consintiese, su amiga, ligera como una corza, había salido en busca del diputado brigadier.
Doña Luz no sabía lo que le pasaba. Estaba agitadísima. Era la primera vez que se iba a ver a solas con un joven enamorado, en aquel púdico retiro, donde había vivido los más floridos años de su juventud. Todos los vagos ensueños de amor, todas las palabras dulces, todos los regalos del alma se ofrecieron de repente a su fantasía, no ya cifrados en un ser ideal y aéreo, creación imaginaria, sino aplicados y consagrados al amor de una persona real y llena de vida, cuyas excelentes prendas se complacía en reconocer y cuyo afecto hacia ella adulaba su orgullo.
La sombra melancólica del P. Enrique cruzó por su mente, entristeciéndola. Miró la imagen del Cristo muerto y se le antojó que se parecía al P. Enrique. Era de día claro. Entraba el sol por la ventana, y sin embargo, sintió cierto temblor al mirar el Cristo. Acudió a él precipitadamente y le cubrió con el otro cuadro.
Como para apartar de sí toda imagen tétrica se miró entonces al espejo. Se vio hermosa, gallarda, toda lozanía, juventud y elegancia, y halló natural, casi forzoso, que D. Jaime la amase.
Después pensó de nuevo en el P. Enrique, pero de otra manera. El mismo amor de ella hacia D. Jaime aclararía lo que en su inclinación hacia el Padre podía haber de ocasionado a dudosas interpretaciones. Esto la impulsaba a creerse y a sentirse enamorada de D. Jaime. Amando a D. Jaime desaparecería a sus ojos todo lo que hubiera podido tener de raro su amistad con el misionero. Lo ridículo que en aquellas relaciones había creído entrever a veces desaparecía ya, y todo se explicaba.
Esta serie de pensamientos pasó en un instante por el alma de doña Luz. Un instante no más fue lo que tardó D. Jaime en aparecer a la puerta del saloncito que doña Manolita había dejado abierta.
No tuvo D. Jaime que hablar palabra para obtener el permiso de entrar en el saloncito. Ella le aguardaba; ella le vio venir y le recibió sin cumplimientos ni ceremonia.
Doña Manolita se quedó fuera y D. Jaime entró solo.
Llegó precipitadamente donde doña Luz estaba de pie; hincó en tierra ambas rodillas, y dijo con acento conmovido:
—Ya lo sabe V. De V. depende mi dicha o mi desdicha. Aquí aguardo mi sentencia.
Todo discurso más prolijo hubiera sido absurdo en aquella ocasión; toda arte vana; toda precaución chocante.
La puerta del saloncito había quedado de par en par y D. Jaime estaba de rodillas a los pies de doña Luz. Se diría que se acababa de entregar a discreción, que todo por su parte estaba dicho, y que a ella tocaba sólo hablar e imponer condiciones.
El orgullo de doña Luz se sentía vivamente lisonjeado. Aquel dandy, aquel valiente, aquel hombre de porvenir y de carrera, estaba allí postrado ante su hermosura, sin más resorte para tanto rendimiento que el repentino y ardiente amor que ella había sabido inspirarle.
Doña Luz enmudeció: no acertó a decir palabra alguna; pero en su rostro, donde no cabía el disimulo y donde se reflejaban todos sus sentimientos, se pintaban el júbilo, la emoción afectuosa y la agradable sorpresa.
Como tal vez las nieves detienen y con la misma detención prestan más brío a la virtud germinal de la primavera, la cual aparece de súbito y da razón de sí cubriendo los árboles de verdura y los campos de flores, así el anhelo de amar y todo el ser apasionado del virgen corazón de nuestra heroína despertaron de repente, reprimidos hasta entonces por la prudencia, y como dormidos hasta los veintiocho años. Doña Luz sintió nacer en su espíritu la primavera de la vida; oyó cantar las aves; vio, como en espejo mágico, el paraíso; aspiró el perfume embriagador de rosas hadadas, y pensó que se extendían por su seno el calor suave y la luz dorada de un sol ideal, iluminando y vivificando un mundo bellísimo, recién creado y oculto en su alma.
Temió luego que tan rica creación se desvaneciese, que se disipase como si fuera soñada, y exclamó al fin con extraño candor:
—¿No me engaña V.? ¿Es cierto? ¿V. me ama?
—Con todo mi corazón—contestó D. Jaime tomando la linda mano de doña Luz y estampando en ella un beso.
—No sea V. loco. Levántese V.—dijo doña Luz, retirando con suavidad su mano de entre las de don Jaime.
—No me levantaré—replicó éste—, hasta saber si usted me corresponde.
—D. Jaime, por Dios, ¿qué quiere V. que yo le diga? Yo no sé si le amo a V.: pero si el contento que me causa el creerme amada y el temor de perder esta creencia son síntomas de amor, me parece que le amo.
Doña Luz se sonrojó como nunca al pronunciar tales palabras, y D. Jaime se levantó mostrando en su semblante la gratitud y la alegría que la confesión de doña Luz le causaba.
Después dijo:
—Deseche V. todo temor, y conserve la creencia de que la amaré siempre, y de que mi amor hacia V. sólo puede compararse con el respeto y la profunda admiración que V. merece.
Llegadas a ese punto las explicaciones, y yendo por camino tan llano, todo quedó tácitamente concertado en aquella entrevista, que duró poquísimo.
Doña Luz estaba turbada y confusa, pero la majestad severa de su rostro y ademanes hubiera contenido al amador más audaz.
Don Jaime se creyó amado, y ni siquiera con otro beso en la mano de doña Luz se atrevió a manifestar que amaba a su vez, y que estaba agradecido.
En suma, dado el modo de ser de doña Luz, y después de declarado de ambas partes el amor, no había trámite, ni coloquio tierno a solas, ni dilación que valiera. Las bodas tenían que venir a escape.
Doña Luz era harto vehemente para hablar con serenidad y con frialdad de otro cualquiera asunto, y a solas, con el hombre a quien casi acababa de decir: te amo; y era tan casta y tan pura, que helaba todo deseo y mataba toda esperanza de obtener de ella la más inocente anticipada caricia o de adelantarse a hacerla sin exponerse a su enojo.
De aquí el grande embarazo en que se vieron doña Luz y su amante apenas se dijeron que se querían. Doña Luz, sobre todo, no sabía qué hacer. Se sentía avergonzada de lo que había dicho, quería huir de las miradas de aquel hombre, y no se resolvía a huir, temerosa de que su fuga pareciese artificio o ridícula puerilidad impropia de una mujer de veintiocho años.
Por fortuna, doña Manolita presintió por instinto aquella situación difícil, y libertó de ella pronto a su amiga, presentándose otra vez en el saloncito.
Ya, más tarde, durante el almuerzo, en medio de los convidados, a la vista de D. Acisclo y del P. Enrique, y después de haberse serenado y repuesto de la primera emoción, doña Luz habló a D. Jaime con reposo; le halló dispuesto a todo, y como ella no tenía padre ni madre a quien consultar, ni él tampoco los tenía, ambos determinaron casarse sin ruido ni aparato, y lo más pronto posible.
A fin de no dar parte en seguida, sin que nadie extrañase la prolongación de su estancia en aquel lugar, D. Jaime dijo que se quedaba una semana más para ver si compraba el olivar que tenía en tratos.
Difícil es tener nada oculto en un pueblo pequeño. Todo se sabe en seguida, aun cuando importe que no se sepa. La proyectada boda de D. Jaime y de doña Luz, que nada importaba que se supiese, no es de extrañar, pues, que llegara al punto a noticia de todos en Villafría.
La detención de D. Jaime se atribuyó desde luego a su verdadero motivo, y nadie juzgó sino pretexto lo de la compra del olivar.
Aquel caso de amor fulminante y sobre todo aquel tan improvisado consorcio, dieron muchísimo que decir, comentar y murmurar.
En los lugares andaluces, nada hay que pasme tanto como una boda repentina. Por allí todo suele hacerse con mucha pausa. En parte alguna es menos aceptable el refrán inglés de que el tiempo es dinero. En parte alguna se emplea con más frecuencia y en la vida práctica la frase castiza y archi-española de hacer tiempo; esto es, de perderle, de gastarle, sin que nos pese y aburra su andar lento, infinito y callado. Pero donde más se extrema en Andalucía el hacer tiempo es en los noviazgos. Contribuye a esto, por un lado, la prudencia que, reconociendo lo grave y trascendental del matrimonio, nos aconseja de continuo: antes que te cases, mira lo que haces. Y contribuye mucho más, por otro lado, que este mirar lo que se hace es sumamente divertido; es el mejor modo de matar o de hacer tiempo; es una grata ocupación, que se proporciona quien no tiene ninguna, y que no bien se casa se queda sin ella.
De aquí, sin duda, los interminables noviazgos de mi tierra, en los cuales además se dan los más bellos ejemplos de firme constancia que pueden registrar las historias de amor. Noviazgos hay que empiezan cuando el novio está con el dómine aprendiendo latín, pasan a través de las humanidades, de las leyes o de la medicina, y no terminan en boda hasta que el novio es juez de primera instancia o médico titular. Durante todo este tiempo, los novios se escriben cuando están ausentes; y cuando están en el mismo pueblo, se ven en misa por la mañana, se vuelven a ver dos o tres veces más durante el día, suelen pelar la pava durante la siesta, vuelven a verse por la tarde en el paseo, van a la misma tertulia desde las ocho a las once de la noche, y ya, después de cenar, reinciden en verse y en hablarse por la reja, y hay noches en que se quedan pelando la pava otra vez, y mascando hierro, hasta que despunta en Oriente la aurora de los dedos de rosa.
En comprobación de esto se cuenta de cierto novio antequerano, que al fin tuvo que casarse a los ocho años de ser novio; y que, no bien se casó, se mostraba afligidísimo por no saber qué hacer de su tiempo. De otro novio, natural de Carcabuey, he oído yo también contar, como testimonio de lo arraigada que está la idea de que el matrimonio exige mucha calma antes de llevarle a cabo, que su futura suegra, considerando que su hija llevaba ya trece años de hablar con aquel novio, sin que llegase él a pedirla, y que ella se iba ajando y marchitando un poco, se resolvió a preguntar al novio qué intenciones traía. Y habiéndose armado de resolución y hecho la pregunta, el novio contestó muy sorprendido y un sí es no es contrariado:—¡Válgame Dios, señora! ¿Es esto puñalada de pícaro?
Prevaleciendo y aun privando en Villafría tan sanas doctrinas acerca de la longevidad de los noviazgos, ya se hará cargo el lector del asombro que produciría aquel arrebato, aquella impremeditación con que doña Luz se decidió.
—Esto es un escopetazo—decía uno.
—Vamos—decía otro—, todo se comprende bien: si ella aseguraba que no pensaba en casarse, era por vanistorio, porque desdeñaba a los lugareños; pero, apenas llegó por aquí un currutaco de la corte, cayó sobre él y le atrapó, como la araña atrapa a la mosca.
Los pretendientes desdeñados, que antes lo llevaban todo con resignación, dando por supuesto que los consolaba, que los desdenes de doña Luz nacían de su amor a Dios y al cielo, cuando supieron que doña Luz gustaba tanto de la tierra y de otro hombre como ellos, no la perdonaron tampoco, y censuraron su ligereza.
—Se ha echado en brazos del primer venido—exclamaban—, sin amor, sin estimación, porque ni el amor ni la estimación nacen tan de súbito. La ha seducido el afán de ir a brillar en los Madriles.
Hasta la gitana buñolera que se ponía a freír y a vender sus buñuelos en la esquina de la casa de don Acisclo, gitana muy sentenciosa, llamada la Filigrana, más célebre por sus sentencias que el mismísimo Pedro Lombardo, dijo en tono irónico:
—Doña Luz es una perla oriental, y la perla no repara en el pescador, ni en si vale o no vale; lo que pretende es que la pesque y la lleve a lucir en el Olen del Oclaye.
No pocas de tales murmuraciones llegaron a los oídos de doña Luz; pero no hacían mella en su corazón. Nada de lo que encerraban en sí hallaba eco en su limpia y tranquila conciencia. Doña Luz era mujer y tenía alma y sentía necesidad de amor. Su amor, sin objeto visible y humano, había estado como aletargado hasta entonces. Un objeto digno se ofreció al fin a sus ojos, y doña Luz le consagró al punto todo su amor. Cada día, cada hora que pasaba, afirmaba más a doña Luz en la creencia de que don Jaime lo merecía. El mismo amor de D. Jaime, la decisión con que le había ofrecido su mano, a ella, desvalida, huérfana y pobre, era la garantía mejor y más segura.
En cuanto a que ella se casaba por deseo de ir a figurar en Madrid, doña Luz reía desdeñosamente al oírlo. Doña Luz tenía resuelto no ir a Madrid mientras pudiera no ir: quedarse en Villafría viviendo en su casa solariega; tener allí su centro, su cuartel general, su nido; cuidar desde allí de sus bienes e irlos mejorando y aumentando; ahogar en su alma toda propensión celosa; y, no ya consentir, sino impulsar a su marido a que fuese él solo a la capital, a brillar en el Congreso de Diputados, en las luchas políticas y en los negocios militares. Doña Luz quería imitar en esto a Vitoria Colonna, y esperar a su héroe, a su sol, a su amante, cuando viniese a reposar en aquel rústico asilo, que el amor de ella había de colmar de hechizos y de deleite. No quería, en suma, ser para él carga gravosa en Madrid, sino descanso, refugio, consolación santa y dulce, en aquella aldea.
En sus amorosos coloquios con D. Jaime, doña Luz desenvolvía todo su plan. Quería para él gloria, poder, influjo en la corte, y esto entreverado de una serie de idilios en Villafría, donde ella había de aguardarle, como Armida benéfica, cada vez que viniese él a reposar en sus brazos, cubierto de frescos laureles. Don Jaime pugnaba porque doña Luz había de ir a Madrid con él; pero doña Luz lo repugnaba con tamaña obstinación, que D. Jaime tuvo que transigir, concertando que por lo pronto, esto es, mientras no fuesen ambos mucho más ricos, doña Luz continuaría residiendo en Villafría.
Todo esto era tan poético que de fijo que el lector, pues lo sabe, no ha de censurar a doña Luz como la censuraban las gentes de su lugar, sino, en todo caso, por lo contrario: por sobrado rara y soberbia; porque prefería vivir muchos meses del año separada de su marido a ser en Madrid causa perpetua de dificultades prosaicas y económicas, bastantes a dar muerte al amor más robusto.
Doña Luz, trazado así con firmeza y por su propia mano el porvenir de su vida, no veía en su alma sino motivos de satisfacción y de contento. Su ser íntimo florecía. El dulce anhelo de ser esposa y madre la conmovía con presentimientos de inefable ternura. Una claridad interior iluminaba su mente, beatificándola; y parecía que, trasminando a lo exterior, irradiaba en su semblante y prestaba a su hermosísimo cuerpo mayor beldad que nunca. Así como los campos se cubren de lozanía al llegar la primavera, así como el cielo se tiñe de púrpura y oro cuando el sol va a salir, así doña Luz se mostraba entonces más gallarda y refulgente.
Su alegría era tan noble, tan generosa y tan confiada, y la expresión divina que esta alegría prestaba a su figura gentil era de tal suerte simpática, que la censura quedaba desarmada al cabo, y al mirarla, tenían que bendecirla todos los hombres.
En su ánimo era casi todo luminoso y alegre. Sólo quedaba, allá en lo más hondo, un pequeño rincón, donde no penetraba bien la luz, y donde, de cierta manera confusa, había como un germen, como una semilla apenas perceptible de disgusto y de intranquilidad. Doña Luz, sin darse bien cuenta de ello, por instinto salvador, trataba de arrancar aquella semilla, de ahogar aquel germen, a fin de que no brotase de él la hierba ponzoñosa.
Doña Luz pensaba en sus anómalas relaciones con el P. Enrique; en aquella amistad vivísima, en aquel afecto que siempre le había mostrado. Claro está que para doña Luz aquello no podía tener ni remotamente nada de común con el amor. Mas, por lo mismo, su afecto hacia el Padre debía permanecer, y las demostraciones de este afecto no debían cesar ni mitigarse, so pena de que ella se inclinara a creer que eran de la propia esencia que lo que daba de su alma al esposo futuro; que había procedido como veleidosa e inconstante; que había puesto en uno, no lo libre, lo intacto, lo jamás dado a nadie, que atesoraba solícito su corazón, sino algo o mucho de lo que había antes dado a otro y quitádoselo luego.
Así, pues, doña Luz se esforzó, aunque en balde, por estar como siempre de afable y cariñosa con el P. Enrique. Y, como viese que no podía, como viese que del tocarse su alma con la del Padre, ya por la palabra, ya por la mirada, cuando antes parecía que brotaban calor y magnética lumbre, entonces se formaba hielo, se lo explicó suponiendo que no hay brío ni vigor en los corazones humanos para varios afectos, y que, donde uno impera, los otros caen y desmayan, aunque sean de muy distinta condición y naturaleza.
El alma del Padre continuaba siempre para doña Luz clara, diáfana e impenetrable, como la mar profunda que ciñe y abraza las costas andaluzas. El sol atraviesa muchas capas de agua y todo lo llena de claridad; pero, allá en lo más hondo, se pierde y ofusca la mirada, entre iris, reflejos, tornasoles y relámpagos argentinos, y nada se distingue con exactitud y fijeza. El Padre no había cambiado, en apariencia al menos. La misma serenidad, la misma dulzura de siempre. No se alteraba su voz al hablar de D. Jaime ni con D. Jaime. Al hablar con doña Luz, mostraba el Padre la antigua afectuosa benevolencia. Ni una palabra donde ni remotamente se sintiese una punta de ironía, de pique o de despecho.
«O el Padre tiene sobre sí propio un dominio inverosímil—pensaba doña Luz—, o no me ha amado jamás. Sería de ver que la sospecha de Manuela, que yo oí como injuria llena de maliciosa villanía, hubiese sido en el fondo una creación ridícula de mi vanidad, que, profundizando bien el asunto, me halagaba en vez de enojarme. No; no cabe duda: el bueno del P. Enrique me estima; me tiene en alto concepto, merced a su mucha indulgencia; me quiere como a prójimo predilecto; pero todo lo demás es sueño absurdo; es presumida imaginación mía. Y más vale así».
Y al terminar doña Luz con estas palabras, suspiraba para desahogarse, como quien se quita grave peso de encima.
En otras ocasiones, ansiosa de descargar más aún su conciencia, de declinar toda responsabilidad, aunque por los raciocinios anteriores se había demostrado a sí propia que no tenía nada de disgustoso de que salir responsable, doña Luz iba esfumando en su memoria todos los favores que había hecho al Padre; iba quitando todo valer y significación a las muestras de afecto que le había dado; y lo iba reduciendo todo a las mezquinas proporciones de una amistad fría y severa, como la que puede y debe mediar entre un discípulo y un maestro, ahuyentando de sí o borrando cualquier enojoso recuerdo, falso en su sentir, hasta de la menor coquetería inconsciente, por parte de ella.
Entre tanto, pasaban los días y se aproximaba el de la boda, que había de ser sin ningún aparato.
Don Acisclo y Pepe Güeto, no obstante, habían hecho un corto viaje a Sevilla para comprar regalos a la novia, cada cual según sus facultades.
El de D. Acisclo fue magnífico. Consistía en unos pendientes y en un broche de brillantes, que le costaron dos mil duros. El de Pepe Güeto fue un brazalete que le costó diez mil reales.
Don Jaime había encargado a Madrid algunas galas y joyas, que debían llegar de un día a otro.
Don Jaime mostraba viva impaciencia; parecía enamoradísimo, y trataba de apresurar la boda.
Mientras más se acercaba el suspirado día, más tiernos estaban los novios; sus coloquios íntimos eran interminables: juntos salían a caballo, doña Luz en el suyo, y D. Jaime en otro bastante bueno y bonito, de la propiedad de D. Acisclo; y también iban de paseo a pie, en compañía de doña Manolita, muy ufana de haber sido la mediadora en aquella feliz alianza.
El P. Enrique iba siempre a comer en casa de D. Acisclo, pero alegando que tenía que escribir o que estudiar, se quedaba a almorzar en su casa, donde su criado Ramón le preparaba y servía un frugal desayuno.
También de la tertulia de por la noche, o ya se retiraba más temprano que de costumbre, o ya se retraía el Padre: pero esto no era de extrañar.
Don Acisclo y Pepe Güeto le dieron el ejemplo. Ciertamente que la conversación en voz baja de los novios y su involuntaria abstracción de todos los circunstantes no convidaban a otra cosa.
El médico D. Anselmo iba y venía, permaneciendo poco tiempo en la reunión. Ya no disputaba ni sacaba a relucir sus filosofías, porque doña Luz no prestaba atención a nada que no fuese D. Jaime.
Resultaba, pues, que la tertulia, tan bulliciosa antes, se hallaba casi siempre en cuadro.
Don Acisclo, D. Anselmo, Pepe Güeto y el Padre se escabullían; y quedaban solos los novios, en su eterno palique, como decía doña Manolita; ésta, que se resignaba con gusto a hacer el papel de dueña; el galgo Palomo, que se echaba a los pies de D. Jaime, a quien había tomado mucho cariño por conocer instintivamente el mucho que le tenía su ama; y a veces el cura D. Miguel, a quien los cuchicheos de los amantes producían idéntico efecto que los gritos y discursos de los filósofos, dejándole gratamente dormido, y soñando quizá en el gran papel que le tocaba hacer en aquel drama regocijado, cuando echase a los novios las bendiciones.
Huérfanos ambos novios de padre y madre, y decididos a que la boda se celebrase sin dar parte a nadie y sin ruido, lo concertaron todo tan deprisa que ya no les faltaba sino cuatro días para verse casados, exentos del cuidado de convidar a nadie de Madrid, y de llamar a amigos o a parientes para que asistiesen a la boda en aquel lugar.
Al mismo D. Acisclo, agradeciéndole mucho su regalo suntuoso, y las intenciones que tenía de convidar a toda su parentela, y de dar una comilona y un baile, le suplicó doña Luz que no hiciese nada; que ella quería casarse, ya que no en secreto, en silencio.
—A cencerros tapados—dijo D. Acisclo, que era muy aficionado a usar en sentido metafórico la palabra cencerro.
—Eso es: a cencerros tapados—contestó doña Luz.
El P. Enrique, según hemos apuntado anteriormente, no estaba ocioso: no limitaba la actividad de su vida a hablar en la tertulia de D. Acisclo.
En la soledad de su cuarto se pasaba horas y horas leyendo y escribiendo.
Como era modestísimo, no esperaba hacer algo que, dado al público, fuese de gran utilidad, y sin embargo escribía una obra extensa de la que no levantaba mano. Era una apología o nueva defensa del Cristianismo contra los ataques de los más flamantes filosóficos panteístas, positivistas y materialistas.
El singular y simpático candor del Padre se revelaba en cada frase de este notable escrito. Se diría que todo él era, más que un libro de polémica, un monólogo, o mejor dicho un diálogo, en que alternaban dos voces de la misma alma. Su entendimiento frío, calculador, apartado de la fe, proponía cuantos argumentos, ya metafísicos, ya históricos, ya tomados de las ciencias de observación, pueden presentarse contra la revelación sobrenatural, contra la vida inmortal del espíritu y aun contra Dios mismo. Y su entendimiento también, ilustrado de mayor luz y acompañado y fortalecido por la fe, respondía a los argumentos susodichos, aquietándose con la victoria.
Allí nada había de afectado ni de convencional. Era el ser del Padre, que se retrataba fielmente. Se diría que su fe, encerrada en interior y fuerte alcázar, peleaba contra el humano discurso, que no quería destruirla, pero que hacía cuantos esfuerzos son conducentes para ello, a fin de verla salir vencedora y triunfante de estos esfuerzos mismos.
Desde la venida del diputado D. Jaime, el Padre iba cada día deteniéndose menos en casa de su tío, y por consiguiente quedando más tiempo en su estancia solitaria.
La obra, con todo, no cundía ni adelantaba por eso. Antes bien, el padre escribía en ella menos que nunca. Se sentaba en su bufete; se colocaba delante el libro en blanco, donde iba vertiendo sus ideas conforme se le ocurrían, salvo el ponerlas más tarde en orden según un plan sabio y bien meditado; tomaba la pluma por último; pero todo era en balde. No se presentaba nada claro y concreto que decir. Un mar de pensamientos y de sentimientos se agitaba en su espíritu, como si viniese sobre ellos el más violento huracán, barajándolo y revolviéndolo todo, por donde, en vez de una creación armónica, brotaba el caos tenebroso.
De esta suerte, después de soltar la pluma, los codos sobre la mesa, la diestra en la mejilla, se pasaba el Padre largas horas sin escribir y sin hacer nada. Otras veces andaba por el cuarto a largos pasos. Otras se echaba en un sillón y se cubría el rostro con las manos. Jamás se había sentido tan inactivo, tan incapaz y tan infecundo.
Un día cerró con despecho el volumen en que iba escribiendo sus apuntes, y se puso a escribir en hojas sueltas. La inspiración entonces vino sin duda en su auxilio. La pluma corrió precipitada como si el torrente de ideas que tenía que verter le imprimiera un movimiento extraordinario.
¿Por qué raro hechizo hallaba el Padre esta facilidad para escribir en hojas sueltas, cuando tan premioso estaba para escribir en el libro? El hechizo no estaba en el libro ni en las hojas sueltas, sino en el asunto.
El Padre se acababa de decidir a escribir sobre otro, que singularmente le importaba, que le preocupaba hacía tiempo, que pesaba sobre él, y del que era menester desahogarse. Por esto la pluma corría.
El padre estaba fijando en el papel lo más recóndito de su alma.
«No basta—escribía—, ¡oh mi Dios!, que yo me confiese contigo. ¿Qué tinieblas no penetras Tú con tu claridad? ¿En qué abismo no se hunde tu mirada? Tú lo sabes todo. Nada tengo que decirte. Sólo debo pedirte perdón. Pero el peso de este misterio de mi alma me abruma, mientras sin tomar forma, sin revestirse de la palabra, vive en mi centro, conociéndole tú solo. Es indudable: aun prescindiendo de la virtud sagrada del sacramento, la confesión es un manantial de consuelos; es, cuando menos, un alivio. Confesar a alguien nuestra pena, nuestra humillación o nuestro pecado, es compartirlo todo con él. Pero ¿a qué semejante mío podría yo confesarme? Los amigos, los sabios directores de mi conciencia, aquellos en quienes yo me confiaba, están muy lejos, allá en los mares e islas del extremo Oriente. Es verdad que todo sacerdote sentado en el tribunal de la penitencia, investido por Dios mismo de la facultad de sentenciar y de absolver, recibe por gracia lo que a veces por naturaleza no ha recibido: bastante lucidez de espíritu para comprenderlo todo. Y sin embargo, yo no me decido a confesarme con este excelente y benigno D. Miguel. ¿Qué le voy a decir? ¿Tengo algo de terminante y de bien calificado? ¿Hay infracción clara de los mandamientos divinos que constituya mi culpa? Mi culpa es grave, gravísima, y no obstante, yo no puedo declarársela a D. Miguel sin referir pormenores, sin aludir a personas, sin comprometer a alguien a quien no tengo derecho a comprometer. Yo puedo echarme a los pies de este buen sacerdote, y decirle que soy soberbio, envidioso, impuro, y pedirle que me castigue y luego me perdone; pero lo íntimo de mi falta quedará por confesar: es por mil razones inenarrable para él.
»¿Es por esto mi confesión imposible? En cierto modo, yo puedo aliviarme del peso que me fatiga, sacándole fuera de mi alma, encadenándole en la palabra escrita, aunque nadie la lea. La palabra es don divino, y posee, entre mil otras virtudes, una admirable energía consoladora. Lo que se fija y encierra en letras, queda allí como preso y atado, y no lastima y destroza tanto el corazón como lo que persiste en él inefable e informe. Además, para conocerme mejor, para ver mi mal, conviene presentármele de una manera distinta. El aspecto exterior, nuestro semblante, ¿cómo verle sin que en un espejo se refleje? Así el alma, así las heridas que en ella hay, aunque duelan, aunque aflijan, no se comprenden, no se perciben por completo, cuando quedan confusas en el fondo del alma misma, y no se expresan y declaran en el lenguaje humano. Quiero, pues, estudiarme con valor, romper o desatar la venda o compresa que las cubre, y catar yo mismo mis heridas.
»Obra de Dios es la hermosura. Mas no acusemos a Dios del uso que puede darse a su obra. Fabrica el alfarero un vaso primoroso, y no es responsable del veneno que luego se deposita en él y que tal vez apura hasta las heces nuestro sediento labio.
»Ella es hermosa de alma y de cuerpo. Sus ojos, azules como el cielo, no revelan sino ideas y sentimientos llenos de limpia honestidad. No puedo acusarla de la menor provocación, ni siquiera instintiva y por ella ignorada. Ni reflección traidora, ni ciego instinto hubo jamás en ella de perderme. Y esto fue la causa de mi perdición. Contra los efectos de aquella reflección o de aquel instinto de sobra hubiera yo acertado a precaverme. Ni siquiera hubiera yo tenido que tomar precaución alguna. Conocido el intento, patente a mis ojos el engaño, me hubiera disgustado en lugar de atraerme. Su propia inocencia, su candidez purísima ha sido, pues, como agudo puñal con que ella ha traspasado mi corazón. Creyéndome ella todo de Dios, poseedor de sus favores, vidente de sus perfecciones, regalado y deleitado con sus dulzuras, ni pudo recelar extravío, ni quiso presumir con soberbia que por ella hubiera yo de olvidarme de Dios. Por eso me mostró la beldad interior de su alma en toda la desnudez inocente y casta de quien nada teme. Me abrió su corazón, y me dejó entrar en lo íntimo de su conciencia, y yo me embriagué con su aroma.
»Un plan astuto, hábilmente forjado por mi pasión, maduró en mi pensamiento, mostrándose como exento de pecado. Para forjar este plan, me apoyé en las condiciones de su carácter y en las circunstancias de que la rodeaba la ciega fortuna. ¿A quién había de amar ella en estos lugares? Si hasta los veintiocho años había vivido sin prendarse de hombre alguno ¿no era probable, casi evidente, que viviría ya de la misma manera el resto de su vida? Todo aquel brío de voluntad, todo aquel tesoro de amor que yo descubría en su pecho, todos aquellos pensamientos elevados y generosos que agitaban su mente, todas aquellas aspiraciones sin nombre, infinitas, divinas, que germinaban en su espíritu, en perenne primavera ideal, todas aquellas flores celestiales, nacidas en el huerto sellado de su fantasía y cultivadas con esmero por su recto juicio, propenso por naturaleza, educación y gracia, a lo santo y puro ¿a quién había ella de dedicarlos y consagrarlos? A Dios, y nada más que a Dios, pensé yo. Pero, con intención egoísta, confesándola apenas, concerté luego conmigo mismo en ser yo el medio por donde tanto bien volviese a Dios, de donde había provenido.
»¿Quién sino yo podía comprenderla en este lugar, entre gente zafia y villana? ¿Quién ordenar y aclarar sus vagos ensueños? ¿Quién interpretar los enigmas? ¿Quién señalarle el blanco adonde importaba dirigir oraciones y suspiros, para que no fuesen como mal disparadas saetas que se pierden en el aire y acaban por dar en tierra, sin llegar a herir dicho blanco? ¿Quién acabar de abrir a su razón, ansiosa de verdad, el recinto misterioso de las más sublimes doctrinas? ¿Quién declararla el por qué y el cómo de las cosas, hasta donde es posible saberlo? ¿Quién servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces, cuando subía por cima de todo lo natural y creado, anhelante de tocar a la inaccesible, eterna e inexhausta fuente de donde mana? En suma, yo me lisonjeé de ser su maestro, su amigo, el depositario de sus ideas, el que oyese, moderase y avivase o templase a su placer las palpitaciones profundas de su corazón entusiasta. Todo el raudal de amor que de él brotaba y que iba a ti, Dios mío, no, jamás pensé en robártele y guardarle para mí; pero pensé con egoísmo en abrir cauce en mi espíritu a aquel claro, impetuoso y cristalino torrente, a fin de que llegara por él a su centro. Nunca soñé con ser el término de la carrera del raudal, sino con ser el camino por donde sus limpias ondas se fueran derivando, hermoseando el camino al paso, y reflejando en él el cielo sereno y todas las galas de la tierra, con más primor en el reflejo y con mil veces mayor hechizo que en la realidad misma.
»¡Qué bien me has castigado, Dios mío! ¡Qué bien me has castigado! Pero si en el castigo venero y acato tu justicia, te doy gracias por tu misericordia. ¿Qué no merecía yo por mi delito? Mi indigno cálculo ha sido desbaratado; mi insano sofisma se ha vuelto contra mí: yo mismo he quedado envuelto en la red cautelosa que había tendido.
»Harto lo reconozco ahora. La concupiscencia del espíritu es la peor de las concupiscencias. Repugna por anti-natural. No la atenúa la consideración de que nuestra sangre está viciada. No es vicio, en quien el vigor y la salud del cuerpo, si no hermosean, mitigan la fealdad. Es pecado pasado por alambique: extracto, esencia, refinamiento espantoso de lascivia.
»¿Y cómo estaba yo tan ciego para no verlo y horrorizarme? Yo lo creía todo etéreo, santísimo, limpísimo. Hasta ha habido instantes de obcecación, en que la he culpado, en que la he tildado de inconsecuente, de falsa, de perjura, de infiel.... ¡Cielos santos! ¡Qué frenesí fue el mío! Ella no me prometió nada; ella no se ligó conmigo por lazo alguno. Ella me amaba antes como ahora me ama. No, no ha habido mudanza en ella. Si ella hubiera visto antes lo que yo tenía en el pecho, no hubiera sido menester que llegase D. Jaime para que se apartase de mí con horror. Yo mismo no lo veía antes. Ahora lo veo y me horrorizo. Abominables sentencias, infames propósitos, conjuros del infierno, estaban grabados en mi pecho, como en lámina de bronce, pero con tinta invisible, que sólo el reactivo de los celos ha hecho patente para mi vergüenza.
»El cielo ha humillado mi soberbia. Yo me estimaba en más, en muchísimo más de lo que soy. Mis trabajos, mis penitencias, mis largas y peligrosas peregrinaciones y misiones se me figuraba que habían ganado para mí el favor del cielo; que habían revestido este pecho mortal de un escudo, de una coraza diamantina, que me había hecho invulnerable. Yo soñé que había ahogado en el inmenso piélago del amor divino todos los otros amores terrenales y caducos. Yo me figuré que ya no podría amar nada, ni a nadie, sino por el amor de Dios. Creí que toda beldad perecedera, que toda bondad de las criaturas, que toda gracia, que toda luz, no sería a mis ojos sino reflejo débil y frío de la beldad, de la bondad, de la gracia y de la luz eternas, cuyos fulgores imaginaba entrever, en cuyas llamas me complacía en sentir ardiendo mi corazón. ¡Cómo me adulaba el espíritu tentador a fin de hacerme caer! ¡Cuán astutamente me engañaba! ¡Cuán ciega confianza fue la mía al principio! Así como hábil jardinero, si descubre entre malezas una planta nobilísima, la lleva a su jardín y la cultiva con afán para que todo vicio contraído entre las malezas acabe, y para que, merced a su cuidado prospere la planta y dé al fin lindas y aromáticas flores y sabrosos frutos; así yo, al hallar la bella alma de esta mujer, henchido de fatuidad, me propuse mejorarla, hermosearla más, purificarla de todo defecto y hacerla florecer y fructificar abundosamente en virtudes, conocimientos y perfecciones. Esto es lo que a las claras me sugería el infierno; esto es lo que sólo me confesaba yo a mí propio; pero, allá en el fondo de mi contaminado espíritu bullían otras ideas, hervían otros propósitos, como nido de víboras cubierto de hierbas medicinales. Hoy sólo me incumbe alabar a Dios por el desengaño, y agradecer a don Jaime que, apartando esas hierbas, haya inquietado a las víboras en su nido y haya hecho que yo las vea y las sienta y procure arrojarlas de mi pecho, aunque para ello sea menester hacerle pedazos.
»Dios mío, Dios mío, si estás en mi alma, si no la has abandonado, acude a mi voz y consuélame y perdóname. ¿Qué vale ella, qué vale toda su hermosura, toda la lozanía de su mocedad, toda la noble altivez de su mirada, todo el ritmo de su forma, toda la gracia de sus movimientos, si acierto a volver de nuevo mi mente y mi voluntad hacia ti, en quien no hay excelencia, beldad y gracia que no se cifren y resuman?
»¿Por qué pusiste, Dios mío, esta sed inextinguible de amor en el centro del alma? Sin duda para que en lo divino se hartara. Pero, bien lo sabes tú: yo te he buscado en el centro del alma, y, si por dicha te hallé, fue sólo entre tinieblas, vago, indeterminado, confuso. Así te he amado sobre todas las cosas. Así me he abrazado estrechamente contigo. Yo he creído ver la gloria y esplendor de tus atributos, y te he amado y alabado.... ¿Por qué, pues, no me mostraste con nitidez tu beldad, en la pura idea, allá en lo hondo del pensamiento mío? ¿Por qué esta beldad, reflejo tuyo, ha hecho su aparición deslumbradora, lejos de ti y fuera de mí, hiriendo lo profundo de mi ser, no de un modo inmediato y espiritual, sino por medio de los sentidos groseros?
»Perdóname, Señor. Mil blasfemias brotan de mi pluma. El pecador indigno, que debe dar estrecha cuenta de sus acciones, quiere mover pleito a tu bondad y apelar de tu justicia. Pero tú sabes cuánto padezco, y me compadeces y tal vez me perdonas. Tú llenabas antes mi alma. La vi, me aluciné, y ella llenó mi alma en el lugar tuyo. Hoy, cuando ella me abandona, el vacío, el abismo y la soledad que siento me aterran.
»Pensamientos impíos nacen en mí. Veo patente la inmensidad, la omnipotencia del amor, único fin de la vida. A ti mismo, sólo con amor y por amor se llega; pero la duda me desespera y atribula. Dudo de que pueda mi ser finito satisfacer su amor enlazándose a un ser infinito, que ni cabe en su entendimiento ni su razón comprende. El amor aspira a Dios; pero ¿cómo alcanzarle? La fe me da alas para llegar hasta ti; pero tengo perdida la esperanza, y las alas se rompen. Dejé de tender el vuelo hacia ti. Quise confundir mi alma con la de ella, para que unidas fuésemos ambas almas en busca tuya. Y ella me ha dejado. Mi alma está sola, en la tenebrosa región del éter, en el vacío insondable y frío, sin astro que le dé luz ni calor, lejos de todos los soles, más lejos aún de donde tú moras. Dios mío, Dios mío, ¿qué será de mi alma?
»Hubo en mi afecto por esta mujer una serenidad y una limpieza harto engañosas. Me la fingí etérea, fantástica; intangible, como deben ser los ángeles; inasequible, durante la vida mortal, como es el cielo. Hoy, cuando pienso que va a caer en brazos de un hombre, en balde lucho por apartar de mí las imágenes que mi fantasía me traza y presenta. Antes creía admirarla con un sentimiento a manera del sentimiento del arte, desinteresado, exento de fin y de utilidad y de deleite, que en él no estuviera. Y hoy veo que sus labios piden besos y los van a dar, y que todo su gallardo cuerpo no está sólo destinado a la especulativa contemplación, con la inmóvil e impasible tranquilidad de la estatua, sino a que el alma enamorada palpite y se estremezca en todo él haciéndole mil veces más bello y deseable.
»¡Dios mío! ¡Qué envidia! ¡Qué ira! ¡Qué tempestad de malas pasiones conmueve mi corazón! ¿Por qué no acabas con mi infame y miserable vida? ¡Ay!... la muerte... la muerte... antes de que llegue el día en que se casen».
El escritor tranquilo y crítico procura poner y cuando tiene habilidad pone en sus escritos lo mejor de su alma.
Allí se mira él luego, y se deleita mirando su interior belleza. Por el contrario, el escritor apasionado se alivia escribiendo, como si lanzase fuera de sí la ponzoña que le corroe y mata.
Escritor de esta última clase, en la presente ocasión, el P. Enrique depositó en el papel, con el desorden que hemos visto, sus más negros y envenenados pensamientos. Hizo luego un violento esfuerzo sobre sí, y se quedó relativa y aparentemente tranquilo.
Tenía colgado de la pared un Cristo de marfil, clavado en una cruz de ébano, y de rodillas ante él, rezó y pidió perdón de sus pecados y de las blasfemias y maldades que acababa de escribir a fin de libertarse de ellas y de no volver a pensar en ellas, si era posible. El Padre pedía a Dios un milagro: olvidarla, dejar de amarla, que Dios hiciese de suerte que él viniese a entender que no era a doña Luz a quien había amado, sino a un fantasma parecido a doña Luz, cuyo bulto nebuloso se sustraía a todo abrazo corporal, cuyo corazón no latía más vivo al sentirse estrechado por otro, cuyos labios no besaban ni cedían comprimidos por los besos de otros labios, y cuyos pies, en suma, no tocaban este bajo suelo.
Como quiera que fuese, o ya por dolor de que no cupiera en lo probable tan raro milagro, o ya por fervor religioso que suavizaba sus amargas penas, el P. Enrique vertió dos lágrimas que bajaron con lentitud por sus mejillas descarnadas.
Después, como hombre acostumbrado a vencerse, con gran dominio sobre sí, y en extremo vergonzoso de todo acto que ofendiese la dignidad de su persona, el Padre se calmó, compuso su semblante, procuró darle la expresión habitual, y empezó desde entonces a trabajar para aparecer impasible y sereno hasta el mismo instante en que doña Luz y D. Jaime se diesen el sí al pie del altar y recibiesen la bendición del sacramento que para siempre había de unirlos.
Lo escrito en las hojas sueltas lo guardó el Padre dentro del libro de la nueva apología, y lo encerró bajo llave en el cajón de su bufete.
Don Jaime, entre tanto, había traído para la novia un hermoso traje, y collar y pendientes y broche muy ricos de diamantes y perlas. Doña Luz no pudo menos de reprenderle por esto. Tildó su excesiva generosidad de desatino, de imprevisión y de censurable despilfarro. Ella misma sintió como remordimientos de ser causa de aquel gasto ruinoso; pero los remordimientos de doña Luz iban mezclados con una dulzura grandísima, al reconocer ella en aquel gasto la más irrefragable prueba de amor. Las censuras severas, que su buen juicio le dictaba, salían de sus labios neutralizadas ya por la sonrisa y por la blanda languidez del acento con que las profería, y acababan de perder todo su valor, convirtiéndose en apasionadas muestras de gratitud, merced a las miradas cariñosas con que las acompañaban sus ojos.
Doña Luz distaba mucho de ser vana, y distaba más aún de ser codiciosa. No la movía el interés; no la deslumbraba el brillo del oro y de la pedrería. Lo que la encantaba era la locura misma que D. Jaime hacía por ella, el desprendimiento generoso y el sacrificio desmedido que representaba aquel regalo, en proporción a la fortuna de D. Jaime.
El regalo, pues, si ya no hubiese estado doña Luz tan prendada, hubiera acabado de enamorar y seducir su corazón.
Doña Luz, que se creía dotada de un instinto infalible para adivinar por el rostro la índole de las personas, había fallado desde luego que D. Jaime era franco y generoso. El regalo la corroboró en su buen concepto.
Don Acisclo, cauteloso y prudente, no bien había sabido que doña Luz trataba de casarse, aunque conocía con certeza el nacimiento, la posición y los bienes de D. Jaime, propuso a doña Luz que él pediría informes acerca de la conducta del novio. En sentir de D. Acisclo, era menester saber si en Madrid había dejado relaciones amorosas, si era jugador o calavera, si tenía algún hijo natural y otros pormenores por el estilo.
Doña Luz contestó que le indignaba tal espionaje; que su amor a don Jaime era la mayor garantía del valor de D. Jaime: que si ella dudase de él no le amaría; y que amándole, ella misma se ultrajaba, dudando de él.
Don Acisclo oyó estas y otras razones que le parecieron enrevesados y absurdos tiquis-miquis; no hizo de ellos el menor caso; y escribió y pidió informes a varios sujetos muy conocedores de todo en Madrid. Los sujetos respondieron concordes que D. Jaime era un varón discreta y altamente morigerado; que no tenía ni había tenido relaciones que le comprometiesen; que no jugaba, o que si jugaba, no perdía; y, en cuanto a los hijos, que lo único que podían asegurar es que no habría ninguno que pidiese a don Jaime que le reconociera por tal, dándole su nombre, pues ya ellos, si existían, tendrían el suyo cada uno.
Se guardó muy bien D. Acisclo, aunque palurdo, de referir a doña Luz, en todas sus cínicas menudencias, el resultado de sus investigaciones; pero no quiso ocultarle que las había hecho, y, lleno de júbilo, se complació en declarar a doña Luz que casi había venido a averiguar que D. Jaime era un dechado de virtudes.
Llegó, por fin, el día en que se celebró la boda sin el menor aparato. El cura D. Miguel casó a doña Luz y a D. Jaime. Sólo fueron testigos o se hallaron presentes D. Anselmo, Pepe Güeto y su mujer, don Acisclo y dos de sus hijos, un íntimo amigo de don Jaime, venido para ello de la corte, coronel de caballería, y llamado D. Antonio Miranda, y los criados de la casa de D. Acisclo.
El P. Enrique fue también testigo de la boda. Su fuerza de voluntad triunfó de todos los obstáculos. Estuvo impenetrable. Nadie hubiera podido sospechar que aquel tranquilo y alegre testigo de la boda era el mismo que había escrito, pocos días antes, las apasionadas palabras que ya hemos leído.
El P. Enrique no se olvidó de nada. Habló a doña Luz con el mismo afecto de siempre y a D. Jaime con la más amable cordialidad.
No quiso tampoco ser menos que Pepe Güeto y doña Manolita, dejando de hacer un presente. Sus medios no alcanzaban para comprar joyas, ni él las poseía; pero conservaba aún, a pesar del regalo hecho a D. Acisclo cuando vino de Filipinas, varias armas japonesas, chinescas e indias, con las cuales se podía formar una bella panoplia, y un extraño ídolo de bronce que representaba al dios Siva. Este fue el presente que hizo el padre Enrique a don Jaime para que adornase su despacho.
El P. Enrique se había venido a vivir en casa de su tío la víspera de la boda, dejando libre la casa de doña Luz, donde ésta se fue a vivir con su marido en cuanto se casó.
La luna de miel empezó entonces para doña Luz, no menos dulce y más por lo sublime que la de su amiga doña Manolita. Con el trato y la convivencia, lejos de menguar la estimación que tenía ella a don Jaime, se aumentó de continuo, descubriendo doña Luz en su marido o creyendo descubrir nuevas prendas de entendimiento y de carácter.
Sea efecto de la educación o de la naturaleza, lo cierto es que mientras al hombre, por lo general, le enoja saber que su mujer, su novia o su querida ha tenido otros amores, a la mujer le encanta y enamora más saber que su marido o su amante los tuvo. Y esto por recatada que ella sea y por celosa que se muestre. En una mujer son las prendas que más las honran la honestidad y el recato; en un hombre el entendimiento y el valor. De aquí que hasta la doncella más religiosa y moral, lejos de mostrar repugnancia por su futuro cuando entrevé que ha sido hombre de las que llaman ahora buenas fortunas, se entusiasma, se encapricha o se apasiona más por él.
Las tales buenas fortunas dan testimonio para ella del mérito del galán que tan amado ha sido; prestan mayor valor a que el galán se haya enamorado de ella, pues que la ha preferido entre muchas a quienes podía rendir o tenía ya rendidas; y hasta parece como que da a ella una misión alta y moralizadora y lisonjera, a saber: la de apartar a su amante, en virtud de superiores y más puros atractivos, de la senda algo extraviada que antes seguía, de darle la jubilación en su empleo de seductor y de travieso, y de convertirle en inofensivo, sosegado y juicioso padre de familia.
La buena educación, las leyes rígidas del decoro, las que se designan con el nombre o frase francesa de conveniencias sociales, no consienten que un galán se jacte de sus pasadas conquistas ante la mujer honrada a quien pretende o a quien ya enamora y posee; pero estas conquistas, no reveladas por él y sabidas por ella, contribuyen extraordinariamente a que el amor de ella suba de punto. El haber sido feliz en amores es y ha sido siempre para el hombre el medio más eficaz de seducción. Y esto desde los tiempos heroicos y primitivos hasta nuestros días.
Cuando las citadas conveniencias sociales no lo vedaban, los galanes empleaban siempre, como recurso para rendir y cautivar corazones, el recuento de sus felices amoríos ya pasados. Homero, que lo sabía o lo adivinaba todo, nos refiere que hallándose Júpiter en el Gárgaro, que es el más alto pico del Ida, Juno fue a verle con el cinturón de Venus oculto, en el cual cinturón están los hechizos todos del amor, que roban la prudencia a los varones más circunspectos y razonables. Júpiter, pues, al ver a Juno, se dejó vencer por la fuerza de aquellos hechizos; la requirió de amores con la mayor vehemencia; y no encontró modo mejor de someterla a su propósito y deseo que el de citarle todas sus travesuras y lances galantes, asegurando que en ninguno de ellos, ni con Dánae, ni con Leda, ni con Europa, ni con las demás princesas y ninfas que había seducido, se había sentido nunca tan emocionado, permítaseme la palabrota, como en aquella ocasión. Nada, en efecto, podía lisonjear más a Juno que el que Júpiter la dijese que ella tenía mayor poder que las otras para emocionarle.
Algo de esto, ya que el corazón es el mismo siempre, se realizaba en el de doña Luz, sin necesidad de que D. Jaime trajese a cuento sus pasadas conquistas, imitando la desvergüenza patriarcal del hijo de Saturno.
Doña Luz sabía que D. Jaime había sido adorado en Madrid; y, al verle tan prendado, tan rendido y tan amoroso y humilde, se llenaba de orgullosa complacencia, juzgándose mil veces más amada que todas sus antiguas rivales. Para completar su satisfacción, hacía además doña Luz un deslinde crítico, acerca de este negocio, que rara vez dejan de hacer las mujeres de su condición y en sus circunstancias. El amor de D. Jaime por las otras mujeres había sido profano y pecaminoso; el que a ella tenía era virtuoso y santo; para las otras había nacido de capricho, de vanidad, de extravío juvenil o de otras pasiones ilegítimas; para ella nacía el amor de D. Jaime del manantial más elevado y puro del alma, el cual, con su benéfica corriente, iba purificando el corazón de su amigo, borrando de él toda huella y toda mancha de las pasadas culpas y dejándole más limpio que el oro. Toda esta santificación y limpieza íntima era obra poco menos que milagrosa y sobrehumana del amor de doña Luz y del fuego purificante de sus ojos.
Apenas hay mujer, por cándida que sea, que se atreva a decir a nadie esto que aquí se apunta; pero las más de ellas, cuando se encuentran en la posición de doña Luz, lo sienten y lo creen a pies-juntillas, aunque se lo callan por temor de las burlas irreverentes de incrédulos y bellacos.
Dimanaba de todo algo como embriaguez de felicidad para doña Luz. Su D. Jaime parecíale un Dios; pero un Dios que la adoraba a ella y que había de vivir siempre rendido a sus plantas.
De aquí que doña Luz aniquilase y como embebiese su voluntad en la de D. Jaime, cediendo a todo lo que él deseaba.
Doña Luz cedió en el empeño de quedarse a vivir en Villafría y consintió al cabo en seguir a Madrid a su amigo.
Lisonjeada además y avergonzada de los ricos presentes que él le había hecho, quiso también hacerle uno, y entregó a su marido 30.000 reales que había ahorrado, a pesar de las muchas limosnas y obras de caridad que hacía. Con estos 30.000 rs. que D. Jaime, por más que se resistió, tuvo que aceptar para no ofenderla, a más de gastar parte en amueblar la casa, dispuso doña Luz que le sacase D. Jaime en Madrid su título de marquesa. Lo que nunca había querido cuando soltera lo quiso ahora para que su marido fuese marqués, y ella como que le sellase con su propio título y sello, juzgando que así le haría más suyo.
Don Jaime, que hasta entonces había vivido en Madrid modestamente en un cuartito de soltero, no quería llevar a su mujer a una fonda, ni alojarla mal al principio; y, de acuerdo con doña Luz, resolvió ir a Madrid solo, pues además le llamaban del Congreso con urgencia; poner casa, si bien con economía, como doña Luz llena de juicio se lo recomendaba; y, luego que la tuviese puesta, volver por doña Luz a Villafría.
Este plan era más de doña Luz que de D. Jaime. Mucho le pesaba tener que separarse de su marido, aunque fuese por muy breve tiempo; pero tenía grande encanto para ella el que D. Jaime mismo preparase a su gusto la casa en que había de recibirla, y donde ella se proponía vivir con modestia y sin frecuentar paseos, teatros y tertulias, para no ser gravosa gastando. Y no menos la encantaba, no por ella, que en esto no tenía vanidad, sino por su marido, el que, cuando ella apareciese en Madrid, estuviese el título sacado, y la pudiesen llamar señora marquesa.
En suma, a los doce días de casados, durante los cuales, ciega doña Luz para cuanto la rodeaba, apenas vio ni habló más que a D. Jaime, éste, colmado de abrazos y de caricias, tratando de enjugar las tiernas lágrimas que derramaba doña Luz, y mostrándose él mismo muy conmovido, salió de Villafría para Madrid, dejando a doña Luz sola en su vetusto y noble caserón, donde, según queda ya indicado, había ella hecho trasladar todos los muebles, primores y libros, que en casa de D. Acisclo habían adornado su habitación antes de la boda.
Con la ausencia de D. Jaime, que no debía prolongarse más de un mes, quedó doña Luz algo melancólica, si bien de dulce melancolía; pero con el espíritu más libre y sereno para volver a sus antiguos amigos, en los ratos en que a solas no se recreaba con el recuerdo del dueño ausente.
Doña Luz había vivido como en éxtasis, y ahora volvía en sí, y no sólo pensaba en su amor y saboreaba toda su ventura, retrotrayéndola reposadamente a la imaginación, sino que sentía, según suelen sentir las personas todas que se juzgan felices, la necesidad de expansión y el prurito de estar amable, como si quisiera hacerse perdonar el bien que poseía; bien, que, por ser tan poco y tan raro en la tierra, siempre parece que a costa de alguien se disfruta.
Ello es que la tertulia de casa de D. Acisclo volvió a renacer, trasladándose a casa de doña Luz.
Los íntimos asistían a ella todas las noches; a saber, don Acisclo, D. Anselmo, el cura, Pepe Güeto, su mujer y el P. Enrique.
La pasada animación renació también con la tertulia. Don Anselmo, excitado, volvió a desenvolver sus doctrinas de positivismo, y el Padre, cediendo a las instancias de doña Luz y de su amiga, volvió a discutir con su acostumbrada dulzura, tranquilidad y sosiego.
El P. Enrique ni estaba más pálido, ni más flaco, ni más caído que antes. En su voz no se notaba jamás la menor alteración; nada de violento ni de atormentado en sus ademanes ni en su gesto.
Doña Luz solía mirarle, y aun examinarle, con inquietud y disimulo; y no descubriendo el menor síntoma de la pasión que algunas veces había supuesto en él, se sosegaba y alegraba, desechando todo recelo, si bien con una sutilísima y apenas perceptible mortificación de amor propio. Se diría que doña Luz procuraba taparse los oídos interiores del alma, y que, a pesar de esto, oía a veces una voz honda, delgada y penetrante, que la zahería, diciendo:
«¿Es posible que hayas sido tan vana que hayas imaginado que te amaba este bendito siervo de Dios? ¿No es ridículo que te hayas atormentado de puro presuntuosa, calculando los estragos de un mal involuntario que suponías haber hecho? ¿No temes que el diablo se ría de ti, y que Dios también se ría, si en Dios cabe risa, cuando miren en lo interior de tu conciencia y vean cuánto te halagaba, a la par que te asustaba, la fatua invención de que ibas a matar de amor y de celos a este pobre fraile? Mira qué impasible está. Desengáñate: él piensa en sus devociones, en sus libros, en sus estudios, en las obras que escribe, y nada se le importa de que estés casada o de que estés soltera. ¡Buen castillo de humo levantó tu orgullo! ¡Curiosa leyenda de amores románticos y desesperados forjaste allá en tus adentros!».
Doña Luz, al oír esta malvada voz, que era sin duda voz del infierno, tenía miedo a que le pesara de que el amor del P. Enrique y sus celos y su desesperación fuesen ilusorios.
Por dicha, doña Luz era buena, y era además enérgica y briosa de voluntad, y pronto imponía silencio a la voz y apaciguaba en su pecho la turbación y alboroto que la voz causaba.
Lo más sano y lo más razonable era dar por seguro que el Padre no había pensado en ella jamás sino como se piensa en un prójimo predilecto, y que de esto debía ella alegrarse de corazón, y que de esto se alegraba.
Doña Luz, pues, quiso que en lo exterior, en sus relaciones con el Padre, en sus conversaciones y trato con él, no se introdujese novedad. Toda novedad le parecía acusadora de que antes había habido un sentimiento ilícito que ella había extirpado de su alma, y que, si aún existía en la del padre, era más ilícito y feo.
Pudo tanto en doña Luz esta idea, que casi extremó más que nunca sus muestras de cariño y predilección hacia el P. Enrique. Le tomaba la mano, le miraba con indecible ternura, le sonreía embelesada, le aplaudía como sentencias punto menos que divinas todas sus frases, y buscaba su conversación y se hechizaba con ella.
El Padre tenía el don raro y funesto de ver en el fondo de los corazones, y veía en el de doña Luz, y ya, advertido por el desengaño, conocía el ningún valor amoroso que todas aquellas demostraciones tenían. Pero así la dulzura de las demostraciones como el pensamiento de su pertinaz y mal pagado amor le destrozaban el pecho.
¿Qué sabemos si esto procedía de soberbia o de virtud cristiana o de ambas cosas a la vez, ya que en el espíritu del hombre se mezclan y combinan a veces los buenos y los malos instintos, y combaten ángeles buenos y malos, movidos por encontradas razones, y conspirando, no obstante, al mismo fin? Lo cierto es, que ni en una queja, ni en un suspiro, ni en una mirada, ni en una palabra, por sutilmente que quisiera interpretarse, reveló jamás el Padre Enrique, ni dejó entrever a los curiosos y ávidos ojos de doña Luz la tempestad oculta en el centro de su alma.
No acudir a la tertulia como hasta allí había acudido, e irse del lugar o a Filipinas o a otro país cualquiera, apenas doña Luz casada, parecíale al padre mísera flaqueza y confesión pública de su pasión criminal. Imaginaba que, retrayéndose de todo o fugándose, iba a dar escándalo, iba a hacer creer lo que hasta allí nadie tal vez había creído. El padre tenía vergüenza de que nadie, vivo él, llegase a adivinar su profano amor; pero de nadie tenía más vergüenza que de doña Luz.
«Muera yo, Dios mío, muera yo—decía—, antes de que ella sepa que la he amado, que todavía la amo».
Para lograr esto, el Padre empeñó consigo mismo la lucha más atroz. Era menester más dominio sobre la natural condición para vencer en esta lucha que el del esparciata que sin verter una lágrima y sin lanzar un quejido se dejó desgarrar el cuerpo por las uñas de una fiera. Ni enojo, ni envidia, ni celos, ni amor se propuso mostrar el P. Enrique, sino amistad finísima e inalterable como siempre. Y lo consiguió de tal modo, que doña Luz acabó por desechar toda sospecha de que el Padre la hubiese amado nunca. Entonces le juzgó muerto para cuantos afectos vienen a nuestro ser por los sentidos; le creyó inaccesible a cuanto no pasa directamente de Dios al espíritu. Así explicaba mejor, dejando a salvo su vanidad, que el Padre no la hubiese amado.
Entendía también doña Luz que allá en su pensamiento había ofendido al Padre, imaginándosele enamorado. Y así por desagravio, como por la superior admiración que su impasibilidad le causaba, como por el convencimiento más firme cada vez de que no habría de enamorarle, hiciera lo que hiciera, se dejó llevar de su afición a prodigarle finezas y a darle las pruebas más lisonjeras de amistad profundísima.
El espíritu es fuerte y lo sufre todo; pero nuestro cuerpo es débil, y el espíritu que encerrado en él acomete empresas inhumanas, superiores a las fuerzas del cuerpo, acaba por matarle.
Allá en su mocedad, cuando estaba sano y robusto, el Padre había hecho grandes penitencias y había sido duro y terrible con su pobre cuerpo. Más tarde, fatigado y quebrantadísimo por sus trabajos, cedió al consejo y mandato de médicos y confesores, y se cuidó y no abusó. La idea de que los excesos de la vida ascética eran como un lento y doloroso suicidio y de que rayaba en perversión el deformar y destruir en nosotros la más hermosa obra del Todopoderoso, este ser y esta forma de que el alma se reviste en la tierra, y que las mismas Sagradas Escrituras llaman templo del Espíritu Santo, había acudido a la mente del Padre, moviéndole a desistir de materiales mortificaciones.
El Padre desde entonces cuidaba de su cuerpo como cuida el esclavo de una prenda, de una máquina que su señor le confía, a fin de que sirviéndose de ella haga que la hacienda prospere. Lo que este modo de pensar pudiese tener de orgulloso lo disipaba el Padre, concediendo en su mente que en absoluto Dios no necesitaba de él para nada; que su ser no valía más que el de otro hombre cualquiera; pero que Dios le había creado para algo y no para que se destruyese, ya que destruirse era infringir una ley divina, turbar o querer turbar el armónico conjunto de las cosas, y distraer violentamente una fuerza viva del punto de acción que la naturaleza le ha marcado.
Cediendo a todas estas consideraciones, el P. Enrique miraba por su salud y por su vida, sujetándose a un régimen ordenado y bueno.
No se hería materialmente, no se atormentaba largo tiempo hacía con ayunos, con cilicios y con vigilias forzadas; pero en este combate misterioso en que se aventuró, en este silencio y disimulo, en esta aparente impasibilidad que adoptó, en esta dominación tiránica con que su espíritu angustiado quiso imponer e impuso al cuerpo que no dejase traslucir su dolor ni en ayes, ni en llanto, ni en una contracción siquiera de los músculos del rostro, ideó el padre, tal vez sin querer, el más espantoso de los martirios, verdadera venganza, rudo castigo de su culpa, si culpa hubo.
El atleta en la fuga de los más briosos ejercicios, el guerrero mientras riñe la más brava batalla, sostenidos por el entusiasmo y por la excitación nerviosa, no sienten su cansancio ni llegan a postrarse. La postración no sobreviene sino después del triunfo. El soldado de Maratón no cayó muerto hasta que dio a los atenienses la nueva de la victoria. No de otra suerte el P. Enrique sostenía maravillosamente su papel, mientras que estaba en presencia de doña Luz o en presencia de otra persona cualquiera. Pero en el retiro de su cuarto, como si se aflojasen los resortes que tenían sus nervios en perpetua tensión, solía caer desfallecido. Mal ahogados suspiros brotaban de su pecho, en el cual sentía opresión dolorosa; tenía vértigos, la vista se le nublaba, se le dormían los dedos o notaba en ellos calambres e insólito frío; las imágenes y especies que guardaba su memoria se revolvían en confusión; le dolía la cabeza y hasta se le trababa la lengua y tartamudeaba cuando hablaba con Ramón, su criado.
Repetidos ataques de este género tuvo el P. Enrique, siempre en la soledad de su estancia. El Padre tenía algunos conocimientos médicos, y él mismo se curaba con auxilio de su criado. Ya se hacía poner sinapismos, ya dar fuertes fricciones, ya se aplicaba a la nariz cierta hierba, por cuya virtud provocaba una ligera emisión de sangre, ya se cubría la cabeza con un lienzo mojado en agua fría.
Cuando se aliviaba de su mal no dejaba nunca de decir a Ramón:
—Esto no ha sido nada. Cállate y no digas a nadie que he estado enfermo.
—Bien está, mi amo; contestaba el criado.
Así las cosas, en una mañana, que era la del día décimo después de la partida de D. Jaime, el Padre Enrique tuvo un ataque más fuerte que los anteriores.
Aquella noche, según contó después Ramón, el padre no había podido dormir: había estado agitadísimo. Ramón le había sentido andar a grandes pasos por el cuarto. Había acudido de puntillas para que no se enojase de que le espiara, y le había visto escribir. Después había vuelto a notar que andaba en el cuarto. El padre se durmió, por último, pero con un sueño que asustó bastante a su fiel criado; sueño fatigoso, acompañado de un ronquido o silbo a manera de estertor. Su rostro estaba demudado y más pálido y ojeroso que ordinariamente.
Ramón, con todo, tal respeto tenía a las órdenes que su amo le daba, que no se atrevió a llamar al médico. Tampoco se atrevió a despertar al Padre.
Este despertó por sí, pero su despertar fue tremendo. Tenía inmóviles los músculos de la cara; paralizada la lengua que no podía pronunciar palabra alguna; la mirada incierta, y las extremidades del cuerpo rígidas y frías como el mármol.
Ramón, desolado y lleno de terror, acudió en busca de D. Anselmo y llamó a D. Acisclo para que acompañase a su sobrino.
Don Anselmo vino pronto, y apenas vio e inspeccionó al enfermo, mostró en su semblante consternado el cuidado que le inspiraba.
—Sea V. franco, D. Anselmo—dijo don Acisclo—: ¿qué tiene mi sobrino?
—Es un caso muy grave—contestó tristemente el doctor.
—¿Cómo es posible? ¿Quién lo creyera—replicó don Acisclo—, cuando ayer estaba tan bueno?
—Usted no lo creyó porque no veía el mal que interiormente le mataba. Su sobrino de V. es harto sufrido y sabe disimular. ¡Ojalá no hubiera disimulado tanto y hubiéramos podido llegar a tiempo!
—¿Qué, entiende V. que no es tiempo ya?
—Señor D. Acisclo, usted quiere de corazón a su sobrino; pero usted es valeroso y entero de alma. ¿Para qué rodeos? Menester es que lo sepa V. todo. El Padre se halla en el mayor peligro.
—¿Qué enfermedad es la suya?
—Una enfermedad más rara que en los robustos y sanguíneos, en los flacos y entecos, y, por lo mismo, en éstos mucho más peligrosa. Quizás asiduos trabajos intelectuales, atroces disgustos, prolongadas vigilias, la agitación del alma duramente refrenada y el fuego comprimido de las pasiones, obran misteriosamente en nuestro organismo y promueven esta explosión: el corazón se hincha, adquiere una fuerza enfermiza e irregular, y de repente inunda el cerebro de sangre.
—¿Qué quiere V. significar con todo eso?
—Quiero significar que su sobrino de usted tiene una apoplegía fulminante.
Don Acisclo, que amaba a su sobrino, que le consideraba como el complemento de la gloria de su familia, de la que él era el otro complemento, tuvo un sincero y hondo dolor, y estimuló con súplicas y lamentos el celo del médico.
No necesitaba éste de estímulos. Deseaba volver la salud al Padre; pero conocía que su situación era desesperada, que sólo un milagro podía salvarle, y él no creía en milagros. Humanamente, entre tanto, hizo cuanto pudo y supo. No quiso sangrar al enfermo porque le encontraba débil en demasía, pero le dio los medicamentos más enérgicos y conocidos para estos casos.
A fin de evitar o hacer que cediese la inflamación de las membranas de la cabeza, le puso un cáustico en la espalda junto a la nuca, y se valió de revulsivos para llamar la sangre y el calor a las extremidades.
Todo, no obstante, fue en vano.
La noticia de la enfermedad del Padre corrió en seguida por el lugar y llegó a los oídos de doña Luz, quien vino al instante a verle.
¿Quién sabe los extraños y tristes pensamientos que atormentaban a doña Luz, cuando entró en el cuarto donde el padre estaba en cama; en el cuarto mismo que ella había ocupado hasta que se casó y donde había dormido durante más de doce años?
Silenciosa y grave llegó doña Luz hasta la cabecera. Allí, con la cabeza levantada y sostenida por varias almohadas, estaba el Padre sin dar señal alguna de conocimiento. Los ojos como dormidos, entornados los párpados, muda la lengua. Tal vez sentía, veía y comprendía aún; pero no tenía medio de comunicar sus impresiones por carencia de fuerza muscular.
Largo rato le miró doña Luz sin pronunciar palabra. Al fin rompió en amargo lloro. Se sentó luego en una silla en el más oscuro rincón de la alcoba, y permaneció callada y llorando, y procuró que olvidasen su presencia allí.
Con la agitación de los tres asistentes del enfermo, hubo un momento en que dejaron sola con él a doña Luz.
Ella se alzó entonces de su asiento, y volvió a mirarle con fijeza, con obstinación, con atracción invencible, como el viajero cuando va por el borde de un precipicio mira el abismo que le atrae, y ansía ver lo que hay en lo más hondo y tenebroso de su seno.
Las lágrimas de doña Luz brotaron con mayor abundancia entonces. Creyó, como nunca, con más vehemencia que nunca, que aquel hombre y su Cristo muerto se parecían. Imaginó, o vio en efecto, que el Padre, inmóvil, sentía y comprendía allá en su interior, y que la miraba haciendo un esfuerzo para dominar aún, con el brío de la voluntad, los nervios y músculos inertes que ya no le obedecían. Entendió, por último, que la mirada del enfermo era suplicante, amorosa, tristemente dulce. Por un impulso irresistible, hondamente conmovida, casi sin darse cuenta, sin reflexionar y sin vacilar también, como no vacila ni reflexiona lo que se mueve impulsado por una fuerza fatal, doña Luz acercó suavemente el rostro al del Padre, y puso los labios en su frente macilenta, y luego en sus dormidos párpados, y luego en su boca, ya contraída, y los besó con devoción fervorosa, como quien besa reliquias.
No pudo más doña Luz. Exhaló un ¡ay! agudo y cayó desmayada en el suelo. El padre siguió inmóvil como estaba antes.
Don Anselmo, D. Acisclo y Ramón acudieron en seguida.
—¡Qué disparate!—dijo don Anselmo—. ¿Cómo hemos dejado aquí sola a esta señora? Esta señora es muy vehemente, y no conviene que esté aquí. Además, el enfermo necesita soledad.
Doña Luz se recobró a poco, y sin resistirse a las últimas palabras de D. Anselmo, que pudo oír y entendió bien, salió del cuarto del Padre.
Tres horas después el P. Enrique había dejado de existir.
Raro es el ser humano cuya memoria sobrevive largos años a la muerte. El tiempo acaba con el duelo, la tierra consume el cadáver y el olvido devora los recuerdos. Pero siempre o casi siempre, a poco de morir, sobreviene para todo hombre el momento de mayor indulgencia, afecto y estimación que le concede el mundo. Los que no se percataban del vivo por insignificante, piensan en él cuando muerto, pues con morir hace lo más digno de conmemoración de su vida; realiza su esencia, como dicen los filósofos a la moda: los que le envidiaban deponen la envidia; los que le odiaban el odio; los que estaban hartos de verle se alegran interiormente con que ya no le verán, y para desagraviarle de esta alegría, y evitar que venga por la noche, en pena, a tirarles de los pies, hacen de él los mayores encomios; todos sus defectos desaparecen por lo pronto, como si se hundiesen en el sepulcro, y sólo se ven sus perfecciones; en resolución, el muerto se reconcilia muriéndose con casi todo el género humano, por lo mismo que se va y deja siempre algo que heredar: cuando no quintas y palacios, un puesto al sol para pedir limosna.
Sea como sea, con la muerte del Padre, de quien, salvo la tertulia, nadie hacía ya caso en Villafría, hubo en todo el lugar una recrudescencia de cariño y de entusiasmo hacia él. Se dieron a admirarle y a celebrarle mil veces más que en el día de su llegada. Por lo mismo que apenas le habían tratado, la imaginación vulgar pudo inventar y fantasear a su antojo. Se ponderaron sus virtudes. Se sacaron a relucir muchas obras de misericordia que en efecto había hecho. Se bordó la sencilla historia de su muerte con mil pormenores que tocaban en lo maravilloso. Hubo beatas que supusieron que el mismo Padre había anunciado con exactitud el día y la hora de su glorioso tránsito, y no pocas acreditaron que había muerto en olor de santidad y que don Acisclo debía tratar de canonizarle, enviando a Roma con este fin un expediente bien claveteado.
Algunas personas incrédulas del lugar querían dar a entender que todo esto se decía para adular a don Acisclo, el cual lamentó de verdad la muerte del sobrino y le elogió en todos los tonos que él podía emplear.
Por lo demás, incrédulos y crédulos, ora por hacer coro a D. Acisclo, ora porque así lo sintiesen, todos convenían en que el muerto había sido lo que se llama un bello sujeto, lleno de discreción y de bondad, y hasta santo, entendiendo cada cual la santidad a su manera.
Nadie, sin embargo, lloró con más ternura, tuvo más honda pena por la muerte del P. Enrique que la persona que tenía o creía tener indicios de que él no había sido santo del todo. Doña Luz durante los primeros días estuvo desolada.
Acrecentaban su pena singulares cavilaciones. Por una parte cierto orgullo, cuando volvía a creer que ella le había infundido una pasión homicida, y luego el horror que le causaba dicho orgullo; por otra parte la confusa sospecha y el vago remordimiento de que ella por instinto abominable, aunque sin reflexión, había provocado y hecho nacer aquel extravío en alma antes tan tranquila y dichosa; y por último la duda de que todo fuese sueño de su vanidad. ¿No podía doña Luz haberse forjado una novela? ¿Qué le había dicho el Padre para que le creyese enamorado? ¿Se había muerto de amor o de apoplejía? La romántica, la sentimental era ella, que le había besado locamente cuando expiraba.
«¿Si habré sido yo la liviana, la sandia y la extravagante? ¿Si habré estado enamorada del fraile, que no pensaba en mí sino con inocente y sencillo afecto paternal?».
Al cavilar así doña Luz se llenaba de vergüenza y temblaba como una azogada y se enojaba contra sí misma, juzgándose delincuente, loca y hasta infiel.
Mientras pasaba esto en el ánimo de doña Luz, don Acisclo repartió entre sus hijos o guardó para sí los pocos y pobres objetos que el Padre había dejado, y que más habían de conservar como sagrada memoria que por el escaso valer que tuviesen.
En esta partición reservó D. Acisclo para doña Luz los pocos libros que el fraile poseía.
No ignoraba D. Acisclo que el padre estaba escribiendo una obra y hasta pensó en que podría él darla a la estampa, aunque hubiese quedado incompleta. Buscó, pues, el manuscrito, le halló, y considerando que las dos únicas personas capaces de entender en el lugar aquello que él llamaba una monserga eran D. Anselmo y doña Luz, y que D. Anselmo por ser impío no apreciaría tan bien la monserga como doña Luz, que era creyente, no titubeó en llevar el manuscrito a doña Luz, sin abrir siquiera sus páginas, porque le estorbaba lo negro, como no fuesen cuentas en que él saliera ganando y con alcances a su favor.
Doña Luz recibió con veneración el manuscrito del Padre, y no bien D. Acisclo la dejó sola, le abrió con ansiosa curiosidad y se puso a leerle. En su impaciencia hojeaba y recorría todas las páginas, devorando al vuelo su contenido, procurando comprender el conjunto, y dejando para después el leerlo todo con detenimiento.
A poco de hojear, dio doña Luz con las hojas sueltas. Su vista se fijó en ellas. El corazón le dijo que algo de muy interesante encerraban.
Entonces las leyó con pausa, con interrupciones, con muy frecuentes interrupciones, porque el llanto se agolpaba en sus ojos y la cegaba y no le consentía que leyese.
En cada una de estas inevitables interrupciones, en voz baja como si temiera ser oída, con las palabras entrecortadas por los sollozos, exclamaba doña Luz:
—Era cierto. Era cierto. ¡Me amaba, Dios mío! ¡Cuánto, cuánto me amaba!
A lo último, más allá y después de lo que conocemos, la víspera de su muerte, el P. Enrique había escrito lo que sigue, que también leyó doña Luz:
«Estas páginas, si no las rasgo o las quemo, irán indefectiblemente, después de morir yo, a las hermosas manos de ella. Ya entonces no me avergonzaré de que ella sepa mi amor. Perdona, Dios mío, mi nueva culpa. Quiero que ella le sepa. ¿En qué el saberlo podrá turbar la dicha y la paz de su noble vida? Ella me ha amado, ella me ama como un ángel ama a un santo, y yo la he amado como un hombre ama a una mujer. Sería yo hipócrita si no le revelase que no merezco su amor angelical; que yo la amaba como ama un pecador. Es menester para mi eterno reposo que ella me perdone por haber convertido en veneno el bálsamo y su afecto inocente en incentivo vicioso; por haber alimentado con la purísima luz de sus ojos este fuego del infierno que me abrasa y que mancha lo limpio de su imagen que llevo grabada en el alma. A pesar tuyo, Dios mío, a pesar tuyo y en contra tuya, la llevo grabada con rasgos indelebles. Todo el brío de mi voluntad, toda la fuerza del cielo, todas las penas del infierno no podrán arrancarla de allí. Doña Luz y el amor de doña Luz viven vida inmortal en mi espíritu».
Al terminar la lectura, el dolor de doña Luz se hizo más agudo; las lágrimas acudieron más abundantes a sus ojos; los sollozos parecía que iban a ahogarla; pero, como luce el iris entre las nubes negras, una dulce sonrisa de triunfo y de gratitud por aquel amor, que sólo perdón solicitaba, brilló en los rojos y frescos labios de la gentil señora.
La tristeza de doña Luz, pasados algunos días, tuvo más de dulce que de amarga: aunque no dejaba de ser tristeza, estaba mitigada por la satisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía; por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sido coqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacer un examen de conciencia muy rigoroso.
Doña Luz no tenía la culpa de aquel amor que agradecía, ni de aquella muerte que lamentaba.
Su amistad, admiración y veneración al Padre no podían haber sido mayores.
Si el Padre le hubiera inspirado otro más vivo sentimiento, ella hubiera pecado contra Dios, contra el mundo, contra su honra y contra su decoro.
En cambio, su amor a D. Jaime era legítimo, correcto, conforme a la clase y posición de ella, y fundado, por último, en causas no menos poéticas que el amor que por el P. Enrique, si hubiese sido lícito, hubiera ella podido sentir.
A fin de fortalecer y magnificar las causas poéticas del amor que tenía a D. Jaime, doña Luz estimó muy alto el de D. Jaime hacia ella. Su desinterés era evidente. Él hubiera hallado a cientos los partidos mejores en Madrid. Hubiera tenido con facilidad mujer con título y con rentas, a poco que la hubiera buscado. Don Jaime había sin duda desdeñado por ella las más brillantes bodas. Luego la adoraba don Jaime. Y D. Jaime, elegantísimo, de noble familia, lleno de porvenir, honrado y respetado ya como hábil capitán y soldado valeroso, podía enorgullecer a cualquiera mujer a quien diese su nombre y su mano. D. Jaime, además, era joven aún, gallardo y arrogante de figura, discreto y ameno. Las cartas que escribía doña Luz desde Madrid mostraban bien su amor por lo tiernas y cariñosas, y su ingenio y su chiste, por lo bien escritas y por las gracias y lances que contenían.
Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma en que estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo y para haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre y las lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le había dado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban, ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazo amoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.
Pocos días faltaban ya para que D. Jaime volviese por ella. Ya había él tomado casa a propósito, y casi la tenía amueblada. Ya había sacado el título. Ya podían ambos esposos llamarse los marqueses de Villafría. D. Jaime iba a llegar dentro de aquella misma semana, y era ya miércoles.
Doña Luz estaba en su cuarto, acababa de volver de misa, y había rezado con fervor por el alma del P. Enrique, en quien de continuo y tierna y melancólicamente pensaba, cuando entró Juana, la doncella, y dijo:
—Señora, un forastero quiere hablar con usía.
—¿Su nombre?
—Don Gregorio Salinas.
—No le conozco. ¿Qué facha tiene?
—Más bien buena que mala. Viene muy decentemente vestido, aunque de viaje. Se conoce que acaba de llegar. Es chiquitín, regordete, colorado como una remolacha, y se sonríe como si estuviese contento. Está, sin embargo, de luto.
—Mira, Juana, yo no tengo gana de recibir visitas. Dile que me duele la cabeza, que vuelva otra vez si tiene algo importante que decirme, que hoy no recibo.
Juana salió a dar el recado, y volvió en seguida con una carta que puso en manos de doña Luz.
—Don Gregorio Salinas—dijo Juana—, me acaba de entregar esta carta, asegurando que será admitido en cuanto usía la lea. Dice que la carta es su credencial.
Doña Luz, no bien tomó la carta y miró el sobrescrito, se quedó maravillada. Reconoció la letra de su padre.
La abrió precipitadamente, y miró la firma. Era de su padre también.
Leyó enseguida la fecha y vio que la carta estaba escrita hacía más de quince años.
La carta era lacónica. No contenía más que estas palabras:
«Querida hija: El portador de esta carta será don Gregorio Salinas, escribano de Madrid, persona de toda mi confianza. Da entero crédito a cuanto te diga; óyele y atiéndele; y acepta y recibe sin el menor escrúpulo lo que te ofrezca y entregue».
—Que pase adelante ese caballero—dijo doña Luz.
Juana fue a buscarle, y D. Gregorio entró en la salita en que doña Luz estaba.
Después de los cumplimientos de costumbre, sentados doña Luz y su hasta entonces desconocido huésped en cómodas butacas, habló éste, con reposo y como quien tiene mucho que decir, de la manera siguiente:
—Ya sabe usía que me llamo Gregorio Salinas. Ahora soy escribano y no estoy mal de bienes de fortuna. Hace ventiocho años era yo un pobre estudiante, sin una peseta en el bolsillo; pero, en cambio, ni estaba gordo, ni tenía canas, ni calva, ni arrugas, y las gentes afirmaban, perdone usía la inmodestia con que lo recuerdo, que era yo un bonito muchacho, listo y gracioso. Nada tiene de extraño, por consiguiente, que se enamorase de mí una mujer del sobresaliente mérito de mi Joaquina. Esta Joaquina es mi esposa, para servir a usía. Quiere mucho a usía y le manda conmigo mil respetuosas y cariñosas expresiones.
—Mil gracias—dijo doña Luz, interrumpiendo a don Gregorio—. Deje V. el tratamiento y llámeme de usted, y perdóneme además si le digo con franqueza que aligere su cuento porque me muero de curiosidad.
—Tenga V. calma, señora marquesa; tenga V. calma. Yo le prometo no ser prolijo ni enojoso. Iré al grano. No crea usted que nada de lo que digo es a humo de pajas. Todo se necesita para que V. se entere.
—Vamos, siga V., y le repito que perdone mi interrupción.
—Pues, como iba diciendo—prosiguió D. Gregorio—, mi esposa es ahora una matronaza fresca y guapetona todavía, si bien los años no pasan en balde. Cinco hijos me ha dado como cinco soles. Todos están a las órdenes de V., señora marquesa. En aquel entonces, cuando el noviazgo, era mi Joaquina una moza de lo más selecto que se paseaba por Madrid, y servía de doncella a cierta dama de las más encopetadas, cuya privanza tenía por completo y todos cuyos secretos más íntimos poseía.
—¿Y cómo se llamaba esa dama?
—La Exma. Sra. Condesa de Fajalauza.
Doña Luz, como quien oye un nombre que por vez primera suena en sus oídos, se encogió de hombros y se calló. D. Gregorio siguió hablando:
—Mucho debemos mi esposa y yo a esta señora. Ella nos casó, ella nos protegió, y ella nos dio los medios conducentes para llegar al punto de bienestar y prosperidad a que hemos llegado. Dios se lo pague y se lo aumente de gloria. Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna falta cometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estaba casada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días. Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lances de los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridas sobre su conciencia. Tenía fama de tan diestro, que se le creía capaz de matar de un pistoletazo un mosquito que pasase volando a cincuenta varas de distancia, y de atravesar de una estocada al propio diablo que se pusiese a reñir con él. Añádase a esto que el Conde era celoso como un turco, y no porque amase mucho a la Condesa, sino por otros motivos. La pobrecita Condesa no le había dado ninguno durante ocho años de matrimonio. Aquella señora era una santa; muy sufrida, muy prudente y muy buena cristiana.
Doña Luz empezó a dar visibles muestras de interesarse en la narración. Don Gregorio siguió diciendo:
—La Condesa aportó al matrimonio cuantiosos bienes. Malas lenguas han dado en propalar que el Conde, al casarse con ella, no tuvo en cuenta sino su negocio. Nada de amor. La condesa se casó casi niña, excitada a ello por su madre, y sin comprender toda la trascendencia de aquel paso. A poco murió su madre, y la huérfana, sin hermanos ni parientes próximos, se vio sola en el mundo, frente a frente de aquel tirano, que más debiera llamarse tal que no esposo y compañero.
No tenía la Condesa razón alguna para amar ni respetar a su marido; pero amaba la limpieza de su fama, y temía a Dios y veneraba los preceptos morales y religiosos. Nada, como he dicho, hubo que censurar en ella en los primeros ocho años de matrimonio. Vivió resignada como una mártir. Ni siquiera tuvo el consuelo y el refugio que tienen otras mujeres, consagrando su corazón al amor maternal. El maldito enlace fue estéril. Los condes de Fajalauza no tuvieron hijos.
Un asunto de grande interés reclamó por aquel tiempo la presencia del Conde en Lima. No convenía confiar a nadie el asunto que allí tenía y que importaba una suma archi-respetable. La condesa se hallaba muy delicada de salud y no podía acompañar a su marido en tan larga navegación. El Conde, después de muchas vacilaciones, resolvió ir solo. Fue, pues, y estuvo en el Perú cerca de año y medio.
Durante la ausencia del Conde no se presentó la Condesa en reuniones ni en teatros; vivió bastante retirada, pero no faltaron galanes y pretendientes que procurasen hacerse amar de ella. La Condesa los desdeñó a todos. Hubo uno, sin embargo, dotado de prendas tan raras y brillantes, tan enamorado o fingiendo con tanto arte que lo estaba, tan discreto, buen mozo y seductor, que acertó a cautivar el alma de la desdichada Condesa. Contribuyó mucho a este resultado, como sucede siempre, la fama de conquistador que ya tenía el galán. Nada puede tanto con las mujeres como el considerar que aquel que las pretende desdeña por su amor el de otras mujeres a la moda, jóvenes, hermosas, ricas y distinguidas.
En suma, y como quiera que ello sea, la Condesa amó al galán, y fue tal su pasión que se dejó vencer a pesar de sus severos principios.
Estas relaciones estuvieron envueltas en el misterio más impenetrable. Sólo mi Joaquina tuvo noticia de ellas. La Condesa era una mujer singular. Arrastrada por la violencia irresistible de su afecto, veía a solas a su amigo, y luego lloraba como la Magdalena, rezaba, abominaba de sí misma como si se creyese el ser más abyecto y vil, y desesperaba hasta de que Dios la perdonase.
En esta refriega espiritual, entre la culpa y el arrepentimiento, estuvo ella hasta que volvió su marido.
El secreto había sido tal, que nadie había dicho ni sospechado lo más mínimo.
El Conde, a pesar de todo, era suspicaz y receloso, y sospechó algo desde el día de su vuelta. Tal vez la agitación de su mujer; la repugnancia en que ella trocó la frialdad con que antes le recibía; algunas palabras, algunos suspiros, algún ¡ay! delator que le oyó en sueños, bastaron a ponerle sobre la pista.
Una noche, mientras dormía la condesa, su marido se apoderó de la llave del escritorio de su mujer y registró detenidamente cuanto en él encerraba. La Condesa había cometido la imprudencia de conservar las primeras cartas que le escribió su amante y el Conde pudo leerlas. Por dicha, estas cartas no probaban la completa complicidad de la Condesa. Hasta podía ella haberlas conservado, no por amor a quien las escribió, sino por vanidad y como testimonio de haber sido tan amada. Las cartas bastaron, no obstante, para que el Conde tuviera escenas espantosas con su mujer. Si las cartas le hubiesen probado su culpa, el Conde la hubiera asesinado. Como las cartas no eran más que un indicio, el Conde se limitó a atormentar a su mujer y a desconfiar de ella y a vigilarla. Con un pretexto plausible se trajo a vivir en su casa a una hermana solterona que tenía, la cual era una furia del infierno. Esta mujer fue desde entonces la espía, la acompañante, la dueña, la negra sombra de la Condesa.
En cuanto al galán, cuyo nombre descubrió el conde por las cartas, también las cartas le costaron caras. El Conde, a fin de que nadie se enterase y procurase inquirir el motivo, buscó al galán y le obligó a reñir con él a la espada, sin ninguno de los trámites y formalidades del duelo. El galán quedó mortalmente herido en su propia casa, y sólo por un milagro de la cirugía pudo salvar la existencia.
—Sabía ese lance de mi padre—dijo doña Luz—, pero ignoraba quien fue su adversario y la causa del lance. Prosiga V., Sr. D. Gregorio.
—Ya que sabe V. que el galán era el señor Marqués, su padre de V., seguiré este relato designándole con su nombre. Si alguna frase se me escapa que pueda lastimar, aunque sea levemente, la memoria del señor Marqués, doy a V. desde luego un millón de excusas.
Doña Luz hizo un gesto y movió la cabeza como si quisiera indicar que las excusas estaban aceptadas de antemano.
D. Gregorio continuó:
—El terror que le inspiraba su marido, la vigilancia del argos con faldas que tenía en su cuñada y su propio arrepentimiento, hicieron que la Condesa no volviese a ver en secreto al Marqués. Este desechó de su alma, con el andar del tiempo, amor tan peligroso y ya imposible o casi imposible de satisfacer, y se distrajo con más fáciles amores.
Todo lazo se hubiera roto, toda relación y comunicación entre el Marqués y la Condesa hubieran dejado de ser para siempre, si el cielo no hubiera dispuesto que quedase un recuerdo vivo del amor y de la culpa de ambos; un ser que los unía y por cuyo destino y porvenir ambos debían velar igualmente.
—Y mi madre—exclamó entonces doña Luz—, ¿no pudo nunca volver a verme desde que volvió de Lima su marido?
—Pudo volver a ver a V. de lejos, pero nunca abrazarla ni besarla ni hablarla. Su pensamiento, sin embargo, estaba siempre con V.
—¡Infeliz madre mía!
—La Condesa sabía de V. por mi Joaquina. Por mi Joaquina se entendía también con el Conde en todo aquello que a V. importaba, único asunto que ya se trataba entre el Marqués y la Condesa.
Usted, señora Marquesa, vivió primero en mi casa, cuidada por mi Joaquina. Nuestra costurera, una tal Antonia Gutiérrez, que había tenido un desliz y cuyo hijo había muerto, fue nodriza de V. Después murió también la costurera, y yo arreglé de modo, con la venia de los parientes de la chica, que V. pasase por su hija, a fin de hacer la legitimación. En todo esto, por conducto de mi Joaquina, intervenía la señora Condesa, que estaba hasta cierto punto contenta al considerar que V. iba a llevar el nombre y el título del Marqués y a heredar sus bienes.
A poco de volver el Conde a Madrid y después del duelo, nos entró a todos mucho terror de que el Conde llegase a entender que existía V. y quién V. era; y el Marqués, no bien se restableció de la herida, la sacó a V. de mi casa con harto dolor nuestro y mayor aún de la Condesa, y puso a V. en casa de una señora de situación algo equívoca. Mientras estuvo V. en aquella casa, la Condesa estuvo muy incómoda. Sólo sosegó cuando a puras súplicas suyas, interpuestas por Joaquina, el Marqués se la llevó a V. a su casa, primero bajo el cuidado de una buena mujer, y más tarde con un aya inglesa, la cual vino porque la condesa se empeñó en que viniese.
El Marqués, entre tanto, lejos de sentar con los años, no hacía el menor caso de aquellos sabios refranes que dicen: —quien quisiere ser mucho tiempo viejo, comiéncelo presto, y el viejo que se cura cien años dura. Lejos de rezar con él estos refranes, más bien podía aplicársele aquel otro, y perdone V. señora Marquesa que se le aplique, pero casi lo pide a voces la narración: mientras más viejo más pellejo. Pretendo significar con esto que el señor Marqués, en vez de enmendarse con la edad, se hizo más cortejante, jugador y amigo de jaleos de toda laya, lo cual mortificaba mucho a la señora Condesa. El amor, por el cual ella había sacrificado tanto, honra, reposo y bienestar, sólo había sido para el Marqués un episodio, una aventura, un lance más o menos agradable o divertido, entre los muchos de su vida. Esto dolía en extremo y atormentaba a la Condesa. Pero había otra consideración que le dolía más, que la tenía llena de sobresalto, y que, agravándose cada día, llegó a ser para la Condesa un tormento continuo.
El Marqués caminaba precipitadamente a su total ruina: estaba empeñado hasta los ojos; la usura consumía ya lo mejor de sus rentas. Era seguro que el Marqués acabaría su vida en la miseria. ¿Qué sería entonces de su hija doña Luz, huérfana, sin amparo y sin recursos?
Lo peor era que la Condesa no podía socorrer a su hija mientras su marido viviese. Antes de que el Conde hubiese tenido el más leve indicio de su culpa, la Condesa había gozado de un asomo de independencia y libertad. Después la Condesa, más que esposa, vino a ser esclava. Un grito, una palabra dura, un gesto amenazador de su marido bastaban a aterrarla.
El Conde, a más de ser celoso, era avaro, y la Condesa no podía disponer de un real sin dar estrecha cuenta de todo, justificando la inversión hasta de la más pequeña suma.
La viveza cruel de su imaginación le representaba del modo más exagerado el infortunio que presentía. Soñaba que su hija estaba en la desnudez, sin hogar, humillada y empleada en los más viles menesteres, y ella nadando en la opulencia y sin poder acudir en su auxilio.
¿Cómo darle algo sin que lo supiese el Conde? Y con saberlo el Conde, sabría su delito y su oprobio, y se presentaría como juez severo e irritado, y con una sola palabra de desprecio la mataría.
La Condesa, atormentada por su conciencia a par que anonadada por el miedo que tenía al Conde, deseaba la muerte para descansar, y sin embargo, ansiaba vivir, y singularmente sobrevivir a su marido.
Mientras él viviese, la Condesa conocía que no tendría valor para hacer nada en favor de su hija. Ni por donación, ni por testamento, en la hora de su muerte, hallaba medio para compartir con la que era su propia sangre o para legarle al menos bienes que eran suyos y no del tirano que la atormentaba.
La Condesa, pues, se sometió a la voluntad del Altísimo y esperó tranquila, y esforzándose por no desearla, la muerte de su marido, antes que la suya llegase. Para el caso de que así sucediera, formó la firme resolución de dejar por testamento a los parientes de su marido, en fincas y alhajas, todo aquello en cuya adquisición y dominio pudiera suponer la conciencia más escrupulosa que el Conde había sido parte; dejar algunas mandas importantes a personas que la hubiesen servido bien, como, por ejemplo, a mi Joaquina; y el remanente de sus bienes, en fondos públicos todos, cuyos títulos estaban y están aún en varios Bancos y casas de comercio, dejárselo por entero a su hija.
El Marqués supo por Joaquina esta resolución de la Condesa; y, cuando acosado por los acreedores, embargado y vendido cuanto poseía a fin de pagar sus deudas, tuvo que retirarse a este lugar, me dejó escrita la carta que he hecho entregar a V. para que me sirviera de introducción. La carta, hasta que ocurriese el caso hipotético que se preveía, había de estar en mi poder sin que nadie lo supiese. Y así ha estado la carta.
Muerto el Marqués, no existían en el mundo sino tres personas sabedoras del propósito de la Condesa de dejar a V. por heredera.
—¿Y quiénes eran esas tres personas?—preguntó doña Luz con el mayor interés.
—La misma Condesa, mi mujer, que es sigilosa hasta lo sumo, y un servidor de V., señora Marquesa.
—¿Y nadie más?
—Nadie más.
—¿Está V. seguro?
—Lo estoy.
Don Gregorio continuó luego su narración en estos términos:
—El cielo quiso que se cumplieran, no diré los deseos, los planes de nuestra bienhechora. El Conde murió hace poco más de mes y medio. Cosa de milagro parece el que la Condesa, tan padecida y acabada como se hallaba, pudiese sobrevivirle. La fuerza de voluntad vale mucho. La Condesa sobrevivió, se diría que expresamente para cumplir su resolución y morir también luego.
—¿Ha muerto mi madre?—exclamó doña Luz con lágrimas en los ojos.
—Ha muerto.
—¡Y sin llamarme a sí, sin verme, sin darme un abrazo!...
—La Condesa lo ansiaba, pero al propio tiempo lo temía. Se avergonzaba de llamar a sí a quien al presentarse como madre tenía que declarar su culpa, y, ella lo decía, su deshonra. Dudaba de que una hija, a quien, fuese por lo que fuese, ni había criado, ni visto, ni acariciado nunca, la pudiese querer. Recelaba hallar frialdad, tibieza al menos, en su hija. No creía en la misteriosa fuerza de la sangre. En ella sí, porque sabía que su Luz vivía, porque la había estado amando durante tantos años; pero en su Luz, a quien se le revelase de repente que tenía madre en Madrid, ¿qué cariño súbito, qué ternura podía esperar? Esto, al menos, pensaba la señora Condesa. Y sobre todo, por lo mismo que amaba a su hija, tenía vergüenza, le causaba sonrojo la idea sólo de presentarse a ella. El qué dirán, el temor de que la gente se enterase, era también rémora de su deseo. Por último, la Condesa, a poco de muerto su esposo, cayó en cama con una grave enfermedad, y apenas tuvo tiempo para tomar sus disposiciones y cumplir lo prometido. Después vivió algunas semanas, pero trastornada, sin pleno conocimiento ni memoria de las cosas y de las personas. Luego murió.
Doña Luz dio muestras de verdadero dolor y de emoción profunda. Don Gregorio permaneció algunos minutos en silencio religioso, y respetando aquel tributo de pena dado por una hija a la memoria de una mujer, a la cual (si bien no la había conocido) debía la vida.
Después dijo D. Gregorio, tomando ya la entonación fría del hombre de negocios:
—Señora Marquesa, yo soy albacea de la difunta y fideicomisario con expreso fideicomiso en favor de usted. Todo está ya en regla, porque yo no me duermo. Todo se va ordenando del modo más a propósito para que se hable, se comente y se murmure lo menos posible. Las mandas están repartidas; mi mujer ha tomado una linda suma: los parientes del Marqués han recibido joyas, dinero y fincas. Queda aún por entregar lo mejor de la herencia. Tengo en mi poder los papeles y documentos que acreditarán a V. como propietaria de los fondos públicos que tenía la Condesa en diferentes casas de banco de París, Londres y Francfort. Todo ello importa no recuerdo cuánto en valor nominal, pero en efectivo asciende a la friolera de diez y siete millones de reales vellón y un piquillo. Cuando la señora Marquesa guste, le haré la entrega y se enterará de todo por menudo.
—Señor D. Gregorio, ya V. sabrá que estoy casada. Aguardaremos a que venga mi marido para aceptar la herencia. Él se entregará de todo como dueño y señor. Dentro de tres o cuatro días vendrá de Madrid. Entre tanto, esta casa es bastante grande para que V. se hospede en ella.
El Sr. D. Gregorio Salinas aceptó la invitación, juzgándose muy honrado, y trasladó a un cuarto, que le prepararon en el caserón de doña Luz, la maleta que había dejado en la detestable posada del lugar.
Doña Luz, en tanto, aunque triste por la muerte de su madre y por la historia melancólica que había oído contar, cedía a la flaca condición humana, y se alegraba de verse tan rica. Y lo que más la complacía era pensar en todos aquellos millones como en un espléndido presente, poco menos que llovido del cielo, que ella iba a hacer a su D. Jaime, cual merecido premio del amor desinteresadísimo con que él le había dado su mano y su nombre.
La llegada de un forastero, con especialidad si el forastero gasta levita y colmena, esto es, sombrero de copa alta, es siempre un acontecimiento extraordinario en todo lugar de tierra adentro en Andalucía. La curiosidad se excita vivamente, y no hay nadie que no pregunte: «¿A qué habrá venido por aquí este señor?».
Esto preguntaban los villafrianos o villafriescos apenas vieron a D. Gregorio. Y la curiosidad se decupló, o poco menos, cuando se supo que el tal don Gregorio había ido a albergarse en casa de doña Luz.
A más de la curiosidad, siempre se despiertan en las poblaciones pequeñas otros sentimientos más nobles con la llegada de cualquier forastero: el de la sociabilidad y el de la cortesía.
Los señores del pueblo se apresuran a visitar al forastero y a ponerse a sus órdenes; y así lo hicieron con D. Gregorio los principales magnates o próceres de Villafría.
Claro está que la visita, aunque por cortesía se haga, no es menester que se encierre dentro de los límites de la mera cortesía. Lo cortés no quita lo valiente; y, por lo tanto, se dirigen al recién venido cuantas preguntas importan para indagar quién es, a qué viene y qué se propone.
En cambio, se suele informar al forastero, aunque nada pregunte, de cuanto ocurre en el lugar, exagerando por fachenda la riqueza y prosperidad de sus habitantes.
De esto último estaban muy curados y escarmentados en Villafría, porque hacía poco tiempo que habían recibido una durísima lección.
Vino al pueblo cierto forastero, que en el camino trabó conocimiento con el hijo de uno de los más pudientes hacendados, el cual también venía de viaje. Este señorito llevó al forastero de visita en casa de su padre, que era el que más escupía por el colmillo en Villafría en punto a hablar de onzas de oro, y a ponderar la abundancia y grandeza con que vivía. A las pocas preguntas del forastero, el hacendado le dijo todo lo rico que era, triplicando sus facultades. Tenía un alambique que andaba durante cuatro meses, y le dijo que tenía dos que andaban todo el año, y con frecuencia de día y de noche. Tenía un molino aceitero con una prensa hidráulica, y le aseguró que tenía tres con otras tantas prensas. Había cogido cinco mil arrobas de vino, y le dijo que había cogido doce mil. Había molido dos mil fanegas de aceituna, y le aseguró que eran seis mil y pico las que había molido. No queriendo quedarse muy atrás, los otros hacendados ponderaron también al forastero sus provechos, cosechas e industrias. El forastero se llegó a persuadir de que estaba en Jauja, y entonces descubrió que era un inspector del Gobierno, que venía a ver las ocultaciones de riqueza que había en los pueblos, sobre todo en lo tocante a subsidio industrial.
El pánico en Villafría fue espantoso. El comisionado dijo que se veía en la dura necesidad de poner en noticia de la superioridad los tesoros que allí se ocultaban; y aterrados los mayores contribuyentes, se reunieron al punto en las Casas Consistoriales, y, llamando al comisionado, le rogaron que no los perdiese; que eran pobrísimos, y mentira y vanidad las tres quintas partes de lo que habían confesado poseer. El comisionado contestó que tal vez habría alguna exageración jactanciosa, pero que, en verdad, eran más ricos e industriosos que lo que constaba de una manera oficial, y que él tenía que enterarse bien de todo para dar su informe, cumpliendo religiosamente con su deber. Los señores contribuyentes le suplicaron que no se metiese en tales barahúndas, que se iba a calentar demasiado la cabeza, y nadie se lo había de agradecer; y, al fin, para acabar de convencerle, echaron entre todos una manga y le dieron ocho mil realetes, como ayuda de costas y consuelo en los trabajos de su peregrinación, con lo cual se fue bendito de Dios con la música o dígase con la estadística a otra parte.
Desde que tuvo lugar esta ocurrencia, la gente de Villafría había depuesto la jactancia y se complacía en ser humilde. La franqueza y la sinceridad les parecían asimismo prendas muy necias y que nunca deben emplearse con los curiosos, comprendiendo toda la práctica sabiduría del proverbio que dice: A quien quiere saber, mentiras en él.
Procedía de aquí la prudente desconfianza y el hábil disimulo con que los villafriescos hablaban con todo forastero; mas esto no impedía que procurasen saber de él cuanto había que saber.
No fue necesario mucho ingenio para mover a don Gregorio a que dijese el objeto de su viaje. Ya no había en esto secreto alguno, y D. Gregorio lo dijo todo.
El pasmo y la estupefacción se extendieron al instante por todos los ámbitos de Villafría, con la nueva de que doña Luz era millonaria: heredera de una fortuna enorme.
Para D. Acisclo fue la sorpresa no inferior a la de todos su compatricios.
Nada distaba más de su mente que la herencia de doña Luz; pero D. Acisclo sabía y aguardaba la venida de D. Gregorio, aunque ignorando a qué venía.
Poco antes de morir el Marqués, teniendo aún a la cabecera de la cama al cura D. Miguel, con quien acababa de confesarse, había hecho venir a su presencia al bueno de don Acisclo; y a solas con él y con el cura, exigió de D. Acisclo, bajo juramento de guardar el más profundo secreto, que cumpliría a su tiempo una comisión que iba a darle.
Don Acisclo prometió y juró ser muy sigiloso, y el Marqués dijo al cura que abriese un cajón de su bufete, donde encontraría una carta cerrada y sellada, que decía en el sobrescrito: A mi hija Luz.
El cura encontró luego la carta, y entonces, exigiendo también del cura que no hablase de aquella carta con nadie, considerándola como secreto de confesión, el Marqués le recomendó que la custodiase y no la entregase sino a D. Acisclo, el cual no había de pedírsela hasta que viniese a Villafría un señor llamado D. Gregorio Salinas, o hasta que pasasen dos meses de la muerte de una señora que vivía en Madrid, llamada la Condesa de Fajalauza. Para esto, D. Acisclo debía tener con cautela y discreción a algún sujeto en Madrid encargado de avisarle cuando muriese la Condesa, y no bien cumplida cualquiera de las dos condiciones, D. Acisclo había de tomar la carta y llevársela a doña Luz. Caso del fallecimiento del cura, la carta debía pasar a poder de D. Acisclo, y caso de fallecer éste, él mismo debía designar a persona que le sustituyera en el encargo de entregar la carta misteriosa.
Don Acisclo tenía, aunque envuelta en el debido respeto, tan mala opinión del juicio de su pobre y arruinado amo, que, a pesar de toda la solemnidad de lo que le encargaba, no quiso darle importancia alguna, y lo que menos le pasó por la cabeza fue que aquella carta pudiese tener relación con algo que se pareciese a dinero. Don Acisclo dio por evidente que tal carta sería una nueva tontería del Marqués.
Sin embargo, según queda dicho ya varias veces, don Acisclo era un varón recto y temeroso de Dios; jamás faltaba a la probidad ni a la justicia, tratando de conciliarlas con su medro; y cumplía fielmente los encargos cuando el cumplirlos costaba poco o nada.
Así fue que guardó el secreto de la carta durante años y años, y tuvo siempre encomendado a un amigo de Madrid que le notificase la muerte de la Condesa.
Ya hacía más de dos semanas que D. Acisclo había recibido noticia de dicha muerte, y estaba aguardando el término de los dos meses o la venida de don Gregorio.
Esta, como hemos visto, ocurrió mucho antes de que dicho término se cumpliera.
Don Acisclo fue, pues, a pedir la carta al cura don Miguel, quien se la entregó sin dificultad, visto que las condiciones se habían cumplido.
Don Acisclo, sabedor ya de los muchos millones que heredaba doña Luz, y comprendiendo a las claras que la carta había de tener relación con los tales millones, lejos de despreciarla, la consideró como importantísima y trascendente, y se apresuró a llevarla a la persona a quien iba dirigida.
Mientras la carta permaneció cerrada en manos ya de D. Acisclo, y sin llegar a las de doña Luz, aunque transcurrió poquísimo tiempo, D. Acisclo le tuvo de sobra para cavilar y forjar una risueña hipótesis acerca de su contenido.
El Marqués, aunque al morir dejaba a su hija muy niña aún, no lo bastante para que no conociese su soberbia, y como también conocía que la dejaba pobrísima, había de haber presumido que su hija se quedaría soltera. ¿Cómo, pues, iba doña Luz a manejarse con tantos millones, sin tener a su lado a un hombre entendido y de toda confianza? ¿Y quién, en la mente del Marqués, podía ser este hombre sino el propio D. Acisclo, que con tanta habilidad y lealtad había administrado sus bienes? D. Acisclo tuvo, pues, por cierto que el contenido de la carta era recomendar a doña Luz con el mayor encarecimiento que hiciese de él su nuevo administrador.
Ya sabía D. Acisclo, por boca de D. Gregorio, que los millones de doña Luz estaban en fondos públicos extranjeros, y que ganaban a lo más un seis o un siete por ciento anual. Esto le tenía indignado. Como buen español y buen católico, se dolía de que explotasen aquel hermoso capital, pagando tan mezquinos réditos, gentes de extranjis, herejes o judíos de seguro. ¿Cuánto mejor empleado no estaría aquel dinero en España, y sobre todo en Villafría y los pueblos cercanos? Era indispensable traer a España aquel dinero. Don Acisclo, con arreglo a sus doctrinas de hacer ganar a su amo ganando él, trazaba ya el plan económico para el manejo de los millones. En vez del seis o del siete, haría ganar a doña Luz el nueve o el diez por ciento sobre el capital; tres por ciento de ventaja; pero, como él hallaría modo de colocar el dinero al doce y hasta al quince, sobre buenas hipotecas o con escritura de depósito o con otros medios conminatorios para la seguridad, por aquello de que el miedo guarda la viña, D. Acisclo se veía ya convertido en algo como director de un banco hipotecario, de un artilugio ingenioso, de una bomba absorbente, para quedarse con todas las tierras y ochavos de la provincia, haciendo ganar a doña Luz muchísimo más de lo que su capital antes ganaba.
Don Jaime era desprendido, se ocupaba en cosas de ambición y de política y no en negocios de dinero; el dinero le importaba poco, pues se había casado con doña Luz siendo ella pobre; y sin duda encontraría muy razonable que D. Acisclo administrase los millones e hiciese con ellos la felicidad de Villafría, fomentando su industria y su agricultura.
Revolviendo en su mente estos alegres pensamientos, llegó D. Acisclo a casa de doña Luz, entró en su cuarto y acertó a encontrarla sola como deseaba.
Después de felicitar a doña Luz porque Dios había mejorado sus horas de modo tan estupendo e imprevisto, refirió el encargo que tenía y las circunstancias y solemnidades que hubo cuando se le hicieron.
—Venga esa carta de mi padre—dijo doña Luz con visible emoción.
Don Acisclo entregó la carta.
Ella rompió el sello, la sacó del sobre, y sin decir una palabra más se puso a leer.
No iría mediada aún la lectura, cuando doña Luz, que comenzó a leer sentada, se puso de pie manifestando intranquilidad.
Don Acisclo, que lo observaba todo, receló algo malo al ver aquello, y dijo para sí:
«¡Diantre! Este marqués tenía el don de errar. ¿Si se habrá compuesto de suerte que todo lo de la herencia venga a deshacerse como la sal en el agua? ¿Si encargará a su hija que traspase los millones a otro sujeto?».
Mientras que D. Acisclo cavilaba, doña Luz, suspendida por un instante la lectura, cavilaba también.
Una sonrisa arqueó suavemente los labios de doña Luz. Era el resultado de sus cavilaciones. Don Acisclo lo tuvo por buen agüero.
Después doña Luz siguió leyendo la carta.
La sonrisa se fue acentuando cada vez más. Al cabo vino a convertirse en risa algo burlona.
«Es curioso—pensó don Acisclo—. ¿Con qué chistes se descolgará ahora su papá, a los doce o trece años de muerto, para que ella se ría tan fuera de sazón?».
En esto, doña Luz acabó de leer la carta. Volvió a cavilar en silencio, que D. Acisclo no se atrevió a interrumpir, y volvió a reírse un si es no es descompuestamente.
Como doña Luz era la compostura personificada, D. Acisclo se aturdió con tan insólita risa.
Hubo un instante en que cruzó por el pensamiento de D. Acisclo que doña Luz se reía sin duda de que su padre le recomendase que le tomara a él por administrador. Don Acisclo se enojó y se enfurruñó un poco.
Doña Luz, sin embargo, en vez de enmendarse, siguió riendo, y terminó por prorrumpir en sonoras carcajadas.
—¿Qué pasa? ¿Qué hay de tan gracioso para reír así?—dijo D. Acisclo.
Doña Luz no contestó, y rió con más violencia.
Su risa vino a tener muy alarmantes condiciones. Se conocía que era ya independiente de su voluntad: nerviosa, insana.
Ella se había guardado la carta en el seno.
Lo que pensaba, lo que infería de la carta era lo que la hacía reír.
Por último, D. Acisclo, viendo que la risa continuaba, empezó a asustarse.
El rostro de doña Luz se trastornó. Un paroxismo histérico bien marcado se apoderó de ella.
Los sollozos se mezclaron pronto con la risa, y por último, doña Luz cayó al suelo como desplomada, y allí se agitó en fuertes convulsiones.
Don Acisclo tocó entonces la campanilla, llamó a voces a la gente de casa, y acudieron D. Gregorio, Juana, Tomás y otros criados.
Todos se aterraron.
Las convulsiones seguían.
Juana mandó llamar al médico D. Anselmo.
Este, con los recursos de su arte, y obrando también la naturaleza, logró volver la calma a doña Luz, la cual quedó muy postrada.
Don Acisclo y todos los allí presentes se quedaron con el deseo de averiguar la causa moral, como sin duda la hubo, de aquel ataque repentino, tan ajeno a la robustez y condición sana de la marquesa de Villafría.
Doña Manolita vino a ver a la enferma, y doña Luz tampoco le confió nada.
Habían pasado cuatro meses desde que ocurrió el ya referido ataque.
En este tiempo habían sucedido cosas singularísimas, que nadie acertaba a explicar en Villafría.
Al día siguiente del ataque había llegado D. Jaime, a quien llamaremos el Marqués, pues ya lo era.
El Marqués aceptó y recogió la magnífica herencia de doña Luz.
Don Gregorio se volvió a Madrid en seguida.
Todo esto era naturalísimo. Lo que no lo era, porque venía a contrariar planes anteriores, conocidos ya de todos, era que el Marqués, en vez de llevarse a doña Luz a la corte, se volvió solo a los cuatro días de estar en el lugar, y se dejó en él a doña Luz, bastante delicada e indispuesta.
Los que vieron partir al Marqués aseguraban que llevaba el rostro muy fosco, y que parecía estar de un humor de todos los diablos.
Doña Luz, desde la partida del Marqués, había estado encerrada siempre. Ni para ir a misa salía a la calle. Estaba enferma o pretextaba estarlo.
Así se pasaron, según queda dicho, cuatro largos meses.
No había ya tertulia.
Doña Luz sólo recibía a D. Anselmo, a quien ni como a médico consultaba cosa alguna, y a doña Manolita, con quien esquivaba toda conversación sobre su marido, sobre su herencia y sobre la repentina enfermedad que ella había padecido.
La índole de doña Luz parecía muy cambiada.
Andaba siempre melancólica y taciturna.
Doña Manolita notaba, cuando iba a verla, que tenía los ojos fatigados y rojos de llorar. A veces, doña Luz no podía reprimir el llanto, y en presencia de doña Manolita lloraba.
Durante algún tiempo, la tristeza de doña Luz había sido sombría, reconcentrada y feroz. Su amiga íntima no se había atrevido a preguntarle la menor cosa ni a quejarse de su silencio.
En los días, no obstante, a que hemos traído nuestra narración, la tristeza de doña Luz se modificó visiblemente. Se hizo más tierna y más expansiva.
Doña Luz no se limitaba a recibir a su amiga cuando ésta iba a verla, sino que a menudo la mandaba llamar.
Lloraba, suspiraba más, pero estaba menos sombría. A veces cruzaba una dulce sonrisa por entre sus lágrimas, como rayo de sol entre nubes.
Una mañana, por último, doña Luz escribió a doña Manolita el siguiente billete:
«Querida amiga mía: No puedo callar más tiempo. Mi infortunio me ahoga, me mata, y quiero vivir. Soy muy desgraciada y hay una esperanza que me sonríe. Necesito conservar la vida. Temo que este oculto dolor me asesine. Es menester que te le confiese; que me desahogue contigo; que tu compasión y tu amistad me salven. Ven a verme al punto. Te quiere tu Luz».
No hay que decir que doña Manolita estuvo a los pocos minutos en el cuarto de doña Luz, la cual se echó en sus brazos, llorando con mucha ternura y besándola y llamándola su único consuelo.
—Todo lo vas a saber—le dijo—. Me moriría si no me consolase diciéndotelo. Tú eres buena y sigilosa. ¿Prometes callarte?
—Lo prometo—contestó la hija del médico.
—Ni a Pepe Güeto, ¿entiendes? Ni a Pepe Güeto dirás nada.
—No diré nada ni a Pepe Güeto.
—Pues bien—exclamó doña Luz en voz muy baja, pero con extraordinaria vehemencia—, la causa de mi mal es que he descubierto, a los quince días de casada, que el hombre que yo imaginé tan noble, tan generoso, tan enamorado de mí, tan digno en todos conceptos de que yo le amara, y a quien di mi corazón y mi mano, y a quien entregué mi ser y mi vida, es un miserable sin alma.
—¿Estás loca, Luz? ¿Qué motivos tienes para decir palabras tan espantosas?
—¿Qué motivos tengo? Mi padre, sin querer, me lo ha revelado todo en la carta que me entregó D. Acisclo. ¡Fue notable exceso de precaución!
Y doña Luz empezó a reír con la risa nerviosa que tuvo cuando el ataque.
—Vamos, cálmate, vida mía. Cálmate y habla con reposo—dijo doña Manolita.
Doña Luz logró tranquilizarse y continuó hablando:
—Por temor de que, en el caso de que la condesa de Fajalauza me dejase por heredera, D. Gregorio no cumpliese bien su comisión, mi padre, que toda su vida fue descuidadísimo, quiso en esta sola ocasión pecar de cuidadoso. Mi padre confió, quizá también por vanidad, toda la historia de sus amores a un antiguo amigo suyo, le entregó papeles que podían obligar y comprometer a D. Gregorio, si éste no se conducía bien como fideicomisario, y le encargó que lo callase y reservase todo como no fuera menester descubrirlo en su día. Para el caso de que muriese este amigo de mi padre antes de la muerte de la Condesa, tuvo autorización dicho amigo de confiar a su hijo el secreto y de transmitirle la comisión. Dicho amigo se llamaba D. Diego Pimentel. Su hijo es mi marido D. Jaime. Muchos años hacía que él sabía que yo podía ser poderosa, pero no le bastó conocer la posibilidad. Necesitó de la certidumbre para enamorarse de mí. Sin la certidumbre, jamás le hubiera yo dado flechazo. ¿Te acuerdas cuando tú me decías que le había yo dado flechazo? Ya sabes cuál fue la flecha de oro de que se valió amor para hacer tamaño prodigio. Don Jaime no tuvo necesidad de verme para sentirse atravesado de la flecha. Ya la traía en el corazón cuando vino de Madrid, con pretexto de visitar a sus electores. Ya sabía él la muerte del Conde y que la Condesa estaba moribunda. Mientras vivía el Conde, mientras la condesa pudo morir antes de que el Conde muriese, se guardó bien don Jaime de enamorarse de mí. Mira, pues, en lo que viene a parar todo el poema de amor que yo había compuesto. El amor desinteresadísimo que en don Jaime me enamoró, fue un cálculo seguro de alzarse sin trabajo con diez y siete millones. Don Jaime calculó bien, y no quiso aventurar nada. Me ha engañado vilmente, porque tampoco creyó tan precavido a mi padre para que me hubiese escrito la carta que me entregó D. Acisclo. Don Jaime presumía ¿qué digo presumía? juzgaba tener seguridad de que yo no sabría jamás que él estaba en el secreto de mi herencia. Ahora mi amor se ha convertido en odio y en desprecio. Y no le desprecio y le odio a él sólo, sino también al amor liviano que logró inspirarme. ¿Por qué me enamoré de él? ¿Por qué cedí tan pronto? Por vanidad de creerme amada; por ligereza; por deslumbrarme como una rústica lugareña de sus cortesanas elegancias. Apenas vale el amor que le tuve un quilate más que el amor que él fingía tenerme. No; no se fundó mi amor en la estimación de las prendas de su alma que yo desconocía, sino en vana soberbia satisfecha, y en ciegos instintos, en groseros estímulos acaso, al verle gallardo y bello de cuerpo. Me avergüenzo de haber sido suya, y de la inclinación que me llevó a ser suya. La estancia en que le recibí en mis brazos, después de las bendiciones nupciales, me causa ahora rubor, como al afrentado le causa rubor el sitio en que sufrió la afrenta. La explicación que tuve con él, cuando él volvió de Madrid y yo le rechacé al ir él a abrazarme, fue horrible... horrible.... Sus infames disculpas, sus burlas cínicas cuando le arranqué la máscara, el desdén con que me dijo que yo no sabía vivir y que me había forjado del mundo una idea fantástica, y la insolencia con que acabó por calificarme de loca y de insensata, me han afirmado en mi decidido propósito de una eterna separación. Al morir a manos del desengaño este amor efímero, al convertirse en hiel esta liviandad legalizada y consagrada que me echó en brazos de D. Jaime, ha revivido en mí otro amor espiritual y con objeto digno; otro amor, de que yo neciamente me sonrojaba; otro amor que he querido ahogar, que he querido ocultarme a mí propia, y que ahora reaparece inmaculado y puro, aunque sin esperanza en esta vida. Por esto he deseado la muerte. ¡Qué diferencia, Manuela! Aquél... ¿no lo sabes?... aquél murió de amor por mí. Para éste soy un juguete, medio de poseer una fortuna. Este no comprende siquiera el amor. Le escarnece. Me ha llamado necia y disparatada porque me pesaba de que no me amase de amor cuando se casó conmigo; porque le dije que ha profanado y envilecido mi amor haciéndomele sentir sin él sentirle. ¿Te parece todo esto pequeño motivo para mi desesperación?
Doña Manolita estaba atolondrada, llena de dolor al ver tan infeliz a su amiga, pero sin saber qué decirle.
Doña Manolita suspiraba, acariciaba a doña Luz, la miraba compasiva, la escuchaba muy atenta, y se callaba.
Por último, se le ocurrió decir:
—Pero ¿qué desesperación es la tuya? ¿No ponías en tu billete que deseabas la vida? ¿No me hablabas de una esperanza?
—Sí: la tengo—contestó doña Luz—. Por ella, sólo por ella no me he muerto.
Y asiendo doña Luz ambas manos de doña Manolita, las puso sobre su regazo, reteniéndolas allí por algunos instantes.
—¿Lo has sentido? ¿Lo has sentido?—exclamó entonces doña Luz—. Salta en mi seno. Vive en mis entrañas. Yo viviré por él y para él. No quiero creer que una material impresión haya dejado aquí la imagen del hombre que desprecio. Mi espíritu concibe este ser. Mi pensamiento y mi voluntad, durante largos meses, le han prestado y le prestarán forma, y le han dado y le darán alma semejante a la de aquel que me la dio toda. En los besos que estampé en su noble rostro, cuando moría, hubo más verdadero amor que en todos los abrazos que al otro prodigué alucinada.
De esta suerte, doña Luz hizo a su amiga sus más íntimas confidencias.
Hasta hoy, doña Luz cumple su propósito.
No ha vuelto, y bien se puede afirmar que no volverá nunca, a reunirse con D. Jaime.
Doña Luz sigue viviendo en Villafría, muy retirada de todo trato y conversación.
Mientras su marido brilla sobremanera en la corte, ella cuida de un hijo muy hermoso y muy inteligente que Dios le ha dado, y cuyo nombre de pila es Enrique.
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