The Project Gutenberg EBook of Mi tio y mi cura, by Alice Cherbonnel This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net Title: Mi tio y mi cura Author: Alice Cherbonnel Release Date: November 2, 2008 [EBook #27121] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK MI TIO Y MI CURA *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACIÓN»
OBRA PREMIADA
POR LA ACADEMIA FRANCESA
BUENOS AIRES
1902
Capítulos: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX |
Las costumbres y usos de nuestros tiempos han convertido la novela, que antaño fue mero pasatiempo y solaz, en una necesidad: todo el mundo lee, o quiere leer algo que llene los vacíos de los ocios domésticos, o las treguas del trabajo. Pero no todas las novelas son aceptables. La novela, como todo lo humano, es bipolar, y consiguientemente de bien y mal susceptible.
Si una novela buena es un beneficio, una mala o perniciosa es más que un daño.
Nuestra librería nacional carece en general de libros bien escritos e interesantes que puedan ir a manos de todo el mundo; las casas editoriales españolas no se ocupan en traducir más que las novelas de escándalo, vulgo: sensación. ¡Que hasta ese grado de incapacidad moral hemos llegado!
Y si a alguien se le ocurre publicar alguna obra inofensiva, suele ser elegida con tan mal tino, que es las más de las veces insulsa y anodina, y su falta de interés coopera al falso descrédito de las obras buenas.
Pero si el naturalismo y mercantilismo modernos han hallado modo de fabricar, con el fango del vicio, muñecos que, vidriados con un barniz de pseudociencia y dorados a fuego de pasión, llegan a encantar a un grupo de lectores, no desesperen por eso los que aun sueñan con la vida del arte humano, del verdadero arte, que sin desdeñar nuestras miserias de carne, asciende hasta las regiones del alma para implantar su trono. Ese arte existe todavía. Aunque la sed comercial lo desdeñe, no por eso dejan sus cultores el trabajo, y las estatuas, complejas que forman y funden en sus cerebros esos artífices, surgen diariamente a la publicidad reflejando en un todo, lo reflejable de nuestra vida, es decir, lo que tiene luz.
Ese arte existe. ¡Y cómo! tal vez más brillante y vigoroso que nunca. Francia, España, Inglaterra y Rusia lo atestiguan; por más que una conspiración de silencio pretende ahogar ciertos nombres, su fuerza vital es mayor que la de los que pretenden sepultarlos. Llevan lo bello en las entrañas.
La presente novela de Juan de la Brète, coronada con el premio Montyon por la Academia Francesa, el mayor de los que dicha corporación dispone para obras literarias, es una obra interesante, rica en vida y frescura, y atravesada por esa ráfaga de poesía que orea los sudores de la vida, cuando la vida es vida.
Baste decir en su elogio que en el breve lapso de dos años el público parisiense ha exigido treinta y nueve ediciones de esta obra, lo que es mucho decir, respecto de un libro donde no hay olores acres, ni cuadros condenables, ni más barro que el de la tierra, los días en que llueve.
Rafael Fragueiro.
Soy tan chica, que bien pudiera dárseme la calificación de enana, si mi cabeza, mis pies y mis manos no estuviesen en perfecta proporción con mi estatura.
Mi rostro no tiene ni el desmesurado largo, ni la anchura ridícula que se atribuye a la cara de los enanos y en general a la de todos los seres diformes, y la finura y delicadeza de mis extremidades pueden ser codiciados por más de una hermosa dama.
Sin embargo, lo exiguo de mi tamaño me ha hecho verter a hurtadillas bastantes lágrimas.
Y digo a hurtadillas, porque mi liliputiense cuerpo ha encerrado una alma altiva y orgullosa, incapaz de mostrar a nadie el espectáculo de sus debilidades... y menos a mi tía. Este era mi modo de sentir a los quince años. Pero los acontecimientos, las penas, las preocupaciones, las alegrías, en una palabra, el curso de la vida, ha flexibilizado caracteres mucho más rígidos que el mío.
Era mi tía la mujer más desagradable del mundo y yo la hallaba pésima, en la medida de lo que podía juzgar mi entendimiento que aun no había visto ni comparado nada. Su fisonomía era angulosa y vulgar, su voz chillona, su andar pesado y su estatura ridículamente alta.
A su lado, yo parecía un pulgón, una hormiga.
Cuando le hablaba, tenía que levantar la cabeza, tanto como si hubiese querido examinar la copa de un álamo. Era de origen plebeyo, y como la mayoría de los de su raza, estimaba más que cualquier otra cualidad la fuerza física y profesaba por mi mezquina persona un profundo desprecio.
Sus cualidades morales eran una fiel reproducción de las físicas, y formaban un conjunto de rudeza y asperidades; ángulos agudos contra los cuales rompíanse diariamente las narices los infortunados que vivían con ella.
Mi tío, hidalgo campesino, cuya tontera fue proverbial en la comarca, casó con ella, por falta de ingenio y por debilidad de carácter. Murió poco después de su casamiento y yo no alcancé a conocerle. Cuando fui capaz de reflexión, atribuí a mi tía esta muerte prematura, pues me parecía con fuerzas suficientes para dar rápidamente en tierra, no digo ya con un pobre tío como el mío, sino con todo un regimiento de maridos.
Tenía yo dos años, cuando mis padres se fueron al otro mundo, abandonándome al capricho de los acontecimientos de la vida, y de mi consejo de familia. Dejáronme los restos, no del todo malos, de una fortuna: cerca de cuatrocientos mil francos en tierras que producían una buena renta.
Mi tía consintió en educarme. No le gustaban los niños, pero como su marido había sido mal administrador, se vio pobre, y calculó con satisfacción, que la holgura entraría en su casa junto conmigo.
¡Que casa más fea! Grande, deteriorada y mal dirigida; en medio de un patio cuajado de estiércol, fango, gallinas y conejos. Detrás de ella extendíase un jardín en el que crecían entremezcladas y en desorden todas las plantas de la creación y sin que nadie se preocupara de ellas.
Creo que no había recuerdos en memoria humana, de que se hubiera visto nunca por allí, un jardinero que podase los árboles o arrancase las malezas, que brotaban a gusto, sin que ni a mi tía ni a mi se nos ocurriese ocuparnos de ello.
Esta selva virgen me desagradaba, porque desde niña he tenido un gusto innato por el orden.
La propiedad se llamaba de Zarzal. Estaba como perdida en el fondo de la campaña, a media legua de una iglesia y de una aldehuela compuesta de una veintena de chozas. No había castillo, castillejo ni casa solariega en cinco leguas a la redonda. Vivíamos en completo aislamiento.
Mi tía iba algunas veces a C***, la ciudad más próxima al Zarzal. Pero como yo deseaba ardientemente acompañarla, no me llevaba nunca.
Los únicos acontecimientos de nuestra vida eran la llegada de los arrendatarios que venían a pagar censos y arrendamientos y las visitas del cura.
¡Oh, qué excelente hombre era mi cura!
Venía a casa tres veces por semana, pues en un arranque de celo, cargó con la obligación de atascar mi cerebro con cuanta ciencia le era conocida.
Y continuó en su empeño con perseverancia, por más que yo ejercitaba su paciencia. No porque tuviese la cabeza dura, no: aprendía con facilidad. Pero la pereza era mi pecado favorito; la amaba y la mimaba a despecho de los derroches de elocuencia del cura y de sus múltiples esfuerzos para extirpar de mi alma esa planta maléfica.
Además, y esto era lo más grave, la facultad de raciocinar se desarrolló en mi rápidamente. Entraba en discusiones que le volvían loco, y me permitía apreciaciones que a menudo chocaban y herían sus más caras opiniones.
Contrariarle, fastidiarle, rebatirle sus ideas, sus gustos y sus afirmaciones, era para mi un placer inmenso. Me hizo arder la sangre y me avivaba el ingenio. Creo que él experimentaba la misma sensación, y que lo hubiera desolado perdiendo mis hábitos ergotistas y la independencia de mis ideas.
Mas yo no pensaba semejante cosa, porque llegaba al colmo de la satisfacción, cuando le veía agitarse en la silla, desgreñarse los cabellos con desesperación, y embadurnarse la nariz con rapé, olvidándose de todas las reglas del aseo, olvido que no se producía sino en los casos serios.
Con todo, si hubiese sido por él solo, creo que hubiera resistido muchas veces al demonio tentador. Mi tía había tomado la costumbre de asistir a las lecciones, aunque no comprendiese nada y bostezara diez veces por hora.
Ahora bien, la contradicción, aunque no fuera dirigida a ella, le causaba furor: furor tanto más grande, cuanto que no se atrevía a decir nada delante del cura.
Por otra parte, el verme discutir le parecía una monstruosidad en el orden físico y moral. Así es que yo nunca la emprendía directamente con ella, porque era bruta y yo tenía miedo que me pegara. Por último, mi voz, dulce y musical no obstante (de lo que me jacto), producía sobre sus nervios auditivos un efecto desastroso.
Con todo lo dicho, se comprenderá que me fuese imposible, absolutamente imposible, dejar de poner en obra mi malicia, para hacer rabiar a mi tía y atormentar a mi cura.
Sin embargo, yo quería al pobre cura; le quería mucho, y sabía que a pesar de mis absurdos razonamientos, los que a veces llegaban hasta la impertinencia, me profesaba el mayor cariño. No sólo era yo su oveja preferida, sino también el objeto de su predilección, su obra, la hija de su corazón y de su inteligencia, y a este amor paternal se mezclaba un tinte de admiración por mis aptitudes, mis palabras y por todas mis acciones.
Había tomado su tarea con gran ahínco; se había propuesto instruirme, velar por mi como un ángel tutelar a pesar de mi mala cabeza, mi lógica y mis arranques. Además, esta tarea pronto llegó a ser la cosa más agradable de su vida, la mejor si no la única distracción de su monótona existencia.
Lloviera, ventease, nevase o granizara; con calor, con frío o con tormenta, veía yo aparecer al cura, enfaldada la sotana hasta las rodillas y el sombrero debajo del brazo. No sé si lo he visto nunca con él puesto. Tenía la manía de caminar con la cabeza al aire, sonriendo a los viandantes, a los pájaros, a los árboles, a las flores del campo.
Robusto y regordete, parecía que rebotaba sobre la tierra, que hollaba con paso vivo y se hubiera pensado que le decía:—¡Eres buena y te amo!—Estaba contento de la vida, de sí mismo, de todo el mundo. Su benévola cara, rosada y fresca, rodeada de cabellos blancos, recordábame esas rosas tardías que florecen aún bajo las primeras nieves.
Cuando entraba en el patio, gallinas y conejos acudían a su voz para mascullar algunos mendrugos de pan, que deslizaba en sus bolsillos antes de salir de la casa parroquial. Petrilla, la moza del corral, salía a hacerle su reverencia, luego Susana la cocinera, apresurábase a abrirle la puerta y a introducirle en el salón, donde me daba las lecciones.
Mi tía plantada en un sillón, con el donaire de un pararrayos algo grueso, levantábase al verle, saludábale con aire desabrido y se lanzaba a galope al capítulo de mis fechorías. Hecho lo cual volvía a sentarse lijeramente, tomaba la aguja de tejer, ponía su gato favorito sobre las rodillas y esperaba (o no la esperaba) la ocasión de decirme algo desagradable.
El bondadoso cura oía con paciencia aquella voz ronca que rompía el tímpano. Encorvaba las espaldas como si el chubasco hubiera sido para él y semisonriente amenazábame con el índice. A Dios gracias conocía a mi tía desde hacía mucho.
Instalábamonos junto a una mesita, que habíamos colocado cerca de la ventana. Esta posición tenía la doble ventaja de tenernos bastante alejados de mi tía entronizada al lado de la estufa, en el fondo de la habitación, y luego, de permitirme seguir el vuelo de las golondrinas y las moscas, u observar en invierno los efectos de la escarcha y nieve en los árboles del jardín.
El cura colocaba cerca de sí la caja de rapé, un gran pañuelo a cuadros sobre el brazo del sillón y la lección comenzaba.
Cuando no había sido muy grande mi pereza, las cosas iban bien, mientras se tratase de deberes a corregir, porque aunque fuesen siempre de lo más corto posible, por lo menos estaban hechos con prolijidad. Mi letra era clara y mi estilo fácil.
El cura sacudía la cabeza con aire satisfecho, tomaba rapé con entusiasmo y repetía en todos los tonos:
—¡Bien, muy bien!
Durante todo este tiempo entreteníame yo en contar las manchas de su sotana y en imaginarme lo que parecería con peluca negra, calzón corto y casaca de terciopelo rojo, como la que mi tío abuelo ostentaba en su retrato.
La idea del cura en trusas y de peluca era tan chistosa, que me hacía reír a carcajadas.
Entonces, exclamaba mi tía:
—¡Tonta, bobeta!
Y algunas otras lindezas por el estilo, que tenían el privilegio de ser tan parlamentarias como explícitas.
El cura me miraba sonriendo y repetía dos o tres veces:
—¡Ah juventud! ¡hermosa juventud!
Y un recuerdo retrospectivo de sus quince años le hacía esbozar un suspiro.
Después de esto pasábamos a la recitación de memoria, y ya las cosas no marchaban tan bien. Era la hora crítica el momento de la conversación, de las opiniones personales, de las discusiones y hasta también de las reyertas.
El cura amaba los hombres de la antigüedad, los héroes, las acciones casi fabulosas en las que ha sido actor importante el valor físico. Esta preferencia era curiosa, porque, cabalmente, no había sido formado con el barro de que se hace los héroes.
Yo había notado que no le gustaba volver a su casa de noche, y este descubrimiento, aunque me le hacía más simpático, porque yo misma era muy medrosa, no podía dejarme ninguna ilusión sobre su coraje.
Además, su buena alma plácida, tranquila, amiga del reposo, de la rutina, de sus ovejas y del cuerpo que la poseía, no había soñado nunca con el martirio, y le veía palidecer, tanto cuanto sus rosadas mejillas le permitían, cuando leía el relato de los suplicios aplicados a los primeros cristianos.
Hallaba muy hermoso el entrar en el Paraíso de un salto heroico, pero pensaba que era muy dulce avanzar hacia la eternidad tranquilamente y sin prisa. Carecía de los impulsos que inspiran el deseo de la muerte, para ver más pronto a Dios. Absolutamente: estaba decidido a irse sin murmurar, cuando llegara su hora, pero deseaba sinceramente, que llegara lo más tarde posible.
Declaro que mi carácter, que no brilla por la cuerda heroica, está de acuerdo con esta moral fácil y dulce.
Pero con todo, le daba por los héroes; los admiraba, los elogiaba y los amaba tanto más cuanto que indudablemente sentía que dado el caso, era incapaz de imitarlos.
En cuanto a mi, yo no dividía ni sus gustos, ni sus admiraciones. Experimentaba una pronunciada antipatía por griegos y romanos. Había resuelto por un trabajo sutil de mi imaginación, que estos últimos se parecían a mi tía... o que mi tía se les parecía, como se quiera, y desde el día en que hice esta comparación, los romanos fueron juzgados, condenados y ejecutados en mi foro interno.
Sin embargo, el cura se obstinaba en chapuzar conmigo en la historia romana, y yo por mi lado me encaprichaba en no interesarme en ella. Los hombres de la República no me entusiasmaban y los emperadores confundíanse en mi cabeza. Por más que el cura lanzaba exclamaciones de sorpresa, se enfadaba y razonaba, era inútil: nada modificaba mi insensibilidad y mi idea personal.
Por ejemplo, narrando la historia de Mucio Scévola, yo terminaba así:
—Quemó su mano derecha para castigarla por haberse equivocado, lo que prueba que no era sino un imbécil.
El cura que un momento antes me escuchaba con aire complacido, se estremecía de indignación:
—¡Un imbécil, señorita! ¿y porqué?
—Porque la pérdida de su mano no reparaba su error—respondíale,—que por ello Pórsena no quedaba ni más ni menos vivo, ni resucitaba el secretario.
—Bien, chiquita; pero Pórsena se asustó y levantó el sitio inmediatamente.
—Eso, señor cura, no prueba sino que Pórsena era un mandria.
—Concedido. Pero Roma quedaba libre, y ¿gracias a quién? ¡gracias a Scévola, gracias a su acto heroico!
Y el cura, que aunque temblaba ante la idea de quemarse la yema del dedo chico, no por eso dejaba de admirar a Mucio Scévola, se exaltaba y afanaba para hacerme apreciar a su héroe.
—Sostengo lo que he dicho—replicaba yo tranquilamente;—no era más que un imbécil y un gran imbécil.
El cura exclamaba sofocado:
—Muchas tonteras oyen los mortales, cuando los niños pretenden raciocinar.
—Señor cura, vos mismo me habéis enseñado el otro día, que la razón es la más bella facultad del hombre.
—Sin duda, sin duda, cuando el hombre sabe servirse de ella. Por otra parte hablaba de los hombres hechos y no de las chiquilinas.
—Señor cura, los pajaritos prueban sus fuerzas al borde del nido.
Y el excelente hombre, un poco desconcertado, se desgreñaba el pelo con energía, lo que daba a su cabeza el aspecto de la de un lobo, polvoreada de blanco.
—Haces mal en discutir tanto, hijita mía—decíame algunas veces;—es un pecado de orgullo. No seré siempre yo quien te conteste, y cuando estés en lucha con la vida sabrás que no se discute con ella, sino que se la sufre.
Mas me importaba un bledo la vida. Tenía un cura para ejercitar mi lógica y esto me bastaba.
Cuando le había fastidiado, hastiado y hostilizado mucho, esforzábase en dar a su fisonomía una severa expresión, pero se veía obligado a renunciar a su proyecto, porque su boca risueña siempre, rehusaba en absoluto obedecerle. Entonces me decía:
—Señorita de Lavalle, repasará usted sus emperadores romanos, y trate de no confundir a Tiberio con Vespasiano.
—Dejemos a esos individuos, señor cura—respondíale yo;—me aburren. ¿No sabéis que si hubieseis vivido en sus tiempos os habrían asado vivo, o arrancado la lengua y las uñas, o picado en pedacitos menuditos, menuditos, como picadillo de pastel?
Ante tan lúgubre cuadro, estremecíase ligeramente el cura y se iba a paso rápido y breve, sin dignarse responderme.
Cuando su descontento llegaba al apogeo, me llamaba señorita de Lavalle. Este ceremonioso nombre era la más viva manifestación de su enojo, y yo sentía remordimientos hasta que le volvía a ver de nuevo con los cabellos al viento y la sonrisa en los labios.
Mi tía me maltrató mientras fui chica y yo tenía tal miedo de sus golpes que la obedecía sin discutir.
Hasta el día en que cumplí diez y seis años me pegó aún, pero fue por última vez.
A partir de ese día, fecundo para mi en acontecimientos íntimos, estalló de pronto una revolución que rugía sordamente en mi espíritu desde hacía algunos meses, y cambió completamente mi modo de ser para con mi tía.
Por aquel tiempo el cura y yo repasábamos la historia de Francia, que me jactaba de conocer muy bien. Si bien es cierto que dadas las lagunas y restricciones de mi texto, mi saber era el mayor posible.
Profesaba el cura por sus reyes un amor rayano en la veneración, y sin embargo, no quería a Francisco I. Esta antipatía era tanto más singular, cuanto que Francisco I fue valiente y se ha hecho popular.
Pero no le gustaba al cura, que no desperdiciaba nunca la ocasión de criticarle; así es que por espíritu de contradicción lo elegí yo por favorito.
El día a que me he referido más arriba, debía yo dar la lección concerniente a mi amigo. Largo tiempo revisé la víspera buscando algún medio para hacerlo brillar a los ojos del cura. Desgraciadamente yo no podía hacer más que citar las expresiones de mi historia, al emitir opiniones que se apoyaban más en una impresión que no en un razonamiento.
Hacía una hora que me devanaba los sesos reflexionando, cuando atravesó mi mente una brillante idea.
—¡La biblioteca!—exclamé.
E inmediatamente atravesé corriendo un largo pasadizo y penetré por primera vez en una pieza de regular tamaño enteramente atestada de estantes verdes cubiertos de libros reunidos entre ellos por los tenues hilos de una multitud de telarañas.
Esta pieza comunicaba con los departamentos que después de la muerte de mi tío, se habían cerrado para no abrirse más, y olía de tal modo a tasto y moho que casi me asfixié. Apresureme a abrir la ventana, que era muy pequeña, no tenía postigos ni persianas y daba sobre el jardín; en seguida procedí a mis investigaciones. Mas ¿cómo descubrir a Francisco I en medio de todos aquellos volúmenes?
Ya iba a abandonar la partida, cuando el título de un librito me hizo prorrumpir en un grito de alegría.
Eran las biografías de los reyes de Francia hasta Enrique IV inclusive. Tenía adjunto un grabado bastante bueno, representando a Francisco I, vestido con el espléndido traje de los Valois. Lo examiné con asombro.
—¿Y es posible—me dije,—que haya hombres tan lindos como éste?
El biógrafo, que no participaba de la antipatía del cura por mi héroe, hacía sin ninguna restricción el elogio de su belleza, de su valor, de su espíritu caballeresco y de la inteligente protección que diera a las letras y a las artes.
Terminaba con dos líneas sobre su vida privada y supe lo que ignoraba completamente y era que:
«Francisco I llevaba vida alegre y amaba prodigiosamente a las mujeres. Y que prefirió grande y sinceramente a la hermosa dama Ana de Pisseleu, a quien dio el condado de Etampes, que erigió en ducado para serle agradable.»
De estas pocas palabras, saqué yo las siguientes conclusiones: Primero, como había descubierto desde hacía un mes que mi existencia era monótona, que me faltaban muchas cosas, que la posesión de un cura, una tía, conejos y gallinas no constituían la felicidad, colegí que una vida alegre era evidentemente el reverso de la mía, y por consiguiente Francisco I había dado, eligiéndola, pruebas de mucho juicio.
Segundo, que dicho rey profesaba ciertamente la santa virtud de la caridad predicada por mi cura, puesto que amaba tanto a las mujeres.
Tercero, que Ana de Pisseleu era una persona muy feliz, y que a mi también me hubiera gustado mucho, que un rey me diera un condado erigido en ducado, para serme agradable.
—¡Bravo!—exclamé lanzando el libro hasta el techo y recogiéndolo inmediatamente. Ya tengo con qué confundir al cura y convertirlo a mi opinión.
Por la noche releí en mi cama la pequeña biografía.
—¡Qué hombre tan simpático este Francisco I!—me dije.—Mas ¿porqué el autor habla sólo de su afecto a las mujeres? ¿Porqué no ha puesto que quería también a los hombres? En fin, después de todo, cada cual tiene sus gustos. Pero si voy a juzgar a las mujeres por mi tía, pienso que voy a preferir considerablemente a los hombres.
Luego recordé que el biógrafo era de sexo masculino, y pensé que sin duda habría tenido por cortés, amable y modesto, dejarse en el tintero y pasar en silencio a sus congéneres.
Y me dormí sobre esta luminosa idea.
Levanteme contentísima al día siguiente.
En primer lugar tenía diez y seis años, después la personita que se miraba al espejo, tenía una carita que no le disgustaba; luego hice dos o tres piruetas pensando en la estupefacción del cura ante mi nueva ciencia.
Cuando llegó, rosado y risueño, hacía mucho tiempo que llevada por mi impaciencia me había instalado junto a la mesa. Al verle, me latió el corazón, como late el de los grandes capitanes la víspera de una batalla.
Veamos, hija mía—me dijo así que hubo corregido los deberes y esbozado una mueca al notar su laconismo,—pasemos a Francisco I y examinémosle bajo todas sus faces.
Arrellanose cómodamente en el sillón, tomó con una mano la tabaquera y con la otra su pañuelo, y mirándome de soslayo, preparose a sostener la discusión que preveía.
Yo me lancé de golpe a mi asunto; me agité, me animé, me entusiasmé e hice incapié sobre las cualidades elogiadas en mi historia, tras de lo cual pasé a mis conocimientos particulares.
—¡Y qué hombre más encantador señor cura! ¡Su porte era majestuoso, su fisonomía noble y hermosa; tenía una barba tan bonita, recortada en punta y unos ojos tan lindos!
Me detuve un instante para tomar aliento, y el cura, espantado, enderesándose tieso como esos diablillos de resorte encerrados en cajas de cartón, exclamó:
—¿De dónde ha sacado usted todas esas tonterías, señorita?
—Ese es mi secreto—repliqué yo con una sonrisita misteriosa.
Y quemando mis navíos:
—Señor cura: yo no sé lo que os puede haber hecho ese pobre Francisco I. ¿No sabéis que tenía mucho juicio? Llevaba vida alegre, y amaba prodigiosamente a las mujeres.
Y los ojos del cura se abrieron de tal modo que tuve miedo de verlos reventar.
—¡San Miguel, San Bernabé!—exclamó dejando caer su tabaquera con un ruido tan seco, que el gato extendido en una poltrona saltó a tierra con un desesperado maullido.
Mi tía que dormía, se despertó sobresaltada y gritó:
—¡Ah, bestia!
Dirigiéndose a mi, y no al gato y sin saber de qué se trataba. Pero este epíteto componía invariablemente el exordio y la peroración de todos sus discursos.
Esperaba por cierto producir un gran efecto; pero con todo, quedé algo confusa ante la fisonomía, verdaderamente extraordinaria del cura.
Pero no tardé en continuar imperturbablemente:
—Amó especialmente a una linda dama a la que dio un ducado. ¡Confesad, señor cura, que era muy bueno, y que hubiera sido muy agradable hallarse en lugar de Ana de Pisseleu!
—¡Santa Madre de Dios!—murmuró el cura con una voz sin fuerzas,—esta niña está poseída.
—¿Qué hay?—gritó mi tía, traspasándose el rodete con una de sus agujas de tejer.—Échela afuera si se permite impertinencias.
—Hijita mía—continuó el cura—¿dónde has aprendido lo que acabas de decir?
—En un libro—respondí lacónicamente, sin nombrar la biblioteca.
—¿Y cómo puedes repetir tales abominaciones?
—¡Abominaciones!—interrumpí escandalizada;—¿qué señor cura, os parece abominable que Francisco I fuese generoso y amase a las mujeres? ¿Que vos no las amáis?
—¿Que dice? rugió mi tía, que habiéndome escuchado atentamente desde hacía unos instantes, sacó de mi pregunta los pronósticos más desastrosos. ¡Desfachatada! sin...
—¡Calma, señora, calma!—interrumpió el cura, a quien parecía que en aquel momento le hubiesen quitado de encima un peso enorme.
—Déjeme usted explicarme con Reina. Veamos, ¿qué encuentras digno de alabanza en la conducta de Francisco I?
—¡Caramba! pues es bien simple—respondí con tono desdeñoso, pensando que mi cura envejecía y empezaba a comprender con dificultad.—Todos los días me predicáis el amor al prójimo, y me parece que Francisco I ponía en práctica vuestro precepto preferido: Ama a tu prójimo como a ti mismo, por amor de Dios.
No bien hube terminado mi frase, el cura enjugando su rostro, sobre el que gruesas gotas de sudor corrían, echose hacia atrás en su sillón y con ambas manos sobre el vientre, se entregó a una homérica risa, que duró tanto, que me hizo saltar lágrimas de contrariedad y de despecho.
—Por cierto—añadí, con temblorosa voz,—he sido bien tonta en fatigarme para estudiar mi lección y haceros admirar a Francisco I.
—Mi buena hijita—díjome por fin, recobrando su seriedad y empleando su expresión favorita cuando estaba contento de mi,—lo que me extrañó mucho, mi buena hijita, no sabía que profesaras tal admiración por las personas que practican la caridad.
—En todo caso, eso no es un motivo de risa—respondíle bruscamente.
—Vamos, vamos, no nos enojemos.
Y el cura aplicándome una palmadita en la mejilla, abrevió mi lección, me dijo que vendría al día siguiente y dirigiose a confiscar la llave de la biblioteca, que yo ignoraba conociese.
No había aún el cura salido del patio, cuando mi tía se abalanzó sobre mi sacudiéndome el hombro hasta la dislocación.
—¡Bachillera, atrevida!—voceó,—¿qué has hecho para que el cura se haya ido tan pronto?
—¿Por qué se enfada usted—le repliqué,—si no sabe de lo que se trata?
—¡Ah! ¿Conque yo no sé? ¿Conque no he oído lo que le decías al cura, desfachatada?
Y juzgando que las palabras no bastaban para demostrar su cólera, me dio una bofetada, me pegó con fuerza, y me echó como a un perrillo.
Corrí a mi cuarto y me atrincheré sólidamente. Lo primero que hice fue quitarme la bata y comprobar por medio del espejo que los dedos secos y flacos de mi tía habían dejado marcas azules en mis hombros.
—¡Ah, vil esclava!—me dije mostrándole los puños a mi imagen en el espejo,—¿soportarás por más tiempo semejantes cosas? ¿Será posible, que por cobardía, no te atrevas a sublevarte?
Durante un rato me reprendí duramente; vino luego la reacción, caí sobre una silla y lloré mucho.
—¿Qué he hecho yo—pensaba, para que me trate así? ¡Qué odiosa mujer!—Y en seguida:—¿por qué ponía el cura una cara tan chusca, mientras yo recitaba mi lección?
Y me eché a reír mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas. Pero por más que intenté profundizar este problema, no di con la solución.
Púseme después a contemplar melancólicamente el jardín, por la ventana abierta, e iba ya recobrando mi sangre fría, cuando me pareció reconocer la voz de mi tía que conversaba con Susana. Me incliné un poco para escuchar la conversación.
—Usted hace mal—decía Susana,—la pequeña ya no es una niña. Si usted la maltrata, se quejará al señor de Pavol, que se la llevará.
—No faltaba más. Pero ¿cómo quiere usted que piense en su tío? Apenas sabe que existe.
—¡Bah! la pequeña es avisada; le bastará un momento de memoria, para enviaros a paseo, si la mortificáis, y sus buenas rentas desaparecerán con ella.
—¡Ah! tenéis razón... No le pegaré más, pero...—Se alejaban y no oí el final de la frase.
Después de la comida, a la que no quise asistir, salí en busca de Susana.
Susana había sido amiga de mi tía, antes de ser su cocinera. Reñían diez veces al día, pero ninguna de las dos podía pasarse sin la otra.
No se me creerá con facilidad, si digo que Susana quería sinceramente a mi tía; sin embargo, es la pura verdad.
Mas si perdonaba a mi tía su elevación en la escala social, se desquitaba sin duda alguna con el prójimo, con las circunstancias y con la vida, porque refunfuñaba siempre.
Tenía el semblante áspero de un salteador de caminos, vestía constantemente zagalejo corto y calzaba zapatos bajos, aunque nunca fuera a la ciudad a vender leche, ni trotara su imaginación como la de la lechera de la fábula.
—Susana—díjele colocándome delante de ella, con aire resuelto,—¿conque yo soy rica?
—¿Quién os ha dicho tal sandez, señorita?
—Eso no te importa, Susana; lo que quiero es que me contestes y me digas dónde vive mi tío de Pavol.
—¡Quiero, quiero!—rezongó Susana,—se acabó la niña a fe mía. Ídos a pasear, señorita; no os diré nada, porque nada sé.
—Mientes, Susana, y te prohíbo que me contestes así. He oído lo que decías a mi tía, no hace mucho.
—Pues bien, señorita, si habéis oído no tenéis necesidad de hacerme hablar.
Susana me volvió la espalda y no quiso contestar a ninguna de mis preguntas.
Regresé a mi cuarto, muy exasperada, y permanecí por mucho tiempo de codos en la ventana; desde allí tomé por testigos a la luna, las estrellas y los árboles, de que formaba la inquebrantable resolución de no dejarme tocar más, de no tener miedo de mi tía en adelante, y de emplear todo mi ingenio en desagradarla.
Y dejando caer los pétalos de una flor, que deshojaba, arrojé al mismo tiempo mis miedos, mi pusilanimidad y mis anteriores timideces. Comprendí que ya no era la misma, y me dormí consolada.
Esa noche soñé que mi tía, transformada en dragón, luchaba contra Francisco I, que la partía con una gran espada. Me tomaba entre sus brazos y huía conmigo, mientras que el cura nos contemplaba desolado, enjugándose el rostro con su pañuelo a cuadros. Torcíalo en seguida con todas sus fuerzas y caía el sudor a chorros, lo mismo que si lo hubiera empapado en el arroyo.
No bien nos instalamos en nuestra mesa al día siguiente, el cura y yo, abriose con estrépito la puerta y vimos entrar a Petrilla, con la cofia en la nuca y los zuecos llenos de paja en la mano.
—¿Qué hay? ¿Fuego?—interrogó mi tía.
—No, señora; pero a buen seguro que está el diablo en casa. La vaca ha ido a dar al cebadal que crecía tan hermoso y lo arrasa todo y yo no puedo darle alcance; los capones andan por los tejados y los conejos en la huerta.
—¡En la huerta!—exclamó mi tía que se levantó lanzándome una colérica mirada, porque la tal huerta era un sitio sagrado para ella y el objeto de sus únicos amores.
—¡Mis lindos capones!—gruñó Susana, que juzgó oportuno aparecer y unir su nota sombría a la nota chillona de su ama.
—¡Ah, piel de Judas!—gritó mi tía.
Y se precipitó detrás de las sirvientes cerrando furiosa la puerta de un golpazo.
—Señor cura—dije yo inmediatamente,—¿creéis que en el universo entero haya otra mujer tan abominable como mi tía?
—¿Qué es eso, qué es eso, mi hijita? ¿Qué quiere decir eso?
—¿Sabéis lo que ha hecho ayer, señor cura? ¡Me ha pegado!
—¡Pegado!—repitió el cura con aire incrédulo, tan imposible le parecía que alguien se atreviera a tocar, ni aun con un dedo, a un ser tan delicado como mi persona.
—¡Sí, pegado! Y si no me creéis, os voy a mostrar las marcas.
Y ya empecé a desprenderme la bata. El cura me miró con aire espantado.
—Es inútil, es inútil, basta con que me lo digas, te creo—exclamó precipitadamente, con el rostro carmesí y bajando púdicamente los ojos hacia las puntas de sus zapatos.
—¡Pegarme el día de mi santo, el día en que cumplía diez y seis años!—y continué yo abrochando mi bata.—¿Sabéis que la detesto?
Y con el puño cerrado golpeé sobre la mesa, lo que me dolió bastante.
—Veamos, veamos, mi buena hijita—díjome conmovido el cura,—cálmate y cuéntame lo que tú le hiciste.
—Nada. En cuanto os fuisteis, me apellidó desfachatada y se lanzó sobre mi como una furia. ¡Ah, qué odiosa!
—Vamos, Reina, vamos, bien sabes que hay que perdonar las ofensas.
—¡Sí, está fresca!—exclamé empujando hacia atrás mi silla y poniéndome a pasear a grandes pasos por la sala; ¡no la perdonaré jamás, jamás!
Levantose también el cura y comenzó a caminar en contra mía, de manera que continuamos la conversación cruzándonos continuamente, como el Ogro y el Pulgarcillo, cuando el monstruo le persigue por haberle robado una de las botas de siete leguas.
—Reina, Reina, es necesario que seas razonable y aceptes esta humillación con espíritu de penitencia, por tus pecados.
—¡Mis pecados!—repliqué, deteniéndome y alzando levemente los hombros,—bien sabéis vos, señor cura, que son tan pequeños, tan pequeños, que no vale la pena hablar de ellos.
—¡De veras!—dijo el cura, no pudiendo contener una sonrisa.—Entonces, ya que eres una santa, recibe tus contrariedades con paciencia, por amor de Dios.
—¡Oh, no, a fe mía!—le repliqué decididamente.—Quiero amar a Dios, pero creo que Él me ama lo bastante para no estar contento al verme desgraciada.
—¡Qué cabeza!—exclamó el cura.—¡Bonita educación la mía!
—En fin—continué yo, emprendiendo la marcha nuevamente,—quiero vengarme, y me vengaré.
—Reina, eso está muy mal. Cállate y escúchame.
—La venganza es el placer de los dioses,—proseguí yo, dando un salto para cazar un moscardón que revoloteaba sobre mi cabeza.
—Vamos, hijita, hablemos con seriedad.
—Pero si yo hablo seriamente—respondí, deteniéndome delante de un espejo, para comprobar con cierta complacencia, que la animación me sentaba.—Ya veréis, señor cura, empuñaré un sable y degollaré a mi tía como Judith a Holofernes.
—¡Esta chica está hidrófoba!—exclamó desolado el cura.—Estese un momento quieta, señorita, y no diga disparates.
—Convenido, señor cura; pero entonces declarad que Judith no valía ni un céntimo.
Recostose el cura en la chimenea, e introdujo delicadamente una narigada de rapé en sus fosas nasales.
—Permíteme, hijita, eso depende del punto de vista en que uno se coloque.
—¡Qué poco lógico sois! Halláis espléndida la acción de Judith porque libertó a unos cuantos ruines israelitas, que no valían seguramente lo que yo, y que no os debían interesar, puesto que hace tanto tiempo que están muertos y enterrados... ¿y os parece mal que haga lo mismo por mi propia libertad? ¡Y eso que yo gracias a Dios, estoy viva!—añadí, girando varias veces sobre mis talones.
—Veo que tienes buena opinión de ti—respondió el cura, que hacía esfuerzos por tomar severo aspecto.
—¡Ah, excelente!
—Bueno, y ahora; ¿quieres o no quieres escucharme?
—Estoy cierta—continué yo, siguiendo mi idea,—de que Holofernes era infinitamente más simpático que mi tía, y de que me hubiera entendido con él perfectamente. Por lo tanto, no alcanzo a ver lo que me impediría imitar a Judith.
—¡Reina!—exclamó el cura, golpeando el suelo con el pie.
—No os enojéis, os ruego, mi querido cura; tranquilizaos, no mataré a mi tía, tengo otro medio de vengarme.
—Cuéntame eso—dijo el excelente hombre apaciguado ya y dejándose caer sobre un canapé.
Yo me senté a su lado.
—Bueno. ¿Habéis oído hablar de mi tío de Pavol?
—Sí, por cierto. Vive cerca de V***
—Muy bien. ¿Cómo se llama su propiedad?
—El Pavol.
—Entonces, escribiendo a mi tío al castillo de Pavol, cerca de V*** ¿llegaría la carta?
—Sin duda.
—Pues bien, señor cura; he hallado mi venganza. ¿No sabéis que si mi tía no me quiere, quiere en cambio muchísimo a mis pesos?
—Pero, hija mía ¿de dónde has sacado semejante cosa?—díjome escandalizado el cura.
—Se lo he oído decir a ella misma; así es que estoy segura de lo que afirmo. Y lo que teme, sobre todo, es que yo me queje al señor de Pavol, y le pida que me lleve a su casa. La amenazaré con escribirle a mi tío, y no estoy muy lejos—continué después de un instante de reflexión,—de hacerlo el día menos pensado.
—¡Bah! siquiera eso es una cosa inocente—dijo sonriendo el buen cura.
—¡Veis, veis: vos mismo me aprobáis!—exclamé batiendo palmas.
—Sí, hasta cierto punto, hija mía, porque es evidente que no se te debe pegar; pero te prohíbo toda impertinencia. No te sirvas de tus armas sino en caso de legítima defensa, y recuerda que si tu tía tiene defectos, tú en cambio, debes respetarla y no ser agresiva.
Yo hice una mueca petulante.
—No os prometo nada... o más bien, mirad, hablando con franqueza, os prometo hacer justamente todo lo contrario de lo que acabáis de decirme.
—¡Esto es una verdadera insubordinación!... Reina, concluiré por enfadarme.
—Es más que una insubordinación—repliqué gravemente,—es una revolución.
—¡Me va a hacer perder la paciencia y la vida!—murmuró el cura.—Señorita de Lavalle, hacedme el favor de someteros a mi autoridad.
—Escuchad—proseguí con zalamería,—os quiero con todo mi corazón, aun más; sois la única persona que quiero en el mundo.
La faz del cura se dilató radiante.
—Pero detesto, execro a mi tía; mis ideas no cambiarán a ese respecto. Tengo mucho más talento que ella...
Aquí, el cura, cuyo rostro se había nublado, me interrumpió con una mordaz exclamación.
—No protestéis—proseguí yo, mirándole de soslayo,—bien sabéis que sois de mí misma opinión.
—¡Qué educación, qué educación!—murmuró el cura con tono lastimero.
—Señor cura, tranquilizaos, mi salvación no peligra; tarde o temprano nos encontraremos en el cielo. Continúo: teniendo, pues, mucho más talento que mi tía, me ha de ser fácil atormentarla de palabra. Anoche me he comprometido conmigo misma a fastidiarla y he tomado a la luna y a las estrellas por testigo.
—Hija mía—díjome con seriedad el cura,—no me quieres oír, y te arrepentirás.
—¡Bah, lo veremos!... Ahí viene mi tía; está furiosa, porque soy yo quien soltó la vaca, los conejos y los capones, para quedar a solas con vos. Echadle una sobarbada; os garantizo que me ha pegado muy fuerte; tengo marcas negras en los hombros.
Entró mi tía como un huracán, y el cura completamente estupefacto, no tuvo tiempo para contestarme.
—Ven acá, Reina—gritó ella, con la faz amoratada por la ira y la desordenada carrera que había tenido que dar en pos de los conejos.
Yo le hice un gran saludo, y le dije, dirigiendo un gesto de inteligencia a mi aliado.
—Os dejo con el cura.
Felizmente la ventana estaba abierta.
Salté sobre una silla, trepé al alféizar y me deslicé hacia el jardín, con gran pasmo de mi tía, que se había plantado en la puerta para cortarme la retirada.
Declaro que fingí escaparme, pero que en realidad me quedé escondida detrás de un laurel y que caí en un acceso de júbilo sin igual, oyendo los reproches del cura y las furibundas exclamaciones de mi tía.
Y a la tarde, durante la comida, ostentó el benigno aspecto de un perro a quien se le arrebata un hueso.
Reñía a Susana, quien a su vez la enviaba a paseo, pegábale al gato, arrojaba sobre la mesa los cubiertos haciendo un barullo espantoso, y por último, exasperada por mi actitud impasible y burlona, tomó una botella y la tiró por la ventana.
Inmediatamente tomé yo un plato de arroz, del que aun no se había servido y lo lancé detrás de la botella.
—¡Ah miserable pilla!—vociferó mi tía, lanzándose sobre mí.
—No se me acerque—le dije retrocediendo;—si me llega a tocar, esta noche misma escribo a mi tío de Pavol.
—¡Ah!...—dijo mi tía, quedando petrificada y con el brazo extendido.
—Si no es esta noche—proseguí,—será mañana o pasado, porque no quiero que se me pegue.
—Tu tío no te creerá—gritó mi tía.
—¡Ya lo creo que sí! Los dedos de usted han dejado huella en mis hombros. Sé que es muy bueno y me iré con él.
No tenía por cierto ninguna noción a cerca del carácter de mi tío, puesto que sólo contaba seis años cuando lo vi por primera y última vez. Pero me pareció que debía hacerle creer que sabía mucho a su respecto, y que de ese modo daba pruebas de una gran diplomacia.
Y salí majestuosamente, dejando a mi tía desahogándose entre los brazos de Susana.
Declarada estaba la guerra y desde entonces pasé todo mi tiempo en luchar con la señora de Lavalle. Antes de ello, apenas me atrevía a abrir la boca delante de mi tía, excepción hecha de las veces en que el cura se hallaba como tercero entre nosotros; me imponía silencio antes de que hubiese concluido mi frase.
Declaro que este proceder érame penoso en extremo, pues soy charlatana por naturaleza. Resarcíame algo con el cura, pero esto era absolutamente insuficiente; tan es así que tomé la costumbre de hablar en alta voz conmigo misma. Y muy a menudo acaecía, que me plantara delante del espejo, y conversase durante horas enteras con mi propia imagen.
¡Oh, fiel amigo! ¡mi querido espejo! ¡amable confidente de mis pensamientos íntimos!
No sé si los hombres han reflexionado alguna vez sobre la influencia enorme que este mueblecito puede ejercer sobre un talento. Notad que no especifico el sexo de este talento, estando convencidísima de que los individuos barbudos se complacen tanto como nosotras en observar sus cualidades externas.
Si escribiera una obra filosófica, desarrollaría este tema: «De la influencia del espejo sobre el corazón y la inteligencia del hombre».
No niego que tal vez fuera mi tratado único en su especie, y que de ninguna manera se asemejaría a la filosofía en que Kant, Fichte, Schelling y otros, han gastado toda su vida, para su mayor gloria y gran felicidad de la posteridad que los lee con un placer tanto más intenso, cuanto que absolutamente no la comprende. No, mi tratado no correría tras las obras de estos señores; sería claro, explícito, práctico con un tantico de causticidad, y sería preciso poseer en alto grado el gusto por la contradicción para no convenir que estas cualidades no son la distintiva de las mencionadas filosofías. Mas no hallando suficientemente madura mi inteligencia para tamaña obra, conténtome con profesar a mi espejo sincero afecto, y con mirarme largo tiempo en él todos los días por espíritu de gratitud.
Bien sé, que ante tal declaración, algunos de esos caracteres montaraces y bruscos que todo lo ven negro, insinuarán que la coquetería entra por mucho en la simpatía que siento por mi espejo. ¡Dios mío! nadie es perfecto; fijaos bien, querido lector, que si sois de buena fe, lo que no es muy seguro, confesaréis que el interés personal, por no decir algo peor, ocupa el primer puesto en la mayoría de vuestros sentimientos.
Pero volviendo a mi asunto, diré que, habiendo roto completamente con mis antiguos terrores, no traté ya de moderar mi locuacidad delante de mi tía. No pasó día en que no tuviéramos a la hora de la comida discusiones que amenazaban degenerar en tempestades.
Aunque no conociese yo su origen todavía, no tardé en descubrir que era ignorante como un topo y que experimentaba gran contrariedad cuando apoyaba mis opiniones en mi saber o en el del cura. Por otra parte, jamás titubeaba yo en dar la calificación de históricas a ideas sacadas de mi propia mente. Desgraciadamente, érame imposible luchar contra su experiencia personal, y cuando me afirmaba que las cosas se pasaban de tal o cual modo en el mundo, y los hombres no eran más que pillos, unos agentes de Satanás, me moría de rabia porque no podía contestarle nada. Que tenía bastante buen sentido para comprender que los personajes con quienes vivía, no podían darme más que una imperfectísima idea del género humano, en las circunstancias comunes de la vida.
Todos los domingos comía el cura en casa. Y sin duda tenía sus motivos secretos para no elogiar delante de mi al rey de la Creación (exceptuando sus héroes antiguos cuyas audacias no podía temer), pues no oponía sino debilísimas protestas a las afirmaciones de mi tía.
La comida del domingo constaba invariablemente de un pollo o de un capón, de una ensalada, de huevos duros y de leche cuajada en verano.
El cura, que en su casa comía bastante mal y cuyo paladar sabía apreciar el arte de Susana, llegaba restregándose las manos y proclamando su apetito.
Pronto nos sentábamos a la mesa, y el principio de la conversación era no menos invariable que la lista de la comida.
—Hace buen tiempo—adelantaba mi tía, cuya frase, si llovía, no se modificaba sino en el adjetivo.
—¡Espléndido!—respondía alegremente el cura,—da gusto caminar con un sol tan hermoso.
Si hubiera llovido, nevado, helado o caído granizo, piedras o azufre, del mismo modo hubiese el cura manifestado su satisfacción explayándose sobre lo agradable de un cuarto herméticamente cerrado o ya elogiando el encanto de un buen fuego.
—Pero no hace calor—continuaba mi tía,—y ¡es sorprendente! en mi tiempo, por Pascua, ¡ya nos vestíamos de blanco!
—¿Os sentaban los trajes blancos?—preguntábale yo rápidamente.
Mi tía que no dejaba de prever alguna impertinencia, me dirigía una mirada preventiva antes de responder:
—Sí, por cierto; bastante.
—¡Oh!—exclamaba yo, con un tono que no permitía ninguna duda a cerca de mi íntima convicción.
—Y en mi tiempo—continuaba,—las niñas no hablaban sino cuando se les dirigía la palabra.
—Entonces ¿usted no hablaba cuando joven, tía?
—Cuando me hacían alguna pregunta y nada más.
—¿Y todas las niñas se os asemejaban, tía?
—Sí, por cierto, sobrina.
—¡Qué época horrible!—suspiraba yo, levantando los ojos al cielo.
Mirábame el cura con aire de reproche, y la señora de Lavalle paseaba sus miradas sobre los diversos objetos que yacían sobre el mantel, evidentemente con la tentación de tirarme con alguno a la cabeza.
Llegada la conversación a este punto... agudo, decaía de pronto, hasta el momento en que los acerbos sentimientos de mi tía, regolfados por los esfuerzos de su voluntad, estallaban de golpe, como una máquina sometida a excesiva presión. Su furia se desbordaba sobre la creación entera. Hombres, mujeres, niños, todo caía. De los míseros hombres no quedaba, al final de la comida, más que una horrible mezcla, no ya de carnes y huesos machacados, sino de monstruos de toda especie.
—Los hombres no valen ni la soga para ahorcarles,—decía en el idioma armonioso y elegante que le era peculiar.
El cura que estaba en la desoladora convicción de no ser una mujer, bajaba la cabeza y parecía lleno de contrición.
—¡Herejes, bandidos!—proseguía mirándome con un aire terrible, como si yo hubiese pertenecido a la especie en cuestión.
—¡Hum!—hacía el cura.
—¡No piensan más que en gozar y en comer!—continuaba mi tía, que se acordaba de la miseria que le había legado su marido.—¡Agentes del diablo!
—¡Hum, hum!—proseguía el cura, moviendo la cabeza.
—¡Señor cura!—exclamaba yo impaciente—¡hum, hum! no es un argumento muy convincente.
—Permitidme, permitidme—contestaba el buen hombre, perturbado en el saboreo de su comida;—creo que la señora de Lavalle va más allá de su idea al emplear esta expresión: agentes del diablo; pero también es cierto, que hay muchos hombres, que no son acreedores de una gran confianza.
—Entonces vos sois como Francisco I, ¿preferís las mujeres?—decía yo con mi airecito cándido.
—¡Voto a bríos!—exclamaba mi tía, que había substituido algunas palabras demasiado enérgicas, por esta frase aprendida a su esposo y que le parecía muy aristocrática—¡voto a bríos! ¡cállate, necia!
Pero el cura le hacía una seña misteriosa y la excelente señora se mordía los labios.
—¿Y vuestros héroes, señor cura? ¿Y vuestros griegos? ¿Y vuestros romanos?
—¡Oh, los hombres de hoy no se parecen a los de antes!—replicaba el cura convencido de que decía una gran verdad.
—¿Y los curas?—continuaba yo.
—Los curas están fuera de combate—respondíame con bondadosa sonrisa.
Esta clase de conversación, sembrada de sobreentendidos, gozaba del privilegio de exasperarme enormemente. Tenía conciencia de que un mundo de ideas y sentimientos, que por otra parte no tardaría en descubrir, me estaba cerrado. Dudaba, que el juicio de mi tía sobre la humanidad fuese absolutamente justo, y comprendía que ignoraba muchas cosas, y que corría el riesgo de quedar por largo tiempo en mi ignorancia.
Una mañana, meditando sobre esta lamentable situación, ocurrióseme la idea de consultar a las tres personas que me era dado ver todos los días: Juan el quintero, Petrilla y Susana.
Como esta última había vivido en C***, decidí que sus apreciaciones debían de estar basadas en una gran experiencia y por consiguiente la dejé para postre.
Arropándome en una capucha, tomé mis zuecos y me dirigí hacia la quinta, situada a un kilómetro de la casa.
Chapuzando, chapoteando y enterrándome, llegué hasta donde estaba Juan que limpiaba su arado.
—¡Buen día, Juan!
—¡Buen día, señorita!—contestó Juan, quitando su bonete de lana, lo que permitió a sus cabellos que se pararan tiesos sobre la cabeza. Esta era una peculiaridad de su temperamento; siempre que no estaban sometidos a presión, se entregaban a ese pequeño ejercicio.
—Vengo a consultarle sobre una cosa muy, pero muy importante—díjele, haciendo hincapié sobre el adverbio para despertar su inteligencia que yo sabía dispuesta a andar a la briba, así que se la interrogaba.
—Mande usted, señorita.
—Dice mi tía, que todos los hombres son unos bandidos, ¿qué piensa usted a este respecto, Juan?
—¡Unos bandidos!—repitió Juan, que agrandó los ojos como si percibiera un monstruo delante de sí.
—Sí, pero es la opinión de mi tía, y quiero tener la de usted.
—¡Caramba! sí, con todo, bien podría ser.
—Pero eso no es una opinión, Juan. Vamos a ver, ¿cree usted sí o no, que los hombres sean generalmente unos bandidos?
Juan apoyó la punta de su nariz sobre el índice de su mano derecha, lo que es signo seguro de profunda meditación.
Después de haber reflexionado un minuto me dio esta respuesta, neta y decisiva:
—Óigame señorita, le diré a usted: puede ser que sea así, y puede ser que no.
—¡Cernícalo!—díjele indignada al contemplar tal fenómeno de estupidez.
Abrió los ojos, abrió la boca, abrió las manos, y hubiera abierto toda su persona, si hubiese podido, para expresar más su asombro.
Volví al patio de el Zarzal, renegando del barro, de mis zuecos, de Juan y de mí misma.
—¡Petrilla, ven!—grité.
Petrilla que limpiaba los cacharros de la lechería, acudió inmediatamente, con un manojo de ortigas en la mano, desnudos los brazos y roja la cara como una manzana, y la cofia en la nuca, según su costumbre.
—¿Cuál es tu opinión acerca de los hombres?—pregunele de pronto.
—Acerca de los hom...
Y Petrilla, de manzana se volvió amapola, dejó caer sus ortigas, tomó una punta de su delantal, levantó la pierna izquierda y quedó posada sobre la derecha mirándome de un modo embobado.
—¿Y? ¡Responde! ¿Qué piensas de los hombres?
—Señorita, usted sin duda quiere jugar.
—No, no. Hablo seriamente. Contesta pronto.
—¡Caramba! señorita—respondiome Petrilla, parándose de nuevo sobre sus piernas,—si son buenos mozos, creo que se ven cosas algo más desagradables.
Este modo de examinar la cuestión, me dio que pensar.
—No hablo de lo físico—proseguí yo, alzando los hombros,—sino de lo moral.
—Yo los encuentro muy simpáticos, por cierto—respondió Petrilla, brillándole los ojos.
—¡Cómo! ¿no los tienes por herejes, bandidos y agentes del diablo?
Petrilla se echó a reír a carcajadas.
—Vea señorita, el modo de hablar de esos herejes es tan dulce, que...
Aquí se interrumpió para darse un gran coscorrón en la cabeza. Torció su delantal, bajó los ojos, y me pareció que estaba por tomar las de Villadiego.
—¿Y después? ¡Termina!
—Seguramente, señorita, me vais a hacer decir disparates... y me voy.
Y dirigiéndome la más hermosa de sus reverencias, desapareció en las profundidades de su lechería con cuya puerta me dio en la nariz.
—¿Por qué diría disparates?... Vamos; no tengo más que recurrir a Susana; lo que falta es que no quiera hablar.
Entré a la cocina. Susana se preparaba, armada de una escoba, a hacerla funcionar activamente.
Me pareció que estaba en uno de sus malos días, y pensé que sería conveniente emplear algunas precauciones oratorias antes de plantear mi pregunta.
—¡Qué lindas y brillantes están tus cacerolas!—díjele con amabilidad.
—Se hace lo que se puede—refunfuñó Susana,—y a quien no le guste, que se queje.
—Mira, Susana, tú que haces tan bien el guiso de pollo, ¿quieres enseñarme a hacerlo?
—Eso no os incumbe, señorita; quedaos en vuestros departamentos y dejadme tranquila en mi cocina.
No surtiendo ningún efecto mis medios de corrupción, enderecé el fuego hacia otro punto.
—¿Sabes una cosa, Susana? ¿Sabes que debes haber sido muy linda en tu juventud? En tanto—pensaba, a parte, que si me hubiera tocado ser su marido, la hubiese puesto a asar en el horno para zafarme de ella.
Había tocado la cuerda sensible, porque Susana dignose sonreírme.
—Todos tenemos nuestra primavera, señorita.
—Susana—proseguí yo, aprovechando aquella repentina blandura para llegar más rápidamente a mi objeto,—tengo ganas de hacerte una pregunta...
—¿Cuál es tu opinión sobre los hombres... y las mujeres?—añadí pensando que era un rasgo de ingenio el extender mis estudios sobre ambos sexos.
Apoyose Susana sobre su escoba, tomó su aspecto más avinagrado y me respondió con una convicción contundente:
—Señorita, las mujeres no valen mucho; pero los hombres no valen nada.
—¡Oh!—protesté yo, ¿estás segura de ello?
—Tan cierto, como que os lo digo, señorita.
Y aplicó un escobazo a los restos de legumbres que se hallaban por tierra, y los hizo desaparecer con tanta destreza, como si hubieran representado a los bípedos, blanco de su antipatía.
Retíreme a mi cuarto a meditar el misantrópico axioma enunciado por Susana, bastante desalentada, pensando que yo no valía gran cosa, y que a mis desconocidos amigos, los hombres, se les daba el humillante valor del cero.
Sin embargo, mis estudios me parecieron insuficientes y decidí continuarlos con ayuda de las novelas de la biblioteca.
Un lunes, día de feria, mi tía, el cura y Susana tuvieron que ir a C*** Mi tía decidió, como siempre, que yo quedara al cuidado de Petrilla, y fue esta vez la primera, que en mi vida, me encantó tal decisión. Estaba más que segura de mi libertad de acción, puesto que Petrilla se ocupaba más de la vaca lechera que de mis inspiraciones. Para estas excursiones traía el quintero al patio, a las ocho de la mañana, una especie de carromato, que en el lugar llamaban maringola. Aparecía mi tía de tiros largos, con la cabeza cubierta por un sombrero redondo, de fieltro negro, al que había adicionado un barbiquejo de un color violeta desvaído. Plantábaselo audazmente en la punta del rodete. Hiciera calor o frío, arropábase con pieles, pues había adoptado desde su casamiento la idea de que una señora de distinción no debía ponerse en camino sin llevar sobre sí el cuero de algún animal.
Creía firmemente que, vestida de ese modo, quedaban borradas las máculas de su origen.
Sentábase en el fondo del carricoche, en una silla sobre la que se ponía un almohadón, a fin de que no sufriera esa delicada porción del individuo, cuyo nombre evita toda decente péñola.
Susana, que estaba encargada de dirigir el caballo que se manejaba solo, colocábase hacia la derecha en el banco de adelante y el cura subía a su lado.
Y ya así, simultáneamente, volvíanse hacia mí.
—¡No hagas travesuras—decía mi tía,—y cuidadito con ir a la huerta!
—¡No me revuelva la cocina!—gritaba Susana,—y para almorzar, conténtese con la ternera fiambre.
El cura no decía ni palabra, pero me sonreía con cariño y hacía un gesto que quería decir:
—Lo que es por mi, de buena gana te llevaría; pero ella no ha querido.
Este memorable lunes, sucedió lo mismo de siempre. Di algunos pasos sobre la carretera y pronto les vi desaparecer, zarandeados como árganas.
Sin perder un segundo puse en ejecución mi proyecto, desde tiempo atrás maduro. Tratábase de tomar posesión de la biblioteca, cuya llave ocurriósele confiscar malhadadamente al cura; pero no era niña yo para desalentarme por tan poco.
Corrí a buscar una escalera, que arrastré hasta la ventana de la biblioteca, y con esfuerzos sobrehumanos conseguí levantarla y apoyarla sólidamente contra la pared. Trepé con agilidad por los escalones, rompí un cristal con una piedra, que llevaba en la mano, y quitando luego los pedazos de vidrios que quedaban aún en el marco, pasé por la abertura aquella la parte superior de mi cuerpo y me dejé resbalar hacia adentro.
Caí de cabeza sobre el piso, me hice un enorme chichón en la frente y al otro día me trajo el cura un ungüento para disolverlo.
Así que me levanté y desperté del aturdimiento en que el golpe me había sumido, fue mi primer cuidado, urgar en los cajones de una vieja escribanía, en busca de una llave igual a la que había hecho desaparecer el cura. Mis pesquisas no duraron mucho; después de dos o tres infructuosas experiencias di con lo que buscaba.
Después de haber suprimido tanto como me fue posible, los indicios de la fractura de la ventana, me instalé en un sillón, y mientras reposaba de mis fatigas hirieron mi vista las obras de Walter Scott, colocadas en frente de mí. Tomé al azar una de ellas, y me retiré, llevando a mi cuarto, como si hubiera sido un tesoro, La linda joven de Perth.
En mi vida había leído una novela, y caí en un éxtasis, en un arrobamiento de que no podría dar idea. Aunque viviese novecientos sesenta y nueve años como el buen Matusalém, no olvidaría jamás la impresión que me hizo la lectura de La linda joven de Perth.
Experimentaba la misma alegría, que debe sentir un prisionero a quien se saca del calabozo y se transporta entre árboles, flores y sol; o más bien el júbilo de un músico que oye ejecutar por primera vez y de un modo ideal la obra de su corazón y de su mente.
El mundo que me era desconocido, y que con tanta inconsciencia anhelaba conocer, se me revelaba de pronto. Tan repentinamente entró la luz en mi inteligencia, que creía haber sido hasta entonces estúpida e idiota. Me entusiasmé, me embriagué con aquella novela repleta de color, de vida y de movimiento.
Cuando bajé por la noche al comedor, donde el cura, que comía con nosotros, me esperaba con impaciencia, bajé soñando.
Mirome él con profunda lástima, y me preguntó con el mayor interés, cómo me había pasado aquel accidente.
—¿Accidente?—exclamé sorprendida.
—Tienes la frente amoratada, mi pequeña Reina.
—La tonta habrá subido a algún árbol o a alguna escalera—observó mi tía.
—Sí, a una escalera—respondí,—es verdad.
—¡Pobrecita!—exclamó el cura desolado,—y ¿caíste de boca?
Yo hice una inclinación afirmativa.
—¿Y te has puesto árnica, hijita?
—¡Bah, no vale la pena!—prosiguió mi tía;—comed vuestra sopa, señor cura, y no os ocupéis de esa atolondrada; bien merecido le está.
El cura no dijo, pues, nada, me hizo una seña amistosa y me examinó furtivamente.
Mas yo no prestaba mayor atención a lo que sucedía en torno mío. Pensaba en la encantadora Catalina Glover, en el noble Enrique Smith, de quien me había enamorado, provisionalmente, y hete aquí, que sin el menor preámbulo estallé en sollozos.
—¡Dios mío!—exclamó el cura levantándose rápidamente.—¡Querida Reinita, mi buena hijita!
—No le hagáis caso está enojada porque no la hemos llevado a C***.
Pero el cura, que sabía que yo odiaba el llanto y que era bastante orgullosa como para demostrar delante de mi tía una pena causada por ella, se me acercó, me preguntó en secreto por qué lloraba y se esforzó en consolarme.
—No es nada, mi bueno y querido cura—díjele yo enjugando mis lágrimas y echándome a reír.—Tengo horror del dolor físico, me duele la cabeza y luego, debo estar horrorosa.
—Como de costumbre—dijo mi tía.
El cura me miró con aire preocupado. No estaba contento de mi explicación; pensaba que algo anormal había pasado durante el día. Me aconsejó que me acostara sin pérdida de tiempo; y lo hice con toda diligencia.
Estaba avergonzada de haberlos divertido con mi llanto; tanto más cuanto que yo misma no sabía por qué había llorado. ¿Fue de placer o de fastidio? No hubiera podido decirlo, y me adormecí con la idea de que era inútil tratar de analizarlo.
Durante el mes que siguió, devoré la mayor parte de las obras de Walter Scott. Desde aquel entonces hasta hoy he tenido, ciertamente, alegrías reales y profundas, pero por grandes que hayan sido, no sabría decir si han sobrepujado mucho en intensidad a las que sentí mientras mi inteligencia brotaba de su niebla, como de su crisálida, una mariposa.
Pasaba de arrobamiento a arrobamiento, de éxtasis a éxtasis. Y me olvidaba de todo, para no pensar más que en mis novelas y en los personajes que excitaban mi imaginación.
Cuando el cura me explicaba un problema, pensaba yo en Rebecca a quien había dejado en coloquio con el templario; cuando me daba una lección de historia, veía desfilar ante mis ojos los encantadores héroes, entre los que mi corazón inconstante había elegido ya una quincena de maridos, y cuando me reprendía, no le oía ni la mitad, hallándome ocupada en confeccionar un traje parecido al de Isabel de Inglaterra o al de Amy Robsart.
—¿Qué has estudiado hoy?—preguntábame al llegar.
—Nada.
—¿Cómo nada?
—Me fastidia el estudio—decía yo con tono cansado.
El pobre cura estaba consternado. Preparaba largos discursos y me los espetaba de un tirón, pero producían el mismo efecto que si los hubiera dirigido a un piel roja.
Por último súbitamente me volví triste. Si bien mi tía no me pegaba, desquitábase en cambio diciéndome cosas chocantes.
Había adivinado que me dolía ser tan pequeña y no perdía ocasión de herir ese punto vulnerable; me llamaba fenómeno y me repetía que era fea.
Poco tiempo antes, hallábame yo misma muy linda y tenía mucho más confianza en mi opinión, que en la de mi tía. Pero trabando relación con las heroínas de Walter Scott, surgió en mi espíritu la duda. Eran tan lindas, que yo me desolaba pensando que era necesario parecérseles para ser amada.
El cura perdía poco a poco su sonrisa y su color. Observábame con desconsuelo, y pasaba el tiempo en sorber narigadas de rapé, con olvido de todas las reglas del arte, y en tratar de adivinar mi secreto, para lo que empleaba maquiavélicos medios; pero yo era impenetrable.
Vile un día dirigirse hacia la biblioteca, pero buen cuidado tenía yo de no dejar la llave en la cerradura; volvió sobre sus pasos moviendo la cabeza y pasándose las manos entre el cabello que, más alborotado que nunca, producía el efecto de un penacho.
Yo me había escondido tras una puerta y le oí murmurar cuando pasó cerca de mi:
—Volveré con la llave.
Esta decisión me contrarió profundamente. Con seguridad iba a descubrir mi secreto, y no iba a poder continuar mis lecturas queridas.
Inmediatamente corrí a buscar otras novelas más, que llevé a mi cuarto y las reemplacé en los estantes con libros tomados al azar; pero a pesar de mis precauciones, tenía, por cierto, que el cuadro de papel con que había substituido al vidrio roto, era un indicio acusador.
Ese día, examinando unas cartas halladas en la escribanía, descubrí el origen de mi tía. Era un arma contra ella, y resolví no tardar en usarla.
Al día siguiente, en el almuerzo, estuvo de muy mal humor. En tal disposición de ánimo, si no hallaba pretexto para provocarme, lo inventaba.
Soñaba yo con el amable Buckingham, que me parecía delicioso con su insolencia, sus hermosos trajes, sus lazos de cintas y su ingenio, y me preguntaba por qué causa se desesperaba Alicia Bridgeworth, de verse en su casa, cuando mi tía me dijo sin preámbulos.
—¡Qué fea está usted hoy, Reina!
Yo salté en la silla.
—Aquí tiene—le dije pasándole el salero.
—No pido la sal, tonta. Se está volviendo tan estúpida como fea.
Es de notar que mi tía no me tuteaba nunca. Desde el día en que fue mujer de mi tío, creyó ponerse a la altura de su situación, suprimiendo el tú de su vocabulario. Trataba de usted hasta a sus conejos.
—No soy de su opinión—le repuse secamente,—me encuentro muy linda.
—¡Qué disparate!—exclamó mi tía.—¡Linda, usted! ¡Un fenómeno del alto de la estufa!
—Es mejor parecerse a una planta delicada que a un hombre malogrado—repliquele.
Pero mi tía creía firmemente que había sido una belleza y no soportaba bromas al respecto.
—He sido linda, señorita; tan linda que a mi y a mi hermana los vecinos nos llamaban unas diosas.
—¿Su hermana se parecía a usted, mi tía?
—Mucho; éramos mellizas.
—¡Qué desgraciado sería su marido!—dije yo con tono convencido.
Mi tía lanzó una imprecación, que no dejaré repetir a mi pluma.
—Al fin y al cabo—proseguí con calma,—usted tiene naturalmente el gusto de una mujer del pueblo, mientras que yo, yo...
Pero quedé boquiabierta a mitad de la frase; mi tía acababa de romper un plato con el mango de su cuchillo. Lo que yo había dicho, inutilizaba todos sus esfuerzos para ocultarme su origen, y me vengaba completamente de toda su maldad para conmigo.
—¡Es usted una serpiente!—exclamó con voz estrangulada.
—No lo creo, mi tía.
—¡Una serpiente!
—Ya lo ha dicho,—respondí tranquilamente.
—¡Una serpiente cobijada en mi seno!—repitió mi tía, que estaba demasiado colérica para hacer gastos de imaginación.
Moví la cabeza, y pensé que a ser yo serpiente, seguramente rehusaría hallarme en semejante situación.
—Permitidme—proseguí,—he estudiado ese animal en mi historia natural, y nunca he visto que tuviese la costumbre de cobijarse en el seno de nadie.
Mi tía, que se desconcertaba siempre que hacía yo alusión a mis lecturas, no contestó nada, pero la expresión de su fisonomía, me pareció tan poco tranquilizadora que me esquivé cantando a desgañitarme:
—¡Érase que se era, un tío de Pavol, de Pavol, de Pavol!
Nos hallábamos a mediados de Junio. Las mariposas volaban por todas partes, las moscas zumbaban, el aire estaba impregnado de mil perfumes; en una palabra, el día me pareció tan espléndido que olvidé mi prudencia ordinaria. Tomé mi libro y fui a instalarme en un prado a la sombra de una parva de heno.
Se me oprimía el corazón pensando en las palabras de mi tía. La verdad es que era desolador el ser tan pequeñita, tan pequeñita. ¿Quién podría amarme así? Pero me consolaba leyendo Peveril del Pic. Era esta una de mis novelas preferidas, entre las de Walter Scott, precisamente a causa de Fenella, cuya altura era a buen seguro, más exigua que la mía.
Yo amaba, idolatraba a Buckingham. Me encolerizaba con Fenella, porque le decía cosas verdaderamente muy duras, y en el momento en que se escapa por la ventana, detuve mi lectura para exclamar.
—¡Ah, tontuela, un hombre tan delicioso!
Al pronunciar estas palabras levanté los ojos, y lancé un gran grito al ver al cura de pie, delante de mí.
Estaba cruzado de brazos y me miraba estupefacto. Parecía tan consternado como ese personaje de los cuentos de hadas, que ve sus diamantes trocados en avellanas.
Me levanté algo avergonzada, pues le había engañado abominablemente.
—¡Oh, Reina!...—comenzó.
—Mi querido cura—exclamé yo estrechando a Peveril del Pic contra mi corazón,—¡dejadme continuar, os lo ruego, os lo suplico!
—Reina, mi Reinita, nunca hubiera creído eso en ti.
Esta dulzura me enterneció, tanto más que no tenía la conciencia muy limpia, mas con una táctica eminentemente femenina me apresuré a cambiar de asunto.
—Era una distracción, señor cura, soy tan desgraciada.
—¿Desgraciada, Reina?
—¿Creéis que sea divertido tener una tía como la mía? No me pega ya, es cierto, pero me dice cosas que me apenan mucho.
¡Qué bien conocía a mi cura! Ya había olvidado su resentimiento y sus sermones; tanto más cuanto que en mis palabras había un gran fondo de verdad.
—¿Y es por eso, que estás tan triste, hijita?
—Sí, por cierto, señor cura. Figuraos que mi tía me repite en todos los tonos que soy un fenómeno, que soy fea como un susto.
Y mis ojos se llenaron de lágrimas, como que el tal tema me dolía en el alma.
El buen cura muy emocionado, restregose la nariz, con aire perplejo. Muy distante estaba de participar de las ideas de mi tía a ese respecto y miraba el modo que podría emplear para disipar mi tristeza, sin despertar en mi alma ni el orgullo, ni la vanidad, ni ningún elemento de pecado.
—Vamos, Reina; es preciso no apegarse mucho a cosas que pronto se desvanecen.
—Entretanto, esas cosas existen—repliqué, coincidiendo, en el pensamiento, a dos siglos de distancia, con la más linda mujer de Francia.
—Por otra parte encontrarás personas que no pensarán como la señora de Lavalle.
—¿Es usted de esas personas señor cura? ¿Me encuentra usted bonita?
—Pero... sí—respondió el cura, con aire lastimoso.
—¿Muy bonita?
—Pero... sí—respondió en el mismo tono el cura.
—¡Ah, qué contenta estoy!—exclamé saltando.—¡Cómo os quiero, señor cura!
—Todo esto está muy bien, Reina; pero has cometido una grave falta. Te has introducido en la biblioteca con riesgo de desnucarte, y has leído libros, que probablemente yo no te hubiera dado nunca.
—¡Walter Scott, señor cura; son de Walter Scott! Mi literatura habla muy bien de él.
Y le conté todas las impresiones. Hablé con volubilidad y mucho tiempo, radiante de ver que no solamente se olvidaba el cura de reñirme, sino que escuchaba con interés lo que le refería.
En vista de mi entusiasmo y mi alegría, reaparecidos como por encanto, le volvieron también súbitamente los colores y el aire risueño.
—Bien—me dijo,—te permito leer a Walter Scott; sin embargo, yo mismo lo reeleré para hablar de ello contigo, pero prométeme no volver a hacer más travesuras.
Se lo prometí de todo corazón, y desde entonces tuvimos nuevo asunto para discusiones y porfías, porque naturalmente, nunca fuimos de la misma opinión.
Con todo, pronto el interés que me inspiraban mis novelas, fue desvanecido por un acontecimiento sorprendente, inaudito, que acaeció en el Zarzal, algunas semanas después. Uno de esos acontecimientos que no conmueven las bases de los imperios, pero que siembran perturbaciones en el corazón o en la imaginación de las jóvenes.
Era un domingo.
Los domingos asistíamos regularmente a la misa cantada, que era el único oficio de la mañana, pues el cura no tenía teniente. Mi tía entraba primero en nuestro banco blasonado; seguíala yo, Susana luego y Petrilla cerraba la marcha.
Nuestra iglesia era vieja y pobre.
El primitivo color de las paredes desaparecía bajo una especie de moho verdoso producto de la humedad; el piso en vez de ser unido, estaba formado por una cantidad de baches y montículos que invitaban a los fieles a romperse la nuca y a aprovechar de su presencia en un sitio santificado, para subir más pronto al cielo; el altar estaba adornado con figuras de ángeles, pintadas por el carretero de la aldea quien se las echaba de artistas; dos o tres santos se contemplaban con sorpresa, admirados de verse tan feos. Cuantas veces he pensado, mirándolos, que a ser yo santa y representarme los mortales de tan odiosa manera, sería absolutamente sorda a sus plegarias; pero tal vez los santos no tienen mi carácter. Por una ventana sin vidrios mostraba una rosa su frente perfumada, y con su frescura y belleza parecía protestar del mal gusto del hombre.
Poseíamos un harmonium, del que vibraban sólo tres notas; a veces el número crecía hasta cinco, pues este instrumento era caprichoso y andaba según la temperatura, como los romadizos de nuestro sochantre, quien rugía durante dos horas con una convicción tan ingenua y profunda de que poseía una hermosa voz, que era imposible criticarle.
El sitial del celebrante estaba colocado en el fondo de un precipicio, de modo, que desde mi asiento no se veía más que la cabeza y el busto del cura que parecía estar en penitencia. Los monaguillos se hacían mueca detrás de él sin que se le ocurriera sospecharlo.
Después del Evangelio, se quitaba delante de nosotros la casulla, como que las cosas pasaban en familia, y después de tropezar en algunos pozos, llegaba al púlpito.
Creo que no hay entre todos los seres humanos, que se agitan en la superficie del globo, ninguno que no haya soñado, una vez por lo menos, en el curso de su existencia.
Sea de elevada o ínfima posición, no puede el hombre vivir sin deseos, y el cura sufriendo la ley común, había soñado durante treinta años de su vida la posesión de un púlpito.
Desgraciadamente, era muy pobre, éranlo igualmente sus feligreses y mi tía que era la única que le hubiera podido ayudar, no respondía a sus tímidas insinuaciones; a más de ser sórdidamente avara cuando se trataba de dar, no profesaba la menor consideración por los antojos de su prójimo.
A fuerza de economías, encontrose al fin el cura con doscientos francos en su poder. Y entonces resolvió realizar su sueño del modo que pudiera.
Una mañana le vi llegar fuera de sí.
—Mi Reinita, ven, ven conmigo—exclamó.
—¿A dónde, señor cura?
—A la iglesia; ven pronto.
—Pero a estas horas no hay misa.
—Ya lo sé; pero quiero que veas algo espléndido.
Tenía un aspecto tan radiante, su dulce fisonomía respiraba tal contento, que todavía me río al recordarlo, y su júbilo es para mi uno de los mejores recuerdos de aquel tiempo.
No caminaba: volaba, y llegamos en un soplo a la iglesia. Acabábase de colocar el púlpito, y el cura, en éxtasis ante él, me dijo en baja voz:
—¡Mira Reinita, mira! ¿No es una feliz ocurrencia? Al fin poseemos un púlpito. No tiene aspecto muy sólido, pero sin embargo es bastante bueno. He realizado el sueño de mi vida. Nunca se debe desesperar de nada, hijita, nunca.
Mirábalo yo, un tanto desconcertada, porque no podía negarme que mi imaginación me había representado un púlpito, como algo de grande y monumental. Y lo que yo tenía a la vista era una especie de caja de madera blanca apoyada en soportes de hierro tan poco elevados que, hablando en puridad, se hubiera podido prescindir de peldaños para entrar en ella. Pero un púlpito sin escalera no se ha visto nunca; así es que para salvaguardar el honor se había logrado colocar dos gradas, de quince centímetros de alto cada una.
—Mira, Reina, mira qué buen efecto produce—decíame el cura.—Cuando tenga un poco de plata, le haré dar una mano de pintura, o más bien, lo pintaré yo mismo; eso me divertirá y será más económico. La verdad es que pudiera ser un poco más alto, pero bueno es no tener demasiada ambición.
Y el sencillo y excelente hombre, giraba con admiración, alrededor del púlpito. Y no se hubiese sentido más feliz aunque sus tableros hubieran sido pintados por Rafael o esculpidos por Miguel Ángel.
A él no se le ocurría que la realidad como siempre ¡ay! no se parecía al ensueño; no se empeñaba en hacer comparaciones y disfrutaba de su felicidad sin preocupación alguna.
—Yo he hecho el plano, hijita, y por cierto que he tenido una espléndida idea. Sin embargo, la medalla tiene un reverso, y debo declarar que me he endeudado un poco; me cobran algo más de lo que había supuesto, pero parece que siempre sucede eso cuando se manda hacer alguna cosa. Pensaba comprarme un abrigo este invierno; pues bien, Dios mío, haremos abstracción de él; he ahí todo.
¡Oh, sí! su alegría es para mi uno de los mejores recuerdos de aquel tiempo.
Nunca he visto un hombre tan feliz, ni adornar una dicha mediocre con la esplendidez que lo hacía el cura con los reflejos de su buen natural, y de su espíritu algo infantil.
—¡Si es que parece exactamente un púlpito!—decía riendo y restregándose las manos.
Yo abrigaba algunas dudas al respecto, pero oculté mi decepción, y me extasié lo mejor que pude ante aquel objeto extraordinario, que a causa de la forma irregular de la iglesia, hallábase colocado en un hueco, de tal suerte que cuando predicaba el cura, las tres cuartas partes del auditorio no veían más que un brazo y un mechón de cabellos blancos que se agitaban con elocuencia, según las diversas fases del discurso.
Sentíase tan contento el cura al decir: «Voy a subir al púlpito» que tuvimos que resignarnos a tener sermón todos los domingos.
No bien abría la boca, tomaban las feligreses una postura cómoda para echar un sueñecito. Petrilla aprovechaba del sopor general para lanzar alguna ojeada al banco vecino al nuestro, y Reina de Lavalle se preparaba a meditar sobre las vicisitudes de la vida representadas por una tía y el aburrimiento de los sermones.
No sé por qué le gustaba al cura hablar sobre las pasiones humanas, pero un día que se había dejado arrastrar por el calor de la improvisación, le hice en la comida preguntas tan indiscretas y apuradas que se propuso no abordar más tales asuntos delante de mí. En adelante contentose en discurrir sobre la pereza, la embriaguez, la ira y otros vicios que no excitaban ni mi curiosidad ni mi charla.
Durante una hora nos ponía a la vista la gran iniquidad en que estábamos sumidos. Luego, cuando nuestro estado moral se hacía completamente lamentable, bajaba con nosotros con aire radioso a los infiernos, y nos hacía palpar los suplicios que merecían las almas manchadas por el pecado; tras de lo cual, pasando por un atrevido giro de frase a menos horribles ideas, emergía poco a poco de las regiones infernales, permanecía algunos instantes sobre la tierra, nos depositaba tranquilamente en el cielo, y descendía del púlpito, con el paso triunfal de un conquistador que acaba de cortar algún nudo gordiano.
El auditorio se despertaba entonces con sobresalto, excepto Susana que gozaba demasiado oyendo hablar mal de la humanidad, para dormirse, y que se bañaba en agua de rosas, mientras el cura fustigaba a sus ovejas con sus flores retóricas.
Era, pues, un domingo. Hacía un calor asfixiante y volviendo a casa, Susana nos dijo:
—Tendremos tormenta antes de que concluya el día.
Esta profecía me agradó; una tormenta era un feliz incidente en mi vida monótona, y a pesar de mi miedo, me gustaban el trueno y los relámpagos, aunque solía temblar de pies a cabeza cuando los estallidos se sucedían con mucha rapidez.
Durante la primera parte de la tarde, erré como alma en pena, por el jardín y el bosquecillo. Me moría de aburrimiento y pensaba con melancolía, en que nunca me pasaría ninguna aventura, y en que estaba condenada a vivir perpetuamente al lado de mi tía.
Cuando volví a casa, a eso de las cuatro, subí al corredor del primer piso, y con la cara pegada contra un vidrio, me entretuve en seguir con los ojos el movimiento de las nubes que se amontonaban sobre el Zarzal y nos traían la tormenta anunciada por Susana.
Preguntábame de dónde venían y lo que habían visto en su curso, lo que me, podrían contar, a mi que no sabía nada de la vida y del mundo, a mi que ansiaba ver y conocer. Se habían formado tras aquel horizonte que yo nunca había franqueado y que me escondía misterios, esplendores (a lo menos, así creía yo), alegrías y goces sobre los que meditaba en silencio.
Distrájeme de mis reflexiones al notar que Petrilla, escondida en un rincón, se dejaba besar por un gran palurdo que le había pasado un brazo alrededor del talle.
Abrí de golpe la ventana y grité batiendo las manos:
—¡Muy bien, Petrilla! Ya veo a usted señorita.
Petrilla, espantada, tomó sus zuecos en la mano y corrió a guarecerse en el establo. El gran palurdo se quitó el sombrero y me examinó con una estúpida sonrisa que le hendía la boca hasta las orejas.
Reíame con todas mis ganas, cuando un coche, que yo no había oído llegar entró en el patio. Bajó de él un hombre, dijo algunas palabras al sirviente que le acompañaba, y miró en torno de sí en busca de alguien a quien hablar.
Pero Petrilla, cuyo bonete blanco veía yo asomar a través de la abertura enrejada del establo, no se movía, y su enamorado se había precipitado de bruces detrás de un pajar. Y en cuanto a mi, sorprendida por tal aparición, había entornado uno de los postigos de la ventana, y observaba los acontecimientos sin hacer un movimiento.
De dos saltos salvó el desconocido los deteriorados peldaños de la escalinata, y buscó una campanilla que no había existido jamás; en vista de lo cual y no siendo la paciencia su cualidad dominante, comenzó a dar golpes de puño contra la puerta.
Mi tía y Susana surgieron delante de él, y certifico que desde ese instante tuve la más favorable opinión a cerca de su valor, pues no demostró ningún espanto. Saludó levemente, y luego comprendí por sus gestos que habiéndole asustado el cielo amenazante, pedía permiso para guarecerse en el Zarzal.
En esos momentos, en efecto, estalló con gran violencia la tormenta, y no dio más tiempo que para poner a cubierto el caballo y el coche.
Se ha dicho que la soledad nos hace tímidos, mas en ciertos casos produce el efecto contrario. No habiéndome rozado con nadie, no habiendo nunca comparado nada, tenía la mayor confianza en mí misma, e ignoraba por completo ese extraño sentimiento que anula las más brillantes facultades y hace estúpidos a los hombres superiores.
Con todo, ante esta aventura, que parecía evocada por mis pensamientos, latiome el corazón con fuerza, y vacilé tanto en entrar al salón, que estaba aún en la puerta cuando llegó el cura hecho una sopa, pero contento.
—Señor cura—exclamó yo, corriendo hacia él,—hay un hombre en el salón.
—¿Y qué hay con eso, Reina? Un arrendatario, supongo.
—No, no señor cura, es un verdadero hombre.
—¿Cómo, un verdadero hombre?
—Quiero decir que no es ni un cura ni un labriego; es joven y está bien vestido. Entremos pronto.
Entramos y estuve a punto de lanzar un grito de sorpresa al notar que mi tía ostentaba una expresión genuinamente amable, y que sonreía agradablemente al desconocido que, sentado en frente de ella, parecía estar tan a sus anchas como en su propia casa.
Bien es cierto que sólo su aspecto bastaba para serenar el ánimo más hosco. Era alto, bastante grueso, de rostro radiante, franco y expansivo. Sus rubios cabellos estaban cortados al ras, y tenía bigotes de puntas retorcidas, una boca bien dibujada y dientes blancos, que una risa franca y natural enseñaba a menudo. Toda su persona respiraba alegría y amor a la vida.
Levantose al vernos entrar y aguardó un instante que mi tía nos presentase. Pero el tal ceremonial era tan desconocido para ella, como para los habitantes de Greenlandia, y se presentó él mismo bajo el nombre de Pablo de Couprat.
—¡De Couprat!—exclamó el cura;—¿sois tal vez hijo del excelente comandante de Couprat, a quien he conocido en otro tiempo?
—Mi padre es, en efecto, comandante, señor cura. ¿Le habéis conocido?
—Y me ha prestado servicios hace muchos años. ¡Qué noble y excelente hombre!
—Sé que mi padre es querido por todo el mundo—respondió el señor de Couprat, con el rostro más radiante que nunca.—Y el comprobarlo es siempre para mi una nueva dicha.
—Pero—continuó el cura,—¿no sois pariente del señor de Pavol?
—Exactamente: primo en tercer grado.
—Pues he aquí a su sobrina—dijo el cura presentándome.
A pesar de mi inexperiencia noté muy bien que la mirada del señor de Couprat expresaba alguna admiración.
—Me felicito de conocer tan encantadora prima—díjome con aplomo y tendiéndome la mano.
Esta lisonja provocó en mi un pequeño escalofrío agradable y puse mi mano entre la suya sin la menor turbación.
—No primo, exactamente—dijo el cura narigueando su rapé con júbilo;—el señor de Pavol es sólo tío político de Reina; su esposa era una señorita de Lavalle.
—No importa—exclamó el señor de Couprat,—no renuncio a nuestro parentesco. Mucho más, cuanto que si se buscase bien, se encontrarían matrimonios entre mi familia y la de los de Lavalle.
Pusímonos a charlar como tres buenos amigos, y me pareció que siempre nos habíamos visto, conocido y querido. Sentía esa extraña impresión, que hace suponer que lo que sucede inmediatamente bajo nuestros ojos, ha pasado ya en una época remota, tan remota, que no se ha guardado de ello más que un recuerdo vago y casi desvanecido.
Pero por más que en mi mente pasaba revista a todos los héroes de novela que conocía, no hallaba ninguno que fuese tan rochonchito como mi nuevo héroe. Era gordo, no había la menor duda, pero tan bueno, tan alegre, tan gracioso, que pronto este defecto físico se transformó a mi vista en una cualidad trascendental.
Hasta no tardaron en parecerme desprovistos de atractivos mis imaginarios héroes.
A pesar de su figura elegante y siempre esbelta, quedaban borrados, radicalmente borrados por ese buen muchacho vivo y alegre a quien yo adoraba mentalmente como un tesoro de cualidades.
Mientras tanto, aunque la tormenta hubiese calmado, no cesaba la lluvia, y como se acercaba la hora de comer, mi tía invitó a Pablo de Couprat a compartir nuestra mesa.
Inmediatamente declaró que tenía una hambre de caníbal y aceptó con un desenfado que me encantó.
Me esquivé un instante para ir a afrontar el mal humor de Susana.
—Susana—dije entrando con agitación en la cocina,—el señor de Couprat come con nosotros. ¿Tenemos algún pollo gordo, leche, fresas, cerezas?
—¡Ah, Señor! ¡cuánta cosa!—refunfuñó Susana;—hay lo que hay y nada más.
—Has dicho una gran verdad, Susana; pero contéstame. ¿Un capón será bastante?
—No es un capón, señorita, es un pavo; mire usted.
Y Susana, con un sensible ímpetu de orgullo, abrió el asador y me hizo admirar el ave que bien cebada por sus cuidados y los de Petrilla, pesaba por lo menos doce libras. La piel dorada levantábase de trecho en trecho, probando así la delicadeza y blandura de la carne que cubría, y ofrecía a mis ojos un satisfactorio espectáculo.
—¡Bravo!—dije yo.—Pero Susana ¿habrá resultado bien la cuajada? ¿Hay mucha? Y, mira, ¡sazona bien la ensalada!
—Tengo costumbre de hacer bien cuanto hago, señorita. Por otra parte ese señor no es ni un príncipe ni un emperador, según pienso. Es un hombre como otro cualquiera y se conformará con lo que le den.
—Susana, ¡un hombre como otro cualquiera!—exclamé indignada.—Entonces ¿no lo has visto?
—Ya lo creo que lo he visto, señorita, y hasta puedo afirmar que lo he oído. ¿Acaso le es permitido a ningún cristiano aporrear de ese modo la puerta de una casa decente? Con todo, enamoriscaos de él si queréis, que a mí...
Abrí la boca para contestarle agriamente, pero contúvome la prudencia, pues pensé que por vengarse y contrariarme, era muy capaz Susana de chamuscar el pavo.
Poco tiempo después pasamos al comedor, y no pude menos que echar una mirada desolada sobre los tapices sucios y usados que caían en jirones. ¡Y luego Susana tenía un modo tan original de tender la mesa! Tres saleros a guisa de centro de mesa campeaban en medio del mantel, los cubiertos estaban colocados con descuido, las botellas en fila una tras otra, mientras que el único botellón del agua hallábase colocado de tal modo que cada comensal tenía seguramente que dislocarse para alcanzarlo, puesto que la mesa era enormemente ancha.
Esa fue la primera vez que tuve en mi vida la convicción de que el fantástico gusto de Susana violaba todas las leyes de la simetría.
Pero el señor de Couprat tenía uno de esos caracteres felices, que saben tomar todas las cosas por el lado mejor. Y además poseía la facultad de adaptarse al medio en que se hallaba.
Inspeccionó la mesa con aire alegre, tomó la sopa sin cesar de hablar, felicitó a Susana por su cocina y lanzó verdaderos gritos de júbilo a la aparición del pavo.
—Es preciso convenir, señor cura—dijo,—que la vida es una dulce invención y que Heráclito era un estúpido de marca mayor.
—No hablemos mal de los filósofos—respondió el cura,—suelen tener algo bueno.
—Usted es, señor cura, la benevolencia en persona. En cuanto a mi, si fuera gobierno, soltaría a los locos y en su lugar encerraría a los filósofos, teniendo cuidado de no aislar los unos de los otros, para que así pudieran devorarse mejor.
—¿Quién es Heráclito?—preguntó mi tía.
—Un imbécil, señora, que pasaba su tiempo en lloriquear. ¿Puede darse ¡Dios mío! una cosa más ridícula?
Y decir que por eso lo han hecho pasar a la posteridad...
—Tal vez—insinué yo,—viviera con varias tías, y eso le habría agriado el carácter.
El señor de Couprat se detuvo sorprendido y estalló luego en una carcajada.
El cura abrió tamaños ojos, pero mi tía, en brega con el pavo, al que trinchaba con arte, fuerza es confesarlo, no me oyó.
—La historia, primita, no dice nada al respecto.
—En todo caso—continué yo,—libraos de atacar a los antiguos; el señor cura os arrancaría los ojos.
—¡Cuánto me han hecho rabiar esos bandidos! Sólo he guardado de ellos un recuerdo: el de las penitencias que me han ocasionado.
—Permitid—dijo el cura, que hizo un esfuerzo por sacar a la orilla a sus amigos que iban en camino de ahogarse por completo en mi opinión,—permitid; no podéis negar algunas bellas virtudes, algunos actos heroicos que...
—¡Ilusiones, ilusiones!—interrumpió Pablo de Couprat. Eran unos pilletes insoportables, pero hoy que están muertos se les atavía con increíbles virtudes, para humillar a los pobres que vivimos y valemos más que ellos. ¡Dios mío, qué ave más espléndida!
Y hablando sin cesar, comía con apetito y entusiasmo sin iguales.
Los trozos se amontonaban en su plato y desaparecían con una tan notable velocidad, que llegó un momento en el que mi tía, el cura y yo quedamos con el tenedor en el aire, contemplándole con honda admiración.
—Ya os había prevenido—nos dijo riendo,—que tenía una hambre de caníbal, lo que me sucede trescientas sesenta y cinco veces por año.
—¡Cuánto dinero debéis gastar en comer!—exclamó mi tía que tenía la habilidad de ver el lado mercantil de las cosas y de decir lo que no debía decirse.
—Veintitrés mil trescientos setenta y siete francos, señora—respondió con toda seriedad mi nuevo primo.
—¡No es posible! murmuró mi tía, estupefacta.
—Parece que sois completamente feliz—le dijo el cura restregándose las manos.
—¿Si soy feliz, señor cura? Ya lo creo. Pero hablando francamente, veamos, el ser desgraciado ¿acaso es natural?
—Algunas veces—respondió sonriendo el cura.
—¡Oh, bah! los que son desdichados, lo son por su culpa muchas veces, porque entienden la vida al revés. La desgracia no existe; lo que existe es la tontera humana.
—Pues he ahí una desgracia.
—Bastante negativa, señor cura, y no porque mi vecino sea tonto he de deducir que se le deba imitar.
—Os gustan las paradojas ¿verdad?
—No; pero me fastidio cuando veo tanta gente amargarse la vida a causa de una enfermiza imaginación. Me parece que esas personas no comen lo suficiente, que viven de alondras y de huevos pasados por agua, y que descomponen el cerebro al mismo tiempo que el estómago. Amo la vida y pienso que todos debieran hallarla hermosa y ver que no tiene más que un defecto: el de acabarse tan pronto.
El pavo, la ensalada y la cuajada, todo había sido devorado, y mi tía miraba con expresión poco risueña la osamenta del volátil con la que había contado para banquetear durante algunos días.
Íbamos a levantarnos de la mesa, cuando entreabrió la puerta Susana y metiendo la cabeza por la abertura, nos dijo con arrogancia:
—He hecho café; ¿lo traigo?
—Quién te ha mandado...—comenzó mi tía.
—Sí, sí—dije interrumpiéndola con vehemencia,—traelo en seguida.
Yo la hubiera abrazado de buena gana por tan feliz idea; pero mi tía no compartía mi opinión. Desapareció para ir a reñir a Susana y sólo la volvimos a ver en la sala.
—Tenéis una excelente cocinera, prima mía,—dijo Pablo de Couprat, paladeando su café.
—Sí, pero tan rezongona...
—Eso no es más que un detalle...
—¿Y qué os parece mi tía?—le pregunté en tono confidencial.
—Pero... bastante majestuosa—respondió de Couprat, algo en aprieto.
—¡Ah, majestuosa!... ¿queréis decir... desagradable?
—¡Reina!—murmuró el cura.
—Bueno. Hablemos de otra cosa, señor cura; pero la verdad es que yo quisiera tener el buen humor de mi primo y descubrir las buenas cualidades de mi tía.
—Tened un poco de filosofía práctica, primita; eso es una sólida base de felicidad, y la única filosofía que me parece que tenga sentido común.
—¡Qué lástima que no seáis mi tía! ¡Cómo nos querríamos!
—¡En cuánto a eso respondo de ello!—exclamó riendo,—y no tendríamos necesidad de filosofar para alcanzar tal resultado. Pero si os es lo mismo, preferiría no cambiar de sexo y ser vuestro tío.
—No quisiera otra cosa, porque no soy como Francisco I, no; tengo por las mujeres una acentuada antipatía.
—¿De veras?—preguntó riendo,—¿conocéis los gustos de Francisco I?
Hizo el cura un gesto desesperado y de Couprat lo contestó con una expresiva guiñada, como diciéndole:
—No os asustéis; ya comprendo.
Esta pantomima me atacó los nervios e hice un violento esfuerzo para interpretar su oculta significación.
—A propósito de tío—dije luego—¿conocéis mucho al señor de Pavol?
—Sí, bastante; mi propiedad dista sólo una legua de la suya.
—¿Y qué tal es su hija?
—Jugué a menudo con ella, mientras fuimos niños; pero desde hace cuatro años la he perdido de vista. Dicen que es muy linda.
—¡Cuánto me gustaría estar en Pavol!—exclamé.—Nos veríamos con frecuencia.
—¿Quién sabe, primita? Tal vez no os agradara, cuando me conocierais más. Sin embargo, puedo asegurar que soy un buen muchacho, y excepción de una gran pasión por los pavos y un gusto loco por las mujeres lindas, no sé que tenga el más mínimo vicio.
—Amar a las mujeres lindas; eso no es un defecto. Lo que es yo, detesto las personas feas, a mi tía, por ejemplo. Pero asimilar un pavo a una mujer bonita, no es cosa muy halagüeña para esta última, primo mío.
—Es cierto, convengo en que mi frase ha sido desgraciada.
—Os lo perdono—le dije con vivacidad.—Según eso, ¿me halláis linda?
Hacía por lo menos dos horas que yo me decía en mi foro interno, que era preciso no dejar escapar la ocasión de aclarar, por medio de una opinión neta y competente, un asunto de tanto interés para mí. Desde el principio de la comida aguardaba con impaciencia el momento de lanzar mi pregunta. No porque tuviese dudas acerca de la respuesta, no; pero eso de oírse decir, bien directamente y en la cara, y por un hombre que no sea cura, que una es linda, ¡vamos! eso es verdaderamente delicioso.
—¿Linda, prima mía? ¡Si sois encantadora! Nunca he visto ni más bellos ojos ni boca más bonita.
—¡Qué dicha, y que amables son los hombres! a pesar de lo que dice mi tía.
—Qué ¿vuestra señora tía no ama a los hombres? La verdad es que ya pasó para ella la edad de la coquetería.
—La coquetería... Jamás se me habla de eso. ¿Os parece que se debe ser coqueta?
—Sin duda, primita; a mis ojos eso es una cualidad, pero coqueta en el buen sentido de la palabra.
—Vos no me habéis enseñado eso, señor cura—exclamé.
El desdichado cura pasaba durante esta conversación por un adelanto de las penas del purgatorio. Se enjugaba el rostro y con dificultad tragaba su café, que le sabía a amargura.
—El señor de Couprat se burla de ti.
—¿Es cierto eso, primo?
—De ninguna manera—respondió Pablo, que parecía que se divertía grandemente.—Según mi modo de ver, una mujer que no es algo coqueta no es una mujer.
—Pues entonces trataré de serlo.
—Señorita de Lavalle—dijo el cura levantándose,—pasemos al salón.
—¡Bah!—pensé,—ya está enojado el cura. Sin embargo, no he dicho nada malo.
La lluvia había cesado, las nubes se habían dispersado e invité a Pablo a dar un paseo por el jardín. Y hétenos escapados sin pedir permiso, seguidos por el cura que nos lanzaba miradas casi lúgubres pensando que su querida ovejita estaba en vías de descarrilarse.
Corríamos como niños por entre las hierbas húmedas, empapándonos los pies y las piernas y riendo a carcajadas. Conversábamos y charlábamos; sobre todo yo que le contaba los acontecimientos de mi vida, mis pequeñas tristezas, mis ensueños y mis antipatías.
¡Oh, que tarde tan dulce, encantadora y deliciosa!
De Couprat trepó a un cerezo, y el árbol violentamente sacudido dejó caer sobre mi toda su carga de lluvia. Con la boca llena de cerezas, y de lo alto de las ramas, exclamó que las gotas de agua brillaban en mis hermosos cabellos como un aderezo ideal, y que en su vida había visto nada más lindo.
—Y Susana, que pretende que es un hombre como otro cualquiera—me decía yo,—¿cómo es posible ser tan tonta?
Volvimos a la sala, donde se hizo una gran fogata para secarnos. Sentados el uno al lado del otro, Pablo y yo continuamos misteriosamente nuestra conversación.
Mi tía asombrada de mi audacia y de la libertad y alegría que irradiaba en mis ojos, no decía nada. El cura, aunque arrobado viéndome contenta, no estaba, sin embargo, tan preocupado como para que se le olvidase terciar entre nosotros.
¡Qué velada tan agradable!
Por último, de Couprat levantose para despedirse y le acompañamos hasta el patio.
Saludó afectuosamente al cura y dio las gracias a mi tía; luego acercose a mi, me tomó la mano y me dijo en voz baja:
—Hubiera deseado que esta velada no terminara nunca, prima mía.
—¿Y yo?... Pero volveréis ¿no es cierto?
—Seguramente, y dentro de poco, según espero.
Aproximó mi mano a sus labios, y preciso es que la naturaleza humana tenga un gran fondo de perversidad, porque este homenaje me causó un placer tan nuevo, tan intenso y tan perfecto, que tuve la idea impropia de... ¡Dios mío, lo diré! Sí, tuve la idea (que no ejecuté) de arrojarme a su cuello y de besarle las mejillas a pesar de mi tía, y a pesar del cura que nos vigilaba como un dragón de nueva especie, como un excelente dragón regordete y bondadoso.
Después de la partida del señor de Couprat viví varios días en una especie de beatitud que me sería difícil describir. Experimentaba múltiples sensaciones, que se externaban con brincos y piruetas, pues fue este último ejercicio, durante largo tiempo, mi manera de expresar una cantidad de sensaciones.
Después que había saltado bastante, me acostaba sobre la hierba, y mirando al cielo discurría sobre una cantidad de cosas sin pensar absolutamente en nada. Este exquisito estado moral, durante el cual el alma vive en una especie de somnolencia, en una tranquilidad soñadora semejante al sueño, a pesar de que está bien despierta, me ha dejado un dulcísimo recuerdo. Tan es así, que de esa época data mi pasión por la bóveda celeste, que siempre, desde entonces me ha parecido digna de hermanarse a mis pensamientos, sean éstos tristes o alegres, serios o frívolos.
Después de permitir a mi imaginación que se extraviara por senderos sombríos, tanto, que galopaba a tropezones, dejábala volver a la luz y contemplar al señor de Couprat. Reía al recuerdo de su franca fisonomía, de su vida abierta y de sus dientes blancos. Halagábame el beso que había estampado en mi mano y sentía una alegría real, pensando en que si hubiera seguido mi impulso le habría besado las mejillas.
Permanecí largo tiempo en medio de estas dulces ideas y sensaciones hasta que llegó un día en que me pregunté ¿por qué razón pasaba mi alma por tan diversas fases?
Pero en llegando a este delicadísimo problema, comenzaba mi imaginación a entrar en tinieblas, y luchaba en ellas con vaporosas ideas; tan vaporosas que al fin abandonaba con desaliento la partida, para pensar directamente en una boca que me había gustado, en unos ojos que me habían sonreído y en una expresión de fisonomía que había decidido no olvidar jamás.
Mas en aquel mundo de fantasmas, mis ideas, no me daban ni un momento de reposo, y a poco recaía en poder de ellas.
Y así discurriendo por las regiones de lo vago, y tratando de comparar ciertas impresiones mías con otras de las de mis heroínas preferidas, vi hacerse la luz sobre un importante punto.
Descubrí que estaba enamorada y que el amor es la cosa más encantadora del mundo. Este descubrimiento me colmó de la mayor alegría.
Ante todo, porque veía embellecerse mi vida con un encanto, que no dejaba por eso de ser real, y luego, porque si yo amaba, era seguramente correspondida. En efecto, amaba al señor de Couprat porque me había parecido hechicero; por consiguiente, mi aspecto debió producir en su corazón el mismo sentimiento, puesto que él me hallaba encantadora. Mi lógica, hija de una completa inexperiencia, no alcanzaba a más y por consiguiente bastaba para justificar mis razonamientos y hacerme feliz.
Un descubrimiento trae otro, así es que llegué a pensar que podría muy bien la caridad no desempeñar más que un papel muy secundario en la simpatía de Francisco I por las mujeres en general y en particular por Ana de Pisseleu; que el amor no se parecía al cariño, puesto que yo quería mucho a mi cura, y sin embargo, no deseaba abrazarle, mientras que no me hubiera hecho de rogar para saltar al cuello de Pablo de Couprat, y por último, que era ridículo emplear subterfugios y tonos misteriosos para hablar de una cosa tan natural y en la que no había ni sombra de mal.
—Un cura—pensaba yo,—debe tener sobre el amor ideas erróneas y extraordinarias, porque puesto que no puede casarse, no puede amar. Sin embargo, Francisco I era casado y... no comprendo nada de todo esto, y tengo que saberlo.
Existía tal caos en mis ideas que a pesar de mis desdeñosas prevenciones a cerca de la opinión de mi cura, resolví dilucidar con él este escabroso asunto.
El pobre cura comprendía perfectamente, que mi espíritu se hallaba en una inmensa confusión, pero tenía bastante talento y buen sentido para no aparecer dando importancia a impresiones que con sólo la provocación de una confidencia hubieran podido tomar cuerpo. Procuraba distraerme por todos los medios a su alcance y dándose el trabajo de venir todos los días al Zarzal, prolongaba indefinidamente la lección.
Estábamos sentados junto a la ventana. Mi tía, enferma desde algún tiempo, permanecía en su cuarto; yo andaba por las nubes y el cura se afanaba en explicarme mis problemas.
—Ve lo que has hecho, Reina: has multiplicado kilogramos por gramos, y aquí, dados 2/5 multiplicados por...
—Señor cura, ¿a que no adivináis cuál es la cosa más arrobadora que hay sobre la tierra?
—No, Reina, ¿qué cosa?
—El amor, señor cura.
—¿De qué estáis hablando hija mía?—exclamó inquieto el buen anciano.
—¡Oh! de algo que conozco perfectamente—respondí, sacudiendo la cabeza con aire de suficiencia.—Lo que no me explicó es por qué no me habéis hablado nunca de ello, puesto que es una cosa que se ve todos los días.
—He ahí el efecto de las novelas, señorita; toma usted a lo serio cosas que son puramente imaginarias.
—¡Qué mal hacéis en hablar contra vuestra convicción; bien sabéis que se ama en la vida y que el amor es una cosa encantadora!
—Ese es un asunto que no atañe a las jóvenes, Reina, y no debéis hablar de él.
—¿Qué no atañe a las jóvenes? ¡Y son ellas las que aman y son amadas!
—Desgraciado de mi—exclamó el cura,—que tengo que habérmelas con semejante cabeza.
—No habléis mal de mi cabeza, señor cura; la quiero mucho, sobre todo, desde que el señor de Couprat la ha hallado tan bonita.
—El señor de Couprat se ha reído de ti, Reina. Está segura que te ha tomado por una chiquilina sin importancia.
—Nada de eso—repliqué ofendida,—nada de eso, puesto que me ha besado la mano. ¿Y sabéis qué se me ocurrió en ese momento?
—Vamos a ver—respondió el cura que estaba como sobre espinas.
—Pues estuve a punto de saltarle al cuello.
—¡Qué tontería! No se salta al cuello de nadie que no se conoce.
—Ya sé, ya sé, pero él... Por otra parte, si hubiera sido una mujer, no se me hubiera ocurrido eso.
—¿Por qué, Reina! Estás diciendo sandeces.
—¡Oh! porque...
Siguió una pausa a tan profunda respuesta, y mientras tanto miraba yo de reojo al cura, que se zarandeaba y tomaba rapé para disimular y tomar una actitud que fuera conveniente.
—Mi buen cura—le dije con voz insinuante,—si fueseis tan amable como...
—¿Qué más, Reina?
—Digo... os haría algunas preguntitas más sobre ciertos temas que me andan por la mente.
Arrellanose el cura en su sillón como hombre que toma súbitamente una gran resolución.
—Bueno, Reina; te escucho. Más vale que hablemos franca y abiertamente de lo que te preocupa que no que andes quebrándote la cabeza con divagaciones.
—Yo no me quiebro nada, señor cura, y no divago; únicamente pienso mucho en el amor porque...
—¿Por qué?
—No, nada. Ante todo, decidme ¿por qué si vos me besarais la mano, lo hallaría ridículo y no muy agradable que digamos, aunque os quiero con todo mi corazón, mientras que sucede exactamente lo contrario cuando se trata del señor de Couprat?
—¿Cómo, cómo? ¿Qué dices Reina?
—Digo que me ha sido muy agradable el que el señor de Couprat besara mi mano, mientras que si fuerais vos...
—Pero, hija mía, tu pregunta es absurda, y la impresión de que hablas nada significa, ni vale la pena de ocuparse de ella.
—¡Oh! esa no es mi opinión. Pienso a menudo en ello y he aquí lo que llevo descubierto; si la acción del señor de Couprat me ha sido grata, es porque es joven y podría ser mi marido, mientras que vos sois viejo, y luego un cura no se puede casar nunca.
—Sí, sí—respondió maquinalmente el cura.
—Porque siempre se quiere a su marido ¿verdad?
—Sin duda alguna, sin duda.
—Bueno. Ahora, señor cura, decidme si se da el caso de que los hombres amen a varias mujeres.
—Yo no sé eso—repúsome fastidiado el cura.
—Sí, sí, debéis saberlo. Por otra parte un marido puede amar a otra mujer, que la propia, puesto que Francisco I amaba a Ana de Pisseleu y era casado.
—Francisco I era un perdido—exclamó el cura exasperado,—y ese Buckingham, a quien quieres tanto, era otro.
—Cada cual tiene su carácter—respondíle,—y no sé por qué se les haría un crimen porque amaran a varias mujeres. La reina Claudia y la señora de Buckingham, pareceríanse sin duda a mi tía. Por otra parte he descubierto que no se gobierna al corazón, y ellos no podrían dejar de amar, como yo no...
—¿Qué, Reina?
—Nada, señor cura. Lo que yo temo es tener una inclinación a los perdidos, porque Buckingham es lo más interesante...
—Pero en fin, hijita, desde que lees a Walter Scott, he tratado de hacerte comprender ciertas cosas y parece que todo ha sido inútil.
—¡Escuchad, señor cura; vuestras explicaciones no son muy claras, y hay tanta vaguedad en mis ideas!... Todo esto es tan extraño—continué como soñando.—Por último, explicadme ¿por qué el amor excita vuestra indignación?
—Basta, Reina—dijo el cura fuera de sí.—Tienes un modo de formular las preguntas que es imposible responderte. Te hablo seriamente: hay temas de los que no debes hablar, y que no puedes comprender, porque eres demasiado joven.
Colocó el cura su sombrero bajo el brazo y se alejó. Corrí sobre sus pasos y le grité desde la puerta:
—¡Podéis decir todo cuanto queráis, pero conozco bien el amor; es lo más encantador que hay en el mundo! ¡Viva el amor!
En dos días no vino al Zarzal el cura; entristecime yo por haberle fastidiado tanto, y el tercer día me encaminé hacia la casa parroquial, para disculparme. Le hallé en la cocina, frente a un frugal desayuno al que hacía los honores con tantos bríos como apetito.
—Señor cura—le dije en tono relativamente humilde,—¿estáis enojado?
—Algo, Reinita, algo; no quieres hacerme caso nunca.
—Os prometo señor cura, no volver a hablar más del amor.
—Trata, sobre todo, Reina, de no cavilar sobre cosas que no comprendes.
—¡Oh! que no comprendo...—exclamé yo, estallando inmediatamente,—en cuanto a eso comprendo y muy bien, y contra todos los curas de la tierra sostendré que...
—¡Bah!—exclamó desalentado el cura,—ya has faltado a tu promesa de hace un momento.
—Es cierto, señor cura; pero os afirmo que un cura no entiende nada de todo esto.
—Ni tampoco Reina de Lavalle. Luego iré a darte lección, hijita.
Así terminó la discusión más grave que he sostenido con mi cura.
Entretanto pasaban los días y los días y como Pablo de Couprat no volviera, mi sistema nervioso se conmovió y dio muestras de una irritabilidad de mal augurio.
Un mes después de mi memorable aventura había perdido todas mis esperanzas, toda mi tranquilidad y con ayuda del hastío llegué a una sombría tristeza.
Entonces fue cuando el cura se indispuso con mi tía y cuando ésta le echó de casa.
Sentada bajo la ventana del jardín, pude escuchar la siguiente conversación:
—Señora—dijo el cura, vengo a hablaros de Reina.
—¿Sobre?
—La niña se aburre, señora. La visita del señor de Couprat ha abierto a su espíritu horizontes nuevos, que ya habían clareado con la lectura de algunas novelas. Le hace falta distracción.
—¡Distracción! ¿Y dónde queréis que halle yo eso? No me puedo mover: estoy enferma.
—Por eso, señora, no cuento con usted para distraerla. Es necesario escribir al señor de Pavol y rogarle quiera tener a Reina en su casa durante algún tiempo.
—¡Escribir al señor de Pavol! No por cierto. Después la chica no querría volver aquí.
—Es probable, pero esa es una consideración de segundo orden, de la que nos ocuparemos más tarde. Luego, Reina está llamada a vivir en sociedad hoy o mañana, y creo de necesidad que cambie su modo de vivir y vea muchas cosas de las que no tiene la menor idea.
—No soy de esa opinión, señor cura. Reina, no saldrá de aquí.
—Pero, señora—replicó el cura que se acaloraba,—os repito, que es urgente. Reina está triste, su imaginación es rápida y cavila mucho, estoy cierto que se cree enamorada del señor de Couprat.
—Poco me importa eso—repuso mi tía, que era incapaz de comprender las razones del cura.
—Se ha dicho que la soledad es el abogado del diablo, señora, y es exactamente cierto respecto de la juventud. La soledad hace daño a Reina, y algunas distracciones le harán olvidar lo que al fin de cuentas no es más que una niñería.
—¡Qué ideas más extravagantes tiene un cura!—pensé yo.—Tratar de niñería una cosa tan seria y creer que yo pueda olvidar algún día al señor de Couprat.
—Señor cura—contestó mi tía, con su voz más áspera,—ocupaos de lo que os concierne, que yo procederé a mi gusto, no al vuestro.
—Señora, quiero a esta niña con todo mi corazón, y no puedo permitir que sufra—replicó el cura con una entonación que no le conocía.
Usted la ha enterrado en el Zarzal, no le ha dado nunca la menor distracción, y puedo decir que sin mi hubiera crecido y vegetado en la ignorancia y el embrutecimiento, como una planta salvaje y enervada. Le repito que es preciso escribir al señor de Pavol.
—Esto es demasiado—exclamó mi tía, furiosa;—¿no soy yo el ama en mi casa? Salid, señor cura, y no volváis a poner los pies aquí.
—Muy bien, señora; ahora sé lo que debo hacer, y veo claramente que si no he tomado antes una determinación, ha sido por el placer egoísta de ver constantemente a mi Reinita.
El cura hallome en la avenida, completamente desconsolada.
—¿Pero es posible, señor cura?... Echado a la calle por mí... ¿Qué va a ser de nosotros, si no nos vemos más?
—Qué ¿has oído la discusión, hijita?
—Sí, sí, como que estaba junto a la ventana. Ah, ¡qué mujer! qué...
—Vamos, vamos, Reina, un poco de calma—prosiguió el cura que estaba tembloroso y encendido.—Esta misma noche escribiré a tu tío.
—Escribid pronto, mi querido cura. Lo que quiero es que venga a buscarme en seguida.
—Esperémoslo—respondió al cura, sonriendo al mismo tiempo con bondad y con tristeza.
Pero sus muchas obligaciones le impidieron escribir al señor de Pavol esa misma noche, y al día siguiente, mi tía que luchaba desde algunas semanas con sus achaques, cayó gravemente enferma. Cinco días después, la muerte llamaba a las puertas del Zarzal, y cambiaba la faz de mi existencia.
Inmediatamente de la muerte de mi tía, que no me llamó ni una sola vez durante su enfermedad, y a quien cuidó con abnegación Susana, me refugié en la casa parroquial.
El cura había escrito al señor de Pavol para notificarle que la señora de Lavalle se hallaba enferma, pero los progresos de su mal fueron tan rápidos, que mi tío recibió el despacho que le anunciaba el desenlace fatal, antes que hubiese contestado a la carta del cura. Y nos telegrafió, en seguida, participándonos que no le era posible asistir al entierro.
Al otro día recibimos una carta en la que decía, que no del todo repuesto después de un ataque de gota, le era imposible trasladarse al Zarzal y le rogaba al cura que me condujera algunos días más tarde a C***, pues esperaba, en ese entonces, estar tan aliviado como para ir a recibirme allí.
Mi tía fue enterrada sin lujo ni pompa. No era amada y partió para el otro mundo sin gran cortejo de simpatías.
Yo volví del entierro, haciendo esfuerzos para sentir un poco de tristeza, pero no pude conseguirlo. Por grandes que fueran los reproches de mi conciencia, un sentimiento de libertad se agitaba en mi cabeza y en mi corazón. Sin embargo, si hubiese conocido entonces la frase de un hombre célebre me la hubiera apropiado, y aseguro que hubiese exclamado en un soberbio arranque de misantropía:
—No sé lo que pasa en el corazón de un degradado, mas conozco el de una niña decente, y lo que veo me espanta.
Pero como dicha frase me era totalmente desconocida, no pude servirme de ella para satisfacer a los manes de mi tía.
Mi tío había señalado para mi partida el 10 de Agosto; estábamos a 8 y pasé esos dos días con el cura, cuya bondadosa fisonomía se demudaba de hora en hora ante la idea de nuestra separación.
El martes por la mañana, hizome preparar un buen almuerzo, y nos instalamos por última vez, el uno frente al otro, con intención de reponer fuerzas. Pero cada bocado nos ahogaba y me costaba un triunfo contener el llanto.
El pobre cura había pasado una noche de insomnio. Estaba demasiado triste para poder dormir y por otra parte como no le era posible acompañarme hasta C***, había escrito esa noche a mi tío una carta de diez y siete carillas en la que, según supe después, le enumeraba todas mis cualidades pequeñas, grandes y medianas. Los defectos brillaban por su ausencia.
—Mi hijita querida—me dijo después de un largo silencio,—¿no te olvidarás de tu viejo cura?
—Jamás, jamás—respondile con vehemencia.
—No debes tampoco olvidar mis consejos. Desconfía de tu imaginación, Reinita. Compárola a una hermosa llama que alumbra y vivifica una inteligencia cuando se la alimenta con discreción; pero si se le da mucho combustible, se trueca en una fogata que incendia la casa, y los incendios no dejan tras de sí más que escorias y cenizas.
—Trataré, señor cura, de gobernar con tino la llama; pero os aseguro que me gustan mucho las fogatas.
—Pues ¡cuidado con el incendio! ¡No juguemos con el fuego, Reinita!
—Nada más que una fogatita, señor cura; si es de lo más lindo que puede darse. Y si se tiene miedo del incendio, con echar un poco de agua fría sobre el fuego...
—Mas, ¿dónde encontrarás el agua fría, mi hijita?
—¡Ah! todavía lo ignoro, pero puede que lo sepa algún día.
—Quiera Dios, que no sea así—exclamó el cura.—El agua fría, mi hijita querida, son los desengaños y los pesares, y rogaré día a día, ardientemente, para que sean alejados de tu senda.
Asaltábame el llanto oyendo hablar así al cura, y bebí un gran vaso de agua para calmar mi emoción.
—Antes de dejaros, debo preveniros que creo que tengo un gusto muy marcado por la coquetería.
—Sé, que tal es el lado flaco de todas las mujeres,—me dijo el cura con su bondadosa sonrisa;—pero no es bueno abusar, Reina. Por otra parte el trato social te enseñará a equilibrar tus sentimientos, sin contar con que tu tío te sabrá guiar bien.
—¡Qué cosa hermosa debe ser la sociedad, señor cura! Estoy cierta de que agradaré, siendo tan linda...
—Sin duda, sí, sin duda, pero desconfía de los cumplimientos exagerados y de la vanidad.
—¡Bah! Es tan natural el deseo de agradar; nada de malo hay en ello.
—¡Hum! he ahí una moral de manga algo ancha respondió el cura revolviéndose el cabello. Lo bueno es que tal modo de pensar es de tu edad, y ¡a Dios gracias! aun no te ha llegado el tiempo de exclamar con el Eclesiastés: ¡Todo es vanidad y nada más que vanidad!
—¡Qué exagerado es ese Eclesiastés! Y luego es tan viejo. Se me ocurre que sus ideas han de andar fuera de moda.
—Vamos, vamos, callémonos. Bien sé que las Santas Escrituras y los pensamientos de un pobre cura de campo no pueden ser comprendidos por una señorita joven y linda y bastante enamorada de sí misma.
Y me miró sonriendo; pero sus labios temblaban, porque se acercaba la hora de la partida.
—Ten cuidado de abrigarte bien en el camino, Reina.
—Pero, señor cura, si estamos en Agosto, con un calor para ahogarse.
—Cierto es—respondió el cura, que con la preocupación perdía la cabeza.—Entonces no te abrigues mucho, no sea que luego te resfríes.
Nos levantamos de la mesa después de haber hecho infructuosos esfuerzos para mascullar algunas migas de pan y pastel.
—¡Ah!, ¡cuánto siento—exclamé, estallando en sollozos,—cuánto siento dejaros, mi querido cura!
—No lloremos, no lloremos; es absurdo—dijo el cura, sin darse cuenta que por sus mejillas rodaban dos lagrimones.
—¡Ah! señor cura—continué yo, presa de un repentino remordimiento, ¡cómo os he hecho enojar!
—No, no; has sido la alegría de mi vida, toda mi felicidad.
—¿Qué va a ser de vos sin mi, mi pobre cura?
No respondió. Dio dos o tres pasos por la sala, sonose con fuerza y logró dominar la emoción que oprimía su garganta y que estuvo próxima a reventar en sollozos.
El carruaje estaba ya en la puerta. Petrilla, con su traje de gala debía acompañarme hasta C*** y dejarme en brazos de mi tío. Conducíanos el arrendatario, porque Susana, entregada a su dolor, permanecía provisionalmente al cuidado del Zarzal. Ordené a Juan que marchara, y el cura y yo seguimos detrás a pie, por un buen trecho, con el objeto de estar juntos un poco más.
—Os escribiré todos los días, señor cura.
—No te pido tanto, hijita mía: Escríbeme solamente una vez por mes; pero con toda intimidad.
—Os escribiré todo, completamente todo, hasta mis ideas sobre el amor.
—Veremos—replicó el cura con sonrisa incrédula.—Harás una vida tan nueva para ti, tan llena de distracciones que no cuento mucho con tu exactitud.
Juan había detenido el carricoche y nos aguardaba. Era preciso partir. Llorando con toda mi alma tomé las manos del cura y exclamé:
—Señor cura, la vida tiene momentos bastante malos.
—Eso pasará, pasará—respondió con voz entrecortada.—Adiós, mi hijita querida; no me olvides y precávete, precávete...
Y me ayudó a subir precipitadamente al carromato.
Coloqueme en el antiguo sitio de mi tía, aplastado de un lado por un baúl sin cerradura y del otro por los innumerables atados que componían mi equipaje, confeccionados por Petrilla con extravagantes formas.
—¡Adiós, mi cura, adiós mi viejo cura!—exclamé.
Hizo un gesto cariñoso y se volvió rápidamente. Vile, a través de mis lágrimas, alejarse a toda prisa y ponerse el sombrero, prueba irrecusable de que se encontraba su ánimo no solamente en la más violenta agitación, sino completamente trastornado.
Luego que hube sollozado unos diez minutos, juzgué a propósito seguir el consejo de Petrilla, que me repetía en todos los tonos:
—Es preciso ser razonable, señorita, es preciso ser razonable.
Metí mi pañuelo en el bolsillo, y me puse a reflexionar.
Verdaderamente, la vida es una cosa muy rara. ¿Quién habría dicho, quince días antes, que mis sueños se realizarían tan pronto, y que iba a ver tan pronto al señor de Couprat?
Esta halagadora idea, dispersó las últimas nubes que obscurecían mi ánimo, y pensé en la hermosura del firmamento, en las dulzuras de la vida y en el talento que tienen las tías cuando se van al otro mundo.
Mis segundas ideas fueron dedicadas a mi tío. Preocupábame mucho de la impresión que iba a producirle, pues tenía perfecta conciencia de que el vestido negro y el original sombrero con que me había ataviado Susana, eran muy ridículos. Este desgraciado sombrero me causaba verdaderas torturas, es decir, torturas morales. Hecho de un crespón que databa de la muerte del señor de Lavalle, tenía el aspecto de una galleta elegida por las babosas para teatro de sus correrías. Evidentemente me afeaba, y como tal idea no era soportable, me lo quité de la cabeza, hice de él un envoltijo y me lo eché al bolsillo, cuya amplitud y profundidad hacían honor al talento práctico de Susana.
Atormentábame también el temor de parecer estúpida, pues bien sabía yo que muchas cosas que parecerían naturales para todo el mundo, serían para mi un manantial de sorpresas y admiraciones.
Así es que resolví, para no poner en riesgo de burla mi amor propio, disimular cuidadosamente mis asombros.
Tales preocupaciones no me permitieron encontrar largo el camino y me creía aún muy lejos de C*** cuando nos hallábamos en sus puertas. Nos dirigimos directamente a la estación, atravesando la ciudad con toda la rapidez de que eran capaces las piernas secas, de nuestro jamelgo.
Como mi tío, no era ni corpulento ni delgado, habíamelo figurado alto y enjuto de carnes. Figuraos, pues, mi extrañeza, cuando vi un hombrecillo de andar pesado acercarse al carricoche y exclamar:
—Buen día, mi sobrina; casi, casi, estoy por creer que he tenido que esperar.
Diome la mano para bajar del coche, y me besó cordialmente, tras de lo cual, midiéndome de pies a cabeza me dijo:
—No más alta que una elfa, pero terriblemente linda.
—Es también mi opinión, mi tío,—díjele bajando los ojos con modestia.
—Ah ¡esa es tu opinión!
—Ya lo creo. Y la de mi cura y la de... Mas, aquí tenéis una carta que me ha dado el cura para vos, mi tío.
—¿Y porqué no ha venido?
—No podía: algunas ceremonias religiosas le retenían en su parroquia.
—Lo siento; me hubiera alegrado mucho viéndole. ¿No tienes sombrero, sobrina?
—Sí, tío; está en mi bolsillo.
—¿En tu bolsillo? ¿Y porqué?
—Porque es espantoso.
—¡Buena razón! ¿A quién se ha visto llevar el sombrero en el bolsillo? No se viaja sin sombrero, hijita. Póntelo pronto, en tanto que yo hago registrar tu equipaje.
Algo desconcertada por esta especie de reprimenda, me coloqué el sombrero en la cabeza, no sin comprobar que un viaje en un bolsillo era muy poco higiénico para tal producto de la industria humana.
Tocome en seguida despedirme de Juan y de Petrilla.
—Ah, señorita—díjome Petrilla,—siento tanto dejaros, como sentiría si dejase la mejor de mis vacas.
—¡Mil gracias!—repúsele entre risa y lloro. Besémonos y adiós.
Besé las mejillas duras y rojas de Petrilla sobre las que, según me temo, algún patán de dulce charla había depositado ya algunos besos furtivos y sonoros.
—¡Adiós, Juan!
—Hasta la vista señorita—dijo Juan, riendo estúpidamente, lo que es un modo de demostrar emoción como cualquier otro.
Pocos minutos después, hallábame en el tren, sentada frente a mi tío, completamente desorientada y aturdida por el movimiento del tráfico y por la novedad de mi posición.
Así que me repuse algo, examiné al señor de Pavol.
Mi tío, de altura mediana, bien formado, de espaldas anchas, manos gruesas, coloradotas y poco cuidadas, no ofrecía a primera vista un aspecto aristocrático. No hablaba mucho y siempre hacíalo con lentitud. Complacíase a veces en usar expresiones enérgicas que producían un efecto muy singular dada la calma con que eran pronunciadas. No tenía más de sesenta años; sin embargo, como era víctima de frecuentes ataques de gota, su ánimo estaba algo quebrado a causa del sufrimiento físico. Mas, si no tenía ya la vivacidad de la respuesta, aun su boca, por un movimiento casi imperceptible, expresaba todos los matices que existen entre la ironía, la astucia y la burla franca o solapada, y he visto gente pulverizada por mi tío antes de que sus labios pronunciaran la palabra.
No era yo, como es natural, suficientemente avezada para hacer tan pronto un estudio profundo del señor de Pavol, pero le observaba con el mayor interés. Él, por su parte, lanzaba de cuando en cuando sobre mi una mirada de observación, mientras leía la carta que yo le había traído, como para comprobar que mi fisonomía no contradecía los datos del cura.
—Me miras con demasiada tenacidad, sobrina, ¿me encuentras tal vez buen mozo?
—De ningún modo.
Mi tío hizo una ligera mueca.
—Eso es franqueza, o yo no entiendo jota. ¿Y por qué estás tan pálida?
—Porque me muero de miedo, tío.
—Miedo, y ¿de qué?
—Marchamos tan rápidamente. ¡Es espantoso!
—Comprendo; es la primera vez que viajas. Tranquilízate, no hay ningún peligro.
—Y mi prima, tío, ¿está en el Pavol?
—Por cierto, y está muy deseosa de conocerte.
Dirigiome mi tío algunas preguntas acerca de mi tía, y de mi vida en el Zarzal; luego tomó un diario y no abrió la boca hasta llegar a V***.
Subimos entonces en un landó tirado por dos caballos, que debía conducirnos al Pavol. Y amontonamos, como se pudo, los paquetes groseros de mi equipaje, los que, entre paréntesis, me tenían vejada con la triste figura que hacían en tan elegante vehículo.
Apenas instalada en él, me dio mi tío una bolsa de golosinas para confortarme, y se sumió en la lectura de un nuevo diario.
Esta manera de conducirse comenzó a fastidiarme. A más de que no es de mi carácter el poder permanecer callada mucho tiempo, tenía una gran cantidad de preguntas que satisfacer.
De modo que cuando estuve harta del placer de verme en un carruaje hermoso, suave y bien almohadillado, atrevime a romper el silencio.
—Tío—le dije,—si quisierais no leer más, podríamos conversar un poco.
—Con mucho gusto, sobrina—respondió mi tío doblando inmediatamente su diario.—Creí serte grato dejándote entregada a tus pensamientos. ¿De qué vamos a disertar? ¿De la cuestión de Oriente, de economía política, de trajes de muñecas o de las costumbres de los cafres?
—Todo eso me importa poco, y respecto a las costumbres de los cafres, creo, tío, que sé tanto como vos.
—Es muy posible—replicó el señor de Pavol, sorprendido de mi aplomo.—Pues bien, elige tema.
—Decidme, tío, ¿no sois algo impío?
—¡Eh! ¿qué diablo dices, sobrina?
—Os pregunto, tío, si no sois algo hereje y tarambana.
—¿Te burlas de mi? exclamó mi tío.
—No os enojéis, mi tío; comienzo un estudio de costumbres más interesante que el de los cafres. Quiero saber si mi tía tenía razón al decir que todos los hombres eran unos herejes.
—Que, ¿le faltaba el sentido común?
—Tuvo mucho el día que se fue al otro mundo; pero fue la única vez—respondí con calma.
El señor de Pavol me miró con evidente sorpresa.
—¡Ah, sobrina! ¡Tienes una claridad para expresarte! Qué, ¿no te llevabas bien con la señora de Lavalle?
—Cabal. Me era muy antipática y me ha pegado más de una vez. Preguntádselo al cura, a quien echó a la calle porque me defendía. Y ¿cómo es posible, tío, que me hayáis dejado tanto tiempo con ella? Era una mujer de baja estofa, y vos no la queríais mucho que digamos.
—Cuando tus padres murieron, Reina, mi mujer estaba muy enferma, y me felicité de que mi cuñada se hubiera querido encargar de tí. Te volví a ver cuando tenías seis años; te encontré entonces alegre, y bien tratada y después, a fe, casi, casi te olvidé; lo que siento profundamente hoy, puesto que no eras feliz.
—¿Me tendréis siempre a vuestro lado, desde ahora, tío?
—Sí, por cierto—respondió el señor de Pavol, con vivacidad.
—Cuando digo siempre... digo hasta mi casamiento, porque yo, me casaré pronto.
—¡Te casarás pronto! ¿Cómo es eso? tienes aún la leche en los labios y hablas de casarte. Las jóvenes del día tienen furia por casarse.
—¿Que mi prima no es de mis mismas ideas?
—Sí—respondió mi tío, algo ceñudo.
—Tanto mejor—dije restregándome las manos.—Y mi prima ¿es alta?
—Alta y linda—respondió complacido el señor de Pavol,—una diosa en carne y hueso y la alegría de mis ojos. De aquí a un instante te convencerás de ello, pues ya llegamos.
En efecto, entrábamos a una gran calle de olmos que conducía al castillo.
Mi prima nos aguardaba sobre la escalinata.
Me recibió en sus brazos con la majestuosidad de una reina que otorga una gracia a un súbdito.
—¡Dios mío, qué hermosa sois!—le dije, contemplándola con sorpresa.
Por cierto que es muy raro hallar bellezas indiscutibles; la de mi prima se imponía y no podía ser discutida. No gustaba siempre, porque su fisonomía era altiva y a veces algo dura, pero aun los que menos la admiraban, veíanse obligados a decir con mi tío: Es terriblemente linda.
Tenía cabellos castaños, que le nacían desde el borde de la frente; un perfil griego de pureza perfecta, un cutis soberbio, y ojos azules con pestañas obscuras y bien trazadas cejas.
De elevada estatura y bien desarrollada, hubiera representado más de diez y ocho años, si su boca, a pesar de un arco algo desdeñoso que amenazaba acentuarse con el correr del tiempo, no hubiese tenido movimientos infantiles. Su porte y su gesto eran acompasados y algo al descuido, aunque armoniosos sin rebuscamiento. Un amigo del señor de Pavol dijo en broma un día que a los veinticinco años se parecería rasgo a rasgo a Juno; el nombre le quedó.
Mi admiración por mi espléndida prima se trocó en verdadera pasión y mi tío se divertía con mi encariñamiento y mi entusiasmo.
—¿No has visto nunca mujeres lindas, sobrina?
—No he visto nada; como que he pasado mi vida en un desierto.
—Podías mirarte al espejo, Reina; el señor de Couprat te había dicho que eras linda.
—¿Pablo de Couprat?—exclamé.
—Cierto—dijo mi tío,—me he olvidado hablarte de él. Parece que se guareció en el Zarzal un día de tormenta.
—Bien lo recuerdo—respondí ruborizándome.
—¿Vendrá a almorzar el lunes, Blanca?
—Sí, papá, el comandante ha escrito aceptando la invitación. ¿Quién te ha vestido así, Reina?
—Susana, una reducción de mi tía en cuestión de mal gusto y estupidez—contesté con fastidio.
—Desde mañana remediaremos la miseria de tu guardarropa, sobrina. Ten, sin embargo, un poco de respeto por la memoria de la señora de Lavalle. No la querías, pero ha muerto: ¡descanse en paz! Vamos a comer; en seguida Juno te acompañará a tus habitaciones.
Una parte de la noche, me la pasé en la ventana, soñando deliciosamente, y contemplando las masas sombrías de los elevados árboles de aquel Pavol, donde yo debía reír, llorar, divertirme, desolarme y ver cumplirse mi destino.
Me sentí tan feliz, que aquella noche mi cura no fue en mis recuerdos más que un punto imperceptible.
Mas, suplico que no se me crea de corazón liviano e inconstante, porque este olvido fue solamente momentáneo y tres días después de mi llegada al Pavol, escribía a mi cura la siguiente carta:
«Mi querido cura: Tengo tantas cosas que deciros, tantos descubrimientos que participaros, tantas confidencias que haceros, que no sé por dónde empezar. Figuraos que aquí es el cielo más lindo que en el Zarzal, que los árboles son más altos, las flores más frescas, que todo es risueño, que un tío es una feliz invención de la naturaleza, y que mi prima es bella como una hada.
«Por más que me digáis, me riñáis y me prediquéis, mi querido cura, no me quitaréis de la cabeza que si Francisco I amaba mujeres tan lindas como Blanca de Pavol, tenía por cierto, mucho juicio. Vos mismo, señor cura, os enamoraríais de ella, si la vierais. Sin embargo, os declaro, sus modales de reina me intimidan algo, a mi, a quien nada intimida. Y luego es alta... me hubiera gustado mucho más que fuera baja... me hubiese consolado.
«No os hablaré de mi tío, porque sé que lo conocéis, pero me parece desde luego que lo voy a querer mucho y él lo mismo a mí.
«Es una gran dicha tener linda cara, señor cura, mucho mayor de lo que vos me decíais; se agrada a todo el mundo. Cuando sea abuela, les contaré a mis nietecillos, que ése fue el primer descubrimiento delicioso que hice al entrar a la vida. Pero de aquí a allá, hay tiempo.
«Aunque mi vida sea aquí una continua sorpresa, ya estoy, con todo, bastante acostumbrada al Pavol y al lujo que me rodea. Sin embargo, muchas veces lanzaría exclamaciones de asombro si no me retuviera el miedo de quedar en ridículo; oculto mis impresiones, pero a vos, querido cura, bien puedo deciros que a menudo me sorprendo y embeleso.
«Anteayer fuimos a V*** para comprarme un ajuar, puesto que los trabajos de Susana son decididamente unas atrocidades. No nos hagamos ilusiones, mi pobre cura; a pesar de vuestra admiración por ciertos vestidos míos, he llegado aquí hecha un mamarracho, un mamarracho horrible.
«¡Cuán agradable cosa es una ciudad! Me he extasiado y maravillado ante las calles, las tiendas, las casas, las iglesias, y Blanca se ha reído de mi, porque ella llama a V*** una bicoca. ¡Qué diría del Zarzal! Después de una sesión de tres horas en casa de la modista, mi prima, que es muy devota, se fue a confesar; mientras yo acompañada de la sirvienta hice algunas compras. Mi tío habíame dado dinero para que lo gastara en cosas útiles y prácticas; pero ¿querréis creer que no sé darme cuenta de lo útil ni de lo práctico?
«Empecé por entrar a una confitería y llenarme de masas y pastelillos; humildemente acúsome. Mi cura: tengo una gran pasión por las masas y los pastelillos. Entregada estaba a este ejercicio tan agradable como provechoso (con lo que estaréis de acuerdo, porque al fin y al cabo, tenemos obligación de alimentar este cuerpo de barro), cuando noté en una tienda de enfrente unos objetos muy bonitos. Atravesé en seguida y me compré cuarenta y dos hombrecillos de terracota: todos los que había en la casa. Después de tal compra, no sólo no me quedó un céntimo, sino que me había endeudado; pero ¿qué importa? puesto que soy rica. Mi prima rió mucho; pero mi tío me reprendió. Pretendió hacerme comprender que la razón debe ser el lastre de la cabeza humana; que sirve en todo tiempo, y que sin ella no se hace más que tonteras. Por ejemplo: se compra cuarenta y dos hombrecillos de terracota, en vez de proveerse de medias y camisas. Escuché su discurso en actitud contrita y humillada, querido cura, pero al final, que fue muy bien dicho, mi carácter indómito dio a la razón un cuerpo desairado, una nariz larga, romana, y una fisonomía seca y desabrida: este personaje se parecía a mi tía de tal modo, que incontinenti tomé ojeriza a la razón. Tal ha sido el resultado de la elocuencia desplegada por mi tío. El caso es que tengo diseminados en mi cuarto cuarenta y dos hombrecillos que lloran, ríen y gesticulan, y que por lo menos estoy contenta.
«Ayer por la noche he hablado con Blanca, del amor, señor cura. ¿Cómo me decíais que no existía sino en los libros y que no tenía nada que ver con las jóvenes?
«¡Ah, mi cura, mi cura; mucho me temo que me hayáis engañado muchas veces como a una tonta!
«Frecuentaremos la sociedad así que pasen las primeras semanas de luto. Mi tío dice que soy muy joven todavía; pero tampoco puedo quedar sola en el Pavol. Si quisieran obligarme a ello, bien sabéis, señor cura, que no me quedarían más que dos caminos que tomar: tirarme por la ventana o prender fuego al castillo.
«Parece que tengo mucha razón en creer en un gran éxito, pues además de ser linda, poseo un buen dote.
«Blanca me ha enseñado que una linda cara sin dote vale poco; pero que las dos cosas reunidas forman un conjunto perfecto y un caso raro. Soy, pues, mi querido cura, un manjar sabroso, delicado y suculento que será codiciado, solicitado y tragado en un abrir y cerrar de ojos, si es que lo permito. Pero tranquilizaos, no lo permitiré; no lo permitiré a menos que... Pero ¡chist!
«Por último, señor cura, os diré sin explicaros el por qué, que aguardo el lunes con impaciencia. Ese día sucederá algo que hará latir mi corazón, un acontecimiento que desde ahora me da ganas de saltar a más no poder, de arrojar al aire el sombrero, de bailar y de hacer locuras. ¡Dios mío, que cosa linda es la vida!
«Sin embargo, nada es perfecto en la tierra; vos no estáis aquí, y os extraño mucho. No puedo deciros ¡cuánto os extraño, mi pobre cura! Me gustaría tanto haceros admirar el castillo y sus jardines tan bien arregladitos y tan poco parecidos al Zarzal. Todo está en orden, hasta en sus más mínimos detalles, y de veras, me creo en el paraíso terrenal. A cada momento tengo nuevos motivos de alegría y admiración, y a cada instante también quisiera haceros partícipe de ellos; os busco, os llamo, pero los ecos de este hermoso parque permanecen mudos.
«Adiós, mi querido cura, no os beso, porque no se besa a un cura (no sé porqué); pero os envío todo cuanto hay para vos en mi corazón, y ese todo está lleno de cariño.
«Os quiero con toda el alma, señor cura.—Reina».
Una mañana, hallábame aún en mi lecho, semidormida, morrongueando con beatitud, abriendo de cuando en cuando un ojo, para contemplar mi cuarto alegre y confortable, mis hombrecillos de terracota y los árboles que veía por la ventana abierta, cuando entró Blanca, de bata, cabellos sueltos y cara preocupada.
—Estás tan linda como la más linda de las heroínas de Walter Scott—le dije contemplándola con admiración.
—Reinita me dijo sentándose a los pies de mi cama,—vengo a charlar contigo.
—Me alegro. Pero no estoy bien despierta todavía y puede que mis ideas...
—¿Aun cuando se trate de casamiento?—prosiguió Blanca, que ya conocía mi opinión sobre tema tan serio.
—¿De casamiento? Ya estoy despierta—exclamé, incorporándome rápidamente.
—¿Deseas casarte, Reina?
—¡Si deseo casarme! ¡Vaya con la pregunta! Ya lo creo, y lo más pronto posible. Amo a los hombres, los quiero mucho más que a las mujeres, excepto cuando las mujeres son tan lindas como tú.
—No se debe decir que se ama a los hombres—dijo Blanca con tono severo.
—¿Por qué?
—No sé bien el por qué, pero te aseguro que el decirlo no es propio de una niña.
—¡Tanto peor!... Yo pienso así; respondí hundiéndome en mis frazadas.
—¡Qué niña!—exclamó Blanca, mirándome con una especie de piedad que me pareció chocante.—He venido a hablarte de papá, Reina.
—¿Qué pasa?
-Escucha: Yo, como tú, quiero casarme hoy o mañana. Papá ha rechazado ya varios partidos, pero eso no me importa mucho, porque no tengo prisa. Esperaría tranquilamente hasta los veinte años; pero desearía saber si siempre se opondrá a que me case.
—Pregúntaselo.
—¡Ah! ahí está el busilis—prosiguió Blanca, algo turbada;—te declaro que papá me da miedo, o más bien dicho, me intimida.
Me levanté, apoyándome en el codo, y sorprendida separé los cabellos que me caían sobre la cara, para ver mejor a mi prima. Desde aquel instante, Blanca se vino a bajo, para mi, de las nubes olímpicas en que la había colocado, y descubrí bajo aquel cuerpo de Juno, una niña que no volvería jamás a intimidarme.
—A mi no me asusta nadie—exclamé, tomando mi almohada y largándola de paseo al medio del cuarto.
Blanca me miró con asombro.
—¿Qué haces, Reina?
—¡Oh! es una costumbre. Cuando estaba en el Zarzal, lanzaba siempre mi almohada por los aires, para hacer rabiar a Susana, a quien este modo de proceder sacaba de quicio.
—Como Susana no está aquí, te aconsejo que renuncies a tal costumbre. Pero, volviendo a lo que decíamos, dime, ¿te sientes con valor como para tener con mi padre una discusión sobre el matrimonio, que tan sin cesar critica?
—Sí, sí; mi especialidad es la discusión. Ya verás. Hoy mismo ataco a mi tío y arreglo todo.
Durante la comida dirigí a mi prima toda una serie de gestos para notificarle que iba a entrar en batalla.
Mi tío, que presentía un peligro, nos observaba de reojo, y Blanca, ya desconcertada con eso, me incitaba a desistir de mi empresa. Pero yo eché pelillos al mar, tosí con fuerza, y salté resueltamente al palenque.
—¿Tío, se puede tener hijos sin casarse?
—No por cierto—respondiome el tío, a quien hizo gracia la pregunta.
—¿Sería una desgracia, si desapareciera la humanidad?
—¡Hum! he ahí una cuestión difícil de resolver. Los filántropos responderían: sí; los misántropos: no.
—Con todo ¿su opinión, tío?
—No he pensado nada al respecto. Sin embargo, como hallo que la Providencia hace bien cuanto hace, voto por la perpetuación de la humana especie.
—Entonces, tío, no sois consecuente con vuestras ideas, cuando criticáis el matrimonio.
—¿Ah, sí?—dijo mi tío.
—Puesto que no se puede tener hijos sin casarse y votáis al mismo tiempo por la propagación del género humano, se deduce de ahí que debéis aceptar el matrimonio para todo el mundo.
—¡Caramba!—prosiguió el señor de Pavol moviendo los labios con tal expresión de burla, que Blanca se enrojeció, ¡eso se llama argumentar! ¿Qué es; pues, según tú, el matrimonio, sobrina?
—El matrimonio—exclamé entusiasmada,—es la más hermosa de las instituciones que existen en la tierra. La unión perpetua con la persona amada, y se canta y se baila y se besan la mano... ¡Ah, sí, es encantador!
—¿Se besan la mano? ¿Por qué la mano, sobrina?
—Porque yo... en fin, yo pienso así—exclamé dedicando a mi pasado una sonrisa llena de misterios.
—El matrimonio entrega una víctima al verdugo—murmuró mi tío.
—¡Ah!
Juno y yo protestamos con la mayor energía.
—¿Y quién es la víctima, papá?
—¡El hombre, canarios!
—Pues, peor para los hombres—repliqué, que se defiendan. Lo que es yo, estoy decidida a volverme verdugo.
—Pero ¿a qué quieren venir a parar ustedes, señoritas?
—A esto, mi tío: a que Blanca y yo, somos partidarias sinceras del matrimonio, y que hemos resuelto poner en práctica nuestras teorías. Y yo, deseo que sea cuanto antes.
—¡Reina!—gritó mi prima estupefacta con mi audacia.
—No digo, sino la verdad, Blanca; únicamente diré que tú, te resuelves a esperar un tiempo; pero yo no tengo esa paciencia.
—¿De veras, sobrina? Sin embargo, supongo que no tienes inclinación por nadie.
—Sí, por cierto—dijo Blanca riendo,—¿a quién conoce?
Desde que estaba en el Pavol, mucho había pensado en mi amor y en Pablo de Couprat, y más de una vez habíame preguntado si debía o no revelar tal secreto a mi prima. Pero después de madurar bien la cosa, llegué a resolver con el árabe, que el silencio es oro. Pero a pesar de eso, al escuchar la afirmación de Blanca, estuve a punto de divulgarlo; sin embargo, logré dominarme.
—En todo caso, amaré a alguien, mañana o pasado; porque no se puede vivir sin amar.
—Y ¿de dónde has sacado, esas ideas, Reina?
—Pero, de la vida, tío—le respondí tranquilamente.—Recordad las heroínas de Walter Scott: recordad cuánto aman y cómo son amadas.
—¡Ah!... ¿y el cura te ha permitido leer novelas y te ha dado conferencias sobre el amor?
—¡Pobre cura! ¡Si supierais lo que le he hecho rabiar con eso! Y en cuanto a las novelas, tío, no quería dejármelas leer de ningún modo. Llegó hasta llevarse la llave de la biblioteca; pero, rompiendo un vidrio, entré por la ventana.
—¡Pues ya prometías! Y en seguida ¿te diste a soñar y divagar acerca del amor?
—Nunca divago, y sobre todo, sobre ese tema; porque sé bien de lo que trato.
—¡Canarios!—dijo mi tío riendo.—Sin embargo, acabas de decirnos que no quieres a nadie.
—¡Es cierto!—repliqué rápidamente, medio turbada con mi indiscreción.—Pero ¿no creéis tío, que la reflexión pueda suplir a la experiencia?
—¡Cómo no! ¡Ya lo creo! sobre todo, tratándose de semejante asunto. Y luego me parece que tú tienes buena cabeza.
—Tengo lógica, tío, de ahí todo. Decid y ¿no se ama a más hombre que al marido?
—A ningún otro—respondió sonriendo el señor de Pavol.
—Pues bien, si no se ama más que a su marido; como si se ama al marido, naturalmente es, porque se siente amor y ya que no se puede vivir sin amar, concluyo, que es necesario casarse.
—Sí, pero no antes de haber cumplido los veintiuno, señoritas.
—¡Oh, eso no me importa!—respondió Blanca.
—¡Pero a mi si me importa! De ningún modo aguardaré cinco años.
—Aguardarás cinco años, Reina, a no ser que se dé algún caso extraordinario.
—Y ¿qué llamáis un caso extraordinario, tío?
—Un partido tan conveniente que fuera absurdo rechazarlo.
Esta modificación del programa del tío me dio tanta alegría, que me levanté para brincar.
—¡Entonces, no esperaré!—exclamé escapándome. Y corrí a mi cuarto, en donde no tardó Juno en aparecer con su aire majestuoso.
—¡Qué desfachatada eres, Reina!
—¡Desfachatada! ¿Así es como agradeces el que haya hecho lo que tú misma me has pedido?
—Es que dices las cosas muy pan, pan...
—Así es mi modo: al pan, pan; y al vino, vino.
—Y después, se hubiera dicho que te gozabas en mortificar a papá.
—¡Oh, no! me dolería mucho contrariarle; su cara burlona me gusta y lo quiero con locura. Conque, así no cambiemos las cosas, Blanca; el que nos ha hecho rabiar es él, atacando el matrimonio, y tú no puedes quejarte de mi, por que al fin y al cabo sabes lo que querías saber.
—¡Eso es cierto! dijo Blanca con aire soñador.
Pronto, y a sus expensas, supo el señor de Pavol, que si las mujeres hechas no valen nada, menos valen aún las jóvenes, pues pisotean sin pestañear las ideas de sus padres y sus tíos.
El lunes, me levanté lo más contenta. Había soñado esa noche con Pablo de Couprat, y me desperté lanzando un grito de alegría.
Aumentaba mi júbilo el placer de estrenar un vestido como jamás había usado, y así que estuve ataviada, me contemplé largo rato en silenciosa admiración. Y en seguida me eché a brincar y saltar en un acceso de exuberante felicidad, y en un corredor, casi, casi, doy a mi tío contra el suelo.
—¿A donde vas así, sobrina?
—A todos los cuartos, tío, para mirarme en todos los espejos. ¿No veis qué bien estoy?
—Sí, en efecto, no estás mal.
—¿No es cierto que con un traje bien hecho, tengo un lindo talle?
—¡Lindísimo!—respondió el señor de Pavol, besándome en las mejillas y encantado con mi alegría.
—¡Ah! tío, ¡qué feliz soy! Opino que el caso extraordinario se presentará muy pronto.
Tras esto seguí mi camino y me precipité como una tromba marina en el cuarto de Juno.
—¡Mira!—exclamé, girando con tanta rapidez sobre mí misma, que mi prima no podía ver más que un torbellino.
—Pero sosiégate, Reina—me dijo ella con su calma de siempre.—¿Cuándo serás medida en tus movimientos? Sí, tu traje te sienta.
—Mira, qué piececito.
—¡Ah, presuntuosa de nacimiento! ¿Quién diría que una campesina como tú, llegaría tan pronto a tanta coquetería?
—Ya te admirarás más. Sé que la coquetería es una cualidad muy seria.
—Es la primera vez que lo oigo. ¿Quién te ha enseñado eso? Supongo que no habrá sido el cura.
—No, no; una persona que entendía algo en la materia. ¿Vendrá a almorzar alguien más que los de Couprat, Blanca?
—Sí, el cura y dos amigos de mi padre.
Nos instalamos en el salón en espera de nuestros invitados y pronto apareció mi tío acompañado del comandante de Couprat, al que me presentó.
¡Dios mío, qué aspecto tan simpático, el del comandante!
Sus ojos eran límpidos como los de un niño y sus cabellos y bigotes blancos como nieve. Su fisonomía era tan bondadosa y benévola, que me recordó la de mi cura, aunque no hubiera entre ellas verdadera semejanza. Inmediatamente me sentí atraída hacia él y comprendí también que la simpatía era recíproca.
—Una parientita, de quien ya he oído hablarme dijo, tomándome las manos:—deja que te bese, hijita, he sido muy amigo de tu padre.
Me dejé besar de buen grado, no sin decir para mis adentros, que hubiera sido mucho mejor que en tan delicada operación le hubiese reemplazado su hijo.
Por fin entró... De buena gana habría dado todo mi dote y mi hermoso vestido a más, por el derecho de correr a él y abrazarle con todas mis fuerzas.
Dio un apretón de manos a mi prima, y me saludó tan ceremoniosamente, que quedé cortada.
—Dadme la mano—le dije,—bien sabéis que nos conocemos.
—No me atrevía a...
—¡Qué tontería!
—¿Qué es eso, Reina?—refunfuñó mi tío.
—Una flor algo silvestre—dijo el comandante mirándome con cariño,—pero una hermosa flor.
Estas palabras no bastaron para disipar el fastidio que sentía sin saber por qué, y permanecí por algún tiempo silenciosa y quieta en mi asiento, observando al señor de Couprat que conversaba risueñamente con Blanca. ¡Ah, cómo me gustaba! Cómo me latía el corazón mientras lo veía reír con aquella risa fresca, con aquellos blancos dientes y con aquellos ojos francos con los que había soñado tanto en mi espantosa casa vieja. Y mi tía, mi cura, Susana, el jardín húmedo de lluvia, y el cerezo a que se había trepado, desfilaban por mi mente como sombras fugitivas.
No tardé en tomar parte en la conversación, y ya había recobrado una parte de mi buena alegría cuando pasamos al comedor.
Colocada entre el cura y Pablo de Couprat, me dirigí inmediatamente a éste, preguntándole:
—¿Por qué no volvisteis al Zarzal?
—No he podido disponer de mis acciones, señorita.
—¿Y habéis, por lo menos, deseado ir?
—Muchísimo, os lo aseguro.
—Y entonces ¿por qué no me disteis la mano al entrar?
—Es que según la etiqueta la iniciativa os correspondía, señorita.
—¡Ah! ¿la etiqueta? Sin embargo, en el Zarzal, no os acordabais de ella.
—Estábamos en condiciones especiales, y bien lejos de la sociedad, por cierto,—respondió sonriendo.
—¿A caso la sociedad prohíbe que seamos amables?
—No, al contrario; pero las conveniencias reprimen a menudo los ímpetus del cariño.
—Pues es una tontería—dije secamente.
Pero su explicación me satisfizo y recobré todos mis bríos.
Sin embargo, conversando con él, noté que no daba la misma importancia que yo a las palabras que me había dicho en el Zarzal. Pero me sentía tan feliz, viéndole y habiéndole, que en aquel momento, esta pequeña decepción pasó por mi alma sin herirla.
El señor de Couprat nos hizo saber que habría varios bailes en el mes de Octubre.
—Me alegro—respondió Juno.
—Me enseñarás a bailar—le dije saltando sobre mi silla.
—Pido que se me permita ser el profesor—exclamó Pablo de Couprat.
—Pablo es un notable bailarín—dijo el comandante,—todas las señoras desean bailar con él.
—Y luego es tan buen mozo—añadí yo.
El comandante y su hijo echáronse a reír; el cura y los dos amigos de mi tío me miraron sonriendo y moviendo la cabeza, con modo paternal. Mas el rostro de mi tío tomó una expresión de descontento y mi prima levantó las cejas, con un movimiento que le era peculiar, para demostrar su disgusto; movimiento tan lleno de desdén, que estuve por creer que había dicho una necedad.
Después del almuerzo dimos una vuelta por el bosque. Había vuelto a encontrar mi alegría y hablaba sin cesar, divertiéndome en imitar el modo y la voz de uno de nuestros invitados cuyos defectos exteriores me habían llamado la atención.
—Reina, eres muy mal educada—decía Blanca.
—Habla así—respondí, apretándome la nariz para imitar la voz de mi víctima.
El señor de Couprat reía, pero Juno se envolvía en una imponente dignidad que no me infundía respeto.
Llego un momento en que me hallé junto a él, mientras que mi prima caminaba delante de nosotros con aire distraído. Noté que él la miraba mucho, y le interrogué con la mayor inocencia de corazón:
—Es muy linda ¿verdad?
—¡Linda, muy linda!—respondiome con una voz tan apagada que me hizo estremecer.
Un presentimiento y una duda atravesaron mi espíritu; pero a los diez y seis años, esa clase de impresiones vuelan y desaparecen, como las mariposas que revolotean en torno de nosotros, así es que estuve lo más alegre hasta el instante en que nuestros invitados se despidieron del señor de Pavol.
Así que se fueron, retirose mi tío a su gabinete y me hizo comparecer ante él.
—Reina, has estado ridícula.
—¿Por qué, tío?
—No se le dice a un joven, que es buen mozo.
—Pero si me parece que lo es.
—Motivo de más, para no decírselo.
—¡Cómo!—contesté yo sorprendida.—¿Entonces debía decirle que lo hallaba feo?
—No debías de haber tocado ese punto. Ten cualquier opinión, pero guárdala para ti.
—Sin embargo, mi tío, lo más natural es decir lo que se piensa.
—No en sociedad, sobrina. La mitad de las veces es necesario decir lo que no se piensa y ocultar lo que se piensa.
—¡Qué horrible máxima!—exclamé asustada.—No la podré poner en práctica jamás.
—Ya llegarás a ello; mientras tanto, observa la etiqueta.
—¡Y dale con la etiqueta!—respondí, marchándome de mal humor.
Por la noche cuando me puse a soñar en la ventana como tenía por costumbre, una inquietud indefinible y oculta turbó mis ensueños. Pensé en aquel día, con tanta impaciencia esperado, y no pude negarme que las cosas no habían pasado según mis deseos. ¿Qué era lo que yo había esperado? Lo ignoraba, pero me espeté yo misma un discurso para convencerme de que el señor de Couprat estaba enamorado de mi, y la peroración dio término con un enternecimiento de mal augurio.
Al día siguiente, mis inquietudes habían desaparecido a pesar de todo, pero por la tarde recibí una larga misiva de mi cura, llena de buenos consejos y con este final:
«Reinita: tu carta ha venido a consolarme y alegrarme en mi soledad, te ruego que no te canses de escribirme. No sé que hacerme sin ti, y no voy al Zarzal, de miedo de llorar como un niño. Me reprocho mi egoísmo, puesto que eres feliz, pero como dice la Escritura, la carne es débil, y mi parroquia, mis deberes y mis oraciones no me han hecho olvidarte todavía.
«Adiós, querida y buena hijita mía, terminaré esta carta diciéndote: desconfía de la imaginación».
Y esta frase, produjo una impresión desagradable en mi ánimo agitado.
Hacía tres semanas que me hallaba en el Pavol y mi tío pretendía que en ese lapso de tiempo, había embellecido tanto, que sí me llegara a encontrar el cura, no le fuera posible reconocerme. Comparábame a esas plantas de mucha savia, que brotan hermosas en terreno ingrato, porque son lozanas de por sí, pero que trasplantadas a tierras propicias a su naturaleza, se desarrollan de pronto de un modo increíble. Cuando me miraba al espejo, convencíame de que mis ojos pardos tenían nuevo brillo, mi boca más frescura, y de que mi tez de meridional, adquiría matices róseos y delicados, que me producían vivísima satisfacción.
Sin embargo, algunos días después del almuerzo de que he hablado, descubrí de un modo cierto que me había engañado groseramente, creyendo con toda simpleza, que el señor de Couprat estuviese enamorado mí. Sin embargo, como nunca he sido pesimista, me apresuré a argüir para consolarme. Díjeme que los corazones no deben estar precisamente formados de la misma manera; que si algunos se dan en un minuto, otros tienen la facultad de meditar y estudiar antes de enamorarse; que si el señor de Couprat no me amaba aún, eso tenía que suceder hoy o mañana, dado que era evidente, que existía entre nuestros gustos y caracteres respectivos una innegable semejanza. De modo que aunque la decepción hubiese sido grande, no conmovió profundamente mi tranquilidad por buen número de días. Me expandía en un ambiente simpático a todos mis gustos y me regocijaba al calor de mi felicidad, como un lagarto al resplandor del sol.
Mi prima tocaba muy bien el piano. El comandante que era fanático por la música venía al Pavol varias veces por semana y su hijo le acompañaba siempre. De todos modos, siempre tenía la puerta franca, pues lo autorizaban para ello el haber sido compañero de infancia de Blanca y los vínculos del parentesco que unían a las dos familias. A más, mi tío miraba esta intimidad con buenos ojos, porque de acuerdo con el comandante y a pesar de sus paradojas sobre el matrimonio, deseaba ardientemente, casar a su hija con el señor de Couprat, pues hallaba y con razón, que entraba en la categoría de los casos extraordinarios.
Sólo más tarde me di cuenta de este proyecto, al mismo tiempo que de otras cosas, que me hubiera sido fácil comprender antes si hubiese tenido más experiencia.
Generalmente llegaban a la hora de almorzar. Pablo, dotado del apetito que sabemos, almorzaba copiosamente y merendaba sólidamente a las tres. Después de esto, Blanca me daba una lección de baile, mientras él ejecutaba con brío un vals propio. Otras veces el profesor era él; mi prima iba al piano, y el comandante y mi tío nos contemplaban con complacencia, mientras yo giraba en brazos del señor de Couprat, en medio de una alegría indecible. ¡Qué lindos días!
No hacíamos un proyecto en que él no estuviera incluido. Su comunicativa alegría, su espíritu conciliador, y el talento para organizar e inventar travesuras, que poseía en grado sumo, hacían de él un irreemplazable compañero, amenizaban nuestra existencia y alimentaban mi amor. Diestro, hábil, complaciente, se prestaba a todo, y todo sabía hacer. Cuando descomponíamos un reloj o rompíamos una pulsera o cualquier otro objeto, Blanca y yo decíamos:
—Cuando venga Pablo, lo compondrá.
Pintaba a menudo y nos enseñaba sus trabajos. Es el único punto en que nunca hemos podido estar de acuerdo. Yo experimentaba una intensa antipatía por las artes, pero sobre todo, por la música, puesto que la maldita etiqueta no permite taparse los oídos, mientras que es lo más fácil no mirar un cuadro o darle la espalda. Con todo, cuando el señor de Couprat tocaba valses, lo escuchaba con gusto y largo rato; mas, era él lo que me gustaba y no los valses. Anoto de paso este sentimiento, porque analizándole, un día llegué a un terrible descubrimiento.
—¿Para qué pintáis árboles, primo? El árbol más feo, es mucho mejor que todas esas manchas verdes que echáis sobre el lienzo.
—¿De ese modo comprendéis el arte, prima?
—¿No pensáis que Juno es mil veces más linda que su retrato?
—Sí, por cierto, lo creo.
—Y esas florecitas azules que ponéis en los árboles, ¿qué son?
—Eso es un pedazo de cielo, prima.
Hice una pirueta y exclamé con aire patético:
—¡Oh cielos, oh árboles, oh naturaleza!, ¡cuántos crímenes se cometen en vuestro nombre!
Mi tío tenía muchos amigos en V***, estaba emparentado con la mayor parte de las familias de la región y tenía mesa puesta para todos. Raro era el día que no tuviésemos algunos invitados a almorzar o a comer. Esto era para mi un medio de conocer las maneras sociales y aprender, como me había dicho el cura, a equilibrar mis sentimientos. Pero debo advertir, que no equilibraba mucho que digamos, y que no lograba nunca disimular pensamientos e impresiones tan chocantes como impertinentes.
Mi tío y Juno, completamente rígidos en cuanto al capítulo de las conveniencias sociales, me dirigían algunas reprimendas elocuentes; pero se las llevaba el viento. Con una tenacidad verdaderamente desoladora no perdía la ocasión de hacer un disparate o decir alguna majadería.
—Has estado muy inconveniente con la señora de A***, Reina.
—¿En qué, hipócrita Juno? Le he dejado ver, que no me gustaba, y nada más.
—Cabalmente, en eso consiste la inconveniencia, sobrina.
—Es tan fea, tío. Y de veras, no siento mucha afección por las mujeres; son burlonas, malas, y miden de pies a cabeza a la gente, como si en vez de ser personas fueran animales curiosos.
—¿Cómo te atreves tú a reprocharlos el que sean burlonas, Reina, cuando no te ocupas en otra cosa sino en remedar las ridiculeces de los demás?
—Sí, pero soy linda; por consiguiente, me está permitido hacerlo. El señor de C..., me lo dijo el otro día.
—No alcanzo a ver la consecuencia... Y por otra parte, ¿crees que los hombres no te midan también de pies a cabeza?
—Sí, pero es para admirarme, mientras que las mujeres, si me miran, es buscando defectos, y si no los hallan, los inventan. Ya ves, como he observado una porción de cosas.
—Ya lo vemos, sobrina. Pero trata de observar también, que la corrección es una apreciable cualidad.
Cuando nuestros invitados masculinos eran jóvenes, nos hacían la corte a Blanca y a mi, y lo que es yo me divertía bastante; pero cuando eran viejos... ¡Dios mío! surgía siempre la política a darme jaqueca. ¡Oh! ¡Cuánto me ha aburrido la política!
Llegaban irritadísimos contra las tropelías del gobierno, pero hablaban de ellas con cierta discreción hasta que algún bonapartista fogoso exclamaba, que debía fusilarse a todos los republicanos, para aterrorizarles. La ingenuidad de la frase hacía reír, pero esta hecatombe imaginaria era la señal de zafarrancho para las exageraciones y desatinos. Ya nos metíamos de cabeza en la política y no salíamos hasta el fin de la comida. Todos estaban de acuerdo en cuanto a abominar a la república y a los republicanos, pero en el momento en que algunos de los convidados desembolsaba la formita de gobierno que tenía buen cuidado de llevar siempre consigo, no pasaba mucho, no, sin que se cambiaran miradas furibundas y se pusieran las caras a modo de tomates.
Envolvíase el legitimista en la dignidad de sus tradiciones, de su fidelidad y de sus anhelos y trataba de revolucionario al imperialista; mientras que éste, en su foro interno, trataba de imbécil al legitimista. Pero como la urbanidad no le permitía emitir su opinión gritaba para resarcirse como un desesperado. En seguida se caía a plomo sobre los republicanos; se les abrumaba de invectivas, se les deportaba, se les fusilaba, se les decapitaba y se les hacía picadillo; pues bonapartistas y legitimistas se unían en un odio común, para barrer de la faz de la tierra a tales bípedos. Se peroraba apasionadamente, se gesticulaba, se salvaba a la patria y se ponían como remolachas... lo que no obstaba ¡ay! para que las cosas siguieran su camino. Mi tío, de tiempo en tiempo, lanzaba en medio de estas divagaciones, una salida ingeniosa, o una frase sensata y colocaba la discusión en un terreno más elevado que el del interés personal y las simpatías individuales. Nada legitimista, y sin tener opinión determinada, no dejaba de ver que la Francia, desde hacía un siglo, marcha con la cabeza baja, y que siendo esa una postura anormal, concluirá por perder el equilibrio y caer en un precipicio en el que la enterrarían.
Se reía de las ruindades y estupideces de todos los partidos, pero a menudo era presa de desalientos, que se reflejaban en alguna ocurrencia chistosa. Jamás lo vi exaltarse; se conservaba en calma, en medio a los variados rugidos de sus huéspedes, seguro siempre, de que suya sería la última palabra, pues veía claro y lejos. Sin embargo, sus antipatías eran vehementes y execraba a los republicanos.
No quiero decir con esto, que fuese tan apasionado como para no saber guardar un justo medio: hubiese aceptado una república, si la hubiese creído posible, y se inclinaba ante la constancia de ciertos hombres, que luchan de buena fe por una utopía.
Algunas veces le oía llamar a nuestros gobernantes, jugadores de raqueta, comparando las leyes que las dos cámaras se envían diariamente una a otra, a volantes que los franceses, boquiabiertos, miran pasar con ojos plácidos, hasta el momento en que caen sobre sus respetables narices y se las aplastan.
De donde saqué yo, para mi gobierno, algunas deducciones que referiré a su tiempo.
Al señor de Pavol le agradaba conversar y aun discutir. Y aunque hablaba poco, escuchaba con interés. Bajo una corteza rústica escondía conocimientos generales, elevado buen gusto y gran criterio unido a una altura de vistas especial. No era ni un santo, ni un devoto. Supongo que, como la mayoría de los hombres, habría tenido sus flaquezas y sus errores; pero creía en un Dios, en el alma, en la virtud, y no consideraba la incredulidad, la mala fe y el espíritu de impiedad y difamación como signo de virilidad intelectual.
Gustábale oír desarrollar sus sistemas a los materialistas y librepensadores, y su silencio burlón hablaba elocuentemente, mientras observaba a su interlocutor juntando las cejas de tal modo que le ocultaban los ojos casi por completo. Y luego con la mayor tranquilidad, les replicaba:
—¡Caramba! señor, ¿sabéis que os admiro? Habéis llegado casi a la perfecta humildad del Evangelio. Me avergüenzo de no poder seguir vuestras huellas, pero mi orgullo es tan endiablado, que me impedirá siempre parangonarme con la oruga que se arrastra a mis pies o al cerdo que se revuelca en mi corral.
Estaba siempre en guerra con el consejo municipal de su distrito; no le gustaban los aldeanos, y pretendía que no hay nada más pillo y canalla que un campesino. Así, aunque se le estimaba y respetaba, no era querido. Sin embargo, hacía grandes limosnas y no desperdiciaba ocasión para ejercitar su bondad; pero jamás se dejaba envolver por la malicia y astucia de los buenos labriegos.
Por último, si mi tío no había seguido carrera alguna, si no había sido ni médico, ni abogado, ni ingeniero, ni soldado, ni diplomático, ni aun ministro, llenaba su cometido en la vida, conservando las sanas tradiciones, respetando lo que es respetable, no dejándose arrastrar por las divagaciones de la época, y usando de su influencia para encaminar al bien y a la justicia algunos corazones. En una palabra, mi tío era un hombre de talento, de corazón y de bien. Yo le quería mucho, y si no hubiese hablado nunca de política, le hubiera creído sin defectos. En la vida privada era ejemplar. Quería con locura a su hija, y en cuanto a mi, pronto me tomó cariño.
—¡Qué cosa horrible son los gobiernos!—decía yo al señor de Couprat.—Sería necesario suprimirlos todos; por lo menos así no se oiría hablar de política. Hay que suprimir dos cosas: el piano y la política.
—Sí, por cierto, y soy de vuestra opinión—me respondió riendo.
—Ah... ¿qué no os gusta el piano? Sin embargo, cuando Blanca toca la escucháis con placer; por lo menos, o así parece.
—Es que Blanca tiene mucho talento.
Esta explicación me produjo la fastidiosa sensación, que causan los mosquitos rondando alrededor de nuestros oídos cuando dormimos: nos incomodan sin turbarnos completamente el sueño. Evidentemente, la razón que me daba no era aceptable, porque a pesar del talento de Juno, yo que no amaba el piano, sentía ganas de gritar y de escaparme cada vez que ella ejecutaba alguna sonata de Mozart o de Beethoven. ¡Qué dos hombres que pueden vanagloriarse de haber aburrido a la humanidad! Yo me desesperaba pensando en sus mujeres.
En medio de esta dulce vida de esperanzas, y pequeñas inquietudes desvanecidas por una amabilidad, o por las distracciones de una existencia tan nueva para mi, llegamos al fin de Septiembre. Y entonces mi tío, con el aspecto fúnebre de un hombre que va al cadalso, se preparó a llevarnos a las tertulias anunciadas por el señor de Couprat.
Puedo asegurar que mi espíritu de observación no se ejercitó en mi primer baile. Sólo me queda de esa fiesta algo así como la impresión de un placer delirante, y el recuerdo de las necedades que dije, y eso porque me costaron una buena reprimenda al día siguiente.
De cuando en cuando, Juno golpeábame el brazo con su abanico y me decía al oído, que me ponía en ridículo; pero era como hablar con una tapia; pues yo me alejaba sin oírla, revoloteando con mis compañeros.
A veces, mi caballero creía oportuno entablar conversación.
—¿No hace mucho que vivís aquí, señorita?
—No señor; seis semanas, más o menos.
—¿Y dónde vivíais antes de venir al Pavol?
—En el Zarzal; una quinta espantosa, con una espantosa tía que ¡gracias a Dios! ha muerto.
—En todo caso, vuestro nombre señorita es de los más conocidos; en 1423 había un caballero de Lavalle que se parapetó en el monte de San Miguel.
—¿Sí? ¿Y qué hacía allí ese caballero?
—Defender el monte atacado por los ingleses.
—¿En lugar de bailar? ¡Qué tonto!
—¿Tratáis así, señorita, a vuestros abuelos y al heroísmo?
—¡Mis abuelos! ¡Nunca he pensado en ellos! y del heroísmo se me da un bledo.
—Pero ¿qué os ha hecho el pobre heroísmo?
—Es que como los romanos eran heroicos, según parece y yo detesto a los romanos... Pero, bailemos, en vez de charlar.
Y partíamos, girando.
Mi felicidad llegó a su apogeo al verme, danzando con el señor de Couprat, en aquel salón lleno de luces, a la vista de tantas señoras riquísimamente ataviadas, y entre aquella sociedad de la que me hallaba tan lejos poco antes. Pablo bailaba mucho mejor que los demás. Aunque fuese alto y pequeñísima yo, solía acariciarme las mejillas su lindo bigote rubio y retorcido, y sentí algunas tentaciones de las que no hablaré por no escandalizar al prójimo.
Embriagada por la alegría y las lisonjas que zumbaban a mi derredor, dije todas las tonterías inimaginables; pero conquisté a todos los hombres y desesperé a todas las muchachas.
El cotillón despertó en mi el mayor entusiasmo, y cuando mi tío, que tenía todo el aire de un mártir, nos hizo señas de que era hora de partir, exclamé, desde el extremo del salón:
—Tío, no me sacaréis de aquí, sino por la fuerza armada.
Pero tuve que prescindir de ella, y seguir a Juno, que hermosa y correcta, como de costumbre, se apresuró a obedecer a su padre, sin hacer caso de mis recriminaciones.
Ya en mi cuarto y al desnudarme, me vino una locura irresistible. Tomé mi almohada y me puse a valsar con ella por el cuarto, cantando a toda voz.
Juno, cuyo cuarto no estaba lejos del mío, acudió semiasustada.
—¡Reina! ¿qué haces?
—¡Ya ves, bailar!
—¡Dios, mío! ¡qué niña eres!
—Querida Blanca, si la humanidad tuviese ingenio, día y noche bailaría.
—Vamos, Reina, hace frío y puedes resfriarte; acuéstate.
Arrojé mi almohada a un rincón y me metí en la cama. Blanca sentose a los pies e improvisó una arenga. Esforzose en probarme que la calma es una gran cualidad en todos los actos de la vida; que cada cosa debe hacerse a su tiempo y lugar, y que, después de todo, no le parecía que una almohada fuese un compañero de danza muy agradable y...
—¡En cuanto a eso estoy conforme! díjele interrumpiéndola,—sólo son agradables los bailarines de carne y hueso, sobre todo, si tienen bigotes: bigotes rubios, por ejemplo. Un bigotito que os acaricia la mejilla al bailar ¡ah! de veras, es deli...
En esto me dormí, y no desperté hasta las tres de la tarde.
Así que estuve vestida, me mandó llamar el señor de Pavol. Acudí inmediatamente con el presentimiento de que en el cerebro de mi tío germinaba un sermón. Al ver su aire solemne comprendí lo acertado de mis conjeturas y como siempre me ha gustado la comodidad tanto en los sermones, como en las demás circunstancias de la vida, aproximé un sillón y me arrellané en él, confortablemente; entrelacé las manos sobre mis rodillas y cerré los ojos con aire de profundo recogimiento.
Al cabo de dos segundos, no escuchando ni media palabra, exclamé:
—¿Y? ¡Empezad, pues, tío!
—Hazme el servicio de enderezarte, Reina y de tomar una actitud más respetuosa.
—Pero tío—repuse abriendo los ojos, asombrada;—no ha sido mi intención faltaros al respeto, y si me he puesto en esa actitud era para oíros mejor.
—Sobrina, me vas a hacer perder la cabeza.
—Puede ser, tío, respondí tranquilamente, mi cura también me decía muchas veces que le haría morir de pesar.
—Hablando francamente ¿crees que tenga ganas de que me lleve el diablo por causa de una chicuela mal educada, como tú?
—Os diré primero, que no creo que nunca os llevará el diablo, y segundo, que me desolaría si os perdiera, pues os quiero con todo mi corazón.
—¡Hum!... ¡es una suerte! ¿Quieres decirme ahora porqué a pesar de mis lecciones y consejos, te has comportado anoche de una manera tan inconveniente?
—Especificad las acusaciones, tío.
—Sería cosa de nunca acabar, pues todo lo que has hecho, ha sido inconveniente; parecías una loca. Entre muchas necedades, has llamado por su nombre de pila al señor de Couprat, así que le viste; yo estaba cerca de ti, y he visto que al caballero, que en ese momento te daba el brazo, le pareció muy chocante.
—¡Oh, eso sí! ¡lo creo capaz de todo; parecía un ganso!
—Yo no soy un ganso, Reina, y te digo que es una inconveniencia.
—Pero, tío, es nuestro primo, lo vemos todos los días. Blanca y yo le llamamos siempre Pablo cuando hablamos de él, y aun cuando nos dirigimos a él directamente.
—Eso puede pasar en la intimidad, pero no en el mundo, donde nadie está obligado a conocer el parentesco ni el grado de relación de las personas.
—¿Así es que, según vos, debe uno portarse de un modo en su casa y de otro delante de gente?
—Eso es lo que me esfuerzo en hacerte comprender, sobrina.
—Pues, eso es ni más ni menos, una hipocresía.
—En nombre del cielo, sé hipócrita, no te pido otra cosa. Parece además, que has dicho a cinco o seis jóvenes que eran muy buenos mozos.
—¡Cierto, ya lo creo!—exclamé en un ímpetu de simpatía al recordar a mis compañeros.—¡Tan guapos, tan educados, tan atentos! Por otra parte les había trampeado piezas y para que no se contrariaran...
—Por el momento, a quien contrarías mucho es a mi, Reina; hace siete semanas que Blanca y yo tratamos de hacerte comprender que es necesario mesurar nuestros movimientos lo mismo que nuestras tristezas y alegrías, y sin embargo, no yerras disparate. Tienes talento, eres coqueta y desgraciadamente para mi, tienes una cara demasiado bonita y...
—¡Al fin y al cabo!—interrumpí, satisfecha,—así es como me gustan los sermones.
—No me interrumpas, Reina, te hablo seriamente.
—Vamos a ver, tío, razonemos: la primera vez que me visteis, me dijisteis: eres terriblemente linda.
—Y ¿qué hay con eso, sobrina?
—¿Qué hay? Que con ello veréis, que uno no puede refrenar siempre un movimiento primo.
—Tal vez, pero se debe tratar de reprimirlo siempre, y sobre todo, hacerme caso. A pesar de tu poca edad y tu corta estatura, tienes el aspecto de una mujer; trata pues de tener la dignidad, que te corresponde.
—¡La dignidad!—exclamé,—y ¿para qué?
—¿Cómo para qué?
—No comprendo, tío. ¿Cómo me predicáis dignidad, cuando el gobierno tiene tan poca?
—No veo la relación... ¿Qué nueva locura es esa?
—¿No decís tío, que el gobierno pasa el tiempo jugando al volante? La verdad es que tal conducta en un gobierno es una falta de dignidad. Y entonces, ¿por qué los simples particulares hemos de tener más que los ministros y los senadores?
Mi tío se echó a reír.
—Difícil es reñirte, Reina; como la anguila, te escurres entre los dedos. Pero a pesar de todo, te aseguro, que si no me obedeces no te dejaré ir más a ninguna tertulia.
—¡Oh, si hicieseis semejante cosa, mereceríais las torturas de la Inquisición!
—Como la Inquisición está abolida no se me torturará; pero tu me obedecerás, tenlo por cierto. No quiero que una sobrina mía adquiera hábitos y maneras, que si se pueden excusar hoy por sus pocos años, mañana la podrán hacer pasar por... ¡hum!
—¿Por qué, tío?
El señor de Pavol tuvo un violento ataque de tos.
—¡Hum! por una mujer criada en las selvas, o algo por el estilo.
—Y tal apreciación no iría muy descaminada, puesto que el Zarzal y una selva son la misma cosa.
—En fin, sobrina, convéncete de que te he hablado seriamente; vete y reflexiona.
Comprendí que no se podía tomar a broma este formidable reto. Me encerré en mi cuarto donde reflexioné veintiocho minutos y medio, durante los cuales sentí germinar en mi corazón el loable deseo de trabar relación con la mesura.
Muy pronto llegué a descubrir que muchas veces la fama de sabiduría de que gozan los proverbios no es hurtada; que en ciertos casos, querer es poder y que con un poquito de buena voluntad me sería fácil poner en práctica los consejos de mi tío.
No quiero decir con esto, que no haya vuelto a cometer necedades desde entonces, ¡oh, no! eso sucedía aún, bastante a menudo, pero logré volverme seria y adquirir un sosiego relativo.
Por otra parte, si mi tío me había reprendido había sido en previsión del porvenir, porque entonces me hallaba en un medio social en el que mis acciones y palabras eran juzgadas con la mayor indulgencia. Era aquella una sociedad amena, y educada, llena de tradiciones de cortesía, y en las que contaba sin saberlo con gran número de parientes y allegados.
En obsequio a mi nombre, a mi belleza, y a mi dote fuéronme perdonados muchísimos pecados. Era la niña mimada de las matronas, que narraban con cariño anécdotas de mis abuelos y bisabuelos y de otros antepasados cuyos hechos y proezas debían haber sido muy notables, para que aquellas bondadosas marquesas hablaran de ellos con tanto entusiasmo.
Comprendí, con satisfacción, que para algo sirven en la vida los abuelos, y que su égida polvorosa defiende las osadías y caprichos de las nietecillas criadas en el fondo de los bosques.
Era la niña mimada de los maridos en perspectiva, que en mis hermosos ojos, veían brillar mi dote; la niña mimada de los bailarines, a quienes mi coquetería divertía, y confieso en voz baja, muy baja, que sentía una felicidad inmensa en jugar con los corazones y en metamorfosear las cabezas en veletas.
¡Oh, coquetería, qué encanto en cada letra de tu nombre!
Era preciso que este sentimiento fuese innato en mi, porque después de asistir a dos o tres reuniones conocía todos sus detalles, astucias y matices.
Quisiera ser predicador, nada más que para predicar la coquetería a mi auditorio y rehusar la absolución a las penitentes sin talento para dedicarse a tan encantador pasatiempo.
Con tales ideas, quizá no permanecería mucho tiempo en el seno de la iglesia, pero en mi corta carrera, creo que haría bastantes prosélitos. Compadezco a los hombres, que creen conocer todo, e ignoran los placeres más finos y delicados. A mis ojos; arrastran una vida de bolonios.
Mientras que yo me zarandeaba y hería corazones, Blanca pasaba hermosa y altiva, demasiado segura de su belleza, para preocuparse de hacerla admirar; demasiado correcta para rebajarse hasta las emociones y pillerías que hacían mi felicidad.
Sin embargo, así que la primera efervescencia se calmó, me di cuenta de que el señor de Couprat tardaba mucho tiempo en enamorarse de mí. Me veía bajo todas las fases, vestida de baile, de visita, de calle, coqueta, seria, y a veces, aunque debo confesarlo, raras veces, melancólica, y a pesar de toda esta diversidad de aspectos, que ahuyentaban la monotonía, no sólo no se me declaraba, sino que parecía tratarme como a una chica. Y la frase de mi cura: «Está cierta de que te ha tomado por una chiquilina sin consecuencia», comenzaba a preocuparme enormemente.
A pesar de mi coquetería y mis numerosas distracciones, ni un solo instante, decayó mi amor. La animación de mi vida impedíame, sin duda, pensar en él constantemente, y por eso me explico mi ceguedad; pero nunca se me ocurrió poder hallar otro hombre más encantador que Pablo de Couprat.
Sin embargo, en la corte que me circuía, muchos cortesanos ofrecían una semejanza real con los tipos de Walter Scott, que tanto había admirado. Y muchas veces me he preguntado cómo había podido conmoverme mi héroe, alegre y regordete, cuando mi imaginación estaba bajo la influencia de personajes quiméricos, que tan poco se le parecían. He aquí un tema psicológico que abandono a la meditación de los filósofos, porque yo, no tengo tiempo para profundizarlo; señalo el hecho, saludo a la filosofía y paso.
El 25 de Octubre, asistimos al último baile, en un castillo situado cerca del Pavol.
Esa noche fui con un vestido azul celeste; estaba extraordinariamente linda y tuve un éxito loco. Tan loco, que en la semana siguiente fui pedida por cinco. Pero yo estaba intranquila, febril, atormentada, y contra mi costumbre, no me gocé en el delirio que causaba mi belleza.
Aguardaba al señor de Couprat con impaciencia, para observarlo con ojos que comenzaban a ver claro. Generalmente llegaba muy tarde, en compañía de tres o cuatro jóvenes que componían la alta sociedad a la moda de la región. Estos jóvenes hastiados desde la más tierna edad, tenían por muy aburrido, fatigoso e incómodo el baile; contentábanse con hacer algunas invitaciones con dejadez e impertinencia. No así Pablo de Couprat, demasiado educado y franco para no bailar con el aspecto alegre y satisfecho que las circunstancias requerían.
Con todo, debo decir que mi brío disipaba el tedio de aquellas víctimas de la experiencia, como un rayo de sol disipa leve bruma. Sabía agasajarles y hacerles girar a voluntad de mis caprichos tanto que mi tío decía:
—Si tiene el diablo en el cuerpo.
¡Sea tenido por infame el que mal piense!
Con despecho, noté que Pablo bailaba a menudo con Blanca y que a mi me invitaba pocas veces y sin mucho entusiasmo ni insistencia.
Redoblé mi coquetería para atraer su atención; pero poco se le importó. Su corazón y su mente estaban lejos de mi, y me arrinconé en un ángulo de la sala, negándome rotundamente a bailar más.
Ocultábame casi tras unos tapices que separaban el salón de una salita, y desde allí sorprendí la conversación de dos respetables matronas, cuyas simpatías me había conquistado.
—Reina está muy guapa esta noche, y como siempre, es la reina del baile.
—Sin embargo, Blanca de Pavol es más linda.
—Sí, pero es menos atrayente. Es una reina altiva, mientras que la señorita de Lavalle es una deliciosa princesita de cuentos de hadas.
—Princesa, esa es la palabra; se ve en toda ella la raza, y lo que chocaría en otras, en ella es encantador.
—Se susurra que es cosa decidida el matrimonio de su prima con el señor de Couprat.
—Así he oído decir.
Durante algunos minutos, orquesta, matronas y parejas ejecutaron a mis ojos una danza sin nombre, y para no caerme, tuve que sujetarme de las colgaduras que me ocultaban.
Cuando me repuse de aquel atolondramiento, el brillante salón me parecía velado por un crespón negro, y con gran sorpresa de Juno, fui a rogarle que nos fuéramos inmediatamente, sin aguardar el cotillón.
Mientras regresábamos al Pavol, yo me decía:
—No es cierto, estoy segura de que no es cierto. ¿A qué afligirme tanto?
Con todo, me desnudé llorando y con el presentimiento de que una gran desgracia se cernía sobre mí.
Sin embargo, como no hay nada más voluble que una cabeza de diez y seis años, al siguiente día volviome la experanza, y clasifiqué la charla de aquellas dos señoras de murmuraciones sin alcance.
Resolví observar cuidadosamente al señor de Couprat y me hallé en tal disposición de espíritu, que con el menor indicio hubiera dado cuerpo a las más fugitivas impresiones.
En la tarde de aquel día nefasto, nos encontrábamos todos en el salón. El comandante y mi tío jugaban al ajedrez; Blanca tocaba una sonata de Beethoven, y yo, recostada en un sillón espiaba con los párpados entornados la actitud y la fisonomía de Pablo Couprat.
Sentado junto al piano, algo atrás de Juno, escuchaba con gravedad, sin cesar de mirarla. Aquella impresión seria no le sentaba, y hubiera podido decirse, que estaba aburrido. Me confirmé en esta opinión, observando que trataba de ahogar algunos intempestivos bostecillos. Entonces fue cuando me acordé de pronto, de la satisfacción que yo sentía siempre que él tocaba sus valses y sus danzas. Comprendí que no me gustaba la música sino el músico, y que a él le pasaba lo mismo respecto de Blanca. No se le daba un bledo de Beethoven; pero estaba enamorado de Blanca, y hasta las cosas que le eran antipáticas le gustaban en la mujer amada.
Juno terminó su horrible sonata, y Pablo dijo en un arranque de entusiasmo, cuyo oculto motivo comprendí:
—¡Qué genial ese Beethoven! Y vos, prima, lo interpretáis maravillosamente.
—¡Pues lo que es vos, Pablo, habéis bostezado y bien!—exclamé poniéndome de pie tan bruscamente, que los jugadores de ajedrez, lanzaron un gruñido furibundo.
—Creo que dormías, Reina.
—No, no dormía, y te aseguro que Pablo ha bostezado mientras tú interpretabas tu maldito Beethoven.
—Reina detesta tanto la música, que atribuye a los demás, sus propias impresiones.
—¡Buenos descubrimientos me obligan a hacer mis propias impresiones!—respondí con voz temblona.
—¿Qué te pasa, Reina? Has de estar de mal humor porque no has dormido anoche.
—No estoy de mal humor, Juno, pero detesto la hipocresía, y repito y sostengo y sostendré hasta la muerte que Pablo ha bostezado que era un gusto.
Después de esta salida, me escapé del salón con la tranquilidad de un torbellino, dejando estupefactos a todos los que estaban en él.
Me encerré en mi cuarto, y paseándome de largo a largo, renegué de mi ceguedad, y me di de coscorrones, siguiendo la costumbre de Petrilla, cuando se hallaba en algún aprieto. Pero los coscorrones a más de que pueden descompaginar los sesos, no han sido nunca eficaz remedio de amores degradados, y me dejé caer sobre un sofá profundamente desalentada.
Como en otras circunstancias análogas, me acordé de frases y detalles, que según yo me decía, debían de haberme dado luz, no digo, una vez, sino veinte.
El sentimiento dominante en mi, en medio de otros muy confusos era una viva cólera; pero mi altivez me hizo jurar que nadie conocería mi dolor.
En aquel momento fui sincera, y creí que me sería fácil disimular mis impresiones, cuando tenía por costumbre lo contrario.
Atravesaba por una de esas situaciones en que el individuo más manso siente violentos deseos de estrangular a alguien y de romper cualquier cosa. Los nervios que no se pueden calmar con lágrimas, tienen que estallar de cualquier modo y a mi me dio con mis hombrecillos de terracota cuyas muecas y sonrisas me parecieron de pronto odiosas y ridículas. Inmediatamente los arrojé por la ventana, sintiendo un extraño placer al oírlos quebrarse sobre los guijarros de la alameda.
Tocole uno a la veneranda cabeza de mi tío que pasaba por allí. La suerte que llevaba sombrero; pero, con todo, hallando este procedimiento fuera de todas las leyes de la buena educación, no pudo contenerse y respondió con una expresiva exclamación.
—¿En qué, demonios, te ocupas, sobrina?
—Tiro mis hombrecillos por la ventana, tío—respondíle, aproximándome al alféizar, del que había permanecido retirada para arrojar con mayor fuerza mis proyectiles.
—¡Vaya un motivo para romperle a uno la cabeza!
—Os pido perdón, tío, pero no os había visto.
—¿Que te has vuelto loca repentinamente? ¿Por qué rompes así tus chucherías?
—Me incomodan, me aburren, me impacientan... ¡Mirad, ahí va el resto!
Envié cinco de una vez, cerré la ventana de pronto y dejé al señor de Pavol refunfuñando contra las sobrinas y sus caprichos.
A la noche me sermoneó, pero le escuché con la mayor impasibilidad, pues en medio de mis graves preocupaciones, aquella mísera reprimenda era un globo de jabón que estallaba sobre mi cabeza.
Después de comer, fui a contemplar mis hombrecillos que yacían lastimosamente en la alameda. ¡Rotos, pulverizados! lo mismo que mis ilusiones y mi felicidad, que creía perdidos para siempre.
Tal vez os admiréis de mi falta de perspicacia, pero ¿quién, aun sin tener la excusa de mis diez y seis años, no ha demostrado una ceguedad increíble, por lo menos una vez en la vida? Quisiera saber si existe un solo hombre que no se haya tratado de imbécil, descubriendo un hecho, que aunque muy visible, no llegaba a ver. ¡Ah! es muy fácil llamarse perspicaz, como también es fácil parecerlo, cuando se nos ponen los puntos sobre las íes.
Desde entonces fue para mi un verdadero suplicio el ver al señor de Couprat, y observar todas las atenciones y delicadezas de que colmaba a Blanca. ¡Cuánto lloraba en silencio! pero eso sí, nunca, nunca sentí celos de Juno.
¡Dios mío! no; yo era una criatura que amaba sincera y profundamente, pero sin que la más mínima sombra de pasión feroz se mezclase a mi amor. Contra el único que sentía una ira continua era contra el señor de Couprat. Era el cabro emisario cargado de todo mi mal humor y mis penas. No me cansaba de zaherirlo y repetirle cosas agridulces. En seguida me refugiaba en mi cuarto, en el que me paseaba a grandes pasos, echándome discursos.
«¡Oh, qué talento, enamorarse de una mujer cuyo carácter no se le parece en nada! ¡Él, tan alegre, tan charlatán, tan charlatán como yo, por cierto! Blanca es seria, silenciosa e idólatra de la etiqueta, mientras que a él estoy segura, que lo desespera. ¡En cambio nosotros armonizábamos tan bien! ¿Cómo no lo ha visto? Pero Blanca es tan buena como linda; la conoce desde hace mucho, y luego, al corazón no se le ordena»...
Desgraciadamente todos estos hermosos raciocinios no me consolaban.
De noche sollozaba en mi cama y a veces, hasta entre sueños, y a pesar de la firme resolución de ocultar mis impresiones, al cabo de quince días todos los habitantes del Pavol, se asombraban de mis maneras caprichosas. Por la mañana estaba tan alegre que reía horas y, horas; pero por la tarde, sentábame a la mesa con aspecto sombrío y no despegaba los labios durante toda la comida.
Este silencio tan en oposición con mis hábitos, preocupaba bastante al señor de Pavol.
—¿Qué es lo que pasa en tu cabecita, Reina?
—Nada, tío.
—¿Te aburres? ¿Quieres viajar?
—¡Oh no, no, tío! Por nada dejaría el Pavol.
—Si quieres casarte decididamente, eres libre de ello, no soy un tirano. ¿Te pesarían las negativas con que has acogido las propuestas de matrimonio que se han sucedido en estos últimos días?
—No, no, tío, he abandonado por completo mis antiguas ideas; no quiero casarme.
Estos desdichados partidos, aumentaban mi fastidio. Ya no podía oír hablar de matrimonio sin sentir deseos de llorar. Aunque el señor de Pavol no me apremiaba para que aceptase alguno, me demostraba, sin embargo, las ventajas de cada uno de ellos e insistía algo, para que yo por lo menos consintiese en tratar a mis enamorados.
Hasta les hubiera calificado con mucha facilidad de casos extraordinarios y entre los numerosos descubrimientos que diariamente hacía, no fue la inconsecuencia de mi tío, uno de los que menos me llamaron la atención.
Aquí para nosotros, pienso que estaba algo asustado con la carga de la sobrina que le había caído en suerte. Me dejó completamente libre para elegir y se contentó con mis razones sin pies ni cabeza, para rechazar a mis pretendientes.
—¿Y no eras tú la que tenías tanta prisa por casarte, Reina?—me preguntó Blanca.
—No me casaré, si no encuentro lo que deseo.
—¡Ah! ¿y qué deseas?
—No lo sé aún—respondile con la garganta oprimida.
Blanca me tomó la cara con ambas manos y me miró con atención.
—Quisiera leer en tu pensamiento, Reinita. ¿Amas a alguien? ¿A Pablo?
—Te juro, que no—díjele, zafándome de su caricia,—no quiero a nadie, y cuando quiera, lo sabrás en seguida.
Si la muerte no fuese una cosa tan imponente, estoy segura de que en aquel momento me hubiera dejado matar antes que declarar mi amor por un hombre que amaba a otra y mucho más siendo ésta prima mía. Felizmente no se trataba de horca ni de guillotina, porque mucho me temo que en presencia de ellas, probablemente habría flaqueado mi estoicismo.
—Hago lo mismo que tú, Blanca, espero.
—Yo no tengo la suerte de mi lobezna del Zarzal—respondiome sonriendo,—¡cinco pedidos a la vez: figúrate!
—No me hables más de esto, te ruego; el recordarlo me fastidia, me oprime, me asfixia.
Por desgracia a un sexto pretendiente que reunía las cualidades más raras, extraordinarias y completas, se le antojó de improviso colocarse en el número de mis adoradores.
¡Ay! ¡cosechaba yo lo que había sembrado! pues desde mi entrada en la sociedad no había hecho otra cosa que pregonar, que pensaba casarme lo más pronto posible.
Hízome llamar mi tío y tuvimos una larga conferencia.
—Reina, el señor de Le Maltour, solicita tu mano.
—Que le aproveche, tío.
—¿Te gusta?
—Al contrario.
—¿Por qué? Exponme las razones, pero buenas razones; no como las del otro día que no valían nada.
—Tampoco vuestros partidos no eran presentables, tío.
—Vamos al señor P. muy bien...
—¡Oh, un hombre de treinta años, casi un patriarca!
—¿Y el señor de C.?
—¡Un hombre espantoso!
—Y el señor de N... mozo de mérito y muy inteligente.
—¡Bah! le conté los cabellos y ¡no tenía más que catorce! ¡A los veintiséis años!
—¡Ah!... ¿y el pequeño D?...
—No me gustan los trigueños. Y luego, es una nulidad completa. Una vez casado, querría a su persona, a sus corbatas, a mi dote y nada más.
—Te concedo todo eso. Pero vuelvo al barón de Le Maltour; ¿qué le reprochas?
—Es un hombre que no ha bailado conmigo, sino cuadrillas, porque no sé valsar a tres tiempos—exclamé con indignación.
—¡Horrible falta!; Te lo repito, Reina, creo que es absurdo casarse tan joven; pero a pesar de tu dote y tu belleza, creo que no volverás a hallar jamás un partido semejante. Es un joven bien parecido y tengo las mejores informaciones respecto a su moralidad y su carácter, fortuna inmensa, familia honorable y muy antigua.
—¡Ah, sí, abuelos! como dice Blanca—interrumpí con desdén. Tengo horror a los abuelos, tío.
—¿Por qué?
—Gente que no pensaba más que en pelear y romperse la cabeza. ¡Qué idiotez!
—¡Ah! pues mira, sé también que el escribiente del tribunal de V... gusta de ti; no tiene abuelos, ¿quieres que le diga que en vista de ello, la señorita de Lavalle está dispuesta a casarse con él?
—No os burléis de mi, tío; bien sabéis que soy aristócrata hasta la punta de los dedos—respondí, aprovechándome de la ocasión para admirar mis afiladas manos.
—Es lo que creo, si no engaña tu aspecto. Y ahora, sobrina, óyeme bien. Aun no conoces al señor de Le Maltour, para formar opinión de él, y quiero absolutamente que le trates con intimidad antes de que des una contestación definitiva. Voy a escribirle a la señora de Le Maltour, que la resolución depende de ti, y que autorizo a su hijo a que se presente en el Pavol cuando le plazca.
—Muy bien, mi tío, haced lo que queráis.
Cinco minutos después paseaba yo por el bosque, presa de la más violenta agitación.
—¡Ah, quiere salir con la suya!—decíame mordiendo el pañuelo para ahogar los sollozos;—ya verá cómo recibo a su Le Maltour. Quiero que en cuatro días desaparezca de mi vista.
Mi tío no ve ni comprende nada. Me engañaba. Mi tío, a pesar de mi repentina resolución de disimulo, veía claramente, pero se conducía con prudencia. No podía impedir al señor de Couprat que amara a su hija, ni renunciar al proyecto que tanto él como el comandante acariciaban desde hacía tiempo. Por otra parte, convencidísimo que mi cariño no era profundo y que era más bien una niñada, pensaba que el mejor remedio para tal capricho era el de enderezar mis pensamientos hacia un hombre que enamorado de mi, se hiciera amar, fundándose en este axioma: el amor atrae al amor.
Su razonamiento, si no hubiese fallado por la base, hubiera sido perfecto.
Dos días más tarde llegaron al Pavol la señora de Le Maltour y su hijo, con la sonrisa en los labios y la esperanza en la mirada. La excelente señora me dijo cien amabilidades a las que contesté con la cara ceñuda de un portero de jesuitas.
El barón era un buen muchacho... ¡aguardad, no quiero decir con esto que fuera un tonto; al contrario! Era inteligente y listo, pero no tenía más que veintitrés años. Era tímido y estaba muy enamorado, circunstancia que no le despejaba la mente, pero que sería una ingratitud de mi parte, el criticarla.
Al día siguiente volvió sin su madre y trató de conversar conmigo.
—¿Sentís, señorita, que se haya terminado la temporada de los bailes?
—Sí—le respondí en un tono tan brusco como el de Susana.
—¿Os divertisteis la otra noche en casa de los C?...
—No.
—Sin embargo, me pareció una fiesta brillante. ¡Qué lindo vestido llevabais! ¿Os gusta el azul?
—Puesto que lo uso...
El señor de Le Maltour tosió levemente, para darse valor.
—¿Os gustan los viajes, señorita?
—No.
-Es sorprendente. Os hubiera creído de carácter emprendedor y viajero.
—¡Qué idiotez! ¡Tengo miedo a todo!
La conversación duró un poco más en este tono.
Desconcertado por mi laconismo y el interés con que con la mayor impertinencia del mundo, seguía yo las evoluciones de una mosca que se paseaba por un brazo de mi poltrona, levantose el barón, algo cortado y abrevió la visita.
Acompañole mi tío hasta la puerta del jardín, y volvió enojado en busca mía.
—Esto no puede continuar así, Reina. Es una insolencia ¡caramba! tanto para mi como para ese pobre mozo, que es tímido y a quien desconciertas por completo. El señor de Le Maltour no es una persona a quien se pueda tratar como a un títere, sobrina. Nadie te obliga a casarte con él, pero quiero que le trates con amabilidad. Bien sabe Dios si tienes buena lengua cuando quieres. Trata de que eso suceda mañana; el señor de Le Maltour almorzará con nosotros.
—Bueno, tío, hablaré, perded cuidado.
—Pero no vayas a decir tonterías.
—Me inspiraré en la ciencia, tío—le contesté majestuosamente.
—¿Cómo? en...
—No os aflijáis, haré lo que me exigís, hablaré sin cesar.
—No, sobrina, no se trata de...
Dejé que mi tío confiara sus pensamientos a los muebles del salón, y corrí a la biblioteca en busca de lo que necesitaba para poner en práctica la idea que acababa de ocurrírseme.
Y llevé a mi cuarto la filosofía de Malebranche y un estudio sobre la Tartaria.
El Malebranche casi me dio un arrebato cerebral y lo dejé para arrojarme sobre la Tartaria, que me ofreció más recursos.
Hasta media noche estuve estudiando atentamente, no sin protestar de cuando en cuando contra los habitantes de Bukharia, que se rebozan con nombres tan extravagantes. Sin embargo, conseguí recordar algunos detalles del país y varias palabras extrañas, cuya significación ignoraba por completo. Me acosté restregándome las manos.
—Veremos—me decía,—si Le Maltour resiste a esta prueba. ¡Ah mi querido tío, convenceos de que he de salir con la mía y de que de aquí a pocas horas me habré deshecho de ese intruso!
Al día siguiente el barón se presentó con el aspecto desconcertado, del que camina sobre vidrios. Yo le recibí tan amablemente, que se repuso, al mismo tiempo que se disiparon los temores del señor de Pavol.
Los de Couprat y el cura almorzaban con nosotros. Oprimíaseme el corazón al ver a Pablo conversando alegremente con Blanca, mientras que yo me hallaba condenada a soportar las atenciones tímidas del señor Le Maltour, cuya cara bonita me atacaba los nervios.
—He cambiado de idea desde ayer—le dije repentinamente;—me gustan muchísimo los viajes.
—Comparto vuestro gusto, señorita; viajar es la más interesante distracción.
—¿Y vos habéis viajado?
—Sí, algo.
—¿Conocéis los Ruddar, los Shakird-Pische, los Usbecks, los Tadjies, los Molahs, los Dehbaschi, los Pend-Baschi y los Alamanos?—le interrogué de un tirón mezclando razas, clases y dignidades.
—¿Y qué es todo eso?—preguntó aturdido el barón.
—¡Cómo! ¿no habéis ido nunca a Tartaria?
—No, jamás.
—¡No haber estado en Tartaria!—exclamé con desdén.—¿A lo menos conoceréis a Nasr-Ullah-Bahadin-Kham-Melia-el-Munemim-Bird-Bhic-Blor y el diablo a cuatro?
Añadí algunas sílabas de mi cosecha al nombre de Nasr-Ullah, para hacer mayor efecto, pensando que la sombra de ese buen hombre no saldría de la tumba a echármelo en cara. Mi tío y los invitados mordíanse los labios para no reírse al ver la fisonomía del señor de Le Maltour, que delataba el mayor desconcierto y Blanca exclamó:
—¿Has perdido la cabeza, Reina?
—No, absolutamente. Le pregunto al señor si comparte mi simpatía por Nasr-Ullah, un hombre que según parece, poseía todos los vicios. Pasaba la vida degollando al prójimo, sumiendo a los embajadores en calabozos donde los dejaba pudrir, y por último, era un hombre de energía, que ignoraba por completo ese horrible defecto, que se llama timidez. Y su país ¡qué país! Allí reinan todas las enfermedades y por eso mismo me gustaría llevar a mi marido. La tisis, la viruela, vómitos que duran seis meses, úlceras, lepra, un gusano que llaman richta, que roe a las personas, y para extirparlo se...
—Basta, Reina, basta. Déjanos almorzar tranquilos.
—¿Qué queréis tío? La Tartaria me atrae. ¿Y a vos?—pregunté al barón.
—Lo que decís de ella, no es muy halagüeño.
—Para los que no tienen sangre en las venas—respondí despreciativamente.—Cuando me case, iré a Tartaria.
—A Dios gracias, no dependerá de ti, sobrina.
—Ya lo creo que sí, tío; haré mi voluntad, no la de mi marido, a quien llevaré a Bukharia para que le coman los gusanos.
—¿Cómo? Comido por...—murmuró tímidamente el barón.
—Sí señor, lo que habéis oído. He dicho: comido por los gusanos, porque según mi modo de ver la más encantadora luz de la vida de una mujer, es la de la viudez...
El alto y poderoso barón Le Maltour, aunque de raza de héroes, no resistió a esa prueba. Y comprendiendo el sentido oculto de mis caprichos tártaros, se fue y no volvió más.
Mi tío se enojó, pero no se me importó. Hice una pirueta y le dije con aire sentencioso:
—Tío, quien quiere el fin pone los medios.
Siempre cumplí la promesa que hice al cura, y le escribía con puntualidad dos veces por semana.
Esta costumbre le pareció tan dulce y halagadora, que cuando interrumpí de golpe la regularidad de nuestra correspondencia, quedó sumergido en inquietudes y tristeza.
Absorta por mis quebrantos, permanecí quince días sin darle señales de vida; después, cediendo a sus instancias, comencé a expedirle misivas por el estilo de ésta:
«Señor Cura:—Acabo de descubrir que los hombres son estúpidos. ¿No os parece así? Y echando al diablo las conveniencias sociales, os abrazo».
O de esta otra:
«¡Ah, mi pobre cura, creo que he descubierto el manantial de agua fría, de que hablábamos tres meses ha! ¡La felicidad no existe, es un engaño, un mito; todo lo que queráis, menos realidad!
«¡Adiós! ¡Si la muerte no nos volviese tan feos, querría morir! ¡Morir, sí, mi cura! ¡Habéis leído bien!»
Él me contestaba correo por correo.
«Hijita querida:—¿Qué significa el tono de tus últimas cartas? Hace tres semanas parecías tan feliz en medio de la gloria y la alegría de tus éxitos sociales. No, no, Reinita, la felicidad no es un mito, y será tu herencia; pero en este momento la imaginación te domina, te ofusca, y por consiguiente, impídete ver con claridad. No has seguido mi consejo, Reina; has abusado de tus fogatas, ¿verdad? Pobre hijita; venme a ver, y conversaremos de tus preocupaciones.»
Yo le respondí:
«Señor Cura:—La imaginación es una tonta, la vida un estropajo, y la sociedad un harapo que brilla mucho desde lejos, pero que bien mirado, no sirve para nada, a no ser para colocarla en un árbol a guisa de espantapájaros. Tengo ganas de entrar en la Trapa, mi querido cura. ¡Ah! si tuviese seguridad de que de cuando en cuando se me permitiría bailar con apuestos caballeros, como algunos que conozco, tened por por cierto que iría a refugiarme allí y a enterrar mi juventud y mi belleza. Pero creo que este género de distracciones no está muy de acuerdo con la regla de la Orden. Dadme algunos datos al respecto, señor cura, y convenceos de que no sois sino un soñador optimista al pretender que la felicidad existe y que me está destinada. Vivís como un ratón dentro de un queso, no porque seáis egoísta, e ignoráis las catástrofes que pueden estallar sobre la cabeza de las gentes que viven en el mundo.
«Ya no tengo ilusiones, mi buen cura. Soy una viejecilla arrugada, apocada y descalabrada, (en lo moral, se entiende, porque, hoy por hoy, estoy más linda que nunca), una viejecilla que ya no cree en nada, que no espera nada, y que no se da cuenta de cómo la tierra es tan tonta, como para seguir girando todavía, cuando mis ensueños y quimeras están destrozados, pulverizados y reducidos a átomos imperceptibles.
«Si se pudiera, despojar a mi persona moral de esta envoltura de carne, que, estoy de acuerdo en ello, engaña al ojo del observador, mi persona moral digo, no sería más que un esqueleto, un árbol muerto, completamente muerto, sin savia y sin hojas, un árbol que tiende hacia el cielo sus largos brazos secos y descarnados. Con tal de que lo moral no arruine a lo físico...
«Ah, señor cura, ¡tiemblo con sólo pensarlo! ¿No es cierto que es terrible no abrigar la menor ilusión a los diez y seis años?
«Hasta la vista, mi viejo cura».
Dos días después de haber expedido esta epístola, que debía dar al cura la más triste idea del estado de mi alma, decidió mi tío llevarnos a paseo al monte San Miguel.
Ese día había algo nefasto en el ambiente; lo presentí. Mi tío y el comandante habían celebrado la víspera una conferencia secreta y prolongada. Pablo parecía inquieto, nervioso y mi prima tenía aspecto soñador.
Mi tío y Juno, que tenían pasión por el monte San Miguel, me lo hicieron conocer con fruición; y en cuanto a mi, tras de no importárseme mucho el arte arquitectónico, miraba todo a través del sombrío velo de mi mal humor positivamente insoportable.
—¡Cómo cansa el trepar por tantos escalones!—decía yo, quejándome a cada paso.
—No son más que seiscientos, prima.
—¡Oh! entonces me quedo aquí.
—Vamos, sobrina, ¡caramba! al fin y al cabo no estáis enferma de reumatismo.
Y mi tío, me contaba la historia del monte y el incidente de Montgomery, mientras subíamos por aquellos peldaños hollados por tantas generaciones.
¿Pero qué se me daba a mi de Montgomery, de los bastiones, de la maravillosa abadía, de las inmensas salas, ni del mundo de recuerdos que duerme allí desde hace siglos? Me hubiera guardado bien de despertarlos, puesto que tenía que observar cosas cien veces más interesantes en el rostro del regordete caballero que colmaba a Blanca de atenciones y cumplidos, sin pensar siquiera en mí.
¡Qué estúpida había sido yo! No ver antes su amor.
Por serla grato, se extasiaba ante la menor piedrecilla, mientras que yo, de tiempo en tiempo, le lanzaba miradas terribles; pero ni se dignaba notarlas.
—Henos ya en la sala de los caballeros. Veamos, Reina, ¿qué dices de ella?
—Digo, tío, que si los caballeros estuviesen en ella, tendría algún encanto.
—¿Que no lo encuentras en ella misma?
—De ningún modo. Veo grandes chimeneas, pilares con esculturillas arriba, pero ni un caballero a quien hacer girar la cabeza... ¡bah, todo eso no sirve para nada!
—Nunca se me había ocurrido este modo de apreciar la arquitectura feudal—exclamó, riendo, mi tío.
Atravesamos corredores obscuros, que me amedrentaron.
—Nos vamos a romper la mollera—gemía yo, aferrándome al brazo del comandante, mientras que Pablo ofrecía el suyo a Blanca.
—¿Estamos tristes, Reinita?—me preguntó quedo el comandante.
—Habláis como mi cura—respondí emocionada.
—Vamos a ver: ¿Queréis tener confianza en mi?
—Yo no tengo tristezas ni confianza en nadie—contesté de mal modo.—Susana decía que los hombres eran unos papanatas, y yo comparto las opiniones de Susana.
—¡Oh, oh!—dijo el comandante, mirándome con un aire tan bondadoso, que tuve miedo de estallar en sollozos;—¡tanta misantropía en tanta juventud!
No contesté nada, y como en aquel momento llegábamos a una espaciosa terraza, me escapé de su brazo y corrí a esconderme tras una enorme arcada. Apoyé la cabeza sobre una de aquellas vetustas piedras y me eché a llorar.
—¡Ah!—pensaba,—cuánta razón tenía mi cura, al decirme, hace mucho tiempo, mucho, que no se discute con la vida, sino que se le sufre! Toda mi lógica no vale nada ante las circunstancias. ¡Qué triste es, Dios mío, qué triste es verse tratada como una chiquilina sin importancia!
Y miraba a través de mis lágrimas, aquellos arenales tan célebres, que me parecían desolados, y aquel monumento cuya mole me oprimía y causaba vértigos; pero sin darme cuenta de ello, sentía una especie de alivio en la afinidad misteriosa que había entre aquella naturaleza triste y mis propios pensamientos; en la contemplación de aquellos murallones que arrojaban su sombra melancólica sobre la tierra y el pasado.
De vuelta a casa y ya en el tren, me interrogó mi tío.
—Y bien, Reina, en resumidas cuentas, ¿cuál es tu impresión sobre el monte San Miguel?
—Que allí, será muy fácil morir de miedo, y enfermar de reumatismo.
En el trayecto de la estación de V*** al Pavol, reflexionaba yo, en la poca duración de las cosas de la tierra. No hacía aún tres meses que recorría el mismo camino, bajo la influencia de mis ensueños de felicidad, y con la embriaguez de mis hipótesis alegres a cerca del porvenir, que cría tan bello!... mientras que entonces, me pareció el camino cubierto con jirones de mi dicha.
Era bastante tarde, cuando llegamos al castillo; sin embargo, mi tío llamó a Blanca a su despacho diciéndole que tenía que hablar con ella muy seriamente. Y yo me acosté, llorando con todas mis fuerzas, y con la convicción de que la espada de Damocles pendía sobre mi cabeza.
Desde algún tiempo atrás, Juno se había hecho más íntima conmigo. Todas las mañanas venía a sentarse a mi cama y conversábamos indefinidamente. Al día siguiente a las siete, entró en mi cuarto con aspecto sereno, tranquilo y con aquella encantadora sonrisa que transformaba su altanera fisonomía, y que tal vez sólo yo conocía bien.
—Reina—díjome sin preámbulos—Pablo ha pedido mi mano.
El hilo se había roto y la espada de Damocles me cayó sobre el corazón. ¡Qué poco sentido común el de ese rey! ¡Atar una espada de tanto peso con un hilo tan débil! ¿No dice la historia que fue de un cabello? estoy por creerlo.
Sin duda alguna, yo esperaba esta revelación, pero mientras los hechos no se verifican, ¿qué criatura humana no abriga en el fondo de su corazón un poco de esperanza? Palidecí tanto, que Blanca lo notó, por más que la alcoba estaba sumida en una media sombra.
—¿Qué tienes, Reina? ¿Estás enferma?
—Un calambre—murmuré con voz débil.
—Voy a buscar éter—dijo, levantándose diligentemente.
—No, no—proseguí, haciendo un violento esfuerzo para recuperar mi altivez que se desvanecía.—Ya ha pasado, Blanca, ya ha pasado.
—¿Sufres de eso a menudo, Reinita?
—No... algunas veces. No es nada; no hablemos más de ello.
Blanca se pasó la mano por la frente, como quien quiere arrojar un importuno pensamiento, pero yo continué conversando con tanta entereza, que en breve pareció libre de su preocupación.
—Y tú, Juno, ¿qué piensas decidir?
—Mi padre me ha dicho, Reina, que este matrimonio colmaría todas sus aspiraciones.
—Y a ti ¿te gusta?
—Esa unión me gusta, por cierto; reúne todas las conveniencias, pero hasta ahora, yo no amo a Pablo sino como a primo.
—¿Qué defecto le encuentras?
—No le encuentro ninguno, a no ser el de no gustarme lo bastante. Es un excelente joven, pero no es mi tipo. No es tan lindo como yo quisiera, y luego ese apetito normando que le caracteriza... ¡Preciso te será convenir conmigo que está desprovisto de poesía!
—Sin embargo, comer cuando se tiene ganas, me parece una cosa muy natural—respondí conteniendo mis lágrimas.
—En fin ¿qué quieres? Pienso que nuestros caracteres no se avienen.
—¿Entonces, lo desairas, Juno?
—He pedido un mes para contestar, Reinita. Me encuentro perpleja; pues temo causar una decepción a mi padre. Por otra parte, ese casamiento reúne bajo los otros puntos de vista todo lo que yo puedo desear; en fin es un cumplido caballero.
—Mas, supuesto que no le amas, Blanca...
—Mi padre me asegura que le amaré después, y que para ser felices en el hogar, no es necesario el amor.
—¿Cómo puedes creer semejante cosa?—exclamé saltando de indignación.—De veras que mi tío profesa doctrinas abominables.
A esto Blanca me respondió con toda calma, que su padre era el buen sentido en persona y que había notado siempre que rara vez se equivocaba en sus apreciaciones y que por consiguiente se hallaba dispuesta a darle oídos.
—Pablo te quiere mucho, Juno—murmuré yo casi sin voz.
—Sí, desde hace tiempo.
—¿Lo sabías?
—Sin duda; una mujer siempre se da cuenta de esas cosas. Y tú, ¿no lo habías notado?
—Sí... algo—le contesté, enviando a mi pasada estupidez un suspiro lleno de melancolía.
Blanca no dejó después de explicarme la tardanza de Pablo en pedir su mano; aquella demora no obedecía más que al temor de una negativa.
Yo pensaba lo mismo y me vestí febrilmente, pensando que influida por su padre, concluiría por dar su consentimiento.
Yo en su lugar, habría dicho que sí en un segundo, y me hubiera casado quince días después.
¡Ay! mis sueños se habían desvanecido... y caí en un enorme desaliento.
Convínose en que Pablo pasaría algún tiempo sin venir al Pavol, y ¡cosa increíble, inaudita! desde el día en que Blanca dejó de verle, pareció casi decidida a otorgarle su mano.
Hablábamos de él constantemente, hasta combinábamos los trajes de boda, y yo daba pruebas de una resignación estoica, digna de los antiguos hombres.
Pero esta resignación era sólo aparente.
Mi desaliento aumentaba, mis ojos se circuían de ojeras, y concluí por pensar que no siéndome soportable la vida lejos del hombre que amaba, lo más sencillo era irme al otro mundo.
Evidentemente, este proyecto era bastante doloroso, pero me aferré a él con entusiasmo; lo meditaba y lo acariciaba, con una alegría casi enfermiza. Pero con todo, juro por mi honor, que jamás se me pasó por la idea asfixiarme, o tragar veneno, medios de finalizar tan gratos a las gentes de nuestra época. No; leí no sé en qué libro, que una joven había muerto de pena a causa de un amor contrariado, y decreté que seguiría su ejemplo.
Tomada esta resolución, y confirmándome mi desmejorada cara en mis pensamientos lúgubres, pensé que sería correcto y conveniente advertir al cura, y que por otra parte no podía morir sin estrecharle la mano.
Bien determinada a ello, entré una mañana en el despacho de mi tío y le pedí permiso para ir al Zarzal.
—Más vale escribir al cura que venga, Reina.
—No podrá, tío; nunca tiene un céntimo.
—Es que no es nada divertido el viaje.
—No es preciso que vos me acompañéis, tío, por eso os ruego que no lo hagáis, me estorbaríais. Quiero ir sola con la vieja ama de llaves, si es que me lo permitís.
—Haz como quieras. Mi carruaje, te llevará hasta C***, donde te será fácil hallar otro que te lleve hasta el Zarzal. ¿Cuándo quieres ir?
—Mañana temprano, tío; deseo sorprender al cura. ¡Ah! me quedaré a dormir en la casa parroquial.
—Bueno. Te mandaré el coche a C***, de aquí dos días. Trata, pues, de hallarte allí de vuelta, pasado mañana a las tres.
Y me miró atentamente por bajo de sus espesas cejas, restregándose la barba con aire preocupado.
—¿Estás enferma, Reina?
—No, tío.
—Sobrinita—díjome atrayéndome a sí, he llegado casi a desear que no se cumplan mis deseos.
Le miré asombrada, porque tenía la firme convicción de que no habría visto nada.
Contesele con mucha sangre fría, que ignoraba lo que quería decirme, que era muy feliz, y que hacía votos para que todos sus proyectos tuvieran éxito. Me abrazó con cariño y se retiró.
Partí, pues, al siguiente día de mañana, sin querer aceptar la compañía de Blanca que deseaba ir conmigo.
En el camino medité en las palabras de mi tío.
—Lo sabe todo—pensé.—¡Dios mío, cuán poco perspicaz soy, a pesar de mis pretensiones! Aun cuando el casamiento de Juno no se verifique, ¿de qué me serviría, si Pablo está enamorado de ella? Ahora, ya no puede querer a otra. No entiendo a mi tío.
Ya no creía como antes, que fuese posible enamorarse de muchas a la vez. Juzgando por mi, pensaba que un hombre no puede amar dos veces en su vida, sin ofrecer al mundo el espectáculo de un fenómeno extraordinario.
Una vez reglamentados así los latidos del corazón de la gente barbuda, mis pensamientos tomaron otro curso, y me regocijé con la idea de ver a mi cura. Y decidí saltarle al cuello, para demostrar el desprecio que profesaba a la etiqueta.
Una vez en la casa parroquial, no entré por la puerta, sino por el claro de una empalizada, que conocía desde tiempo inmemorial y me dirigí a paso de carga hacia la ventana del comedor donde el cura debía estar almorzando.
Esta ventana era muy baja, pero yo era tan chica, que para mirar hacia adentro de la habitación tuve que subirme a un tronco de árbol que coloqué contra el muro a modo de banco.
Pasé la cabeza con toda precaución por entre medio de la yedra, que formaba espeso marco a la ventana, y descubrí a mi cura.
Estaba en la mesa y comía con aire triste. Sus lozanas mejillas habían perdido parte de su color y redondez, y los abundantes cabellos blancos no estaban revueltos como en otros tiempos, sino que se achataban sobre el cráneo, con indecible desolación.
—¡Ah, mi pobre y bondadoso cura!
Salté del tronco, corrí a la puerta, perdí mi sombrero en la carrera, y me precipité en el comedor, como una bomba.
El cura se levantó sorprendido. Su dulce y amable fisonomía resplandeció de júbilo al apercibirme, y por no romper con las tradiciones de la etiqueta, sino en un ímpetu de ternura y emoción, me arrojé en sus brazos y lloré largo rato sobre su pecho.
Sé que no hay nada más impropio en el mundo que llorar sobre el pecho de un cura, que mi tío, Juno y todas las matronas de la tierra se habrían cubierto la faz ante tan escandaloso espectáculo; pero mi ingreso en la escuela de la compostura databa de muy poco tiempo para hacerme perder la espontaneidad de mi naturaleza. Por otra parte, tengo por seguro que sólo los tontos, los farsantes y las personas sin corazón pueden tener la pretensión de no sacrificar jamás las leyes de la conveniencia social ante un sentimiento sincero y profundo.
—La vida es un harapo, mi cura, un mísero harapo—exclamé sollozando.
—¿Hemos llegado a eso, querida hijita? De veras, ¿has llegado ya a tal conclusión? No, no; no es posible.
Y el pobre cura, que a la vez lloraba y reía, mirábame con enternecimiento, me pasaba la mano por la frente y me hablaba como a un pajarillo herido, cuyas quebradas alas hubiera querido curar con caricias y frases cariñosas.
—Vamos, Reina, vamos hijita querida, cálmate un poquito, cálmate—me dijo separándome con dulzura.
—Tenéis razón—respondíle, relegando el pañuelo al fondo de mi bolsillo.—Desde hace tres meses se me predica la tranquilidad y la calma, y no he sabido aprovecharme, como veis, de los consejos. ¡Comamos, señor cura!
Me quité los guantes y la capa y por uno de esos cambios repentinos, desde algún tiempo frecuentes en mi, me eché a reír y me senté a la mesa alegremente.
—Conversaremos cuando hayamos comido, mi querido cura, estoy muerta de hambre.
—Y no tengo casi nada que darte.
—¡Oh! aquí hay judías; ¡a mi me gustan mucho las judías! ¡Y pan casero! ¡Es un banquete!
—Y ¿has venido sola, Reina?
—¡Ah, caramba! es verdad: el ama de llaves ha quedado en el coche, a espaldas de la iglesia. Mandadla buscar, señor cura, y que de paso le digan que recoja mi sombrero que vuela por el jardín.
El buen cura fue a dar sus órdenes y volvió a sentarse enfrente de mí. Mientras que yo comía con excelente apetito, a pesar de mí... tisis y mis penas, él, que ya no se acordaba de comer, me contemplaba con una admiración que trataba de disimular, pero infructuosamente.
—Me halláis linda, ¿no es verdad, señor cura?
—Digo... sí, algo, Reina.
—Ah, mi cura, si me confesase ahora ¡cuántos pecadazos tendría de que acusarme! Ya no son, no, los pecadillos de antes, que conocíais tan bien.
Y sin dejar de comer, le describía mis complacencias vanidosas, mis impresiones, mis trajes, mis ideas nuevas. Él reía, tomaba rapé continuamente, con su antiguo aspecto bondadoso, y me contemplaba, por cierto, sin pensar en reñirme.
—¿No voy camino del infierno, señor cura?
—No me parece, mi buena hijita. Son cosas de tu edad. Eres tan joven.
—¿Joven, mi pobre cura? ¡Ah, si pudierais ver el fondo de mi alma! Os he escrito, que no era más que un esqueleto, y es la verdad.
—En todo caso, no lo pareces.
—Ya hablaremos de ello de aquí a un rato, señor cura, y os convenceréis.
Así que sacié mi apetito, levantó la mesa la sirvienta, se encendió un espléndido fuego en el hogar, y nos sentamos, el cura y yo, cada uno a un lado de la chimenea.
—Veamos, pues, Reina, hablemos seriamente. ¿Qué tienes que contarme?
Adelanté mis piececitos hacia las llamas del hogar y respondí tranquilamente.
—Mi cura, me muero.
Algo impresionado, cerró el cura bruscamente la entreabierta tabaquera, en la que estaba a punto de introducir los dedos.
—No tienes aspecto de eso, hijita.
—¡Cómo! ¿no me veis ojerosa y con mis labios pálidos?
—No, Reina; al contrario, tus labios están rosados y tu rostro denota una floreciente salud. Pero ¿de qué te mueres?
Antes de contestarle, miré en torno mío pensando en que iba a pronunciar una palabra, que jamás había oído pronunciar aquella modesta sala; una palabra tan rara, que probablemente haría caer sobre mi cabeza en un movimiento de sorpresa e indignación al viejo reloj sin máquina que se incrustaba en un rincón, y a las imágenes piadosas de las paredes.
—¿Y bien, Reina?
—Pues bien, señor cura, me muero de... amor.
El reloj, las imágenes y los muebles conservaron su inmovilidad y el mismo cura no dio más que un salto pequeñito.
—Estaba seguro de ello—dijo pasándose la mano por la cabellera blanca, que había reconquistado su revuelta actitud de los buenos tiempos,—estaba seguro. Tu imaginación ha hecho de las suyas, Reina.
—No se trata de la imaginación, señor cura, sino del corazón, puesto que amo.
—¡Oh tan joven, tan niña!
—¿Qué tiene que ver eso? Os repito que me muero de amor por el señor de Couprat.
—¡Ah! ¿conque es él?
—¿Qué me tomáis por una veleta, mi cura?
—Pero, Reinita, en vez de morir, sería mejor que te casaras con él.
—Eso sería lógico, querido cura, muy lógico; pero por desgracia, no le gusto.
Esta aserción le pareció tan extraordinaria, que permaneció algunos instante como petrificado.
—¡Eso no es posible!—exclamó y con tal convicción que no pude ahogar la risa.
—No sólo no me ama, sino que ama a otra; está enamorado de Blanca y ha pedido su mano.
Le conté lo que había pasado en el Pavol pocos días antes; mis descubrimientos, mi ceguedad y las vacilaciones de Juno. Y coroné esta narración llorando a lágrima viva, como que mi tristeza era real y verdadera.
El cura, que hasta entonces no había podido decidirse a tomar en serio mis penas y mis palabras, ofrecía en aquel instante la imagen viva de la consternación. Aproximó su silla a la mía, me tomó de la mano y se esforzó en hacerme entrar en razón.
—Tu prima vacila; tal vez no se realice el casamiento.
—¿Y que me importaría eso, si la ama? No se puede querer dos veces.
—Sin embargo, sucede.
—¡Oh, no lo creo; sería espantoso! Mi pobre cura, soy muy desgraciada.
—¿Se lo has dicho a tu tío?
—No; pero ha adivinado lo que pasaba por mí. Y de todos modos ¿para qué? No puede obligar a Pablo a quererme y olvidar a su hija. Yo no quisiera que supiese que le amo; preferiría morir.
Un largo silencio sucedió a este arranque de orgullo.
Ambos mirábamos el fuego como dos buenos hechiceros que intentaran leer el secreto del porvenir en las llamas y carbones encendidos.
Mas, llamas y carbones permanecían mudos y yo lloraba silenciosamente, cuando el cura prosiguió semisonriendo.
—Sin embargo, no se parece a Francisco I, ni a Buckingham.
-¡Ah! señor cura—repliqué rápidamente,—si Francisco I y Buckingham estuvieran aquí, no se harían rogar mucho para amarme, y yo estaría contentísima.
¡Hum! El cura halló la respuesta desprovista de ortodoxia y susceptible de enojosas interpretaciones, y abandonando inmediatamente tan escabroso tema, me aconsejó resignación.
—Pienso, Reina, que eres muy joven; que esta prueba pasará y que tienes delante de ti una larga vida.
—Sabed, mi cura, que no soy de carácter resignado. Si vivo, no me casaré nunca; mas no viviré: estoy tísica. ¡Escuchad!
Y traté de toser de un modo cavernoso.
—No juegues con tu salud. A Dios gracias, estás muy bien.
—Bueno—dije levantándome,—veo que no queréis creerme. Aprovechemos del buen tiempo y de los últimos momentos de vida que me quedan, para ir al Zarzal, señor cura.
Y nos pusimos en camino hacia mi antigua morada bajo un agradable sol de Noviembre, infinitamente menos dulce y confortador que el cariño y el rostro del cura.
¡Con que gusto miraba sus cabellos agitados por el viento, su andar ligero y su aire de regocijo, tantas veces espiados por mi, desde la ventana de la galería, mientras que la lluvia azotaba los vidrios y mugía y silbaba el viento entre las puertas desvencijadas de la vetusta casa!
Después de hacer una visita a Petrilla y Susana, recorrí la casa de arriba abajo. ¡De veras, no debiéramos medir el tiempo por la cantidad de días pasados sino por el número y vivacidad de las impresiones! Pocas semanas antes salía de la antigua morada, y sin embargo, si se me hubiese asegurado que en vez de días eran años los que habían pasado por mi, lo hubiera creído sin dificultad.
Conduje al cura al jardín. ¡Pobre selva virgen! Me recordaba días tristes; sin embargo, sentí cierto placer recorriéndolo en todo sentido.
Y luego, asediábame la mente el recuerdo de algunas horas deliciosas, recuerdo todavía encantador para mi, a pesar de la amargura de las decepciones que habían sucedido a un instante de felicidad.
—¿Os acordáis, señor cura?—díjele indicándole el cerezo, a que había trepado Pablo.
—Pensemos en otra cosa, Reinita.
—¿Acaso me es dable, señor cura? ¡Si supierais cuánto le quiero! Os aseguro que no tiene defectos.
Una vez en este terreno ningún poder humano me hubiera podido detener, tanto más cuanto que en el Pavol me veía obligada a ocultar mis impresiones. Hablé por tanto rato, que el cura quedó como aturdido.
Pasamos la tarde en charlar y disputar. El cura desplegó todo su talento oratorio, para probarme que la resignación es una virtud llena de sabiduría y fácil de alcanzar.
—¡Ah, mi cura—le respondía con toda seriedad,—no sabéis lo que es el amor!
—Créeme, Reina, con un poco de buena voluntad olvidarás y te sobrepondrás fácilmente a esta prueba. Eres tan joven.
Tan joven... Este era su estribillo. ¿No se sufre lo mismo a los diez y seis años como a cualquiera otra edad? Estos ancianos son incomprensibles.
Yo, por mi parte, le contestaba meneando la cabeza:
—¡No comprendéis, mi cura, no comprendéis!
Al día siguiente, mientras nos paseábamos por el jardín, le dije:
—Señor cura, esta noche he concebido una idea.
—Veamos la idea, hijita.
—Tengo ganas de que seáis cura del Pavol.
—No se puede quitar a otro su puesto, Reina.
—El que está actualmente, es muy viejo, señor cura; espío con tierna atención los síntomas de su decrepitud. ¿No os gustaría reemplazarle?
—Sí, evidentemente. No obstante, sentiría abandonar mi parroquia; treinta años hace que estoy en ella, y he concluido por amarla.
—¿Habéis concluido por amarla? Entonces no os ha gustado siempre.
—No, Reina; bien sabes lo triste que es. Tal vez nunca has pensado en que yo también he sido joven. Mis sueños no eran por el estilo de los tuyos, hijita, pero he soñado con una vida activa; hubiera deseado ver y oír muchas cosas, pues no era un tonto, y anhelaba recursos intelectuales, que me han faltado siempre. Luego, antes de conocerte, no tenía cariño ni amistad en torno mío. Pero uno se sobrepone al fastidio y a los pesares, Reina; todo está en quererlo. Era muy feliz desde hacía tiempo, antes de tu partida del Zarzal; había olvidado los largos días tan tristes de mi juventud.
El buen cura me miraba con aire soñador, y yo que, viéndole siempre alegre y satisfecho, no había pensado nunca en que hubiera podido sufrir alguna vez, me sentí enternecida ante una resignación tan verdadera, tan dulce y tan sin hiel.
—Sois un santo, mi cura—le dije tomándole la mano.
—¡Chut! No digamos tonterías, mi hijita. Esa vida algo estrecha me ha hecho sufrir, pero tal es la suerte de todos mis colegas de carácter joven y activo.
Te he hablado de ello para hacerte comprender que todo se puede soportar, y que la felicidad y la alegría se encuentran siempre, cuando se sufren con valor las pruebas y tribulaciones.
Todo lo comprendía perfectamente; sin embargo, el pobre cura predicaba en desierto.
Era demasiado joven para no tener ideas absolutas, y pensaba con toda convicción, que en cuestión de pesares, nada es comparable a un amor desgraciado.
—Si el curato del Pavol se ve vacante algún día, Reina, lo aceptaré con júbilo; desgraciadamente este cambio no depende de mí.
—Lo sé, lo sé, pero mi tío conoce mucho al señor obispo, y arreglara todo.
El cura me acompañó hasta C***, y cuando me vio instalada en el elegante landeau de mi tío, exclamó:
—¡Cuánto me alegro, Reina, de verte en tu lugar! ¡Qué diferencia entre este coche y el carromato de Juan!
—Pronto me veréis en un hermoso castillo. Voy a rezar una novena para que el cura del Pavol se vaya al cielo. Es una idea muy caritativa, puesto que está decrépito y enfermo. Tendréis una espléndida iglesia y un púlpito, señor cura, pero un verdadero y espacioso púlpito.
Arrancaron los caballos, y me asomé a la ventanilla para poder ver por más tiempo a mi viejo cura, que me hacía señales de cariñosa despedida, sin pensar en ponerse el sombrero, pues una feliz y dichosa esperanza había nacido en su corazón.
Esta visita al cura sólo me hizo un bien pasajero.
El saludable efecto de sus palabras se desvaneció rápidamente, y recaí en mis negros pensamientos: mi tío, protestando siempre contra las mujeres, las sobrinas, sus cabecitas flojas y sus caprichos, hablaba de conducirnos a París para distraerme, cuando felizmente se precipitaron los acontecimientos.
Pocos días antes del proyectado viaje, el señor de Pavol recibió carta de un amigo que le pedía permiso para conducir al castillo a uno de sus parientes, un cierto señor de Kerveloch, antiguo agregado de embajada. Mi tío contestó con premura que le sería muy grato recibir al señor de Kerveloch, y le invitó a almorzar, sin presumir que salía al paso a un acontecimiento que, desvaneciendo sus sueños, debía resucitarme la esperanza.
El segundo día después de escrita esta carta (tengo mis motivos para acordarme eternamente de tan célebre día)—el segundo día, hacía un tiempo espantoso.
Según nuestra costumbre, nos hallábamos reunidos en el salón. Blanca preocupada y sentada cerca del fuego, respondía con monosílabos al señor de Couprat. Este testarudo enamorado, no habiendo podido soportar su destierro, había reaparecido en el Pavol a las cuarenta y ocho horas.
Mi tío leía el diario, y yo me había refugiado en el hueco de una ventana.
Alternativamente trabajaba con nervioso entusiasmo, pues tenía pasión por las labores de aguja, o contemplaba el firmamento obscuro y la lluvia que caía sin interrupción; escuchaba el rugido del viento, de ese viento de Noviembre que parece llorar quejumbrosamente, y me sentía fatigada, triste y sin el menor presentimiento feliz, aunque en aquellos instantes acudía a mi la felicidad arrastrada por el rápido trote de dos briosos corceles.
De rato en rato y a hurtadillas, yo echaba una miradita a Pablo. Miraba a Blanca con una expresión tal, que me daban ganas de estrangularla.
—¡Qué aire de idiota tiene!—decíame yo, mirándola así, con los ojazos fijos y casi atontados.
—¡Sí!; pero si yo estuviera en el lugar de Blanca, y me contemplara del mismo modo, lo encontraría encantador y más lindo que nunca! ¡Oh, inconsecuencia humana! Y clavé mi aguja con tanta rabia, que la quebré.
En ese momento, oímos el ruido de un carruaje que llegaba al castillo.
Mi tío dobló su diario, Juno aplicó el oído diciendo:—¡Tenemos visitas!—Y algunos segundos después eran introducidos en la sala, el amigo de mi tío y su agregado de embajada.
No sé porqué tal título estaba unido en mi mente a la vejez y a la calvicie. Sin embargo, el señor de Kerveloch, no sólo no era ni viejo ni calvo, sino que, excepción hecha de Francisco I (en su retrato), yo no había visto jamás ningún hombre tan bello.
Así que entró se me ocurrió que en su hermosa cabeza bullían ideas matrimoniales. Tenía treinta años; su estatura era suficientemente elevada para que Pablo a su lado, se transformase en pigmeo; era su expresión inteligente y altiva, y tal que nadie le hubiera otorgado la aureola de la santidad a primera ni a segunda vista. Frío, pero cortés hasta en los menores detalles, tenía maneras elegantísimas y una posesión de sí que inmediatamente subyugaron a Blanca.
Él por su parte, la contempló con admiración, y cuando a la despedida, le vi cerca de ella, comprobé con secreta alegría que era imposible imaginar una pareja más bella.
Y creo que todos pensaron lo mismo, porque Pablo nos dejó con cara entristecida. Juno tocó diez veces seguidas el último pensamiento de Weber u otro aburrimiento por el estilo, indicio en ella de gran preocupación, mientras que mi tío nos observaba de un modo perspicaz y burlón.
El señor de Kerveloch vino a almorzar al Pavol al siguiente día; tres después pedía la mano de Blanca, y apenas habían pasado dos semanas de esto, cuando yo escribía al cura.
«Mi querido cura: El hombre es un animalito voluble, instable y caprichoso; una veleta que gira a todos los antojos de la imaginación y de las circunstancias... Al decir el hombre, comprendo la humanidad entera, porque es mi persona el animalito a que me refiero.
«Ya no estoy desesperada, ni tengo ganas de morir, mi cura. Me parece que el sol ha recobrado todo su esplendor, creo que el porvenir me reserva alegrías, y que es una suerte que el universo exista.
«Blanca se casa, señor cura. Blanca se casa con el conde de Kerveloch. ¡Dios mío, qué pareja tan linda! Y decir que no ha faltado más que un átomo, una línea, para que aceptase al señor de Couprat. Un hombre a quien no amaba y cuyo apetito le chocaba... por comer mucho... ¡Qué consideración tan absurda! ¿No es natural y lógico comer bien, cuando se tiene salud?
«Si me preguntáis cómo han podido variar tan bruscamente las cosas en el Pavol, difícilmente os lo podría explicar. Todo lo que sé es que un día, un hermoso día, no, llovía a torrentes, pero no importa. Un día, digo, llegó el señor de Kerveloch, conducido por un amigo de mi tío. Viéndole entrar, adiviné que traía intenciones, y supuse también que le gustaría a Blanca, porque tenía todas las cualidades que ella pretende en un marido. El señor de Kerveloch la contempló como hombre que sabe apreciar la belleza y pocos días después solicitaba el honor de unirse a ella, como dicen mi tío y la etiqueta.
Juno salió de su habitual indiferencia, y declaró con entusiasmo, que jamás le había gustado tanto un apuesto caballero y que se negaba redondamente a dar su mano al señor de Couprat.
«Y ahí tenéis todo, mi querido cura. Desde entonces he vuelto como antes, a soñar con las estrellas; suelto la rienda a mi imaginación y la dejo galopar hasta cansarse, y cuando estoy sola bailo y salto en mi cuarto, que es un gusto. ¡Ah, mi querido cura, no sé porqué os quiero hoy ocho o diez veces más que de costumbre! Vuestra dulce fisonomía me parece hoy más risueña que nunca, vuestro cariño más tierno y vuestros hermosos cabellos blancos más delicados.
«Esta mañana he contemplado los bosques sin hojas, y me han parecido verdes y lozanos; al cielo plomizo lo he hallado azul, y me he reconciliado de pronto, con la imaginación. Toda mi vida me arrepentiré de haberla tratado tan duramente como lo hice el otro día. Es una hada, mi querido cura, una hada rica de encantos, de poder y de poesía, que al tocar con su varilla mágica las cosas más insignificantes y feas las engalana con su propia belleza.
«¡Qué voluble es el animalito humano! No vuelvo de mi sorpresa. ¿En qué estriban la esperanza y la alegría? ¿A qué desesperarse, cuando se resuelven tan bien las cosas, sin que uno tenga arte ni parte en el arreglo? Pero ¿por qué estoy tan alegre cuando mi porvenir no está decidido todavía, y cuando creo que es imposible amar dos veces? ¡Qué caos, mi cura! En este mundo todo es misterio, y el alma un abismo insondable. Creo que alguien, no sé dónde, ha emitido esta idea; tal vez la haya leído ayer mismo, pero no es plagio; la hubiera podido inventar. No obstante, así que mi imaginación se apacigua, un pánico irresistible se apodera de mis alegres ideas, y corren, vuelan, se escapan y desaparecen a menudo, sin que yo pueda alcanzarlas. Porque al fin, señor cura, él la ama. ¡Qué horrible frase, aplicada como la aplico en este instante!
«Me habéis dicho que no era una cosa rara enamorarse dos veces en la vida, señor cura; ¿estáis bien seguro? ¿Estáis convencido de ello? Dicen que el amor atrae al amor; si conociera mi secreto ¿me querría? Vos que sois un hombre de criterio, señor cura, ¿no halláis que los conocimientos sociales son una idiotez? Probablemente bastaría una declaración mía para hacer la felicidad de toda mi vida, cuando, he aquí, que unas leyes inventadas por alguna cabeza sin discernimiento, me prohíben seguir mis inclinaciones, revelar mis pensamientos íntimos, y declarar mi amor a la persona que amo. La verdad es que también en el fondo de mi corazón siento un cierto no sé qué, que me obligaría a guardar silencio y... ¡ cuándo os digo que el alma es un abismo insondable! Mi querido cura, veo una procesión de ideas lúgubres que avanzan hacia mi ¡Dios mío, que mal equilibrado está el hombre!
«Las circunstancias, sin duda alguna, modifican las ideas. Mi tío va más lejos y pretende que sólo los imbéciles no cambian de opinión; pero ¿sucede con el corazón lo mismo que con la cabeza?
«Dadme luz, mi viejo cura».
Cuando el señor de Pavol decidía algo, tío tardaba en ejecutarlo. Partiendo de este principio, señaló el 15 de Enero para verificar el matrimonio de Blanca.
Fuerte había sido para él la decepción; pero no pensó en contrariar a su hija, y mucho menos conociendo mi amor. Era franco, leal, sensato e incapaz de encapricharse en una idea, sobre todo, comprometiendo la felicidad de una sobrina.
Pablo soportó su desgracia con gran serenidad. No sentía ninguna veleidad feroz; era lo mismo que la criaturita que le amaba tan entrañablemente sin que siquiera lo sospechara.
Certifico que jamás se le pasó por la mente envenenar a su rival, ni atravesarlo de parte a parte en ningún claro de bosque solitario y poético.
Cuando vio sus ilusiones hechas humo, vino de visita con el comandante. Tendió la mano a Blanca, y le dijo con voz franca y natural:
—Prima, no deseo más que vuestra felicidad, y espero que seguiremos siendo siempre buenos amigos.
Pero este comportamiento de héroe de comedia, no le libraba de sentir hondo pesar. Sus visitas al Pavol, fuéronse haciendo cada día más raras, y le notaba muy cambiado, moral y físicamente.
Entonces volvía a llorar a escondidas, y me enojaba con él. ¡Le hubiera sido tan fácil quererme! ¡Era tan lógico y racional comprender que nuestras dos naturalezas armonizaban y que yo le quería con locura!
De veras, si los hombres fueran siempre lógicos, el mundo andaría mejor.
El quince de Enero el tiempo estuvo soberbio, aunque hizo un frío seco y pronunciado. El campo, cubierto de escarcha, tenía un aspecto encantado. Juno, extremadamente pálida, estaba tan linda con su traje blanco que no me cansaba de mirarla. Y la comparaba a aquella naturaleza fría y espléndida que ataviada con brillante blancura, parecía haberse puesto al unísono de su belleza.
Después de almorzar subió a su cuarto para cambiar de vestido. Bajó muy emocionada; nos abrazamos todos patéticamente y... camino de Italia.
—¡Qué lindo viaje! ¡qué lindo viaje!-pensaba yo.
Mis múltiples emociones me habían cansado y tenía sed de soledad. Dejé, pues, a mi tío entenderse con sus invitados como pudiera, tomé una capa de pieles y me dirigí hacia un sitio del parque, por el que sentía especial preferencia.
El parque estaba atravesado por un arroyuelo angosto y rápido, y a cierta altura de su curso, se ensanchaba y formaba una cascada que al caer entre piedras hábilmente dispuestas, tomaba un aspecto imponente y pintoresco.
A pocos pasos de la cascada, cayó una vez un árbol con las raíces en una margen y la copa en otra. Quedó algún tiempo en esa posición y cuando en la siguiente primavera quiso mi tío hacerle sacar de allí, se apercibió que el árbol había brotado vigorosamente a lo largo del tronco. Hizo colocar otro al lado de aquél y entrelazar sus ramas, plantar lianas entre ellos y con el tiempo ramas y lianas hicieron una red tan compacta como para que mi tío se jactara de tener un original puente rústico, que se podía atravesar sin más peligro que el de enredarse en los gajos y caer al agua.
Este sitio solitario, bastante alejado del castillo, era el lugar que había escogido yo para mis meditaciones.
Me detuve junto al puente cargado de escarcha, a pensar en el porvenir y a admirar los enormes copos de nieve, pendientes de la cascada al ser sorprendidos en su líquido curso por el hielo.
No sé cuanto tiempo haría que me hallaba allí, sin preocuparme del frío que me helaba la cara, cuando vi llegar hacia a mi al dulce objeto de mi ternura, como diría el poeta.
El tal objeto parecía melancólico y de muy mal humor. Venía apaleando los árboles con un bastón que había tomado en un momento de distracción del cuarto de mi tío, y la polvareda blanca que los cubría, saltaba y se esparcía sobre él.
Yo le daba la espalda a medias, pero es de pública notoriedad que las mujeres vemos de espaldas; así es, que yo no perdía ni uno solo de sus movimientos.
Ya cerca de mi, cruzó los brazos, miró la cascada inmóvil, el puente, los árboles, y no abrió la boca. Yo, en tanto, retenía el aliento y me hacía la ocupada en una ramita de pino que acababa de quebrar, pero, sin que él se fijara, le miraba de soslayo.
—Prima...
—¿Primo...?
Esperé unos instantes el final del discurso. En esto, viendo que se atascaba en el exordio, me digné dar una media vuelta hacia el orador para alentarle.
Frunció las cejas y exclamó con ansia:
—Tengo ganas de levantarme la tapa de los sesos.
—¡Muy buena idea!—repúsele yo con tono seco,—iré a vuestro entierro.
Esta repuesta le causó tanta sorpresa, que dejó caer los brazos y me miró con fijeza.
—¿Y no haríais nada por evitar que me suicidase, prima?
-No por cierto-respondí muy tranquila. ¿A qué entrometerme en lo que no me importa? Me gusta la libertad, y si tenéis ganas de abandonar este valle de lágrimas... ¡oh, Dios mío! no movería un dedo para impedíroslo. Que cada cual haga su gusto en vida.
Y me puse a observar de nuevo mi rama de pino, mientras que el objeto de mi amor, desconcertado por el modo indiferente con que miraba yo su lúgubre proyecto, quedaba desconcertado.
—Pensé, prima, que abrigarais algún cariño por mí. La primera vez que nos vimos me encontrasteis tan amable.
—¡Ay, primo! ¿de qué vale la opinión de una campesinilla, reducida a la sociedad de un cura, una tía áspera y una cocinera díscola?
—¿Es decir, que no me otorgabais vuestras simpatías nada más que por no ser cura, y tener una cara menos marchita que la de la señora de Lavalle?
—Lo habéis dicho, primo.
Él me miraba furioso, retorciéndose el bigote con despecho, y poniéndose, mal humorado el sombrero, echó a andar por el puente. ¡Oh, cómo comprendía yo los movimientos de su alma! Se sentía feliz, feliz de encontrar un pretexto para reñir, y la pegaba conmigo y del mismo modo que me había desquitado yo de mis amarguras, con mis hombrecillos de barro y con el infortunado barón de Le Maltour.
—Vuestra tía era horrible, señorita,—me dijo volviéndose bruscamente.
—Mis lindos ojos compensaban su fealdad,—respondí en igual tono.
—¡Qué buena mesa! ¡Qué buen servicio! Todo andaba sin pies ni cabeza.
—Sí; pero ¡qué pavo! ¿Cómo no moristeis de una indigestión? Lo creí sinceramente, hasta el día en que os volví a ver aquí, Dios mío... en perfecta salud.
—Sé que es absolutamente imposible el quedarse, discutiendo con vos, con la última palabra. No soy, sin embargo, un primo insoportable. ¿Qué os he hecho?
—Pero, nada. Os doy una prueba de ello, prometiéndoos acompañar vuestro cuerpo a la última mansión.
—¡Mi cuerpo!—exclamó con doloroso escalofrío.—Aun no estoy muerto, señorita. Sabed que no me mataré y que parto para Rusia.
—¡Buen viaje, primo!
Se había alejado, y creyendo no verle en mucho tiempo, crucé las manos con desaliento y dejé correr mis lágrimas, cuando le vi volver sobre sus pasos.
—Vamos, Reina, no nos hagamos los malos. Por qué nos enoja... Pero qué... ¿estáis llorando?
—Pensaba en Juno—repuse logrando hacerlo con voz segura.
—Tenéis razón, primita. Os quedáis muy sola. ¿Queréis tenderme la mano?
—Con mucho gusto, Pablo.
¡Ay! no la besó, pero la oprimió con melancolía; pensaba en una mano más bella, que había soñado poseer.
Y partió para no volver.
A pesar del frío, que ni sentía, me senté llorando junto al puente y contemplaba inclinada hacia el arroyo, caer mis lágrimas sobre el hielo.
¡Decir que se iba a saltar la tapa de los sesos! Para eso es necesario que la quiera prodigiosamente.
Bien sé que no lo hará, pero es muy posible que esté tan enamorado de ella, como yo de él, y veo que no le podré olvidar jamás. ¿No es una intrepidez enamorarse así de una mujer que no le convenía, mientras que cerca de él, una almita?...
—¿Qué haces ahí, Reina?—me interrogó mi tío, que había venido sin que yo le sintiese.
Me levanté rápidamente, avergonzada de no poder ocultar mi emoción.
—¡Cómo! ¿Lloramos?
—¡Qué tontos son los hombres, tío!
—Gran verdad, sobrina. ¿Y por eso lloras?
—Pablo dice que va a levantarse la tapa de los sesos,—proseguí llorando.
—¿Le crees capaz de semejante crimen?
—No,—contesté sonriendo, a despecho de mis lágrimas.—Tal atrocidad es incompatible con su carácter, pero ya la idea sólo prueba que...
—Ya sé, ya sé sobrina, la idea prueba que ama a mi hija; pero, creeme, la olvidará muy pronto, y cuando vuelva, trataremos de que su corazón no se equivoque más.
—¿Entonces, tío, pensáis, que un hombre puede querer dos veces en su vida sin ser un fenómeno?
El señor de Pavol me acarició las mejillas, mirándome con una conmiseración provocada tanto por mi pesar como por mi inexperiencia.
—¡Pobre sobrinita! Los hombres que aman una sola vez son más raros que el Pico de la Aguja Verde.
—Entonces, tío, el hombre es un animal indigno.
Sin embargo, yo estaba más contenta que escandalizada, y no pedía más que poder aprovechar de la indignidad inherente a la naturaleza humana.
—Con todo, Juno es tan linda.
—Mira este puente que te gusta tanto, Reina. Antes que las ramas y plantas que lo cubran hayan retoñado, Pablo la habrá olvidado y antes de que las hojas tengan tiempo de marchitarse otra vez, habrá vuelto al Pavol y...
Sonrió expresivamente, y se marchó sin terminar su frase. Yo le miré alejarse sorprendida, pensando que son muy originales los tíos que predicen el porvenir con tanto aplomo.
—Todo está muy bien,—me dije encaminándome lentamente hacia el castillo,—pero si su corazón cambia, puede enamorarse de otra mujer durante sus viajes. Casualmente dicen que las rusas son muy lindas. Será preciso mandarle a Laponia.
Eché a correr con todas mis fuerzas y llegué a la puerta del castillo en momentos en que el comandante subía a su carruaje.
Le tomé del brazo y llevándole a parte le dije:
—Comandante ¿Pablo se va a Rusia?
—Sí, su viaje está decidido.
—He pensado... si quisierais que... En fin, sería mejor...
Sin duda alguna, la cosa era mucho más difícil de decir que lo que yo me había imaginado. Mi altivez ponía obstáculos y me aconsejaba callar.
-¿Y qué, hijita? Habla pronto, mira que me hielo aquí.
—Los dados están echados—exclamé en voz alta golpeando el suelo con el pie.
Mi altivez y yo saltamos el Rubicón y dije bajando los ojos:
—Mi querido comandante, aconsejad a Pablo que vaya entre los esquimales, os lo suplico.
—¿Y por qué entre los esquimales?
—Porque las mujeres de por allá son espantosas—balbuceé,—mientras que las rusas son lindísimas.
El buen comandante me levantó la cara, roja de confusión, y me contestó sencillamente:
—Está bien, le aconsejaré, que vaya a Laponia.
—¡Cuánto os quiero!—exclamé con los ojos llenos de lágrimas y estrechándole la mano.—Decidle que no permanezca mucho tiempo en las chozas de esas gentes; no sea cosa que enferme. Dicen que apestan.
Mi tío llegaba. Al verle me separé diciendo:
—Comandante, un hombre de honor no tiene más que una palabra; mantened la vuestra.
Subí a mi cuarto, con la desagradable convicción de que había seguido por completo el ejemplo del gobierno, pisoteando todos los principios de la dignidad.
Pero ¡bah! si uno no se ayudara un poco en la vida, ¿cómo podríamos salir del paso?
Esta reflexión acalló mis remordimientos. Me senté en mi escritorio y escribí:
«Todo ha concluido, señor cura. Se han casado y se han ido felices, encantados. Hubiera dado diez años de mi vida por hallarme en lugar de Juno. Con quien, vos sabéis. ¿Cuándo será eso?
«¿Sabéis lo que me ha dicho mi tío? Me ha asegurado que los hombres que aman sólo una vez son tan raros como el Pico de la Aguja Verde. Mi cura, mi querido cura, os lo suplico, aplicad mañana vuestra misa para que el señor de Couprat no sea el Pico de la Aguja Verde.
«Hasta la vista, señor cura; espero que pronto seréis cura de Pavol».
El único acontecimiento del fin de invierno, fue en efecto la instalación del cura en la parroquia del Pavol, y me parece inútil demostrar con palabras el júbilo de ambos al hallarnos cerca y sin temor de próxima separación.
¡Con qué delicia le veía subir al púlpito y predicar contra la iniquidad de los hombres!
Por las tardes llegaba al castillo como antes al Zarzal, con la sotana remangada, la teja bajo el brazo y la melena al viento.
Reanudamos nuestras charlas, discusiones y disputas.
Me parecía que el tiempo andaba con pies de plomo, y las cartas de Juno que respiraban la más completa felicidad, no eran a propósito para darme paciencia. Así es que sin cesar iba a casa del cura, a confesarle mis cuitas, inquietudes, esperanzas y protesta contra la espera que me veía obligada a soportar.
Sabía, que el objeto de mi amor ¡ay! no había hallado de su gusto el viaje a Laponia. Paseábase tranquilamente en San Petersburgo, y las hermosas eslavas me daban un miedo horrible.
—¿Estáis seguro de que no se enamorará de una rusa, señor cura?
—Es de esperarse, Reinita.
—Es de esperarse... Contestadme de un modo más categórico, mi cura. ¿En qué pensáis? ¡Oh! no es posible que se enamore de una extranjera; decidme que no es posible y que pronto me querrá.
—Lo deseo ardientemente, pobre hijita mía; pero harías bien en suponer lo contrario y prepararte de antemano.
—Me vais a hacer morir de impaciencia, con vuestra resignación, señor cura.
—¡Cuán poco juiciosa eres, Reina!
—El juicio, según mi opinión, consiste en querer la felicidad. Decidme que me querrá, señor cura, decídmelo.
—No deseo otra cosa, hijita querida,—respondíame el cura, quien a pesar de su horror al sufrimiento físico hubiera sido capaz de seguir el ejemplo de Mucio Scévola, si la realización de mis anhelos hubiese dependido de semejante sacrificio.
Pero a pesar de tener cerca a mi cura, de la bondad de mi tío y de la de todos cuantos me rodeaban, me iba entristeciendo enormemente día por día.
Gustábame recorrer sola los senderos del bosque y permanecía durante horas enteras junto a la cascada, recordando nuestra última entrevista y pensando en lo que haría si me le viese aparecer alegre y encantador, con aquella expresión en los ojos que me había agradado tanto en el Zarzal y que después no había vuelto a ver brillar para mí.
Este amor por la soledad, crecía diariamente en razón directa de mi melancolía. En fin, poco a poco perdí toda mi locuacidad, y si el señor de Pavol, no hubiera tomado a lo serio mi amor desde hacía tiempo, este solo hecho habría bastado para probarle su intensidad.
Seis meses pasáronse así.
Un día, el aniversario de mi llegada al Pavol, hallábame sentada en el jardín de la casa parroquial. Dos horas antes, un chaparrón había refrescado la atmósfera y regado las flores del cura.
Entreteníase él en buscar babosas, mientras que yo, bajo la influencia de dulces pensamientos, apoyaba mi frente contra el muro y me dejaba arrebatar por risueñas esperanzas.
Sólo turbaban mis reflexiones el caer de las gotas de agua que doblegaban las hojas con su peso y el olor de la tierra húmeda que me recordaba las mejores horas de mi vida.
De tiempo en tiempo, decíame el cura:
—Pero sabes que es curioso. ¡Qué cantidad de babosas! ¿Creerás, Reina, que he encontrado ya más de quinientas?
Yo levantaba indolentemente la cabeza, y contemplaba sonriendo al buen cura que continuaba con ardor en sus pesquisas. Luego volvía a mis quimeras y concluía por quedar sumida en una vaga somnolencia.
Me despertaron el rechinar de la barrera que cerraba el cerco del jardín y el sonido de una voz llena de alegría que me causó el más recio sacudimiento que sentí en mi vida.
—¡Buen día, señor cura! ¿Cómo estáis? ¡Cuánto me alegro de veros! Reina ¿dónde está?
Reina estaba siempre en el mismo sitio, fija, y sin poder articular una palabra.
—¡Ah, allí está!—exclamó Pablo, acercándose a mi a grandes pasos.
—¡Querida primita, estoy contento! ¡Dios mío! ¡Cuán contento estoy de volver a veros!
Tomó mi mano y la besó.
Aseguro que lo que pasó en seguida fue ajeno a mi voluntad, y no debéis pensar mal de mí.
Luchaba, lo afirmo, con todas mis fuerzas contra la tentación; pero cuando sentí sus labios sobre mi mano, cuando comprendí que no inspiraba esta acción una banal cortesía sino un sentimiento más profundo, cuando le vi inclinarse hacia mi con una expresión inquieta, afectuosa, especial, cien veces más arrebatadora que la que me había hecho pensar tantas y tantas veces... no pude contenerme. Aquello era más poderoso que mi energía, y la fatalidad, en quien creo desde entonces, me arrojó en sus brazos.
Apenas tuve tiempo de sentir el abrazo que respondió a mi impulso.
Avergonzada y confusa caí sobre el banco, ocultando el rostro entre las manos, no sin haber entrevisto la fisonomía del cura, cuyo aspecto, a la vez estupefacto, espantado y encantado, ha vuelto después muchas veces a mi mente.
—Querida Reina—murmuró Pablo a mi oído;—si hubiese conocido antes vuestro secreto, no hubiera permanecido lejos tanto tiempo.
Yo no respondí, porque lloraba.
Tomó por fuerza una de mis manos y la retuvo entre las suyas, mientras que yo, dominada por una timidez que no había sentido jamás, volví a un lado la cara y hacía esfuerzos por librarme.
—Déjame esta mano tan pequeñita y linda; me pertenece. Vuelve la cara hacia acá, Reina.
Miré de frente a aquellos hermosos ojos francos que me sonreían, y exclamé:
—¡Alabado sea Dios! Mi tío tenía razón; no sois el Pico de la Aguja Verde.
—¿El Pico de la Aguja Verde?—preguntó sorprendido.
—Sí, mi tío pretendía... pero ¿qué importa eso? ¿Quién os ha dicho lo que ignorabais al partir?
—Mi padre, el señor de Pavol, y un montón de cosas que he venido recordando desde hace dos meses.
—¿Es cierto, entonces, que el amor atrae al amor?
—Nada es más cierto, mi querida novia.
¡Oh, qué dulce nombre! Sí, éramos novios y guardamos silencio, mientras que el cura lloraba de alegría.
Aturdían con sus cantos los gorriones y se escapaban las babosas de la prisión en que las había puesto el cura.
Por cierto que el gorrión no es un pájaro muy agradable que digamos; su plumaje es incoloro y feo, su canto carece de melodía y algunas personas lo acusan de ladrón y de inmoral, lo que me resisto a creer. No sé tampoco que las babosas hayan pasado alguna vez por animalitos poéticos, y sin embargo, desde el instante de que acabo de hablar tengo locura por gorriones y babosas.
Yo estaba en vilo, creía soñar... No me cansaba de mirarle, de escuchar su voz querida y de sentir mi mano estrechada por las suyas. Sin embargo, el recuerdo de aquélla que él había amado me trabajaba el espíritu, y me turbaba mi júbilo, pero con todo no me atrevía a nombrársela.
—¿Sabe mi tío, que estáis aquí, Pablo?
—Si vengo del Pavol; he querido absolutamente venir sólo a buscarte. ¿No te recuerda nada este jardín humedecido, Reina?
No respondí directamente a su pregunta; sólo le dije:
—Pero vos... tenéis un triste recuerdo del Zarzal...
—¡Cómo! Nunca he pasado rato más delicioso.
—¡Oh¡—repuse mirándole solapadamente,—si mi tía era horrible.
—No, no; no tan horrible; algo vulgar tal vez, pero parecíais más encantadora...
—Y la mesa tan mal puesta. Todo tan...
—Nunca he comido tan bien. Aquella mansión desmantelada te hacía valer como si fueras una flor hermosa que parece más delicada, cuando más fea e inculta es la tierra en que brota.
—Os habéis vuelto poeta en vuestro viaje.
—¡Oh! no, absolutamente, Reinita.
Pasó mi brazo bajo el suyo y me llevó hacia un lado.
—No poeta, pero sí enamorado de ti, prima. Escúchame bien: te amo con toda la sinceridad de mi corazón.
Saboreé la dulzura de esta frase y la de la mirada que la acompañaba, pensando que era una suerte que los hombres fueran inconstantes.
Como semejante cambio me parecía inaudito, no pude evitar el preguntarle:
—¿Pero es cierto: ya no la queréis nada, nada?
—¿Te hablaría del modo que lo hago, si no fuera así?—replicó seriamente.—¿No tienes confianza en mi lealtad?
—¡Oh, sí!—dije cruzando mis manos sobre su brazo, en un ímpetu de cariño.
Era muy cierto; porque después de tal respuesta no me turbó más la imagen de Blanca.
Le amaba sin la menor idea de celos o inquietud, y merecía tan perfecta confianza.
—Mira, ahí vienen mi padre y el señor de Pavol.
—¿Qué tal, sobrina? ¿Qué dices de mis predicciones?
—Sois muy poco discreto tío—le dije,—ruborizándome.
—Fue el comandante quien reveló el secreto; hacía mucho tiempo que lo conocía.
—¡Oh! mucho no; desde hace ocho meses.
—No, desde la primera vez que te vi, querida hijita.
—Es posible.
—Y Pablo no ha ido a Laponia—continuó, riéndose, mi tío.
¡Qué gran dicha es vivir entre buenas gentes! Vivamente sentí esa felicidad al ver de qué modo gozaban todos con mi alegría, y con cuánta delicadeza y bondad me daban bromas sobre el famoso secreto que, sin saberlo, había divulgado a todo viento.
Entonces comenzó esa hermosa época de noviazgo, exquisita, época sin igual en la vida. Nada tan delicioso como esos días de amor ingenuo, de fe, de ilusiones completas y de niñerías. ¡Ah, cuánto compadezco a los que no han amado así! ¡Cuánto compadezco a los que se dejan arrastrar por sus locuras lejos del hogar común y del amor legítimo! En fin, nunca, nunca, por más elocuencia que se despliegue para probármelo, nadie me convencerá de que pueda haber verdadero amor, sin tener la estimación por base.
Pasábamos los días más agradables del mundo en la casa parroquial, bajo la vigilancia del cura. Le mirábamos recorrer su jardín de un lado a otro; reforzar sus plantas con rodrigones, arrancar las hierbas dañinas y detenerse a menudo en medio de sus faenas para lanzarnos una mirada investigadora, con el objeto de hacernos comprender que era un Mentor formal.
A veces me acercaba a aquel excelente hombre y me extasiaba con él admirando una flor, un fruto, un arbusto y solía decirle:
—¿Os acordáis, mi cura, del tiempo en que me queríais persuadir de que el amor no es la cosa más encantadora del mundo?
—¡Oh! mi hijita, creo que ni el mismo Bossuet hubiera podido convencerte.
—¿Y, no tenía razón?
—Así parece—y sonreía bondadosamente.
El día de mi casamiento amaneció radiante; nunca me pareció más azul la bóveda del cielo. Después me han dicho que estaba nublado, pero no lo creo.
Una muchedumbre simpática y amiga se apiñaba en la iglesia. Y murmuraba:
—¡Qué linda novia! ¡Qué tranquila está! ¡Qué cara de felicidad!
La verdad es que yo estaba extraordinariamente tranquila.
¿Y porqué me iba a agitar? ¿No se realizaba mi sueño más querido? ¿No se abría para mi un porvenir que no empañaba la más leve nubecilla.
Así, confusamente reparé en algunas señoras de edad que me sonreían al pasar, y sentí una inmensa lástima por ellas, al ver que eran demasiado viejas para casarse.
El órgano resonaba tan alegremente, que en ese momento modifiqué algo mis ideas acerca de la música. El altar estaba cuajado de flores, deslumbrante de luz, y todos los detalles del arreglo dirigido por el gusto artístico de Blanca, me encantaban los ojos.
Mi marido me colocó en el dedo el anillo nupcial con trémula mano, y mordiéndose su lindo bigote para disimular el temblor de sus labios. Estaba más emocionado que yo y su mirada me decía lo que deseo que me repita eternamente...
Y también la cara de mi cura estaba radiante de felicidad.
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