The Project Gutenberg EBook of Paternidad, by André Theuriet This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Paternidad Author: André Theuriet Translator: Ramón Pomés Release Date: May 3, 2008 [EBook #25320] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK PATERNIDAD *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net)
BIBLIOTECA de LA NACIÓN
ANDRÉ THEURIET
———
traducción castellana
de
RAMÓN POMÉS
BUENOS AIRES
1912
Derechos reservados.
Imp. de La Nación.—Buenos Aires
El rápido de ParÃs a Belfort atraviesa velozmente los arrabales. Aunque estamos en mayo, la mañana sin sol es frÃa. Un fuerte viento del Noroeste impulsa grandes nubarrones que se deshacen en lluvia sobre los campos de trigo, de cebada y de alfalfa que cubren con sus variados matices las monótonas llanuras de la Brie. Las gotas de lluvia pintan los más extraños dibujos sobre los cristales de un vagón de primera clase en que va un solo viajero quien parece preocuparse muy poco del mal tiempo. Abrigadas las piernas por ancha manta y una gorrilla sobre los ojos, está absorto en la lectura de unos documentos y en el examen de unos planos que va sacando de una gran carpeta puesta sobre los almohadones y en la que puede leerse esta inscripción: Bosques de Val-Clavin.—Petición de deslindes. Al través de la lluvia poco tiene de interesante el paisaje; pero, por la tensión de los músculos de su rostro y por la honda preocupación del viajero, se adivina que seguirÃa del mismo modo indiferente a lo de afuera aunque llenara el sol el espacio todo y fuese el paisaje mucho más pintoresco.
Es hombre de unos cincuenta años y, sin embargo, sus movimientos son ligeros, ágiles; su vestir, muy cuidado y de una elegancia irreprochable, le da un aspecto de plena juventud. Sus rasgos son finos y correctos, en su barba cortada en punta y en sus cabellos castaños se ven mezclados algunos hilillos blancos; el firme modelado de su boca y de su nariz aguileña, con las dos arrugas verticales que afirman su entrecejo, indican en él una fuerte voluntad. Cuándo levanta un poco su gorrilla para limpiar los cristales del vagón empañados por la humedad, se ven a plena luz sus ojos, hermosamente azules y de mirar dulcÃsimo, que corrigen por la expresión un poco dura y frÃa de todo el rostro.
En la solapa de la negra americana se destaca con fuerza una roseta roja. Una gran distinción de maneras, junto con sus actitudes reservadas y una bien estudiada gravedad descubren a un personaje perteneciente al mundo administrativo, y, aunque el expediente que examina no revelase su profesión, adivinarÃase en él a un funcionario que ha escalado elevados puestos y que está bien penetrado de la importancia de su cargo.
En efecto, «Amado Francisco Delaberge, oficial de la Legión de Honor», como dice el anuario, es inspector general de montes. Salido de la escuela de Nancy a los veintidós años, ha ascendido rápida y merecidamente. No sólo posee vastÃsimos conocimientos en materia de selvicultura, sino que se mostró siempre como un notable administrador. Lleno de amor por el oficio y dotado de una gran fuerza de trabajo, reúne al espÃritu de organización la habilidad práctica del hombre de negocios. AsÃ, hablan de él sus compañeros como de un futuro director general. La única cosa de que se le podrÃa acusar es de una cierta frialdad de alma—esa impasibilidad egoÃsta del célibe, a quien la vida ha hecho sufrir poco y que no está dispuesto a comprender los sufrimientos de los demás.—En Delaberge, este defecto débese menos a una natural sequedad de corazón que a las particulares condiciones en que su infancia y su juventud se desenvolvieron.
Hijo de empleado, desde sus primeros años ha sido vÃctima de esa vida nómada de pájaro silvestre, de esos múltiples cambios de residencia que hacen pequeños sin patria de los hijos del funcionario público. Llevado de un colegio a otro colegio hasta el dÃa de su entrada en la Escuela Forestal, puede decirse que no conoció el pueblo en que habÃa nacido, y por consiguiente, nada sabÃa de aquellos cariños que lentamente se forman en el corazón del hombre y le unen para siempre a la provincia en que nació, a la casa en que se hizo hombre, a las piedras, a los árboles, a los horizontes que cada dÃa sus ojos contemplaron. Los numerosos y fuertes lazos que van del mundo exterior al mundo de nuestro espÃritu son otros tantos agentes creadores de la sensibilidad. Los primeros colores del nido pintan las primeras imaginaciones del niño y penetran profundamente y para siempre en su corazón; esto faltó a Delaberge.
Su juventud ha transcurrido en una atmósfera llena de frialdad, en medio de las preocupaciones de los exámenes y de los ascensos que habÃa que conquistar a punta de espada. Ha ignorado aquella pasión que vuelve tierna el alma hiriéndola de muerte. A lo sumo, ha tenido en esa época de su vida alguna ligera amistad femenina tan rápidamente anudada como prontamente rota. Separado muy joven aún de sus padres, que perdió antes de haber llegado a los treinta años, ha podido gustar muy poco de las alegrÃas de la familia. Sin la menor fortuna, no ha pensado más que en hacer rápida y honrosamente su camino. El trabajo ha llenado toda su vida y el deseo de llegar pronto ha dirigido todas sus facultades hacia la realización de sus ambiciosos proyectos.
Como muchos funcionarios sin fortuna, retrocedió ante lo desconocido del matrimonio, creyendo que las obligaciones y las responsabilidades de la vida conyugal son obstáculo para las funciones administrativas. Ha permanecido soltero y se ha absorbido cada vez más en trabajos que le han robado por completo los dÃas y aun con frecuencia las noches; ha llegado el primero a la oficina, ha salido el último, ha comido en el restaurant o en cualquier mesa oficinesca y no ha entrado en su casa sino para dormir. AsÃ, desde los treinta a los cincuenta años, se ha deslizado su metódica y correcta existencia, digna y laboriosa, pero también sin el calorcillo de una dulce intimidad, sin hacer el menor alto en el ensueño o en la fantasÃa...
No obstante, hoy que goza ya de un relativo bienestar, que su ambición administrativa está ya casi satisfecha, alguna vez vuelve melancólicamente la vista hacia atrás y con espanto se ha de confesar a sà mismo que su pasado está vacÃo de recuerdos alentadores y se da cuenta de su triste aislamiento. Cuando al salir de la casa de un amigo en que ha oÃdo voces infantiles y risas de juventud, vuelve a su triste cuarto de soltero, siéntese lleno de añoranza por lo pasado y de inquietud por lo porvenir, pensando en la rapidez con que pasan los años, en la época cada vez más cercana del retiro, en las prosaicas miserias y los asquerosos servilismos que turban el ocaso de la vida de un solterón.
Llegado a la meseta de los cincuenta se parece el hombre a un extraviado viajero que ha escalado la cima de la montaña por abruptos y pedregosos senderos y que, una vez llegado arriba, comprende que equivocó por completo la senda. Entonces, ve el camino verdadero que dulcemente va subiendo por entre alegres pueblecillos y bosques en que cantan las fuentes y los pájaros, y por entre prados que las flores de todo color esmaltan, sin que pueda volver atrás para gozar de aquellos perdidos encantos...
Cuando siente Delaberge tales añoranzas pregúntase si no ha despreciado estúpidamente el todo por la nada, y entonces llena su mente y le obsesiona la idea del matrimonio. Se mira al espejo, se dice que es joven todavÃa y murmura como Juan de Lafontaine: «¿Ha pasado ya para mà el tiempo del amor?» Pero ni aun durante estas crisis de tristeza le abandona del todo su habitual egoÃsmo. Piensa menos en amar que en ser amado. No ve en el matrimonio sino una compañÃa que alegre su existencia, un hijo en quien su propio ser reviva. En medio de ese despertar de la juventud, de esos deseos de romper con su vida monótona, la preocupación de sà mismo es lo que en él predomina. Quiere dar calor a su corazón, conocer la alegrÃa de lo imprevisto, gozar las emociones raras y nunca sentidas...
AsÃ, aceptó con verdadera alegrÃa la misión de arreglar amistosamente con los propietarios y campesinos el interminable asunto de los deslindes de Val-Clavin...
Un prolongado silbido anuncia la proximidad de una estación. El tren, pasado ya Bar-sur-Aube, va a detenerse en Clairvaux. Delaberge levanta la cabeza, deja sobre el asiento sus papeles y baja el cristal de la ventanilla para respirar un poco de aire puro.
El aspecto del paisaje se ha ido modificando poco a poco. Las montañas son más altas y el valle se ha estrechado. Ha cambiado también el aspecto del cielo. Aparece a trechos el azulado espacio y no llueve ya. Los negros nubarrones huyen rápidos y caen los rayos del sol sobre los campos, haciendo humear las mojadas praderas y brillar como diamantes las gotas de lluvia en los manzanos en flor. Por entre el rasgado de negra nube descúbrese un trozo de intenso azul más allá de un pequeño bosque de álamos cuyas hojas de oro pálido parecen temblar bajo la inesperada luz, mientras sobre unos sombrÃos nubarrones se destaca triunfante y luminoso el arco iris. En esos intervalos de sol y sombra corre por encima de la tierra verdeante como una alegrÃa primaveral, del mismo modo que el viento riza la argentada superficie de un lago. Esta radiante alegrÃa solar brilla a trechos sobre toda la campiña, sobre los ondulantes campos de cebada y de centeno, sobre los taludes llenos de rojas amapolas y va comunicándose sucesivamente a los huertos, en que de nuevo vuelven los insectos de todas clases y colores a zumbar contentos, y a los grupos de árboles en que los pájaros entonan otra vez su amoroso trino. Toda esta alegrÃa penetra dulcemente en el cerebro de Delaberge y le distrae de sus laboriosas meditaciones jurÃdicas.
Después de un alto de pocos minutos en Clairvaux, marcha el tren por entre colinas cubiertas de bosque que dejan ver de vez en cuando las clarÃsimas aguas del Aube. El sol ha triunfado decididamente y el cielo todo es ya de un sedoso azul. Una pacificadora serenidad emana de las húmedas selvas, de vez en cuando interrumpidas por anchos vallados en que la mirada se refresca como en un baño de verdor... El inspector general ha cerrado la carpeta del expediente y la ha metido en su valija. Después vuelve a la ventanilla del vagón y apoyándose de codos en ella respira con avidez el fuerte olor de la tierra refrescada por la lluvia. Como buen funcionario forestal, su corazón se alegra a la vista de los árboles. A decir verdad, el bosque ha sido el único amor fervoroso de su vida y siéntese enternecido al encontrarse de nuevo en la campiña donde pasó sus años juveniles.
Este enternecimiento le recuerda los melancólicos pesares que conturban su alma hace algún tiempo... Un grupo de árboles bajo los cuales hacen la siesta los leñadores después de haber comido; un pueblecillo en que se oye el toque de misa matutina y en que tenues humaredas se deslizan por encima de las techumbres de teja; una casuca campesina con sus ventanas abiertas en que flotan cortinillas blancas, puesta la ropa a secar tendida en la valla y cubriendo la suave colina la viña y el huerto... Todo eso le induce a dulcÃsimos ensueños de vida rústica.
Pregúntase entonces si la existencia de un honrado menestral, entre su mujer que le quiere y sus hijos que se hacen hombres poco a poco, no ofrece en realidad una suma de satisfacciones más verdaderas que aquellos mentidos placeres parisienses de que tan poco disfruta. ¿El, Delaberge, encadenado a su oficina, ocupado desde la mañana a la noche en dar vueltas a la rueda administrativa, no permanece extraño a las cosas del corazón y de la inteligencia cien veces más que ese propietario que vive olvidado en su pueblo? Y dentro de diez, de quince años todo lo más, cuando deje de ser una de las ruedas importantes de la administración, ¿cuál será la perspectiva de su existencia? Será aquella vejez sin apoyo y solitaria de todo funcionario retirado, que languidece en su ociosidad y no sabe dónde plantar su tienda...
Y de nuevo entonces, como una esfinge atormentadora, surge en su mente la pregunta de si ha pasado o no la edad en que sin imprudencia puede el hombre casarse y crear una familia. Esta vez, debido quizás al influjo de ese alegre sol de mayo, la respuesta se formula en su espÃritu con menos vacilaciones, con mayor claridad que nunca.
Ha llevado siempre una existencia sobria, y sabe que existe en él todavÃa un gran fondo de vigor, una buena reserva de los tesoros juveniles. No es una ilusión, no se deja engañar por falsas apariencias. Goza de una salud de hierro, conserva todos sus dientes y sus cabellos; sus músculos tienen aún toda su fuerza, sus articulaciones toda su agilidad. En el mundo oficial que frecuenta ha observado alguna vez que las mujeres no desdeñan su conversación ni su compañÃa. Además, nunca ha de ser tan loco que se case con una jovencita; mas si por acaso encontraba una mujer que se acercase a los treinta, agradable y simpática, nada se habÃa de oponer a que pensase en el matrimonio. No tiene más que cincuenta años y podrÃa ver aún a sus hijos crecer, pasar de la adolescencia a la juventud y ¿quién sabe? tal vez vivirÃa bastante tiempo para verles también casados...
Tener hijos, un hijo en quien él mismo reviviera, eso darÃa nuevo impulso a su vida y una hermosa finalidad a sus energÃas... Cuando se examina a fondo, Delaberge llega a confesarse que, en ese cambio de vida, lo que con mayor fuerza le atrae no son precisamente los encantos de la compañÃa conyugal, sino la esperanza y las alegrÃas de la paternidad.
Mientras va el inspector general abstraÃdo en tan hondas meditaciones, corre el tren a toda marcha y el aspecto del paisaje cambia otra vez. Deja la vÃa férrea el valle del Aube, sube raudo una pendiente y atraviesa luego una llanura pedregosa en que crece raquÃtico el centeno y en que de vez en cuando rompen la monotonÃa de la lÃnea recta pequeños grupos de árboles desmedrados. Rasga el aire un silbido agudÃsimo. Corre ligero el tren por un largo viaducto de tres filas de arcos desde el cual se ve el rÃo Suize ondular lo mismo que una culebra, por entre los prados. Aparecen en el horizonte siluetas de campanarios, de cúpulas y de techumbres de teja, destacándose sobre el oscuro verdor de los árboles, y el tren detiene poco a poco su marcha.
—«¡Chaumont! ¡Diez minutos y fonda!»
Aquà es donde Delaberge ha de bajar. Arregla su equipaje y se asoma a la portezuela buscando en los andenes al inspector provincial, su antiguo camarada de Escuela a quien advirtió de su llegada y en cuya casa se ha de hospedar.
Allà está, en efecto, el inspector buscando también a su amigo. Es un hombre pequeño y gordinflón, metido en estrecha casaca, cubierta la cabeza con sombrero de anchas alas y con guantes negros. Su vestir, mitad ceremonioso y mitad descuidado, afirma todavÃa su aspecto provincial.
Baja Delaberge del vagón y los dos antiguos camaradas se estrechan la mano.
—Mi querido inspector general—comienza el hombre gordinflón,—estoy contentÃsimo de verle otra vez... ¿Ha tenido usted buen viaje?
—Excelente, querido Voinchet... pero ¿cómo es eso, vas a tratarme de usted ahora, tú que eres mi más antiguo amigo?
—¡Dios mÃo—murmura Voinchet,—creà que las conveniencias de la jerarquÃa!...
—No bromees... Nada, tienen que ver con nosotros las conveniencias jerárquicas... Háblame ahora mismo de tú o voy a pedir albergue a la hospederÃa.
—Te obedezco—contesta el inspector provincial y queda con ello más a sus anchas.
Mientras aguardaba al tren, más de un cuarto de hora estuvo preguntándose con ansiedad si tutearÃa a Delaberge, como en otros tiempos, o si por deferencia a su grado superior le hablarÃa de usted. Ahora ya, libre de aquel peso, se muestra alegre y decidor. Y mientras se saca del vagón y se carga el equipaje del inspector general contempla a su camarada y amablemente sonrÃe.
—¿Sabes que no noto en ti ningún cambio?... Te encuentro hoy tan ágil y tan fuerte como al salir de la Escuela.
—¡Adulador!—replica Delaberge,—la verdad es que nuestros cabellos comienzan a blanquear y que llevamos cada uno veintiocho años más sobre la cabeza.
En el fondo, sin embargo, le han halagado no poco las palabras de su camarada, sobre todo al ver que éste parece mucho más viejo que él.
Los años han engordado al inspector provincial y han quitado expresión a su fisonomÃa; la somnolencia de la vida de provincia ha apagado la viva luz de sus ojos; la costumbre de tener que hablar y obrar siempre con cierta parsimonia ha quitado a su rostro toda expresión.
Rueda ya el coche carretera adelante y habla Voinchet de nuevo.
—Mi mujer nos aguarda para almorzar... ¡Oh!... Un almuerzo sencillo, después del cual podrás irte a descansar... Te advierto, querido, que esta tarde te será preciso sufrir una pequeña molestia... En honor tuyo, hemos invitado a algunas personas a comer.
—¡Diablo!—murmura Delaberge visiblemente contrariado.—No esperaba eso...
—Dispénsame, pero los periódicas han dado la noticia de tu llegada... Y habrÃamos dejado agraviadas a todas nuestras relaciones si les hubiésemos quitado el placer de estar y de hablar contigo algunas horas... No tienes idea, amigo mÃo, de las suspicacias provinciales... Por otra parte, no seremos muchos... Estarán el presidente del tribunal, el secretario general de la prefectura, un segundo inspector y su esposa... y nadie más.
—Ya son bastantes—dice Delaberge con sonrisa de resignado.
—¡Ah! se me olvidaba... Estará también una amiga de mi mujer, la señora Liénard, la que principalmente hace uso de los bosques de Val-Clavin... Quizás no te arrepientas de hablar con ella, pues si logras hacerle entender la razón, este negocio del deslinde irá como sobre ruedas... Es la más ardorosa y la más fuerte adversaria de la Administración... ¡Ea, hemos llegado ya!
El carruaje se ha detenido a la entrada de una calle desierta en que verdea la hierba por entre las piedras. Enfrente de la iglesia de San Juan se abren los porches de una antigua casona que se levanta entre el patio y los huertos. Mientras el conductor descarga el equipaje, Voinchet entra en la casa llamando a un criado. Habiendo quedado solo un momento, Delaberge contempla la dormida calle sobre la cual las paredes de la vieja iglesia extienden una sombra de claustro. Y en la frÃa austeridad de este sitio solitario, la perspectiva de una comida oficial con los notables que habitan en esta ciudad muerta le da un escalofrÃo de hondo malestar.
Hacia las seis y media de la tarde, rehecho completamente por una buena siesta, pensó Delaberge que se acercaba el momento de la comida y procedió a vestirse y arreglarse esmeradamente, no por coqueterÃa, sino por pura costumbre. CreÃa que una presencia irreprochable se impone a los funcionarios que representan a la Administración pública.
Anudando su corbata pensaba ya en la molestia de esa comida oficial en que durante largas horas estarÃa como en representación ante los invitados de su amigo y en que el deber profesional le obligarÃa a conversar con la principal interesada en el asunto de los bosques de Val-Clavin. A juzgar por la esposa de su amigo, excelente mujer de su casa, pero cuarentona más que insignificante, su amiga la señora Liénard, debÃa ser ya una mujer de edad madura y de trato poco agradable. Delaberge veÃase ya discutiendo con una pleiteante campesina y esta enfadosa perspectiva le ponÃa de mal humor.
Cuando entró en el salón verde y oro, lleno de muebles y adornado con chucherÃas de dudoso gusto, casi todos los invitados habÃan llegado ya. y le fueron presentados formando una sola fila. El presidente del tribunal, un hombre pequeñito que habla con pretensión florida, recién afeitado y de piel sonrosada, con unos ojos brillantes y siempre inquietos; el secretario general de la prefectura, alto, de anchas espaldas, tieso siempre, como orgulloso de los triunfos que le valÃa su voz de barÃtono; el segundo inspector, moreno, de grandes cejas, con los bigotes como de cepillo, con los cabellos cortados según la ordenanza, presentaba el tipo completo del forestal a la manera antigua, feo como un jabalà y rugoso como un roble.
Y mientras su esposa la inspectora, delgaducha y metida en su vestido marrón bordado de azabache, conversaba con la señora de Voinchet hablándole de lo difÃcil que es hoy procurarse buenos criados, Delaberge se llevaba al inspector su amigo a un rincón de la sala preguntándole sobre todos los detalles del asunto que allà le habÃa traÃdo. El forestal, envanecido de absorber por completo la atención de su superior, le iba dando toda clase de noticias técnicas. Y hacÃa más de un cuarto de hora que hablaba, cuando Delaberge, al través de las prolijas frases de su subordinado, oyó a la señora de Voinchet que decÃa:
—¡Ah! por fin... Ya comenzaba usted a inquietarme... Muy tarde llega, amiga mÃa.
A lo que una voz alegre y limpia contestaba asà con un ligero acento provincial:
—Perdóneme, he querido, para honrar mejor su casa, estrenar un vestido nuevo y la modista no me lo ha traÃdo sino hasta ahora mismo... cuando ya comenzaba a enfadarme.
En aquel mismo instante abrÃase de par en par la puerta del comedor y un criado con guantes blancos y casaca negra decÃa asÃ: «La señora está servida».
—Señor inspector general—dice la señora de Voinchet acercándose a Delaberge,—el brazo, si usted gusta...
Y éste galantemente lo presentaba ya para que se apoyase en él la señora, cuando interrumpiéndose ésta con aire consternado se volvÃa hacia la recién llegada y tomándole una de las manos murmuraba:
—¡Qué distraÃda soy!... Es necesario que antes le presente a mi querida amiga... Camila Liénard, propietaria de la Rosalinda, en Val-Clavin... El señor Delaberge, inspector general de montes.
Aunque ordinariamente dueño de sà mismo, Delaberge no supo disimular una viva expresión de sorpresa. En lugar de la vieja pleiteante que se habÃa imaginado, veÃa ante sà a una mujer joven, de unos veintiséis años, esbelta, fresca, amable, con unos sonrientes ojos oscuros que ya desde el primer momento le gustaron de un modo infinito. Algo aturdido, Delaberge saludó.
No le habrÃa pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señora Liénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresa igual. Sus clarÃsimos ojos contemplaban a Delaberge y parecÃa reflejarse en su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o se pregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tiene delante. Todo esto, no obstante, pudo durar tan sólo unos segundos. La señora Liénard insinuó una amable reverencia; Delaberge tomó de nuevo el brazo de la señora de la casa y entraron todos en el comedor.
En la mesa el inspector general fue, naturalmente, puesto a la derecha de la señora Voinchet; enfrente sentábase su amigo y a su lado estaba la señora Liénard; de manera que Delaberge tenÃa frente a frente a la propietaria de Rosalinda y durante aquellos momentos de solemne quietud que suele reinar en los principios de toda comida pudo examinarla con sosegado detenimiento.
El famoso vestido nuevo que habÃa motivado el retraso de Camila Liénard era negro y guarnecido con cintas malva; Delaberge, acostumbrado a los refinamientos de la elegancia parisiense, hubo de confesarse que la modista hubiera podido emplear mejor el tiempo. El cuerpo, que era de satén, no favorecÃa mucho al talle de la dama, el cual parecÃa no obstante bien contorneado. La ropa se arrugaba feamente en los hombros, y en el cuello parecÃa querer ahogarla. En suma, la joven aparecÃa muy mal vestida, pero demostraba preocuparse por ello muy poco. Su buen humor no se resentÃa para nada de la fealdad del traje ni éste lograba contener la expresiva vivacidad de sus movimientos. Con su boca un poco grande, su barbilla algo gruesa y sus cejas finÃsimas, no parecÃa precisamente bella, pero tenÃa unos hermosos ojos llenos de luz y viveza, unos abundantes cabellos castaños que le caÃan graciosamente sobre las sienes, una gran frescura en toda su persona, un modo graciosÃsimo de reÃr, y todo esto junto producÃa una agradable impresión de juventud, de espiritualidad, de alegrÃa sana y fuerte que llenaba de gozo el corazón. ComprendÃase que era una mujer noblemente expresiva, llena de una natural espontaneidad.
—¿La señora Liénard está casada?—preguntó en voz baja Delaberge a su vecina de mesa.
—No, es viuda... Hace más de dos años que perdió a su marido... Un señor no muy digno de ser amado... No tiene hijos y vive sola en Rosalinda donde está haciendo mucho bien.
Delaberge contempló entonces con mayor complacencia aun a aquella mujer... La señora Liénard estaba discutiendo a media voz con el inspector provincial, su vecino de mesa, y sin abandonar su aire de amable alegrÃa le atacaba con maliciosas recriminaciones, ante las cuales se rebelaba el otro con tonos de malhumor.
—¡Ah! no es usted muy amable con los pobres—exclamaba ella.
Y en ese momento levantó la cabeza y sorprendió la atenta y curiosa mirada de Delaberge. Lejos de sentirse ofendida por ello, sonrió al encontrar su mirada los ojos de éste y prosiguió:
—Vaya, decididamente es mucho mejor dirigirse a Dios que a sus santos... Que lo diga si no el señor inspector general.
Tomado asà como testigo, Delaberge preguntó con su aire gravemente amable:
—¿De qué se trata, señora?
—De ese deslinde que la Administración forestal quiere imponer. Bajo el pretexto de que es imposible evaluar por separado los derechos de los usuarios, el señor inspector provincial aquà presente nos ofrece como compensación un bosque que está a una legua de Val-Clavin... Y yo sostengo que esto es inicuo y aun bárbaro.
—Palabras muy duras son éstas—objetó Delaberge riendo.
—Duras, pero exactas... Veamos: yo tengo el derecho de cortar leña en Val-Clavin y los campesinos de Val-Clavin tienen también el derecho de pastos... Y a cambio de todo esto se nos ofrece un terreno impropio y muy lejano... ¿Se puede a esto llamar justicia?
—Señora—interrumpió complacientemente el inspector general,—la felicito a usted, pues trata el asunto como un verdadero jurisconsulto.
—¡Oh!—dijo a esto el inspector provincial.
—Te advierto que te las habrás con un contrincante fuerte... La señora Liénard está muy aferrada en sus derechos.
—En los mÃos y en los derechos de los demás también, señor Voinchet—repuso la joven con animada entonación;—los habitantes de Val-Clavin, aun más que yo, merecen ver atendidas sus reclamaciones: son gente pobre y para conducir su ganado al pastoreo les será preciso caminar más de una legua a campo traviesa, pues no hay vÃa directa que una el pueblo con la tierra que ahora se les ofrece.
—Ya les indemnizaremos construyéndoles un magnÃfico camino.
—¿Les indemnizarán ustedes también de la pérdida de tiempo y de la mala calidad de los pastos?... Los bosques de Carboneras están llenos de pantanos y si usted conociese el paÃs, señor inspector general...
—Lo conozco perfectamente—repuso Delaberge,—pues en Val-Clavin comencé mi carrera forestal.
—¡Ah! ¿de veras?...—exclamó la señora Liénard;—en tal caso...
Dirigió en torno suyo la mirada y vio que el presidente y la inspectora se esforzaban por disimular sus bostezos y se echó a reÃr exclamando:
—¡Perdónenme! ya me olvidaba de que esta discusión no interesa nada a los invitados del señor Voinchet; dejémoslo por ahora, mas conste que no me doy por vencida.
La conversación se hizo general con gran sentimiento de Delaberge. La vivacidad con que la señora Liénard defendÃa sus derechos habÃa despertado su interés. La originalidad evidentÃsima de aquella mujer contrastaba extraordinariamente con la falta de carácter de la mayorÃa de los invitados.
En el calor de la discusión tomaba su rostro expresiones encantadoras. Nada habÃa en ella rudo o fingido; nada tampoco de aquella prudencia timorata que da tan monótona insignificancia a las mujeres de provincia. SentÃase en ella estallar la sinceridad, la generosidad de su noble corazón. La señora Liénard gustaba a Delaberge por cualidades que eran opuestas a las suyas. Ese hombre reservado, discreto y reflexivo por temperamento, sentÃase interesado por aquella mujer de un carácter tan abierto y tan noblemente alegre...
Y cuando se levantaron de la mesa y volvieron los invitados al salón, se las arregló de manera que pudiese encontrarse cerca de la joven.
Precisamente se dirigÃa ella hacia Delaberge llevando en una mano la cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos, volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie todavÃa, acababa de beberse su taza.
—Señor inspector—le dijo ella,—estarÃa usted muchÃsimo mejor si tomase asiento.
Y diciendo esto se hizo un poco a un lado para dejarle sitio en el mismo canapé. El inspector general no deseaba sino obedecer a invitación tan amable; pero, no sabiendo qué hacer de la taza que tenÃa, en la mano, hizo ademán de ir a dejarla sobre una mesilla. La señora Liénard se levantó corriendo, le tomó la taza de las manos y fue a darla a un criado que pasaba entonces con una bandeja. Tan graciosa amabilidad, tan previsora deferencia, trastornaron profundamente a Delaberge. Aunque poco inclinado a la fatuidad, se imaginó que la joven se esforzaba para serle agradable y sintió como un cosquilleo de satisfacción, sin pensar que un hombre de cincuenta años le parece casi un viejo a una mujer que tiene veintiséis. Pero Delaberge, como la mayorÃa de los hombres, no se veÃa envejecer.
Razonaba como un hombre convencido de que puede inspirar todavÃa amorosos sentimientos; no querÃa confesarse a sà mismo que las amabilidades de la señora Liénard podÃan sencillamente proceder de la espontaneidad de un alma, por naturaleza afectuosa e inclinada a mostrarse amable precisamente porque la diferencia de edad habÃa de quitar todo pretexto a una interpretación maliciosa.
Sin embargo, mientras la joven con su vivacidad de siempre, volvÃa a sentarse cerca de él, se despertó en el inspector general una vaga desconfianza; se dijo que tal vez iba a ser juguete de la malicia femenina, pensando que la señora Liénard habÃa creÃdo ganar asà su ánimo en favor de la causa de los usuarios de Val-Clavin y vencer su natural rigor administrativo.
Se recostó descuidadamente en uno de los brazos del canapé y, por encima de su abanico que agitaba lentamente, se quedó contemplando a Delaberge con la sonrisa en los labios. Este, ya receloso y colocado en actitud defensiva, estudiaba detenidamente el rostro de su vecina.
Pronto sintióse tranquilizado por completo. No, en esos lÃmpidos ojos, en esa purÃsima frente, en esos labios francamente amables, no podÃa haber la menor huella de engaño o duplicidad. En el fondo de esos clarÃsimos ojos no se descubrÃa la menor de aquellas turbadoras y fugitivas fulguraciones que son indicio de mentira. Ni en la frente, ni en la boca se descubrÃan aquellas desagradables arrugas que son revelación de un alma falsa o llena de complicados sentimientos. Decididamente, la señora Liénard no tenÃa nada de una Dalila.
Cerró bruscamente el abanico, se inclinó un poco hacia Delaberge y dijo:
—¿De manera que ha vivido usted en Val-Clavin?
—SÃ, señora; vivà dos años.
—¿Hace mucho tiempo?
—¡Oh! sÃ, mucho... Quizás no habÃa usted nacido todavÃa. Pero recuerdo el paÃs como si fuese ayer mismo. Veo perfectamente en mi imaginación el camino que lleva a Rosalinda, por el cual daba mi paseo cotidiano. Se penetraba en la hacienda por una calle plantada de fresnos, muy pequeñines entonces.
—Los fresnos han crecido y dan hoy una magnÃfica sombra.
—Entonces—prosiguió Delaberge—vivÃa en Rosalinda un hombre muy original llamado Le Maroise. TenÃa costumbres muy singulares, se pasaba el santo dÃa en un cuarto con las ventanas cerradas y no salÃa sino después de anochecido, en una vieja berlina que guiaba un cochero tan extravagante como su dueño...
—¡Ese hombre original era mi tÃo!—interrumpió ella riendo.
—¡Ah!... Perdóneme...
—No se ha de excusar—replicó.—Era realmente un hombre extraño y poco me costarÃa confesar a usted que llegó a serme odioso... VivÃa aún cuando me casé; me hizo su heredera a condición de que mi marido y yo vivirÃamos con él... No es posible imaginar cómo nos hizo insoportable la vida. Finalmente se murió el pobre hombre, y no he de decir que le lloré muy poco... A punto estuvo de hacerme odiar Rosalinda.
—¿Vive usted en ella todo el año?
—¿Cómo no? Apenas si voy dos o tres veces a Dijón o a Chaumont y sólo por asuntos de intereses. A los seis o siete dÃas que estoy en la ciudad ya no tengo más que un deseo, el de volver a mi casa lo antes posible.
—¿A su edad no le parece esta soledad demasiado austera? ¿No se aburre usted jamás?
—Muy raramente... En primer lugar, ha de saber usted que tengo un temperamento de verdadera campesina. Apenas comienza la primavera, vivo constantemente al aire libre... Me tienen sobradamente ocupada mis gallinas, mis flores, mis árboles; cuido yo misma la corta de mis bosques y le aseguro a usted que no sé apenas qué cosa sea el aburrirse.
—¿Y en invierno?
—En invierno enciendo un hermosÃsimo fuego y me instalo cerca de la chimenea con un buen libro en la mano... Hay en Rosalinda una biblioteca muy bien nutrida y la cual yo aumento todavÃa procurando estar al corriente de cuanto se publica... Soy una endiablada lectora... Cuando tengo un libro interesante, y al alcance de la mano un buen puñado de almendras, me paso horas deliciosÃsimas junto al fuego.
Mientras hablaban ellos aparte, el inspector provincial organizaba una mesa de whist y habiéndose negado Delaberge y la señora Liénard a tomar parte en el juego, sentáronse en torno de la mesa la subinspectora, el presidente, el secretario y el propio señor Voinchet. La esposa de éste y el subinspector se quedaron contemplando el juego y aguardando el momento en que alguno de los dos pudiese tomar parte en él; de suerte que la viuda y su interlocutor, gracias a la preocupación de los jugadores de whist, se quedaron en el canapé tan aislados como pudieran estarlo en el fondo de un bosque.
Esa conversación mantenida en la penumbra, les iba acercando familiarmente y revestÃa de una mayor confianza y de una más completa intimidad su diálogo. La señora Liénard no parecÃa en lo más mÃnimo cohibida por la gravedad de su interlocutor y aun se extrañaba de encontrarse hablando tan llanamente con ese parisiense a quien desde tan pocas horas antes conocÃa. En cuanto a Delaberge sentÃase a la vez sorprendido y encantado de la visible simpatÃa de que le daba testimonio aquella mujer. La escuchaba con placer y sentÃase refrescada el alma por la gracia natural del buen sentido y la noble alegrÃa de su vecina.
Olvidaba su acento provincial, su vestido tan mal hecho y aun los rasgos irregulares de su fisonomÃa, pues poseÃa en cambio la joven una cultura de espÃritu, un juicio claro y sereno y sobre todo una facultad de entusiasmo que no se encuentra frecuentemente ni aun en ParÃs. A propósito de sus lecturas se expresaba con una independencia, un sentido crÃtico y una vivacidad que encantaban de veras a ese parisiense, acostumbrado a las reticencias prudentes, a las admiraciones convenidas y a las opiniones superficiales del mundo oficinesco en que vivÃa.
Al cabo de una hora de conversación, estaba ya encantado de la señora Liénard y se felicitaba de tan dichosa velada. Observó con placer que durante su entretenido y largo coloquio la propietaria de Rosalinda no habÃa hecho la menor alusión al asunto de los deslindes y le agradeció tan delicada reserva. SentÃase secretamente halagado de no deber sino a sà mismo la graciosa predilección de la viuda; se acusaba de sus injustas sospechas y, como para indemnizarla de ellas, esforzábase en mostrarse a su vez expansivo, amable, casi galante.
De pronto e interrumpiéndose en medio de una animada discusión, la señora Liénard sacó del pecho un pequeño reloj y consultándolo exclamó:
—¡Las once ya!... HabÃame olvidado de que duermo hoy en casa de unos amigos y que molesto a tan excelentes personas obligándoles a aguardarme...
Se puso en pie y tendiendo su mano a Delaberge continuó:
—Buenas noches, señor, y hasta otro dÃa, pues irá usted pronto a Val-Clavin... Vuelvo mañana a Rosalinda y aunque seamos enemigos, administrativamente hablando, espero recibir su visita durante su estancia en aquellos bosques.
Se inclinó en rápida reverencia ante Delaberge, corrió a besar a la señora Voinchet, saludó a todos y, lo mismo que la Cenicienta al dar la media noche, salió casi corriendo del salón, sin permitir que nadie la acompañase.
Francisco Delaberge se despertó con una sensación de confusa alegrÃa, según sucede cuando por la mañana se conserva aún la impresión de un hermoso sueño desvanecido; después, disipadas ya las últimas brumas del ensueño, se percató de que su vaga alegrÃa era causada por el recuerdo de su conversación con la señora Liénard; pero al propio tiempo recordó que aquel mismo dÃa habÃa de regresar la joven viuda a Rosalinda y su alegrÃa se desvaneció al pensar en su prolongada residencia en Chaumont. La pequeña ciudad le pareció más frÃa y más triste que la vÃspera. La sombra que la iglesia de San Juan lanzaba sobre el húmedo patio de la casa de Voinchet parecÃa extenderse y penetrar hasta el fondo del alma del inspector general... Esto le hizo tomar la resolución de adelantar todo lo posible su partida.
Apenas estuvo vestido y arreglado, comenzó el examen del expediente y recogió todas las notas que creyó precisas, en cuyo trabajo empleó toda la mañana; después, acabado el almuerzo y a pesar de las instancias de su amigo Voinchet, tomó el rápido y descendió en Langres; allà buscó un coche de alquiler.
Hay, lo menos, seis leguas de Langres a ese puebluco poco menos que escondido entre los bosques. Después de haber rodado un buen trecho por la carretera de Dijón, el carruaje tomó a la derecha y emprendió el camino vecinal que corre a través de una extensa llanura pedregosa, de una triste desnudez.
La luz de la tarde, velada por finÃsimas nubecillas, suavizaba los contornos de la llanura verdeante y de los bosques que el lejano horizonte pintaba de gris. El velado azul del cielo y la difusa claridad que llenaba los espacios se armonizaban muy bien con los flotantes pensamientos de Delaberge. Para decirlo, en verdad más eran aquello ensueños que pensamientos. Fatigado por su trabajo de la mañana, mecido por el rodar del carruaje, se abandonaba a una soñolienta contemplación en que las imágenes percibidas despertaban en su espÃritu vagos recuerdos. La silueta de los lejanos bosques, le hacÃa pensar en el asunto de los deslindes y de pronto se decÃa, no sin una secreta satisfacción, que entre los usuarios de Val-Clavin estaba una cierta viuda, de serenos y lÃmpidos ojos, de cabellos castaños que le caÃan en graciosos rizos sobre las sienes, en compañÃa de la cual habÃa pasado una agradabilÃsima velada.
De un campo de centeno levantóse en rápido vuelo una alondra y se perdió en las nubes, mientras su alegre canto recordaba a Francisco la voz de purÃsimo timbre de la señora Liénard; entonces, en medio de su ensueño, la idea de ver a la joven en Rosalinda, filtró dulcemente en su alma una emoción profunda, tan suave como la tenue claridad que la muselina de las nubes tamizaba.
Al llegar al pie de la colina de Piedrafontana, saltó del carruaje el conductor, pues la rampa que se habÃa de subir era larga y muy rápida; el caballo caminaba al paso y con mucho esfuerzo. Para aligerarle un poco más y también para sacudir su somnolencia, Delaberge imitó al conductor y, con paso todavÃa ligero y la cabeza un poco inclinada, comenzó a andar a lo largo de un camino que bordeaban toda clase de flores silvestres.
Detrás de él, hacÃa el cochero restallar con fuerza su látigo y allá en el fondo del valle se oÃa el pausado martilleo de un herrador; durante los intervalos de silencio se percibÃa, como sones de pÃfanos invisibles, el canto de las alondras. Poco a poco todos estos rústicos rumores fueron despertando en el alma del inspector general el recuerdo de cosas desde largo tiempo adormecidas.
Y se vio a sà mismo subiendo esta misma rampa, cuando sólo contaba veinticuatro años, en una tarde de otoño muy semejante a ésa. Iba entonces, pobre de dinero y rico de esperanzas, a tomar posesión de su puesto de guarda general de los bosques de Val-Clavin.
Más ligero de piernas, pero menos filósofo que hoy, contemplaba a la sazón con ojos inquietos la ruda soledad de las llanuras de Langres y no se tranquilizaba un poco sino al penetrar en los pintorescos y agradables bosques que rodean el pueblecillo.
Delaberge recordaba muy bien la sensación de aislamiento que habÃa sentido al llegar una tarde a ese pequeño pueblo de trescientas casas, situado en la confluencia de dos riachuelos, cuya unión da nacimiento al Aube. Al caer en ese paÃs tan extremadamente rústico, sin transición ninguna y al salir de la Escuela de Nancy, se encontró en él al principio desorientado y triste. El invierno era allà muy duro y toda distracción imposible. La sociedad se componÃa de dos o tres empleados, de algunos propietarios campesinos, todos ellos casados y poco dispuestos a recibir en su casa al forastero. Muy tristemente vivió allà durante los sombrÃos dÃas de diciembre y de enero. Durante esos dos mortales meses cubrÃa siempre la tierra una espesa capa de nieve y era imposible salir. El trabajo no era mucho y su ociosidad casi completa le hacÃa aún más insoportables los dÃas. No se atrevÃa a leer de nuevo los pocos libros que se habÃa traÃdo consigo y que se sabÃa ya de memoria. SucedÃanse las horas tan largas y tan vacÃas, le era la soledad tan odiosa, que llegó a apoderarse de su ánimo un profundo mal humor, una extraordinaria melancolÃa.
Se albergaba en la hospederÃa del Sol de Oro. Era frecuentada esa casa por trajinantes y mercaderes de leña, resonando en ella, desde la mañana a la noche, los más discordantes rumores. ComÃa solo o en compañÃa de su hospedero, el señor Princetot, un hombre de rostro sonrosado, de mirada llena de malicia y cuya conversación giraba invariablemente sobre los vinos que almacenaba en su bodega, para revenderlos luego lo más caro posible a los pequeños comerciantes de la montaña. En esa gris y tristÃsima sinfonÃa del fastidio, daba la hospedera una nota única de color y de alegrÃa.
Miguelina Princetot iba entonces hacia sus veintiocho años. De buena estatura, bien tallada, de sedosa piel y con unos melancólicos ojos grises, tenÃa muy amables maneras y la sonrisa, de sus labios carnosos formaba en sus mejillas aquellos atrayentes hoyuelos que el pueblo llama «nidos de amor». Inteligente y de percepción pronta, hacÃa lo que querÃa del gordo Princetot, quien por completo entregado a su comercio de vinos, le dejaba gobernar la hospederÃa a su gusto, cosa que hacÃa ella a las mil maravillas. Siempre limpia, atractiva y además excelente cocinera sabÃa contentar a los clientes. Gracias a ella, los notables de aquellos contornos iban con frecuencia al Sol de Oro. Alguien decÃa que llevaba su coqueterÃa, su amabilidad demasiado lejos y que, no era tan fiel esposa como diligente mujer de su casa; como quiera que fuese, es lo cierto que tan maliciosos dichos no llegaron nunca a quebrantar la confianza del señor Princetot.
En los comienzos, teniendo aún como quien dice en los ojos las elegancias de las modistillas y de las señoras de Nancy, no concedió Francisco mucha atención a las gracias campesinas de su hostelera. Pero, en una soledad como la de Val-Clavin, una mujer joven, junto a la cual se vive mañana y tarde, acaba por ejercer una atracción lenta y segura. Después de haber visto a la mujer aquélla con indiferencia, gradualmente fue descubriendo Delaberge en ella encantos que antes no habÃa sospechado y, gracias al aislamiento en que vivÃa, fue pareciéndole cada vez más deseable. Con frecuencia, cuando el forestal comÃa solo, después de quitados los manteles, la señora Miguelina se quedaba un rato conversando con su huésped. Poco ganoso de volver a su cuarto triste y frÃo, el joven prestaba gustosamente oÃdos a la charla de su hostelera y sus ojos se detenÃan con verdadera complacencia en la blanquÃsima nuca que adornaban unos ricillos de su cabello, o bien en la flexibilidad de su cintura... A veces se quedaban ambos silenciosos; la mirada lánguida de Miguelina se encontraba con los azules ojos del guarda general; éste, de ordinario frÃo y reservado, se expansionaba, se atrevÃa a alguna insinuación galante, y entonces, con su intuición femenina, la hostelera del Sol de Oro adivinaba, por ciertas inflexiones de su voz llenas de emoción, que su huésped se iba haciendo cada dÃa menos insensible a sus encantos.
Mientras, tanto iba pasando el invierno, reverdecÃa la primavera en los bosques y bajo su influencia una familiaridad cada vez mayor fue estableciéndose entre Delaberge y la señora Princetot.
Un domingo por la tarde habÃa subido Miguelina al cuarto del forestal y allÃ, asomada a la ventana, se esforzaba por alcanzar las ramas de un florido tilo que subÃa por la fachada de la casa. Llevaba aquel dÃa su vestido más elegante y los movimientos forzados que hacÃa descubrÃan toda la esbeltez de la figura, la graciosa flexibilidad del talle, la exquisita morbidez de sus pechos y de sus caderas. De pie a su lado, Delaberge le ayudaba lo mejor que podÃa. En un momento dado, como ella se inclinase demasiado hacia afuera, el guarda general se atrevió a asirla por la cintura como temiendo que se pudiese caer. La señora Princetot se volvió riendo con aquella risa llena de sensualidad que formaba tan graciosos hoyuelos en sus mejillas y su boca vino a encontrarse tan cerca de los labios de Delaberge, que éste no supo resistir la tentación... La besó ardorosamente; rodaron al suelo las flores que ella habÃa tomado y Miguelina cayó, sin darse cuenta, en los brazos de su huésped.
A partir de aquel dÃa la señora Princetot fue la amante del guarda general, y éste ya no se fastidió como antes en Val-Clavin. El señor Princetot se ausentaba con frecuencia para ir a hacer sus compras de vinos o para venderlos a sus clientes de la montaña, de lo que los amantes se aprovechaban.
Figurábanse que su estrecha y amorosa intimidad escapaba a la atención y a la maledicencia de las gentes del pueblo; pero no sabÃan que los amores mejor escondidos exhalan un sutilÃsimo perfume, que los descubre siempre. El secreto de su amor se evaporó insensiblemente por las calles de Val-Clavin y las lenguas de las comadres hicieron lo demás. Unicamente Princetot continuó ignorándolo todo.
Duró esta aventura diez y ocho meses, y comenzaba ya a sentir las proximidades de la saciedad cuando recibió un dÃa la notificación de un cambio de residencia. Al conocer la triste nueva, la señora Miguelina se deshizo en lágrimas. Mas era preciso que obedeciese Delaberge al mandato administrativo; la hostelera no se habÃa engañado nunca a sà misma y pensaba que algún dÃa la habÃa de abandonar y, aunque suspirando hondamente, al fin se resignó.
Una semana después el guarda general se marchó a ParÃs, no sin sentir en el fondo de su espÃritu como una vaga liberación.
Prometieron escribirse: ni uno ni otro cumplieron su promesa y un silencio absoluto cayó entre ellos. Delaberge, que no habÃa puesto en aquella mujer sino los sentidos, fue olvidándola poco a poco, suponiendo que la señora Miguelina se consolarÃa rápidamente y pondrÃa a otro en su puesto. Y muy pronto sus amorÃos campesinos se le aparecieron como una de esas estrellas fugaces que nacen en un cielo de agosto, lo atraviesan y se apagan...
Las preocupaciones del oficio y del ascenso apagaron pronto en él hasta el menor recuerdo de aquella aventura juvenil. Años y más años pasaron, llevándose como un torrente sus deseos y sus energÃas hacia riberas que no eran precisamente las de la ternura.
Si alguna vez recordaba los episodios de sus principios en Val-Clavin no era sino para reÃrse desdeñosamente de ellos como hace el hombre maduro con las locuras de la juventud. Y he aquà que los azares administrativos le volvÃan a este pueblo perdido en el fondo de los bosques; he aquà que los detalles, el aire ambiente, la fisonomÃa del camino tantas veces hecho en otros tiempos, evocaban en su espÃritu la imagen de la señora Miguelina, que él creÃa enterrada bajo el más absoluto olvido...
Pero la muerte tan sólo puede producir el verdadero y total olvido. Mientras andamos por los caminos de la vida, podemos hallarnos otra vez frente a frente con las personas y las cosas que habÃamos para siempre borrado de nuestra memoria.
En ParÃs, apenas si alguna que otra vez pensó en la posibilidad de encontrarse de nuevo con su antigua amante; mas ahora, al aproximarse al pueblo en que la habÃa conocido, Delaberge sintió nacer en su espÃritu una vaga inquietud.
Sintió alarmarse la prudencia del funcionario, temiendo, en el caso de que la señora Princetot viviese todavÃa en Val-Clavin, verse expuesto a familiaridades comprometedoras para su carácter oficial. En verdad, decÃase que veintiséis años pueden producir, aun tratándose de un pueblecillo, grandes y radicalÃsimos cambios. Entre las gentes que le conocieron en otro tiempo, muchos sin duda habrÃan desaparecido. Los hombres maduros de entonces serÃan ahora ancianos y habrÃan tomado su puesto los jovenzuelos de otros dÃas, preocupándose muy poco por lo pasado. La misma señora Princetot tendrÃa ya cincuenta y cuatro años, y es natural que la edad la hubiese hecho más discreta. Y aun podrÃa suceder que ya no estuviese en el pueblo.
Ya bastante rico Princetot, vendió tal vez su hospederÃa y probablemente ni el recuerdo existÃa ya del famoso Sol de Oro...
Por lo demás, fácil serÃa adquirir noticias sobre este punto preguntando al cochero. Este, que llevaba con frecuencia viajeros de una parte a otra, conocerÃa con seguridad los sucesos del paÃs...
Precisamente habÃan llegado a lo más alto de la loma y comenzaban a descender hacia el verdeante valle. Subiendo de nuevo al carruaje, Delaberge preguntó al cochero:
—¿Conoce usted Val-Clavin?
—Ciertamente, señor; en verano llevo a ese pueblo gran número de viajeros y también en tiempos de caza.
—¿Cuál es la mejor hospederÃa?
—¿La mejor?... No hay más que una que sea buena de verdad: el Sol de Oro... Las demás no son sino malas tabernas.
—¿Se está bien en la casa?
—Ya lo creo, y se come en ella divinamente... Las gentes de Langres van allà con frecuencia a pasar un dÃa de campo... El Sol de Oro no es precisamente de ayer; hace ya más de treinta años que da muy buenos cuartos al PrÃncipe y a su esposa.
—¿Qué PrÃncipe?—exclamó Delaberge algo desorientado.
El cochero echóse a reÃr.
—Quiero decir el señor Princetot, pardiez... Es un apodo que le dan, tan rico es y tan poderoso... Le llaman el PrÃncipe y a su mujer la Princesa... Yo le aseguro a usted que son gente rica... La mitad del término es suyo. Princetot ha agregado a su casa una destilerÃa, en la que gana el dinero que quiere, y no es poco decir... Sin embargo, continúan en su hospederÃa como si tuviesen necesidad de ella, ¿Qué quiere usted? La costumbre...
Delaberge se puso profundamente taciturno. Mientras rodaba el carruaje por entre dos hileras de árboles, alguna vez interrumpidas por las tierras cultivadas de una granja, iba pensando, no sin inquietud, en su encuentro inevitable con la señora Princetot. ¿Cómo le recibirÃa y qué se dirÃan? ¡Bah! Uno y otro habÃan cambiado mucho en veintiséis años y tal vez ni siquiera le reconocerÃa. SÃ, pero luego serÃa preciso decir los nombres y la calidad, con lo cual quedaba destruido el incógnito. Además, su reserva podrÃa parecer extraña al bueno de Princetot.
A despecho de su experiencia y de su despierto espÃritu, el inspector general estaba hecho del mismo barro que el resto de los hombres. No se extrañaba de que él hubiese podido olvidar a ciertas personas, pero no comprendÃa que los demás le hubiesen podido olvidar a él.
Mientras iba pensando en todo eso, el caballo, sintiendo ya próximo el pesebre, trotaba más ligero que nunca; se iba acortando la distancia y desde una pequeña altura comenzaron ya a verse las casas de Val-Clavin, reunidas como un puñado de huevos en el fondo de un nido. Por entre los prados brillaban a trechos las aguas del rÃo y el gallo del puntiagudo campanario relucÃa, herido por los rayos del sol poniente... Y pronto penetró el carruaje en el pueblo, que se habÃa modificado muy poco. A uno y otro lado del viejo puente, los juncos del estanque temblaban como en otro tiempo al impulso de la brisa vespertina. Con el mismo fresquÃsimo rumor caÃan las aguas del riachuelo en la presa del molino, y los tilos centenarios del paseo se destacaban por encima de las techumbres de las casas que aparecÃan inundadas por tenues y azuladas humaredas. A la rojiza claridad del crepúsculo, se levantaba ante los ojos de Delaberge la sombra de los antiguos dÃas, y las figuras de aquel lejanÃsimo pasado aparecÃan mas lÃmpidas y con mayor relieve al destacarse sobre un cielo que iluminaba el sol poniente del recuerdo.
Con un pequeño latir en el corazón, pensaba Delaberge en la vieja hospederÃa con su umbral, al que se subÃa por cinco escalones y con su muestra de hierro enmohecido, en los ojos lánguidamente soñadores de la señora Miguelina y en la figura rabelesiana y llena de malicia de su esposo...
De pronto se paró el carruaje ante una casa toda recién enjalbegada y en la que apenas pudo Francisco reconocer la antigua hospederÃa, pues habÃa sido renovada por completo. La antigua muestra habÃa desaparecido también y en cambio leÃase en la fachada en hermosas letras mayúsculas:
HOTEL DEL SOL DE ORO
Más lejos, hacia la esquina de la calle, se veÃan las paredes de piedra de talla y la techumbre de tejas de la nueva destilerÃa que habÃa construido Princetot... Allà estaba éste precisamente apoyando sus anchÃsimas espaldas en la misma puerta... Encendido el rostro, enorme el vientre, vestido de paño ordinario, medio cerrados los ojos que la grasa invadÃa, y sin moverse, examinaba con su flema de siempre al nuevo huésped que llegaba de Langres.
Mientras el viajero saltaba del coche, el señor Princetot se decidió a llamar a su criado, ordenándole que se hiciese cargo del equipaje. Delaberge habÃa resuelto por último marchar valientemente hacia las soluciones más breves. Subió ligero los cinco escalones, entró con el dueño de la casa en la cocina en que relucÃan innúmeras cacerolas de cobre y fue el primero en hablar.
—Buenas tardes, señor Princetot... Ya veo que no me reconoce usted.
El PrÃncipe medio cerró de nuevo sus pequeños ojos, se pasó la mano por sus cabellos ya enteramente blancos, se rascó la oreja y dijo descubriendo su gran perplejidad:
—A fe mÃa, señor, que no tengo el placer...
—Soy, no obstante, uno de sus antiguos huéspedes... El señor Delaberge.
Una mujer en quien antes no habÃa reparado y que estaba ocupada en el fondo de la cocina se volvió bruscamente, y sólo por la visible emoción que demostró la dama adivinó el inspector general que tenÃa enfrente a Miguelina... Respiraba penosamente, bajaba los ojos, retorcÃa con gesto maquinal las puntas del pañuelo que tenÃa en la mano y acabó por saludar sin despegar los labios.
¡Ay! no se parecÃa mucho a la seductora Miguelina de otros tiempos... HabÃa engordado, habÃa perdido su rostro toda expresión, sus tocas le caÃan sobre la frente y escondÃan sus cabellos ya bien canosos. Su vestido de oscuro color, de rectos pliegues, sus ojos medio cerrados, su cara de cera, la expresión reservada y dulzona de su fisonomÃa, le daban todo el aspecto de una beatucha.
—¡Señor Delaberge!—murmuró con mayor sorpresa que alegrÃa.
Después añadió, mordiéndose los labios y sin levantar los ojos:
—No pensábamos verle a usted de nuevo en Val-Clavin.
—¿El señor Delaberge?—preguntaba de nuevo el PrÃncipe.—Aguarde... Ahora caigo... ¿Estaba usted aquÃ, como guarda general en la época en que reconstruÃan la iglesia?... Dispense que no le haya reconocido antes, pero ha pasado desde entonces por esta casa tantÃsima gente...
Mientras hablaba iba examinando al recién llegado y al ver que lucÃa una hermosa roseta en la solapa y sospechando que se las habÃa ahora con un parroquiano de consideración, se mostró ya menos indiferente.
—¡Ah!—continuó diciendo,—el caso es que todos hemos envejecido un poco y veinticinco o veintiséis años cambian endiabladamente las fisonomÃas... Y he aquà que le tenemos de nuevo entre nosotros... Miguelina, habrá que dar al señor la sala roja.
Delaberge algo desconcertado por tan vulgar acogida y aún más por la comprobación de tan mortificante olvido, declaró que no estaba por la sala roja y que preferÃa el cuarto que habÃa ocupado en otros tiempos y cuya ventana daba al jardÃn.
—¿Su antigua habitación?—replicó el hostelero.—¡Ah! sÃ, pero, vea usted... El caso es que no la tenemos libre... La hicimos restaurar por completo y la ocupa ahora nuestro hijo... Simón, que regresó hace dos años de la Escuela de Cluny con todos sus tÃtulos.
—¿Tienen ustedes un hijo?—preguntó el inspector general con alguna sorpresa.
—En realidad no podÃa usted saberlo... Nuestro Simón no habÃa nacido entonces todavÃa... Se ha hecho aguardar un poco, pero de todas maneras ha sido en nuestra casa el bienvenido, ¿no es verdad, señora Princetot?
La señora Miguelina parecÃa disgustada por la charla de su marido; su plácido rostro de mujer devota tomaba una expresión de vivo descontento y sus labios se plegaban con gesto nervioso. Hizo notar que el señor Delaberge tendrÃa necesidad de descanso y que era inútil fatigarle hablándole de un muchacho a quien no conocÃa.
—Pero—replicó obstinadamente Princetot,—el señor podrá conocerle si se queda algunos dÃas en Val-Clavin, y Simón es muchacho que lo vale... Por desgracia volverá tarde esta noche, pues ha ido al monte para una cuestión de peritaje... Algunas personas del pueblo han recorrido a sus luces para un asunto de deslindes y como es muy despierto y conoce a fondo el régimen de montes, se le ha encargado la defensa de los derechos del pueblo...
—SÃ, sÃ, un asunto de que en mal hora se ha encargado—interrumpió la señora Princetot.
Más perspicaz que el PrÃncipe su esposo, ella habÃa ya sospechado que Delaberge venÃa sin duda por esta misma cuestión de deslindes y temió que su marido hablase demasiado.
—¿Qué sabes tú de estas cosas?—replicó Princetot guiñando con gesto de misterio sus ojos.—Simón tiene mucho talento y es ya bastante crecido para andar solo.
—En fin—exclamó suspirando la señora Miguelina,—es de desear que de todo ese enredo no saque más disgustos que provecho.
Después, para cortar en seco esta conversación, preguntó al viajero si comerÃa en la mesa común.
—No—contestó Delaberge;—tengan la bondad de servirme en mi cuarto y háganme el favor de avisar mi llegada al guarda general... Necesito hablar con él esta misma noche.
Algunos minutos después estaba ya instalado en la sala roja, reservada de ordinario a los huéspedes de importancia. En este cuarto habÃa una gran cama muy bien puesta y tenÃa dos ventanas, una que daba a la calle y la otra al jardÃn, el cual iba subiendo en suavÃsimo declive hacia los bosques.
Apenas habÃa tenido tiempo Delaberge de quitarse el polvo del camino y de arreglarse un poco, cuando llamaron discretamente en la puerta de su cuarto y no sin una pequeña emoción contestó Delaberge que se podÃa entrar. Creyó ver aparecer a la señora Miguelina, deseosa, sin duda, de poder hablar a solas con él, pero muy pronto salió de su engaño. Entró en la habitación una joven delgada y de vivos movimientos, la cual traÃa platos, botellas y manteles y comenzó a poner la mesa, después de lo cual se retiró para volver a poco con la humeante sopera.
Al hacerse servir en su cuarto el inspector general habÃa creÃdo que podrÃa de este modo tener con la señora Miguelina una amistosa explicación que valiese por todas. Mas era evidente que la señora Miguelina no pensaba provocar una semejante explicación retrospectiva. ¿Era eso indiferencia o bien que, desde un principio, deseaba hacer comprender a su huésped la necesidad de evitar toda alusión al pasado?
«—Como quiera ella—se dijo Delaberge—y aun tal vez vale más que sea asÃ.»
No obstante, en su fuero interno, sentÃa Delaberge una especie de desencanto. Mientras a lo largo del camino se hundÃa su imaginación en el recuerdo del pasado y revivÃa los tiempos de Val-Clavin, no creÃa que se le hubiese tan completamente olvidado, ni esperaba que se le tratase como a un extraño... Esto le puso profundamente melancólico y con gesto displicente se sentó ante su mesa solitaria.
Cuando estaba ya en los postres le anunciaron al guarda general: un muchacho lleno de obsequiosidad y balbuciente, que se confundÃa en salutaciones y no osaba sentarse, tanto le intimidaba la presencia del inspector general. Hizo Delaberge inútiles esfuerzos para ponerle a tono, acabando por darle brevemente sus instrucciones e indicándole la hora en que se encontrarÃan para ir juntos al monte; luego salió con él de la hospederÃa y una vez solo se quedó paseando unos momentos por las riberas del Aube.
La noche era oscura, pero en el cielo relucÃan millares de estrellas y cantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma música que en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina. SentÃa surgir en su espÃritu el sentimentalismo; pero, por desdicha suya, al notar que le molestaba un poco la frescura del rÃo, comprendió que no vivÃa ya en aquella dichosa edad en que se sueña con las estrellas. Volvió sobre sus pasos y deshizo el camino andado.
Al regresar a la hospederÃa habÃan ya desaparecido el señor Princetot y su esposa. En la cocina no habÃa sino una criada, que encendió una bujÃa y le acompañó hasta su habitación, dándole después las buenas noches. Al cerrar Delaberge las ventanas del cuarto, pensó que Rosalinda estaba muy cerca y que al dÃa siguiente, si querÃa, podrÃa indemnizarse de su desencanto de aquella tarde haciendo una visita a la señora Liénard. Esta idea volvió la serenidad a su espÃritu. Se desnudó y filosóficamente se metió en la cama.
Delaberge era la puntualidad misma. A la hora convenida y en compañÃa del guarda general y de otros funcionarios subalternos, estaba ya examinando los campos de Carboneras que el inspector de Chaumont proponÃa afectar al servicio de los usuarios de Val-Clavin.
A fines de mayo es cuando los bosques de las montañas de Langres se muestran en toda su gloria y el tiempo convida como nunca al paseo. Un suave vientecillo habÃa secado los caminos; el cielo, de un azul purÃsimo, sonreÃa, por encima del renaciente follaje; bordaban toda clase de flores las márgenes de los caminos y los pajarillos cantaban por doquier. Delaberge, cuyas funciones sedentarias le habÃan recluido en ParÃs tanto tiempo y que no conocÃa ya más verdores que los de las carpetas de la oficina, gozaba de esta fiesta primaveral en pleno bosque como se goza de un antiguo amigo otra vez hallado. Respiraba con verdadera delicia el penetrante perfume que despedÃan los cerezos en flor y poco a poco su mal humor y su melancolÃa de la noche antes se fueron disipando...
Por la mañana, en la hora del desayuno pudo comprobar que la señora Miguelina procuraba prudentemente substraerse a sus miradas cada vez que entraba en la cocina. Esta reserva de su antigua amante, que al principio le molestó, le parecÃa ya entonces el mejor modus vivendi que se pudiese desear. Esto dejaba más clara su situación y el contento experimentado le disponÃa para mejor saborear las alegrÃas de su regreso a los bosques. SentÃa un placer casi infantil, al reconocer los caminos que habÃa recorrido en otros tiempos. Dotado de una excelente memoria local se envanecÃa sorprendiendo al guarda, al indicarle por adelantado la naturaleza del terreno y la dirección de las capas terrosas. Y a cada momento exclamaba con grandes explosiones de alegrÃa:
—¡Todo está igual!... Nada ha cambiado y, sin embargo, hace ya veintiséis años.
A medida que iba penetrando en los bosques, parecÃale que cada uno de los pasos que daba le quitaba de encima un año y que su juventud reverdecÃa lo mismo que el follaje de las hayas. DesaparecÃa y no tenÃa ningún valor todo aquel largo intervalo de un cuarto de siglo. Mucho mejor que otro medio cualquiera, posee el bosque esta maravillosa virtud del rejuvenecimiento. Menos que en parte alguna se marcan en él las metamorfosis que el paso del tiempo produce. Vemos siempre en el bosque los mismos árboles, las mismas floraciones, los mismos cantos de las tiernas avecillas y esto nos da la ilusión de un alto de ensueño, de una suspensión en el vuelo rápido de los dÃas.
Durante su paseo al través de los bosques de Carboneras, Delaberge pudo fácilmente comprobar la exactitud de las observaciones hechas por la señora Liénard. Las tierras que se querÃa ahora dar a los usuarios de Val-Clavin, no estaban unidas al pueblo sino por antiguos caminos todos ellos en muy mal estado y que a trechos desaparecÃan del todo. Varios manantiales subterráneos humedecÃan el suelo esponjoso y las aguas, no encontrando la necesaria pendiente, se estancaban formando anchos pantanos en que crecÃan toda clase de plantas muy hermosas, pero impropias para el pastoreo.
La vegetación en general se resentÃa de la mala calidad del suelo, los herbajes eran cortos y pobres y de trecho en trecho se veÃan algunos viejos robles de tronco rugoso y cubierto de liquen, mostrando en parte sus ramas desnudas de todo follaje. Era evidente que, tal vez por un exceso de celo, la Administración local intentaba desembarazarse de unas malas tierras con daño evidente para los usuarios de Val-Clavin. El inspector general vióse obligado a confesar que las proposiciones de su amigo Voinchet eran inicuas y abusivas.
Como era natural, nada de esto dejó entender a sus subordinados; pero después de haber tomado sus notas, dirigió la exploración hacia unas tierras que ocupaban la vertiente opuesta del valle y pertenecÃan a los bosques de Montegrande.
AllÃ, por el contrario, el suelo era duro y fresco al mismo tiempo y además riquÃsimo en humus. Las hayas y los robles crecÃan fuertes y sanos, elevando al espacio su frondoso ramaje. El herbaje era excelente y variadÃsimo, llenando el aire con sus aromas. Además un hermoso camino forestal seguÃa toda la cresta de la colina y descendÃa luego suavemente hacia Val-Clavin. En realidad la designación de esas tierras habÃa de satisfacer por completo a las mayores exigencias de los usuarios, sin perjudicar en nada al Tesoro, y Delaberge se dijo a sà mismo que por ese lado habÃa de ser fácil encontrar una fórmula de transacción.
Ciertamente que en todo eso no le guiaba, sino el deseo de conciliar el derecho más estricto, con la justicia; sin embargo, no pudo dejar de pensar que, si aceptaba esta proposición la Administración central, habrÃa de sentir él un gran placer en comunicarlo asà a la señora Liénard. Esta reflexión despertó en su espÃritu el agradable recuerdo de la viuda y de la invitación que le hizo al despedirse.
Precisamente entonces entraban en una especie de ancho barranco, al otro extremo del cual aparecÃa el cono puntiagudo de una torrecilla.
—¿No es Rosalinda aquello?—preguntó Delaberge.
—SÃ, señor inspector general; este camino nos conduce a ella directamente.
Esta brusca aparición de Rosalinda en el preciso instante en que pensaba en su dueña, fue para Delaberge dulcemente sugestiva, tanto que le indujo a modificar sus primeros planes. Al salir por la mañana de Sol de Oro no pensaba hacer aquel mismo dÃa su visita a la señora Liénard. HabÃa decidido dejar pasar algunos dÃas, temiendo que pareciese de mal gusto una prisa excesiva. Pero la proximidad de Rosalinda obró en su alma como un imán y modificó por completo sus resoluciones.
Lanzó una rápida mirada sobre todo su vestido: su calzado, en verdad, aparecÃa lleno de polvo, pero ni su americana ni su pantalón habÃan sufrido gran cosa de su paseo a través de los bosques y su total apariencia era suficientemente correcta. Recordó, además, que la señora Liénard no concedÃa sino muy mediana importancia a las cuestiones de forma y esto acabó de decidirle.
En el sitio donde el camino forestal que bajaba a Val-Clavin cruzábase con el barranco que iban siguiendo, Delaberge despidió a sus acompañantes y se dirigió solo hacia Rosalinda; al cuarto de hora salió del bosque y vio ante sus ojos el parque y los jardines que rodeaban la casa.
Aunque en el paÃs se le daba todavÃa el nombre de castillo, Rosalinda no era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del siglo XVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le daban un vago aspecto señorial. El parque se extendÃa a una y otra parte del Aubette, cuyas verdosas aguas rodeaban luego la casa y alimentaban las albercas construidas al pie mismo de las terrazas. La avenida de fresnos cuyo recuerdo tan bien habÃa conservado Delaberge, conducÃa a una verja de hierro y después se continuaba más allá del puente de piedra echado sobre el riachuelo.
Desde la vertiente en que se habÃa detenido, el inspector general veÃa claramente la fachada principal de la casa tapizada de madreselvas y rosales; veÃa también los caminillos del jardÃn trazados al estilo francés y más allá del parque y de las paredes de cierre, en el espacio que el bosque dejaba todavÃa libre, se veÃan extensos campos de hierba, de centeno, de alfalfa que la brisa movÃa como las olas del mar y el sol iluminaba esplendorosamente; más lejos comenzaban de nuevo los bosques que iban subiendo dulcemente y coronaban con su verdor esa pacÃfica y riente soledad.
La casa con sus ventanas abiertas, los jardines con sus vivÃsimos colores, los campos ondulantes, todo aparecÃa como envuelto en una atmósfera de paz y de supremo bienestar. El conjunto tenÃa un aspecto alegre y hospitalario que animó a Delaberge a persistir en sus intenciones. Le pareció descubrir en todo ello el reflejo de la personalidad atrayente y cordial de la propietaria.
Algunos minutos después llegaba el inspector general a la verja de hierro, llamaba en ella y preguntaba por la señora Liénard, atravesando luego los caminillos, guiado por la jardinera que le dejó a la entrada de la casa donde esperaba una elegante camarera, la cual le introdujo en un salón de la planta baja.
—¡Ah! señor, ¡cuánto le agradezco que haya cumplido su promesa!
Y al decir esto avanzaba hacia el inspector general y le tendÃa gentilmente la mano la propia señora Liénard, que vestÃa una vaporosa falda de muselina y un cuerpo de lo mismo en forma de blusa que le daban una suprema elegancia.
Inclinándose Delaberge contestó lo mejor que supo al apretón de aquella pequeña mano un poco tostada por el sol y después se excusó de lo descuidado de su traje.
—Una excursión por el bosque me ha llevado a dos pasos de Rosalinda y no me habrÃa perdonado jamás estar tan cerca de usted y no entrar siquiera a saludarla...
Al acabar sus cumplidos vio Delaberge en el fondo del salón a un visitante que se habÃa levantado al entrar él y que se disponÃa a despedirse.
Era un joven de mediana estatura, de aspecto rústicamente elegante y de una evidente robustez. Muy moreno, con una barba castaña ligeramente rizada, parecÃa un poco azorado por la aparición del forastero; pero este movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia. De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardaba seriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar para despedirse de la dueña de la casa. En los primeros momentos, su fisonomÃa seria y meditabunda le hacÃa parecer de mayor edad de la que tenÃa realmente; pero, cuando se le examinaba con más atención, se descubrÃa en sus ojos, de un azul intenso, un brillo de juventud y de pasión que se contradecÃa con la precoz madurez de sus rasgos. En el momento en que Delaberge se volvió hacia él, acercóse el joven a la señora y dijo con cierta brusquedad:
—Hasta otra vez, señora; he de subir todavÃa a los bosques de Carboneras.
—¿Pero volverá usted por aquÃ?—exclamó la señora Liénard.—Es que necesito todavÃa de usted...
Y volviéndose seguidamente hacia Delaberge prosiguió la dama:
—Puesto que ha venido usted a Rosalinda, permÃtame que le convide a comer, sin ceremonias... Ya sabe usted que en el campo se hacen las visitas en la mesa... Además tendrá usted compañÃa para volver a Val-Clavin, pues quiero que me prometa el señor Simón que al regresar de los bosques ha de venir aquà a comer con nosotros... ¡Buena es ésta!—se interrumpió a sà misma riendo.—Soy tan aturdida que olvidé la presentación... El señor Princetot... el señor Delaberge, inspector general de montes.
Los dos hombres se saludaron ceremoniosamente. Delaberge, despierta su curiosidad por el nombre de Princetot, examinó atentamente al joven que acababan de presentarle; pero éste se dirigÃa ya hacia la puerta mientras la viuda acompañándole le repetÃa:
—Convenido, cuento con usted... A las siete en punto nos sentaremos a la mesa.
Cuando hubo salido, Delaberge preguntó:
—¿Este señor Princetot serÃa acaso el hijo de mi hospedero del Sol de Oro?
—SÃ... ¿Le extraña a usted?... No ha salido a su padre, por fortuna... Es un corazón excelente y un espÃritu distinguido. Adora el pueblo en que nació y, aunque sus padres son muy ricos, no ha querido convertirse en un señor... Después de haber hecho excelentes estudios agrarios, ha vuelto a su casa, y en materia forestal no dudo que puede dar quince y raya al guarda general de Val-Clavin.
Delaberge se echó a reÃr.
—¡Apuesto, señora Liénard, que es él quien le aconseja en este asunto de los deslindes!
—Lo ha adivinado usted... Cuando hace dos años regresó Simón de la Escuela de Cluny, ofreció a los usuarios del pueblo defender gratuitamente sus intereses y todos le dimos plenos poderes... Y asà es como entré en relaciones con él. El joven me interesa, y si mi situación no me obligase a una gran reserva, tendrÃa un gran placer en recibirle con mayor frecuencia; pero él mismo pórtase con gran discreción y no viene nunca aquà sino para hablar de negocios... Estoy encantada, señor inspector, de que haya sido usted bastante amable para aceptar mi invitación: esto me ha permitido invitar a Simón también.
Delaberge en su interior decÃase que hubiera preferido comer a solas con la viuda. Esta, con su vivacidad de siempre, abrió una de las ventanas y mostrando a su huésped los jardines le dijo asÃ:
—No piense usted escapar a las molestias de una visita completa, pues me siento siempre propietaria... Antes, sin embargo, será preciso que me dispense por algunos minutos....
Tocó el timbre, dio rápidas instrucciones a sus criadas, cubrió su cabeza con un gran sombrero de paja y volvió en seguida a reunÃrsele, diciéndole:
—¿No es verdad que Rosalinda se ha embellecido mucho desde que usted no la habÃa visto? En tiempos de mi difunto tÃo estaba esto muy mal; las aguas del riachuelo inundaban las partes bajas, los árboles crecÃan como y donde les daba la gana... Yo he puesto un poco de orden en todo eso y he convertido la finca en lo que usted va a ver.
Alegre y vivaracha acompañaba a su huésped a través de los jardines, enseñándole sus colecciones de flores de todas clases, explicándole cómo habÃa secado las tierras y canalizado las aguas del rÃo que ahora serpenteaba entre orillas plantadas de iris y de cañaverales. El escuchaba encantado su graciosa charla y admiraba su espÃritu a la vez práctico y lleno de imaginación. Durante la prolongada visita a parques y jardines, pasaba ella sin transición ninguna de un asunto a otro con la gracia exquisita de una mariposa que vuela o se detiene en alguna flor según su propia fantasÃa. Ora disertaba sabiamente sobre la aclimatación del pino; ora se permitÃa ligeras alusiones al asunto de los deslindes; y después, haciéndose más comunicativa, contaba ingenuamente su propia historia y la de su primer marido, sus luchas para la transformación de Rosalinda y sus proyectos de futuros embellecimientos. Halagado Delaberge por la confianza que le mostraba, la encontraba cada vez más encantadora. De pronto se paró ella exclamando:
—¡Estoy cierta, señor, de que mi charla le molesta un poco!
—Se engaña usted, señora—repuso Delaberge con viva entonación.—Todo lo que me cuenta me interesa muchÃsimo... Hablándome de usted y de sus ocupaciones, iniciándome en su retirada existencia, me da usted una prueba de confianza de que estoy encantado...
Y en efecto, estaba el inspector general bastante más encantado de lo que él mismo creÃa.
Ese carácter tan lleno de alegrÃa y de franqueza, ese corazón de mujer joven que se abrÃa con tan buena fe, esos lÃmpidos ojos que sonreÃan tan confiados, esa Ãntima conversación en medio de unos jardines llenos de flores, con el acompañamiento del cantar de los pájaros y el arrullo de las palomas, todo junto iba desvaneciendo los sentidos del inspector general como podÃa haber hecho un vino dulce y generoso, vino que, cuando se ha llegado a los cincuenta, se sube con tanta mayor facilidad a la cabeza por cuanto no se está ya acostumbrado. Para ese funcionario que tantÃsimo tiempo habÃa vivido en medio de sus expedientes administrativos, habÃan de ser mucho más peligrosas que para otro cualquiera, esas confidencias femeninas murmuradas con voz clarÃsima e iluminadas por la vivacidad de dos ojos llenos de alegrÃa y de juventud.
—S×prosiguió diciendo con tono de profunda gravedad.—Aunque nos conocemos tan sólo desde hace pocos dÃas, veo que me habla usted como a un antiguo amigo y le estoy por ello profundamente agradecido.
Una llamarada de rubor coloreó las mejillas de la señora Liénard.
—¡Dios mÃo—dijo,—quizás soy demasiado expansiva!... Es mi defecto... Pero desde que cambiamos las primeras palabras en casa de la señora Voinchet, me sentà inclinada a una sincera confianza con usted. A ver si me explica usted por qué motivo ciertas personas nos atraen y nos hacen comunicativos... A primera vista, parece usted un hombre grave y reservado, y sin embargo, yo que soy una verdadera salvaje, me sentà en seguida bien a su lado. HabÃa en sus ojos algo que me tranquilizaba y me alentaba a hablar. Yo me dije: He aquà un hombre recto, leal, serio; puedo, sin temor ninguno, confiarme a él...
—Casi tanto como al señor Simón Princetot—interrumpió riendo Delaberge.
—¿Se rÃe usted?... Pues bien, el señor Simón se le parece a usted en lo moral, y también un poco en lo fÃsico... ¿No lo ha reparado usted?
—No le he visto bastante para poderlo observar...
RecorrÃan entonces las grandes avenidas del parque y como el camino no era ya tan llano como antes creyó deber suyo ofrecer cortésmente su brazo a la señora Liénard; ésta lo aceptó sin cumplidos y asà siguieron paseando hasta que la campana les avisó la hora de la comida; volvieron hacia la terraza y allà encontraron a Simón Princetot aguardándoles.
Al ver a la joven, apoyada en el brazo de Delaberge que iba atento y sonriente, Simón pareció sentir una impresión desagradable. Se oscureció su rostro y con una gran frialdad saludó de nuevo al inspector general. Pasaron todos al comedor y se sentaron a la mesa.
Comenzó la comida en medio de un frÃo malestar. Los dos hombres se observaban sin dirigirse la palabra y eran vanos los esfuerzos que hacÃa la señora Liénard para animar la conversación, pues ella deseaba sinceramente servir como de enlace entre sus dos invitados. AsÃ, procuraba llevar al joven Simón a terrenos que le eran familiares. Hizo grandes elogios de su amor por las cosas del campo, le preguntó sobre sus estudios de selvicultura, de sus proyectos para el porvenir... El joven contestaba con sencillez y sobriamente. Cuando hablaba de economÃa agraria o forestal, demostraba conocer muy a fondo el asunto. Alguna vez en la conversación, le ocurrió tocar, aunque solamente de soslayo, ciertas cuestiones cientÃficas o sociales, y su manera de tratarlas descubrÃa en él una cultura muy extensa y sólida. Aun contradiciéndole y presentándole objeciones embarazosas, quedaba Delaberge sorprendido por la claridad y la precisión de todas sus réplicas: la señora Liénard no habÃa exagerado. Corazón lleno de caluroso entusiasmo, firmeza de juicio, noble generosidad, todo eso se adivinaba oyéndole hablar. Y era realmente extraordinario en un joven que habÃa nacido y se habÃa educado en una hospederÃa de pueblo.
Mientras hablaba y desarrollaba sus ideas, con frecuencia opuestas a las del inspector general, éste estudiaba la fisonomÃa de su adversario y en vano buscaba en ella semejanzas con el matrimonio Princetot. En realidad, el joven no habÃa salido a su padre ni aun a su madre. No tenÃa en los ojos ni la somnolencia maliciosa del PrÃncipe, ni tampoco la indolente languidez de su madre. Solamente sus cabellos castaños, espesos y ligeramente rizados, recordaban un poco la opulenta cabellera de la señora Miguelina. El tono de su voz era algo brusco y áspero, aspereza de manzana silvestre que no se dulcificaba un poco sino cuando contestaba a las preguntas de la señora Liénard. Con ella tomaba súbitamente su voz entonaciones afables, casi tiernas.
Con una mezcla de envidia y de inconsciente interés, contemplaba Delaberge a ese joven robusto, bien tallado, de mirada profunda y franca, de maneras simples y correctas, y pensaba aun sin quererlo: «He aquà un muchacho del que me gustarÃa ser padre». Después, dejándose llevar por la pendiente de sus ensueños matrimoniales, añadÃa para sÃ: «TodavÃa puedo tener hijos, no he de perder la esperanza; no falta sino la mujer, y yo sé de una, no lejos de aquÃ, con la que me casarÃa de buena gana...»
Y sus ojos se dirigÃan con mayor complacencia cada vez hacia la señora Liénard. DecÃase que la viuda tenÃa ya sus veintisiete años, que unÃa a un espÃritu encantador, un corazón honrado, rectitud de juicio y gran sensibilidad; que serÃa a la vez una excelente ama de casa y una compañera ciertamente deseable. Y como si continuase en voz alta esta conversación interior, se inclinaba con ternura hacia su vecina, le prodigaba toda clase de finas atenciones y la hacÃa objeto de sus más exquisitas galanterÃas, cuya forma algo anticuada descubrÃa que no habÃan servido mucho desde los tiempos de su juventud.
En su deseo de cumplimentar a la viuda, no veÃa que sus galantes cumplimientos ponÃan luces de disgusto en los ojos de Simón y que ensombrecÃan su buen humor.
Levantáronse de la mesa y pasaron a la terraza, en el momento en que el sol desaparecÃa tras los bosques de Montegrande. La señora Liénard se hizo traer una cafetera rasa y preparó por si misma el café. Cuando ofreció el azúcar al inspector general, éste le dio las gracias, diciendo que tomaba el café sin azúcar.
—¡Es raro!—exclamó aturdidamente la viuda.—Lo mismo que el señor Simón...
Esta semejanza de gustos con un joven que, durante toda la comida le habÃa demostrado más hostilidad que simpatÃa, dejó frÃo e indiferente a Delaberge, que sentÃa contra Simón cierto rencor por su actitud llena de desconfianzas. Hablaron todavÃa un buen rato en la terraza, donde, en medio de un suave crepúsculo, esparcÃan las madreselvas su penetrante perfume; después, ya casi completamente oscurecido y cuando comenzó a mostrarse la luna por encima de los bosques, levantóse Delaberge para despedirse y Simón Princetot hizo lo mismo.
—¡Buenas noches, señores!—dijo la señora Liénard.—Juntos harán ustedes el camino... Señor Delaberge, puesto que se queda todavÃa una semana en Val-Clavin, espero que no olvidará usted el camino de Rosalinda...
Ya fuera de la verja, los dos caminaron un buen trecho bajo la bóveda de los fresnos, sin dirigirse una palabra. El mismo malestar que habÃa helado los comienzos de la comida, parecÃa ponerles nuevamente taciturnos. Siendo ambos por temperamento nada comunicativos, amenazaba eternizarse esa frialdad, cuando Delaberge, molestado por su mismo silencio, se decidió a romperlo, diciendo:
—Señor Princetot, ya sé que es usted el adversario de la Administración a la que yo represento; pero, pues me hospedo en casa de su padre y acabamos de comer el pan sobre unos mismos manteles, no veo el motivo para que nos tratemos personalmente como enemigos. Por mi parte, tenga usted la seguridad de que yo llevaré al cumplimiento de mi misión el más conciliador espÃritu, y si me parecen bien fundadas sus reclamaciones...
—Lo están, señor—interrumpió Simón, sin abandonar su frialdad;—solamente las personas extrañas al paÃs y a sus necesidades...
—He de advertirle que no soy tan extraño al paÃs como usted parece creer... He vivido aquà mucho antes de que viniese usted al mundo... ¿Qué edad tiene usted?
—Voy a cumplir veinticinco años.
—Pues yo tenÃa apenas veinticuatro cuando era guarda general en Val-Clavin... No hay un rincón en todos estos bosques que yo no haya visitado y cuya naturaleza desconozca.
—En tal caso, señor, si es usted justo cambiará el proyecto de la Administración... Lo que la Administración propone es inadmisible; perjudica nuestros intereses y nos arruina.
—Los intereses del pueblo son respetables, pero nuestros bosques tienen también derecho a algún miramiento... Tenemos la misión de conservarlos y si usted fuese como yo un viejo forestal...
—¡Sin ser forestal de profesión—exclamó animándose el joven—se puede tener amor a los bosques! Ustedes los aman por el dinero que dan al Tesoro; nosotros los amamos por ellos mismos.
—¿Ama usted los árboles?—preguntó Delaberge un poco más afable.
—¡SÃ, los amo!...—replicó el joven con viva entonación.—Los amo como a buenos amigos con quienes ha crecido uno, como amo a mi paÃs cuya hermosura ellos son. Sepa usted que nacà casi en los bosques y que desde muy niño he vivido en medio de ellos... Un árbol hermoso, vea usted, como éste...
Y al decir esto corrió hacia una de las hayas que bordeaban el camino y prosiguió, rodeando casi con uno de sus brazos el robusto y argentado tronco:
—Un árbol sano y hermoso es para mà como una persona, como un hermano y hasta a veces me entran ganas de besarle...
Encantado Delaberge por ese rapto de entusiasmo, que brotó de pronto como una fuente de agua viva, contemplaba con emoción a ese esbelto muchacho de veinticinco años, cuyos ojos brillaban a la luz de la luna. La haya y él parecÃan, efectivamente, de una misma esencia. Uno y otro descubrÃan una fuerza y una juventud iguales; uno y otro, robustos y llenos de energÃa, se lanzaban con Ãmpetu a la vida.
—Vaya—dijo sonriendo Delaberge,—he aquà al menos un punto acerca del cual nos hemos de entender muy fácilmente... En el terreno jurÃdico podremos combatirnos, siempre con armas corteses; pero hasta entonces firmemos una tregua,... ¿Quiere usted?
Tendió su mano al joven; éste tuvo un momento de sorpresa o de vacilación; luego tendió la suya y Delaberge la estrechó con ademán amistoso. Después continuaron su camino hablando tranquilamente de la repoblación de los montes y no se separaron sino en la misma cocina del Sol de Oro, donde una criada les estaba aguardando medio dormida.
* *
*
Subió Delaberge a su habitación, pero los incidentes de aquella tarde le tenÃan un poco excitado y no se sentÃa con ganas de dormir. Abrió la ventana que daba al jardÃn.
Hacia el otro extremo de la fachada vio una luz en una ventana y recordó que era aquélla su habitación, ahora ocupada por Simón Princetot. Poco después vio al joven asomarse a la ventana y apoyado de codos en ella, soñar tal vez, como él habÃa hecho en dÃas lejanos, enfrente de los campos dormidos. Sin poder apartar sus ojos de esa vaga silueta, el inspector general se dejó dulcemente deslizar hacia las mayores profundidades del recuerdo, y escuchando los nocturnos rumores de los campos y de los bosques fue perdiendo poco a poco la noción de los dÃas y de los años...
El murmullo de las aguas ribereñas, el canto melancólico de las ranas, el lejano rodar de un carruaje, todos esos rumores resonaban misteriosamente en el espacio y le mecÃan con una música semejante a la música de otros tiempos.
Y lentamente alucinado, acabó por parecerle que se veÃa a sà mismo cuando tenÃa veinticinco años, apoyados los codos en la misma ventana, en pleno florecimiento de su robusta juventud.
Pasó Delaberge la mañana siguiente redactando un informe en que exponÃa a la Administración Central el resultado de su visita a los bosques de Carboneras y después de hacer valer sus propias apreciaciones sobre el cambio de terrenos propuesto por la Administración Provincial, demostraba la necesidad de tener en cuenta las legÃtimas objeciones de los usuarios, formulaba un contraproyecto con planos a la vista y solicitaba una pronta resolución, a fin de que en la próxima reunión de los representantes de la comarca pudiese ya indicar las bases de un arreglo.
Trabajaba con entusiasmo, bajo la fresca impresión de los incidentes de la vÃspera. A pesar suyo, ejercÃan sobre sus determinaciones una sutilÃsima influencia la sonriente imagen de la señora Liénard y la simpática persona del joven Simón. Su razonamiento era firme y caluroso; sus conclusiones tenÃan una elocuencia que no suele encontrarse en los informes administrativos y que en Delaberge no era tampoco habitual.
Por las abiertas ventanas penetraban en la habitación roja la clara alegrÃa de la mañana, la sonoridad despertadora de los mil rumores del campo, y su vivacidad fue ganando poco a poco el corazón y el espÃritu de Francisco Delaberge. Cuando habÃa llegado ya a las últimas lÃneas de su informe, distrajeron su atención una serie de rumores y voces que oyó junto a la misma entrada de la hospederÃa. Enfrente de la casa piafaba y pateaba un caballo, mientras una voz robusta de hombre intentaba calmar sus impaciencias con interjecciones acariciadoras: «¡So... So... Quieto, Brunete!...». Luego esta misma voz exclamaba: «Vamos, papá, date prisa, vamos a llegar tarde...»
Delaberge se asomó a la ventana y vio ante el portal una charrette inglesa tirada por un pequeño caballo bayo, de vivos movimientos, junto al cual estaba el joven Simón. En aquel momento salió de la casa el PrÃncipe, lenta y majestuosamente, acompañado de la señora Miguelina.
El hospedero del Sol de Oro, recién afeitado, se habÃa puesto una ancha blusa encima del traje y cubrÃa su cabeza con un sombrero de anchas alas. Pesadamente subió en la charrette se le reunió en seguida su hijo Simón con las riendas en la mano. Y entretanto que la señora Princetot les hacÃa las más prolijas recomendaciones, sonreÃa el PrÃncipe, guiñaba sus ojos llenos de malicia y con su gordinflona mano acariciaba suavemente el hombro de Simón y le daba cariñosos golpecitos, mientras le contemplaba lleno de una profunda beatitud.
—Esté tranquila la madre, no le pasará nada a su hijito...—decÃa el PrÃncipe a su mujer.—Y ya sabes, si no volvemos hasta la noche, no por eso te preocupes nada.
Al mismo tiempo el muchacho enviaba a la señora Miguelina un tierno beso y le decÃa:
—Hasta la noche, mamá, yo te respondo de papá.
Con la punta del látigo acarició el cuello del caballo y el animal tomó inmediatamente el trote en la dirección de Recey.
La señora Miguelina, puesta una mano sobre los ojos les siguió con la mirada hasta que hubieron vuelto la próxima esquina y luego entró sola en la casa.
«Esa gente es feliz y se aman unos a otros—pensaba Delaberge, que lo habÃa visto todo desde la ventana.—Ese Princetot, tan positivo, tan metido en lo material, quiere tiernamente a ese único hijo de que está tan orgulloso. Miguelina, a pesar de su aparente indiferencia de mojigata, devora con los ojos a su hijo, y éste siente por uno y otra un afecto que le encubre y disimula todos sus defectos. Con mirada de profundo reconocimiento pagaba a su padre sus groseras caricias, y para tranquilizar a su madre sabÃa poner en sus palabras y en su voz inflexiones tiernamente acariciadoras... Decididamente, este Simón no es sólo un muchacho de clara inteligencia, sino que tiene también el corazón en su sitio...»
El inspector general se maravillaba además de que ese muchacho, tan superior en aspiraciones y en cultura a su propia familia, no manifestaba ese estúpido respeto social que hace que ciertos hijos de burgueses rápidamente enriquecidos se avergüencen de las ridiculeces de sus padres. Por el contrario, con sus delicadas atenciones y con su buen humor esforzábase en allanar el abismo que de ellos le separaba, y asà vivÃan los tres sin tropiezos y en la más completa armonÃa. Necesario era que hubiese en la vida de familia virtudes y gracias particulares para unir de tal manera seres tan desemejantes en educación y en gustos. La Escritura habÃa dicho con razón: VÅ“ soli! El célibe ignora o comprende muy difÃcilmente esa fusión de las almas, esa expansión de los corazones del padre hacia el hijo; esos sacrificios, esas tiernas solicitudes, que dan precio y verdadero interés a la existencia de los humanos...
Meditando sobre todo eso, Delaberge volvió a su mesa de trabajo, releyó su informe, examinó de nuevo las notas puestas en los planos y doblando cuidadosamente todos esos papeles, los metió en un sobre.
Quiso llevar él mismo el pliego a correos, y luego, cuando ya lo hubo dejado en manos de la receptora, regresó despacio a la hospederÃa. Al llegar al corredor del primer piso oyó ruido en su cuarto cuya puerta habÃa quedado sin cerrar. Intrigado por ello la empujó bruscamente y vio a la señora Miguelina ocupada en arreglar los muebles de la habitación. HabÃa creÃdo, sin duda, que tardarÃa en volver algunas horas y, aprovechando la ocasión, habÃa querido atender a la limpieza y arreglo de aquella magnÃfica «sala roja». La súbita aparición de Delaberge le causó tal sorpresa, que dejó caer el plumero que tenÃa en la mano y se puso intensamente pálida.
—No se moleste por mÃ, señora Princetot—dijo Delaberge mientras cerraba tras de sà la puerta.
Ese encuentro, que él no habÃa buscado, le embarazaba un poco; pero luego pensó que, después de todo, el encuentro habrÃa de ser inevitable y que si era entre ellos necesaria una explicación siempre habÃa de ser preferible aprovechar la ausencia del PrÃncipe y de su hijo.
—Dispense, señor Delaberge—repuso la hostelera, con voz no muy segura.—Creà que estaba usted en el bosque, de otro modo no me hubiera atrevido...
Delaberge vio su palidez, sus labios crispados, su espanto. SeguÃa murmurando la pobre palabras ininteligibles y se apoyaba para no caer en el repecho de la chimenea, sin atreverse a levantar los ojos. Sintió Delaberge una profunda lástima...
—No tiene usted necesidad de excusa alguna, señora—dijo entonces con entonación más amable.—Por el contrario, grande ha sido mi satisfacción al encontrarla aquÃ, pues, desde mi llegada, apenas si he podido verla un momento... Precisamente tenÃa mucho interés en felicitarla por su excelente hijo, con quien tuve el gusto de trabar conocimiento ayer...
—¡Ah!... ¿Le ha visto usted?—murmuró muy débilmente Miguelina.
Y un temor ansioso alteró más todavÃa la expresión de su rostro, como si el encuentro de aquellos dos hombres hubiese sido para ella una desgracia, o como si viese en ello el presagio de una inminente catástrofe. Separó sus manos, que tenÃa cruzadas sobre el pecho y con gesto desmayado cayeron pesadamente sus brazos a lo largo del cuerpo...
Su exclamación llena de un inexplicado temor y su desmayada actitud extrañaron mucho al inspector general. Manifestábase en su rostro y en toda su persona aquel desaliento, aquella profunda consternación que experimenta aquel que ve de pronto, paralizados por la desgracia, sus más nobles esfuerzos. Delaberge no podÃa comprender cómo y por qué el solo anuncio de su entrevista con Simón habÃa asustado de tal modo a aquella mujer. Supuso que la señora Princetot se alarmaba sin duda a causa de la enemiga que su hijo manifestaba a la Administración forestal y temiendo que esto le habÃa de causar algún disgusto. Para tranquilizarla añadió:
—SÃ, pasé ayer con su hijo algunas agradables horas en Rosalinda...
Un doloroso suspiro se escapó de los labios de Miguelina y esto aumentó todavÃa la sorpresa de su interlocutor. Se detuvo un momento, y después prosiguió:
—Regresamos juntos a Val-Clavin y, durante el camino, pude convencerme de que la señora Liénard no me habÃa exagerado las brillantes cualidades de Simón. Es un muchacho de espÃritu recto y de corazón noble. Aunque adversario de la Administración forestal, espero que seremos buenos amigos... Estoy contentÃsimo de haberle conocido.
Estas palabras, lejos de tranquilizar a la señora Princetot, parecieron aumentar todavÃa su espanto; habÃa de nuevo juntado sus manos y se las retorcÃa nerviosamente. Al mismo tiempo, vio Delaberge que las lágrimas humedecÃan los ojos de la hostelera.
—¿Qué tiene usted?—continuó.—DirÃase que mis palabras le causan pena... SentirÃa con toda el alma que involuntariamente...
Se acercó un poco más a la hostelera y con su voz más afectuosa murmuró dulcemente:
—Vamos, Miguelina, ¿por qué no tiene usted confianza en m�... Yo no soy ciertamente un extraño... Recuerde que en otros tiempos...
Quiso tomarle amistosamente las manos y ella le rechazó con el gesto indignado de una mujer arrepentida a quien se tratase de inducir a nueva tentación.
—¡Calle usted!—murmuró suplicante.—Me da vergüenza oÃr hablar de aquellos tiempos.
—¿Por qué?—replicó Delaberge, extrañado de una tan extremosa castidad.—En nuestra edad, señora, ya no hay peligro alguno... Y además, si cometimos en otros tiempos el error de ser demasiado jóvenes, fue aquello un pecado del que ya no queda hoy el menor rastro.
Miguelina se cubrÃa la cara con ambas manos y de buena gana se hubiera tapado los oÃdos.
—¡Calle usted!—repetÃa.—¿Por qué habrá vuelto, Dios mÃo?
—Nunca imaginé—dijo Delaberge impaciente—que mi presencia le habÃa de causar tan gran disgusto... Supongo que no me habrá de creer usted capaz de la menor indiscreción... TranquilÃcese, pues, que todo se quedó y se quedará entre nosotros.
Miguelina se dejó caer en una silla, gimiendo con voz doliente:
—Eso no impedirá a las malas gentes charlar de nuevo al verle en mi casa.
Y haciéndola el dolor más expansiva, comenzó toda una serie de hondas lamentaciones: ciertamente, no habÃa ella dudado ni un punto de la honradez del señor Delaberge; pero eso no habÃa de impedir que su llegada al Sol de Oro despertase la malignidad de los envidiosos que hablaban mal del PrÃncipe sólo porque habÃa hecho fortuna. Iban a remover y a remozar antiguas historias. Y ella, sin embargo, habÃa ya llorado mucho para lavar con sus lágrimas sus pecados... HabÃa ido muchÃsimo a la iglesia y quemado innúmeros cirios y cumplido las más duras penitencias... CreÃa que el secreto de sus faltas quedaba enterrado en el confesionario del cura párroco... Poco a poco las malas lenguas se habÃan cansado y acabado por dejarla tranquila... Comenzaba ya a respirar, vivÃa feliz entre el PrÃncipe y su hijo, creyendo que todo habÃa acabado, cuando vuelve Delaberge y cae en su casa como un rayo... ¡Oh, sÃ, un rayo verdadero!... Cuando le vio entrar en la cocina se le agolpó toda la sangre en el corazón y estuvo a punto de caer redonda en tierra... Después ya no habÃa podido conciliar el sueño, viviendo en una continua angustia y pareciéndole que estaba suspendida sobre su casa la amenaza de una gran desdicha.
Delaberge escuchaba con disgusto toda esa letanÃa de lamentaciones. CompartÃa muy medianamente el dolor de esa mujer a quien, más que el remordimiento, atormentaba el decir de las gentes. CreÃa además desproporcionados sus terrores por la falta cometida. Veintiséis años habÃan pasado por encima de sus pecadillos de la juventud. La señora Princetot, que se habÃa refugiado en las sombras del templo, habÃa de creerse por completo absuelta... La falta pasada habÃa ya prescrito. El señor Princetot, que no habÃa sospechado nada cuando la infidelidad era patente, serÃa menos accesible aún a las sospechas hoy, en que la hostelera del Sol de Oro edificaba con su religiosidad a los fieles todos. Por eso parecieron al inspector general verdaderamente pueriles las lamentaciones de la señora Princetot.
De todas maneras esta escena de lágrimas se iba haciendo penosa. El continuado sollozo movÃa con violencia el desbordante pecho de la hostelera y sus carnosos labios agitábanse convulsivamente.
Como habÃa sido la causa de esa tempestad, se creyó Delaberge en el deber de calmarla.
—Señora—dijo,—se da usted una pena inmensa por simples quimeras... Cálmese... FÃe en mi buena amistad y en mi delicadeza. Me portaré de manera que no haya de verse turbada su tranquilidad... Le prometo abreviar todo lo posible mi estancia en Val-Clavin.
Miguelina por la primera vez levantó hasta él sus ojos humedecidos, a los que habÃan las lágrimas devuelto algo de su antigua luminosidad y de su sensual languidez.
—¡SÃ!—exclamó juntando las manos.—¡Márchese... márchese lo antes que pueda, yo se lo ruego!...
Admiróse Delaberge al ver con qué egoÃsta ingenuidad, aquella mujer, que en otros dÃas estuvo tiernamente desfallecida en sus brazos, le despedÃa ahora para siempre, como tardándole el momento de verse desembarazada de la presencia de su antiguo amante.
—Mi marcha—replicó Delaberge con cierta ironÃa—dependerá en mucho de las disposiciones que tome su hijo de usted en ese asunto de los deslindes.
—¡Ah!—gimió la hostelera, frunciendo las cejas y moviendo la cabeza.—¿Por qué se habrá metido en ese malhadado asunto? De él nos viene todo el mal, y seguramente no hemos llegado al fin todavÃa.
—Tenga paciencia. Todo se arreglará. Veré al señor Simón, y si es razonable...
La señora Miguelina le interrumpió precipitadamente:
—No, no le vea usted otra vez. ¡Ya es demasiado que se encontraran ayer!...
Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no estarÃa loca aquella mujer.
—No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir?
—Nada, nada...
Se vio entonces que hacÃa grandes esfuerzos para recobrar su impasibilidad de figura de cera y prosiguió:
—Deje usted que hable con Simón; será mejor para mà y para usted... Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.
—Se lo prometo.
—Gracias, señor Delaberge.
Y se levantó con el aire contrito de una mujer que sale del confesionario. Pero, como antes de salir lanzó una furtiva mirada al espejo, vio que tenÃa enrojecidos los ojos y que desarregladas sus tocas dejaban al descubierto sus cabellos grises. Y reflexionando prudentemente entonces que era peligroso dejar que notasen los demás las huellas de su emoción, dirigióse hacia el lavabo y con una toalla humedecida se lavó los ojos, se arregló los vestidos y rehizo toda su figura de antes.
La manera de poner otra vez en orden sus cabellos, de lavarse los ojos y de arreglarse las ropas, recordó de pronto a Delaberge los tiempos lejanos de sus citas amorosas en que usaba de las mismas minuciosas precauciones al abandonar sus brazos. Esta súbita resurrección del pasado, evocada por la repetición de gestos familiares, conmovió más hondamente al inspector general que todas las lamentaciones de su hostelera. Olvidó a la cincuentona con tocas de beata y creyó que tenÃa ante sà a aquella dulce y cariñosa Miguelina que por la noche se deslizaba en su cuarto como una gatita, llena de voluptuosidades... Al fin y al cabo, en toda su laboriosa carrera de funcionario, el amor de esa mujer habÃa sido el único rayo de sol de su juventud, la única copa de placer que habÃan gustado sus labios.
Se enterneció su corazón, y, obedeciendo a un inconsciente impulso de su sensibilidad, atrajo hacia sà a Miguelina y quiso besarla como para darle un testimonio de su agradecida ternura. Mas ella se resistió, le rechazó casi con ira y salió de la habitación precipitadamente.
Mortificado, inquieto, disgustado, resolvió Delaberge salir a tomar un poco el aire a fin de sacudir tan penosa impresión. Abandonó a su vez el cuarto y la hospederÃa y comenzó a remontar el curso del Aubette, siguiendo una estrecha garganta por donde corre el riachuelo bajo una bóveda de verde follaje, antes de arrojar sus aguas en el estanque de Val-Clavin.
El lugar era solitario, cubierto de sauces, de abedules y de alisos, que habÃan crecido rápidamente en aquéllas tierras de aluvión. Por encima de las aguas casi invisibles del riachuelo, entrelazaban su tupido ramaje las clemátides y madreselvas silvestres y se hacÃa tan espeso en aquel sitio el bosque de hayas y otros árboles, que reinaba allà una oscuridad verdaderamente crepuscular.
También en aquel paraje, por donde habÃa paseado Delaberge tanto en sus años juveniles, dejó el tiempo con evidencia impresas las huellas de su paso. Lo que eran tiernos retoños entonces se habÃan hecho árboles altÃsimos. Ramas muertas que la borrasca habÃa roto, grandes piedras que las heladas habÃan hecho desprenderse de las montañas, todo ello obstruÃa el sendero y parecÃa imagen de la escasa duración que tienen las cosas de este mundo... En esa garganta tenebrosa, llena de sordos rumores, sintió de nuevo el inspector general aquella misma sensación de malestar, aquella inquietud, que le habÃan apretado el corazón al rechazarle la señora Miguelina.
A medida que iba recordando los detalles de su entrevista, le parecÃan más extrañas aún las palabras y la actitud de la hostelera.
¿Por qué tanta prisa en verle marchar? Admitiendo que su presencia pudiese despertar en algunos espÃritus malévolos las malicias de otros tiempos, la señora Princetot era mujer bastante experimentada para no haber tomado sus precauciones y preparado sus medios de defensa. Por otra parte, el bueno de Princetot, que por tanto tiempo habÃa estado sordo, no lo iba a estar ahora menos...
De pronto un rayo de luz atravesó el cerebro de Francisco. Seguramente no al PrÃncipe tan sólo deseaba Miguelina hacer ignorar sus faltas de la juventud... Súbitamente surgió la simpática figura de Simón ante los ojos del inspector general. Sin duda, la señora Princetot deseaba que su hijo ignorase su culpable conducta de otros tiempos, y por él se alarmaba principalmente.
¿Cómo Delaberge no habÃa pensado antes en esto? Y se sintió invadido por una tierna lástima al pensar en que semejante revelación serÃa sin duda una terrible puñalada para aquel joven de corazón tan noble y tan lleno de filial amor... Por la primera vez comprendió cómo pesan más tarde sobre nuestros destinos aquellas antiguas faltas que creÃamos leves y sin ninguna trascendencia. Esos amorÃos que tan ligeramente tratamos en los tiempos de nuestra juventud, dejan esparcidas simientes que, una vez llegada la edad madura, pueden dar nacimiento a plantas atormentadoras y mortÃferas.
Tembló Delaberge al presentir en la sombra el vuelo de esa misteriosa Némesis que acerca a nuestros labios la copa que nosotros mismos, con nuestras acciones, envenenamos.
Tuvo entonces conciencia de que esa ley fatal del Talión iba también a cumplirse para él. El asunto de los deslindes llevándole de nuevo a Val-Clavin, que él creÃa no ver jamás; la hospederÃa del Sol de Oro, en que se encontraba de nuevo frente a frente con sus antiguos huéspedes y en donde su llegada despertaba las adormecidas maledicencias de otros dÃas; su encuentro con el hijo de su antigua amante, con ese Simón cuya tranquilidad de espÃritu se exponÃa a turbar para siempre, ¿no eran otros tantos signos precursores de alguna terrible desgracia?
Sintió Delaberge rebelarse contra todo ello su lealtad generosa. Era necesario a toda costa impedir que el castigo, si castigo habÃa, pudiese caer también sobre una cabeza inocente. No era justo que Simón pagase las faltas cometidas por su madre y por un extraño, en momentos de debilidad que no habÃan dejado huella ninguna... No era Delaberge un gran filósofo. Durante toda su carrera administrativa, la naturaleza de sus ocupaciones le habÃan inclinado a interesarse por los fenómenos exteriores y se habÃa estudiado muy poco a sà mismo. Nunca fue muy aficionado a escrutar a fondo su conciencia y a pesar y sopesar con rigor sus escrúpulos. Sin embargo, el estado de ansiosa angustia en que se sentÃa después de su entrevista con la señora Princetot le predisponÃa a penetrar algo más en esa oscura región del alma en que se esconden y permanecen en profunda quietud nuestros más secretos pensamientos.
Mas, apenas agitamos un poco tan misteriosas profundidades, nos extraña ver cómo surge de ellas todo un extraño mundo de insospechadas aprensiones, de confusos remordimientos y de dudas jamás presentidas. A medida que el inspector general iba descendiendo en sà mismo, una súbita luz iluminaba los más tenebrosos repliegues de su alma y entreveÃa la posibilidad de ciertas hipótesis, a las cuales nunca hasta entonces habÃa concedido la menor atención.
HabÃa comenzado por parecerle inicuo que Simón hubiese de sufrir las consecuencias de una falta cometida por un extraño, de un pecado que no habÃa dejado huella ninguna; y ahora su conciencia, haciéndose más timorata y más escrupulosa, formulaba nuevas y cada vez más turbadoras preguntas:—¿Un extraño?... ¿Huella ninguna?... ¿Estaba bien seguro?...
Tembló de pies a cabeza y le faltó la respiración como si hubiese recibido un golpe formidable. Después, sacudiendo con fuerza la cabeza para arrojar la idea que acababa de producirle tan violenta emoción, prosiguió, vacilante, su marcha. «No, ello no era posible... Lo hubiera sabido... Miguelina, después de su separación, no le hubiera dejado ignorar una cosa semejante...»
Por un momento, pareció que estas reflexiones le tranquilizaban, pero en seguida volvió su corazón a latir con fuerza y su mente a trabajar.—«¿Cómo explicar la extraña actitud de la señora Princetot?... Sus frases llenas de ambigüedad y sus terrores... ¿Por qué le habÃa prohibido que viese de nuevo a Simón? ¿Por qué habÃa exclamado con el espanto reflejado en sus ojos: ¡Ya es demasiado que se encontraran ayer!...»
A medida que avanzaba Delaberge en su camino, el bosque hacÃase más espeso, el barranco se estrechaba, interceptaban cada vez más la senda toda clase de plantas trepadoras y tupidos herbajes... Y en la apagada luz de ese desfiladero le parecÃa al inspector general que, como un nuevo Edipo, caminaba fatalmente hacia alguna esfinge, llenos los labios de amenazadores enigmas...
Al poner Francisco Delaberge la palabra «urgente» en su informe dirigido a la Administración esperaba recibir una pronta respuesta. Los dÃas que se pasaron aguardando la decisión ministerial pareciéronle tanto más largos por cuanto vivÃa muy solitario en la hospederÃa del Sol de Oro. La señora Miguelina se habÃa hecho invisible de nuevo y parecÃa poner cada vez más empeño en esconderse. El mismo Simón Princetot, hacia el cual sentÃase atraÃdo y con quien le hubiera gustado conversar, no manifestaba grandes deseos de continuar las relaciones empezadas en Rosalinda. También se escondÃa. El inspector general no querÃa acusarle a él de reserva tan extremada; sospechaba más bien que la señora Princetot habÃa procurado alejar de él a su hijo y quitarle asà todo pretexto de nuevas entrevistas. Estas ofensivas y misteriosas precauciones mantenÃan en el espÃritu de Delaberge la enervante inquietud que tanto le hacÃa sufrir desde su conversación con Miguelina.
Para distraerse de tan hondas preocupaciones y quizás también con la esperanza de encontrar a Simón Princetot en Rosalinda, resolvió Francisco hacer una nueva visita a la señora Liénard.
La perspectiva de pasar una hora o dos en compañÃa de la encantadora viuda le alegraba suavemente el corazón. Cierto que se hubiera mentido a sà mismo si se hubiese querido convencer de que sentÃa hacia Camila una de esas tardÃas pasiones que atormentan a veces con tan dura crueldad a los hombres que han doblado el cabo de la cincuentena. No, no era eso; pero, cuando volvÃa a sus pensamientos matrimoniales, cuando se forjaba en su imaginación una vida nueva en que habÃa de verse convertido en padre de familia, veÃa siempre el franco y amable rostro de la señora Liénard asomarse en alguna de las ventanas de sus castillos en el aire. Mientras caminaba hacia Rosalinda, se entretuvo en edificar una vez más ese quimérico refugio en que soñaba abrigar su edad madura.
«Seguramente—pensaba,—enamorarse a mi edad se presta un poco al ridÃculo, pero no hay duda que la señora Liénard realizarÃa cumplidamente mis ideales. Con su gracia, con su natural encantadoramente expansivo, alegrarÃa los años que me falta vivir; no tiene ni la frivolidad, ni la empalagosa coqueterÃa de las señoras que trato en ParÃs; serÃa una mujer de su casa, activa y alegre, una esposa que me harÃa honor y que, no habiendo tenido antes hijos, amarÃa a los que pudiesen nacer de nuestro matrimonio... SÃ, pero, suponiendo que aceptase unir su existencia a la mÃa, ¿no serÃa demasiado joven para mis cincuenta años?...»
Ocupado el pensamiento en tales cavilaciones, un poquitÃn egoÃstas, atravesó Delaberge la avenida de los fresnos y llegó a la misma terraza, donde encontró a la señora Liénard formando un magnÃfico ramo con las flores de su jardÃn.
—Ya lo ve usted, señora—dijo saludándola,—cómo abuso de la libertad que me dio y vengo a pasar unos momentos en su compañÃa a tÃtulo únicamente de vecino.
Camila Liénard le recibió con amable sonrisa y le tendió su morena manecita, cuya fina epidermis habÃan ligeramente rasgado las espinas de los rosales; y dijo la viuda:
—Estoy encantada de su visita y le pido solamente permiso para acabar este ramo... No tardaré mucho, pero es faena que no puedo aplazar... He visto que necesitaban ser cambiadas las flores que tengo en los jarrones del salón... Hay dos cosas que no puedo sufrir: las cintas descoloridas y las flores mustias.
—¿Puedo ayudarle?
—Ciertamente. Tome esas tijeras y tenga la bondad de cortar las flores que yo vaya designando.
Delaberge se puso alegremente al trabajo. A medida que ella le iba nombrando las flores las cortaba él dócilmente, alguna vez se equivocaba y la viuda le reñÃa... De pie en medio de los caminillos del jardÃn, al viento los cabellos, relucientes los ojos en la sombra de su sombrero de paja, la señora Liénard, apretando contra el pecho el ramo ya voluminoso de sus flores, le iba dando sus indicaciones con voz lÃmpida y musical.
—Sobre todo, córteme largos los tallos... Deme esos narcisos... No, no, esas flores, ésas no lo son... Aquellas otras, blancas con el corazón anaranjado... ¿Cómo no conoce usted el narciso de los poetas?... No parece usted muy fuerte en la botánica de jardÃn, señor forestal.
Y ambos se reÃan. Delaberge se complacÃa en esa labor florida que compartÃa con la amable mujer. SentÃase rejuvenecido por el contacto de los fresquÃsimos pétalos de tantas y tantas flores, de todos colores y formas, subiéndosele a la cabeza los primaverales perfumes de las rosas, de los junquillos y de los iris... Cada vez que añadÃa una flor al brazado de la viuda, era para él una delicia rozar apenas los dedos de Camila por entre las hojas llenas de humedad.
—Basta—dijo ella al cabo de algunos minutos.—Ya tenemos bastantes flores. Ahora sólo falta ponerlas en los jarrones.
Y con Delaberge se encaminó hacia un emparrado, bajo el cual habÃa algunas sillas de junco y una mesa; encima de ésta lucÃan sus brillantes colores dos pequeños jarrones llenos de agua.
Entonces comenzó el delicadÃsimo trabajo de arreglar los ramos. Francisco presentaba una a una las flores a la señora Liénard, quien las iba disponiendo artÃsticamente en los jarrones, combinando los matices y variando de sitio las flores según su forma y su tamaño. Poco a poco los iris violados, las blancas madreselvas y los miosotis iban surgiendo gentilmente de entre una corona formada de rosas y de narcisos.
Por debajo del emparrado se veÃa una parte de la terraza, bordeada de naranjos y un trozo de la fachada con sus ventanas abiertas, animado todo por el susurro de innumerables insectos, borrachos de sol.
Delaberge, muellemente enternecido, y sintiéndose expansivo, aun a pesar suyo, se atrevió a hacer una tÃmida insinuación:
—¡Esta Rosalinda es un paraÃso!... Pero un paraÃso en que se viva constantemente en compañÃa de sà mismo, puede a la larga hacerse monótono... ¿No ha pensado usted nunca en animar un poco esta soledad?
La señora Liénard fijó sus lÃmpidos ojos en su interlocutor. Dejó caer de sus manos la rosa cuyas espinas iba quitando y, apoyándose de codos en la mesa, se quedó pensativa un momento. Se entreabrieron sus labios, como a punto de hacer una confidencia, mas en seguida cerráronse otra vez.
Hubo un corto silencio y volviendo a su labor de ir colocando con arte las flores en los jarrones, habló Camila de este modo:
—Sin duda cree usted, señor Delaberge, que es demasiado absoluto mi aislamiento... ¡Dios mÃo, también yo, algunas veces, lo creo asÃ!... Y me pregunto si no harÃa mucho mejor modificando un poco mi existencia, aunque es ésta una pendiente hacia la cual no me agrada guiar mis ensueños... Y no obstante...
Hizo la señora Liénard un gracioso mohÃn y se calló.
Los dos jarrones estaban ya listos. La viuda se levantó, sacudióse las verdes hojitas que se le habÃan quedado adheridas en la falda y tomando uno de los jarros suplicó a Delaberge que tomase el otro, diciéndolo sonriente:
—Continúo abusando... Pero es usted tan amable que no temo ser indiscreta.
—Tiene usted razón, señora—replicó galantemente Delaberge;—tráteme como un amigo... Siento únicamente que se limiten mis servicios a tan poca cosa... Quisiera poder pagar mucho mejor mi deuda de reconocimiento hacia usted, tan hospitalaria, tan benévolamente amable con un pobre desterrado como yo. Si alguna vez le parece su casa un poco solitaria, es ésta al menos una soledad deliciosa, mientras que la hospederÃa del Sol de Oro no es más que un fastidioso desierto.
HabÃan entrado ya en el salón.
—Entonces—repuso la señora Liénard, tomando de sus manos el jarrón—cuando se sienta demasiado triste allá abajo, véngase aquà unos momentos.
—¿Me permite usted que vuelva?... Entonces, márchome enteramente feliz.
Creyó conveniente no prolongar más su visita y se dispuso a despedirse.
—¡Hasta bien pronto!—le dijo ella tendiéndole con amable vivacidad su mano.—Hasta mañana, si quiere usted. SÃ, venga usted mañana: tal vez... tal vez tenga un consejo que pedirle.
Y salió Delaberge de la casa, animado por la esperanza de una tan próxima visita y también por la perspectiva de esa misteriosa confidencia que la viuda querÃa hacerle.
Al dÃa siguiente de aquel en que Delaberge habÃa ayudado a la señora Liénard al arreglo de sus jarrones, Simón Princetot, terminado el almuerzo, atravesó la cocina del Sol de Oro y se dirigió hacia la escalera que conducÃa a la habitación roja. HabÃa ya puesto el pie sobre el primer escalón cuando la señora Miguelina que le seguÃa con mirada ansiosa, le preguntó:
—¿Dónde vas?
—Al cuarto del señor Delaberge. Mañana se reúne en la alcaldÃa el sindicato formado por los usuarios y antes de convenir con ellos la forma en que habremos de proceder, desearÃa ver al inspector general... Ya comprendes... No estarÃa de más hacerle hablar y saber cuáles son sus intenciones...
Miguelina sacudió de un lado a otro la cabeza y levantó los hombros diciendo:
—Trabajo inútil, el inspector ha salido apenas ha acabado el almuerzo... ¡Ah! ¡no para un momento en su cuarto! Ayer se pasó la tarde en casa de la señora Liénard y pienso que hoy ha vuelto allá, pues le he visto que tomaba el camino de Rosalinda...
Mientras ella hablaba Ãbase oscureciendo la fisonomÃa de Simón, lo que no se escapó a las miradas de la señora Miguelina. HacÃa tiempo que habÃa leÃdo ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmente que lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspector general, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.
Entonces se le ocurrió que el medio mejor para impedir que Francisco y Simón llegasen a más Ãntimas amistades era separar a aquellos dos hombres por medio de los celos, sirviéndose de la señora Liénard como de un seguro elemento de discordia. En el fondo temÃa la influencia que pudiera ejercer en su hijo la propietaria de Rosalinda. SabÃa que Simón habÃase encargado del asunto de los deslindes sólo para complacer a la señora Liénard y veÃa con terror el desarrollo de una pasión, que, según ella, no podÃa tener para su hijo sino crueles desengaños. DÃjose que excitando los celos de Simón podÃa lograr dos cosas de una vez: hacerle olvidar su engañoso amor y alejarlo para siempre de Delaberge.
Se aproximó al joven, le puso una mano en el hombro y murmuró con acento de maternal compasión:
—¡Pobre hijo mÃo, te das mucho trabajo por nada y aun creo que te has metido en un mal negocio!...
—No soy de tu parecer, mamá; la causa que defiendo es justa y además no puedo abandonar ahora a las honradas gentes que me han confiado sus intereses.
—No quieras engañarme ni engañarte a ti mismo... Tengo fina la mirada y veo claras las cosas... Si has tomado con tanto empeño este asunto, no ha sido por los hermosos ojos de los usuarios de Val-Clavin, sino por los de la señora Liénard.
—Mamá—interrumpió Simón ruborizándose un poco,—calla, te lo ruego... ¿Por qué dices eso?...
—Digo lo que pienso, lo que es verdad... Estás enamorado de la señora Liénard y te imaginas que va a recompensar tu trabajo consintiendo en llamarse la señora Princetot...
—¡No!—exclamó el joven.—¡Nunca he pensado cosa tan absurda!
—Tanto mejor si me engaño, hijo mÃo, pues yo te aseguro que, de haberlo esperado, tú te habrÃas de arrepentir temprano o tarde... Más que ella vales, no hay que dudarlo; pero esas señoras se creen hechas de otra pasta que nosotros. Quieren casarse con gentes de su mundo propio y mientras te engaña con palabras dulces y alegres sonrisas, la señora Liénard se deja hacer la corte por el inspector general.
—¡Vaya, mamá!—dijo Simón.—¡Qué sabes tú de eso!
—Lo sé muy bien—afirmó la señora Miguelina;—¡si salta a los ojos!... Hace una semana que está aquà y le ha hecho ya tres visitas a la propietaria de Rosalinda. Parece que se habÃan visto ya en Chaumont y el asunto de estos deslindes no ha sido más que un pretexto para explicar su estancia en Val-Clavin... Ese forestal entretiene a todos con palabras y vagas promesas a fin de poder estar más tiempo cerca de la viuda y acabar su conquista... En la reunión de mañana trata tú de ponerle entre la espada y la pared pidiéndole una contestación categórica y ya verás cómo yo tengo razón...
Simón inclinó la cabeza, se mordió los labios y frunció duramente las cejas. Miguelina comprendió que comenzaba a dudar y adivinó al mismo tiempo, por la contracción dolorosa de su rostro, que sufrÃa el muchacho cruelmente. Entonces le atrajo hacia sÃ, le tomó la cabeza entre las manos y le besó con profunda ternura en la frente...
—¡Pobre hijo mÃo!—agregó.—Duéleme el mal que te hago, pero yo no quiero que se burle nadie de ti... Reflexiona sobre todo esto y, créeme, no te dejes engañar ni por las coqueterÃas de la señora Liénard, ni por los halagos del señor Delaberge...
Simón se desprendió de los brazos de su madre y se alejó rápidamente. TenÃa necesidad de encontrarse a solas y de pensar mucho en las celosas aprensiones que las palabras de su madre habÃan despertado en su espÃritu.
Al salir de su casa dirigióse hacia los bosques de Carboneras: Ciertamente, con su intuición femenina, Miguelina Princetot habÃa adivinado lo que pasaba en el corazón de su hijo; pero le atribuÃa al mismo tiempo miras ambiciosas que él no habÃa tenido jamás. Amaba, en realidad, a la señora Liénard, pero la amaba con amor cándido y apasionado, aunque nunca se habÃa hecho la ilusión de que su ternura se pudiese ver correspondida. No ignoraba que una barrera casi infranqueable le separaba de la viuda. Y aunque amaba sin esperanza y sin la ilusión de verse a su vez amado, no por eso habÃa de ser menos accesible a los celos. Recordaba la impresión de hondo disgusto que habÃa dejado en su alma la primera visita que hizo Delaberge a Rosalinda... Por encima de los árboles del bosque, distinguÃa entonces las puntiagudas torrecillas de la casa de la señora Liénard y decÃase que, sin duda, en aquel mismo momento se encontraba el inspector general conversando con la joven y aprovechando la ocasión para llevar a buen término sus propósitos matrimoniales... A esta idea, un acceso de ira le hizo subir la sangre a la cabeza mientras una angustia terrible le oprimÃa el corazón. No pudo resistir más... Aunque hubiese de ser horrendo el sufrir, querÃa de una vez acabar con sus mortales inquietudes y conocer toda la realidad de sus angustiosas sospechas. Abandonó las alturas del bosque y caminando por entre los herbajes se dirigió hacia la cerca del parque.
Mientras la señora Princetot hablaba con su hijo y arrojaba en su pecho la mala semilla de los celos, el inspector general, conmovido lo mismo que un muchacho que acude a su cita primera, seguÃa a buen paso el camino de Rosalinda.
Se habÃa vestido con más cuidado que de costumbre y su andar era más firme que otras veces... Vivamos en plena lozanÃa juvenil o hayamos ya madurado como una fruta de otoño, siempre que se trata del eterno femenino nos sentimos prisioneros de las mismas ilusiones, nos enloquecen las mismas dulces fantasÃas.
Caminando aprisa, Delaberge encontraba mayor frescor en la verdura de los prados, un sabor mucho más dulce en el aire que respiraba. Los argentinos sones de las campanas del pueblo, volando por encima de los bosques, le mecÃan alegremente, mientras iba saboreando con fruición los recuerdos de su anterior visita.
¡Oh, esas campanas de los pueblos, modestas como los viejos campanarios que las sustentan, de sonido ligero y lÃmpido como la atmósfera de los bosques en que vibra, cristalino y cantante como los riachuelos encima de los cuales se para un momento, inmenso es el encanto que desparraman por los solitarios campos... meciendo con pacÃficos ensueños el espÃritu de quienes lo escuchan!... Sea joven o viejo, esté triste o alegre, aquel hasta cuyos oÃdos llega el dulcÃsimo son se siente conmovido en lo más hondo y le parece elevarse por encima de las miserias terrenales... Despiertan en el corazón no se sabe qué de un gran frescor matinal y cándido: es el acompañamiento amistoso de nuestros ensueños, de nuestros deseos, de nuestras añoranzas... intensificándolas todavÃa. El encanto de su música despierta en nosotros, con sus colores de alba purÃsima, los más caros recuerdos de nuestra juventud...
Regocijado interiormente por el clarÃsimo son de las campanas, Francisco se representaba con mayor fuerza en su imaginación a la señora Liénard sentada bajo el emparrado, con su vivacidad de gestos y su prestancia, con su amable sonrisa, con sus relucientes y oscuros ojos y con su gracia un poco silvestre. Recordaba sus menores palabras y se las repetÃa complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa que hemos arrancado al paso.
Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón, Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba; brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas.
—¡Bienvenido, señor Delaberge!—dijo.—Ha sido usted muy amable cumpliendo tan puntualmente su promesa... Grande es mi contento...
Y le tendió la mano, que el inspector general besó con caballeresca galanterÃa.
—No habÃa de olvidar lo prometido—repuso Delaberge reteniendo un momento los dedos de la joven entre los suyos.—¿De qué se trata, señora mÃa?
Ruborizóse ella otro poco, retiró la mano y la puso suavemente sobre el brazo del caballero al tiempo que murmuraba, mostrándole una de las ventanas.
—Venga usted, hablaremos con más libertad en el jardÃn...
Y a través de las avenidas asoleadas le condujo hasta el centro del parque. HabÃa allÃ, en medio de una encrucijada en forma de estrella, un pabellón rústico, adornado su exterior por multitud de plantas trepadoras. El interior estaba decorado con sencillez y eran sus muebles de una elegante rusticidad. Por los ventanales del pabellón cuya luz tamizaban las plantas que a medias los cubrÃan, distinguÃanse hasta perderse de vista las verdeantes avenidas del parque. En el centro del pabellón habÃa una mesa y sobre la mesa estaban preparados algunos refrescos.
—Instalémonos aqu×dijo Camila acercándose a la mesa.—Aquà estaremos bien y, como creo que ha de tener usted mucho calor, voy a prepararle un jarabe de frambuesas.
Aquella hospitalaria acogida, la discreta intimidad de aquel pabellón que el ramaje caÃdo de las hayas cubrÃa de verdor, el rostro franco y ligeramente encendido de la joven viuda sentada, enfrente de él, todo eso llenaba a Delaberge de un sutil desvanecimiento y hacÃale perder poco a poco el sentido de la realidad.
Con la ingenua presunción de un hombre que no tiene una experiencia grande de las cosas de amor, interpretaba según su propio deseo el comportamiento de la señora Liénard, y vagas reminiscencias de novelas leÃdas en su juventud le hacÃan creer en una tierna y delicada premeditación por parte de la joven viuda. El aislado pabellón y las precauciones tomadas para sustraerse a toda clase de indiscretas miradas, daban a aquella cita un aspecto galante que de una manera deliciosa conturbaba su corazón de viejo soltero.
Al dejar el vaso sobre la mesa, volvió Delaberge hacia la señora Liénard su mirada tiernamente interrogativa.
—Usted se preguntará, sin duda—comenzó ella,—qué es lo que yo puedo tener que decirle a usted... Pues bien, vamos a ello... Es un poco delicado y quizás se extrañe de la facilidad con que hago mis confidencias a una persona a quien he visto por la primera vez hace apenas diez dÃas... En primer lugar, usted no es para mà un desconocido... Su amigo el señor Voinchet me ha hablado con el más caluroso elogio de su lealtad y de su claro juicio. Además, piense que vivo sola aquÃ, sin parientes próximos, sin más relaciones que las que puedo tener con honrados campesinos o con agentes de negocios. No es muy frecuente encontrarme con un hombre como usted, de su carácter y de su autoridad, por todo lo cual habrá de perdonarme la libertad que acabo de tomarme para pedirle consejo... Finalmente—prosiguió con expresión todavÃa más afectuosa,—creo ya haberle dicho que desde los primeros momentos me inspiró usted una gran confianza. Cuando me son simpáticas las personas, siento en mà un algo que no me engaña nunca y me impulsa hacia ellas...
Esta especie de confesión murmurada en la quietud de aquel sitio, donde el roce de los movientes verdores contra los cristales de las ventanas revelaban tan sólo la existencia del mundo exterior, aumentó todavÃa la emoción y las esperanzas de Francisco. Estrechó la mano de la señora Liénard y declaróse profundamente agradecido por la confianza que se dignaba mostrarle.
—Le agradezco—añadió Delaberge—que me trate como amigo; aunque es de reciente fecha nuestro conocimiento, le puedo asegurar, señora, que habré de serle enteramente leal. Siento por usted la más tierna estimación y el ardiente deseo de serle útil.
—En tal caso, voy a poner ahora mismo su indulgencia a prueba...
Se detuvo un momento, bebió un poco de agua de frambuesas para darse algún aplomo y después prosiguió:
—He pensado muchÃsimo en una frase que se le escapó a usted ayer con respecto a mi vida solitaria... Su observación vino precisamente en apoyo de ciertas reflexiones que yo vengo haciéndome alguna que otra vez desde hace lo menos un año... SÃ, aunque pongo en mi vida alguna actividad, me pesa mi aislamiento con frecuencia... Pienso que tengo veintiséis años y que no es ciertamente una edad para entregarse por completo al retiro. Tengo salud excelente, un humor más bien alegre que melancólico, no me siento con vocación para una viudez perpetua y me pregunto algunas veces si no obrarÃa muy santamente casándome de nuevo...
—Tiene usted razón—afirmó Delaberge animándose;—la soledad no es buena para nadie, pero es peor todavÃa para una mujer joven, para un alma expansiva y encantadora como la suya... No aguarde para hacerlo la edad de las vacilaciones y de las añoranzas...
—Sin duda—replicó ella sonriendo;—pero, aunque estoy todavÃa lejos de la treintena, pienso que la edad de las vacilaciones ha llegado ya... Un primer matrimonio medianamente feliz despierta una precoz desconfianza; es como un vuelco de carruaje, que nos hace cobardes para siempre. Mi difunto marido, el señor Liénard, era un hombre honrado, pero un compañero poco agradable; débil y a la vez duro de corazón, enfermizo y prematuramente viejo, me tenÃa encerrada sin quererlo en una atmósfera llena de melancolÃas y de fastidio. Necesité toda mi juventud, toda la fuerza que habÃa en mà para conservar, después de cinco años de semejante régimen, mi buen humor y mi excelente salud. Me casé con él casi sin conocerle, y no quisiera caer de nuevo en el propio error si alguna vez me decido a casarme. DesearÃa que ahora guiasen mi elección menos las puras conveniencias que una inclinación sinceramente sentida... He aquà por qué, antes de dar a mis ensueños actuales una forma de realidad, he querido oÃr el parecer de un hombre serio... Usted vive en ParÃs, señor Delaberge, usted tiene experiencia del mundo y podrá, por tanto, aconsejarme bien.
—¡Ay, señora!—replicó suspirando—yo soy un célibe que ha hecho siempre vida muy retirada, puedo decir que he pasado toda mi existencia en las oficinas. Sin embargo, conozco algo a los hombres y puedo ayudarle a ver con claridad a través de sus vacilaciones... Ante todo—agregó sonriendo discretamente,—¿cuál serÃa su ideal? ¿Lo ha entrevisto ya usted en sus ensueños?
—Alguna vez—contestó ella bajando los ojos.—En primer lugar, detesto a los caracteres ligeros, a las gentes frÃvolas y ociosas; me gustarÃa, pues, si yo llegase a tomar un segundo marido, que fuese hombre de un espÃritu bien cultivado y que se ocupase útilmente en algo; me gustarÃa que fuese a la vez tierno y fuerte, reservado y digno...
Delaberge estaba encantado; sin adularse mucho, tenÃa plena conciencia de poder cumplir el programa de la joven, y una alegre claridad iluminaba su rostro.
—¡Muy bien!—dijo.—Esto en cuanto a lo moral... Pasemos ahora a las cualidades fÃsicas... ¿DesearÃa usted que el marido ideal fuese muy joven?
—Sin creerlo en absoluto necesario—repuso ella,—paréceme, sin embargo, que la juventud no estarÃa de más... La juventud es la que hace resaltar las cualidades morales y las hace fecundas. Recuerdo dos versos de VÃctor Hugo que me impresionaron hondamente cuando los leà y que se pueden aplicar muy bien al caso:
Yo creo que la ancianidad penetra por los ojos y que envejecemos antes si vivimos con gente vieja...
Es mi parecer que solamente cuando no existe una gran diferencia de edad entre la mujer y el marido es posible la mutua estimación y benevolencia.
—¿Cree usted?—murmuró Delaberge.
Los rasgos de su rostro se alargaron y la luz que iluminaba sus azules ojos desapareció de pronto, como apagada por un soplo trágico.
—¿Le parece a usted que soy exigente?—preguntó ella al notar ese cambio de fisonomÃa.
—¡Tiene usted derecho a serlo!—repuso melancólicamente.
—Entiéndame usted bien; no doy importancia ninguna a lo que llaman figura brillante...
Levantó sus hermosos ojos hacia los verdes ramajes que se movÃan más allá de los ventanales, como si buscase en el ancho espacio la imagen del marido soñado y continuó con la mirada fija en los lejanos horizontes:
—No deseo ni un buen mozo, ni un hombre de mundo... Yo desearÃa que fuese joven mi marido, pero que su juventud estuviese hecha de entusiasmo, de ardor, de ternura... Que no tuviese nada de frivolidad, ni de las elegancias superficiales de los jóvenes de hoy. Me causan horror los hombres desocupados... Yo desearÃa que el marido de mi elección tuviese el espÃritu lleno de nobles ambiciones, que tuviese sencillo el corazón y amase como yo el campo y sus grandes espectáculos... Que fuese orgulloso, que no debiese su posición ni a un tÃtulo de nobleza ni al dinero, que la hubiese conquistado por sus propios méritos. Yo entonces le amarÃa por sà mismo, por su espÃritu, por su fuerza de carácter, por su alma entusiasta escondida bajo apariencias de frialdad y aun de rudeza...
AbrÃa ella su corazón con ingenua espontaneidad, parecÃa que soñaba en voz alta y, al escucharla visiblemente desencantado, adivinaba Delaberge que ese marido descrito con tanta precisión era menos imaginario de lo que la joven pretendÃa; en ciertos rasgos caracterÃsticos, veÃase claramente que ese ideal se parecÃa muchÃsimo a un joven que uno y otro conocÃan... a Simón Princetot.
No cabÃa duda de que la viuda sentÃa una secreta inclinación por el hijo de Miguelina... ¿Cómo no lo habÃa él adivinado ya desde el primer dÃa, él que se preciaba de tan buen observador?... Cierto que su egoÃsta vanidad y su estúpida preocupación de representar tan bien su papel de enamorado le habÃan puesto una venda en los ojos. Se necesitaba ser fatuo para imaginarse que a su edad habÃa de producir la menor impresión sobre la joven... La señora Liénard con su ingenua franqueza, acababa de darle una durÃsima lección de modestia.
Le vio ella hondamente preocupado y se atrevió a decir:
—Estoy segura de que me juzga usted en extremo extravagante.
—No, señora mÃa; cuanto acaba usted de decir es muy justo y muy sensato y le aseguro que su manera de pensar lo hace todavÃa más simpática a mis ojos.
—Entonces, ¿es usted de parecer que, si encontrara un dÃa el ideal que acabo de esbozarle, podrÃa tomarlo por marido sin hacer lo que se dice una tonterÃa?
—Sin duda ninguna.
Exhaló Delaberge en un suspiro su última ilusión y se levantó.
—Es necesario que la deje; hablando, nos hemos olvidado de que se iba haciendo tarde.
—Es verdad—dijo ella;—el sol camina ya hacia el ocaso.
—Adiós, señora.
—¿Adiós?—exclamó ella.—¿Es que se marcha usted de veras?
—No... No marcharé de Val-Clavin sino después de haber recibido la respuesta del ministerio... Esperaba poderla comunicar mañana a los usuarios, que han de reunirse en la alcaldÃa; sin embargo, esta reunión en nada modificará mis proposiciones y pienso que de aquà a muy poco podré comunicarlo a usted el satisfactorio arreglo del asunto.
—Entonces no diga usted esa triste palabra «adiós», pues hemos de vernos todavÃa.
—Ciertamente, no marcharé sin despedirme de usted y sin estrechar su mano.
Hablaba Delaberge con voz contristada y se disponÃa a salir.
Lo notó Camila Liénard y vio el aire de tristeza que oscurecÃa su rostro. Temió haberle involuntariamente herido al hablar de la vejez con excesivo desdén y, para destruir el efecto de su aturdimiento, redobló todavÃa su natural amabilidad.
—Si quiere—dijo Camila,—daremos un paseo por el parque y le acompañaré hasta una puertecilla que da al campo y que no alargará mucho su camino... Deme usted el brazo.
Delaberge obedeció y suavemente apoyada en él, trató la señora Liénard, a fuerza de amabilidades y de exquisitas atenciones, hacerle olvidar las palabras poco meditadas que hubiesen podido molestarle. Caminaron un buen trecho por una de las avenidas del parque, ya bañada por una media oscuridad, mientras los rayos del sol poniente doraban las altas copas de los árboles y morÃa la tarde en medio de los armoniosos cantos de los pájaros.
Ese acariciador contacto de un brazo femenino, esas delicadas atenciones que tanto se asemejaban a la ternura y se parecÃan a la indulgencia con que se trata de consolar a un niño, acrecieron todavÃa en Delaberge su interno sufrir: «No soy para ella nada—pensaba;—me acaricia lo mismo que se hace con un anciano...»
Llegaron junto a una puertecilla, que la yedra medio obstruÃa y que la señora Liénard pudo abrir apenas. Le acompañó todavÃa algunos pasos fuera del parque y después tendió al inspector general la mano.
—No tiene más que seguir este camino... Hasta muy pronto... Y perdóneme que haya abusado de su paciencia.
Por toda respuesta, se inclinó hacia la pequeña mano que le tendÃan y la rozó suavemente con sus labios. La joven corrió hacia la puertecilla del parque y antes de atravesar sus umbrales se volvió hacia Delaberge y le sonrió gentilmente. En seguida desapareció.
Profundamente conmovido, se disponÃa Francisco a seguir el camino que la joven le habÃa indicado, el cual en aquel sitio cruzaba un pequeño bosque de sauces y de abedules, cuando despertó su atención un ligero rumor de hojarasca y vio al mismo tiempo, confusamente, por entre los árboles la figura de un hombre joven que huÃa del bosquecillo y se alejaba a través de un campo de centeno. Hubiérase dicho que, avergonzado de haber sido visto en aquel sitio, trataba de escapar y de esconderse tras las altas espigas a fin de no ser reconocido.
El inspector general se detuvo un momento contemplando la figura de aquel hombre que cada vez se iba haciendo menos distinta.
—¡Es singular!—dijo Delaberge casi en voz alta.—Tiene este fugitivo una gran semejanza con Simón Princetot.
Preocupado por este incidente, siguió Delaberge muy pensativo el sendero indicado, separado del parque solamente por un seto vivo y un arroyuelo, por el que discurrÃan las aguas derivadas del Aubette. Por el otro lado subÃan hacia los bosques los anchurosos campos, plantados de centenos y de alfalfas, que mostraban solamente aquà y allá algunos claros, tierras pantanosas en que crecÃan tristÃsimas plantas acuáticas. Toda la extensa llanura se iba adormeciendo, como mecida por el monótono canto de los grillos. Solamente, en medio de ese rumoreo adormecedor, lanzaban de vez en cuando al aire sus agudos chillidos algunos pequeños mochuelos que volaban de rama en rama e iban a posarse finalmente en las medio desnudas de un viejÃsimo roble. Los salvajes gritos de los mochuelos, el murmullo intermitente de las aguas y el vespertino canto de los insectos, añadÃan todavÃa mayor tristeza a la impresión de soledad que oprimÃa el corazón de Francisco.
Desde que las confidencias de la señora Liénard habÃan derribado sus castillos en el aire sentÃase dolorosamente desencantado. El hondo malestar que le hacÃa sufrir antes de su visita a Rosalinda, y que sus quiméricas esperanzas habÃan por un momento disipado, de nuevo apoderábase de su espÃritu, ahora que ya la señora Camila, sin saberlo ella, habÃa disipado sus caros ensueños. Esta mortificante decepción se le aparecÃa como un anillo más de la cadena de hechos dolorosos que iban sucediéndose desde su llegada a Val-Clavin.
Una fresca brisa que bajaba de las alturas inclinaba muellemente los sembrados y movÃa con levÃsimo rumor las copas de los árboles. Se hubiera dicho que era el alma de los bosques exhalando en suspiros de inquietud la melancolÃa que pone en ellos la caÃda de la tarde. La infinita tristeza del crepúsculo en aquel sitio tan lleno de soledad, penetraba hasta lo más Ãntimo en el espÃritu del inspector general y una honda amargura le subÃa a los labios: «¡Demasiado tarde!—pensaba.—¡Es demasiado tarde!... ¡No se recomienza la vida cuando se quiere!...»
Caminando lentamente llegó por fin a los lÃmites del bosque y desde lo alto del camino que seguÃa pudo ya distinguir las casas del pueblo como veladas sus techumbres por una azulada humareda. Poco a poco iban apagándose los rumores de los campos. De vez en cuando pasaban por su lado rudos leñadores que regresaban a su casa y cuyo pesado caminar se iba extinguiendo a lo lejos.
Muy cerca del estanque, un lavadero mostraba a los cielos sus aguas de un azul de turquesa, rodeadas por una valla hecha de juncos y de herbajes. Arrodillada sobre una piedra ancha y lisa una campesina estaba lavando, inclinada la cabeza y al parecer dándose gran prisa para acabar cuanto antes su faena... Al rumor de los pasos de Delaberge, levantó curiosamente la cabeza y suspendió el trabajo para mirar de hito en hito al paseante. Este no se habÃa fijado y continuaba su camino pensativo, cuando la lavandera, con voz chillona le interpeló atrevidamente:
—Buenas tardes, señor Delaberge, pasa usted muy distraÃdo...
Extrañado, se detuvo un punto y fijó sus ojos en aquella mujer que sabÃa su nombre y cuyo rostro no despertaba en él ningún recuerdo.
Delgada, más bien escuálida y mal vestida, parecÃa pasar bastante de los cincuenta. Sus cabellos mal peinados caÃan en grises mechones sobre su arrugado cuello; su rostro de cabra vieja, en que lucÃan dos brillantes ojos, tenÃan una expresión de maligna desvergüenza.
—¿No me reconoce usted?—insistió.—La verdad es que ha pasado agua por debajo del puente, desde los tiempos aquellos en que lavaba yo su ropa... Soy la Fleurota.
Entonces la recordó: esta Celia Fleurota lavaba en otros tiempos la ropa de los huéspedes del Sol de Oro. No era ya por aquel entonces muy joven, pero fresca todavÃa, limpia siempre, de gestos vivos y sin frÃo en los ojos. Sus maneras provocativas, sus alegres palabras y sus encendidas miradas, trastornaban a los hombres. TenÃa la reputación de ser un tanto ligera y el inspector general recordaba que durante dos o tres meses habÃa dado muchÃsimas vueltas en torno de él, encaprichada y dispuesta sin duda a concederle el beneficio de sus gracias. Ya enamorado de la señora Miguelina, habÃa permanecido frÃo a tales avances y desdeñado esta conquista demasiado fácil.
En el estado de espÃritu en que sentÃase aquella tarde, el encuentro de esa mujer habrÃa de serle poco agradable; sin embargo, no quiso humillar a la Fleurota y le respondió precipitadamente:
—En efecto, me acuerdo muy bien... ¿Cómo le va, Celia?
—Ya lo ve usted, trabajando como un negro para los demás y teniendo miseria sobrada.
—¿Sigue usted lavando?
—De algún modo se ha de ganar el pan... Pero es un endiablado oficio; estoy medio muerta de reumatismo... No ha tenido una buena suerte... No todos nacen con estrella, como el PrÃncipe y su mujer... Estos han hecho ya lo suyo y pueden ahora cruzarse de brazos.
—¿Ha conservado usted al menos la clientela del Sol de Oro?
—¡Ah! no... Hace ya mucho tiempo que el Sol de Oro no luce para mÃ... Se han hecho demasiado orgullosos... Además, es necesario saber que mi rostro disgustaba a la señora Miguelina: recordábale cosas que ella desea tener olvidadas. Ahora confiesa todas las semanas y comulga todos los domingos, y por eso no gusta de ver a las gentes que la han conocido en tiempos en que, más que ir a misa, agradábale acudir a una cita.
Poco deseoso Delaberge de sostener una conversación que comenzaba de este modo, hizo ademán de proseguir su camino, cuando la Fleurota, poniéndose en pie, añadió sonriendo con malicia.
Ciertamente que ha tenido gran suerte el PrÃncipe... Comenzó sin nada y hoy apenas sabe el dinero que posee; no tenÃa hijos y le cayó uno del cielo cuando menos se lo figuraba... ¿Lo conoce usted al hijo de la señora Miguelina?
—S×replicó brevemente.—Es un excelente muchacho.
Abrió la lavandera su desdentada boca y rióse desvergonzadamente; después fijó sus maliciosos ojos en el rostro del inspector general y exclamó:
—¡Pardiez!... Tiene a quien parecerse... También usted, señor Delaberge, también usted era un excelente muchacho en la época en que nació ese niño...
Delaberge se estremeció. Esta maligna insinuación de la Fleurota acababa de despertar en su espÃritu una inquietud mal adormecida. Esta mujer, contemporánea de Miguelina, a la que habÃa tratado sin duda con familiaridad, recibió tal vez algún dÃa Ãntimas confidencias de la hostelera del Sol de Oro. Era mujer muy despierta y debÃa saber muchas cosas. Aunque experimentando cierta repugnancia a dirigirle determinadas preguntas, Delaberge sentÃase mortificado por una imperiosa curiosidad. A la prisa que antes habÃa sentido para alejarse, sucedió un ansioso deseo de esclarecer las sospechas que desde hacÃa algunos dÃas se agitaban en su cerebro. Volvió hacia su interlocutora, cuya delgada silueta se recortaba sobre el rojizo cielo de poniente, y murmuró:
—¿Qué quiere usted decir?
—No se haga usted el ignorante, ya me entiende usted... Cuando vino Simón al mundo, fue para todos una gran sorpresa y más que nadie se sorprendió el PrÃncipe... Usted, usted solamente estaba en el verdadero secreto...
—Yo no estaba en nada, y usted deberÃa guardar mejor su mala lengua... ¿No le da vergüenza manchar de ese modo la reputación de las gentes y lanzar tan a la ligera acusaciones que luego le serÃa imposible probar?
—¿Que a mà me serÃa imposible probar?... Sepa usted que me encontraba en la hospederÃa el dÃa en que Miguelina se dio cuenta de su verdadero estado... Precisamente el PrÃncipe estaba de viaje hacÃa ya dos meses... ¡Ah! ¡no estaba ella muy alegre entonces, yo se lo aseguro!... Pero como fue siempre una endiablada mujer, supo engañar tan bien a su marido, que éste nunca sospechó nada... Llegó por fin el niño, fue recibido como el MesÃas y el PrÃncipe no se percató siquiera de que el pequeñuelo se le parecÃa a usted como una gota de agua a otra gota.
—¡Está usted loca!
—No estoy loca... MÃrele usted bien. QuerrÃa usted desconocerlo y le serÃa imposible... Es necesario todo el aplomo de la señora Miguelina para atreverse a afirmar que el muchacho tiene algo de los Princetot. Y hace mal en afirmarlo de tal manera, pues, como dice el proverbio: «La gallina que canta es la que huevos pone.» Por aquellos tiempos no habÃa más que una gallina en Sol de Oro... HabÃa también un gallo joven que cantaba con voz clarÃsima y ese gallo, señor Delaberge, usted le conoce mucho mejor que yo...
—¡Cállese!... La desgracia la ha vuelto a usted mala, ¡pobre mujer!...
—SÃ, ya lo sé, los ricos tienen siempre razón... Cuando abren la boca se les cree por su sola palabra; pero cuando una pobretona como yo quiere decir la verdad, se le cierra el pico diciendo que es una mentirosa... La miseria es la miseria, no hay remedio...
Francisco sacó de su bolsillo una moneda de oro y la dejó caer precipitadamente en la mano de la Fleurota.
—Tenga esto, para usted, pero guarde su lengua... Buenas tardes.
Y reanudó apresuradamente su camino mientras la lavandera de pie al borde del agua movÃa maliciosamente la cabeza apretando la moneda en su descarnada mano. No habÃa dado veinte pasos cuando Delaberge se volvió todavÃa para mirarla...
La Fleurota habÃa ya cargado sobre el hombro el cubo lleno de ropa y permanecÃa inmóvil en medio del camino, en actitud de vieja Parca meditabunda. Pensaba sin duda en que acababa de dar un buen tijeretazo en carne viva, pues asà lo demostraba la limosna que el inspector general tan generosamente le acababa de hacer.
En efecto, el golpe habÃa estado bien dirigido. La chillona voz de Celia acababa de reavivar cruelmente las sospechas de Delaberge. Las palabras de esa mujer iluminaban la oscuridad en que se movÃan sus temores imprecisos y sus inquietos presentimientos.
A favor de esa súbita claridad iba ahora coordinando Delaberge los pequeños detalles en que antes no se habÃa atrevido a detener siquiera... Simón tenÃa ya veinticinco años y se cumplÃan ahora veintiséis desde que Delaberge y Miguelina se vieron por la última vez. Era esto, en efecto, una concordancia muy significativa. Por otra parte, esta primera presunción venÃa corroborada por la semejanza que le habÃan hecho notar la Fleurota y aun la misma señora Liénard, y de la cual también se habÃa él vagamente percatado. Simón tenÃa, como él, azules los ojos, castaños los cabellos y la fisonomÃa seria y reservada. Después de la comida en Rosalinda, al encontrarse de nuevo en la hospederÃa del Sol de Oro, ¿no habÃa por un momento sentido la ilusión de verse a sà mismo apoyado de codos en la ventana de su antiguo cuarto?
¿No explicaba también esta singular semejanza la espontánea simpatÃa de la señora Liénard, apenas se vieron en casa de su amigo el inspector? Al encontrar en la fisonomÃa de un extraño un reflejo de la personalidad del hombre a quien ella amaba, compréndese que aquella mujer demostrase a Delaberge la amistosa confianza que la vanidad le habÃa hecho atribuir a sus méritos propios.
Los hechos más insignificantes le sugerÃan ahora nuevos motivos de convicción. Recordaba curiosas similitudes de gusto, la paridad de ciertas entonaciones, de ciertos gestos; comentaba también la conducta extraña, el espanto y las angustias de la señora Miguelina, y se extrañaba ahora de no haber sentido antes más viva inquietud. Para que todas estas coincidencias no le hubiesen advertido desde un principio, para no haber tenido antes un Ãntimo presentimiento de esa posible paternidad, era necesario haber estado ciego o muy preocupado. Preocupado, efectivamente, estuvo por sus quimeras matrimoniales, por la egoÃsta infatuación que le habÃa hecho creer en la posibilidad de casarse con la propietaria de Rosalinda. Pero todo habÃa ya finido y la misma viuda acababa de desengañarle entonces. Ahora, en que la espesa venda le habÃa ya caÃdo de los ojos; ahora en que ya no corrÃa peligro de extraviarse su natural perspicacia, una clarÃsima luz iluminaba la situación: «El hijo de Miguelina podÃa ser también su hijo.»
Un sentimiento de orgullosa alegrÃa, llenó de pronto el corazón de Delaberge: «Este apuesto muchacho, robusto y hermoso como un roble joven; este Simón de alma noble y de voluntad enérgica era verdaderamente su hijo...» Después toda su alegrÃa se disipó al solo pensamiento de que este hijo suyo llevaba el nombre de otro y serÃa siempre un extraño para su padre natural. Era el hostelero Princetot quien, habiéndole alimentado, educado y sostenido en la vida, podÃa sólo enorgullecerse de su paternidad legal; y a ese hombre era a quien Simón amaba como si fuese su padre...
Entonces, bajo una forma nueva volvió la duda a penetrar en el espÃritu de Francisco: «Después de todo, pensaba, ¿qué sabemos? Cuando se penetra en esos misterios de la filiación, no es nunca posible tener una absoluta certeza. El adulterio tiene de fatal que deja siempre cerniéndose una sombra sobre el verdadero origen del niño... No se puede saber nunca si es el marido o el amante quien tiene realmente derecho a la paternidad.» Verdad es que Delaberge podÃa invocar esa singularÃsima semejanza que habÃa notado; pero sábese también que, durante el oscuro trabajo de la concepción, el absorbente recuerdo del amante ejerce algunas veces sobre la mujer una misteriosa influencia y hace parecerse a este último al hijo que nació en realidad del marido... El inspector general se hacÃa todas estas reflexiones, pero su conciencia seguÃa hondamente conturbada. La duda le cansaba ya; querÃa escapar de una vez a la incertidumbre que le mataba. Solamente Miguelina podÃa iluminar su entendimiento y a pesar de la perspectiva de una escena penosa, decidió tener con ella una explicación decisiva.
Apretó el paso hacia el Sol de Oro y viendo en la cocina a una de las criadas, le preguntó prudentemente si el PrÃncipe estaba en casa.
—No, señor—le contestaron;—el patrón está en la ciudad; su hijo ha salido también para encontrarse con él y regresar juntos, de modo que no habrán vuelto antes de las diez.
—¿Y la señora Princetot?
—La señora está en la iglesia, pero no puede ya tardar.
En efecto, acababa de hablar la criada cuando apareció la señora Miguelina en el umbral llevando en una mano su libro de rezos y tocada con una austera capota negra. A la vista de Delaberge un débil rubor coloreó su rostro siempre mate, y como si presintiese las intenciones de Francisco alejó a la criada dándole un recado para una vecina; después sus inquietos ojos dirigieron al inspector general una interrogativa mirada.
—¿Podemos estar solos un momento?—dijo Delaberge con voz grave.—Necesito hablarle.
—Pero...—objetó ella buscando una escapatoria.
—¡Es necesario!—insistió Francisco con mayor energÃa.
HabÃa en su acento algo tan imperativo que ya no resistió más.
—Venga usted—murmuró con sorda resignación.
Y Delaberge la siguió por un corredor que llevaba a las habitaciones particulares de la familia y le hizo entrar en una pieza que servÃa al mismo tiempo de despacho y de comedor; con trémula mano encendió una bujÃa que iluminó vagamente las paredes, adornadas con estampas religiosas, con dos medianos retratos del PrÃncipe y de su mujer y con los diplomas de Simón, magnÃficamente encuadrados. Se quitó luego el sombrero, y por la primera vez pudo Francisco verla con la cabeza descubierta, mostrando su espesa cabellera gris ligeramente rizada.
—¡Hable usted!—dijo ella sentándose, pues la angustia la hacÃa temblar como una hoja en el árbol y apenas podÃan sus piernas sostenerla.
—Miguelina—comenzó diciendo Delaberge,—perdóneme que vuelva sobre tan doloroso asunto, pero un interés mayor lo exige asÃ... No eran vanos sus temores; mi vuelta a Val-Clavin ha despertado la maledicencia y hace un momento me he encontrado en el camino con una mujer a quien usted conoce muy bien, la Fleurota.
Miguelina tembló, se contrajo todo su rostro y exclamó con voz llena de profunda alarma:
—¡Dios mÃo!... ¿Qué ha pasado?...
—La Fleurota me ha recordado maliciosamente los tiempos antiguos; tiene una lengua de vÃbora, pero ella sabe indudablemente muchas cosas y no es probable que me haya querido engañar... Pretende que Simón es hijo mÃo y no de...
Miguelina le interrumpió con gran violencia:
—¡Calle usted!... No diga estas cosas, pues no son sino viles mentiras.
—Usted solamente puede darme la certidumbre y yo le suplico que sea franca. ¿Cuál es la fecha exacta del nacimiento de Simón?
—No sé... No lo recuerdo bien—balbuceó la hostelera visiblemente turbada.
Adivinó Delaberge en la expresión de su rostro que aquella mujer preparaba una mentira con el objeto de desvirtuar sus presunciones y replicó severamente:
—Contésteme sin vacilaciones... Reflexione que puedo saber la verdad consultando el registro civil... ¿En qué época nació?
Comprendió ella que toda mentira habÃa de ser inútil y contestó resignadamente.
—En 1859... El veinticinco de julio.
Delaberge permaneció un momento pensativo... Se habÃa marchado de Val-Clavin a fines de octubre de 1858 y por aquellos tiempos encontrábase el PrÃncipe ausente.
—Precise bien sus recuerdos—murmuró ya convencido Delaberge—y vea cómo tengo razón para...
—¿Qué prueba esto?—repuso ella con irritación grande.—¿Se puede nunca saber si...?
—Existen otras presunciones. Simón se me parece y usted lo ve mucho mejor que nadie, pues ha hecho todo lo posible para evitar que nos viésemos... TemÃa usted que esta semejanza, pues no es imaginaria, me saltase a los ojos y confirmase mis sospechas... Simón nada tiene de aquél cuyo nombre lleva, mientras que todos sus rasgos recuerdan los mÃos cuando yo tenÃa su edad... Otras personas lo han observado igualmente y me lo han hecho ver... Yo le suplico, señora, que me diga toda la verdad.
Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movÃa negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación.
—¡Ay, Dios mÃo!... ¡Dios mÃo!... ¿Por qué... por qué?...
Se defendÃa aún, pero mucho más débilmente.
—¿Por qué?—replicó Delaberge.—Porque tengo el derecho de saberlo, porque sus principios religiosos le obligan a decirme toda la verdad, y, finalmente, porque, si usted se empeña, recurriré a otros medios para esclarecer mis dudas...
Esta amenaza, lanzada casi sin querer, destruyó las últimas resistencias de la señora Princetot. Apartó sus manos, dejando ver su rostro convulso por el dolor y fijó en Francisco sus ojos llenos de miedo.
—¡No lo haga usted!—exclamó y después prosiguió con voz muy apagada:—Pues bien, sÃ... Simón es hijo suyo... Cuando volvió Princetot después de una ausencia de dos meses, yo estaba ya casi segura de mi embarazo, y hasta me alegraba de ello, tan hundida en el pecado vivÃa entonces, de tal modo me habÃa usted conturbado el espÃritu; estaba contenta además de que mi hijo fuese también hijo de usted... El amor me habÃa endurecido la conciencia, y sin escrúpulo ninguno procuré engañar a mi marido. Quise escribÃrselo a usted, pero luego, temiendo alguna posible indiscreción preferà callarme... Vino al mundo el niño; era hermoso y fuerte, fue recibido con alegrÃa inmensa y yo le he amado locamente... También Princetot estaba loco por él... Pero cuando comenzó a crecer y su semejanza con usted se me hizo cada vez más visible, un gran temor se apoderó de mi alma. Pensé en lo que podÃa suceder si llegaba mi marido a concebir ciertas dudas, y comencé a arrepentirme de haber engañado a ese hombre para mà tan bueno... En aquellos momentos descendió sobre mà la gracia del cielo y mis ojos se abrieron a la luz; tuve horror de mi conducta y he tratado de hacerla olvidar, humillándome ante Dios y confesando mis pecados... He cumplido las más duras penitencias que se me han impuesto, y nada eran si las comparaba con la angustia que me oprimÃa el corazón a la sola idea de que mi marido llegase un dÃa a descubrir mi crimen... Cuando creÃa acabado mi suplicio, perdonada mi falta, asegurada por completo mi tranquilidad, surge usted de nuevo en mi camino... Al verle comprendà que mi verdadero sufrir comenzaba ahora y ya ve cómo no me he engañado... ¡Dios mÃo, Dios mÃo! ¿Será preciso que...? En fin, le he dicho la verdad, toda la verdad, señor Delaberge, y pues la sabe usted ya, yo se lo ruego juntas las manos, sea usted bueno y honrado: haga como si nada supiese y déjenos...
Le suplicaba con efusión en que se sentÃa vibrar un poco de la ternura de otros tiempos. Bajo sus abundantes cabellos grises, algo más sereno el rostro, sus humedecidos ojos tomaban una expresión hondamente dolorosa y parecÃan reflejar toda su antigua belleza.
—S×iba repitiendo la pobre mujer.—Márchese usted y olvÃdenos... Déjenos tranquilos a los tres en este rincón. A usted, que goza de una posición elevada, que vive en ParÃs en medio de las diversiones y del ruido, nada le ha de importar la existencia de pobres gentes como nosotros. Nada tampoco le han de interesar nuestros asuntos ni los de mi hijo.
—¡Pero es mi hijo también!—exclamó Delaberge con acento lleno de emoción y que vibrante salÃa de lo más hondo de su alma.—Le he visto y estoy orgulloso de él... Comprenda usted que yo deseo probarle mi amor, contribuir de algún modo a su felicidad y a su porvenir...
—Nada puede usted hacer por él—interrumpió la señora Miguelina—Todo lo que usted intentase serÃa en desventaja suya. Piense que si él llegaba a sospechar los verdaderos motivos de su interés, si llegaba a sentir un dÃa la menor duda, significarÃa esto el fin de nuestra tranquilidad, la vergüenza y la desesperación de su vida toda... ¡Ah! por eso yo le suplicaba a usted que no le viese de nuevo... Temblé a la idea de que podÃa el muchacho percatarse de esa desdichada semejanza y esto llevarle al descubrimiento de lo que no ha de saber jamás... Es necesario, entiéndalo usted bien, que siempre sea para usted un extraño... Es el castigo de nuestro pecado y es justo que tenga usted también su parte... Lo mejor que puede usted hacer es callar... y marcharse.
Miguelina se levantó y se apartó a un lado para dejarle libre el paso al tiempo que murmuraba en voz muy baja:
—Buenas noches, señor Delaberge... ¡Si en verdad siente usted alguna afección por él... y por mÃ... márchese, olvÃdenos!...
Sintió Delaberge tan claramente la implacable lógica que encerraba esta última súplica, que bajó humildemente la cabeza y salió de la habitación sin decir una sola palabra.
Como habÃa dicho Simón a su madre, el dÃa siguiente era el señalado para la reunión del sindicato que se habÃa constituido para resistir mejor a las pretensiones de la Administración forestal; se componÃa de algunos consejeros comunales, de varios propietarios de los pueblos vecinos y de Simón Princetot, que más especialmente representaba a la señora Liénard.
Ya la mayorÃa de ellos se habÃan ido reuniendo ante la alcaldÃa en la pequeña plaza de los Abades, cuando llegó Delaberge. Como es fácil adivinar, habÃa dormido muy mal aquella noche y su pálido rostro conservaba las huellas de sus pasadas conmociones. Con la lucidez de espÃritu que suele producirse al despertar, se le apareció la situación más cruel todavÃa. Cuando se arrepentÃa de no haberse creado una familia, cuando pensaba precisamente en el matrimonio, venÃa a ofrecerle el destino esa irónica sorpresa... Mientras él arrastraba por el mundo su soledad y sus nostálgicos ensueños de paternidad, allá en un rincón de un pueblo medio perdido entre los bosques, habÃa un muchacho robusto e inteligente que le debÃa a él la vida. Y cuando hubiera podido amar a ese muchacho, cuando se hubiera sentido orgulloso de confesarlo por hijo suyo, veÃase condenado a olvidarle, a comprimir en lo más secreto de su corazón los fuertes impulsos de su ternura. Lo mejor que podÃa hacer en favor de este hijo suyo era marcharse y no verle nunca más... HabÃa de ahogar en germen ese amor que hubiera sido para él un verdadero consuelo.
Ha sido muchas veces desmentida la «voz de la sangre» y es necesario convenir en que, en determinadas condiciones permanece muda en absoluto. D'Alembert podÃa con razón decir que su verdadera madre era la mujer del vidriero que le recogió y no la señora de Tencin, que le habÃa abandonado. Es probable que Simón hubiera experimentado un sentimiento parecido con respecto al PrÃncipe si se le hubiese revelado su verdadero origen. Pero, en el caso de Delaberge, el instinto paternal bruscamente despertado en su corazón, hablaba un lenguaje muy diferente. A la vista de ese hijo suyo que tanto se le parecÃa y que le habÃa sido tan simpático desde los primeros momentos, sentÃa como una especie de admirado amor y se decÃa a sà mismo que no podrÃa consolarse jamás de haberle tan pronto perdido.
Avanzó lentamente hacia la alcaldÃa, buscando a Simón Princetot entre los campesinos allà reunidos y sintiéndose hondamente disgustado al no verle. Todos aquellos hombres que discutÃan libremente y en voz alta, se callaron en seco al acercarse el inspector general. Apartáronse para dejarle pasar y apenas si le saludaron, contentándose con observarle de reojo.
Embarazado con acogida tan llena de desconfianza, Delaberge se dirigió rápidamente hacia la puerta del edificio en el momento preciso en que daba las diez el reloj. En aquel mismo instante apareció Simón en la plazuela caminando con paso firme y decidido, grave el continente, amable el rostro y brillante la mirada.
Los grupos se estrecharon en torno de él y todas las manos se tendieron afectuosamente hacia la suya. El mismo Delaberge, deteniendo de nuevo el paso, se preguntó si no irÃa también a hablarle... Simón le habÃa visto ya, sus miradas se cruzaron y el impulso generoso del inspector general se vio cortado por la mirada hostil que el joven le habÃa dirigido.
Cambiaron un frÃo saludo y en seguida se dirigieron separadamente hacia la alcaldÃa: Simón en medio de todos sus amigos y teniéndose que contentar Francisco con la compañÃa del alcalde que acababa de separarse de los demás para recibir oficialmente al representante de la Administración pública.
En la sala de la alcaldÃa, desnuda y de paredes blanqueadas, sentado a la derecha del alcalde el inspector general presenció la entrada de los individuos del sindicato. Fueron llegando en fila, llevando unos la blusa nueva que les caÃa en pliegues rÃgidos sobre el pantalón de lana, y luciendo otros sus trajes del domingo ya pasados de moda. Sentados en semicÃrculo en torno de la ancha mesa, frotábanse maquinalmente sus rugosas manos y avanzando su cuello tostado por el sol y por el aire, dirigÃan sus curiosas y circunspectas miradas hacia aquel elevado funcionario que la Administración les enviaba de ParÃs. Simón entró el último y fue a sentarse en el centro casi enfrente de Delaberge, quien, al ser invitado a ello por el alcalde, se levantó para dar a conocer el objeto de su misión.
Independientemente de la emoción que le causaba la presencia del hijo de Miguelina, el hecho de no haber recibido a tiempo la respuesta del ministerio le dejaba en situación desairada, pues no podÃa ofrecer al sindicato la equitativa solución que él habÃa imaginado y esto le quitó una parte de su natural elocuencia. No podÃa entonces hacer otra cosa que escuchar las quejas de los usuarios sin poder proponerles en el acto una transacción satisfactoria. Se limitó, pues, a leer la comunicación que le daba plenos poderes para someter el litigio a nuevo examen y estudiar las bases de un arreglo. Hecho esto, declaró que se sentÃa animado de los mejores sentimientos de conciliación y muy deseoso de encontrar, de acuerdo con el sindicato, una solución que, sin lesionar los derechos del Estado, diese satisfacción a los intereses del municipio y de los particulares.
Sus palabras fueron escuchadas en medio de un glacial silencio y en seguida volviéronse todas las miradas hacia Simón Princetot, que se preparaba ya a replicar.
El joven, sin mostrarse en lo más mÃnimo conturbado, habló con entonación firme y seca, diciendo:
—Muy corta será nuestra respuesta. Como acaba de decirnos, el señor inspector general tenÃa la misión de visitar los bosques de Val-Clavin y examinar el emplazamiento de las nuevas tierras de pastoreo. Si, según era su deber, ha procedido detenidamente a esa visita, se habrá podido dar fácilmente cuenta de la naturaleza y del valor de las tierras que ahora se nos ofrecen. Sabe, por consiguiente, tan bien como nosotros, que los bosques de Carboneras son insuficientes en cuanto a leña e impropios en cuanto al pastoreo, privados de caminos de comunicación, y que nos es, por tanto, imposible consentir en lo que serÃa para nosotros un odioso engaño. Pido, pues, al mandatario de la Administración pública que nos diga francamente si aprueba la solución injusta que al conflicto han dado los forestales de Chaumont...
Mientras Simón hablaba, el inspector general tenÃa fijas en él sus miradas con una atención llena de ternura.
Ahora es cuando se daba cuenta más exacta de esa semejanza que tanto habÃa sorprendido a la señora Liénard. Esa semejanza no saltaba a los ojos, como habÃa maliciosamente pretendido la Fleurota; para descubrirla era necesario estudiar muy de cerca y en la intimidad los modos de ser y de expresarse del joven Princetot. ConsistÃa no tanto en la paridad de los rasgos fisonómicos como en la analogÃa de las inflexiones de voz y del ademán sobrio y enérgico; consistÃa principalmente en un idéntico temblor de los párpados y de los labios bajo el golpe de una irritación súbita. DescubrÃase también en ciertos pequeños detalles que solamente Francisco podÃa apreciar; asÃ, por ejemplo, Simón llevaba vestidos oscuros, mostraba en toda su persona un exquisito cuidado, sin aquel rebuscamiento empero que suele gustar a los jóvenes, sin un solo color vistoso, sin una sola joya. Siempre habÃa sentido Delaberge predilección por los colores oscuros, la misma repugnancia por las joyas demasiado vistosas, y con la más profunda emoción iba comprobando esa semejanza de gustos, esas singulares afinidades... De tal modo estaba absorbido en su ansioso examen que no se dio cuenta al principio de la acerba entonación y de las agresivas intenciones que Simón ponÃa en su réplica.
Solamente los murmullos de aprobación con que fueron acogidas las palabras del joven le sacaron de su ensueño y entonces comprendió que se le atacaba de frente.
—Señores—objetó con suave tono,—comprendo muy bien su impaciencia, pero las formalidades administrativas van menos de prisa que sus deseos. Hecha está mi opinión en este asunto y expresada la tengo en mi informe dirigido al ministro. Sin embargo, el deber profesional me obliga a guardar silencio hasta haber recibido de ParÃs una respuesta. No puede tardar, y apenas la reciba me apresuraré a ponerla en su conocimiento.
—Demasiado conocemos esos medios dilatorios—interrumpió Simón;—hace ya dos años que se nos quiere engañar con promesas y aplazamientos. Nada le cuesta a usted la paciencia, señor inspector general, pues cobra su sueldo del mismo modo. Bastante más cara es para nosotros, pues nos perjudican mucho esas lentitudes administrativas. Mientras usted nos adormece con buenas palabras, quedan desconocidos nuestros derechos, nuestros intereses sufren y disminuyen nuestros recursos. No podemos por más tiempo aguardar a que resuelvan el asunto esos agentes forestales que nos mandan de ParÃs y que no hacen sino engañarnos...
Bien clara habÃa de ver con esto Delaberge la animosidad de su contrincante. Las duras e irritantes palabras de Simón tenÃan un carácter de violencia que no consienten las discusiones puramente jurÃdicas. Por encima de la administración pública, rectamente se dirigÃan contra el inspector general. No era un adversario lo que éste tenÃa enfrente, sino un enemigo.
No comprendÃa Delaberge el motivo de ese inesperado ataque; y era mayor aún su dolor al verse objeto de una hostilidad semejante por parte de aquel joven que era hijo suyo y a quien de buena gana y con la más profunda terneza hubiera estrechado contra su corazón. Se habÃa ya resignado a separarse de él como de un extraño; pero dejarle por todo recuerdo ese odio inexplicable, constituÃa para él una amargura suprema que le hacÃa sufrir hondamente.
—¿No es ésta la opinión de todos los aquà reunidos?—continuaba Simón volviéndose hacia los campesinos, que abrÃan inmensamente los ojos y le escuchaban admirados.—¿No es tiempo ya de que pasemos de las palabras a los actos?... Puesto que la Administración quiere ser con nosotros equitativa, no nos queda más que dirigirnos a los tribunales... Que todos aquellos que sean de mi parecer levanten la mano.
Y como movidos por una misma descarga eléctrica, todos aquellos hombres levantaron sus nudosas manos con amenazadora energÃa.
—¡Muy bien!—exclamó triunfante y, dirigiéndose luego hacia Delaberge, con mirada retadora le dijo:—Señor, nada más tenemos que decirle en estos momentos... En el término de veinticuatro horas, recibirá usted nuestra respuesta por mano del procurador.
Levantóse y se dirigió hacia la puerta seguido del grupo de los usuarios. El mismo alcalde se batió en retirada y dejó sólo al inspector general. Sorprendido y con el corazón lleno de amargura, se quedó Francisco un momento solo en la sala desnuda y vacÃa, escuchando el pesado andar y las risotadas de los campesinos que bajaban atropelladamente la escalera y percibiendo en medio de aquel ruido esas palabras dichas con burlona voz: «¡Muy bien! ¡Maltrecho y sin palabra, le ha dejado Simón a ese orgulloso parisiense!»
Movido por el despecho y también por el vehemente deseo de conocer la causa de tan incomprensible enemiga, Delaberge abandonó a su vez la sala. Desde los umbrales de la alcaldÃa vio a Simón Princetot despidiéndose de sus amigos y atravesando lentamente la plazuela. El inspector general apretó el paso y le alcanzó ya bajo los tilos del paseo. Caminaba el joven con las manos en los bolsillos e inclinada meditativamente la cabeza. A solas ya, se iba disipando poco a poco su satisfacción por el triunfo obtenido. El calor y las irritaciones de hacÃa poco iban dejando lugar a una reflexión más justa y mesurada. Se acusaba Simón de haber mezclado su rencor personal en una cuestión de negocios, comprometiendo quizás los mismos intereses que se le habÃan confiado... Nada realmente habÃa ganado obrando como un niño que golpea la piedra que le ha hecho caer. Su cólera en nada podÃa cambiar los hechos desgraciados que la habÃan motivado. Después, lo mismo que antes, continuaban siendo sus desilusiones iguales. Lo que la vÃspera habÃa observado, oculto tras los abedules próximos a la puertecilla del parque, no dejaba de ser una realidad desoladora... La señora Liénard no se preocupaba de él y reservaba para su rival todas sus amables atenciones... SentÃase el corazón lleno de amargores al recordar lo que habÃa visto la tarde anterior en Rosalinda: veÃa la puertecilla abrirse bruscamente, aparecer en ella amable la hermosa viuda y tender a Delaberge su mano en la que éste dejaba galantemente un beso...
Mientras sentÃa irritarse más sus celos y sangraba dolorosamente su corazón a tan odioso recuerdo, oyó muy cerca los precipitados pasos y la voz de aquel mismo hombre a quien de tal modo aborrecÃa.
-Señor—murmuró Delaberge,—tenga la bondad de concederme un momento.
Volvióse Simón y una llamarada de odio brilló en sus ojos; supo, sin embargo, contenerse. Silenciosamente, se dirigió hacia una calle transversal mucho más solitaria.
—¿Qué me quiere usted?—preguntó cruzando los brazos.
—Me ha parecido que en la alcaldÃa se ha dejado usted llevar de impulsos apasionados más bien que prudentes... Créame usted, espere aún dos dÃas antes de tomar una resolución extrema... No le hablo ahora como adversario, sino como amigo.
—Usted no es mi amigo—replicó con dureza el joven.
—Deseo serlo de todo corazón y me sorprende su hostilidad. Sin embargo, no creo haberle dado motivo para que me trate como enemigo, desde la tarde en que juntos volvimos de Rosalinda.
Esta alusión a Rosalinda, lejos de calmar al hijo de Miguelina, pareció aumentar todavÃa su irritación.
—¡Detesto el disimulo!—exclamó.—Me prometió usted aquel dÃa obrar lealmente y con justicia respecto a los usuarios, y me ha engañado usted...
—¡No me acuse a la ligera!—repuso Francisco con una mansedumbre que no impresionó a su interlocutor.—Le repito que he escrito ya al ministro y no tiene usted derecho a condenarme sin saber en qué sentido lo hice... ¿Por qué motivo no me concede usted su confianza y me niega los dÃas de plazo que le pido?
—¿Por qué?—replicó Simón, dejándose llevar por el ardor juvenil que no podÃa ya contener.—Porque he adivinado sus intenciones, porque sé lo que se propone con su perpetua dilación... ¡Esto le permite prolongar su estancia aquà y multiplicar sus visitas a Rosalinda!
Delaberge le miró con honda estupefacción y de nuevo se sintió dolorido por la enemiga que brillaba en sus ojos.
—Me extraña—dijo con acento de reproche—que mezcle usted a la señora Liénard en nuestra discusión.
—¡Ah!—murmuró sarcásticamente el joven Princetot.—¿Esto le extraña?... Aunque sabe usted disimular muy bien, le desagrada conocer que ha visto alguien su juego y ha descubierto el motivo de sus equÃvocas asiduidades.
—Mis asiduidades nada tienen de misterioso—repuso el inspector general, levantando con indiferencia los hombros,—y no tengo razón ninguna para esconderme cuando voy a Rosalinda.
—¡Pero se esconde usted para salir!
—¿Que yo?...
—SÃ, usted... Ayer tarde salió usted del parque por una puertecilla... ¡Atrévase a negarlo!
—Ahora comprendo...
Estas últimas indicaciones recordaron a Delaberge el incidente que otros hechos más graves le habÃan hecho olvidar; recordó la huida de aquel hombre desconocido a través de los campos y que de tal modo se parecÃa a Simón.
Fue como un rayo de luz que iluminó la situación e hizo más inteligible para Delaberge la extraña conducta del joven Princetot... El pobre muchacho amaba a la señora Liénard. Con la viva intuición de los enamorados, adivinó los propósitos matrimoniales de un recién llegado que le parecÃa sospechoso y el demonio de los celos mordió en su corazón. Ya mal dispuesto contra ese intruso, habÃa vigilado sus visitas a Rosalinda, le habÃa sorprendido saliendo de la finca por una puerta de la que no se servÃan mucho sus propietarios y esto encendió en su alma la violenta enemistad que acababa de estallar furiosa en la reunión de la alcaldÃa.
Un sentimiento de honda pena, una lástima dolorida llenó todo el espÃritu de Delaberge... ¡No le faltaba más que ser el rival de su propio hijo! Lo que en él habÃa de sensibilidad generosa, adormecida por una larga práctica del egoÃsmo y por la costumbre de no vivir sino para sÃ, despertóse súbitamente en su corazón. Tuvo clara conciencia de sus responsabilidades y de la situación casi trágica en que se encontraba... Sintió que una profunda emoción le oprimÃa el pecho y le humedecÃa los ojos.
—De manera—murmuró con insegura voz—que era usted quien me espiaba...
—¡SÃ, yo mismo!—afirmó Simón lanzando sobre su interlocutor una mirada de cólera y de reto.
Hubo un momento de silencio; después puso Delaberge su mano sobre el hombro del joven y repuso:
—Hijo mÃo—y sintió como una amarga dulzura en los labios al pronunciar estas palabras,—la pasión le ha cegado... Sus sospechas no se fundan sino en simples apariencias, pero desde el momento que esas apariencias han podido engañarle a usted y hacerle sufrir, es seguro que habré cometido yo alguna falta... Me apena profundamente que mi irreflexiva conducta haya podido inducirle a error.
Simón pareció desconcertado por la humildad de esa confesión y contempló a su interlocutor menos hostilmente, a pesar de lo cual persistÃa aún en sus ojos y en la, contracción de sus labios un resto de desconfianza.
—Le aseguro a usted—continuó Francisco—que siento por la persona de que hablamos, una muy afectuosa estimación, pero que no pienso ni en hacerle la corte, ni en casarme con ella... Ya ve usted que le hablo con toda franqueza; tenga usted conmigo un poco de confianza y contésteme: ¿está usted enamorado?
Simón se turbó y el rubor coloreó sus mejillas... el rubor de un joven seriamente enamorado y que se escandaliza al ver descubierto el tÃmido amor que guardaba religiosamente escondido.
—¿Por qué tal suposición?—balbuceó inseguro.
—Porque—replicó Delaberge,—serÃa sin esto imperdonable el espionaje a que se ha entregado... Solamente la pasión puede excusarle... Usted ama a la señora Liénard.
Confuso, bajó el joven la cabeza y replicó hoscamente:
—¿Con qué derecho me interroga usted?
—Con el derecho que usted me ha dado tratándome como rival a quien se detesta... Su antipatÃa no puede explicarse sino por la ceguera de los celos, y por esta misma razón le repito que está usted enamorado de la señora Liénard.
—¿Se burla usted de m�—murmuró Simón esquivando la mirada de Delaberge.
—No, hablo con toda mi seriedad... En su edad es un sentimiento natural y no tiene por qué avergonzarse.
—Solamente yo soy el dueño de mis pensamientos... No he de dar a nadie cuenta de ellos.
—¿Ni siquiera a la señora Liénard?
—A ella menos que a nadie... Si lo que usted supone fuese cierto, yo le juro que nunca lo sabrÃa ella... ¡No permitiré yo que pueda sospechar jamás una locura semejante!
—¿Una locura?... ¿A qué llama usted una locura?
—Llamo locura a amar un imposible... No somos ella y yo de un mundo mismo...
Francisco sonrióse melancólicamente y habló asÃ:
—Estas consideraciones no suelen pesar mucho sobre el corazón de una mujer que ama, y no hay motivo para que Camila no le ame a usted. Es usted su igual por el espÃritu y por la educación; es ella demasiado inteligente para no haber apreciado sus méritos... Sea usted menos modesto y no desespere de nada... De todas maneras, después de lo que acabo de decirle, ya ve usted que no he de hacerle yo la menor sombra. No me tenga por enemigo, y además le ruego que aguarde un poco para tomar una resolución extrema en el asunto de los deslindes... Mañana, pasado mañana lo más tarde, podré sin duda comunicarle algo que le demostrará la injusticia de sus sospechas... Adiós...
Y como si de pronto hubiese temido que le traicionase la emoción, alejóse bruscamente del hijo de Miguelina.
Algunas horas después Delaberge se internaba en el bosque y se dirigÃa muy pensativo hacia Rosalinda.
No tenÃan sus pensamientos ni la ligereza de las blancas nubecillas que corrÃan por encima de los árboles, ni tampoco la alegrÃa de las flores, cuyas notas de color vivÃsimo salpicaban la hierba, sino que eran muy graves y trascendentales.
«S×iba diciéndose,—Miguelina se engaña: algo hay que puedo yo hacer por ese muchacho que es mÃo y de quien la fatalidad para siempre me separa... Puedo darle la felicidad con que sueña y que desespera alcanzar. Ama a la señora Liénard, y ella siéntese también inclinada a amarle. Solamente que, por orgullo, teme el muchacho descubrir su ternura, y ella también, demasiado respetuosa con ciertas exigencias sociales, duda en dejarse llevar por sus propias inclinaciones. Pues bien, yo puedo servir de lazo de unión entre estos dos corazones que se desean y no se atreven a confesarlo. Dignos son el uno del otro y como hechos para saborear esa felicidad rarÃsima: el amor en el matrimonio. Esta felicidad yo se la habré dado y al menos tendré una acción buena en mi existencia inútil. Me consolaré en mi soledad pensando que ellos son felices y, aunque delgadÃsimo, esto será un lazo de unión entre mi hijo y yo.»
Esta idea le alegró un poco el corazón, y meditando en todo ello perdÃase su mirada en las lejanÃas del bosque... Una apagada y verdosa claridad reinaba en aquel fresquÃsimo lugar. Los diminutos pétalos que envuelven los botones de las hayas antes de su completa madurez, se desprendÃan de las ramillas y caÃan al suelo como finÃsima lluvia, produciendo un rumoreo apenas perceptible, mientras un rayo de sol los hacÃa a veces brillar como si fuesen polvillo de oro.
«Durante toda mi existencia—pensaba Francisco—han ido cayendo en el pasado todos mis dÃas, lo mismo que esos pétalos secos, sin que un solo acto generoso los haya iluminado un instante. Ya no será ahora asÃ, ya tendré un rayo de sol en mi pobre vida.»
Del mismo modo que el verdor le refrescaba los ojos, la idea de que iba a trabajar por la felicidad de Simón, de que ya no vivÃa únicamente para sÃ, le refrescaba el alma. Esto le daba valor para hablar a la señora Liénard de esos delicados asuntos de sentimiento, tan peligrosos cuando se ha estado a punto de amar a la mujer con quien se trata de ellos.
Mucho se esforzaba en olvidarla, pero no podÃa disimularse que aún sentÃa una tierna inclinación hacia esa mujer, cuyo sabroso encanto y cuyo espÃritu lleno de alegres ternuras habÃan por un momento hecho latir su corazón de cincuentenario. En el aire perfumado de los bosques la riente imagen de la señora Liénard se le aparecÃa con mayores atractivos aún; veÃa sus ojos lÃmpidos, su frente pura y la morbidez de sus mejillas aterciopeladas, la gracia de sus labios... Se apoderaba de él una profunda melancolÃa al pensar que todas esas delicias, que todas esas suavidades de la intimidad femenina no se habÃan hecho para él. Un húmedo soplo, que de vez en cuando movÃa las hojas de los árboles y parecÃa subir de las profundidades del bosque iba murmurando en sus mismos oÃdos: «¡No será para ti!...»
De pronto, la presencia de un roble joven y robusto, que elevaba a los cielos su tronco recto y liso, le recordaba a su hijo Simón y le hacÃa avergonzarse de su vuelta al egoÃsmo.
«Seamos fuertes—se decÃa entonces,—si no te costase esto un sacrificio, ¿dónde estarÃa el mérito del acto que vas a cumplir?»
Arrojaba de sà con energÃa esas añoranzas y luchaba valientemente con esos enternecimientos retrospectivos. QuerÃa presentarse ante la señora Liénard, dueño por completo de sà mismo, a fin de hacer más persuasivas sus palabras y arrancarle la confesión de su amor por el joven Princetot. Apresuró el paso como si la rapidez de la marcha hubiese tenido la virtud de avivar sus ardores y de espolear su voluntad. Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligero latir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en el salón donde se encontraba la señora Liénard.
—¡Ah!—exclamó ésta al verle,—en la cara le conozco que viene usted para despedirse...
Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa de sus labios y de sus ojos.
—No sé cómo expresarle—continuó diciendo la joven—hasta qué punto me entristece la idea de su marcha.
Mientras hablaba, sus clarÃsimos ojos se ensombrecÃan y cubrÃanse de una sutil humedad, por lo que Delaberge comprendió que eran absolutamente sinceras sus palabras.
—S×repuso Francisco también profundamente conmovido;—vengo a despedirme de usted; probablemente marcharé mañana.
—¡Tan pronto!... Me han dicho, sin embargo, esta mañana que de su conferencia con los usuarios no ha resultado nada bueno... ¿Habremos de renunciar a toda esperanza de arreglo?
—Eso no; lo que hay es que les ha faltado a los usuarios un poco de paciencia... No he recibido todavÃa la respuesta del ministro; pero, entre nosotros, puedo decirle que estoy casi seguro de que habrá de ser satisfactoria.
—Gracias por el interés que nos demuestra... Mas es para mà un dolor que usted se marche... Me habÃa acostumbrado ya a sus buenas visitas, y no puedo imaginarme que sea ésta la última... Siéntese aquÃ, muy cerquita...
Hablaba con tono tan afectuoso, filial casi, que fue dando a Francisco mayor aplomo para abordar la delicadÃsima cuestión de que querÃa hablarle. Se sentó a su lado y le dijo asÃ, esforzándose por sonreÃr:
—Antes de separarnos, señora mÃa, serÃa bueno quizás que reanudásemos nuestra conversación de ayer... Temo no haber correspondido como debÃa a la confianza de que me dio usted tan gran testimonio... Al ver mi prisa por marcharme, seguramente me acusó usted de indiferencia. No hay nada de eso. He pensado mucho, por el contrario, en todo lo que usted me dijo y he tomado en ello un verdadero interés.
—¿Será cierto?... Me alegro mucho, pues ya me sentÃa avergonzada de no haberle hablado sino de mà y casi me arrepentÃa de haber estado contándole tan minuciosamente las quimeras que rebullen en mi loca cabeza.
—¿Es que no son en realidad sino quimeras?
Camila Liénard se ruborizó y abrió inmensamente sus hermosos ojos. Delaberge prosiguió:
—En ese retrato que hizo usted del marido soñado, pienso que no es imaginario todo... Puede que haya en alguna parte un ser real en quien usted pensase... inconscientemente, cuando me iba enumerando las cualidades de su ideal.
—No... no, yo se lo aseguro; yo no sé...
—Pues bien, esta última noche, he pensado tanto en todo esto que he acabado por leer muy claramente en el fondo de su corazón.
—¡Vaya!...—murmuró la dama afectando tomarlo a broma.—En ese caso, serÃa usted mucho más hábil que yo misma... ¿Y qué es lo que ha leÃdo usted en mi corazón?
—Probaré de explicárselo... Se ha encontrado usted con alguien hacia el cual se siente secretamente atraÃda y al que cree enteramente digno... Si no escuchase más que su propio gusto, irÃa usted espontáneamente hacia él... Pero ese joven... porque es joven—añadió con un poco de tristeza,—aunque es su igual por la inteligencia y por el corazón, no pertenece a la misma clase social que usted, y se siente detenida por escrúpulos convencionales; teme usted que sus amigos, que las personas de su propia sociedad condenen la elección y condenen el suyo como un matrimonio desigual...
Mientras Delaberge hablaba, la señora Liénard habÃa vuelto un poco su rostro y con una de sus lindas manos hurgaba nerviosamente en las flores de un jarrón que tenÃa a su alcance.
Arrancó por fin una ramilla de madreselva y la fue desmenuzando poco a poco entre sus rosados dedos.
—Sea usted franca y dÃgame si he leÃdo bien en su corazón.
—Creo... que s×murmuró la viuda sin mirarle.
—Y ahora, ¿desea usted que le diga el nombre de ese joven?
—No—murmuró levantando hacia él sus húmedos ojos; después añadió aturdidamente, con una vivacidad en que se descubrÃa a la vez su contento y su angustia:—Usted le ha visto... El es quien le ha hablado de mÃ...
—No, él tiene demasiado orgullo para confiarse asà a un extraño.
—Entonces...—exclamó impetuosamente la señora Liénard.—¿Cómo ha podido adivinar usted?...
—Seguramente conoce usted—dijo sonriendo Delaberge,—aquel dicho de su paÃs: «Los enamorados llevan sobre sà una planta cuyo perfume embalsama los caminos por donde pasan». Cuando mi primera visita, este perfume embalsamaba Rosalinda entera, y al regresar a Val-Clavin, acompañado del señor Princetot, adiviné que llevaba consigo la planta y que florecÃa por usted.
El rubor cubrÃa las mejillas de la señora Liénard, sus labios sonreÃan y brillaban sus ojos con luces del alba, pero no podÃa articular ni una palabra. Por única respuesta, con gentil movimiento de gratitud tendió sus dos manos a Delaberge, quien las guardó un momento entre las suyas.
—No—prosiguió diciendo.—Simón Princetot no me ha hecho confidencia alguna... Mis palabras no tienen otro motivo que el vivÃsimo y simpático interés que siento por usted, señora mÃa... Volvamos ahora a sus escrúpulos. En realidad, si duda usted y vacila en seguir su propia inclinación, no es sino por el temor de lo que han de decir las gentes...
Camila convino en ello con toda franqueza. Aunque vivÃa muy independiente, no dejaba de tener parientes y amigos de rancio pensar, que sin duda se escandalizarÃan. En provincias, todavÃa les parecen a muchas gentes infranqueables las barreras que separan a las distintas clases de la sociedad; los perjuicios y las prevenciones persisten con mayor fuerza que en ParÃs; se conocen unos a otros demasiado para no ser esclavos del qué dirán. El dÃa en que sus relaciones supiesen su matrimonio con el hijo de un hostelero, quedarÃa descalificada y se harÃa el vacÃo en su derredor... Su primera educación y la influencia del medio habÃan hecho al propio Delaberge muy formalista; tenÃa el culto de lo respetable y el espÃritu de la jerarquÃa, y por eso comprendÃa tan bien los escrúpulos de la señora Liénard. En otra ocasión, tal vez los hubiera aún exagerado. Pero cuando se juzga en causa propia, se es menos rÃgido y muchas veces un deseo nos hace cambiar los más Ãntimos sentimientos.
El vivo interés que el inspector general sentÃa ahora por Simón le llevaba a transigir con sus antiguos principios y sin mucho miramiento pegó fuego a sus naves.
—Seguramente—dijo,—en las cuestiones de pura conveniencia hemos de tener en cuenta la opinión pública. Pero cuando se trata de unir para siempre la propia vida con la vida de otro, no se ha de escuchar sino la voz del corazón. Por otra parte, examinándolo bien, tal vez no están del todo justificadas las desaprobaciones que usted teme... Simón es un hombre superior, es muy querido y aun popular en todo el paÃs, y si un dÃa le tienta la polÃtica, no hay duda que puede abrirse camino hasta llegar al Parlamento. Si quiere utilizar sus excelentes cualidades en la Administración pública, yo le prometo ayudarle con todas mis fuerzas. En todo caso, paréceme que tiene suficiente voluntad y los méritos necesarios para llegar muy alto. Añada usted a todo esto, que sus padres son ricos y que adoran a su hijo. Si un dÃa creen que su actual profesión es un obstáculo para su matrimonio, crea usted que no vacilarán en vender la hospederÃa y en vivir como burgueses, de sus rentas... Y entonces nada quedará ya de las suspicacias y prevenciones de sus amigos. La gente pone pronto buena cara a todo aquel que triunfa, y yo le aseguro a usted que Simón triunfará. AsÃ, pues, no le preocupe la opinión de los demás: deje a un lado todo prejuicio, siga sus propias inclinaciones y ame usted a quien le ama.
—Gracias, señor Delaberge—respondió ella, premiándole sus consejos con una mirada llena de ternura;—tiene usted razón completa, y no escucharé sino la voz de mi corazón.
—Sea en buena hora... Es probable que venga Simón mañana o pasado para darle cuenta de la resolución recaÃda en el asunto de los deslindes... Recuerde usted bien que es noblemente orgulloso y muy reservado. Ayúdele usted a hacerle más expansivo... Es usted mujer, y estoy seguro de que sabrá arrancarle su secreto... Y ahora, señora mÃa—añadió levantándose,—voy a despedirme de usted... para mucho tiempo.
—¡TodavÃa no!... Antes que se marche quiero que visite por última vez los jardines de Rosalinda.
Le llevó hacia la terraza y cruzaron las anchas avenidas del jardÃn donde las flores ponÃan toques de encendido color y donde las madreselvas llenaban el aire con su penetrante perfume.
Como el primer dÃa, se apoyó Camila suavemente en su brazo y le hizo admirar de una en una, sus plantas y sus flores. Visitaron el rústico emparrado bajo el cual habÃan hecho sus ramos un dÃa y desde el que se disfrutaba de tan maravillosas perspectivas; siguieron un trecho por las orillas del riachuelo sobre cuyas tranquilas aguas inclinaban los sauces sus ramajes; no se detuvieron sino en la glorieta donde tuvo Delaberge la primera revelación del amor de Camila por el hijo de la señora Miguelina....
Este paseo iba recordando a Francisco sus desvanecidos ensueños de ternura y toda sus ilusiones muertas... TenÃa para él la melancolÃa de los crepúsculos de otoño, y también el tibio perfume de un ramo de violetas medio mustias.
Cuando volvÃan por la avenida principal, donde florecÃan sus hermosos rosales, la señora Liénard arrancó una rosa de púrpura y la ofreció a Delaberge con una mirada llena del más profundo reconocimiento:
—Deje que haga florecer sus manos... Por el camino aspirará usted el perfume de esta rosa y él le recordará mejor a su pequeña amiga de Rosalinda... Gracias, señor Delaberge, gracias... Ha sido usted muy bueno para mÃ... Bueno como un padre.
—¡SÃ, como un padre!—murmuró Francisco, pensando, lleno de dolor, en que estas palabras encerraban la más cruel de las ironÃas.
Atrajo hacia sà a la señora Liénard, besó en silencio su frente purÃsima, y partió...
Lentamente hizo de nuevo el camino que habÃa hecho una tarde en compañÃa de Simón. Vio el hermoso y robusto árbol que el joven con tan profunda pasión habÃa estrechado entre sus brazos, y a su vez, impulsado por una infantil superstición, quiso abrazarlo también...
Al pasar cerca de los lavaderos en que la Fleurota le habÃa tan brutalmente revelado su triste paternidad, apretó el paso y volvió hacia otra parte los ojos... Llegó con esto cerca del pueblo y se detuvo un momento junto al estanque inmóvil en cuyas aguas el sol del ocaso ponÃa irisados reflejos; dormÃa taciturna el agua en medio de los espesos cañaverales que el viento agitaba suavemente, meciendo con aires de compasión sus blancos penachos. Un coro de ranas elevábase de vez en cuando de entre los tallos verdeantes y rectos y después súbitamente se apagaba, dejando percibir en toda su intensidad el silencio de los campos. ¿Habrá llegado ya la respuesta del ministro?—pensaba Delaberge.—Si llega esta tarde, todo habrá concluido... y mañana marcharé.
La cocina del Sol de Oro tenÃa su habitual aspecto de todos los dÃas. Perezosamente apoyado en los umbrales de la puerta, el PrÃncipe silbaba aguardando la hora de comer. El fuego era más vivo que nunca y la señora Princetot, preocupada con sus cacerolas, ni siquiera levantó los ojos al entrar Delaberge. La delgadÃsima criada, sentada ante la mesa, preparaba displicentemente una ensalada.
—¿No ha traÃdo nada el cartero?—preguntó el inspector general.
—Sà que ha traÃdo, señor Delaberge—respondió el PrÃncipe que, al fin, se decidió a abandonar los umbrales de la puerta.—Hay un telegrama para usted.
Con tardo paso, se dirigió hacia una pequeña vitrina, fijada en la pared y en la cual se guardaban las cartas que llegaban dirigidas a los viajeros. Abrióla y entregó a su huésped un pequeño pliego.
A pesar de su aparente indiferencia, lo mismo el hostelero que su mujer sentÃanse vivamente intrigados por ese telegrama encerrado en el sobre amarillo en que se ponen los despachos oficiales. Sospechaban que ese pliego contenÃa la respuesta ministerial y hacÃa ya más de una hora que aguardaban impacientes el regreso de Delaberge.
Mientras éste, después de haber roto el sobre, se acercaba a la puerta para leer mejor el telegrama, el PrÃncipe, guiñando sus ojuelos llenos de malicia, observaba disimuladamente el rostro del lector y trataba de descubrir en él si la noticia que el papel contenÃa iba a ejercer una buena o mala influencia sobre el importante asunto que tanto interesaba al pueblo. Por su parte, la señora Miguelina, olvidando un momento sus cacerolas, dirigÃa su furtiva mirada en la dirección de su antiguo amante y pensaba con honda angustia: «¿Se marchará, al fin?»
El telegrama oficial decÃa de este modo:
Director general de montes a inspector general, en Val-Clavin.—Proposiciones aprobadas por el ministro. Nuevas instrucciones en este sentido se mandan al inspector provincial de Chaumont.
Plegó Delaberge tranquilamente el telegrama y se lo metió en el bolsillo. Su rostro expresaba una visible satisfacción.
—Señora Princetot—dijo,—marcharé mañana por la mañana y le agradeceré, lo mismo que al señor Princetot, que me preparen esta misma noche la cuenta...
Aquà se detuvo un momento como para ganar un poco de aplomo y después continuó dirigiéndose a sus dos huéspedes, aunque más particularmente a Miguelina:
—Mi comisión ha terminado y no es probable que se me presente nueva ocasión de volver a Val-Clavin. De manera que mi despedida de esta noche es definitiva... Les agradezco mucho todas sus atenciones y voy a pedirles un último favor... En vez de volver a Langres, desearÃa regresar a ParÃs por Is-sur-Tille y Dijón. ¿No tendrÃa su hijo la bondad de conducirme en carruaje mañana por la mañana hasta la estación de Very?
—Nada más fácil—se apresuró a contestar el PrÃncipe;—la estación no dista más que una media hora y Simón le acompañará sin duda gustosÃsimo.
El rostro de la señora Princetot se ensombreció y a pesar de su gran fuerza de disimulo no logró encubrir su viva inquietud.
—¿No podrÃas ir tu mismo, Princetot?—objetó Miguelina.—Simón está siempre tan atareado...
—No, hija, es demasiado temprano para m×repuso el PrÃncipe que gustaba de levantarse tarde.—Simón salta de la cama apenas clarea el alba y, además, eso no le empleará más allá de una hora.
—Me agradarÃa eso tanto más—insistió Delaberge—por cuanto he de hablar con él de ese asunto de los bosques...—Se volvió hacia Miguelina y con voz en que vibraba una sentida súplica añadió:—TranquilÃcese, señora Princetot, no molestaré mucho tiempo a su hijo... ¡No me niegue el placer de hacer el camino en su compañÃa durante los últimos momentos que he de pasar en Val-Clavin!...
La mirada de Miguelina se encontró con la mirada de Francisco y tal vez leyó en ella una solemne promesa de discreción, tal vez comprendió que la palabra «tranquilÃcese» encerraba el compromiso tácito de ser hasta el fin un extraño para Simón, o tal vez se sintió simplemente conmovida en lo más hondo por la humilde súplica del hombre a quien en otro tiempo habÃa prodigado sus amorosas caricias. No insistió ya en sus objeciones y, después de hacer un ademán de aquiescencia, se volvió silenciosa a sus cacerolas...
* *
*
Al dÃa siguiente, a las nueve de la mañana, Brunete, el pequeño caballo bayo, piafaba impaciente ante la puerta del Sol de Oro. Se habÃan colocado ya las maletas en la parte trasera de la charrette inglesa, en la que Delaberge tomó asiento al lado de Simón. Después de algunas palabras de vulgar despedida y de una significativa mirada en que puso la señora Miguelina una súplica de silencio, tomó el caballo el trote por el camino del estanque.
El cielo estaba cubierto y una ligera neblina humedecÃa el rostro y las manos. Delaberge se volvió y al través de la bruma envolvió en una última mirada las casas grises del pueblo, el estanque en que los cañaverales temblaban, el repliegue del valle en que Rosalinda se escondÃa y lanzó un profundÃsimo suspiro. HabÃan llegado a la rampa de Very y, como la cuesta era muy ruda, Simón bajó para aligerar un poco al caballo, precisamente cuando el inspector general meditaba sobre la manera de abordar la cuestión tratada el dÃa anterior en Rosalinda.
Francisco se quedó solo en el carruaje atormentado por sus tristes pensamientos, pues habÃa también neblina en su corazón.
Contemplaba vagamente los bosques, por encima de los cuales flotaban jirones de bruma y entre cuyos árboles los pájaros lanzaban aquel grito lastimero que anuncia los dÃas lluviosos. En cada uno de los árboles del camino le parecÃa ver desfilar una a una sus ilusiones de otros tiempos. ReconocÃa al pasar cada uno de los sitios por donde habÃa paseado con sus agitaciones de joven ambicioso, edificando sus ensueños de fortuna y de ascenso en su carrera. En aquellos tiempos se sentÃa lleno de confianza en sà mismo, se lanzaba por los caminos del porvenir con la intrépida audacia de un aventurero que marcha a la conquista del becerro de oro. El destino se habÃa mostrado con él por demás complaciente, pues obtuvo el triunfo mucho antes de lo que esperaba. Nunca, mientras era humilde guarda general y atravesaba solo los bosques de Val-Clavin, nunca se habÃa atrevido a imaginar que llegarÃa a lo más alto de la escala administrativa.
Y sin embargo, a pesar de sus inesperadas victorias, a pesar de haber visto satisfechas sus ambiciones, ¿qué le habÃan dado en realidad esos veintiséis años devorados uno a uno, consumidos en la fiebre de una labor cotidiana?... Un poco de humo y un puñado de frÃas cenizas: nada fecundo, nada que pusiese un poco de calor en su corazón, nada sólido en suma... La única obra hermosa y útil que podrÃa poner en su activo, era ese apuesto y robusto muchacho que caminaba delante de él, orgulloso de sus veinticinco años y levantando en su imaginación de enamorado castillos en el aire.
¡IronÃas de la existencia!... Sus trabajos administrativos, sus vigilias pasadas en el estudio, sus sabias elucubraciones jurÃdicas, toda esa actividad oficinesca que constituÃa su única gloria, habÃa sido, en fin de cuentas, tan estéril como la zizaña. La única creación de que podÃa envanecerse era debida al azar de unos amorÃos de pueblo, al inconsciente olvido de una hora de placer... Y este hijo, obra suya, carne de su carne, prolongación de su propia personalidad, no podÃa ni tan sólo públicamente reconocerlo; caminaba a su lado y no le podÃa decir: «Tú eres hijo mÃo»; no podÃa hablar con él sino de cosas sin ningún interés...
HabÃan llegado arriba de la cuesta, y de un ligero brinco el joven Princetot tomó de nuevo su sitio en el carruaje; cosquilleó con su látigo el cuello del caballo y recomenzó éste su trote ligero.
Delaberge pensaba con una profunda tristeza que ya no le quedaban por pasar sino algunos instantes al lado de Simón, y que cada una de las vueltas que daban las ruedas del carruaje apresuraban el momento de la despedida... Hubiera querido hablarle Ãntimamente, no dejarle sino después de haberle demostrado con toda discreción sus efusivas ternuras.
—¿Llegaremos a la estación un poquito antes que el tren?—preguntó al joven.
—No se lo puedo decir con exactitud, pues no llevo reloj—repuso Simón;—pero no tema usted perderlo... De aquà a diez minutos divisaremos ya la estación.
—En ese caso—dijo suspirando Delaberge,—apenas si me queda tiempo para hablarle de algo que le interesa mucho... Por fin, recibà anoche la respuesta de la Administración central. El ministro aprueba las conclusiones de mi informe y he aquà en resumen lo que yo tengo propuesto: El proyecto de dar a los usuarios el bosque de Carboneras queda abandonado; en cambio, se les concede una superficie igual que se tomará en la parte más excelente de los bosques de Montegrande, bosques que la carretera de Val-Clavin atraviesa. En este sentido se han dado ya las necesarias instrucciones al inspector de Chaumont. ¿Le parece a usted bien?
—¡No podÃamos desear más ni mejor!—exclamó Simón.—Es muy equitativo, y todos los usuarios aceptarán con alegrÃa sus proposiciones.
—He aquà el telegrama oficial—prosiguió Francisco sacándolo de uno de sus bolsillos.—Nadie lo conoce todavÃa y he querido que fuese usted el primero... Le suplico ahora que sea usted mismo quien lleve la noticia a la señora Liénard... Espero que no ha de serle molesto el cumplimiento de este encargo—añadió con una triste sonrisa—y aun diré que no me faltan razones para creer que la joven le agradecerá saber de sus labios la grata noticia.
—Iré a Rosalinda esta misma tarde—exclamó Simón mientras coloreaba el rubor su rostro.
Delaberge se aproximaba suavemente al hijo de Miguelina... Deseaba sentir el roce de su persona, esperando que este contacto habÃa de recalentar un poco su corazón; después le dijo con voz en que vibraba no se sabÃa qué de paternal:
—Cuando esté en Rosalinda, acuérdese de que los tÃmidos no triunfan jamás y pues ama usted a la señora Liénard, no tema abrirle francamente el corazón... No se detenga a la mitad del camino... Por otra parte, ¿quién ni qué podrÃa hacerle dudar?... Es usted digno de ella por la educación, por el espÃritu y por el carácter... Y en el caso de que, para antes de casarse, desease haberse hecho una situación que satisficiese su amor propio haciendo valer su personalidad, escrÃbame... Yo puedo procurarle un puesto honroso en alguno de los servicios que dependen del ministerio de Agricultura... Ya ve cómo era usted muy injusto conmigo al considerarme como un obstáculo para sus más caros deseos; por el contrario, yo no pido sino encontrar los medios para apresurar su realización...
A medida que hablaba, contemplaba Simón con una mezcla de confusión y de extrañeza a ese desconocido que, lo mismo que las hadas de los cuentos infantiles, venÃa a ejercer una tan benéfica influencia en los destinos de su vida... SentÃase profundamente conmovido por la cordial simplicidad con que ese funcionario le daba tan sabios consejos y le ofrecÃa su valiosa ayuda. Movido a la vez por un sentimiento de vergüenza y de gratitud, balbuceaba encendido el rostro:
—Señor, yo... yo bien quisiera darle las gracias como se merece... mas no encuentro palabras. Siéntome confundido y avergonzado de mis estúpidas desconfianzas... ¿Cómo podrÃa yo demostrarle mi agradecimiento y merecer su perdón?...
—Nada más que guardándome un pequeño recuerdo en su alma...—murmuró Delaberge.
Hubiera querido decir más y expresar con mayor viveza la ternura que subÃa de su corazón a sus labios, en este supremo momento de la despedida. ComprendÃa, empero, la fatal necesidad que le condenaba a reprimir un sentimiento que hubiera parecido sospechoso al hijo de Miguelina. HabÃa prometido no ser para él más que un extraño y el mismo interés del joven exigÃa el religioso cumplimiento de esta promesa. Una terrible angustia le oprimÃa el corazón... Antes de separarse de él para siempre, hubiera deseado dejar a este muchacho que era hijo suyo un recuerdo material de su afecto, algo que obligase a Simón a pensar en él alguna vez siquiera... Súbitamente se acordó de que poco antes, cuando le preguntó si llegarÃan a tiempo, habÃa dicho el joven que no tenÃa reloj, y se le ocurrió la idea de ofrecerle el suyo. Pero, aunque la cosa era insignificante, podrÃa parecer un tanto extraña y ni aún quizás lograrÃa hacérselo aceptar...
Pensando en ello, comenzó lentamente a quitarse la cadena que llevaba pendiente del chaleco y con nerviosidad la hacÃa saltar entre sus dedos. Luego, afectando un aire indiferente y alegre, que amargamente contrastaba con la desoladora tristeza que escondÃa en su corazón, habló asÃ:
—Para que piense usted en mà alguna que otra vez se me ha ocurrido una idea... Me ha dicho usted hace poco que no llevaba reloj; deje que le ofrezca el mÃo... Nada tiene de precioso, pero es muy bueno... Cuando le pregunte usted la hora, se acordará de un viejo solterón que usted tomó ingenuamente por un rival y que, por el contrario, sentÃa por usted una afectuosÃsima amistad...
Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecÃa aturdido y no sabÃa qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos se leÃa a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original—pensaba Simón,—pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»
Y mientras le daba con palabras confusas las gracias, llegaba el carruaje ante la pequeña estación casi perdida en medio de los bosques. Ambos saltaron a tierra y en aquel mismo instante la campana anunció la llegada del tren, resonando dolorosamente sus metálicas vibraciones en el corazón del inspector general. Apenas hubo tomado su billete y facturado su equipaje, se oyó en el fondo del bosque el silbido del tren que llegaba.
Aunque no era posible distinguirle todavÃa al través de la densa niebla, se adivinaba que iba acercándose rápidamente, por las sordas trepidaciones que conmovÃan el suelo... El temblor asustadizo de las hojas y de las ramas que el tren movÃa a su paso, llenaba el bosque de un misterioso murmullo.. Pronto apareció la poderosa máquina como surgiendo súbitamente de la niebla, la fila serpenteante de los vagones se dibujó en negro sobre los húmedos verdores y, con gemidos casi humanos, se detuvo el tren en seco ante la humildÃsima estación.
El joven Princetot habÃa acompañado a Delaberge hasta los mismos andenes... Francisco le envolvió en aquel supremo momento en una afectuosÃsima mirada y nunca le pareció tan evidente su semejanza con el hijo de Miguelina...
—¡Valor, y buena suerte!—le dijo con voz que se esforzaba en hacer serena.—Cuando esté en Rosalinda, no olvide usted ni una sola de mis recomendaciones... Y ahora, hijo mÃo, como no sabemos si hemos de vernos otra vez, venga a mÃ...
Tomó a Simón entre sus brazos, le apretó con fuerza contra su pecho, y tuvo este abrazo tan comunicativos ardores, que el joven se sintió conmovido a su vez y besó a Francisco tantas cuantas veces le iba éste besando también...
Mientras quedaba Simón un tanto sorprendido de la emoción profunda que acababa de experimentar, subió Delaberge al vagón e inmediatamente cerraron la portezuela.
—¡Adiós!...—dijo todavÃa asomando su pálido rostro por la ventanilla del coche.
* *
*
Y partió el tren entre nubes de vapor cuyos blancos jirones se rasgaban al través de la valla que cerraba la vÃa... Destrozado el corazón, húmedos los ojos, Delaberge continuaba con la mirada fija hacia la estación que se iba haciendo más pequeña cada vez... y en vano sus ojos querÃan atravesar el espesÃsimo velo de la niebla que deformaba todas las cosas y parecÃa querer aislarle del mundo exterior. Por fin, desesperado y vencido, se dejó caer sobre el asiento... Viajaba también solo esta vez, y un profundo sollozo se anudó en su garganta a la idea de que, de hoy más, solo también viajarÃa por los tristes caminos de la existencia.
FIN
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