The Project Gutenberg EBook of Novelas y cuentos, by S. Estébanez Calderón This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Novelas y cuentos Author: S. Estébanez Calderón Release Date: April 15, 2008 [EBook #25074] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK NOVELAS Y CUENTOS *** Produced by Juliet Sutherland, Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
Nota del transcriptor: La ortografía del libro impreso fue conservada. |
—————N.os 46 y 47—————
(EL SOLITARIO)
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Precio, 0,60 ptas.
MADRID-BARCELONA
MCMXIX
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ES PROPIEDAD
Copyright by Calpe, 1919.
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Papel fabricado especialmente por La Papelera Española.
"Tipográfica Renovación" (C. A.), Larra, 8.—MADRID.
Don Serafín Estébanez Calderón, político y conspirador, novelista, historiador y poeta, nació en Málaga en 1799, y murió en Madrid en 1867. Hizo célebre su seudónimo El Solitario, que usó desde 1831, dejando el que hasta entonces había usado de Safinio.
Por la época en que escribió tuvo sus puntas de romántico, aunque nunca lo fuera de los más convencidos. Sus obras—y especialmente las Escenas andaluzas, colección de artículos costumbristas—muestran bien a las claras su castizo españolismo y su amor por nuestras letras antiguas.
Las Novelas y cuentos que publicamos en este volumen tienen, por los asuntos, por el ambiente y por los trágicos desenlaces, todo el aire romántico de las obras de sus contemporáneos; pero son, por su lenguaje, por el giro de las frases, lo más cercano a las producciones de los siglos de oro. Hay en el estilo de El Solitario una preocupación grande por imitar a Cervantes, y, como él dice anunciando sus novelas, procura mostrar "su originalidad en que sus obras y partes componentes no se presenten afeadas con el moderno, vandálico, bárbaro idioma que hoy suplanta a la propiedad y hermosura de nuestra lengua".
La preparación que como arabista tenía Estébanez Calderón, y su amor a Granada y a toda Andalucía, lleváronle a escribir novelas y cuentos cortos, con argumentos ya históricos, ya fantásticos; pero todos relacionados con el mundo musulmán. Entre los que publicamos, sólo en el cuento Don Egas el escudero—imitación algo cómica de la lengua medioeval—dejan de ser árabes sus personajes.
De la mejor de estas novelas, Cristianos y moriscos, dice Cánovas del Castillo en su obra El Solitario y su tiempo: "Si alguien quiere conocer lo que a la raíz de la conquista de Granada era un pueblo de la serranía de Ronda, de la Ajarquia de Málaga o de la Alpujarra, y por qué manera se pensaba en él y se vivía, no tiene más que recorrer las páginas de aquel librillo delicioso. Y de seguro, si es de veras conocedor de los anales de España en tal tiempo, y particularmente de los del reino de Granada, dirá para sí algo parecido a lo que en el Censeur Européen de fin de mayo de 1820 escribió el célebre Agustín Thierry a propósito de Ivanhoe; es, a saber: que había más historia allí que en las genuinas historias."
Cosa difícil por cierto será, querido amigo mío, el que esos desairados rasgos de mi pluma y esas fantasías de mi imaginación abatida logren de la severidad y corrección de tu gusto y de tus conocimientos en los primores y galas de nuestro feliz idioma la indulgencia de que tanto necesitan los frutos de mi estéril ingenio. Cosa será, por cierto, difícil; pues en época como la presente, en que por todas partes y en todas las lenguas de Europa se ven brotar obras de imaginación, hijas de ingenios esclarecidos, que se afanan por coger una hoja de laurel en senda tan áspera, a puro ser batida y trillada; es preciso achacar antes a lance de buena fortuna, que no a deliberado fruto del talento y del estudio, el crear, el escribir por tal estilo, que merezca los honores de la lectura. Mas no todo lo que se escribe se escribió con el estudiado objeto de mantener la atención pública, con la pretensión de crear en los otros nuevas sensaciones, con el prurito de hacerse notable, de hacerse mirar, como ventana de donde sale disparado cohete volador. No, amigo mío: se escribe por fiebre, por enfermedad; se escribe también por consuelo, por desahogo, por verdadero remedio. ¿Quién podrá explicar a cuál de los dos instintos deban referirse esas inspiraciones que vas a leer? ¿Ni quién puede jamás, en medio de las borrascas de la vida, explicarse, comprenderse a sí mismo, darse cuenta de los resortes que han movido a su mente, ni de las ideas que han presidido a sus inspiraciones? Nadie, amigo mío. Tú, empero, leyendo esas mis fantasías nacidas en un suelo de azahares, en un país de ilusiones y recuerdos, retratando las desventuras de una nación desgraciada, los infortunios de altos personajes traídos a menos, a la muerte, y al vilipendio por el desdén y la crueldad de la mala suerte, sabrás distinguir la realidad de la ficción, lo que son memorias lejanas de lo que son ecos de sensaciones más inmediatas, de impresiones acaso palpitantes todavía. Tu sagacidad sabrá hacer tal distinción, y de todos modos un leve signo de aprobación tuya, un movimiento solo de simpatía de parte de tu corazón, llenará al mío de placer y de cierto linaje de agradecimiento, que me enlaza con el sentimiento de la gloria y del porvenir.
EL SOLITARIO
NOVELA LASTIMOSA
Otros declararon a sus naturales las cosas extrañas y peregrinas
por interpretación, y perpetuaron las propias para un claro
ejemplar en la memoria de las letras, dando a cada cual su medida
como jueces de la fama y testigos de la verdad.
Luis del Marmol.
Fresca y apacible tarde del otoño hacía, y como domingo alegre después de vísperas, por gustoso recreo se derramaban allá en los ruedos y ejidos del lugar los habitantes rústicos de cierta aldea, cuyo nombre, si no lo apuntamos ahora, es por hacer poco al propósito de la historia que vamos relatando. Baste sólo decir que el tal lugar estaba en lo más bien asentado de la Andalucía, para saber que era rico, y que no distando sino poco trecho de la ciudad de Ronda, disfrutaba del sitio más pintoresco y de más rústica perspectiva que pueden antojarse a los ojos que se aficionan de las escenas de riscos, fuentes y frescuras.
Aquellas buenas gentes, digo, unas subían a las más altas crestas de los montes, para divertir los ojos en la sosegada llanura del mar, que allá al lejos se parecía; otras se entraban por entre las arboledas y frutales de tanto huerto y jardín como cercaban la aldea, y aquí o allá grupos de mancebos granados o muchachos de corta edad se entretenían en jugar al mallo y en tirar la barra, o en soltar al aire pintadas pandorgas con la mayor alegría del mundo.
Entretanto, ciertas personas más graves y de mayor autoridad, como desdeñándose de participar de aquellos entretenimientos, o comunicarse con tales gentes, buscaban separadamente su recreación, paseándose por cierta senda muy sombreada de árboles y apacible por todo extremo.
Esta senda era la que conducía al principal pueblo de la comarca, y por ello, y por no ser tan riscoso el terreno por aquella parte, ofrecía cierta apariencia y espaciosidad muy de molde para emprender un buen paseo, que por tácito consentimiento de los paseantes, tenía su término en una blanca capilla, alzada a San Sebastián por el buen celo de los cristianos viejos que habitaban entre los moriscos de aquellas quebradas.
El césped que crecía al pie de los tapiales de las heredades contiguas ofrecía asiento en todo lo largo del camino, y los ramos y follaje que rebosaban por cima de los setos y bardales, formando una bóveda de verdura, templaban los duros rayos del sol, o las asperezas del viento en las estaciones rígidas del año.
En cierta anchura que abría la senda a distancia igual de la aldea y de la bendita capilla, al lado de una fuentecilla fresca, de clara y sonante agua, y bajo la frondosa sombra de dos nogales hermosos, estaba sentado un personaje, no de la mejor catadura, y que por ser sujeto de razonable influencia en este cuento, no será fuera de propósito presentarlo en este punto con ayuda de cuatro pinceladas.
Su estatura estaba entre los dos extremos, ni muy alto ni muy bajo, bien que si se tomaba en cuenta cierta curvatura de la espalda, que bien le embebía y menguaba dos pulgadas, más se alejaba de ésta que no de aquella medida: ciertas muletas que al lado tenía, mostraban no conservar sus piernas un paralelo bien exacto, y un parche que le obscurecía el siniestro ojo lo daría por tuerto, a no ser que lo encendido, bermejizo y fontanero del otro no lo pusiese casi casi en opinión de ciego, para todo el que tropezaba con tal figura.
El traje no era de gala, y distaba mucho de lo profano, pues del zapato hasta la rodilla no había más adorno que una pierna viva, que si bien tostada por el aire, daba lástima, por sus formas y su vigor, que adoleciese el amo de aquel achaque de la cojera. Desde la rodilla reinaban unas medias calzas de mal pardillo, condecorado con los cuatro títulos de revuelto, roto, raído y remendado, y con esto y un mal gabán pasado con mangas por los hombros se cumplía la buena traza de aquella persona, si es que no contamos un zurroncillo como de pastor que le adornaba las espaldas.
La cara de este mendigo (pues tal nombre antes que cualquiera otro merecía) estaba muy lejos de parecer tan triste como su mal porte pedía; muy al contrario, y con gran maravilla del que lo viera, mostrábase alegre y nada desatalentado, y más bien avenido con las burlas que no con lástimas y quejumbrerías. Estaba sentado con gran sosiego, halagando con una mano el lomo de un buen gozque, que le servía a un tiempo (rareza extraña) de sincera ayuda y de amigo desinteresado, mientras que risueñamente así hablaba con un muchacho, que frontero de él se veía sentado, respondiendo a las curiosas preguntas que le enderezaba el de las muletas.
—Con que dime, Mercado, ya que tus ojos linces por medio de tu bien cortada lengua me enteran y dan razón de lo que mi vista menguada no alcanza alrededor suyo, dime, repito, ese que pasó tan mesurado, ¿es el recién venido para completar las dos docenas de cristianos viejos que viven entre esta canalla morisca?
—Sí, hermano, éste es, Pero Antúnez el viejo.
—¿Este es el que presta un celemín, y recoge dos fanegas de grano de los perros descreídos?
—Hermano, sí.
—He ahí una usura, respondió el soldado, que ningún mal acarrea ni al cuerpo ni al alma. ¿Y el otro que le acompañaba era Juan Molino, el corchete ganzúa, que lleva cuenta de los moriscos que ni van ni vienen a la iglesia?
—Sí, hermano.
—¿El que la hace pagar gallina por falta, o maravedí por descuido?
—Sí, hermano.
—Bueno, bueno; he aquí el primer corchete que no ejecuta el mal, cumpliendo con su empleo. ¿Y pasó también la dueña Bermúdez, la que endotrina a las cristianillas nuevas, y las pellizca si no le toman sus aleluyas, y las repellizca si no la dan sendas blancas por ellas?
—Sí, hermano, ya pasó.
—¿Y el arcabucero Jinez, y el soldado Pinto, y el herrador Ortuño, todos han ido su paso, eh?
—Sí, sí, hermano.
—¿Y ninguno ha dicho, buen ciego, hermano Cigarral, tome ahí esa tarja, o relámase con ese buen cuartalejo de pan?... Vaya, vaya, fuerza será dejar el paso libre a estos cristianos viejos, y ponerse delante de los que no tienen tanta enjundia de rancio en la caridad; pero, ¿quién que tenga sangre pura castellana alargará la mano ante estos miserables aljamisados, que por ladinos que sean, siempre huelen sus pensamientos a Mahoma, como sus palabras a la algarabía? Más vale morir por hambre... Pero alto allá, Mercado hijo, gente suena... Principiaremos las lástimas por si ablandamos la dureza de algunos de estos hombres de pedernal.
—Sí, hermano, respondió Mercado, pasos se sienten, y no haría mal en repetir la retahila.
Y de como esto oyó el del gabancillo y muleta, el manco y de entrambos ojos mal parado, aquél emparchado y éste manantial y bermejizo, así comenzó a perorar:
—¡Oh, caballeros, gente honrada, acudan a socorrer a un león de España, que aquí y allá y por diversas regiones y apartados países ha dado bizarras muestras de su persona en muchos encuentros y batallas, asaltos y escaramuzas; el que siempre acompañó al rayo de la guerra, el glorioso imperante D. Carlos, y que se encontró en cuanta jornada de importancia ha tenido lugar de diez años para acá; al que se halló, tuvo parte y puso mano en aquella famosa de Pavía, rindiendo a más de cuatro que decían mon dieu, y al que miró no de lejos aprisionar al rey Francisco, y no quiso su mala estrella ponerle tan cerca que le cogiera alguno de aquellos diamantes tamaños como nueces que llevaba al cuello, cosa que al rey de los lamparones no le hubiera hecho mayor mal, y a mí estorbara estos pesados trabajos! ¡Señores, al soldado pobre que ha sido blanco en su cuerpo de sendas rociadas de arcabucería, botes de las lanzas y cintarazos de los infantes! ¡Al soldado, señores, al soldado que forzó sobre el campo de batalla a decir viva España, y en distintas y endiabladas lenguas, al francés, al tudesco, al esguízaro, al italiano, al turquesco y cuantos soldados hay en el universo mundo; al estropeado, mal parado y peor herido arcabucero Moyano del Cigarral! ¡Caballeros, gente honrada, acudan, alivien, ayuden y den socorro al más granado de la compañía del bravo Francisco de Carvajal, al arcabucero Moyano!... Pero, Mercado hijo, nadie mosquea; ¿es que vuelven atrás, o que se traga la tierra a los paseantes?
—No, hermano; los pasos del que viene siguen muy reposados, y suenan muy al compás; pero el ramaje, que tanto se inclina y enmaraña por este sitio, roba al alcance de los ojos lo que permite al sentido de las orejas.
—Si vienen con mucha pausa, es sin duda el doctor y boticario Gorgueran, el médico, que cura por igual todos los miembros del doliente.
—El médico, si anda a compás, tose sin medida, y ya por este son le hubiera yo conocido.
—Pues si él no es, será el notario Candurgo, cristiano viejo venido de Berbería.
—No será él, pues a serlo, vendría entonando algún buen salmo, para probar que sabe latín y que es de los buenos y añejos.
—Pues, diablo, será el sacristán, tercera autoridad y persona grave del pueblo.
—Nones y más nones, que a ser él, ya entenderíamos algún ofertorio, que por buen ejemplo vendría entonando.
—Puesto—respondió Cigarral—que ni viene el doctor, ni suena el notario, ni asoma el sacristán, trinidad y compañía la más grave que está al comienzo y cabeza de este pueblo, no hay más que decir, sino que esa persona que autorizadamente marcha, y paso pasito llega, no es ni puede ser menos, y sin ofensa de parte, que el sardesco lucero, jumento principal de don Antonio Gerif, que a esta hora y cotidianamente pasa, en conserva de algún sirviente, por regalos, frutas y flores de la huerta que el rico Antón posee con tantos jardines allá en el río.
Y era así, como sospechaba el buen entender del estropeado Cigarral; pues decir esto y salir de entre las ramas y verdura que ocultaban la vista un jumento lozano y de cabeza entonada, fué todo un punto, y allí mismo, y sin más parecer ni mejor licencia, dió al aire el cuello, y mostrando una boca risueña soltó dos o tres golpes de diapasón, que, si no muy armoniosos, no por eso dejaron de ser repetidos y revocados por la ninfa Eco, y llevados de monte en monte. Y nada de este cuadro ofrecía por sí algo de extraordinario, pues este nuevo interlocutor, que tomamos la libertad de ofrecer al leyente, como siempre, a la propia hora y en el mismo punto y sitio tomaba algún descanso, saludaba por las más veces con toda su garganta aquel asueto a su fatiga.
—Víctor, Víctor—dijo Cigarral—, así haya consuelo con esta visita, como bien me suenan a mis orejas estos ásperos sonidos. Plegue a Dios que lleguen tiempos en que el clarín de la fama no sepa repetir sino estos sones de mi buen amigo, y sírvale de premio tal corona, por las buenas obras de que me es portador.
Y no se engañaba en esto tampoco el cojo soldado, pues saltando quien cabalgaba en el rucio, así le decía, entregándole algo de vianda y algunos otros regalillos, que para entretenimiento de los dientes le sacó de los serones que adornaban al rucio; regalillos que bien pudieran despertar el paladar de un penitente, no que de hombre tan apetitoso como el soldado.
—La hermosísima María—le dijo—me encomienda os dé estas limosnas, que hoy domingo son más abundantes y de mejor gusto que otro día: mucho se encomienda a vuestra memoria, y aún más a las oraciones que digáis a la Santísima Virgen.
—Llegue ella al cielo—respondió el estropeado—como yo la subiré y ensalzaré, y encomendaré con palabras y pensamientos, hasta donde alcance mi humilde merecimiento, puesto que ni todo el lugar en junto, ni cada su morador apartadamente, ni el cristiano viejo por caridad, ni el morisco por el respeto que se debe a un soldado de S. A., como yo, me han dado tanto en un mes como esta hermosísima doncella en un solo día. Lástima es que la naturaleza al sacarla del vientre de su madre, la dotase de tanta hermosura, dejándole así poco que hacer al resplandor de belleza que lleva consigo la caridad; pero cierto es que si la mujer es hermosa por sí, con la ayuda de su blando corazón y piadosa condición, menos que hermosa, es un ángel sobre la tierra, y arcángel será la hermosísima María.
—Amén, amén—respondieron a una el muchacho Mercado y el mensajero del asno, quien, al seguir su paso, le dijo al soldado:
—Con algo de desabrimiento habláis de nosotros, pobres moriscos, y a fe a fe que no sino moriscos son estos bocados que coméis, y no sino morisca es esa María que tanto alabáis y que todos bendecimos.
—Buen Ferri—respondió el soldado—, yo no hablo mal de la gente de tu nación sino por esas malas voces que corren de vuestra mala creencia; por lo que toca a María, ángel es y ángel se estará, y libre se encuentra de tan negra mancha; yo la fío y la confío, y desde el niño Mercado, monaguillo de hopa y bonete, que esto escucha, hasta el licenciado y cura Tristán, y los dos beneficiados, darán la vida por ella. Esto en cuanto a fe y creencia, que por linaje y sangre, quien tiene como ella sangre de reyes, ninguna mácula le puede caber. ¿Quién no respeta a los Granadas y Benegas?[1]. Con que así, hermano Ferri, sosegáos, y no echéis a mala parte lo que apunto y digo, que honrado sois, y honrado me conocéis, y, sobre todo, agradecido.
—La paz de Dios te acompañe, soldado—dijo el Ferri—; Dios es grande, Dios es misericordioso, y mira por los suyos.
—Al diablo por estos tornadizos—dijo el estropeado Cigarral así como vió trasponer al morisco hortelano—; al diablo por estos tornadizos, que siempre responden con sentencias y palabras de compás y medida, que huelen todavía al Alcorán, como pólvora al azufre, y como vasija al primer caldo que encerró en ella. Pero, Mercado, alto allá y no murmuremos, que, a fuer de agradecido, más hace el morisco con ser mensajero dadivoso que yo con callarle sus puntas y collares. Quédate conmigo, monaguillo insigne, que quiero con parte de estos regalillos pagar la buena gracia con que me acoges y hospedas toda noche en tu encogido aposento, librándome así del frío que derrama el zaguán de la iglesia o las plagas que derrama y llueve el mesón único que permite gallardamente el señor duque a estos infelices vasallos. Todavía, amigo Mercado, habrás de pagar tu costa en este banquete, vaciándome algunas de las vinajeras que habrás puesto, cual sueles tú, a recaudo, como varón prudente, pues sabes que el agua del cielo no siempre baja cuando hace sequía, y que para entonces sirven y tienen su acomodo y aplicación los aljibes y depósitos, y aunque no tanto, siempre me contentaré con una buena azumbre para mí solo, pues a ti ningún provecho pueden hacerte estas bebidas ardientes, que en la primera edad previenen y disponen a los muchachos para ser sanguinolentos y coléricos, faltando así a la mansedumbre y humildad, que tanto nos encargan nuestros padres y maestros. En cambio, partiré contigo todos estos adminículos y bastimento, y te alcanzaré, como mejor pueda, sendos jarros de agua de la fuente alta de la plaza, para que te refrigeres y tomes todo placer a la comida.
—Admito—dijo el de la hopa—, amigo Cigarral, tan cordial convite, y en lo del vino nada me advierta, bastándole saber que muy bien sé y se me alcanzan las franquicias, gajes y libertades del oficio del despensero y sisón, para renunciar a lo más bueno y mejor parado de lo apartado, y puesto a seguro por estas mis manos, a hurto del sacristán. Pero entornad la parla inoficiosa, que ya vuelven de la capilla por lo alto del pueblo todos los paseantes que fueron para lo bajo; y siendo así que poco o más nada les entra ni vuestra humildad, ni menos penetran vuestras plegarias estropeadas, soldadescas y lagrimosas, poned en campaña las buenas partes de vuestro gozque Canique, que lo que vos no alcanzáis, acaso lográranlo sus buenas gracias, saltos, danzas y donaires.
—Así sea—dijo Cigarral.
Y dándole dos palmadas a su gozque Canique, éste se aliñó y preparó diligentemente para algo de importancia.
En tanto iban allegándose los paseantes, y en cuanto los sintió a tiro el estropeado, así dijo al gozque:
—Salid, don Canique, can honrado y placentero, y dad cuatro vueltas de villano o de Bran de Inglaterra por lo alegre o autorizado, según más os conviniere, ante los altos señores que os miran, todo por darles gusto y placer.
Y esto diciendo, con dos tejoletes que movía entre el meñique y pulgar de la siniestra, y un tris con tras que sacaba de los palos de las muletas, formaba una como manera de compás, que el can bailador se esforzaba por coger con sus patillas traseras lo más galanamente posible. Lo que no lograran las lástimas, lo alcanzaron las danzas y saltos caninos, cual presumió Mercado, y todos los vinientes se pararon formando corro, admirando y celebrando los donaires de la alimaña. El estropeado, con algo más de aliento, ya cautivada la atención de su auditorio, proseguía diciendo:
—Ahora, don Canique, haced la salva por el Rey de Francia y los otros Príncipes de la cristiandad.
Y el perro daba tres ladridos alegres.
—Ahora, haced la mesura al señor Emperador, vuestro Señor natural.
Y el perro cruzaba las manillas y bajaba humildemente la cabeza.
—Y ahora—repetía—cantad las alabanzas a don Lutero y otros canes de herejes, peores y peorísimos que vos.
Y el avisado can amulaba como un diablo del infierno.
—Ahora emplead las súplicas y pedid albricias, comenzando por el más rico y concluyendo por el más dadivoso.
El perro, que debía haber un mal espíritu en el cuerpo, así como esto oyó, se puso a los pies de aquel Pero Antúnez, usurero honrado, que, como ya se apuntó, prestaba un celemín, y recogía dos fanegas. El buen avaro, bien como se vió señalado y proclamado por el más rico del auditorio, dió un paso atrás, y poniéndose entrambas manos en los bolsillos, daba al diablo al perro, y apellidaba aquello por algo de brujería. El perro, aunque seguía en sus genuflexiones y zalemas, nada alcanzaba; hasta que enfadado el cojo por la esterilidad del tiempo, y la mezquina condición de tanto estante y ningún donante, así dijo a su cofrade, sirviente y amigo:
—Pues, amigo Canique, lo que no dan ni prestan, fuerza será tomarlo; entrad a saco a estas buenas gentes, como allá en antaño en el asalto y saco de Roma; mas contad y advertid que no les habéis de tomar sino de lo superfluo y profano, dejándoles entera la piel, y menos interesar algo del tegumento de las carnes, y sin detracción alguna, que todo lo demás, camisa inclusive, os lo fallo y declaro por buena y legítima presa.
Decir esto, y como cobijarse el maligno gozque con ligereza y travesura del mismo diablo, fué todo un punto, no habiendo arremetida en que no dejase alguna prenda por despojo bajo la salvaguardia del soldado, volviendo a la carga más desesperadamente, brincando, latiendo, lanzándose y agazapándose, siempre huyendo y siempre burlando los quites y reparos de aquella gente salteada. Esta, ya por lo intempestivo del asalto, y ya por la placentera traza del amo y sirviente, no acordaron en lo que les acontecía, hasta que vieron a los pies del soldado quien el lenzuelo del bolsillo, quien la caperuza, cual la gorra, y hasta la dueña Bermúdez miró con escándalo sus venerables tocas, siendo prenda pretoria del burlador soldado. Este tocó a recoger diciendo:
—Alto y parad, hermano Canique: bien lo habéis hecho, y ahora rescatemos estos trofeos, quiero decir que nos los rescatarán, trocándolos por blancas y ochavos, no de otra suerte que hizo vuestro capitán y el mío, Francisco Carvajal, en aquel de Roma. Y no os parezca mal esto, señores, ni se me amostacen por tal niñería, que mi capitán Francisco de Carvajal en aquel saco de Roma, como ya dije, no encontrando su parte de despojo, pues se entretuvo harto en pelear, al revés de otros que medran más, mientras menos se refriegan con los enemigos, tomó traza y medio para enmendar el disfavor de la fortuna; pues encontrando con uno como vos, seor Candurgo (hablaba con el notario del lugar), que era el notario de la santa Dataría, le pidió 200.000 escudos, que no dándoselos el italiano, puso a pique de poner fuego a un monte de papeles que de la notaría sacamos sus soldados a la inmediata plaza, para hacer lumbradas y candelarias; pero el notario, que daba mucha importancia a tanto papel, y que por ello le había amagado por aquel flanco mi capitán y vuestro señor, Canique, queriendo conservar las buenas cosas que allí se guardarían, sin más espera, y como deuda que tiene aparejada ejecución, le contó los 200.000 escudos a mi capitán Francisco Carvajal, que ahora en gracia de Dios y por méritos de sus manos, conquista y arregla esos imperios del Perú.
Los circunstantes, que no se maravillaban menos de aquella taravilla que de las artes caninas del don Canique, mitad enfadados, mitad placenteros, rescataron por este o aquel ochavo o blanca cada uno la parte que perdieron de despojo, si exceptuamos al usurero Antón, que enroscándose como sierpe y guareciéndose en sí propio contra el suelo, cual erizo breñal, se libró de ser prendado en el primer asalto, y que ahora durante la plática se escurrió silenciosamente, dándose albricias que por su industria y buen ánimo pudo libertarse de todo empeño y de toda multa.
El campo quedaba ya del todo en todo despejado, según entender del soldado y del muchacho de la hopa; pero aquél, alzando los ojos, vió que tenía ante sí a otra tercera persona extraña, que sin duda había ocupado lugar al concluir el asalto del perro, y el saco de los paseantes.
Este nuevo personaje, vestido por aquella manera, mitad morisca, mitad castellana, que aun usaba la nación vencida, bien mostraba cuya era su estirpe; si bien el buen porte de sus arreos, lo venerable de su barba, y el respeto que derramaba su persona, mostraba por otra parte no ser de vulgar condición. Este personaje fué el primero que rompió el silencio, diciéndole al soldado:
—Mal hacéis en despojar, ni aun en burlas, ni por un ardite, a vuestros cristianos viejos; pues tenéis a tiro modo más llano de medrar, tomándolo todo de los moriscos. Lo que perdone la farda, lo que dejen las socaliñas y lo que olviden las derramas, tomadlo vos antes que otros de vuestros compatricios; tomadlo, que según vuestros doctores y políticos entendidos, estamos a merced, y lo que nos dejéis, eso debemos agradecer. Con todo ello, bien me place el donaire con que habéis burlado a tanto cristiano viejo. Entretanto, si queréis vos venir esta noche, entrad en mi casa, y asistiréis a la fiesta que doncellas y mancebos celebran hoy por el natalicio de mi sobrina, tu bienhechora. Quedad a Dios, y si mi sobrina María salta del puente acá, decidla que paso voy, para que pueda alcanzarme, pues no me vendrá mal la ayuda de su brazo para subir el último recuesto.
El venerado D. Antonio Gerif, pariente de los destronados reyes de la Alhambra, siguió el camino diciendo estas palabras, acompañado de una inclinación respetuosa del soldado y del muchacho; pues este poder tienen los grandes infortunios de las personas elevadas, que imponen el respeto hasta a los mismos enemigos.
Entretanto que esto pasaba, el de la hopa revolvía una al parecer como bolsa que divisó en el suelo, allí en el mismo sitio donde el usurero Antúnez se atrincheró, encorvándose y encogiéndose para no ser salteado por los tropeles del Canique.
Ya el muchacho se disponía a forzar insolentemente la bolsa, y revolverla y registrarla sin comedimiento alguno, cuando el soldado, levantándose de su asiento, que ni tenía cojín ni respaldo, diligentemente se acercó al muchacho, increpándole su intento, diciéndole:
—Alto allá, y entrégueme ese despojo, trofeo de mi sirviente Canique. El esclavo adquiere para su señor, según toda buena regla de derecho, y nadie me disputará el señorío que ejerzo sobre mi perro; y mirad, Mercado, en prueba de ello, cómo reclama con su inquieto latir, lo que le pertenece de derecho.
El monaguillo repugnaba y tomaba el largo, el cojo insistía y le daba caza a pesar de su manquedad de piernas, y el can, como práctico ya en tal guerra, brincaba y saltaba a las espaldas del muchacho, conociendo bien que no hay como amenazar la retirada para perturbar al enemigo.
Nadie sabe dónde hubiera ido esta disputa, si Mercado, viéndose en tanto apremio y asedio, no hubiera dicho:
—Repórtese, señor Cigarral; su amigo soy, y prendas tiene de ello: si vuestro sirviente hizo el despojo, yo lo he restaurado con mi hallazgo; y bueno será que, si encontramos por sano y bueno el alzarnos con la presa, partamos como buenos hermanos, partiendo así las asechanzas al diablo, que quiere invadirnos y ponernos en rifa. Además, que cualquiera de entrambos que se disgustara haría mal tercio y peor obra al compañero, llevándole nuevas al usurero de la bolsa perdida.
Parecieron tan elocuentes tales razones al uno, y le mostró tal fuerza el último argumento, que afirmándose en las muletas y asegurando en tierra el zoquete que le sobrellevaba la pierna, así dijo alargando la mano al monaguillo:
—Tus palabras, niño, son tan discretas como razonables; en lo de la partija, si hay materia partible, estaba concedido sin ser demandado, pues tanta estimación me merecen tus buenas gracias: y como estaremos juntos hasta tarde, en tanto tiempo haremos toda composición, es decir, que en tu aposentillo, una cosa tras otra y por su orden, iremos ejecutando lo de la cena, lo de las vinajeras y lo de la visita y partija de la bolsa; a no ser que nos asistan razones que muevan a principiar por la bolsa, por preferencia a su linaje y calidad, en lo cual no podrán agraviarse ni los bastimentos ni la bebida.
Acaso no concluyera tan presto este coloquio burlón como maligno, a no ser que el perro, dejándolos de un salto, no arrancara a correr con toda su carrera hacia un sitio señalado de esta escena.
Para mejor inteligencia deberá entenderse que el terreno, que por allí formaba una falda espaciosa, estaba dividido por un hondísimo tajo, practicado por la acción lenta de las aguas, o por alguna otra explosión rabiosa de la naturaleza allá en los remotos siglos. De lejos no se advertía esta abertura horrible; pero de cerca parecía un anchísimo foso por donde pasaba un río entero, que desde lo alto sólo se escuchaba mugir pausadamente, divisándose apenas una como faja de plata, sin más distinción ni claridad; pues tal y tanta es la altura desde donde se mira.
Por lo más encumbrado, en tiempos antiguos, practicaron los moros cultivadores de aquellas fértiles asperezas, un puentezuelo o arcaduz, estribando entre las peñas de aquellos abismos, por donde hacían pasar las aguas de un lado a otro, para regar los jardines y verjeles de la parte inferior. Este puente acueducto se había roto y derrumbado por su clave, ya por la injuria del tiempo, o ya por consecuencia de las revueltas pasadas; mas los aleros del arco, no estando sino separados por vara y media o dos varas, muchas personas de agilidad y soltura, por librarse del cansancio y fatiga de bajar un gran recuesto, y volver a subir la rambla empinada que conducía a la aldea, de un salto ligero, salvando así el tajo, se miraban casi casi tocando a las primeras casas. Aunque el salto no era peligroso, todavía helaba de temor el ver lo profundo del abismo, las negras bocas que se abrían en las paredes cavernosas del tajo y el haber de andar cuatro o seis pasos por el pretil no ancho del puente y arco dividido.
El verdín de la humedad resbalaba mucho; pero unos cuantos golpes de espadaña y juncia, nacidos entre la fábrica y mantenidos por la frescura, prestaban ayuda y apoyo para los atrevidos pasajeros, y hacia este sitio salvaje y pintoresco fué adonde vieron partir Cigarral y Mercado al tercer interlocutor de la escena, el insigne gozque Canique.
Allí dirigiendo los ojos, y a pesar de lo que ya anochecía, vieron desprenderse desde el boscaje obscuro de la ribera opuesta una como sombra aérea, ligera como el viento, que, deslizándose sobre el pretil del arco destruído, y salvándolo de un vuelo, no que de un salto, se acercaba ligeramente entre los saltos y caricias del gozque.
—Ya sabía yo—dijo el soldado—que la acometida alegre del perro no pudiera ser sino por la llegada de la hermosísima María; él paga con sus fiestas y escarceos sus obligaciones de agradecimiento, así como yo las guardo en lo más íntimo del corazón, para manifestarlas en tiempo que puedan ser de algún útil.
En esto llegó aquella tan celebrada por hermosa, tan amada por su piadosa condición y tan respetada por su religiosidad, y cierto que así como llegó y descorrió el velo que pendía de las tocas de su cabeza, mostró maravillosamente que aún pasaba su belleza al encarecimiento de la fama. Su traje era aún el usado por la nación vencida; esto es, toda la profusión oriental, realzada por los golpes de gracia y caprichos añadidos por los moros de Granada, que hacían de su vestido un adorno tan lindo como peculiar a aquel país. El pelo recogido, las trenzas vagando por las espaldas, daban una picante extrañeza a su rostro, iluminado dulce y melancólicamente con ojos del linaje del Yemen. Dos leves y riquísimas girándulas de oro y esmeralda, pendientes de sus breves orejas, mostraban la riqueza de su dueño, así como una cruz que adornaba su joyel, mostraba la creencia de la doncella.
—Dios os guarde—dijo.
Y los cielos parecía que habían hablado por su boca; tal fué su acento de armónico y delicado, y el soldado, con su mejor gracia posible, replicó:
—Si no Dios, al menos los ángeles están en nuestra compañía; vuestro sirviente, dama hermosa, ha cumplido con vuestro dadivoso encargo, y mirad lo que mandáis, que obligación tengo de obedeceros, aunque menester fuera ir a las tierras del Catay, o a la noche de la Noruega; mandad, señora, y no reparéis en este entorpecimiento de mi persona, apoyada en rodrigones de palo; mandadme, que tal fuerza haría la voluntad, que todavía se hiciese obedecer cumplidamente de la ligereza del cuerpo.
—Os lo agradezco en el alma, bravo soldado; pero esas tierras apartadas que por mí queríais visitar, no se miran holladas por los tercios españoles. ¿No es cierto?
—Doncella—replicó el soldado—; yo no sé qué rincón del mundo no habrán ya visitado mis compañeros; pero cuando yo dejé las banderas del Emperador, quedaban nuestros tercios en Alemania, prestos para pasar el Danubio, y el que obedecía al bravo como mancebo Lope de Zúñiga, ya os he dicho...
—Adiós, soldado—le dijo la doncella dando un blando suspiro—. Adiós.
A pocos pasos de distancia volvió hacia el soldado, y le dijo:
—Esta noche hay velada en la casa de mi tío; podéis allá ir a recoger limosna. De este modo miraréis bien como cristiano viejo (y la doncella se sonreía agradablemente) que estos festejos distan mucho de las zambras y supersticiones con que los mal intencionados acusan a los de mi nación.
—Sí, iré, hermosísima María—replicó el estropeado—; pero entended que, aunque el mismo fiscal del diablo soplara y acusara a cuantos moriscos hay desde El Cairo hasta aquí, sólo así como os viera en un lugar bastaría para sobreseer y desistir de todo pensamiento sospechoso, cuanto más que de otras demostraciones más vigorosas, pues donde vos estáis, bien así como la noche de la luz, han de ir a mil leguas Mahomilla y don Satanás.
No pudo oír replicar el soldado, pues María ya traspuso por entre las sombras de los árboles desde la primera palabra, y la blanca alcandora que vestía flotaba entre el verde obscuro de los ramos.
María se acercaba hacia la aldea diligentemente, para ayudar con su brazo los cansados pasos de su tío en el subir el recuesto fatigoso que ya hemos apuntado.
Llegó al apoyo de piedra que servía de arranque a la subida, sitio donde siempre era esperada, y no encontrando al anciano tío, ocupó, mientras aguardaba, aquel asiento, entregándose a las imaginaciones que la soledad, lo apacible de la hora y la edad breve de diez y ocho años llevan siempre consigo en el blando corazón de una mujer.
A un lado y otro volvía los ojos con tierna inquietud, hasta que, dejando ir su diestra y linda mano debajo del pecho, y con la siniestra manteniendo la hermosura de su mejilla, fija la vista en la luna, que ya parecía entre los cielos, estuvo extática un breve instante, hasta que, dando un blando aliento, y casi sin abrir los labios, y como si esta armonía se le deslizara furtivamente por ellos, cantó esta cantinela, por aquel tono triste y penetrante de los cantares moriscos:
CANTINELA
¡Dónde estás,
dónde estás, amigo mío!
Ora acaso gala y brío
mostrarás
cabe el Elba o Reno frío.
Fiera lid,
fiera lid y sus azares
tú prefieres, o ir por mares,
bravo Cid,
a este suelo de azahares.
No más ya,
no más ya tu mente amada
en placer embelesada
llorará
los vergeles de Granada.
Pienso en ti,
pienso en ti con dulce empeño
cuando el plácido beleño
me da, sí,
con tu imagen blando ensueño.
Otra flor,
otra flor de más belleza
prenda acaso tu fineza
con su amor:
¡Ay, mi Dios, qué cruel tristeza!
Mientras yo,
mientras yo, apartada y sola,
canto y lloro con mi viola:
"No irás, no,
del pecho de tu española."
Al llegar aquí, la titulada doncella sintió una mano desconocida que la llamó en el hombro, y estremeciéndose y volviendo el rostro, miró entre las ramas levantarse las blancas tocas de un turbante, y luego un mancebo saltar gallardamente ante sus ojos, diciéndola:
—No te asustes, prima, esposa y señora mía; tú, hermosa Zaida, como te nombra el corazón mío, o bellísima María, como te nombran nuestros altivos vencedores, queriendo así los soberbios, trocándonos los nombres, arrebatarnos los títulos y motes de nuestra elección; tú, Zaida mía, has visto llegar la luna de Rajeb, término puesto por nuestro tío para este enlace afortunado, única dicha que les resta a los dos vástagos de los Reyes de Granada, a los descendientes de los Califas del Oriente y sucesores de los Omiadas de Córdoba. Este término deseado lo vi llegar en estas costas de Berbería, donde buscaba apoyo para sacudir la funesta servidumbre que nos agobia; desde allí, alegre con mil promesas, y más alegre con las esperanzas de mi ventura, me embarqué en una goleta, que antes de ahora me hubiera echado en estas playas de España, a no tener que esquivarse de las Galeras de Leiva, que han vuelto de Sicilia. Al fin, hace tres días que tomé tierra, a despecho de los corredores y atalayas de la costa, y llegando como llegué a esta aldea, donde sabía que era aguardado de los míos, y abrazando a nuestro tío en esas casas que se ocultan entre las alamedas, he venido a presentarme a tus ojos, ya para llevarme yo mismo las albricias, si tal merezco, o para anticiparme a la pena, si es que mi desgracia no alcanza otro premio.
Luengos instantes estuvo la hermosa morisca, fijos los ojos en la tierra, sin articular palabra alguna, hasta que, pasando la mano por la frente, como si pidiera ayuda a su discreción, algo más sosegada, le respondió al mancebo de esta manera:
—No sé, primo y señor, cómo es (si vuestra memoria no os ha abandonado) que os atrevéis a entrar por las puertas del alma mía, llamándome por otro nombre que el de María, único que reconozco, único que quiero, y sólo por el que responderé de hoy más hasta la muerte. Esta irrevocable determinación mía bien os mostrará cuál sea mi pensamiento en esas locas esperanzas de coronas y de imperios. Si es que nuestra miserable nación ha de emprender algún día el imposible de su libertad, aguarde a que los vencedores castellanos adolezcan de la misma enfermedad y corrupción que desmayó a los moros de Boabdil, y tomen este largo plazo, y conténtense o resígnense al menos con él, ya que no supieron, o no pudieron, o, por no lo decir, no quisieron defender su libertad y su independencia, dejando para un "mañana" incierto lo mejor que parecía en un "hoy" seguro de seguras y firmes esperanzas.
No quiera Dios que mi nombre ni la sangre de donde vengo entren a parte, para provocar tamañas desdichas sobre nuestros antiguos vasallos, y menos para arrebatarles la mísera fortuna que les resta, dándoles, en cambio, la servidumbre y la muerte. Si alguna esperanza pueden tener las que nuestro tío ha podido inspirar sobre mi posesión, fuerza será que abandonen vuelos tan locos y osadías tan temerosas, por lo mismo que son tan atrevidas. No alhambras, no coronas quiero; no ansío ni por esclavos ni por tesoros; no anhelo por las fiestas ni por las zambras; quietud quiero, mi hogar me basta, los bienes de mis padres me sobran en parte; y puesto que mi dicha me ha dado una en una religión santa, en ella quiero morir a trueque de los mayores bienes, ya que bienes queréis llamar a los que, si se consiguen, han de comprarse en tantos duelos, fuerzas, lágrimas, hogueras y muertes. No, primo; si os pude considerar árabe lejos de mis ojos, abanderizando el Africa, confiándoos en la fe berberisca y combatiendo inútilmente en la Goleta y Túnez estos mismos castellanos que queréis vencer en nuestro país, nunca presumí que en ánimo morisco, quien nació ya cristiano, viniese a ofrecer su amor a quien no quisiera ver un príncipe en un amante, sino sólo un caballero.
—No más, Zaida—le interrumpió el mancebo—; tu palabra última revela cuanto pasa en tu corazón. Esa fe de que tanto blasonas acaso se sostiene más en ti con la memoria de un caballero que no con las pláticas de las misiones; más con el recreo de los papeles y endechas, que con la lectura de catecismos; pero no cuentes con burlar a nuestro tío ni burlar las esperanzas mías.
¡Vive Dios!...
Algo más de colérico hubiera dicho el moro, a no haber llegado el viejo Gerif, quien, apoyándose en aquellos dos reales vástagos de su familia, los hizo andar hacia la aldea, él pensando en las grandezas pasadas de su estirpe, el mancebo en su engrandecimiento futuro y María en el bien pasado, las angustias presentes y en lo incierto del porvenir.
En tanto de esto, el estropeado y Mercadillo, sentados en la celdilla del campanario, noble aposento del monaguillo, a la pavilosa luz de una de tantas candelillas como sisaba el muchacho, entrambos repasaban los papeles y envoltorios de la bolsa que olvidó el honrado usurero. Al cabo de buena pieza no pudo más el soldado, y dijo:
—¡Vive Dios! que todo el dinero lo tiene el bueno de Antúnez situado a ganancias, tal es la esterilidad de su bolsa. Pero en trueque papeles a carga: no queda más remedio... nóminas... listas de préstamos... no resta más senda, Mercado amigo, que aplicarle a este prestamista la receta que mi capitán Francisco de Carvajal le aplicó al susodicho notario romano, el de los 200.000 escudos. O múltese Antúnez, o sus papeles sufrirán el auto de fe más riguroso que ha visto Toledo. Pero alto allá: este otro papel es de fresca data, y envuelve otro papel cerrado y sellado con blasones y armerías. Antúnez no se contenta ya con la delgada usura de los aldeanos, y presta también a los grandes señores. Pero leamos; y en seguida así leyó el soldado:
"Mi buen Antúnez, he llegado con órdenes de Su Majestad a la Aljecira en las galeras de Leiva: vuestras cuentas las he aprobado: no por ellas, sino para asunto de importancia quiero estar a recaudo en esa aldea y en vuestra casa, a hurto de todo curioso, por dos o tres días. Ese billete entregadlo, y vuestra vida me responde de vuestra fidelidad.—Don Lope de Zúñiga."
—Mejor dijera, dijo el soldado, vuestro dinero me responde, y fuera mayor encarecimiento. Pero este don Lope y de Zúñiga, y viniendo con órdenes, y en las galeras de Leiva, no puede ser sino el superior de un tercio y amo mío; y ahora recuerdo, Mercado hijo, que oí decir que tenía heredamiento por estos rincones de Andalucía. Este don Lope, amigo Mercado, es el más valiente hombre del mundo, capaz de dar el último maravedí, como la última estocada, si aquél le obliga u éste le ofende. Y te digo esto para que moderes esa curiosa picazón que leo en tus ojos y que quisiera penetrar e insinuarse por los poros y resquicios de este cerrado billete; bien así como si fueses pegajosa humedad que todo lo traspasa. Modera, repito, esa picazón, pues no nos valiera, si hiciéramos tal demasía, aunque nos sepultásemos en el nicho último de la honda bóveda de las ánimas. Entretanto resolvamos y fallemos qué hemos de hacer para obligar al que mata, es decir a don Lope, para agradecer a la hermosa, quiero decir, a María, y para multar al honrado usurero.
Grandes debates tuvieron, y divididos en pareceres se mostraban entrambos amigables componedores, hasta que cansados por el fastidio, más que no convencidos por buenas razones, ejecutoriaron por capítulo principal, primero callar tal descubrimiento con la debida discreción, teniendo presente entre varios fundamentos la soberbia condición y brazo fuerte de aquel misterioso don Lope. En segundo, que el billete buscaría el soldado medio aquella noche en la fiesta para ponerlo en manos de María; y último y final, que el rescate que se lograra por los demás papeles del honrado Antúnez se dividiría entre los dos, el soldado y el de la hopa, salvo el quinto, que antes de todo debería sacarse en pro y beneficio del gozque Canique, que tanta parte tuvo en aquella buena ocasión.
El soldado recogió sus ayudas y muletas, aseguró el zoquete que mantenía la siniestra rodilla, y en conserva de su gozque enderezó derecho a la casa de Gerif, donde se admitían en fiesta aquella noche los principales moriscos de la aldea.
La casa de Gerif era de apariencia; la puerta de entrada salía a uno como vestíbulo ancho y espacioso, sostenido en redondo por arcos moriscos, formado cada uno por cuatro pilastras arabescas. En medio surtían tres fuentes de agua cristalina, encerradas en cercos de álamo y albahaca puesta en tiestos de búcaro y azulejos: macetas de amáraco y verdones halagaban el olfato o la vista, según fuera el sentido que quisiera recrearse en tales plantas; y como al frente hubiese tres puertas que daban a los huertos y jardines, y como éstos iban subiendo en anfiteatro a medida de lo que allí se enriscaba la sierra, se gozaba desde el vestíbulo de la mejor vista del mundo entre doseles de enredadera y celinda, entre pirámides de verdura o entre obeliscos altos de jazmines, álamos y cipreses.
Los pimpollos de las parras y los ramos de la madreselva asaltaban desordenadamente aquella estancia, trayendo hasta en medio de ella los colores de la púrpura y los olores del ámbar, pareciendo todavía más encantada esta escena con los golpes de luces y luminarias que iban por las cornisas de las columnas, con las girándulas que se mecían en los arcos y con los fanales pintados y faroles caprichosos que se sostenían de los ramos y pimpollos de los huertos.
Mucho concurso llenaba ya la casa cuando llegó el soldado a los umbrales.
Las costumbres árabes, alteradas antes que puestas en olvido, y las usanzas castellanas admitidas y siempre repugnadas, daban mucha extrañeza a este festejo.
Las doncellas moriscas con sus tocas en la cabeza, con sus velos arrojados sobre el hombro, con sus alcandoras pintadas, con sus carcajes de oro al comienzo del borceguí y sus brazaletes de piedras en las manos, ponían el colmo a su aliño con el alheño de los ojos.
Este afeite, ideado para dar mayor realce a los ojos, daba al rostro femenil una expresión de voluptuosidad irresistible para los moros españoles, y nunca fué posible arrancar este uso hasta que aquella infeliz nación fué descuajada de sus hogares.
Entre la turba alegre de aquellas bellas orientales, y sobre los almohadones de damasco, se hallaba María o Zaida, como la nombraban los moriscos celosos, y que miraban en ella un vástago de sus pasados reyes. María sola descuidó el afeite de sus ojos, ya por despreciarlo como ocioso, o porque fiase más en el poderío de los suyos.
En la parte inferior, y separados enteramente de las que ellos llaman el cielo en la tierra, estaban los mancebos adornados con los bordados más ricos y con toda la ataujía oriental.
Los añafiles y atabales, los albogues y tamboriles resonaban alegremente por la estancia: algunos mancebos ya habían dado muestras de su destreza ensayando los asaltos y bailes que tanto tenían de desenfado árabe, como de galantería castellana.
El primo de María, Muley para los moriscos y don Fernando entre los españoles, como desdeñando de emplearse en tan frívolo pasatiempo, sirviéndole de arrimo una de las columnatas, no pensaba sino en sus proyectos, y sólo parecía asistir en la zambra por el ahinco con que derramaba a veces la vista en su hermosa María. El mancebo, venciendo por su riqueza a cuantos le rodeaban, sobresalía por su gentil estatura, descollando sobre los más aventajados en todo lo alto de la cabeza.
A este propósito llegaba nuestro estropeado a la puerta, y allí encontró dos castellanos que así hablaban:
—No hay duda, amigo Juan, sino que esta zambra tiene más apariencia que lo usual y ordinario. Se suena que cierto mozo principal ha tomado tierra en esas calas de la costa, viniendo de Berbería, y que a su buena venida es este festín y zambra. A fe a fe que todavía no ha entrado ni un cristiano viejo; y ¿cómo han de venir si no los llaman? Y ¿cómo han de ser llamados, si los descreídos quieren estar solos para sus prácticas y maquinaciones? Vamos, hermano, que vos como alguacil, y yo como persona de autoridad del pueblo, debemos dar cuenta de todo al alcalde de nuestro Ayuntamiento.
Y al partirse, y reparando en el soldado, añadió el otro:
—Este Cigarral todo lo asalta y con todos se comunica: bien va, y será recibido a las mil maravillas, que a falta de otras hechicerías, bien podrá prestar a la chusma las buenas habilidades de su gozque.
Entretanto, el estropeado entró seguido de su perro, y sin cuidarse del mal ojo y sobreojo con que muchos le miraban, soltó sus palos y tomó asiento en el suelo entre la gente inferior de la familia, poniendo por trinchera de sus rodillas al perro, que asentado con mucha compostura sobre sus piernas, se apoyaba en las zarpas delanteras alzando el cuello, levantando las orejas y mirando atentamente a su bienhechora María, a quien saludaba de su mejor modo, moviendo mansamente la cola. Acaso el agradecido perro la hubiera saludado más señaladamente desde lejos y a despecho de la fiesta, si no sintiera la mano de su señor, que según sus cuentas le mandaba quietud y silencio, y así todo quedó tranquilo.
María se sonrió blandamente al ver entrar el soldado; éste, contento con tal distinción, bajó humildemente la cabeza con tanta cortesía como reverencia, y al alzarla se encontró con la vista de Muley, que lo miraba con ojos de desprecio y de una cólera mal reprimida; pero el soldado, con gran enojo de algunos y mayor maravilla de todos, no huyó su rostro de tan feroz mirada, antes bien la provocaba con su gesto maligno y burlador.
Acaso la zambra se hubiera turbado desde aquel punto, a no ser porque María, dejándose vencer de tanto rogar y tanto suplicar, no pulsara la vihuela y entonara maravillosamente, por lo blando y expresivo, el siguiente:
ROMANCE
En un alazán brioso,
por entre bravos jarales,
huyendo, huyendo Jarifa,
en grupas va con su Zaide.
El caballo va contento,
contentos van los amantes:
el corcel, por ir saltando;
los dos, por ir a gozarse.
Cabalgan los dos, cabalgan
por entre obscuros breñales,
que quien a hurto camina
de ocultas sendas se vale.
La vuelta van de la playa,
huyendo el odio de un padre,
para echarse en un esquife
y en Tremecén repararse.
Ya llegan a la alta cumbre,
ya ven azular los mares,
ya ven mecerse las velas,
ya piensan hollar la nave.
Mira, mira, dice el moro;
mira, mi amada, cuál salen
inquiriendo nuestras huellas
los jinetes del algarbe.
No temas, ella responde;
no temas, mi bien, mi Zaide,
que un encanto aquí me asiste
que presto a los dos nos salve.
Es un listón prodigioso,
fadado con hados tales,
que dos que con él se ciñan
cierto invisible se hacen.
Probemos, Zaide, probemos;
usemos mágicas artes,
y en su insensata pesquisa
nuestros verdugos se cansen.
Desdobla el listón Jarifa,
con él se anuda a su amante,
cuando de presto, ¡oh, qué espanto!,
ven una sierpe soltarse.
El fiero dragón se enrosca,
los ciñe en negros dogales,
el pecho para oprimirles
y los pies por cautivarles.
Que tal listón receloso
dar hizo a Jarifa el padre
para que hallase la muerte
donde sus gustos buscase.
Llega el rey enfurecido,
vibrando el sangriento alfanje,
y abrióle el pecho a Jarifa
y el cuello dividió a Zaide.
La algazara en los plácemes y vivas fué grande, los instrumentos redoblaron sus ecos y las bendiciones llovían sobre doncella tan hermosa, tan coronada y cumplida con cuantas dotes halagan los sentidos y cautivan el alma.
El soldado no podía resistirse en tanto a la admiración que le movía aquella estancia y aquella riqueza; allá en su imaginación todo lo confería con las mejores y más ricas cosas del mundo que había contemplado, y para sí decía:
"Estos moros denles agua, y os sacarán verdura de una peña; denles verdura, y os darán un jardín, y con jardines y su idea allí os levantarán una alhambra donde mismo se os antoje el pedirla. Ellos dicen que su paraíso no es sino verjeles; pero entretanto, y por lo que acontecer puede, no son sus moradas sino otros tantos paraísos. ¡Descreídos! ¡Y nosotros siempre astrosos y sin tener un árbol donde gozar la sombra y la frescura!"
Mientras esto él imaginaba, un suelto mancebo danzaba en medio del cerco lo más galanamente posible. Hería el suelo tan blandamente, que no parecía sino que se deslizaba por sobre el pavimento, o que algunos hilos invisibles le sostenían de arriba y le columpiaban al son de la música. Con la mano diestra mostraba un adufe revuelto con listones de colores, y que engarzando mil campánulas y pequeñuelos y sonantes címbalos, correspondían, ya viva, ya suavemente, con la armonía de los músicos. A veces el danzador, en medio de su carrera, pasaba y repasaba ligeramente el adufe por debajo de sus hombros, a veces lo lanzaba perdidamente por los hombres, y como si estuviese atado a la voluntad del mancebo, siempre le venía a las manos limpia y galanamente. Los ojos se perdían en tantas ruedas, sesgos y revueltas; involuntariamente todos seguían el cadencioso moverse del que danzaba, y todos, inmóviles en sus asientos, todavía se engañaban fantásticamente, creyendo cada uno ser el bailador, que no el que real y ciertamente llevaba la danza.
Cada cual de aquel concurso, tanto hermosas como galanes, fué dando, para contento de todos, cumplidas muestras, aquéllas de sus gracias y éstos de sus destrezas, aplaudiendo siempre y cordialmente el soldado a todo, como si tuviese mayor placer en ello, por lo mismo que recogía aquellas visualidades por el encogido arcaduz de un ojo sólo, y éste también lisiado y enfermizo. Pero también tuvo que ponerse en plaza y público anfiteatro, pues no faltando quien adivinase las buenas gracias del gozque, los chistes del amo y las retahilas que relataba, todos apremiaron al estropeado para que divirtiese la fiesta, no pudiendo excusarse éste de tanto ruego, ya por la demanda y ganancia que pudiera haber, ya por cierta idea que le bullía en su magín.
Ello es que todo era hacerse consejos y consultas sobre aquel negro billete del don Lope, y de ver cómo podría hacerle llegar a verdadero recaudo, según y conforme al deseo de su dueño.
Según las veras y ahinco con que trazaba esta trama el soldado, bien parecía tener alguna estrecha obligación que le inducía a ello; pero de ello, quier que fuese, es cierto que pidió la vihuela, y después de acordada y de dar las palmadas a su gozque, comenzó éste a saltar de buena manera y el amo a tocar por la escuela más extremada del mundo; hubo lo del Rey de Francia, lo del saludo al Emperador, el besar las plantas de la más hermosa, el señalar las que estaban de boda y otros donaires de tal parecer.
En todas las gracias del gozque se veía una preferencia señalada por su bienhechora María, no habiendo vuelta en que no diese muestras de sumisión o contento cuando pasaba cabe la hermosa morisca. Cuando la señaló por la más bella nadie paró atención en ello, pues cada cual en su imaginación aprobaba lo mismo, y era fácil imaginarse que el gozque estaba ya adiestrado en el donaire; pero cuando la señaló también por estar de boda, y que como queriendo huir de ella y como buscando otra en quien hacer señalamiento, y no encontrándola, volvió a María, y la señaló definitivamente, el gozque dejó entonces escapar un gemido tan lastimoso, que erizó el cabello a todo el concurso. Pero esta impresión fué pasajera y como relámpago en noche serena; así pasó como fué olvidado enteramente en la memoria.
El soldado, llamando a sí el perro, prosiguió:
—Ahora, don Gozque, vais a ser mensajero del amor, oficio que requiere examen de destreza y título de fidelidad; cuidado con trocar los frenos, que de tan lastimoso descuido suelen provenir grandes desaciertos, y en ello vuestro buen nombre debe quedar a salvo de cargo y responsabilidad. Tomad la posta, y tanto dure vuestro viaje como la música y letra de vuestro amo.
Y esto diciéndole, y pasándole la mano por la boca, como si le pusiese algo en ella, y después inclinándose a su oreja como para encomendarle alguna cosa, lo dejó ir, agarrándose él a la vihuela, la que, rasgueando diestramente, cantó con ella.
MOTETE
Mensajero,
corre y ve,
corre y ve presto y artero,
y de ausente caballero
llévale
a su amor
el billete más sincero.
No está lejos,
muy más fiel,
muy más fiel a tus consejos:
Busca ansioso los reflejos
de un clavel
que dejó
entre búcaros y espejos.
El gozque corría desesperadamente en torno de los festejantes; dió tres vueltas, y a la tercera, cuando cesaba la cantinela de su amo, saltando delante de María, provocando las caricias de ella con sus donaires y juegos, no descansó hasta que aquellas blancas manos de espuma y armiño viniesen halagosamente sobre su figura canina, y entonces, como si tuviese un instinto superior a su naturaleza (tanto puede el arte), lo dejó caer y depositó entre las manos de la doncella el billete que tantas ansias y anhelos había arrancado a diversas personas.
María, que muy bien entendió la inteligencia del cantar, y que ni una mínima palabra de él dejó ir de su memoria, viendo las señas casi discretas del perro, recordando que por aquel mismo tiempo en que estaba debería tener nuevas de su ausente, percibiendo en aquel punto un papel entre sus manos, y, más que todo, sintiendo levantarse en su alma mil esperanzas de contento y gusto, no pudo resistirse de tomar aquel mensaje, y, lo que es más, de tomarle encubiertamente y sin dar sospecha a nadie. Su discreción alcanzaba la tempestad que hubiera alzado si a la borrascosa condición del primo, y al receloso natural del tío, y al odio de todos los moriscos para con sus vencedores, hubiera venido a juntarse una sospecha, verificada al punto con la prueba plena de un billete.
Muley o don Fernando (pues cualquiera de estos dos nombres no da ni quita nada a lo riguroso y altivo de su condición) seguía con el alma, que no con los ojos, todo el curso de aquella farsa; y si bien es verdad que si no vió el embutir del billete en la boca del gozque, ni el pase del tal depósito a las manos de María, siempre sospechó que allí hubiese algo que se escondía de la atención común. Por lo mismo, y para salir de tanta incertidumbre, puso en obra al punto el pensamiento que le sugirió su recelosa sospecha.
—María—dijo dirigiéndose a la hermosa prima—, hoy es el día de tu natalicio, y ésta la hora de media noche, hora en que tantos prodigios suelen verificarse. Las doncellas de nuestra familia es fama que en tal día y en igual hora pueden sacar ciertas maravillas del mundo invisible, o curar alguna dolencia rebelde según quieran y según las fórmulas sabias y poderosas que empleen. Pues bien, no hagas nada de prodigioso, pero prueba (pues a ello debe moverte tu natural compasión), prueba, repito, tal poder en ese lisiado pobre, y ya que, aunque cristiano viejo, asiste a nuestros regocijos, saque de ellos, además de la limosna, un bien que en balde querrían dárselo los suyos.
Así como habló Muley todos fueron de su parecer, y allí fué rogar a María y Zaida, pues cada cual la nombraba según su mayor o menor afecto a la religión santa, y muchos la llamaban por entrambos nombres.
María repugnaba honestamente tal empeño, pero las súplicas fueron tantas, el objeto se lo presentaron por tan piadoso y tanto de encarecimientos y halagos fueron y vinieron, que al fin, dándose por rendida, y confiando en la negativa del soldado, que como cristiano viejo no admitiría tales prácticas, replicó:
—Puesto que a despecho de mi gusto habréme de vencer a lo que se me pide, todavía no me prestaré a ello si el mismo soldado no me lo permite no callando, sino que quiero oirle yo misma la súplica de su boca.
—Hermosa María—le replicó alegre el soldado—, no sólo deseo que toméis parte en este consuelo mío, sino que os lo suplico lo más rendidamente posible, que aunque yo no tengo en mucho tales prácticas, le doy en trueque tal encanto a la belleza, y tal fuerza y poder a la intercesión de un ángel, que sólo con que vos pongáis mano en ello ya me cuento por curado y franco y libre de lisiadura y de ceguera.
A esto oír se levantó María entre turbada y pesarosa, y desdoblando un listón, lo pasó por la rodilla manca del soldado, aquélla que apoyaba sobre el zoquete de madera, y asimismo, relatando en silencio unos como versos o nóminas, ató luego los dos cabos del listón, diciendo:
—Mendigo, así te engarce tu rodilla como enlazados quedan estos dos cabos; y decir esto y levantarse el soldado, arrojando el palitroque de la rodilla, y repetir a gritos ¡milagro, milagro!, fué todo un punto.
Todos quedaron absortos; unos dudaban, los más se afirmaban en la verdad de aquellas prácticas, y María, apartada al lado, y espantada de semejante maravilla, se deshacía en protestas, de que ella no tenía parte en aquella máquina diabólica, prometiendo no repetir más nunca tan pernicioso ejemplo, y asegurándose con la mano puesta en la cruz del joyel, parecía que ella buscaba un testigo que certificase de su inocencia. Entretanto, el soldado, a voz de contrapunto, clamaba así:
—Otra palabra, bella María, y de todo punto desaparece mi triste lisiadura, y otra y última intercesión, y desaparece mi ceguera.
Los del baile aplaudían, muchos preguntaban, todos respondían, gritaba el soldado y saltaba y latía estruendosamente el perro. Todo era algazara, todo confusión; de repente ábrense las puertas de la calle, y vense entrar por ellas el Ayuntamiento de los cristianos viejos con todo el aparato de justicia; el alguacil Molino, de vanguardia, y la dueña Bermúdez, en la rezaga.
—Mirad—dijo ésta—, ¡oh, reverenda justicia!, dónde están mis endotrinadas; huyen mi enseñanza saludable, y se entregan a sus zambras, y no advierten en traer con ellas a la prudencia y virtud personificadas en una dueña; los luengos mantos espantan a los almaizares y alcandoras; vigilancia, alerta, reverenda justicia.
—Callad, dueña Bermúdez—dijo el alguacil—; aquí hay algo de mayor cuantía que vuestros chismes dueñescos; aquí hay prácticas, aquí nóminas; luego debe haber multas.
—Utique—replicó el notario.
—Pues mirad ahí, por sí mismo—prosiguió el honrado alguacil—, la pierna de palo del soldado Cigarral, curado de golpe y por persona que no tiene ni puede tener título para ello. ¿Qué es esto, señor? Es fuerza ver fin y punto a las contemplaciones; también suenan ciertos rumores de moros berberiscos saltados en la playa, y que se abrigan en estos contornos. ¿Qué es esto, señor, no hay justicia? ¿Se han de permitir por más plazo los tratos y contratos de los rebeldes, la murmuración y las sediciones? ¿Qué es esto, señor? ¿Señor, dónde estamos?
Nadie sabe dónde hubieran llegado los apóstrofes y acriminaciones del multador alguacil Molino, corchete ganzúa, según el buen dictado e intitulación del soldado, si una inesperada peripecia no le cortara el rápido vuelo de su elocuencia.
El suceso fué un bien asentado golpe de revés en la pecadora boca, que dió con el orador y su elocuencia en tierra, y volviéndose el caído y todo el concurso a ver de qué mano se había disparado el ballestazo, vieron salir por delante de todos el airado cuanto venerable Gerif, quien buscando con la vista al alcalde para encomendarle sus quejas, así como tropezó con él, así le dijo:
—No creyera yo que donde estáis vos tomara, en son de reprimenda, la palabra persona tan mezquina de condición como de menos valer por su ejercicio, y tanto más tratándose de agravio con persona de mi calidad.
Yo, por ser quien soy, por alcalde del Ayuntamiento de los míos, si vos lo sois de los cristianos viejos, y por las honras que el Rey quiere que sean guardadas a los hijos y parientes de los reyes, bien puedo festejar a quien se me antoje, no admitiendo en mi compañía sino a quien me iguale, o a los que por estrecho de amistad me obliguen a ello.
Fué interrumpido aquí el ilustre Gerif por el alcalde del Ayuntamiento viejo por mil excusas y cortesías, las que subieron de punto así que vió a María ser como el astro que presidía aquel sarao.
—Bien habéis hecho—añadió a Gerif—en corregir de tal modo al alguacil por su demasía, siendo mi venida por curiosidad y festejo, y de modo alguno por enmienda ni admonición.
Calmóse entonces la alarmada ira de los unos y el odio ardiente de los otros, vistiéndose otra vez los aceros de las espadas y dagas, ya casi desnudas y prestas a encender en fuego aquella que principió dulce y apacible fiesta.
Trocada en sosiego la inquietud pasada, las cosas volvieron a su orden primero, recobrando la fiesta la turbada alegría. Los nuevos entrantes tomaron su lugar, según y conforme a su calidad y condición, logrando al fin la dueña Bermúdez el verse presidiendo la banda de aquellas palomas, no tan blandas y obedientes como ella quisiera.
El buen Antúnez, el usurero honrado, también fué de los entrados de antuvión, buscando medio, si no para hallar el perdido envoltorio, al menos para dar parte de todo a María, y conferir con ella qué artes podrían trazarse para recobrar cosa de tanto interés. El, pensando tan ahincadamente en ello, manifestaba a los que le conocieran su flaco, cuánto esmero ponía aquel vampiro de la hacienda ajena para ver aprobadas sus cuentas, y que las diese su amo y señor don Lope por de buena data.
Así que, ganando un lugar y deslizándose por aquí, y pasando por acullá, haciéndose el poste a veces, afirmándose otras, y siempre mejorando de puesto, ello es que al fin se puso a tiro silencioso del objeto de su viaje, término y blanco del correo perdido, la hermosa María. Esta, que en algún intervalo se procuró tiempo para leer el billete, ya se miraba por él instruída de la venida de su amante a Algeciras, y de cuán próximamente habría de llegar oculto a la aldea. Así que al punto que el perdidoso le habló de su desgracia, la morisca le consoló con la noticia de que ya el papel estaba en sus propias manos, que no fué menos que volver el alma al cuerpo de aquel pobre y restañar la herida por donde sospechaba él que perdiera su hacienda, y con ella la vida.
Ya iba el usurero, como quien por el sedal busca el pez, a preguntar de dónde vino el hallazgo del billete, para introducir al punto la petición de su bolsa perdida, sus papeles y apuntamientos: tal iba a preguntar, cuando de pronto o como viniendo de los cercos huertos, se dejaron oír las puntadas más blandas y dulces, y el instrumento más celestial que aquellos habitadores habían oído; tal era la extrañeza y la dulzura de la música.
—Alto allá—dijo para sí el soldado—; esto que suena es arpa, y quien la toca, fuera de ser de los diestros, ha cursado mucho por los castillos y torres góticas de Alemania.
Entretanto, cesando de sonar sola y señera el arpa, sus tonos llegaron de nuevo a la fiesta, casados con las razones de esta.
BALADA
¡Ay de mí!
¡Ay de mí, dulce tesoro!
Por ti solo, a quien adoro,
dejo, sí,
gloria, lid, clarín sonoro.
El laurel,
el laurel de la victoria
no borró, no, nuestra historia,
ni amor fiel
nunca, nunca en mi memoria.
El azul,
el azul de bellos ojos
y la faz de albores rojos
a un gazul
no le curan sus enojos.
Que de allá,
que de allá región tan fría
con ilusa fantasía
volará
al jardín de Andalucía.
¡Ay, Dios!, quién;
¡Ay, Dios!, quién un sol no deja
por besar con blanda queja
de su bien
una mano por la reja.
Tú, clavel;
tú, clavel, con tus dos soles
me hallarás en tus crisoles,
el más fiel
de los nobles españoles.
Cuáles fueran los pensamientos y contrarias resoluciones que estos acentos levantaron en los ya recelosos e inquietos corazones de las diversas personas del festejo, no es cosa que se sujetaría a fácil explicación: basta decir que María esperaba, que el soldado reía, que amenazaba Muley, que Gerif se inquietaba, el usurero temía, y que todos, ya curiosos, no ansiaban por mejor cosa que ver con los ojos aquella persona que tan bien halagaba los oídos con su canto y su destreza.
Muchos se dispersaron diligentemente por ver quién primero introduciría aquel cantor en el festejo; pero aunque tantos corrieron y rondaron la casa, fué vana toda diligencia, y así se volvieron como habían ido.
Muley, disimulando el mal reprimido coraje que le hervía en el pecho, venciéndose por aclarar sus sospechas, o reprimir las muestras de su cólera, se acercó al estropeado ya medio sano, y en voz baja le dijo:
—Mira, soldado; en todo lo que aquí se pasa hay algo de oculto, que conozco y no alcanzo: si yo me hubiera dejado ir a la mano de mi enojo, ya hubiera descendido el castigo, antes que la discreción mía quisiera satisfacerse de las artes que aquí se juegan; pero puesto que mi discreción ha hablado, quiero oirte decirme qué mensajes tienes con Zaida, con María quise decir, y quién puede ser esa persona que cantó poco ha.
El soldado escuchó sin la menor turbación del mundo hasta el fin el razonamiento de Muley, y sin dar importancia ni a lo que oyó, ni a lo que él decía, respondió:
—María, como se llama (y no Zaida como tú la mal nombraste), es mi bienhechora, y los agradecidos con los bienhechores tenemos ciertas obligaciones que no se pueden revelar. No sé, aunque bien sospecho, quién sea ese cantor que tanto te asusta; pero puesto que tú hablaste de discreción, yo la tengo bastante para no afirmar sino aquello que no sé ciertamente y sin duda alguna; mas siendo cierto que entrambos somos discretos, callémonos y soseguémonos, que, o yo me equivoco mucho, o la voz de ese cantor, de oirla hemos, no tan lejos y más a orilla de nosotros.
Y haciendo una breve pausa el soldado para dirigir la vista hacia donde aguzaba las orejas el gozque que al lado tenía, volviéndose con aire maligno y de triunfo a Muley, que le miraba con dos ascuas de vidrio que no con dos ojos, le dijo a éste riéndose:
—Hele ahí—Muley.
Y todos revolvieron la vista hacia las puertas de los huertos, y vieron llegar airosa y sosegadamente, mitad de caballero y mitad de camino, al mancebo más bizarro que pintarse pueda la imaginación. El talle era galán, la estatura aventajada, el rostro hermoso, y con una gravedad en él, y tal autoridad en su frente, que bien mostraba, con todo de estar en sus floridos años, los cargos de cuenta que habría desempeñado. Una ropa corta de fino paño pasada por los hombros le cubría hasta la rodilla; las calzas eran a la francesa, que solían llamar de Francisco I, y las botas eran de gamito de Flandes: todo mostraba que venía del lado allá de Europa, y cuando no, bastaría a certificarlo su arpa pequeña que traía en la mano, y ayudando a sostenerla por los hombros con una banda encarnada.
—Caballeros y doncellas—dijo—: no os parecerá descortesía que un pasajero, que a la dicha camina por aquí, haya osado turbar vuestro regocijo con su presencia; pero bien se podrá perdonar a un español que vuelve de tierras extrañas el deseo de gozarse en los festejos de los suyos, y mucha nobleza me muestra este aparato para que no confíe hallar agasajo en vuestra cortesanía.
—Caballero—le replicó el anciano Gerif—, seáis el bienvenido; y puesto que nos honramos con vuestra persona, bien os podéis regocijar en este concurso cuanto cumpla al gusto vuestro, pues el valor de vuestra persona nos paga colmadamente favor tan corto.
Muley hubo de reportarse de nuevo con la hospitalidad concedida por el tío al incógnito pasajero, y rabioso y despechado cuanto más se veía obligado al disimulo, se derribó otra vez sobre el arrimo de las columnas, atalayando como un neblí desde el cielo cuanto pasaba en derredor suyo.
Nuevo y mayor aliento tomó el festejo con la llegada del caballero, necesitándose de la turbación agradable de los sones de los acentos y de la blanda algazara del festejo para que María pudiese esconder, bajo la fuerza del disimulo, las más contrariadas impresiones que probaba en aquel punto. Ella, clavando los suyos en el entrado, no hacía sino seguir el corriente de cuantos hermosos ojos había en el concurso, que unos por curiosidad y otros por afición, todos se fijaban en el caballero; pero María miraba en él algo más que no un viajero vulgar.
La banda roja que sujetaba el arpa y un anillo que le vió brillar en la siniestra mano, le bastara a probar que tenía delante a don Lope, si ella ya con su vista no hubiera recogido aquella galana figura, para conferirla con el retrato que llevaba en su corazón, sacando de todo en claro que quien se hallaba delante era verdaderamente su antiguo y fiel amante, tantas veces pregonado por la fama en Italia y Alemania, y tan altamente estimado por el emperador Carlos V. Para mayor placer suyo, pues ya sin duda alguna estaba bien segura de quién era, hubo de oirle las endechas siguientes, que al mismo son del arpa cantó el caballero, vencido de tanto encarecimiento como se le hacía.
ENDECHAS
Galán que te marchas,
por muerto te cuenta,
que amores ausentes
no hay cosa más muerta.
Son, sí, los amantes
una vida entera,
dos cuerpos y un alma
que un nudo los sella.
Pero en los dos ellos
hay tal diferencia,
que muere el que es ido
y vive el que queda.
Acaso el estante,
porque bien parezca
duelos por tres días
al ido celebra.
El lienzo a los ojos
acerca o aleja,
mojado por ellos
en llanto de fuerza.
Por cumplir se viste
las tocas más negras,
tocas que al domingo
en galas se truecan.
Memorias pasadas
se van como niebla,
finezas del día
sol es que penetra.
Y airoso mancebo
que el coso pasea,
y tercia la capa
y ronda la reja.
Terceras mediando
(mal hayan terceras)
los ganados juros
del ausente hereda.
Las glorias presentes
el olvido engendran,
fabrican mudanzas
las nuevas ternezas.
Y en tanto el ausente
gime, llora y pena,
y en acento triste
cantando se queja:
Mal haya quien fía
en mujer que queda.
La intención que el cantor dió a los últimos versos fué tan ahincada, el acento tan blando y las circunstancias tan claras, que María, sin estar más en sí, dejó asomar a sus ojos las lágrimas más tiernas y de más amor y ternura; pero acaso al volver la cabeza, y al encontrar la airada vista de Muley, que ni un átomo perdía del canto ni de las lágrimas, fué tal el susto que sobrecogió a la ya tan combatida amante, que temerosa y confundida se sintió tomar de tan cruel desmayo, que apenas tuvo tiempo de dejarse caer en los brazos de las doncellas que alrededor estaban.
De un salto se hubiera puesto a los pies de la hermosa el rendido caballero, si su voluntad no hubiera impedido un brazo vigoroso que le sujetó, así como sucedió el desmayo, y se preparaba para acercarse a la desmayada.
—¿Quién sois vos?—gritó con voz de tigre Muley—. ¿Quién sois vos para venir a turbar los festejos de la gente principal, y poner asechanzas a las esposas de quien vale más que vos?
—¿Quién ha de ser—dijo el usurero, que conociendo a su amo quería así ganarle sagazmente el ánimo—, quien ha de ser, sino el noble caballero don Lope Zúñiga Dávalos Guzmán y Pacheco, heredero ricamente en estos contornos, señor de las villas de Alchor y Ferreyra, Merino que fué de la Reina, paje del Rey, comandante de tu tercio, querido del Emperador, y... no se oyó más; pues Muley, con un bote que tiró a don Lope, principió el estruendo más espantoso.
Don Lope, que verse sujetado, apostrofado, desasirse, tirarse a fuera y poner una daga en la mano, todo fué uno, no hubiera escapado de alguna grave herida del furioso golpe de Muley, a no llevar vestido bajo la ropa un fuerte jaco milanés. Reparado así tal golpe, la revuelta comenzó encendidamente, pues los moriscos a una voz decían:
—Favor a nuestro príncipe Muley, muerte a los castellanos.
Don Lope, aunque sin espada, manejaba la daga tan viva y diestramente, que en derredor de su persona parecía haber abierto ancho foso en cuanto alcanzaba su brazo armado, que le ponía a cubierto de los más briosos; pero el furor de Muley le estrechaba mucho, y su peligro crecía a cada instante. Los cristianos viejos que allí se encontraban, prevenidos por la mano y no dispuestos para tal revuelta, apenas podían desembarazarse de la multitud morisca, y de la estrechez del lugar. En esto, que todo fué obrar en un átomo de tiempo, se oyó la voz del soldado, que dijo:
—Hermano Cigarral, la curación que principió María, conclúyala el peligro de mi amo y señor.
Y decir esto, y arrojarse de sobre las muletas, y despejarse con la una mano este ojo enfermizo, y garfiarse con la otra, y arrojar aquel negro parche, y tirar por el caballete de la una muleta, y sacar una terrible espada, y tirar del otro palo, y repetir otro igual acero, fué cosa hecha antes que vista.
—En vuestra ayuda soy, y a vuestro lado me tenéis, don Lope—dijo el soldado—; acordémonos de Pormán y cierra España.
Con esto, y por esto, aquellos que parecían miembros tan doblados, enrevesados y encogidos, mostraron tal elasticidad y vigor, que abriéndose calle el soldado con tanto desenfado como bizarría, revuelta una capa al brazo se le vió, sin saber cómo, al lado del valiente caballero, ya armado éste con una de aquellas espadas de máquina que sacó el soldado.
Era de ver, en tanto, la confusa gritería, las lástimas de las mujeres, los parasismos de éstas, los ruegos de aquéllas y los llantos y aflicciones de todas. Cuáles caían, cuáles se apresuraban por coger a hurto las puertas, buscando seguridad en la fuga, y cuáles, éstas eran las más principales, formando corro alrededor de María, manifestaban querer dividir una suerte común, rogando a unos y suplicando a otros que difieriesen para otro caso tanto encono y tanta pelea.
Dos espadas tan diestra y poderosamente manejadas pronto ladearon la victoria a la banda cristiana. Muley, a despecho de todos, contenía a los suyos, reparándose y mejorándose como más a cuento podía; pero un enemigo, con quien no contaba, le puso a la merced de sus contrarios. El pícaro gozque, como si entendiese el peligro en que se encontraban los suyos, o porque estuviese adiestrado también para jugar tales piezas, ello es que desde el comienzo de la danza no se entretenía sino en pasar y repasar, enredar y tropezarse entre los pies de los moriscos, derribando a muchos, embarazando a no pocos y procurando al fin la prisión de Muley, pues atravesándose muy al propósito a las espaldas del moro, cuando éste rompía en retirada, se enredó miserablemente y cayó en tierra, sin más poderse recuperar. Todos cargaron sobre él; pero las espadas de sus dos contrarios, ya amigables custodios, le libertaron de todo insulto.
—Levantaos—le dijo don Lope.
—No hará tal—replicó el alcalde—sino para entregarse a merced de la justicia, tanto y más cuanto que corren voces de venir don Fernando Muley de las costas de Berbería.
El Gerif, a cuyo desplacer tuvo principio tan grande revuelta, y que por más demostraciones que hizo no pudo apaciguarla, quiso interponer su respeto para excusar de la prisión a su sobrino; pero todo fué en balde, pues las sospechas de que andaban en tratos de rebelión, y apellidarle Príncipe durante la refriega, eran capítulos de no fácil enmienda. Sin embargo, la autoridad de don Lope alcanzó el que Muley asistiese como prisión en la propia casa del alcalde, mientras él acallaba los unos y podía prestar favor a los otros.
Hecha cata y cala de los botes, fendientes, estocadas, tajos y mandobles de la revuelta, resultó como casi siempre, ser mayor la salva que el provecho; quiero decir que todo se redujo a no muchos levantes de espadas y a cuatro abolladuras de cabeza. El miedo de ofender a las mujeres no permitía a los combatientes herir con el acierto que hubieran empleado a medirse cuerpo a cuerpo y en campo raso. Sin embargo de ello, se dejaban sentir unos lamentos tan tristes, que todo el mundo creyó haber acontecido mayor desgracia; pero tales duelos y lastimerías no eran más que los sollozos de la Bermúdez y los gritos del usurero: de aquélla, por otras tocas que acababa de perder, y de éste, por mirarse roto y manchado en todas las galas.
Era la misma hora, era el propio lugar y frontero al puente aquel roto, debajo de los hermosos nogales y al lado mismo de aquella fuente clara, se miraba un hombre sentado, pero de muy distinta traza a la del mendigo ciego y lisiado con quien nos comunicamos en conocimiento al comienzo de esta historia.
Este personaje, muy al contrario, parecía gozar de la mejor agilidad de sus miembros, se hallaba en lo más duro y viril de los años, que no llegaban a los cuarenta, y con muestras tales de robustez y fuerzas, que si causara empacho viéndole saltar y defender delante de uno algún puesto o calle, en trueque haría el más confiado del mundo a quien lo trajese consigo y mirase al lado.
Unas calzas de gamuza muy traídas y llevadas, aunque todavía de buen servicio, le tomaban aquellas piernas, antes tan de rúbrica y garabato; unos follados de colores se sujetaban a una veste soldadesca, que llegaba en medias mangas a la mitad del brazo, tomadas las vueltas anchas con colorado tabí. La veste se cerraba sobre un coleto fuerte y robusto, que abultando algún tanto las espaldas, concluía en la misma muñeca defendiendo el brazo. Una valona azul, si no erizada, al menos con mucho engrudo, le encanutaba el cuello; y un sombrero campanudo de copa, galán con plumas, ancho de faldas, y éstas tomadas por delante con cuatro puntos de sirgo dorado, ponían cabo y fin a la tal figura. Estupenda filisberta toledana, tenía entre las rodillas, apoyándose las manos en ella, una daga flamenca le parecía en la cintura, y en su traza picaril y en su catadura aviesa y maligna, cualquiera le juzgara de la genealogía y linaje de los famosos Rinconete y Cortadillo.
Sentado como se hallaba, así y en media voz, y ésta ronquilla, y más asomada a lo bronco que a lo apacible, se entretenía cantando de esta manera:
MORETO
Nací muy pobre,
¡oh qué dolor!
Bien, pobre aun soy,
mas esto es hoy
mañana no.
Que quien desprecia,
¡viva el valor!,
en lid la muerte,
al fin la suerte
lo coronó.
Lid haya y guerra
sí, ¡vive Dios!,
bien corra el dado,
y de soldado
a conde iré.
Navarro y otros,
¡son más de dos!,
soldados fueron,
por do subieron
yo subiré.
Mi Rey D. Carlos
¡entre en París!
y Dios y él solo
de polo a polo
han de reinar.
Y por premiarnos,
¡grano de anís!,
tal bizarría
ya Dios envía
de orbes un par.
Capitán tente,
¡bravo español!,
Pizarro aguarda
que una alabarda
falta al Perú.
Que lo que vale,
¡o miente el sol!,
un pica bravo,
¡oh insigne cabo!,
lo sabes tú.
Iré a esas tierras.
¡vamos allá!,
me haré de oro,
de algún rey moro
que venceré
O para colmo
¡gusto será!
de suerte tanta,
con una infanta
me casaré.
Tendré esclavillos,
¡ah!, ¡ah!, lá, lá,
rubís, topacios,
cuatro palacios
y un gran confín.
Y señor noble
¡lará, lará!
con mayorazgo,
de algún hartazgo
moriré al fin.
Al darle a tales coplas, cantadas, como suele decirse, a palo seco, sin compás ni ayuda de instrumento alguno, y sólo con la buena o mala compañía de su áspera garganta, hele ahí que asoma por alto de la senda un galán y sobremanera bizarro caballero, que siendo el mismo que la pasada noche se presentó en fiesta, todavía se ostentaba ahora con todos los arreos de galas, plumas y argentería convenientes a la gentileza y calidad de don Lope de Zúñiga.
El ciego con vista y lisiado sin manquedad, ahora nuevamente restaurado en todo el valor de sus piernas y bien corregido y enmendado en el desembarazo de sus miembros, así como vió llegar al caballero, destocándose el sombrero y ahinojándose reverentemente, le comenzó a decir:
—Perdón, perdón, y mil veces piedad para el buen Mateo del Cigarral, soldado pica que fué de la compañía de Francisco Carvajal en Italia, arcabucero después en el tercio de Zamudio, y después continuo de la ilustre persona del ilustrísimo caballero don Lope de Zúñiga. Yo me confieso, señor, que sin enmienda a los pasados yerros cobré a vuestra orden los cien ducados en Gante del burgués Guillelmo Goffren: confiésome asimismo que sin mandato, ni contraseña de maese de campo, ni otro superior, con más arrojo que discreción los puse a lidiar, usurpando el título que no tenía de señor de ellos, en aquel negro negociado de palo y pinta. Confiésome (y es la peor confesión), que no embargante mi pericia y consumada experiencia, fuí roto, vencido y dado tan a merced, que a no ser por un real de a ocho que me dieron de barato, sabe Dios lo que fuera de mi estómago, quiero decir de mi persona. ¿Cómo, señor, después de tan infeliz jornada volveros a presentar mi pecadora catadura? ¿Cómo llevaros a juicio mi conciencia tan sucia, como limpias y escuetas las garduñas manos? Llorando mi desgracia, recordando mis muchos merecimientos, teniendo los galardones atrasados, doliéndome de los golpes futuros y despidiéndome en mente no sólo de vos, sino de aquellos cautivos cien ducados, tan llorados como perdidos, resolví volverme para España y buscar partido en esas aventuras de las Indias.
No pagar feudo a mesones y hosterías, no siendo tan devoto para romero, y sospechando que mi vestido de soldadesca me reclutase a fuerza viva para esas banderas de Italia, resolví cobijarme uno de tantos disfraces como aprendí y estudié con la noble caballería de la industria. Largas han sido mis peregrinaciones, aventuras curiosas me han asaltado, y con ellas os entretendré las horas de camino o los ocios de viaje, éstos por mar o aquéllas por tierra, si es que merezco por mi atrición y contrición timore et tremore, volver a tomar asiento en su servicio y asistir cercano a su ilustre persona. Siempre cuento, con buena justicia y equidad, que en contraria balanza de estos pecadillos y deslices, se me pondrán en cuenta y data, no los servicios de soldado, pues para premiar vos no sois Emperador, sino mi buen ingenio en el tiempo que os serví, la grata voluntad que siempre os tuve y tantas cuchilladas como dí a vuestro lado en diversas ocasiones. No os cargo nada ni aprecio en pizca los últimos cintarazos de anoche, pues la salud que cobré inopinadamente y la curación que se operó en mi lisiadura, las tomo y apunto por buena, legítima y muy sobrada solvencia.
¡Quién sabe dónde hubieran ido los dislates, burlas y taravillas del soldado Moyano del Cigarral, si D. Lope no le hubiese levantado con el mayor afecto, abrazándole y conmenzándole a hablar de sus pasadas peregrinaciones y aventuras!
En suma de cuento, ello es que D. Lope le endonó y perdonó a Cigarral las atrasadas trabacuentas, inclusive los cien ducados del burgués Goffren, lidiados y vencidos en el negro negociado de palo y pinta, concluyendo aquella ceremonia con que la buena maula entrase de nuevo al servicio de D. Lope.
Cigarral le añadió a éste por qué sucesos, caminando para Sevilla en busca de flota para el Perú y en lenguas de su capitán Carvajal, había llegado a aquella aldea, donde su disfraz mendigante, moviendo la piadosa condición de María, dilató de un día a otro día su peregrinación hasta aquel trance.
—No dudando yo—proseguía el soldado—, sirviéndome de disculpa para este mal pensamiento los sucesos ahora acontecidos, y sin que sea visto agraviar en un tilde la caridad de María, que para las obras pías dispensadas al lisiado Cigarral han intervenido y valido en mucho los merecimientos de D. Lope de Zúñiga, porque os hago saber, señor, que allá relatando, aquí mintiendo, y siempre alterando la verdad, como hace todo viajante, acerté a nombrar en una de tantas novelas vuestro apellido y condición, y no hay duda que desde entonces merecí más atención y agasajo, si no digo mayor caridad y limosna, de esa hermosísima señora de vuestros pensamientos.
Luengo espacio confirieron los antes conocidos y ahora nuevamente confirmados amo y escudero, sobre los medios de poner en práctica una entrevista con María, ya indudablemente celada, y muy de cerca puesta en custodia por Gerif, su tío, desde los sucesos de la noche.
La historia puesta ya en este punto, no será fuera de propósito advertir qué circunstancias había, y qué pensamientos animaban a los más principales de estos nuestros personajes.
Don Lope, alcanzada licencia del Emperador para enlazarse con la ilustre cuanto hermosa doña María de Granada, así como llegó en las galeras de Leiva y tomó tierra de España, no pensó sino en ser él mismo mensajero de tan agradables nuevas; y con poco séquito e infinitas esperanzas quiso llegar lo más luego a la aldea donde sabía asistir la amada suya.
Receloso de que el odio altivo de aquella familia destronada le burlase sus anhelos y su amor, había querido interesar en todo al Emperador, quien, por su parte, miraba con placer aquellos enlaces que pudieran apartar de toda revuelta a los renuevos de los Granadas.
Los moriscos, siempre fija la vista en su independencia y su venganza, no apartaban su cariño de aquella familia que por tantos años había sostenido en España el vacilante poder de los árabes haciendo de Granada la ciudad más hermosa del mundo. El descontento de la nación vencida tuvo sus intercadencias según y como que la política de la Corte los halagaba o los oprimía; pero siempre es cierto que mal avenidos con la religión que habían abrazado a la fuerza, sentidos con las fardas y gabelas con que eran pechados, ofendidos de las ordenanzas que les pregonaban, y rabiosos con la altivez de los vencedores, no esperaban sino ocasión adecuada para revolverse, tentando para ello los vecinos reinos de Africa, y el nuevo y formidable poder que desde Constantinopla amenazaba a toda la cristiandad.
Gerif, que alcanzó en pie en sus años primeros el Señorío de la Alhambra, no podía separar de su memoria aquel esplendor pasado, como ni de su alma la afición más vehemente por su nación desgraciada, mirando gustoso por lo mismo las revueltas que tramaba su sobrino Muley.
María temblaba con tales apariencias, pues su madre, que tomó el agua del bautismo de aquel Arzobispo de Granada a quien por alabanza llamaron el Santo los moriscos, imprimió a su hija el más tierno apego a la religión cristiana. Empeñada en los amores de D. Lope, y éste, ausente con el Emperador en la jornada de Alemania, vivía huérfana, lejos de los palacios de Granada, alegrando con su presencia los cansados ojos del anciano Gerif.
Muley, prendado de las gracias de su prima, él mismo se la había destinado y nombrado de antemano para premio de sus anhelos y corona de su trabajo desde que diese el grito de independencia, conociendo al mismo tiempo que nada podría ejecutar más bien visto como este enlace para aficionarse más y más las voluntades de sus moriscos.
Gerif, aunque de intento no apremiaba en nada a María por los amores de Muley, con todo ello bien la demostraba el placer que habría viendo así unidos los últimos vástagos de los Granadas, como decían los cristianos, o de los Benezeritas, según los genealogistas árabes.
Don Lope, sospechando por lo menos alguna de tan capitales asechanzas, ardía por verse con María para pintarle más vivamente lo que sólo apuntó en el billete que llegó a sus blanquísimas manos por los peregrinos medios que ya hemos relatado.
Estos y otros iguales pensamientos, ni más lisonjeros ni menos recelosos, pasaban por la mente del caballero mancebo, durante el coloquio de Cigarral, lo cual leído por la sagacidad escuderil de éste, sin más tardar le habló a su amo de esta manera:
—Por cierto, señor, que muy mucho agraviáis mi alta capacidad, y en bien poco tenéis mi ingenioso magín, si así os inquietáis por tan poca cosa; dejad penas y sabed que en manos está el son que sabrán a buen tiempo coger el compás. María pasa cotidianamente y a esta hora por este mismo sitio, viniendo de los huertos que para su recreo tiene Gerif en esas quiebras del valle. Si, como es presumible, viendo enemigos en campaña, Gerif resuelve estar a la defensiva sin desamparar muy mucho los muros de su casa, ya tiene encima corredores que le batan la estrada muy de cerca; y si temeroso y cauto en demasía, ha determinado levantar puentes y rastrillos y declararse en asedio formal, ya le he escurrido entre los propios suyos tal espía, que muy presto nos informará de todo movimiento enemigo. El mancebillo Mercado, muchacho despabilado y despierto, avizora las rejas de María, y mi gozque, que lleva delantera en esto de avisado, se encuentra en este propio instante donde vos querríais hallaros, esto es, ante los ojos de la muy alta y muy ilustre señora doña María de la Granada, otorgada esposa de... pero hele, hele por do viene nuestro mensajero el gozque, que nos dará lenguas de todo.
A más andar, corriendo y escarceando, llegó el adiestrado y entendido perro, trayendo entre sus dientes un listón de ciertos colores misteriosos. Amor y cita, y cita a la media noche, dijo Cigarral, si no me mienten estos jeroglíficos amorosos; y diciendo esto, tomando con maligna reverencia de boca del gozque aquel billete no escrito, le puso en manos de don Lope, quien no reparó o quiso no reparar en las socarronerías de aquella buena maula, ansiando por ver la noche rayar en lo más alto de su carrera.
Eran las doce, y cercanos a las tapias de un jardín dilatado se miraban dos hombres silenciosamente inmóviles y los rostros cubiertos con misteriosos embozos. Un can, asentado tan calladamente como si entendiese la alta ocasión en que se encontraba, avizoraba las celosías de una reja, y el sosiego era tanto, que se percibían desprenderse las hojas de los árboles, que derramándose de rama en rama se arrastraban someramente por el suelo al blando céfiro del otoño.
En esto se oyeron gritar blanda y prolongadamente los quicios indiscretos de la ventana, y María apareció tras de la reja, teniendo al punto cerca de sí a su enamorado amante.
Si no hay pluma tan rápida que pueda seguir con su vuelo la elocuencia animada de un coloquio amoroso, menos contento quedara de su intento todavía si ensayara repetir punto por punto las primeras razones de dos amantes, que separados por largos días, de pronto se ven juntos por uno de tantos caprichos como tiene la fortuna; pues lo sentido de las quejas, pues el fuego de las razones, pues la inflexión de la voz, y la turbación, y el placer, y el desenojo, y los éxtasis y mil y mil otras nonadas tan fugaces como deliciosas, más bien son para imaginadas y sentidas que para concebirse y explicarse.
Al fin, desahogados con tales pláticas algunos de los suspiros que a entrambos pechos oprimían, y desanudados con el gusto algunos de los suspiros engendrados en tanta ausencia, la hermosa morisca, oyendo los intentos de su amante y pesando en contrarias balanzas lo que pedía el amor con la situación de don Lope y la ilustre condición suya, así le dijo:
—No os podré encarecer bastantemente, señor y esposo mío (pues tal nombre me lo sugiere el amor y lo merecen vuestras finezas), no os podré encarecer, repito, en cuánto os estimo tanta constancia y tanta demostración galante y fina de vuestra voluntad; baste deciros que si el amor no os hubiese ya dado, y tanto tiempo ha, toda la posesión de mi albedrío, el agradecimiento sólo pudiera ser que me obligase para abriros las puertas del alma mía; mas puesto que mi afición toda es por amor, bueno será que lo debáis a éste antes que a otro cualquiera sentimiento, que siendo aquél el más poderoso de los hijos del corazón, a él obedecen todos, y todos los hermanos siguen ciegamente los fallos de su voluntad.
Bien sabe mi Dios con cuánto gusto, obedeciendo la vuestra, que no es otra que la mía, y siguiendo el mandato del Emperador, desde mañana os daría la mano de esposa aun en la estrecheza de esta aldea; pero don Lope, padre tenéis, y lo que el Rey manda bueno es que sea con asentimiento de los que tienen natural y necesaria autoridad sobre nosotros. No os ocultaré cuánto me disgusta dejaros de obedecer en esto, por lo mismo que sé cuánto riesgo corremos de naufragar en nuestras esperanzas. El desdén con que los castellanos comienzan a mirar a los de la nación mía, y principalmente vosotros los hidalgos, cosa es tan dura, que hace temblar de rabia al menor de los vencidos, y de noble furor a la familia de los reyes. Si otra de menor condición que la mía pudiera contentarse con ser admitida fríamente en linaje como el vuestro, lo que debo a mis padres y el respeto que me tengo, me imponen la triste obligación de rehusar cualquier alianza en que el orgullo castellano crea únicamente dar una piadosa hospitalidad a la nieta de los reyes de Granada.
Partid, don Lope, a vuestro palacio; alcanzad licencia de vuestro padre; sepa yo que en mí querrá abrazar una hija y no mirar de reojo a la esposa de su hijo; volved tan amante como ahora os mostráis, y vuestro gusto y el mío se cumplirán colmadamente sabiendo que ni fuerzas humanas podrán arrancar vuestra imagen del pecho mío durante tal ausencia, y que ni el orbe entero me evitará un monasterio si el ser quien soy me obliga a rehusar el amor vuestro.
A estas palabras y a las ideas que ellas resucitaban en su alma, la hermosa morisca no pudo detener el llanto, y, aplicando en sus ojos un blanco lienzo, se entregó por algunos instantes a lo más acerbo del dolor.
En esto el gozque, alzando las orejas en ademán de inquietud, comenzó a murmurar mirando hacia un cabo de las tapias, y a la luz de cierta lámpara que ardía delante de una imagen apartada, se dibujó la negra sombra de un bulto que observaba el jardín y la reja, y que viendo ocupada la calle torció otro camino sin aguardar a ser alcanzado por los pasos diligentes, si bien silenciosos, de Cigarral.
No estaban ociosos en tanto los ruegos del amante, ni sus lágrimas escaseaban, ni sus encarecimientos disminuían; pero por más que representó don Lope el peligro de que fuese ella importunada por Muley, suplicada por Gerif y obligada por todos a cosa que aguase las esperanzas de entrambos, con todo, pudieron más en María las imaginaciones de ser mirada con menos valer que debiera por parte del padre de su amante y de su linaje orgulloso.
Obligados al fin a separarse, los amantes aseguraron sus promesas, poniendo al cielo por testigo de sus juramentos santos, quedando María en aguardar y resistir, y don Lope en alcanzar de su padre y volver antes de mucho a poner fin a tantas inquietudes y aflicciones.
Amaneció un día turbio y revuelto como ya del corazón del otoño, y don Lope disponía su viaje para aquella misma tarde. Un guía debiera bajarle a Marbella, para desde allí tomar una fusta y remar hasta Motril, y luego caminar a Granada, huyendo así lo más posible de los abanderizados monfiis, que eran salteadores moriscos. Entre esta ocupación y los pensamientos de amor dividía sus imaginaciones, cuando entrando Cigarral le dijo:
—Tomad, señor, este papel, que Mercado os trae de la parte de Muley, el aprisionado en casa del alcalde.
Don Lope, abriéndolo, leyó de esta manera:
"Un príncipe de Granada a un castellano: Si mi palabra y mi honra no me hubieran tenido preso donde mis manos no podían vengar mis injurias, anoche mismo hubiera bañado con tu sangre las rejas de María.
"Yo quiero, o probar tu hierro de Flandes, o hacerte probar mi acero de Damasco; mas para ello tú solo puedes procurarnos tal placer sacándome hoy mismo al fiado de esta prisión, cosa por cierto fácil a tu autoridad. Quiero vengarme con todo ese aparato que vosotros, menos sentidos y más artificiosos que nosotros, llamáis generosidad y caballería.
"Para inflamar tu cólera te diré que a despecho del mundo tu amada será mi esposa; pero esto es poco para un árabe si no ve el color de la sangre de su rival. A la tarde espero estar libre y al anochecer verme contigo a la ribera opuesta del puente entre los árboles del bosque.—Muley."
Aun todavía D. Lope no había segundado la lectura del enfurecido billete, cuando entró de nuevo el soldado diciendo:
—Día es de postas y correos: mi gozque, que ha corrido el campo, ya a esta hora trae este billete, que si no es de María, deberá ser de algún pintor, pues ni el famoso Lucas, ni Iciar, ni otro alguno de los de la péndola hará ni más ni bien asentada letra, ni más delicados perfiles.
Confuso y turbado D. Lope rompió la nema, y vió que así decía el papel:
"Lo que anoche mismo os negaba, hoy os lo suplica encarecidamente María. No sólo me quieren apartar de vos, sino de esta mi tierra querida de España, llevándome a esas costas de Africa. Muley con los suyos me arrancará esta noche de los brazos de mi tío, quien no podrá o no querrá oponerse a tal violencia por amor a Muley y al ahinco con que desea conservar los derechos de nuestra familia. Dos galeazas tunecinas esperan para esta facción y rondan en los ancones de la playa.
"Aunque de vos me ayude para desviar de mí riesgos tan grandes, sólo será para que me dejéis en un monasterio, el más a mano, hasta que de vuelta de Granada o me saquéis de él para ser vuestra, o me dejéis allí para ser de Dios.
"Al principiar la noche me aguardaréis cerca del puente, y todo pronto para acercarnos a parte de que no perdamos valor.—María."
Perdido de cólera don Lope, y entre los dos terribles escollos de la honra y del amor, revolvía en su alma mil medios para poder asistir al desafío de Muley y amparar los miedos tan bien fundados de su señora. Resuelto al fin, llama a su escudero y le presenta el estado de las cosas.
Cigarral, que no se turbara ni por venir rodando de una torre abajo, le dijo:
—Todo es no nada y asunto ninguno. Aunque mejor fuera poder sacar de esta aldea seis o cuatro buenos arcabuceros, la gente cristiana de ella es tan poco belicosa, que sólo el Boticario es quien maneja cosa de guerra, y eso son las espátulas; pero vuestros dos criados parecen gente de punta; a ella agregaremos ese muchacho, Mercado, que más talle tiene de paje ahora y luego de alférez, que no de andar entre badajos y candelillas, y con estos tres y nosotros dos bien podemos desafiar a veinte. El camino de aquí a Ronda es corto, la priesa que nos daremos mucha, y si vos os tomáis el cargo de abrir un par de puntos a la cabeza medio bautizada de Muley, después mientras se emparcha y acuden los suyos, ya nosotros estaremos en salvo puerto, a no ser que encomendéis a la punta de vuestra espada visite bien visitado el pecho de ese jayán, y lo dejéis, y esto sería lo mejor, de manera que no piense en moverse de aquí hasta el día del juicio.
La planta de la empresa resuelta, pizca más pizca menos, de esta manera, don Lope cuidó de que Muley pudiese estar en libertad al momento preciso, y su confidente y escudero fué para armar a Mercado, alicionar a los criados y tenerlo todo a punto, como experimentado maese de campo.
La tarde se cerró temerosamente en lluvias y ventisca, tomándola por la mano así antes de tiempo las sombras de la noche. Las nubes aglomeradas y empinándose en las cumbres, levantaban unas como montañas cenicientas que juntaban la tierra con el cielo, resaltando más y más aquel color pálido con otras nubes espantosas que volaban inciertamente por la agitada atmósfera. Las crecientes de las sierras se despeñaban por las quiebras desesperadamente, convirtiendo en mar el río que caminaba por aquellas hondas negruras del Tajo, donde y en lo más alto se alzaba el puente destruído. El mugir de aquel abismo llegaba a los oídos sobre todo el formidable estruendo que revolvía entonces la naturaleza, cual el rugido del león, venciendo poderosamente el aullido de las otras fieras, él sólo hiela y desmaya más al extraviado caminante.
Tímida María, dejaba entonces los umbrales de su casa, encaminándose hacia el sitio de la cita, y tres veces tuvo que arrancarse de ellos con toda la fuerza de su alma: tal repugnancia probaba y oculto horror al emprender aquella aventura. Al fin, animada y más resuelta con el peligro de verse arrebatada al Africa, y allí mirarse combatida ferozmente en su amor y en su religión, se arrancó del querido hogar y atravesó los jardines y huertos, llena de amargura y zozobras.
La tempestad aumentaba, y María iba entre la obscuridad y los árboles hacia el puente destruído, asustada con mil imágenes y fantasmas.
Para colmo de amargura, no tardó en sentirse seguida del anciano Gerif, quien receloso de alguna resolución peligrosa, pues ya conocía cuán a disgusto de María era el emprender la fuga al Africa, no apartaba los ojos de ella. Por lo mismo, así como ella salió por los jardines, no iba Gerif lejos de sus huellas.
El desgraciado anciano, que fiaba en su sobrina hermosa la dicha de los breves días que le quedaban sobre la tierra, no acertaba a vivir sin ella ni un solo instante. Arrastrado más que no convencido por las furias de Muley, ya se arrepentía de haber dado por su culpa razón a María para creerse arrebatada de España. El desvalido anciano, ora aquí, ora allá, pensaba ver los blancos velos de su sobrina revolar entre las sombras, y entonces, alzando su desmayada voz, la decía:
—No me huyas, mi Zaida; no me huyas, mi María (pues yo te daré el hombre que tú mejor escojas). ¡Por qué huir así de tu viejo tío! ¡Quién me acertara a predecir este tan amargo trance! Cuando sola y huérfana quedaste, yo fuí tu apoyo, yo tu amorosa madre, y ahora, que me ves anciano y desvalido, escoges este momento para dejarme; húndeme antes en el sepulcro, y luego vete, que así cumpliendo antes conmigo, podrás cumplir mejor y a salvo con el gusto tuyo. ¡Con el gusto tuyo, que bien quiera Dios no convertírtelo en amargo acíbar! ¿Quién te ha dicho que esos castellanos mirarán nunca con amor a la sangre mora? Deja, deja que ese que te me roba conozca el hastío de amarte, y pronto encontrarás los desdenes del señor. ¿Y cómo piensas tú que los suyos te tratarán? El menor de ellos piensa hombrearse con los reyes. Mira, mira lo que pasa en todo el mundo; cada castellano es un rey, y buscan otros mundos antes desconocidos para mandar y esclavizar. ¡Ay, si tú hubieras visto los tuyos reinando en la Alhambra, con cuánto desdén no mirarías ese amante, esos hidalgos!... ¡Ay, si tú los vieras a los castellanos matando los tuyos, ultrajando los tuyos, y llenos de sangre insultar nuestros palacios y nuestras mujeres!!! Pero no me huyas, María. Ya ves cómo te llamo cual tú lo quieres; no me huyas, María; tú tan piadosa para los extraños, ¿serás dura sólo para los tuyos, y guardarás la más inaudita crueldad para tu tío, para quien fué tu apoyo y amorosa madre? Pues esto último quiero repetírtelo.
La menor de estas razones destrozaban los más íntimos secretos del blando pecho de la infeliz María: derramaba lágrimas, y caminaba, lloraba y corría hacia el puente, asustada siempre por la fuga al Africa, y por el horror de la apostasía.
Gerif, que arrastrando y volando (pues estos nombres encontrados merecían sus desiguales pasos), habiendo mejorado algún tanto su carrera, alcanzó por dicha a ver más distintamente a la fugitiva sobrina.
—No me huyas—la repetía—, no me huyas, y dame tu brazo para sostenerme, pues de cansado me desmayo, y no acierto a dar un paso. Ven, ven, mi María, yo te libraré de que te arrebaten para el Africa; si tú tienes tanto apego a esta tierra infeliz, también ¡ay! yo le tengo por mi mal. Ven, ven, María, yo te daré todo gusto fuera de separarme de ti; yo quiero ser contigo, verte conmigo, y bajar a la tierra entre los brazos tuyos. Mírame como lloro; no hayas pena de que ya abogue por Muley; concédeme tú el no dejarme, y yo alzo la mano en mis súplicas. Mira, yo quería verte unida con quien es tu sangre, y con quien te amara como a sus ojos; pero ahora ya te pido lo contrario, pues no es aquella tu voluntad: tampoco quiero que mates el gusto tuyo arrojando esos amores; ama a ese cristiano; pero, por Dios, no dejes a tu tío: mírame, mírame cómo desfallezco.
El gozque, que estaba en el puente y en la mitad opuesta del arco, como esperando a su bienhechora, comenzó a latir gozoso, percibiéndola entre las sombras y los árboles. Ya se disponía saltando a recibirla, cuando María, oyendo las razones lastimosas de Gerif, anudada de dolor la garganta, y ahogando el pecho con mil suspiros y angustias, vacila y se detiene, y olvidada de todo, resuelve volver al querido tío, abrazarlo y no desampararlo. Tales quejas le habrían quebrantado un pecho que tuviese de pedernal, no que el suyo tan lleno de agradecimiento y piedad. Ya volvía amorosa y anhelante, cuando al dar el primer paso oye en la ribera opuesta el reñir de las espadas. Muley, ya suelto de su prisión, medía furioso su acero con el rival que le había libertado.
María atiende, escucha, y ve entre la obscuridad las pálidas centellas de los aceros. Adivina lo que puede ser; indecisa, no acierta a qué parte correr primero: en esto oye un profundo gemido, y cree ¡oh dolor! ser el acento de su amante. Esto lo vence todo; despavorida, retorna al puente, atraviesa ligera la mitad del arco, encuentra la horrible brecha; como siempre, da el peligroso salto; mas en esto el gozque, impaciente con tal tardanza, se avanzó descompuestamente por la parte opuesta, impidiendo que el breve pie asentase donde debiera para no caer.
María vacila un instante; su agilidad repara tal peligro, afianzando los ramos de espadaña que al lado crecían, un instante más y era salva; pero un torbellino de aire que subía de aquellos senos obscuros, contrastando con tantos obstáculos, vuelve a inclinar el ligero cuerpo, y por esta vez todo auxilio fué en balde. En vano el gozque, trizando con los dientes las vestiduras, pugnó por salvar a su bienhechora, evitando tan infeliz fracaso. Las fuerzas de la infeliz vencieron y la arrebataron al horrible abismo, que proseguía siempre en su mugir incesante.
Un agudo gemido se oyó, y el aire los desapareció al punto.
El amante (ya vencido y herido Muley, pues de éste fué aquel grito lastimero) venía a recibir a María, avisado por los ladridos del perro, llegando al borde del puente al propio punto de la cruel catástrofe, para sufrir así el agudísimo tormento de ver morir ante sus ojos, y no salvar al único consuelo de su vida, y al blanco de sus deseos, concluyendo en un punto y tan lastimosamente con todas sus dichas y esperanzas. Desesperado, y viendo desaparecer a su amada por aquel tajo, llega a la brecha, y furiosamente se derriba también por él, queriendo concluir su existencia allí donde verdaderamente había ya perdido su vida.
El soldado y los demás sirvientes llegaron sólo para escuchar el murmullo de las aguas al tragarse los miembros del infeliz don Lope.
El desgraciado Gerif, que tanto tiempo le conservó el cielo la vida para presenciar tamañas infelicidades, acertó a venir cuando aún duraba el primer espanto de los continuos de don Lope. La desesperación del anciano infeliz, que engañaba en el cariño de María las memorias de su esplendor pasado y del poder de su familia, dando espantosos gritos, rasgándose los vestidos y arrancándose la barba, manifestaba su intensísimo dolor, sin acordarse de Muley, que, exánime y bañado en su sangre, se revolcaba a poco trecho de él.
Dado el grito de alarma, toda la aldea, moriscos y cristianos, chicos y grandes, hombres y mujeres, corrieron al puente, y bajaron en todo lo largo de la orilla, cuál con hachas encendidas, cuál con cuerdas, cuál con tablas, y todos con voluntad de arriesgar su vida a trueque de salvar a la infeliz María. Pero todo fué en balde: a la mañana siguiente, batidas bien ambas orillas, sólo se encontró el miserable gozque, todavía teniendo en su boca alguna parte de la vestidura blanca de María.
El soldado, con las lágrimas en los ojos, recogiendo en su pecho aquella prenda de dolor, iba inquiriendo de piedra en piedra por el río, y preguntando a cuantos aldeanos encontraba:
—¿Has visto a María?
Al final de la tarde y en el desagüe para el Guadiana, un miserable pescador le dijo que la noche anterior, a cierta hora, oyó dar por el río unos acentos lastimeros, estremeciéndose tanto con ellos, que había afirmado las puertas de su choza, temiéndose alguna prodigiosa aparición.
No volvió a saberse más de los amantes. La credulidad morisca, pintoresca e imaginativa como la de los griegos, supuso que andaban encantados por las cuevas que se abrían por las paredes de aquellos abismos, cuya subida o bajada, siendo inaccesibles, daban mano por este mismo misterio a mil cuentos y supersticiones, y muchos afirmaron haberlos visto suspendidos en medio de aquellos tajos.
Muley, más afortunado que su vencedor y María, sanando de sus heridas al fin, prosiguió en sus proyectos de revueltas y rebelión, que si no los realizó por sus propias manos, gracias al temor que inspiraba el Emperador Carlos V, los vió puestos en práctica años después por un hijo suyo, que fué uno de los reyezuelos de las Alpujarras.
Gerif no logró alcanzar ni aquel suspiro de la libertad morisca, ni el terrible castigo que en los suyos se verificó, pues triste, pensativo y con el nombre de María en los labios, tardó poco tiempo en seguir a la luz de los ojos suyos.
El soldado, perdido ya todo consuelo y dando al olvido su condición andariega y de aventuras, no pensó ni en más flotas, ni en más Indias, ni en más empresas. Trocando el disfraz de mendigo y el vestido gentil de soldado por un sayal de ermitaño, hizo su habitación de aquel mismo sitio, testigo de la catástrofe, y pensando siempre en su desgraciada bienhechora y en su infeliz señor, todos los días sacaba aquel velo, única prenda que le quedaba de María, y besándolo respetuosamente, y agolpado el llanto a los ojos, volvía a encerrarlo tiernísimamente en su pecho.
Mercado, cansado de la vida que llevaba en la aldea, y ya alterado con las relaciones arriscadas que había escuchado del antiguo soldado, se resolvió a dejar a España y a probar fortuna. Prevenido con las lenguas que le dió su amigo para Francisco Carvajal y otros soldados de cuenta, se embarcó en Sevilla con otros mancebos aventureros, y pasó a las tierras del Sur de América, donde ganó gran nombre bajo el título del Capitán Mercado.
Acaso en aquellas soledades, al resplandor de las hogueras, y cercado de aquellos hombres que dejando a España no pensaban sino en España, entretenía las horas de la noche relatándoles las desavenencias de los moriscos y cristianos y el triste fin de don Lope y de María.
La carrera del Darro es la que, arrancando de la Plaza Nueva, va a dar en la rambla del Chapizo, subida del Sacro Monte de Granada.
Por el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados por los fauces de las calles que bajan de lo más alto del Albaicín, y a la derecha mano, por su álveo profundo, copioso en invierno, nunca exhausto en el estío y siempre sonante y claro, viene el Darro ensortijándose por los anillos que le ofrecen los puentes pintorescos que lo coronan. De ellos, el principal es el de Santa Ana, en cuyo ámbito, y de la misma mampostería del puente, hay asientos o sitiales siempre llenos de curiosos, que en las noches calurosas de junio y julio se empapan allí del ambiente perfumado y voluptuoso que en pos de sí lleva la corriente.
Eran las vacaciones, y mi amigo y compañero don Carlos, cerradas ya nuestras tertulias, nos citábamos en tal sitio a cierta hora para ir juntos, y después de girar y vagar otros momentos al rayo de la luna, retirarnos a nuestra posada, a repasar los estudios que tanto nos afanaban y que después tan poco nos valieron.
Una noche (ya muy cercana a su partida para pasar el verano con sus padres) dieron las doce sin haber acudido al sitio acostumbrado. Ya principiaba yo a tomar cuidado por su tardanza, cuando lo vi llegar más alegre y estruendosamente que nunca, y apoderándose de mi mano con el afecto más cordial, se me excusó de su descuido, y, como siempre, enderezamos hacia nuestra posada.
Aquella noche fuéme imposible hacerle entablar discurso alguno de interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas.
—Estudiemos por placer y no por obligación—me decía—. ¿Piensas que se apreciarán nuestros desvelos aunque descollemos en la Universidad y logremos todos los lauros de Minerva? Si tal sucediera, ¿cómo quedarían los necios?; y ya está decidido que ellos han de campear siempre por el mundo.
Así diciendo—proseguía—, de hoy en adelante discurramos por pláticas más sabias y no de tanto enfado, y ya que no podemos atraer el sueño, ahora olvidemos las pandectas y los códigos.
Diciendo esto, comenzó a presentarme sus proyectos, que no fueran mayores ni más espléndidos si hubiera a mano un millón de pesos, y por sus adquisiciones futuras y por las haciendas que me había de regalar, y por los viajes que inseparablemente habíamos de emprender, lo dejé por loco o como hombre que se entretenía en fantasear las horas del sueño y del descanso.
Al día siguiente, bien de mañana, estaba ya en su bufete, sumando y figurando cantidades de un valor inmenso, y sin embargo de tener a mano el dinero que su familia le envió para el viaje, me rogó que le prestase tres monedas que fuesen de una a otra mayores en otro tanto.
Respondíle que las monedas pocas que poseía no guardaban tal proporción; pero que para gastarlas nada importaba aquella para mí circunstancia muy extraña.
Se levantó sin replicarme ni un eco, y fuése por la casa en demanda de monedas tan peregrinas, y a poco volvió diciendo:
—Es mucho que nadie ha podido cumplirme el gusto sino la persona que menos hubiera querido; pero la fuerza ha sido contentarse con su buena obra. La vieja Carja me ha dado tres monedas con el requisito que yo pedía: son tres doblas, la primera de dos pesos, la segunda de cuatro y la tercera de ocho, y esta última preciso es que la tenga guardada muchos lustros ha, puesto que es de oro macuquino o cortado.
Y esto hablando me enseñó la dobla, que por el reverso tenía los nombres de Fernando y de Isabel.
—La vieja Carja—prosiguió mi camarada—, por muy dulzaina que se muestre para conmigo, siempre me es de mal agüero desde que el otro día, diciéndome la buenaventura cierta gitanilla que conoces, me vaticinó que mis gustos se me habían de aguar por manos viejas; pero en el asunto que ahora trato no sé qué mal pueda inducirme.
Nos separamos sobre el anochecer y quedamos, como siempre, citados en el puente de Santa Ana. Llegada la hora, y aun no había dado el cuarto para las doce, cuando con paso vacilante y con el aire más melancólico se me acercó, y tomándome por la mano, fría como el granizo, tiró de mí para la posada, yendo yo tan confuso como espantado.
Sus suspiros me lastimaban sobremanera, y al tocar los umbrales de la puerta me dijo:
—¡Qué maravillas vas a saber de mí!
Retirados a nuestro aposento, y yo más curioso que nunca, y temiendo el espíritu arriscado y de aventuras de mi amigo, me senté sobre el borde de la cama y esperé a que comenzase, como comenzó así su razonamiento:
—Ayer, al asomar la noche, recogía el fresco por el puente último que lleva el Avellano, y donde viene también a dar la senda que conduce a las espaldas de la Alhambra. Solitario el sitio, y la hora a propósito, me dejaba ir en alas de mis devaneos, cuando una voz cercana a mí en extremo, me sacó de mis ensueños, diciéndome: "¿Eres valiente? ¿Quieres hacer fortuna?..." Volví los ojos y me encontré a dos pasos con un soldado de más que alta estatura, con morrión de cresta, con gola y vestes azules, con el rostro no desagradable, pero pálido y ceniciento, y con la voz, si bien honda y tristísima, nada desapacible. Llevaba terciada la espada del hombro, y en la mano apoyaba la pica obscura, pero de hierro muy luciente.
Considerándolo un breve espacio, y porque no dudase de mi valor, le dije que estaba resuelto a todo, y ordenándome que le siguiese, fuíme en pos de él, ya casi perdido todo recelo por haberme largado la pica en que se apoyaba para que yo la condujese. El astil era tan pesado, que casi la llevaba arrastrando, y sin falta me prestaba la cualidad de invisible, puesto que encontrándome con varios conocidos y amigos que volvían de su paseo, ninguno hizo reparo en mi persona. Ya cercano al bosque, me dijo el soldado:
—Cuando lleguemos a las ruinas de los torreones (y cuenta con no equivocarte), haz lo contrario de lo que yo te mande.
Prometílo así, y emparejamos con el baluarte de la puerta de hierro, por donde se dice que Boabdil salió huyendo de la furia de los caballeros Abencerrajes por la muerte de sus parientes.
Allí me dijo el misterioso guía que tocase con la lanza, lo que me guardé mucho de ejecutar; pero cuando llegamos a la torre aislada de las almenas y me ordenó que no llamase, entonces la levanté y di con ella un gentil bote contra la muralla, la cual maravillosamente se abrió de par en par, no dudando yo de seguir al soldado por aquellas obscuridades.
En la estancia donde nos paramos no encontré más adornos que enormes tinajas enclavadas en la tierra, y sentándose y haciéndome sentar el soldado sobre las tapas de hierro que las cubría, me relató el encanto y el prodigio más estupendo que puede forjar la imaginación más maravillosa.
Me dijo que desde la conquista de Granada estaba preso en aquella torre, custodiando los crecidos tesoros que los moros habían rescatado y escondido de los cristianos, cuyo empleo enojoso lo cumplía enfadosamente. Que le estaba permitido el salir de tres en tres años para procurar su libertad, y que en distintos trances se había dejado ver de algunos, para que le facilitasen su rescate, pero que nunca logró el cabo y el fin deseado, pues de ellos, a unos les faltó el valor, otros desmayaron en la mitad del camino y muchos no llenaron los requisitos y condiciones que se les habían impuesto, perdiendo así el premio de su trabajo; y al decir esto levantó la tapa y sacó de la tinaja más cercana, como por muestra, el puño lleno de la arena más fina de oro, que era lo que reposaba en aquellos vasos.
Yo entonces—prosiguió mi amigo—le aseguré al soldado mi buen deseo y le ofrecí la fineza y esmero más extremado, y que pudiera disponer de mí a su buen albedrío, sin que los peligros pudieran arredrarme.
El soldado me respondió que no sería necesario arriesgar mi persona, y que para dar comienzo a la obra volviese a verle a la noche siguiente (por hoy), con tres monedas pedidas, pensadas y dobladas.
Pedíle la clave de este enigma, y me dijo que las tres monedas habían de ser rogadas y tomadas de un amigo que, ignorando el fin misterioso de su destino, pensase que eran para el uso mío, y que últimamente fueran el doble la una de la otra. Bien encomendadas a mi memoria todas estas circunstancias, me despedí del soldado, quien para llamarlo cuando la ocasión llegase me dió las señas de tres palmadas, con tres palabras que hará una hora que recité y ya las he olvidado con mayor espanto mío.
Separado de él anoche, tenía ante mis ojos la opulencia más rica, y en mi mano el hacerte feliz y poderoso, y ya reparaste la loca alegría que me dominaba.
No perdiendo tiempo, me procuré las monedas misteriosas, que, al ver mío, llenaban los puntos acondicionados, y esta misma noche volé al torreón arruinado, y dando las tres palmadas y pronunciando las tres palabras que ya olvidé, se abrió al punto la muralla, dejándose ver el soldado, con el rostro más triste y lastimado.
—Todo lo hemos perdido—me dijo—; sé que has hecho cuanto tu buen deseo te sugirió y cuanto estuvo en tu mano; pero si bien las monedas son dobladas, la mayor tiene el mal de pertenecer a los Reyes conquistadores de este suelo, Fernando e Isabel, y para los usos que debieron servir no perdonan los genios que aquí mandan ni el nombre ni la efigie de entrambos héroes. Mira en prueba, me dijo, a qué se redujo cuanto estos vasos contenían; y destapándolos sucesivamente no me mostró sino ceniza; y estas urnas, prosiguió, llenas de piedras preciosas, que por fineza mía y adehala debida a tu buena voluntad te destinaba, todas se han vuelto de carbón; y era así como él decía, siendo las urnas como aquellos jarrones de porcelana que se conservan en los Adarves, y fueron hallados en el aposento de las ninfas llenos de amatistas, topacios y esmeraldas.
El soldado se despidió tristemente de mí, diciéndome que aun pudiera tener esperanza dentro de los tres años, plazo necesario para que su visión pudiera repetirse, sin temer yo nada por la seguridad de los tesoros, pues estaban a salvo enteramente en tanto que estuviesen en su custodia.
Salí de la muralla, y volviendo los ojos no vi sino el lienzo liso y sin lesión alguna, yendo a buscarte con el desconsuelo que puedes imaginar, pudiendo decir sólo que nada en el mundo podrá aliviarme el pesar de haber perdido la mayor dicha y opulencia que puede esperar el hombre, habiéndolas tenido a tiro de la mano.
Por mucho que me parecieran disparatadas las razones de mi amigo, todavía lo vi tan cordialmente afligido y con abatimiento tal, que tuve a mejor partido el consolarle con otros discursos no de más compás que los suyos, y procuré que durmiendo recogiese con el sosiego algún poco de más de seso. Las horas de la noche las pasó sin descanso alguno y como en delirio, que llegó al frenesí más subido cuando a la siguiente mañana nos dijeron que la vieja Carja había desaparecido, dejando muy mal olor de sus acciones, que quién las calificaba de hechiceras, quién las presentaba por de un espíritu malo. Con esta aventura, mi amigo no hacía sino repetir el vaticinio de la gitana, y nada podía, no ya distraerle, pero ni aun picarle la curiosidad ni despertarle el gusto. En fin, partió para su país (cantón inmediato de las Alpujarras), donde le vi ir con gozo mío, por parecerme que allí dejaría el peso de sus cavilaciones, confesando la irritación de su fantasía. Las cartas que me escribió casi me lo daban ya por restablecido, cuando un veredero que llegó una tarde a más andar me trajo de la parte de mi desgraciado amigo el encargo encarecido de que fuese a darle el último adiós, si es que quería verle antes de morir.
Por mucha diligencia que puse en mi viaje por aquellas montañas, no llegué al lecho del moribundo sino a la segunda tarde, cuando ya mi pobre y delirante compañero tocaba en la agonía. Al verme, me tendió la mano, y con lágrimas en los ojos me dijo:
—Querido amigo, no he podido ser superior a mi desgracia. El que tuvo ante la vista y destinadas para él tantas riquezas y tal poder y se le escaparon de la mano, no debe sobrevivir. No te olvides que la dicha tuya hubiera acompañado a la felicidad de tu amigo. ¡Adiós!... ¡Adiós!...
Desde entonces no volvió a abrir los ojos, y a pocos momentos expiró, siempre repitiendo:
—¡Los tesoros de la Alhambra!... ¡Los tesoros de la Alhambra!...
Mohamad II, de la familia de los Naceritas, reinaba en Granada lleno de poder, gloria y juventud; pues por la muerte de su padre se miraba a los veinticinco años sentado ya en el trono de la Alhambra.
Cuentan las historias que este príncipe, antes de heredar el título de Sultán, andaba perdidamente enamorado de la hermosísima Híala, hija del primero de los Wazires de su padre, hombre principal y poderoso, pero que aunque deudo de la familia real, no entraba en los cálculos del Sultán viejo el permitir tal enlace. Ello es que el Sultán Alamar quería casar al príncipe su hijo con una infanta de Fez para afirmar con tal alianza el imperio muslímico en España, y poder, con la ayuda de las cabilas africanas, rechazar a los cristianos, que a más andar le venían invadiendo y ocupando su territorio, como las olas incesantes de un mar ambicioso e insaciable.
La muerte de Alamar cortó en flor proyectos tan prudentes, y dejó en libertad al nuevo Sultán para seguir las dulces inclinaciones de su corazón, contando éste que, con un brazo fuerte y una voluntad firme, podría hacer frente al de Aragón por la parte oriental, y al de Castilla por la parte del Algarbe de su reino.
Así, pues, al mismo tiempo que hizo llamamiento de sus alcaides y capitanes, y que sus escuadrones y jinetes, así africanos como andaluces, se juntaban, apresuraba el Sultán mancebo sus bodas, que habían de ser con todo el boato, gala y riquezas que los monarcas granadinos acostumbraban ostentar y derramar en las ocasiones solemnes, y por cierto que para un corazón enamorado nada de más solemnidad y grandeza que el día en que iba a poseer el objeto por quien tanto se ha anhelado.
Los Masamudes, los Aliatares, los Benegas y otros muchos caballeros de las familias nobles, disponían cuadrillas, cañas y torneos; las damas, parientas de la futura Sultana, trazaban en sus cármenes y jardines los festejos y zambras con que habían de celebrar tan venturoso enlace, y los mercaderes de joyas, telas, esencias y otros objetos preciosos se encontraban en todas partes, y en todas partes eran echados de menos, pues tanta era la viva curiosidad por ver, y ansia por comprar y apoderarse a todo precio de tanta preciosidad, propias del lujo oriental y del fausto que en aquella época ostentaba la árabe corte de Granada. El enamorado Sultán, por su parte, realizaba en los alcázares de la Alhambra y en los verjeles del Generalife todas las ficciones y sueños de las mil y una noches, derramando riquezas y tesoros, para que aquellas encantadas estancias fuesen aún más dignas de recibir y hospedar a la sin par Híala.
Todo estaba a punto ya para la última ceremonia, y el Sultán dispuso que su hermosa novia subiese desde su morada en los palacios de Granada a los alcázares de la Alhambra, tres días antes de las bodas, que se fijaron para el hálid o plenilunio del mes de las flores.
La madre de Mohamad recibió a la futura Sultana como a hija la más querida; la carrera de ésta desde su palacio a un extremo de la ciudad, hasta el regio albergue, fué un verdadero triunfo. Además de toda la nobleza de su casa y parentela, y de los príncipes de la sangre que cabalgaban en soberbios caballos, apelados por cuadrillas y ostentando las galas y preseas más ricas, iban los ulemas, los imanes, los wazires y cadíes, cada cual en el lugar que le correspondía. Después se dejaba ver la guardia del Jacinto, compuesta de mil esclavos negros, y así llamada por la piedra que relucía en los turbantes; y luego seguía la invencible, compuesta de tres mil africanos con escudos de plata y blandiendo azagayas de reluciente acero con astiles colorados. A cierta distancia se miraban venir veinte cebras y veinte jirafas, que conducían en cofres de sándalo y maderas preciosas los vestidos, regalos, el alizaque o dote de la novia, y luego, entre una comitiva numerosa de jeques y ancianos, jefes de los cabilas y linajes, se dejaba ver un riquísimo palanquín colgado, de brocados y randas, y con varales de coral y madreperla.
Se nos olvidaba que precedían también a la Sultana numerosas bandas de músicos, vestidos a la índica usanza, y haciendo sonar sus instrumentos por la manera más blanda y voluptuosa, y que delante iban doce pavones tendiendo sus vistosísimas alas, con otras aves de peregrina naturaleza y traídas desde la Arabia, del Irak y del Hindí.
Lo que más llamaba la curiosidad del público era ver los saltos y gestos de gran número de monos y jimios, que de todos tamaños y cataduras, y formando uno como extravagante escuadrón, iban remedando el talante y gravedad de aquella solemne y dilatada procesión. Algunos, que eran de crecida estatura y traídos del interior de Africa, y que iban ataviados de sus capellares, marlotas y turbantes, podrían equivocarse por sus carillas revejidas, sus ojuelos hundidos y otros accidentes, con algunos de los viejos dignatarios de la corte.
Aquél, decía uno, es el Cadí Anakin; éste es el Katib Abdual, gritaba otro; pues estotro, gritaba aquél, sin pizca más ni pizca menos, es el Intendente de los tesoros Albut Seid. Mirad qué ojos abre en cuanto ve relumbrar algo que le parece oro o plata.
El menudo pueblo halla siempre cierto sabroso placer en encontrar alguna semejanza entre los que lo mandan y los animales nocivos, y por cierto que las más veces no se engaña.
Entretanto las cuadrillas, las guardias y el inmenso acompañamiento iban marchando, acercándose al propio tiempo las ricas andas que encerraban tanto tesoro.
En este como portátil camarín, que cargaba sobre los hombros de doce eunucos del Sennaar, aparecía la afortunada novia envuelta en los velos que aun en la poca ortodoxa Granada, para ceremonias de tal monta y con personas de tal clase, reclamaba la rigidez muslímica. Hemos de presuponer que los velos eran tan sutiles, que no parecía sino que, por desusada manera y con arte sobrehumana, habían obligado al delgado aire a trocarse en diáfana y ligerísima tela, y aun sin embargo, Híala, para procurarse el inocente placer de contemplar a su sabor aquel nunca visto espectáculo, y también acaso para dejar ver que el delirio del Sultán tenía sobrado fundamento y razonable disculpa, con su mano de miniatura recogía contra su faz el velo, dejando así libre paso a los rayos de uno de sus ojos, argumento irresistible para quien lo alcanzara a distinguir en favor de la apasionada resolución del Sultán.
Este iba al siniestro lado de las andas, montando un caballo casi fabuloso por su hermosura, rareza y por las circunstancias de su ser. No era de casta conocida, sino que en una montería habida años antes por el mismo Mohamad, fué encontrado vagando por los montes de Sohail, siendo necesarios tres días y tres noches y los esfuerzos de doscientos monteros para rendirlo y cautivarlo. No se dejaba cabalgar de otro jinete que el príncipe, a la sazón Sultán; pero en trueque era la más dócil hacanea si alguna dama hermosa intentaba montarlo. Andaba tres farasangas de sol a sol; corría el doble que el corcel más corredor; en la arena dejaba atrás al camello más fuerte, y pasaba a nado el Guadalquivir en los días más iracundos de su tempestuosa soberbia. Su destreza era tan extremada, que el Príncipe, montándolo, corría seguro sobre los adarves de los altos muros de Granada: jamás su dueño había dejado de salir vencedor en las justas y torneos, triunfante en las lides y batallas e ileso en los juegos de cañas y alcancías.
Tal era su agilidad en los movimientos, su rapidez y violencia en las acometidas y su instinto maravilloso para secundar y ayudar los intentos, trazas y ardides de su real jinete.
Su color era tal, que en cuanto se agitaba se convertía en una montaña de púrpura esplendente, tan bermejo se paraba, resaltando así más y más su crin y cola de azabache, que era necesario recortar muy a menudo, pues de otra manera llegaran a rodar por el suelo.
Este caballo, superior a los fabulosos de la mitología griega y oriental, se llamaba Ebn-Nur, o hijo de la luz o del fuego, ya por las nobles condiciones que ostentaba, o ya por una estrella que tenía en la frente, tan blanca, que de noche creían supersticiosamente que rutilaba y resplandecía como lucero del cielo.
El joven Sultán iba, como se ha dicho, al siniestro lado del riquísimo palanquín, haciendo gala y muestra de su gentil presencia, y escarceando gallardamente con aquella peregrina alfana, si llena de fiereza para combatir, no menos primorosa y atildada para los alardes de gentilezas y bizarrías.
Mientras esto pasaba por el un lado de las andas, era por el otro por donde se deslizaban los furtivos ojos de la lindísima novia. Achaques de muchachas: descuidaba el recrear la vista por lo que había de ser pasto común cotidiano de sus ojos, y éstos los fijaba a preferencia en objetos que habían de ser de más difícil alcance después para una Sultana de la Alhambra.
De esta manera dejaba ver Híala el collar de las nueve perlas que el Sultán le había ofrecido como uno de los primeros regalos de la boda; collar que, según antigua y verdadera tradición, perteneció al primero de los Omníadas que imperó en Córdoba, Abderramen el-Dajel, que adornó un tiempo el cuello de la Reina Sabah, y que fué el más precioso de los presentes que esta mujer célebre regaló al Rey Soleimán cuando fué a visitarlo, llevada de la fama de su grandeza y sabiduría.
De las nueve perlas, todas del grandor del fruto del nogal, dos de ellas, una blanca con el oriente más rico, y otra negra con el brillo del ébano, se habían cogido en el mar de Persia; otras dos, una roja como el carmín y otra verde como la esmeralda, fueron cogidas en el mar tempestuoso de la India; otras dos, una azul como el jacinto y otra pálida como el ámbar, se pescaron en el mar grande o del Atlante; dos, entrambas celestes como el cielo, se encontraron en los mares tenebrosos o del Septentrión, y la última, de los colores variados del iris, se ignoraba de dónde fué cogida, aunque los aficionados a lo maravilloso y sobrenatural aseguraban que aquella piedra, única en el mundo, fué encontrada en la fuente Tasnin, que corre en el algerna o paraíso, y traída a la tierra por uno de los genios obedientes a Soleimán, quien añadió así la novena perla al collar de la Reina del Yemen. Esta misteriosa piedra, que se engarzaba como por privilegio en medio de las otras perlas, tenía una oculta y maravillosa propiedad, y era que los matices de sus colores cambiaban incesantemente cuando la persona que se adornaba con el collar se acercaba en bien o en mal a alguna súbita mudanza o peripecia en su condición y fortuna.
Nada más natural que explicar en aquel trance el giro continuo de los matices de la novena perla.
Híala, por lo mismo, se entregaba dulcemente a sus ensueños de felicidad, y al través de su velo sutil, o por sus miradas de reojo, veía llover flores y rosas por donde pasaba; miraba las calles alfombradas de ricas alcatifas, cubiertas las azoteas de elegantes doseles y sobrecielos para templar la viveza de la luz; muchos esclavillos agitando enormes ventalles y abanicos de pluma y papiro para mover y refrescar el aire, y gran número de pebeteros en los ajimeces y ventanas que poblaban el ambiente de los olores más exquisitos.
Detrás cerraban la marcha tres mil cenetes montados en caballos negros, y tres mil bereberes cabalgando en caballos blancos.
Cuando llegaron los primeros del acompañamiento a la puerta de la justicia, que era la principal entrada de la Alhambra, se fueron derramando, aunque en orden, por aquellas inmensas alamedas de álamos y almeces, hasta que los doce eunucos del Sennaar entraron por las puertas del Alcázar el tesoro, o más bien dicho, la divinidad que conducían.
En aquel recinto regio fueron muy pocos los que alcanzaron entrar, bajando todas las esclavas a recibir a su nueva señora con las demostraciones más ardientes de regocijo; unas danzaban al son de los albogues y adufes, y otras le cantaban al antiguo uso de Córdoba y del Cairo estas lisonjeras cásidas de versos:
Entra aquí,
entra aquí en estos jardines
de arrayán, rosa y jazmines,
entra, sí,
cual reina por sus confines.
El poder,
el poder te da su imperio,
que el rendir feudo al misterio
del placer
no es mengua ni vituperio.
Por tu amor,
por tu amor ya arde la Alhambra,
rejas torres, Vivarrambra,
el fulgor
de cañas, juegos y zambra.
La Sultana madre, al ver desde sus miradores acercarse la comitiva regia, se apresuró a venir al recibimiento de su nueva hija, encontrándola en el patio de los Laureles en medio de las esclavas, ya con el velo alzado y enseñoreándose todavía en el palanquín de los eunucos negros. La bajó entre su brazos, ayudada en tan cariñoso obsequio por el Sultán su hijo, que para ello se derribó gallardamente del caballo Ebn-Nur, quien dobló al efecto tan gentil como humildemente sus rodillas.
La madre instaló a la bellísima nuera en su propia cámara, formada de cristales y espejos, hasta que llegase el instante de las bodas; y en tanto que el Sultán recibía los homenajes y plácemes de sus alcaides, wazires y walíes, las Sultanas salieron a solazarse con las esclavas por los espaciosos y mágicos jardines, trasunto del imperio de Flora y compendio aventajado del Paraíso, por quien tanto suspiran los creyentes en el Islám.
Híala, que por su condición viva y regocijada había tomado en fastidio tanta circunspección y compostura, quiso aprovechar ocasión tan feliz de solazarse a todo su albedrío; y mientras la Sultana madre se entretenía en reñir en un estanque a varias esclavas que se bañaban con mucho de algazara y escarceo y algún poco de desenvoltura, se perdió por entre un laberinto de mosquetas, rosas y celindas, acompañada sólo de Encirnún, una su esclava, persiana de nacimiento y de singular belleza y discreción.
Cuenta la historia que así como Híala y Encirnún salieron de aquellas intrincadas calles de rosales y verduras encontraron en un prado sobre una flor la mariposa más extremada en hermosura, así por sus colores como por la brillantez de sus penachos.
—Princesa—dijo Encirnún—, esta mariposa sólo se encuentra entre los tulipanes y anémones de mi hermoso país; capricho raro ha tenido este insecto en llegar hasta aquí; ¿queréis que tratemos de hacerla nuestra cautiva?
Con el asenso de Híala comenzaron entrambas a procurar dar caza a la mariposa; pero el insecto, burlando las trazas de sus lindas perseguidoras, las fué llevando hacia los bosques inmediatos, ya parándose en un pimpollo o en una rama, ya alzando el vuelo con presteza y maravilloso instinto.
La Sultana vieja seguía de lejos, y presidiendo la banda de sus lindas esclavas, la afanosa tarea de Híala y de Encirnún, y las vió, riéndose de su loca empresa, trasponer por entre las calles de negros árboles que daban entrada al bosque.
Al poco tiempo de haber desaparecido las dos lindas cazadoras, se oyó un grito agudo dentro del bosque, en el que, así la Sultana vieja como todas las esclavas, conocieron la voz de Híala.
Cuál fuera la admiración y el espanto que tal grito infundiera en la Sultana y en las esclavas, es fácil concebirlo.
Al punto se dejó escuchar un coro de gritos y voces en todos los tonos y con toda la discordancia que para tales y semejantes casos tiene reservados el diapasón femenil.
Acudieron por de pronto los esclavos y eunucos negros del harén y principiaron a moverse en todas direcciones con aquel acuerdo que se acostumbra en los trances apurados.
A los de más edad, y casi ciegos por los años, se les mandaba que entrasen en el bosque a inquirir y ver las circunstancias de aquella presunta catástrofe; a los cojos se les daba prisa para que fuesen a llamar los guardias, y a los mudos se les conminaba para que fuesen a relatar al Sultán los pormenores de tamaña desventura. Todo era desorden, todo confusión.
En esto se presentó el Sultán a la cabeza de sus continuos y más allegados, y sin detenerse a oír los pormenores del caso, ni las sospechas que sobre él podrían concebirse, ni los diversos planes que debieran formarse para averiguar el origen de tal atentado, y poniendo al lado los consejos, las reflexiones, los dictámenes y las sabias medidas que sus entendidos consejeros le proponían, y dejándolos a éstos en sus entretenidas disensiones y reyertas, se precipitó por las calles del bosque, frenético de rabia y lleno de zozobras.
El Sultán corrió todos aquellos laberintos de verduras y malezas sin hallar más que algún pájaro que revolaba entre las ramas o alguna tímida liebre que se deslizaba entre la hierba.
En tanto volvió en sí y se miró solo, pues sus cortesanos en vano le habían querido seguir en su rápida y pesquisidora excursión.
En fin, el Sultán llegó a cierto lugar del bosque en donde los árboles clareaban, alzándose en lo más desembarazado un hermoso peral cargado de fruta. Una fuente pintoresca, que se despeñaba por el fauce de una retorcida cueva, completaba aquel delicioso paisaje.
Al llegar aquí el Sultán se encontró a todos sus wazires y cortesanos que formaban un ancho corro, con el un pie levantado, el otro adelante y la cabeza todavía más avanzada, como si mirasen algún hondísimo aljibe que se les hubiere abierto delante de su ojos. Tanto era el saludable temor que los detenía.
Ello era que allí habían encontrado a la hermosa Híala debajo de aquel poderoso árbol sumergida en un profundo parasismo.
Nadie se atrevía a adelantarse, y aunque en el desorden de las vestiduras se dejaba ver la punta de una leve chinela de tafilete y oro, como no se hallaba a mano ningún tenacero de plata de longuísimos mangos para remediar aquel preciosísimo desgaire, necesario fué dejar las cosas en su primitivo estado por no probar, el que indiscreto anduviera tocando lo que no debía, la agradable aventura de verse dividido en dos partes, como algunos capítulos del Alcorán.
A la aparición del Sultán se desvaneció como si fuesen de fugaces ondas aquel círculo de curiosos y cortesanos. Y el Sultán sin reparar siquiera en ellos se acercó a la desmayada esposa.
Los suspiros del coronado amante lograron volver en sí a la Princesa, pero para causar más lástima y desesperación. Sus ojos se abrieron y su voz articuló algunos sonidos, pero éstos no fueron más que suspiros y sollozos, y aquéllos giraban desordenadamente, o se fijaban ni más ni menos que como pudieran estar los ojos de una estatua.
El Sultán, traspasado de dolor, condujo al palacio a su desventurada esposa, llevando detrás de sí y a respetuosa distancia a toda la comitiva.
La Princesa fué colocada en un mullido cuanto ostentoso rimero de almohadones y cojines, y dejándola bajo la custodia de la Sultana madre y de gran número de esclavas, el Sultán salió del que hubo de ser nupcial aposento, y era ahora teatro de escenas lastimosas, para conferenciar con los sabios y médicos de la corte sobre lo peregrino de la aventura.
Al Sultán sólo se le escuchaba de vez en cuando estas palabras:
—Falta el collar de perlas.
Y los cortesanos en voz baja se hacían el eco diciendo:
—Entre otras cosas que pueden faltarle a la Princesa, se echa de menos el collar de perlas.
Cuenta la Historia que el Sultán quiso presidir por sí mismo el cónclave aquel de sabiduría, y aquel diván de inteligencia médica, y que sufrió los ratos de más bostezante fastidio que imaginarse pueden.
Un wazir, profundo estadista, aseguraba que aquella catástrofe estaba preparada por los enemigos, y que así era preciso desterrar a todos los desafectos de la dinastía Nacerita; otro wazir, todavía más sagaz, añadía que suponiendo este horrendo plan, el cual era patente como la luz del día, debiera deducirse que los cristianos eran los autores de la trama, como enemigos jurados de la gloria de la casa reinante, y que debieran ponerse todos en tormento para que declarasen la verdad.
Otro, menos profundo y amigo de explicar las cosas por lo natural y fácil, contradijo a sus compañeros, y probó lindamente, en un discurso de dos horas y media, que la tragedia la había motivado sin duda alguna la presencia de algún tremendo salteador que, burlando la vigilancia de los guardias y venciendo los obstáculos que cercaban la real estancia y sus jardines, había venido a despojar a la sultana del inestimable collar que llevaba en la garganta.
—¿Cómo explicar de otro modo—decía ufano el parlante—el robo de esta joya? Unos conjurados no piensan en robar; ¿qué tienen que ver—aquí alzaba la voz, vanaglorioso con la distinción—los delitos comunes con los políticos?
—Patarata—replicó un entendido naturalista desde los escaños de los taalebs o núdicos en donde estaba sentado hechas sus piernas tres dobleces—. Tal caso debe explicarse por causas naturales enteramente. ¿A qué acudir a móviles ridículos por lejanos, si el misterio por sí mismo se revela? El magnífico cuanto peregrino espectáculo que ha herido la imaginación aun infantil de nuestra linda y tierna sultana, sálvela Alah, ¿no será explicación bastante para este desmayo o parasismo? ¿Pues estos sentimientos llevados al último punto por el placer de verse la noble esposa del más guerrero, generoso y amable de los sultanes—y aquí añadía el orador una cáfila de alabanzas y epítetos, por supuesto sin mezcla de lisonja médica—no es suficiente motivo para tal arrobamiento? Roguemos al cielo, por el contrario, que tanta gloria no anonade y absorba la luz de vida de ese frágil corazón.
Otros veinte picos de oro dijeron cosas muy buenas, diversas todas las unas de las otras, sin haber disparate que no tuviese defensor, ni extravagancia que no se encomiase llevándola a los cuernos de la luna.
Ya el Sultán, desesperado a fuerza de hastío, revolvía en su mente el saludable proyecto de degollar con su propio alfanje tres o cuatro de aquellos ruiseñores sapientes, eligiéndolos de entre los más floridos y locuaces en su parla, cuando el famoso Aben-Jomiz, que había sido diez años alfajeme, otros tantos boticario, siempre viajando y herbolizando, algunas veces matando y jamás curando, y que había concluído por ser tan entendido médico como consejero profundo, dió señales de hablar.
Todos callaron, y el Sultán, dejando para mejor lugar y ocasión su resolución piadosa, se volvió hacia el meflez o asiento del sapientísimo médico, y oyó que éste, con voz chirriadora y cascada, dijo:
—No hay Dios sino Dios, y Mahoma es su profeta. La sultana Híala está afectada de una catalexis.
—Al menos—dijo el Sultán—este necio no nos ha quebrado la cabeza. ¡Catalexis!...
Los cortesanos se enamoraron del nombre de la enfermedad, y todos se decían:
—La Sultana tiene una catalexis.
Todo el mundo se llenó de gozo al ver descifrado el enigma, y de los cortesanos a los esclavos, y de éstos a los guardias, y del Sultán a la madre, y de ésta a las esclavas, y de las mujeres del harén a otras mujeres, bajó rodando de boca en boca desde la Alhambra de Granada el mismo nombre de la enfermedad. ¡Catalexis!
El júbilo por tan dichoso hallazgo infundió el deseo de celebrarlo con todas veras y estrépito, y así a los pocos instantes se escuchaban doquier en la algazara más bulliciosa del mundo los gritos regocijados, los acentos de los vivas y los ecos de los instrumentos. La palabra catalexis se oía de cuando en cuando como tema de aquella alborotada sinfonía y servía de incentivo para avivar el estruendo y la algazara.
—¿Y qué es la catalexis?—dijo con voz de trueno el Sultán al ver pavonearse de vanagloria al inventor de la palabra, y que con ella quedaban las cosas como antes y la Sultana tan enajenada y en peligrosa situación.
A esta pregunta, y sobre todo al tono con que fué pronunciada, todos cayeron en la cuenta que una palabra no es más que una palabra, y se volvieron irritados y con vista airada al mismo Aben-Jomiz, que del cénit de su vanidad vino de cabeza al valle de lágrimas de la humildad.
—¿Qué es la catalexis?—pregunta el Sultán; le dijeron.
Las cosas en tal punto, veo que aparece en la estancia Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, y prosternándose diez veces ante el Sultán, y tocando otras tantas la tierra con su frente, dijo:
—Príncipe de los creyentes, un loco que días ha vaga cantando y danzando por la ciudad, habrá una hora que en medio del estupor que ha causado la nueva de la catástrofe de la Sultana y del alboroto que ha movido el descubrimiento de su enfermedad, púsose de nuevo a bailar en el Zuc de los benimerines y en voz clara cantaba:
A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.
Y tu siervo, al oír esto, por si es blasfemia o delito que merezca la muerte o falta que se purgue con la lengua cortada u otra semejante leve concesión, lo he preso....
—¿Y quién es ese loco?—dijo el Sultán.
—Es—respondió el capitán—Afmed-Ali-Ocnar-ben-abas-ben-oli-ben-Iahic-ben-Zatrin-el-Cubdi-el-Smercandi...
—Por el profeta—dijo el Sultán empuñando su alfanje—que al primero que me asorde los oídos con esas taifas de nombres que atañen y tocan sólo a uno de mis esclavos, que le envíe la cabeza de un tajo a la punta nevada del Belet.
El capitán, cesando cuerdamente en su amplificación y exactitud genealógicas, y besando otra vez la tierra, dijo:
—Príncipe de los creyentes... el loco es Afmed-el-Bayer.
—Ya lo conozco—replicó el Sultán—. Traédmele al punto.
—Oyendo y obedeciendo—contestó Abu-el-Casín.
Y salió de la estancia, abriendo y cruzando los brazos y bajando la cabeza.
De allí a un instante cayó en medio del concurso un morillo mal andante en sus vestidos, aunque no de traza desagradable, y que llevándose con ahinco una su mano a cierta su oreja, daba a entender claramente ser aquella el asa por donde lo había empuñado, para transportarlo, la suavidad jurídica-militar del capitán Abu-el-Casín.
—¿Qué era lo que cantabas en el Zuc de los benimerines?—le dijo el Sultán.
Y el loco, siempre con su oreja entre sus manos, y comenzando a bailar con el mayor desenfado, cantó:
A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.
—Pues tú debes de ser—dijo Mohamad—el médico infalible de mi esposa: nadie puede haber más loco que tú; en tres días has roto cinco mil platos y escudillas; has hecho rodar por el suelo seis mil jarras y otros cachivaches de la Rambla, y has llevado todos los chicos del Albaycín a machacar esparto sobre las cargas de porcelana y cristal de los mercaderes genoveses de la Albayciría. Se necesita todo el respeto que profesamos a los llenos del espíritu de Dios para que no te hayamos empalado.
Afmed, sin dejar su baile, ni soltar su oreja, prosiguió cantando así:
Grados diversos
ha la locura,
ser rey en ella
fortuna es mucha,
aprendiz sólo
soy.....................
—Déjate de esa versa y canturia fastidiosa—prorrumpió encolerizado el Sultán—y responde por lo natural y llano a mis preguntas, porque si no ¡vive el cielo! que te saque enredada en la punta de mi espada gran parte de tus dislates y locuras.
El-Bayer, al halago de tal insinuación, dió una cabriola en el aire, y sacando los pies hacia adelante, se dejó caer verticalmente sobre sus nalgas, bajando y doblando al propio tiempo su cabeza hasta injertarla entre sus muslos; pero con tal arte, que ponía duda, si en su reverencia y salutación había más burla que respeto al Príncipe de los creyentes, dijo al demente:
—Yo soy un loco principiante, y como aprendiz no puedo dar en el hito del arcano de la Sultana; pero con un guijarro en la mano y poniéndome a ochenta pasos la frente de uno de estos sabios, te la abriré perfectamente, si es que allí presumes hablar y leer...
—Canalla—replicó el Sultán—no has entendido que por encontrar vacías esas frentes, acudo en apelación a tu locura. ¿Hay otro más loco que tú?
—Poderoso Mohamad—dijo el-Bayer—, lo hay en Granada, y ese podrá acaso satisfacer tu curiosidad.
—¿Dónde se halla esa perla peregrina?—dijo el Sultán.
—En los subterráneos de la Alcazaba—replicó el aprendiz de la locura.
Y al decir esto, levantándose como una pulga del pavimento de la estancia, dando otra cabriola, haciéndole una higa al Sultán, y dando cuatro papirotes a los más graves del cónclave o diván, se deslizó por entre las guardias, repitiendo siempre:
A la Sultana
nadie la cura,
si no es el rey
de la locura.
—Dejadlo ir—dijo el Sultán—, y tú, agradable Abu-el-Casín, vuela a la Alcazaba y registra el último agujero de sus murallas y subterráneos, hasta dar con ese loco recomendado por el otro loco.
—Oyendo y obedeciendo—respondió el capitán de la guardia, y desapareció abriendo y cerrando los brazos y bajando la cabeza.
Entretanto los sabios, consejeros, wazires y taalies, reunidos en el diván, se decían, en voz baja, unos a otros: "¡Qué diablos quiere el Sultán! Más loco debe él estar ya, que no el oráculo que busca; si se muere la Sultana, la juventud y belleza de cien ciudades de aquende y allende el mar le brindarán con otras mil beldades, y si la Sultana vive, tanto mejor si la posee muda y convertida en estatua. Esto será poseer una mariposa en estado de crisálida.... tanto mejor poseer la belleza sin alas."
Al propio tiempo venían nuncios y embajadores de los aposentos de las sultanas, siempre con las tristes nuevas de que Híala permanecía en su misma enajenada situación.
El Sultán, en profunda meditación, se hallaba fantaseando sobre lo extraño de aquellas aventuras, reclinado en su alfarir o solio de púrpura, cuando apareció ante sus ojos el amable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana.
—¡Amir-el-Mumenin—le dijo éste—, maravilla y más maravillas! He encontrado al loco a quien el otro loco recomendó, y el loco recomendado es el loco más inconmensurable que hallarse puede. Es el inmenso pájaro Roc de la locura; es el mar más insondable de los disparates; éste o ninguno debe ser el Rey de la locura.
—¡Que me place!—dijo el Sultán—. ¿Y dónde está ese Rey tan deseado? ¿Por qué no entra? Que venga, traédmelo aquí, luego, al punto...
—Pues ved ahí el caso—dijo Abu-el-Casín.
—Habla—replicó el Sultán.
Y el capitán comenzó su relato de esta manera:
—Con las señas que dió el loco El-Baici, y ayudado de la amabilidad de carácter que me distingue—dijo el agradable Abu-el-Casín—, logré tomar en los barrios inmediatos a la Alcazaba noticias ciertas del loco recomendado. Supe que se llamaba Ben-Farding, y que habitaba en lo más hondo de esos palacios subterráneos que se encuentran en la Alcazaba, y que en otro tiempo fueron templos en donde se adoraban los ídolos de los reyes Rumíes.
Ben-Farding está poseído de la locura más extraña que se puede imaginar. Piensa que su gravedad específica es tal, que poco a poco y a fuerza de años va horadando la tierra, tendido como se encuentra, y que así llegará un día en que atravesará todo el globo, hallando su salida por los opuestos antípodas. En los largos episodios que tendrá tan dilatado viaje, irá aprendiendo todos los arcanos de la naturaleza, o, por mejor decir, los irá sorprendiendo o conquistando, pues, o ella habrá de suspender su acción, o en los ocultos elaboratorios de sus entrañas han de tener sucesivamente en perdurable y estudiosa visita a tan curioso como perseverante observador. Al salir por el opuesto agujero Ben-Farding, saldrá tan sabio como Soleimán, y tan poderoso como Nemrod. Será obedecido de los genios buenos y malos; mandará en los animales y aves; el Simorgue vendrá a tomar sus órdenes e imperará sobre toda la tierra.
Ben-Farding cree hallarse en lo hondo del subterráneo, en donde hoy está, no por haber descendido allí en propios o ajenos pies, sino porque la gravedad de su cuerpo ha taladrado ya la tierra hasta el lugar en que se encuentra.
A este loco respetable bajé a ver para hacerle entender las órdenes de mi señor, y para atravesar prontamente tan obscuras mansiones, hice encender trescientas hachas, y por no encontrar éstas tan a punto, mandé prender fuego a las tocas y vestidos de cincuenta cautivos, y echarlos por delante de mí para alumbrarme el camino.
Ben-Farding no se admiró de mi intempestiva visita, y, antes por el contrario, me manifestó punto por punto el objeto de ella: debe ser también Zahorí, según mi cuenta.
Mas el transportarlo aquí ha sido imposible. A mis amigables insinuaciones se mostraba tan impasible, que llegué a convencerme de que entra en su locura el no temer la muerte, o que se cree intangible como el viento, o invulnerable como si fuese de hierro. Yo me hubiera valido de mi conocida destreza, y hubiera aplicado mis medicamentos infalibles para que desistiese de su extraña terquedad, a no sospecharme que nuestro Ben-Farding no pudiera resistir mi método curativo, o, por mejor decir, mis medios de transporte...
—¿Conque no quiere venir?—gritó como un león el Sultán...
—Ahí está justamente el caso—respondió el amable capitán de la guardia africana—. El no se opone a aparecer ante la noble presencia del Príncipe de los creyentes; pero dice que él no puede separar a su voluntad ni por un instante de la lentísima tarea en que se encuentra afanado en dulce calma ya hace siete siglos. Un milésimo átomo del punto más imperceptible que dejara por taladrar, apartándose voluntariamente del sitio que ocupa, le fuera una falta imperdonable.
El labrar su escotillón es su primer deber; pero consiente en ser transportado aquí en gracia del generoso, del nunca vencido, del sabio, potente, querido de Alahí, vencedor, príncipe de los creyentes, mi señor, si en el propio lecho en que espera su futura grandeza es transportado en los hombros de ciento veinticinco...
—Será algún gigante—exclamó el Sultán—, pesado como una montaña; ya comprendo el fundamento que tiene en su fantasía para presumir que puede ir hundiendo la tierra poco a poco...
—Pues ahí está el caso—respondió el amable capitán de la guardia africana—; es un gorgojo el tal Ben-Farding, que no llega a tres palmos, y, salvo su cabeza, que es gorda como la Al-cuba de la mezquita, y sus pies, que son como dos luengas y anchas hojas de plátano, por lo demás se creería que su gravedad no llegase a veinte adarmes.
—Pues bien—replicó el Sultán—, sábete, amable Abu-el-Casín, que me voy enamorando de ese precioso Ben-Farding, y me desvivo por tenerle ya ante mis ojos. Toma una manga de cincuenta y cinco ganapanes y otra de setenta aljameles de los que portean cal y canto a las murallas que ahora edifico en Fajalans, y que me lo traigan aquí al punto, en el instante, dirigiendo tú mismo la maniobra.
—Pues ahí está el caso—volvió a replicar Abu-el-Casín—; y es que Ben-Farding exige que esos aljameles y ganapanes hayan de ser precisamente, exclusivamente de los ilustres dignatarios, magnates, altos personajes, profundos estadistas, divinos oradores y sabios consejeros de este diván.
—Dígote, amable Abu-el-Casín—exclamó alborozado el Sultán—, que ese loco es lo más deliciosamente caprichoso que pueda idear la imaginación más chistosa; me declaro por su favorecedor, y de él espero el feliz desenlace de esta aventura.
Pero ¿qué hacen esas feas alimañas de mi consejo y diván que no se han apresurado ya, que no han corrido para portear sobre sus lomos a mi buen Ben-Farding, al libertador de mi esposa, al que ha de ser mi primer amigo si sus obras corresponden a la graciosa extrañeza de sus fantasías?
—Pues ahí está el caso—dijo Abu-el-Casín—; es que estas respetables gentes no caen en la cuenta de que el encargado en la ejecución de los mandatos del Príncipe de los creyentes y de las indicaciones sapientísimas del gracioso habitador de la ratonera de la Alcazaba es vuestro siervo, el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana.
—¡Hola, tropa!—dijo éste, volviéndose a aquellos venerables varones.
Y ellos, que hasta allí habíanse fingido los distraídos, cual si no oyesen tan interesante diálogo, se encontraron sin saber cómo en pie, cual si los hubiese movido un único y poderoso resorte. ¡Qué amabilidad!
Sólo quedó rellanando su cojín de terciopelo aquel wazir, de labios muy expeditos, que explicó en su elocuente peroración con noble independencia la diferencia extremada que hay de un robo a una conjuración. Al notar el amable Abu-el-Casín la no perpendicularidad de las piernas del wazir, se iba a llegar a él diciéndole con una voz reprimida, que semejaba al silbido de una sierpe: "Ha criado raíces el sabio y ennoblecido Mulesaif..." Cuando este discreto personaje, entendiendo la granizada que se le acercaba, le respondió con acento muy meloso:
—Sí, yo estoy pronto, amable Abu-el-Casín; pero me he mantenido en mi rellanada postura, por estar más pronto a dar a mi persona más súbitamente; es decir, más presto, una configuración más adecuada para traer sobre los lomos a ese discreto Ben-Farding, que va a ser el mejor amigo de nuestro Sultán.
—¡Sálvelos Alah a entrambos! Por ahora—le respondió gravemente el agradable capitán de la guardia africana—, incorporaos e id, que si es preciso, ya se os avisará del cómo y cuándo habéis de tomar posición a cuatro patas con vuestros dignos cofrades.
Entretanto, el mismo Abu-el-Casín hizo alarde y reseña de todos aquellos respetables wazires, ministros, cadíes, oradores, literatos y poetas que componían sapientísimo diván, y encontró que, sumados cuidadosamente uno por uno, y tomando sus nombres para evitar toda confusión, no se hallaban más que ciento y doce sabios entre todos.
El Sultán, alarmado con tal contrariedad, que dejaba manco el número de ganapanes y aljameles fijado por el caprichoso Ben-Farding para que lo porteasen, se dirigió a Abu-el-Casín y le dijo:
—He aquí, amable capitán de la guardia africana, cómo llegan trances y casos en que se echa de menos la sabiduría. ¿De qué traza nos valdremos para llevar a debido cumplimiento las discretas exigencias de mi buen amigo Ben-Farding?
El agradable Abu-el-Casín inclinó su frente y le respondió sonriéndose:
—Descuidad en cuanto a ese punto, Príncipe de los creyentes, pues en tanto que a estos buenos amigos los dirijo hacia la Alcazaba, empinados por ahora en sus dos patas posteriores, pasaré yo personalmente por el colegio y la academia, daré una vuelta por las bibliotecas de Bek-Faral y de Aben-Melij, y recogeré los trece varones que nos faltan para completar el estupendo tiro que nos exige Ben-Farding, de entre los venerables literatos que más allí trabajan y se fatigan por la felicidad del mundo, fastidiando a la ciencia. Me lisonjeo de que esta inevitable substitución nos la ha de agradecer el sapientísimo Ben-Farding.
—Ve y obra—dijo el Sultán.
—Oír y obedecer—respondió Abu-el-Casín.
En efecto, el amable capitán de la guardia africana entró primeramente en el colegio que con grande apariencia y anchas escuelas y jardines de apartada soledad y propios para el estudio, se miraba edificado a las orillas del fertilísimo Darro. Allí encontró gran número de doctores y alfaquíes que estudiaban noche y día en el libro bajado del cielo, en la manifestación de los decretos de Alah, en una palabra, en las suras y aleyas del divino Alcorán.
—¿Qué hacéis?—preguntó Abu-el-Casín a unos viejos venerables de blanca y crecida barba, ancha y espaciosa frente, que se encontraban sentados sobre el césped de la verde pradera y bajo una bóveda de laureles.
—Aquí—respondieron—estamos componiendo las oraciones que se han de recitar mañana por las calles y campos para que Alah, el Altísimo, nos envíe su lluvia, la fértil y placentera, y nos retire su langosta, la voraz y devorante. Recitamos también sus alabanzas y altacabiras con voz apacible y corazón limpio y conmovido.
—Y vosotros, ¿en qué os ocupáis?—preguntó también Abu-el-Casín a otros vejetes de ojillos hundidos, frente estrecha, nariz roma y de gesto en que a un tiempo se retrataba la envidia y la vanidad.
—Nosotros—contestaron—nos afanamos por descubrir en nuestro estudio y fijar la noche en que Alah envió el libro santo y divino a su profeta y favorecido Mohamad. Cuando hayamos determinado este punto tan esencial, y sepamos en qué mes cae esta noche de misericordia, si es en el Remadán o en el mes de Safer, habremos vencido a todos los doctores antiguos y a cuantos en nuestra edad siguen ciegamente sus sentencias y decretos. Entonces nos pondremos a la cabeza de todos ellos, nos obedecerán y nos respetarán; empalaremos a algunos, los perseguiremos a todos y ganaremos mucha honra y, sobre todo, gran provecho.
El amable Abu-el-Casín empuñó a cuatro de estos buenos amigos y los puso en camino de la Alcazaba, y él se fué a la academia, en donde disputaban muchos sabios sobre gramática, filosofía, dialéctica y otras ciencias.
—¿Quién es aquel buen amigo?—dijo el agradable Abu-el-Casín, viendo a uno que en un ancho cerco de oyentes hablaba y gesticulaba con tanta fe como placer propio.
—Aquel—le dijeron—es el famoso Frangis-el-Wadar, oráculo de nuestro siglo, depósito de elocuencia, tesoro de frases lindas, urna de tropos y figuras retóricas, y además—le añadieron en voz baja—, amplio cofre y razonable tinajón de vanidad y presuntuosa candidez.
—El cree—añadió un estudiante de burlona catadura, allí estante y presente al caso—que aprendiendo las irregularidades y variaciones de los verbos cóncavos y enfermos, se aprende a conocer a los hombres, y porfía y jura y perjura que el gobernar el Estado guarda necesaria hilación con la métrica y el arte de los consonantes.
El agradable Abu-el-Casín, al escuchar tal reseña, dijo para sí: "Ya tengo el centésimo vigésimo quinto aljamel que me faltaba para el completo de mi cuenta"; y cogiendo al elocuente El-Wadar por la manga de su aljuba le interrumpió en su agradable ejercicio, sintiendo tal contratiempo aquel orador, no tanto por el puesto que iba a ocupar entre los aljameles de Ben-Farding cuanto por el negro disgustillo y rabieta de no oirse así propio en el vigésimo discurso que había ya principiado a pronunciar a su auditorio, y que hubiera sido más torneado y salido con más arrebol y afeites de palabrillas y colorines que las diez y nueve pláticas restantes y trompeteadas por sus labios aquel día.
Después, el amable capitán de la guardia africana entró en la biblioteca de Abu-Melik y de Ben-Farax, y en ésta encabestró a buen ojo cuatro poetas que escribían sendas cásidas de versos, presumiendo con ello dirigir al género humano, y en la otra atrailló a cuatro escritores graves que refutando hechos, desmintiendo las crónicas viejas, criticando los escritos antiguos, derramando la desconfianza y quitando la fe en todo lo tradicional, hacían de la historia una miserable controversia. Estas gentes daban en sus escritos, no el retrato fiel de los pasados siglos, sino su peculiar y mezquino modo de ver y apreciar las grandes acciones de los califas, sultanes y héroes, gloria y prez del Islám. ¡Alah le sea agradable a todos!
Abu-el-Casín, entretanto, al encaminar tantos magnates hacia el Alcazaba, decía regocijado:
—¡Qué tasia, qué tiro tan estupendo de sabiduría y de inteligencia! Sólo un Ben-Farding, rey de la locura, puede tener tal idea; pero sólo yo, agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, puedo dar vida a tal pensamiento, puedo llevarlo a cabo, puedo realizarlo con todas sus consecuencias...
Y el redomado se reía como una canasta; en fin, llegó a la Alcazaba.
Cuenta la historia que a pocos momentos de ésta un inmenso gentío llenaba cuantas calles y plazas dividían de la Alhambra el antiguo y romano Alcazaba.
Los habitantes de las aldeas y alquerías inmediatas a Granada, rústicas y pintorescas, pero cuyo número fuera imposible pasar en reseña, se dejaron venir a esta ciudad de rosas, frescuras y perfumes, alborotados con la relación de las aventuras que se contaban, y que por las puntas y ribetes que dejaban traslucir de encantos y maravillas, provocaban más vivamente la curiosidad pública.
Los matices y variados del Jaragüí y las flores vivísimas de sus huertos y vergeles, eran más desmayados y menos ricos que los colores de las marlotas y capellares de los mancebos, y que las sedas, velos y tocas de las zagalas que acudían en tropel a entrar por la puerta de Elvira para encontrarse en el espectáculo.
Acaso para dar más contento y cierto realce de abundancia y galanía al regocijo, todos traían de sus cármenes y alquerías, para cambio o para regalo, algo que ofrecer de agradable al gusto, al olfato o a la vista.
Aquí, las muchachas de velo blanco y de picante sesgo y talla, brindaban con ramilletes de celindas, de mosquetas de olor y de diamelas rojas; otras, allí, casando el blanco azahar con los capullos de los rosales de Alejandría y los chiringos de cándidos racimos con las azucenas y bermejos lirios, ofrecían símbolos y emblemas elocuentes de amor para las hermosas y enamorados.
Por acá los chicos presentaban ramos de árboles cargados de frutos; aquí la toronja y la dorada cidra; allá la amascena y la alloza; otros, tejiendo en verdes mazas las espadañas y los lotos, y armados por cuadrillas, según los barrios de la ciudad o de las rivales aldeas, se acometían y lidiaban en escaramuzas de nueva especie; otros hacían revolar multitud de jilgueros y verderoles sin hilo que los sujetase, y siguiéndoles entre aquel inmenso concurso los pajarillos, y posándose en los hombros del dueño infantil cuando se cansaban, jamás se equivocaban en tanta confusión y bullicio.
Por aquella parte, las aldeanas ostentaban en canastillos de cañizo y juncos, bajo mil figuras caprichosas, la miel y la harina, la alcorza y el alfajó.
Las esclavas africanas vendían las confituras y bollos, hechos con el caniamum y el ajonjo, que alegraban el espíritu, sin embriagarlo como el vino.
Los esclavillos negros, en tallas de búcaro o en blanco y fino barro de la Rambla, brindaban con el agua cristalina y fresquísima de las fuentes más puras y nombradas.
Los mercaderes de poca monta desplegaban en sus azafates de paja de la India las cintas y listones que, halagando el gusto y afición de las muchachas, hacían caer en la tentación de comprarlas a los galanes y mancebos.
Viejas de mala catadura cruzaban de aquí para allá, llevando en la mano alguna sortija o joyel; se acercaban a éste o al otro corro de beldades enveladas, o entraban en una o en otra casa, dando una cita, entregando un billete, recibiendo una flor de amoroso significado, sin que el Argos más celoso pudiera advertir ni sorprender su misión misteriosa.
Los caballeros mozos de la ciudad, llevando en sus manos pomos de aguas odoríferas y de esencias, los derramaban allí en donde hallaban a sus amadas y queridas, sacándolas y reconociéndolas en tanta confusión por los colores que vestían.
Los juglares y saltimbanquis aquí y allá entretenían la curiosidad del bajo pueblo con mil suertes maravillosas y estupendas: aquí mandaban y se hacían obedecer de las alimañas y fieras traídas del interior del Africa; allí, a una voz, hacían salir de la tierra árboles que crecían, se cubrían de hojas y flores, madurando sus frutos, que los incrédulos cogían y gustaban. Allá improvisaban entre las piedras, y con una palabra sola, alguna cascada y juegos pintorescos de agua, y por doquier multiplicaban los prodigios y los encantos.
Acaso algún cristiano hecho cautivo en la frontera, de condición noble, o algún caballero de los mal contentos y fugitivos de la corte de Castilla, se paseaban también entre aquella turba, recordando en su corazón las veladas de Sevilla y de Córdoba, y los vergeles y festejos del Guadalquivir.
Los moedines gritaban en las torres de las mezquitas en son grave y acompasado, y los devotos y faquires repetían cantando las aleyas y las altacabiras, en tanto que el bullicio de la alborotada y curiosa gente se dirigía hacia la Alcazaba, en donde tenía su madriguera el misterioso Ben-Farding.
Todos ansiaban por pasar y repasar sus ojos por la figura y talle de tan maravilloso cuanto extraño personaje.
Los curiosos en las calles se empinaban, y las mujeres y muchachos desde las ventanas y azoteas hilaban de pescuezo y sacaban la cabeza a más poder, para divisar lo más pronto posible el autorizado acompañamiento que debería preceder al habitador de los subterráneos de la Alcazaba.
En fin, se dejaron ver veinticuatro disformes sayones, que eran como la vistosa comparsa del agradable capitán de la guardia africana Abu-el-Casín, que venían con sendos látigos en las manos, sacudiendo a derecha e izquierda para despejar el terreno y mantener en razonable distancia a los curiosos e impertinentes.
Incontinenti se miraban a los ciento y doce prohombres del Estado e individuos sapientísimos del Diván, que con el apéndice y añadidura de sus trece compañeros, elegidos a pierna entre los más distinguidos poetas, oradores, alcatibes y oradores de los colegios, bibliotecas y academias, tiraban de una enorme máquina, en la que habíase instalado el loco Ben-Farding en su lecho de ponderoso hierro, ni más ni menos que un galápago en una abrumadora concha.
Como toda curiosidad pública vivamente excitada, no se satisfizo aquélla completamente, pues para que Ben-Farding no sufriese con la luz del día la impresión dolorosa de que estaban amenazados unos ojos como los suyos, que tantos años habían estado sepultados en las obscuridades de aquellos subterráneos, habían enratonado o empastelado su persona en un alcartaz o cucurucho de papel de figura piramidal, bordadas en él algunas flores con puntas de alfileres, para que por tan leves hendiduras pudiese respirar aquel loco empapelado.
—Dígote, amigo Jargul—exclamó por lo bajo uno de los curiosos que estaban viendo el extraño espectáculo en la calle de Elvira, volviéndose a otro moro que al lado tenía—, que en menos de veinticuatro horas hemos visto dos procesiones caprichosas, sin alcanzar a ver las dos misteriosas personas conducidas en ellas. La primera era, según dicen, una linda rapaza; éste aseguran que es un loco; de aquélla no vimos más que las andas, y de éste el papelón en que viene embutido. ¡Jamás nosotros, los del menudo pueblo, vemos más que la corteza de las cosas!
—Calla y mira, Albolalit—le replicó el otro—. ¿Qué sacarás tú con ver lo que no te importa o lo que no pudieras conocer? En tanto, solázate conmigo en ver a esos wazires y cadíes, que nos mandan y nos fustigan, y a esos vocingleros oradores, escritorzuelos y poetas que nos engañan y entontecen, cómo van en recua porteando sobre sus lomos la locura y lo que es peor, bajo la agradable dirección del amable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana. El menudo pueblo no tiene más placer saludable que cuando alcanza a ver humillados a los que lo humillan a él cotidianamente. Cuando tal manjar se nos presenta, todos debemos dar en él con cucharones de azumbre y media, hasta hartarnos y tomar nuestro desquite. Mira entretanto qué punta les ha arrimado con el látigo a los venerables Abu-el-Seid y Abentomiz, para que ahilen con los demás de la recua, el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana. Ahora recuerdo hasta con gusto las bastonadas que estos señores me mandaron arrimar por no sé qué medida de cercenada economía que yo solía aplicar en el pan que vendo en el mercado todas las mañanas.
Era ya anochecido cuando aquella segunda procesión entraba en la Alhambra, sirviéndole de bastonero el agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, quien, pasando a la estancia en que sobre su solio aguardaba el Sultán, le dijo a éste, tocando antes diez veces la tierra con su frente:
—Príncipe de los creyentes, ya llega el loco sobre los lomos de la sabiduría.
El Sultán se deshacía en muestras de regocijo y de la más íntima alegría.
La anchísima estancia, iluminada con mil lámparas arabescas, se llenó primero con todos los miembros del diván; segundo, con el apéndice de los trece coadjutores elegidos y cazados por Abu-el-Casín, y, además, con el catafalco aquel donde, como en empanada, se albergaba el caprichoso Ben-Farding.
—Quitad—dijo el Sultán—ese capirote de papelón, y venga a mis brazos mi mejor amigo, el príncipe de los disparates, el rey de la locura.
Cuarenta oficiosos wazires, con sus ochenta manos y ochocientos dedos, se precipitaban en tropel a poner en ejecución la voluntad del Sultán, cuando una vocecilla gangozuela, pero no del todo desapacible, que se dejaba escuchar dentro de aquel cascarón, como algunas veces el piar del polluelo en su huevo, dijo ahincadamente:
—No haga tal, hermano mío, poderoso Mohamad. Antes que me descubran y descapiroten, fuerza es que se apaguen todas esas luces. Abu-el-Casín así me ha hablado: cuando llegó a mí, hubo de echar al agua para apagarlos a los esclavos que él sabiamente convirtió en hachones encendidos. La obscuridad es lo que me conviene por ahora.
—Lo entiendo—respondió el Sultán—. Hágase como tú lo dices.
Y en un instante quedó la estancia en la obscuridad más completa: cada consejero o wazir dió un soplo tan fuerte a la antorcha más inmediata, que la mató en un punto, y tanto viento agitado hizo vibrar las puertas como si hubiese un terremoto.
—Entonces—dijo Ben-Farding—, hermano Mohamad, ya pueden destocarme de esta caperuza que me cobija, que por cierto ya me incomoda.
—Serás obedecido, rey de la locura—replicó el Sultán.
Y él mismo, levantándose de su solio como a tientas, quitó la cobertera de papelón, añadiendo:
—Respira y solázate, rey de la locura.
—No soy por cierto el rey de la locura—respondió Ben-Farding.
—¿Cómo no?—articuló turbado el Sultán.
Y a encontrarse con alguna claridad el regio aposento, se le hubiera visto de color del panal y con baño de amarillo azufre.
Sin duda, el Príncipe de los creyentes debió decir para sus adentros: "Si este avechucho no es el rey de la locura, y después de tantos afanes y extravagancias no hemos encontrado más que un loco de los adocenados, un loco de insulsa mediocridad, será preciso entregarse al despecho y la desesperación."
No se sabe adónde hubieran ido a dar las imaginaciones del desconcertado Sultán, cuando, en medio de aquella oscuridad, se dejó escuchar la voz del caprichoso Ben-Farding, diciendo:
—Querido Mohamad, ¿por qué te he de engañar revistiéndome con titulillos que no he ganado todavía? ¡Pues qué! ¿No hay más que ser el rey de la locura? Pero no por eso te inquietes, ni desconfíes de encontrar remedio a tanto daño, alivio a los males y buen desenlace a tanta contrariedad.
El Sultán se consoló algo con palabras tan explícitas, y dijo para sí: "Pues está visto; el rey de la locura es algún ser fabuloso a fuerza de ser disparatado; contentémonos con éste, que será un loco de los graves y encumbrados, y uno como capitán de una numerosa y escogida taifa de los más rematados. Entretanto, la condición del tal Ben-Farding es llana y fácil por todo extremo; me trata como a su igual y camarada..."
—¿Y la muchacha?—prorrumpió el loco.
—La Sultana—replicó algo amostazado el Sultán—prosigue en su paroxismo, y yo aguardo tus infalibles recetas para verla en la completa posesión de su hechicero espíritu, de sus facultades casi sobrehumanas y de su celeste hermosura.
—Pues que me la traigan, hermano Mohamad—respondió el loco Ben-Farding.
—¡Que se la traigan!—exclamó el Sultán.
Y cien postillones, avivados por las insinuaciones del agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, salieron disparados con tal orden a la apartada recámara en donde se encontraban las dos sultanas.
A poco entraban en la estancia del obscuro diván las doce tinieblas personificadas del Sennaar, que conducían en un rico palanquín, y entre almohadones de ormesí y sedas, a la desmayada cuanto hermosísima Híala.
En cuanto los esclavos pusieron en tierra el precioso depósito, y que sólo se oía en el silencioso aposento el murmurador bisbisar de los wazires y consejeros y alguno que otro suspiro del inquieto Sultán, se incorporó el loco Ben-Farding, acercándose al lecho en que descansaba, como en un encanto, la linda Sultana, y exclamó en alta voz y fuera de sí:
—¡Perfección divina! ¡Portento sin igual! ¡Asombro de la naturaleza!...
El Sultán, que en aquella tenebrosa obscuridad que envolvía la estancia estaba en ayunas de lo que pasaba en derredor de sí, exclamó impaciente:
—Querido Ben-Farding, ¿has dado ya en el encanto, conoces el sortilegio que embarga los sentidos de mi esposa? ¡Habla, habla!...
El loco proseguía en sus encarecimientos, diciendo:
—¡La boca es un anillo! ¡La garganta es de un cisne! ¡Pues y estos ojos y estas mejillas! Sus cabellos son una madeja de azabache; sus pies son dos nonadas, dos mentirillas: ¡qué madeja! Su nariz es un perfil de realce y el más perfecto de nieve...
—¡Vive Alá!—exclamó, rugiendo el Sultán—. Que si no temiera tropezar con alguno de estos marmolillos de mis consejeros, me levantara y dividiera en dos partes iguales tu desigual locura: ¿te he traído yo de siete estados debajo de tierra para que pregones y me hagas almoneda de las perfecciones de mi esposa?...
—Hermano Mohamad—respondió sosegadamente Ben-Farding—, no te ahumes ni montes tan pronto en cólera: éste es el poder de la hermosura que arrebata hasta a los mismos seres subterráneos como yo, y enloquece a la misma locura; vista perspicaz de neblí has tenido para divisar y coger tan presto presa tan deliciosa, hermano Mohamad. ¡Es tan tierna! Por otra parte, me era preciso acercarme a esa beldad para conocer la fuerza del poder que la tiene enajenada. En fin, todo está conocido; todo se remediará.
Estas palabras apagaron la hirviente cólera del Sultán; y ya, más sereno, y tomando un tono blando y de indulgencia, le rogó a Ben-Farding que hablase, y éste, en tono regocijado, le dijo:
—Voy al punto, Príncipe de los creyentes; pero antes déjame que vuelva a contemplar la muchacha, y que me goce en este privilegio que tienen mis ojos de poder admirar la belleza entre las tinieblas. ¡Oh, qué boca de rubíes!—volvió a repetir—. ¡Qué frente! ¡Qué pies y qué madeja!...
Después, el loco, reclinándose en su portátil huronera, principió así su extraordinario relato.
—Has de saber, hermano Mohamad—dijo Ben-Farding—, que debajo de estos palacios de la Alhambra se encuentran ocultos los tesoros mayores de la tierra, así en adirames y monedas de los reyes más antiguos Rumíes, como en zequíes, doblas zahenes y dineros de oro bermejo de todos los sultanes del Oriente y del Occidente. Además de esta inmensa cantidad de moneda, que con la menor parte de ella se pudiera comprar veinte veces toda la tierra si un honrado cadí la pusiese en almoneda, hay en esos tesoros tanta suma de perlas, de aljófar, de diamantes, jacintos y toda clase de pedrería, que sólo Dios, alto y poderoso, pudiera enumerarla. En cuanto a joyeles, anillos, ajorcas, cadenas, brinquiños, sortijas y estotras baratijas y juguetes mujeriles, basta decirte que si todos los hombres del mundo tuvieran veinte y cinco hijas tontas y feas, y quisieran casarlas con altos personajes por el aliciente de sus joyas, alhajas y preseas llevadas en dote, no lograran todavía desocupar ni una sola de las cuarenta mil estancias que se ven llenas de tales bagatelas y fruslerías.
En la cámara más apartada de esas regiones, y que forma como una al-cuba o media naranja de mil codos de travesía y cien mil de altura, se guardan las tiaras y cetros de los reyes antecesores de Daud, los solios de los antiguos reyes del Yemen, el arco y la maza de Nemrod, que eran de oro y carbuncos, los siete sellos de Soleimán, las coronas de los primeros Califas, y otros mil portentos y riquezas de los reinos del Sur y del Septentrión.
Este espacioso camarín está labrado en lo más hondo de los palacios mágicos y ocultos de la Alhambra: son necesarias veinte semanas para descender a ellos por las dos escaleras: una, de mármol negro, y otra, de jaspe blanco, que tienen en sus dos extremos. En los jardines crecen árboles y plantas cuyas hojas y frutos son topacios, emeraldas, zafiros y otras cien especies de piedras preciosas, según la familia y naturaleza de cada planta y árbol. El Dauro riega estos verjeles desconocidos por canales fabricados de cristales y beriles, y de entre sus arenas, en redes de seda, sacan incesantemente los genios copiosos granos de oro, que van atesorando en silos de inapreciable riqueza. De los desperdicios de estas arenas son con los que ese hermoso río suele enriquecer a los buenos muslines que en los placeres y remansos del álveo buscan medios para remediar sus necesidades y dar limosna a los pobres.
Pues has de saber, hermano Mohamad, que esos tesoros están encomendados a la custodia de dos genios: el uno, malo, y de la especie de los Alafrits, y el otro, bueno, de condición noble y de aspecto hermoso, que se llama Najum-Hasam.
En esos tesoros hace muchos siglos que faltaban dos inestimables joyas, que andaban todavía en manos de los hombres; la una era la mesa de Salomón, hecha de una sola esmeralda, y la otra, y más preciosa, que era el collar de perlas, que, conservado en tu ilustre familia, lo llevaba ayer en su cuello de cisne por regalo de boda la bellísima Híala, que en sueño profundo se encuentra recostada en ese riquísimo lecho.
Cuando el fundador de tu dinastía arrojó de estos países a los últimos príncipes de los Almohades, no pudieron éstos, en el rebato de aquellos sangrientos sucesos, transportar de aquí los inmensos tesoros de su casa, tesoros que habían venido acreciendo y aumentándose incesantemente de sultán en sultán y de dinastía en dinastía, ya por las herencias y conquistas, y ya por las artes y maravillas de las ciencias ocultas, en que eran muy versados. En el despecho de perder todo este imperio que la fortuna regalaba a tu familia en fraude de la suya propia, los príncipes Almohades dejaron invisibles todos sus tesoros y riquezas en las mansiones subterráneas de estos inmensos alcázares y palacios, con tales artes y por tales secretos cabalísticos, que sólo Soleimán, o quien su anillo posea, pudiera haber a la mano y apoderarse de tanto encantado tesoro.
Es el caso que el collar maravilloso de Híala estuvo antiguamente entre los tesoros de los Almohades, y mientras allí estuvo, por el prodigioso poder y virtud de tal joya, el imperio y la ventura de aquella dinastía fueron en aumento, no habiendo comenzado a eclipsarse su gloria hasta extinguirse, cual ya sabes, sino desde el punto en que por una aventura de amores, que no es del caso entretenerte ahora con ella, salió el collar de aquella familia, y vino a posesión de la tuya, que desde entonces comenzó a engrandecerse en la corriente de los años y con los favores de la fortuna.
Pues el Alafrit, que es guarda de esos tesoros, que es favorecedor eterno de la familia de los Almohades, así como enemigo jurado de la tuya, sabe las virtudes del collar maravilloso. Según los decretos de los sabios y magos que lo ligaron a la vigilante custodia de tanta riqueza por las fórmulas y figuras nigrománticas de las ciencias ocultas, preveía que estando en continuo acecho pudiera ofrecerse ocasión oportuna y valedera para volver a poseer la inestimable joya del collar. El Alafrit deseaba tal favor de la fortuna para quedar libre y franco de esa centinela continua, que desempeña con honores también de escucha y de atalaya trescientos años hace, y poder así volar a las montañas de Kaf, su habitual residencia.
Es el caso que allí trata de amores con una muchacha de su especie, algo pequeña de persona, pues no tiene más que tres farasangas del tobillo a la frente, pero no fea. Su nariz es bien encantada y tornátil, así como la Giralda de Esbilia; sus ojos son algo rasgados, pero que cada uno será mayor que la bahía de Gadir; sus cejas son dos hermosas selvas de robles y jarales, y todos sus demás adherentes a este tenor. La muchacha quiere casarse, el Alafrit otro que tal, y tu imprevisión le ha llevado la sopa a la miel, el bocado a la boca.
Tú deberías saber que ese collar maravilloso, esperanza de tu porvenir, así como ha sido origen de la grandeza de tu familia, hace perfecta balanza y forma, por inseparable, con tu famoso alfanje Dul-Cahir, que fué un tiempo la victoriosa espada de Alí, bendígalo Alá. Si tú hubieses llevado el collar, si Híala siquiera llevara el alfanje, ya que pensabas separarte de su lado, la catástrofe no tuviera lugar; pero te separaste, o, por mejor decir, apartaste por un momento a Dul-Cahir del collar, y la ocasión se le presentó al Alafrit por el copete, no siendo él ni necio, ni manco para dejar de asirlo de buena manera. El fué quien envió a la mariposa azul para provocar a Híala y a su esclava Encirnún a que para cazarla y perseguirla se desviase de su séquito y comitiva, y se acercasen a sitio conveniente para el sobresalto.
A propósito de esto te recordaré, hermano Mohamad, el olvido en que como monarca has tropezado respecto a la hermosa Encirnún, esclava, que puede ser reina en cualquier parte en donde se dé culto a la hermosura. El Alafrit, en cuanto la vió, si con la una mano empuñó el collar, con la otra engarfió a la hermosísima persiana, aficionado de su donosa figura, como tú pudieras estarlo si te encontraras jugando entre las flores con unos esclavillos tamaños como alfileres. Aquel jayán piensa llevarle presente tan cuco a la señora que le está otorgada en las montañas de Kaf, para que montando a Encirnún sobre su oreja siniestra, la rasque mansamente con un almocafre aquel lado de la cabeza, operación que la halaga muy dulcemente. Encirnún se resignó desde luego a fracaso tan grande, como debe hacerlo todo esclavo que cae por su culpa en situación tan triste; pero, o yo me equivoco mucho, o esta muchacha ha de volver loco al noble Najum-Hasam, el genio que con el Alafrit guarda los tesoros, y no será extraño que de esclava se convierta en Reina de las Hadas. Esto, por otra parte, a ti te estaría bien, hermano Mohamad, pues así tendrías esperanzas de recobrar tu collar por el buen afecto de la esclava; pues te advierto, hermano mío, que faltando de tu familia esta joya maravillosa, este talismán de tanta virtud, tarde o temprano ha de perder el imperio. Pero volvamos a Híala.
Píntate en tu imaginación, hermano Mohamad, cuál se quedaría tu bellísima y tierna esposa al ver súbito delante de sí al jayán de ese descomunal Alafrit con su disforme estatura, casi doble que la de la novia, cuya descripción te he hecho; con sus ojos semejantes, cada cual al corral de Belet, si estuviese ardiendo con azufre; con los hornillos de sus narices iguales a dos caleras humeantes e hirvientes; con sus dos piernas de figura salomónica, cada una formada de dos enormes serpentones enroscados; con su barba tejida de breñales y raíces de antiquísimos árboles, y con otros primores de tal jaez. La muchacha hubiera expirado en el punto, si la virtud poderosa del collar no la hubiese asistido. El collar resistió en parte la fascinación infernal de aquel demonio; pero como al punto fué arrebatado del blanquísimo cuello, Híala cayó, no muerta, pero sí desvanecida, en profundo paroxismo, pero conservando en el desmayo su interior conocimiento.
En suma, Híala, cuando no duerme en el mismo desvanecimiento en que se encuentra sumergida, oye, entiende y conoce. Todas las demás facultades de su mente están en suspenso, pero el lograr que vuelvan al manso curso que animaba regaladamente esa infantil, y casi divina existencia, es lo difícil, es lo casi imposible; pero en manos está el adufe, Mohamad hermano, que bien lo sabrá repicar.
Si tuviéramos a mano una pluma de los pájaros de rosa que vuelan en el paraíso, sólo con halagar con ella un poco la nariz de nieve de la desmayada, estornudaría tres veces y despertara contenta y salva como de un sueño desapacible; pero como esto no es posible, fuerza será optar entre dos remedios solos que restan. Si quieres, hermano Mohamad, ver entrar a la muchacha por estos salones, danzando y triscando como una hurí celeste, con sus frescas mejillas hechas rosas, y dos soles por ojos, cantando como un ruiseñor y parlando como una mujer hecha y derecha, deja que me la lleve por tres días...
—Eso no—respondió el Sultán.
—¡Eso no! ¡¡Eso no!!—dijo Ben-Farding algo enfadado—. Pues, entonces, la cura será en toda forma; esto es, que será larga y bien fastidiosa. Es necesario, pues, si así lo quieres, hermano Mohamad, que Híala todas las mañanas sea conducida media hora antes que despunte el sol al propio sitio, junto a aquella fuente y debajo del mismo frondoso peral, en donde se encontró desmayada después de la catástrofe. Allí se le darán a oler, en matizados ramilletes, de todas las flores del Generalife, y aun se la acercará a los labios fruta del peral y raudales de la fuente, para que tales aromas y tan regalados como sencillos manjares produzcan en la hermosa Sultana el mágico efecto que me figuro. Después, en aquel mismo lugar, formando un cerco con cojines y almohadones de seda, y alfombrado el suelo con alcatifas de Persia, y de manera que las pueda oír la lindísima Híala, contarán sendas historias por el estilo que mejor puedan o sepan los esclavos, esclavas o personas que sobresalgan en tan peregrino como envidiable talento. Si las historias o cuentos que se relatan son por lo prodigioso y de maravillas, y la hermosa desmayada da alguna señal de admiración, o si por lo trágico y lastimoso la arrancan alguna lágrima, o siendo de donaires y chistes mueven la celestial sonrisa de Híala; Híala está salvada, y poco a poco volverá en sí dando un leve suspiro y entreabriendo sus ojos de paloma. A tu diligencia oficiosa, a la buena voluntad de estos heroicos sabios que aquí me escuchan, mis mozos de silla o porteadores, y, sobre todo, al buen arte del agradable Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, les toca y atañe exhumar, buscar y hallar muchos de tales recontadores de jadices e historias, o noveladores trágicos o cuenteros festivos, y que de entre ellos salga alguno que sepa por las maravillas de su relato, por las gracias de su decir o por las galas de su invención y sales de sus chistes, poner en juego las sensibles cuanto delicadas facultades del ánimo de la simpar Híala.
Y con esto me despido,
que vivo lejos,
hermano Mohamad, haciendo gracia por ahora de las ceremonias y procesión con que aquí se me condujo, y del andamio, atalajes, cuadrigas y tiros con que se me porteó, pues ya está harta la locura de ir en cuestas de la sabiduría.
Diciendo esto Ben-Farding, saltó de su huronera, dió tres o cuatro carrerillas por la estancia, sacudió de papirotes y sardinetes a los deslumbrados wazires, cadíes y altos dignatarios del diván, y salió rehilando de la Alhambra, como Bodoque disparado por fuerte brazo de bien templada ballesta.
CARTA PRIMERA
DE ABENZEID A VELID NAZAR
¡Tú bañado en el rocío de los placeres, y tu amigo cubierto de polvo y sudor en la frontera! ¡Tú vencido por una mujer, y tu amigo triunfando de los castellanos!
Cuando me arranqué de tu lado para la alcaldía de Zahara[3], me prometiste venirte a mí antes de la luna de Zefar[4], y dos meses han volado sin verte. Dícenme que del valle de Lecrín[5] bajaste a Granada con intento de acudirme con una banda de jinetes en la jornada a que sin tu ayuda vengo de poner fin. Mas en vez de verte llegar al frente de tus caballeros, te oigo rendido a los pies de una mujer. ¡Fuera ella más hermosa que la que cautivó a Abdalazis, debieras tú abandonar a tu amigo, a tu hermano, a la gloria, en fin, por tan mezquino objeto!
Mas ¿quién es? ¿Cuál es su nombre? ¿Cómo la viste?... Porque me hayas ofendido con tu abandono, ¿quieres ofenderme más con tu culpable silencio y criminal reserva?
La hora del peligro pasó ya, y las entradas y algaradas en tierra de cristianos las guardo hasta mejor tiempo; para hacer más doloroso el mal es fuerza dar a los hombres algún aliento y descanso. Así mis fronterizos dormirán en la confianza hasta que los despierte el hierro y el fuego en las flores de la primavera. Por lo tanto, goza el primer verdor de tu juventud en esa ciudad paraíso, y no me encuentres con tus valientes hasta la luna de Delhex[6], propia para la guerra.
Goza la vida, querido Velid; investiga la estancia de tu belleza; lánzala y persíguela en los laberintos en que sabrás empeñarla; en ello hallarás más placer que demandando el venado por los precipicios de Jorail[7], mas tu corazón quedó siempre ileso y limpio: la gloria y la amistad son las únicas joyas que deben llenar vaso tan precioso. Alá te guarde. Del Alcázar de Zahara, en 9 de Gumín[8].
El Alí de Haquín, tu mensajero, me entregó la carta en que me das cuenta de la enfermedad de tu padre Abunazar y de los ruegos y oraciones que has prodigado para aplacar el ángel airado de la muerte. ¡Cuán bien conozco en tu tierna inquietud, en tu oficioso esmero por quien te dió el ser, el espíritu generoso y de fuego que te anima!
Aunque me fuese forzoso pasar un año sin abrazarte, por bien cumplido lo daría entendiéndote empleado en obligaciones tan sagradas. No te maraville que el rey Ismael tome tan sobre su corazón el mal de padre: dos veces fué salvado por éste; una en el campo y otra en los disturbios de la Alhambra, y en ambas nada ambicionó, contentándose con sus tierras de Lerín y su alcaidía hereditaria. Sin embargo, fuerza es poner tocando en las estrellas el favor excelso de cederle para su recobro y recreación la huerta de los Alijares[9], mansión real y de todo deleite. ¡Qué apacibles horas habrás gustado por aquellas arboledas, razonando con tu buen padre, oyendo el idioma de las aves o cultivando acaso las rosas de Egipto o el tulipán de Persia!
Fuerza era que en tan deliciosos cuidados te asaltase la ocasión del amor; pero en tu carta, imponiéndome menudamente de lo que tú juzgas por más sustancial, callas, acaso con malicia, la relación más interesante para tu amigo. Tú me dices que adoras y que te idolatran, que has entrado en el palacio del amor por la puerta del misterio, que no cambiarás tu estado por el reino de Fez... Pero, en fin, no responderás a mis preguntas: ¿Quién es?, ¿cómo la viste?, ¿dónde se encuentra? El compañero de tu niñez, tu amigo Abenzeid te lo suplica.
Aunque los pocos años que tengo más que tú no me hagan salir de la edad de mancebo, todavía no los viví en balde. Antes que tú visité a Granada; experiencia precoz de mi juventud la compré a trueque de sinsabores sin término, y esto me da sobre ti una autoridad que serás necio desatendiéndola y no mostrándome el sendero peligroso por donde caminas. Adiós.
A ti el delantero en el esfuerzo, el hermoso de los mancebos, consuelo y amigo de su amigo. Velid Nazar, a ti te saluda, valiente Abenzeid:
Sólo tus cartas pudieran despertarme del sueño encantado del placer en que vivo; pero despertándome me encuentro en los brazos de otros sentimientos aún más dulces, cual es la amistad; ¿más dulce dije? ¿si habré proferido alguna blasfemia? ¡pueda mi pecho servir de anillo y unión eterna a pasiones tan celestiales! Tú quieres saber el principio de este delirio... pues oye la historia.
Una tarde paseaba con mi padre por las calles de frutales del huerto espacioso donde moramos, y que el Rey cedió a su antiguo amigo para alivio de su enfermedad, y recreación en su tristeza. A un lado se levantaban las torres de la Alhambra, y más cerca los chapiteles elevados de Generalif[10], que reflejaban los rayos del sol, debilitados en las blancas cumbres de Belet y Muley Hacen[11].
Mi padre me dejó solo por aquellos vergeles, que yo recorría desvanecido y soñando en la hora de precipitarme en pos de ti, querido amigo. En estas imaginaciones acaso comencé a entonar, como solía, las letrillas melancólicas de los cantores del Cairo y de Córdoba, a punto de pasar frontero al palacio de Generalif. Entonces el ajimez más elevado lo vi abrirse y cerrarse inciertamente dos o tres veces sin aparecer nadie en el antepecho, hasta que al fin soltáronse por él varias palomas que revolaban caprichosamente por los adarves de las murallas y los cogollos de los árboles: poco o nada me movió la imaginación aquel azar, que yo di por la diversión inocente de algún cautivo infeliz o de alguna esclava desdichada. Seguí, pues, mi vuelta y recogíme en el cuadro de flores que yo mismo cultivo a gozar del triste y dulce abandono que inspira una tarde serena, un agua viva sonante y el verdor delicioso del abedul y del avellano.
Sentéme, pues, y adormí los ojos para disfrutar voluptuosidad tan suave, cuando sentí entre las hojas algo que pasaba y bullía: tendí la vista curioso en derredor, y vi, pasmado, una de las palomas del ajimez misterioso que blandamente me rondaba casi hasta besarme con su pluma, sin azorarse por mi presencia. Ya más cuidadoso, comencé a halagarla con mi voz, fingiendo su arrullo, cuando para mi mayor asombro la miro pararse en mis hombros, trayendo pendiente del cuello, con un listón de color de lirio, un billete recogido con delicados pliegues y empapado en aromas de rosas. Lo desaté (voló la paloma) y veo en los más bellos caracteres cúficos estas razones lisonjeras y misteriosas:
"Bello sol, encanto de las vírgenes y delicia de las que miran tus ojos, sé discreto y oye mi voz: una hurí más amable que las del paraíso de los creyentes se abrasa por ti en un fuego más puro que la luz del oriente, padece y calla, suspira y es por ti: cuando te acercas a ella se tiñe con el color de la rosa del desierto, y si la hablas, su corazón se agita como las hojas de los árboles al acercarse la tempestad: su voz es suave como el incienso de Etiopía, sus ojos son de gacela, tímidos y vivos en un propio punto, y el tacto de sus miembros es más fino que las telas de cachemira. Merece ser tuya, porque merece el reino de la Arabia, y tú debes ser suyo, porque eres virtuoso. Su amor lo tiene oculto en la urna del decoro: sácalo, pues, como se saca la perla de Ormuz del nácar de la concha, y serás feliz.
"Si no lo amas, ella morirá como la flor entre arenales; búscala y descúbrela, y toma estas señales para reconocerla. El principio y fin de su nombre es el Alef[12]. Su tribu es de reyes del Yemen[13]; cuando te mira y tú no la ves, sus ojos se humedecen y vacilan como las aguas del Piélago heridas del sol.
"El cielo te conserve, joven hermoso, y goza de más dicha que Betmendí[14]. Guarda secreto como la naturaleza sus arcanos y el mar sus profundos abismos. Adiós, adiós; piensa que no es frívolo todo lo que parece tal. Adiós.
La Reina de las Hadas."
¡Oh, querido Abenzeid! Ni las hojas de las flores cuando rompen su corola, son tan numerosas ni de matices tan vivos y diversos como los pensamientos que abrieron mi pecho a las imaginaciones del amor, cuando acabé de beberme las razones encantadas del billete misterioso.
Un fuego hirviente giraba por mi cabeza, y un opio el más dulce señoreaba todo mi ser: mis ojos miraban todavía aquellos lindos caracteres dibujados con oro y azul, y mi mente, lanzada ya en la senda de las ilusiones, corría rápidamente tras las sombras engañosas de los paraísos aéreos: ¡oh Abenzeid, qué estado tan celestial!
Al fin arranquéme de aquel sueño de delicias, y la curiosidad me llevó fuera del recinto donde me ocultaba, para rondar las ventanas y torres de Generalif, imaginando hallarme con otras señales más significativas de mi dicha. Todo fué en vano: las tinieblas de la noche vencían ya el crepúsculo de la tarde, y la luna, suspendida en los cielos como lámpara de oro, lanzaba delante de sus rayos las sombras gigantescas de los cubos y lienzos de la muralla.
Dentro de aquellos vergeles nada se oía más que el sonar de las cascadas o los silbos de los mirlos y ruiseñores que buscaban el nido entre los sauces y madreselvas; por las almenas nada cruzaba, y sólo se veía brillar dudosamente alguna luz en este o aquel ajimez en los encumbrados camarines del palacio: ¡oh Abenzeid, qué impaciencia! ¡qué inquietud! El neblí que oye a su lado el volar de la garza y no acierta a verla, oculta por algún celaje, no padece más tormentos.
Mi imaginación delirante se forjaba mil visiones de imposibles, que se gozaba en vencerlos a su antojo, y el placer más subido y engalanado, con los mágicos colores de los deseos, se me pintaba por último término en aquel cuadro fantástico.
Mas no pienses que los acíbares faltaban en este mi primer sorbo del cáliz de los amores; no, Abenzeid; el absinto del dolor se desliza traidoramente entre los labios de la juventud, y esta sentencia tuya sonaba siempre como presagio en mis oídos.
Burlado en la idea de hallar el nuncio de mi ventura, caí en otros pensamientos tan extraños, que ni yo mismo acertaba a explicármelos, y aun con mucho esfuerzo podré descifrártelos en parte, pues cosas hay que no es posible manifestarlas como sentirlas.
Pensaba, pues, que la paloma, paraninfo del amor, que por tan raro caso puso en mis manos el billete, podría haber hecho vuelo para otro amante, y que yo, desgraciadamente afortunado, habría interceptado el inocente correo y sorprendido un secreto tan amorosamente interesante. Entonces, envidioso de esta dicha aun desconocida para mí, celoso de un rival imaginario, frenético contra la beldad incógnita que podría amar a otro que yo, me entregué a todos los desvaríos del furor, cual si existiesen en verdad para mi daño una mujer infiel y un amante preferido.
El aliento consolador del ambiente de la noche, perfumado y empapado con las flores, y el frescor de las márgenes del Darro, serenó mi frente y templó el ardor fatigoso de mis sienes. ¿Con qué razón presumía yo envidiar los amores de otros más afortunados, a quien el cielo pudo premiar con ellos sus virtudes, y el Profeta su valor y constancia?
¡Oh Abenzeid!, bien mostraban estas razones el conocimiento más claro a mi mente preocupada, pero nunca lograron arrancar de ella el primer sello del enojo, o no sé qué otro sentimiento indefinible. ¿Será que el corazón humano se fije siempre como centro del universo, y que juzgue que todas las ideas de grandeza, de beldad, de sublime, han de ir a él exclusivamente? ¿Será que yo, vano y orgulloso (me avergüenzo al decirlo), me creyese con derecho sólo en el mundo al amor de aquella belleza invisible, por lo mismo que mi imaginación me la pintaba con dotes tan celestiales? ¿O bien, querido Abenzeid, el poder de esta sangre abrasada de la Arabia que anima mi pecho, tendrá, cual en toda nuestra tribu, el don fatal de encender desde la más leve idea de amor el volcán horroroso del delirio y de los celos? ¿Qué hubiera yo dado por tenerte a mi lado en aquellos instantes de anhelos y congojas, y hallar alivio en tus consejos y mejor experiencia?
Pero era en vano; la soledad era mi única compañía; no te ocultaré, que en alas de mis pensamientos venía, cual iris consolador, la esperanza más lisonjera a disipar aquellos enojos.
No podía dar a mero acaso el incierto abrir de los ajimeces, el divagar de las palomas y el rondar en torno de mí aquella del listón y de la carta. Embebido en tales desvaríos, y más amante que nunca del cuadro de las flores donde tuvo lugar escena tan halagüeña, volvíme a gozar de su frescura, realzada más en aquel punto con los raudales de mansa luz que la luna, en todo el lleno de su disco, derramaba por entre los festones de verdura que formaba tan florida mansión.
¡Oh querido amigo! Aquel era para mí el día de las ilusiones; todavía erraba mi fantasía en tan contrarios pensamientos, sin saber cuántas horas de la noche habrían corrido, cuando tuve otra aparición no menos extraña que la primera.
O DOS MINISTROS COMO HAY MUCHOS
——
Podrá el triste ser retirado de su tristeza, pero nunca el malvado
de su maldad.
Sentencia árabe.
Caleb cabalgaba gentilmente en un magnífico asno egipcio, dirigiéndose por el camino que, desde Esbilia, derecho guía a la ciudad de Córdoba, morada entonces del Califa.
A proporción que la distancia del camino se abreviaba, el asno mostrábase muy ligero y andarín, como si el olor de una gran población y famosísima corte le anunciase el próximo encuentro de algunos individuos de su numerosa familia.
El asno, digo, picaba tan sereno y con un pasitrote tan reposado y suave, que el jinete, entregándose a su fantasía, iba diciendo en sus adentros de esta manera:
"En las escuelas de Cuf pocos igualaron, y ninguno descolló, sobre la reputación mía: sé con puntos y comas las Suras[15] del Alcorán, las decisiones de la Zuna[16] y los dichos de los Cadís.
"Mis versos se cantan por las hermosuras del harén, mis apuntes de historia el Visir los lee; nadie puede afrentarme por mis acciones, y para mayor fortuna, los buenos me quieren y los malos me odian. ¡Oh, buen Alá! ¡Cuán bien hice de aplicarme al estudio y no imitar al imbécil Catur! Y ¡cuánto mejor me fué el seguir los principios del justo que no la perversidad de Alicak! ¡Oh, buen Alá, qué dicha tan completa me espera!"
Por mucha recreación que Caleb tuviese con sus locos pensamientos, al entrar por una alameda que sombreaba la senda por donde caminaba, le sacó de su cavilación una voz que de este modo iba cantando:
Cada cual busca su igual:
tal para cual, tal para cual,
fortuna sentada adentro
al saber que un necio llega,
sin duda vendrá a mi encuentro;
que el leño al leño se allega,
y todo busca su centro.
Cada cual busca su igual,
tal para cual, tal para cual.
Caleb no tanto se sorprendió por el sentido filósofo de la cantinela cuanto por el acento del que cantaba, que le sonó como a cosa muy de su conocimiento y familiaridad; así quiso aguijar a su compañero de viaje, pero ello no fué necesario, pues el asno, por un superior instinto, se resolvió a trotar muy gentil y poderosamente.
A poco trecho se reunieron caminante y caminante, y cuál no sería la agradable sorpresa de entrambos cuando se reconocieron por dos antiguos compañeros de escuela, Caleb y Catur.
Desde los bergantines cuadrúpedos que montaban se alargaron la mano con el mayor estrecho, y de pies cayeron en un diálogo, si instructivo, más edificante todavía, y que sentimos no poder trasladar en su totalidad por no poderlo recoger a las márgenes estrechas de este reducido cuadro. Pero al último, nuestro Caleb, que se picaba de sentencioso y moderador ajeno, enderezando la palabra al compañero, le dijo:
—Catur, ¡cuánto me place verte caminar para Córdoba! Prueba es ésta de que al fin te resolviste a dejar tu pereza y flojedad, y que adelantando con el ansia y sed laudable de ahora la desaplicación pasada, vas a poner la última mano a tus estudios, ganando a un tiempo gloria y provecho. Catur, ¡cuánto me agrada la resolución tuya!
—¡Oh, Caleb!—replicó el otro—; yo pensé que el conocimiento que dan los años te desviaría de la mala senda por donde entraste, y senda que no te llevará sino a tu perdición. ¿Estudios, eh?; más valiera que tomaras solimán corrosivo, pues si te hicieras superior a tan agradable horchata, todo el mundo te miraría como ángel o diablo; pero con estudios te darán por loco y se burlarán en tus barbas, y si es céfiro lo que necesita el bajel de tu fortuna, no te asaltarán sino los más recios vendavales. ¡Oh, Caleb, cuánto me aflige la resolución tuya!
—Eres un necio, Catur.
—Eso, Caleb, que tú me das por apodo, lo tomo yo de buen talante por alto título y dictado, y al fin veremos quién se engaña. Mira, Caleb, no he procedido de rebato para ser tonto, sino que para ello he caminado con un tino y con un rigor lógico que te pasmaría, pues no hay raciocinio más rígido que el mío. O los estudios son fáciles o son dificultosos: si lo primero, poca gloria se gana en aprender, y si lo segundo, ¿hemos nacido acaso para andar a cachetes con los libros en el mundo? Esto no tiene vuelta; además, que aunque toda comparación es odiosa, y que es género de argumentación que no te agrada, según recuerdo cuando tú estudiabas, y yo paseaba por la Dialéctica, ello es cierto que siempre los necios...
—Calla, bárbaro...
En este coloquio iban los dos antiguos estudiantes, cuando hubieron de soltar un tanto la disputa para atender y dar oídos a la aguda y penetrante voz de cierto caminante que picaba por alcanzarlos y que cantaba de esta manera:
Con espuela y paso a paso
llega el asno a la jornada;
pero víbora o culebra
dando saltos más alcanza.
Ora se arrastra entre la hierba verde,
luego sube, y por do subió más muerde.
En esto llegó a los dos primeros otro interlocutor de prolongadísima persona y mala catadura, color entre cerote y hollín, y ojos hundidos, aunque relucientes, con ciertas binzas de sangre, que venía montado en alta mula burdégana, tan aviesa y resabiada como su amo.
Los tres, al verse, prorrumpieron en un grito de admiración, conociendo el nuevo huésped en los dos viandantes a nuestros Caleb y Catur, y éstos en él al señor Alicak, célebre en sus primeros años por sus malicias y enredos.
Alicak saltó de su cabalgadura así como reparó en Catur, y aferrándose de la estribera siniestra, en actitud humilde y con eco melifluo, le dijo:
—¡Oh, mi caro, mi antiguo y único amigo, y oh, mi irremediable futuro e indefectible apoyo y favorecedor! Tú caminas para Córdoba: tu frente la veo de berroqueña, como antaño, y por último y feliz horóscopo, tus luengas orejas no han menguado ni un negro de la uña... ¡Oh, qué suerte tan dichosa te espera!; dame paz en el rostro y prométeme tu gracia y favor...
Caleb, que, conociendo la condición maligna de Alicak, no le caía en gracia aquella pantomima burlesca, pensó ejercitar su humor moralista y severo, y así, con tono dogmático, le habló de este modo:
—Alicak, ya juzgué que tus inclinaciones al mal se hubieran debilitado, cuando no destruído de todo punto; por eso me aflijo al mirarte con tan poca enmienda, siendo así que donde vamos, tus artes te harán mucho mal y bien ninguno. La justicia, la sabiduría y la austeridad de costumbres allí presiden; ¿y qué será de ti si por ventura?...
-Perdón, perdón, y mil veces perdón—gritó Alicak—; perdón, repito, sol de la sabiduría, fuente de la doctrina, león contra el engaño, justo, sabio, valiente Caleb, dame los pies para los besar.
Y así diciendo, dejando a Catur, se acercó al doctor, haciendo las muecas y visajes más picarescos.
Catur renegaba porque le hubiesen interrumpido el oír sus propias alabanzas; Caleb predicaba contra la bestialidad del uno y la infamia del otro, y el señor Alicak en esto ponía bajo la corona de la cabalgadura del orador moralista, un sendo aguijón, que comenzó a lastimar el asno, y éste a brincar, y el jinete a castigarle, y los otros a gritarle como fiera en coso; lo cierto es que a poca pieza del camino Caleb se derrumbó sobre un prado de ortigas, donde no lo hubiera pasado del todo mal si Catur, sobreviniendo allí, no le hubiera sacudido cuatro topetadas con su testa maciza, y si el señor Alicak, después de desnudarle para que mejor sintiera el halago de la alfombra donde reposaba, no le hubiese aliviado de los zequíes y doblas zahenes que llevaba.
Después de esta aventura (que por ser tan común en el mundo no tiene nada de nuevo puesta en historia), Catur y el señor Alicak entraron en Córdoba, y Caleb, como mejor supo y pudo, también llegó a la gran ciudad, prometiendo en sus adentros, cuando llegase al poder, que a Catur lo pondría en sitio tal que pudiese comer y roncar potentemente, sus dos favoritas distracciones, y que al señor Alicak lo pondría encerrado en palacio tan espacioso y rico, que sin pensar él que estaba en prisión, no pudiese hacer el mal a que lo inclinaba su condición intrigante y pícara.
Y ya en Córdoba, y antes de todo, comenzó a visitar las bibliotecas y curiosidades de la ciudad celeste.
Anduvo largos días Caleb en tales entretenimientos y recreaciones, cuando, dando punto en ellos, trató de pensar en su futura suerte. Algún tiempo estuvo meciéndose entre las más dulces esperanzas, ya fiado en los títulos que él contaba tener en sí propio (vanidad culpable), y ya contando en la benevolencia de ciertos favorecedores (confianza necia); pero viniendo semanas y andando meses nada conseguía, sólo recogiendo humo entre sus brazos cuando más cerca pensaba tener la fantasía de la fortuna.
En esto se le vino a recordar que desde Cuf traía cierta carta para el sabio Lokman[17], famoso en los reinos muslímicos por las obras que escribía, y más aún en Córdoba, por sus verídicos vaticinios; y se propuso, sin falta, el visitarlo a la siguiente mañana.
Puesto por obra su pensamiento, llegó a la morada del sabio, que era un pequeño vergel en cierto ángulo retirado de la ciudad, y allí llamando, fué recibido muy cordial y amorosamente por un anciano de faz venerable y de bellida y argentada barba.
Aún no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas de su estrella.
Lokman entonces hizo ocultar a Caleb entre unas mosquetas del jardín, y mandó que entrasen los dos curiosos, que para mayor maravilla del escondido, no eran otros que Catur y el señor Alicak.
El sabio, instruído de la demanda de entrambos, se acercó primero a Catur y luego al señor Alicak, leyéndoles, y observándoles la faz a cada cual con escrupulosidad nimia, y de pronto, postrándose ante los dos al uso oriental, exclamó:
"¡Oh, poderoso Alá, tus juicios son insondables! Pero fuerza es adorar tu obra."
Levantándose después, le dijo a Catur:
"¡Oh, hijo mío!, esta tarde y otra y otra pasea por las alamedas del río entre los otros árabes, lleva alzada, muy alzada la frente y duerme con descanso; al cuarto día serás Emir y poseerás grandes riquezas: sólo te pido, en premio de mi noticia, que me dejes en paz."
Y luego, volviéndose al señor Alicak, añadió, mirándole con miedo a la frente:
"Tú, ser afortunado, retírate a tu casa y nada más."
Catur y Alicak, oyendo estas palabras, se retiraron alegres, echando antes el primero una mirada de antojo al vergel, y el segundo una mirada de codicia a los anillos de oro y piedras preciosas que tenía Lokman en la mano.
Caleb, que observó toda esta escena, salió para abrazar al sabio y pedirle que también a él le relatase su porvenir, contando sin falencia sacar mejor partido que sus dos inferiores compañeros de estudio; Lokman le miró entre gozoso e incierto, y abrazándole estrechamente, le dijo:
—¡Oh, hijo mío! Ninguna de las líneas de tu frente te anuncian fortuna, al menos para la edad en que vivimos. El letrero privilegiado no lo alcanzo a ver en ella, por más cuidado que en ello pongo.
—¿Y cuál es ese letrero, padre mío?—repuso afligido Caleb.
—Joven querido, son tal y tal—y pronunció dos palabras árabes desconocidas para nosotros.
—¿Y qué quieren decir tales palabras?...
La historia no dice si se llegó o no a saber la clave de estas dos misteriosas palabras; pero sí se sabe, y consta por las crónicas de aquel tiempo, que Catur y el señor Alicak llegaron al estado prometido por Lokman, siendo al propio tiempo nombrados visires por el Califa.
Cuál fuese el feliz régimen y honradas acciones de estos dos ministros, se concebirá fácilmente sabiéndose que desde aquel punto entró en los habitantes tal prurito por peregrinar, que los pueblos quedaron casi desiertos.
Algunos viajeros, después de luengos años, relataron en sus escritos que cierto anciano de faz venerable y bellida y argentada barba, y otra persona de menos edad, huyendo de los dos visires, vivieron solos y apartadamente en una isla desierta.
Muchos sospecharon que tales solitarios no pudieron ser sino Lokman y Caleb.
Y LA DUEÑA DOÑA ALDONZA
——
Fecho es de burlas.
Dueñas, déselas Dios a quien las desee:
mirando estoy dónde las echaré.
Quevedo, Visita de los chistes.
Meterte a sacomano me atreviera;
mas ante Elvira aféitate la cara,
y tal tu dura enjundia me prepara,
que en ti abra cala un espetón siquiera.
Desperdicios de un soneto.
Horas de vísperas eran cuando en largo de la cal de Sant Romant, de Toledo, paso a paso divagaba un escudero en continente reposado, ansí como pavón atildándose en la sombra. Sus calzas de entray atacadas a rico jubón colorado, capa palmilla revuelta al brazo, e gorra aceituni con sendas plumas blancas e negras, bien demostraba que aquel gentil hombre presumía de caballero, bien que el no calzar borceguíes bermejos, tachonados con sendas espuelas, aina decía no haber alcanzado tanta honra.
En cambio requería a menudo la luenga espada que pendía del talabarte, autorizando así la minúscula persona, que no semejaba más que cusibel allegado a senda pértiga.
A poco trecho de casa donde el paseante enclavaba afincadamente los ojos, se abrieron los lienzos de la encumbrada fenestra, e una mano gentil que no cristiana arrojó una letra que el paseante, a guisa de can, que con boca abierta atiende coger la mariposa que pasa, pensó atrapar antesacando el pecho y abriendo los brazos en aspa de Sant Andrés; pero el papel avieso, como fecho de materia liviana, hizo cortes y ruedas, y ruedas y vueltas por el aire, pasando y repasando por entre los dedos del penitente para luego revolar e posarse en lo más alto del dintel de la puerta.
Don Egas, que tal fué su nombre de este hidalgo, para conquistar aquel joyel apellidó en su ayuda los ingenios de guerra que están en uso para asaltar los torreones de las cercas y muros; pero al postre, acopiando sendos guijos lisos y escuetos de la corriente, trepando por ellos con su luengo acero, pescó el billete, que, desdoblándole de sus tres dobleces y aplicándolo como ensalmo a los ojos, sobre el calletre y por bajo de la higadilla (salvos sea la parte), leyó, después de la cruz negra del comienzo con capirotes encarnados, las siguientes razones:
"A vos, el magnífico escudero, salteador de mi albedrío: Magüer la entereza de mi honestidad afincóse en resistir la delectación de vuestros requebrados amores, tan de antuvión entrástedes por el rastrillo de trasparamento de mi corazón, que sin más estar en mí, me siento astreñida en rendir el mi homenage, y me juro en deliquios de imaginaciones vuestras. Otrosí, el vuestro talante que pasea de continuo frontero a mis fenestras, magüer encogido e diminuto, halló medra en mi aspereza, e sepades (e en tal punto se me enrova bermejo el rostro), que campeará en el mi alvedrío in sæcula sæculorum. E como el mi linage es de enjundia e añejo, inquirí que sedes de los buenos e viejos, sin ser retejado (Dios vos libre), ni conocer la Atora ni el sábado, ni mirades a furto el lardo; e otrosí supe, y vala por todo, que sedes de Solares de Carriedo, todo para gloria de esta mi persona ataviada hoy día en fecha con saboyana carmesí y verdugado de seda, y la toca con volante blanco pinjado con pinjantes ricos, visión en forma que si queredes reverenciar, acudir habedes a media noche por filo por el arcaduz del jardín. Subid por el tapial, y de allí por el abedul tomad tierra: catad de non caer, e si caedes catad de lastimaros razonablemente e nada más."
Tres veces se le agolparon lágrimas de gozo a los ojos de aquel menguado lector, compañero tuyo en aquel trance de lición, ¡oh, benévolo leyente!, e tres veces suspiró e desahagóse el pecho. El aina rebozóse en la capa, e asomando el rostro como cauto ballestero por saetir, repasó la calle, ojeando la fenestra de suso nombrada, e trasflor de verdes vidrios de Venecia, atisbó la figura de la enjaulada, que ni punto más ni punto menos semejaba a don Satanás enfaldado, e faciendo gentil mesura, volvió el cantón de la vecina calle enderezando a su casa para atender la escura noche.
Eran las doce muy corridas e la rua estaba negra como malos pecados, cuando dos gentiles hombres así fablaban en puridad andando su camino:
—Paréceme, amigo Egas, que no andades tan suelto por la calle sonando la queda como a sol tendido.
—Oh, don Malicioso, ¿e non sabedes que el jaco de malla, e la cota, e el broquel, e el montante, e otros arrequives de tal guisa, algún tanto empescen e perturban los miembros? Más aosadas que el ánimo, más despejado va que nunca, e resuelto a todo. Más dígame, dómine Tomillas, ¿traedes el discante y la letra para cantar?
—Sí traigo.
—Mas hemos llegado al lugar: vos faredes la escucha, buen Tomillas, mientras yo guindo mi persona por el tapial, ansí como me hagan la seña. Rasgad empero el instrumento, e apuntadme la letra.
Entonces el enamorado Egas, con voz entonada y ronquilla, cantó de tal manera con ayuda de vecino:
Cuando contemplo en tal hora
el blanco envés de tu espalda,
y que recoges tu falda
para subir tan sonora;
don Cupido, o don Demonio,
entra a rebato en mi pecho,
y grito, un sátiro hecho,
yo requiero matrimonio.
.................................................
Así cantaba Egas cuando se oyó caer una falleba, e otrosí, se oyó una voz que ceceaba desde rejas no muy altas, e luego dijo: "Ah del gentil hombre."
Allegóse el amador, dándole órdenes antes a su atalaya, e ansí fablaba a su señora:
—Tan mal parado no parástedes cuando paréme a parar los parabienes que para...
—Alto, alto, e non parareadme más, don apareador de lindezas; liso y llano e non tan alto de punto, non semejedes a saltador y surtidor de jardín que lanza agua alto, alto y se resuelve en nada. Empero esto aparte, dadme mercedes ya que os evité saltear murallas, e a riesgo de voltear os tengo aquí ni con tanto trabajo vuestro ni tanto apartamiento mío. Recogí las llaves de este zaquizamí, e vedme aquí sola e sin mancilla, que las fembras de pro no temen trasgos ni fantasmas.
—Ya que por vuestro mandato he de parlar canto llano, vos diré, señora, que esta merced que de vos recibo la acojo con más gratitud de vuestra pudicicia, cuanto hasta ahora no vos merecí que crueldades y sofrenadas.
—Así es la verdad, caballero; mas parad mientes que las doncellas treintenas, como yo, han de esquivarse con más ansia que los arrapiezos de quince a veinte: materia feble e quebradiza e que vos enloquecen a vosotros los amadores.
—No así a este vuestro servidor, que donde no ve persona entera o correosa, no ve al de provecho; además que non nací para endotrinar fija de vecino.
—Mi fe que habláis como el Conde Lucanor, e que esa discreción me captiva. También vos diré que ora miro en vos perficiones que antes no reparé en ellas. Ejempli gracia: ese vuestro naso corvo y parvo, e arremangado un tantico como quien va a la frente, me ponía un miedo cerval como a doncella asustadiza: parecíame jeme de gigante sayón desplegado por la mitad de vuestra cara, e las carnes me bullían viendo los anchos lunares como de almagre que le paraban. Empero ahora no miro en él que miembro apuesto que vos autoriza cumplidamente: e miro más, e veo a ese don Cupido de quien cantabais que cabalga en ellas, fablo narices, e que con sus viras batiéndoos a guisa de acicates, os llama la sangre en aquel lugar.
—Non me sonrojéis con los vuestros loores, mi señora...
—¿Dejástedes quien vos ficiese espaldas? Pues creí escuchar algún rumor.
—Fieme en el buen Tomillas, tañedor de laúd e dulzaina, e él dará rebato en toda aventura... mas hele, hele por do viene.
—Mala landre me mate si no somos acometidos. Tres campanarios armados entran por la calle, de cada paso llevándose media plaza de andadura, y en las manos menean por mazas sendos robles o palos de navío.
—El miedo vos face abultar las cosas, buen Tomillas.
—Decidme, gentil hombre, ¿sedes poeta? Que según faciedes uso de hipérbole, o yo no me apellido Aldonza, o podéis bien facer un poema: andad a vuestro puesto, don Babieca, que eso que vos semejan campañarios habían de ser los mozos gabachos del comendador Núñez, que facen burlas e escarnios ruando por el barrio, como que hoy es martes de antuejo. Idos, idos, e non conturbéis nuestros coloquios.
—Ansí será, e la peña de Francia no me desampare en este oficio de atalaya de amores...
Y fuese el escucha y prosiguió don Egas:
—¡Oh, doña Aldonza!, círculo de mis ruedas, blanco de mi cuidado, e cuento de mis vueltas e revueltas, dejadme, amparadme de vuestra diestra.
—No me retocéis la mano por entre las rejas de la fenestra, travieso mancebo, que tengo ante los ojos aquello de lo barato dado, caro llorado. Atended al tiempo y no quered perder el rocín y las manzanas.
—El que tiempo tiene y tiempo atiende, tiempo viene que se arrepiente; perdonad algo a la fuerza de mi amor.
—Todo home face tales añascos y marañas para burlar a nos las doncellas, e después de burladas, el duelo ajeno del pelo cuelga.
—Mal alfajeme remoje las mis barbas si mi promesa...; pero al pobre Tomillas lo rematan... ¡Santo Dios, qué vapuleo!
Y era así, que los mozos gabachos del comendador, que todo el día anduvieron guantando con blanco a los vagantes, y sujetando jirones y añaceas al manto de las dueñas, encontrando de estantigua al buen Tomillas, por la media noche le arremetieron con algazara, e le atapaban la boca con poleadas de yeso, cual a chico mamón, e el cuitado gritaba:
"Que me rematan a coces y cucharadas."
Dejando la turba alegre a Tomillas mal parado, embistieron con el amante, que en buen paladín en medio de la calle blandía la espada para reñir como bueno, animado por las voces del marimacho enrejado, que le acuciaba a reventar de fuerte, o semejándole en lo bravo a Leonidas e a otros perillanes de la antigüedad.
Pero el atónito escudero, ya porque remembrase la paciencia cristiana, o bien porque la disforme catadura de los desenvueltos mancebos que venían de carantoña y botarga le turbase los sentidos, ello es cierto que tomó una retirada sin más compás que los espaldarazos y cintarazos de aquellos tarascas o garduños, e ainda llevando el agua va de los vecinos.
El molido se recogió en su morada, e la dueña, dando ventanazo, se refugió en su recámara, matando las alimañas e correderas que encontraba al paso en el desván, no cansándose de maldecir por hombre que tan mal defendió el paso, e revolviendo en su mente la traza de vengarse de amante tan amilanado.
Don Egas fincaba en su lecho, repasando en la mañana los azares infaustos de su correría nocturna, cuando ante él apareció un muchacho vivo e agraciado que le entregó una epístola con nema negra, e le preguntó:
—¿Niño, sois paje?
—¡Oh que no, señor estafermo, digo enfermo! Soy el monaguillo del barrio, cual lo vedes por la hopa que visto; e llevo, e traigo, e torno, e pido.
—Pues toma—dijo el del lecho—esos tomines, e la Magdalena vos guíe.
Allí rompió la nema y leyó esto que sigue:
"Al follón, al ruin, al asendereado e más molido de todos los escuderos.
"Vos vide fuir al cantar el gallo, e entendí el son del bataneo que vos ficieron en los lomos; abollados se os mantengan.
"Non mantuvisteis el campo como ardido, ni vos salvastes con cautela, mas sin cerrar vez siquiera, tomástedes calzas de Villadiego e corristeis a puto el postre.
"E ansí, magüer fagáis en mi desagravio diez torneos e dos pasos honrosos, e quebredes trescientas lanzas vos fago siempre la mamola: chicos e grandes vos escarnecen e dicen que a hombres de Castilla nunca el mesmo diablo puso miedo, cuanto más los antifaces e mojigangas; e otros dicen, ¡Santa María, qué horror!, dicen que la fuída vos soltó los pies, e vos corrió la vicaría, e que de acullá vino que sonástedes por bajo la dulzaina, e non era dulzaina, e que oliades non a estoraques ni algalias, sino peor que azufre. ¡Puf!, ¡qué blasfemia!
"Id en mal hora; e jardinero os recoja para sus eras, que non limpia e aseada dueña doña Aldonza."
Tres días de sol a sol, el pesaroso Egas quedó sin catar pan ni tragar agua, llorando con los ojos y cacheteándose con los puños por su flojera de nervios; al cuarto día tomó descanso, al quinto anaranjeó un gallo e jugó a las tablas, e de allí a otro día reía a la desesperada, e cuando le tocaban la retaguardia sólo respondía:
"Más vale vergoña en cara que cuchillada."
Saludable consejo que de marras aquí muchos prosiguen e obedecen.
E otrosí: oteando en su magín el buen don Egas, reparó que si a interrogación se debe respuesta, con mayor fuerza de derecho toda epístola traída en recaudo pide letra y carta en papel; y por tal resolvió no darse por muerto, antes bien escribir su senda foja, y diciendo y haciendo ansí trazaba letras como signos de nigromancia, y dijo:
"A la por ahora mitrada en tocas y rabuda en haldas.
"Tal espinan y escuecen las razones de vuestra epístola, que no semejan sino escritas con el bello de vuestros belfos y quijadas, que no son más ásperos los ortigales de la montaña.
"Si me catástedes repararme y retirar (que fugir non, ¡pese a Mahoma!), fué porque con cuatro no hay garabato, y que a mi hijo lozano no me lo cerquen cuatro; y más vale salto de mata que ruego de bueno, y antes tuerto que ciego, y huído que no manco ni lisiado.
"Y no pensedes que soy hijo de paloma blanca o Juan de buen alma que me tomo las barbas con jayán de tres estados y me barajaré con diez gigantes.
"Y en cuanto a lo del punto por bajo, miente la bellaca, que soy bien trabado de miembros y muy astreñido de natura que nunca por jamás me permitió hacer tal desaguisado, y por tal todas mis coyunturas y entrecijos huelen a estoraques y canela y estoy a prueba y pago la estrena. Non curo que vos podáis sofrir semejante espulgo si no es que don Lucifer fuese el husmeador.
"Vos os habéis dicho en puridad: 'Más valen coces de monje que halagos de escudero'; mas pronto vos veré como la pimienta negra, rugada, tostada y en pos molida. Si os ofendéis de mis razones, sabed que a quien me hace mal con la boca, le muerdo con la cola; y que habló la boca por do pagó la coca.
"Tened por cierto que los mis amores no me entraron por vuestros ojos bellidos, sino atendiendo a que por falta de chapín metí mis pies en un celemín, o que por deseo de zuecos metílos en cántaro. No al sino que si Satanás no os empuña, los grajos vos saboreen. Don Egas, dos minutos después de mi redención."
La carta fué y afufóse la tórtola, e ansí quedaron en flor e ciernes los amores de Egas e de Aldonza, fincando burlados los curiosos de ver que fruto e injerto hubiera salido de cruzar dos cartas tan eminentes por su huero magín. E magüer la perfición de esta mercancía reservó natura por altos fines a tiempos más cercanos a nosotros, non embargante casándose separadamente Egas e doña Aldonza difundieron prolíficamente su simiente necia e sandia hasta nuestros días, en que sus nietos andan en servicio de estos reinos por mar e por tierra. Es linaje eterno.
Tuvo cabo esta historia en la Era de César de 1342, e la escribió maese Cándamo.
Feliz el que cubriendo su cabeza
con la holanda sutil del blanco lecho,
fija la mente en mágica belleza,
se aduerme el alba en plácido reposo:
y mil veces feliz y más dichoso
si bebiendo en la copa del beleño,
visita las mansiones encantadas
que con oro y azul fabrica el sueño.
Soledades.
¡Oh, Nadir! Estás cautivo, y el feroz sultán Ismael no soltará jamás los nudos de tus cadenas. Tú tienes fértiles territorios, él posee grandes Estados; están en linde y deben confundirse, y con tu muerte, él los hereda como hermano de tu padre; triste catástrofe.... ¡Oh, Nadir, me inspiras compasión!
—¡Oh, virgen hermosa! Tú no puedes ser sino Híala; tus acentos me revelan algo de más celestial que las vulgares bellezas del serrallo; tus ojos de gacela[18] me manifiestan quien tú eres. Tú sufres como yo; tú, como yo, eres prisionera; si mi cárcel es el estrecho recinto de una torre, también es prisión tuya ese jardín en que vagas. Tenga el Sultán un deseo, y ese ámbito se estrechará hasta....
—¿Hasta qué?
—Hasta el recinto de su camarín, hasta el cerco de su lecho. ¡Oh, Híala, me inspiras compasión!
—Resolución de mujer, es palma contra el siroco; se dobla, y finge que cede; pero al fin cumple siempre el gusto suyo y triunfa de la fuerza. Quien viene a verte en la torre de los Siete Sellos, algún poder tiene, y quien te habla desde un ajimez[19], alto cien codos del suelo, algo tiene de las propiedades de las aves, y el poder y la belleza sólo se rinden al placer. ¡Oh, Nadir, qué inadvertido eres!
—Las aves también se prenden, y la burla que en su loca vanidad hacen de las redes, la pagan a caro precio, sacudiendo los hilos de alambre de su jaula y lastimándose contra ellos; al poder y la belleza los vence más poder y mucha astucia. ¡Oh, Híala, qué inadvertida eres!
—Nadir, a pesar de la indiscreción de que me acusas, tú tienes cierto oculto presentimiento de que te verás libre por arte y ayuda mía. Un sueño, una visión, cuyas circunstancias no quiero apuntarte, te han participado tal suceso, y las aventuras por donde has de pasar, y las finezas que me has de deber, y las delicias que juntos hemos de disfrutar, son casos tan verdaderos para tu fantasía, que todo lo crees con la mayor certeza; y es preciso confesar que no puede haber credulidad mayor como dar fe a las sombras del sueño. ¡Oh, Nadir, cuán crédulo eres!
—Híala, no negaré que hay algo de verdad en la relación que has hecho; los sueños son el único consuelo de los desgraciados, y ya halaguen sólo los miembros fatigados y lasos, o ya entretengan con sus juegos la sed de una imaginación ardiente, siempre es dulce el disfrutarlos. Pero el desvelo acerca al punto la mano fría de la realidad, y toda ilusión desaparece; así, mis sueños huyen, y con ellos la credulidad mía; si tú me juzgas crédulo, ¡oh, hermosa Híala, cuán crédula eres!
—Mira, Nadir, nos hemos echado en cara como defectos tres cosas, cada una mejor que la otra, y que juntas hacen el encanto de los sentidos y la delicia del espíritu; juntas, digo, forman el verdadero amor, y amor con juventud y belleza es el almíbar de los cielos. La compasión es ternura; ser inadvertidos es ser inocentes y crédulos... ¡Oh, Nadir! La credulidad, y la credulidad más ciega, es el único y cierto distintivo del amor. Si yo a mi amante le dijese (y no lo creyera) que volaba la montaña Kal, y que el mar venía encerrado en la concha de mis zarcillos los separaba al punto de mi mente. Así, Nadir, dejemos ese lenguaje, que, aunque lleno de flores, siempre presta alguna amargura, y dispongamos la evasión tuya y la fuga mía para cumplir tu sueño y completar nuestra dicha.
—Mira, Híala, ya en mí es un deseo, un delirio, un frenesí el más extremado lo que en tu corazón acaso no será sino un antojo pasajero. Pero ¿perderé mis Estados? ¿Dejaré de llevar a cabo mi venganza? Para mí la venganza es la miel de la vida, y el ponerte al lado de este ídolo y sagrario de mi corazón es el mayor encarecimento de la pasión mía. Rompe mis cadenas, dame un hanjar, y toma con mi cariño la última lágrima de mi sangre; pero antes de todo, déjame vengar.
—Mira, tus Estados son grandes, son fértiles, pero el fruto más puro y la flor más linda revelan siempre la fatiga de un esclavo, el sudor de un infeliz. La venganza es manjar muy dulce, y debo saberlo, porque soy mujer; acaso estamos de acuerdo, y sólo nos diferenciamos en el modo; concédeme que nuestra venganza sea menos violenta, y yo daré tal susceptibilidad a nuestro enemigo, que le sea dolorosa en mucho más. El acero casi se embota en la dureza de la mano, y una espina de la rosa hace lastimar y desangrar el corazón. Ya el Sultán se abrasa perdidamente en el fuego mío; cuando al huir nos mire pasar por ante sus ojos y todo su poder no alcance a estorbarlo, su propio cuello se lo morderá de rabia, y para que no calme este leve sinsabor, todas las siestas le recordará su burla y nuestro amor la paloma azul, que vendrá a arrullar sobre su ventana. Por lo demás, puedes poner en el menos valer, en el desprecio, todas las riquezas de tu herencia, y todas las arideces de tus floridos vergeles. Mi dote te hará más rico que todos los monarcas de la Arabia y de la Persia, y sólo consiste en esta llave, este listón y esta mariposa blanca y verde de cachemira. Con la llave abrirás y entrarás y visitarás invisiblemente, desde la cabeza gorda y maciza del visir Barbaruk hasta el último abismo del mar. Con el listón, sacándolo y ensortijándolo donde quieras, aunque sea en los círculos del aire, por un oculto sortilegio que no quiero explicarte, él mismo, y por su propia virtud, traza un oasis encantado, mansión afortunada de todos los gustos y placeres, sin que la saciedad ni el fastidio tengan poder para entrar en el mágico cerco de la isla. Genios aéreos servirán el más leve de nuestros caprichos, sin emplear jamás las groseras manos del hombre (que no puede haber dicha en la pútrida atmósfera del sudor ajeno ni en el trabajo del esclavo). Carros de luz nos columpiarán en el éter; corolas misteriosas de flores peregrinas nos suministrarán, como en cálices de oro, los manjares más deliciosos, las bebidas más delicadas; y esta mariposa, en fin, nos llevará a nuestro antojo, y con la viveza del pensamiento, doquiera que mandemos, dándote a ti asiento en la verde y a mí en la blanca y siniestra ala. Mira, Nadir, cuál despliega el insecto hermoso su plumaje de iris para volar hasta ti, llevándote la llave misteriosa que ha de abrir los siete sellos que cierran las puertas de tu torre. Abre, huye, y escapemos juntos de la vileza y podredumbre del mundo de Arismane, y volvamos a la isla de los encantos; parte, vuela....
—Tiendo, trémulo de placer, la mano, y me encuentro, ¡ira de Dios! ¡cuerpo de Cristo!, me encuentro con la mano gafa de mi criado Bartolo, que me movía y sacudía, cual violenta peripecia de tragedia, para despertame del sueño más delicioso que mortal alguno pudo disfrutar: me asestaba aquel Longinos la larga lista de sus sisas, que como traidora lanza cotidianamente me dilacera el flaco y doliente costado, sacándome el revuelto rosicler de la plata y calderilla. No pudiendo mi imaginación abandonar el hilo de oro de sus ideas, aun todavía yo soñoliento, se me escapaban de mis labios estas palabras, que Bartolo, tomándolas por otras tantas interrogaciones matinales de las que acostumbro hacerle, procuraba satisfacer del mejor modo, entablándose así el siguiente diálogo:
—¡Oh, Ismael!
—Don Rafael entró aquí muy de mañana; dió tres vueltas y cuatro carrerillas; por no despertarle, pintó a Vmd., con la tinta avinagrada del escritorio, tres o cuatro bordados en la cara con mucha sutileza, que todavía los conservará Vmd. con el mayor primor (y era verdad), salvo que se han extendido, ennegreciéndolo de oreja a oreja. Dióme cuatro capirotazos, llamándome bruto y asturiano; se almorzó el chocolate, quebró el vaso, tronchó dos sillas y se despidió, prometiéndome siempre volver después para diablear un poco.
—¡Oh, Híala; oh, hurí mía!...
—Doña María entró también con la doncella de su sobrina; trajo papel del sello pobre para un memorial pedigüeño que debe Vmd. hacerle; dejó nota de la mucha hambre que padece, nombre del marido que pudo tener y murió, y estadística del estado en que puede hallarse la niña; dejaron la ropa blanca; me dió cuatro pellizcos de monja, y volverán para lamentarse, la vieja, del tacaño tiempo, y la sobrina, de la poca fe de los hombres....
—¡Oh, llave misteriosa; oh, paloma azul; oh, mariposa de Cachemira!...
—Señor, no fué Cachemira, fué cachetina, y cachetina endiablada la que se dieron. El uno debía y dijo nones, y el otro quiso su dinero y decía quiero: fuerza era que se sacudiesen.
—¡Calla, maldito, calla!—le dije al fin—. No desplegues tus labios y no me martirices sacándome de los sueños que encantan para conducirme a las realidades que matan. ¡Calla, maldito, calla!
Pero todo fué en vano; el hilo estaba ya roto, y ya me fué imposible remontar mi mente hasta los palacios de Armida, de donde bajé en un salto; y así, el artículo principiado con las mágicas razones de Híala y Nadir, fuerza fué acabarlo con la parla rastrera de mi académico Bartolo.
Si no existiera la mujer hermosa
fuera un bridón el ídolo del moro.
Mas si los dos al orbe prestan lumbre,
los dos a un tiempo forman un tesoro.
Poesía árabe.
¡Cuán dichoso es el árabe cuando, montado en su corcel, se lanza, desde las rocas en el desierto; cuando los pies de su bridón, sumergiéndose en la arena, levantan el mismo murmullo que el hierro ardiendo mojado en el agua! Vedlo allá cuál nada en el Océano de arena, y cuál hiende las áridas ondas con su pecho del delfín.
Aprisa, aprisa: apenas toca con sus pies la faz de las arenas: aguija, aguija: ya se lanza envuelto en un turbillón de polvo.
Es negro el corcel mío como nube de otoño; blanca estrella como la aurora brilla sobre su frente; da al viento su crin hermosa, como garzotas ondantes, y sus pies cuatralbos vibran centellas de fuego.
Vuela, vuela, bridón mío, el de la estrella blanca; selvas, montañas, abrid paso, dadme lugar.
En vano la verde palma se me brinda con sus dátiles y sombra; yo desprecio su hospedaje.
La palmera avergonzada huye de mí, se oculta en el Oasis, y en el susurro de sus hojas parece que se burla de la temeridad mía.
Sus altas rocas, custodios de la frontera del desierto, vuelven sobre mí su faz negra y torva, repiten la carrera de mi caballo, y parece que me amenazan así.
"El insensato, ¿dónde va? Su cabeza no encontrará ya amparo contra los dardos del sol, ni bajo la verde caballera de la palma, ni bajo el blanco pabellón de la tienda. Allí no hay más que una tienda, la bóveda del cielo. Allí las rocas solas pasan la noche; sólo las estrellas viajan por allí."
Yo corro más y más: vuelvo la cabeza y miro las rocas huir avergonzadas de mí, y que se ocultan y bajan sus crestas las unas tras las otras.
Pero el águila escuchó sus amenazas, y juzga con la loca presunción que me hará su prisionero en el desierto; se lanza por los aires y sigue mis huellas con carnívoro afán, y tres veces cerniéndose en el cénit me rodea la cabeza con una negra corona.
"Yo siento, yo percibo, grita de lo alto, el olor de un cadáver: ¡oh, caballero insensato, oh, desgraciado bridón! ¿El jinete inquiere aquí la senda? ¿El caballo busca aquí la hierba? ¡Insensatos! El viento sólo halla aquí el camino; las sierpes solas encuentran aquí su pasto; los cadáveres solos descansan en el desierto, y los buitres tan sólo viajan por él."
Así gritando roncamente me amenazaba esgrimiendo sus garras. Tres veces se encontraron nuestros ojos, y tres veces nos medimos con gesto amenazador; y de los dos ¿quién se arredró? El águila fué, que huyó aterrada.
Corro más y más, y cuando volví los ojos, el águila estaba lejos, muy lejos, suspendida del aire como una mancha negra, grande como un jilguero, luego como una mariposa, después como el más pequeño insecto, y en fin, se desvaneció entre lo azul de los cielos.
¡Corre, vuela, corcel mío, el de la blanca estrella! ¡Rocas, águilas, hacedme lugar!
Pero una nube oyó las amenazas del ave carnívora, y desplegando en el éter sus cenicientas alas comienza a perseguirme, presumiendo ser en el cielo tan veloz como yo sobre la tierra, se fija sobre mi cabeza y así me amenaza entre los silbos del viento.
"El insensato, ¿dónde va? El calor le fundirá el pecho cual si fuese cera; ningún celaje con su lluvia le templará su cabeza cubierta del polvo más sofocador, ninguna fuente lo llamará con voz sonante y argentina, ni la más leve gota del rocío llegará a él para consolarle, porque apenas cuajada, ya la habrá devorado con su aliento el viento de fuego."
En vano me amenaza. Yo corro más y más, y la nube, vencida del cansancio, comienza a vacilar en los cielos, dobla su altiva cresta y busca apoyo sobre una roca.
Cuando volví la cabeza, un horizonte entero nos separaba; pero sin embargo divisé la nube, y sobre su faz leí lo que pasaba en su corazón. Primero se tiñó en rojo de encendida rabia, luego vistió la amarillez de la envidia, y por último, poniéndose negra como un cadáver, se ocultó detrás de las montañas.
¡Vuela, vuela, bridón mío, el de la blanca estrella! ¡Nubes y aves, hacedme lugar!
En aquel punto, como si fuera el sol, di una mirada en derredor por todo el horizonte y no vi a nadie: yo solo estaba en el desierto.
Aquí la naturaleza aletargada no se despertó nunca por los cuidados del hombre. Aquí los elementos no se mueven en torno de mí, así como los animales de una isla descubierta por la vez primera no se asustan con las miradas del hombre.
Pero, ¡oh Alah! yo no soy aquí el primero ni el solo venido.
Allí en campo cercado de arena miro brillar numerosa comitiva. ¿Serán éstos pacíficos viajeros, o salteadores que acechan los pasos del peregrino? Corro a ellos y no se mueven, les grito y nada me responden.
¡Oh Dios! éstos son cadáveres, es la antigua caravana exhumada por el viento del hondo de las arenas. Sobre los esqueletos del camello cabalgan los huesos de los árabes, por los cóncavos donde en otro tiempo se animaban los ojos, y por las mandíbulas descarnadas se desliza corriendo la arena sutil, y estos murmullos parecen amenazas.
"El insensato, ¿dónde va? Más allá el huracán lo espera, y tendrá nuestra propia suerte."
Yo los desprecio y corro y vuelo más y más: ¡cadáveres y huracanes, hacedme lugar!
Un huracán, el más terrible de los que recorren el Africa, discurría solitario por el Océano del desierto. Me divisa al lejos, se maravilla al verme, detiene el paso, y enroscándose en sí mismo, se dijo:
"¿Quién es aquel viento, el más débil de todos mis hermanos, que con su vuelo lánguido y perezoso se arriesgó a entrar hasta en mis estados hereditarios?"
Encendido en rabia, marcha en contra mía como pirámide ambulante, y reconociéndome por un mortal, furioso y despechado hiere el suelo con su planta, y trastorna la mitad de la Arabia. Me asalta y prende como el sacre a la paloma: con sus alas fulminantes me azota y me maltrata, me abrasa con su aliento de ascua, me lanza en el aire y me rechaza al suelo. Yo me defiendo y combato, y rompo vigorosamente los nudos gigantescos de sus turbillones; lo desgarro y lo muerdo, y tasco entre mis dientes las arenas de sus miembros. El huracán quiere evadirse y deslizarse, en forma de columna, del ahogo de mis brazos; no puede lograrlo, y se estrella y rompe.
Su cabeza se desvaneció en lluvia de polvo, y su enorme cadáver cayó a mis pies como las murallas de un alcázar.
Entonces respiré, levanté los ojos y los fijé fieramente en las estrellas, y todas las estrellas fijaban sobre mí sus ojos de oro, pues en el desierto nadie había sino yo.
¡Oh, cuán dulce es respirar aquí con toda la holgura de su pecho! Yo respiro libre, ancha y desembarazadamente, y todo el aire del Arabistán bastará apenas para el pecho mío. ¡Oh cuán dulce es mirar de aquí con todo el alcance de su vista! Mis ojos se engrandecen, se fortifican y alcanzan más allá de los límites del horizonte. ¡Oh cuán dulce es extender aquí mis brazos franca, poderosamente y en toda su extensión! Me parece que con ellos abrazaría todo el universo, desde el oriente al ocaso. El pensamiento mío se lanza como una flecha, alto, muy alto, más alto todavía, hasta llegar al abismo de los cielos. Y como la abeja envía su vida en el aguijón que dispara, así yo con mi pensamiento elevo a los cielos todo mi espíritu.
Adán Mickiewier se ha dado a conocer ventajosamente en Europa por su Conrado, bosquejo histórico, sacado de los anales de la Lituania, y por sus sonetos de Crimea; pero lo que más le ha recomendado por su originalidad y valentía es el rasgo que hemos dado a conocer, y que, traducido libremente al castellano, ofrecemos al público.
FIN
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La Colección Universal, inaugurada por la editorial CALPE, publicará las mejores producciones literarias del ingenio humano, en todos los órdenes: novela, historia, poesía, ciencia, filosofía, teatro, memorias, viajes, ensayos, etc.
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La Colección Universal será pronto, para los lectores de habla española, un elemento indispensable de educación y cultura. Hará asequibles a todo el mundo los beneficios y los goces del trato espiritual con los más grandes genios de la humanidad.
La Colección Universal publicará las obras en su ABSOLUTA INTEGRIDAD, sin supresiones ni adiciones de ninguna especie.
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La Colección Universal cuidará con extremado celo de que las traducciones sean siempre fidelísimas y correctas; no publicará traducciones anónimas; encargará sus traducciones a reputados escritores.
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La Colección Universal cuenta, para las ediciones de autores españoles, con el consejo y la colaboración de eminentes filólogos.
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La Colección Universal se vende a 0,30 el número. La extensión de un número es, aproximadamente, de 100 páginas. Las obras que tengan mayor extensión irán publicadas en volúmenes de 200, 300, 400 y más páginas, valuándose cada volumen como 2, 3, 4 y más números.
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La Colección Universal, por su extraordinaria baratura, representa un esfuerzo editorial, nunca realizado en España.
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OBRAS PUBLICADAS
N.º 1-4.—Poema del Cid. Texto y traducción.—La traducción ha sido hecha por Alfonso Reyes, del Centro de Estudios Históricos.
N.º 5-6.—LOPE DE VEGA: Fuente Ovejuna. Comedia.—Edición revisada por Américo Castro.
N.º 7.—M. KANT: La paz perpetua. Ensayo filosófico.—La traducción ha sido hecha por F. Rivera Pastor.
N.º 8-10.—O. GOLDSMITH: El Vicario de Wakefield. Novela.—La traducción ha sido hecha por Felipe Villaverde.
N.º 11-13.—LA ROCHEFOUCAULD: Memorias.—La traducción ha sido hecha por Cipriano Rivas Cherif.
N.º 14-15.—J. ORTEGA MUNILLA, de la Real Academia Española: Relaciones contemporáneas.
N.º 16.—P. MERIMÉE: Doble error. Novela. La traducción ha sido hecha por A. Sánchez Rivero.
N.º 17-20.—STENDHAL: Rojo y Negro. Novela. Tomo I.—La traducción ha sido hecha por Enrique de Mesa.
N.º 21-24.—STENDHAL: Rojo y Negro. Novela. Tomo II.—La traducción ha sido hecha por Enrique de Mesa.
N.º 25-26.—J. W. GOETHE: Las cuitas de Werther. Novela.—La traducción, de D. José Mor de Fuentes, ha sido cuidadosamente revisada y corregida.
N.º 27.—ANTONIO MACHADO: Soledades, galerías y otros poemas.—Segunda edición.
N.º 28-29.—CERVANTES: Novelas ejemplares. Tomo I. «La gitanilla» y «El amante liberal».
N.º 30-33.—L. ANDREIEV: Sachka Yegulev. Novela.—La traducción del ruso ha sido hecha por N. Tasin.
N.º 34-35.—C. CASTELLO-BRANCO: Novelas del Miño.—La traducción del portugués ha sido hecha por P. Blanco Suárez.
N.º 36-37.—CICERON: Cuestiones académicas.—La traducción del latín ha sido hecha por A. Millares.
N.º 38-40.—VILLALON: Viaje de Turquía. Tomo I.—La edición ha sido cuidada por A. Solalinde, del Centro de Estudios Históricos.
Y otras obras de Mme. de Stael, Antón Chejov, Estévanez-Calderón, Trindade Coelho, Moratín, Plutarco, Barbey d'Aurevilly, Tácito, George Eliot, Massimo d'Azeglio, Kant, Leopoldo Alas (Clarín), César, Garcilaso de la Vega, Sterne, Schiller, Jules Sandeau, Montesquieu, A. Kuprin, etcétera.
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Precio del número, 0,30 ptas.
ALGUNAS DE LAS OBRAS PUBLICADAS
Novela.
N.º 8, 9 y 10.—O. GOLDSMITH: EL VICARIO DE WAKEFIELD. Novela.—Traducción, por Felipe Villaverde.
N.º 14 y 15.—J. ORTEGA MUNILLA, de la Real Academia Española: RELACIONES CONTEMPORANEAS.
N.º 16.—P. MERIMÉE: DOBLE ERROR. Novela.—Traducción, por A. Sánchez Rivero.
N.º 17, 18, 19 y 20.—STENDHAL: ROJO Y NEGRO. Novela. Tomo I.—Traducción, por Enrique de Mesa.
N.º 21, 22, 23 y 24.—STENDHAL: ROJO Y NEGRO. Novela. Tomo II.—Traducción, por Enrique de Mesa.
N.º 25 y 26.—W. GOETHE: LAS CUITAS DE WERTHER. Novela.—La traducción, de don José Mor de Fuentes, ha sido cuidadosamente revisada y corregida.
N.º 28 y 29.—CERVANTES: NOVELAS EJEMPLARES. Tomo I. "La gitanilla" y "El amante liberal".
N.º 30, 31, 32 y 33,—L. ANDREIEV: SACHKA YEGULEV. Novela.—Traducción del ruso, por N. Tasin.
N.º 34 y 35.—C. CASTELLO-BRANCO: NOVELAS DEL MIÑO.—Traducción del portugués por P. Blanco Suárez.
N.º 44 y 45.—V. KOROLENKO: EL DIA DEL JUICIO. Novelas.—La traducción del ruso ha sido hecha por N. Tasin.
N.º 46 y 47.—S. ESTÉBANEZ CALDERÓN: NOVELAS Y CUENTOS.
N.º 52, 53 y 54.—ABATE PREVOST: MANON LESCAUT. Novela.—Traducción del francés por Enrique de Mena.
Viajes y Memorias.
N.º 11, 12 y 13.—LA ROCHEFOUCAULD: MEMORIAS. Traducción, por Cipriano Rivas Cherif. N.º 38, 39 y 40.—VILLALON: VIAJE DE TURQUIA. Tomo I.—La edición ha sido cuidada por A. Solalinde, del Centro de Estudios Históricos. N.º 41, 42 y 43.—VILLALON: VIAJE DE TURQUIA. Tomo II.—La edición ha sido cuidada por A. Solalinde, del Centro de Estudios Históricos.
[1] El apellido Venegas es árabe; por consiguiente, debe escribirse Ben-Egas. Los que le llevaban, por ocultar el origen moruno, escribieron Venegas, y algunos después Vanegas.
[2] Algunas personas han sospechado que esta novela era una traducción a secas del francés; para descargo de su conciencia, se les dirá que, entre los manuscritos antiguos de donde se ha copiado, se encontraron varios fragmentos de versos y sentencias árabes y nada más, única circunstancia que puede presentarse contra la originalidad de la novela, pudiendo decirse que sea traducida o imitada de algún libro oriental: dejando este punto para la investigación de los curiosos, lo único que afirmamos es que no es traducción de ningún idioma vulgar. Para inteligencia de algunos pasajes, hemos creído útil añadir notas.
[3] Zahara.—Fortaleza que tenían los moros, fronteriza al adelantamiento de Andalucía.
[4] Zefar.—Es el nombre de la luna que nace en agosto.
[5] Lecrín.—Valle frondoso a tres leguas Poniente de Granada; era muy rico en tiempo de moros; tenía veinte pueblos y lo bañaban seis ríos.
[6] Delhex.—Nombre de la luna que nace en mayo.
[7] Jorail o Holais.—Es lo mismo que Sierra Nevada, y la misma a quien los antiguos llamaron Oróspeda.
[8] Gumín.—Luna que nace en noviembre.
[9] Alijares.—Huerta de hermosa recreación, que los reyes de la Alhambra tenían a la espalda del monte del Sol, que llaman hoy de Santa Elena: aun todavía se ven sus ruinas. Este palacio, dice un historiador antiguo, estaba cercado de grandes estanques, fuentes y verjeles; las labores de sus techos eran iguales a las que se ven todavía en la Torre de Comares o Comaresch. De esta mansión es de quien canta el romance morisco:
................................
................................
Los otros los alijares
labrados a maravilla.
El moro que los labraba,
cien doblas ganaba al día;
el día que no labraba
otras tantas se perdía.
El P. Echevarría, que tachó primeramente de exagerada esta suma, en un libro que publicó después, dijo haber visto las cuentas y sumas de la obra en los papeles de una familia descendiente del arquitecto morisco, y dió por exacto al romance.—Nadie saldrá fiador de lo fiado ni del fiante.
[10] Generalif.—Huerto y palacio a un tiro de ballesta a Levante de la Alhambra; quiere decir jardín de las Zambras o del festejador.
[11] Belet y Hacen.—Son las dos crestas más elevadas de Sierra Nevada, que conservan todavía su nombre arábigo con muy corta corrupción: en la geografía de Antillón y en el viaje Bowles se encuentran noticias interesantes sobre estos picos.
[12] Alef.—Letra del alfabeto árabe, que equivale a nuestra A.
[13] Yemen.—Los Abencerrajes descendían de un príncipe de aquella región de la Arabia.
[14] Betmendí.—Palabra persa, y usada por los árabes en sus cuentos y poesías, y quiere decir la fortuna, la ventura.
[15] Son capítulos o párrafos.
[16] Es el Código civil.
[17] Este Lokman no puede confundirse con el que tanta fama ganó en Oriente con sus apólogos o fábulas.
[18] Híala es lo mismo que gacela.
[19] Ventana, mirador.
[20] Fariz es un título de honor, que entre los árabes vale tanto como caballero. Los arabistas pretenden que de fariz viene en castellano la palabra alférez.
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