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Title: Incertidumbre
Author: Hermine Lecomte Du Noüy
Release Date: October 8, 2008 [eBook #26845]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK INCERTIDUMBRE***
BUENOS AIRES
1909
Imp. y estereotipia de La Nación.—Buenos Aires.
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX |
La novela que con el presente volumen ofrecemos a nuestros lectores, es de un corte delicado, y de tal manera interesa, que quien empiece su lectura es difícil la deje sin haberla saboreado hasta el final.
Tiene una tendencia altamente moral y transcendental, cual es el premio al amante noble, desinteresado y constante, que, creyéndose inferior en méritos a la persona amada, oculta su amor y sólo aspira a la felicidad del ser querido.
También desarrolla otros temas de no menor interés: tales son las vacilaciones de la mujer elegante entre el hombre de mundo superficial y vano y el hombre honrado, trabajador y noble que carece de dotes mundanas, y el castigo de la persona que sólo va al matrimonio como medio de elevar la situación en que vive, aunque ésta sea bastante buena.
Es un estudio social perfectamente acabado que ha de agradar a nuestros lectores. Sobre todo, Incertidumbre será una de las obras que más interés ha de despertar en el bello sexo.
Su autor se oculta bajo un pseudónimo, seguramente por un sentimiento de excesiva modestia, pues, por lo interesante de la fábula y el perfecto estilo en que está escrita, revela altas dotes literarias. Sólo se sabe de él que es el mismo autor de otra novela titulada Amitié Amoureuse, publicada anteriormente en París, que llamó la atención de toda Francia.
En una admirable noche del mes de junio reina extraordinaria animación en el viejo castillo de Creteil. En el patio de entrada, el continuo rodar de los carruajes no cesa hasta después de haber dado las doce en el campanario de la iglesia. Los curiosos de la aldea se han alejado, satisfechos de haber admirado algunas elegantes toilettes, y contemplado la suntuosa decoración del vestíbulo, de columnas enguirnaldadas, con flores y luces eléctricas. Todo es allí alegría, calor y perfume. Sin embargo, no lejos de la fachada de la vasta mansión, que da sobre el Marne, un joven se pasea a lo largo, en actitud meditabunda y de una manera nerviosa. Ni las armonías de la orquesta del baile que dan los Aubry de Chanzelles, en honor de los veinte años de su hija María Teresa, ni el bullicio de las voces juveniles, que llegan hasta el paseante solitario, por las grandes ventanas abiertas de los salones, lo distraen de su melancolía. Las fragantes flores del jardín exhalan en vano sus perfumes penetrantes: permanece insensible a las bellezas misteriosas de la noche, tan absorto está en sus pensamientos. Así es que, grande es su sobresalto, cuando un amigo, a quien no ha sentido aproximarse, exclama, golpeándole familiarmente en la espalda:
—¡Y bien, Juan! ¿Por qué nos has dejado hace más de una hora?
—Para tomar aire.
—¿No te bastan las ventanas abiertas?
—No.
—¿Prefieres la compañía de las tinieblas a la de las jóvenes que han venido a festejar a mi hermana?
—Desde aquí veo desfilar sus elegantes siluetas, tan bien como en el salón.
—Creo que muy poco te ocupas de esas señoritas, amigo mío; lo que tú miras es el suelo, y con tal persistencia, que hace un momento creía que te ejercitabas en clasificar científicamente las piedras de los caminos.
—Te engañabas, Jaime.
El tono seco de la réplica puso fin a las bromas del recién llegado. Distraídamente sacó una cigarrera de su bolsillo y tendiéndola hacia su compañero:
—¿Quieres uno?—dijo.
—No, gracias.
—Son exquisitos...
—Me gusta el tabaco sin perfume; el tuyo no puede ser apreciado por un plebeyo como yo.
—¡Como quieras!...
Jaime Aubry de Chanzelles conocía demasiado a su amigo para insistir. Cerró la tabaquera con un golpe seco, encendió su cigarrillo, y, después de haber lanzado al espacio algunas bocanadas de humo, dijo:
—Brillante la fiesta, ¿eh?
—Muy brillante.
—¿Por qué has desertado del cotillón?
—Podría devolverte la pregunta.
—¡Oh! yo, es bien sencillo: me substraigo a las confidencias de mi prima. No habrás dejado de reparar que la querida Diana, siente por mí la clásica simpatía de las personas que se han criado juntas, cuando, por milagro, no se detestan. Pues, en estos casos, sucede una u otra cosa. Hacia los veinte años, por poco que escaseen los pretendientes, la prima descubre de pronto que el primo es lo que le conviene. De esta manera, no hay miedo de equivocarse, ni sobre el carácter, ni sobre la salud, ni sobre la fortuna. El mundo contempla el suceso con enternecimiento. Me parece que oigo los cuchicheos: «¿Saben ustedes la nueva? ¡Diana Gardanne se casa con su primo!—¡Oh! ¡querida mía, esto es delicioso!—¡Un casamiento por amor!—Lo creo, ¡se adoran desde la época en que paseaban en brazos de sus niñeras!» ¡Y así se escribe la historia!
Divertido, a pesar suyo, por el tono burlón de Jaime y por las exclamaciones grotescas con que recitaba su monólogo, Juan sonriéndose murmuró:
—Exageras...
—¡Absolutamente! Nadie pondrá en duda nuestro amor ardiente; nadie se dirá: Diana es una joven prudente; no tiene ninguno de los gustos, ninguna de las aspiraciones de su primo; pero, como los pretendientes no abundan, no quiere quedarse para vestir imágenes. La vida de familia la abruma; desea llevar una vida más mundana; entonces ¿por qué no echarle el anzuelo al primo? Y es por una serie de razonamientos semejantes, usuales en las jóvenes extremadamente prácticas, que no se preocupan de encontrar el amor en el matrimonio por lo que mi prima se ha decidido a amarme.
—¡Oh! considero a Diana Gardanne incapaz de hacer tales cálculos.
—Estás equivocado. Por disfrutar de fortuna, sospecho que está decidida a todo.
—¿La perspectiva de casarte con ella te asusta?...
—¡En efecto, nunca he tenido tanto miedo! Por eso, hace un momento, he pretextado una repentina indisposición para substraerme a los encantos del boston. No tengo ni sombra de carácter. Así es que evito con mucho cuidado, desde hace dos meses, lo que la querida niña llama: «nuestras deliciosas horas de intimidad.» Aunque su mirada es glacial y su nariz ostenta proporciones borbónicas, me conozco: si por desgracia me hablase de su ternura y de su admiración por mi hermosa inteligencia, en una noche como ésta, sería capaz de contestarle: «¡Como no!...» o «¡Perfectamente!» En fin, cualquiera de esas palabras apasionadas, irreparables, que lo hunden a uno en un abismo, para toda la vida.
—No haces mal el papel de bufón; sin embargo, no carece de encanto el casarse con una amiga de la infancia, cuyo carácter se conoce, cuyos gustos...
—¡Inocente! ¿Crees tú que jamás pueda conocerse a una joven? ¡Casi no me atrevo a alabarme de conocer a mi hermana!
—María Teresa tiene un carácter franco, leal... no comprendo cómo puedes compararla...
—Ciertamente; pero, en cuanto le llegue la hora de la ambición y el amor ¿sabemos lo que será? Papá, el otro día, le dijo, riéndose, que tenía seducido al Conde de Chateliez... Tú, como yo, la viste sonrojarse hasta parecer una amapola y murmurar:
—Padre, su amigo es algo maduro... ¿No ha pasado ya los cuarenta años?... Si fuera más joven, tal vez me dejaría tentar... Seduce el título de condesa. ¡Condesa María Teresa! ¡No haría mala frase!...
—Es cierto.
El tono sombrío con que Juan pronunció estas palabras, pareció a Jaime tan expresivo que estuvo a punto de exclamar:—¡Ea, cuéntame tu secreto, Juan! ¿Acaso no soy tu hermano, por nuestra larga intimidad? ¡Tómame por confidente, pobre diablo, y sufrirás menos!
Pero guardó silencio, conociendo la naturaleza altiva de su amigo, y los obstáculos serios que lo separan de su hermana.
Jaime piensa que lo mejor era provocar las confidencias. ¿Pero cómo? ¿El medio más sencillo no sería demostrar a Juan la misma confianza que reclamaba de él? Se apresuró, pues, a aprovechar la hora para llevar la conversación a un terreno propicio:
—¡Ah! el pensamiento de las jóvenes, es para nosotros indescifrable; su jardín secreto nos es inaccesible. Si nos aventuramos en él ¿será a fuerza de sutileza o a golpes de hacha como conseguiremos hallar el camino que conduce a su corazón? ¡Gran problema por resolver!
—¿Es esa la causa que te ha determinado a viajar? ¿Cuentas ejercitarte en los corazones extranjeros, antes de atacar los de nuestras compatriotas?
—¡Qué genio! ¡Reconozco la admirable ciencia de las sabias deducciones! ¡Has adivinado! ¡Marcho a estudiar el alma de la desconocida que amaré quizá!, y sobre todo... ¡Oh!, muy sobre todo... por huir de la joven que no amo. ¡Si supieras cuánta energía se tiene en estas tristes circunstancias! ¡Es espantoso! Mañana, tomaré el rápido para Strasburgo. Dentro de ocho días estaré en Viena. Pasaré a Budapest, y regresaré por el Tirol austriaco y la Suiza. Y tú ¿qué piensas hacer en tus vacaciones?
—Todavía no sé si las tendré. Tu padre y yo no podemos dejar a un mismo tiempo la fábrica. El señor Aubry me ha parecido algo fatigado en estos últimos días; desearía que descansase de una manera continua, en vez de veranear, como el año pasado, yendo y viniendo de Etretat a Creteil.
—En caso que él acepte mi combinación, yo permaneceré aquí. ¡Oh!—añadió contestando a un gesto de su amigo,—¡no me compadezcas! Me gusta la tranquilidad de mi casa. Ese pequeño pabellón que tu padre me hizo construir allá, al extremo del jardín, a orillas del Marne, es mi paraíso. Desde allí observo todo lo que pasa en la fábrica y en el parque. La arboleda que me aisla, no es tan espesa que me impida ver las avenidas... ¡He reunido tan buenos recuerdos en seis años que habito ese pabellón!
—¡Seis años ya! Me parece que ayer hacíamos los planos. ¿Recuerdas?
—¡Si me acuerdo! Tu hermana fue el hábil arquitecto y quien dibujó el jardín que lo rodea. Las rosas Niel y las yedras, que plantó contra las paredes, guarnecen ahora las ventanas; no puedo abrirlas sin creer ver a María Teresa con sus delicadas manos llenas de tierra, plantando las enredaderas...
—¡Qué buenos tiempos eran aquéllos! Ella tenía catorce años, tú veintitrés, yo veinte. ¡Qué dulce compañerismo nos unía entonces! ¡Y cómo nos trataba mi buena hermanita! Por tu culpa: ¡tú aprobabas todo lo que ella te decía!
—¡Bah, eran fantasías propias de su edad!
—¿Tú lo crees? Eran caprichos de una déspota insoportable.
—Sí, pero ¡qué corazón y qué sinceridad! ¡Jamás una mentira salió de sus labios! ¡Qué hermosa mirada resplandecía en sus ojos cuando se le corregían sus faltas!... siempre leves. Su inalterable alegría era contagiosa; yo corría y jugaba con ella como un chiquillo. ¡Hermoso tiempo en efecto! Todo eso ha pasado, concluido...
Jaime se mordió los labios para no reír; observó que el sentimiento exaltado convierte a los más inteligentes en seres ingenuos como niños.
—Mi buen Juan, todo el mal proviene de que hemos crecido.
—Tienes razón; cada año me aleja de María Teresa, y así es mejor, puesto que un abismo me separa de ella...
—No veo cuál es ese abismo. Tú, como mi padre, eres hijo de tus propias obras.
—Con esta diferencia, que tu padre pertenece a una distinguida familia; si un día conoció la miseria, antes había gozado de una buena fortuna y vivido en la alta sociedad.
—No hagamos juego de palabras, Juan. Voy a decirte, antes de mi partida, algo que hasta ahora he guardado para mí y que quiero hacerte conocer: siempre he deseado que tú y mi hermana os amaseis.
—¿Estás loco?
—No, no estoy loco. Y la emoción de tu voz me prueba que la mitad, por lo menos, de mi deseo se ha cumplido. Pero, hay que convenir, en que, con tu maldita modestia y tu gran orgullo, nunca llegarás a nada. Cada día te alejas más de María Teresa. La habitúas a no ver en ti más que un empleado fiel, cuando debías hacerle comprender tu gran valor. Tú, que tienes tan buena presencia como cualquiera de los jóvenes que la rodean; tú, en cuanto estás cerca de ella, tomas un aire sombrío y unas actitudes tímidas que te perjudican. Te complaces, se creería, en ser exclusivamente el hombre de la fábrica, cuando no debías olvidar que, educado con nosotros, casi lo mismo que nosotros, tienes el deber de transformarte en ciertas horas en hombre de mundo.
—Pero...
—¡No me interrumpas! Es así como quiero que te reveles a mi hermana. En vez de esto, te alejas de ella, huyes. ¿Cómo puedes esperar que ella te descubra? ¿Piensas que por sí sola, sin que la ayudes un poco, llegará a apreciar tu verdadero mérito, ni comprender al hombre de gran valor que solamente mi padre y yo conocemos?
—Sin embargo, no puedo ir a tirarle de la manga y decirle: ¡Atención, yo no soy un cualquiera!
—¡Eh! ¿Quién habla de eso? Veamos, ¿por qué no has bailado con ella esta noche? Has pasado el tiempo vagando como un marido, de puerta en puerta, para concluir por refugiarte aquí. Esto es absurdo, permíteme que te lo diga.
—No, Jaime, procedo con lealtad. No es posible que yo asuma la actitud que me indicas, sin abusar odiosamente de los inmensos beneficios que he recibido de tu padre. ¿Sé yo el destino que él aspira para su hija? Tengo la confianza del señor Aubry hasta el punto de que me trata como a un hijo; tengo una amplia libertad para hablar con María Teresa veinte veces al día ¿y me aprovecharía yo de estas circunstancias para ir a turbar la paz de su hija, procurando hacerme amar? ¡No, mil veces no! Tanto más, cuanto que esta vil seducción parecería inspirarse en una especulación abominable. ¿No se sospecharía que quiero adueñarme de la fábrica de cristales y convertirme en el sucesor de tu padre, solicitando la mano de tu hermana?
—¡Eres intratable!
—Soy sensato. Tu hermana puede aspirar a todo. ¿Quién soy yo para ella? Olvidas generosamente mi humilde origen, y la manera cómo tu padre me sacó de la miseria; ¡a mí me toca acordarme!
—Pero si María Teresa supiera... quien sabe si...
—Escucha, Jaime: Vas a jurarme que no harás nada porque lo sepa. Sería odioso y cruel. Ahora le soy indiferente ¿no me detestará si sabe que me atrevo a amarla? Amigo mío, te lo suplico, déjala en la ignorancia. Si ella supiese algo, yo la perdería para siempre. No tendría más esa confianza, ese abandono, que tiene cuando me habla; nuestras relaciones se harían tirantes, cesarían probablemente... ¡Jaime, te ruego, puesto que me has arrancado esta confidencia, que guardes el secreto!
—Te lo prometo. Pero ¿no sería mejor que yo hablase?
—¡Me perderías! ¡No, no! cállate, ¡por favor! Si hablas, dejo la casa, me marcho, huyo...
—Bueno, está bien, no diré nada. Adiós, Juan. Dentro de algunas horas estaré lejos; abracémonos, pues pasará mucho tiempo antes que nos veamos.
—Te deseo un feliz viaje, mi querido Jaime.
Se unieron en estrecho abrazo. Luego, Jaime subió al vestíbulo; su elegante silueta se destacó sobre el resplandor del salón iluminado, y pronto desapareció entre la muchedumbre.
Juan continuó sus paseos, no ya ante la casa, sino a la sombra protectora de una doble fila de tilos, bóveda sombría que desciende en suave pendiente desde el castillo hasta el Marne. Una dulce alegría, turbada por ligeros remordimientos, embarga su espíritu. Sin dejar de sentir infinita gratitud hacia Jaime, por no haberse indignado cuando le reveló el misterio de su corazón, lamenta no ser ya el único dueño de su querido secreto. Teme que una palabra, menos aún, una mirada, un gesto de Jaime, no sea una revelación para María Teresa. Y eso, Juan, no quiere que suceda. No solamente se reprocha su amor a la señorita Aubry de Chanzelles, sino que su gran preocupación subsiste: Si ella supiese que la amaba ¿no cambiaría de actitud hacia él?
Ante esta dolorosa perspectiva, sus ojos se velan, su corazón se contrae de angustia, y murmura, desesperado:
—¿Por qué no he tenido energía para negar? ¿Qué esperaba? ¿Que Jaime hiciera desaparecer la distancia que me separa de su hermana? ¡Locura, locura! ¡Con tal, Dios mío, que nadie sospeche la osadía de mi sueño!
Sufre, y su pensamiento evoca, con angustiosa lucidez, el lejano pasado. Se mira tal como era la tarde de invierno en que el azar lo puso ante el señor Aubry, en París, en el salón escolar del sexto distrito.
Un extraño fenómeno de su memoria sobreexcitada le produce una reminiscencia exacta no sólo de los hechos sino también de su estado de alma de niño. Experimenta casi la dolorosa opresión que paralizó su corazón y anudó su garganta a su entrada en el salón profusamente iluminado. Muchos niños están ahí acompañados de sus madres o de sus padres; él está solo y se siente pequeño, triste, desgraciado.
Los señores de la comisión escolar, sentados, tranquilos y solemnes, detrás de una ancha mesa cubierta con tapiz verde, se le figuran jueces, tan terribles, que trata de no ser visto; se esconde en un ángulo de la vasta sala.
Suenan nombres lanzados por los ujieres; algunas personas se levantan, hablan, salen. Juan mira casi inconsciente; de pronto ve adelantarse a una mujer hacia la mesa. La voz del alcalde, señor Aubry de Chanzelles, llega por primera vez a los oídos de Juan. El alcalde habla con claridad en un tono grave y benévolo. En vez de amonestar a aquella mujer, llamada a justificar las ausencias demasiado frecuentes de su hijo a la escuela, se afana en demostrarle la necesidad de velar sobre la instrucción y desarrollo de la inteligencia de los niños.
Juan, tranquilizándose poco a poco, escucha con atención. Cuando el señor Aubry, inclinado hacia la pobre mujer, la interroga con bondad, y luego oye las respuestas embrolladas de la desgraciada que se excusa de no poder mandar todos los días a su chico a la escuela, porque le ayuda en su trabajo, Juan no pierde una palabra de los consejos que le da el señor Aubry al explicar el verdadero interés del niño.
La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder.
El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar la sesión, cuando el ujier llama con voz sonora:
—¡Juan Durand!
Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón de la alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridad llena aún los oídos de Juan? Se ve a sí mismo acercarse a la gran mesa de tapete verde con paso vacilante, arrastrando sobre la alfombra sus gruesos zapatos clavados.
Semejante a muchos chicuelos de París que han soportado duras privaciones, Juan se presenta con una figura flaca y demacrada. Intimidado y tembloroso, hace girar entre sus manos una vieja gorra color azul desteñido, y se detiene ante la comisión. El alcalde examina sus notas con aire grave. ¡Ah, desgracia! ¿por qué su rostro se llena de severidad?
—¿Qué significa esto, señor Durand?—interroga el señor Aubry.—Hace quince días que no se le ve a usted en la escuela. ¿Por qué eso, eh?
Juan baja la cabeza y con voz lastimera contesta:
—Es porque mamá estaba enferma y después se ha muerto.
—¿Muerto?
—Sí. La llevaron hace tres días...
Toda la severidad del alcalde desaparece; bondadosamente lo interroga:
—¿De qué enfermedad ha muerto tu mamá?
¡Oh, cómo recuerda Juan la emoción con que aquella frase fue dicha! Súbitamente recuperó la confianza y se hizo locuaz.
—Fue un día que llovía... en el ómnibus... Estuvo enferma un mes; pero el médico dijo en seguida que no podía hacerse nada porque estaba cansada de haber trabajado demasiado.
—¿En qué trabajaba tu madre?
—Era costurera para las tiendas. Cosía todo el día, y hasta por la noche. Yo quería trabajar para ayudarla, pero ella no quería. Decía siempre: Tienes que ir a la escuela para aprender.
—¿Y tu padre?
—Hace mucho tiempo que ha muerto también; era emplomador y se cayó de un techo cuando trabajaba.
—¿No tienes parientes?
—No, nadie.
—Después que ha muerto tu mamá ¿en dónde vives? ¿quién te da de comer?
—La portera de la casa, porque me quiere mucho. Dijo ella a su hermano, que es carpintero, que me tomase de aprendiz, y ahora trabajo...
El señor Aubry, pensativo, no lo escuchaba ya.
Juan recuerda el miedo que sintió creyendo haber hablado demasiado.
—Señores—dijo el alcalde dirigiéndose a los miembros de la comisión,—hemos concluido; pueden ustedes retirarse. Voy a ocuparme de este niño.
Y cuando se quedó solo con Juan, continuó sus interrogaciones.
—¿Te gusta trabajar de carpintero?
—¡Uf! ¿si me gusta?... el patrón es muy duro, cuando se emborracha pega fuerte.
Juan no ha olvidado aún la mirada llena de ternura con que el señor Aubry lo contempló durante largo tiempo, mirada penetrante y buena, que le dio valor.
—Ven acá, Juan Durand. Puesto que el oficio de carpintero no te gusta ¿quieres que yo sea tu patrón?
—¿Usted?
—Sí, yo.
Juan recuerda que dijo con desenfado:
—Pero si usted es el señor alcalde, no puede ser mi patrón...
El señor Aubry se sonreía.
—Sí, Juan, yo puedo ser tu patrón. Tengo una gran fábrica de cristales, y muchos obreros. Tú ya tienes edad bastante para comprender lo que te voy a decir; escúchame con atención. Yo he sido, como tú, un pobre niño desgraciado. Como tú, yo he tenido hambre, he tenido frío. Como tú, yo encontré un hombre que me socorrió. Me enseñó a trabajar y a tener perseverancia y valor, y ahora soy un hombre rico, considerado. Voy a hacer lo mismo contigo; te enseñaré a trabajar, y si tienes perseverancia y energía también serás rico.
Así diciendo, lo tomó de la mano y marchó a hablar a la portera protectora del huérfano.
Un mundo de pensamientos confusos agitaba el cerebro de Juan, estupefacto. En aquella misma hora, se asombraba de su suerte inverosímil, y en su corazón rebosaba la gratitud por los inmensos beneficios recibidos. ¿Y para demostrar su reconocimiento iría a pedir a su bienhechor la mano de su hija? ¡No! sería odioso, grotesco. ¡No, jamás confiará su amor ni al señor Aubry ni a María Teresa! Cualquiera que sea el destino que le reserve el capricho o la fantasía de la que ama, se consagrará a ella, en recompensa de la noble acción de su padre, que educó al hijo del pueblo, al huérfano pobre, con un esmero igual al que dedicó para la educación de su propio hijo.
Reflexionando de esta manera, recordando el pasado, Juan llegaba ante su pabellón, situado al borde del Marne. Era un pequeño chalet de grandes ventanas y levantados techos de tejas rojizas. María Teresa había sido casi su arquitecto, pues, cuando su construcción fue decidida, exigió que se copiase fielmente cierta casita pintoresca salida de la imaginación fantástica de Kate Greenway.
La noche huía, el día asomaba. El jardín dormido hasta hacía un momento, en el seno de las tinieblas, empezaba a revivir; por el cielo se extendía la argentina aurora de una finura de tonos exquisitos; los pájaros piaban débilmente, lanzando intermitentes cantos.
El joven penetró en su casita en busca de un reposo que calmase la agitación de sus pensamientos.
Pablo Aubry de Chanzelles había dicho la verdad cuando se comparó a Juan Durand. La impresión de piedad que sintió al contemplar al niño desgraciado, provenía en gran parte de que, como él, había conocido el abandono, el desprecio, la indiferencia y la miseria.
Su abuelo, Eugenio Estanislao Aubry de Chanzelles, soldado de Napoleón, al morir gloriosamente entre los hielos del Berezina, había dejado una viuda y ocho hijos. Esta numerosa familia demandó grandes gastos para ser educada y establecida. El padre de Pablo Aubry, último hijo del héroe de la campaña de Rusia, habiéndose casado muy joven con una mujer sin dote, no tardó en verse reducido a los más módicos recursos. Su naturaleza era delicada, y los tormentos de una vida difícil acabaron de arruinar su salud; luchó algunos años contra la mala suerte, pero la muerte lo arrebató pronto. Como todos sus esfuerzos habían fracasado, su familia se encontró, entonces, en una situación vecina a la miseria. Su mujer no le sobrevivió mucho tiempo; Pablo y Matilde quedaban huérfanos.
Estos niños fueron recogidos por un tío sin fortuna, quien, para mayor desdicha, era un inventor desgraciado que sólo se ocupaba en gastar sus últimos pesos en extravagantes combinaciones químicas. El oro desaparecía rápidamente en las retortas, y, al cabo de muy poco tiempo, se encontró en la miseria, así como sus pupilos.
Entonces fue cuando Pablo Aubry conoció días dolorosos. Su hermana Matilde pasó a un convento, donde tenían una tía religiosa; pero él tuvo que entrar de aprendiz: lo colocaron en una tipografía. Vivió penosamente, pues el oficio era demasiado duro para un niño poco preparado para el trabajo fuerte. Además, se hallaba en un ambiente hostil, bien diferente del suyo; le hacían pagar caro la blancura de sus manos y sus hábitos de persona bien educada. Cuando, por la noche, volvía a su casa, dolorido de fatiga, se encontraba frente a su tío, enloquecido y brutal, por el mal éxito de sus experiencias. Luego tenía que partir con este triste pariente su pequeño jornal y soportar todo género de recriminaciones.
Cuando el señor Aubry de Chanzelles recordaba esta época de su vida, en la que, débil y abandonado, no entreveía ninguna esperanza de salvación, sentía aún una viva emoción y se preguntaba cómo había tenido fuerzas para resistir aquellas noches de fiebre y los malos tratamientos.
Al fin, la dura prueba terminó; un antiguo amigo de la familia de Chanzelles, compadecido de la situación lastimosa en que vegetaban el tío y el sobrino, ofreció a Pablo un puesto bastante ventajoso en la fábrica de cristales de que era propietario en Creteil.
Pablo aceptó con alegría. Aquel trabajo le gustaba; se entregó a él por completo; teniendo la dicha de encontrar en el señor Bontemps, el amigo de su tío, un director inteligente y bueno.
Los inventos de su tutor, cuyas retortas ardían siempre, en busca de alguna quimera, habían familiarizado a Pablo con las preparaciones químicas; de manera que en poco tiempo pudo hacerse útil, y se hizo apreciar.
Acababa de cumplir veintiocho años cuando estalló la guerra de 1870, que hizo sufrir al país la vergüenza de las derrotas.
El señor Bontemps fue muerto en Gravelotte. A su lado, Pablo combatió valientemente. Pasada la tormenta, se vio que estos horribles acontecimientos, la guerra primero, y luego la Comuna, habían herido mortalmente la fábrica de Creteil. Los hornos estaban apagados, las construcciones se derrumbaban; habían recibido las balas prusianes y las balas francesas.
La familia Bontemps propuso entonces a Pablo prestarle una corta cantidad de dinero, para que tratase de poner la fábrica en actividad.
Pero la suma que se le entregó era tan insignificante, que el joven tuvo que vencer las más grandes dificultades. Empezó por encender un horno, y con dos obreros; él mismo se puso a la obra.
Los comienzos de la nueva cristalería fueron terriblemente penosos: los días de pago eran para el señor Aubry motivo de constantes angustias. Pero después de algún tiempo, los beneficios obtenidos por el incesante trabajo le permitieron construir un segundo horno, luego un tercero, y aumentar el número de sus obreros.
Finalmente, tuvo la suerte de descubrir un cristal mucho más blanco que el Baccarat, que, con un tallado hábil, producía reflejos de diamante.
Este fue el principio de una era de gran prosperidad para la fábrica. Llegó a tener una cantidad de demandas muy superior a la de la antigua casa Bontemps, y, entonces, el nuevo dueño se permitió emprender obras de arte. Se reveló ahí, fabricante de genio, creador de obras maravillosas; así en los vitraux, inspirados en las antiguas cristalerías, como en los vasos y bibelots de alto precio, de formas exquisitas, de coloraciones raras, sus creaciones obtuvieron éxito creciente entre los buenos conocedores.
Seguro de su porvenir, se casó. La mujer que eligió era hermosa, inteligente y buena. Con ella, la felicidad y la prosperidad de la casa se afirmaron, y no huyeron más del hogar del infatigable trabajador.
Hacía doce años que el señor Aubry disfrutaba de esta dichosa paz cuando encontró a Juan Durand. Se le presentaban de improviso sus propios sufrimientos, en el abandono y la miseria del chico. Todo el horror de los tiempos lejanos lo asaltó violentamente, y estos recuerdos dolorosos abogaron con elocuencia en favor del huérfano. El nuevo propietario de la fábrica vio, en este encuentro fortuito, como la indicación de una deuda a pagar a Dios en agradecimiento de su felicidad actual. La fisonomía franca del desgraciado niño le agradó, e hizo promesa de dar a Juan Durand la misma protección que él había recibido de su antiguo patrón.
De esta manera fue como Juan entró de aprendiz en la fábrica de cristales de Creteil. El señor Aubry lo confió desde luego al guardián del establecimiento, un viejo obrero inválido, cuya mujer, como no tenía hijos, aceptó gozosa la misión de cuidar al chico. Instalado así en familia, en una pequeña casita a orillas del Marne, Juan se aclimató fácilmente a su nueva residencia. Él, que conocía apenas el Sena, quedó admirado de aquel río que se ofrecía a su constante contemplación. Las hermosas campiñas que lo rodean, lo encantaron al extremo de apresurar la metamorfosis de su ser moral, hasta entonces incrédulo y rebelde. Un sentimiento de inmensa gratitud hacia su bienhechor, lo invadió; todas las noches, al acostarse, murmuraba estas palabras infantiles, a manera de plegaria: ¡Gracias, patrón!
Y dicho esto se dormía en plena felicidad.
Poco tiempo después, Juan era el niño mimado de la fábrica. El patrón lo había recomendado a todos los jefes de sección, y como el chico era inteligente y activo, se granjeó rápidamente la amistad de todos.
Un día, sin embargo, sucedió que un obrero le dio algunos golpes. El estado de ebriedad en que se hallaba no le valió de excusa ante el señor Aubry, que lo despidió. Desde ese día, el sentimiento de Juan hacia su protector se convirtió en verdadera idolatría.
Los actos justos conmueven infinitamente a los niños. Por segunda vez, el señor Aubry hería el corazón de su protegido.
Entretanto el señor Aubry se encariñaba cada vez más con aquel huérfano que le manifestaba tan candorosamente su afecto, siempre que se le ofrecía la ocasión. Pero precisamente porque el señor Aubry comenzaba a interesarse seriamente por el niño, quería formarlo, como había sido formado él mismo, en la escuela austera de la labor ruda. Lo hizo pasar por todos los ramos de la industria cristalera; al propio tiempo lo puso en condiciones de completar su instrucción, a fin de que se convirtiera en un químico bastante práctico para auxiliarlo en sus experimentos, así como también en un dibujante bastante hábil para crear formas originales. Le procuró maestros, le suministró libros y le facilitó todos los medios de instruirse. Juan se mostraba dócil, aprovechaba las lecciones, los consejos, y ponía tanto celo en sus estudios como en el trabajo de operario.
La fábrica fue bien pronto la única ocupación personal de Juan: no la abandonaba sino para concurrir a los cursos de la noche. Se deleitaba en ella; la escudriñaba, la recorría en todos sentidos, cuando, terminado el trabajo, y marchados los obreros, se quedaba solo entregado a sí mismo. Nadie conoció tan bien como el pequeño operario los pasajes secretos ni los rincones del gran establecimiento. Allí estaba en su casa, era dueño de ir donde mejor le pareciera, examinando todo, interesándose por todo, tomando conocimiento de todo lo que existía en ella hasta en los escondrijos más oscuros y olvidados. La experiencia que Juan adquirió viviendo constantemente en esta labor, lo puso en breve al corriente de lo que debe saber un maestro cristalero.
El oficio era duro a veces; pero al chicuelo no le pesaba, contento de hallarse al lado de los grandes hornos rojos que no se apagaban jamás, y que le habían causado gran estupor la primera vez que los vio. No se cansaba de admirar las gruesas y pequeñas puertas, que daban, al parecer, sobre el infierno, y nada para él igualaba la destreza del obrero que soplaba botellas por la extremidad de una caña larga, o moldeaba con hábil ademán el cristal en fusión. Todas las operaciones diversas por las que pasaba la materia transparente, irisada y líquida, lo interesaban con pasión, y de esta suerte se desarrollaba en él una alma de artista, prendado de su arte.
Durante el tiempo de su aprendizaje no dejó un solo instante de tener la más perseverante energía. Para recompensarlo, el señor Aubry lo envió a trabajar algunos meses en las principales cristalerías de Bohemia e Inglaterra, a fin de familiarizarlo con todos los métodos de fabricación, y facilitarle el estudio del alemán e inglés.
En esta nueva faz de su vida la personalidad de Juan se destacó; adquirió en sus viajes por el extranjero, una cierta seguridad, fundada en la posesión de la ciencia de su arte.
Todo esto lo debía al señor Aubry. A medida que avanzaba en la vida, consciente de su felicidad, comprendiendo haber encontrado en su camino al hombre excelente que lo había recogido y educado, sentía hacia su protector una afección sin límites.
Este culto libró a la juventud de Juan de muchas tentaciones. El ascendiente de su patrón lo mantuvo en la vía recta, y con su temperamento laborioso no tuvo que esforzarse mucho para satisfacer por completo, con su conducta, a quien debía todo.
Desde que el señor Aubry hubo apreciado la naturaleza leal y afectuosa del huérfano, no vaciló en admitirlo en su casa, para perfeccionar su educación moral.
La señora Aubry se prestó maternalmente a desempeñar esta tarea; además de ser muy cariñosa con el joven, le dio consejos, lo obligó a vencer su timidez, y lo animó a hablarla como si fuera su hijo y a abrirle su corazón.
Para Juan era una fiesta ir a pasar los domingos y los días festivos en el antiguo hotel de los Aubry de Chanzelles, situado en la calle Vaugirard, frente al jardín del Luxemburgo. Pero el principal atractivo que encontraba allí, era la presencia de los niños de Aubry, Jaime y María Teresa.
Jaime, muchacho gordinflón y bullicioso, se encariñó en seguida con este camarada calmoso y fuerte que se sometía a sus caprichos. Su «amigo Juan» se le hizo indispensable. No tardó el niño pobre y reflexivo en tener una ligera influencia saludable sobre el niño rico. En cuanto a María Teresa, demasiado pequeña para ser otra cosa que un despótico baby, era gran favorita de Juan. Nunca había visto nada tan lindo como esta criatura, deliciosa muñeca blanca y rosada, primorosamente vestida con sedas, bordados y encajes, que le sonreía siempre que la tomaba en sus brazos.
Los nueve años que lo separaban de María Teresa lo convertían en un hombre al lado de ella. Al crecer, la chicuela no dejó de apercibirse de la impresión que producía en Juan, que permanecía extasiado ante su gentil personita, y supo darse aires dignos de una pequeña princesa acostumbrada a mandar y que quiere ser obedecida. Juan, se sometía, sin vacilar, a sus caprichos más fantásticos o imaginaciones más locas. Para contestar a su exigente «señora,» tenía que practicar todos los oficios: encolador de muñecas rotas, remendón de juguetes destrozados en momentos de cólera; unas veces hacía de cochero, otras de caballo, de payaso, de oso, de mago, etcétera. La diversidad de sus profesiones encantaba a la chicuela.
El apego que los niños demostraban hacia su amigo, hizo más necesarias sus visitas a la casa. María Teresa y Jaime esperaban con impaciencia el domingo, día en que Juan llegaba con los bolsillos llenos de bibelots de cristal, fabricados expresamente por él. Si, por acaso, Juan no podía salir de la fábrica, la presencia de sus primos Bertrán y Diana Gardanne no bastaba a consolar a los niños de la ausencia de su gran camarada, tan ansiosamente esperado, y que tenía el secreto de divertirlos sin contrariarlos jamás. Se entristecían y no jugaban.
Bien pronto, para complacerlos, Juan fue llevado más a menudo al hotel de la calle Vaugirard. Después, poco a poco, sus buenas condiciones le atrajeron la simpatía general, y el señor y la señora Aubry, habiendo observado que aprovechaba inteligentemente sus consejos, lo consideraban como miembro de la familia.
Transcurrieron los años. Juan se hizo un buen operario. Gracias a su amor al trabajo y a su disposición para los negocios, obtuvo un puesto preferente en la fábrica. El señor Aubry, que lo apreciaba cada día más, concluyó por nombrarlo subdirector para procurarse algún descanso.
El señor Aubry no tuvo que arrepentirse de su determinación; comprobó muy pronto que Juan poseía dotes naturales que no se adquieren fácilmente: cualidades de iniciativa y grandes condiciones de administrador. El joven se convirtió en su alter ego, en quien podía confiar con toda seguridad. Juan sería el continuador de su obra.
Su naturaleza leal, su espíritu estudioso, su vida entera pasada en la fábrica y en la intimidad elegante de la familia de los Aubry, le habían formado una personalidad atrayente. Nada de ficticio había en él; marchaba en el mundo sin preocupaciones y sin artificios. A los veintinueve años representaba el tipo del hombre que por el doble trabajo de sus manos y de su cerebro, llega a la plena posición de una individualidad superior. Era un hombre fuerte: podía ganarse la vida con su labor manual; era un intelectual también: merced a los conocimientos adquiridos, su inteligencia creadora había sabido encontrar formas nuevas en un arte antiguo.
Para Juan el mundo estaba circunscripto a la fábrica y a la familia de Aubry; pero si no había sentido tentaciones de ampliar este círculo estrecho, de buscar fuera de él, el ideal a que todo hombre aspira, era porque lo tenía en ellas. Desde hacía muchos años, su pensamiento se había acostumbrado a gozar con la presencia de María Teresa, y la influencia misteriosa de la joven se afirmaba en él de una manera lenta, oscura, inconsciente, pero segura.
Mientras Juan se absorbía en esta vida seria, como la juventud dichosa y alegre de Jaime y de su hermana, exigía mayor expansión, los Aubry transformaron poco a poco su género de existencia; recibieron más gente, y un elemento nuevo, muy mundano, hizo su aparición en aquel hogar hasta entonces casi austero.
A Juan le fue dado contemplar los más hermosos ejemplares de la gente del gran mundo, de la que había oído hablar, pero que desconocía. Todos aquellos desocupados, aquellos inútiles, se daban delante de él aires de gran importancia, que en un principio no le chocaron; pero, como era muy observador, sintió en breve cerca de ellos un sentimiento de inferioridad que le hizo pensar. Se apercibió de que su aspecto y sus maneras, contrastaban con las de aquellos jóvenes tan seductores exteriormente. Se veía en seguida que no habían sido obreros, ellos. Sabían vestirse con gusto, presentarse de una manera especial, hablar un lenguaje refinado, en fin muchas cosas que revelaban la casta privilegiada de que procedían.
Entonces, poco a poco, Juan se replegó sobre sí mismo y se alejó de la casa, para huir de estos contactos dolorosos.
Los Aubry que lo querían mucho, atribuyeron primeramente a su carácter huraño, su obstinación en no aparecer por el hotel sino cuando sabía que estaban solos; redoblaron sus atenciones hacia él, pero dejaron que procediese a su gusto, sin sospechar el sufrimiento que, de improviso, lo había embargado. ¿Cómo podían conocer su pesadumbre, ellos que tenían a Juan por un hombre fuerte, resuelto, superior a las vanidades humanas? Lo colocaban demasiado alto, de donde, su estimación se hacía cruel. El corazón sensible, el sufrimiento del hijo adoptivo, escapaba a su penetración, y Juan se sorprendía de sentirse, de pronto, tan lejos de ellos.
Pensaba:—Me han salvado de la miseria, me han hecho hombre; si yo enfermara se alarmarían, pero nunca adivinarán el dolor moral que me ahoga... ¿Conocerán nunca mi corazón? ¡Ah! si supieran hasta qué punto sus bondades han desarrollado la sensibilidad de este corazón, si supieran cómo los amo. ¿No se sorprenderían de mi audacia?
Y con el alma destrozada, el espíritu quebrantado, el pobre joven, desalentado, exhalaba su ternura desconocida, murmurando:—¡María Teresa... María Teresa!
¿Cómo, por qué María Teresa, con su instinto de mujer, nada había visto? Porque era dichosa y nada atrofía tanto el corazón como la felicidad. Sólo la desgracia desarrolla la sensibilidad. Además, la joven estaba tan habituada a los cuidados, a las atenciones de Juan, que le parecían perfectamente naturales. ¿No habría acaso también en el fondo de aquel ser de gracia y de belleza, algún otro sentimiento? Aunque Juan se hubiera transformado, ¿no permanecería siendo para ella, el hombre del pueblo que debía su elevación a la generosidad del señor de Chanzelles? Ciertamente, María Teresa no manifestaba claramente esta especie de menosprecio; pero su atavismo y su educación aristocrática, ahondaban el pozo que separaba a ella de Juan. A medida que transcurrían los años, la fuerza de las cosas tendía a separarlos. Juan tenía conciencia de esto, mientras que María Teresa, acostumbrada a la adoración respetuosa de su amigo, la aceptaba como un testimonio del reconocimiento grabado en el corazón del niño salvado en otro tiempo por su padre.
Así, cuando algunos días después del baile, Juan acompañó a los Aubry de Chanzelles a la estación, la joven no se sorprendió de encontrar un ramo de soberbias rosas, cuyos tallos desaparecían en un artístico vaso de cristal, en el vagón que el señor Aubry había encargado para el viaje, como tampoco se admiró de hallar helados de aromas variados, en las pequeñas cajas de metal blanco, que Boissier ha puesto a la moda en el teatro.
Dijo simplemente:
—Usted me mima demasiado, Juan. Gracias, amigo mío.
Y como él se excusase respondiendo fríamente:
—Esto es completamente natural; yo sé que a su mamá le gustan las flores.
—Pero ¿y los helados?
—¡Oh! no me he olvidado que cierta señorita era muy golosa, en los tiempos lejanos en que me convidaba a sus banquetitos, a condición de que yo no comiese nada.
Se rieron. Luego, María Teresa repuso:
—Yo ya no soy golosa...
—¡Pero aun le gustan los helados!
—Juan, usted se ha puesto insoportable. En penitencia, tome usted esta rosa, que la llevará consigo todo el día, para que le recuerde que ha sido mordaz con su antigua amiga... ¡Vamos, adiós!
Subió ligeramente al coche, y cerrada la portezuela, bajó el vidrio y tendió su mano al joven; él, en equilibrio sobre el estribo, la tomó en la suya. Permanecieron un momento silenciosos, unidos por aquel débil lazo. Un estridente silbido hizo retroceder bruscamente a María Teresa. Juan saltó al andén, la contempló durante un instante con pasión y saludando por última vez se perdió entre la multitud.
Mientras el tren se ponía en movimiento, la señora Aubry murmuró:
—¡Qué excelente joven es Juan!
—¡Ciertamente! Y hombre de gran mérito, además, querida esposa.
—Sí, un excelente amigo, madre. Para mí es como un hermano mayor, más atento que Jaime, pero a veces un poco severo... ¿no es verdad, papá?
—Es todo un hombre... Alcánzame el diario, hija mía.
María Teresa le entregó el diario, riéndose del aire de convicción con que el señor Aubry había pronunciado: Es todo un hombre...
—Evidentemente, es un hombre, no lo dudamos... pero a mí me quieres más, ¿cierto, papá querido?—dijo besando a su padre.
El recuerdo de Juan estaba ya lejos de ellos. Entretanto, el pobre joven caminaba sin ver la gente que pasaba a su lado, sombrío de desesperación.
—¡Dios mío!—murmuraba en su interior—¡cómo librarme de la constante, de la abrumante idea que me domina! Mi corazón sufre hasta convertirme en un alucinado. ¡Ella no pensaba en nada al darme por última vez la mano!... ¡Pero yo, yo! ¡Con tal que no haya sentido el estremecimiento de la mía! ¡Si por mis imprudencias fuera a perder su confianza! ¡Ah, no; todo menos eso!
Y un pesar tan grande lo invadía, ante la sola idea de permanecer tres meses sin verla, que había preferido seguir sufriendo como en el tiempo pasado, a la angustia de la hora presente.
Los Aubry dejaban, pues, a Creteil, en los primeros días de julio, para instalarse en su villa de Pervenches.
Construida sobre una de las barrancas gredosas que rodean la playa de Etretat en semicírculo pintoresco, este chalet blanco domina el mar, y hacia el otro lado, el jardín, de verdes campos sembrados de flores, desciende en suave pendiente, flanqueando una amplia alameda, hasta la carretera de Bennville.
Durante la estación de baños, Etretat es una estación encantadora. María Teresa encontraba allí numerosos amigos; además, Diana y Bertrán Gardanne, sus primos, pasaban allí también sus vacaciones. Toda esta brillante juventud llevaba a la casa de campo de los Aubry, una vida alegre y feliz.
Algunas semanas después de su llegada, reinaba gran animación en el jardín. Jugando el tennis, Bertrán, en un match con el campeón invencible Roberto Milk, se dejaba batir vergonzosamente por la Inglaterra, ante los ojos atentos de su amigo d'Ornay, experto jugador, quien, furioso, le dirigía vivas recriminaciones.
María Teresa, Diana, Mabel d'Ornay, Alicia y Juana de Blandieres, conversaban en la terraza, reclinadas en rocking-chairs.
—¿No ha hecho usted prevenir a Max Platel que hoy nos reuníamos aquí, por la tarde, María Teresa?—preguntó con aire ansioso la linda Mabel d'Ornay.
—Tranquilícese usted, Mabel—se apresuró a contestar la burlona Diana;—ha sido prevenido por orden mía. ¡Qué extraña idea tiene usted de nuestra manera de comprender los deberes para con los huéspedes, para suponer que María Teresa y yo no trataríamos de procurar a nuestras amigas el mayor placer posible! Y como Max Platel constituye el atractivo de la playa, por el momento a lo menos, sería preciso ser muy ignorante o muy culpable para no servirlo con el té, los muffins y los bombones a la violeta.
—¿Por qué esa correlación?—preguntó Alicia de Blandieres.—¿Acaso Max Platel es un literato a la violeta?
—¿Max Platel?... es un amigo excelente—interrumpió María Teresa.
—¡Oh!—exclamó Diana—¡para mi prima todas las personas que recibe son sagradas, no es permitido tocarlas, ni aun con rosas sin espinas! Pero se puede ser un amigo excelente y hacer mala literatura: son cosas que no tienen nada de incompatible.
—¿Encuentras que es malo lo que escribe? ¡Pues no se creería, porque no le escatimas las felicitaciones!
—Además—dijo la señora d'Ornay, joven casada hacía pocos meses,—me imagino que usted no ha leído todo lo de Platel: escribe poco para las señoritas.
—Diana no habla sino por lo que se dice—respondió María Teresa;—sus críticas se refieren a los juicios de los inteligentes y en tales asuntos las opiniones son diversas.
—Pues no es así—interrumpió con viveza Diana,—yo tengo mi opinión personal; he leído, de Platel, El Valle de los Lirios y La Aventura de la señora Tarbes.
—Entonces, si lo has leído, no has comprendido, y viene a ser lo mismo que yo te decía. En cuanto a mí, soy de la opinión de los que, sin haberlo leído, encuentran que tiene talento.
Diana estaba mortificada, pero Mabel d'Ornay triunfaba. Desde el principio de la estación, Max Platel se mostraba muy solícito con ella; la joven estaba envanecida, pues el novelista a un exterior atrayente reunía una reputación lisonjera, y la circunstancia de que se le reconociera talento, aumentaba el mérito de sus atenciones.
—Y nuestro amigo Huberto Martholl ¿cómo es que no se encuentra ya aquí?—preguntó Diana.—Generalmente, cuando nos reunimos él es el primero en llegar.
—¡Ah, sí!—dijo con animación Juana de Blandieres,—tengo muchos deseos de verlo, a ese Huberto Martholl de quien ustedes hablan tanto!
—¿Cómo no conoce usted al hermoso Martholl?
—Estamos aquí desde hace dos días solamente, y hoy es la primera vez que salimos. Hemos traído tanto equipaje que no podíamos encontrar nada de lo que necesitábamos, y nos era imposible dejarnos ver en el Casino en traje de viaje.
—¡Naturalmente el exceso de baúles es un estorbo!—repuso Diana.—Si usted no hubiera traído más que uno, encontraba en seguida el vestido que necesitaba. Hubiera ido al Casino esa misma noche, Martholl le hubiera sido presentado, habría usted bailado con él, y hoy sería para usted una relación antigua, mientras que ahora ¿rescatará el tiempo perdido?
—¡Bah! ¡no creo que sea tan grande el perjuicio!
—¿Es usted, Mabel, quien tuvo la buena idea de traerlo por aquí?—preguntó Juana de Blandieres.
—Sí, ha venido a vernos.
—¿Se quedará mucho tiempo?
—Creo que unos quince días.
—¡Oh! no es mucho; habrá que decidirlo a pasar toda la estación; hay tan pocos flirts interesantes...
—Ya verá usted qué chic es—dijo Diana.—Pero, ahí viene con Platel: puede empezar a contemplarlo.
—Hacia el extremo de la larga avenida, dos jóvenes avanzaban. El uno era pequeño y nervioso, hablaba con vivacidad, poniendo toda su persona en movimiento, de aspecto alegre y fino; el otro, alto, frío, era infinitamente más elegante.
Cuando se aproximaron para saludar a las jóvenes, todas ellas los recibieron con el aire de contento que se demuestra al ver llegar al fin a quienes se espera.
—¡Y bien! ¡pueden ustedes alabarse de haberse hecho desear!—dijo aturdidamente Diana, después de la presentación de Huberto Martholl;—hace una hora que suspiramos por turno: ¿Vendrán? ¿Les has avisado? ¡Con tal que no se hayan olvidado! Me gustaría ser esperada con tanta ansiedad.
—Pero, señorita—respondió Platel sentándose al lado de la señora d'Ornay,—estoy cierto que cuando usted no está, son esos los sentimientos que se manifiestan...
—¿Lo cree usted?—replicó Diana.—Yo pienso que un novelista vale por varias mujeres lindas. Aunque el literato sea algo menos raro, hoy, que tanta gente se entromete a escribir, es, sin embargo, un artículo suyo muy buscado en el mundo; se lo arrebataban. Las mujeres lindas adornan, es cierto; pero los hombres de talento adornan de un modo más interesante.
—Usted quiere enorgullecerme, señorita Diana. Esta acogida me confunde. Pero le ruego que no continúe tejiéndome coronas; me conozco, no me resolvería nunca a dejar un sitio donde la permanencia es tan agradable.
Luego, mirando a las jóvenes con aire de admiración:
—Señoritas, ustedes tienen el secreto de hacerme feliz; sus palabras destilan la miel de la lisonja, y son ustedes también el placer de los ojos. Dime, Martholl—y se volvió hacia su amigo que se había sentado entre María Teresa y Diana,—¿Puede verse algo más hermoso, más encantador que este grupo de niñas? Se diría que están vestidas con pétalos de flores, tan delicados son los colores que llevan.
Huberto se sonrió asintiendo, en tanto que su mirada contemplaba con manifiesta satisfacción el pequeño círculo.
Platel continuó:
—No sabría expresar hasta qué punto soy esclavo de la belleza. Los tonos armoniosos son para mí sinfonías exquisitas que me encantan, en tanto que la reunión de ciertos colores y formas hacen rechinar mis nervios como el chirrido de una sierra al cortar la piedra. Sufrir de esta manera ante la fealdad de las cosas, es pagar muy caro el placer de buscar la belleza en sus manifestaciones diversas, por desgracia demasiado fugaces, frecuentemente. Yo soy Pan persiguiendo a Syrinx; pero hoy he cazado a la diosa, puesto que puedo contemplar a mi gusto estas formas graciosas adornadas con arte delicado.
—Cuánta razón teníamos en esperarlo a usted con impaciencia—suspiró la señora d'Ornay;—no hay como usted para pronunciar palabras lisonjeras.
Max Platel, sintiéndose en disposición de dar una conferencia, y halagado por su éxito, que leía en las sonrisas plácidas y en las miradas atentas de su auditorio femenino, continuó:
—Las mujeres no se imaginan bastante, creo, la importancia de la estética en el vestido. No es que las acuse de falta de coquetería, ¡oh, no! Lamento solamente que no tengan siempre el gusto seguro. Hay muchas personas que, como yo, viven principalmente por los ojos; debería tenerse cuenta de ellos y cuidárseles la decoración. En nuestra época toda la fantasía, toda la alegría del color, se ha refugiado en el vestido femenino, puesto que nosotros no somos ya más que tristes maniquíes, todos iguales, negros y dibujados por igual.
—¡Ah! permíteme, querido amigo—interrumpió Martholl.—Con algún empeño y gusto personal, se puede obtener gran resultado de estos ínfimos elementos.
—¿Dices esto para hacernos notar que tú has sabido realizar ese prodigio?
—¡Puede ser!—murmuró Martholl sonriendo.—Un hombre hábil no debe jamás desperdiciar la ocasión de hacerse valer.
Las miradas de las jóvenes le daban razón; se posaban con simpatía en su elegante persona, admirando su irreprochable traje de verano, desde la corbata de batista clara hasta el barniz de sus zapatos amarillos donde se reflejaba el cielo.
—Admitamos que Martholl sea una excepción y que se afana por vestirse para deleitar a sus contemporáneos; en cuanto a ustedes, déjenme darles un consejo, mis encantadoras amigas: preocúpense siempre de ser lo más hermosas posible; piensen en el placer que nos causan con un adorno feliz.
—Platel, debía usted habernos prevenido; esto es una conferencia.
—Seguramente...
—Entonces, voy a servirle una taza de té en reemplazo del vaso de agua clásico de los oradores—dijo Diana levantándose.
—Acepto, señorita, y continúo: observen ustedes cómo el vestido entristece o alegra una época: ¡la gente debía divertirse poco en la corte de Felipe II, bajo la austeridad del terciopelo negro! Y hay que convenir en que, a pesar de las escenas sangrientas de la Revolución y las cabezas cortadas durante el Terror, no nos horripilan estos espectáculos, en los cuales las víctimas aparecen engalanadas con gracia ligera y voluptuosa, empolvadas y vestidas de sedas claras. Estos espectros nos conmueven, pero no nos espantan. Imaginémonos ¡qué cosa más horrorosa sería una revolución hoy, entre toda esta gente difrazada con nuestros trajes modernos, imposible de evocar trágicamente con aires de ópera!
—¡La Revolución!—exclamó Mabel d'Ornay, simulando un temblor de espanto para acercarse al joven novelista.—¡Brrr! espero que ya no habrá jamás otra. ¿Acaso el pueblo necesita reivindicaciones? ¿No tiene todo lo que le hace falta?
—¡Oh, Mabel!—intervino María Teresa,—¡puede usted decir eso! ¡Hay tanta miseria todavía!... Me sorprende que todos los que se mueren de hambre permanezcan tan resignados y no traten de rebelarse contra nosotros, que disfrutamos de todo. Somos muy culpables hacia ellos...
—¿Culpables?... ¿culpables de qué?
—De preocuparnos muy poco de sus sufrimientos; nosotros, los burgueses, los ricos de hoy, no comprendemos mejor nuestro deber que los nobles el suyo antes de la Revolución.
—Yo soy de la opinión de Mabel—dijo Diana.—Me pregunto ¿qué otros privilegios podría reclamar el pueblo: acaso cualquiera, por pobre que sea, no llega, si tiene carácter y ambición, a ser rico y obtener todo lo que quiere? Mira, sin ir más lejos, Juan Durand a quien esperamos esta noche, es un ejemplo vivo del hombre del pueblo que sabe vencer; el porvenir es suyo.
—Ciertamente—repuso María Teresa con viveza,—pero debías agregar que el hombre del pueblo tiene que reunir a una inteligencia nativa, una suma de trabajo, de energía y de paciencia poco comunes, para llegar a una posición igual a la de Juan. Además, Juan tuvo la suerte de encontrar a mi padre quien lo dirigió y sostuvo.
—¿Quién es ese Juan?
—Un niño abandonado, que mi padre recogió en otro tiempo y que ha sabido adquirir en nuestra cristalería de Creteil, la ciencia completa de su oficio, sin descuidar sus estudios escolares. Con una rara facultad de asimilación siguió los cursos nocturnos y aprovechó toda ocasión de instruirse. Habla el inglés, el alemán, y actualmente es subdirector de la fábrica. Los obreros lo quieren, lo respetan y lo obedecen, porque sabe mandar con suavidad y firmeza.
—¡Pero ese hombre es un prodigio entonces!
—No se entusiasme, Alicia—dijo Diana;—un prodigio, quizá; pero seguramente un flirt imposible.
—¿Es feo?
—¡No, hasta es hermoso a su modo; no se le podrá reprochar que sea enclenque, por ejemplo! y a quien le guste las espaldas anchas y el busto poderoso... ha de agradarle. Solamente que es un hombre serio, severo y en sociedad no es amable, se lo prevengo.
—¿Por qué dices eso?—exclamó María Teresa, dirigiéndose a su prima con cierta vehemencia.—Las cualidades de Juan le dan tal valor, que no está bien imputarle como defecto lo que le reprochas. Está tan ocupado, que no tiene tiempo para tomar parte en nuestras frivolidades mundanas. Con su trabajo diario y su pensamiento absorbido por las cosas serias, no puede realmente tener el aire de un clubman.
—La señorita María Teresa defiende admirablemente a sus amigos—observó Platel;—esto provoca el deseo de aumentar el número de ellos.
María Teresa tendió, sonriéndose, la mano al joven.
—Usted figura en el número, Platel; en efecto, creo ser una buena amiga; pero en este momento soy simplemente justa. Por lo demás, usted va a conocer a Juan; llega esta noche y pasará algunos días con nosotros. Ustedes podrán apreciar por sí mismos, que es merecedor de todas las simpatías.
—Nadie lo duda, puesto que usted lo afirma—dijo Huberto Martholl, que no perdía un solo movimiento de la joven.
La conversación fue interrumpida por otros jugadores de tennis; contaron hazañas que nadie escuchó, y formaron círculo aparte. Después, cuando los jugadores hubieron reparado sus fuerzas comiendo sandwiches, muffins, dulces, té y vino de Madera, todo el mundo se levantó.
Alicia de Blandieres se aproximó a Diana, que hablaba con Mabel d'Ornay, para decirle a ésta, en tono de confidencia:
—¡Oh! querida mía, es exquisito, su Huberto Martholl.
Mabel d'Ornay se echó a reír:
—¡Mi Huberto Martholl! ¡con qué posesivo comprometedor lo califica usted!... ¡Vaya! ¡ya está usted conquistada, mi pobre Alicia! Decididamente, trastorna la cabeza de todas las jóvenes, nuestro amigo.
Alicia tomó cómicamente la mano de la joven, y sacudiéndola con fuerza:
—¡Qué hermoso ejemplo de desinterés da usted, Mabel, no atesorando sus flirts y poniéndolos a la disposición de sus amigas!
—Pero, si Martholl no es mi flirt—gimió Mabel, mirando con inquietud hacia Max Platel.
—Entonces, mejor, si es una tierra libre para conquistar—continuó alegremente Alicia.—Cada una de nosotras tiene derecho a tratar de llegar primero para plantar la bandera vencedora.
—¡Ah!—exclamó Diana,—¡después de esto, nadie se atreverá a afirmar que la juventud femenina no es colonizadora!
La hora de comer se acercaba. Habiendo dicho Bertrán Gardanne que iba a recibir a Juan, todo el mundo se dispersó, dándose cita para la noche en el Casino. Las dos primas fueron a vestirse. María Teresa bajó sola poco después; quería estar allí para recibir a Juan.
Algunos días antes, Jaime había escrito, desde Budapesth, que creía que Juan pasaba por una crisis moral, que debían atenderlo un poco, así como debían convidarlo a pasar unos días en Pervenches.
Inmediatamente la joven rogó a su madre que invitase a Juan, y éste aceptó la invitación porque, con el fin de sacudir su preocupación moral, había resuelto visitar por segunda vez las cristalerías de Austria, proyecto que deseaba someter a la aprobación del señor Aubry.
La hora de la llegada del tren se aproximaba. María Teresa pensó que Juan se alegraría de la prueba de amistad que le daba saliendo a su encuentro. Vería, pues, su semblante leal iluminarse con la sonrisa dulce y feliz que tenía siempre cuando la veía.
Después de haber cortado algunas flores en el jardín que rodeaba la casa, se sentó ante la balaustrada de la terraza, puso el ramo a su lado y esperó.
Estaba contenta de que Juan viniese a Pervenches, porque, aunque veía con menos frecuencia que antes al compañero de su infancia, le conservaba mucha afección. Recuerdos de aquel tiempo, que la joven consideraba lejano, le venían a la memoria; pero como el ambiente en que vivía por el momento, hacía predominar en ella las impresiones mundanas, pensó de pronto en lo que su tía había dicho un día, al oír alabar las grandes cualidades de Juan:
—Juan Durand, es quizá un carácter, pero nunca será un hombre de mundo, a pesar del buen ejemplo de ustedes y de la instrucción que le hacen dar.
Para una joven de veinte años, por sensata que sea, el joven que no es un lindo maniquí acicalado, buen bailarín y diestro jinete, pierde mucho de sus méritos.
María Teresa era demasiado inteligente para no tener conciencia del ningún valor del juicio de la señora Gardanne, pero a pesar suyo estaba preocupada, y esa tarde, contemplando con mirada distraída el crepúsculo que descendía lentamente hacia la tierra, la idea de la obligación en que se vería de presentar a Juan a sus amigos, la inquietaba vagamente. Suspiró con real inquietud.
—¡Con tal que no se le ocurra bailar!—pensó.
En esto su temor era vano. Juan conocía tan bien lo que le faltaba para figurar en sociedad, que se había convertido casi en un salvaje. En un principio se había irritado contra sí mismo. Aislado y solitario después, se desahogaba juzgando fríamente la vaciedad y frivolidad de las palabras y actos mundanos.
El ruido del carruaje que entraba en la gran avenida devolvió a Teresa la noción del momento presente. Ante la escalinata, Bertrán saltó al suelo; Juan que iba a imitarlo, se detuvo, conmovido y feliz. Acababa de ver a la joven. Esta avanzaba hacia él, cordialmente, tendiéndole las manos.
—Gracias, por haber venido... Espero que se quedará algún tiempo con nosotros. Vamos a tratar de convertirle en un perezoso; aquí no hay que pensar sino en descansar y en divertirse ¿no es verdad?
Juan no contestó en seguida. Al fin consiguió dominarse y con voz casi exenta de vestigios de emoción dijo:
—Usted es demasiado buena en añadir estas palabras de bienvenida a la amable insistencia que han tenido en invitarme el señor y la señora Aubry. En cuanto a convertirme en un perezoso, debe usted renunciar; sería hacerme un mal servicio. Mi trabajo es mi sola razón de ser. ¿Para qué serviría yo, si no trabajase?
Al pronunciar estas últimas palabras, Juan no pudo reprimir cierto acento de amargura, como si se burlase de sí mismo. María Teresa notó la ligera tristeza que trascendía a través del aire feliz de su amigo.
—Venga, Juan—le dijo tomándolo por la mano;—voy a conducirlo a su habitación. He elegido la que tiene más linda vista; por la mañana, cuando abra los ojos, verá el mar; eso lo distraerá de los horizontes de la fábrica.
Se dirigieron a la escalera. Juan, contemplando a su conductora, la seguía lleno de felicidad. Al llegar al segundo piso, ella abrió una puerta y mirando a su compañero, dijo:
—Aquí está su jaula, la he adornado con mis propias manos; deseo de todo corazón que sea usted mi prisionero por mucho tiempo.
Y como Juan, al darle las gracias, le devolviese las flores que le había tomado para aliviarla, ella arrancó del ramo unas rosas, que le entregó, agregando:
—Tome usted para su boutonnière, y ahora apresúrese, que la campana de la comida sonará dentro de media hora.
—Guardo estas flores porque tienen para mí el mérito de venir de sus manos; pero yo no sabría llevarlas con gracia en mi boutonnière, como sus elegantes amigos; estaría ridículo.
—¿Por qué?—interrogó María Teresa simulando no comprender.—Son ideas que usted se hace; déjeme colocarle las flores...
Y Juan vio con emoción, aquellas pequeñas manos colocar hábilmente sobre la solapa de su vestido las fragantes rosas.
—¡Mire un poco—dijo sonriendo la joven.—Está usted igual a esos jóvenes tan elegantes!... Hasta luego; lo esperamos en el hall.
Media hora después la familia se encontraba reunida, y Juan recibía de todos una acogida afectuosa. La señora Aubry tomó su brazo para pasar al comedor; el señor Aubry se colocó entre las dos jóvenes y se apoderó alegremente de un brazo de cada una de ellas, en tanto que Bertrán y Martholl, invitados ese día, seguían muy correctos.
Estos jóvenes, al lado de Juan, ofrecían un visible contraste: delgados, pálidos, delicados, parecían no haber nacido para la lucha. Las finas siluetas de hijos de familia, holgados dentro del smoking, hacían resaltar la fuerza muscular de Juan. Sus anchas espaldas, su rostro enérgico tenían cierta belleza, una belleza viril que hacía dominante su mirada luminosa, súbitamente dulcificada, hasta la más infinita ternura, cuando se posaba sobre María Teresa.
Pero Diana tenía razón; Juan no era el joven sociable y seductor que Alicia de Blandieres hubiera querido que le fuese presentado, a la noche, en el Casino. Alicia no habría mirado con buenos ojos a aquel caballero poco elegante, poco versado en la ciencia de las actitudes, e ignorante de la moda que rige, como soberana, los movimientos de los saludos y de los shakehands.
Juan, al lado de Bertrán y Huberto, reclamos vivientes de sus sastres, parecía un hijo del pueblo, de ese pueblo que es carne y sangre de la nación, y se destacaba entre aquellos dos jóvenes incoloros pero selectos.
De toda su persona, tallada vigorosamente, emanaba como una promesa de protección física o moral; su aspecto confortaba, y su fisonomía inspiraba confianza.
En la mesa, sentado entre María Teresa y la señora Aubry, producía la impresión de la fuerza serena y tranquila, mientras escuchaba, sonriendo, las frases que revoloteaban a su alrededor. Apenas terminado el primer plato, el señor Aubry le dirigió la palabra.
—Y bien, amigo mío, ¿qué hay de nuevo en la fábrica? Tus últimas cartas eran un poco lacónicas. Me debes algunos detalles.
—¡Oh! papá—exclamó María Teresa,—por favor, espere usted a estar solo con Juan para hablar de sus asuntos. Además hay que dejarlo descansar a este pobre joven; le hace falta. Aquí, hay una tregua; son las vacaciones; no se habla de la fábrica.
Al oír a su hija, el rostro del señor Aubry se había oscurecido.
—Vamos, veo que a ti como a tu hermano este tema te fastidia, y lo siento mucho. Habría sido muy feliz, lo confieso, si hubiera tenido un hijo que participase de mis gustos y que sintiese placer en cultivar este arte que yo amo tanto, porque ocupa el cuerpo y el espíritu. Un buen cristalero es a la vez un sabio, un artista, un hombre de estudio y un hombre de acción. Ahí tienes, hija mía, un programa, que seguramente no realizará un cualquiera. ¿No tengo razón, Juan?
Y como Juan aprobase con una inclinación de cabeza, el señor Aubry continuó:
—¡Ah! Juan, felizmente, no es como Jaime; nuestros asuntos no le son indiferentes. ¡Ah, no! siente en su alma la misma pasión que yo por el cristal. ¡Cómo nos entendemos! ¡Lo que hemos trabajado juntos al resplandor de los mismos hornos, cáspita! Y es de la raza de aquellos hombres de que en otro tiempo se creaban los caballeros industriales.
—Usted exagera, señor—respondió Juan;—cristalero, sea, pero caballero, no. ¡Esta denominación le sienta a usted mejor que a mí! Sí, yo amo a nuestra querida cristalería. Solamente que comprendo que no se diviertan mucho los que nos escuchan cuando hablamos. Caemos en las ridiculeces de esas madres que alaban sin cesar a sus hijos delante de personas que ningún interés tienen. Además, aunque el estado de cristalero sea un estado noble, no faltan otros igualmente atrayentes. Seamos justos. Si todo el mundo fuera cristalero, ¿qué sería de nosotros, mi querido maestro? No debe usted lamentar nada; Jaime habría trabajado el cristal sin convicción, en tanto que será un soberbio abogado, bajo su toga. Y podrá sernos útil si tenemos pleitos, él nos defenderá.
—¡Oh! Jaime no estima mucho los pleitos sobre negocios. Prefiere las causas sensacionales.
—Yo sé lo que le conviene a Jaime—interrumpió Diana:—un hermoso crimen con un asesino difícil de defender. Lo que hace la reputación de un abogado, no es ganar siempre sus pleitos, sino abogar en causas de resonancia. Se habla más de los que dejan guillotinar a sus clientes, que de los que los salvan de la ruina. Supongo, pues, que Jaime se dedicará a la clientela de la Corte de Asises.
La señora Aubry la interrumpió para dirigirse a Juan.
—Dime, hijo mío, espero que te quedarás con nosotros algunas semanas. Hace mucho tiempo que no tienes vacaciones; esta vez quiero verdaderamente que pases aquí la estación entera de baños; sé que tendrás gran placer...
—Mi mayor placer es estar con ustedes, señora, usted lo sabe bien; pero el reposo no me conviene. No sé qué hacer cuando no me entrego a mis ocupaciones habituales. Sin embargo, mi deseo es quedarme el mayor tiempo posible; nada, por el momento, exige mi presencia en Creteil. Antes de salir de allí, he organizado todo, y para el trabajo corriente, Rousseau es un hombre en quien se puede fiar. No es solamente en previsión de una permanencia en Pervenches, por lo que he tomado estas disposiciones; tengo la intención de volver a visitar las cristalerías de Bohemia. He oído hablar de nuevos procedimientos de fabricación; querría examinarlos, para someterlos a su aprobación, mi querido protector.
—Bien, amigo mío, reconozco ahí tu espíritu de iniciativa; pero por el momento, no veo la necesidad...
—¡Oh! no, tío—exclamó a su vez Bertrán,—no vuelva a caer en sus historias de cristalería. Un poco de paciencia, que pronto vamos a dejarlos solos; entonces podrán conversar libremente y ocuparse de sus negocios. Nosotros admiramos las hermosas obras que salen de sus manos, pero es inútil enterarnos de cómo se hacen. Mi intervención es de mera prudencia: porque los conozco. Si se les deja ir, en algunos instantes llegaremos a las combinaciones químicas, y como no entendemos nada, ustedes habrán hablado sin provecho para nadie.
—Vaya—dijo Juan festivamente,—no hay nada que hacer, ¡tenemos un mal público!
Cuando se levantaron de la mesa, María Teresa se acercó a Juan y le preguntó si quería acompañarla al Casino.
—Agradezco mucho su generosa oferta; pero si usted me permite, voy a quedarme con su papá. Soy un ser huraño, me gusta poco la sociedad. ¿Cree usted que yo consentiría en darle la molestia de mezclar mi persona a través de sus relaciones balnearias? Tendría que presentarme a sus amigas ¡qué tarea tan abominable! Y si me aburriese en un rincón, usted se creería obligada a dejar a sus amigos para venir a conversar conmigo. Sería, pues, un verdadero estorbo para usted. Prefiero que me permita quedarme con su padre; fumaremos un cigarro en el jardín, hablando de cosas que nos interesan.
—¿Entonces, desde su llegada hay que darle plena libertad para abandonarnos?
María Teresa fue interrumpida por Diana:
—¡Y bien! ¿cuándo acabarán de hablar en ese rincón los dos? ¿Sabes? son ya las diez... ¿No partiremos nunca, tía?
—Las estoy esperando, hijas mías—respondió la señora Aubry.
—Juan, ayúdeme usted, entonces.
Y María Teresa dio al joven su manto blanco incrustado en guipur de Irlanda.
Después de haberlo colocado delicadamente sobre los frágiles hombros, Juan retrocedió, diciendo con admiración:
—¡Parece usted una reina, María Teresa!
Ella se sonrió, y le tendió las manos:
—Pero muy pobre reina, pues no sé hacerme obedecer.
Juan la acompañó hasta el coche, donde se hallaban ya la señora Aubry y Diana. Mientras pudo seguir con la vista la luz de los faroles, huyendo a través de los árboles, quedó allí inmóvil, como si aquella forma pura y blanca le hubiera arrebatado el espíritu. Sentía ahora no haber ido. ¿Por qué no había querido acompañar a María Teresa al Casino? ¿No era su más grande felicidad verla, estar a su lado? ¡Qué necedad dejar escapar aquellos minutos preciosos en que la habría visto vivir y moverse en aquella decoración de lujo y alegría! Sin embargo, había sido prudente no acompañarla; conocía demasiado, por haberlo experimentado ya, el suplicio de verla en un baile. ¡Qué celos tan espantosos sufría cuando la veía, amable, sonriente, y siempre rodeada de jóvenes! En estas ocasiones se había dado cuenta del estado de su corazón. En un principio, desesperadamente, había tratado de luchar contra aquel sentimiento naciente que en su alma escrupulosa no se reconocía el derecho de abrigar. Si bien los años habían transcurrido, modificando su situación y dándole la esperanza de un hermoso porvenir, creía que para los Aubry, él era siempre el niño pobre recogido por caridad. En cuanto a María Teresa ¿no era absurdo esperar el ser a sus ojos jamás otra cosa que un buen empleado, a quien le hacía demasiado honor con atenderlo amablemente? Pero si Juan se esforzaba en sofocar en lo más profundo de su ser su sentimiento, a pesar suyo, deseaba ardientemente gozar el mayor tiempo posible de la presencia querida de María Teresa, y vivía en el temor continuo del casamiento de la joven. Cada vez que ella iba a un baile o que algún joven desconocido era recibido en casa de los Aubry, Juan, angustiado, se preguntaba:
—¿Será éste quien se la llevará?
Hasta entonces, felizmente, María Teresa se había mostrado difícil, declarando que no se casaría nunca sin conocer bien, apreciar y amar a quien había de ser su marido. A pesar de estas declaraciones de principios, Juan no se hacía muchas ilusiones; sabía que el acontecimiento que él temía, más o menos tarde tendría que producirse, pues María Teresa, rica y linda, reunía todas las condiciones de un brillante partido.
Al salir para Etretat, se había prometido ahogar valerosamente en sí lo que sentía. Esperaba ser bastante fuerte para dominarse; pero al volver a ver a la joven, después de una ausencia de dos meses, se dio cuenta de que su mal, en vez de calmarse, llegaba al paroxismo, y que nunca podría ser para ella un simple amigo.
Estaba en este punto de sus reflexiones, cuando el señor Aubry se aproximó a él:
—Y bien, Juan, ¿en qué piensas? Te andaba buscando; la noche está magnífica; vamos a dar una vuelta por el jardín a la claridad de las estrellas.
—Como usted quiera, mi querido señor.
Juan encendió un cigarro, y siguió al señor Aubry.
—A la verdad, en esta hermosa propiedad se goza de una calma y de un reposo deliciosos. ¡Cómo han crecido estos árboles después de la última vez que vine, hace tres años!
—El hecho es, mi querido amigo, que tú no tomas vacaciones con frecuencia.
—No las necesito todavía; son convenientes para usted, que trabaja desde hace mucho tiempo; por eso me esfuerzo en reemplazarlo para que usted pueda descansar un poco. ¡Lo tiene bien merecido después de haber creado una inmensa fábrica que está hoy en plena prosperidad!... Yo no tengo por qué darme vacaciones; gracias a usted he entrado en un negocio que marchaba solo y que basta vigilar ahora; la tarea es fácil; basta ser un trabajador celoso.
—No seas tan modesto, amigo mío; desde luego, un trabajador inteligente es cosa rara; tú sabes cómo lo cuido; tú, además, tienes el espíritu creador, gusto e iniciativa. Nunca dudo del éxito de tu trabajo. A propósito ¿de qué proyecto hablabas, cuando nos interrumpieron aquellas criaturas terribles? ¿Decías que querías ver las cristalerías de Bohemia?
—Mi verdadero pensamiento voy a decírselo a usted; nuestra cristalería es única, porque de ella salen obras admirables; pero usted sabe mejor que nadie lo que nos cuestan las tentativas de arte, a causa de los numerosos ensayos que exigen. Antes de llegar a la meta, hacemos grandes desembolsos, que nos vemos obligados a reparar subiendo el precio de la venta. Recuerde lo que nos costó el tallado en agujas marinas. Creo que si conjuntamente con este arte de gran lujo, establecemos una fabricación de objetos de venta más corriente, podríamos obtener grandes beneficios, que nos ayudarían prodigiosamente a ensayar otras combinaciones químicas, necesarias para las creaciones nuevas. En suma, hoy corremos muchos riesgos, pues la venta de un objeto de arte, no es nunca segura; hay que encontrar al aficionado, al entendido. Por ejemplo, en este momento, nuestras experiencias para hacer el ópalo nos han exigido grandes desembolsos; si nos ocurriese cualquier contratiempo, tendríamos un serio perjuicio. Esto me preocupa a menudo, sobre todo desde que me han impresionado las malas noticias que corren respecto del Banco Raynaud. No he querido comunicarle esta noticia. Se habla de ruinosas operaciones. Usted tiene mucho dinero en ese Banco; habría que tomar, quizá, algunas precauciones. Siempre he temido alguna catástrofe que pudiera repercutir contra nosotros; ¡como lo veo tan confiado a usted!...
Desde que Juan empezó a hablar de la casa Raynaud, el señor Aubry se había puesto inquieto.
—¿Qué me dices? ¡Eso es inverosímil! ¿Estás cierto de tu información? Sería muy grave... ¡Bah! no puedo creer, debe ser algún falso rumor; hay gente que no retrocede ante nada para hacer la guerra de competencia; es una casa sólida la de Raynaud, ¡qué diablos!
—Cuando el furor de la especulación interviene, nunca se está seguro de la solidez de una casa bancaria. En todo caso, hay que tener prudencia, y yo no tengo tanta confianza como usted.
—Tú eres juicioso y de buen consejo, lo sé; es una excelente cosa; pero ¡cáspita, no hay que exagerar! Bueno, volvamos a tu idea; no la encuentro mala. Ciertamente, de buena gana fabricaré objetos de venta corriente, teniendo cuidado, naturalmente, de conservar las bellas formas. Decididamente, te haces más práctico que yo; tienes el espíritu más comercial, es evidente; estás en el movimiento, y, además, es conveniente que las antiguas casas sean renovadas; tú eres joven, activo, enérgico, y he pensado, con frecuencia, que podías sustituirme... ¡No protestes! Es preciso que lo sepas, hijo mío, cuento contigo para la continuación de mi obra; cuando conocí la defección de mi hijo, una gran tristeza se apoderó de mí; es terrible, sabes, pensar que una casa creada por mí mismo, que contiene toda nuestra vida, ha de pasar a manos extrañas. Y, entretanto, es fatal, después de largos años de labor, la inteligencia se entorpece, la energía se debilita. Generalmente es por falta de savia que declinan las grandes cosas. Por eso, sólo después que te he visto en la obra, dejándote en plena libertad, he recuperado la tranquilidad.
—Mi querido maestro, usted es realmente el alma de la fábrica... ¿Qué sería yo sin usted?
—Yo te he formado, sé lo que vales. Seguramente mi colaboración te es útil todavía; pero yo puedo enfermar y verme en la imposibilidad de dirigir nuestros asuntos; ahora bien, sabiendo que tú estás allí, no temo los acontecimientos; es mi recompensa de haberte hecho el hombre de valer que eres. Tú tienes todas las condiciones que se necesitan para continuar mi obra.
—Mi querido protector, sin usted yo no sería nada.
—Y sin ti yo me convertiría en nada. Desgraciadamente para los hombres de mi carácter, llega un momento en que es imposible producir la misma suma de trabajo; cuando, como yo, se ha sido la palanca elevadora de una casa, se entristece uno ante la idea de ver derrumbarse el edificio construido con tanto trabajo. Así, volviendo a lo que te decía durante la comida, tuve un gran pesar la primera vez que comprobé la poca afición de Jaime a nuestra industria. ¡Ah! ¡no tiene ese fuego sagrado! ¡Tener en sus manos un negocio como éste, que da, en bueno o mal año, unos treinta mil pesos de beneficio neto, y desecharlo para contentarse con ser el hijo de su papá!... ¡En fin! Contigo, sin embargo, la tarea le habría sido fácil... Pero no, no le gusta. Tendría que levantarse temprano, renunciar a los sports, a los five o'clock... No se ha preocupado en saber que, aparte de un millón, puesto laboriosamente en un Banco, la fábrica es toda la fortuna de mi mujer y de mis hijos. ¿Qué sería de ellos si yo desapareciese?
Te lo declaro; sólo después que te he visto dirigir las cosas, es cuando he recuperado la confianza en el porvenir. Cuento contigo, Juan. Tú serás el continuador de mi obra. ¡Ah! la realización de mi sueño sería que tú llegases a ser mi hijo a otro título... Pero, esto sólo puedo desearlo; no me corresponde intervenir. Creo que los padres no tienen el derecho de dirigir los sentimientos de sus hijos ni de fijar sus destinos en materia de sentimientos. ¡No importa! para ti, para María Teresa, para mí, este suceso constituiría nuestra mayor felicidad.
Juan, paralizado por indecible emoción, estaba absorto ante aquella revelación; luego tomó una mano del señor Aubry y la estrechó con fuerza, murmurando con voz ahogada:
—¡Oh, gracias, mi querido señor! pero usted tiene razón; ni usted ni yo debemos influir...
Juan, en su profunda turbación, no pudo terminar la frase.
El señor Aubry no insistió, y hasta simuló no apercibirse de nada, inquieto por la impresión que sus palabras habían causado en el alma de su hijo adoptivo, y temeroso de haberse avanzado demasiado.
Dejó de caminar, y dijo con aire indiferente, tirando su cigarro:
—¿No encuentras que hace un poco de fresco bajo estos árboles? Voy a ponerme el sobretodo para ir al Casino. ¿Quieres venir conmigo?
Juan dio una respuesta evasiva, y permaneció solo, quebrantado por la emoción, incapaz de dominar los pensamientos confusos, felices y angustiosos que hervían en su mente.
¿No era un sueño lo que acababa de oír? Lo dudaba, después que el señor Aubry se había ido; pero el fuego del cigarro que brillaba aún entre el césped, lo tranquilizó. ¿Así, pues, el señor Aubry y Jaime, no se indignaban ante la idea de que el huérfano pudiera un día convertirse en un hijo y en un hermano?
¡Cómo resonaban aún en sus oídos aquellas palabras mágicas! ¡Y él, Juan, que apenas se atrevía a soñar en lo que el señor Aubry había expresado en alta voz, con tanta sencillez y naturalidad! ¡No era, pues, un irrealizable sueño! ¡Los sentimientos que él sofocaba con tanta pena, los alentaba en él, le daban casi el derecho de declararlos! Era demasiado. Y, loco de alegría, se repetía las palabras de esperanza... Entonces, una ráfaga de orgullo se apoderó de él. Gracias a su energía para el trabajo, podía aspirar a aquella gran felicidad que era toda su ambición: casarse con la que amaba, vivir cerca de ella, tenerla siempre a su lado. Y arrebatado por la imaginación, se veía paseando con María Teresa por países que conocía bien, pero que se transformaban con la presencia de su amada, apareciéndosele como comarcas fabulosas y encantadas.
Al fin, se substrajo a esta alucinación, y miró a su alrededor. La Naturaleza parecía asociarse a su felicidad; las hojas, mecidas por suaves brisas murmuraban en la noche; vapores argentinos flotaban sobre el jardín adormecido, y, con sus rayos, la luna acariciaba las flores que, desfallecidas, exhalaban su perfume. Fue aquel un momento de embriaguez.
Pero Juan sintió bien pronto desvanecerse su dicha. Así como el pesar, olvidado durante el sueño, vuelve a apoderarse de nosotros al despertar, así su espíritu, que se había complacido un instante en deliciosas fantasías, le mostró, de improviso, que aquello era para él, una simple quimera.
—¡Qué insensato soy!—exclamó.—¿Para qué admitir esta posibilidad, puesto que María Teresa no la aceptará nunca? ¿Acaso tengo la pretensión de ser el hombre de mundo, que ella desea para marido? ¡Si hasta me siento molesto entre esos inútiles elegantes que ella trata como íntimos!... ¿No soy completamente distinto de los que a ella le gustan? ¡Ah, sí! lo sé muy bien: al lado de toda esa gente yo no represento más que un contramaestre endomingado. ¡Cómo debo disgustarle, Dios mío! ¡Quién me habría dicho un día que yo aspiraría ardientemente a parecerme a esos hombres frívolos que la rodean!
Fue interrumpido en sus reflexiones por un ruido de voces y risas, que se acercaba. La gente volvía, por grupos, del Casino; las despedidas y los adioses resonaban claros en la calma de la noche, mientras la alegre turba se dirigía hacia las villas diseminadas en la costa.
Juan oyó, poco después, abrir la puerta de la verja del jardín. En su estado de espíritu, le habría sido penoso hablar, aunque sólo fuera algunos instantes. Por huir de las despedidas y de las frases triviales, se ocultó en un bosquecillo de plantas, queriendo solamente percibir la forma blanca y ligera que estaba esperando.
María Teresa y Diana seguían a distancia al señor y la señora Aubry.
Se reían. Al pasar junto al sitio donde Juan estaba escondido, Diana decía en son de burla:
—Te digo que has observado una conducta deplorable, lo cual es de extrañar en ti, que eres tan reservada generalmente. Has bailado tres veces con Huberto Martholl y flirteado con él toda la noche. ¡Vamos, confiesa que te gusta!
En el silencio de la noche, la voz reposada y armoniosa de María Teresa, llegó hasta Juan:
—Pues sí, lo prefiero a todos los demás, porque baila el boston admirablemente.
Los pasos se alejaron; las risas frescas de las jóvenes se fueron apagando, se sintió el ruido de las puertas que se cerraban, y luego, poco a poco, reinó el silencio.
Entonces, con el alma angustiada por un dolor nuevo, Juan vagó al azar por las avenidas.
Para él, todo lo que emanaba de María Teresa era grave y razonado; de manera que, lo que acababa de decir, debía ser definitivo, estaba seguro. Ella confesaba haber tenido placer en bailar con Huberto Martholl... Los celos nacientes envenenaban las deducciones de Juan: estrechada tres veces por aquel Huberto Martholl, María Teresa lo prefería a todos los demás... Para que esto sucediese ¿qué le habría dicho ese hombre? ¿Qué encanto misterioso había ejercido sobre ella? ¡Ah¡ el sonido melodioso de su querida voz martillaba el alma de Juan, martirizándolo, enloqueciéndolo hasta el punto de hacerle transformar las simples palabras: «Lo prefiero a todos los demás, porque baila admirablemente el boston,» en una ardiente confesión de amor.
La visión de la inmensa dicha que se cernía sobre Martholl, evocó en el espíritu de Juan la imagen de la joven en traje de novia. Erguida, esbelta, con su largo velo de tul, con la corona de azahares en los cabellos, para ella nimbo de pureza, para Juan corona de espinas... la veía así a la bien amada, deslumbrante de belleza, y, sin embargo... cuando buscaba en el rostro del querido fantasma la sonrisa del triunfo, sólo encontraba un rostro de mármol. No tenía la expresión dulce de los ojos de María Teresa, sino una mirada fría, severa, que parecía reprochar a Juan la audacia de su evocación.
Y trastornado por aquella dualidad de sensaciones que simultáneamente lo afligían y le daban vagas esperanzas, recorría el jardín como un loco.
En su paseo incierto llegó cerca de la casa. Un ligero ruido le hizo levantar la cabeza y lo clavó en el suelo; no se atrevía a moverse por temor de hacer crujir la arena bajo sus pies.
María Teresa, antes de desnudarse, abría la ventana de su cuarto para gozar del fresco perfumado del aire, y para contemplar el espacio estrellado.
Sus cabellos caían, desatados, sobre la seda tornasolada de su vestido; apoyó los brazos sobre la balaustrada del balcón. Iluminada por la luz rojiza de las lámparas del cuarto, y del lado del jardín, por el resplandor pálido de los rayos de la luna, parecía un ser fantástico, de una delicadeza y de un encanto sobrehumanos.
Juan gozó en contemplar aquella aparición, goce intenso y doloroso. En tal momento nada podía serle más cruel. Todas sus dudas se afirmaban. Sentía, con lucidez desesperante, que no eran sólo obstáculos materiales los que lo separaban de ella; la voluntad misma del señor y la señora Aubry no los acercaría; existía entre ella y él una diferencia de raza; la misma sangre no corría por sus venas. Aquella joven elegante y fina, bañada de luz en ese momento, no podía estar destinada a ser su mujer. No obstante, sentía que jamás podría arrancarla de su pensamiento.
El pobre joven, anonadado, no tenía ya más que un solo deseo: ¡ah! ¡si al menos le fuera dado esperar que en la vida de María Teresa, el nombre de Juan descendiese algunas veces de los labios a su corazón! ¿En qué pensaba en ese instante, mirando dulcemente hacia el horizonte? Ante sus ojos pasaba, sin duda, la imagen del que en esa noche había tenido el placer de estrecharla.
Torturado por el sufrimiento, murmuró:
—Es locura, locura, ¡yo debería condenarme a evitarla, a no verla más!
Y ocultó la cara entre sus manos.
Cuando levantó la cabeza, las persianas estaban cerradas.
A su alrededor, ahora, todo aparecía bajo un aspecto prosaico, desesperante. La luna, velada por las nubes, no esparcía ya su claridad sobre el misterio de la noche; la masa negra de los árboles se erguía hostil, y los grupos de plantas floridas no formaban más que sombrías manchas. El alma del jardín había volado.
A la mañana siguiente, cuando Juan se despertó, un criado le previno que el almuerzo tendría lugar en las cercanías, en Saint Jouin, en la venta de la bella Ernestina, y que se le rogaba que estuviera a las once en la casa para la partida.
A Juan lo contrarió mucho este aviso; habría deseado no mezclarse en el movimiento social durante su estancia en Etretat; pero juzgó que sería poco cortés rehusar la invitación, y contestó que no faltaría.
Algunos momentos antes de la hora señalada, Juan, de vuelta de un paseo solitario, por la orilla del mar, leía en su cuarto. Al oír el aviso de Bertrán, cerró su libro con resignación y bajó. La señora Aubry lo presentó a sus invitados. Los hombres le tendieron la mano, las jóvenes lo saludaron; luego, después de un ligero examen, no se ocuparon más de él. Su aire, su manera de vestir, lo clasificaban. Era el invitado que no se cuenta. Juan adivinó la impresión que había producido, dejó pasar a los jóvenes, y subió a un coche con el señor y la señora Aubry.
De todos los nombres que la señora Aubry había pronunciado al presentarlo, uno solo retenía su memoria: el de Huberto Martholl. A este joven que, la víspera, durante la comida, apenas había notado, porque le había parecido un mundano cualquiera, ¡con qué ojo investigador no lo observaba ahora!
Juan comprobó, con profundo disgusto, que Huberto Martholl se precipitaba tras de María Teresa, y se instalaba al lado de ella en el break; la joven lo recibió con una sonrisa. ¡Oh! cuánto habría dado Juan por oír las palabras que cambiaban...
De la encantadora campiña normanda, el pobre joven no vio nada; toda su atención era atraída por las voces alegres y las risas que salían del otro carruaje; además, estaba atormentado por lo que podía hablar el feliz Martholl, inclinándose con tanta frecuencia hacia María Teresa.
Llegados a Saint Jouin, la juventud invadió el jardín a la francesa de la célebre hotelera, mientras que la gente más seria, o más hambrienta, se preocupaba del almuerzo.
Sus inquietudes se calmaron en breve a la vista de una cocina notablemente organizada, de la que salían olores incitantes, y todo el mundo se instaló en el jardín, bajo una carpa, alrededor de una larga mesa ya preparada.
Antes de tomar asiento, Juan observó que los demás jóvenes hacían prodigios de destreza para ocupar sitio al lado de la que les interesaba. Resignado a su mala suerte, se colocó enfrente de María Teresa, queriendo, por lo menos, verla, ya que no osaba acercársele. Huberto Martholl estaba a su lado, aquel Huberto que ella «prefiere, porque baila admirablemente el boston,» pensaba siempre Juan, acosado por la frase oída.
Aislándose de sus vecinos, para absorberse en sus tristes pensamientos, que le demacraban el semblante y le endurecían la mirada, seguía con ojos insistentes los menores gestos de Huberto y de María Teresa. A pesar de sus esfuerzos, le dominó el despecho. Estaba seguro: aquél iba a conquistar a la joven, a llevársela. Por vez primera, la veía particularmente interesada en la conversación de su vecino de mesa; parecía estar prendada de las frases de Martholl; lo escuchaba sonriendo y sin hacer caso a los demás convidados.
Huberto la colmaba de cuidados, le hablaba a media voz con aire de felicidad, y este espectáculo ponía a Juan fuera de sí; se exasperaba tanto más cuanto que juzgaba irresistible a aquel joven de aspecto distinguido, correcto y elegante. El almuerzo le pareció interminable. Bajo la influencia del malestar moral que sentía, su cólera comprimida llegó al más alto grado de intensidad; comprendía cuán superflua era su presencia en aquel ambiente alegre, feliz, donde corría el riesgo de ser ridiculizado si los sentimientos que lo agitaban eran conocidos.
Al fin, se levantaron de la mesa, y todos se dispersaron, yendo unos a las barrancas y otros a la playa.
Juan, no sabiendo qué hacer, siguió a distancia a María Teresa; sus amigas la llevaban hacia la orilla del mar.
La joven, una vez que miró para atrás, reparó en Juan; la expresión dolorosa de su semblante la impresionó, se detuvo para darle tiempo a que la alcanzase y le dijo entonces:
—Las barrancas de Saint Jouin son magníficas. ¿No es verdad, amigo mío?
—¿Cree usted?... Sí, quizá son muy hermosas, pero es una decoración inútil.
—¿Por qué? nada de lo que es hermoso es inútil...
—¿Realmente? ¡Usted es muy ambiciosa! necesita a la vez gozar con los ojos y con el corazón...
—¿El corazón? ¿a propósito de qué dice usted eso? El placer de la vista me basta por el momento...
—Naturalmente...
—¿Qué significa ese excéptico: naturalmente?
—Nada, en verdad.
—Me alegro.
Pero él añadió, a pesar suyo, con tono irónico, despechado por la serenidad del lindo rostro de su amiga:
—Sería mal hecho de mi parte turbar esta alegre fiesta... ¿Qué quiere usted? estas partidas en comparsa siempre me han parecido odiosas, salvo que no disimulen...
—¿Disimulen qué?
—¡Qué sé yo! algún encuentro sentimental; el placer de codearse durante largas horas con el que o la que se ama, el permitirse una libertad de lenguaje que no se podría usar en otra parte.
—¡Perverso! se refiere usted a la señora d'Ornay y a Platel...
Y la risa musical de María Teresa estalló en un gorjeo, acabando de exasperar a Juan.
—¡Oh! no son ellos los únicos que aprovechan hábilmente «la ocasión...» Supongo que usted no se ha fastidiado en el almuerzo. El señor Martholl, ese feliz mortal tan elegante, ¿es tan admirable en su conversación como en su manera de bailar el boston?
María Teresa chocada de aquel tono agresivo que revelaba un estado de alma que no se explicaba, pues Martholl no era para ella más que un amable indiferente, miró a Juan con sincera sorpresa:
—¿Qué tiene usted, mi pobre amigo? Nunca lo he visto de tan mal humor. ¿Es de vernos flirtar un poco que se irrita usted así?
—¿Hay grados, entonces, en el flirt? Explíqueme usted cómo puede uno contentarse con «un poco...» Esta dosis me parece difícil de graduar, sobre todo, de no extralimitarla.
Al decir esto, señalaba con los ojos los grupos dispersos de los jóvenes que marchaban delante de ellos: Platel y Mabel d'Ornay, Diana y James Milk, las de Blandieres con Martholl y Bertrán, y otras parejas más, todos alegres de sentir la influencia de los fluidos de atracción.
Juan, repuso muy excitado:
—Explíqueme usted de una vez lo que es en su justo límite, ese odioso flirt...
—¿El flirt? Es el placer de conversar con un hombre amable que gusta de una y que discretamente lo dice.
—¿Realmente? Entonces ¿cualquiera puede disfrutar de sus encantos, de su sonrisa? ¿Y es con su consentimiento como goza de todas estas cosas que ustedes prodigan? ¿Del mismo modo le dan el derecho de manifestar lo que siente?
—No creo que sea muy grave preferir la compañía de las personas que nos son simpáticas.
—Posiblemente esas personas que son simpáticas no obtienen ese resultado sino gracias al mérito de sus sastres.
—Tranquilícese usted—respondió la joven, que tomó el partido de convertir en broma los reproches de Juan;—me ocupo muy poco de tal asunto. No, yo no soy exigente respecto a la manera de vestir de los jóvenes que me placen; pero, hay dos cosas que estimo mucho: un buen bailador cuando bailo y un interlocutor amable cuando hablo. Y como usted está de mal humor hoy, suya es la culpa si le dejo.
Dicho esto, alegremente, con la dulce entonación que le era habitual, María Teresa se esquivó y corrió a reunirse con sus amigas.
Juan tuvo un violento acceso de desesperación, cuando se encontró solo. ¡Ah! era siempre el hombre del pueblo, sin delicadeza alguna. Acababa de hacer algunas observaciones ridículas, ¿y con qué derecho? Decididamente nunca sería un hombre de mundo. El ejemplo mismo de su querido maestro no le había servido; porque si él, a pesar de su labor de obrero, había permanecido caballeresco, es porque se llamaba Aubry de Chanzelles, y de nacimiento poseía esa ciencia de la delicadeza que no se adquiere jamás.
Afligido, Juan se sentó al borde de un sendero que baja casi cortado verticalmente hacia el mar, a lo largo de la barranca. Desde allí dominaba la playa quebrada de Saint Jouin, y podía seguir, por entre las rocas, la marcha caprichosa de las jóvenes y de sus flirts. El traje claro de su amiga, y el elegante sombrero gris de Martholl cautivaban principalmente su atención.
En cierto momento, pudo ver a María Teresa y a las jóvenes que la precedían, detenidas ante una bajada difícil. Y como Martholl, Platel, Bertrán y James Milk, les tendieran sus brazos auxiliadores, las primeras siluetas finas fueron deslizándose una a una.
Entonces el corazón de Juan latió con violencia. Pero pronto su semblante se serenó; lo que él temía, no sucedió; ágilmente, María Teresa saltó sin la ayuda de nadie.
Por la emoción que había sentido, Juan comprendió que no podía permanecer testigo impasible de escenas semejantes. Dándose cuenta que su mal humor sería la última expresión de lo ridículo, resolvió abreviar su permanencia y buscar un pretexto para marcharse.
El resto del día continuó lleno de tristezas para él. Felizmente, Bertrán como buen camarada, viéndolo aislado y melancólico, vino a hacerle compañía; sin su presencia, Juan habría llorado.
Al desaparecer el sol en el mar, los excursionistas regresaron a la venta. Cuando se hubieron reunido a las personas tranquilas que habían preferido pasar la tarde a la sombra, bajo los manzanos de la huerta, declararon que no tenían la intención de volver tan temprano a Etretat, que querían comer en Saint Jouin, y bailar después en la vasta pieza alfombrada de césped. Esta sala, llena de muebles antiguos, es una de las curiosidades artísticas de la hostería. El proyecto fue aceptado, y el desgraciado Juan que no podía eludir este programa improvisado, tuvo que resignarse a ver exasperarse su suplicio.
María Teresa se había divertido mucho en el curso de su paseo accidentado. Huberto no se había separado de ella un momento. Sentía una secreta vanidad en verse preferida a sus amigas por aquel galante joven, que Diana y Alicia de Blandieres se habían disputado. Al ver el desconcierto de las dos jóvenes, cada vez que Huberto las dejaba para reunirse con ella, una sonrisa maliciosa aparecía en sus labios.
La impresión que le hicieron las palabras de Juan se había disipado pronto. Conocía bastante la displicencia del joven; pensó que se encontraba disgustado entre tantos desconocidos, y que eso bastaba para tenerlo descontento hasta el punto de inspirarle palabras acerbas. No era la primera vez que María Teresa advertía los celos de Juan, pues consideraba legítimo que un antiguo compañero sintiese ojeriza hacia los que trataban de captarse su amistad. Acaso temía que ella olvidara a los que tenían derechos más antiguos. Encontraba así excusas al mal humor de Juan. Pero era su huésped, y no quiso guardarle rencor; viéndolo, pues, al entrar en el jardín, sentado sobre la hierba a los pies de la señora Aubry, se dirigió hacia él y le dijo con amabilidad:
—¿Es por pereza por lo que no ha querido usted venir a escalar con nosotros los peñascos? Hemos tenido algunos pasos difíciles de franquear; usted nos habría sido muy útil: lamento también que se haya privado de contemplar esta playa agreste, sembrada de rocas cubiertas de hierbas y de musgos; ha sido un espectáculo grandioso, a la puesta del sol. Sin embargo, no puedo enojarme, puesto que le hacía usted compañía a mi querida mamá, a quien todos hemos abandonado.
Juan levantó sus ojos sombríos hacia María Teresa, y su cólera desapareció, no dejándole más que una herida secreta que sangraría mucho tiempo; él lo sabía bien... La que lo miraba con cara risueña, no sospechaba la turbación que su presencia provocaba. ¡Con tal que no lo supiera nunca! Juan creía que para él era cuestión de honor dejarle ignorar siempre las torturas que padecía a causa de ella.
—¡Qué buena es en olvidar mis estúpidas palabras!—pensaba, y en su confusión habría querido implorar perdón, de rodillas.
Sin embargo, nada pudo contestar; la emoción lo ahogaba, y la joven se alejó antes de que pudiera encontrar palabras para expresar sus sentimientos.
—Es una suerte para mí que me hagas compañía, Juan—dijo la señora Aubry;—hasta mi hija, siempre tan razonable, demuestra hoy una gran distracción; parece que se divierte mucho.
—Tiene razón—respondió tristemente el joven,—en estar alegre y expansiva. Es una dicha ver gozar de la vida a los que se ama. Mire usted cómo está rosada, cómo brillan sus ojos... ¡Ah! que sea siempre feliz, ¡qué importa lo demás!
Durante la comida, la animación fue grande. Platel, lleno de inspiración, no cesó de hablar, y las niñas de Blandieres, algo sobrexcitadas por el champaña, elevaron más de lo razonable sus juveniles voces agudas, y se propusieron exasperar a sus vecinos el señor d'Ornay y el flemático James Milk.
Huberto Martholl se había colocado al lado de María Teresa; pero Juan, esta vez, se prometió no mirar más hacia ellos. Como tenía al servicio de sus resoluciones una voluntad inquebrantable, mantuvo su promesa, y a pesar del bullicio, se engolfó en una conversación técnica con el señor Aubry.
Después de comer, atravesaron el jardín para ir a bailar.
Juan se esquivó. Anduvo errante por las barrancas, paseando su pesadumbre a los rayos de la luna, la dulce compañera de los tristes. Pero no estaba bastante lejos para que no llegasen hasta él los aires de un vals, cubriendo por momentos la voz sorda de la marea creciente.
El ritmo de aquella turbadora música de baile se imponía a su espíritu enfermo y lo aniquilaba. Las armonías que percibía, evocaban a María Teresa y Huberto enlazados; entonces sintió un irresistible deseo de verlos, volvió sobre sus pasos, y pasó el resto de la noche detrás de una de las ventanas de la sala donde bailaba.
De pie, apoyado contra los postigos entreabiertos, veía evolucionar a Alicia y Juana de Blandieres, bulliciosas y juguetonas, a la linda Mabel con Platel, y a Diana, cuyos cabellos negros se inclinaban complacientemente hacia James Milk. Pero Juan los miraba con atención distraída; para él, todos allí eran cortesanos que se agitaban en torno de la estrella, y no tenía bastantes ojos para seguir los movimientos de María Teresa.
Estaba deliciosa en aquella decoración de muebles antiguos, destacándose delicadamente sobre el fondo de oro de los viejos tapices de brocado tendidos sobre el muro. Un instante, fue a sentarse en un sillón gótico cuyas columnitas de madera dorada, se elevaban formando cúpula por encima de su cabeza rubia. La contempló arrobado; así era como la veía en sus sueños. Sentada en aquel trono torneado y extraño; con su ligero vestido de linón y trémulas blondas, parecía una princesa de leyenda.
Duraba su éxtasis ante esta visión encantadora cuando la sombra de Martholl se interpuso entre ellos. Un furor loco se apoderó de Juan contra el que confiscaba, en provecho exclusivo, la blanca y preciosa imagen. Juan no veía ya más que el impecable traje de Martholl que permanecía plantado allí, completamente inconsciente de la tormenta que levantaba en el corazón de otro, su presencia delante del ídolo. ¿Aquel hombre estaría siempre a su lado?
Juan había temido la llegada del que ella prefería; pero nunca se había imaginado el desgarramiento de su alma ante el hecho consumado. Se alarmó de la tempestad que rugía dentro de él, simplemente contra aquella silueta importuna. ¿Cómo haría para asistir en lo sucesivo a toda una serie de incidentes de los cuales éste no era más que el preludio, desde que María Teresa y Huberto no eran novios aún? No, ¿cómo permanecería impasible, mientras todo su ser gemiría de dolor? Si el señor Aubry no hubiera pronunciado la víspera las palabras que alentaron su locura, quizá se habría resignado. Pero haber entrevisto, como casi posible, una felicidad sobrehumana, y encontrarse luego, por la crueldad del destino, en presencia del que, fuera de duda, iba a robarle aquella felicidad, era demasiado duro... Lágrimas de desesperación enrojecieron sus ojos.
En el mismo instante, la joven, sonriendo, tomó el brazo que le ofrecía Martholl, y entonces Juan se lanzó a las espesas sombras del jardín, para no ver más nada.
Los días que siguieron al paseo por Saint Jouin fueron para Juan largos y penosos. Para emplear el tiempo, tomaba su bicicleta y recorría cada día, a toda velocidad, los alrededores de Etretat. A la tarde volvía, embrutecido de fatiga, y subía a su cuarto para prolongar indefinidamente su soledad. Aguardaba así, del azar, un motivo plausible para salir de Etretat sin herir a la señora Aubry, que no se habría explicado una partida precipitada. Afortunadamente como conocían su carácter independiente, respetaban su libertad, y nadie se preocupaba de hacerle modificar la manera de vivir que había adoptado.
María Teresa, con gran delicadeza, evitaba, durante las comidas, hablar de sus amigos y de lo que sucedía en la playa o en el Casino. Se esforzaba en no conversar más que sobre cosas susceptibles de interesar a Juan. Pero Diana no procedía con el mismo tacto y abrumaba a su prima con alusiones más o menos veladas sobre los obsequios siempre excesivos de Huberto Martholl.
Estos temas de conversación eran dolorosos para Juan, y le aumentaban el deseo que tenía de huir de Pervenches.
La ocasión que buscaba se presentó en breve.
Un día, paseando, habló con entusiasmo a Bertrán, de la Alemania y de la Selva Negra.
—Parece increíble—declaraba Bertrán,—que yo no haya ido todavía por allá.
—¿Te diviertes mucho aquí?—preguntó Juan.
—Moderadamente, ¿por qué me preguntas eso?
—Porque, si tu placer es negativo, deberías pedir a tu padre autorización para acompañarme a Bohemia, adonde iré próximamente. Estoy seguro que este viaje te interesará. Para no perjudicar tus estudios, partiríamos en seguida, a fin de aprovechar el resto de las vacaciones.
—¡Pues sí, es una magnífica idea la tuya! Esta misma noche le escribiré a mi padre, rogándole que me deje ir contigo.
El señor Gardanne, que apreciaba mucho a Juan, consintió de buena gana en dar la licencia pedida, y el viaje de los dos jóvenes fue decidido.
Si al dejar a Pervenches, Juan experimentaba algún alivio en huir de las emociones torturadoras, llevaba en el corazón la terrible herida de los celos, convencido de que cuando volviese a ver a María Teresa, ella no sería ya libre. Su sola esperanza estaba en encontrar en un trabajo encarnizado, el poder que necesitaba para olvidar a la joven.
En cuanto a ella, la decisión de su amigo de la infancia, la turbó un poco. No comprendía cómo la permanencia en Etretat no le era agradable. Pero, sin indagar más allá, no vio en esto más que la aversión del joven hacia la vida social.
El día de la partida, mientras miraba pensativa alejarse el coche que conducía a la estación a los dos jóvenes, Diana le dijo:
—Esta idea de Juan, de llevarse a mi hermano antes del fin de las vacaciones, es estúpida. Me imagino que no vas a extrañar a ese huraño. ¿No estaba Bertrán mejor aquí que en Alemania?... ¡Dios mío, Juan ha estado bastante áspero en estos días!... Es incomprensible que lo hayas podido soportar. Debería cuidarse de presentar semejante cara, y considerarse dichoso de que lo reciban aquí.
—¿Por qué eres siempre dura con ese pobre joven? Si no le gusta la sociedad, y si no es hipócrita para mostrar cara alegre, ¿es ésa una razón para que lo maltrates? En cuanto a mí, le perdono todo al amigo abnegado, al que me ha soportado en mi infancia. Cuando yo era una chica despótica y mimada, Juan me divertía con paciencia horas enteras. Estoy cierta de su amistad, y estimo en mucho su consagración absoluta hacia nosotros. Nada me importa de lo que diga o haga: conozco su profunda afección y lo quiero en razón de sus nobles sentimientos. Estaba muy conmovido, hace poco, cuando se despedía... Yo sería, pues, una ingrata si mis relaciones de hoy, pudieran hacérmelo olvidar.
—Bueno, no hablemos más—concluyó Diana;—no quiero arrancar de tu corazón recuerdos tan tenaces, pero podríamos distraernos paseando, ¿qué te parece? Hoy se verifica un match interesante en el Tennis-Club, ¿vamos?
María Teresa se dejó convencer; se divertía siempre en las partidas de tennis que se organizaban todas las tardes en su casa, en el Club, o en las villas vecinas.
Después de subir a su departamento para vestirse, las dos jóvenes reaparecieron en seguida, vestidas de piqué blanco, cubiertas con el indispensable canotier, y llevando bajo el brazo sus raquetas enfundadas en tela gris.
Conversando, tomaron el camino del Tennis-Club, donde sus amigos se reunían ese día. Bajo los manzanos, que rodean el circo, estaba servido un lunch en mesitas. La señora de Blandieres, que lo había pedido, hacía los honores, auxiliada de sus hijas.
Juana y Alicia de Blandieres, o más familiarmente, «las de Blandieres,» jóvenes muy precoces, flirtaban con la esperanza de encontrar maridos por este medio, y exigían como cualidad primordial, que fuesen ricos.
Desconcertaban un poco a los mozos del buffet dedicándose con demasiada conciencia al servicio del lunch ofrecido ese día por su madre, excitando a comer y a beber a los jóvenes que acudían a su invitación. ¿Sería para estimular las fuerzas que aquella juventud emplearía luego en el tennis o en el flirt?
Audaces y provocadoras, estas jóvenes eran el specimen más completo de lo que, para autorizar cierta libertad de conducta, se llama muy impropiamente en Francia «la educación americana.» Este género de educación, inoculado en aquellas naturalezas de latinas ligeras, desprovistas por temperamento de la moderación y de la dignidad de las jóvenes anglosajonas, producía un singular resultado.
La mayor hablaba mucho y reía sin cesar; la segunda, más dócil, imitaba a su hermana en todo. Como eran lindas y se mostraban siempre amables, los jóvenes declaraban que las adoraban; a pesar de esto, hasta entonces ninguno se había presentado como pretendiente.
Cerca de las mesas, la señora d'Ornay, coloreada por el reflejo de su sombrilla, daba audiencia a Max Platel. Sabía hablar con gracia, sin dejar de comer sandwiches de caviar.
—¡Qué espiritual es usted!—repetía continuamente al joven literato.—Nadie como usted me entretiene tanto...
—Entonces todo va bien en el mejor de los mundos—aprobaba Platel.—Yo soy espiritual, usted es linda; ahora sucede que soy yo, entre tantos otros, el llamado a desempeñar la importante función de hacerla reír a usted, yo que me deleito con la gracia amable de su sonrisa y el alegre encanto de todo su ser... Dígame, encantadora señora, ¿a quién prefiere usted, a mí o a este hermoso Martholl cuya plasticidad revoluciona a sus amigas?
En ese momento, el hermoso Martholl se dedicaba a los representantes de la colonia inglesa. Con ellos se mostraba familiar, haciendo profesión de menospreciar a sus compatriotas, y afectaba una anglomanía exagerada. Nada le parecía bueno, ni chic, si no procedía de Londres; a cada instante, en la conversación, encontraba medio de alabarse de sus relaciones del otro lado del estrecho. Con cualquier motivo, citaba a lord Chestermund, en cuyo castillo cazaba zorros en Escocia, y su mayor satisfacción era ser tenido por inglés.
Cuando María Teresa y Diana llegaron, estallaron las exclamaciones de alegría y los saludos ruidosos. Martholl, como no jugaba jamás sino con James Milk, que no era del match, abandonó el juego y se apresuró a ir a hacer su corte.
—¡Al fin ha venido usted!—murmuró, cuando estuvo al lado de María Teresa.—Creía que no venía ya, y me aburría espantosamente.
—¿Qué?—dijo ella con sonrisa incrédula.—¿Usted se aburría tanto? ¿Y el tennis? ¿Me esperaba usted para jugar?
—No. Pero yo vengo aquí atraído por otra cosa que por el tennis, usted lo sabe bien.
—¡Ah, goloso! ¡atraído por el lunch, entonces!
—Tampoco, querida señorita...
—Señor Martholl, si me pone usted adivinanzas no acabaremos nunca. Yo he venido aquí a tres cosas, y no hago misterio. Primero, para hacer honor, nutriéndome substancialmente, a la invitación de mis amigas de Blandieres. Segundo, para conocer el resultado del match y quién ganará el delicioso abanico pintado por mi viejo amigo el gran artista-sportman Pablo Arnault. Tercero... ¡ah, Dios mío! ¡pues no me acuerdo!...
—Está usted segura...
—Muy segura, señor fatuo. ¿Tercero?... ¡Ah, ya estoy! tercero, para después del té, tennis, flirt, etc., subir al magnífico automóvil de mi amigo Jorge Baugrand, hendir el aire con él hasta el bosque de Loges y contemplar desde lo alto del camino de Fécamp una soberbia puesta de sol. ¡Ahí está todo!
—Usted es desesperante, señorita, y es acaso por causa de eso por lo que...
—¡Cuidado! creo que a sus labios asoma una majadería.
—¿Una majadería?
—Califico así, de una manera un poco general, todo lo que me parece inoportuno, falso...
—Le juro...
—¡Ah, un juramento! ¡Ese es juego conocido, señor Martholl! Seamos serios: están organizando una partida, vamos, a reunimos a nuestros amigos, salvo que usted no prefiera...
—Yo no prefiero nada al placer de seguirla a usted, de verla, de oírla...
Martholl transportó sillas de tijera y se instalaron a fin de poder conversar mirando el juego.
Era un espectáculo encantador el de aquellas jóvenes de trajes cortos y claros, moviéndose flexibles y graciosas en aquel cuadro alegre.
Se jugó durante un buen rato; luego, como se sintiera el fresco de la tarde, la señora de Blandieres propuso ir hasta la playa a admirar la puesta de sol, famosa en Etretat. Ruidosamente, el juego del tennis fue abandonado, con gritos de triunfo, disputas, felicitaciones o imprecaciones. Las frases se entrecruzaban:
—¡Hemos ganado tres partidas!
—¡D'Ornay juega muy mal! ¡Pierdo siempre que voy con él!
Por fin, restablecida la calma, se pusieron en camino.
—¡Y bien, señorita! ha llegado la hora de la despedida... ¿Dónde está el hermoso automóvil de su amigo?
—No proclame su triunfo; Baugrand no ha venido hoy, pero mañana...
—¡Ah, ésta es buena! mañana, es el porvenir, y el porvenir es de Dios, según dice el poeta.
María Teresa se sonrió, y reuniéndose al grupo de sus amigos, Martholl y ella llegaron en el instante en que Platel declamaba a la linda Mabel d'Ornay:
—¡Qué deliciosa vida llevamos! En París no hay tiempo para ver a las personas que nos gustan; aquí, por lo menos, se goza de su presencia.
—¡Y sin fatigarse!
—Naturalmente. ¡Fatigarse en dos meses! Sería preciso ser muy voluble en sus sentimientos o haber sido seducido por un encanto poco justificado. En verdad, es así como se debería vivir: trabajar muy poco, pasear con mujeres encantadoras, sin otra preocupación que la de la hora del baño, del tiempo que hará, y del cambio de expresión de los ojos que nos cautivan.
Iban así caminando, por grupos hacia el mar. En un murmullo de charlas alegres, las jóvenes revelaban su alma con la misma gracia o inocencia, que en sus vestidos se revelaban sus cuerpos. Los jóvenes dejaban rebosar de su espíritu y de su corazón, esa adoración inconsciente, tan impulsiva y por lo mismo tan seductora, de la juventud y de la fuerza, hacia la gracia y la belleza.
Huberto Martholl caminaba pensativo al lado de María Teresa, a quien había despojado de su raqueta y de su abrigo.
Al llegar a la playa quedaron deslumbrados por un fulgor dorado. El sol se sumergía en las aguas como triunfador, en una decoración de púrpura y oro.
María Teresa se sentó sobre una piedra. Era su hora favorita. Ante aquella apoteosis de luz, se sentía conmovida y se olvidaba de su ser, para absorberse en la belleza de lo infinito; su mirada se extasiaba en la contemplación de las nubes iluminadas, y en sus formas caprichosas se imaginaba ver mundos desconocidos. En estos instantes de comunión con la Naturaleza, sentía poderosamente la belleza de las cosas creyendo comprender el sentido de la vida universal. Un alma nueva se despertaba en ella, un alma hecha para aspiraciones más elevadas que las pequeñas satisfacciones de vanidad en que se entretenía generalmente.
Huberto, sentado cerca de ella, daba deliberadamente la espalda al mar, como para demostrar cuán poco le importaba el despliegue de la pompa solar. Sin embargo, inquieto por el silencio demasiado largo de su compañera, trató de arrancarla a su contemplación:
—¿En qué piensa usted, señorita María Teresa?
—No pienso—respondió ella sin dejar de mirar el horizonte,—recibo emociones; me son muy dulces porque vienen de la calma y de la inmensidad. No sabría explicar mis ideas o mejor dicho, las sensaciones que se suceden en mí, mientras admiro estos efectos de luz. Son impresiones fugaces que se forman y se transforman tan rápidamente como los contornos de aquellas nubes.
—Y yo pienso en usted; no me preocupo ni de la marea que sube, ni del sol que baja. Donde usted está, no veo más que su persona, y nada más: en su contemplación mis ojos se llenan de alegría y de belleza, y...
María Teresa lo interrumpió con un gesto. Como ciertas naturalezas delicadas, tenía propensión a amar idealmente, o más bien, a amar un ideal. En aquel momento trataba de identificar este ideal con la persona de Huberto; pero al mismo tiempo desconfiaba de él, deseaba que no se declarase, ante el temor de que una brusca desilusión no la hiciese caer en la realidad. Aspiraba con pasión a encontrar una alma simple, enérgica, y un vago presentimiento la hacía temer que no encontraría lo que buscaba en lo que Huberto iba a revelarle. Dijo, pues, irónicamente, para contenerlo:
—¡Que me prefiere usted a tales esplendores!... ¿Qué podré yo hacer para indemnizarlo de la privación de este maravilloso espectáculo? ¿Será suficiente ofrecer a sus miradas un semblante sonriente? ¡Me temo que perdería mucho en el cambio!
—¡No se burle! Si usted supiera cuánto la admiro, comprendería por qué he sido completamente conquistado.
—Cuidado con exagerar. Sus palabras contienen tantas promesas...
—Sus amigas pueden informarle a este respecto. Cuando estamos reunidos, ellas saben bien de quién me ocupo exclusivamente. Si usted se pareciera a ellas, ya estaría convencida de la naturaleza de mis sentimientos, ¡pero es usted tan diferente!... ¡Ni siquiera puedo saber cómo recibe usted mis atenciones!
—Nunca he dicho que su amabilidad me disgustase...
—¡Si realmente no fuera un importuno, qué feliz sería! Veamos, deme usted alguna esperanza, autoríceme, por ejemplo, a decirle cosas tiernas, a seguirla a todas partes, a ocuparme de usted constantemente.
—¡Ah, qué programa! Es asustador para mí, que no sé jugar ni con mis sentimientos, ni con mis palabras. Tengo una idea demasiado elevada de la comunidad de impresiones que pueden unir a un hombre y a una mujer, para transformar nuestra joven amistad en un juego imprudente. No... no... no le permito nada todavía. Además, en este momento, casi no lo escucho, tengo los ojos deslumbrados; nada profano llega al fondo de mi pensamiento; la hermosura de este cielo me absorbe por completo.
—¿No puede usted hacer dos cosas a la vez? Sin embargo, si lo que puedo decirle le fuera agradable, ¿no cree usted que formase una armonía que completaría este maravilloso espectáculo?
—¡Qué pretensión!... ¿Quiere usted acompañar con su música de ternura las más hermosas horas de la Naturaleza?
—No tengo más que una pretensión: la de agradarle a usted. Quiero que un día, estando yo a su lado, no contemple más las puestas de sol.
María Teresa se levantó riendo, con risa forzada; las frases de Huberto empezaban a molestarla; juzgó prudente interrumpirlas.
Viendo a la joven de pie, Martholl quiso tomarle la mano, pero ella la retiró bruscamente.
—¿No me permite subir con usted a la terraza?—interrogó él.
—No; no debo escucharlo más; es bastante por hoy. Quédese aquí buscando frases nuevas; nada inspira como la caída de la tarde.
Y con una voz que la alegría y también la emoción contenida hacían temblar un poco, añadió, subiendo a la terraza del Casino:
—¡Adiós, adiós! querido flirt.
El tiempo transcurría rápidamente para la alegre banda. Todos los días se organizaban nuevos paseos a caballo, en bicicleta, en automóvil o en coche. Por la noche se bailaba en el Casino o en alguna villa. Huberto no dejaba a María Teresa y acentuaba cada vez más su preferencia.
El mes de septiembre estaba ya muy adelantado, y nadie pensaba en partir de Etretat. Todos sentían alejarse después de aquella estación que había corrido tan alegremente.
Ante la inevitable perspectiva de la separación, hasta las señoritas de Blandieres se ponían melancólicas.
Una noche, en el Casino, habiéndose discutido la cuestión de la partida, Huberto se aproximó a María Teresa y le dijo con aire triste:
—No puedo habituarme a la idea de separarme de usted. Cada día me digo: ¡me iré mañana! El mañana llega, y no tengo valor. Mi madre no se explica cómo puedo permanecer aquí tanto tiempo. Había venido por quince días. Me escribe carta tras carta, llamándome. Yo debía haber ido a buscarla a Carlsbad y pasar en seguida a cazar en el castillo de unos antiguos amigos. Ha partido sola de Carlsbad; ahora está instalada en la finca de nuestros amigos, y es necesario que yo me decida a reunirme con ella. Jamás he sentido tanto pesar en dejar un sitio. No vaya usted a creer que es a causa de las diversiones de la playa; es usted, exclusivamente usted quien me retiene. De estos días pasados a su lado conservo tal impresión de encanto que no quiero salir de Etretat sin que usted me autorice a verla en París lo más pronto posible. La señora de Chanzelles ¿querrá recibirme? ¿se lo preguntará usted? Diga que usted lo desea, dígamelo para que yo no me vaya desolado.
—Mi madre está en casa todos los miércoles. Puedo asegurarle que tendrá gran placer en recibirle. En cuanto a mí, confieso que lamentaría que las agradables relaciones que hemos iniciado aquí, quedasen interrumpidas. Yo no hago amigos por tres semanas; cuando los he elegido es para siempre.
—¡Ah! ¡qué buena es usted en haberme comprendido! ¿Me permite tener esperanza, verdad?
—Le contestaré a usted a eso en París, cuando nos volvamos a ver.
—¡Qué largo va a parecerme el tiempo!...
—¿Se queja? Entonces si le diera mi despedida hoy ¿qué diría usted?
—Tiene razón, es usted muy delicada; no tengo el derecho de acriminarla.
Y antes de que pudiera impedirlo, Huberto le tomó la mano y la llevó a sus labios balbuceando en un soplo:—¡La adoro!
Aquella noche María Teresa tardó mucho en dormirse. Le parecía oír aún la voz conmovida de Huberto y las frases que había pronunciado. ¿Era, pues, verdad? ¿La amaba, ponía en ella sus secretas esperanzas? La asiduidad que había demostrado durante los meses transcurridos, su empeño en obtener de ella palabras alentadoras, todo revelaba el proyecto que perseguía. Se interrogó. ¿Le gustaba? ¡Ah, sí! Huberto era elegante, distinguido, diestro en todos los sports. Sabía que había frecuentado mucho el gran mundo, y, además, la amaba... Seguramente, consentiría de buena gana en llamarse la señora Martholl. Por otra parte, esta unión le aseguraba una existencia agradable. Una serie de placeres envidiables se presentó a su imaginación: recepciones, viajes, yachting, automovilismo; todas las manifestaciones de la vida suntuosa y sportiva parecían ser las favoritas de Huberto.
¿Por qué de improviso, sin motivo, en la fantasmagoría de los placeres que le prometía aquella unión plausible, según las leyes del mundo, se irguió una imagen un poco olvidada en el espíritu de María Teresa?
¿Por qué el recuerdo de Juan se cruzaba en sus proyectos? Por una asociación de ideas, cuya lógica no percibía, se puso a hacer la comparación entre él y Huberto, y recordó que nunca había visto en los ojos de éste, por conmovido que estuviera, el fulgor de pasión que sorprendía a menudo en las miradas profundas de Juan; no, jamás había sentido en Huberto la misma expresión de ternura profunda.
Pero ¿qué relación podía existir entre los sentimientos de afección de Juan y el amor de Huberto? No la veía, y, sin embargo, la afección reciente no sofocaba en su corazón el antiguo sentimiento.
En fin ¿si Huberto Martholl pedía su mano, diría que sí? Y sus padres ¿qué pensarían de este joven? Era un desocupado, un inútil. He ahí algo que no le gustaría al señor Aubry. En realidad, parecía que el único objetivo de la existencia de Huberto fuera concurrir todos los días a su club. Lamentó que bajo su aspecto mundano no tuviera una inteligencia más propensa para cosas más útiles a la vida.
Con todo ¿y si se equivocaba en su estimación? ¿Si bajo aquella elegante envoltura no encontraba luego más que una naturaleza de petimetre sin más propósito que disfrutar de los placeres del mundo, y cuidar en sus horas frívolas de su toilette esmerada y de la elegancia de sus ademanes?
Agitada por estos pensamientos indecisos y contradictorios la sorprendió el sueño.
A la mañana siguiente, cuando María Teresa se despertó, hacía un sol bellísimo. El aire tibio penetraba en su cuarto, cargado de brisas marinas y del perfume de las flores. Ante la belleza del día, todas sus preocupaciones se disiparon. No pensó más que en vestirse rápidamente, no sin escoger el más rosado de sus trajes de batista y el sombrero de mañana que mejor le sentaba para ir a reunirse con sus amigas y Huberto Martholl que ya debían estar esperándola en la playa.
Era la hora del baño. Siguiendo su costumbre María Teresa pasó directamente a su casilla.
Algunos minutos después un enjambre de graciosas jóvenes descendía a la arena. Este baño era el acontecimiento esperado de la mañana. Al llegar a la orilla del mar, María Teresa dejó caer su peinador a sus pies y apareció delicada y flexible. Algo molestada por las miradas asestadas sobre ella, se lanzó ágilmente al encuentro de las olas, en tanto que Juana y Alicia, sin apresurarse, disfrutaban del placer, como todos los días, de sentirse admiradas en sus elegantes trajes de baño.
María Teresa, que era muy buena nadadora, gozaba con delicia en el baño; se alejó un poco dejando a las jóvenes de Blandieres disputarse a Huberto entre risas, gritos y golpes de agua. Mientras nadaba, pensaba en el placer que tendría en hacer así largos paseos en la frescura del agua. Solamente que necesitaría un compañero robusto con quien no tuviera que temer ningún peligro. Este protector ¿quién sería?... Huberto, sin duda, pues... ¿Pero le inspiraba bastante confianza?... ¿Con su auxilio podría desafiar peligros?... Unirse para gozar de la vida cuando se es joven y rico, poco significa. El alma del hombre más indolente puede ser atraída y seducida por una tarea tan fácil; pero después en los días de prueba desfallece... Comprendía que sin dejar de gustarle Huberto no le daba la seguridad, la tranquilidad física y moral que impulsa a confiarse por completo a un ser, y esto era precisamente lo que hubiera querido encontrar en el compañero de su elección.
La aparición de Martholl la distrajo de estas reflexiones. Estaba de muy mal humor porque al ayudar a Alicia de Blandieres a subir a la balsa, desde donde quería tirarse, se había roto una uña. Su preocupación por este incidente le impedía desplegar su amabilidad habitual y su excitación no se había calmado aún, cuando la señora Aubry hizo señas a su hija para que saliera del agua.
María Teresa se aproximó a la ribera; Huberto la siguió; viéndolo nadar tan armoniosamente le vino a la mente la idea de que si no había quizá en él temple para hacer un héroe, sabía presentar hermosas formas artísticamente amoldadas en una malla de seda negra.
Cuando se hubo vestido subió a la terraza del Casino para pasearse; Huberto se aproximó a ella y le dijo:
—¿Me permite usted quedarme un momento a su lado? La he visto venir desde lejos; para mí es un placer verla caminar. Son muy pocas las mujeres que saben moverse con gracia; es un verdadero signo de raza. Yo no amaría nunca, ni aun me fijaría en una mujer que no tuviera esa elegancia de movimientos cuyo ritmo es, a mi juicio, la revelación del carácter. Las personas vulgares conservan siempre una actitud vulgar; se conoce la distinción de una mujer en su manera de andar. Observe usted a la señorita Diana, a las jovencitas de Blandieres, y lo mismo a la linda Mabel d'Ornay ¡qué diferencia! Examinando su modo de andar, cuando se es verdaderamente observador y conocedor, es fácil apercibirse que en ellas las proporciones del cuerpo no son armónicas; hay allí, seguramente, algún defecto de arquitectura. En cambio usted debe tener las piernas de Diana.
La joven se ruborizó, pero quedó excusada de contestar porque en ese momento llegaban Alicia y Diana.
—¡Cómo, todavía de flirt!—exclamó Alicia, acercándose;—¡es demasiado! Diga, Martholl, espero que esto no le habrá hecho olvidar su promesa de acompañarme en bicicleta hasta la granja Dutot, donde encontraremos a los d'Ornay y sus amigos. ¿Vendrán ustedes, con nosotros?—añadió sin entusiasmo, dirigiéndose a las dos primas.
—No, querida mía—se apresuró a decir María Teresa que no quería dar tiempo a Diana de contestar afirmativamente.—Mamá nos ha pedido hoy que la ayudemos en ciertos arreglos de la casa que tienen que estar concluidos antes de nuestra partida, y no quisiera substraerme a este pequeño trabajo bajo pretexto de pasear. A la noche nos veremos en el Casino; ¡hasta la vista! divertirse mucho.
Y llevándose consigo rápidamente a Diana, dejó al joven en las garras de Alicia que quería absolutamente que la acompañase hasta su casa.
Mientras se alejaban las dos jóvenes, Diana, contrariada por haber perdido aquel paseo, dijo a su prima:
—¿Por qué has rehusado la partida en bicicleta? Tía se habría pasado muy bien sin nosotras esta tarde.
—No, Diana; es mejor que nos quedemos con mamá. Y además, no me gusta mucho correr así por los caminos, solas con jóvenes.
—¡Qué rígida eres! ¡Pero si ahora es perfectamente admitido! Has hecho mal en no ir a la granja Dutot; estoy cierta que Alicia va a aprovecharse de tu ausencia para apoderarse de tu flirt. No le gusta que sus amigas tengan más éxito que ella, y este verano, no hay duda, eres tú quien ha tenido más éxito. Martholl era el punto de mira de todas las jóvenes que han pasado la estación aquí. Cada una de nosotras esperaba conquistarlo, ¡es tan chic! Realza el tener un flirt de esa calidad. No sé si es inteligente—añadió Diana, que no habiendo sido cortejada por él, quería gratificarlo con algún defecto.—Es seguramente menos entretenido que Platel. Huberto sólo vale cuando se le mira... es inútil que alces los hombros, tiene algo así como la belleza del ganso, pero la tiene, y superior, convengo en ello.
Diana estaba locuaz; continuó hablando, en tanto que María Teresa la seguía en silencio.
—Te lo aseguro, querida, Alicia está furiosa; no puede negar que eres tú la elegida. Al principio, estábamos siempre todas juntas, no se sabía todavía a cuál de nosotras se dirigirían las asiduidades del señor Martholl. Pero Alicia con su habitual modestia, creyendo siempre, cuando hay un joven en nuestra sociedad, que lo seduce con su encanto, se hacía ilusiones y esperaba que se le declarase. Ahora ha comprendido que para que Martholl se fije en su graciosa persona, tiene que trabajar mucho; entonces, antes de su partida, va a jugar fuerte. ¡Cuida tu grano, querida!
—¡Qué expresiones tan extravagantes tienes, Diana! Alicia puede hacer lo que quiera para seducir a Martholl sin que yo me preocupe...
—¿Sinceramente?... En todo caso, Alicia plantará algunos jalones para que vaya al five o'clock y a los bailes de su madre. Es una buena figura la de Huberto; deben disputárselo para adornar los salones. Alicia no va a dejar escapar la ocasión de mostrar a sus amigas en este invierno, el más hermoso ejemplar de los nuevos flirts que han aparecido en este verano. Digo esto, pues en mi concepto, sabes, se contentará con el flirt. Huberto Martholl no me hace el efecto de un señor decidido a casarse con una joven sin fortuna, y dudo mucho que las de Blandieres tengan ni sombra de dote. La señora de Blandieres lleva gran tren, es cierto; pero todo se va en cebos. Martholl se mantiene en guardia; por eso Juana y Alicia lo han dejado frío. Es una mariposa que elige las flores doradas; cuando, además, son frescas y lindas como mi querida primita, no vacila, se posa.
Las dos jóvenes habían llegado cerca de la casa. Diana, satisfecha de la pequeña malignidad que había insinuado a su prima, se puso a correr, bajo pretexto de que llegaban tarde para almorzar.
María Teresa, muy ofuscada por las palabras de Diana, se quedó atrás, queriendo disimular la pena que tan pérfida insinuación le había causado. No era la primera vez que la joven se apercibía de la envidia de su prima y de su solicitud en decirle cosas desagradables bajo el falso aspecto de cordialidad. Pero como Diana, aunque algo mayor que ella, había sido su compañera de infancia, no le guardaba rencor por su falta de corazón, y atribuía sus saetazos a una necesidad de ironía natural en su carácter.
Sin embargo, hoy Diana acababa de herir un punto sensible. ¿Por qué le había dicho todo aquello? María Teresa, humildemente, se interrogaba: ¿acaso no podía ser amada por ella misma? Verdad era que un gran número de sus amigas, tan lindas como ella, ciertamente, no se casaban por falta de dote suficiente. ¿Y si Diana decía lo cierto, si la razón que decidía a Huberto a preferirla a las otras se apoyaba en tal motivo?... Sintió en su corazón una emoción angustiosa. Pero no, Diana se equivocaba; Huberto, desde la noche que les fue presentado en el Casino, pareció conquistado; María Teresa recordaba que la había mirado con insistencia e invitado para todos los valses. No podía conocer ya la cifra de su dote... ¿quién lo habría informado? ¿Por qué entonces suponer que su admiración se fundaba en cálculos interesados? ¿Por qué no creer más bien que Diana inventaba una perversidad para amargarle el placer de haber gustado a Huberto? Cuando eran pequeñas, la envidia de su prima se revelaba a propósito de Juan, a quien no podía perdonar que no fuera para ella también un complaciente esclavo. Juan se sometía únicamente a las arbitrariedades de María Teresa. Toda la animosidad de Diana hacia el joven databa de aquellos lejanos años de la infancia; esto María Teresa lo sabía bien.
¡Sí, sí, sólo la envidia impulsaba a Diana, la envidia! Esto explicaba las palabras que había pronunciado y la causa de su veneno. Diana quería hacerle creer que la preferencia marcada de Huberto, la dejaba profundamente indiferente. En realidad, sentía despecho... ¡Cuánta mezquindad en esta manera de proceder! ¡Y decir que Diana, su prima, su amiga, no vacilaba en ser cruel con ella!...
María Teresa era bondadosa; después de haber juzgado la acción de su prima, le buscó circunstancias atenuantes. Espiritual, alegre, con un rostro de facciones regulares, Diana carecía de ese encanto femenino que poseen a veces las más feas; su talle era poco esbelto, su cabellera pobre y su tez sin frescura. La atendían de buena gana, pero si sus amigas se ponían a su lado, no la miraban más. De ahí que María Teresa encontrase plenamente excusable el descontento de aquella alma poco dispuesta a regocijarse del éxito de sus compañeras. Confortada por estas reflexiones, la joven consideró que era una tontería atribuir importancia a las invenciones que germinaban en el cerebro ligero de Diana. Alarmarse por una frase inspirada por la malignidad, le pareció puerilidad, y como sonase la campana para el almuerzo, se reunió a su familia en el comedor, sintiéndose completamente repuesta de su corta pero fuerte emoción.
Hacia las cuatro, terminados los arreglos, las dos jóvenes bajaron al jardín y se instalaron en la terraza. Las dos se sentían incómodas. María Teresa demostraba, a pesar suyo, alguna frialdad, y Diana fastidiada por este silencio, no se atrevía a iniciar el único motivo de conversación que la interesaba.
La campana de jardín anunció una visita; Diana se levantó, curiosa, y volvió precipitadamente hacia su prima.
—¡Ah, esto es demasiado! ¡Adivina quién está ahí! ¡Martholl mismo! ¡Ha dejado a Alicia y renunciado a su bicicleta!
María Teresa disimuló la satisfacción de vanidad que le procuraba aquel pequeño triunfo, y como el joven se acercase a ella, le dijo simplemente, tendiéndole la mano:
—¡Qué feliz idea de venir a vernos! Mi madre tendrá un gran placer...
Diana, por el contrario, exclamó aturdidamente:
—¡Y bien! ¿y la bicicleta? Yo lo creía a usted en la granja, Dutot, prisionero de Alicia. ¿Ha sido abandonado el paseo?
—Puesto que usted es tan amable que quiere interesarse por mis acciones, señorita, voy a confesarlo todo. Creo que las señoritas de Blandieres, los d'Ornay y sus amigos han pasado la tarde bajo los manzanos; pero, en verdad, no sé nada. Diré que me preocupo muy poco de ello. La señorita Alicia ha querido obligarme a seguirla por entre el polvo de los caminos; iba a resignarme, contando con la presencia de ustedes. Cuando supe que ustedes no irían, sin vacilar falté a la cita. Me imagino que nadie habrá notado mi ausencia...
Diana lanzó una ruidosa carcajada; se representaba el chasco de su amiga esperando en vano, en su lindo traje de ciclista, la llegada del caballero que había elegido.
—¡Oh! puede usted estar seguro de que Alicia estará furiosa, si le ha esperado; no se lo perdonará nunca.
—Sí, me perdonará, pues no hemos tenido siquiera un flirt; a su alrededor hay siempre más de un comparsa perfectamente dispuesto a desempeñar el primer papel. Sin embargo, si me guardase rencor, no ocultaré que no sentiría ningún pesar; la señorita Alicia de Blandieres me es completamente indiferente.
María Teresa cambió el curso de la conversación.
—Voy a prevenir a mamá que usted está aquí.
Mientras la joven se alejaba, Diana interrogó coquetamente a Huberto.
—Supongo que el sentimiento de indiferencia de que usted hablaba hace un momento, no se extiende a todas las jóvenes que ha conocido en esta estación y si así fuera, tanto mejor para usted; no llevará ningún pesar en su equipaje.
—Quiero creer, señorita, que su deseo de conocer mis sentimientos, es una prueba de simpatía. En efecto, mi indiferencia no se extiende, por el contrario, se detiene, y se transforma en un interés muy vivo cuando se trata de usted o de su prima. Guardaré un recuerdo precioso de mi permanencia entre ustedes, y esto me hace deplorar, se lo aseguro, la necesidad que tengo de dejarlas. Voy ahora a confiarle mi deseo. Espero que la señora de Chanzelles y su mamá de usted, querrán permitirme que me presente en sus casas a mi regreso a París. El pesar que llevo por mi partida, sería demasiado cruel si no me acompañase la esperanza de volver a verlas pronto.
Diana se sonreía todavía de esta galante declaración, cuando la señora Aubry de Chanzelles apareció en la terraza con su hija.
—Es usted muy amable en venir a vernos—dijo, tendiendo la mano al joven.
—¡Ah, señora! desgraciadamente, es mi despedida lo que traigo hoy. Vengo a manifestarles mi gran satisfacción por haberles sido presentado y agradecerles su amable acogida.
—¿Usted se marcha entonces?
—Pasado mañana, señora. He recibido de mi madre varias cartas muy apremiantes; yo me hacía un poco el sordo, lo confieso. Pero esta vez tengo que hacer caso, porque la Condesa Husson misma, me pide que no demore más. Los Husson son buenos y antiguos amigos de mi familia. Se caza en su propiedad de Valremont; no tiene hijos y me considera como si yo lo fuera. Soy yo quien se ocupa allá de organizar la cacería. Estoy, pues, absolutamente forzado a abandonar a Etretat para preparar la apertura de la caza.
—Veo que hay sobrado motivo para justificar su deserción. Lamento que no se quede usted hasta el fin de la estación. Los últimos días son, a mi juicio, los más agradables. Cuando el movimiento social se ha calmado, vuelvo a encontrar al Etretat de antes, el de la época lejana en que yo venía aquí siendo joven. ¡Qué diferencia! La playa estaba tranquila y solitaria; no se encontraba en ella más que pescadores, lo cual no exigía el despliegue de toilettes que vemos hoy. Además, se gozaba un poco del jardín propio y no se iba continuamente fuera de casa, renunciando al reposo para entregarse a toda clase de sports.
—No hay que hablar mal de los sports, señora; con ellos cuentan los sabios humanitarios para mejorar la raza. Nuestros vecinos los ingleses, no se han regenerado sino por la práctica constante de los ejercicios físicos. En el siglo último era un pueblo anémico; hoy figura entre los primeros, desde el punto de vista de la energía y de la resistencia; estamos muy lejos de igualarlos nosotros los franceses, sedentarios o burócratas, que hemos empezado recientemente a comprender el lugar que debe ocupar la gimnástica en la educación.
—Tiene usted razón, los sports son excelentes para la juventud. Sabía que usted era un fanático por ellos y que los practica todos con éxito.
—Eso es exagerado; pero, en efecto, les consagro una gran parte de mi tiempo.
—Es posible que los burócratas, a quienes usted reprocha el no dedicarse a esos placeres, según usted higiénicos, no tienen tan mala voluntad como usted cree. Algunas veces, le aseguro, no pedirán sino ser menos sedentarios, pero no pueden hacerlo. Están obligados a trabajar para ganarse la vida y la de sus familias. Usted mismo, por ejemplo, ¿no descuida acaso otros trabajos más serios, por cultivar sus gustos sportivos?
—¡Ah! yo tengo tiempo; muchas veces no sé en qué ocuparlo. Mi madre tiene tantas relaciones, que yo encontraría fácilmente una ocupación si lo desease. En el día estoy apasionado del automovilismo. He encargado una máquina pequeña, práctica y elegante, que me será entregada en la primavera próxima, y si usted me permite hacerle los honores, sería muy dichoso, señora.
—Le agradezco su ofrecimiento; mi sobrina y mi hija se dedican mucho a estas novedades; la tracción eléctrica, el vapor y el petróleo, son cosas que, en breve, no tendrán secretos para ellas.
—Es necesario, tía. Seríamos muy antiguas si ignorásemos eso.
—Entonces, yo lo seré siempre, hija mía.
Huberto se había levantado para despedirse.
—Señor, en París, yo permanezco en mi casa los miércoles, de cuatro a siete. Espero que usted nos demostrará su amistad yendo a vernos de tiempo en tiempo.
Martholl agradeció y se retiró, acompañado de las dos jóvenes que, en Etretat, habían tomado la costumbre de conducir a los visitantes hasta la puerta del parque.
En el jardín, Diana volvió a dar bromas a Huberto sobre su deserción: Alicia de Blandieres le haría pagar caro semejante proceder. La señorita de Gardanne preveía complacientemente todo el trabajo que tendría en hacerse perdonar por su amiga cuando Huberto la encontrase en sociedad.
Él escuchaba vagamente, respondía apenas y miraba a María Teresa, que caminaba con paso rítmico, levantando con mano flexible su vestido de lana gris pálido. Este gesto inconsciente modelaba su cuerpo de líneas perfectas, de una gracia exquisita en su esbeltez.
En sus cabellos dorados y ondeados, jugaba la luz. Con la cabeza ligeramente inclinada hacia el suelo y los ojos entornados, como si quisieran guardar su secreto entre sus largas pestañas, la nariz fina y vibrante, la boca de labios rojos algo gruesos y bien dibujados, la barba fina, el cutis transparente, ofrecía, destacándose sobre aquel fondo de verde otoñal, un maravilloso espectáculo de belleza.
Huberto, para verla caminar más tiempo así, silenciosa y preocupada, a dos pasos de él, habría querido que Diana fuese más habladora, y la alameda infinitamente más larga. Era un dilettante en materia de vivir. Se felicitaba de haber presentido «una perfección» en María Teresa, y una fuerza creciente lo atraía hacia ella.
El espíritu hastiado de Martholl por la vida fácil que había llevado siempre, encontraba un encanto nuevo en el estudio de aquella alma pura y sana de la joven. Hasta entonces no había pedido al amor más que una embriaguez ligera y un sueño dulce. Jamás esta pasajera impresión había dejado en su cerebro y en su corazón otra huella que el recuerdo de un placer momentáneo. En la ternura formada por sacrificios, abnegación, consagración, en el amor serio, en fin, él no creía. Y, sin embargo, todos los sentimientos que en otro tiempo habría calificado implacablemente de sensiblería, hacían presa en él ahora. Encontraba exquisito el piar de los pájaros; el rumor de las hojas estremecidas llevaba a sus oídos melodías desconocidas; la Naturaleza se le revelaba hermosa y fascinadora, y en su espíritu asociaba la belleza de María Teresa a aquel culto algo pagano que lo impulsaba a desear arrodillarse y adorar a Dios en los seres y en las cosas.
Pero llegaban a la verja. Como nunca la emoción hacía descuidar a Huberto sus actitudes, tomó una después de otra las manos de las dos primas, las besó con respeto, y silencioso y correcto, franqueó la puerta y se alejó.
—¡Buen viaje, señor Posturas!—murmuró Diana cuando estuvo algo distante.
Luego, bruscamente:
—Me adelanto, María Teresa, porque tengo que probarme un vestido antes de comer. Hasta luego.
Y echó a correr, cortando el camino a través de los céspedes.
Cuando María Teresa estuvo sola bajo los árboles de la avenida, pensó que un adiós definitivo le había causado a ella también alguna pena. Se sintió turbada y un poco triste al considerar que los días felices de aquella estación tan alegre, pertenecían ya al pasado.
Subía la avenida del parque lentamente, abstraída, cuando sintió caminar a alguien detrás de ella. Maquinalmente se dio vuelta y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa al apercibir a Huberto.
—¿Usted?
—Sí, todavía yo. Perdóneme esta indiscreción; pero he visto desde el camino a la señorita Diana que desaparecía tras de los pinos, y no he podido resistir el deseo de verla a usted una vez más, de encontrarme a solas un instante con usted, para darle un adiós menos trivial...
—¿El primero lo era entonces?
—En la forma, si no en el fondo... ¡Siento tanto marcharme!
—¿Tanto?
—Mucho más de lo que pudiera expresar. En usted, señorita, he encontrado el ideal de la mujer soñada por todo hombre deseoso de ver reunidos el encanto, la inteligencia, la belleza y la elegancia. Usted es la más seductora, la más...
—¡Basta, por favor! no prosiga en su enumeración... Vea que me río para no mostrar mi confusión, mi...
—¿Su?... ¡concluya, se lo suplico! ¡Su turbación es tan deliciosa!... Si usted supiera hasta qué punto me hace feliz ese rubor, esa risa que quiere disimular una emoción tal vez más fuerte y más sincera...
—No vaya usted a creer... he querido decir que lamento...
—¿Mi partida? ¡Dios mío! eso podría usted decirlo a Platel, a d'Ornay; no hay ahí motivo para ruborizarse; pero yo estoy triste, profundamente triste al separarme de usted.
—Ninguna partida es alegre; a mí me habría gustado que usted se quedase todavía...
—¿Cierto? ¿Por qué no retenerme entonces?
—Usted se hace un poco exigente respecto a demostraciones amistosas.
—Sí, mis exigencias son terribles. ¿Me permite usted decírselas, puesto que parece no querer adivinarlas?
Pero la leal sonrisa que resplandecía en el rostro de María Teresa desapareció, y con expresión grave, dijo:
—¡Señor Martholl, cuidado! No se apresure a manifestar sentimientos demasiado... vivos. La gran intimidad en que acabamos de vivir todos, podría engañarlo sobre la naturaleza de la simpatía que usted me inspira o que yo le inspiro a usted.
—¿Por qué dice usted eso?
—Porque me temo que usted da demasiada importancia a una atracción, muy real, sin duda, pero cuyas bases son todavía demasiado frágiles para implicar un sentimiento serio.
—Es usted exageradamente juiciosa... Sépalo, señorita: yo no tengo más que un deseo, ahora que tengo que dejarla: el de volverla a encontrar. Y no solamente para continuar una relación agradable, sino porque la adoro. ¡No se retire, María Teresa, se lo ruego!... Sí, yo la amo a usted, y mi más ardiente deseo es el de obtener su mano...
—Por favor, no me diga usted más nada; en París lo escucharé... ¡Quién sabe también si el paseo que va usted a hacer a Valremont no modificará sus ideas!
—¡Qué fría está usted y qué suspicaz! Los sentimientos que abrigo para usted después que la he visto...
—Sí, sí, conozco esas lindas frases; por muy sinceras que sean, hágame gracia de ellas, se lo ruego. No es la hora ni el sitio de decírmelas—se apresuró a añadir la joven, molestada por la actitud apremiante de Huberto.
—Entonces, ¿tengo que esperar para conocer mi suerte?—interrogó él tomando la mano de María Teresa entre las suyas. ¡Reconozca que es un poco duro! ¿Puedo, a lo menos, ir a visitarla en cuanto esté en París, en los últimos días de noviembre?
—Venga usted, mamá lo ha autorizado.
—¡Si yo pudiera creer que al otorgarme este favor, usted se muestra bien dispuesta a acceder a mi petición!—murmuró Huberto apoyando sus labios sobre la fina mano que la joven le tendía para darle un adiós definitivo.
María Teresa, sin responder, desprendió su mano prisionera, y, sonriendo, pasó su brazo bajo el del joven y lo condujo suavemente hacia la puerta del jardín, diciéndole:
—Esta vez, usted lo ha merecido, lo echo de mi casa, pisoteando los deberes más elementales de la hospitalidad. Pero es en interés de su estómago. Es tarde y no quiero privarlo de comer, a pesar del gran placer que tengo en oírlo... ¡Adiós!
—¡No! diga usted: hasta la vista y hasta muy pronto; si no, no me voy... estoy decidido, y la noche me encontrará de centinela delante de su puerta...
La joven se sonrió, y conciliante:
—Hasta muy pronto, pues—dijo.
Estas simples palabras fueron pronunciadas en una inflexión de voz tan suave, que llenaron de esperanza a Huberto. Se alejó bruscamente, no queriendo comprometer la dulzura de aquel adiós.
María Teresa, apoyada contra uno de los pilares de piedra de la verja, siguió con la vista al joven que se alejaba.
Largo tiempo lo vio sobre el camino desierto. Experimentaba una dulce emoción. ¿Esta sensación era causada por el que caminaba allá, o por el encanto sugestivo del crepúsculo? Una gran calma reinaba a su alrededor; en el horizonte el mar parecía adormecerse.
Huberto miró varias veces hacia atrás, como atraído por el fluido de las miradas de María Teresa; después, su silueta se desvaneció, lejana, entre el polvo del camino y los últimos reflejos de una aglomeración de nubes blancas.
Cuando el joven hubo desaparecido, María Teresa cerró los ojos un instante. No lo veía ya, pero conservaba su imagen. El placer que sentía por la declaración oída, se avivaba por el hecho de que quien la había pronunciado poseía una sonrisa seductora y unos ojos persuasivos. Volvió a ver también, oprimiendo su mano, una mano larga y blanca adornada con un curioso anillo antiguo.
—¡Me gusta!—murmuró.
Poco a poco todos abandonaban a Etretat. En el Casino, en la playa, no se veía sino alguno que otro bañista. Una vida tranquila, retirada, en el interior de las villas, reemplazaba al movimiento y a la animación que había reinado durante la estación.
La señora Aubry gustaba mucho del encanto del otoño; disfrutaba entonces, durante algunas semanas, de un verdadero reposo, por lo cual demoraba su regreso hasta los primeros días de noviembre. Esta decisión no era recibida de igual manera por las dos primas. Desde que no se veía rodeada de una sociedad dispuesta a divertirse y ocupada exclusivamente en crear distracciones nuevas, Diana se aburría espantosamente. Apurada por volver a París, a sus visitas y a sus correrías por las tiendas, se quejaba de la humedad de la atmósfera, de la tristeza del paisaje, de la soledad, pues las villas se cerraban una a una y la única distracción mundana consistía, durante el mes de octubre, en concurrir a la estación del ferrocarril, a despedir a los que se marchaban.
María Teresa, por lo contrario, gozaba ante aquella playa desierta y le encontraba encantos no sospechados.
Después de la partida de la muchedumbre abigarrada y tumultuosa de los bañistas, le parecía que la Naturaleza cambiaba de aspecto. Para recibir a los huéspedes fugaces, para no espantar los ojos de los ciudadanos, más habituados a las decoraciones teatrales, parecía que a su real magnificencia, esta Naturaleza consentía en mostrarse más vulgar y menos salvaje. Debía ser una concesión hecha a estos profanos, venidos de las ciudades para pasmarse de admiración ante ella, durante dos meses, y que, transcurrido este tiempo, se apresuraban a huir y olvidarla.
El mar también se presentaba de otra manera a la vista de la joven, más grandioso y más trágico, batiendo incesantemente las costas abruptas.
¿Era este paisaje el mismo que habían contemplado los concurrentes al Casino? Ahora flotaban sobre él vaporosos velos de brumas, y aquella tierra normanda color verde de esmeralda pálida, sin horizontes, humedecida por la niebla, parecía salida, como en las primeras edades del mundo, de las ondas y del caos. María Teresa, que conocía todos sus rincones, procuraba a su imaginación el placer de evocar regiones desconocidas en los mismos sitios donde existían granjas, villas y aldeas.
Era sobre todo en los días en que el cielo estaba más brumoso y causaba más ilusiones, cuando María Teresa prefería pasear a través de los campos. Seguida de Flog, su perro de pelo rojizo, vagaba al gusto de su fantasía por los senderos que serpenteaban entre los matorrales.
De tiempo en tiempo, desatendía la Naturaleza para pensar en Huberto. Lo veía bajo la alameda, besándole las manos. ¡Era, pues, cierto! ¡La amaba! Nadie hasta entonces le había hablado así. De aquella voz musical, arrulladora, le venían las primeras palabras de amor que hubiera oído. ¿Por qué le había gustado a él? ¿Por qué ella, más bien que alguna de las otras? ¿La encontraba, pues, más seductora, más amable, más inteligente que las demás jóvenes que conocía? La había elegido entre sus amigas, tan hermosas... Jamás se le ocurrió que pudiera ser la preferida. Y, sin embargo, Huberto no esperaba sino una palabra suya para pedir su mano. De lejos, se le representaba más seductor. Recordaba sus actitudes elegantes, su rostro distinguido cortado por un bigote dorado. La idea de que fuera un espíritu superficial, no inquietaba a la joven, tanto la había conquistado su flirt galante, cuyo recuerdo exageraba, y a veces se sorprendía contando los días que la separaban del miércoles en que lo volvería a ver.
¡Cuánto lugar ocupaba en su vida, aquel desconocido de ayer! Pensando siempre en él, recordaba las reuniones, los bailes, los paseos, todas las ocasiones que había aprovechado, solícito, para acercarse a ella y expresarle sus sentimientos.
Después de agotar estos recuerdos, formaba proyectos para el porvenir; pero, cuando imaginaba lo que sería su existencia si el destino los unía, no se representaba más que fiestas, viajes, diversiones de todas clases. Se le hacía imposible evocar la imagen de una vida tranquila, íntima, serena, en la calma del hogar, en compañía de aquel mundano tan imperiosamente absorbido por la vida exterior.
No; no se veía con él, al lado del fuego, trabajando a la luz de la lámpara, con niños jugando a su alrededor. Huberto no sería jamás un hombre de casa, capaz de comprender estos íntimos placeres. ¡Y ella habría deseado imitar a sus padres que eran tan felices en su inalterable comunidad! El señor y la señora Aubry envejecían juntos, en una ternura recíproca que los años no debilitaban.
Su ejemplo probaba a María Teresa que no se engañaba ambicionando los goces de la familia. En la tarde de la vida, la felicidad consiste en hallarse juntos; pero para disfrutar de la dulce paz del hogar, no hay que abandonarlo por mucho tiempo, si no el encanto se rompe y la felicidad vuela para no volver más.
El alma fuerte y recta de María Teresa la hacía prudente, aunque estuviese bajo la influencia sugestiva de Huberto, y si inconscientemente prolongaba el misterio de su decisión, era para estudiar a aquel futuro novio y no exponerse a entregar a un ser indigno la hermosa y noble ternura que los corazones apasionados transforman en perdurable amor.
Tanto para dedicarse a estos pensamientos, María Teresa buscaba la soledad, cuanto para huir de su prima, cuyas observaciones la horripilaban, porque acentuaban el lado snob que lamentaba encontrar en Huberto.
Un día que la joven volvía de un largo paseo, encontró a Diana leyendo en el salón, recostada sobre un diván. Esta al ver entrar a su prima la recibió con una risa burlona.
—¡Es posible ponerse en ese estado! ¡Pero si estás cubierta de barro! Dime ¿qué extraño placer encuentras en caminar durante horas enteras sobre la tierra mojada? Dirás lo que quieras—continuó, después de un bostezo prolongado,—el campo es insípido en esta época, y es necesario, para complacerse en él, tener gustos muy extravagantes o... ¡estar enamorada! Felizmente, mi tía acaba de darme una buena noticia; nos vamos después del día de Todos los Santos, es decir el martes. ¡Ya era tiempo! Se me figuraba ser uno de esos vestidos apolillados que se olvidan en los armarios.
—Me gustan tus comparaciones—dijo María Teresa mirando humear sus botines húmedos ante el fuego de la chimenea;—no son vulgares.
—Escucha—exclamó Diana que ya seguía otra idea,—vamos a estar bien ridículas al llegar a París: sombreros de paja en pleno noviembre...
—¡Bah! los reporters de la moda no hacen guardia alrededor de las estaciones como en el Club Hípico.
—Me inquieta un poco el trayecto de la estación a casa, pero no tengo otra cosa que ponerme, y se necesitan varios días para enterarse de lo que se usa y otros tantos para elegir entre las creaciones nuevas.
—¡Puedes estar tranquila! no quedarás deshonrada porque te vean con una toilette que no es de otoño.
—Depende de la persona que encuentre. No quisiera que fuera Martholl, por ejemplo.
—¿Por qué eso?
—Porque constituye, para mí, el árbitro de la elegancia. Es curioso cómo entiende de toilettes femeninas. ¿No has notado que nos mira siempre de pies a cabeza como si fuera un juez en un concurso de belleza? Así es que halaga cuando pronuncia flemáticamente «Tiene usted un lindo vestido» o «Ese sombrero es maravilloso.» A mí me ha otorgado algunos elogios, en este verano ¡pues bien! quedé tan orgullosa de ellos como el día en que gané un conejo, tirando al blanco en la feria de Neuilly, después de haber agujereado seis veces el centro.
—Sin duda, Martholl se alegraría mucho de oírte a juzgar por el efecto que te producen sus elogios; ese joven debe poseer el alma de un gran modisto.
—¿Es con intención de despreciarlo como hablas así? Hay ironía en tus palabras...
María Teresa no se dignó contestar; Diana calló un instante y repuso, mirando socarronamente a su prima:
—¿Quieres que te diga una cosa? Tú eres muy reservada; no quieres hacerme confidencias; disimulas tu juego. Vamos a ver, confiesa de una vez que te ha hecho la corte.
—Si te has apercibido, es inútil preguntármelo.
—Me gustaría saber en qué punto está ese flirt trascendental, y si Huberto te agrada.
—Ciertamente que me agrada; pero no lo conozco bastante para tener un sentimiento definitivo hacia él.
—¿Esperas, para decidirte, verlo en París en traje de ciudad? ¿Temes otra desilusión como la que tuvimos el año pasado, al encontrar de levita y sombrero alto, a aquel Marcelo Mingot que nos había parecido tan bien aquí, con su gran fieltro gris y su elegante traje de ciclista?
—¡No, no! sobre este punto estoy tranquila; de cualquier manera que Martholl esté vestido, ha de ser siempre con el esmero que le vale tantas admiradoras. Quisiera solamente, para tomar mi resolución, ver a Martholl con más frecuencia, para conocerlo mejor.
—¿Sabes una cosa? ¡Pues bien, me ha sorprendido que se entusiasmara tanto contigo!
—Eres muy amable; tu cumplido me conmueve.
—Antes de sublevarte, espera que me explique: Te concedo que tienes todo lo que se precisa, y más de lo que se precisa, para gustar a los más difíciles, puesto que eres rica y linda.
—Rica sobre todo ¿no es verdad?... Gracias ¡decididamente estás dispuesta a hacerme justicia!
—Solamente que—continuó Diana imperturbable,—moralmente, no eres la mujer que le conviene; tú no eres bastante fastuosa ni aficionada al gran mundo. Seguramente, se creería que estás en él, pero, yo te conozco, sé que con frecuencia te sales de él porque no te diviertes.
—¿Entonces?
—Entonces, creo que hay incompatibilidad de caracteres entre ustedes.
—¡Antes de buscarnos motivos de ruptura, sería prudente esperar a que Martholl pidiera mi mano!
—Si no la ha pedido todavía, la pedirá, puedes estar segura, y no veo qué razón te haría rechazar a un novio tan extraordinariamente chic. Anda, no lo dudes, hay muchas probabilidades de que pronto seas la señora de Martholl. Tú no quieres aparecer como aceptándolo muy ligeramente; pero eso es una táctica.
—¡Oh, Diana!—protestó María Teresa;—¿por qué no has de creer en lo que yo te digo?
—¡Pero si tú no me dices nada!
—¿Por qué he de decirte que amo a Huberto cuando todavía no es verdad?
—¡Me gusta ese «todavía» desprovisto de artificios; es revelador!... Querida mía, querría que tomases una decisión. Te confesaré, francamente, que me alegraré de veros casados; primero, porque siendo tú mucho más linda que yo, me perjudicas; después, porque podríamos salir solas. ¡Se acabaron las acompañantes! ¡qué suerte! ¡Sin contar con que tu casamiento pondría en circulación en nuestro mundo a algunos jóvenes más; los amigos de tu marido serían mis amigos! ¿Por qué no he de contar con ellos?
—Esta vez, sí, me explico tu deseo de verme encadenada; pero ¿qué importa, para tus proyectos, que sea a Martholl o a cualquier otro?
—Es que Huberto me place. Lo encuentro muy bien. Cuando vayamos juntas al teatro me gustará tenerlo en el fondo del palco; los hombres como él, hacen valer a las mujeres que acompañan. Es gentleman desde su peinado hasta la forma de sus zapatos, y, al mismo tiempo, tiene una distinción, una desenvoltura... ¡Dios nos preserve del señor vulgar, del maniquí siempre endomingado o de la cabeza de peluquería! ¡Prefiero una cabeza de turco!
—¡Adelante con las comparaciones!... ¡Pero, estaría yo fresca si tomase tus ocurrencias a lo serio! Con tu manía por lo chic y el buen tono, te olvidas de la más noble aspiración: la ternura del corazón que debe identificar al hombre con la mujer. Las exigencias del mundo son muy mezquinas comparadas con ese placer del alma. La intimidad sin amor, sin un amor tan noble, tan dulce como el que une a mis padres ¿qué sería para mí? ¡Un martirio! Permíteme, pues, que reflexione, antes de arriesgar mi porvenir, para apresurar tu emancipación y procurarte la vanidad decorativa de lucir a mi marido en el fondo de tu palco. ¡En cambio, te prometo tenerte al corriente de mis decisiones, puesto que te interesan tan directamente! Pero te pido, encarecidamente, que cuando volvamos a París, no pregones a son de trompeta que soy novia de Huberto, pues no lo soy aún.
—No seas tonta; si algunas veces digo lo que me pasa por la cabeza, es porque no tiene ninguna importancia.
—Es precisamente lo que te reprocho, querida mía. Si no atribuyes ninguna importancia a lo que dices, no le sucede lo mismo a los interesados.
—¡Si me reprendes, no diré una palabra más!—dijo Diana recogiendo su libro que se le había caído al suelo.
Sin embargo, después de un corto silencio, repuso, temiendo haber contrariado a su prima:
—Cuando estemos en París ¿quieres que salgamos juntas? Iremos a tomar el lunch al Palacio de los Campos Elíseos, y a probarnos sombreros, y a ver los modelos del incomparable Doucet, ¿quieres?
Pero María Teresa no la escuchaba ya. Sentada delante del fuego, amodorrada por la fatiga y por el calor que le daba la chimenea, le parecía oír distintamente dos voces en su interior: la una acariciadora, inspirada en las mismas ideas de Diana, que la incitaba a alegrarse de la asiduidad de Huberto; la otra, evocando consideraciones de un orden diferente, dominadora, imperiosa, le aconsejaba que esperase antes de decidirse.
—¿Acaso conocía al que solicitaba unirse a ella? Cierto es que dos meses de intimidad en el mar, ayudan a formar opinión sobre las personas. No le había faltado tiempo para conocer a Huberto como flirt; sabía a no dudar, que era un sportman perfecto, que su conversación de hombre de club distraía agradablemente a su auditorio, pero se daba cuenta también que, moralmente, le era perfectamente desconocido. ¿De qué vivía la inteligencia de aquel hombre? ¿Cuál podía ser la naturaleza de sus aspiraciones, el valor de su conciencia, el objetivo de su vida? ¿Hacia qué ambiciones o ensueños dirigía su voluntad?
Preveía su sufrimiento si descubría, demasiado tarde, que no se entenderían nunca sobre ciertas cuestiones, y que las cosas que ella consideraba más importantes, que tocaban a su corazón, lo dejaban indiferente, si no hostil.
Lejos de imitar a la mayor parte de las jóvenes que no piden al ansiado novio más que fortuna o una posición envidiable, ella se preocupaba principalmente de las cualidades del alma del hombre a quien entregaría su vida. Presentía que el matrimonio es cosa grave y que no deben ligarse ligeramente los nudos. Para tener la seguridad de conservar siempre su mano en la de un compañero elegido, hay que saber, primero, si esa mano es leal, si podrá proteger, dirigir y amparar, en todas las vicisitudes de la vida.
Educada por una madre inteligente y seria, que se había dedicado a desarrollar el corazón y el espíritu de su hija, María Teresa había aprendido que a veces es peligroso juzgar a las personas por su exterior más o menos brillante; por lo cual deseaba, para apreciar la cultura moral e intelectual de Martholl, que se presentasen otras circunstancias distintas del período del flirt de los baños de mar. Su sensatez la inducía a escuchar la voz de la razón que le aconsejaba no precipitar su elección, no apresurarse a contraer compromiso bajo la influencia de la atracción innegable que sentía hacia aquel joven.
Los Aubry de Chanzelles habían regresado a París hacía un mes. Ocupaban un antiguo palacio de la calle Vaugirard. Las dimensiones de las piezas, la altura de los techos, la tranquilidad del vasto patio, donde una discreta hierba verdeaba el pavimento, y sobre todo, la fachada del Sur, frente a los jardines del Luxemburgo, hacían atrayente esta mansión.
A pesar de toda la calma de María Teresa, el tiempo que medió entre el día de llegada y el miércoles en que debía recibir a Martholl, le pareció largo. ¿Qué corazón de joven no se sentiría turbado por la esperanza del amor entrevisto?
Este primer día de recepción, tan impacientemente esperado, llegó por fin.
Hacia las tres, la joven, sola en el salón, gozaba anticipadamente del placer que debía causarle la visita de Huberto. ¿Cómo lo encontraría? ¿Siempre enamorado a pesar de las semanas de separación? ¿Y si no venía? Esta última idea la tenía ansiosa; consultaba la hora con inquietud.
Para disipar su enervamiento, se acercó a una ventana, levantó la cortina de antiguo guipur, y miró hacia el jardín que se extendía ante ella.
En aquel día de sol de diciembre, nada había revelado el invierno ni la Naturaleza adormecida, tan verdes se conservaban la hierba y las plantas, si los árboles no alzaran al cielo sus ramas despojadas, como esqueletos descarnados. Una luz clara esparcía sus rayos, y las avenidas hormigueaban de niños alegres, primavera de carne en aquella estación atrasada. Las hojas secas cubrían de manchas amarillas y oscuras la arena de los caminos. Las niñeras adornadas con cintas de mil colores, llevaban bajo sus largas capas el dulce peso de los bebés, en tanto que las siluetas pálidas y quebradas de los viejos, paseaban sus cuerpos fatigados al tenue ardor de aquel sol de diciembre. Era un cuadro pintoresco que bien podía haber distraído el espíritu de María Teresa del pensamiento que la absorbía; pero la contemplación del Luxemburgo no calmaba su impaciencia. Sus miradas seguían con frecuencia los coches que surcaban la calle, y si alguno de ellos parecía querer detenerse delante de la puerta de su casa, la joven sentía latir su corazón un poco más ligero.
Un buen rato hacía que estaba allí cuando Diana entró silenciosamente en el salón. Se aproximó a un espejo para contemplar el efecto de su vestido de tela roja bordada, pasó una mano ligera sobre sus negros cabellos, y volviéndose hacia su prima, que no la había sentido:
—Y bien ¿qué haces en ese puesto de vigía?—le dijo.
María Teresa se estremeció como sorprendida en falta, pero reponiéndose:
—¡Hola! ¿eres tú, Diana?—respondió sin moverse de su observatorio.—Entras como rayo de sol, sin hacer ruido...
—¿Y qué ves venir?
—¡Nada!
—Espías simplemente la llegada del que esperas.
María Teresa, un poco abochornada, se ruborizó. Entonces Diana se aproximó a ella, pasó un brazo alrededor de su cintura, y miró, a su vez, hacia afuera.
—¿De qué lado debe venir el hermoso Martholl?
—¡Pero si es probable que no venga!—murmuró María Teresa, descontenta de haberse traicionado ella misma, por su impaciencia de ver a Huberto.
—¡Eh!—dijo Diana con incredulidad.—¡Que Martholl se olvide de venir, he ahí, estoy segura, una cosa que tú no temes que suceda! Es fácil prever que se hará anunciar al sonar las cinco.
María Teresa recorría el salón simulando ocuparse en arreglar las cosas; removía las flores en los jarrones, cambiaba de sitio los bibelots, levantaba los almohadones de seda. Se aproximaba a la mesa de té, donde el lunch estaba preparado, y exacerbada de ver a Diana inmóvil en su puesto de observación, la llamó:
—Ven a ayudarme un poco, en vez de escudriñar la calle. ¿Ha regresado tu hermano?
—Sí, anteayer.
—¿Y está contento de su viaje a Austria? Parece que no tardó en plantar en el camino al estudioso Juan.
—Ha hecho una gran vida, y ha sido presentado a varios Archiduques.
María Teresa se sonrió.
—Entonces estará maravillado de aquel país.
—¡Perversa!
—No, de veras, me alegro que Bertrán se haya divertido tan fácilmente; es de los que gozan con todas esas pequeñas satisfacciones de vanidad... ¡Cuánto los envidio!
—¡Que tú puedas envidiar a alguien, por el momento, es algo que no se explica!
—¿Por qué?
—Porque tienes en perspectiva todo lo que se puede ambicionar.
—Puede ser...—murmuró María Teresa, distraída.
Su mirada erraba por el salón; de pronto, designando sobre una consola Luis XV, un jarrón de cristal verde incrustado de oro, que sostenía un gran ramo de violetas de Parma, exclamó:
—¡Mira qué linda copa!... Juan acaba de mandármela de Bohemia.
—A propósito, ¿qué se hace tu Juan? ¿No lo veremos nunca?
—Está aún en Alemania. Creo que le gusta aquel país, porque no habla de volver. Jaime fue a visitarlo, y nos escribe que lo encontró muy atareado. Mañana, Jaime estará aquí; si deseas otras noticias, él te las dará más frescas.
—Gracias; la salud de Juan no me inquieta; apostaría que se nos va a presentar con alguna Gretchen; hay que ser alemana para consentir en llamarse señora Durand. Es como para afligir: ¡señora Durand! ¡mamá Durand!
—Todos los nombres pueden ser ridiculizados así... ¿Entonces tú, para casarte, tendrás en cuenta el nombre que llevarán tus tarjetas?
—La verdad es que no me gustaría dejar de ser Diana Gardanne para convertirme en la señora Durand, la señora Dupont o la señora Boucher; se me figura que tendría un aire de vulgaridad espantosa.
—Pues yo, cuando he soñado en las cualidades que pudiera tener mi marido, nunca he formulado el deseo de que esté adornado con un nombre decorativo. ¡Ahí viene mamá!
—¡Buen día, tía!—exclamó Diana.
—Buen día, querida mía—dijo la señora Aubry, besando a la joven.—¿Veré hoy a tu madre?
—No, tía; mamá está con jaqueca, como siempre; pero Bertrán vendrá a buscarme.
La puerta del salón se abrió. Dos señoras ancianas, vestidas de negro, entraron discretamente. Eran dos parientas de provincia, a quienes la señora Aubry acogió con afectuosa amabilidad. Casi en seguida, el criado introdujo a Huberto Martholl.
Diana se inclinó hacia su prima, murmurando, con aire de triunfo:
—¿No te decía que vendría hoy?
María Teresa, un poco turbada, la escuchó apenas. Seguía con la mirada a Martholl que, siempre elegante y correcto, se inclinaba profundamente ante la señora Aubry. La joven se sorprendió de que no se precipitase hacia ella, y al mismo tiempo comprendía que esta exigencia de su emoción, era incompatible con las reglas del trato social. ¡Qué extraña naturaleza se descubría! Ella misma había calmado el ardor de los sentimientos de Huberto, un mes antes, y ahora habría querido que manifestase su antiguo entusiasmo. Experimentaba una decepción en vez de una alegría, como si se desilusionara al verlo bajo aquel aspecto de visitante correcto y dueño de sí mismo.
Después de algunos instantes, consagrados a la señora Aubry, Martholl pasó a saludar a María Teresa; ésta, por un esfuerzo de voluntad, recobró su calma habitual, y el apretón de manos que se dieron, fue perfectamente trivial. Felizmente, Diana, viva y cordial, hizo desaparecer pronto la turbación que se había producido entre ellos. Los llevó al salón chico, bajo pretexto de que la conversación interminable que la señora Aubry sostenía con sus primas de provincia, la incomodaba; instaló a Huberto confortablemente, y exclamó semiseria y semi-irónica:
—Y bien, querido amigo; denos usted pronto noticias de su corazón, ¿está en buen grado para nosotras?
—Ciertamente, más que nunca; ¿lo dudaban ustedes? Marca treinta grados sobre cero.
—María Teresa, no; ella no dudaba; pero yo, ¡dudaba!
—¡Diana!—exclamó María Teresa, realmente ofendida por la ligereza de su prima.
—Y bien, ¿no es verdad, acaso?
Para desvanecer la animosidad que sentía nacer entre las dos jóvenes, Martholl, con habilidad, se dirigió a María Teresa.
—No lamente lo que acaba de decir la señorita Diana, pues me ha hecho muy feliz.
—¿Feliz?
—Sí, señorita; porque, sin ella, quizá no habría conocido la confianza justificada que usted tiene en mí. He creído que este miércoles no llegaría nunca. Positivamente, estos dos meses transcurridos, me han parecido contener más días que los otros. ¿Saben ustedes que he experimentado una verdadera sensación de vacío después de haberme separado de ustedes dos? He tenido que violentarme para no volverme atrás, y después, sólo con un valor heroico pude resistir al deseo de ir a pasar dos días a Etretat. Pero me retenían en Valremont. Mis funciones me hacían indispensable, me vigilaban, y no me fue posible tentar la fuga.
—Sí, sí, usted dice eso; pero estoy segura de que se ha divertido mucho—repuso Diana.—¿Había mujeres lindas entre las invitadas?
—Algunas. ¿Y ustedes qué han hecho durante el fin de la estación a la orilla del mar? ¡Aquello debía estar espantosamente triste, cerrado el Casino, abandonada la playa! No conozco nada más insípido que permanecer en un centro social cuando ha llegado el momento de marcharse. En octubre, no hay nada que hacer en el mar, es la estación de la caza.
María Teresa levantó sus lindos ojos, y dijo sorprendida:
—¿Es decir que usted no se habría encontrado bien en Etretat, por la única razón de que en esa época del año, no es de buen tono quedarse? ¿Exigen los ritos de la vida social que se tenga una invitación para algún castillo, precisamente en la época de la caza?
Huberto adivinó la ironía en la sonrisa fina de su interlocutora; quedó dispensado de contestar, gracias a Diana, que exclamaba con vehemencia:
—¡Tiene razón él! ¡Aquello era un horror! ¡Cómo me he aburrido cuando se fue todo el mundo! Vivíamos como lobos; no se veía a nadie.
—Por eso mismo me agradaba Etretat—repuso María Teresa.—Me gusta la soledad, la vida contemplativa. ¡Qué descanso verse libre de los indiferentes!
—¿Es por mí por quien dice usted eso?—protestó Huberto.
María Teresa se sonrió con malicia.
—No; a usted lo habría soportado muy bien algunas horas por día. Lo que me gusta después de la estación de los baños, es esa gran calma que permite pensar, cosa que es imposible cuando uno va incesantemente de un placer a otro.
Huberto comprendió que contrariaba a María Teresa no emitiendo opiniones más de acuerdo con las que ella acababa de manifestar; consideró, pues, prudente agregar:
—Es muy cierto que cuando uno está bien instalado en su casa, con libros, el tiempo pasa ligero; además, ustedes montarían a caballo, sin duda...
—No. Como Jaime y Bertrán se hallaban en Alemania, no teníamos a nadie que nos acompañase. Nos contentábamos con dar grandes paseos a pie, y admirar las puestas de sol; eran magníficas, ¿no es verdad, Diana?
—Confieso que no tengo el alma tan poética como tú, querida mía, y que soy menos sensible a las bellezas de la Naturaleza. Yo hubiese dado de muy buena gana toda aquella belleza por una sola de nuestras buenas reuniones del Casino.
Un movimiento se produjo en el salón. Las parientas de la señora Aubry se retiraban, algo azoradas, por la llegada de algunas jóvenes, cuyas toilettes elegantes personificaban, a sus ojos de provincianas tímidas, la temible insolencia del lujo parisiense.
Las recién llegadas, Mabel d'Ornay, la señora de Blandieres y sus hijas, manifestaron gran regocijo al ver a Huberto.
—¡Qué feliz encuentro, señor Martholl!
—Justamente—dijo Alicia, cuya cara sonriente y rosada aparecía entre blondas,—justamente esta misma mañana, yo le decía a mamá, que formaba su lista de invitados para nuestro té: no olvide al señor Martholl, tengo un interés especial en que venga.
Huberto se inclinó.
—Quedo muy agradecido a usted, por su amable recuerdo, señorita.
Alicia hablaba con extrema vivacidad, y el registro de su voz se mantenía en las notas agudas; continuó:
—No me agradezca nada; mi invitación es interesada. De todos mis amigos, es usted quien baila mejor el boston; quiero dirigir el boston con usted.
Y al hablar, ponía en toda su personita una gracia risueña capaz de seducir a los más recalcitrantes, lo que no impidió que Martholl le respondiese:
—Siento, señorita, tener que declinar el honor que usted me hace; pero no podré quedarme hasta el cotillón; tengo la obligación de ir a otra tertulia.
—¡Oh, qué fastidio!—murmuró ella contrariada.
Luego, recuperando su aplomo, y acompañando su frase con una alegre risa comprometedora, añadió:
—Veremos; ya sabré yo retenerlo. Al fin de las tertulias es cuando uno se divierte más, y si en nuestra casa usted cosecha tesoros de alegría, no permitiré que vaya a gastarlos en otra parte, se lo prometo.
Huberto se contentó con decir:
—El hombre es débil, y si usted emplea armas que no se puedan resistir...
—A primera vista, esta joven de armas formidables, no presenta el aspecto de una amazona mutilada—observó Diana, indicando con un gesto el busto de Alicia, cuyas curvas se modelaban en una chaqueta de breitschwantz.
—A propósito de amazona, ¿no han ido ustedes al bosque, después de su regreso?
—No, Bertrán trabaja por la mañana, y Jaime no llegará de Viena hasta de aquí a unos días.
—¡Y yo que recorría la gran avenida todas las mañanas, en busca de ustedes!...—dijo Martholl.
—¿A qué hora va usted?
—Un poco tarde; no soy madrugador, a causa del Club. Se queda uno hasta demasiado tarde. Hay gentes que no pueden decidirse a volver a su casa; lo retienen a uno, y le impiden retirarse a hora razonable.
Mientras la juventud conversaba así, de una manera general, el criado introducía sucesivamente a Max Platel y a Bertrán Gardanne. Cada uno de los que entraba era recibido con exclamaciones alegres. María Teresa y Diana pasaban y volvían a pasar entre todos, ofreciendo tazas de chocolate, de té, y en platos de cristal tallado, muffins, pastas, dulces, bombones, y, entretanto, las frases se cruzaban, los apartes se deslizaban.
En cierto momento, con toda inocencia, Max Platel se aproximó a Huberto:
—La señorita María Teresa es una armonía viva—dijo, mientras su mirada la seguía por el salón.
El joven literato tenía razón. Desde su vestido color malva, hasta sus cabellos de oro ceniciento, todo en la joven era delicado. El timbre de su voz algo velada, acentuaba más el encanto armonioso de su persona; sólo en sus movimientos, se adivinaba la superioridad de su naturaleza fina.
En medio de todas aquellas jóvenes engalanadas y hermosas, se destacaba como una excepción, tan marcada era la expresión indefinible y casi sobrenatural que el vigor y la elevación de sus pensamientos imprimían a su fisonomía. En ese día nada era más misterioso ni más melancólico que su semblante.
Ausente, aunque presente, no escuchaba las frases que volaban en torno suyo. Apenas si, de tiempo en tiempo, les prestaba alguna atención.
Una voz sonó de pronto en una risa argentina:
—¿Cómo? ¿Platel está aquí y todavía no se le ha oído? ¡es inverosímil!
—Mabel reclama su trovador—exclamó Diana.
—¡Aquí está!—gritó alegremente Platel, avanzando hacia el círculo formado por las jóvenes.
Se sentó en un asiento bajo, casi a los pies de la señora d'Ornay, y miró curiosamente a su alrededor; lo que, visto por la linda Mabel, la hizo exclamar:
—¡Pone usted ojos de notario ejecutor, amigo mío! ¿Qué quiere usted inventariar?
El literato transportó su mirada sobre la linda persona que cubierta de terciopelo y azabache, se movía entre crujidos de seda.
—Excúseme usted, querida amiga, estoy admirando. Es la primera vez que tengo el honor de venir a casa de la señora de Chanzelles; me pongo, pues, en contacto con lo que me rodea. Es una precaución, para mí, indispensable; ciertos muebles me son tan antipáticos, que no podría verlos dos veces, y el más insignificante bibelot me abre horizontes sobre el gusto y la calidad del alma de sus poseedores.
—Y bien, está usted contento de mí, ¿volveré a verlo?—preguntó la señora Aubry, riéndose del dicho del joven.
—Sí, señora—contestó Platel, inclinándose,—estoy muy contento; hay en sus salones, en su palacio, algo mejor que el lujo justificado por la sensación del arte; está el arte mismo. Pero nunca temí una desilusión; antes de venir, sabía lo que iba a ver: la señorita María Teresa no puede sembrar sino belleza a su alrededor.
Hubo un murmullo de aprobación.
Cada uno, animado por un bienestar evidente, revelaba su satisfacción sin dejar de interesarse por sí mismo, y María Teresa continuaba circulando en medio de esta discreta animación, llevando de un grupo a otro su sutil melancolía y su soledad.
Hallándose en su casa, en medio de sus amigos, ¿qué extraño malestar la convertía en indiferente hacia los que la rodeaban? Su conversación y charla vacías le eran dolorosas. Ciertas palabras, cazadas al vuelo, resonaban en su corazón como golpes de martillo. Su primo Bertrán, provocado por la señora de Blandieres, que dirigía la conversación, con la autoridad que le daba su nombre, frecuentemente citado en los ecos del gran mundo, refería su viaje a Austria, y la acogida que le habían hecho en Viena en el mundo oficial, gracias a la recomendación de su tío Aubry para el embajador de Francia, con quien tenía relaciones amistosas.
El joven, embriagado de grandeza, narraba sus éxitos y la invitación con que había sido honrado para asistir a una fiesta dada en el castillo de Luxemburgo, residencia imperial.
Esta vida, apenas entrevista, una noche pasada entre magnates húngaros, archiduquesas y algunos príncipes alemanes, había trastornado la cabeza a este hijo de ricos burgueses, que ahora sentía un verdadero sufrimiento al contemplar la simplicidad de sus relaciones. Muy envanecido de haber respirado el aire de una sala de baile honrada con la presencia de testas coronadas, decía:
—Solamente allí puede uno comprender lo que es el mundo, porque uno se encuentra en una sociedad exclusivamente compuesta de verdaderos grandes señores.
Y haciendo un gesto de menosprecio con los labios, añadió:
—No es como en Francia, donde todas las clases están espantosamente mezcladas.
—Tiene usted razón, querido amigo—aprobó Martholl;—esto ha concluido; nunca más nos veremos entre nosotros. Lo que se llama el gran mundo, actualmente, es una aglomeración singular de «rasta cueros» y de advenedizos. Tenemos que hacer nuestro propio duelo; no hay sitio más que para los mercaderes enriquecidos. Antes, nadie era recibido en ninguna parte si ejercía el comercio. ¡Por desgracia, todo ha cambiado! El dinero hace abrir de par en par las puertas de los últimos rebeldes. Así es que no me sorprendería encontrar uno de estos días, en el gran mundo, a mi zapatero, a mi sastre y hasta a nuestros proveedores de caballos.
—¡No diga usted semejante cosa!—exclamó con indignación muy noble la señora de Blandieres, protestando en nombre de todas las señoras que, como ella, hacían profesión de tener salón abierto.
—Por eso—continuó Martholl, con gran pesar de Bertrán, que deseaba contar la historia de una cacería de ciervos, a que lo había invitado un archiduque,—por eso, en Francia, la fisonomía de los salones ha cambiado prodigiosamente. No se podrá citar uno solo donde no haya mezcla; extranjeros en todas partes, negociantes que han hecho grandes fortunas en productos alimenticios, farmacéuticos, industriales más o menos bien educados, etc... Es triste, porque desaparece la tradición de la exquisita cortesía francesa que, en otro tiempo, nos señalaba a los ojos de la Europa atenta y encantada. Se comprende: ¿qué figura quieren ustedes que haga toda esa gente salida, la mayor parte, de una trastienda? No aportan a las reuniones sociales más que un espíritu embotado por la preocupación de los negocios, y no buscan, al frecuentar los salones a la moda, sino un mercado donde aumentar sus relaciones. ¡Para escapar al contagio y permanecer entre la gente de su clase, les aseguro, hay que violentarse! El saber conservar la compostura que contiene a cierta gente propensa a la familiaridad, no es algo que conocen todos.
—¡Lo creo!... Nada más que de pensarlo, siento frío—suspiró irónicamente Platel.—¡Pobre Martholl! Lo compadezco y lo admiro, porque supongo que a fuerza de labor usted ha adquirido esa compostura necesaria, para interponer, entre usted y esos de quienes habla, una barrera infranqueable!... ¡Horrible labor, amigo mío!
Sonrisas discretas, protestas, exclamaciones, criticando o aprobando la teoría eminentemente aristocrática de Martholl, surgieron de todos lados; luego la conversación recuperó su curso tranquilo, en tanto que María Teresa sentía aumentar su malestar moral. ¿Por qué Martholl sentía tales cosas? ¿Cómo osaba decirlas? ¿De qué muslo de Júpiter habría salido su familia? ¿Qué noble genealogía de héroes o hidalgos, protegía aquel nombre de Martholl?
El resto de la conversación no fue escuchado por la joven. Un pensamiento desolador absorbía su espíritu. Pero en breve fue despertada por el alboroto de las despedidas. Promesas de volver a verse pronto, apretones de manos, actitudes coquetas, graciosas muecas, sonrisas afectuosas, todas estas manifestaciones vehementes parecían brotar de los sentimientos más sinceros.
Huberto aprovechó el momento para acercarse a ella y murmurar:
—No he podido conversar con usted; ¿cuándo volveré a verla? ¿Puedo venir antes del miércoles próximo?
María Teresa lo miraba. ¡Qué elegante era, qué seductor! A pesar de la intranquilidad de su corazón, hizo, sonriendo, un signo de cabeza afirmativo, y le tendió la mano, la pequeña mano fuerte y confiada que, si él era digno, le entregaría en breve, como esposa.
El salón, lleno de animación y alegría algunos minutos antes, quedó solitario y silencioso. Solamente los perfumes que flotaban aún en el aire tibio, revelaban el paso de las lindas visitantes.
La señora Aubry, que se había puesto a leer al lado del fuego, volviose de pronto y vio a su hija sentada en un rincón, con aire pensativo.
—¿En qué piensas?—le preguntó.—No debes estar muy fatigada de tus conversaciones durante la tarde; apenas si has hablado.
—Es cierto, mamá, estoy preocupada.
—Hace algún tiempo que me apercibo de eso, hija mía—dijo la señora Aubry con ternura.—No he querido preguntarte nada; esperaba tus confidencias.
—Tú lees tan bien siempre lo que pasa en mi corazón, que muy pocas cosas tengo que contarte, creo...
—Esas pocas cosas yo debo saberlas, sin embargo... ¿Huberto Martholl te gusta?
—Me gusta, madre querida...
—¿Y bien?
—Es que...
—Veamos, voy a ayudarte, querida mía; ¿sabes si tú le gustas a él?
—Sí... pero esta simpatía que siento por él ¿basta para que me case? No sé todavía si lo amo; me halaga ver que se ocupa de mí más que de las otras jóvenes, y me agradan mucho las galanterías que me dice. Esto es todo, por el momento.. Yo esperaba, al volverlo a ver, algo que no ha sucedido... grandes impresiones que hubieran cimentado más sólidamente nuestra atracción recíproca. Pero nada ha ocurrido, y he sentido una gran desilusión, te lo confieso, querida mamá.
—Entonces, reflexiona bien, hija mía. De la elección que hacemos, depende la felicidad de nuestra vida. En una circunstancia tan grave, no te dejes influenciar por ninguna consideración fútil. El señor Martholl parece una excelente persona, es de buena familia, reúne todas las condiciones deseables; comprendo, pues, que te guste, y si tú te decides en favor suyo, ninguna objeción tendremos que hacer, tu padre y yo; nuestro único pesar sería, sin embargo, que el señor Martholl permaneciese desocupado.
—¡También yo espero que no esté resuelto a pasarse toda la vida sin hacer nada! El Club tiene demasiada mala influencia sobre los hombres para que yo me decida a tomar un marido que no tenga otro pasatiempo.
La puerta acababa de abrirse; el señor Aubry entró. Al ver a su mujer y a su hija, una sonrisa iluminó su rostro. María Teresa se precipitó hacia él, y poniéndole su frente a besar:
—Buenas tardes, papá—le dijo.
—Buenas tardes, querida; buenas tardes, amiga mía. ¡Y bien! ¿qué tal ha estado el primer miércoles?
—Muy brillante... Hemos tenido la visita de Huberto Martholl.
—¡Ah, ah! ¿ya? No pierde su tiempo ése; sospecho que tiene sus motivos... ¿Se conserva siempre hermoso? ¿Tú no dices nada, María Teresa?
—¡Sí, querido papá! En efecto, encuentro muy bien a Huberto Martholl, y ¿no tengo razón?—interrogó la joven con una linda sonrisa.
—Mi querida María Teresa, creo que no debemos ver las cosas del mismo modo. Si algún día tengo necesidad de examinar a fondo la personalidad del señor Martholl, no será seguramente por ese lado por el que miraré... ¡Ah! preveo que esto sucederá dentro de poco tiempo; ¡está muy apurado ese joven! Puede ser que también sea tu opinión, chicuela... ¿Qué debo contestarle? Tú me lo dirás ¿no es cierto?
Hubo un silencio. El señor Aubry se recostó en una poltrona; luego, al cabo de algunos minutos, exclamó, desperezándose:
—Hijas mías, estoy muy fatigado; he tenido hoy un trabajo considerable; he hecho a la vez de patrón y de obrero. Este diablo de Juan, demorándose en venir, me recarga la tarea. Es que él solo se ocupa de todos los asuntos, y su ausencia prolongada empieza a molestarme.
—¿Y por qué no lo llamas, amigo mío? Haces mal en fatigarte de ese modo.
—Querida mujer, por la sencilla razón de que Juan tiene que terminar un buen trabajo en Alemania. Además—añadió sonriendo el señor Aubry,—hago cuestión de amor propio el pasarme sin sus servicios, de otra manera, ¿no sería confesar que ya no soy capaz de dirigir los asuntos?
—Nunca creeremos eso, Pablo—dijo cariñosamente la señora Aubry,—pero es posible que te hayas acostumbrado a trabajar menos, desde que sabes que puedes confiar en Juan.
—No, no, ese muchacho es más entendido que yo; el discípulo ha sobrepasado al maestro; hoy, dirige todo, te lo aseguro; en estos últimos meses ha tenido una idea de fabricación casi genial.
—¡Qué entusiasmo, papá querido!
—Digo la verdad; Juan es el alma de la fábrica, y me felicito de ello.
Hacía algunos minutos que la señora Aubry miraba atentamente la cara de su marido, en la que se revelaba una profunda tristeza.
—En fin—aconsejó,—no te fatigues; te encuentro algo cansado desde hace algunos días, sobre todo hoy...
—¡Bah, bah! esto no es nada, la comida me confortará; no vayas ahora a ponerte cavilosa.
Diciendo estas palabras, el señor Aubry tomó afectuosamente el brazo de su mujer y la mano de su hija, como cuando era pequeña, y agregó alegremente:
—¡A la mesa, hijas mías!
Por la noche, cuando María Teresa se retiró a su cuarto, se instaló cerca de la chimenea, con un libro; pero su espíritu volaba lejos de lo que trataba de leer. Pensaba en los incidentes de la tarde, en su impaciencia, que no había podido disimular, de volver a ver a Huberto, y en el placer mezclado de angustia que había experimentado al encontrarlo siempre encantador, enamorado, amable, ¡pero tan frívolo!... Por turno se presentaron a su imaginación las caras amigas de las Blandieres, de Platel, de la señora d'Ornay. La de Bertrán Gardanne le trajo bruscamente a la memoria las palabras de Huberto, dando razón al huésped de los archiduques. «En el gran mundo no encontramos ya, había dicho, más que advenedizos, gente enriquecida en el comercio y en la industria.»
¿Entonces Huberto no daba su estimación a los que llegan a la fortuna por la inteligencia y la labor?... Ella, que había sido educada en el culto del trabajo y de la energía individual, ella, que admiraba la obra de su padre, se había sentido ofendida por aquella disposición de espíritu de Huberto. ¿Por qué hablaba con tanto desprecio de cosas respetables y nobles? Si la amaba, verdaderamente, debía haber comprendido cuánto esta manera de pensar lo alejaba de ella. Su padre ¿no era el tipo perfecto del caballero? Y la fortuna que había ganado ¿no era más honorable aún por haber sido ganada en la industria con su propio trabajo? Pero no, aquéllas eran palabras al aire, de esas palabras insignificantes de que están sembradas las conversaciones sociales.
—Es imposible—se repetía, queriendo convencerse a toda costa,—que un ser inteligente como Huberto, no prefiera el hombre formado por su propio mérito al «inútil,» cuyo único bagaje consiste en una línea de abuelos o bien de una serie de herencias sucesivas.
Luego, poco a poco, olvidó este motivo de discordia y dejó volar su fantasía recordando las manifestaciones del amor que el joven parecía sentir hacia ella.
La señora de Blandieres era muy amiga de infancia de la señora Aubry. Huérfana y sin fortuna, se había casado muy joven con Héctor de Blandieres, coronel retirado de caballería. Durante doce años tuvo que dedicar sus cuidados a su anciano marido y a sus dos hijas, llevando una vida monótona e incómoda, pues el coronel, a causa de la gota, que le sobrevino con la edad, había adquirido un carácter agrio y mostraba gustos difíciles.
La muerte de su marido la libró de tales incomodidades. Deseando huir de un lugar donde tanto había sufrido, abandonó el castillo de Blandieres, lo vendió, y fue a instalarse en París, con la firme intención de indemnizarse de los tristes años que había pasado. Arrendó un hermoso departamento en la calle General Foy, y terminado su período de luto, se lanzó al mundo con frenesí.
Independiente, linda, rica y elegante, se vio en seguida bien estimada y solicitada. Esta existencia de placeres la absorbió completamente. Visitar mucho y recibir más aún, fue su única ocupación; sentía por la vida social, verdadero fervor.
Ocupada únicamente de los ritos, ceremonias y prescripciones que rigen las obligaciones de una mujer que quiere brillar en la carrera difícil de alternar en el gran mundo, disipaba su fortuna para alcanzar este fin; pero la disipaba alegremente, y encontraba la recompensa de sus esfuerzos en las crónicas de los diarios relatando sus paseos y sus recepciones; las líneas de elogios de los ecos sociales la halagaban, aunque, a menudo, era ella misma quien pagaba la inserción. Esta consideración, completamente secundaria para ella, no amenguaba su satisfacción.
La noche de la tertulia, anunciada algunas semanas antes en la casa de la señora Aubry, los salones de la señora de Blandieres presentaban un magnífico aspecto, y la alegría era ya grande cuando los Aubry llegaron. La primera persona que María Teresa percibió, fue a Huberto, quien, semioculto detrás de una tapicería de Beauvais, no quitaba los ojos de la puerta de entrada. La joven se sintió lisonjeada al verse así esperada.
Martholl avanzó hacia ella en el momento en que, habiéndose quitado el amplio abrigo de pieles, apareció, fresca y luminosa, con su vestido de tul pálido.
—¿Sería indiscreto si le rogase que me reservara todos los valses?—preguntó él, ofreciéndole el brazo.
—Sería algo más que indiscreto, y yo no puedo autorizar semejante monopolio—respondió sonriendo María Teresa.—¿Cree usted que no encontraré tan buenos bailadores como usted entre todos esos jóvenes?
—No es como bailador, por lo que yo pido la preferencia. Usted sabe bien por qué espero bailar con usted sola esta noche...
Y mientras hablaba, con una presión suave de su brazo, sobre el cual se apoyaba la mano de la joven, la atrajo hacia él. María Teresa, turbada, trató de separarse un poco.
Huberto continuó:
—¿Quiere usted que la lleve donde están sus amigas? Hay allá, al extremo de los salones, un rincón florido en el que esas señoritas han establecido su cuartel general. Están hermosísimas esta noche; Mabel d'Ornay deslumbra; pero usted va a eclipsarlas; está usted maravillosa con su toilette.
—Vaya—dijo María Teresa con coquetería,—no me haga tantos cumplimientos al empezar la noche, no tendría nada que decirme a las dos de la mañana.
—Tiene usted muy pobre idea de mi imaginación; ¿le parece que tan pronto quedaré agotado? Además, la admiración que tengo por usted me hace capaz de ejecutar variaciones sobre este tema durante interminables días e interminables noches.
—¿El talento de Scheherazade sería escaso al lado del suyo, entonces?
—No, pero compadezco sinceramente a esa pobre persa que tuvo que hablar durante tantas noches sin contar con los mismos motivos de inspiración que yo.
Hablando así, llegaron ante el grupo formado por las jóvenes. Estas hacían por disimular en sus labios una sonrisa burlona al ver avanzar a María Teresa con Huberto.
—¡Qué suerte!—exclamó Alicia con su voz aguda,—¡al fin llega! Querida mía, si usted no hubiera venido, Martholl habría pasado la noche entre las cortinas. ¡Hace más de una hora que se ocultaba bajo las mamparas, acechando a los que llegaban, y como no la veía entrar a usted, empezaba a poner una cara!...
—¡No es muy amable para nosotras semejante conducta!—protestó Juana, igualmente indignada de la defección de un compañero tan envidiable.
—El grupo encantador que ustedes formaban no estaba completo—explicó Huberto.—Yo esperaba a la señorita de Chanzelles para traerla con ustedes.
—Por su buena intención, yo lo perdono—dijo Diana pegando ligeramente con el abanico en el hombro del joven.—¡Pero cuidado con hacerlo otra vez! Señoritas, perdónenlo ustedes también; con Martholl nadie puede enojarse en una noche de baile: la que él no invitase, quedaría demasiado castigada.
Y como el preludio de un vals se hiciera oír, una por una las jóvenes se alejaron del brazo de sus respectivos compañeros. María Teresa y Huberto no tardaron en quedar solos.
—¡Al fin!—dijo el joven,—al fin ha llegado el momento que yo esperaba con tanta impaciencia. ¡Tengo tantas cosas que decirle! ¿No quiere usted escucharme? No me mire con ese aire de altiva indiferencia; usted sabe bien que yo la amo. ¿Recuerda sus palabras, cuando me marché de Etretat? «En París, le diré si usted debe esperar...» Ya estamos en París, puede, pues, contestarme. Me es imposible seguir viviendo así. Mi primera idea fue pedir a mi madre que fuese a hablar al señor de Chanzelles, pero he tenido miedo; usted no me había autorizado a hacerlo. Dígame, se lo ruego, si consiente usted esa gestión... Deseo que usted misma me conteste. ¿No comprende cuán desgraciado soy esperando indefinidamente?...
—No podemos quedarnos en este rincón aislado—murmuró María Teresa levantándose,—entremos en el salón.
Luego, volviendo hacia Huberto su cara sonriente:
—Para que tenga usted paciencia, le concedo este vals.
Pero Huberto continuaba:
—Usted no se librará de mi demanda importuna con el don de un vals. No la dejaré esta noche sin haber obtenido una respuesta cierta.
Y de nuevo, oprimía contra él el brazo de la joven.
Cuando llegaron al umbral de los salones iluminados a giorno por globos eléctricos revestidos de flores, Huberto la enlazó y la arrebató en vertiginosos giros, al son de una orquesta de zíngaros.
En su vestido de tul que la envolvía como una nube, esfumando graciosamente sus formas finas y puras, María Teresa estaba interesantísima. Las palabras que le murmuraba Huberto le daban una animación, un brillo insólito; atraía todas las miradas. Además, los dos jóvenes formaban una pareja tan encantadora, que todos se detenían para admirar la flexibilidad y la gracia de sus movimientos.
La joven, al sorprender las miradas de sus amigas fijas en ella, presintió que le envidiaban aquel novio probable, y esto no la contrarió. Por lo contrario, experimentó cierta satisfacción, como si la circunstancia de que Martholl gustase de ella la hubiese hecho superior a las otras jóvenes allí reunidas. Eran ideas que nunca se le ocurrían, pero que, en aquel instante, bajo la influencia de aquel ambiente tendían a impresionarla en favor de Huberto.
Él también gozaba de aquel homenaje rendido a la mujer que había elegido.
Así, en el corazón de ambos, la vanidad, satisfecha de excitar envidia, contaminaba un poco el amor naciente. El contacto del mundo ejerce presión o turba las inclinaciones del sentimiento.
Bailaron varias veces, pues Huberto no quería alejarse de María Teresa, como para afirmar los derechos que esperaba obtener. La joven se apercibió pronto que se cuchicheaba sonriendo cuando ellos pasaban; pero, enervada por el placer y mecida por el ritmo de los valses, oía complacida los ruegos que renovaba Huberto, sin fijarse que mostrándose siempre juntos durante toda la noche, daban lugar a la maledicencia.
En aquel momento, no se explicaba su indecisión en acceder a las súplicas de Huberto. Ninguno de los jóvenes que la rodeaban tenía su elegante presencia. ¿Qué más podía pedir? ¿No sería muy agradable pasearse por el mundo del brazo de tal marido? Diana tenía razón; era verdaderamente chic.
En los momentos en que se preparaba el cotillón, alguien vino a decirle a Huberto:
—La señorita Alicia de Blandieres lo espera en el salón azul.
Huberto se aproximó a María Teresa.
—Alicia de Blandieres me hace llamar, probablemente para dirigir el cotillón con ella. Yo me niego. ¿Quiere usted permitirme que pase a su lado el final de la noche?
—¡Eso no estará bien hecho! ¿no recuerda usted que dijo a Alicia, cuando lo invitó, que no podría asistir al cotillón?
—Sí, pero he cambiado de parecer. ¿Cree usted que yo voy a privarme del placer de quedarme a su lado durante algunas horas más por no contrariar a esa joven que tiene el aplomo de forzar el consentimiento de las personas?
Entonces ¿por qué le hizo la historia de que tenía otra invitación para esta noche?
—Para no prometerle una cosa que yo esperaba obtener de usted. Suponía que de entonces acá se le habría pasado su propósito; pero parece que cuando tiene algo en la cabeza...
Fue interrumpido; Alicia venía hacia ellos:
—Ha sido muy amable usted, Martholl, en no haberse ido. ¿Es María Teresa quien ha sabido retenerlo tan bien? ¡Mis felicitaciones, querida! ¿Sería indiscreta pidiéndole que me cediera su inseparable caballero? Supongo que también el cotillón ha influido para que se quedase, pues yo le había prevenido que contaba con él. Vamos, una buena voluntad y cédame a este apreciable Martholl; yo devuelvo siempre las cosas prestadas; lo tendrá, pues, para algunas figuras, ya que parece interesarse tanto por él.
María Teresa había palidecido. El tono burlón con que Alicia había declamado su singular petición, la sorprendió de tal manera que no encontró nada que contestar. Huberto, irritado por aquella salida, dijo bruscamente:
—Señorita, si bailar con usted es un impuesto que usted establece sobre sus huéspedes, no tengo más que dejarme ejecutar, pero siempre contando con que la señorita de Chanzelles que ha aceptado mi invitación, quiera desligarme de mi compromiso.
María Teresa, que se había repuesto, lo interrumpió para decir, serena y fría:
—¡Excúsese usted, querida amiga! pero no presto al señor Martholl; lo guardo por toda la noche, y sin duda, por mayor tiempo aún. Me alegro mucho de que, gracias a su falta de tacto, usted sea una de las primeras en saber una cosa que le causará placer, indudablemente: el señor Martholl y yo somos novios...
Alicia, estupefacta al oír esta nueva, no encontró nada que decir. Confusa, balbuceó algunas vagas felicitaciones; luego, pretextando urgencia, se fue a buscar otro compañero, no sin esparcir inmediatamente la gran noticia.
Cuando María Teresa y Huberto quedaron solos, se miraron, estupefactos a su vez. En él, pronto estalló un sentimiento de triunfo; en ella, una turbación infinita. Gracias a la intervención de aquella extraña Alicia, María Teresa acababa de comprometer su palabra. ¿Por qué tan ligeramente? Ella sentía crecer en su corazón un vago remordimiento al pensar en el mezquino móvil que la había impulsado a realizar aquel acto tan grave. Estaba confusa y asustada de su decisión.
Huberto temía casi un arrepentimiento de la joven, no explicándose bien cómo un incidente tan fútil, frisando en lo ridículo, había provocado bruscamente la declaración que él solicitaba.
Y permanecían allí, mudos y molestos los dos, sin alegría, sin felicidad, aturdidos y desconcertados.
El enjambre de parejas que se instalaban para el cotillón, obligándolos a moverse, los libró en parte de su perplejidad. En la algazara de las solicitudes de baile, de la remoción de sillas, de los primeros acordes del interminable vals, Huberto murmuró, al fin, algunas palabras de gratitud:
—Usted acaba de hacerme muy feliz, mucho más feliz de lo que podría imaginarse. ¡Gracias, María Teresa!
Entonces ella balbuceó, ruborosa, oprimida la garganta:
—Su señora madre puede ir a ver a mi padre.
En la oscuridad del cupé, María Teresa, temblorosa todavía, contó a su madre, excusándose, lo que había ocurrido. La señora Aubry comprendió el motivo que había impulsado a su hija a proceder con tanta precipitación. Lejos de hacerle ningún reproche, la estrechó con ternura, diciéndole:
—Supongo que no lamentas nada...
—No, mamá querida. Esta noche me había dado cuenta de que no podía prolongar más tiempo aquella situación. Huberto exigía una respuesta definitiva; este incidente no ha hecho, pues, más que adelantarla un poco. Ciertamente, me habría gustado que las cosas hubieran pasado de otra manera; ese brusco consentimiento, lanzado como desafío a la pobre Alicia, nuestra actitud confusa, todo aquello fue torpe, si no grotesco. Pero, ahora, deseo una cosa que, espero, tendrá tu aprobación; es que nuestro noviazgo dure varios meses.
—Eso depende exclusivamente de tu voluntad, hija mía, yo no tengo para qué intervenir. Será como tú quieras.
María Teresa inclinándose hacia su madre y besándola con efusión dijo:
—¡Qué buena eres, mamá mía!
Cuando el coche entraba por la puerta principal del hotel, María Teresa se asomó a la portezuela. El señor Aubry había abandonado el baile mucho antes que su familia; pero sin duda trabajaba todavía, porque la ventana de su gabinete se destacaba iluminada en la oscuridad del gran patio.
—Papá está despierto—dijo María Teresa—voy a prevenirlo; ¡cómo se va a emocionar!
—Tanto como yo, querida mía—dijo la señora Aubry estrechando cariñosamente a su hija.
Huberto aguardaba el regreso de su madre que había ido a pedir la mano de María Teresa. Se paseaba por el salón fumando y empezaba a impacientarse. Aunque no abrigaba inquietud alguna, estaba deseoso de conocer la impresión de su madre respecto a María Teresa y de su familia. Para él esa opinión tenía gran peso.
A fin de calmarse, calculaba que la distancia era grande entre el Luxemburgo y la calle de Artog, donde vivía la señora Martholl, y que, en suma, aquella tardanza no podía ser sino de buen augurio, dado que la visita se prolongaba.
La señora Martholl, de la familia Reversy-Jollambeau, tenía gran influencia sobre su hijo. Orgullosa y altiva, creía identificar en su persona las clases «elevadas y superiores.» Por esto mismo se atribuía el derecho de imponerse a todos, y estaba persuadida de que personificaba el buen tono.
No faltaba mucho para que se considerase como una rueda esencial en el mantenimiento del orden social. Teniendo numerosas relaciones, las conservaba como si hubiera sido un deber de Estado; juzgaba haber cumplido ampliamente los deberes de caridad que le incumbían cuando había inscripto su nombre en la lista de las damas del patronato de todas las obras que podían gloriarse con su ilustre presidencia. Sin embargo, hacía todo con benevolencia, pues el mundo, para ella, se componía casi únicamente de personas inferiores.
Viuda de Patrick Martholl, consejero de Estado del segundo Imperio, había educado a su hijo de una manera singular, cultivando su egoísmo natural. Toleró sus distracciones elegantes en cuanto podían hacerlo interesante a los ojos del mundo; pero se mostró de una severidad extrema respecto a la elección de sus relaciones y al cumplimiento de los deberes exteriores que correspondían, según ella, a un joven de su rango.
Sobre el matrimonio, particularmente, sus ideas eran bien definidas; Huberto las conocía, y aprobaba la línea de conducta que desde muy antes ella le había trazado. La señora Martholl exigía que su nuera tuviera por lo menos seis mil pesos de renta. Era también necesario que perteneciera a una familia conocida, noble, tanto como fuera posible, en todo caso, de una honorabilidad perfecta. Además debía ser linda, distinguida, bien educada, obediente y piadosa.
Huberto, que trataba a muchas señoritas, comenzaba a desesperar de encontrar la mujer soñada por su madre, cuando, en Etretat, halló este ideal en María Teresa. Seducido desde un principio por su gracia, se informó de la posición de su padre, y habiendo sabido que María Teresa respondía absolutamente, en cuanto a fortuna y a honorabilidad, al programa que le había sido impuesto por su madre, se apresuró a su regreso a hablarle de ella con entusiasmo; la señora Martholl se interesó de su noviazgo y casi conquistada, se sometió de buena gana a dar los pasos oficiales acerca del señor Aubry de Chanzelles.
Al sonar la campanilla que anunciaba el regreso de su madre, Huberto se apresuró a salir a su encuentro. Era una señora flaca, alta, fría y pálida. Vestida siempre de negro, aparecía imponente.
—¡Y bien! madre, ¿está usted contenta? ¿le gusta a usted la joven? ¿ha sido bien recibida por sus padres?
—Habría sido sorprendente—dijo ella sentándose en un alto sillón, cuya forma rígida armonizaba con el aspecto altivo de su persona,—que no hubiera sido bien recibida nuestra demanda. La contestación es conforme a tus esperanzas, hijo mío.
—¿Cómo ha encontrado usted a María Teresa y a los Chanzelles?
—La señorita María Teresa me ha gustado, es distinguida y no se parece, convengo en ello, a todas esas jóvenes alocadas de hoy. La familia es bien honorable; pero vas a tener una decepción: su situación pecuniaria no es tan hermosa como tú imaginabas.
—¡Ah!—dijo Huberto inquieto—¿hay diferencia grande entre mis cálculos y la realidad?
—La fortuna del señor Chanzelles está colocada en negocios, y no puede dar a su hija más que sesenta mil pesos en dinero efectivo; pero le pasará una renta anual de tres mil pesos. Importa ahora saber si la casa Aubry es bastante sólida para garantir el pago regular y continuo de la renta prometida. El señor de Chanzelles me ha expresado también su deseo de que no permanezcas desocupado. Esta petición me ha sorprendido; le he hecho observar que las dos fortunas de ustedes reunidas, les asegura la independencia, pero he agregado, sin embargo, que tú consentirías de buena gana en aceptar una ocupación, en relación con tus gustos y las ideas que profesamos al respecto. No le he ocultado que con el Gobierno actual la política es carrera cerrada y que tengo horror a los negocios, porque los considero como aventuras y no estoy dispuesta a permitir que se juegue con nuestro nombre. He tomado ya informes sobre la casa de Aubry; hasta ahora no he descubierto nada que no le sea favorable; pero hay que continuar la información; en esta clase de asuntos nunca hay demasiada prudencia.
—Es cierto; pero yo amo a María Teresa y, al casarme, no contraigo únicamente un matrimonio de conveniencia.
—Comprendo que te gusta esa joven y apruebo tu proyecto de hacerla tu mujer; pero, tú lo sabes como yo, si no aporta con su dote tanto como tú, la vida os será difícil y no podrán mantener su rango. ¡Se necesita tanto dinero hoy para figurar en nuestro mundo! Aparte de esta restricción, no tengo ninguna objeción que hacer; esa joven te conviene mucho. Te pido, pues, hijo mío, que te procures informaciones serias sobre esa cristalería que representará una parte importante de la renta de ustedes.
—Puede usted estar tranquila, madre; un matrimonio mediocre no me convendría, y aunque María Teresa sea bastante seductora para justificar una conducta irreflexible, seré circunspecto. Por lo demás, lo repito, mi decisión no data sino del día en que me informé de la solidez de la casa Aubry.
Huberto tomó la mano de la señora Martholl y llevándola a sus labios, añadió:
—Sólo me resta agradecerle a usted sus gestiones.
—Está bien, hijo. Piensa en mis recomendaciones y ten la seguridad de que sólo la preocupación de tu felicidad y situación guía mis actos e inspira la prudencia que te aconsejo. Obra discretamente; pero no te guíes por las apariencias, por excelentes que sean. Adiós, hijo mío.
—Adiós, madre.
Cuando Huberto dejó el sombrío departamento de la calle Astorg, llevaba ideas pesimistas. En ese día la inquietud que ennegrecía su espíritu se traducía en molestas cuestiones de dinero; quería que sus intereses quedasen garantidos, porque podían procurarle comodidades y placeres; pero era bastante gran señor para no querer hablar de ellos.
—Vamos—pensaba con melancolía al marcharse—esto no está concluido todavía; habrá que hacer diligencias e informaciones; ¡con tal que no tenga desilusiones y el producto de esa cristalería sea el que me han asegurado! Mi madre es demasiado desconfiada: personas y acontecimientos, todo le es sospechoso. ¿Qué tenemos que temer si los informes que tengo son perfectos?
Absorto en estas meditaciones, se encaminaba hacia la Magdalena. Un violento deseo de ver a María Teresa lo dominó de pronto; se detuvo al borde de la acera, levantó su bastón en ademán de llamar: un fiacre se aproximó. Se hizo conducir a casa de los Chanzelles esperando que la linda cara de su novia, disiparía el fastidio que esta conversación había dejado en su espíritu.
Los primeros tiempos del noviazgo de María Teresa se pasaron en presentaciones, comidas y placeres constantemente renovados. Huberto era un incomparable organizador de fiestas. Con él era imposible estar sin distracciones; además, sabía variarlas maravillosamente. María Teresa se creía transformada en una princesa de un cuento de hadas, pues no tenía otra ocupación que la de divertirse de la mañana a la noche, bajo la dirección de un maestro de ceremonias parecido al Príncipe Encantador. Las mañanas eran dedicadas al bosque; por las tardes había siempre diversiones nuevas; en cuanto a las noches, terminaban invariablemente en el teatro o en las tertulias.
En cada una de estas circunstancias, la joven concluyó por notar que Huberto se preocupaba, sobre todo, del efecto que producía la belleza de su novia, y que sus goces crecían en razón directa de la admiración que manifestaban por ella y de la envidia que suscitaba.
Saturado de este sentimiento de vanidad, aconsejaba a María Teresa arreglos en su toilette que consideraba propios para hacerla valer, y escogía para acompañarla, las reuniones y los sitios donde más atraían la atención. En fin, en todos sus actos aparecía el deseo de formar con ella el grupo que la gente contempla y admira.
María Teresa pensaba tristemente:
—¿Será solamente por estos dones exteriores por los que me ama?
Y se preguntaba algo ansiosa:
—¿Sentiría el mismo placer en estar conmigo si yo no estuviera tan bien vestida?
No experimentaba gran satisfacción en ser rica, elegante, admirada.
En el fondo de su corazón, habría preferido que Huberto le demostrase su cariño de otra manera.
Luego, había notado también un ligero cambio en su actitud desde que eran novios. La emoción que mostraba al principio, cuando esperaba solamente se había transformado en una especie de despego lleno de confianza; esto era quizás imperceptible para los demás, pero no escapaba a los ojos de la joven. Huberto ahora manifestaba su afección de una manera diversa; María Teresa le encontraba menos dulzura, sumisión afectuosa, más familiaridad y seguridad conquistadora. Esta toma de posesión que no le producía ninguna felicidad íntima, a ella le molestaba. Por intervalos se decía:
—¡Dios mío, qué difícil de contentar soy! Todas mis amigas me repiten que desearían estar en mi lugar; entonces ¿por qué no estoy satisfecha? ¿No tengo una suerte envidiable? ¡Ah! ¿para qué me habrán dado una educación destinada a hacer mirar las cosas con gravedad? ¡Cuántas jóvenes no dan importancia a estas exhortaciones y arrojan en seguida en el camino esta pesada carga! Y precisamente yo, que no la necesito, tomo todo en serio; no puedo olvidar aquellas lecciones austeras, y me siento invadida por escrúpulos ante la perspectiva de disfrutar demasiados placeres. ¿Es esto lo que me turba? ¿No será más bien el pesar de no constituir el ideal de Huberto siendo para él como el accesorio de una decoración de fiesta?... Pero ¡qué ridícula soy! ¿Por qué preocuparme de tantas cosas? Es una injuria que hago a la Providencia no declarándome completamente satisfecha.
Así, pues, se daba cuenta del vacío y futilidad de la existencia a que Huberto la llevaba, y amargas previsiones la acusaban cuando desaparecía la excitación pasajera de sus mejores distracciones. Decidiose, al fin, a confiar sus temores a su novio.
En una tarde de lluvia el azar hizo que se encontraran solos en el salón. La joven acababa de tocar un nocturno de Chopín «porque, había dicho, esa música se armoniza bien con un tiempo oscuro y melancólico.»
Juzgando favorable el momento, dejó el piano y fue a sentarse al lado de Huberto.
—María Teresa, usted interpreta este nocturno de una manera sorprendente; me sentía emocionado escuchándola.
—Me alegro mucho de haberle hecho sentir la hermosura de esa pieza musical. Este nocturno es apropiado al momento presente. Siempre trato de establecer armonías entre el tiempo, mis pensamientos y las cosas. ¿Quiere usted que continuemos en esta nota? Hablemos seriamente, esto no nos sucede frecuentemente, y hoy tengo pocas ganas de divertirme.
—¡Me da usted miedo! Las palabras serias son casi siempre inútiles.
—En el verano pasado usted decía, cuando menos seguro estaba de mí, empleando un lenguaje florido para conquistarme. «No hay palabras inútiles cuando es usted quien las pronuncia...» ¿Por qué no dice ahora lo mismo?
—¡Bastante me ha reprochado mis amables palabras! Usted las encontraba enfáticas y exageradas, y ahora las echa de menos. ¡He ahí lo que son las mujeres!
—Sea; somos variables, y es difícil contentarnos; ya ve usted, me adelanto a sus reproches. Pero volvamos al asunto que yo quería abordar ante este cielo lúgubre.
—Razón tengo en inquietarme, pues me anuncia una conversación en armonía con el tiempo, y reconoce que es lúgubre.
—He dicho «hablemos seriamente,» nada más. Hagamos proyectos para el porvenir ¿quiere usted? Por ejemplo ¿ha encontrado alguna ocupación que pueda convenirle?
—¿Cómo?—exclamó Huberto, en tono de burla—¿usted también piensa en eso? Creía que era una idea exclusiva del señor de Chanzelles, y que yo era libre de seguir sus consejos.
—Mi padre no se explica que pueda haber alguien desocupado: hay que perdonarle esta preocupación, de la que yo participo, porque siempre ha dado el ejemplo de una incesante labor y de la mayor actividad. Usted sabe sin duda que, siendo huérfano y sin recursos, edificó con sus propias manos e hizo prosperar la casa que representa hoy nuestra fortuna. Siempre me dijo que no consentiría de buena gana en otorgar mi mano a un desocupado. Conociendo su amor al trabajo, educada también en la admiración del esfuerzo individual, me había yo prometido conformarme a su deseo, al elegir un marido. Pero he aquí, que una casualidad... feliz... lo ha conducido a usted hacia mí, y que yo no puedo cumplir mi promesa. Busco el modo de conciliarlo todo ¿comprende usted por qué insisto?
—Mi deseo es hacer su gusto, pero no me es posible encontrar una ocupación en seguida. Necesito un trabajo honorable, de poca sujeción, y que produzca bastante para justificar mi deserción... es difícil. Veamos, reflexione: con mis ocho mil pesos de renta y su dote, tenemos la existencia asegurada. Podremos viajar, vivir al capricho de nuestra fantasía. Reconozca que sin necesidad va usted a perturbar todos mis proyectos.
Luego, irónicamente, añadió:
—¿Es por conservarse más independiente por lo que usted desea que yo tenga una ocupación? Si es por esto, nada tiene que temer; estaré siempre bastante comprometido en el engranaje social para dejarla libre durante largas horas, si así lo desea. Créame, usted será la primera en agradecerme la manera como organice todo para nuestra mayor comodidad.
—No es la idea de librarme de su afectuosa tutela la que me induce a hacerle este ruego; lamento igualmente que usted haya podido suponerlo—repuso la joven algo entristecida,—pero, ¿se tiene jamás la seguridad de conservar una fortuna? ¿Quién conoce el porvenir? Hay catástrofes financieras terribles... Sin ir tan lejos, mi padre, cuya fortuna consiste, en su mayor parte, en la fábrica de cristales, podría verse comprometido por alguna desgracia imprevista...
Estas últimas palabras causaron a Huberto cierto malestar; para disimular las ideas que le sugerían, interrumpió a la joven y dijo afectando un temor cómico:
—¡Qué desgracia! ¡Usted me hace estremecer! ¡Volemos en socorro de su querido padre!
—No hay que reírse... hay huelgas... revoluciones... y muchas otras calamidades... No sería la primera vez que se viera derrumbarse una importante casa industrial.
Las huelgas y las revoluciones parecieron a Huberto peligros bastante problemáticos, lo cual tranquilizó su espíritu.
—Amiga mía—dijo, tomando las manos de la joven,—no me gusta oír su linda voz predecir tan lúgubres acontecimientos, ni a sus labios pronunciar tan fatídicos presagios... El sol ha vuelto a brillar, hablemos, pues, de cosas más alegres, desde que es el estado del cielo lo que inspira los temas de su conversación.
María Teresa comprendió que los sentimientos que invocaba no harían jamás vibrar ninguna cuerda en Huberto. Renunció a convencerlo y dijo conciliante:
—¡Qué fastidiosa soy! ¿verdad? Perdóneme, pero mi padre me inspira tanta admiración que estoy mal preparada para apreciar a los que no tienen su ideal de vida. Además, me desolaría ver nacer motivos de discordia entre ustedes dos, y por esto es por lo que quiero prevenirlos...
—Volveremos a conversar sobre este asunto, se lo prometo. En este momento, voy a comunicarle mis proyectos; espero que le agradarán: inmediatamente de nuestro casamiento, partiremos para Florencia; es una ciudad interesante que no le disgustará conocer. Después iremos a Palermo a tomar el yate que mi primo Martholl Grainville pone a nuestra disposición para dar un paseo por el Adriático.
Pero la joven no tuvo tiempo de aprobar este programa. El ruido de un carruaje que penetraba bajo el pórtico del hotel la inquietó.
—¿Qué es eso?—exclamó levantándose.
Casi inmediatamente sonaron las campanillas eléctricas y voces, en el silencio de la casa. María Teresa se excusó y salió precipitadamente.
Algunos minutos después, la puerta del salón se abría, para dar paso al señor Aubry, sostenido por sus dos hijos.
Estaba muy pálido; se dejó caer pesadamente sobre un sofá; luego, a Martholl le dijo:
—Discúlpeme de presentarme en esta triste figura... me he desvanecido en la fábrica y han tenido que traerme en coche como un bulto.
Al pronunciar estas palabras con voz débil, el señor Aubry trataba de sonreír.
—Señor—protestó Huberto,—usted me deja confuso; creo que puedo ser considerado por usted como perteneciente a su familia.
La señora Aubry entró. Se dirigió hacia su marido, le tomó las manos y le preguntó, temblorosa:
—Amigo mío, ¿qué tienes? ¿qué ha sucedido?
Jaime la interrumpió:
—Querida mamá, no te alarmes. El médico que se llamó cuando papá se encontraba mal, me ha tranquilizado; es un exceso de debilidad causado por el trabajo.
—No me sorprende, tu padre se fatigaba mucho desde hace algún tiempo.
—Sí, pero además hay otra cosa, de la que podemos hablar, pues estamos en familia... Mi padre ha recibido en la tarde una noticia que lo ha trastornado.
—Es cierto—declaró el señor Aubry con voz débil,—he tenido una fuerte conmoción... moral... una gran contrariedad... No sé lo que pasó después... me desvanecí.
—Rousseau, el jefe de los talleres encontró a papá tendido, sin conocimiento, en su escritorio. Afortunadamente tuvo la feliz idea de mandar buscar un médico y de llamarme por teléfono.
—No te inquietes, querida mía—y el señor Aubry para tranquilizar a su esposa trató de afirmar la voz:—estoy mejor. Pero quisiera acostarme. Jaime, hazme el favor de telegrafiar a Juan que venga inmediatamente; lo necesito.
Y como Jaime comprendiera que su padre estaba agitado por una preocupación grave, se apresuró a tranquilizarlo.
—Puedes estar seguro, papá, de que Juan se hallará aquí mañana a la noche, si no es imposible. Corro al telégrafo.
—Excúseme, señor Martholl—balbuceó el señor Aubry levantándose penosamente,—voy a pasar a mi cuarto, no puedo más...
Y sostenido por su mujer y su hija, salió del salón.
María Teresa volvió pronto, con el rostro oscurecido y los ojos húmedos.
—Mi querida María Teresa, no se atormente usted—le dijo Huberto,—esto será nada seguramente, un poco de anemia, sin duda.
—Estoy trastornada de ver a mi padre en ese estado: jamás ha estado enfermo. ¿Usted ha visto qué mala cara tiene? Está preocupado; por eso tiene fiebre. ¡Dios mío, si Juan estuviera aquí! él sólo puede ocuparse útilmente de nuestros intereses, evitando toda molestia a mi padre.
—Ese Juan de quien usted habla ¿es aquel hermoso joven de aspecto salvaje, que parecía aburrirse tanto en Saint-Jouin, el día que hicimos el paseo?
—Es él. Excúseme, Huberto; tengo que dejarlo solo otra vez, debo subir a acompañar a mi padre.
—Vaya, querida amiga; además, me despido de usted hasta mañana que vendré en busca de noticias.
—¡Oh! ¡sí, venga! Consuela tanto verse rodeado, protegido, cuando la desgracia abate... Venga, Huberto, por mi padre, por mí, sobre todo. Lo espero...
Y como el joven le besase respetuosamente la mano y se alejase sin pronunciar una palabra más, experimentó una gran decepción. Ella, que observaba con serenidad los acontecimientos, sintió de pronto llenarse su corazón de tal angustia, que se desplomó sobre un sillón, sollozando.
El señor Aubry pasó muy agitado la noche, y el día siguiente no fue mejor. El médico, sin pronunciarse de un modo categórico, recomendó el reposo absoluto.
La señora Aubry y María Teresa muy inquietas no salieron más de la habitación de su querido enfermo; pero en la noche del segundo día, cuando se hallaba adormecido, María Teresa aprovechó este instante para ir a buscar un libro.
Atravesó el gabinete de trabajo de su padre y entró en la biblioteca. Mientras examinaba los volúmenes oyó abrir la puerta del gabinete. El criado introducía a alguien. Quedó muy contrariada de encontrarse prisionera en aquella pieza de la que no se podía salir sin pasar por el escritorio del señor Aubry. Estaba en traje de casa, y le era desagradable mostrarse así a nadie. Sin embargo, tuvo la curiosidad de ver quién estaba allí.
Se acercó con precaución a la mampara de cristales que separaba las dos piezas, y levantando suavemente la cortina de seda miró.
Frente a ella, violentamente iluminado por el resplandor de una lámpara eléctrica se hallaba Juan. Pálido y extraordinariamente enflaquecido, parecía contemplar con pasión algo que estaba sobre el muro y que ella no veía. Tuvo que sofocar un grito de sorpresa; tan cambiado lo encontraba.
¿Qué miraría con aquellos ojos extasiados? De pronto recordó: en la pared que había frente al escritorio de su padre había un gran cuadro que la representaba a ella a la edad de ocho años; un magnífico retrato de cuerpo entero, de Boldini, en el que su rostro infantil sonreía bajo la sombra dorada de sus largos cabellos.
El joven proseguía absorto en su contemplación. ¿Por qué tenía aire de sufrimiento ante aquel retrato? ¿Qué pena infinita y secreta podía contraer así los rasgos de su fisonomía? La cara de aquel hombre expresaba una idea tan torturante que María Teresa, sin alcanzar la causa, se sintió profundamente conmovida. De pronto de aquellos ojos sombríos, siempre apasionadamente fijos sobre el mismo punto, brotaron lágrimas.
Ella se sintió profundamente conmovida, y más tarde, cuando recordaba esta corta escena muda, le parecía que había estado mucho tiempo mirando llorar a Juan.
El ruido de una puerta que se abría arrancó al joven de su éxtasis. Un criado venía a buscarlo para conducirle al lado del señor Aubry.
Apresuradamente, Juan pasó el pañuelo por su cara y salió de la pieza.
Entonces María Teresa entró, y a su vez se detuvo ante la imagen que había suscitado aquella crisis dolorosa. Una suave melancolía se apoderó de ella, mientras contemplaba su retrato. Sobre un fondo claro se elevaba una elegante silueta de niña, cuyo vestido corto dejaba ver las finas piernas y estrechos pies calzados con zapatitos de charol.
Recordó que cuando se parecía a aquella chicuela, Juan era su gran amigo. ¡Y qué dulce y complaciente gran amigo! Siempre dispuesto a satisfacer sus deseos, sin cansarse jamás de sus caprichos.
Se sonrió recordando que cierto día en que llevaba aquel mismo vestido quiso a toda costa jugar al viajero en el desierto, y para esto obligó al pobre muchacho a hacer el papel ingrato de dromedario. A una señal de ella, Juan se ponía en las posiciones más humillantes, sin que la niña habituada a su alegre sumisión se sorprendiera. ¿Cómo en lo sucesivo podía haber tenido conciencia de la transformación que la acción del tiempo lenta y segura, había hecho de aquel ardor en otros sentimientos?
Ahora el velo caía; de aquellas lágrimas sorprendidas surgía la verdad. Todo se explicaba: la tristeza persistente de Juan durante su permanencia en Etretat, sus vacaciones acortadas, y su retirada a Bohemia donde se había refugiado para huir de ella, sin duda...
—Juan, mi pobre Juan—murmuró,—¡cuánto va a sufrir!
Miró otra vez con gratitud su propia imagen, causante de la explosión de pesadumbre que había presenciado.
—Delante de mí—pensaba,—jamás se habría revelado y yo habría ignorado siempre su secreto... Y después de todo ¿no habría sido mejor? ¿Qué hacer ahora? ¡No lo sé!
Preocupada con este doloroso problema se dirigía a su cuarto, cuando su madre la llamó:
—Hija mía, tranquilicémonos, Juan ha llegado, tu padre está muy contento. Creo que no nos decía cuanto deseaba su presencia.
—¿Tú has visto a Juan, mamá?
—Sí, comerá con nosotros.
La joven entró a su habitación. Para calmarse trató de resolver la manera cómo debería conducirse con Juan; pero en vano se esforzaba en seguir el curso de sus reflexiones; su pensamiento volvía con desesperante obstinación sobre su extraordinario descubrimiento. ¿Podía nunca haberse imaginado que aquel Juan que conocía voluntarioso y brusco fuese capaz de amar con una reserva tan llena de desesperación? ¡Cuánta razón había tenido para alejarse! Había sido una determinación juiciosa. Pero ¿qué haría ahora que traído a su lado por la fuerza de los acontecimientos se vería mezclado de nuevo en su vida y sería testigo de las efusiones entre ella y su novio? Ante esta última suposición, María Teresa se sintió conmovida por una gran piedad. Por nada del mundo consentiría en afligir con tal espectáculo a este amigo que sufría por amarla. Era necesario que a toda costa se alejase otra vez.
Luego varió el curso de sus pensamientos. Se sorprendió de preocuparse tanto de los sentimientos que creía que dominaban a Juan. ¡Se necesitaba tener un espíritu muy romántico para imaginar semejantes tormentos de amor en honor suyo, en el alma de los jóvenes! Se burló de sí misma, viéndose a punto de caer en la manía ridícula de ciertas jóvenes que creen que inspiran violentas pasiones. ¿Quién le decía que no se había equivocado en la naturaleza de la emoción que había sorprendido, y que Juan no estaba probablemente tan desesperado como le había parecido? ¡A la verdad, estaba loca! No, seguramente Juan no la amaba, era inverosímil, imposible.
Entonces en el fondo de sí misma en la región oscura donde nacen las sensaciones ignoradas le pareció sentir algún pesar... ¿Por qué?
A este pesar, a esta indecisión sentimental, se unía confusamente una inefable dulzura de impresiones nuevas; la confesión de aquel sentimiento sorprendido tan inopinadamente, inundaba su alma de una extraña melancolía. La dominaba de improviso el encanto superior del lazo moral que la unía a Juan. No era ya para ella el indiferente que había creído; las lágrimas que brotaban poco antes de los ojos del joven, María Teresa las sentía caer una a una en su corazón, y las menores inflexiones de la voz lenta y baja de Juan dirigiéndose a ella, semejante a la del sacerdote ante el altar, surgían en su memoria como música misteriosa.
Acababa de descubrir en él el sentimiento exclusivo, apasionado, que desde hacía mucho tiempo hacía converger sus esfuerzos en busca de una perfección a que no habría aspirado una ambición ordinaria. Súbitamente María Teresa quedó impresionada de la grandeza, de la perseverancia de aquella energía infatigable, recordando los orígenes del niño convertido en hombre de mérito.
En el campo de batalla de la vida, Juan había encontrado por enemigos, el desprecio, la injusticia, la envidia, el egoísmo, la maldad bajo todas sus formas. ¿María Teresa lo había socorrido una sola vez? ¡No! Abandonándolo, sin comprender sus esfuerzos, lo quería con una afección fría y tranquila, como se quiere a un compañero, a un aliado fiel, a un humilde a quien se tolera; no se había dado cuenta de que a cada minuto arriesgaba su vida, más que su vida, la paz de su corazón, persiguiendo un ideal que ella lo constituía.
Sí, Juan se había formado para ella, adquiriendo por ella instrucción, educación y hasta la sobria elegancia que le había llamado la atención, cuando vio al joven en el escritorio.
Un alma ardiente, leal y sincera como la de María Teresa, no podía enorgullecerse de tal triunfo sobre una alma fuerte. Sin equivocarse, comprendió lo que con exquisita delicadeza Juan había esperado de ella, respetuoso y en silencio. Al pensar en la plenitud de aquel amor que no debía aceptar y que, sin embargo, había involuntariamente suscitado, una sensación de espanto la dominó.
La necesidad de su casamiento con Huberto le hizo intolerable la vida durante un minuto, y por un impulso de piedad hacia Juan, agitada por confusos pensamientos contradictorios, murmuró:
—¡Pobre joven, pobre joven! Si me ama con todas las nobles energías de su hermosa naturaleza, ¡qué cruel será el despertar, y cuánto vacío y desesperación dejará tras sí!...
Y brotaron lágrimas de sus ojos, semejantes a las de Juan, originadas por un mismo dolor secreto; lágrimas del esclavo de las leyes, de las convenciones sociales, que siente sus cadenas, sufre las heridas que ellas causan y llora su libertad.
Cuando algunas horas después, Juan bajó a comer, en el umbral del salón se sintió desfallecer. Detrás de aquella puerta iba a encontrarse con la mujer de quien había querido huir y cuyo imperioso recuerdo lo poseía. ¡Ah, cómo le acosaba y llenaba todo su ser, la querida visión! Pero también era bien suya, únicamente suya, la amada que lo acompañaba a todas partes, que aparecía deslumbrante y fascinadora ante sus ojos alucinados. Habitaba en su corazón aquella María Teresa de sus ensueños, y nada podría separarlos jamás, ni la ausencia, ni el espesor de los muros, ni la distancia de los caminos... ¡Pero iba a ver a la otra, la verdadera, a quien tenía que felicitar porque pronto sería la señora de Huberto Martholl!...
Al ver entrar a Juan, una singular emoción sintió María Teresa. Él, muy pálido, se aproximó y tomando la mano que ella le tendía:
—María Teresa...—comenzó.
Pero aprovechando la vacilación de Juan, una fuerza inconsciente impulsó a la joven a cortarle la palabra, para ahorrarle el sufrimiento de pronunciar la frase que adivinaba.
—¡Al fin, ha venido usted, Juan!—dijo casi alegremente.—Todos estamos contentos por su regreso. ¿Era necesario que mi padre estuviera enfermo para que usted se decidiera a volver?
—Veo que usted ha notado mi ausencia. Muchas gracias.
La señora Aubry, que hacía un momento miraba al joven con atención, interrumpió inocentemente la respuesta de la joven, diciendo a Juan con afección:
—Tú has trabajado demasiado allá. Te encuentro muy delgado, hijo mío.
—No es nada, he estado un poco enfermo.
—¿Y por qué no has venido a nuestro lado para hacerte cuidar? Es muy mal hecho. ¿No soy ya tu madre?
Juan envió a la señora Aubry una sonrisa de ternura; luego, deseoso de que no se ocupasen más de él, dijo:
—Usted me manifestó que el señor Aubry había estado muy agitado. Después que hemos hablado juntos, creo que se ha calmado. Si yo pudiera conseguir que se tranquilizase del todo...
—¿Por qué está tan inquieto mi marido?
—Sucede una cosa que puede tener consecuencias graves: el banco Raynaud Hermanos ha quebrado, y el señor Aubry tenía allí una gruesa suma, toda la parte líquida de su fortuna, creo.
—¿Es posible? yo no sabía nada... ¿Tú tampoco, Jaime?
—No, madre, lo sé en este momento ¿ese desastre nos perjudica mucho?
—Me lo temo. Desde hace algunos meses, no sé exactamente lo que pasa en el escritorio, no puedo, pues, decir nada preciso; sin embargo, no me sorprendería que el señor Aubry hubiera hecho importantes depósitos en esa casa, después de mi partida. Como las explicaciones que quiere darme a este respecto son causa de agitación para él, no me atrevo a interrogarlo. Es de lamentarse que esta catástrofe nos hiera en el momento mismo que acabamos de hacer grandes gastos en ensayos de cristalería antigua.
—¿Entonces tú atribuyes a la noticia de esta quiebra la gran emoción que ha ocasionado la enfermedad de mi padre?
—Probablemente.
—¿Por qué te ausentaste tanto tiempo, Juan? Si tú hubieras estado presente mi marido habría soportado mejor este golpe. Se encontraba muy fatigado ya, aunque no quería confesarlo. La dirección de la fábrica es pesada ahora para él solo.
—Tenía necesidad de hacer este viaje, señora. Además, será fructuoso; traigo un procedimiento nuevo para practicar una clase de fabricación más económica.
—En fin, estoy contenta de que hayas venido, esto me tranquiliza mucho.
—Agradezco su prueba de confianza, señora—murmuró Juan.
Dejaron la mesa para pasar al salón; el joven armándose de valor se aproximó a María Teresa.
—Su mamá me ha anunciado su futuro casamiento pactado durante mi permanencia en Bohemia—comenzó con voz un poco sorda.
Luego, en tanto que su mirada triste subía del extremo del flotante vestido a la cara de la joven, añadió después de una corta lucha interior:
—Permítame expresar mis sinceros votos porque sea usted feliz.
Su voz se hacía angustiosa; María Teresa, entristecida de verlo forzado a darle estas penosas felicitaciones, en un impulso de piedad le tomó la mano que apoyaba en el respaldo de un sillón, y reteniéndola entre las suyas, pronunció con una entonación de ternura que la sorprendió a ella misma:
—Gracias, Juan. Yo sé que no tengo mejor ni más seguro amigo que usted, y esta seguridad es una gran satisfacción para mí, se lo juro...
Juan retrocedió bruscamente; pero esta vez, ella no se admiró y sabiendo que nada más le diría, se alejó.
Algunos minutos después, vinieron a avisar al joven que el enfermo lo llamaba; la señora Aubry intervino, inquieta:
—Mi querido Juan, si le hablas de asuntos esta tarde va a agitarse y no dormirá en toda la noche.
—No tema nada, querida señora, voy a tranquilizarlo; es mejor, casi, que lo vea antes de irme. Cuando haya concluido de explicarme todo, se encontrará más calmado.
Pero la conversación fue larga y no terminó hasta muy entrada la noche.
A la mañana siguiente, el estado del enfermo se resentía del esfuerzo cerebral que había hecho para poner a Juan al corriente de la situación; la fiebre aumentó, y María Teresa empezó a inquietarse seriamente.
Martholl, cuando vino a hacer su visita habitual la encontró en esta triste disposición de espíritu. Después de haberle hecho algunas preguntas triviales sobre la salud de su padre, Huberto opinó con desenvoltura que debía ser un malestar pasajero del que no había por qué inquietarse demasiado; en seguida, con aire indiferente pasó a otros asuntos.
—¡Ah!—exclamó de pronto,—he tomado para esta noche un palco en el Teatro Francés. Hoy es ese estreno que usted deseaba ver.
—Ha sido usted muy amable en acordarse de mi deseo, pero no puedo ir, no tengo ninguna gana de divertirme hoy.
El joven hizo un gesto de contrariedad.
—Sus inquietudes me parecen un poco exageradas, querida amiga. No hay motivo suficiente para que usted se atormente hasta ese punto. Usted puede muy bien ausentarse por dos horas. En suma, su papá no tiene más que un simple ataque de fiebre, resultado de una gran fatiga; no corre peligro alguno; hay aquí bastantes personas para cuidarlo. Piense también en mí, en el placer que tendría en que fuese esta noche al teatro.—María Teresa quedó desagradablemente sorprendida de la manera como hablaba su novio, de la ligereza con que acogía sus inquietudes, y respondió:
—¿Acaso se sabe el nombre de una enfermedad que comienza? Casi todas principian con los mismos síntomas. El médico mismo, no puede decir nada.
—Espere, entonces, para manifestar tales alarmas.
—Tengo miedo; a veces los malos se agravan de pronto—murmuró tristemente la joven.
Luego, creyendo haber encontrado un argumento decisivo, añadió:
—Además, estoy segura que mamá no querrá salir de casa.
—Todo puede arreglarse—propuso Huberto conciliante,—ofreceré dos sillas en el palco a la señora Gardanne y a su hija. Venga, le ruego, María Teresa, me contrariaría mucho que usted faltase a este estreno.
—Me cuesta mucho rehusar, puesto que ha sido por mí por quien usted ha tomado el palco... En fin, puesto que desea tanto mi presencia, tenga prevenida a mi tía; pero no prometo ir, sino en el caso de que mi padre no se empeore.
Hasta la noche María Teresa se ocupó en cuidar al señor Aubry, cuyo estado de fiebre y de debilidad continuaba siendo el mismo.
La noche estaba muy adelantada cuando Juan llegó, con aire preocupado. Algunos minutos después, la señora Gardanne hacía decir a su sobrina que la esperaba abajo, en su coche.
—¡Oh, cuánto me cuesta ir!—exclamó María Teresa,—y, sobre todo, dejarte sola aquí, mamá.
—Pero su mamá no quedará sola, puesto que yo estoy aquí—dijo Juan.—Además, he venido esta noche con la intención de exigir que ustedes descansen; yo velaré solo a su papá; hoy es mi turno.
—Querido Juan—intervino la señora Aubry,—tú trabajas bastante de día, me opongo, absolutamente, a que te prives del sueño.
—Me paso muy bien durmiendo poco, y nunca me he sentido fatigado. Después, que me quede aquí o en casa, es lo mismo, tengo que examinar estos papeles durante toda la noche.
Y Juan mostró un grueso paquete.
—El tiempo apremia, es necesario que yo me dé cuenta exacta de la situación; hay aquí trabajo para varias noches. En todo caso, puede usted estar segura de que el asunto se arreglará, y permítanme tener la satisfacción de serle doblemente útil a mi protector.
—Puesto que lo quieres, amigo mío...—dijo la señora Aubry.
—Voy a instalarme en su cuarto, y estoy cierto que dormirá, a pesar del resplandor de mi lámpara: mi presencia lo calma.
Luego, dirigiéndose a María Teresa:
—Usted ve que puede ir sin temor: le ruego que así lo haga, a fin de probarme su confianza en mí.
—Y bien, anda a vestirte, hija mía—aconsejó la señora Aubry.—Juan insiste tan afectuosamente, que tenemos que aceptar. Despáchate ligero. Entretanto, voy a hacer subir a tu tía, debe dormirse en su coche, y le haré compañía; nos encontrarás en el salón chico.
La señora Aubry bajó a los departamentos de recepción.
María Teresa quedó sola con Juan. Vacilante todavía, le preguntó después de un corto silencio:
—¿No le choca a usted que vaya al teatro?
—Absolutamente, es muy natural. Además, siempre me ha gustado verla divertirse.
—¡Oh! este estreno no es para mí una diversión, inquieta como estoy por la salud de mi padre...
—Entonces, supongo que no es por la pieza por la que va al teatro esta noche...—no pudo dejar de decir Juan.
Pero se detuvo, algo avergonzado, no sabiendo cómo terminar su frase sin ironía, y agregó con voz diferente, de arrepentimiento:
—Deme, al menos, la pobre satisfacción de hacerme creer que le sirvo para algo.
María Teresa calló, convencida de que cuanto dijera en adelante, sería para Juan motivo de tristeza.
—¿Jaime le acompañará, sin duda?—interrogó el joven.
María Teresa no había pensado en eso; reflexionó y aprobó la idea.
—¡Tiene usted razón! Así será mejor... Voy a prevenir a mi hermano. De esta manera, mi tía no tendrá que esperarme, nos reuniremos en el teatro, y después, si yo quiero salir antes del fin del espectáculo, podré hacerlo. ¡Gracias por su idea, Juan!
Y en una expansión cordial le tendió la mano para darle el adiós; él la estrechó débilmente en la suya.
Esta observación de Juan, que le sugería una combinación práctica, que la hacía libre de sus actos durante la noche, probaba una vez más a María Teresa la importancia que sus menores acciones tenían para su amigo.
El telón caía, terminando el primer acto, cuando María Teresa y Jaime hacían abrir el palco de Huberto.
Al entrar fueron recibidos por las exclamaciones de Huberto, de la señora Gardanne y de su hija.
—¡Al fin llega usted!—dijo Martholl, ayudando a María Teresa a quitarse el abrigo, mientras su tía agregaba:
—¡Era tiempo! Felizmente no los hemos esperado, que si no, perdíamos el primer acto, que es precioso. ¿Por qué tardaron tanto?
—Hasta el último minuto, mi hermana no sabía si vendría...
—¡Todo es bien, si bien termina, Jaime!—respondió alegremente Martholl, instalando a María Teresa entre su tía y Diana.
Como mirara a las dos jóvenes, no pudo contenerse de decir, dirigiéndose a su novia:
—¿No encuentra usted que su prima está interesantísima esta noche?
Diana estaba, en efecto, muy elegante con un traje blanco, discretamente escotado. Al oír estas palabras de alabanza, no pudo disimular una sonrisa de triunfo.
Mientras la cumplimentaba, Huberto, habiendo examinado a su novia con ojo escrutador, añadió en el mismo tono que habría empleado para reprochar una incalificable falta de corrección:
—¿Por qué se ha puesto usted este vestido tan sombrío? Su toilette está algo fuera de lugar aquí, en una noche de estreno.
En efecto, María Teresa, en sus preocupaciones hasta el momento de salir, no había pensado en ponerse un traje de gala.
Ofendida por esta observación, que consideraba inoportuna, la joven replicó con viveza:
—¡Qué singular es usted! ¿cree que no hay más ocupación que la de pensar en vestirse y adornarse?
—Perdóneme, querida amiga, pero he hablado por amor a la oportunidad y a la corrección.
Después de contestar, Huberto, incomodado, se echó un poco hacia atrás. Entonces la señora Gardanne, como si hubiera querido prevenir una querella de enamorados, dijo en tono conciliante:
—¡Es un trastorno tan grande, un enfermo en una casa!
—Muchas gracias, tía; pero no necesito ser excusada—declaró fríamente María Teresa.
El telón se levantaba y todo el mundo calló.
Desde las primeras palabras de los actores, la joven comprendió que no podría interesarse en lo que pasaba en la escena. Su atención no se sostenía, a pesar del interés de la pieza, la calidad de los actores y la amenidad de una sala tan selecta. Todo lo que allí había, gente, ruido, luces, desaparecía ante su preocupación. Sus ojos, rehusando ver la realidad, miraban en su interior el cuadro que su imaginación inquieta les presentaba. En lugar de aquella sala de teatro, donde florecían hermosas mujeres entre terciopelo rojo, oro y brillantes, tenía la percepción de un cuarto sombrío, de la cama de su padre y bajo la luz velada de la lámpara, inclinado sobre un montón de papeles, de un rostro grave y pensativo.
Oía reír a Huberto y a Diana. ¿De qué? Ella nada había comprendido. Ellos seguían la pieza, sin duda; trató de hacer como ellos, de dirigir su espíritu fugitivo a la obra, pero fue en vano: la imagen de Juan reaparecía. Lo veía alineando cifras a la luz triste de la habitación. No era como los otros, Juan no se parecía a ninguno de los que la rodeaban. No conociendo más que el trabajo y el deber, la imperiosa necesidad de distracciones sociales no existía para él.
Sin embargo, él había dicho: «Vaya a divertirse, yo estoy contento de quedarme aquí.» Pero, ¿qué pensaría de ella, de la poca vacilación que había tenido en dejar a su padre para venir al teatro?
—¿Qué hago yo aquí?—pensaba,—¿para qué he venido? Se acordó que había sido con el único objeto de complacer a Huberto; dio vuelta hacia él, a fin de convencerse, a lo menos, de que su presencia lo hacía feliz. Pero Huberto no la miraba, su atención estaba consagrada a la señorita Brandes, que estaba en la escena, y parecía no ocuparse más que de ella.
—Me alegraría mucho de irme a casa—pensaba María Teresa.
Tuvo, no obstante, que esperar al fin del segundo acto, y que asistir a una parte del tercero; entonces, no pudiendo contenerse más, y a pesar de la insistencia en que se quedase, presentó sus excusas a su tía, agradeció a Huberto su atención y rogó a su hermano que la acompañase a su casa.
Apenas había salido del palco, cuando ya Diana se volvía hacia el novio abandonado, y le decía:
—No comprendo a María Teresa. Marcharse así en el momento más interesante, es absurdo... Casi es una descortesía hacia usted. ¿No ha tomado usted este palco para ella? Convengamos: mi tío no está tan enfermo como para que ella no pudiera quedarse hasta el fin.
—Está inquieta—dijo Huberto;—se explica; adora a su padre.
—Sí, pero esta es una exageración de amor filial, y casi un atentado a su amor conyugal.
—En fin, esperaré a que el señor de Chanzelles se restablezca, entonces recuperaré mis derechos de novio.
—Es de desearse—dijo la señora Gardanne.—Mi pobre hermano tiene, creo, en este momento, graves intereses en juego; no convendría que estuviese mucho tiempo enfermo.
—¡Ah! ¿realmente?—interrogó el joven.
—Sí, mi marido se preocupa de eso hace varios días.
Huberto, comprendiendo que sería poco delicado sorprender de esa manera, cosas susceptibles de interesarlo, demostró indiferencia, con gran contrariedad de Diana, y habló de otra cosa.
Una gran calma adormecía su casa cuando entró María Teresa. Tranquilizada por este silencio, subió sin hacer ruido hasta el cuarto de su padre, y como la puerta estaba entreabierta, se deslizó al interior. En seguida se detuvo.
Era el mismo cuadro que se le representaba, acosándola, en el teatro: la pálida cabeza del enfermo descansaba sobre las almohadas, y la blancura del lecho resaltaba bajo las cortinas caídas. En un rincón, débilmente iluminado por una lámpara baja, Juan escribía.
Avanzó suavemente hacia la mesa de trabajo, y el joven, habiendo levantado los ojos, vio surgir de la penumbra el rostro de la que amaba. No pareció sorprendido; mirando la aparición con sonrisa de extático, murmuró como en sueños:
—¡Fantasma querido!
María Teresa no podía sorprenderse de los extraños efectos alucinantes de un pensamiento absorto. ¿No había evocado ella hacía un momento, lo que veía allí, en aquel cuarto? Comprendió que su verdadera imagen se sobreponía al sueño interior de Juan; respetando su locura permaneció ante él, muda y pensativa, no osando moverse.
Pero Juan había recobrado el sentido de la realidad; balbuceó, levantando los ojos hacia ella:
—¿Es usted?... ¿Es usted?... ¡Ya!... ¿Ha concluido el espectáculo? Disculpe mi confusión, pero estoy absorto en abominables cálculos.
María Teresa, simulando que no veía la turbación de Juan, dijo:
—No he tenido valor para oír el tercer acto; la inquietud me torturaba.
—¿Por qué, si yo estaba aquí? Hace usted mal en no tener confianza en mí. Mire, su padre está tranquilo; se despierta de tiempo en tiempo, me llama, y después vuelve a dormirse, satisfecho de verme trabajar a su lado.
—¡Ah, qué bueno es usted de velarlo así!
Juan, contemplando siempre a la joven, respondió sonriendo:
—Entonces ¿usted cree realmente que yo hago algo meritorio? Espero que no... Porque eso me haría suponer que usted no es muy difícil de contentar en materia de acciones loables.
María Teresa, sin contestar, evolucionó lentamente por la pieza. Descubrió, en breve, lo que buscaba, sobre una pequeña mesa: jamón, pollo frío, asados, manteca, miel, ron y todos los utensilios necesarios para hacer té.
Se volvió hacia el joven:
—Juan, mi madre ha hecho preparar algunos alimentos para ayudarle a pasar la noche. ¿Quiere usted que yo le sirva su cena?
—Gracias, no necesito nada.
—Sí, usted necesariamente tiene que tomar algo.
—No, no, se lo aseguro.
Hablaban en voz baja; sus palabras eran, apenas un murmullo. Juan veía cerca de él la cara querida, los hermosos ojos soñadores que evocaba tan a menudo y en el silencio de aquel cuarto de enfermo, una profunda turbación lo invadió.
María Teresa, como si tuviera conciencia de lo que pasaba en él, creyendo eludir aquel lazo tendido por la soledad y la exaltación de la velada, pronunció con entonación imperiosa y porfiada:
—No le pido su opinión: hay que cenar; esta mesa revela de una manera perentoria la orden de mamá... es inútil que se ría y mueva la cabeza, ¡usted cenará, Juan! ¿Quién me habrá dado un amigo tan caprichoso? ¡Pronto, un fósforo para encender el calentador! ¡Ah! Juan, usted era un amigo más obediente en otro tiempo... ¡Entonces cumplía todas las órdenes de Teresita!
Juan se estremeció y sin fuerzas ante el recuerdo del querido pasado, que era su único placer, tendió su caja de fósforos. María Teresa con voz seria y cariñosa continuó:
—Deje un momento sus números. ¿Quiere que yo participe de su cena, diga?... Llevaremos la mesa al gabinete de vestir; dejaremos la puerta abierta para velar a papá, sin que nos oiga. Vamos, vamos, abandone sus papeles durante cinco minutos, y venga a hacer la cenita...
Juan no pudo resistir más. Dijo:
—Entonces permítame que la sirva... ¿No era así como hacíamos cuando usted era la querida Teresita?
Con mil precauciones y cuidando de no tropezar con nada para no despertar al señor Aubry, transportó la mesa y se puso a manejar hábilmente los diversos utensilios, preparando el té y cortando los asados.
—¡Qué diestro es usted!—observó María Teresa.
—¿Le sorprende? Un buen cristalero tiene que ser diestro de manos.
Para no hacer ruido en el cuarto cambiando muebles, Juan tomó un taburete y se sentó casi a los pies de la joven. Bebieron y comieron en silencio. Juan obedecía las menores órdenes de María Teresa, sintiendo una extraña voluptuosidad en resistir primero para verse despotizado y darse luego el placer de la obediencia.
—¡Juan, este sandwich más!
—No, no puedo...
—¡Es preciso!...
—No tengo más ganas.
—¡Yo lo quiero!
—Le aseguro...
—¡He dicho que quiero!
Y él tomaba el sandwich ofrecido por aquella mano delicada. ¡Qué no habría comido, con tal de ver la sonrisa de triunfo que entreabría los labios de su amiga! Murmuró:
—Como por demás... felizmente el té me salvará, si no concluiría usted por ahogarme.
Se sonreían confiados y alegres.
El señor Aubry hizo un movimiento; temiendo despertarlo, volvieron a su lado y permanecieron silenciosos en la calma del cuarto.
Entonces, bajo la influencia algo misteriosa del silencio y de la luz discreta de la lámpara, el bienhechor olvido expulsó del alma de Juan todo lo que no era la real felicidad de la presencia querida. Nada existió para él fuera de aquel ser de tal delicadeza y de encanto; creía vivir en un sueño, no quería ni saber en qué lugar de la tierra se encontraba allí solo con ella.
Sí, ella estaba allí, tan cerca, que sentía el fino aroma de iris con que perfumaba sus cabellos, tan cerca, que podía tocar el extremo de su vestido avanzando la mano. ¡Ay! tantas veces aquel ademán había hecho desvanecer su sueño, que no se arriesgaba ahora.
María Teresa se sentía retenida en el canapé como por invisible lazo. Sin embargo, Juan no la miraba, ni pronunciaba una palabra. Pero, semejantes a nubes de incienso, los efluvios de adoración que emanaban del joven, la envolvían en una atmósfera de ternura, y gozaba de una sensación de felicidad ignorada hasta entonces.
Ella misma, sin darse cuenta, rompió el encanto: habiendo avanzado la mano sobre la mesa, en la órbita luminosa de la lámpara velada, irradiaron los fulgores del rubí de su anillo de novia y el ojo de Juan, atraído, vio como sangrar la mano de su amada.
Con este simple juego de luz, la realidad entró de nuevo en su espíritu como dueña imperiosa, suscitando el recuerdo del novio. Juan, desalentado, apoyó sobre el muro su cabeza aniquilada. María Teresa que lo miraba, le dijo, sin comprender el verdadero motivo de aquel súbito desfallecimiento:
—Usted se fatiga demasiado; no trabaje más esta noche, se lo ruego. Vea, mi padre duerme, es inútil que usted se quede a velar toda la noche.
Y como se levantase dirigiéndose hacia la cama, Juan exclamó con un gesto de indiferencia:
—¡Qué importa que yo duerma o que yo vele!... ¡Adiós, María Teresa!...
Y la condujo hasta la puerta de la habitación.
A la mañana siguiente Huberto fue a hacer su visita habitual.
Cuando su prometido se marchó, María Teresa se sintió desamparada, y se preguntaba por qué aquella visita de Huberto la dejaba tan triste. Contribuía también a ello la idea suya de reprocharle de nuevo el traje sombrío que se había puesto la víspera para ir al teatro. ¡Ah! era siempre el clubman ligero, el hombre chic, eternamente esclavo de sus preocupaciones de snob y esto, en el momento mismo en que ella ansiaba sentir una emoción tierna, una solicitud afectuosa, capaz de confortarla durante el período de inquietud que atravesaba.
Sí, ese día, todo la irritaba en él: su levita impecable, sus cabellos admirablemente brillantes, su cara de placidez, reflejando la íntima satisfacción de sí mismo.
Pero, después de dar libre curso, durante algunos instantes a su irritación, concluyó por pensar que quizá no era razonable de su parte ensañarse así con su novio. Porque ella estaba triste, no era motivo para que él cambiase su manera de vestir. Luego, examinándose con sinceridad, descubrió que era otra la causa de su mal humor así como de las distracciones que había tenido durante la visita de Martholl.
En efecto, mientras escuchaba a Martholl decirle, con su voz de entonaciones rebuscadas, las cosas amables y triviales que acostumbraba, el recuerdo de un semblante de rasgos demacrados, de expresión angustiada y ardiente, hería su espíritu de una manera singular. Después de haberse distraído pensando en esto, miró con atención a su interlocutor y le pareció que no veía con el mismo agrado aquellos bigotes sedosos que antes le gustaban tanto.
¡Ah! Huberto no tenía aspecto de fatigado, y no creía que fuera cuidando enfermos como se fatigaría nunca.
Agitada por estos pensamientos, se sintió de pronto invadida por un remordimiento; hacía mal en acordarse tanto de Juan desde que sabía que era amada por él, y mal en acoger las emociones que le producía este recuerdo. Siendo prometida de Huberto, no debía permitir que otro ocupase su pensamiento. Trató de convencerse que su turbación provenía de la sorpresa que había recibido al descubrir el amor de Juan. ¡Y después, es tan triste ver sufrir! Y Juan sufría. Se conmovía todavía, recordando su mirada desesperada. En su ingenuidad atribuyó a un sentimiento de piedad sus frecuentes cavilaciones sobre Juan.
Pero, puesto que ella iba a casarse, y se iría de la casa, se consolaría, sin duda, cuando no la viese más. Los sentimientos más violentos no resisten a las largas separaciones. ¿Por qué, entonces, inquietarse tanto por aquel dolor pasajero? Ella también, debía olvidarlo. Para llegar a este resultado trató de concentrar todo su poder de evocación sobre los meses de verano, durante los cuales Huberto la había conquistado, en la alegría de aquella playa normanda tan propicia para el flirt. Pero desgraciadamente, el estado de su espíritu no se prestaba a las reminiscencias alegres; no se armonizaban con su tristeza.
¿Por qué, pues, aquel amor no la sostenía en las horas de prueba? ¿Por qué no era su refugio en los momentos sombríos?
No podía admitir que, al pedir su mano, Huberto procediese por vanidad. ¡No! no podía creerlo. Y sin embargo, ¡cuánto vacío no dejaba en su alma el amor de su novio! ¡Ah! ¡cómo habría agradecido que le murmurase palabras de consuelo! ¿Qué barrera contenía en él esas expansiones tan naturales entre dos seres destinados el uno al otro? Si no le demostraba compasión en su desgracia ¿cuál era la causa? Sin duda, la naturaleza poco sensible del joven no lo incitaba a profundizar la pena que ella sentía, ante las fatalidades que amenazaban a los seres más caros a su corazón. Pero ella misma ¿no tenía algo que reprocharse? ¿Se había confiado a él como a un amigo y protector, en quien se busca amparo y consuelo en el dolor? No; en vez de revelarle sus angustias se había contentado con escuchar distraídamente las frases de salón y las historias de club que, en su inconsciencia, Huberto no consideraba inoportuno referirle. En justicia, se reconoció algo culpable. Así, pues, tomó la resolución de demostrarse más afectuosa en sus próximas entrevistas. Sería, sin duda, el mejor medio de excitar la sensibilidad latente que, no quería dudarlo, debía haber en él.
Con el espíritu lleno de estas ideas, se dirigió al cuarto de su padre; pero, cuando estuvo a su lado, todas sus preocupaciones desaparecieron ante el sentimiento, punzante como un dolor físico, de su impotencia para cuidar al querido enfermo. En la semioscuridad entreveía aquella faz pálida y demacrada, con una expresión de sufrimiento que alteraba, hasta hacerla desconocida, su amada fisonomía. El señor Aubry no salía de un profundo sopor, y María Teresa pasó las lentas horas del día velando aquella somnolencia. Al empezar la noche, se agitó, y pidió con insistencia que llamaran a Juan. María Teresa experimentó un singular alivio cuando apareció el joven, como si su presencia constituyera el soberano remedio.
Desde el umbral de la puerta, Juan tuvo que responder a las interrogaciones febriles del señor Aubry. Oyéndolos hablar de negocios, la joven se retiró y bajó al salón para esperar a su prometido que debía llegar a comer con ella.
Algunos minutos después, Huberto llegaba de frac, como era su costumbre. Aun en la intimidad de aquellas comidas de familia, no se desprendía de las formas convencionales de los centros mundanos. El molde de impecabilidad social que se había impuesto, le había hecho perder el sentido íntimo y familiar de la existencia. Aun a solas con su novia, no se desarmaba, y su conversación se refería generalmente a todas las manifestaciones de la vida elegante y del sport.
Las primeras palabras que dirigió a la joven no eran las más apropiadas para animarla a abrirle su corazón, como se había propuesto. Antes de que ella se hubiese sentado a su lado, Huberto comenzó con aire alegre:
—Estoy encantado; esta tarde he ensayado mi automóvil. Es una joya, usted verá; vuela y hace sus sesenta kilómetros por hora. ¡Mañana temprano vengo a buscarlas! Iremos a Versalles, almorzaremos en el camino.
—Pero usted sabe bien que mi madre y yo no podemos salir—dijo María Teresa, que, para permanecer fiel a su programa, no se formalizó por la falta de memoria de Huberto, respecto a la enfermedad de su padre.
Y se aproximó a él, cariñosa y afable, tratando de provocar el incidente sobre el cual contaba para dar más expansión y afectuosidad a sus conversaciones.
En ese momento se abrió la puerta del salón y Juan entró.
Bruscamente, tuvo bajo sus ojos este grupo: María Teresa, al lado de su prometido, sentados en un sillón, e inclinada hacia él, en tanto que Huberto estrechaba en su mano la mano de la joven. El pobre Juan tembló, pero por un esfuerzo de voluntad se dominó; ¿no era aquél un espectáculo al que debía habituarse?
María Teresa bastante turbada presentó a los dos jóvenes, aunque ya se conocían de Etretat. Huberto saludó sin levantarse. Para él, Juan no era más que un empleado. La joven advirtió esta actitud, se ofendió y queriendo evitar a Juan una humillación, trató de distraer su atención preguntándole vivamente:
—¡Y bien! Juan ¿cómo ha dejado usted a mi padre?
—Está muy nervioso. He bajado para substraerme a sus preguntas. Me veo obligado a contestarle; eso lo fatiga; no quiero decirle nada más esta tarde. Como voy a comer con ustedes, su señora madre me ha aconsejado que me refugie aquí. ¿No incomodo?
—¡Absolutamente, amigo mío!—se apresuró a contestar María Teresa.
Hablando, Juan se acercó a una mesa, tomó de ella unos diarios, y se aisló en un rincón del vasto salón. Probó a leer, pero la hoja temblaba en sus manos. Ante su impotencia para dominarse, estuvo indeciso entre el deseo de marcharse para no ver a los novios, y el temor de parecer ridículo abandonando el salón porque ellos estaban allí.
La entrada de la señora Aubry y de Jaime lo sacó de apuro.
—Amigo mío—dijo Huberto a este último,—si yo hubiera sabido dónde encontrarlo hoy, habría ido a buscarlo; he ensayado mi máquina, es una maravilla.
—Desgraciadamente, yo trabajaba y no habría podido aceptar su amable invitación. Paso los días trabajando, lo cual no es divertido.
En seguida volviéndose hacia Juan, Jaime continuó:
—Y bien, amigo, ¿qué hay de nuevo hoy? Vas a tranquilizarnos o a aumentar nuestras alarmas.
La señora Aubry se acercó también al joven.
—No tienes aire de satisfecho, hijo mío. ¿Se complican las cosas?
Juan respondió en voz baja, pero Huberto, al fijarse en aquellas interrogaciones cuyas respuestas no había oído, recordó las frases inquietantes de la señora Gardanne, haciendo alusión a un asunto que podía ser perjudicial para su hermano.
Durante la comida, Huberto hizo hábilmente algunas preguntas las cuales fueron contestadas evasivamente, pues en el fondo todos estaban más preocupados de la salud del señor Aubry que de su situación comercial. En cuanto a Juan, hacía lo posible por soportar valerosamente su sufrimiento moral, para que nadie lo sospechase; ¿no debía, acaso, acostumbrarse a la idea de ver a otro al lado de la que amaba? Para escapar a su suplicio, no tenía siquiera el derecho de huir: todo lo ataba a aquella casa, en aquel momento en que dos sombras amenazadoras se cernían sobre ella: la ruina y la muerte. Su deber estaba allí, no podía substraerse a esta ineludible tarea.
Para olvidar la penosa hora presente, haciendo abstracción de la situación en que se encontraba, se absorbió en el doloroso problema de los acontecimientos que iban a surgir y que era necesario evitar a toda costa. Sí, lucharía, intentaría supremos esfuerzos, y esto, sobre todo, por María Teresa, a fin de ahorrarle un pesar, una preocupación, una lágrima. Fue todo lo que se le ocurrió para consolarse de la persistencia con que ella dirigía hacia otro, la brillante luz de sus ojos.
Después de comer, la señora Aubry, muy fatigada por su tarea de enfermera, se adormeció en un sillón. Jaime subió a acompañar a su padre, y los dos prometidos, no obstante los esfuerzos de María Teresa para atraer a Juan a una conversación entre los tres, concluyeron por refugiarse en un rincón del salón.
Entonces Juan tomó un libro y leyó a la claridad de una lámpara; pero pronto sucumbió a la irresistible tentación de mirar a los que el destino irónico ponía a su frente para torturarle.
—Es necesario—se decía,—que me resigne a verlos con ojos impasibles, y que me acostumbre a la idea de verlos luego unidos por lazos más estrechos aún. Nunca me habituaré a este sufrimiento, si lo huyo siempre.
Dejó su libro; se creía fuerte y dueño de sus sensaciones, en tanto que fijaba sobre los novios ojos de loco. Pensando que María Teresa estaba demasiado ocupada para fijarse en él, no trataba de disimular la turbación que le agitaba.
Fácil era notar todos los sentimientos que pasaban bajo aquella máscara de un ser apasionado y simple, asolado por un amor contra el que su voluntad nada podía. Como Juan se hallaba en plena luz, ninguna contracción de sus rasgos escapó, en breve, a María Teresa; comprendió la emoción intensa y dolorosa que le hacía vibrar ante sus menores ademanes y los de Huberto. Incapaz de continuar haciendo sufrir a Juan semejante suplicio, María Teresa se levantó.
—¡Soy muy mala dueña de casa, señores! Puesto que mamá duerme podemos pasar al salón chico. Venga usted con nosotros, Juan, voy a tocar una pieza de Mozart en el clavicordio de María Antonieta. Cerraremos la puerta para que las débiles notas del clavicordio no se oigan en el piso de arriba.
El salón chico era precioso con su tapicería Luis XVI de muaré blanco rayado de azul pálido, sus muebles de vieja laca de coromandel y sus largos espejos colocados sobre delicadas consolas.
—Van ustedes a penetrarse—dijo la joven abriendo el viejo instrumento,—qué lindo sonido tiene todavía.
Mientras Juan, que los había seguido, buscaba el medio de hacerse olvidar, Martholl se instalaba al lado de María Teresa, emitiendo algunas reflexiones de conocedor sobre las cosas que adornaban el salón.
—¿Es por herencia como tienen ustedes este instrumento, y saben si realmente ha estado en algún Trianón?
—¿Usted ignora, entonces, que no existen clavicordios de la época, que no hayan pertenecido a la Reina? Supongo que éste no escapa a la ley común, y aunque proviene simplemente de la venta de un coleccionista célebre, cultivo piadosamente esta leyenda, cuya autenticidad tiene por suprema garantía mi propia autoridad reforzada con la del profano vendedor.
La joven se puso a tocar un Lied de Mozart, y después cantó la romanza de Martini «Placer de amor».
Las notas volaban como suspiros, su timbre antiguo hacía más adorable aquel canto entonado por una voz fresca.
Juan, cerrados los ojos, saboreaba el encanto de aquella melodía de antaño, que parecía el eco lejano de un pasado muerto.
Se sentía triste hasta derramar lágrimas.
Un grito de espanto de la joven lo arrancó a su sueño doloroso. Abrió los ojos, y vio cerca de María Teresa una llama ondulante que subía hasta el techo.
Un doble movimiento, arrojó en sentido inverso a Juan y a Huberto. Mientras éste tocaba apresuradamente el botón eléctrico, Juan arrancaba la pantalla de vitela que ardía, los papeles de música encendidos a su contacto y, oprimiendo todo entre sus manos, sofocó el fuego.
—¿Ha tenido usted miedo, María Teresa?—preguntó ansioso.—Yo también. He temido un instante que el tul de sus mangas recibiera alguna chispa.
—No, no tengo nada, gracias, Juan—respondió la joven.
Luego miró riéndose a Martholl que venía hacia ella, y añadió, algo maliciosamente:
—¿Qué ha ido usted a hacer cerca de la puerta, en vez de apagar este fuego artificial?
—Pues... llamaba al criado.
En efecto, el criado entraba en este momento; sólo tuvo que recoger los restos carbonizados tirados por el suelo.
—Y si nadie me hubiera socorrido—continuó María Teresa sonriendo,—habría sido víctima de este accidente. No se lo reprocho; pero usted ha querido encender estas bujías de cera que quieren ser de la época, y ha colocado mal la pantalla que usted ha hecho arder.
Luego poniéndose seria y tomando de improviso los puños de Juan:
—¡Muéstreme usted sus manos, estoy cierta que se ha quemado!
Algunas manchas blancas aparecían, en efecto, estirando las manos que María Teresa tenía entre las suyas.
—No es nada—dijo Juan,—un cristalero viejo sabe jugar con el fuego.
—Yo comprendí en seguida que no había ningún peligro—repuso Huberto, tratando de justificarse,—tenía tiempo de llamar, y no me creí obligado a ensuciarme las manos por un apresuramiento inútil. Es ridículo perder la cabeza por tan poca cosa.
—Pero—contestó María Teresa en un tono de suave ironía,—no me habría disgustado verlo desafiar por mí el peligro de tiznarse un poco las manos.
Luego, después de un silencio, añadió:
—Basta por hoy, yo no podría seguir tocando después de semejante emoción. Además es tarde; le pido permiso para despedirlo, Huberto.
Había abierto la puerta del otro salón, y mostrando a su madre dormida cerca de la chimenea:
—Miren a la pobre mamá, no quiero obligarla a quedarse más tiempo aquí. Voy a conducirlo—agregó, viendo que el joven la seguía obediente.
A Juan le pareció que María Teresa permanecía una eternidad en la soledad del vestíbulo.
¿Qué hacían allí? ¿qué le diría aquel hombre que ahora tenía casi derechos sobre ella? No, no, lo presentía, no se curaría nunca de aquellos espantosos celos.
Cuando la joven volvió, quedó asustada del aire desesperado de Juan. Entonces, en su turbación, todos sus proyectos de calma y de frialdad volaron. Un sentimiento que ella creyó ser de piedad, la arrastró de una manera irresistible hacia aquel ser que sufría por ella, y en un arrebato de ternura le preguntó:
—¿Le duelen sus quemaduras, Juan? ¿No? Bueno, vamos a subir juntos ¿quiere, amigo mío?
Había pasado su brazo bajo el de Juan e instintivamente buscaba un apoyo en aquel hombro robusto. Sintiéndose así al lado de él, como en otro tiempo, los recuerdos de su infancia se agolpaban en su mente:
—¿Recuerda el tiempo en que yo era chica? Yo lloraba para que usted me condujera sobre sus espaldas al subir las escaleras; ¡qué triunfo cuando usted cedía a mis caprichos de bebé, usted, el muchacho grande y juicioso!
—¡Que si me acuerdo!—exclamó Juan.
Y mentalmente pensaba:
—¡No sospecha que es de ese pasado de lo que vivo! ¡Ah! si pudiera tenerla así a mi lado, libre todavía!
Para aturdirse, buscó algún recuerdo que evocar:
—¿Y aquel gran látigo que usted se había procurado para pegarme mejor cuando jugábamos a los caballos? Usted decía que pegando fuerte tenía aire de verdadero cochero.
—¡Oh! Juan, ¡cuánto he debido hacerlo sufrir! ¿Por qué soportaba con tanta paciencia aquellos caprichos de niña mimada?
Él, mirándola con infinita ternura, murmuró a pesar suyo:
—¡Jamás, en aquellos minutos, sufrí tan cruelmente como ahora!
María Teresa se estremeció, pero no pudo responder porque la señora Aubry que subía detrás de ellos, los alcanzó para decirle a Juan:
—¿Quieres velar también esta noche, hijo mío? No, esta noche le corresponde a Jaime...
—Voy solamente a ver si mi querido señor no me necesita—respondió Juan sencillamente—y si Jaime no se ha dormido.
Después, estrechó las manos de la señora Aubry y de María Teresa, y se marchó.
A la mañana siguiente, Huberto recibía un mensaje de su madre invitándolo a pasar por su casa sin demora.
Algo inquieto, se dirigió a la calle Astorg y encontró a la señora Martholl instalada en su gran escritorio. Siempre metódica, terminó primeramente la carta que escribía; en seguida, tendiendo la mano a su hijo:
—Eres exacto, me gusta eso. Siento haberte incomodado tan temprano; pero tenemos cosas serias y urgentes de que ocuparnos. A pesar de mi indicación, tú no te has procurado nuevos informes sobre la casa Aubry.
—No, en efecto—balbuceó Huberto con turbación.
—Es confesar que no tienes en cuenta mi opinión.
—Ya le dije a usted, madre, que los informes que teníamos me parecían decisivos.
—Pues te equivocabas. Hay cosas que nunca son decisivas. En fin, lo que tú no has creído conveniente hacer, yo lo he hecho.
—¿Y qué ha sabido usted de nuevo?
—Que la casa Aubry acaba de ser gravemente perjudicada por un cierto banco Raynaud, y que le costará mucho reponerse del golpe, si se repone.
—¡Ah!—dijo Huberto visiblemente contrariado.
—Estos sucesos concuerdan de una manera singular con la enfermedad del señor Aubry. No estoy distante de creer que esta enfermedad es producida por la conmoción que ha recibido al conocer ese desastre financiero. He sabido también, que la casa Aubry estaba mal preparada para soportar semejante choque; el señor Aubry es menos industrial que artista; parece que el año pasado ha gastado sumas enormes en ensayos. Este terrible suceso lo sorprende, pues, en plena dificultad pecuniaria. He ahí cuál es su situación. Como ves, no es brillante.
—¿Y qué puedo hacer? Me es imposible, decentemente, retirar mi palabra... Además, yo amo a María Teresa.
La señora Martholl miró fríamente a su hijo y pronunció:
—Naturalmente... Yo no te aconsejaría tal villanía. La vida no se compone únicamente de cuestiones de dinero, y un hombre como tú no puede romper su casamiento por tal razón; pero si te es imposible retirarte desde ahora, puedes favorecer los acontecimientos obrando de tal manera que te devuelvan tu palabra. Para llegar a este resultado hay varios medios perfectamente correctos.
Huberto miró a su madre con estupefacción; la conocía como muy hábil, pero aquella astuta previsión lo desconcertaba.
Después de un silencio dijo:
—Le he dicho a usted la verdad, madre. Amo a María Teresa; una ruptura me haría desgraciado.
—Comprendo ese sentimiento—concedió la señora Martholl dueña siempre de sí misma;—está justificado por el encanto de la joven. Pero pongamos la cuestión bajo su verdadero aspecto. Considera un instante que si esa casa, a consecuencia de la catástrofe conocida, hiciera malos negocios, que si para colmo de mala suerte, el señor Aubry llegase a morir, sobrevendría la ruina en breve término. Ahora bien, no se trataría ya de la renta impaga, sino de una joven sin dote, con la perspectiva de tener a su madre a tu cargo. ¿Qué harías tú, entonces, mi pobre Huberto? No serían tus ocho mil pesos de renta los que bastarían para todo eso y te permitirían llevar la vida tal como tú lo comprendes. Reflexiona, hijo mío, y concluirás por estar de acuerdo conmigo. Es la experiencia, la razón, que me aconsejan hablarte así, por más pesar que sienta de perder tal nuera.
—Y si yo me conformase con su opinión ¿qué sería necesario hacer, según usted, puesto que usted conviene en que no es honrado alegar un motivo tan ruín como el de la cuestión de dinero?
—Habría que dejar correr el tiempo—dijo lentamente la señora Martholl—y encontrar pretextos para prolongar el noviazgo indefinidamente. ¡El tiempo, a menudo, se encarga de dar solución a los problemas más difíciles! Es un gran auxiliar, le tengo gran confianza.
Huberto se separó de su madre, triste y descontento, pero bien decidido a mantener la palabra dada a María Teresa.
De vuelta en su casa, recorrió los diarios y pudo leer los detalles de la quiebra Raynaud, así como el relato de la muerte trágica de Pablo Raynaud, a quien habían encontrado en su cuarto, perforada la sien por una bala de revólver. Varias casas importantes, se decía, se encontraban envueltas en este desastre.
Huberto arrojó el diario con cólera; todo se conjuraba en ese día para certificarle la catástrofe. A fin de distraerse de estas preocupaciones nuevas para él, decidió que iría a almorzar al club.
Pero en el camino lo atacaron penosas reflexiones. ¿Qué haría? ¿Seguir el consejo de su madre? Era duro abandonar a una prometida tan encantadora. ¿Tendría el heroísmo de tomarla por esposa, sin dote? No faltan familias que viven con ocho mil pesos de renta. Se puso a equilibrar un presupuesto sobre esa modesta fortuna; pero vagamente buscaba, combinaba y cercenaba; todas sus previsiones lo llevaban fuera de aquella suma.
Pronto se cansó de este trabajo, y, desanimado, comprendió que su buena voluntad nada podía contra las exigencias creadas por las necesidades del mundo en que vivía, por su educación y por sus gustos. ¿Qué sucedería si no tenía en cuenta los apetitos que sentía? ¿Tendría espíritu de sacrificios? Un cortejo de privaciones, el largo rosario de las economías, desfiló ante él: nada de viajes, nada de caballos, nada de partidas de placer. Después, se abismó en visiones, para él aterrorizadoras: un sastre de segundo orden, una mujer mal vestida, obligada a frecuentar los ómnibus y los tranvías. No tardó en confesarse que sufriría de todos estos pequeños inconvenientes, y fijándose en la importancia que habían tomado las cosas que se relacionaban con su bienestar y su vanidad, en su alma fútil y ligera, se puso triste. Aquellos hábitos de lujo y de confort eran ahora sus dueños tiránicos y soberanos; no dejarían crecer nunca más en él ningún sentimiento desinteresado.
Perspicaz y desilusionado, comprobó con loable sinceridad:
—Es demasiado tarde, la cizaña ha crecido. Lucharé, pero no estoy seguro de la victoria. ¡Pobre María Teresa! ¡Pobre de mí!
Pasó algunos días en una penosa alternativa no sabiendo qué hacer. Decididamente, en el matrimonio las cuestiones de dinero se aliaban mal con el amor. Observó entonces que la imagen de María Teresa, que antes lo encantaba, se convertía ahora en fuente de preocupaciones tristes, y pensaba:
—Quiero amarla, pero no con la perspectiva de tantas molestias. Estoy ya descorazonado y hastiado. No hay nada igual a estas terribles cuestiones de la lucha por la vida, para sofocar todo noble impulso de amor.
Bajo el imperio de este sentimiento, saturado de prudente indecisión, el joven concurría cada vez más irregularmente al hotel de la calle Vaugirard.
María Teresa parecía cambiada también; no estaba ya alegre; su tristeza, justificada por la enfermedad persistente del señor Aubry, corroboraba las reflexiones desesperantes de Huberto.
Durante sus visitas, que hacía sucesivamente más cortas, evitaba con habilidad toda alusión a los acontecimientos desagradables que habían perjudicado la cristalería. Un día, sin embargo, encontró a su prometida tan visiblemente apesadumbrada, que le fue imposible dejar de preguntarle la causa:
—¿Qué tiene usted, María Teresa? Se diría que usted ha llorado...
—Es cierto, he llorado. ¡Es tan doloroso ver sufrir a un hombre tan enérgico como papá! Ha pasado por las más grandes pruebas con valor, y ahí está, abatido por la enfermedad. Lo que más me hace sufrir, es la idea de que su estado se agrava por las preocupaciones. ¿Sabe usted, Huberto, que los asuntos de la cristalería van mal? Esa quiebra de Raynaud nos ocasiona pérdidas considerables, y es triste para mi padre ver la obra de toda su vida puesta en peligro por la falta de un especulador imprudente. Comprendo cuánto sufre mi padre; estoy segura que por nosotros, se desespera al ver su fortuna quebrantada. ¡Dios mío! ¡qué importa el dinero! ¡Creo que yo me pasaría fácilmente sin él, con tal de conservar a mi lado a los que amo!... Es todo lo que deseo...
Obligado por la nueva actitud que se había impuesto, Huberto permaneció frío.
Cuando reprochó a su madre su exceso de desconfianza, se conocía mal. A su vez él la abrigaba también hasta el punto de quedar impasible, correcto, ante tanta aflicción. El giro que tomaba la conversación, lo sumió en molesta perplejidad, y, sin embargo, las palabras francas y sencillas de la joven despertaron en él sentimientos bastante caballerescos, pero contra los cuales se apresuró a luchar, consiguiendo triunfar.
Si hasta entonces no había sido desconfiado ahora lo era; separándose de las regiones sentimentales a que lo conducía, a pesar suyo, el desinterés expresado por María Teresa, entró pronto en consideraciones que juzgó llenas de perspicacia. En efecto, ¿por qué su prometida le confiaba por primera vez los quebrantos de dinero que afectaban a su padre? ¿No era aquello una maniobra hábil, a fin de prepararlo a la idea de casarse sin dote? Quizá quería enternecerlo con lágrimas, y arrancarle protestas y juramentos que lo ligaran más. ¡Las jóvenes son a veces tan astutas! Era imposible que habiendo vivido en el lujo desde su infancia, María Teresa se mostrase tan indiferente por la pérdida de su fortuna. Y de inducción en inducción, Huberto se convenció de la verdad de las hipótesis sugeridas por su egoísmo desconfiado.
—No pisaré la trampa—se dijo.
Sintió alguna vanidad en justificar lo dueño que era de sí y de los acontecimientos, y se creyó estar al abrigo de los desfallecimientos de su sensibilidad. ¡No! no sería el ingenuo susceptible de caer en un lazo, aunque este lazo le fuese tendido por la más seductora de las mujeres. Ahora bien, como era incapaz de efectuar la doble operación de juzgar fríamente la situación y de encontrar palabras de consuelo para aliviar el pesar de la joven, no supo qué decir, y se contentó con dar a su fisonomía de hombre de mundo bien educado, una expresión de compasión.
María Teresa que no comprendía aquellos movimientos de alma, no podía, en su lealtad, penetrar el sordo trabajo de la defección. Absorta en sus punzantes inquietudes, continuó pensando en alta voz:
—No sé lo que va a suceder. Felizmente, Juan conoce a fondo el asunto y asegura que sólo se trata de un momento difícil, del cual saldremos con la frente alta. A mí lo único que me preocupa es la enfermedad de mi padre, y todo lo que deseo es que se restablezca pronto. En cuanto a lo demás suceda lo que Dios quiera.
Huberto encontró por fin algo que le interesaba esencialmente decir. Con voz tierna, cuyas entonaciones musicales eran destinadas a dulcificar la significación de las palabras, como una buena salsa disimula un mal manjar, dijo:
—Tiene usted razón, María Teresa, de preocuparse únicamente de la salud del señor de Chanzelles. ¿Qué importa lo demás al lado de eso? Sabremos esperar con paciencia días mejores; seguiremos de novios un año... dos años si es necesario.
María Teresa, distraída por sus inquietudes, no atribuyó ninguna importancia a esta proposición hecha en un tono afectuoso.
Durante una hora más, cambiaron palabras triviales, sin apercibirse de que, mientras estaban allí frente a frente, sus dos almas, perdidas en abstracciones diferentes, se encontraban ya lejos, una de otra.
Al dejar a María Teresa, Huberto se hallaba casi contento; se sentía librado de un gran peso. ¿Por qué aquel alivio? Reflexionando, comprendió que había terminado con el período de indecisión que su amor a su novia y algunas veleidades de desinterés por los bienes terrenales, le habían hecho pasar. Acababa de pronunciar las primeras palabras liberadoras. Ahora entraba, sin pesar, sin esfuerzo, en la senda indicada por la experiencia de su madre.
No había habido violencia; le había bastado dejarse dirigir por los acontecimientos, secundados por su naturaleza egoísta. La solución, bajo la forma de una ruptura probable, que lo asustaba pocos días antes, le parecía hoy casi deseable, lo mismo que necesaria, si los asuntos seguían mal. En ese momento todo iba perfectamente: María Teresa parecía haber consentido en demorar su casamiento hasta una fecha lejana e indecisa. Huberto, satisfecho de aquella vaga determinación, que lo alejaba del cumplimiento de su compromiso, se prometió no precipitarse. Si los asuntos se arreglaban, sería muy feliz casándose con María Teresa; si por el contrario el derrumbe se verificaba, sabría substraerse por medio de alguna última habilidad. Siempre le quedaría el placer de haber sido admitido en la intimidad de aquella joven distinguida, porque era realmente encantadora, ¡tan fina, tan linda!
Sin embargo, hacía unos días mostraba un carácter demasiado inclinado a la melancolía. Desde el principio de la enfermedad de su padre, se afectaba desmedidamente; en la hora actual aquello pasaba de los límites de la piedad filial. A Huberto no le gustaba mucho ver en su novia esa tendencia a dramatizar los hechos, a transformarse, súbitamente y sin pena, en enfermera. ¡Qué diablos! hay que ser razonable; no sería divertido si, una vez casados, tuvieran que suspender el curso ordinario de su existencia porque había algún enfermo en la familia; no deseaba este exceso de sensibilidad en la futura señora Martholl. Quería una mujer que tomase la vida por el buen lado, feliz en gozar del lujo, satisfecha de ser «del mundo» y contenta de divertirse en su compañía. El encanto que lo había retenido al lado de María Teresa, había volado al soplo de la fortuna adversa, y trataba de sustituir a la dulce fisonomía que lo seducía todavía, la de miss Maud Watkinson, bellísima joven americana a quien acababa de ser presentado en casa de la Condesa Husson.
Esa, sí, se interesaba en cuanto puede inventarse de más excitante, en punto de distracciones de toda especie. Si no fuera prometido de María Teresa, le habría agradado buscar la compañía de aquella joven yanki. Se decía que era muy rica; pero, aparte de esta cualidad esencial para él, era protestante y de familia desconocida y no respondía mucho a la segunda parte del programa trazado por la señora Martholl, que no aceptaría jamás a aquella nuera de ultramar.
El recuerdo de miss Maud Watkinson hizo recordar a Huberto que estaba invitado para la mañana siguiente a una partida de sport en que ella debía encontrarse en casa de los Brimont, en Compiegne.
Hacía algún tiempo que, preocupado de las desgracias por que pasaba María Teresa, y creyendo correcto participar de ellas, había vivido en lo que llamaba el retiro; es decir que se había presentado poco en el gran mundo, salvo en el club y en algunas comidas íntimas. Pero las palabras dichas a María Teresa lo desligaban. Evidentemente si su estado de noviazgo debía prolongarse, no podía continuar aquella vida de anacoreta. Por lo pronto había hecho bastantes sacrificios en obsequio a los lazos superficiales que lo unían a la joven; tenía que serle permitido distraerse, y concluyó diciéndose en su fuero interno:
—Mañana, a más tardar, partiré para Compiegne; me olvidarían si no me viesen más en casa de Brimont ni en las cacerías del Marqués de Gerfant. Además, acabaría por enfermar en esta casa de Chanzelles; son lúgubres a desesperar, desde que la enfermedad ha entrado en la casa y la ruina la amenaza. Cuando he pasado una hora allí siento que me salen canas. Hasta por la misma María Teresa es mejor que durante algún tiempo la vea menos a menudo. Yo no puedo amar en la tristeza, y me causa un fastidio tan grande ver caras de enfermos y ojos con lágrimas, que no tardaría en tomarle horror a la casa misma. Por nada del mundo querría que mi pobre amiga viese un día que me pongo de mal humor a su lado.
No fue, pues, por pura caridad que Huberto resolvió ir con menos frecuencia a casa de los Aubry. Al mismo tiempo juzgó que en su estado de espíritu le convenía divertirse, y como pasaba por delante del Teatro de Variedades, entró a tomar un palco, para pasar aquella noche en alegre compañía.
Lejos de decrecer, la enfermedad del señor Aubry tendía cada día a agravarse; sentía grandes dolores de cabeza; el menor ruido, repercutiendo en su cerebro adolorido, le causaba vivos sufrimientos, por lo cual se evitaba todo lo que pudiera turbar su descanso. Se hablaba en voz baja; se caminaba ahogando el ruido de los pasos; el palacete, tan alegre antes, parecía habitado ahora por sombras tristes y silenciosas. Desde la misma calle, no subía ningún ruido; una espesa capa de arena había sido extendida delante de la fachada para apagar las pisadas de los caballos y el rodar de los carruajes.
La luz también estaba proscripta del cuarto del enfermo, que era cuidado, en la oscuridad de los postigos cerrados y de las cortinas corridas, al trémulo resplandor de una lámpara. En estas condiciones la permanencia a su lado durante días enteros, constituía una verdadera fatiga, pues el señor Aubry, como nunca había estado enfermo, demostraba muy poca paciencia.
Aparte de Juan, no toleraba en su cuarto más que a su mujer y a su hija, y no quería ser cuidado y servido sino por ellas.
Como enfermero, Jaime no servía; su padre no podía tolerar la torpeza de sus movimientos. El joven era naturalmente brusco, y a pesar de su buen deseo, se adaptaba poco a las circunstancias: los muebles, las porcelanas, los vasos temblaban a su aproximación. Para la noche no se podía contar con él; la atmósfera pesada del cuarto lo adormecía en seguida, y los quejidos de su padre eran impotentes para despertarlo.
Generalmente era Juan quien velaba al señor Aubry. Este, por lo demás, lo llamaba sin cesar, para hablarle de los asuntos de la cristalería. Algunas veces el joven conseguía calmar sus inquietudes, pero otras le daba trabajo, sobre todo cuando se imponía la necesidad de obtener una firma.
Entonces el señor Aubry salía de su sombrío abatimiento para caer en una especie de fiebre exasperada. Tenía a Juan de pie delante de la cama durante horas enteras, lo interrogaba, y frecuentemente toda la noche transcurría en discusiones interminables. La paciencia del joven era inagotable y pasaba, sin lamentarse, de la labor del día a la fatiga de las noches.
María Teresa se habituaba también a confiar en su presencia. Cuando sonaba la hora de la llegada de Juan, acechaba sus pasos en la escalera. Al principio lo hacía maquinalmente, ansiosa de ver calmarse a su padre; pero una noche sorprendiose de esperar a Juan tan febrilmente... ¡Cómo, su camarada de la infancia la preocupaba hacía algún tiempo! ¿Era, pues, un hombre nuevo o lo había desconocido hasta entonces?
Tuvo que reconocer que su interés por él había estado paralizado durante mucho tiempo por consideraciones completamente exteriores, es decir, porque las maneras de Juan no habían tenido siempre esa elegancia convencional que se encuentra en los hombres de mundo.
Sí, lo reconocía; el exterior de «un cualquiera» la había inducido a ignorar el alma de aquel ser superior. ¡Cuánto deploraba en ese momento su snobismo que tantas veces había contribuido a que prestase atención a los jóvenes según el mérito de apariencias superficiales y fútiles! Juan, por lo demás, no chocaba ya las ideas exageradas que tenía respecto a la necesidad de cierto esmero en el vestir; por lo contrario, la simplicidad elegante del joven le gustaba, se armonizaba con su naturaleza de luchador infatigable, que no economizaba ni su tiempo ni sus fuerzas.
Sentada en el gran sillón, cerca de la cama de su padre, y no pudiendo en aquella oscuridad entregarse a ningún trabajo manual, pasaba estos momentos de ocio forzado, analizando los pensamientos nuevos que nacían en su espíritu.
Mecida por el monótono tic-tac del reloj, apoyaba su cabeza contra el alto respaldo del sillón, dejando errar sus miradas de las llamas de la chimenea a las sombras que bailaban sobre las paredes, y pensaba en Huberto y en Juan.
María Teresa poseía ese sentido crítico, ese espíritu de análisis que sabe deducir de un hecho algo más que el incidente trivial. Desde que los días transcurrían para ella en largas meditaciones, la noche en que los dos jóvenes se habían encontrado, le había venido frecuentemente a la memoria, y la escena de la pantalla incendiada, que la había hecho reír primero, le sugería ahora serias reflexiones.
Toda la oposición de carácter que existía entre aquellos dos hombres se revelaba en la acción impulsiva que cada uno de ellos había tenido, obrando bajo la influencia del instinto. Aquella acción la iluminaba sobre la diferencia completa de sus dos individualidades. En la manera que habían conducido Juan y Huberto en esta circunstancia, sin tiempo para reflexionar, obedecían a la esencia misma de sus naturalezas. María Teresa comprendía que la actitud del uno y del otro era la expresión franca de sus respectivas educaciones. De deducción en deducción, un juicio razonado se formulaba en el espíritu de la joven.
Ciertamente, no dudaba del valor de Huberto, y no exageraba tampoco la importancia del acto de Juan. No era por falta de valor que aquél, concurrente asiduo de las salas de armas, recurría a un criado para apagar papeles inflamados; era simplemente por no efectuar una operación que le parecía indigna de él. A este sentimiento se unía una cierta impotencia física: llamaba en su auxilio por ignorancia, sabiendo menos apagar un fuego que encenderlo.
Existe en las regiones subterráneas, en lo más profundo de las entrañas de la tierra, animalículos que viven y se reproducen en aquellas capas oscuras, y no suben jamás hasta la luz del día. Como madre económica, enemiga del despilfarro, la Naturaleza quita a cada una de sus criaturas los órganos que le son inútiles. Estos habitantes de las regiones tenebrosas, no teniendo necesidad del sentido de la vista, han perdido hasta las trazas de los órganos visuales. Lo mismo sucede en el hombre; en él se transforman y atrofian en lo moral como en lo físico todas las facultades no ejercitadas. Huberto representaba de una manera precisa el tipo del hombre tal cual lo hacen sus hábitos, en una vida de lujo, mecánica y fácil.
María Teresa no llegaba hasta lamentar la desaparición del hombre de las cavernas, defensor de su compañera en el fondo de las grutas, con palo y hacha de piedra; pero veía con sentimiento la degeneración de los hijos de la burguesía, alejados por una educación imprevisora de todo espíritu de iniciativa y de todo esfuerzo individual. En general, en ellos, la energía ha desaparecido, y si se busca esta primordial virtud del hombre, no se la encuentra sino en el alma de los seres forzados a luchar para conquistar un sitio al sol.
Se hallaba en este punto de sus reflexiones, cuando la voz débil del señor Aubry llamó:
—¿María Teresa?
La joven se levantó, e inclinándose sobre el lecho, dijo:
—¿Qué desea usted, padre?
—¿Qué hora es?
—Cerca de las siete.
—¿Cómo es que Juan no ha venido?
La impaciencia del señor Aubry empezaba a manifestarse con la fiebre de la noche, y su enervamiento aumentaba hasta la llegada del joven.
Con voz cariñosa, María Teresa trataba de calmarlo:
—No es tarde, usted sabe que no puede venir hasta las ocho.
—Hoy ha debido hacer algunas diligencias cuyo resultado espero con ansiedad; lo sabe y debía apresurarse.
—No se altere, querido papá—dijo María Teresa poniendo su cara sobre el rostro del enfermo,—Juan llegará pronto.
El señor Aubry miró con dulzura a su hija.
—Mi querida hija, ¡qué trabajo te doy! Soy muy exigente, ¿no es verdad?
—No, papá; solamente que temo que se exaspere. El médico le ha recomendado calma, usted lo sabe; hay que portarse con juicio, papá querido.
El señor Aubry calló un instante, luego dijo:
—Dime, ¿por qué no me hablas de Martholl y por qué no sube a verme?
—Creo que teme fatigarlo a usted.
—¡Ah!—exclamó distraídamente el señor Aubry, que parecía seguir una idea.—¿Pide noticias mías a lo menos? Se me figura que no viene tan a menudo; ahora no te llaman todos los días para recibirlo como en los primeros días de mi enfermedad.
—Ha disminuido sus visitas; sin duda se ha dado cuenta de que yo no tenía tiempo disponible para recibirlo, yo no estoy tranquila sino al lado de usted.
—¿Me dices la verdad, hija mía?—interrogó el señor Aubry con aire triste.
—Sí, padre, ¿por qué esa pregunta?
—Porque... tengo ciertas inquietudes.... quiero hablar con Juan...
—Dígame a mí...
—Sería inútil; Juan será claro; quiero hablar con Juan.
—¿Con Juan?—protestó la joven alarmada.—¡No, padre, se lo ruego, no le hable de Huberto a Juan! ¡Para qué!... ¡Qué puede él saber!...
—Es hombre de buen consejo y necesito saber cosas que él solo... ¿Son las ocho? Anda, ve si ha llegado. Estoy seguro que tu madre o Jaime lo retienen abajo.
—¿No quiere usted que yo me quede?
—No, no, estoy fuerte, no te inquietes inútilmente. Anda, hija mía, y mándame a Juan.
En el momento en que salía del cuarto, María Teresa inclinándose sobre el pasamano de la escalera vio subir a Juan; entonces, preocupada de lo que su padre podía decirle respecto de su novio, y aunque considerase esta acción poco correcta, en su gran deseo de oír, entró precipitadamente en el cuarto de vestir contiguo al dormitorio, y oculta detrás de una cortina, escuchó.
—¡Al fin llegas!—refunfuñó el señor Aubry con voz débil,—¡qué tarde vienes! Sabías que yo debía estar atormentado hoy, esperando tus noticias. Piensa en lo horrible que es mi situación: ¡verme amenazado, y estar aquí, paralizado, incapaz de moverme, y aún de pensar!—añadió llevando las manos a su cabeza, en un ademán de sufrimiento.
—Créame, señor, si usted tuviese más calma, estaría ya en pie.
—¡Más calma, más calma! es fácil de decir. ¿Cómo quieres que asista impasible a la crisis que nos aplasta?
—Desearía que usted tuviera en mí plena confianza—respondió Juan, que evidentemente quería eludir las preguntas sobre asuntos y números.
—¡Ah, mi pobre Juan! tengo absoluta confianza en ti, puedes estar seguro.
—Pues bien; si es así, ¿por qué se inquieta? Le afirmo que conseguiré restablecer nuestro crédito y reponer nuestra casa al estado en que se hallaba, gracias a la fabricación a bajo precio que hemos iniciado. Le suplico cese de atormentarse; estoy seguro del porvenir. Usted debe creerme puesto que yo se lo afirmo; ¿podría yo engañarlo? Los modelos que he hecho fabricar rápidamente, han gustado. Tenemos ya pedidos muy importantes, lo que me ha permitido tomar compromisos a término fijo, para los pagos que a usted lo preocupan. Nuestra antigua venta marcha siempre, y hasta marcha bien; el presente y el porvenir están asegurados; respondo de ello, mi querido señor.
—Tu iniciativa, tu energía me confunden... ¡Ah, tú me salvas, Juan!
—Pero, no, no, nada está en peligro; yo lo ayudo simplemente.
En tanto que el joven hablaba, María Teresa lo contemplaba: ¡cómo había cambiado su fisonomía bajo la triple influencia de los tormentos de su corazón, de su actividad cerebral y de las veladas multiplicadas! Su cara había palidecido; sus grandes ojos negros, brillantes de fiebre, acompañaban singularmente la sonrisa resignada que se dibujaba en su boca. En fin, el alma se revelaba bajo aquella ruda envoltura y daba cierta belleza a su rostro severo. Su voz vibrante, ardiente, tenía gran encanto cuando, como en aquel momento, tomaba un acento de autoridad mezclada de dulzura.
—Está bien, tengo fe en ti—dijo el señor Aubry que se debilitaba.—Tú respondes del porvenir y del presente de la cristalería; pero hay otro presente que me preocupa: me inquieta la situación de mi hija a causa de la falta de esos bribones... Al celebrar sus esponsales, contraje compromisos, y ésos tú no puedes asegurarme que los cumpliré...
—¿Por qué no?—respondió Juan, con gran calma;—sería necesario saber qué compromisos ha contraído usted...
Pero el señor Aubry se exasperaba:
—¿Entonces no comprendes nada? Puedes imaginarte que al realizar esos esponsales, he prometido una dote... Sí, tres mil pesos de renta y sesenta mil en dinero contante. ¿Podré, estando embrollados mis asuntos, retirar todos los años esa renta de la casa?
Juan, ayudando al señor Aubry a incorporarse sobre las almohadas, dijo:
—Podemos arreglarnos de manera que usted cumpla sus promesas sin tocar los rendimientos de la fábrica, indispensables a nuestra producción y a la reconstitución del capital perdido en el banco Raynaud.
—¿Cómo? ¡di pronto!... ¿Por qué medios? Yo he buscado y no he encontrado nada...
—Es muy sencillo. Mientras la casa no esté completamente a flote, yo renuncio a mis sueldos; con esto, usted asegura dos mil pesos de renta a su hija; la señora Aubry, haciendo economías en la casa, encontrará pronto los mil pesos restantes. Para formar el capital de sesenta mil pesos, yo traspaso al fondo social los sesenta mil pesos que usted me ha hecho ganar. Usted podrá colocarlos en el canastillo de bodas, rogando al señor Martholl, que le conceda un pequeño plazo para la entrega de los otros cuarenta mil pesos. De esta manera los novios tendrán algunos años de absoluta seguridad, aunque la fábrica no marche bien, lo que no tenemos que temer, ciertamente.
Dominado por una gran emoción, el señor Aubry murmuró con voz temblorosa:
—Juan, hijo mío, jamás consentiré en que hagas tales sacrificios, jamás, hijo mío... pero te los agradezco; es bueno, es grande, lo que me propones con tanta sencillez; es la acción de un noble corazón. Tú has ganado ese dinero economizando; yo no puedo aceptarlo, sería expoliarte.
—No diga usted eso, mi querido señor... yo sería muy desgraciado. ¡Cómo! ¿no comprende usted mi satisfacción de retribuir en tan ínfimas proporciones, todo el bien que usted me ha hecho? Si Jaime fuera el autor de la propuesta que yo hago, ¿no la aceptaría usted? Confiese que sí, que la habría aceptado. Entonces no rehuse; si no, establecería una diferencia entre Jaime y yo, y ya no le creería yo cuando me llamase su hijo.
—¡Juan, Juan!—se limitaba a repetir el señor Aubry, dominado por la emoción.—¡Si tú también eres mi hijo!
—Permítame hacer la combinación tal como yo la entiendo. Exijo por el momento que usted no se ocupe de nada. Si su cerebro trabajara menos, estaría ya restablecido; tenga, pues, calma, se lo ruego. En cuanto al casamiento de María Teresa, no debe usted retardarlo por miserables cuestiones de dinero. Es imposible que persista en negarse a asegurar la felicidad de su hija por tan fáciles medios.
—¿Su felicidad?... Esto es lo que me preocupa... ¡Si supieras cuánto me hace sufrir la idea de que lo sucedido pudiera perjudicar a mi hija!
—No, no la perjudicará, ni siquiera lo sospechará—dijo Juan con voz enérgica.—Ella no sabrá nada, jamás, de nuestra combinación; las cosas pasarán como si esta catástrofe no nos hubiese afectado... ¡Ah, mi querido señor! ¡todo, con tal que sea dichosa!
—Pero—respondió el señor Aubry, que buscaba un medio de rehusar la oferta generosa de Juan,—tal vez Martholl aceptaría nuevas condiciones... Ama a María Teresa.
—Le ruego no dé ningún paso en ese sentido. No sería proceder con dignidad, créame; eso no serviría sino para arrojar el descrédito en nuestros asuntos. Y además, reflexione, si ese señor desconfiase de las nuevas proposiciones modificadoras de las convenciones, ¿sería bien hecho de nuestra parte llevar la duda al alma de María Teresa? Ella cree en ese hombre, ella lo ama... Querido señor, le suplico que haga sin vacilar lo que le aconsejo.
—Pero, ¿qué será de ti, hijo mío? ¡yo te despojaría! Tú puedes equivocarte. ¿Si a pesar de tus valientes esfuerzos, nuestra casa no se levantase?...
—Piense usted primero en María Teresa, en ella sola; poco importa lo demás. Se trata de ella, no se ocupe usted de mí: yo no necesito de nada. Con tal que yo trabaje hasta mi último día y que usted me guarde un sitio a su lado, viviré resignado, si no feliz...
María Teresa, que no había perdido una palabra de esta entrevista, se sintió incapaz de continuar oyendo; abandonó el gabinete y se refugió en su cuarto para llorar.
Así era lo que Juan quería hacer para que ella pudiera casarse con Huberto. Juan, que si se pareciera a muchos otros hombres, habría empleado su voluntad, en crear obstáculos a su matrimonio. ¡No le bastaba sufrir en silencio! ¡quería además dar cuanto poseía! ¡Qué alma más generosa y noble!
La admiración que sentía la joven por Juan, la hizo notar, sin querer, lo singular que era la conducta poco afectuosa de Huberto. ¿Por qué la rareza de sus visitas coincidía con el mal estado de los asuntos del señor Aubry? ¿Por qué había expresado el deseo de demorar su casamiento? ¿Sería solamente por delicadeza, para dejarla libre de dedicarse al cuidado del enfermo por lo que Huberto había manifestado aquel deseo?
Sí, sí, ahora comprendía; temía que ella no tuviese dote, y tomaba sus precauciones. Había sabido, sin duda alguna, que el desastre del banco Raynaud, perjudicaba a la cristalería. Realmente, su novio hacía triste figura al lado de aquel Juan, a quien en su estrechez de espíritu, había considerado durante años como un hombre de condición inferior a la suya. ¡Cuánta vergüenza experimentaba al comprobar que no había sabido adivinar el valor moral de aquel ser humilde, y que había necesitado de aquellas circunstancias para conocerlo! Entonces se acusó de ingratitud, comprendiendo que ella era el ídolo del amor de Juan.
Llamaron a la puerta; la criada venía a anunciarle que le esperaban para comer. Se levantó y se miró a un espejo; como las huellas de sus lágrimas eran visibles todavía, no quiso bajar, temiendo alarmar a su madre, y sobre todo, porque no tenía valor para ver a Juan. Contestó que, sintiéndose fatigada, iba a meterse en cama. En efecto, una gran pesadez la invadía; habría querido dormir, no pensar más; pero su sobreexcitación demasiado grande ahuyentaba el sueño bienhechor. Sus ojos, al cerrarse en las tinieblas, aprisionaban la imagen de Juan entre sus párpados. Veía aquel varonil semblante, inclinado sobre el señor Aubry, en tanto que le explicaba con voz cariñosa su rudo y múltiple trabajo, y las medidas que debía adoptar, para no aplazar el casamiento anunciado. ¡Qué alma más enérgica y amorosa descubría en él! Por un fenómeno singular, le impresionaba menos su desinterés que su pasión silenciosa semejante a un culto. Todos los flirts le habían preparado poco para apreciar aquel noble y grande amor que se expresaba con tanta abnegación. ¿Qué palabras de amor había pronunciado Juan? Ninguna. La pasión pura que lo devoraba no precisaba de palabras para que la joven estuviese segura de su intensidad, más segura que de la que otro, no hacía mucho tiempo, le afirmaba sentir con declaraciones y juramentos.
—Huberto y yo nos hemos dicho mentiras muy dulces—se decía;—pero, él que no se ha atrevido a hablar ¡cómo ha sabido encontrar el camino de mi corazón!
Luego juzgó que era demasiado severa con Martholl; en suma no podía reprocharle nada decisivo que hubiese contribuido a la modificación de sus sentimientos. Su admiración por la conducta de Juan ¿bastaba, pues, para hacerla injusta? Lanzó un suspiro, viendo que no entendía nada de lo que pasaba en ella. Y, sin embargo, entre aquel caos de impresiones, distinguía claramente la felicidad que sentía por haber inspirado una pasión tan grande. Conmovida más profundamente de lo que hubiera deseado, permaneció largas horas despierta, gozando unas veces en hacer revivir los incidentes que le habían revelado la pasión de Juan, y desolada en seguida y llena de remordimientos ante la idea de lo que creía ser su defección respecto a Huberto.
Muy adelantada estaba la noche, cuando le pareció oír gemidos. Se levantó, se puso apresuradamente un peinador blanco, y abriendo la puerta, escuchó en efecto quejidos que partían del cuarto de su padre.
Corrió hacia él.
Juan estaba inclinado sobre el lecho.
—¿Qué hay?—interrogó ansiosa, en voz baja.
Al oír su voz el joven se estremeció y contestó sin volverse:
—Sufre... no lo encuentro bien... todavía no ha tenido un momento de descanso.
—¿Por qué no ha llamado usted?
—Era inútil; no hay más que darle la poción calmante prescripta por el doctor, pero, esta vez, no lo calma nada; tuvo, hace poco, un síncope corto; creo que ahora está un poco mejor. Por prudencia acabo de telefonear al médico.
Juan pasaba suavemente por la frente del enfermo un pañuelo mojado en éter. María Teresa se inclinó y rodeando con su brazo la cabeza de su padre, lo contempló con inquietud. Aquella fisonomía dolorosa, poblada por una barba gris y mal cortada ¿era el rostro de antes? Tan rápido cambio, en un ser tan querido, la conmovió profundamente.
De improviso, el señor Aubry pareció salir de su sopor, paseó a su alrededor una mirada vaga, y una tenue sonrisa entreabrió sus labios secos. Después, pasando sobre su frente la mano temblorosa como para concentrar sus pensamientos, se puso a hablar ligero con voz entrecortada:
—¿Eres tú, Juan?... ¡ah! sí, yo sabía bien que serías tú quien me sacaría de este agujero... fuera de las tinieblas... tú tienes un brazo robusto... robusto... sí, sí, yo te esperaba... yo sabía que tú vendrías... ¡oh! ¡qué mal estaba, qué mal!... pero ya estás aquí... quita esa piedra... aquí, aquí, sobre mi pecho, sobre mi cabeza.
—¡Ay, Dios mío!—exclamó María Teresa, asustada,—¡está delirando!... ¡Padre!... ¡Papá!... aquí estoy yo, que te adoro... papá ¿me oyes? ¡Oh, padre, padre, no delires más!
El señor Aubry continuaba:
—Sabes, Juan... hijo mío, mi verdadero hijo... sí, tú, Juan... tengo el medio de... te sorprendes... espera... espera... ¡Ah, ah, ah! ¡aquí esta... el medio de!...
Y el señor Aubry atraía hacia sí a Juan, con sus manos temblorosas.
—Escucha, voy a decirte el medio... ¡ah, ah! vas a quedar contento... escúchame... voy a darte el... ¡Ah, Dios mío!... Yo... ¿qué, qué? te daré... daré... mi querida hija... ¡sí, eso es!... ¡María Teresa a ti... a ti! tú trabajarás para ella, tú... para que sea siempre feliz... ¿Juan, Juan? promete... promete...
Juan, pálido hasta en los labios, había tratado de detener al señor Aubry; pero a medida que éste hablaba, se apoderó de él una emoción tan violenta que quedó mudo, escuchando, enloquecido, las palabras febriles del enfermo, y los sollozos ahogados de María Teresa.
De pronto, el señor Aubry pareció percibir a su hija:
—¿Tú estás ahí también, mi querida hija?... soy feliz... tú... él... reunidos... cuídala bien, Juan... ¡cuídala... no la dejes llevar... por... la desgracia! la desgracia... cuida... cuida...
Y haciendo un supremo esfuerzo, tomó entre sus manos las dos cabezas inclinadas hacia él, y los aproximó en un abrazo.
Juan se estremeció al sentir contra su cara la carne perfumada de María Teresa, y las caricias de sus cabellos.
—...¡Así... así... bueno!—proseguía el señor Aubry,—ahora puedo irme... ¡ah! viéndolos a los dos... juntos... sobre mi corazón...
Abrió los brazos y cayó sobre las almohadas.
Una atmósfera densa se cernía sobre ellos y María Teresa, extenuada, continuó sollozando sobre el hombro de Juan.
Debilitado por las fatigas y las veladas, incapaz de dominar ya sus nervios, exasperados más aún por las palabras del señor Aubry, trastornado por el contacto de María Teresa que, desfallecida, se apoyaba sobre él, Juan, no pudo resistir. Rodeando a la joven con sus brazos, la estrechó, y con voz ardiente y apasionada, soltó al fin su secreto:
—¡María Teresa, yo la amo!
Ella balbuceó sin fuerzas:
—¡Dios mío, Dios mío!
La hora que acababa de transcurrir había sido tan angustiosa para sus almas turbadas que, inconscientes, permanecieron así en brazos uno del otro, creyendo vivir en un sueño.
La joven fue la primera en reponerse; se apartó de Juan, y señalando la ventana:
—Es necesario abrir—dijo—no vemos a mi padre.
Juan obedeció.
La pálida claridad del alba naciente entró en la habitación.
Acostado en su lecho, el enfermo dormía; sus rasgos, momentos antes contraídos por el sufrimiento, se dilataban poco a poco; la respiración era menos jadeante, más regular.
María Teresa, aniquilada, se recostó en el gran sillón, en tanto que Juan, yendo hacia ella e inclinándose a su lado, le decía con voz grave:
—María Teresa ¿me perdonará usted algún día de haberme atrevido?... Dígame cuando menos que tengo disculpa; dígamelo, se lo suplico. ¡Hace tanto tiempo que ahogo mi corazón y sello mis labios para ocultar mi locura! Pero las palabras que acababa de oír ¿no eran como para hacerme perder la razón? Yo sé muy bien que no debo tener esperanza; nunca la he tenido, se lo juro; yo sé que ama usted a otro... Esas palabras, las he pronunciado a pesar mío, mi amiga, mi hermana, al oírla llorar sobre mi pecho. ¡Le suplico que me diga que me perdona!... Yo haré lo que usted quiera, no volveré a verla más, renunciaré a mi única alegría: la de contemplarla. Puedo soportar todo excepto su enojo.
Y como la joven permaneciera muda, enloquecida por aquella situación nueva que había creado la confesión de Juan, éste añadió, interpretando mal su silencio:
—¡Pero míreme por favor, vea cuánto sufro! ¿No merezco su piedad? ¡Ah, tenga piedad! ¡Piedad, solamente!
Involuntariamente, ella volvió hacia él su cabeza recostada sobre un almohadón. Al ver las miradas de súplica que ardían en aquella pálida cara, una extraña angustia la sobrecogió, y mientras que Juan decía en tono suplicante:
—Le ruego, María Teresa, que me diga que no está irritada contra mí... ¡perdóneme!
La emoción de la joven se hizo tan fuerte que su garganta no pudo dar paso a ningún sonido; entonces, sintiéndose incapaz de formular sus pensamientos y de substraerse a las sensaciones que la agitaban, le tendió la mano, cerrando los ojos.
¿Qué podía decir, además, si no se reconocía en el derecho de pronunciar las palabras que a sus labios subían de su corazón?
En aquella hora decisiva había sido conquistada por completo; Juan le había revelado el amor verdadero, el que brota vibrante y natural de la humanidad. ¡Ah! aquel grito que resonaba aún en sus oídos ¡cómo había conmovido todo su ser! Había comprendido aquel clamor lanzado por la sangre y por la carne, por el espíritu y por el alma de un hombre. Magia de la voz humana: las palabras de amor hacían arder su corazón y la saturaban de una dulzura incomparable.
¿Por qué estaba comprometida? ¿Por qué no podía romper aquella fútil promesa, y dar a Juan no sólo el placer del perdón sino también la dicha de aceptar su mano?
Asustada del impulso irresistible que sentía crecer en ella, y queriendo substraerse a la tentación de mostrar a Juan la emoción que la embargaba, se levantó y salió del cuarto sin pronunciar una palabra.
Juan la vio alejarse y creyó haber perdido para siempre todo lo que le quedaba de ella: su confianza y su amistad. Un dolor inmenso lo anonadó; creía haber sufrido hasta entonces; pero esto no era nada en comparación de lo que sentía en aquel momento, torturado por la certidumbre de haberse hecho ridículo u odioso a su adorada María Teresa.
Después de esta última crisis, el señor Aubry estuvo varios días en peligro. Durante algún tiempo, los médicos consideraron desesperado su estado. Al fin, los solícitos cuidados y la fuerza de su constitución triunfaron de la enfermedad.
Huberto había ido a enterarse del estado del enfermo, pero cada vez más se sentía helar a la vista de aquella casa triste y de aquella familia desolada. Además, los informes que recibía sobre la cristalería aumentaban su reserva y su circunspección. Su madre y él contemplaban con inquietud los acontecimientos probables: la muerte del señor Aubry y la quiebra de la casa.
La señora Martholl concibió temores muy serios. Preocupada de que su hijo pudiera encontrarse en una situación comprometida, se hizo apremiante y persuasiva. Huberto se mostró dócil a las exhortaciones maternales; no pareció obstinarse en demostrar a María Teresa sentimientos inoportunos; sin embargo, débil y vacilante, no osaba provocar una franca ruptura. Con tenacidad, la señora Martholl se echó en busca de algún motivo «honorable» que los sacase de apuros; pero su imaginación, práctica en habilidades diplomáticas, permanecía infecunda, no sugiriéndole sino medios evasivos y dilatorios. Finalmente, a fuerza de acumular sobre aquella idea que la acosaba, todos los recursos de su espíritu fino y despreocupado, concluyó por encontrar un subterfugio.
Un día que su hijo venía de la calle Vaugirard trayendo muy malas noticias, le dijo:
—Mi querido Huberto, hay que acabar y no eternizarnos en esta situación. Si no te decides a solucionar las cosas, podemos ser sorprendidos por los acontecimientos y vernos en la imposibilidad de esquivarnos. Mientras más esperes, más difícil será eludir las responsabilidades que te amenazan. Y después ¿qué actitud observarás ante la impresión de ciertas emociones? El espectáculo del dolor y de la muerte nos hace sensibles y arriesgas proceder irreflexivamente, influido por la presencia de una novia deshecha en lágrimas.
A Huberto le parecía que la prudencia de su madre tomaba un aspecto algo maquiavélico, pero no lo llevaba a mal; sabía que hay que ser indulgente con las exageraciones del amor materno. Las de la señora Martholl le procuraron el famoso medio «honorable.»
Según sus consejos, Huberto debía decir a su novia que la señora Husson acababa de caer enferma en Valremont, donde había ido a pasar algunos días. Él y su madre se veían en la obligación de ir a prodigar sus afectuosos cuidados a aquella excelente amiga que los llamaba y los esperaba.
Huberto puso en ejecución este proyecto en el momento mismo en que el estado del señor Aubry inspiraba más vivas inquietudes; anunció a María Teresa que se ausentaría por algunas semanas.
Para la joven fue un alivio la noticia de esta partida; las visitas de Huberto le eran penosas desde que estaba segura de la tibieza de su amor, comparado con el de Juan.
Además, sufría, porque en su rectitud se consideraba en falta. Aquella noche de dolor y de delirio en que las palabras de su padre le hicieron conocer el estado de alma de Juan, había interpuesto una sombra entre ella y Huberto. Muchas veces quiso confiarle la afección creciente que sentía hacia Juan, y referirle los sacrificios que éste quería hacer para que su casamiento no fuese demorado. Pero ¿cómo abordar tal asunto sin cometer una indiscreción respecto a Juan y aparecer haciendo presión sobre el mismo Huberto? Temía humillar injustamente a este último declarándole que no sería su esposa si no la tomaba sin dote, pues no consideraba digno de él ni de ella, aceptar el sacrificio de Juan.
Anhelando salir del laberinto en que sus pensamientos se perdían, no encontraba la senda que su conciencia atormentada le sugería tomar para salir al gran camino donde evolucionaría lealmente.
Mil escrúpulos la detenían; si hubiera estado cierta de que su novio deseaba una ruptura, no habría vacilado en retirar su palabra. Pero Huberto nada había dicho que justificase tan repentino cambio de ideas. Que quisiera romper su compromiso después de seis meses de contraído, por una miserable cuestión de dinero, le parecía una suposición grave e infundada. ¿Por qué sospechar que Huberto se hubiese prendado solamente de su dote? Probablemente consideraría muy natural renunciar a las ventajas pecuniarias que ella podía haberle proporcionado. Por otra parte, no había dejado de observar un cierto despego en su novio, pero esta impresión no era una certidumbre.
Los días de dolor que sobrevinieron, en los que hubo que disputar a su padre a la muerte, la alejaron por algún tiempo de todo lo que no fuera aquella única y piadosa ocupación. Solamente cuando la mejoría esperada permitió, al fin, a toda la familia vivir en una atmósfera de libertad, fue cuando María Teresa volvió a ser presa de las mismas irresoluciones, tanto más cuanto que durante aquellas horas crueles Juan había continuado demostrando una consagración admirable, luchando a la vez contra la ruina y contra la muerte. El pobre Juan al lado de ella se mostraba como avergonzado. Huía de su presencia, no atreviéndose a mirarla. Si sus manos se rozaban, al levantar juntos las almohadas del señor Aubry, él palidecía de angustia, y, en el silencio de la alcoba, María Teresa sentía los latidos precipitados de aquel corazón sobre el cual, una noche, se había apoyado cariñosamente.
—¿Hasta cuándo conseguiría ocultar al joven el lugar, cada día más grande, que ocupaba en su pensamiento?
En cuanto a Huberto, su ausencia se prolongaba. Habiendo sabido la mejoría sobrevenida en el estado del señor Aubry, «la aprovechaba,» había escrito, «para quedarse en Valremont al lado de la señora Husson que quería retener a sus amigos.»
María Teresa no acertaba a juzgar la conducta de su novio, y no se resolvía por lo tanto a romper con él, cuando una conversación la iluminó y le suministró la solución que buscaba.
Desde que su querido enfermo estaba fuera de peligro, ella y su madre recibían a las personas que iban a informarse de la salud del convaleciente. Entre las más asiduas se contaban a la señora Gardanne y su hija. La solicitud de esta última no se refería exclusivamente a la salud del señor Aubry; existía otro asunto que picaba su curiosidad.
Un día, no pudiendo contenerse más, Diana preguntó:
—¿Qué se hace tu Huberto? No se le ve ya por aquí.
María Teresa, confusa, se limitó a responder evasivamente:
—Probablemente viene a otras horas que tú, lo cual explica que no lo encuentres.
Pero Diana escuchaba distraídamente la respuesta a su pregunta; en el mismo orden de ideas, acababa de hacer otro descubrimiento importante.
—¡Hola!—exclamó, señalando el dedo de su prima,—¿ya no llevas tu anillo?
—¿Mi anillo?—dijo María Teresa ruborizándose,—lo habré olvidado en mi tocador.
En realidad, hacía algún tiempo descuidaba intencionalmente ponerse su anillo de novia; había observado que los ojos de Juan eran invenciblemente atraídos por el fulgor del rubí tornasolado, sobre el cual parecían caer todas las caricias de la luz. De manera que por una delicadeza instintiva, no queriendo colocar diariamente ante sus ojos un símbolo que debía afligirlo, no se ponía el anillo. Muchos eran los días que esta joya descansaba en su estuche.
—No se debe quitar el anillo de novios—declaró sentenciosamente Diana.
—¿Qué quieres? He estado tan atormentada, he pasado por tales angustias, que no es extraño que se me haya olvidado de ponerme hoy esa alhaja.
—Eso no es una alhaja, es tu anillo—insistió Diana.
Luego, decidida a ir hasta el fin, en la seguridad de que su perspicacia natural la había conducido sobre la buena pista, continuó:
—¿Entonces Huberto no ha sabido que mi tío ha estado muy mal?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Pues, por una razón muy sencilla; porque no ha estado a tu lado en los días de peligro.
—En efecto—respondió María Teresa, que por un exceso de delicadeza no quería acusar a Huberto,—tuvo que ausentarse algunos días antes de la última crisis que sufrió papá.
—¿Y tú no lo llamaste? Supongo que habría venido, en vez de ir a las carreras de Ascot; Bertrán lo encontró allí... Huberto manejaba un mail lleno de señoras muy chic, y en el que todo el mundo, incluso él, parecía divertirse extraordinariamente; Bertrán pudo reconocer a miss Maud Watkinson, ¿sabes? esa americana tan rica de quien se ha hablado tanto este invierno y que anda por todas partes con la Condesa de Husson.
—No conozco a miss Maud Watkinson—dijo María Teresa, tratando de encubrir bajo un aire de gran indiferencia la sorpresa que le causaban las palabras de Diana.—Hace cuatro meses que vivo reclusa... Pero dime, a propósito de esto, ¿la Condesa de Husson no acaba de estar muy enferma en Valremont adonde había ido a pasar unos días?
—¡Tú sueñas, mi pobre María Teresa! ¿Enferma en Valremont la Condesa de Husson? Es imposible; no ha cesado de mostrarse en todos lados: en el Bosque, en la Opera los viernes, en las quincenas de la Marquesa de Beaufort, en el garden-party de la Embajada de Inglaterra, en la fiesta de los Drags en Auteuil... y ¡qué sé yo!
María Teresa sintió que la inundaba una alegría indefinible; ¡por fin adquiría la prueba manifiesta de la defección de Huberto! Diana quedó confundida al ver el aire de alegría con que su prima recibía aquellas revelaciones. No se animó a servirle las frases de consuelo que traía preparadas, como buena persona que trata de curar las heridas que ha hecho.
—¡Esto no es posible, me hace una comedia!—se decía ante los ojos risueños que la miraban;—no se recibe de esa manera la noticia de la mala conducta de un novio.
En otro rincón del salón, la señora Gardanne, de muy buena fe, ponía un celo no menos caritativo en instruir a su cuñada del encuentro que había hecho Bertrán en las carreras de Ascot.
La pobre señora Aubry, que no tenía las mismas razones que María Teresa para recibir alegremente estas confidencias, quedó desolada. Cuando la señora Gardanne y Diana hubieron partido, llamó a su hija, y su aire afligido probó a María Teresa que su tía y su prima se habían complacido en hacer el mismo relato.
La joven tomó el brazo de su madre, apoyó su linda cabeza sobre el hombro materno, y dijo cariñosamente:
—Querida mamá, puedes estar tranquila, no estoy afligida.
—¿Tú sabes, entonces?
María Teresa se sonrió.
—Que Huberto ha ido a las carreras de Ascot, que ha mentido, y que se divertía mientras nosotros sufríamos. No solamente esto no me desagrada, sino que me llena de felicidad...
La señora Aubry no comprendía. Azorada de oír una confidencia tan inesperada, balbuceó:
—¿Tú eres feliz?
—Mamá, yo no quiero casarme con Huberto Martholl. Desde hace algún tiempo buscaba un motivo para romper nuestro compromiso; no tenía más que el pretexto de mi desafección y me parecía cruel invocarlo; no me atrevía por delicadeza. Pero ahora soy libre. La rara conducta del señor Martholl me deja libre, libre, libre. ¡Qué dicha!
—¿Pero qué ha pasado entonces? ¿Por qué no me has enterado de la transformación de tus sentimientos?
—Acabo de hacerte la mitad de mi confesión, querida madre—y súbitamente la joven se ruborizó,—aquí está la otra: amo a Juan.
La señora Aubry levantó suavemente la cara de su hija, apoyada siempre en su pecho, y mirándola, con tono grave le dijo:
—¿Amas a Juan? ¿Estás bien segura? No vayas a equivocarte esta vez. ¡Sufriría tanto ése!...
—¡Ah, madre! ¡cómo no lo he de amar, después de todo lo que ha hecho por nosotros!
—Es precisamente porque se ha conducido como un hijo admirable, que te pongo en guardia contra una inclinación que no es tal vez amor, sino un gran, un vivo reconocimiento; porque, desgraciadamente, no es cumpliendo su deber, como un hombre consigue atraerse el amor de una joven.
—Madre, eso es una crítica merecida por la ligereza de mi primera elección; ahora veo más claramente lo que pasa en mí. Juan ha hecho algo más que cumplir su deber hacia mí; ¿no lo sabías?
Y como la señora Aubry la mirase interrogativamente, María Teresa contó la conversación que había sorprendido, el sacrificio de Juan poniendo sus haberes en el fondo social de la cristalería, para asegurarle a ella el casamiento con otro, aunque la amaba en silencio desde hacía mucho tiempo.
Cuando la joven concluía de referir cómo después del regreso de Juan había sentido el amor verdadero, el amor grande, penetrar lentamente en su alma, Jaime entró.
Enterado de los sentimientos que María Teresa acababa de expresar, abrazó contentísimo a su hermana.
—Te felicito, mi querida Teresa; esta vez tu elección es realmente buena. Ahora me veo libre de una gran responsabilidad; la conducta de Martholl me inquietaba; se le veía por donde quiera que había diversiones, despreocupado de nuestras desgracias. Comprendo su táctica. Me habían prevenido de que no cesaba de recoger informes en todas partes sobre nuestra situación financiera. Como no la encontraba muy de su gusto, quería desligarse de su compromiso, y para no hacer un papel odioso, se ha arreglado de manera que la ruptura la iniciásemos nosotros. No está mal imaginado. ¿No piensas lo mismo, María Teresa?
Gravemente, la joven dijo:
—Yo pienso que de todos los servicios que Juan nos ha hecho, el más meritorio es el de haberme hecho comprender lo que constituye la grandeza del alma. ¡Cuánto habría sufrido yo, siendo la mujer de Martholl, al descubrir poco a poco la naturaleza ligera de ese ser exclusivamente egoísta!
—Querida hermana, Juan nos ha librado de peores desastres: la quiebra y la muerte de nuestro padre, porque papá habría muerto. Gracias a una nueva invención, Juan levanta nuestra casa, restablece nuestro crédito y nos salva de terribles desgracias.
—La Providencia, hijos míos, nos devuelve centuplicado lo que hemos hecho por ese huérfano—dijo la señora Aubry, con voz conmovida.—¡Que sea bendito!
Un enternecimiento súbito o intenso de gratitud y cariño hacia Juan los invadía.
—¡Qué dicha, poder hacerlo feliz a mi vez! La idea de mi propia felicidad se aumenta al pensar en el amor que me tiene. Madre, ¡si supieras cuánto me quiere!
—Pero ¿qué vamos a hacer ahora? Tú, parece olvidas que eres la novia de Huberto Martholl, hija mía...
—¿Quieres dejarme escribirle? Tomaré sencillamente, la iniciativa de la ruptura; no podrá menos de quedar agradecido.
—Haz como quieras, querida mía, tengo confianza en la bondad de tu corazón y en la rectitud de tu espíritu.
—Ahora, tengo que pedirles algo, a ti, madre, y a ti, Jaime; prométanme guardar secretas para mi padre, para todo el mundo, para Juan, principalmente, las resoluciones que he tomado. Quiero que la calma vuelva a nuestros espíritus antes de comenzar una vida nueva.
Después de haber obtenido la promesa que exigía, la joven subió alegremente a su cuarto, y escribió en seguida a Martholl.
De regreso de Londres, la víspera, Martholl se despertó de muy mal humor. Lo primero que se presentó a su espíritu fue el pesar de haber perdido una fuerte suma de dinero en las carreras de Ascot, donde había visto desaparecer sus esperanzas con el caballo que las llevaba.
Huberto no era jugador liberal; hombre de orden, adorador del dinero, detestaba el perder. Había jugado en Ascot por espíritu de imitación, para no ser menos que los amigos que lo rodeaban; pero como la pérdida que había sufrido iba a desequilibrar su presupuesto durante algún tiempo, su disgusto era profundo. La escasez de dinero que lo amenazaba, lo hizo pensar en la desagradable vida que pasaría si, en el curso de su existencia, se viese obligado a imaginar sin cesar combinaciones financieras, a fin de vivir decentemente. ¡Gran Dios! qué dificultades tendría, si no se casaba con una mujer rica.
—María Teresa es encantadora—se decía,—pero cuanto más reflexiono, más me convenzo de que sería una locura casarme con ella en las circunstancias actuales.
Somnoliento todavía, abrió los ojos, miró a su alrededor, y experimentó una sensación de vivo placer al contemplar las cosas confortables y elegantes que lo rodeaban.
—¿No soy feliz así?—pensaba.—¡Casarme, para llevar una existencia agradable, exenta de preocupaciones pecuniarias, pase! Pero ir a encerrarme en un pequeño departamento, ser mal servido por un personal reducido ¿cómo resignarme, a menos de estar loco?
Y, como Huberto era razonable, se absorbió en meditaciones para encontrar el medio de esquivarse.
En aquel piso bajo, amueblado en un estilo inglés muy puro, época de la Reina Ana, la vida interior se desarrollaba según las reglas de un reglamento severo, completamente británico. Huberto fue interrumpido en sus reflexiones por la entrada de un criado, inglés, como los muebles, que le traía el té y el correo.
El joven echó sobre su correo una mirada distraída, pero habiendo notado entre las cartas y los diarios un amplio sobre sellado con lacre blanco, hizo un gesto de inquietud.
—¡Una carta de María Teresa!—murmuró sorprendido.—¿Qué me escribirá? ¿Estará inquieta por mi ausencia? ¡diantre! esto no concuerda con mi proyecto de concluir.
Rompió el sobre y leyó:
«Voy a decirle adiós, Huberto, y espero que su pesar no será grande. No quiero abusar de su buena fe; he dejado de ser la María Teresa de quien usted gustó, hace un año. Los acontecimientos de este último tiempo han aclarado mi inteligencia y me han hecho ver que nuestros gustos son tan contrarios, nuestro modo de pensar tan opuesto, que es mejor que renunciemos a unir nuestros destinos. Tenemos una manera demasiado diferente de concebir el empleo de nuestros días. ¡He reflexionado mucho, he tratado igualmente de conformarme a sus deseos, y encuentro que no me divierto nada, divirtiéndome! Estoy cierta que usted no amaría mucho tiempo a una compañera tan poco aficionada a la gran vida. Créame, hemos equivocado el camino.
»Tengo, pues, escrúpulos de privar a alguna joven, hermosa y encantadora, de una posición que yo ocuparía sin ningún placer, en tanto que para ella sería, fuera de duda, una fuente de distracciones y alegrías.
»Otra razón me decide a hablarle a usted así. ¿Recuerda los proyectos para el porvenir que formábamos juntos? He deducido en ellos este hecho singular: yo no era para usted más que un accesorio de la decoración de sus fiestas. Jamás me dijo: «usted será mi amiga, mi compañera amante y fiel; ¡qué placer tendré en gozar a su lado de la paz del hogar y del encanto de la intimidad!»
»No me equivoco, ¿verdad? afirmando que jamás ideas tan mundanas fueron formuladas por usted. Por el contrario, usted me decía: «Haremos gran vida; recibiremos mucho, saldremos más, aprovecharemos los yates de nuestros amigos, y, si heredamos a la Condesa de Husson, tendremos caballos de carrera. ¡Un stud! Este es mi sueño.» ¡Ay! ¡pero no es el mío! Cada vez pienso y me convenzo más de la imposibilidad de ligarme a una existencia semejante. Además, su realización, depende de una condición esencial: mucho dinero. Yo no soy indispensable... Una compañera más mundana, que forme hermosa pareja con usted en esa vida de alegría, no le será difícil encontrar. En cuanto a que yo sea esa compañera, es, actualmente, irrealizable en absoluto, por esta razón convincente y muy sencilla: no tengo dote. No tengo dote, porque rehúso recibir la que quiere darme mi familia.
»Mi padre me adora, usted lo sabe, y, a pesar del mal estado de sus negocios, se impondría los más duros sacrificios para asegurarme la dote y la renta prometidas... ¿No juzga usted que sería odioso que la vida de trabajo sobrellevada por mi padre no sirviera sino a mantener en el lujo y en los placeres a dos personas jóvenes y fuertes, mientras él debería continuar su dura labor, y condenarse a una existencia mediocre o incómoda? Seguramente, usted piensa como yo: seríamos despreciables si aceptásemos tal situación.
»Cierto, no lo pongo en duda, usted es bastante gentleman para tomarme por esposa sin dote; pero mi padre no lo consentiría, se considera obligado por su formal promesa. Así es que, como usted ve, en esta alternativa no me queda más que decirle adiós.
»Durante algún tiempo he sido la novia de su selección; esta preferencia no ha dejado de envanecerme; es una especie de estimación de mi humilde persona, que me da algún valor, y del cual haré don a mi marido.
»Espero que ya estará completamente tranquilo por la salud de su amiga, la señora Husson, que tantas inquietudes le causó. ¡Qué buena idea ha tenido para restablecerse, de hacerse acompañar por usted a Ascot, en los días de carreras!»
Y la carta terminaba con un correcto y trivial adiós. Cuando terminó la lectura, Huberto se sintió algo indignado. Consideraba casi una afrenta la iniciativa de María Teresa para deshacer sus esponsales. ¿Lo creía, pues, incapaz de casarse sin recibir dote?
Pero en seguida se sonrió de este último resto de caballerosidad que había brillado en su interior. ¿No quedaba todo bien arreglado así? La carta lo libraba de un gran compromiso. La releyó, pesó las palabras y analizó las frases...
La que había escrito aquellas líneas tan mesuradas, tan finamente irónicas, parecía bien determinada a persistir en su resolución; ni un arrebato que revelase cólera de celos, ni reproches exigiendo explicaciones, ni emplazamientos de ninguna clase. Evidentemente no le despedía con la secreta esperanza de atraerlo. Estaba sorprendido, y no comprendía aquel carácter de mujer. Por un instante, su fatuidad se rebeló de lo poco que lo sentían. Sin embargo, pronto volvió a sus sentimientos prácticos y agradeció a María Teresa el haber sabido comprender sus intenciones.
¡Qué inteligente, fina, llena de tacto y espiritual era aquella María Teresa! Lástima grande perderla. Pero consideró que se enternecía inútilmente. Puesto que los acontecimientos se imponían, él no tenía más que inclinarse.
Los rayos de sol que brillaban sobre la bandeja de plata, atrajeron sus miradas.
—¿Otra carta?—dijo, tomando un sobre.—¡Ah! es de la señora de Husson.
Y leyó:
«Amigo mío:
»Esta noche comeremos en Armonville. He resuelto hacer locuras; en seguida iremos a la fiesta de Neuilly. Cuento contigo y con dos o tres amigos más, para que nos acompañen. Es una fantasía de mi amable niña Watkinson. No dejes de ser exacto. A Armonville, esta noche, a las ocho.—Tu vieja amiga—Matilde Husson.»
La señora de Husson, segura de la aprobación de la señora Martholl, no ocultaba sus proyectos. Había mirado siempre con malos ojos el casamiento de Huberto con la señorita Aubry. Habiendo decretado que el joven no se casaría sino bajo sus auspicios, su compromiso, contraído sin que ella hubiera tenido en él la menor participación, no le pareció nada ortodoxo. De aquí que repitiera sin cesar que Huberto y sus «esperanzas» valían una fortuna mayor. Enterada de los incidentes desagradables ocurridos en la familia Aubry, unió sus esfuerzos a los de la señora de Martholl, para que Huberto no cometiera la falta de entrar en una familia amenazada por la ruina.
Habiendo tenido la suerte de encontrar la famosa gran fortuna en las lindas manos de miss Maud Watkinson, empleó sabias maniobras para poner constantemente a su protegido frente a la joven heredera. De acuerdo con la madre de Huberto, ponderaba, delante de él, a los jóvenes argonautas modernos que saben conquistar el Vellocino de Oro. La victoria reciente del joven Duque de Castillon, que se había cubierto de gloria en una aventura semejante, alentaba las esperanzas en el corazón de muchas madres. La señora de Martholl no se libró de este contagio, y, desde entonces, razonablemente, habituó su espíritu a las concesiones.
Una nuera protestante es susceptible de ser convertida por la influencia de piadosas exhortaciones, ¿y devolver al regazo de Nuestra Señora Madre la Iglesia una oveja descarriada, no es hacer una obra piadosa?
Continuando la lectura de su correo, Huberto descubrió una pequeña caja, cuidadosamente envuelta. La abrió: era el estuche, sobre cuyo terciopelo blanco descansaba el anillo de rubí.
—Si el proyecto de la Condesa de Husson marcha bien, he aquí algo que compensará mis pérdidas en Ascot—pensó juiciosamente.—Este rubí sentará deliciosamente en la mano de miss Maud. Haré rehacer el engaste con algunos brillantes; un anillo más relumbrante se armonizará mejor con su género de belleza.
Huberto cerró el estuche y lo puso en la bandeja, no sin ahogar un suspiro; hasta murmuró:
—¡Quién sabe!... En fin, mejor es que sea así... ¡Ah, María Teresa! ¡eres tan linda, sin embargo!
Luego, filosóficamente, bebió su té, estiró el brazo, tomó un diario, y se puso a leer.
Tal fue la oración fúnebre de lo que Huberto creyó ser, de su parte, un grande y delicado amor.
Hacia el fin de agosto, Juan se hallaba solo en el gran escritorio de la cristalería de Creteil. Era uno de esos días de calor deprimente, que parecen retardar el transcurso de las horas lentas. Aquella atmósfera tempestuosa, que pesaba sobre la Naturaleza, haciendo cesar el canto de las aves y el murmullo de las hojas, exasperaba los nervios enfermos del joven.
Sentado delante de la mesa de trabajo, fastidiado de todo, en un abatimiento físico y moral angustioso, como nunca había sentido, seguía con la mirada distraída las nubes negras que invadían poco a poco todo lo que quedaba de cielo azul. Y semejantes a aquellas nubes, sus ideas sombrías chocaban entre sí, torturando su cerebro.
El esfuerzo tentado, el abandono completo de sí mismo, la abnegación llevada hasta el martirio ¿de qué servían? Cada día, con toda injusticia, sentía más pesado el fardo de su aislamiento. ¿Por qué también había dejado que aquella pasión lo dominase hasta el punto de quebrantarlo? Juan veía con terror desvanecerse su valor y su fe en el porvenir. Sabía que jamás conocería la felicidad. Una sola cosa subsistía todavía a sus ojos: la necesidad de cumplir su deber por gratitud al señor Aubry. Esta idea lo mantenía fiel en su puesto.
A menudo se reprochaba el dejarse vencer por un pesimismo peligroso. Ante su impotencia para encontrar la calma, la energía de su voluntad desamparada se acusaba de debilidad y de egoísmo; pero no podía dominar su tristeza creciente. La preocupación de los negocios tenía al menos esta ventaja: que distrayendo su espíritu, le hacía olvidar momentáneamente, su pesar; pero ese recurso desesperado le faltaba desde que la tranquilidad de los trabajos ordinarios reemplazaba en él a la fiebre del recargo de tarea de los últimos meses, y que, libre de inquietudes pecuniarias, veía a la fábrica prosperar de nuevo.
Pero ¿sería el enervamiento causado por sus fatigas? Ese día sentía impulsos de rebelión desconocidos en su alma. Los paseaba, sin poderlos disipar, entre aquellos muros donde había crecido; erraba, desamparado, en aquella fábrica que contenía todo su pasado, retenido por la fuerza del hábito y por el deber, buscando en todos lados sus viejos recuerdos.
Cada evocación del pasado, le refería su amor, la alegría, el sol de su juventud.
En uno de aquellos hornos ¿no había él mismo fabricado toda una minúscula vajilla de muñeca? Recordaba, como si este recuerdo hubiera datado de la víspera, su felicidad al recibir en pago de la sorpresa hecha a la niña, los frescos besos de su boca rosada. Siempre, en todas partes, era ella, que aparecía, siempre ella. ¿Qué hacer para olvidarla?
¿No alcanzaría jamás el reposo del espíritu sino en el olvido, aun no volviéndola a ver?
Planteó el problema de lo que haría cuando ella estuviera casada y se llevara lejos todos los sueños de amor fundados sobre ella. Le pareció que le sería imposible vivir sin aquella presencia, cuyo encanto lo tenía embelesado desde hacía tanto tiempo. Entonces, en un acceso de rabia interior, sintió haberse sacrificado. ¿No debía más bien haber dejado cumplirse los acontecimientos y que la casa se hubiera derrumbado? María Teresa sin dote ¡quién sabe lo que habría sucedido! Por lo menos, ella hubiera visto lo que era capaz de hacer por ella aquel Juan que desdeñaba. Él se habría puesto a trabajar con encarnizamiento a fin de reconstituirle una fortuna.
Desalentado nuevamente, pensó:
—¿Para qué? María Teresa no me ama, y yo no puedo modificar su corazón.
La última vez que había visto a la joven fue en la estación del ferrocarril de Saint-Lazare.
Cinco semanas hacía que los Aubry habían partido para Etretat, por haber aconsejado el médico que el convaleciente tomase los aires del mar. Mientras Juan ayudaba a los viajeros a acomodarse en el vagón, éstos le demostraron, al darle el adiós, un extraordinario cariño, lleno de emoción; guardaba como un tesoro la visión de la radiante sonrisa de María Teresa, y la durable presión de su mano.
Pero ¿era esto sorprendente? ¡Bah! los Aubry eran bastante inteligentes para comprender el prodigio que acababa de hacer por ellos. Ella también, sin duda, le guardaba mayor afección, agradecida a los cuidados prodigados a su padre y al éxito de sus esfuerzos para salvar la cristalería. ¿Y no era una gracia suprema que demostrase haber olvidado las palabras locas en que dejó escapar su secreto, en una noche de fiebre y de angustia? No, ella no comprendería jamás cuánto la amaba.
Y ahora, ¿cuándo la volvería a ver?
Huberto Martholl se había reunido a ellos, indudablemente. El casamiento no podía demorarse más, puesto que el señor Aubry estaba ya bueno y los asuntos arreglados... ¡Ah! ¡los terribles, los dolorosos celos atenazaban el corazón y el cerebro de Juan, cuando evocaba aquella hora tan próxima! Se desesperaba por encontrar algo que le impidiera pensar en aquellos novios felices, reunidos allá en Pervenche, entre una decoración de flores, de vegetación, de savia calentada por el estío... Y el desgraciado desfallecía de dolor.
Como se levantase para ir a la ventana a respirar un poco el aire fresco, golpearon a la puerta. Era un criado que le traía un telegrama. Juan lo abrió, presintiendo que venía de Etretat; leyó:
«Tengo necesidad de ti, ven inmediatamente, esperamos.——Aubry.»
Juan quedó estupefacto. ¿Para qué podían necesitarlo? ¿Por qué llamarlo así bruscamente? ¿El señor Aubry habría recaído en su enfermedad? El laconismo del telegrama lo alarmaba.
¿Volver a Pervenche?... era un sufrimiento moral superior a sus fuerzas. Pero, en breve, la idea de aproximarse a María Teresa, de verla, de satisfacer así su único deseo, lo hizo sobreponerse a sus recelos y temores.
El día estaba demasiado adelantado para que pudiese partir aquella misma noche; telegrafió que iría al día siguiente. Llamó a Rousseau, el viejo jefe de talleres, y le dio las instrucciones necesarias para que nada se perturbase mientras él estuviera en Etretat. En seguida hizo sus preparativos para el viaje.
Al día siguiente, durante la inacción forzosa del viaje, Juan permanecía absorto, inquieto por el llamamiento del señor Aubry, y perdido en la contemplación interior de María Teresa. Entre este tormento y este goce, se hallaba tan absorto en sí mismo, que nada del exterior atraía sus miradas. No veía la campiña normanda huir ante sus ojos en la opulencia de sus ricos cultivos, ni notaba la atención hacia él de una joven que viajaba en el mismo compartimiento. ¡Qué le importan los campos fértiles y las lindas mujeres! La intensidad de su amor lo apartaba de todo. La fiebre devorante del amor, que es la vida de los fuertes, lo dominaba. Cada día amaba más a María Teresa; ella lo sabía, y, sin embargo, dentro de algunas semanas sería la mujer de otro...
Este tenaz pensamiento hacía palidecer su semblante, y daba a su mirada una expresión singular.
De pronto cree comprender: lo llaman porque el señor Aubry, estando aún convaleciente, no puede ocuparse de las formalidades del casamiento; lo esperan para encargarle la práctica de estas diligencias. He ahí por qué debe dejarlo todo y acudir apresuradamente; esta razón de su viaje le parece tan simple, que se sorprende de que no se le haya ocurrido antes. Pero esto es superior a sus fuerzas, y esa misión rehusará cumplirla; ¡no! ni por el amor a María Teresa, desempeñaría ese oficio; sería demasiado doloroso. Si se exige eso de él, recurrirá a Jaime, su amigo, su hermano, que le evitará ese martirio.
Al fin, Juan llega; el tren para, y poco después, el coche de los Canzelles se detiene en el vestíbulo de la villa; un criado, de pie, cerca de la puerta, toma la maleta de Juan, en tanto que éste, ansioso, le interroga:
—¿Cómo está el señor Aubry, Francisco?
—El señor Aubry está muy bien, el aire del campo lo restablece, tiene ya muy buen semblante. ¿El señor Juan quiere subir a su cuarto? Todos han salido; sin duda no esperaban al señor hasta la noche.
Juan sigue al criado.
En su cuarto, el mismo que ocupó el año anterior, los recuerdos vuelven a acosarlo. El tiempo no ha hecho más que agravar su mal, puesto que lo irremediable va a cumplirse.
Mientras cambia de traje, sus ojos ven en el espejo una imagen que le sorprende. El hombre reflejado allí no está tan alejado de la elegancia de aquellos que antes envidiaba. Se sonríe con burla.
Empezó a comprender por qué atraía la atención de aquella joven del vagón; este éxito se lo debo a mi nuevo sastre. Después de todo, puesto que las mujeres son sensibles a las formas exteriores de una elegancia que se puede comprar ¿por qué no habré tratado antes de parecerme a los que les gustan? Pero loco, triple loco, bien puedo convertirme en el hombre mejor vestido de París y de Londres, mas ella verá siempre detrás de mi traje al huérfano recogido por caridad, al obrero que se quemaba las manos...
Se arroja sobre un sillón, echa la cabeza hacia atrás, y permanece así, poseído de la desesperación.
—¡Juan, Juan, baje, que lo espero!
Es la voz de la mujer amada, que lo llama desde el jardín.
Juan se levanta. Del fondo del cuarto, por la ventana abierta, ve destacarse sobre el césped un vestido de verano.
¡Ah! ¿por qué aquella voz es tan alegre, cuando en el mismo instante él sufre tanto que el temblor le impide bajar?
En la puerta, una última emoción lo contiene. ¿Qué va a ver abajo? ¿A Huberto Martholl al lado de ella, sin duda? ¡Cuánto valor necesita todavía!
Llega al vestíbulo. Al divisarlo María Teresa, exclama de nuevo:
—¡Venga, Juan!
Aquel nombre pronunciado por la voz adorada, conmueve al joven profundamente. Y, en una admiración apasionada, contempla a la joven en toda la plenitud de su belleza, de pie y silenciosa al lado de un bosquecillo de flores. Permanece allí, en efecto, no atreviéndose a avanzar, presa de un sentimiento singular que no ha previsto; porque el que se acerca en aquel momento es el hombre a quien ama, cuyo pensamiento la llena de ternura y de esperanza.
De pronto, un pudor inquieto, una timidez extraña la turba, y no sabe qué palabras pronunciar para hacer a Juan la confesión que, lejos de su presencia, creía fácil.
Juan se aproximó, y, tratando de afirmar su voz, le dice:
—Buenos días, María Teresa, ¿su papá sigue bien, verdad? Al llegar, he tenido, por Francisco, buenas noticias. Esto me ha tranquilizado; su telegrama me había alarmado mucho.
Mientras él habla, la joven se ha serenado.
—Sí, la calma, el reposo, le han hecho gran bien. Nada sirve como el campo y el aire del mar para los convalecientes. Y usted, Juan, ¿no necesita también un poco de este aire vivificante, después de tantas penas y fatigas?
—¿Es por esa razón por lo que su padre me ha llamado? ¿Cree usted, realmente, que yo encontraré aquí... en estos días... el reposo que podría serme saludable?
María Teresa, dueña de sí misma ahora, dijo sonriendo con coquetería:
—Yo lo creo, Juan; lo creo tan firmemente, que soy yo quien le ha telegrafiado. ¿Dónde estará usted mejor que con nosotros? ¿no somos su verdadera, su única familia? Hace usted muy mal en hacerse de rogar para venir, cuando sabe que lo queremos tanto... ¡No, no proteste!—exclamó con alegría, golpeando suavemente con una flor el brazo del joven, que se estremeció al contacto de aquella caricia.
Y, después de un malicioso suspiro ahogado, añadió:
—Yo sé: los hombres son así; nos aman y nos descuidan... es su manera de ser... ¡hay que resignarse a tomarlos como son!
—¡Ah, María Teresa, María Teresa!—rugió sordamente la voz de Juan,—¿por qué juega usted con mi dolor? ¿Por qué ha tenido la crueldad de llamarme? Su alegría me mata...
La fisonomía atormentada de Juan tenía una nueva belleza. Como María Teresa lo miraba conmovida, él continuó:
—¿Cree usted que soy tan fuerte que pueda resistir al suplicio de verla al lado de otro? Dígame, ¿para qué me ha llamado? ¿en qué puedo servirla? ¡Ah! si es la amistad de ustedes lo que me ha arrancado de Creteil, usted por lo menos, usted que sabía... ¿por qué no encontró un pretexto para evitarme este viaje? Usted es cruel... cruel...
María Teresa puso su mano en la de Juan, murmurando:
—Déjeme así... como antes, cuando yo era chica, y caminemos un poco ¿quiere?
Lo lleva, silenciosa, a través del jardín, hacia la terraza que domina el mar. Allí le dice, con una expresión de voluntad reflexiva:
—No, yo no soy cruel; yo quería verle, Juan; necesito su presencia; los días me parecen largos sin usted... ¡espantosamente largos!
Juan la contempla sorprendido, hasta el punto de que, sólo después de un largo silencio, pronuncia lentamente estas palabras:
—¿Los días le parecen largos?... ¿qué me dice usted?... ¿no está aquí el que usted quiere?
—Ahora sí...—dijo la joven.
Pero en seguida, con aire grave, añadió:
—Juan, tengo una importante confidencia que hacerle. Desde hace dos meses he dejado de ser la novia de Huberto Martholl, me he desligado de las promesas que nos unían...
Una palidez mortal se extendió por el rostro de Juan, y todo su cuerpo tembló.
—¡Me vuelvo loco!—balbuceó.—No comprendo... diga, ¡ah! diga...
La joven continuó:
—Es bien sencillo lo que pasó en mí. Me convencí de que me había equivocado, que nunca había amado a Huberto.
—¿Que usted no lo amó nunca?... Nunca...—repetía Juan.—Entonces ¿cómo fue su novia?
—¿Acaso lo sé yo? Influye tanto el azar en nuestras determinaciones... Confieso que en un principio Huberto no me disgustaba... ¿qué razón había para que le rechazase? Yo no sabía que otro me amase... otro... Todo esto es bien simple... muy triste también... No hay que guardarme rencor, Juan. ¡Vivimos tan futilmente nosotras, las jóvenes! nos conocemos apenas; no sabemos dirigirnos, y nadie nos guía en la educación de nuestro corazón; nuestras madres no se atreven... nada es, pues, más fácil que confundir un sentimiento trivial con el verdadero amor.
—Es cierto... Lo que usted dice es justo y cierto... ¡Ah, María Teresa, María Teresa!...
Y trastornado, Juan balbuceaba:
—¡Libre, usted es libre!
La joven respondió:
—No, Juan, no, yo no soy libre; si me he desligado, es porque, durante mis frías relaciones con Martholl, conocí que todo mi corazón pertenecía a otro...
—¡A otro!
—¡Ah! Juan, ¿no adivina usted?
Como alucinado, él la miró, y en la turbación, en la emoción visible de su amada, lee la confesión que sus labios no se atreven a pronunciar.
Enloquecido, la atrae hacia sí en un movimiento apasionado.
—¡Será posible! ¡María Teresa, le suplico, hable! dígame que soy yo... ¿es posible? ¡yo!... ¡yo!
Entonces la joven inclinó su cabeza sobre el hombro de Juan, y murmuró en un soplo:
—...¡Sí, Juan, es usted!
Una especie de deslumbramiento hace caer a Juan sobre un banco, y le quita las fuerzas de abrazar aquel cuerpo encantador.
Entonces, tomando las manos de María Teresa, de pie ante él, la contempla con toda su alma, y ella lee en la cara del joven la intensidad de su emoción. Está transfigurado; el oro del sol se refleja en sus negras pupilas, y una palidez de ámbar cubre sus mejillas; una felicidad sobrehumana resplandece en aquel rostro, cuyos labios son impotentes para pronunciar palabras.
—¡Es, pues, cierto!...—repite,—¡yo! ¡yo!
Ansioso o incrédulo, no pudiendo creer en tanta felicidad, se pregunta:
—¿Cómo es posible que sea para mí esta dicha inmensa... que no he merecido?...
—No, Juan, yo he conocido en usted la grandeza de la energía, la hermosura del espíritu de sacrificio, y usted ha penetrado en mi corazón haciéndome admirar la nobleza de una alma generosa dedicada al deber y al trabajo.
—¡Oh, María Teresa!—exclamó él, atrayéndola hacia sí en un arrebato de todo su ser,—¿puedo decirle entonces cuánto la amo? ¡María Teresa! yo la adoro... mi amada, mi bien amada; ¿no teme usted que sean demasiado rudos estos brazos que la estrechan?
—No, Juan, puesto que yo le amo...
Y la joven inclinó su cabeza sobre el corazón de su novio. En un ademán de protección y amor, él la rodeó con sus brazos y la estrechó con ardor silencioso.
Aquel abrazo grave y fuerte llenó de dulce emoción a María Teresa; se sentía segura como en un estuche, entre aquellas manos cariñosas y potentes. Percibía las palpitaciones del corazón de su novio; su fuerza, su frecuencia, el fluir tumultuoso de la sangre en las arterias, entonaban, para ella, un himno sagrado y triunfante.
Presentía cuánto ideal y generosa energía llevaría, por el don de sí misma, a la vida de su amado.
Era cierto: Juan aprisionaba su sueño entre sus brazos; tenía estrechada contra su pecho a la mujer únicamente amada. Esta posesión, exaltando su alma, lo hacía capaz de acometer las más grandes obras humanas.
Largo tiempo, de pie en la terraza, permanecieron entrelazados...
*
El horizonte infinito se extendía ante ellos. En el mar el sol trazaba un surco de oro que, semejante a un camino luminoso, empezaba a sus pies, para perderse en la inmensidad; les pareció el símbolo de la senda que se abría para ellos y que seguirían en adelante.
Una emoción intensa los embargaba. Confundían aquella claridad con la irradiación de la felicidad que inundaba sus almas; se imaginaban que aquella luz emanaba de ellos para esparcir la alegría por el mundo.
No se equivocaban; el amor es la antorcha que ilumina a la triste humanidad, lo único que siembra algunas chispas de alegría y embriaguez en el fragoso camino que seguimos desde la cuna hasta la tumba.
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