The Project Gutenberg EBook of La cuerda del ahorcado, by Pierre Alexis Ponson du Terrail This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: La cuerda del ahorcado Últimas aventuras de Rocambole: I El Loco de Bedlam Author: Pierre Alexis Ponson du Terrail Translator: F. Corona Bustamante Release Date: January 3, 2009 [EBook #27695] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA CUERDA DEL AHORCADO *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
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DEL
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(Nuevo episodio)
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TRADUCCION
DEL
F. CORONA BUSTAMANTE
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I
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PARIS
LIBRERÍA DE GARNIER HERMANOS
calle des saints-pères, 6
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1889
(NUEVO EPISODIO)
Los hundimientos del subterráneo continuaban con mayor violencia.
La bóveda de la galería se desprendía acá y allá en pedazos enormes, que se deshacían al caer y cerraban todas las salidas.
El suelo rugía y temblaba sin interrupción.
Hubiérase creído presenciar uno de esos espantosos terremotos de las tierras volcánicas del Nuevo Mundo, que destruyen ciudades enteras.
Vanda había caído de rodillas, y elevaba sus plegarias al cielo.
Paulina, estrechamente enlazada a Polito, le decía:
—¡Al menos moriremos juntos!
Milon bramaba de furor y blandía sus puños enormes repitiendo:
—¡Ah! los infames fenians!... ¡Los miserables!
En cuanto a Marmouset, callado y sombrío, contemplaba a su jefe.
Rocambole permanecía de pie, tranquilo y con la frente erguida; y parecía esperar el fin de aquel cataclismo con la serenidad del hombre que no teme la muerte, y que por una especie de fanatismo heroico, no cree deber llegar hasta haber cumplido su misión sobre la tierra.
En fin, la conmoción cesó poco a poco; el ruido fue disminuyendo, y las piedras de la bóveda dejaron de caer.
—¡Adelante! dijo entonces Rocambole.
Vanda se levantó lanzando fuego por los ojos.
—¡Ah! exclamó, nos hemos salvado.
—Todavía no, respondió Rocambole. Pero sigamos adelante.
El subterráneo estaba obstruido por enormes pedazos de piedra, tierra y casquijo, desprendidos de la bóveda y de las paredes de la galería.
Sin embargo, Rocambole, ayudado por William y Milon, todos tres armados de piquetas, abrió paso entre aquellos escombros.
Sus demás compañeros, repuestos ya de su alarma, le seguían de cerca.
Así marcharon una centena de pasos.
Pero al cabo de ellos, Rocambole se detuvo de pronto.
Acababa de llamar su atención un objeto voluminoso que se hallaba a un lado de la galería.
Aquel objeto era un tonel.
Y este tonel estaba lleno de pólvora.
Era fácil convencerse examinando una mecha azufrada que salía de la espita aplicada al agujero del tonel, y que tendría medio pie de largo.
¿Qué hacía allí aquel barril?
¿Quién lo había puesto en aquel sitio?
¿Conocían por ventura los fenians aquel paso subterráneo?
Marmouset se había aproximado también, y así como su jefe, examinaba con asombro aquel barril, y parecía hacerse las mismas preguntas.
Vanda y los demás permanecían a cierta distancia.
Rocambole guardó silencio por algunos instantes y dijo al fin:
—Es imposible que los fenians hayan traído aquí este barril.
—¿Quién queréis que sea entonces, capitán? preguntó Marmouset.
Rocambole iba y venía alrededor del tonel y lo examinaba detenidamente.
En fin su frente pareció serenarse y la sonrisa volvió a sus labios.
—Amigos míos, dijo, en la época en que este barril ha sido trasportado aquí, ni nosotros ni nuestros padres habíamos nacido.
—¡Es posible! murmuró Marmouset.
—Esta pólvora tiene doscientos años, continuó Rocambole.
—¿Creéis?
—Ved el tonel, examinadlo. La madera está carcomida y se deshace al tocarla.
—Es verdad, dijo Marmouset.
—No toques a la mecha, añadió el jefe: está seca hasta un punto que se reduciría a polvo.
—Y esa pólvora, dijo Polito, que no había hecho grandes estudios en la materia, no debe ser peligrosa que digamos.
—¿Lo crees así?
Y al decir esto, Rocambole miró sonriéndose al pilluelo de París.
—¡Toma! exclamó Polito, una pólvora tan vieja debe estar aventada.
—Te engañas, hijo mío.
—¡Ah!
—Es diez veces más violenta que la pólvora nueva.
—¡Demonio! Entonces es necesario poner cuidado.
—¿En qué?
—En no acercar las luces.
—¿Por qué razón?
—¡Bah! ya lo sabéis!... ¡después de lo que nos acaba de suceder!.....
—Dejemos ahí esa pólvora y sigamos adelante, dijo Rocambole.
Y continuaron su camino.
—La galería bajaba, como sabemos, en rampa, y ya desde este punto, la pendiente se hacía cada vez más sensible.
Esto era una prueba de que se acercaban cada vez más al Támesis.
Pero de repente, Rocambole se detuvo de nuevo.
—¡Ah! exclamó, esto es lo que yo temía.
La galería subterránea estaba cerrada por un enorme peñasco que se había desprendido de la bóveda, y que formaba una puerta impracticable.
—¡Nos hallamos encerrados! murmuró Vanda acometida de un nuevo terror.
Rocambole no respondió y se quedó suspenso por algunos instantes.
Su última esperanza acababa de desvanecerse.
El camino estaba cerrado, y volver para atrás era igualmente imposible.
Y aun no siéndolo, hubiera sido además insensato, pues era exponerse a caer en manos de los agentes de policía, los cuales, pasado el primer momento de estupor, no dejarían de invadir aquellos subterráneos tan singularmente descubiertos, y cuya existencia había ignorado hasta entonces la generación actual.
—¡Vamos pues! dijo Rocambole después de algunos momentos de silencio, es necesario vencer o morir.
—Soy bastante fuerte, dijo Milon, pero no seré yo quien me encargue de empujar ese pequeño guijarro.
—Si se pudiera socavar..... observó Marmouset.
—¿Con qué? No tenemos las herramientas necesarias.
—Es verdad.
—Y además, es peña viva.....
—¡Ah! exclamó Vanda, ¡mi corazón me lo decía!..... estamos condenados a morir aquí.
—Es posible, dijo Rocambole.
Paulina se echó de nuevo en los brazos de Polito.
Pero este, al mismo tiempo que la estrechaba convulsivamente, le decía:
—No llores, amiga mía; el caso no es tan desesperado; ¿no ves la calma de ese hombre?....
En efecto, Rocambole estaba tan tranquilo en este momento, como si se encontrase aun en la sala del gobernador de Newgate.
—Marmouset, dijo en fin, y tú Milon, escuchadme.
—Decid, capitán.
—¿No oís un ruido sordo?
—Sí.
—Es el Támesis, que se halla a poca distancia de nosotros.
—En efecto, así parece, dijo Milon.
—Examinad ahora la bóveda de esta galería... ¿Veis? está abierta en la roca.
—Sí, en la peña viva, repuso Marmouset, y como el enorme trozo que se ha desprendido es de la misma materia, no hay medio de pasar adelante.
—Esperad, añadió Rocambole. Uno y otro habéis manejado comúnmente en vuestra vida las armas de fuego, ¿no es verdad?
—¡Pardiez! exclamó Marmouset.
—Pues bien, seguid con atención mi razonamiento. Supongamos dos cosas: la primera, que esta parte de la galería está muy cerca del Támesis.
—Eso es seguro, dijo Milon.
—Supongamos además que siendo como es de granito y siguiendo en línea recta, es como el cañon de un fusil.
—Bien, repuso Marmouset.
—Y que ese enorme peñon que tenemos delante y que nos cierra el camino, es un proyectil.
—¡Bah! empiezo a no comprender! dijo Milon.
—Dado pues el cañon y el proyectil, prosiguió Rocambole, no perdamos de vista que poseemos pólvora.
—¡Ah! ¿Queréis hacer saltar el peñon?
—No, pero quiero lanzarlo hacia adelante.
—¡Ah!
—Y empujarlo hasta el fin de la galería, de donde caerá al Támesis.
—Eso me parece difícil, repuso Marmouset.
—¿Por qué?
—Porque la pólvora, no encontrando cerrado el tubo por esta parte, no tendrá punto de apoyo, y todo lo que conseguiremos con una nueva explosión será ocasionar otro hundimiento que nos entierre vivos esta vez.
—Marmouset tiene razón, dijo Vanda.
—No tiene razón, dijo fríamente Rocambole, pues no hay inconveniente cuando se sabe obviarlo.
Todos le miraron con ansiedad.
Pero él, siempre tranquilo e impasible, continuó fríamente dirigiéndose a Marmouset:
—Encuentras que falta la fuerza de resistencia, ¿no es verdad?
—Sí, la fuerza de resistencia que la pólvora encuentra en la recámara de un cañon, y que la obliga a producir su expansión hacia adelante.
—Pues bien, nada hay más sencillo que obtener eso.
—¡Ah!
—Milon, tú y yo vamos a empujar el barril hasta aquí, y a aplicarlo contra el peñon, con la mecha hacia atrás, bien entendido.
—¿Y después? preguntó Marmouset.
—Después amontonaremos contra el barril todas las piedras y peñascos más pequeños que tenemos a mano, todos los materiales que se han desprendido de la galería.
—Y levantaremos así una especie de muralla detrás del barril, ¿no es verdad, capitán? dijo Milon.
—Efectivamente, y construiremos esa muralla seis veces más espesa que el peñasco que queremos desalojar.
—¿Y cuántas horas creéis que nos tomará semejante trabajo?
—Seis horas al menos.
—¡Oh! exclamó Vanda, es inútil. Antes de seis horas..... ¿qué digo? antes de una hora tal vez, estaremos perdidos sin remedio.
—¿Y por qué razón?
—Porque la policía y la tropa van a invadir los subterráneos.
Rocambole hizo un movimiento de impaciencia.
—Estáis en un error, dijo. En primer lugar, detrás de nosotros todo es ruinas, y ese impedimento que nos corta toda retirada, nos protege al mismo tiempo contra la policía. En segundo lugar, es más que probable que nos crean muertos.
—¡Ah, es un grano de anís, seis horas! dijo Milon desalentado.
Rocambole se echó a reír.
—¿Te parece demasiado tiempo? dijo.
—¡Toma!.....
—Pues bien, supón que el muro de que se trata está ya construido.
—Bien.
—Y que no queda más que hacer que poner fuego al barril.
—¿Y qué?
—Tendríamos que esperar forzosamente siete u ocho horas.
Y como todos le miraban sin que nadie pareciese comprenderlo:
—El ruido sordo y continuo que oímos, añadió, nos prueba que estamos cerca del Támesis.
—Sí, dijo Milon.
—Y es la hora de la marea: de consiguiente nos es necesario esperar a que haya bajado el río.
—¿Por qué?
—Porque el trozo de roca que tenemos a la vista, en vez de ser impulsado hacia adelante, encontrará una fuerza de resistencia invencible en la columna de aire que aprisiona el río, y que existirá hasta que haya descendido más abajo del orificio del subterráneo.
—Todo eso es exacto, dijo Marmouset, pero me queda aún una objeción.
—Veamos.
—¿Cómo pegaremos fuego al barril, luego que se halle encerrado entre el peñon y el terraplén que vamos a construir?
—Por medio de la mecha, que haremos pasar entre las piedras.
—Pero esa mecha es demasiado corta.
—La alargaremos con un trozo de cualquiera de nuestras camisas cortada en tiras.
—Ya me había ocurrido también esa idea; pero la mecha no podrá nunca ser tan larga como lo exige la seguridad del que la pegue fuego.
—Eso no te importa, dijo Rocambole.
—¿Eh? exclamó Marmouset.
—Una persona basta para poner fuego, y esa persona seré yo.
—¿Quién?... ¡vos! exclamaron a la vez Milon, Vanda y Marmouset.
—Yo, repitió tranquilamente Rocambole, sonriéndose de una manera desdeñosa. He sido y soy aún, según vosotros, vuestro jefe. En su consecuencia, cuando yo ordeno debéis obedecer. ¡Manos a la obra!
Esta órden no tenía réplica para aquellos hombres acostumbrados toda su vida a seguir las inspiraciones de un jefe que había logrado fanatizarlos.
En cuanto a William y Polito se hallaban dominados por aquella situación extraña.
Además, la hora del peligro estaba lejos aún.
Así Marmouset se contentó con inclinarse hacia Milon, diciéndole al oído:
—Trabajemos en levantar el terraplén, y luego veremos.
—Eso es, repuso Milon.
Y se pusieron a la obra.
Ya sabemos que además de Marmouset, de Milon y de Vanda, de Polito y de Paulina, había además otras tres personas en el subterráneo.
Una de ellas era el marinero William, a quien había vencido en otro tiempo el Hombre gris.
Después, la Muerte de los Bravos, y en fin Juan el Carnicero, que un tiempo llamaron en el presidio Juan el Verdugo.
Estos no hubieran osado discutir, ni por un instante, una órden del jefe.
Rocambole hizo una seña, y los tres volvieron atrás en busca del barril de pólvora.
Milon los siguió inmediatamente.
El barril era muy pesado, pero empujado metódicamente por aquellos cuatro hombres, fue al fin arrancado del sitio que ocupaba hacía doscientos años.
Arrimáronlo pues a la peña, y lo volcaron al pie, dejando la mecha hacia atrás.
—Ahora, a construir el muro, dijo Rocambole.
Y consultó su reloj.
Todos llevaban antorchas encendidas.
Rocambole ordenó apagarlas, como ya lo habían hecho los tres que le habían ayudado a trasportar el barril.
—Una sola basta, añadió apoderándose de la que tenía Marmouset y entregándola a Paulina, que debía alternar con Vanda para alumbrar a los trabajadores.
—El capitán es precavido, murmuró Milon.
—Hace bien, respondió Marmouset en voz baja. Estamos obligados a permanecer aquí siete u ocho horas al menos, y si gastamos todas las antorchas a la vez, corremos el riesgo de quedarnos en tinieblas.
En seguida, dando Rocambole el ejemplo, todos pusieron manos a la obra.
Los peñascos y escombros esparcidos acá y allá, fueron trasportados por los compañeros de Rocambole, y a medida que llegaban, este y Milon, haciendo el oficio de albañiles, los iban colocando, igualándolos con sus piquetas en caso de necesidad, y afirmándolos con tierra y casquijo.
El muro subía poco a poco.
Cuando llegó a dos pies del suelo, tomaron la mecha con precaución y la alargaron añadiendo la camisa de algodón de Juan el Carnicero, cortada en tiras muy delgadas.
Después la hicieron pasar por encima del muro, dejándola colgar hacia fuera.
Rocambole dispuso alrededor de ella varias piedras pequeñas, formando así en todo el espesor del muro un estrecho agujero semejante al oído de un cañon.
Hecho esto, y protegida así perfectamente la mecha, continuaron con grande actividad el muro.
Cada uno traía a toda prisa su piedra, y la muralla iba subiendo, subiendo... más rápidamente de lo que habían creído.
Cuatro horas después, tocaba ya a lo alto de la bóveda.
De este modo, quedó encerrado el barril de pólvora entre el peñon que obstruía el subterráneo y el muro o terraplén que acababan de construir, y que tendría diez o doce pies de espesor.
Según los cálculos de Rocambole, debía tener una fuerza de resistencia triple de la del peñasco.
Concluido todo, Rocambole consultó su reloj.
—¿Ha llegado el momento? preguntó Milon.
—No, todavía no, repuso Rocambole.
—Sin embargo hay un buen trozo de tiempo que trabajamos.
—Cuatro horas solamente.
—¡Ah!
—Y la marea no ha bajado todavía.
Milon suspiró y guardó silencio por algunos instantes.
—¿Cuánto tiempo nos queda? dijo en fin.
—Tres horas.
—¡Ah! en ese caso los policemen tienen tiempo de venir.....
—Es de esperar que no vengan, dijo Rocambole con calma.
Y se sentó en una de las piedras que habían quedado sin empleo en medio de la galería.
Todos sus compañeros lo rodearon en seguida.
—Prestadme ahora atención, dijo, y preparaos a obedecerme sin discutir mis órdenes.
A estas palabras se siguió un profundo silencio. Hubiérase podido oír volar una mosca en el subterráneo.
Rocambole prosiguió:
—Creo firmemente que lograremos salir de aquí. Sin embargo, puedo engañarme en mis cálculos.
—No me lo parece, dijo Marmouset.
—Ni a mí tampoco, pero en fin es necesario suponerlo todo.
—Bueno, murmuró Milon.
—Si no podemos lanzar el peñasco hacia el río, dirigiendo así la fuerza de proyección al aire libre, estamos expuestos a un nuevo hundimiento.
—Y entonces, dijo Vanda, pereceremos todos bajo los escombros.
—Tal vez sí y tal vez no, repuso Rocambole.
Y sonriéndose tristemente, añadió:
—Cuando llegue la hora de poner fuego a la mecha, os iréis todos al otro extremo del subterráneo, y no os detendréis hasta llegar a la sala circular donde nos esperaba esta joven.
Y designó a Paulina con el gesto.
—Pero, ¿y vos, capitán?
—No se trata de mí ahora. Os hablo y debéis escucharme.
Estas palabras fueron pronunciadas con tono duro e imperioso, y todos bajaron la cabeza.
—La explosión tendrá lugar, continuó. Entonces, una de dos cosas: o el peñasco será violentamente lanzado hacia adelante, como una bala de cañon.......
—O seremos todos aplastados, añadió Marmouset.
—Vosotros no; yo solo.
—Eso es precisamente lo que no queremos, dijo Vanda.
—Pero eso es absolutamente lo que yo quiero.
—Hay sin embargo una cosa muy sencilla, murmuró Milon.
—¿Cuál?
—Echar a la suerte el que debe pegar fuego.
—Tienes razón en apariencia, dijo Rocambole.
—Ya veis...
—Pero no la tienes en realidad.
—¿Por qué? preguntó Milon.
—Porque si se arruina esta parte de la galería, todo camino quedará cerrado para los que se hallen en la sala circular.
—Bien, pero.....
—La fuga será imposible, todos caerán en manos de la policía, y si yo me hallo entre ellos seré ahorcado. Ahora bien, morir por morir, prefiero morir aquí.
Este razonamiento era tan lógico, que nadie replicó una palabra.
—Vosotros, por el contrario, prosiguió Rocambole, no sois culpables, ni estáis incriminados; y aun admitiendo que en el primer momento os pongan presos, no os costará trabajo alcanzar la libertad.
—¿Quién sabe? dijo Milon.
—Conozco la ley inglesa, repuso Rocambole, y estoy seguro de lo que digo.
—¿Y qué nos importan la vida y la libertad si vos morís? exclamó Vanda.
—Continuaréis mi obra, dijo fríamente Rocambole.
Milon se engañó sobre el sentido de estas palabras.
—¡Ah! no!... lo que es eso, no! dijo con cólera, basta con lo hecho por los fenians... por esos miserables que son causa.....
—¡Silencio! Milon; basta de necedades! dijo Rocambole con acento imperioso.
Y volviéndose a Vanda, añadió:
—Tú, escúchame.
—Decid.
—Si la hipótesis de que hablo llega a realizarse; si quedo enterrado en estas ruinas, y si vosotros lográis salir de aquí, presos o no; tan luego como seas dueña de tus acciones, te pondrás inmediatamente en busca de miss Ellen.
—Se halla en el vapor que nos espera a la salida del subterráneo.
—Ya lo sé. Pero como no puede esperarnos indefinidamente, la buscarás donde quiera que se halle.
—Bien, ¿y qué haré!
—Iréis juntas a Rotherhithe, al otro lado del Támesis, cerca del túnel.
—Bueno, repuso de nuevo Vanda.
—Allí buscaréis Adam street, una callejuela estrecha y sombría que os haréis indicar, y entraréis en la casa señalada con el número 17.
—Muy bien.
—En el tercer piso de esa casa vive una pobre vieja que llaman Betzy-Justice. Procurarás hablarla, y le presentarás esto.
Y Rocambole sacó al mismo tiempo una pequeña medalla de plata que llevaba suspendida al cuello con un cordón de seda.
—¿Y después? preguntó Vanda.
—Entonces Betzy-Justice te dará unos papeles.
—¡Ah! ¿y deberé leerlos?
—Sí, y por ellos sabréis, tú y mis demás compañeros, lo que os queda que hacer.
—Está bien, dijo Vanda.
Rocambole consultó de nuevo la hora.
—¿Qué día del mes es hoy? preguntó.
—El 14, respondió Marmouset.
El jefe pareció reflexionar por algunos instantes.
—Me había engañado, dijo en fin; la marea avanza hoy una hora.
—¡Ah!
—Y en este momento debe ya estar libre el orificio de la galería.
—Entonces..... ¿ha llegado el momento? preguntó Vanda temblando.
—Dentro de diez minutos.
Milon se arrojó entonces a los pies de Rocambole.
—Capitán, dijo, en nombre de Dios concededme una gracia.
—Habla.
—Permitidme permanecer a vuestro lado.
—Sea, dijo Rocambole.
Milon lanzó un grito de alegría.
Entonces el jefe se acercó a Vanda y la estrechó afectuosamente entre sus brazos, y luego abrazó sucesivamente a cada uno de sus compañeros.
—¡Ahora, alejaos! dijo.
Y todos obedecieron.
Vanda se alejó también, pero volviéndose a cada paso.
—¡Más de prisa! gritó Rocambole.
Después, cuando todos desaparecieron a lo lejos, se volvió a Milon y le dijo:
—¿Estás pronto?
—Ahora y siempre, respondió el coloso.
—¿No tienes repugnancia en ir de este modo a la eternidad?
—Con vos, ninguna.
—Está bien. En ese caso..... ¡en camino!
Y diciendo esto, Rocambole aproximó la antorcha a la mecha y la pegó fuego.
En seguida se cruzó de brazos y esperó.
Milon permaneció tan impasible como él.
Y la mecha en tanto ardía lentamente, y el fuego llegaba ya al muro que la separaba del barril...
Vanda se había vuelto muchas veces, y se iba quedando atrás, mientras que los compañeros de Rocambole se alejaban del barril de pólvora y se refugiaban en la sala circular.
—¡Más de prisa! había gritado el jefe, ¡más de prisa!
Y Marmouset, que iba al frente de todos, había precipitado el paso.
Así llegaron a la sala circular.
Marmouset dijo entonces a Vanda:
—Estamos a cuatrocientos metros de distancia del barril; pero como esa galería subterránea va en línea recta, podemos ver desde aquí la explosión.
Dicho esto, fue a fijar la antorcha entre dos piedras, dejándola a su espalda, y entonces pudieron ver a Rocambole y Milon a lo lejos, gracias a la claridad de la antorcha que habían conservado.
Ambos se hallaban de pie e inmóviles, esperando la explosión.
Vanda temblaba como una azogada.
Pero no por ella, pues más de una vez había probado ya su heroísmo y su desprecio de la vida; sino por Rocambole, a quien amaba siempre, a pesar de haber renunciado hacía tiempo a su amor.
En esto trascurrían los minutos.
Minutos que parecían siglos en situación tan angustiosa.
—¡Oh! es demasiado largo! decían los otros.
—No, respondió Marmouset, la mecha es larga y arde lentamente; es necesario esperar que se consuma.
Y añadió volviéndose de repente:
—Echaos todos en tierra.
—¡Por qué? preguntó la Muerte de los Bravos.
—Porque la explosión va a haceros perder pie violentamente, y si esperáis ese momento, arriesgáis romperos un brazo o una pierna.
Todos obedecieron, excepto Vanda.
—Yo quiero ver lo que sucede, dijo.
Y continuaba siempre con los ojos fijos en Milon y Rocambole, que le aparecían en lontananza, en medio del círculo de luz que formaba la antorcha, como dos seres idos como a una pequeñez fantástica.
—¡Pues bien!... yo quiero ver igualmente, dijo Marmouset.
Y como Vanda, permaneció de pie.
Pero en aquel momento la mecha inflamada se puso en contacto con el barril.
Jamás explosión tan formidable había llegado a oídos humanos.
La conmoción fue tal que Vanda y Marmouset cayeron la faz contra tierra, violentamente empujados por una fuerza irresistible.
Mas tal era su fuerza de voluntad, que a pesar de tan terrible caída, permanecieron con los ojos abiertos.
¡Oh! milagro!
En lugar de la antorcha que alumbraba a Rocambole y a su compañero y que se había apagado bruscamente, apareció al otro extremo del subterráneo una luz argentada, redonda como la luna.
El barril de pólvora, al saltar como una mina, había al mismo tiempo echado la muralla para atrás y lanzado el peñasco hacia adelante.
Rocambole no se había engañado en sus cálculos: la galería había hecho el oficio de un cañon.
Aquella luz que brillaba a lo lejos era la del día, el día a orillas del Támesis.
Casi al mismo instante, dos sombras se agitaron en el suelo.
Eran Milon y Rocambole que, echados también violentamente a tierra, se levantaban vivamente.
La voz del capitán llegó a los oídos de Marmouset y de Vanda.
—¡Adelante! gritaba, adelante!
Y le vieron, así como a Milon, que se lanzaban a la carrera hacia el punto luminoso, es decir, hacia el orificio de la galería.
Los demás compañeros de Marmouset y de Vanda se habían levantado igualmente.
—¡Adelante! repitió Marmouset.
Y todos corrieron para ir a reunirse con Rocambole y Milon.
Pero en el mismo instante un ruido terrible, como si se desplomase todo el subterráneo, se dejó oír delante de ellos; una formidable columna de viento pasó sobre sus cabezas como una tromba..... y la luz blanca desapareció de golpe.
El suelo seguía temblando, como hacía algunas horas, y Marmouset que iba delante de todos, se detuvo bañada en sudor la frente.
Era la bóveda de la galería que se desplomaba de nuevo, amontonando enormes trozos de piedra que cerraban por segunda vez el subterráneo.
Un terror indescriptible se apoderó esta vez de los compañeros de Rocambole.
Las antorchas se habían apagado, y las más profundas tinieblas envolvían a Marmouset, a Vanda y los que los seguían.
La trepidación del suelo continuaba, y por momentos se oían crujidos sordos a corta distancia.
—¡Estamos perdidos! exclamó Vanda.
—¿Quién sabe? repuso Marmouset.
Su antorcha se había apagado, pero la conservaba en la mano.
—Ante todo es necesario ver, dijo.
Y sacando su caja de fósforos, encendió de nuevo la antorcha.
Los crujidos de la bóveda habían cesado, el suelo no temblaba bajo sus pies, y todo había vuelto a entrar en silencio.
—¡Adelante! repitió Marmouset.
—¡Adelante! gritó Vanda.
Polito llevaba en brazos a su amada Paulina, que se había desmayado de miedo.
Marmouset, con la antorcha en la mano, iba siempre al frente de la reducida tropa.
Así llegaron al sitio donde había estallado el barril, y pasaron sobre los escombros de la muralla.
Desde allí se veían las paredes de la galería destrozadas acá y allá por el paso del peñasco que había caído al Támesis.
—Sigamos adelante, dijo Marmouset.
Y continuaron avanzando.
En fin, a los pocos minutos, llegaron al paraje donde la luz del cielo había desaparecido de repente.
Un enorme peñon, todavía mayor que el primero, se había desprendido de la bóveda, y cerraba la galería formando un muro impracticable.
Marmouset y Vanda se quedaron mirándose, pálidos, mudos, temblando de emoción.
La misma pregunta venía a sus labios, y ni uno ni otro se atrevían a hacerla.
¿Qué había sido de Rocambole?
¿Había perecido acaso en aquel hundimiento?
¿O bien el peñon había caído detrás de él, separándolo de sus compañeros, pero dejándole tiempo suficiente para llegar al Támesis?
En fin, Vanda pareció salir de su abstracción y pronunció una palabra, una sola palabra.
—¡Esperemos! dijo.
—Esperemos, repitió Marmouset.
Y ambos miraron a sus compañeros que parecían anonadados, poseídos de un desaliento mortal.
—Amigos míos, les dijo Marmouset, no hay que pensar siquiera en seguir adelante: ya lo veis, el camino está cerrado.
—Pues bien, dijo Juan el Verdugo, volvamos para atrás, y si vienen las gentes de policía..... ya veremos.
Vanda no hizo la menor observación: esta última catástrofe la había anonadado, y su imaginación no sabía fijarse sino en la horrible duda que la oprimía.
—¿Rocambole estaba vivo o muerto?
Esta era su sola preocupación, su única idea. Lo demás le era indiferente.
La Muerte de los Bravos dijo a su vez:
—No me queda duda, el capitán y Milon han podido salvarse.
Marmouset no respondió a esta aserción.
Volvieron pues para atrás, y se detuvieron de nuevo en la sala circular. Marmouset dio el ejemplo, y colocándose en medio de sus compañeros, dijo:
—Ahora, amigos míos, acordemos entre todos el partido que debernos tomar.
Y señalando con la mano la galería central, por donde algunas horas antes habían venido de Newgate, añadió:
—Ya sabemos adónde ese camino conduce.
—¡Mil gracias! dijo el marinero William, ¿queréis acaso que vayamos a entregarnos a los policemen?
—No arriesgaríamos en ello gran cosa.
—Arriesgaríamos en primer lugar el ser estrechamente encerrados.
—Yo me haría poner en libertad bien pronto.
—Vos, tal vez, pero yo..... que soy Inglés.
Polito había colocado a Paulina en tierra, sosteniéndola entre sus brazos; y la pobre joven empezaba a volver en sí, y preguntaba qué era lo que había pasado.
Polito la tranquilizó como pudo, y viéndola ya en estado de sostenerse, tomó una antorcha y la encendió en la que llevaba Marmouset, y dijo adelantándose:
—Voy a explorar un poco ese camino.
Y entró por la galería.
Pero no había andado cincuenta pasos, cuando volvió para atrás y vino a reunirse con sus compañeros.
—No debemos perder el tiempo en discurrir sobre cosas inútiles, dijo.
—¿Eh? exclamó Marmouset.
—No hay nada que temer de la policía.
—¿Qué quieres decir?
—Que una parte de esa galería se ha arruinado y se halla perfectamente cerrada.
—¡Ah!
—Lo que hace que estamos enterrados aquí.
—Enterrados, dijo la Muerte de los Bravos, y condenados a morir de hambre.
Marmouset se encogió de hombros.
—¡Bah! dijo con desdén, debemos fiar en nuestra estrella que nos ha favorecido hasta ahora.
Todos se quedaron mirándolo.
—Ahí tenéis otra galería que no hemos explorado aún, añadió.
—¡Es verdad! dijo Vanda.
—¿Quién sabe adónde conduce?
—Veamos de todos modos.....
Y Marmouset sacudió su antorcha y penetró por la tercera galería.
Esta, como sabemos, en vez de seguir un plano inclinado, subía al contrario poco a poco.
Marmouset se volvió hacia sus compañeros.
—Esta galería, dijo, que yo creía antes cegada, se divide en dos ramales, y sube de manera, que tal vez llegaremos pronto al nivel del suelo.....
—Sigamos adelante, dijo la Muerte de los Bravos.
Pero de repente, Marmouset se detuvo y apagó vivamente su antorcha.
—¡Silencio! murmuró en voz baja.
Polito se detuvo también a su vez diciendo:
—¡Que nadie se mueva!
En medio del profundo silencio que reinaba en aquellas catacumbas, un ruido extraño había llegado de pronto a oídos de Marmouset.
Pero no un ruido sordo y lejano como el que produjeran los primeros hundimientos, ni el fragor del viento y del suelo agitados.....
Aquel rumor, al principio indefinible, era el murmullo de voces humanas.
¿Eran acaso los policemen?
¿O bien algunos fenians que venían en busca del que habían prometido libertar?
Y a tiempo que Marmouset se hacía esta pregunta y recomendaba el silencio a sus compañeros, las voces se hicieron más distintas y una luz apareció en el fondo de aquel subterráneo.
Luego pudieron distinguir a un hombre que llevaba una linterna en la mano.
Y Marmouset, después de un momento de duda, llegando al fin a reconocer a aquel hombre, exclamó:
—¡Es Shoking!—¡Nos hemos salvado!
Marmouset no se había engañado.
El hombre que tan providencialmente llegaba, era Shoking en efecto.
Shoking que venía con una linterna en la mano, alumbrando a otra persona que marchaba a su lado, y que Marmouset reconoció igualmente.
Era uno de los jefes fenians que habían prometido salvar al Hombre gris.
Marmouset al ver esto, se volvió hacia los que le seguían, y que también se habían parado a su ejemplo, y les dijo:
—Podemos avanzar. Son amigos.
Shoking se adelantaba en tanto, y acabó por percibirlos a su vez.
Y reconociendo a Marmouset, lanzó un grito de alegría y vino a echarse en sus brazos.
—¡Ah! exclamó, hace largo tiempo que os andamos buscando.
—Así es, dijo el fenian.
—Y grande era nuestro temor de que hubieseis perecido o de que os hallaseis enterrados vivos, prosiguió Shoking.
Al mismo tiempo buscaba con la vista a Rocambole y, no hallándolo, exclamó:
—Pero, ¿dónde está el Hombre gris?
Marmouset movió tristemente la cabeza.
Shoking dejó escapar un grito ahogado.
—¿Muerto? murmuró.
—Esperamos que así no sea, repuso Marmouset.
—¡Cómo!... ¿Qué queréis decir? preguntó Shoking fijándose en Marmouset en el colmo de la ansiedad.
Este le contó en dos palabras todo le que había pasado.
Entonces volvió a aparecer la sonrisa en los labios de Shoking.
—Estoy tranquilo, dijo.
Y como Vanda, Marmouset y los demás le miraban con curiosa extrañeza, el buen Shoking añadió:
—Yo he vivido largo tiempo en compañía del jefe, y puedo asegurar que, si no lo habéis visto muerto, es que se ha escapado de la catástrofe. Yo lo conozco.
La confianza de Shoking se comunicó a todos los demás, excepto a Vanda que no participó de ella.
Los más siniestros presentimientos seguían agitando su espíritu.
—En fin, dijo Marmouset, ¿cómo habéis llegado hasta aquí?
—Veníamos en busca vuestra, respondió el jefe fenian.
—¡Ah!
—Os habéis anticipado a nosotros, y contrariado de consiguiente mis planes. Si ha sucedido una desgracia, a nadie debéis culpar sino a vosotros mismos, dijo aquel hombre con una calma enteramente británica.
Marmouset se sintió herido y se irguió con altivez.
—¿Lo creéis así? dijo.
—Sin duda, repuso el jefe fenian con la misma flema. Si no hubierais dudado de mi palabra..... no os hubierais puesto en acción.....
—¡Veamos! dijo Shoking interviniendo, no es esta la ocasión ni el momento de empeñar una discusión: lo que importa es salir de aquí cuanto antes, pues puede desplomarse todavía alguna parte del subterráneo.
—Pero, ¿por dónde habéis venido? preguntó Marmouset.
—Por la tercera salida.
Esto parecía indicar claramente que Shoking conocía las otras dos.
Y como Marmouset al oírlo hiciese un gesto de sorpresa, el buen Shoking añadió:
—Los fenians conocían mejor que vos la existencia del subterráneo.
—¿De veras?
—Y contaban volar una parte de Newgate, si no os hubierais dado tanta prisa.
—Pero en fin, preguntó Marmouset, ¿cuál era su plan?
—Voy a decíroslo, respondió el jefe fenian. Por nuestras órdenes, se habían colocado seis barriles de pólvora.
—Bien.
—Tres en los subterráneos, y los otros tres contra los muros mismos de la prisión.
—¿Y después?
—Como habéis visto, pusieron fuego a los de los subterráneos, que estaban destinados a derribar una parte de las casas de Old-Bailey.
—¿Con qué objeto?
—Con el de producir tal confusión y desorden que, haciendo volar de seguida los muros exteriores de Newgate, nos hubiera sido fácil sacar de allí al Hombre gris.—Uno solo de los barriles ha saltado.
—¿Y los que estaban junto al muro de la cárcel?
—Cuando hemos sabido que estabais con el Hombre gris en los subterráneos, nos hemos apresurado a arrancarles la mecha.
—Pero entonces, ¿Old-Bailey se ha desplomado?
—No.
—¿Cómo pues?
—Solamente una casa de Sermon Lane se ha venido abajo; pero el fracaso ha sido tal, que nadie ha podido comprender bien la causa de ese hundimiento espantoso.
—Entonces..... ¿la cárcel de Newgate ha quedado en pie?
—Sí, y han libertado al gobernador, que ha referido vuestra evasión. En su consecuencia han bajado a los subterráneos, pero han tenido que volverse atrás.
—¿Por qué?
—En primer lugar porque los hundimientos continuaban, y luego, porque el camino que habíais seguido se hallaba cerrado.
—¡Ah! es verdad! dijo Marmouset recordando que Polito no había podido penetrar en aquella galería.
Y después añadió:
—Pero en fin, ¿vos habéis tomado otro camino?
—Sin duda.
—Entonces... ¿podemos salir de aquí?
—Cuando queráis, dijo Shoking. Seguídme.
Y echó a andar por el camino que había traído.
Marmouset y los demás le siguieron de cerca, y al cabo de un cuarto de hora de marcha, se encontraron en fin al pie de una escalera.
—¡Ah! dijo Marmouset, ¿adónde se sube por aquí?
—A la bodega de un public-house.
—Cuyo dueño es uno de los nuestros, añadió el jefe fenian.
—¿Y dónde se halla situado ese public-house?
—En Farringdon street.
—En ese caso nos hallamos ahora al este de Newgate.
—Así es.
Shoking tomó por la escalera seguido de todos los demás.
Vanda cerraba la marcha.
Hubiérase dicho que la pobre joven dejaba su alma en aquellos subterráneos: de tiempo en tiempo, sin dejar de seguir a los otros, volvía hacia atrás la cabeza y murmuraba:
—Tal vez a esta hora se halla destrozado y sangriento..... y respirando aún, enterrado bajo las piedras.......
La escalera tendría unos treinta peldaños.
Al llegar al último, la cabeza tocaba a una trampa que estaba echada en aquel momento.
Shoking la levantó, y Marmouset que lo seguía se halló en la sala baja del public-house, donde todos se encontraron al fin reunidos.
Los postigos de la tienda estaban cerrados.
Además era ya bien entrada la noche, y el publican había despedido a sus parroquianos y se hallaba solo.
Él buscó también con la vista al Hombre gris, y pareció admirarse de no verlo entre las numerosas personas que llegaban.
Marmouset dijo entonces a Shoking:
—Nos hallamos en Farringdon street, ¿no es esto?
—Sí.
—¿Más arriba o por bajo de Fleet street?
—Más abajo.
—Por consiguiente, muy cerca del Támesis, ¿no es así?
—Ciertamente.
—Pues bien, es necesario ponernos de seguida en busca del capitán.
—Eso es tanto más fácil, repuso Shoking, cuanto que tengo una lancha cerca de Temple Bar.
—Entonces partamos, dijo Marmouset.
—Yo voy a acompañaros, dijo Vanda.
—Y yo también.....
—Y yo también... exclamaron a un tiempo los demás.
—No, dijo Marmouset con tono de autoridad. Vosotros permaneceréis aquí y esperaréis a que yo vuelva.
En ausencia del capitán, Marmouset era ciegamente obedecido. Así, todos bajaron la cabeza, y ninguno presentó la menor objeción.
En cuanto a Polito, no disimuló su satisfacción de quedar allí tranquilo por algún tiempo, pues la pobre Paulina se hallaba destrozada de fatiga y mal repuesta aún de tan terribles emociones.
Marmouset, Shoking y Vanda salieron pues del public-house, y se dirigieron por la ancha vía que toma al principio el nombre de calle y después el de camino de Farringdon.
La noche era oscura y brumosa.
Sin embargo, de vez en cuando un rayo de luna lograba desgarrar la niebla, y su dudosa claridad argentaba por un instante las sombrías calles de Londres.
Esto explicaba aquella luz blanquecina que Marmouset y sus compañeros habían visto un momento después de la explosión, por el orificio del subterráneo.
Vanda y sus dos compañeros descendieron pues a orillas del Támesis, y continuaron por el malecón hasta llegar al sitio donde Shoking tenía amarrado su barco.
Todos entraron en él y Shoking tomó los remos.
—Puesto que los fenians conocían los subterráneos, dijo entonces Marmouset, vos debéis saber sin duda dónde se halla la entrada de la galería que da al Támesis.
—Vamos directamente hacia ella.
—¿Está lejos? preguntó Vanda temblando.
—Llegaremos dentro de diez minutos.
Y Shoking se puso a remar vigorosamente.
En fin la barca, que había tomado un momento el largo, se acercó poco a poco a la orilla, y Shoking, levantando los remos, la hizo derivar.
La lancha fue a dar contra unas matas espesas que cubrían por aquella parte todo el ribazo.
—Aquí es, dijo Shoking.
Marmouset que tenía la vista penetrante, examinó las malezas y dijo volviéndose a Vanda:
—Estoy convencido de que nadie ha pasado recientemente por aquí.
—¡Oh! Dios mío!
—El capitán y Milon no han salido del subterráneo.
—¡Ah! dijo Vanda con acento desgarrador, ¡sin duda han perecido!
Marmouset no respondió una palabra.
Apartó con un remo la maleza, y poniendo a descubierto una ancha abertura, saltó vivamente de la barca.
—¿Has traído la linterna? preguntó a Shoking.
—Sí, respondió este, pero no la encenderemos hasta estar ahí dentro.
Y en seguida penetraron los tres en el subterráneo.
Entonces Shoking se puso a encender su linterna; pero apenas una dudosa claridad empezó a alumbrar aquella tenebrosa entrada, cuando Vanda y Marmouset lanzaron a un tiempo un grito de espanto.....
Al oír aquel grito, lanzado simultáneamente por Vanda, Marmouset y Shoking, hubiera podido creerse que acababan de descubrir los cadáveres mutilados de Rocambole y Milon.
Pero no era así sin embargo.
Lo que les había producido tan violenta impresión era el haber hallado cerrada por una enorme roca la entrada de la galería.
Ahora bien, aquella roca no podía ser la que, desde la sala circular, Marmouset y sus compañeros habían visto desplomarse detrás de Rocambole y Milon.
Era otro hundimiento casi a la salida del Támesis.
De consiguiente podía suponerse con fundamento que los desplomes que se habían efectuado detrás de los fugitivos continuaron delante de ellos, y que habían perecido entre las ruinas.
Por lo demás, había una manera segura de convencerse de ello.
Después de haber examinado las espesas yerbas que cubrían la entrada de la galería, Marmouset creyó haber adquirido la certeza de que nadie había pasado recientemente por aquel sitio.
Pero existía otro medio de comprobación mucho más elocuente.
A la hora de la marea alta, las aguas del Támesis invadían el subterráneo, ocupando un espacio de muchos metros; y luego, al retirarse, dejaban una espesa capa de cieno, la cual debía conservar necesariamente las huellas de Milon y de Rocambole.
Pero Marmouset buscó en vano el menor vestigio: en vano registró todo el suelo con ayuda de la linterna. Ningún pie humano había hollado recientemente aquel sitio.
Además, la peña desprendida de la bóveda estaba enteramente seca; lo que probaba evidentemente que su caída era posterior a la retirada de las aguas.
Vanda, Marmouset y Shoking se miraban pues con un temor indecible.
La duda no podía prolongarse por más tiempo.
O Rocambole y Milon habían perecido bajo aquel desplome a tiempo que huían; o bien habían quedado encerrados entre los dos peñascos que se desprendieron a cierta distancia uno de otro.
Esta última hipótesis era la única y suprema esperanza que Vanda podía conservar aún.
La pobre joven miraba a Marmouset, retorciéndose las manos con desesperación, y murmuraba sin cesar:
—¿Qué hacer? ¡Dios mío!... ¿qué hacer?
—¡Oh! por mi parte no lo sé tampoco, repuso Marmouset.
Pero de pronto tuvo una inspiración.
Entregó la linterna a Shoking y, aproximándose al peñon que cerraba la galería, se acostó por tierra casi debajo de él y aplicó el oído.
Vanda le contemplaba sin comprender bien lo que hacía.
Marmouset escuchaba.......
Escuchaba, sabiendo que ciertas piedras de materia calcárea poseen una sonoridad prodigiosa.
Esta experiencia se semejaba algún tanto a la del médico cuando asculta el pecho de un hombre que no da signo de vida, a fin de convencerse de que el corazón ha dado su último latido.
La ansiedad de los actores de esta escena acrecía por momentos, cuando de repente Marmouset levantó la cabeza, y su rostro pareció iluminarse.
—Oigo alguna cosa, dijo.
—¿Qué? preguntó Vanda con voz ahogada, y precipitándose hacia él.
—Oigo un ruido sordo y lejano, que se parece a veces al murmullo del agua que brota de un manantial, a veces a la voz humana.
Vanda apoyó a su vez el oído contra la peña.
—Yo también, dijo, oigo alguna cosa.
—¡Ah!
—Y no es, añadió con un gesto de alegría, el ruido del agua.
—¿Estáis segura?
—Sí, es una voz humana. Esperad....... esperad.......
Y Vanda siguió escuchando.
—Sí, añadió después de un momento de silencio, no es una sola voz, son dos. Y se aproximan....... ¡Ah!
Y Vanda arrojó un grito de alegría.
—¿Qué oís? preguntó con ansiedad Marmouset.
—Es la voz de Rocambole..... sí, no me equivoco, y la de Milon... la una clara y sonora, la otra grave y profunda.
Y después de decir esto, Vanda se puso a gritar:
—¡Capitán!..... Capitán!
—¡Silencio! dijo Marmouset.
Y como la joven le mirase con extrañeza:
—Esperad que me explique, dijo, y no gritéis inútilmente.
—¿Inútilmente?
Y Vanda, fuera de sí de alegría, contemplaba a Marmouset y parecía preguntarse si el joven no había perdido algún tanto el juicio.
Este, antes de responder, volvió a escuchar a su vez por algunos instantes, y después añadió:
—En efecto, tenéis razón.
—¡Ah!... ¿es verdaderamente la voz de nuestros amigos lo que hemos oído?
—Sí.
—Entonces.....
—Yo los he reconocido lo mismo que vos: no me queda duda.
—Y bien, ¿por qué os oponéis entonces a que los llame?..... ¿por qué no queréis que sepan?.....
—No sabrán nada, amiga mía.
—¡Ah!
—Por la sencilla razón de que no os oirán.
—Nosotros los oímos bien. Marmouset se echó a reír.
—No es la misma cosa, dijo.
—¿Por qué razón?
—Porque en el interior del subterráneo, y en un corto espacio cerrado por dos peñascos, los sonidos toman una intensidad que no puede existir aquí donde nos hallamos casi al aire libre.
Esta razón no tenía réplica.
Marmouset prosiguió:
—El rumor que llega hasta nosotros es el de dos personas que hablan. Esto me tranquiliza, porque si nuestros amigos estuvieran heridos, se quejarían.....
—Es verdad, dijo Vanda.
—Se hallan pues sanos y salvos.
—Sí, pero están presos en un lugar sin salida, y acabarán por morirse de hambre.
—Nosotros los libertaremos, dijo fríamente Marmouset.
—¿Cómo?
—¡Oh! repuso el joven, tranquilizaos. Ya comprendéis que no hay que pensar en emplear la pólvora.
—Ciertamente que no.
—Ni menos en zapar esa roca, cualesquiera que sean los instrumentos que poseamos. Sería inútil.
—¿Qué hacer entonces?
—Salgamos de aquí, volvamos a la lancha, tomemos a lo largo del Támesis..... y yo os lo diré.
Marmouset se expresaba con tal tranquilidad, que Vanda sintió renacer su esperanza.
En cuanto a Shoking, como ambos hablaban en francés, no había comprendido gran cosa.
Todo lo que hasta entonces sabía, era que su amo y Milon estaban vivos, puesto que se les oía hablar a través de la peña.
Marmouset volvió al barco y Vanda le siguió.
Shoking tomó de nuevo los remos, y Marmouset le dijo entonces en inglés:
—Gobierna hacia el centro del río, y mantén el barco en línea recta de la galería.
—Para eso, respondió Shoking, es necesario empezar por subir la corriente.
—Sea, dijo Marmouset.
—Después dejaré derivar el barco perpendicularmente hacia la entrada del subterráneo.
—Eso es, repuso Marmouset.
Y de pie, en la popa de la lancha, fijó obstinadamente la vista en la orilla izquierda del Támesis.
Vanda lo observaba sin comprenderlo.
La barca subió el río hasta el sitio llamado de los Monjes Negros, y ya allí, Shoking la hizo derivar.
Marmouset no perdía de vista ninguna de las casas viejas y ahumadas que orillan el Támesis por este paraje.
De repente pareció fijarse en una de ellas y la examinó con atención.
—Allí es, dijo.
—¿Qué? preguntó Vanda.
Pero Marmouset, en vez de contestarle, dijo perentoriamente a Shoking:
—Puedes ganar la orilla.
—¡Ah! exclamó Shoking.
Y los remos volvieron a caer en el agua.
Cinco minutos después, Marmouset saltaba en tierra, y seguido de sus compañeros, subía por Farringdon street.
—Pero, ¿adónde vamos? preguntó de nuevo Vanda.
—Seguídme, ya lo veréis.
La primera calle que se encuentra perpendicular a Farringdon, al subir de la orilla del Támesis, se llama Carl street.
Thames street es su continuación hacia el este.
Marmouset marchaba con paso tan rápido, que Vanda podía apenas seguirle.
Siguió por un corto espacio Carl street, y se detuvo de pronto delante de una casa, que era mucho más alta que las otras.
Aquella casa era la que había examinado desde el medio del Támesis.
—Ahora, dijo a Vanda, escuchadme con atención.
—Decid.....
—A menos que no me haya equivocado en mis cálculos, esta casa está precisamente encima de la galería subterránea.
—¡Ah!... ¿creéis?.....
—Y se encuentra entre los dos peñascos que encierran a Rocambole y Milon.
—¿Y bien?
—Esperad..... respondió Marmouset.
Y aproximándose a la puerta de aquella casa, llevando en la mano la linterna de Shoking, que había conservado, se puso a examinar detenidamente la puerta.
—Estaba seguro, dijo en fin.
—¿De qué? preguntó Vanda.
—Esta casa es la de un jefe fenian que llaman Farlane.—Mirad, su nombre está sobre la puerta:
Farlane Y Compañía.
—¿Y estáis seguro de que es un fenian?
—Sí.
Vanda miró cándidamente a Marmouset, como queriendo decirle:
—¡Diablo!... ¿seréis por ventura hechicero?
Marmouset se echó a reír.
—Escuchadme, dijo.
Y apagó la linterna, que entregó de seguida a Shoking.
Ahora volvamos algunos pasos atrás y vengamos al momento en que tuvo lugar la última explosión de la galería.
La sacudida había sido tan fuerte, de una violencia tal, que Rocambole y Milon fueron derribados por tierra.
Pero apenas caídos, se levantaron con la misma presteza.
—¡Victoria! exclamó Rocambole, el camino está abierto.
Veíase en efecto la claridad de la luna por la abertura de la galería.
Y volviéndose en dirección de la sala circular, gritó a sus compañeros:
—¡Adelante!... Seguídme!
Y corrió hacia la salida.
Milon le seguía de cerca, y gritaba como él llamando a sus compañeros.
Así marcharon unos cuarenta pasos.
Pero ya hemos visto la catástrofe que tuvo lugar inmediatamente. De pronto un ruido espantoso, como el que produciría el desplome completo de un edificio, resonó a su espalda e hizo temblar violentamente el suelo del subterráneo.
Rocambole arrojó un grito y volvió la cabeza para atrás.
El primer hundimiento acababa de efectuarse, viéndose así separado de sus compañeros.
Pero Rocambole no perdía fácilmente su presencia de espíritu.
—¡Adelante! repitió dirigiéndose a Milon. Salgamos de aquí ante todo. Cuando nos hallemos fuera, ya encontraremos el medio de libertarlos.
—¡Adelante! repitió Milon.
Y siguió corriendo al lado de su antiguo capitán.
Así iban, y ya veían brillar ante ellos las aguas argentadas del Támesis, cuando un ruido, más espantoso aún que el primero, se dejó oír de repente y conmovió de nuevo la galería.
Esta vez, la luz de la antorcha que llevaban se apagó también, y se encontraron envueltos en las más profundas tinieblas.
La sacudida fue también tal, que rodaron de nuevo por tierra.
El suelo oscilaba y crujía como en medio de un violento terremoto; y a los hundimientos gigantescos que acababan de presenciar, se sucedían otros hundimientos parciales. Acá y allá caían piedras de todos tamaños, y una de ellas pasó rasando la cabeza de Rocambole.
Sin embargo, aparte de alguna contusión ligera, logró salir sano y salvo de aquel cataclismo.
Un momento después, la voz angustiada de Milon se dejó oír en medio de las tinieblas.
—¡Capitán!... Capitán! decía, ¿dónde estáis?
—Aquí, repuso Rocambole.
—¿Herido?
—No.
—Ni yo tampoco.
—No des un paso, dijo Rocambole, esperemos.......
En fin, a poco cesó el desplome y conmoción general y todo volvió a entrar en silencio.
Entonces se levantó Rocambole.
Milon en tanto murmuraba sin moverse de su sitio:
—Apostaría a que estamos enterrados; pero sea como quiera, no hemos tenido poca suerte.
Rocambole no había dejado escapar su antorcha, pero, como se comprende muy bien, esta se había apagado desde luego.
Pero Marmouset, al distribuir las antorchas a los que le seguían, había dado también a cada uno una cajilla de fósforos, y de consiguiente Rocambole tenía la suya.
—Capitán, dijo Milon, ¿puedo ya levantarme?
—Sí, pero no te muevas de tu sitio. Espera.
Y Rocambole buscó sus fósforos y encendió la antorcha.
Entonces Milon pudo convencerse de que estaba sano y salvo.
—¡Famosa suerte! repetía.
—No tan grande como te parece, dijo Rocambole.
—¿Por qué?
—Sígueme.
Y con la antorcha en la mano, fue andando hasta el derribo.
El subterráneo se hallaba cerrado de nuevo por un peñon enorme que, al caer, rompiendo sus ángulos salientes, había interceptado tan herméticamente el paso de la galería, como pudiera haberlo hecho un muro construido por los hombres.
—Ya lo ves, dijo Rocambole, no estamos más adelantados que hace una hora.
—Volvamos entonces para atrás, dijo Milon.
Así lo hicieron, y se encontraron bien pronto delante del otro hundimiento que se había efectuado a su espalda.
—¿Ves lo que te decía?... repitió Rocambole; no estamos más adelantados.
—Pero entonces, dijo Milon estremeciéndose, ¿estamos aquí presos?
—No, amigo mío, estamos enterrados en vida.
—¡Y ni herramientas ni pólvora! exclamó con angustia Milon.
Rocambole estaba un poco pálido, pero su fisonomía no había perdido su calma habitual.
—Veamos, pobre Milon, dijo, en vez de desesperarnos, es lo más acertado el que reflexionemos a sangre fría.
Milon se quedó mirándolo fijamente.
—Nuestra situación no es muy ventajosa que digamos, prosiguió Rocambole, pero en fin, no es enteramente desesperada.
—¡Ah!... ¿Lo creéis así? dijo Milon con ansiedad y abriendo su pecho a la esperanza.
—Escúchame bien, añadió Rocambole: Marmouset y los demás, se hallaban muy lejos de nosotros cuando tuvo lugar la catástrofe; de consiguiente es probable que no han sido víctimas de ella.
—Es posible; pero están encerrados como nosotros.
—Con la probabilidad de ser socorridos.
—¿Por quién?
—Por los policemen que andan en mi busca.
—¡Bah! pero entonces los llevarán a la cárcel.
—No digo que no; más no tardarán en soltarlos.
—¿Creéis?
—Estoy seguro.
—¿Y entonces?
—Entonces Marmouset, que es, como tú sabes, un chico de recursos, y Vanda que daría por mí hasta la última gota de su sangre; Marmouset y Vanda, digo, pensarán en nosotros y hallarán el medio de venir en nuestro socorro.
—Muy bien, dijo Milon, pero de aquí a allá se pasará un buen trozo de tiempo.
—No diré que no.
—Dos días tal vez.....
—Y aun tres, repuso Rocambole.
—Es decir que tendremos el tiempo de morirnos de hambre.
—En rigor, un hombre puede pasar cuatro días sin comer, dijo tranquilamente Rocambole.
Y hablando así fue a sentarse con la mayor calma en una piedra.
Milon no conservaba la misma tranquilidad. Iba y venía por el subterráneo con una inquietud marcada, y andaba de un lado a otro sin descanso, como una fiera que da vueltas en su jaula.
—No te desesperes antes de tiempo, le dijo Rocambole; supongo que no tienes todavía hambre.
—¡Oh! no, dijo Milon, pero tengo sed.
—Dentro de cuatro o cinco horas podrás beber.
—¿Cómo pues?
—Al volver la marea, el Támesis entrará de nuevo en la galería.
—¡Ah! bien.
—Y no creo tengamos tan poca suerte que no encontremos alguna filtración.
—De agua salada.....
—No, de agua dulce.
—Sin embargo, estando el Támesis sometido a la marea.....
—Eso no importa. El flujo del mar rechaza las aguas del río y hace que se aumente su volumen, pero no tienen tiempo para mezclarse.
—¡Ah! dijo Milon.
—Entre tanto, ven a sentarte a mi lado, prosiguió Rocambole.
Milon obedeció haciendo un gesto de resignación forzada.
—Y como se puede muy bien hablar sin luz, añadió Rocambole, no veo la necesidad de gastar inútilmente nuestra antorcha, que más tarde nos será necesaria.
Y diciendo y haciendo, apagó la antorcha y continuó:
—¿Sabes por qué yo no desespero, a pesar de la gravedad de la situación?
—¡Oh! lo que es vos, capitán, dijo Milon, yo os he visto siempre impasible como el destino.
—No es eso, repuso Rocambole.
—¿Qué es pues?
—Tengo la convicción de que, mientras me quede que hacer alguna cosa en este mundo, la Providencia velará sobre mi y me sacará en bien de todo riesgo.
—¿Tenéis de veras esa idea? exclamó Milon. Pero entonces, ¿es que no pensáis reposaros jamás?
—No, dijo Rocambole.
—Paréceme sin embargo, prosiguió Milon, que ya sería hora de que volvierais a París y de que tratarais de vivir allí tranquilo.
—Me queda algo que hacer aquí.
—¡Ah! sí. Volvemos a los fenians.....
—No.
—¡A fe mía! añadió Milon, no sé qué atractivo pueda tener para vos la Inglaterra.
—Eso depende de la manera de ver de cada uno, dijo Rocambole. Y además, te lo repito, me queda un deber que cumplir.
—Pero, ¿no se trata de esos estúpidos fenians que nos han traído a este mal paso?
—De ningún modo.
Milon no añadió una palabra más, y pareció esperar que Rocambole se explicase. Este guardó silencio por algunos instantes, y al fin dijo de repente:
—¿Crees tú en la cuerda del ahorcado?
—¿En qué sentido? preguntó el coloso sorprendido de la pregunta.
—Dicen que la cuerda del ahorcado es una especie de talismán que nos procura buena suerte.
—Sí, eso dicen, respondió Milon, pero yo no lo creo..... ¿y vos?
—Yo empezaré a creerlo, si nos saca de aquí.
—¿Eh? exclamó Milon aturdido, ¿lleváis con vos una cuerda de.....
—Sí.
—¿En el bolsillo?
—En el bolsillo.
—¡Bah! entonces es buena ocasión para probar su virtud, como habéis dicho.—Esperemos.
Y Milon bajó la cabeza y volvió a guardar silencio.
—Esperemos, repitió Rocambole pasados algunos instantes, pero como creo que esperaremos largo espacio y que de consiguiente tenemos tiempo sobrado..... en vez de lamentarnos inútilmente, voy a contarte una historia.
—¿Una historia de cuerda?
—La historia de la cuerda y la del ahorcado que me ha nombrado su albacea o ejecutor testamentario, repuso Rocambole.
—Hablad, capitán, soy todo oídos.
Rocambole se reclinó como pudo sobre su duro asiento, y continuó de este modo:
—¿Recuerdas, buen Milon, cómo empezó nuestra amistad?—Nos hallábamos en presidio y éramos compañeros de cadena. Un día me hablaste de dos huérfanos, a quienes amabas con toda tu alma, y que habían sido causa inocente de tu condena.....
—Sí, sí, respondió Milon enternecido, y recuerdo más todavía, y es que después salvasteis a mis pobres niños, y por eso os soy adicto como un perro fiel.....
—Pues bien, amigo mío, una cosa semejante me ha sucedido por segunda vez.
—¿Cómo?
—Con la diferencia de que no ha sido en el presidio de Toulon, sino en la cárcel de Newgate.
—¡Ah!
—Y de que el hombre de que se trata ha muerto.
—¿Ha sido ahorcado?
—¡Ay! sí.
Y Rocambole dejó escapar un suspiro.
—Escucha, prosiguió. Yo acababa de ser preso y me había dejado conducir sin la menor resistencia. Tenía mis razones para obrar así, pues a ser de otro modo, hubiera podido escaparme mil veces, antes de que se hubiesen cerrado tras mí las puertas de Newgate.
Por lo demás, no fue a esa prisión adonde me condujeron desde luego.
Lleváronme en primer lugar a Drury Lane, y me presentaron al comisario de policía de aquel barrio.
El comisario me interrogó por la forma, y me hizo encerrar en el calabozo que sirve de depósito en el piso bajo de la comisaría.
Todas las mañanas pasa un coche cerrado por todos los puestos de policía, recoge los presos detenidos durante la noche, y los conduce sea a Newgate, sea a Bath-square o a cualquiera otra cárcel central.
Yo pasé de consiguiente seis horas en el calabozo de la comisaría de Drury Lane.
En ese mismo calabozo se hallaba una pobre mujer en harapos, ya vieja, pero cuyo rostro conservaba vestigios de una rara hermosura.
Cuando entré, me miró al principio con desconfianza, y después con cierta curiosidad.
En fin, su mirada encontró la mía, y sin duda experimentó el encanto misterioso que mi fluido magnético ejerce sobre ciertas personas, pues me dijo en seguida:
—Creo que sois el hombre que busco.
Y como yo la mirase con extrañeza:
—¿Os han preso por algún crímen grave? me preguntó.
—Soy fenian, la respondí brevemente.
La pobre vieja se estremeció, y una viva expresión de alegría iluminó por un momento su rostro.
—¡Ah! exclamó, entonces os conducirán mañana a Newgate.
—Indudablemente.
—No me he equivocado pues al deciros que sois el hombre que buscaba hace tiempo.
Yo continuaba mirándola fijamente, procurando adivinar el sentido de sus palabras.
Ella siguió en tanto diciendo:
—Me llamo Betzy-Justice y soy escocesa.
—Muy bien ¿y qué más? la contesté.
—Hace un mes que me hago prender todas las noches por delito de embriaguez. Y sin embargo, ya podéis comprender que no estoy embriagada...
—Entonces.....
—Pero finjo estarlo. De ese modo me conducen a un puesto de policía, me encierran hasta el día siguiente, y por la mañana me amonesta el comisario y me condena a dos chelines de multa, poniéndome en seguida en libertad.
—Entonces ¿por qué razón, la pregunté, si no estáis embriagada... fingís estarlo?
—¡Toma! ya os lo he dicho, para hacer que me prendan..... y eso hoy en un barrio, mañana en otro. A esta hora he estado ya encerrada en todos los puestos de policía de Londres.
—Pero en fin, ¿por qué razón?
—Porque busco un hombre en quien yo pueda tener confianza, y a quien vayan a encerrar en Newgate.
—¿Y en qué puede serviros ese hombre?
La vieja clavó en mí la vista y pareció reflexionar por algunos instantes.
—Vuestra fisonomía, me dijo, es la de un hombre honrado y bondadoso.—¿Cómo os llamáis?
—El Hombre gris, le respondí.
Al oír este nombre, la buena mujer se levantó sorprendida, y exhaló un grito ahogado.
—¡Ah! exclamó, ¿sois vos al que llaman el Hombre gris?
—Sí.
—¿Y os habéis dejado prender?
—Sí.
—Pero entonces lleváis en ello algún objeto, y saldréis de la prisión cuando os parezca.
—Tal vez.....
—¡Oh! eso es seguro, añadió. Me han hablado mucho de vos, y sé que podéis hacer todo lo que se os antoje.
—Entre tanto, dije sonriéndome, lo seguro por ahora es que voy a Newgate.
—¡Oh! puesto que sois el Hombre gris, prosiguió, puedo decíroslo todo.
—Veamos.
—Mi marido está preso.
—¿En Newgate?
—Sí. Y está condenado a muerte..... y será ahorcado el 17 del mes próximo.
—¿Qué crímen ha cometido?
—Ha matado a un lord.
—¿Por qué razón?
—¡Oh! dijo Betzy-Justice, esa es una historia larga de contar. No tendríamos tiempo para ello. Pero, puesto que vais a Newgate, mi pobre marido os lo dirá todo.
—Sea como queráis. ¿Y en qué puedo serviros?... ¿Deseáis darme algún encargo para él?
—Sí.
—Dádmelo entonces.
—¡Oh! no es una carta. Ya comprendéis que os la cogerían en el registro: es solamente una palabra.
—Decid.
—Ya encontraréis el medio de ver a mi pobre marido en Newgate. Aunque condenado a muerte, sé que le dejan pasearse todos los días en el patio con las demás presos.
—Bien, ¿y qué debo decirle?
—Le diréis solamente estas breves palabras:—«He visto a vuestra mujer Betzy. Morid en paz; tiene en su poder los papeles.»
—¿Y es eso todo?
—Todo, dijo Betzy.
Y bajando la cabeza, lloró silenciosamente, sin curar de enjugar sus lágrimas.
Procuré distraer su dolor y saber algo más; pero por más preguntas que la hice, no logré arrancarle una palabra.
A la mañana siguiente, apenas apuntaba el día, vinieron a buscarme para conducirme a Newgate.
Durante tres días me tuvieron incomunicado, y así me fue imposible el ver desde luego al reo de muerte.
En fin, al cabo de ese tiempo me pusieron en comunicación y dulcificaron el régimen que me habían impuesto, con la esperanza de hacerme entrar en la vía de las revelaciones.
Es verdad también que yo insinué indirectamente que tal vez hablaría si me trataban de una manera menos dura.
Desde ese momento hicieren casi todo lo que yo quería, y pude, como los demás presos, bajar al patio dos veces por día.
La primera vez que me presenté en él, no formé parte de ningún grupo, ni hablé con nadie; pero busqué con la vista al condenado a muerte.
Pronto lo descubrí, paseándose solo en un rincón del patio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y las manos enlazadas con fuertes esposas.
Dirigí mis pasos hacia aquel sitio, aunque sin acercarme a él, y lo examiné con atención.
Era un hombre de cerca de sesenta años.
Pequeño, rechoncho, ancho de espaldas, y con una cabeza enorme sostenida por una cerviz de toro, aquel hombre debía ser de una fuerza extraordinaria.
Su barba era roja, pero su cabeza enteramente cana.
En una de mis vueltas pasé cerca de él, y entonces se fijó en mí por un momento.
Su mirada contrastaba singularmente con el aspecto extraño y casi repugnante de su persona, pues era clara, dulce y leal.
Y sin embargo, aquel hombre había asesinado a otro.
Había teñido sus manos en sangre, pero se adivinaba desde luego que no había matado para robar.
A la mañana siguiente volví a bajar al patio a la misma hora.
El condenado a muerte se encontraba ya allí; siempre aislado, siempre sumido en su mortal tristeza.
Al entrar no emprendí mi paseo como el día anterior, sino me fui derecho a él.
El preso se detuvo bruscamente, y fijó en mí la mirada franca, leal, casi tímida, que me había ya impresionado el día anterior.
—¿Es cierto, como dicen, que habéis asesinado a un lord? le pregunté sin más preámbulos.
—Sí, me respondió.
Y pronunció esta sola palabra con una sencillez que me confirmó en mi opinión.
Aquel hombre había cumplido o creído cumplir un deber.
—¿No sois el marido de Betzy-Justice? le pregunté de nuevo.
Al oír esto se estremeció y me miró con más atención.
—¿Es que la conocéis? dijo en fin.
—Sí, he pasado algunas horas con ella en el puesto de policía de Drury Lane.
—¡Ah! exclamó.
Y me miró de través con aire de desconfianza.
—Y me ha dado un encargo para vos, añadí.
—¿De veras? contestó con un recelo visible.
—Veo que no me conocéis, le repuse.
—¿Quién sois pues?
—Me llaman el Hombre gris.
El preso dio un paso para atrás y me miró con asombro.
—¡Vos! ¿vos? exclamó.
Y su rostro se serenó por completo y perdió su aire de desconfianza.
—Sí, le repliqué, soy el Hombre gris, y Betzy me ha encargado deciros que tiene en su poder los papeles.
El pobre condenado dejó escapar un grito, una exclamación de gozo tal que hubiera podido creerse que yo acababa de traerle su perdón.
—¡Ah! dijo, dominando en fin la emoción que se había apoderado de él, ahora puedo morir tranquilo.
Y fijándose de nuevo en mí, añadió:
—Pero.... puesto que sois el Hombre gris, sin duda estáis aquí por vuestra propia voluntad.
—Tal vez.
—Y podréis salir siempre y cuándo os parezca.....
—Es probable.
El marido de Betzy pareció dudar un momento.
—¡Ah! me dijo por último si yo me atreviera..... porque, aun cuando mi pobre Betzy es una mujer animosa, al cabo es una mujer, y ¿quién sabe si ella sola podrá llevar nuestra empresa a buen fin?
A mi vez yo le miré con extrañeza.
—Será necesario que yo os lo cuente todo, prosiguió. Estoy seguro de que os interesaréis por nosotros.
Y añadió sonriéndose con tristeza:
—Un hombre como vos lo puede todo..... además, yo os legaré mi cuerda y, ya sabéis..... eso os dará buena suerte.
En esto punto de su relato Rocambole se detuvo un momento.
—¡A fe mía! dijo Milon, que hasta había olvidado que estamos aquí presos entre peñascos y con la mitad de Londres sobre los hombros. Seguid, capitán, seguid.
Rocambole guardó silencio por algunos instantes, y después prosiguió de este modo:
—Aquel día, el condenado a muerte no quiso explicarse más.
—La historia que os voy a contar, me dijo, es demasiado larga, y además va a llegar la hora de volver a mi calabozo. Pero mañana.....
—Mañana, le dije, yo sabré encontrar el medio de pasar algunas horas en vuestra compañía.
—¡Bah! exclamó mirándome con asombro. Pero, en fin, tenéis razón. Eso sería imposible para cualquier otro, pero para vos no hay nada imposible, puesto que sois el Hombre gris.
Y con esto entró en su calabozo, mientras que yo tomaba el camino del mío.
La promesa que acababa de hacerle, procedía de una idea que me había ocurrido durante la conversación.
En el momento en que uno de los carceleros iba a encerrarme, le detuve en la puerta y le dije:
—Hacedme el favor de decir al gobernador que deseo hablarle.
El carcelero cumplió con su comisión, y un cuarto de hora después vi llegar al gobernador a mi calabozo.
Tú has visto a ese buen hombre, y sabes hasta qué punto es cándido.
—¡Oh! la simplicidad en persona! dijo Milon.
—Sir Roberto llegó sonriéndose y acariciándome con la mirada, muy persuadido de que iba a oír grandes revelaciones.
Porque no bastaba a la libre Inglaterra el haber puesto la mano sobre el hombre que parecía ser uno de los jefes del fenianismo y tal vez el más peligroso de todos; lo que más necesitaba sin duda, era penetrar el misterio en que este hombre se envolvía.
—Señor gobernador, dije entonces a sir Roberto, deseo hablar con vos.
—¡Ah! exclamó con tono alegre, ya sabía yo que acabaríais por ser razonable.
—Jamás he cesado de serlo.
—¡Ah! ¿os burláis?...
Hablando así, sin dejar su eterno tono festivo, tomó una de las dos únicas sillas que había en mi calabozo y se sentó a mi lado.
—Veamos, amigo mío, mi querido amigo, me dijo, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Mi querido gobernador, le repliqué, ante todo quiero haceros una pregunta.
—Hablad.
—¿Si me condenan a muerte, seré ahorcado?
—¡Ay! mucho lo temo, amigo mío. La horca es el solo género de suplicio usado en Inglaterra.
—Bueno, ¿y juzgáis que seré condenado?
—A menos que no hagáis revelaciones de una importancia tal, que os atraigan la indulgencia de vuestros jueces.....
—Eso es precisamente en lo que pienso.
—¡Ah! ya lo sabía yo! exclamó el buen hombre en el colmo de la alegría.
—Pero antes de decidirme, proseguí sonriéndome, necesito fijar mi atención sobre ciertas cosas.
—¿Cuáles?... Veamos.
—Voy a decíroslo. No es que yo tenga miedo de la muerte.....
—Sin embargo.....
—Sobre todo de la muerte por estrangulación. Hasta he oído decir.....
—¡Ah! sí, dijo el gobernador guiñando el ojo, ya sé... una preocupación vulgar.—Pero no creáis nada de eso, amigo mío, no, mi querido amigo. No hay más que ver el rostro del ajusticiado cuando le quitan el gorro negro: ¡está entumecido, morado... horrible de ver!... ¿Y la lengua?.... ¡Oh! es espantoso!
—¿De veras?
—Tal como tengo el honor de decíroslo, mi querido amigo. Conque así, creedme, confesad, confesadlo todo, empezando por vuestro nombre, el de los otros jefes del fenianismo... en fin todo. Y decid que yo os he convencido, con el objeto.....
—Esperad, esperad, le repliqué.
—Cuanto más latas y más espontáneas sean vuestras revelaciones, mayor será la indulgencia de vuestros jueces.
—Ya sé todo eso; pero os lo repito, no me arredra la muerte por estrangulación.
—Hacéis mal.
—En Francia hay la guillotina, lo que es muy diferente. ¡Oh! esa muerte sí que me aterra!... Allí lo confesaría todo de seguida.
—No se pueden cambiar por vos los usos y costumbres de un país. Pero lo que os afirmo es que la horca es el suplicio más horrible que existe.
—¡Bah!
—Y a propósito, continuó sir Roberto, aquí tenemos en este momento un condenado a muerte.
—Ya lo sé.
—Pero no sabéis qué indecible terror se ha apoderado de su alma.
—Sin embargo, me ha parecido bastante tranquilo.....
—Estáis en un error... ¡Ah! si pasarais solamente dos o tres horas encerrado con él!
—¿Creéis que me trasmitiría su temor?
—Estoy seguro.
—¿Os chanceáis?
—¡Toma! si queréis experimentarlo.....
—¡Eh!... ¡eh! no diré que no: ¡sería cosa curiosa!
—Pues bien, prosiguió sir Roberto Mitchels, para que veáis..... Voy a hacer por vos una cosa inaudita.
—¡Bah!
—Pero que, por otra parte, tengo el derecho de hacer.
—¿Qué es pues?
—Voy a encerraros esta noche mismo con el condenado a muerte.
—¡Ah! ¿queréis ponerme a prueba?
—Precisamente. Y estoy seguro de que mañana me haréis llamar a toda prisa.
—¿Para que?
—Para revelar todo lo que sabéis e implorar la clemencia de vuestros jueces.
—Pues bien, le respondí, si tal es vuestra convicción, hagamos la prueba; no tengo inconveniente.
El buen gobernador se levantó enajenado de gozo.
—Voy a dar las órdenes necesarias, me dijo.
Y me estrechó la mano, llamándome de nuevo su muy querido amigo.
Después de lo cual se fue, no sospechando siquiera el pobre hombre que acababa de ofrecerme espontáneamente lo mismo que yo iba a pedirle.
Aquel día me trajeron, como de costumbre, una comida suculenta y abundante.
El carcelero que me servía, y que no era de ordinario muy hablador, me dijo en esta ocasión con una guiñada significativa:
—Parece que Vuestra Señoría es excéntrico.
Excéntrico es un vocablo que encierra por si sólo en Inglaterra, el mayor elogio que se puede hacer de un Inglés de pura raza. Todo es permitido al que sabe merecer ese nombre.
—Un poco, le respondí.
—¿Vuestra Señoría tiene el capricho de dormir esta noche con el condenado a muerte?
—Sí, amigo mío.
—Sir Roberto Mitchels, nuestro digno gobernador, prosiguió el carcelero, me ha dado sus órdenes al efecto.
—¡Ah! muy bien!
—Y si Vuestra Señoría lo permite, voy a conducirlo adonde se halla el reo.
Yo hice un signo de cabeza afirmativo, y el carcelero, tan simple y cándido como su jefe, me sacó de mi calabozo, que estaba situado en el primer piso, me guió hasta el piso bajo, y abrió delante de mí la puerta del calabozo donde estaba encerrado el marido de Betzy-Justice.
Al ruido que hicimos al entrar, el infeliz se levantó sobresaltado.
Yo le hice una seña con disimulo, recomendándole el silencio, y él me respondió con otra, indicando que había comprendido.
Por lo demás, ya había adivinado que iban a darle un compañero, pues una hora antes habían traído a su calabozo un catre y un colchón, con los demás aprestos de una cama.
Bien pronto nos encontramos solos.
—¿Y bien? le dije, ya lo veis; he cumplido mi palabra y tenemos toda la noche por nuestra.
—Ya sé que podéis hacer cuanto queréis, me respondió con cándida admiración.
—Ahora, le dije, estoy, dispuesto a oír vuestra historia.
Como debes comprender muy bien, no dormimos en toda la noche.
Al día siguiente, al amanecer, vino el carcelero a buscarme.
—Sir Roberto os espera, me dijo.
Y yo le seguí, después de despedirme afectuosamente de mi compañero.
—Pero, ¿y esa historia que os había contado, capitán? interrumpió Milon.
—La sabrás dentro de poco. Hablemos primero del gobernador.
Y Rocambole, después de un momento de silencio, continuó:
—Como te decía pues, me condujeron al gabinete de sir Roberto.
Yo estaba pálido y fatigado, como un hombre que ha pasado la noche en vela.
—¿Y bien? me dijo el gobernador muy alegre, ¿qué opináis ahora de la horca?..... ¿La miráis siempre con la misma indiferencia?
—¡Bah! respondí, no me inspira el menor temor.
—¿Es posible?
—Podéis creerme.
—Sin embargo, ya habéis visto lo que sufre el que está condenado a ella..... Conque, vamos, ¿estáis decidido a hablar?
—Todavía no.
Sir Roberto se mordió los labios, pero no se manifestó irritado.
—¡Oh! yo os convertiré, dijo, ya lo veréis.....
—¿Pretendéis acaso encerrarme de nuevo con el condenado a muerte?
—No; algo mejor que eso.
—¡Bah! ¿qué pensáis hacer?
—Os haré presenciar su suplicio.
Y como yo le mirase con admiración:
—Hace un mes, dijo, eso hubiera sido difícil, sino imposible.
—¡Ah!
—Pero hoy se hacen las ejecuciones en el interior de la prisión.
—¿Y vais a darme palco en el espectáculo?
—Precisamente.
Rocambole iba a continuar su relato, cuando Milon lo interrumpió bruscamente.
—¡Capitán!... ¡Capitán! murmuró con acento de terror.
—¿Qué hay? respondió este volviéndose bruscamente.
—¡Mirad!.....
Rocambole volvió la vista por todas partes, y en medio de las densas tinieblas que le envolvían, no tardó en descubrir dos puntos luminosos, semejantes a dos luciérnagas, que brillaban en la oscuridad a poca distancia de ellos.
Milon era intrépido y animoso, como ya sabemos, pero su valor era puramente físico, es decir, fundado en su fuerza muscular.
El pobre coloso, como todos los espíritus limitados, no sabía arrostrar el peligro sino cuando se daba de él cuenta.
De consiguiente tenía miedo de lo desconocido.
¿Qué podían ser aquellos puntos luminosos que brillaban en las tinieblas?
Milon se lo preguntaba y, no encontrando solución, sentía apoderarse de su ánimo un temor indefinible.
Rocambole se levantó y dio algunos pasos hacia adelante.
Los dos puntos luminosos no cambiaron de sitio.
Entonces Rocambole se adelantó más y dio dos palmadas.
Inmediatamente, los dos puntos de luz desaparecieron como por encanto.
—¡Imbécil! dijo Rocambole riéndose.
—¿Eh? exclamó el coloso sintiendo disminuir algún tanto su opresión.
—¿Sabes lo que es?
—No.
—Es un gato.
—¡Seré yo bestia!... dijo Milon.
—Un gato, amigo mío, añadió Rocambole, a quien debemos un voto de gracias.
—¿Por qué?
—¿No comprendes que, puesto que ha penetrado aquí, es que hay una salida cualquiera?
—¡Ah!... ¿creéis?.....
—¡Toma! estoy seguro. Una salida que podrá servirnos también a nosotros.
—A menos, observó Milon, que el pobre animal no haya sido sorprendido por el desplome al mismo tiempo que nosotros.
—Es imposible.
—¿Por qué? preguntó de nuevo Milon.
—Porque lo hubiéramos visto más pronto.
—¡Ah! es verdad.
—Y además, prosiguió Rocambole, ¿cómo puedes suponer que ese gato se encontrase en los subterráneos?
—¡Toma! ¿No nos hallamos nosotros?
—Sí, pero es porque hemos encontrado una entrada, que estaba tapiada hace muchos años.
—Entonces...
—Entonces voy a explicarte lo que ha debido suceder.
—Veamos, dijo Milon.
—Ese animal estaba encima de nosotros, en alguna cueva, en el momento de la explosión.
—Bien.
—La explosión ha debido producir alguna abertura, algún hundimiento que le ha hecho caer aquí, paralizado por el espanto violento que debe haber sentido.
—¡Ah! sí, es muy posible.
—De consiguiente, prosiguió Rocambole, vamos a ver si podemos irnos por donde él ha venido.
Y diciendo esto, sacó los fósforos y volvió a encender la antorcha.
—Ahora, busquemos con cuidado, añadió.
Y se puso a explorar atentamente su estrecha prisión.
Como ya sabemos, dos enormes peñascos cerraban la galería.
Rocambole, después de haberse orientado un instante, se dirigió hacia el que había caído detrás de ellos, que era precisamente el sitio por donde habían desaparecido los dos puntos luminosos.
La peña presentaba en su centro un ángulo saliente, que era sin duda donde el gato se había detenido.
Rocambole subió a aquella especie de repisa, y afirmándose en ella, levantó la cabeza.
Entonces vio un espacioso agujero, que la peña no permitía descubrir desde abajo, y que se abría en la bóveda de la galería.
—Sube, dijo a Milon.
Este se apresuró a obedecer y se colocó también en la parte saliente de la peña.
—Toma la antorcha, añadió Rocambole. Ya me la pasarás después.
Milon la tomó, y Rocambole, alzándose por las asperezas de la piedra, trepó con la ligereza de un clown sobre los robustos hombros del coloso, y la mitad de su cuerpo desapareció por el agujero.
—Ahora, dame la antorcha, gritó.
Milon lo hizo así, y llevó las dos manos para sostener mejor a Rocambole.
Este miró entonces hacia arriba y después a su frente, examinando bien aquel paraje, y vio delante de sí una nueva excavación que se prolongaba en el mismo sentido que la galería.
—Sostente bien, gritó de nuevo a Milon.
Y arrojó su antorcha en el agujero.
Luego, asiéndose a las salidas de la peña, dio un fuerte empuje con los pies sobre los hombros de Milon, a fin de tomar arranque, y se introdujo en la excavación superior.
La antorcha no se había apagado al caer y Rocambole se apresuró a recogerla.
—Espérame ahí un momento, dijo a Milon, voy a la descubierta.
Y se adelantó marchando con precaución y mirando atentamente a sus pies.
Un examen de algunos segundos, le bastó para saber dónde se hallaba.
Aquel sitio no era otra cosa que una de esas largas y espaciosas bodegas, que los fabricantes de cerveza de Londres poseen a orillas del Támesis.
El suelo de aquella cueva se había hundido en el momento de la explosión, pues la hendedura por donde había entrado Rocambole no existía antes seguramente.
Y aun era muy probable que el cervecero a quien pertenecía la bodega, no había sospechado jamás que se hallaba sobre un subterráneo.
Rocambole volvió a desandar lo andado, y se sentó en el borde del agujero, dejando colgar las piernas hacia fuera.
—Agárrate a uno de mis pies, dijo a Milon, y sube.
El gigante, que había permanecido inmóvil en la salida de la peña, se asió a una de las piernas de Rocambole, y este le levantó, desplegando la extraordinaria fuerza muscular que ocultaba bajo su apariencia delicada y casi débil.
Milon pudo alcanzar así el borde de aquella entrada, y ayudándose con pies y manos, pronto estuvo al lado de Rocambole.
Este le dijo entonces:
—Ahora, sigamos adelante, y de seguro acabaremos por encontrar una puerta.
La cueva formaba al principio un pasadizo estrecho, y al cabo de pocos pasos se ensanchaba considerablemente, pero se hallaba ocupada por una doble hilera de toneles.
—Continuemos avanzando, dijo Rocambole.
—Esperad, exclamó Milon.
—¿Qué es ello?
—Oigo un ruido sordo.....
Rocambole se detuvo y escuchó por algunos instantes.
—Sí, dijo, es el Támesis.
Y siguieron adelante, marchando siempre entre dos filas de toneles, hasta que empezaron a respirar un aire más vivo, lo que les hizo comprender que se acercaban a una salida.
El muro describía una ligera curva.
Dobláronla pues, y entonces Rocambole vio brillar de pronto a su frente una luz indecisa y blanquecina.
—Veo el cielo, dijo, o al menos la niebla.
Y siguieron avanzando, hasta que al fin Rocambole se detuvo y apagó la antorcha.
—¿Qué hacéis, capitán? preguntó Milon.
—Un acto de prudencia, respondió Rocambole.
—¡Ah!
—Estamos en una cueva que sirve de almacén de depósito.
—Así me lo parecía.
—Y este almacén tiene una puerta que se halla abierta a unos treinta pasos de nosotros, y por la cual se entreve el cielo.
—Bueno, ¿y qué?
—Que no tenemos necesidad de luz, y que es inútil el que nos vean desde afuera.
—Es verdad.
Rocambole se adelantó entonces resueltamente, y en fin llegaron a aquella puerta, cuyos dos postigos se hallaban abiertos.
Algunas luces brillaban acá y allá a través de la niebla, y el Támesis resonaba abajo.
Rocambole se detuvo en el dintel de la puerta, y avanzando la cabeza exclamó:
—¡Esta puerta es una ventana!
—¡Calla! es verdad! dijo Milon.
Efectivamente, las aguas del Támesis rasaban el pie del muro a unos veinte pies por bajo de la ventana y apenas si se veía a lo lejos la opuesta orilla.
Aquella ventana se encontraba a la altura del primer piso de una casa, cuyos cimientos se hallaban al nivel del lecho del río.
La ciudad de Londres no tiene muelles ni malecones, excepto en el paraje que la sirve de puerto.
Durante el reflujo o la marea baja, el Támesis deja al retirarse un espacio descubierto, cuya anchura varía entre diez o quince pies; pero durante la marea alta, todo ese espacio se halla cubierto, y las aguas del río vienen a batir los muros de las casas, cuyos primeros pisos sirven generalmente de almacenes.
—¿Qué hacer? dijo Milon.
—Si quieres romperte la cabeza, no tienes más que echarte desde aquí.
—Pero, no veo la necesidad de eso, dijo el coloso; buscando bien, tal vez encontraremos una cuerda.
—¿A qué propósito? dijo Rocambole.
—Digo... se me figura.....
—¿Qué hora es?
Milon llevaba su reloj, un reloj de repetición magnífico, que se apresuró a sacar, y que tocó al resorte.
—Las tres de la mañana, dijo.
—Pues bien, prosiguió Rocambole, dentro de una hora subirá la marea.
—¡Ah! ¿creéis?.....
—El agua llegará aquí a cierta altura, y entonces nos echaremos a nado.
Milon no respondió, pero exhaló un profundo suspiro.
Aquella última hora que le separaba aún de la libertad, le parecía demasiado larga.
Rocambole se echó a reír.
—Hace poco, le dijo, nos hallábamos presos en un subterráneo, con la agradable perspectiva de morir de hambre; y ahora que se aproxima el momento de nuestra libertad, y que aspiramos el aire libre, no estás contento.
—Tenéis razón, capitán, dijo Milon. Al fin acabaré por convencerme de que soy un bruto.
—Un poco de paciencia, amigo mío, repuso Rocambole. Y ahora, para que el tiempo te parezca menos largo, voy a continuar mi historia.
—¿Vais a confiarme el secreto del marido de Betzy-Justice?
—No, todavía no.
—¡Ah!
—Voy a hablarte primero de su ejecución.
—¿Habéis asistido a ella?
—Sin duda.
Y Rocambole se sentó en el borde de la ventana, donde Milon vino también a apoyarse echándose en ella de codos.
En tanto, las aguas del Támesis, rechazadas por la marea, empezaban a subir lentamente.....
—El excelente, cándido y confiado sir Roberto Mitchels, prosiguió Rocambole, no perdía sin embargo la esperanza de arrancarme una confesión completa.
Así redoblaba conmigo sus obsequios, y no perdía ocasión de mostrarme su extremada amabilidad.
Todos los días me permitían ver al condenado a muerte, y me dejaban entera libertad para hablarle y prodigarle mis consuelos.
Pero todos los días también, me repetía sir Roberto invariablemente:
—¿No es verdad que es un horrible espectáculo el que presenta un hombre que va a morir?
Así trascurrían monótonamente los días.
Una noche, y cuando menos lo esperaba, el gobernador vino de improviso a mi calabozo.
—¿Sabéis que es para mañana? me dijo.
—¿Qué?
—La ejecución del reo.
—¡Ah! pobre hombre!
—¿Persistís en ver la ejecución?
—¿Qué duda tiene?
—Entonces, es necesario que cambiéis de calabozo.
—¡Ah!
—Y que os trasladéis al piso bajo.
—Sea como queráis.
—Y hasta es posible.....
Aquí sir Roberto pareció vacilar, y me miró con aire indeciso.
—Acabad, le dije.
—Y hasta... si queréis pasar la noche con él...
—¡Oh! no tengo inconveniente.
—Estoy convencido de que vuestra conversión no resistirá a esta última prueba.
—¡Ah! sí, ya me lo dijisteis la otra vez: ¡la vista del triste espectáculo!!...
—Eso en primer lugar. Pero presenciar además las crueles angustias de un desgraciado a quien solo quedan algunas horas de vida.....
—Es terrible en efecto, le contesté con frialdad.
—¡Oh! estoy seguro, dijo sir Roberto sonriéndose siempre, que eso os inspirará un terror saludable.
—Ya veremos.
—Y que sabréis atraeros la benevolencia de vuestros jueces, haciendo una revelación franca, bien completa...
Yo no le respondí, y mi buen hombre prosiguió:
—Por lo demás, no estaréis solo con el reo.
—¿De veras?
—Dos Hermanas de la agonía pasarán allí la noche rezando. Ya veréis como es lúgubre.
—Pero los reglamentos, observé al gobernador, ¿no se oponen a que yo asista?....
—Al contrario, me respondió.
—¡Bah!
—La ley permite que el reo pase su última noche con un pariente, un amigo y, hasta si lo solicita, con un preso de la misma cárcel.
—¡Ah! bien: entonces yo seré ese preso.
—Esperad, prosiguió sir Roberto, hay todavía una particularidad que ignoráis de seguro, y que voy a haceros saber.
—Veamos.
—El cuerpo del ajusticiado pertenece a Calcraft, el cual lo vende ordinariamente a los cirujanos.
—Ya lo sé.
—Su ropa y lo poco que tiene en la cárcel, pertenece también al verdugo.
—Bien.
—Pero la cuerda, por prescripción formal de la ley, es propiedad del ajusticiado.
—¿Es posible?
—Tal como os lo digo: y tiene el derecho de legarla a quien mejor le parezca.
—¿La cuerda del ahorcado es pues un talismán que protege a su posesor?
—Así lo dicen.
—De modo que si el reo me legase su cuerda, tendría yo probabilidades de no ser ahorcado a mi vez.......
—Sobre todo, dijo sir Roberto, si hacéis cuantas revelaciones os exijan.
Yo me eché a reír.
—No creo mucho en las virtudes de la cuerda de ahorcado, prosiguió sir Roberto, pero, en fin, si el reo os la deja en herencia, no veo en ello ningún inconveniente: y aun cuidaré de que os la remitan en tiempo oportuno.
—Sois el más amable de todos los gobernadores posibles, le respondí.
—¿Qué queréis? dijo suspirando; cada cual tiene su flaco en este mundo, y el mío es el de una benevolencia sin límites. Me sois muy simpático, y si declaráis con toda sinceridad, os querré como a un hijo.
Y con esto me estrechó afectuosamente la mano y me dejó.
Una hora después, me condujeron al calabozo del condenado a muerte.
Las Hermanas de las agonía se encontraban ya allí, y se disponían a ejercer su santo ministerio.
El marido de Betzy-Justice me recibió sonriéndose.
—Es para mañana, me dijo.
—¿No tenéis miedo a la muerte? le pregunté.
—No.
Y levantando la mano hacia la ventana del calabozo, a través de la cual se veía un reducido punto del cielo:
—Cuando un hombre muere por haber cumplido con su deber, dijo, ese hombre muere resignado y tranquilo.
—¿No os queda nada que decirme?
—Nada más. Ya lo sabéis todo. ¡Ah! olvidaba... os lego mi cuerda..... En esto hago uso de mi derecho.
—Ya lo sé: el gobernador me lo ha dicho.
—¡Ah!
—Y aun parece agradarle el que yo sea vuestro heredero.
El infeliz reo se sonrió tristemente.
—¡Pobre hombre! dijo aludiendo al gobernador, no es fuerte por cierto para luchar con vos.
La noche se pasó así.
Las Hermanas de la agonía no cesaron en sus oraciones, y el reo y yo seguimos hablando en voz baja.
En fin, a las cinco de la mañana se abrió la puerta del calabozo.
Uno de los carceleros conducía al sacerdote que debía exhortar al reo a bien morir; y al verlo entrar, las Hermanas de la agonía salieron del calabozo.
Yo abracé al condenado a muerte por última vez.
—Acordaos de lo que me habéis prometido, me dijo.
—Morid en paz, le respondí.
Y salí a mi vez.
El carcelero me siguió, y me dijo al llegar a los corredores:
—Tengo órden de conduciros a un calabozo, cuya ventana da al patio de la ejecución.
—Muy bien, le respondí.
El calabozo donde entramos era bastante espacioso, y tenía una ventana mayor que todas los otras.
Bastaba subirse en un banco, para llegar cómodamente a aquella ventana.
Esto es lo que yo hice; y entonces pude ver todo el patio, y la horca que estaba ya levantada.
Eran las seis de la mañana y el día empezaba a aparecer, o más bien una dudosa claridad que pasaba penosamente a través de la niebla.
Algunas sombras confusas se agitaban acá y allá alrededor del cadalso.
El día fue avanzando poco a poco, y entonces pude ver, primero dos filas de soldados, y luego a sir Roberto Mitchels en grande uniforme.
Sir Roberto iba de un lado a otro con la sonrisa en los labios.
Tan luego como me descubrió, me envió un saludo amistoso, y llevó después su cortesía hasta el punto de acercarse a mi ventana.
—Desde ahí veréis perfectamente, me dijo.
—Así lo creo, le respondí. Pero, ¿quiénes son todos esos hombres vestidos de negro que veo allá bajo?
—Son los jurados que han condenado al reo, y que la ley obliga a asistir a la ejecución.
—Muy bien. ¿Y aquel otro grupo que permanece aparte?
—Son redactores de diversos periódicos.
—¡Ah! mil gracias!
—Excusadme, dijo sir Roberto, voy a decir dos palabras a Calcraft.
Y me dejó precipitadamente.
Quedé pues de nuevo solo, esperando con ansiedad el momento supremo.
Aquel desgraciado, que me era enteramente desconocido tres semanas antes, me interesaba ahora y había llegado a amarlo desde que conocía su secreto; y la idea de que iba a morir me oprimía el corazón de una manera indecible.
A las siete menos cuarto se presentaron Calcraft y sus segundos, subieron al cadalso, engrasaron la cuerda, ensayaron el movimiento de báscula de la trampa, y se retiraron en seguida.
Por último, a las siete en punto se abrió una puerta en el fondo del patio, y apareció el reo.
Venía un poco pálido, pero marchaba con paso seguro y la cabeza erguida.
Cuando se halló sobre el cadalso, me buscó con la vista y acabó por descubrirme.
Nuestras miradas se encontraron un momento.
—¡Acordaos! gritó con voz esforzada.
—¡Morid en paz! le repetí por segunda vez.
Pusiéronle en aquel instante el gorro negro, y Calcraft le echó al cuello el nudo corredizo.
Un segundo después estaba en la eternidad.
En seguida se dispersaron los espectadores y tan luego como hubieron partido, sir Roberto Mitchels se apresuró a venir a mi calabozo.
—¿Y bien? me dijo.
—Y bien, le respondí, lo he visto todo.
—Y... ¿qué impresión os ha causado?
—Ninguna.
Y solté una carcajada.
—¡Ah! veo que no queréis confesar! exclamó con acento de despecho.
—Ya veremos más tarde, le respondí.
Y diciendo esto, Rocambole se puso de pie.
—¡Ah! añadió interrumpiéndose, el Támesis ha llegado a su mayor altura. ¿Quieres que nos echemos al agua?
—Pero... dijo Milon, la cuerda.....
—Ya te he dicho que la tengo.
—¿Dónde?
—Rodeada a la cintura.
—Pero, ¿no me decís cuál es el secreto que el marido de Betzy-Justice os confió antes de morir?
—Más tarde.
—¡Ah! exclamó Milon con despecho.
—Por ahora, es necesario pensar en que no nos sorprenda aquí el día.
—Bien, pero ¿adónde iremos?
—No lo sé, ya pensaremos en ello después. ¡Vamos! sígueme!
Y Rocambole, asiéndose al borde de la ventana, se arrojó al Támesis, cuyas aguas azotaban con furor las casas de sus orillas.
Milon no tardó en seguirle.
Ambos desaparecieron por un momento bajo las olas, pero no tardaron en subir a la superficie, y se pusieron a nadar tranquilamente en dirección del puente de Londres.
Volvamos ahora a Marmouset, a quien hemos dejado con Shoking y Vanda, a la puerta de una casa de Carl street.
Marmouset, como hemos visto, después de haber indicado la inscripción que estaba sobre la puerta:
Farlane y Compañía
Marmouset, decimos, se quedó mirando a sus dos compañeros.
—Puesto que no habéis comprendido todavía, les dijo, escuchadme antes de pasar adelante.
—Veamos, acabad, dijo Vanda con ansiedad.
—Esta casa debe de estar, según os he dicho, justamente encima de la galería subterránea, y entre los dos hundimientos que hemos podido observar.
—¿Y qué? dijo Vanda.
—Además, prosiguió Marmouset, pertenece a un fenian, lo que es ya un gran punto.
—¿Cómo?
—Esperad. Evidentemente, esta casa tiene una cueva, y si logramos, como lo lograremos, bajar a ella, no habrá más que abrir un agujero para llegar a la galería.
—Y para libertar al Hombre gris, añadió Shoking.
—Sí, todo eso está muy bien, dijo Vanda, pero.... ¿estáis seguro, Marmouset?
—¿De que la casa se halla situada sobre la galería subterránea?
—Sí.
—Completamente seguro.
—¿Cómo podéis saberlo?
Marmouset se sonrió con cierto aire de presunción.
—No ignoráis, dijo, que he seguido durante algunos años la carrera de ingeniero y que paso por un buen matemático.
—¡Ah! sí; en cuanto a eso...
—He calculado perfectamente la distancia, la situación de la casa respecto a la galería, y creo mis cálculos exactos.
—¡Dios lo quiera!
—Y aun creo poder afirmar que necesitaremos abrir un agujero de quince a diez y ocho pies de profundidad.
—Entonces, dijo Shoking, no hay más que entrar en la casa y dirigirnos en seguida a master Farlane.
—De ningún modo, repuso Marmouset.
—¿Y por qué razón? exclamó Vanda.
—Porque Farlane no nos conoce, y como no somos fenians, no podemos hacerle el signo misterioso que sirve de contraseña a su partido.
—Entonces, ¿qué medio adoptar?
—El más sencillo, dijo Marmouset: Shoking va a volver inmediatamente a Farringdon street.
—Bueno, respondió Shoking.
—Y verá al jefe fenian que le acompañaba, lo pondrá al corriente de la situación y le suplicará que venga en seguida a ponernos en contacto con master Farlane.
—Voy corriendo, dijo Shoking.
—Bien, repuso Marmouset, nosotros esperamos aquí.
Shoking no aguardó más y partió como una flecha.
Vanda y Marmouset permanecieron en la calle inmóviles y con los ojos fijos en aquella casa donde no se veía luz ni el menor movimiento, pero cuya puerta se abriría de seguro al presentarse el jefe fenian.
No tuvieron que esperar mucho tiempo.
Shoking tenía buenas piernas, y en esta ocasión supo servirse de ellas con fruto.
Un cuarto de hora después estaba de vuelta, y venía, como Marmouset lo había pedido, en compañía del jefe fenian.
Shoking lo había puesto perfectamente al corriente, pues ambos venían cargados con los herramientas necesarias para cavar la tierra y, aun si era necesario, para abrir una trinchera en la roca.
El jefe fenian saludó a Vanda y Marmouset.
En seguida se acercó a la puerta, y en vez de levantar la aldaba, se puso a golpear con los nudillos, como si tocase un tambor, de un modo particular.
Así se pasaron algunos minutos.
La casa permanecía en tanto silenciosa, y no aparecía luz en ninguna ventana.
—Parece que duermen bien, exclamó Marmouset impaciente.
—Un poco de paciencia, dijo el jefe fenian.
Y se puso a golpear por segunda vez, pero de un modo muy distinto del primero.
Esto fue también en vano: ni ruido, ni luz respondió a este llamamiento.
—Pero... ¿esta casa está desierta? exclamó Vanda.
—No, repuso el jefe fenian.
Y golpeó por tercera vez, empleando siempre un ritmo diferente.
Entonces apareció de pronto una luz por la imposta de la puerta, y se oyó un paso lento y mesurado que venía del interior.
Poco después, en fin, se abrió la puerta, y Marmouset y Vanda vieron aparecer un hombre de pequeña estatura, pero recio de miembros y vigoroso, con la cabeza hundida entre los hombros, los cabellos y barba rojos e incultos, y que venía a medio vestir y con una linterna en la mano.
Este singular individuo era master Farlane.
El jefe, antes de hablar una palabra, le hizo un signo rápido.
Farlane respondió con otro signo, y su mirada recelosa e inquieta al principio, cuando vio a Marmouset y Vanda, se serenó inmediatamente, y franqueó el paso con cortesía.
Los cuatro entraron pues en la casa, y Farlane cerró la puerta.
Después vino al jefe fenian y fijándose en él:
—¿Y bien? le dijo, ¿la explosión ha dado buen resultado?
—No, respondió el jefe.
—Sin embargo, prosiguió Farlane, yo he creído que la mitad de Londres se desplomaba.
—¿Se ha sentido algo por aquí?
—Lo mismo que un violento terremoto. Creí por un momento que mi casa se venía abajo.
—¿De veras?
—Y tanto que sospecho que han debido sufrir algo mis bodegas. No extrañaré encontrar en ellas algún hundimiento.
—Vas a convencerte de seguida, pues precisamente venimos a visitar tu bodega.
Farlane miró con curiosidad a las personas que acompañaban al jefe.
—Ya te explicaremos todo eso, dijo este; pero empecemos por bajar a la cueva.
—¿Qué pretendéis hacer con esos instrumentos?
—Ya lo verás.
Farlane era uno de los jefes influyentes del fenianismo, pero sin duda inferior en grado al que Shoking había ido a buscar a Farringdon street, puesto que no insistió en sus preguntas, ni hizo ninguna otra observación.
Por toda respuesta, fue a abrir una puerta baja que se hallaba en el vestíbulo, y Vanda y Marmouset que iban detrás de él, pudieron ver entonces una estrecha escalera que bajaba a las cuevas.
El jefe fenian cerraba la marcha.
Así bajaron unos treinta escalones, y al fin de ellos se encontraron delante de una nueva puerta.
Esta daba a una estrecha galería que se perdía en la oscuridad; y al entrar en ella, Vanda y Marmouset sintieron una violenta ráfaga de aire que les hirió momentáneamente el rostro.
A los pocos pasos encontraron una doble hilera de toneles.
El jefe fenian detuvo entonces a Marmouset y le dijo:
—Ahora, orientaos, y ved si vuestros cálculos son exactos.
Marmouset hizo un signo de asentimiento, y tomó la linterna que llevaba Farlane.
—Esperadme aquí, dijo.
Y se adelantó solo en dirección del sitio de donde venía el aire frío y húmedo.
La galería descendía insensiblemente describiendo una línea curva; pero a cierta distancia se prolongaba en sentido recto, lo que permitía que la vista pudiese penetrar hasta el fondo de aquella cueva.
Así Marmouset, apenas hubo andado algunos pasos, descubrió a lo lejos una claridad blanquecina que parecía indicar una salida. Avanzó algunos pasos más, y reconoció entonces que lo que veía eran los primeros albores de la mañana, y que aquella cueva iba a salir al Támesis.
El río había llegado a su mayor altura, y la marea que venía del largo lo rechazaba hacia los puentes de Londres.
—Es lo mismo que yo creía, pensó Marmouset.
Y volvió por donde había venido.
Vanda, los dos fenians y Shoking habían permanecido junto a la puerta.
Pero aquella puerta daba al centro de la galería, y esta se prolongaba también hacia el norte.
—Por aquí, dijo Marmouset.
Y adelantándose a todos, llegó a un sitio donde el suelo se había desplomado.
—Estaba seguro, dijo Farlane, ved lo que ha hecho la explosión.
Marmouset puso la linterna en el borde de la abertura, y se aventuró por aquel abismo cuya profundidad no le era posible sondar. Afortunadamente sus pies encontraron un punto de apoyo.
—Alargadme la linterna, dijo entonces levantando las manos sobre la cabeza.
Shoking se la pasó, arrodillándose en el suelo, y el joven desapareció en aquella profundidad.
Vanda y sus compañeros se quedaron entonces en tinieblas.
Pero no habían pasado cinco minutos cuando la luz apareció de nuevo, y Marmouset volvió poniéndose de un salto en la cueva.
Su rostro estaba radiante de alegría.
—¡El capitán se ha salvado! dijo.
—¡Salvado! exclamó Vanda.
—¿Estáis bien seguro? preguntó Shoking.
—Los dos han escapado a la catástrofe, él y Milon, añadió Marmouset.
—Pero, ¿dónde se hallan?
—Han pasado por aquí.
—¿Qué sabéis? dijo de nuevo Shoking.
—¡Oh! repuso Marmouset, yo no suelo engañarme; seguídme y lo veréis.
Y dejando colgar la linterna a algunas pulgadas del suelo, se dirigió, examinándolo cuidadosamente, hacia la ventana que daba sobre el río.
El suelo de la cueva presentaba algunos sitios acá y allá cubiertos de un lodo espeso, producido por la humedad y el derrame de los toneles de cerveza.
—¡Mirad!... ¡mirad! dijo Marmouset señalando las pisadas húmedas que habían dejado pasos recientes.
Siguiendo estas huellas, más o menos visibles, llegaron en fin a la ventana.
El río resonaba al pie luchando aún contra la marea.
—¿Comprendéis ahora?..... dijo Marmouset.
Y extendiendo la mano hacia las agitadas aguas del Támesis, añadió:
—Ya sabéis que ambos son buenos nadadores, ¿no es verdad?
Vanda cayó de rodillas y, por toda respuesta, elevó su alma a Dios en acción de gracias.
Ocho días habían trascurrido después de estos acontecimientos.
Si la curiosidad o un interés cualquiera nos hubiera impulsado a seguir a Marmouset y Vanda, hubiéramos podido encontrarlos juntos, en el piso principal de una casa de Saint-George street, en el Wapping. Era casi de noche, y empezaban a encender los reverberos de las calles.
Vanda y Marmouset hablaban por lo bajo, sentados junto a la ventana, y echaban de vez en cuando una mirada hacia la calle, como si esperasen a alguno.
—En fin, decía Vanda, todas nuestras pesquisas, todos nuestros esfuerzos han sido inútiles durante ocho días. ¿Qué ha sido de Rocambole?... ¡Oh! mucho temo que haya muerto.
—Es imposible, dijo Marmouset. Si él y Milon se hubiesen ahogado en el Támesis, ya hubieran sacado sus cadáveres.
—¿Quién sabe?
—He visto todos los ahogados que han sacado del río; y además, añadió Marmouset, ya sabéis que ambos son buenos nadadores.
—Pero, ¿qué ha sido de ellos?
—Hasta ahora es un misterio impenetrable, respondió Marmouset.
—Los fenians han buscado al Hombre gris por todas partes.
—No digo que no.
—Miss Ellen, que ha venido de nuevo esta mañana, nos afirma que la policía inglesa no ha vuelto a cogerlo. Pero miss Ellen, al decir esto, ¿está acaso segura?
—¡Oh! sí, repuso Marmouset, debe de estarlo.
—¿Por qué razón?
—Porque se ha reconciliado con lord Palmure su padre.
—Bien. Pero.....
—Lord Palmure se interesa ahora por el Hombre gris tanto como antes lo odiaba, y lord Palmure es par de Inglaterra, y como tal tiene el derecho de hacerse abrir las prisiones y de visitar a los presos que hay en ellas.
—Lo que acabáis de decirme, Marmouset, debería tranquilizarme, y sin embargo........
—Vuestro temor es mayor que nunca, ¿no es esto?
—Sí.
—Pero ¿por qué? veamos.
—Porque pienso en el reverendo Patterson, el más terrible e implacable enemigo del Hombre gris.
Marmouset levantó los hombros con desprecio.
—Patterson, dijo, no es bastante fuerte para luchar con Rocambole.
—En fin, murmuró Vanda, ¿cómo es que Rocambole no ha venido a reunirse con nosotros?..... ¿Nos cree acaso enterrados en el subterráneo?
Marmouset no respondió a esta observación y permaneció pensativo algunos instantes.
Después, levantando de pronto la cabeza, añadió:
—Tal vez, amiga mía, el capitán ha partido de Londres, pero de cualquier modo que sea, nosotros somos bien culpables.
—¿Culpables?... exclamó Vanda asombrada.
—Sí, porque hemos olvidado una cosa importante.
—¿Cuál?
—Hemos faltado a las prescripciones de Rocambole. ¿No recordáis sus últimas palabras? En el momento de poner fuego al barril de pólvora nos dijo:—Es necesario preverlo todo. Es posible que yo sucumba..... y que nos hallemos para siempre separados..... En ese caso, vosotros continuaréis mi obra.
—Sí, repuso Vanda, el capitán nos dijo eso en efecto, y nos encargó, que si perecía en la empresa, fuésemos a Rothnite, al otro lado del túnel, y que buscásemos allí a una pobre vieja conocida con el nombre de Betzy-Justice.
—Justamente. Y bien, hasta ahora, nada de eso hemos hecho.
—Porque esperábamos, y porque esperamos aún que el capitán no ha muerto.
—En hora buena, pero por ahí sin embargo debíamos haber empezado nuestras pesquisas.
—¿Por qué?
—Porque acaso Rocambole ha ido ya a casa de esa mujer.
—¡Ah! exclamó Vanda, ¡si pudierais decir verdad!
—¿Quién sabe?
—Pero entonces, vamos; partamos de seguida.
—No; ahora es necesario esperar.
—¿Esperar, qué?
—La visita de Farlane, que debe venir a darnos cuenta del resultado de las investigaciones hechas por los fenians.
Marmouset no había acabado de hablar, cuando se levantó haciendo un gesto de satisfacción:
—¡Y a propósito, mirad! exclamó, cuando se habla del ruin de Roma.....
—¿Farlane? dijo Vanda.
—Sí, acaba de atravesar la calle.
—¿Solo?
—No; viene con él Shoking.
En efecto, poco después se oyó ruido de pasos en la escalera, luego llamaron a la puerta, y Marmouset corrió a abrir.
Farlane el fenian y nuestro antiguo amigo Shoking, entraron en el aposento.
Ambos venían tristes y abatidos.
—¿Y bien? preguntó Marmouset.
—Nada, dijo Farlane.
—¡Absolutamente nada! murmuró Shoking.
—Es que acabamos por donde deberíamos haber empezado, dijo Marmouset.
—¿Qué queréis decir? preguntó Shoking.
—¿Sabes dónde está Adam street?
—Sí, por cierto, respondió Shoking; está en Rothnite.
—Pues bien; ve a buscar un cab.
Shoking no se lo hizo repetir dos veces, y se precipitó como un alud por la escalera.
Vanda pasó a su cuarto a ponerse un abrigo, y durante ese tiempo Marmouset se quedó hablando con Farlane.
—Esperad a mañana, dijo el joven al fenian, para poner de nuevo vuestros hombres en campaña.
—¿Por qué? preguntó Farlane.
—Porque es muy posible que tengamos mañana un punto de partida más seguro para continuar nuestras pesquisas.
—Como gustéis, respondió Farlane con su imperturbable flema británica.
Cinco minutos después entró Shoking con la misma precipitación.
—El cab está abajo, dijo falto de aliento.
Marmouset tendió la mano al fenian.
—Hasta mañana, le dijo.
—Hasta mañana temprano, respondió Farlane.
Y despidiéndose de Vanda que volvía vestida para salir, tomó la puerta.
—Vamos pronto, dijo entonces Marmouset.
—¿No queréis que os acompañe? preguntó Shoking.
—Ven, si quieres.
Vanda y Marmouset entraron en el coche, y Shoking subió al pescante, al lado del cabman o cochero, que partió rápidamente.
El cab bajó a escape por Saint-George street, pasó en seguida por delante de la torre de Londres, entró en Thames street, y atravesando el puente de Londres, llegó a la orilla derecha y se dirigió hacia Rothnite. Al aproximarse a Rothnite-Church, es decir, a la iglesia de Rothnite, Marmouset gritó al cabman que se detuviese.
Shoking bajó inmediatamente a abrir la portezuela y Marmouset y Vanda descendieron del coche.
—Nos hallamos en un barrio miserable, de calles fangosos y estrechas, dijo Marmouset. Es pues inútil el continuar en carruaje y llamar inoportunamente la atención.
Y acabado de decir esto, pagó el carruaje y lo despidió.
En seguida los tres siguieron a pie su camino.
Además, Adam street, que es una de las callejuelas más miserables de aquel barrio, se hallaba a dos pasos.
Marmouset se acordaba perfectamente del número que le había dado Rocambole, y bien pronto se halló a la puerta de la casa designada.
Esta era una vieja casucha de tres pisos, bastante degradada, y de aspecto triste y sombrío.
Se entraba en ella por un portal estrecho y oscuro, en medio del cual había un ventanillo que daba a la tienda de un pescadero.
Este, al oír pasos en el portal, se asomó al ventanillo.
—¿Adónde vais? preguntó.
—¿No es aquí donde vive Betzy-Justice? preguntó Marmouset.
—Sí, en el tercer piso. No hay más que una puerta.
—¿Sabéis si está en su cuarto?
—¡Oh! ya lo creo! La pobre mujer está en cama desde el día en que ahorcaron a su marido.
Al oír esto, Marmouset, Vanda y Shoking tomaron la escalera.
Llegados al tercer piso, Marmouset llamó discretamente, a pesar de haber visto que la llave estaba a la puerta.
—¡Entrad! gritó una voz débil desde el interior.
Betzy-Justice estaba acostada en un miserable jergón extendido en el suelo, y parecía hallarse en un estado de postración extrema.
Al ver entrar a aquellas tres personas desconocidas, dejó escapar un grito de espanto.
—¡Ah! exclamó, ¿venís acaso a buscarme, a mi también, para encerrarme en la cárcel como a mi pobre Tom, y colgarme en seguida como lo habéis colgado a él?—¡Oh! no vale la pena, añadió, miradme bien, y veréis que me estoy muriendo.
—Os engañáis, pobre Betzy, respondió Marmouset; nosotros no somos agentes de justicia, sino amigos vuestros.
—¡Ah!... ¿no me engañáis? dijo la vieja.
Y sacando sus manos descarnadas, separó con los dedos la maraña de cabellos canos que le cubrían la frente.
—De veras..... bien de veras, ¿no me engañáis? repitió.
—No; nosotros somos amigos y compañeros del Hombre gris.
Este nombre arrancó a la vieja una exclamación de alegría.
—¿Del Hombre gris? dijo, ¿del Hombre gris?
—Sí.
—¿No está ya en la cárcel?
Al oír esta pregunta, Marmouset y Vanda se miraron con estupor.
Su última esperanza acababa de desvanecerse.
Betzy-Justice no había visto al Hombre gris, y hacía ya ocho días que Rocambole y Milon habían salido del subterráneo de Newgate.
—¡Ah! exclamó Vanda exhalando un tristísimo gemido, ya os decía que había muerto.
Betzy se incorporó sobre su miserable lecho.
—¿Quién ha muerto? preguntó con ansiedad.
Y fijó sobre aquellas tres personas desconocidas, sus ojos inflamados por la fiebre y las lágrimas.
Betzy-Justice seguía mirando con ansiedad a las tres personas que rodeaban su lecho.
Pero ninguna de ellas había osado proferir una palabra después de la exclamación de Vanda.
La pobre vieja, después de contemplarlos un momento, se irguió violentamente, y dijo con voz ronca animada por la fiebre:
—¡No!... ¡no!... ¡os engañáis!... ¡eso no puede ser..... el Hombre gris no ha muerto!
—Es de esperar que así sea, repuso Marmouset.
Vanda movió tristemente la cabeza y no respondió.
—El Hombre gris prometió a mi pobre Tom que él haría justicia, y el Hombre gris no ha podido morir antes de haber cumplido su palabra. Además, añadió, el Hombre gris no es un hombre como los demás.
—Eso es verdad, dijo Shoking abriendo su pecho a la esperanza.
—El Hombre gris no puede morir, repitió Betzy.
Y luego, mirándolos de nuevo con espanto, añadió:
—¿A qué habéis venido aquí?
—A buscar al Hombre gris.
—¿Y decís que sois sus amigos?
—Sí.
Y como se quedase mirándolos con aire de duda, Marmouset añadió:
—En el momento de separarnos, el Hombre gris nos dijo: es posible que no nos volvamos a ver.
—¡Ah!... ¿Os ha dicho eso?
—Sí; y nos ha ordenado venir a buscaros.
—¿A mí?
—Para suplicaros en su nombre que nos entreguéis unos papeles.
Betzy los miró con desconfianza, y quedó un momento en silencio.
—No, no, dijo en fin, vosotros no venís de su parte.
—Os juro que sí, buena Betzy, repuso Shoking.
—Y yo..... no os creo.
Marmouset tomó afectuosamente una de las descarnadas manos de la vieja, y la dijo con acento penetrante:
—Miradme bien, ¿tengo acaso el aire de una persona que miente?
—No lo sé.
—Reflexionad, prosiguió Marmouset, que si el Hombre gris ha muerto, y vos no queréis confiar en nosotros.....
—Yo no tengo que reflexionar más que en una cosa, dijo Betzy.
—¿Cuál?
—En lo que me encargó mi pobre Tom cuando lo llevaron preso..... me dijo que no confiara los papeles a nadie.....
—¿Ni aun al Hombre gris?
—¡Oh! sí.
—Pues bien, puesto que nos envía.....
—Dadme la prueba de ello.
Y esta mujer a quien el pesar y la miseria habían puesto a las puertas de la muerte, y a la que quedaban sólo tal vez algunas horas que vivir, esta mujer, decimos, manifestó resueltamente su decisión de no deshacerse de los misteriosos documentos que se hallaban en su poder.
—Querida amiga, dijo entonces Shoking, ¿no me conocéis a mí?
—No, repuso Betzy. Sin embargo, me parece haberos visto en alguna parte.
—Me llamo Shoking.
Este nombre pareció despertar un recuerdo en la débil inteligencia de Betzy-Justice.
—¡Ah! sí, respondió, ¿Shoking el mendigo?
—Precisamente.
—Ya recuerdo. Hemos pasado una noche juntos en el Work house de Mail-Road.
—Es verdad, dijo Shoking.
—Pero eso no me prueba que vengáis de parte del Hombre gris.
—Yo soy su amigo.
—¿Y quién me lo prueba?
—Veamos, dijo Shoking que era paciente y obstinado como verdadero inglés, ¿conocéis en Londres alguna persona que os inspire absoluta confianza?
—Si, conozco a un sacerdote católico.
—¿Tal vez el abate Samuel?
—¿Le conocéis también? preguntó Betzy fijando los ojos en su interlocutor con tenaz atención.
—No solamente lo conozco, dijo Shoking, sino que puedo afirmaros que él atestiguará, si es preciso, que vengo de parte del Hombre gris.
—Pues bien, respondió Betzy, que el abate Samuel venga aquí a decirme que puedo entregaros los papeles.
—¿Y nos los daréis entonces?
—Sí.
Shoking consultó a Marmouset con la mirada.
Este la comprendió y dijo resueltamente:
—Nuestro jefe nos ha dado una órden, y debemos ejecutarla. Tengo la convicción íntima de que nuestro jefe vive.......
—Yo también, dijo Shoking.
—¡Dios lo quiera! murmuró Vanda.
—Pero debemos obrar como si hubiese muerto.
—Tal es mi opinión, repuso Shoking.
—Pero en fin, prosiguió Marmouset, ¿dónde encontrar al abate Samuel?
—Yo me encargo de ello, dijo Shoking; y si queréis esperarme aquí.....
—¿Aquí?
—Sí; tomando un cab, estaré de vuelta antes de una hora.
—Está bien: esperaremos, repuso Marmouset.
—Que el abate Samuel me diga que puedo tener confianza en vosotros, y en seguida os entregaré los papeles, dijo Betzy.
Marmouset contemplaba en tanto aquel miserable aposento que no tenía más muebles que una mesa de pino y dos sillas rotas, además del jergón donde Betzy estaba acostada.
La pobre vieja creyó comprender aquella mirada.
—¡Ah! exclamó, buscáis dónde he podido ocultar los papeles, ¿no es verdad?
Y soltando una carcajada nerviosa, que hacía daño oír, añadió:
—¡Oh! no están aquí; podéis creerme..... Se hallan muy lejos de esta casa.
—¡Ah! dijo Marmouset.
—Y si venís en efecto de parte del Hombre gris.....
—Muy pronto tendréis la prueba, Betzy, dijo Shoking.
Y tomó precipitadamente la puerta, mientras que Vanda y Marmouset se sentaban a la cabecera de aquella pobre mujer.
Shoking era hijo de Londres, y de consiguiente conocía aquella vasta
ciudad hasta en sus menores detalles.
Una vez fuera de Adam street, torció hacia Rothnite-Church, donde sabía que encontraría en el fondo de un patio una estación de carruajes de alquiler.
Allí halló en efecto un cab, y subiendo en él, dijo al cochero:
—Saint-George-Church.
—¿En el Southwarck? preguntó el cabman.
—Sí. Y tendrás seis peniques de propina si me llevas a buen paso.
El cabman dio riendas a su trotón irlandés y salió a escape.
La carrera fue tan sostenida, que veinte minutos después el cab se detenía delante de la verja del cementerio que rodea la iglesia católica.
Shoking se apeó y atravesó el cementerio.
Después, en vez de entrar en la iglesia por la puerta principal, se dirigió al postigo que daba acceso a la sacristía.
Nada había sufrido el menor cambio en Saint-George-Church.
Tal como lo hemos visto en otra ocasión, tal se encontraba ahora, y el mismo viejo sacristán que conocemos guardaba el santuario, y venía a abrir la puerta cuando llamaban de cierta manera.
Shoking llamó, y el buen anciano vino a abrir de seguida.
Al ver a Shoking, sus ojos medio apagados se animaron con una súbita alegría.
—¡Ah! exclamó, ¡mucho tiempo hace que no os dejáis ver, querido amigo!
—He estado ausente, respondió Shoking.
—¿De veras?
—He estado en Francia.
—¡Ah! muy bien.
—Y quisiera ver al abate Samuel. ¿Está allá arriba?
Y diciendo esto, designaba con la vista la puerta del campanario.
—Si, dijo el anciano con un movimiento de cabeza.
Shoking subió en seguida a la torre y llamó a la puerta disimulada en el muro, que daba al cuartito secreto donde el abate Samuel, el Hombre gris y todos los que el reverendo Patterson perseguía con su odio implacable, habían encontrado sucesivamente un asilo.
El abate Samuel se hallaba entregado a sus oraciones.
Al oír llamar en la forma convenida, vino a abrir la puerta y, al ver a Shoking, soltó, como el sacristán, una exclamación de alegre sorpresa.
—Padre mío, le dijo Shoking, ya sabéis que yo era el fiel amigo del Hombre gris, o mejor dicho, su servidor más adicto.
—Ya lo sé, repuso el abate.
—¿Tendríais inconveniente en atestiguarlo?
—Ninguno.
—En ese caso os suplico que vengáis conmigo.
—¿Adónde?
—A Rothnite, en Adam street.
—Bien, dijo el abate Samuel, ya sé lo que queréis.
—¡Ah!
—Habéis ido a pedir ciertos papeles a la viuda de un ajusticiado.
—Sí.
—Que llaman Betzy-Justice.
—Ese es en efecto su nombre.
—¿Y no ha querido creer que vais de parte del Hombre gris?
—No lo creerá si no venís a afirmarlo.
—Pues bien, dijo el sacerdote, vamos; estoy pronto a seguiros.
Shoking se quedó mirando al abate Samuel.
—¿Conocéis por ventura, padre mío, le dijo, la historia de esos papeles?
—Sí.
—¿Quién os la ha contado?
—El Hombre gris mismo.
Shoking lanzó una exclamación de alegría.
—¡Ah! si es así, dijo, bendigo mil veces al cielo, pues eso me prueba que el Hombre gris, a quien creíamos muerto, vive todavía.
El abate Samuel bajó la cabeza y no respondió.
En el momento en que atravesaban el cementerio, Shoking cogió vivamente las manos del abate Samuel.
—¡Ah! exclamó, decidme que lo habéis visto.
—¿A quién?
—Al Hombre gris.
—Sin duda que lo he visto.
—¿Cuándo? ayer..... hoy? preguntó Shoking con voz ahogada por la emoción.
—No, dijo el abate Samuel; lo he visto en Newgate hace unos quince días.
Shoking dejó escapar un grito de sorpresa.
—¡Ah! exclamó; en ese caso, no sabéis nada.
El sacerdote se quedó mirándolo con extrañeza.
—¿No sabéis pues, prosiguió Shoking, que el Hombre gris no está ya en Newgate?
—Sí, ya lo sé.
—Entonces..... no ignoráis dónde se halla.....
Y al decir esto, Shoking empezó a recobrar la esperanza.
—Lo ignoro, respondió el abate Samuel.
—Nosotros creemos que ha muerto.
—¡Ah! dijo el sacerdote.
Y permaneció impasible.
—¡Oh! exclamó Shoking, vos sabéis muchos cosas que nosotros ignoramos.
—Es muy posible.
Shoking no dijo más, pero se hizo para sí esta reflexión:
—Ahora estoy seguro de que el Hombre gris no ha muerto. Si se oculta de todos, es que tiene poderosas razones para hacerlo.—Y esas razones, veo perfectamente que las conoce el abate Samuel y que no quiere revelarlas.
Partiendo de esta idea, Shoking guardó un silencio lleno de reserva.
Así salieron del cementerio, y montaron en el cab que esperaba a Shoking en el square.
—Rothnite-Church, dijo al cochero.
El cab partió con la misma velocidad.
Llegados a la iglesia de Rothnite, el abate y Shoking echaron pie a tierra y despidieron el cab.
Después continuaron su camino a pie y llegaron a Adam street.
Marmouset los esperaba en el umbral de la puerta.
—¡Ah! venid pronto, dijo, venid pronto.
—¿Qué hay de nuevo? preguntó Shoking.
—Hay... que la pobre anciana se muere.
—¿Betzy?
—Después que nos dejaste, prosiguió Marmouset, ha tenido una crisis nerviosa, a la que se ha seguido una gran postración y debilidad; y en este momento apenas respira. No hay que perder tiempo, si es que ya puede reconocer al padre.
Y Marmouset saludó al abate Samuel.
—Tranquilizaos, caballero, dijo este en francés. Conozco a Betzy y la he visto muchas veces en ese estado, sobre todo después de la muerte de su marido.
Y hablando así, subieron a la miserable buhardilla.
Vanda continuaba a la cabecera de la pobre anciana, que yacía como inerte en su miserable lecho.
Pero cuando Betzy-Justice vio aparecer al abate Samuel, su rostro se trasfiguró y un sentimiento de satisfacción inefable se pintó en su mirada.
—¡Ah! exclamó, he creído morir antes de vuestra llegada.
El abate Samuel la tomó afectuosamente la mano.
—Cobrad ánimo, Betzy, la dijo.
—¡Oh! no me falta, respondió la vieja: además, debo cumplir las últimas voluntades de mi pobre Tom: es necesario que su muerte no haya sido inútil.
Y mirando a Shoking añadió:
—¿Conocéis a este hombre?
—Sí, respondió el abate Samuel.
—¿Es un amigo del Hombre gris?
—Sí.
—¡Ah! ¿Y vienen todos estos de su parte?
—Así es, dijo el sacerdote católico.
—Entonces... ¿puedo decirles donde están los papeles?
—Ciertamente.
Betzy hizo un esfuerzo supremo, y logró con gran trabajo incorporarse de nuevo en su lecho.
—Entonces, dijo, escuchadme..... escuchadme con atención.
Las cuatro personas que asistían a esta escena, rodearon el lecho de la pobre anciana, cuya voz se debilitaba por instantes.
—¿Conocéis la iglesia de Rothnite? dijo.
—Sí, respondió el abate Samuel.
—Está rodeada de un cementerio.
—Como todas las iglesias de Londres.
—Pues bien; en el cementerio de Rothnite hay una sepultura que tiene por epitafio un solo nombre: Robert.
—Acabad, dijo Shoking.
—Sobre esa sepultura hay una cruz de hierro, continuó Betzy-Justice. Las cruces de hierro son raras, ¡muy raras! en el pobre cementerio de Rothnite: así encontraréis fácilmente la sepultura de que os hablo.
—¿Y los papeles se hallan en esa sepultura?
—Sí.
—Está bien, dijo Marmouset, vamos a buscarlos de seguida.
—No es posible, observó Betzy. No podréis hacerlo, pues la iglesia y el cementerio están cerrados de noche.
—Pasaremos por encima de la verja.
—No hay necesidad de eso, dijo Shoking.
—¿Qué quieres decir? preguntó Marmouset mirando a Shoking con curiosidad.
—Quiero decir, respondió este, que tengo un medio seguro de penetrar en el cementerio sin escalar rejas ni forzar ninguna puerta.
El abate Samuel hizo un signo afirmativo que quería decir:
—Yo también.
—En ese caso, vamos, dijo Marmouset.
—Pero, observó Vanda, no podemos dejar a esta pobre mujer sola. En tanto que volvéis, yo permaneceré a su lado.
—¡Oh! exclamó Betzy con voz doliente, ¡no permaneceréis por mucho tiempo!..... Creo que por esta vez todo está concluido. Sin embargo, no quisiera morir sin saber que tenéis esos papeles.......
—Descuidad: volveremos aquí tan pronto como estén en nuestro poder, respondió el abate Samuel.
Y salió el primero del aposento.
Marmouset y Shoking, le siguieron inmediatamente, y bajaron con precipitación la escalera.
Tan luego como se hallaron en la calle, el sacerdote dijo a Marmouset:
—Hay una cosa que no sabéis, que no podéis saber, pero que el Hombre gris conoce perfectamente.
—¡Ah!
—Y es que el cementerio de Rothnite ha servido muchas veces de lugar de reunión de los fenians.
—¿Es posible?
—Y de consiguiente vamos a tomar el mismo camino que ellos, para penetrar en ese sitio.
—¡Ah! dijo Marmouset, ya que me habláis del Hombre gris.......
—¿Qué?
—¿Sabéis que ha sido de él?
—Se ha escapado de Newgate.
—Sí; pero ¿y después?
—Después..... ¡Toma!.....
Y el sacerdote pareció embarazado.
Marmouset movió tristemente la cabeza.
—Mucho temo, dijo, que haya muerto.
—¡Oh! no, dijo el abate Samuel.
—¡Ah! ¿creéis que no ha muerto?
—Sí.
—Pero..... ¿estáis seguro?
—Tal vez.....
—Y... en fin, ¿le habéis visto?
—No, pero puedo afirmaros que vive.
—Y yo lo creo firmemente, dijo Shoking.
Marmouset sentía latir su corazón con violencia.
—¡Oh! padre mío! exclamó, ¡por favor!..... Si tenéis alguna noticia reciente del que vos llamáis el Hombre gris y a quien nosotros reconocemos como nuestro jefe.....
—No insistáis, caballero, respondió con embarazo el abate Samuel, no insistáis, pues no me es posible responderos. Básteos saber que el Hombre gris vive..... y que lo veréis un día.
Marmouset bajó la cabeza y no insistió más.
Rocambole vivía y esto le bastaba por el momento.
Además, Marmouset recordaba ahora otras circunstancias análogas que contribuían a tranquilizarlo.
Recordaba que hacía tres o cuatro años, el capitán había desaparecido súbitamente, y que después, cuando menos lo esperaban había vuelto del mismo modo.
Hablando así, el abate Samuel y sus dos compañeros llegaron a la plazuela de Rothnite-Church.
En ella había un public-house, que cerraba todas las noches muy temprano, pero donde debían velar hasta bien tarde, pues se veía filtrar un rayo de luz por los postigos de la tienda a hora muy avanzada.
Shoking llamó a la puerta de aquella taberna de un modo particular.
En seguida se oyó ruido en el interior, pero a pesar de ello la puerta permaneció cerrada.
Entonces Shoking se volvió al abate Samuel.
—El publican espera el santo y seña, dijo, y yo no sé cuál es.
—Esperad.....
Y el abate Samuel aproximó los labios a una hendedura de la puerta, y pronunció algunas palabras en dialecto irlandés.
Apenas pronunciadas, la puerta se abrió como por encanto.
El publican, un irlandés de pura raza, hizo un gesto de admiración al ver al abate Samuel.
—¡Ah! exclamó, pero..... hoy no es día de reunión.
Esto aludía a las conferencias misteriosas de los fenians.
—Ya lo sé, dijo el abate, pero venimos para un negocio particular al cementerio.
—¡Ah! eso es otra cosa!
El tabernero conocía a Shoking, pero, en cuanto a Marmouset, era la primera vez que lo veía.
Así se quedó mirándolo con extremada curiosidad, hasta que el abate Samuel le dijo:
—Este gentleman es un amigo del Hombre gris.
El publican lo saludó con respeto; y yendo en seguida a encender una linterna en la lámpara que ardía sobre el mostrador, se volvió y dijo:
—¡Vaya! puesto que tenéis que hacer en el cementerio, venid.
Y levantó la trampa que se encontraba en medio del public-house, la cual cubría una escalera de mano por donde se bajaba a la bodega del establecimiento.
Llegados a la cueva, el abate Samuel tomó la linterna de manos del publican.
—Ya no tenemos necesidad de ti, le dijo.
—¿Puedo volver a la tienda?
—Sí.
—¿Y no esperáis a nadie?
—A nadie absolutamente.
—Está bien, repuso el tabernero. Y se volvió por la escala, dejando a Shoking, Marmouset y el abate Samuel en la cueva.
Entonces este último pasó la mano por el fondo de aquella pared húmeda, buscando sin duda un resorte oculto; y en efecto, no tardó en abrir una puerta, tan hábilmente disimulada, que se confundía con el muro.
—He aquí nuestro camino, dijo el sacerdote.
La puerta descubría un estrecho corredor subterráneo, y todos tres entraron por él uno después de otro.
Marmouset iba el último, cerrando la marcha, y el abate Samuel caminaba delante, alumbrando con la linterna que había tomado al publican.
El pasadizo subterráneo, bajo y estrecho, tenía la forma de un conducto de desagüe, y se prolongaba por un espacio de más de treinta metros, hasta llegar a una pequeña escalera de seis peldaños gastados y desiguales.
Esta escalera iba a parar a una puerta que se hallaba solamente entornada, pues cedió al empujarla el abate Samuel.
Entonces el sacerdote apagó la linterna.
—¿Qué hacéis? preguntó Marmouset.
—Soy prudente.
—¿Pues dónde estamos?
—En un panteón de familia.
—¡Ah!... ¿es posible?.....
—Mirad, añadió el abate Samuel, ahora que estamos sin luz, fijad la vista a vuestro frente.
—Bien.
—¿No descubrís nada?
—Me parece que veo el cielo a través de una ventana.
—No es una ventana, sino una puerta.
En efecto, la bóveda donde acababan de penetrar por tan singular camino, tenía naturalmente una pequeña puerta que daba al cementerio.
El abate Samuel descorrió un cerrojo, y abrió con precaución la puerta.
—Yo sé dónde está la sepultura, añadió el sacerdote irlandés.
Y hablando así, salió delante para guiar a sus compañeros.
La noche era oscura y la niebla extremadamente densa.
—Seguídme, dijo de nuevo el abate Samuel, y marchad con precaución: es necesario evitar en lo posible el andar sobre las tumbas..... es una profanación.
A pesar de la oscuridad, el sacerdote se orientaba bastante bien.
—¡Ah! dijo Marmouset en voz baja, ¿sabéis en efecto cuál es la sepultura?
—Sí, me acuerdo haber notado la cruz de hierro y la breve inscripción que forma el epitafio.
—¿Sabíais también que contenía esos papeles?
—No; y sin embargo.....
—Sin embargo... ¿qué? preguntó Marmouset.
—Sé vagamente lo que encierran esos papeles.
—¡Ah!
—Hace unos tres meses, prosiguió el abate Samuel, un día vino un hombre a la iglesia de Saint-George, y solicitó hablarme.
—¿Quién era ese hombre?
—Tom, el marido de Betzy-Justice.
—¡Ah! no lo habían preso aún.....
—No: tampoco había cometido el crímen que le ha costado la vida. Tom me contó pues su historia, y me suplicó que me interesase por él.
El desgraciado me creía omnipotente, y me decía que si yo tomaba su causa entre manos, la consideraba como ganada.
Desgraciadamente Tom era escocés y protestante, y de consiguiente no pertenecía al fenianismo.
Estaba pues seguro de antemano que nuestros hermanos se negarían a ayudarle, y así se lo dije.
El infeliz no quiso oír más, y se fue haciéndome un gesto de a Dios desesperado.
Dos días después, Tom asesinaba a lord Evandale.
—Pero decidme, preguntó Marmouset, ¿no le hablasteis entonces del Hombre gris?
—De ningún modo.
—Entonces, ¿cómo el Hombre gris ha podido saber?.......
—Se han visto en Newgate.
—¡Ah! es verdad.
Y Marmouset añadió para sí:
—Reconozco en este rasgo al capitán y su carácter caballeresco:—para que Rocambole haya aceptado la herencia de Tom el ajusticiado, es necesario que esa causa sea justa.
El abate Samuel se detuvo en este momento.
—Aquí es, dijo.
La noche estaba demasiado oscura para que pudiesen leer el epitafio, pero se veía distintamente la cruz de hierro.
—Yo traigo fósforos en el bolsillo, dijo Shoking.
—¿Y para qué?
—¡Toma! para ver bien si el nombre que está escrito ahí es el que ha dicho Betzy.
—Es inútil. Estoy seguro que esta sepultura es la que nos ha designado.
Aquel sepulcro consistía en una simple losa extendida por tierra.
—No tenemos instrumentos para levantar la piedra, dijo Marmouset.
—No hay necesidad de ellos, respondió el abate.
—¡Ah! ¿lo creéis así?
—Ved sino. Y el sacerdote cogió la losa por el borde, con ambas manos, y la levantó fácilmente, tanto era ligera.
Aquella losa, que parecía puesta allí, más como una puerta, que como piedra sepulcral, cubría una fosa cuyas paredes eran de mampostería.
En el fondo de la fosa se entreveía un ataúd.
Shoking no pudo contener un movimiento de terror.
—¿Tienes miedo? le dijo Marmouset.
—Un poco, respondió Shoking.
—¿Por qué?
—Porque..... de seguro, los papeles están en el ataúd.
—Es probable.
—¡Oh! exclamó Shoking, yo no podré nunca poner mis manos sobre un cadáver..... ¡oh!... ¡no!
Marmouset no respondió una palabra y descendió a la fosa.
La oscuridad era allí tan profunda, que no veía nada absolutamente, pero trató de suplir la vista con el tacto.
Tocó en todos sentidos el féretro, y encontró en uno de sus costados un tornillo, luego otro y en fin, cuatro.
En Londres no se clavan los féretros, sino que se cierran con tornillos.
Marmouset sacó inmediatamente un cortaplumas que contenía muchas hojas, y escogiendo una que era redonda por la punta, se sirvió de ella como de un destornillador.
Shoking se separó a un lado, apartándose de la sepultura.
El abate Samuel, por su parte, permaneció al borde de la fosa, prestando cuidosamente el oído, y con la vista fija en la verja del cementerio, escrutando también de vez en cuando todos los sitios que le avecinaban.
El cementerio no tenía guarda sin embargo, ni tampoco la iglesia que ocupaba el centro; pero se hallaba dominado por muchas casas inmediatas, y además podía suceder que algún fenian tuviese el capricho de venir allí, penetrando por el mismo camino que ellos habían traído.
Afortunadamente la operación no fue larga.
En menos de diez minutos Marmouset logró sacar los cuatro tornillos.
—Está hecho, dijo.
Shoking retrocedió algunos pasos más y volvió a otro lado la cabeza.
Marmouset levantó entonces con cuidado la tapa del ataúd.
—¡Ah! exclamó, puedes venir, Shoking.
—¿Eh? dijo Shoking con voz temblorosa.
—El ataúd está vacío.
—¿Vacío?
El abate Samuel y Shoking se inclinaron al borde de la fosa.
—No hay ningún cadáver, añadió Marmouset.
—¿Ni papeles tampoco?
—¡Ah! sí..... creo que sí.
Y Marmouset encontró en efecto, en un rincón de aquel féretro vacío, un paquete envuelto en un pedazo de hule, cerrado con cinco sellos de lacre negro.
En seguida echó el paquete al abate Samuel, y cerrando el ataúd, sin detenerse en colocar de nuevo los tornillos, saltó vivamente fuera de la fosa, y ayudó al sacerdote a poner en su sitio la piedra sepulcral, de modo que no se conociera la aparente profanación que acababan de llevar a cabo.
El abate Samuel se puso otra vez a guiar la marcha, y cinco minutos después llegaban al public-house, salían en seguida de él furtivamente, y se dirigían a toda prisa hacia Adam street.
Cuando llegaron a la casa de Betzy, la pobre mujer estaba agonizando.
Sin embargo, al ver aparecer al abate Samuel, un resto de vida, como el último fulgor de una luz que va a apagarse, pareció animar su mirada.
—He aquí los papeles, dijo el sacerdote.
—Si, murmuró la anciana con voz apagada, eso es..... ¡Ah!... Ahora... ya puedo morir.
Estas fueron sus últimas palabras.
Su respiración se hizo fatigosa, sus ojos se vidriaron, y se agitó con algunos movimientos convulsivos.
Un instante después exhaló el último aliento.
Betzy-Justice acababa de morir, mientras que el sacerdote católico la daba la absolución.
Vanda y sus tres compañeros pasaron la noche al lado del cadáver de la pobre Betzy.
Durante esta velada, Marmouset abrió el paquete tan cuidadosamente envuelto, y encontró en él un voluminoso manuscrito en inglés que llevaba este título extraño:
Diario de un loco de Bedlam.
Y después de hojearlo, leyó en alta voz lo siguiente:
diario de un loco de bedlam.
Los montes Cheviot separan el condado escocés de Roxburgh, del condado inglés de Northumberland.
Su cima está coronada de nieves eternas.
Extensos y cerrados bosques cubren sus pendientes escarpadas, y en los estrechos valles, crecen abundosos pastos.
A tres leguas de la villa de Castleton, suspendido sobre un peñon altísimo, como un nido de águilas, y dominando un paisaje melancólico, de un aspecto rudo y salvaje; se eleva el castillo señorial de Pembleton.
Pembleton-Castle, como dicen en el país.
Este antiguo solar, coronado de ocho torres cuadradas y macizas, con sus enormes garitas de piedra salientes y puntiagudas, está rodeado de fuertes murallas, como una fortaleza.
Desde la altura donde se halla edificado, domina ocho leguas de país por el lado de Escocia, a pesar de que su asiento es sobre la tierra inglesa.
En la edad media, los señores de Pembleton eran escoceses y seguían la bandera de los Roberto Bruce y de los Wallace.
Hoy, lord Pembleton ocupa un asiento en la cámara de los Pares, pero conserva a pesar de ello su título de barón escocés, título de que se enorgullece.
Lord Evandale Pembleton no tenía más que tres años cuando su padre murió en el combate de Navarino, donde la Francia y la Inglaterra reunidas derrotaron la escuadra turca en las aguas de la Grecia.
El niño Evandale tenía un hermano de diez y ocho meses.
Tan luego como lady Pembleton tuvo noticia de la terrible desgracia que la privaba de su esposo, dejó en seguida y precipitadamente a Londres, donde pasaba el invierno en su magnífico palacio del West-End, y fue a refugiarse, con sus dos hijos, al castillo de Pembleton. Vestida de negro de pies a cabeza, se encerró en el antiguo dominio feudal que el noble lord su esposo había casi abandonado, así como sus padres, hacía cerca de un siglo.
Al pie del peñon, y a cierta distancia en medio de la llanura, se levantaba una deliciosa quinta, enteramente moderna, rodeada de frondosas alamedas y jardines y de una extensa pradera: morada campestre, pero esencialmente aristocrática, donde lord Pembleton pasaba el otoño y la estación de la caza, y que había poblado de maravillas artísticas, adornándola con toda la riqueza y lujo moderno.
Esta quinta llevaba el nombre de New-Pembleton, es decir, Nuevo Pembleton; la casa de recreo moderna que destronaba el antiguo solar.
Y sin embargo no fue a New-Pembleton donde se refugió lady Evandale.
Fue a Pembleton-Castle u Old-Pembleton, como le llamaban en razón a su antigüedad, donde fue a ocultar su dolor la joven viuda.
¿Por qué?
Estos sucesos tenían lugar en 1828, es decir, en la primera mitad del siglo xix, era que hemos dado en llamar de civilización, y de consiguiente muy lejos de la época feudal en que los altos barones se declaraban mutualmente la guerra.
La nobleza se había convertido en la aristocracia; los altos y poderosos barones feudales, no eran más que grandes señores vasallos de la corona; y la calma más profunda reinaba en los tres reinos, convertidos en Reino Unido de la Gran Bretaña.
Sin embargo, lady Evandale, al llegar a Pembleton-Castle, dio órdenes bien extrañas para la época.
En primer lugar, hizo alzar el puente levadizo, cosa que no había tenido ejemplo hacía muchos siglos.
En segundo lugar, hizo convocar a todos los campesinos y aldeanos de las cercanías, que eran aún sus vasallos, y pobló el castillo formando en él un verdadero ejército.
Luego en fin, a ejemplo de Juana de Monfort, cuando presentaba en otros tiempos su hijo a los nobles bretones, tomó a su primogénito en sus brazos,—aquel niño que solo tenía tres años,—y mostrándolo a los fieles escoceses que habían acudido a su llamamiento, les hizo jurar defenderlo y velar sobre él.
Y aquellos honrados montañeses juraron con entusiasmo.
¿Qué terrible y misterioso peligro amenazaba pues a aquel niño, que debía un día formar parte de la cámara de los lores?
Un solo hombre lo sabía tal vez, y conocía asimismo el secreto de lady Pembleton.
Este hombre era un joven escocés, llamado Tom, hermano de leche de lady Pembleton, la cual era joven también y bella, y no había cumplido aún veinte y cuatro años el día en que quedó viuda.
Así, desde el primer día de la llegada al castillo, Tom se instaló en el cuarto donde dormía el niño, y pasó allí la noche sentado en un sillón, teniendo al alcance de la mano su carabina de cazador.
Lo mismo tuvo lugar la noche siguiente y las demás que se sucedieron.
Y durante todas esas noches, los Escoceses velaban paseándose por las murallas del antiguo castillo, y tenían cuidado, apenas llegaba el crepúsculo, de levantar el puente levadizo.
Lady Pembleton aparecía de tiempo en tiempo en medio de ellos, unas veces inquieta, otras veces al parecer más tranquila, pero siempre melancólica y como perseguida por un espantoso recuerdo.
Tres meses trascurrieron así.
Durante esos tres meses, con grande admiración de toda la comarca, Pembleton-Castle tuvo una verdadera guarnición.
Los rumores más extraños empezaron a circular entonces.
La muerte de lord Evandale,—decían,—había turbado la razón de la pobre viuda.
De un carácter exaltado ya, y viciado por la lectura de las novelas de Walter-Scott y los poemas de Byron, lady Evelina Pembleton se había vuelto loca.
Sin duda se creía en la edad media, en tiempo de las luchas heroicas de los clanes escoceses y los barones ingleses, y pretendía defender a su hijo contra enemigos imaginarios.
Los buenos escoceses llamados en su ayuda, y que se habían apresurado a prestarle sus servicios, empezaban a participar esta de creencia.
Una sola persona era de contraria opinión, y afirmaba que lady Pembleton no estaba loca y que tenía razón muy fundada para obrar así.
Esta persona era Tom.
Pero Tom no se explicaba más y guardaba fielmente su secreto.
En fin, al cabo de tres meses, lady Pembleton despidió a sus Escoceses, hizo bajar el puente levadizo de Old-Pembleton, mandó disponer y cargar sus carruajes, y dejando con sus numerosos domésticos el castillo feudal, bajó a la magnífica quinta de New-Pembleton, y se instaló en ella con sus dos hijos.
Los nobles establecidos en los alrededores, así como los ricos campesinos y notables habitantes de las villas y aldeas inmediatas, no tardaron entonces en emitir la opinión de que la hermosa viuda había recobrado en fin la razón.
Y sin embargo, el único motivo que había ocasionado este cambio completo de existencia, reposaba sobre un lacónico despacho que lady Pembleton recibiera de Londres.
Aquel despacho decía:
«Sir Arturo se ha embarcado esta mañana para las Indias.»
¿Quién era sir Arturo?
El hermano segundo de lord Evandale.
¿Era pues contra él por lo que lady Pembleton había tomado tan singulares precauciones?
Algunos días después de su instalación en New-Pembleton, lady Evelina recibió la visita de dos gentlemen.
Estos eran lord Ascott y su hijo el baronet sir James.
Lord Ascott y sir James eran el padre y el hermano de lady Evelina.
El padre venía de Italia, donde había pasado dos años para restablecerse de una enfermedad del pecho; y el hijo, midshipman en la armada inglesa de las Indias, se hallaba en Londres con licencia.
Ambos se hallaban en la capital, en los momentos en que la conducta excéntrica de lady Pembleton empezaba a hacer ruido, y, persuadidos de que la noble viuda estaba loca, habían venido a verla a toda prisa.
Lady Evelina los recibió vestida de riguroso luto.
Su aspecto era muy triste y aun derramó abundantes lágrimas al verlos; pero no hallaron en sus discursos ni en sus maneras, nada que pudiese confirmarlos en la opinión de que se habían alterado sus facultades mentales.
Lady Pembleton gozaba de toda la plenitud de su razón.
Sin embargo, sus nobles parientes creyeron deber pedirla algunas explicaciones.
Pero lady Evelina se negó a satisfacerlos.
Entonces lord Ascott hizo valer su autoridad paternal, y exigió con severidad lo que se rehusaba a la persuasión.
Lady Evelina persistió en su negativa.
Lord Ascott se dejó llevar de la cólera, y hasta llegó a decirla que la familia de lord Pembleton hablaba ya de privarla de la administración de sus bienes y de la tutela y educación de sus hijos.
Lady Evelina bajó la cabeza y se deshizo en lágrimas.
En fin, no pudiendo resistir más, se echó a los pies de su padre y le dijo:
—Milord, sé que os debo obediencia y no pretendo sustraerme a vuestra autoridad..... pero sé también que la confesión que me obligáis a haceros, va a destrozar vuestro corazón paternal. Dispensadme pues de esa confesión.... os lo suplico por vos y por mí.
Lord Ascott fue inflexible.
Entonces lady Evelina lo condujo a su cuarto, y abriendo un cajón secreto de su escritorio, sacó un cuaderno de papel cubierto de una escritura apenas legible, y en el que, en cada página, se encontraba la traza de una lágrima.
—Tomad, padre mío, dijo, aquí tenéis el diario de mi vida. Leed.....
Y huyó precipitadamente, dejando a lord Ascott en posesión de aquel cuaderno.
Una hora después, el noble anciano volvió a reunirse con su hija.
Su rostro presentaba una palidez mortal; y cogiendo a la joven en sus brazos, la tuvo largo tiempo estrechada contra su corazón.
Por largo espacio no pudo pronunciar una palabra, ni hacer otra cosa que mezclar sus lágrimas a las de su hija; pero al fin logró reponerse, y la dijo con acento desesperado:
—Yo soy por desgracia demasiado viejo, hija mía..... pero tu hermano te vengará.
¿Qué espantoso secreto era pues el que lady Evelina no había osado revelar de viva voz a lord Ascott, su anciano padre?
Esto es lo que vamos a dar a conocer al lector, traduciendo fielmente el manuscrito de la viuda de lord Evandale Pembleton, jefe de escuadra de la marina real inglesa, muerto en Navarino, combatiendo bajo la bandera de la civilización en lucha con la barbarie.
diario de un loco de bedlam.
La familia Dunderry, cuyo jefe lleva el nombre de lord Ascott, es de puro origen normando.
En la época en que el duque Guillermo el Bastardo pasó a ser el rey Guillermo el Conquistador, los Dunderry le siguieron a las islas Británicas, y desde entonces se han enlazado siempre con las más altas familias de la aristocracia inglesa.
Miss Evelina, hija de lord Ascott, tenía diez y seis años cuando su padre pensó en casarla.
Los partidos no faltaban por cierto, los nombres más ilustres del Reino Unido se disputaban el honor de tal alianza; pero miss Evelina, según la moda inglesa, se hallaba prometida a lord Pembleton, hacía mucho tiempo.
El dominio señorial de Ascott y el de Old-Pembleton, encaramados cada uno de ellos sobre una de las escarpas de los montes Cheviot, se miraban hacía siglos frente a frente, a tres leguas de distancia.
Lord Ascott, el padre de miss Evelina, y el difunto lord Pembleton, padre del lord actual, habían estado unidos en estrecha amistad desde la infancia, y cuando miss Evelina llegó a tener diez años y sir Evandale Pembleton diez y ocho, se apresuraron a desposarlos.
Después sir Evandale se embarcó para las Indias, donde servía en la marina real.
Las dos familias permanecieron estrechamente unidas.
No pasaba una sola semana, durante el invierno, sin que lord Ascott y su hija fuesen a visitar a lord Pembleton, a quien una cruel enfermedad, la gota tenía clavado en su sillón.
Miss Evelina y sir Jorge Pembleton, hermano segundo de sir Evandale, contrajeron poco a poco una amistad e intimidad fraternal, y salían con frecuencia juntos, dando largos paseos a caballo.
Cinco años se pasaron así.
Miss Evelina experimentaba un placer extremo en encontrarse al lado de sir Jorge, y sir Jorge llegaba a veces a concebir el criminal deseo de que el navío en donde iba su hermano mayor se estrellase contra una roca, en una noche de tempestad, y se perdiese con todo su equipaje.
Un día, en fin, los dos jóvenes llegaron a confesarse que se amaban.
Pero en miss Evelina dominó al amor la razón, y a la ardiente declaración de sir Jorge respondió espantada:
—¡Desgraciado!... ¿olvidáis que estoy desposada con vuestro hermano?
—¡Ay! ya lo sé, respondió el joven. Así ya he tomado mi resolución.
Y como ella le mirase con angustia:
—Aun dado caso, prosiguió, de que mi hermano consintiese en cederme su derecho, nuestras dos familias no accederían jamás a nuestra unión. Soy hijo segundo, y de consiguiente estoy desheredado de los bienes y títulos de mi casa.
Y exhaló un profundo suspiro.
Miss Evelina le escuchaba con la cabeza baja y derramando abundantes lágrimas.
Sir Jorge continuó después de un momento de silencio:
—Hoy mismo partiré de aquí.
—¿Y adónde iréis? preguntó la joven temblando.
—Primero, a Londres.
—¿Y después?
—Iré a reunirme con mi hermano en la India.
Miss Evelina poseía en alto grado la virtud y el sentimiento de dignidad de las mujeres de raza; así supo dominar su emoción, y tendiendo la mano a sir Jorge, le dijo:
—¡A Dios!..... ¡A Dios para siempre!
Sir Jorge tenía entonces diez y nueve años; la edad de la abnegación y de los sentimientos caballerescos.
De consiguiente aquel mismo día partió de Old-Pembleton.
Seis meses después, lord Pembleton murió, y su hijo sir Evandale heredó sus inmensos bienes, su título y su puesto en la Cámara de los lores.
Pero no se vuelve de las Indias en un día, y hacía ya cerca de un año que sir Jorge había partido, cuando lord Evandale llegó a Inglaterra.
Miss Evelina había tomado al principio la resolución de echarse a los pies de lord Evandale, de confesárselo todo y de suplicarle que renunciase a su mano.
Pero esta resolución debió ceder ante la voluntad inflexible de lord Ascott.
Un año después de los funerales del padre de sir Evandale, miss Evelina había enajenado su libertad y se llamaba lady Pembleton.
El tiempo mitiga las penas más profundas y cicatriza todas las heridas.
Lady Pembleton pensaba aún alguna vez en sir Jorge, el pobre segundón que servía en el ejército de las Indias.....
¡Pero lord Evandale era tan bueno... tan bondadoso con ella, y le manifestaba tanto respeto y amor!.....
Y luego, lady Pembleton no había tardado en ser madre, y la maternidad es un sentimiento que acaba por dominar todos los demás.
A medida que el tiempo pasaba, la imagen de sir Jorge se iba borrando poco a poco.
El ausente empezaba pues a caer en el olvido, y lord Evandale tocaba ya la hora propicia de conquistar por completo el amor de su esposa.
Pero la fatalidad debía disponerlo de otro modo.
Al heredar los títulos y cargos de su padre y su asiento en la Cámara alta, el jefe de la casa de Pembleton había conservado sin embargo su grado en la marina real.
Su carrera en ella había sido rápida, y en la época a que nos referimos era commodore, es decir, jefe de escuadra.
Un día recibió del almirantazgo la órden de embarcarse.
¿Adónde iba?
No podía saberlo hasta abrir un pliego sellado que contenía sus instrucciones, y del que no debía tomar conocimiento sino cuando se hallara en las aguas de la isla de Madera.
Las mujeres de los marinos se acostumbran forzosamente desde luego a esas crueles separaciones, cuyo término no es siempre seguro.
Lady Evelina se resignó pues, y el commodoro partió.
Hallábanse entonces en medio del verano, y la estación, como dicen los Ingleses, se encontraba en todo su esplendor.
Naturalmente, Lady Pembleton, al separarse de su marido, había dejado su magnífico dominio de los montes Cheviot, para venir a habitar su palacio del West-End, de Londres, en Kensington-Road.
Kensington-Road es una ancha y bellísima avenida, formada exclusivamente por las moradas señoriales de las grandes familias de Londres; y que corre paralela a Hyde-Park.
Cada uno de esos palacios tiene un jardín, que no está separado de Hyde-Park sino por una verja, y cada propietario tiene una llave de la suya, lo que le permite comunicar con el jardín público.
Lady Pembleton estaba pues en Londres.
Pero desde la partida de su marido, nadie la había visto en ninguna parte.
Vivía constantemente encerrada, ocupándose de su hijo, que tenía entonces cerca de dos años, y leyendo con avidez los periódicos que podían darla noticias del Minotauro.
Este era el buque que mandaba lord Evandale.
Así vivía siempre sola, suspirando por la vuelta del ausente.
Pero la soledad es mala consejera.
Más de una vez, el recuerdo de sir Jorge, poco antes casi olvidado, había venido a turbar el espíritu de lady Pembleton y la aparente tranquilidad de que gozaba.
En fin, una noche, lady Evelina, que ocupaba las habitaciones de verano de su palacio, se hallaba sentada junto a una ventana del piso bajo que daba a los jardines.
Aquel día era domingo, y el domingo es un día bien triste en Londres.
El calor había sido excesivo, pero la noche era fresca, y la pobre joven respiraba con un placer melancólico el dulce perfume de las primeras brisas.
La noche era oscura y el jardín estaba desierto.
Más allá del jardín se descubría Hyde-Park, también solitario, y perdido en la oscuridad bajo sus sombrías alamedas.
Lady Evelina se hallaba con la vista fija en aquel melancólico paisaje, cuando de repente vio agitarse una sombra y salir de la espesura.
Aquella sombra era un hombre que parecía surgir como por encanto a orillas del riachuelo que llaman la Serpentina, y que venía derecho a la verja del jardín del palacio Pembleton.
Lady Evelina observó curiosamente a aquel hombre.
Pero la noche, como hemos dicho, era bastante oscura.
Sin embargo, ¡cuál no fue su asombro y en seguida su terror, cuando vio a aquel hombre sacar una llave del bolsillo y abrir la puerta de la verja!
La joven arrojó un grito agudo en el momento en que aquel hombre penetraba en el jardín.
Pero aquel grito no pareció conmoverlo, ni le hizo detenerse ni huir.
Al contrario, pareció guiarlo, y se vino derecho a la ventana.
Entonces lady Evelina se echó vivamente para atrás y corrió a coger el cordón de una campanilla que sacudió violentamente.
Nadie acudió a este llamamiento.
El desconocido trepó al alféizar de la ventana y saltó en la habitación.
Fuera de sí de terror, lady Evelina se lanzó hacia la puerta; pero en el mismo instante se sintió detenida por una mano vigorosa, y una voz que acabó de trastornarla la dijo:
—Evelina.... ¿no me reconocéis?
Al oír aquella voz la joven se quedó anonadada, petrificada de sorpresa.
—¡Sir Jorge! murmuró.
—Sí, yo soy.
Y el hermano menor de lord Evandale se echó a los pies de su cuñada, que se hallaba paralizada de terror.
diario de un loco de bedlam.
No había lugar a la duda: sir Jorge Pembleton, el hermano de su marido, era en efecto quien lady Evelina veía delante de ella.
¡Y aquel hombre había osado penetrar en su casa por la ventana, como un ladrón o un asesino!
—Caballero, dijo la joven con terror, ¿cómo es que os halláis aquí?
Sir Jorge dobló de nuevo la rodilla.
—Evelina, dijo, mi querida Evelina, no me condenéis antes de haberme oído.
Su voz conmovida y su actitud suplicante tranquilizaron un poco a lady Evelina.
—Jorge, le dijo, ¿de dónde venís?
—De la India, contestó el joven.
—¡Ah! ¿Habéis dejado el servicio?
—No; he obtenido licencia por algunos meses. Y vengo solamente..... por vos.
—¡Por mí! exclamó lady Pembleton acometida de un nuevo temor.
Y hablándole con un acento de dignidad que no excluía la benevolencia, añadió:
—¿Es posible, Jorge?... ¿Osáis hablarme de ese modo?... ¿a mí?...
—Evelina, yo os amo.......
—¡Callad!
—Hace tres años, Evelina... desde que me separé de vos.... mi vida es un perpetuo combate de cada hora, de cada minuto; un suplicio sin nombre; una tortura eterna.
—¡Pero, desgraciado!... ¿Habéis olvidado que soy la mujer de vuestro hermano?
—Mi hermano está lejos de aquí.
Lady Evelina dejó escapar un grito de terror.
—¡Oh!... ¿lo sabíais? exclamó.
—Nuestros dos navíos se han cruzado a la altura de Finisterre.
—¿Y os atrevéis?...
—Ya os lo he dicho; no vengo más que por vos.....
Lady Evelina fijaba en aquel hombre una mirada extraviada, y su pavor acrecía por instantes.
Sir Jorge no era ya por cierto el tímido y leal adolescente que se había separado hacía tres años de miss Evelina, cambiando con ella un adiós eterno.
Ahora era un hombre... un hombre de mirada sombría y resuelta, un hombre en cuyo continente se adivinaba que era capaz de todo.
Y sin embargo la joven, en medio de su turbación y de su espanto, no desesperaba de doblegar a aquel hombre y de traerlo al sentimiento del deber.
—Jorge, le dijo, vos sois hermano de Evandale y yo soy su esposa.
—Yo odio a Evandale, respondió el joven.
—¿Y decís que me amáis aún?
—Todo el fuego del infierno se ha concentrado en mi corazón, respondió con exaltación sir Jorge.
—Pues bien, puesto que me amáis, respetadme: salid de aquí, y no volváis hasta mañana... pero en medio del día, a vista de todo el mundo, y por la puerta principal de este palacio, que es la morada de vuestro hermano.
El joven soltó una carcajada cruel.
—¡Oh! no, no! exclamó. No he venido de tan lejos para que me hagáis poner a la puerta por vuestros lacayos.
Lady Evelina sintió toda su sangre refluir a su corazón, y el rubor de la vergüenza coloró vivamente su rostro.
Y como sir Jorge la cogiese al mismo tiempo las manos, ella se soltó con indignación, y corrió al otro extremo del cuarto gritando:
—¡Salid!... salid de aquí!... os lo ordeno!
El joven respondió con una nueva carcajada.
—¡Salid!... repitió lady Evelina.
—No... yo os amo.
—Alejaos o llamo a mis criados.
Sir Jorge, sin dejar de sonreírse, dio un paso hacia ella.
Entonces lady Pembleton corrió a la chimenea, y cogiendo el cordón de la campanilla que pendía al lado del espejo, tiró de él con violencia.
Pero la campanilla no resonó como de costumbre.
—Podéis llamar cuanto os plazca, dijo el joven. El cordón está cortado.
Lady Evelina arrojó un grito desesperado.
—¡A mí!... ¡a mí! exclamó.
Sir Jorge se adelantó hacía ella.
—¡A mí!... ¡socorro! gritó lady Evelina.
—No gritéis inútilmente: vuestros criados han salido, y estamos solos en la casa.
La joven se precipitó hacia la puerta e intentó abrirla.
—La puerta está cerrada por fuera, dijo tranquilamente sir Jorge.
Entonces quiso ganar la ventana y saltar al jardín.
Pero él se colocó resueltamente delante de ella.
—¡No saldréis de aquí! dijo.
Lady Evelina exhaló un grito supremo de espanto y de horror, y juntando y retorciéndose las manos, pidió gracia..... pero él la estrechó en sus brazos con furor e imprimió en sus labios un beso ardiente...
Lord Evandale estaba en la Oceanía.
El Minotauro se dirigía hacia Melburne, una de los dos capitales de la Australia, y cada vez que el navío hacía escala en algún punto, el noble lord escribía a su esposa largas cartas, que expresaban todo su amor, toda su ternura.
A veces, hasta había pensado en dar su dimisión y volver a Inglaterra.
Pero el soldado no deserta la víspera de una batalla, y lord Evandale no abandonó su navío.
El Minotauro pasó dos años en Australia, dando caza a los piratas que infestaban sus mares.
Concluida esta campaña, el commodoro fue llamado a Londres, pero su ausencia había durado más de treinta meses.
A su vuelta, lady Evelina salió a su encuentro, llevando a sus dos hijos de la mano.
El segundo había nacido después de la partida de lord Evandale.
La noble joven estaba pálida y triste, y parecían haber pasado por ella más de diez años.
¿Qué había sucedido pues durante la larga ausencia de lord Evandale?
Este no podía adivinarlo, ni llegó a saberlo jamás.
Lady Evelina vivía lejos de toda sociedad, y pasaba la mayor parte del año en Pembleton; y respecto a sir Jorge, nadie había vuelto a verlo después de la noche fatal de que hemos hablado.
Lord Evandale no llegó ni aun a sospechar que había dejado por un momento las Indias para volver a Europa.
Alarmado de la palidez de su esposa y del estado de postración física y moral en que se hallaba, el noble lord consultó uno por uno todos los médicos célebres de Londres.
Los médicos convinieron en que se hallaba atacada de una enfermedad de languidez puramente nerviosa, y aconsejaron un viaje por Italia.
Lady Evelina partió con su marido.
Pasó un mes en Nápoles, otro en Roma, Milan y Venecia, y volvió a Londres más enferma, más desalentada y cansada de la vida.
Dos seres solamente lograban arrancarle una sonrisa.
El uno era Tom, su hermano de leche.
El otro su hijo mayor, el primogénito que debía heredar un día la inmensa fortuna de lord Evandale y sucederle en sus cargos y dignidades.
En cuanto a su segundo hijo, la pobre joven no podía contemplarlo un momento sin que lágrimas de vergüenza viniesen a arrasar sus ojos.
Apenas acababan de llegar de Italia, cuando fue declarada la intervención anglo-francesa en favor de la insurrección griega.
Lord Evandale recibió la órden de embarcarse y tomar el mando de una flotilla, y lady Evelina se encontró de nuevo sola.
Una tarde, la joven se paseaba en Hyde-Park, llevando a su hijo mayor por la mano.
La noche se aproximaba rápidamente.
Seguida a cierta distancia por dos de sus lacayos, lady Evelina se paseaba sin desconfianza por la margen de la Serpentina, cuando de repente, saliendo de un bosquecillo inmediato, se presentaron a ella dos hombres del pueblo, o dos roughs, como los llaman en Londres.
Lady Evelina se volvió vivamente y llamo a sus lacayos.
Pero estos habían desaparecido.
Al mismo tiempo, uno de los dos roughs se echó sobre ella, y le puso la mano en la boca para impedir que gritase.
El otro en tanto se apoderó del niño, y tomó precipitadamente la fuga.
Una hora después, los dos lacayos, que pretendían haberse extraviado por una alameda lateral, creyendo seguir a su señora, la habían encontrado desmayada a orillas de la Serpentina, y la condujeron a su casa.
En cuanto a su hijo, había desaparecido.
diario de un loco de bedlam.
CONTINUACION.
Afortunadamente, al lado de lady Evelina, sola y desesperada, había un hombre animoso y resuelto.
Este hombre era Tom.
El honrado Escocés no perdió la cabeza, y adivinó de seguida por qué habían robado el niño.
En Londres es esto tan común, como el robo de una bolsa o de un pañuelo; y aún constituye un comercio bastante lucrativo.
Hay tal o cual mendiga que logra a duras penas conseguir al día una limosna, y que haría una fructuosa colecta, si llevase un niño en sus brazos cuando implora la caridad pública.
Hay también maestras de niños, siniestras industriales cuyo tipo sólo florece en Londres, que han hecho desaparecer en el fondo del Támesis las pobres criaturas que les confiaran en secreto.
El día menos pensado, los padres de esos hijos del amor vienen a reclamarlos.
Es necesario pues que estén preparadas para poder reemplazar con niños robados, los que han dejado de existir después de largo tiempo, y cuya pensión se ha cobrado religiosamente.
Y en fin, hay además los gitanos, los saltimbanquis y los cómicos de la legua, que andan siempre a caza de niños y los roban con una destreza admirable.
Pero Tom no pensó un solo momento en los mendigos, gitanos ni saltimbanquis.
Su primera idea fue justa y lógica.
—El ladron, se dijo, es sir Arturo Jorge Pembleton, oficial de la marina real.
Mucho tiempo hacía que sir Jorge no se veía en Londres, ostensiblemente al menos.
Lady Evelina no lo había vuelto a ver desde la noche fatal.
Pero Tom había visto una tarde rondar a un hombre por Hyde-Park, y—aunque aquel hombre iba vestido como un rough,—Tom lo había reconocido.
El supuesto rough era sir Jorge.
Tom se puso en busca de sir Jorge, seguro de que el niño estaba en su poder.
El fiel servidor y confidente de lady Evelina era Escocés, pero había pasado su infancia en Londres, y conocía perfectamente todos los misterios de la gran capital.
Así no tardó mucho en encontrar a sir Jorge.
Este se había ocultado en una callejuela del Wapping, hacia los confines de Withe-Chapelle, en una casa alta y sombría, habitada únicamente por gente del pueblo.
Tom cayó en aquella casa como un rayo, a una hora de la mañana en que el gentleman se hallaba aun en el lecho.
Tom se presentó en su cuarto con una pistola en cada mano.
Sir Jorge estaba sin armas.
El joven le asestó una pistola a la frente y le dijo:
—Si no me entregáis el niño, os mato.
Sir Jorge aparentó al principio una gran sorpresa.
—¿De qué niño hablas, miserable? le preguntó.
—Del hijo mayor de lady Evelina.
Sir Jorge protestó enérgicamente.
—No he visto al hijo de lady Evelina, contestó, ni comprendo lo que me quieres decir.
Pero Tom añadió fríamente:
—Os doy cinco minutos. Si dentro de cinco minutos no me habéis devuelto el niño, sois hombre muerto.
La mirada del Escocés expresaba tan fría y decidida resolución, que sir Jorge tuvo miedo, y lo confesó todo.
El hijo de lady Evelina había sido entregado a unos saltimbanquis que debían adiestrarlo en su oficio.
Tom podía encontrar esos saltimbanquis en Mail Road, muy cerca de la Work-house.
Pero Tom movió la cabeza y contestó:
—Creo lo que decís, sir Jorge. Sin embargo, quiero que vengáis conmigo.
Y os advierto que si intentáis escaparos, os mato como a un perro.
Y obligó a sir Jorge a vestirse.
Sir Jorge Pembleton había dicho la verdad.
Los saltimbanquis estaban en Mail Road, y el niño se hallaba con ellos.
Tom lo tomó en brazos, y huyó con él sin entrar en más explicaciones.
Aquel mismo día, sir Jorge desapareció de nuevo, y pasaron muchos meses sin que nadie volviera a verlo.
¿Por qué sir Jorge había robado al hijo de lady Evelina?
Sir Jorge era un miserable: odiaba con toda su alma a su hermano lord Pembleton, de quien sólo había recibido beneficios; aborrecía a lady Evelina, después de haberla amado con tan violenta pasión; pero en cambio adoraba al hijo segundo de su cuñada, a aquel niño, vivo testimonio de un crímen, a su propio hijo en fin.
Esto explicaba su conducta. Haciendo desaparecer al hijo mayor, al primogénito que debía suceder a lord Evandale en su bienes y títulos, ¿no era asegurar esos mismos títulos y bienes al hijo segundo, es decir, al hijo de sir Jorge?
Después de este grave incidente, Tom no se separó ya de día ni de noche del hijo de lord Evandale.
Lady Evelina no salía jamás sola, y Tom estaba sin cesar a su lado.
Así pasaron algún tiempo, hasta que al fin llegó la noticia de la muerte de lord Evandale Pembleton.
Entonces, como queda dicho, lady Evelina se refugió a su castillo de los montes Cheviot, se rodeó de una guarnición numerosa, y no se decidió a bajar a New-Pembleton, hasta que llegó a saber que sir Arturo Jorge Pembleton se había embarcado de nuevo para las Indias.
Tal era el espantoso secreto que Lady Evelina había confesado por escrito, y puesto después ante los ojos de lord Ascott su padre.
Lord Ascott, como hemos visto, la había estrechado en sus brazos diciéndola:
—Tu hermano te vengará.
Y en efecto, tres meses después, sir James dejó la Inglaterra y volvió a la India.
Sir Jorge estaba en Calcuta cuando llegó allí sir James.
Aquella misma noche había un baile en el palacio del gobernador, y el oficial Pembleton se hallaba en sus salones y parecía el hombre más alegre del mundo.
Sir James, que asistía también a esta recepción, se acercó a él y lo saludó.
Sir James era hermano de lady Evelina, y además había sido condiscípulo y amigo de infancia de sir Jorge.
El primero no era aún más que midshipman, es decir guardia marina: el segundo era teniente de navío.
Sir James saludó pues al oficial y le dijo:
—Llego de Londres y traigo un encargo para vos. Dentro de un rato, cuando se halle más animado el baile, podremos reunimos, si gustáis, en la azotea que da al mar.
—Allí me hallaréis, respondió sir Jorge.
Y se fue a bailar con la hija de un nabab que era tan bella como su padre rico, lo que no es poca ponderación.
Un cuarto de hora después, los dos jóvenes volvían a encontrarse, y se paseaban absolutamente solos en una de las azoteas del palacio.
Entonces Sir James miró fijamente a sir Jorge y le dijo:
—He abreviado mi tiempo de licencia sólo por venir a veros.
—¡Y bien!.....
—Lo sé todo.
Sir Jorge se estremeció, pero repuso reponiéndose prontamente:
—¿Qué es lo que sabéis?
—Que habéis hecho traición a vuestro hermano.
—¿Y qué os importa?
—Habéis deshonrado a mi hermana.
Sir Jorge se encogió de hombros.
—Y necesito toda vuestra sangre, añadió sir James.
—Estoy a vuestras órdenes, respondió tranquilamente el hermano de lord Evandale.
—Muy bien, dijo sir James, pero es necesario pensar en que sois mi superior y que no puedo batirme sin infringir las ordenanzas.
—¡Oh! que no quede por eso, respondió sir Jorge, yo me encargo de allanar esa dificultad.
—¡Ah!
—El almirante que manda la escuadra de evoluciones, anclada en el puerto, os autorizará, a petición mía, a batiros conmigo.
—Permitidme una observación, dijo sir James; olvidáis que nos unen lazos de parentesco o al menos de afinidad.....
—¿Y qué importa?
—Importa mucho. No quiero que nuestro duelo haga nacer la menor sospecha contra mi hermana.
—Pues bien, dijo sir Jorge, nos batiremos sin testigos.
—Iba a proponéroslo.
—¡Ah! muy bien.
—Y aun quería algo más.
—Veamos.
—¿No hay un bosque a poca distancia de la ciudad?
—Sí.
—¿Un bosque poblado de tigres?
—Como todas las selvas de la India.
—¡Magnífico! en ese caso, iremos mañana a ese bosque, cada uno por nuestro lado, a puestas del sol.
—¿Y después?
—Muy sencillo. Los tigres harán desaparecer el cadáver del que sucumba en la demanda.
—Aceptado, dijo sir Jorge.
Al día siguiente, en efecto, sir James y sir Jorge se encontraban en el bosque a la hora indicada.
¿Qué sucedió entre ellos?
Nadie lo ha sabido jamás.
Pero el hecho es que sir James volvió solo a Calcuta, a la hora en que aparecían las primeras estrellas en el cielo magnífico de la India.
Y aquella misma noche, el joven guardia marina dirigió un despacho a lord Ascott, concebido en estos términos:
«Nuestro honor queda satisfecho.—Ella está vengada.»
Al día siguiente, unos cazadores encontraron en el bosque los restos informes de un cadáver medio devorado por los tigres, cubierto aun con algunos pedazos de uniforme.
Y pronto se esparció el rumor por la ciudad de que sir Jorge Pembleton, víctima de su pasión por la caza, había tenido un fin horrible.
Tom y lady Evelina estaban, o creían estar al menos, tranquilos para siempre.
diario de un loco de bedlam.
Salvemos ahora un espacio de cinco años, y trasportémonos de nuevo a las agrestes fronteras de Escocia, cortadas por los montes Cheviot.
Corría el mes de abril de 1834.
Dos personas hablaban en voz baja en una de las salas abovedadas de Old-Pembleton.
El antiguo solar había visto nuevos días de esplendor y días de duelo durante aquellos cinco años.
Por segunda vez, New-Pembleton, la aristocrática morada moderna, se ha visto abandonada por Old-Pembleton, el antiguo castillo de los altos barones feudales.
¿Por qué?
Escuchemos la conversación de las dos personas que hablaban al lado del fuego, en una de las salas bajas del castillo.
—No hay que replicarme, Tom; os lo repito una y mil veces; nuestra ama ha hecho mal en volver a Old-Pembleton.
—Yo no digo sí ni no, mi querida Betzy.
—Y veamos si os place, señor Tom, ¿por qué vaciláis de ese modo entre opuestos pareceres?
—A fe mía, buena Betzy, tan cierto como soy Tom y vuestro cariñoso marido desde hace tres años, que no sabré decir aún si lady Evelina, nuestra noble y bondadosa señora, ha tenido o no razón en dejar primero a Londres, y New-Pembleton después, para venir a encerrarse aquí. Sin embargo, a lo que puedo juzgar según mis cortos alcances, me inclino a creer que ha tenido razón.
—¡Ah!... ¿de veras?
—Bien reflexionado, sí, mi querida Betzy.
—Pues lo que es yo, dijo Betzy-Justice, la joven mujer de Tom,—porque ambos eran muy jóvenes en esta época,—yo me inclino a creer lo contrario.
—¿Y sobre qué basáis vuestra opinión?
—Sobre una cosa que salta a la vista. La salud de milady se altera más cada día.
—¿Y creéis?.....
—El aire frío y vivo de estas montañas no puede serle provechoso.
—¡Ah!
—Está enferma del pecho, y el clima que le conviene no es por cierto este.
—Hay mucho de verdad en lo que me decís, querida Betzy; pero yo persisto en mi opinión, pues decididamente veo que tengo una opinión.
—¿Positivamente?
—Sí, amiga mía.
—Veamos pues: explícaos, señor Tom.
—Hará cosa de tres años, lady Evelina me hizo llamar un día y me dijo:—Tom, es necesario que yo te consulte, pues tú eres hombre de buen consejo.
—Hablad, Lina, le respondí.
Pues como sabes, querida Betzy, soy hermano de leche de milady, y me ha quedado la costumbre de llamarla abreviando su nombre como lo hacía en nuestra infancia.
Milady prosiguió:
—Hace un mes que tengo ensueños espantosos.
—¿De veras? la dije.
—O mejor dicho, tengo siempre el mismo ensueño.
—¡Ah!
—¡Pero es terrible!
Yo esperé que milady se explicase, y guardé un respetuoso silencio.
Entonces prosiguió:
—Mi sueño tiene tres partes. En la primera, me encuentro en New-Pembleton, y me paseo por el parque llevando a mi hijo mayor por la mano.
—¿Lord William? le dije.
—Precisamente.
—Querido Tom, interrumpió Betzy, permíteme hacerte una pregunta.
—Di, amiga mía.
—El difunto lord, que yo no llegué a conocer, se llamaba Evandale, ¿no es verdad?
—Sí.
—Y su padre, ¿no llevaba el mismo nombre?
—Así es.
—Pues bien, prosiguió Betzy, yo creía que el nombre de Evandale era como hereditario en la familia.
—Sí, con raras excepciones.
—Y que se trasmitía entre los primogénitos.
—Esa ha sido por largo tiempo la costumbre.
—Entonces, replicó Betzy, ¿por qué monseñor,—como llamamos al joven lord,—se nombra William, y su hermano menor lleva ahora el nombre de Evandale?
—Voy a explicároslo, Betzy.
—Veamos pues.
—Milord Evandale tenía un amigo de la niñez que fue luego su compañero de armas. Ambos servían a bordo del mismo buque y tenían el mismo grado. Este amigo se llamaba sir William Dickson.
—Muy bien.
—Y lord Evandale quiso que fuese padrino de su hijo.
—¡Ah! ¿y por eso monseñor se llama William?
—Sí, pero al mismo tiempo no quisieron que se perdiese en la familia el nombre de Evandale.
—¡Ya! y lo dieron al hijo segundo.
—Así es, Betzy.
—Lo comprendo muy bien, Tom. Continúa tu relato.
Tom prosiguió:
—Como te refería pues, lady Evelina me dijo: En la primera parte de mi ensueño, me paseo por el parque de New-Pembleton, y llevo a William por la mano.
De repente se me figura que William se pone pálido... muy pálido, y que se trasparenta como una sombra; luego, poco a poco, su rostro va desapareciendo y queda velado tras una densa niebla.....
Después, la niebla se va disipando por grados..... y entonces, ¡oh! es horrible!..... Mi hijo, a quien no he dejado de la mano, me aparece de nuevo, Tom.......
—¿Y bien?
—Pero ha cambiado de figura.
—¡Cómo! exclamé.
—No es William, continuó milady, es Evandale. Y sin embargo, William es el que estaba a mi lado, y yo no he cesado de estrechar convulsivamente su mano.
—Bien extraño es eso, Lina, la dije; pero afortunadamente no es más que un sueño.
—Espera, Tom, prosiguió milady. Generalmente, al ver esta metamorfosis extraña, en seguida me despierto sobresaltada dando un grito.
A poco me levanto las más veces, y pasando al cuarto contiguo, voy a contemplar a mi querido William que duerme tranquilamente.
Esto disipa mis temores, y volviéndome a acostar, no tardo en dormirme de nuevo.
—¿Y soñáis otra vez, Lina?
—Sí, Tom, y entonces empieza la segunda parte de mi ensueño.
—¡Ah! veamos, exclamé.
—He cesado de pertenecer al mundo de los vivientes, y me encuentro reproducida en un retrato de familia.
Me hallo retratada en pie y vestida de luto. Ya no soy una mujer, sino un lienzo colocado en un cuadro; pero mi imagen, que reproduce ese lienzo, ve, piensa y recuerda.
Me hallo colocada en la Sala de los Antepasados de Old-Pembleton.
En frente de mí, está el difunto lord Evandale, mi noble esposo.
También se ha convertido, como yo, en retrato de familia, e igualmente como yo, ve y piensa..... y, durante la noche, hablamos por lo bajo, en aquella larga galería, rodeados de nuestros mayores que nos contemplan con tristeza.
Las ventanas de la Sala de los Antepasados están todos abiertas; la luna inunda de su dulce claridad la campiña, y podemos descubrir allá bajo, en la llanura, los blancos muros de New-Pembleton y las frondosas arboledas de su parque.
En la argentada zona que ilumina allí la luz de la luna, vemos a un hombre que se pasea, dando el brazo a una mujer que nos es desconocida..... Muchos gentlemen los acompañan.
Y oímos distintamente que todos ellos llaman al hombre milord y milady a la mujer.
—¡Ah! aquel hombre es lord William sin duda! dije.
—No, repuso lady Evelina, es Evandale.
—¿Sir Evandale..... lord?
—Sí.
—Pero, entonces.....
—Entonces, prosiguió milady, mi difunto esposo y yo, que no somos ya más que retratos de familia, nos miramos el uno al otro tristemente, y lágrimas verdaderas brotan de nuestros pintados ojos.
—Pero, para que sir Evandale sea lord, es preciso.....
Aquí me detuve, no osando completar mi pensamiento.
—Es preciso que William haya muerto, ¿no es verdad? me dijo milady.
—Sí, Lina, le contesté.
—En eso te engañas, Tom.
—¿Es posible?
—William está vivo.
—¡Oh! es singular!
Milady enjugó sus lágrimas, y continuó su relato.
—De repente, la luna desaparece, y las tinieblas invaden la galería de retratos.
En medio de la oscuridad oigo sollozos ahogados, que vienen del retrato de lord Evandale.
Después estalla un ruido violento como el del trueno, y una luz vivísima e instantánea inunda la galería.......
Aquí empieza la tercera parte de mi horrible ensueño.
Y hablando así, milady, no pudo contener sus lágrimas.
—Escucha, Tom, escucha lo que resta, me dijo.
Yo la contemplaba, mudo de sorpresa y de dolor.
diario de un loco de bedlam.
Milady prosiguió:
—Las cimas nevadas de los montes Cheviot, y las verdes llanuras donde se asienta New-Pembleton,—todo eso acaba de desaparecer.
Mi esposo y yo continuamos sin embargo en nuestros cuadros, suspendidos a los muros ahumados de la galería; pero tenemos la facultad de ver las cosas más distantes.
Nos hallamos en medio del día.
El ardiente sol de los trópicos ilumina una sabana árida, un paisaje abrasado y triste.
Una multitud de hombres medio desnudos y cubiertos de sudor, trabajan penosamente bajo ese cielo de fuego, pidiendo a la tierra ingrata un producto que se niega las más veces a dar.
Esos hombres son criminales condenados a la deportación colonial, y que la Inglaterra ha enviado a las lejanas tierras de Australia para hacerles expiar sus crímenes.
Y entre ellos, sin embargo, se encuentra un inocente.
Un inocente que eleva a veces sus ojos al cielo, tomándolo por testigo de los inmerecidos sufrimientos que padece.
Y aquí milady, enjugando de nuevo sus lágrimas, añadió:
—¿Y sabes, Tom, quién es ese hombre?
—No, milady.
—Es mi hijo.
—¿Lord William?
—Sí.
—¡Oh! Lina, exclamé, vuestra imaginación excitada os extravía.
¿Cómo es posible que pueda suceder cosa semejante?
—No lo sé.
—¿Olvidáis, milady, que solo había un hombre a quien pudiéramos temer, y que ese hombre ha muerto?
—¿Quién sabe?
—¡Oh! bien sabéis que vuestro hermano sir James lo ha matado.
—No, me dijo milady, las cosas no han tenido lugar tal como tú crees.
—¿Qué queréis decir, Lina?
—Que James, mi hermano, y el miserable a quien llamaban sir Jorge, se han batido en efecto en un bosque, en los alrededores de Calcuta.
—Sí, milady, y allí sir James ha muerto a sir Jorge.
—No precisamente. Sir James, según su relato, le ha roto una pierna de un pistoletazo.
—Es verdad; pero sir Jorge ha caído y no ha podido levantarse.
—¿Qué importa? El hecho evidente es que sir James se ha alejado dejándolo vivo.
—¡Oh milady, la contesté, bien comprendéis que un hombre que cae con una pierna rota en una selva indiana, no sale ya de ella. Los tigres se encargan de acabar con él.—Por lo demás, ¿no recordáis que todos los periódicos anunciaron por aquel tiempo que se había encontrado el cuerpo de sir Jorge medio devorado por las fieras?
—Sí, repuso milady, han encontrado un cadáver completamente desfigurado, cubierto con un jirón de uniforme; pero, ¿era sir Jorge en efecto?
—Vamos, Lina, exclamé, veo que os dejáis llevar de terrores insensatos. Yo os aseguro que sir Jorge ha muerto.
Pero milady, movió tristemente la cabeza y me dijo:
—No importa: sea como quiera, me decido a dejar la residencia de New-Pembleton.
—¿Y adónde queréis ir?
—Allá arriba.
—¿Al antiguo castillo?
—Sí.
—Como comprendes bien, mi querida Betzy, acabó Tom, yo no he debido discutir esa determinación. Yo no puedo querer sino lo que milady quiere. Y esta es la razón por la que estamos aquí.
Betzy dejó escapar un suspiro.
—Sí, murmuró, estamos aquí, aislados en estas montañas, y la salud de milady se debilita más cada día.
—Eso es verdad.
—Y los médicos dicen que está atacada de una enfermedad mortal.
—¿Quién sabe? los médicos se equivocan muchas veces, dijo Tom.
Betzy movió la cabeza con desaliento.
—Además, yo no te he dicho que he ido ya a ver a John Pembrock, añadió Tom.
—¿Y quién es ese hombre?
—John Pembrock es un Escocés que vive en Perth, donde goza de una gran reputación como médico.
—¿Y John Pembrock vendrá a visitar a milady?
—Lo espero de un momento a otro.
—¡Ah!
—Ese médico es un hombre muy singular, prosiguió Tom. Es rico, lo que es ya raro en un Escocés, y además nunca visita por dinero.
—¡Es en efecto singular!
—Pero jamás vacila en encargarse de los enfermos desahuciados por sus colegas, y es muy raro que no los cure.
No había acabado Tom de decir estas palabras cuando se oyó un ruido al exterior.
Este ruido era el de la campana que se encontraba fuera del puente levadizo de Old-Pembleton, y que alguna visita acababa de agitar.
Porque es de advertir, que todas las noches alzaban el puente levadizo, y el viejo solar se convertía de nuevo en fortaleza, como en los buenos tiempos feudales.
Tom se levantó precipitadamente y salió de la sala baja.
En el dintel de la puerta encontró a Paddy, un viejo servidor escocés que había visto nacer a miss Evelina Ascott, y no se había separado de ella jamás.
—Tom, dijo Paddy al encontrarse con el criado de confianza de lady Pembleton, hay dos hombres a la puerta, uno a pie y otro a caballo.
—¿Qué piden?
—Quieren entrar.
—¿Han dicho sus nombres?
—El jinete dice que viene de Perth.
—¿Y el otro?
—El otro no dice nada.
Tom atravesó la gran sala, el vestíbulo, el patio, y llegó corriendo hasta la poterna del puente levadizo.
Hacía un frío bastante vivo y el cielo estaba cubierto y lluvioso.
Antes de poner en movimiento las cadenas del puente levadizo, Tom abrió un postigo y miró hacia fuera.
El jinete esperaba con calma al otro lado del foso.
Tom no tardó en reconocer en él a John Pembrock y sacando entonces la cabeza exclamó:
—¡Ah! ¿sois vos?... Os esperaba.
Y en seguida mirando al hombre que venía a pie:
—¿Y ese hombre, dijo, ¿viene con vos?
—Es un pobre Indio, respondió John Pembrock, que me ha pedido limosna en el camino, y a quien he prometido hospitalidad por esta noche.
Tom arrugó el entrecejo.
—No hay sin embargo muchos Indios en Inglaterra, dijo, y a fe mía que jamás se ha visto uno en nuestras montañas,—Milady no tiene costumbre de albergar a gentes que no conoce..... de consiguiente voy a darle una corona, y con eso podrá ir a hospedarse allá abajo, en la aldea.
—Creo que no haréis eso, Tom, dijo John Pembrock.
—¿Y por qué causa, sir John?
—Porque este hombre está tan cansado, que apenas puede tenerse en pie, y porque parece que se muere de inanición.
—La aldea está a un paso y hay en ella una buena posada donde podrá confortarse; y para que lo haga mejor, puesto que os interesáis por él, voy a darle no una corona, sino una guinea.
—Tom, dijo John Pembrock, sed más humano, os lo suplico.
—Perdonad, doctor, yo he hecho un juramento a milady.
—¿Cuál?
—La he jurado no dejar entrar en Old-Pembleton más que a personas conocidas.
—Así, dijo John Pembrock, ¿negáis absolutamente la hospitalidad a este desgraciado?
—No me es posible obrar de otro modo.
Y diciendo esto, Tom echó mano al bolsillo y arrojó por la rejilla de la poterna una moneda de oro, que fue a caer a los pies del mendigo.
John Pembrock era una especie de gigante y recordaba por su estatura y formas hercúleas los célebres montañeses escoceses cantados por Walter Scott.
No había acabado de hablar Tom, cuando Pembrock se inclinó sobre la silla, asió al Indio por los brazos, lo colocó delante de sí, y volvió brida súbitamente diciendo:
—¡Sois un hombre sin corazón!
Y volviendo para atrás, puso su caballo al galope, antes de que Tom estupefacto tuviese el tiempo de responderle.
Inmediatamente bajó este el puente levadizo, se lanzó afuera, y echó a correr tras John Pembrock gritando:
—¡Deteneos!... ¡deteneos!
Pero el doctor siguió a escape sin responder una palabra.
Solo se oían las herraduras del caballo, resonando sobre las peñas de la escarpada cuesta que conducía a la aldea.
Tom no se desalentó sin embargo.
A todo correr bajó también la empinada pendiente, llegó a la aldea, y entró en su única posada.
Allí se hallaba ya el pobre Indio, instalado en un rincón de la chimenea; pero John Pembrock había desaparecido.
Acababa de partir diciendo al posadero:
—Si Tom, el mayordomo de lady Pembleton, viene luego a buscarme, le diréis que yo no estimo a las personas faltas de humanidad, y que jamás me molesto por ellas.
Y en seguida había tomado el camino de Perth.
Tom se volvió tristemente a Old-Pembleton.
Un triste presentimiento le oprimía el corazón, y apenas entró se apresuró a subir al cuarto de milady.
Lady Evelina estaba echada en su lecho y parecía dormir profundamente.
Tom la llamó, primero en voz baja y luego con más fuerza.
Milady no se despertó.
Entonces se acercó más a ella, la tocó, y..... retrocediendo de repente lanzó un grito de horror.
Lady Evelina no dormía.......
¡Lady Evelina Pembleton estaba muerta!
diario de un loco de bedlam.
Habían trascurrido diez años después de los acontecimientos que acabarnos de narrar.
Diez años hacía que Lady Evelina había ido a reunirse con su esposo, lord Evandale Pembleton, en un mundo mejor.
Dos jóvenes gentlemen a caballo, uno al lado del otro, seguían una mañana la grande avenida de añosos olmos de New-Pembleton, e iban departiendo alegremente.
Estos jóvenes eran los dos huérfanos de la noble familia.
Lord William Pembleton, el actual jefe de ella, aquel niño que su madre y el fiel Tom habían guardado con tanta solicitud, era ahora un apuesto y gallardo joven de diez y nueve años, alto, esbelto, y sin embargo robusto.
Su hermano, por el contrario, aunque apenas tenía dos años menos, era débil, delicado y de pequeña estatura.
Lord William tenía una fisonomía abierta y franca, la mirada noble y leal, y la boca siempre risueña.
Sir Evandale, su hermano, tenía el rostro anguloso, los labios delgados y descoloridos, la mirada torva y traidora.
El primero era un tipo de nobleza y de lealtad.
El segundo descubría a su pesar algo de bajo, de astuto y de envidioso.
Ambos iban montados en magníficos poneys de Escocia, y llevaban la casaca escarlata de los cazadores de zorras. De este modo se dirigían al bosque vecino, donde los esperaba una alegre cuadrilla de sus compañeros de caza.
Cabalgando así, llegaron al extremo inferior de la avenida, e iban a salir por la verja del parque que daba al camino real, cuando de pronto les cerró el paso un hombre que se hallaba reclinado contra la puerta de la verja.
Aquel hombre era un mendigo, un pobre diablo en harapos, listo y vigoroso, aunque ya de cierta edad, con la tez cobriza de los Indios.
Y era un Indio en efecto, un hijo de la raza cobriza que los Ingleses han logrado subyugar.
Tal vez aquel hombre había sido rey en su país, y ahora vivía de la caridad pública entre sus enemigos.
A pesar del vigor que manifestaba, el Indio, como hemos dicho, era un anciano.
Algunos raros cabellos entrecanos se escapaban de su gorro de lana gris; y una larga barba inculta le caía sobre el pecho.
—Mis buenos señores, dijo levantando hacia los dos gentlemen sus manos suplicantes, dignaos socorrer al pobre Indio.
Lord William le arrojó una guinea.
—¡Vete! le dijo.
El Indio recogió lo guinea y desapareció entre la maleza.
—Por cierto, milord, dijo sir Evandale, que practicáis la caridad de una manera bien brutal.
—¡Ah! ¿os parece así, hermano? repuso el joven lord.
—¿Por qué despedís así a ese mendigo?
—Porque ese hombre ha sido causa de la muerte de nuestra madre, respondió lord William.
—¿Cómo es eso posible, milord?
—¿Tom no os ha contado nunca esa historia?
—Jamás.
Lord William dejó escapar un suspiro.
—Pues bien, añadió, yo voy a contárosla.
Y como en esto habían llegado al camino real, pusieron sus caballos juntos y tomaron el galope.
—Mi querido Evandale, dijo entonces lord William, nuestra madre estaba muy enferma, y los médicos desesperaban de salvarla. Pero parece sin embargo, que había todavía remedio. Tom fue a ver a un famoso médico escocés que vivía en Perth.....
—John Pembrock, ¿no es verdad?
—Justamente.
—Y John Pembrock no fue más afortunado que los otros médicos sin duda.
—John Pembrock se hizo describir por Tom todos los síntomas de la enfermedad.
—¡Ya! y no vino al castillo..... ¿no es eso?
—Al contrario, sin duda vio esperanza de éxito, pues se presentó aquella misma noche en el puente levadizo de Old-Pembleton.—Pero desgraciadamente no venía solo.
—¡Ah!
—Un hombre lo acompañaba, y ese hombre era el mendigo que acabamos de ver.
Ahora bien, amigo mío, prosiguió lord William, debo deciros ante todo, que nuestra santa madre, se hallaba perseguida hacía muchos años por misteriosos e inexplicables terrores.—Tom, que poseía toda su confianza, no ha querido jamás explicarse francamente conmigo sobre esto.
Nuestra madre se había refugiado pues en Old-Pembleton, y todas las noches alzaban el puente levadizo y no dejaban entrar a nadie.
Tom, conformándose con las órdenes recibidas, se negó a abrir al mendigo: solo podía franquear la puerta a John Pembrock, el médico que había prometido curar a nuestra madre.
Pero John Pembrock era un hombre de singular carácter.
Viendo que Tom no quería dejar entrar al mendigo, volvió la espalda y se negó resueltamente a penetrar en el castillo.
—¿Es posible?
—En aquel mismo instante se volvió a Perth.
—Al día siguiente encontraron muerta a nuestra pobre madre.
—Y bien, dijo sir Evandale, en todo eso veo que John Pembrock era un miserable; pero, en cuanto al pobre Indio, no ha sido en rigor sino la causa bien inocente.....
—Sea, repuso lord William, pero su vista me oprime siempre el corazón.
—¿Lo encontráis con frecuencia?
—¡Con demasiada frecuencia! Siempre anda por estos alrededores.
—¿Y cómo se hace que ese hombre, nacido a cuatro mil leguas de aquí, se haya establecido en nuestras montañas?
—Cosa es en efecto bien singular y que no sabré deciros.
—Tom debe de saberlo.
—Lo sabe todavía menos que yo, así como todos los habitantes de la comarca.
Ese mendigo, a quien llaman Nizam, pasa las noches en los bosques, y solo se le ve de día a la puerta de las poblaciones o de las casas de campo.
Además no se le conoce oficio alguno.
—¡Oh! respecto a eso no hay que extrañar, observó sir Evandale, el pobre es ya viejo.
—Es viejo, pero bastante ágil y robusto aún para poder ocuparse de un trabajo cualquiera.
—Hace poco he notado una cosa bien singular, milord, dijo sir Evandale.
—¿Cuál?
—Vos le habéis echado una guinea, ¿no es verdad?
—Sí.
—No creo que se halle acostumbrado a semejantes limosnas.
—Ciertamente que no: por lo común no recoge más que medio penique cuando tiende la mano. Y bien, veamos, ¿qué habéis notado?
—Al irse, os ha lanzado una mirada de odio.
—¡Oh! lo comprendo muy bien. Ese hombre es un malvado.
—Y en cambio, a mí me ha mirado de muy distinto modo, añadió sir Evandale.
—¿De veras?
—Si, me ha mirado afectuosamente.
—¡Bah!
—Y aun con cierta emoción.
—¿Qué queréis? exclamó lord William riéndose, eso no prueba más sino que tenéis el don de agradarle, mientras que yo le soy antipático.
Sir Evandale se sonrió de una manera equivoca.
—Eso no debe importaros, milord, dijo, hartas compensaciones tenéis.
—¿Qué queréis decir?
—¡Toma!... si ese pobre Indio manifiesta algún apego hacia mí, vos tenéis en cambio otras personas que os adoran y que pasarían su vida a vuestros pies, y que, estando a nuestro servicio, ni aun se dan la pena de disimular la aversión que me tienen.
Lord William se encogió de hombros.
—Apuesto, dijo, a que aludís a ese pobre Tom.
—¿Por qué negarlo? Hablo de Tom y de su mujer Betzy.
—¿Creéis que no os aman?
—Seguramente.
—¡Qué extraña idea!
—¡Oh! por lo demás, yo les pago en la misma moneda.
—¡Hermano!....
—Estoy en mi derecho, prosiguió con impetuosidad sir Evandale; y si en vez de ser un pobre segundón de la familia, fuese yo como vos lord Pembleton, señor de este país, dueño del antiguo solar y de la quinta moderna..... si dentro de un año debiera yo formar parte de la Cámara alta.....
—Y bien, ¿qué haríais? respondió Lord William.
—Empezaría por arrojar de mi presencia a Tom y a su mujer.
—Y haríais muy mal, dijo severamente lord William.
Sir Evandale volvió el rostro a un lado y no respondió.
—Tom es hermano de leche de nuestra madre, añadió lord William. No lo olvidéis, Evandale.
Y dicho esto, los dos hermanos apresuraron el paso de sus monturas, y no cambiaron una palabra más.
Bien pronto penetraron en el bosque.
A poco trecho entraron por una de las alamedas que lo atravesaban de parte, a parte, y ya allí, descubrieron a unos trescientos pasos de distancia, una numerosa cabalgada de cazadores igualmente vestidos de rojo, y entro ellos el traje blanco de una amazona.
El rostro de lord William reveló a esta vista una vivísima emoción, mientras que en el de su hermano se pintó el despecho, al mismo tiempo que le dirigía a hurtadillas una mirada de odio y de envidia.
—¡Ved a miss Anna! dijo lord William.
Y espoleando a su caballo, volvió a tomar el galope.
diario de un loco de bedlam.
Miss Anna cabalgaba graciosamente en medio de una lucida cuadrilla de caballeros que se agrupaban galantemente a su rededor.
Toda la flor y nata del condado se hallaba allí, y cada uno de aquellos apuestos galanes suspiraba al contemplar a miss Anna.
Es verdad también que miss Anna era en extremo hermosa. Tenía diez y ocho años, y a esto se añadía otra ventaja incontestable; y es que era muy rica, cosa bastante rara en una inglesa.
El que logrará su mano, alcanzaría no solamente la posesión de una beldad incomparable, sino también una de las herederas más opulentas del Reino Unido.
Esta joven era hija de sir Archibaldo Curton, baronet millonario y miembro influyente de la Cámara de los Comunes.
Sir Archibaldo, segundón de familia, se había expatriado en su juventud, pasando a las Indias, donde no había desdeñado dedicarse al comercio, aunque pertenecía a la aristocracia.
Había hecho una fortuna colosal, casándose luego con la hija de un nabab, que le había llevado otra fortuna, y de esta unión tuvo una sola hija, que era miss Anna.
La magnífica quinta de recreo de sir Archibaldo, que era casi una residencia real, se hallaba en el llano, a unas tres millas inglesas de la de lord William Pembleton.
Lord William y sir Archibaldo se vieron como vecinos y se visitaron con frecuencia.
Lord William acabó naturalmente por enamorarse de miss Anna, y esta se ruborizaba cada vez que veía al joven lord.
Un día al fin,—habría de esto seis meses,—lord William había hecho una visita solemne a sir Archibaldo, y le había dicho sin preámbulos:
—Amo a miss Anna, y solicito el honor de unirme a ella en matrimonio.
A lo cual sir Archibaldo había respondido:
—Creo haber notado que mi hija os ama también: y por lo que a mi hace, tengo a mucho honor la demanda que me hacéis.
Lord William dejó escapar una exclamación de alegría.
Pero sir Archibaldo respondiendo a aquel movimiento juvenil con una sonrisa, se había apresurado a añadir:
—No os alegréis tan pronto, milord; nada hay todavía seguro, y las cosas irán más lentamente de lo que suponéis.
Lord William se había quedado mirando a sir Archibaldo con sorpresa.
Este prosiguió:
—Probablemente debéis saber que yo he estado casado con una India. Mi esposa, que tuve el dolor de perder hace mucho tiempo, era hija del nabab Moussamy, el más rico de los que habitan el Punjab.
—¿Y bien? exclamó lord William.
—Mi hija es su heredera.
—Bien.
—Y en razón de ese título, yo no puedo casarla sin el consentimiento del nabab.
Lord William frunció el entrecejo.
—Pero tranquilizaos, añadió sir Archibaldo. El viejo nabab adora a su nieta.
—¡Ah!
—Y de consiguiente quiere todo lo que ella quiere. Y si en esta ocasión miss Anna.......
Al oír esto, lord William se sonrojó como una doncella.
Lord William sabía que miss Anna le amaba.
Esta conferencia entre el joven lord y el baronet, y la que tuvo lugar en seguida entre el padre y la hija, habían permanecido secretas.
Lo mismo sucedió respecto a la misiva que le enviara al nabab, y que habían escrito con gran misterio.
Así todos los nobles gentlemen del condado, y aun los que desde Londres perseguían a miss Anna con sus pretensiones, no habían perdido la esperanza, y la hacían una corte asidua mecidos por las más dulces esperanzas.
Miss Anna no alentaba ni desalentaba a ninguno, y entretanto tomaba parte en todas las diversiones que se improvisaban en su honor y que servían de pretexto para gozar de su compañía.
La caza, por otra parte, era su pasión favorita; e intrépida amazona, seguía a caballo a los más atrevidos cazadores, saltando con ellos los fosos y los vallados.
Además sir Archibaldo tenía también pasión por la caza, y dos veces por semana, al menos, convidaba a sus vecinos a alguna partida en sus magníficos bosques.
A una de estas reuniones ordinarias, era pues adonde acudían aquella mañana lord William y su hermano sir Evandale.
Ya hemos visto como el primero, al descubrir a miss Anna en medio de su brillante escolta de adoradores, había excitado a su caballo y salido al galope.
Sir Evandale, que se quedó algunos pasos de tras, dirigió a su hermano una ardiente mirada de odio.
La joven miss parecía más animada que de costumbre y su rostro estaba radiante de hermosura.
Al ver llegar a lord William se ruborizó de una manera bien visible, y tendiéndole la mano le dijo:
—Milord, creo que mi padre tiene que daros una buena noticia.
Lord William se sonrojó a su vez.
Todos se quedaron mirándolo con una curiosidad envidiosa, y al mismo tiempo sir Archibaldo se adelantó hacia él.
—Milord, le dijo, la respuesta que esperábamos de la India ha llegado.
Al encendido rubor que coloraba el rostro de lord William, se sucedió súbitamente una palidez mortal.
Sir Archibaldo prosiguió:
—El nabab Moussamy consiente en el matrimonio de miss Anna.
Y dirigiéndose a los gentlemen que los rodeaban, añadió:
—Señores, tengo el honor de anunciaros el próximo casamiento de miss Anna, mi hija, con el noble par de Inglaterra lord William Pembleton.
Muchos de los que oyeron esta solemne declaración se mordieron los labios, y en medio de los parabienes que se apresuraron a prodigar, ahogaron más de un suspiro y más de un sentimiento de despecho mal disimulado.
Pero el que palideció más visiblemente y sufrió más sin duda, fue sir Evandale.
Sin embargo su rostro permaneció impasible, y la viva emoción interior que trastornó todo su ser, se manifestó únicamente en su palidez y en un ligero estremecimiento de los labios.
De repente sir Archibaldo pareció distinguirlo entre los demás caballeros que le rodeaban, y le dirigió directamente la palabra.
—¡Hola! sir Evandale, le dijo, también tengo para vos una buena noticia.
—¿Para mí? exclamó sir Evandale estremeciéndose.
—Para vos.
—¡Oh! ¿Os burláis?....
—¿No habíais solicitado entrar a servir en el ejército de la India?
—En efecto, respondió sir Evandale.
—Pues bien vuestro despacho de capitán de cipayos me ha llegado esta mañana.
—Y podéis dar las gracias a sir Archibaldo, hermano, dijo lord William.
—¡Ah! exclamó sir Evandale.
—Sí, prosiguió el joven lord, puesto que debéis vuestro grado a su apoyo y al de sus amigos de Londres.
Y añadió, creyendo que la emoción que se pintaba en el rostro de su hermano era de alegría:
—Pero, no partiréis de seguida, ¿no es verdad?
—Sois el jefe de nuestra casa, respondió irónicamente sir Evandale, y por lo tanto a vos os toca mandar y a mí obedecer.
—Pues bien, dijo lord William sonriéndose, os ordeno permanecer algunos días aún a mi lado, y asistir a mi matrimonio.
—Seréis obedecido, murmuró sir Evandale con acento feroz.
—Vamos, todo eso está muy bien, dijo sir Archibaldo. ¡Ahora, señores,
la señal a los ojeadores y corramos la caza!
A poco empezó el ojeo, la zorra huía ya fuera de su camada, los perros ladraban con furor, los caballos galopaban en todas direcciones, y las trompas de caza resonaban por la llanura.
Sin embargo uno de los gentlemen no había seguido la caza.
Al partir sus compañeros se había detenido en un recodo del bosque, y apeándose al pie de un árbol, había atado a él su caballo y se había sentado sobre la yerba.
Veíase pintada en su rostro la lucha de las más encontradas y detestables pasiones, y sus ojos vertían lágrimas de rabia.
—¡Fatalidad!....... decía, ¡injusticia de la suerte!..... ¡Ambos somos hijos de los mismos padres..... la misma sangre corre por nuestras venas; y sin embargo todo es para él, la fortuna, el rango, las dignidades!..... ¡y como si esto no bastara, hasta me arrebata a miss Anna!
Yo en tanto debo contentarme con una charretera en el ejército de la India... ese es todo el porvenir que me ha dado mi familia.
¿Es una burla del destino?
¡Oh! ese hombre es mi hermano..... pero lo odio..... lo aborrezco con toda mi alma!
Sir Evandale, fuera de sí de ira, había pronunciado estas últimas palabras en voz alta, creyéndose absolutamente solo.
Y sin embargo se engañaba.
No había acabado de hablar, cuando se entreabrió el ramaje de un árbol vecino, y apareció entre las hojas una cabeza bronceada, coronada de cabellos blancos e iluminada por dos ojos que brillaban como tizones encendidos.
—¡El Indio! murmuró aterrado sir Evandale.
—Sí, el Indio, repuso una voz sorda e irónica, el Indio que es tu amigo y que viene a ofrecerte sus servicios. Él aborrece como tú a lord William, con un odio inextinguible y mortal.
diario de un loco de bedlam.
Sir Evandale contemplaba al Indio con un asombro que no estaba exento de temor.
Aquel hombre podía considerarse como viejo, si solo se fijaba la atención en sus canas, pero los rasgos de su fisonomía rebosaban juventud y, cosa extraña, sin el color bronceado de su rostro, se le hubiera tomado por un europeo, tanto se acercaban sus facciones al tipo de la raza caucásica.
Sin embargo, no se crea por esto que era bello, pues si sus facciones eran nobles y correctas, su rostro estaba desfigurado por profundas cicatrices que notablemente le afeaban.
Cuando el Indio iba por los caminos implorando la caridad de los transeúntes, solía levantarse las mangas del vestido y entreabrir la camisa; y todos los que llegaban a verle por un momento los brazos o el pecho, experimentaban un vivo sentimiento de horror.
El cuerpo de aquel hombre estaba cubierto de heridas horribles; heridas cicatrizadas, es verdad, pero no por eso menos repugnantes, pues la piel que las cubría se había formado de una manera incompleta y era trasparente como una tela de cebolla.
Algunas veces, este Indio, que ya hemos visto se llamaba Nizam, con el objeto de enternecer a sus oyentes, solía contarles su historia.
Un día, según él, había sido sorprendido por un tigre en una pagoda, en el momento en que rezaba devotamente sus oraciones, arrastrado hasta un juncal inmediato, y entregado a la voracidad de sus cachorros.
¿Cómo había podido escapar a aquella camada de tigres?
Para explicar esto, Nizam contaba un hecho bien extraño.
En el momento en que los hijuelos del tigre le laceraban el cuerpo con sus garras y que, bajo los ojos de su madre, jugaban con su cuerpo palpitante, aunque lleno de vida aún; en tanto que resignado, como todos los hombres de su raza, esperaba la espantosa muerte que le estaba reservada; se oyó de repente un ruido muy semejante al fragor de un trueno lejano.
Los tigres, abandonando su presa, parecieron consultarse con la mirada.
La madre manifestó una inquietud recelosa.
El ruido continuaba en tanto y parecía aproximarse; y al mismo tiempo temblaba la tierra, como si marchara por ella un ejército de gigantes.
Entonces el tigre dio un bufido ronco, y tomó la fuga con sus hijuelos, abandonando al desgraciado Indio que, aunque cubierto de horribles heridas, vivía aún.
Pero Nizam no se había salvado por esto.
Aquel ruido formidable, que acrecía sin cesar, y que se oía ya a corta distancia, el pobre Indio lo había reconocido........
Era una tropa de elefantes que atravesaba la espesura.
Nizam cruelmente herido y sin fuerzas para moverse, hacía tristes reflexiones.
—Los tigres no me han acabado, se decía, pero los elefantes pasarán sobre mi cuerpo y me aplastarán bajo sus pies.
Pero Nizam se engañaba y juzgaba mal a los elefantes.
Estos iban en número de más de doscientos.
¿De dónde venían?... ¿A qué punto se encaminaban en compañía tan numerosa?
Nizam juzgó que aquellos animales emigraban, pues llevaban consigo a sus hembras y sus hijuelos, y en medio de ellos marchaban los elefantes viejos, que se distinguían por sus orejas enteramente blancas.
Un jefe iba a la cabeza, a más de cien pasos delante de la columna.
Aquel jefe era un elefante blanco.
El elefante sagrado de los Indios.
Nizam, a pesar de su estado de debilidad, lo descubrió desde lejos, y como el pobre Indio era un piadoso servidor del dios Wichnou, pensó que aquel dios enviaba al animal sagrado en su ayuda.
Y Nizam no se engañaba.
Cuando el elefante llegó a cierta distancia, se acercó a él, se detuvo, bajó la trompa, la rodeó al cuerpo del Indio, y lo colocó blandamente sobre su cuello.
Luego continuó su marcha, siempre seguido por el formidable ejército que mandaba.
Los elefantes salieron a poco del juncal, y llegaron a una vasta llanura cultivada, en medio de la cual se veía una aldea india.
Entonces el elefante blanco volvió a coger a Nizam y lo colocó a orillas de un campo de arroz; y fijando en él esa mirada de su raza, que tiene algo de humano, pareció decirle, según creyó comprender el pobre herido:
—Aquí te hallas bajo la protección de los hombres, que son tus hermanos, y no tienes nada que temer de los tigres.
Así fue como Nizam se salvó de una muerte cierta. Socorrido por los habitantes de aquella aldea, sus heridas se cicatrizaron una a una; pero la piel no volvió a formarse, y había sido reemplazada por una membrana viscosa que dejaba ver los músculos y las venas de los miembros.
Pero, ¿por qué Nizam había dejado la India?
¿Por qué y para qué vino a Londres, y por qué había abandonado luego esta ciudad para venir a vivir mendigando en el condado de Northumberland?
Esto es lo que el Indio no decía.
Tal era el hombre que acababa de aparecerse a sir Evandale, en el momento en que se abandonaba a los arrebatos de su odio y de su sombría desesperación.
Nizam se deslizó al pie del árbol donde se había escondido, y sin el menor embarazo vino a sentarse al lado de sir Evandale.
Este, ya lo hemos dicho, lo miraba con un asombro que no estaba exento de miedo.
El Indio adivinó este sentimiento en el joven, y se apresuró a decirle:
—No temáis nada de mí. Os soy adicto, como lo es la liana al árbol a cuyo tronco se enlaza.
Y como sir Evandale continuase mirándole con recelo y sin responderle:
—Os amo como un perro a su amo, como un esclavo fiel a su señor, añadió el Indio con emoción, y toda mi sangre es vuestra.
—¿De veras? dijo sir Evandale.
—Os amo, prosiguió Nizam, y quisiera haceros lord.
—¡Oh!... ¡oh!
—Tal como os lo digo.
Sir Evandale inclinó la cabeza y exhaló un suspiro.
—Desgraciadamente, murmuró, eso es imposible.
—No hay nada imposible, dijo sentenciosamente el Indio.
—Pero..... pobre amigo.....
—Sir Evandale, prosiguió el Indio con gravedad, ¿tenéis prisa en seguir la caza?
—No.
—¿Queréis tener la bondad de escucharme?
—Habla cuanto quieras.
—Sir Evandale, vos amáis a miss Anna.......
El joven se estremeció y no pudo ocultar su turbación.
—¿Qué sabes tú? exclamó con forzada sonrisa.
—Sir Evandale, prosiguió Nizam con su tono sentencioso, cuando levantáis los ojos, descubrís en lo alto de la montaña los elevados muros y macizas torres de Old-Pembleton.
—Bien, ¿y qué?
—Cuando los bajáis hacia la llanura, veis las graciosas torrecillas de New-Pembleton, la opulenta morada moderna.
—Pero en fin.....
—Y después vuestra mirada abarca las diez leguas cuadradas de praderas, de campos cultivados y de bosques que rodean los dos ricos dominios, y entonces suspiráis.......
Sir Evandale suspiró en efecto.
—Y no podéis menos que deciros, prosiguió Nizam, si yo hubiera nacido el primero..... todo eso sería mío.
—Es verdad, murmuró sir Evandale con aire preocupado y sombrío.
—Y mientras que todo el mundo os da el título común de gentleman, oís llamar a vuestro hermano milord.......
—Y bien, ¿qué puedo yo hacer a todo eso?
—Muy sencillo. Ser lord a vuestra vez.
—Pero.....
—Y si yo lo quiero..... lo seréis.
—¡Tú!
Y sir Evandale contempló al mendigo con sonrisa irónica.
—No riáis, sir Pembleton, exclamó Nizam.
El joven continuaba mirándolo con burlona curiosidad.
Entonces Nizam se levantó, irguió con altivez su talle encorvado, y sus ojos ardientes lanzaron una llama que ofuscó por un momento a sir Evandale.
—En el país donde nos hallamos, dijo, vivo, es verdad, de la caridad pública, y soy un objeto de horror y de piedad para todos, pero si yo quisiera.....
—¿Qué harías?... veamos.
—Haría lo que nadie puede hacer..... haría de vos..... lord Pembleton, dijo fríamente el Indio.
—¡Ah! exclamó sir Evandale estremeciéndose.
—Escuchadme, prosiguió Nizam.
Y volvió a sentarse familiarmente al lado del hermano desheredado de lord William Pembleton, el alto y poderoso señor y par de Inglaterra.
diario de un loco de bedlam.
Como decíamos pues, el Indio Nizam se había sentado familiarmente al lado de sir Evandale, y hasta se había atrevido a tomarle la mano.
—¿Qué edad teníais, le dijo, cuando perdisteis vuestra madre?
—Unos siete años, respondió el joven Pembleton.
—De consiguiente erais demasiado niño para que os pudieran confiar un secreto.
Esta palabra produjo una conmoción extraña en sir Evandale.
Sin embargo no respondió y continuó mirando al Indio.
—Porque yo poseo un secreto que os debo confiar, añadió este.
—¿Un secreto?
—Sí, un secreto que se refiere a vuestro..... nacimiento.
—Pero, dijo sir Evandale con altivez, mi nacimiento no tiene nada de misterioso, que yo sepa.
—Sí... y no.
Y diciendo esto, el mendigo clavó en el joven caballero una mirada tan resuelta y dominadora, que sir Jorge Evandale bajó la cabeza, humillado y sumiso ante aquel vagabundo.
—Decidme, prosiguió Nizam, ¿no habéis oído hablar nunca de vuestro tío sir Jorge Arturo Pembleton?
—Raramente, repuso sir Evandale.
—Pero en fin, ¿os han hablado alguna vez?
—Sí.
—¿Quién?
—Los criados de mi casa.
—¿Y vuestra madre?
—Jamás.
—¡Ah! dijo Nizam soltando una carcajada satánica, ¿no os habló nunca de él?
—No; y aún recuerdo, prosiguió sir Evandale, que un día estuvo a punto de desmayarse porque un doméstico pronunció ese nombre delante de ella.
—En otro tiempo no se hubiera desmayado, murmuró Nizam con voz sorda y acento irónico.
Sir Evandale se estremeció de nuevo.
—¿Qué quieres decir, mendigo! exclamó.
Nizam seguía sonriéndose.
—No pretendáis humillarme con vuestro desprecio, sir Evandale, dijo. Yo, mendigo tal que me veis, soy sin embargo poderoso; y, ya os lo he dicho, si me escucháis, os juro que haré de vos un lord, y os casaré con miss Anna, la rica heredera.......
Un vivo sentimiento de orgullo fermentó en el cerebro de sir Evandale.
—Continúa, dijo.
Nizam prosiguió:
—También debe haber un hombre en New-Pembleton que no habla jamás de sir Jorge. Ese hombre se llama Tom.
—¡Tom! exclamó sir Evandale. ¡Oh! a ese le aborrezco.
—Y tenéis razón.
—Lo aborrezco, porque no ama más que a mi hermano mayor... al poderoso lord William, añadió sir Evandale.
—Si supierais otra cosa aún, repuso el Indio, vuestro odio sería mucho mayor.
—¿Qué es pues?
—¡Oh! ya os lo diré más tarde. Por ahora no se trata de Tom.
—¿De quién entonces?
—De sir Jorge Pembleton.
—Pues bien, habla....
—Sir Jorge, hace veinte y dos años,—prosiguió Nizam,—era un pobre segundón como vos. Mientras que su hermano gozaba ya de las consideraciones debidas a su nacimiento, y que un día sería lord, se casaría con miss Evelina Ascott, y poseería una inmensa fortuna; el pobre hermano menor estaba destinado a servir oscuramente en la marina.
—Como yo en el ejército de las Indias, murmuró suspirando sir Evandale.
—Sin embargo sir Jorge amaba a miss Evelina.
Sir Evandale hizo un brusco movimiento.
—Y miss Evelina le amaba.....
—¡Mientes!
—Yo no he mentido jamás, dijo fríamente el Indio.
Y paralizó de nuevo al joven Evandale con su mirada dominadora.
En seguida, aquel miserable mendigo, desplegando una autoridad de maneras y de expresión y un lenguaje que nadie hubiera podido sospechar en él, al verle mendigar por los caminos; aquel mendigo, decimos, contó detalladamente a sir Evandale los amores misteriosos de miss Evelina y sir Jorge; luego la vuelta de este de las Indias, y en fin aquella noche terrible en que lady Pembleton había faltado, a su pesar, a todos sus deberes.
Sir Evandale le escuchaba temblando y empapada en sudor la frente. Lo escuchaba casi sin poder respirar, y cuando el Indio hubo concluido, dijo al fin reponiéndose, después de un momento de silencio:
—Pero entonces, sir Jorge fue.....
—Vuestro padre, repuso fríamente el Indio.
—¡Mi padre!
—El que también había soñado hacer de vos un lord.
—Y sir Jorge..... ha muerto, ¿no es verdad?
—Para todo el mundo, sí.
—¿Qué quieres decir?
—Para mí, no.
—¿Sir Jorge no ha muerto?
—Vive, os lo repito.
—¡Vive!
—Sí, y voy a probároslo.
Y al decir estas últimas palabras, Nizam se levantó rápidamente.
—Esperadme aquí, añadió, vuelvo dentro de pocos minutos.
Y desapareció entre las árboles del bosque.
Nizam se dirigió a un arroyo que corría entre la espesura, se arrodilló inclinándose en su orilla y se lavó repetidas veces el rostro.
Hecho esto, volvió adonde se hallaba el joven Evandale.
Este al verlo llegar arrojó un grito de sorpresa.
El color bronceado del rostro de Nizam había desaparecido.
Nizam era blanco como un Europeo, como un Inglés.
Y como sir Evandale le miraba con estupor, el supuesto Indio le dijo:
—¿No preguntabais por sir Jorge?... Pues bien, heme aquí.
—¿Vos?..... ¿vos? exclamó el joven con asombro.
—Yo, tu padre, dijo el supuesto Indio.
Y estrechando a sir Evandale entre sus brazos, lo cubrió de besos
furiosos.
Este hombre que vivía hacía diez años en el país, y que todo el mundo llamaba Nizam el Indio, era efectivamente sir Jorge Arturo Pembleton.
Era el mismo a quien sir James Ascott había dejado herido en una pierna y sin movimiento, en medio de un bosque de la India poblado de tigres.
Y en la historia que Nizam contaba bajo su supuesto nombre, no había de falso más que una cosa, el ataque del tigre en la pagoda de Wichnou.
Todo lo demás era verdadero.
Es decir, que atraídos por sus lamentos y por el olor de la sangre, apenas sir James hubo desaparecido, varios tigres se habían lanzado sobre él; pero aunque lo habían mal herido, no tuvieron tiempo para devorarlo.
La tropa de elefantes había hecho huir a los tigres precipitadamente.
Abandonado por el elefante blanco que lo sacara del bosque, en un campo cultivado, a orillas de un arrozal, sir Jorge había permanecido allí muchas horas privado de sentido.
Vuelto en fin en sí, se fue arrastrando como pudo, vertiendo aún sangre de sus heridas, hasta la choza de un Indio anciano que vivía fuera de la aldea.
Aquel Indio era un brahmin.
El brahmin consideró como un hecho milagroso el acto que había llevado a cabo el elefante blanco, y no titubeó en afirmar a sir Jorge que era Wichnou mismo quien, por uno de esos avatars, que le eran familiares, se había encarnado en un elefante blanco con el único objeto de librarlo de la muerte.
Esto era de consiguiente,—según el buen brahmin,—un llamamiento de Brahma a la verdadera religión, y en su opinión, el soldado inglés, así favorecido, debía abandonar patria y creencias, y consagrarse en adelante a la causa de sus hermanos los Indios.
Sir Jorge aparentó dejarse convencer y entrar en las miras del sacerdote indio, pues su objeto era de no aparecer de nuevo en Calcuta y de pasar por muerto. Esto se acomodaba con sus proyectos ulteriores.
Por consiguiente, de acuerdo con el brahmin, tomó todas las medidas que pudiesen acreditar su muerte.
Un cipayo que venía por las noches a merodear en la aldea, había sido asesinado por los Indios.
Su cuerpo, destrozado por las aves de rapiña, yacía enteramente desfigurado en un campo inmediato.
El brahmin le puso el uniforme desgarrado de sir Jorge, y lo trasportó a la entrada de la selva.
Así fue como sir Jorge pasó por muerto a los ojos de todos, y fue dado de baja en la marina inglesa.
Aquí llegaba de su relato el supuesto Nizam, cuando sir Evandale le interrumpió diciéndole:
—Pero, ¿qué interés teníais en pasar por muerto?
El fingido Indio se sonrió misteriosamente.
—Voy a decirtelo, hijo mío, respondió.
Y abrazó de nuevo con pasión a sir Evandale.
diario de un loco de bedlam.
El supuesto Indio prosiguió:
—Mi convalecencia fue larga.
Cerca de dos meses pasé en la choza del brahmin, curándome lentamente de mis horribles heridas.
Los tigres me habían desfigurado por completo; y hasta tal punto que hubiera podido ir a pasearme en medio de mis antiguos compañeros y amigos, sin que ninguno de ellos me hubiera conocido.
Pero no era ese mi proyecto.
Mi única preocupación, mi idea fija, se concentraba en un solo punto.
Volver a Inglaterra.
Quería a toda costa volver a ver, no ya a lady Evelina, sino al fruto de nuestras amores... al hijo a quien yo idolatraba..... a ti en fin.
El supuesto Indio hablaba con tal emoción, que sir Evandale no podía engañarse.
Nizam y sir Jorge no formaban más que uno, y sir Jorge era en efecto su padre.
Este continuó:
—El brahmin, a quien yo confié una parte de mi secreto, me enseñó a dar a mi rostro un color cobrizo, por medio de la decocción de ciertas plantas.
Me teñí además el pelo y las cejas de color rojo, y acabé en fin por tomar la semejanza de ciertos Indios que tienen sangre europea en las venas y que, bajo su piel rojiza, ostentan los rasgos más correctos de la fisonomía de la raza blanca.
Cambiado así, volví públicamente a Calcuta.
Nadie llegó a conocerme.
Yo sabía además la lengua india. Fui pues a alojarme a la parte más retirada de la ciudad negra, que es el barrio de los indígenas, pues lo que se llama la ciudad blanca es donde habitan los Europeos.
Yo estaba sin dinero. Era necesario vivir en primer lugar, y en seguida reunir una pequeña suma que me permitiese costear el viaje a Inglaterra.
Mis horribles heridas llegaron a ser un objeto de curiosidad, y mi historia, hábilmente arreglada, sirvió de anuncio para enseñarme por dinero al público.
Al cabo de seis meses tenía bastante dinero para volver a Europa.
Me embarqué pues, y al cabo de otros seis meses de penosa navegación,—pues di la gran vuelta de África, en vez de pasar por el mar Rojo y Suez,—llegué en fin a Londres.
Durante muchos meses, mi única ocupación fue vagar por los parques, por los squares y por los alrededores del palacio Pembleton.
Algunas veces tenía la dicha de verte cuando te sacaba a pasear algún lacayo.
Aquí sir Evandale interrumpió bruscamente a Nizam.
—¡Esperad! exclamó.
—¿Qué? preguntó Nizam.
—Un recuerdo de mi niñez que asalta mi imaginación en este momento.
—Veamos, dijo el supuesto Indio sonriéndose.
—Tendría yo a la sazón cuatro o cinco años, prosiguió sir Evandale, y me acuerdo que me habían llevado, una hermosa tarde de invierno, a Hyde-Parc, al margen de la Serpentina cuya superficie estaba helada.
Muchos niños de mi edad jugaban allí, y algunos se divertían en deslizarse por el hielo... y me parece ver aún un rough de color atezado que permanecía a distancia, y nos miraba jugar.
—Era yo, dijo sencillamente Nizam.
—¡Oh! sí, erais vos, prosiguió sir Evandale, os reconozco en vuestra mirada.
—Era a ti a quien yo contemplaba.
—¡Ah!
—Pero continúa. ¿No te acuerdas de otra cosa?
—¡Oh! sí. A los pocos instantes, el hielo se rompió de repente, y uno de los niños se hundió en el río arrojando un grito terrible.—Entonces el rough dio un salto, se precipitó en el río y sacó al niño sano y salvo, atrayéndose los aplausos de la multitud que llenaba el parque.
—¿Y qué más?
—No sé. Aquel hombre desapareció en seguida.
—¿Y no lo has vuelto a ver hasta aquí? dijo Nizam.
—Sin conocerlo; puesto que sin vuestra historia, yo no hubiera tenido ese recuerdo de mi infancia.
—Entonces déjame proseguir, dijo Nizam.
Y Nizam, o mejor dicho sir Jorge, continuó en estos términos su relato.
—Lady Evelina, dijo, dejó a Londres de nuevo, y vino a establecerse en Old-Pembleton.
Entonces, dominado por el deseo de verla furtivamente alguna vez, emprendí detrás de ella tan largo y penoso viaje.
Mis recursos estaban agotados, y así me fue forzoso el venir implorando la caridad pública por los caminos y parajes habitados.
Pero tras tan penoso sacrificio, no logré conseguir mi objeto. Ningún extraño podía penetrar en Old-Pembleton.
Lady Evelina y ese maldecido Tom, habían hecho del antiguo solar una verdadera fortaleza.
Rondé muchos días inútilmente por los alrededores, y la más cruel desesperación se apoderaba ya de mi alma, cuando una noche..... una noche oscura y fría, oí en medio del silencio el galope de un caballo que subía por las cuestas escarpadas del castillo.
Me acerqué entonces a un recodo del sendero, y el jinete pasó cerca de mí.
Tendí la mano y le pedí una limosna.
El viajero me dio una corona y me dijo:
—Tienes frío, ¿no es verdad?
—Frío y hambre, respondí.
—Ven conmigo, añadió, y encontrarás una buena cena al lado de un buen fuego.
—¿Dónde? pregunté.
—Allá arriba.
Y me señalaba al mismo tiempo las torres de Old-Pembleton.
—Os engañáis, le dije.
—¿Cómo pues?
—Las puertas de ese castillo no se abren jamás.
El desconocido se echó a reír.
—Ven conmigo, repitió. Tan cierto como me llamó John Pembrock, médico algo conocido de la ciudad de Perth, te juro que esas puertas se abrirán esta noche.
Yo le seguí entonces, pero, como lo temía, Tom no quiso dejarme entrar.
Entonces, ebrio de cólera, John Pembrock me tomó sobre su caballo, y volviendo riendas, me dijo al bajar a escape hacia la aldea:
—Esas gentes no tienen corazón. ¡Tanto peor para ellos!
En efecto, al día siguiente supe que tu madre había muerto.
—Y desde entonces, preguntó sir Evandale, ¿habéis permanecido siempre en el país?
—Siempre.
—¿Mendigando?
—Sí, y dichoso en medio de mi miseria, cada vez que lograba verte.
—Así pues, murmuró sir Evandale, vos sois sir Jorge Pembleton...
—Sí.
—Y de consiguiente..... mi padre.
—Sí, repitió el supuesto Indio con los ojos arrasados en lágrimas.
—Pues bien, padre mío, dijo sir Evandale, venid conmigo.—Yo parto en breve para las Indias; vos me acompañaréis, y allí viviremos dichosos, vos consolándome con vuestro cariño, y yo rodeando de cuidados vuestra vejez.
Sir Evandale, al decir esto, hablaba con verdadera emoción.
Nizam volvió a estrecharlo en sus brazos.
—No, hijo mío, exclamó, tú no irás a las Indias.
—Pero, ¿adónde queréis que vaya?
—Permanecerás aquí.
—¿Para presenciar la dicha de un hermano a quien odio?
—No, sino para tomar su puesto.
Sir Evandale dejó escapar un grito.
Nizam prosiguió con una especie de exaltación:
—¡Tú serás lord!
—¿Yo?
—¡Y te casarás con miss Anna!
—Pero entonces, padre mío, dijo el joven temblando de emoción, es necesario para eso que lord William muera.
—Tal vez.
—Y lord William es joven y está lleno de fuerza y de salud.
—¡Bah! dijo Nizam, ¡la vida humana es tan poca cosa!.....
Sir Evandale hizo un gesto de terror.
—¡Oh! no, padre mío, exclamó, ¿pensaríais acaso en matar a lord William?
—¿Qué te importa?
—¡No!... ¡no! dijo vivamente el joven, me opongo absolutamente a ello.
Nizam pareció reflexionar por algunos instantes.
Después, mirando fijamente a sir Evandale:
—Pues bien, dijo, supongamos una cosa.
—Veamos.
—Supongamos que todo el mundo crea a lord William muerto, y que viva sin embargo.
—Pero, ¡eso es imposible!
—Todo es posible a un hombre como yo, respondió Nizam.
—¿Y decís que William podría pasar por muerto estando vivo?
—Sí.
—¿Y yo podré heredar su título de lord?
—Positivamente.
—¿Y podré casarme con miss Anna?
—Sí, te casarás con miss Anna.
—Pero, ¿me prometéis solemnemente que William no morirá?
—¡Te lo juro!
Y Nizam dijo esto con un acento de seguridad que no dejaba lugar a la duda.
—¡Oh! exclamó sir Evandale, ¡me parece que estoy poseído de un vértigo!
—¡Lord Pembleton! dijo Nizam con aire de triunfo, yo te saludo!
Y el Indio desapareció entre la maleza, dejando a sir Evandale solo, aturdido y paralizado de estupor.
diario de un loco de bedlam.
Sir Evandale erró de un lado a otro, y no volvió a ver a Nizam en todo el día.
A la caída de la tarde, el desgraciado joven se volvió triste y pensativo a la quinta de New-Pembleton.
Lord William acababa de llegar.
—¿Qué ha sido de vos, hermano? le preguntó.
—He perdido la caza, respondió sir Evandale.
—¿De veras?
—Sí, y como el tiempo era magnífico y soy apasionado admirador de la naturaleza, he seguido por senderos extraviados y agrestes, sin notar que me alejaba más de lo que debía de New-Pembleton.
—En fin, habéis llegado, y eso es lo principal, dijo lord William gozoso. ¡Ah! no sabéis, hermano, cuántas cosas tengo que deciros!
—¿A mi? exclamó sir Evandale estremeciéndose.
—A vos.
—¡Ah! contestó lacónicamente el joven.
Y esperó a que su hermano acabara de explicarse.
—En primer lugar, prosiguió lord William, os diré que soy el hombre más dichoso de este mundo.
—¡De veras!
—Dentro de tres semanas, miss Anna se llamará lady Pembleton.
—Os felicito sinceramente, murmuró sir Evandale con aire embarazado.
—En segundo lugar hemos hablado mucho de vos, el padre de miss Anna y yo.
—¿Y a qué propósito? preguntó sir Evandale.
—Ya os he dicho otras veces, hermano mío, prosiguió el joven lord, cuánto detesto la ley inglesa que ha establecido los mayorazgos.
—¡Ah! repuso sir Evandale con una sonrisa irónica.
Lord William prosiguió.
—Yo soy el primogénito. La ley me da el título, las tierras, los señoríos, un asiento en el Parlamento...
—Y a mi, nada; ya lo sé, dijo sir Evandale con acento resignado.
—Y eso me indigna.
—¡Ah! ah! repuso sir Evandale irónicamente.
—Desgraciadamente, la ley no permite que yo renuncie todas esas ventajas y que divida con vos la fortuna.
—Yo no os pido nada, milord, dijo secamente sir Evandale.
—Esperad un poco, hermano mío, contestó lord William sonriéndose afectuosamente.
Sir Evandale se quedó mirándolo.
—El padre de miss Anna y yo, hemos tenido una magnífica idea, querido hermano.
—¡Ah!
—Ya sabéis que miss Anna es nieta de un rajáh de la India.
—En efecto.
—Un rajáh fabulosamente rico.
—¿Y bien?
—Y que tiene un hermano rajáh como él, y como él inmensamente rico.
Sir Evandale no contestó y continuó mirando a lord William.
—Ese hermano tiene una hija, prosiguió el joven lord, una hija única que será dotada como una reina.
—¿Y qué?
—Que el padre de miss Anna os dará cartas de recomendación para los dos rajáhs.
—Bien.
—Y solo quedará por vos, estoy seguro, si no os casáis con la bella Dai-Natha.
—¡Ah! ¿se llama Dai-Natha?
—Sí, hermano mío; y es muy hermosa, según dicen.
—Os doy infinitas gracias por el cuidado que tomáis de mi porvenir, repuso el joven Pembleton.
Y su voz, al hablar así, revelaba una sorda ironía.
Pero lord William no lo notó, y se separó de su hermano contento y satisfecho.
Apenas se halló solo, sir Evandale dejó estallar todo su rencoroso despecho.
—¡No es la hija del rajáh lo que yo quiero, exclamó con furor concentrado; no, lo que quiero es miss Anna: no son plantaciones de arroz y de índigo lo que ambiciono..... es el solar de Pembleton y los bosques y pastos que lo rodean..... es tus títulos, tu nombre, tu dignidad, lord William!
Y fue a encerrarse en su habitación, devorado por sus bajas y criminales pasiones.
Dos días se pasaron así.
Sir Evandale se paseaba por los alrededores, ya a pie ya a caballo, y había vuelto muchas veces al paraje del bosque donde Nizam le había contado su historia.
En vano recorrió todos los caminos de la llanura y los senderos del bosque.
El Indio Nizam permanecía invisible.
Al tercer día, y a la caída de la tarde, cuando sir Evandale volvía a New-Pembleton, triste y desalentado, halló a Tom en el patio de la quinta.
El mayordomo estaba en traje de camino, y se disponía a montar a caballo.
Lord William hablaba con él en voz baja.
—¿Adónde va Tom? preguntó sir Evandale aproximándose.
—A Londres, respondió lord William.
—¿Para qué?
—Va a cobrar una suma importante que tengo depositada en casa de uno de mis banqueros.
—¡Ah! dijo sir Evandale.
Tom partió de seguida. Debía ir a caballo hasta la estación próxima, y allí tomar el tren acelerado de Edimburgo a Londres.
Lord William se apoyó entonces en el brazo de su hermano y dirigiéndose a su gabinete, le dijo:
—La ley inglesa me obliga a conservar en mi poder todos los bienes muebles e inmuebles de la familia, pero puedo disponer del numerario hasta cierto punto. Ahora bien, hoy mismo acabo de entrar en posesión de veinte mil libras esterlinas que creía perdidas. He pensado en vos, y creo que me daréis el placer de aceptarlas.
—¡Hermano!... murmuró confuso sir Evandale.
—Tomad, añadió lord William.
Y le entregó una cartera henchida de pagarés y de banknotes.
En esto había llegado la noche.
Como a la sazón se hallaban en lo más fuerte del estío, el día había sido en extremo caluroso.
Así aspiraban con avidez una ligera brisa que agitaba apenas las hojas de los árboles y refrescaba un poco la atmósfera.
Sir Evandale, después de haberse separado de su hermano, se había retirado a su cuarto, y, despojándose de una parte de sus vestidos, se echó por un momento en la cama.
Pero el estado de su espíritu no le permitía conciliar el sueño.
La ventana que daba frente al lecho había permanecido abierta.
La brisa movía blandamente un árbol que tocaba casi a esta ventana, pero pasados algunos instantes, se agitó de pronto con tal fuerza entreabriendo sus ramas, que sir Evandale se incorporó sobresaltado y saltó vivamente del lecho.
Entonces, el follaje del árbol se abrió con violencia, y apareció un hombre que, ágil como un mono, saltó al alféizar de la ventana.
Aquel hombre era Nizam.
—Heme aquí, dijo.
—¡Ah! exclamó sir Evandale, tres días hace que os ando buscando.
—He estado ausente, respondió Nizam.
—¿Adónde habéis ido?
—A Londres.
—¿De veras?
—Y he vuelto hace dos horas.
—¿Y qué habéis ido a hacer a Londres?
—He ido a buscar a algunos amigos, con quienes tenía necesidad de entenderme.
—¡Ah! dijo sir Evandale estremeciéndose de nuevo.
—Sí, tenemos necesidad de ellos para que llegues a ser lord.
—Pero... ¿lo lograré positivamente?
Y la voz de sir Evandale temblaba de emoción.
—Positivamente.
—¿Y... muy pronto?
—Antes de un mes.
—Pero no mataréis a lord William, ¿no es verdad?
—No. Ya te he dicho que no morirá.
—¿Me lo juráis?
—Te lo juro.
—Está bien, dijo sir Evandale exhalando un suspiro.
Y en seguida añadió:
—Es decir... que pasará por muerto.
—Sí.
—¿Qué haréis pues de él?
—Quieres saber demasiado, hijo mío, respondió Nizam. ¡Más tarde! más tarde!
Y como asaltado de pronto por otra idea, se volvió a sir Evandale y añadió:
—¡Ah! ¿tienes algún dinero... algunas economías?... Necesito dinero.
—Precisamente he recibido hoy, dijo sir Evandale.
Y abriendo su escritorio, sacó de él la cartera que le había dado lord William.
—Tomad, añadió.
Nizam abrió la cartera y tomó dos billetes de cien libras.
—Tengo bastante por el momento, dijo. Si necesito más, te volveré a pedir.
Y dio un paso hacia la ventana, pero volviéndose de pronto añadió:
—Tom ha partido, ¿no es verdad?
—Sí, esta tarde.
—Entonces, dijo Nizam, cuyos ojos brillaron con un fulgor siniestro, ha llegado la hora. Podemos obrar sin temor.
Y saliendo por la ventana, dijo aún antes de descolgarse:
—Duerme tranquilo... serás lord.
Y desapareció como una sombra.
diario de un loco de bedlam.
El calor era insoportable.
Serían las doce del día y el sol irradiaba sobre la tierra abrasada sus rayos perpendiculares.
La campiña estaba silenciosa y desierta.
Los pájaros habían cesado de cantar.
Los labradores habían abandonado el arado y habían entrado los bueyes en sus establos.
No parecía sino que la tierra de Escocia se hallaba bajo el ecuador.
Y sin embargo, a aquella hora y bajo aquel cielo inclemente, se veía una porción de gente acuadrillada, que caminaba con gran trabajo por un camino de herradura, donde sus pasos levantaban una nube de polvo.
Aquellos hombres, que iban encadenados de dos en dos, con los pies descalzos, la cabeza afeitada y cubiertos de harapos, eran presidiarios.
Triste convoy de ladrones y asesinos, condenados en los diferentes condados de Escocia y reunidos luego en la cárcel central de Edimburgo, eran conducidos en fin por etapas, bajo la custodia de tres capataces, hacia el puerto de Liverpool, donde debían embarcarlos para Australia.
Estos desgraciados caminaban lentamente, cubiertos de sudor y de polvo.
Unos se quejaban y gemían arrastrándose penosamente.
Los otros juraban y blasfemaban.
A veces sucedía que alguno de ellos, abrumado de fatiga, se echaba por tierra, y se negaba a marchar.
Entonces uno de los capataces levantaba su bastón y le apaleaba sin piedad.
El desgraciado exhalaba un grito de dolor y se volvía a poner en marcha.
—Teniente Percy, dijo uno de los capataces de aquella chusma, dirigiéndose a su camarada, que era evidentemente su superior, a juzgar por el galón que llevaba en la manga de su uniforme, teniente Percy, ¿no pensáis en que sería ya tiempo de hacer un pequeño alto?
—¡Ya lo creo! respondió el teniente. ¿Estáis cansado, John?
—Tengo los pies hinchados.
—Yo, estoy rabiando de sed.
—¡Y pensar que no hay una gota de agua en este maldecido país!...
—Eso consiste, respondió el teniente Percy filosóficamente, en que la nieve que veis allá arriba en la cima de las montañas, no se ha derretido todavía.
—Y es muy probable que no se derretirá jamás, respondió el capataz John.
—Lo que quiere decir, añadió Percy, que no hay que contar con ella.
—Esa es mi opinión. Pero ¡qué diablo! se me figura que no tardaremos en encontrar una villa, una aldea, una venta siquiera....
—A dos leguas de aquí tenemos la aldea de Pembleton.
—¡Ah! dos leguas, a esta hora de calor, es demasiado!
—Tranquilizaos, John, nos detendremos antes.
—¿Dónde?
—¿Veis aquella línea negra al horizonte?
—Sí; es un bosque.
—A cuya orilla corre un riachuelo.
—Bien. ¿Es allí donde vamos a hacer alto?
—Sin duda. Y aun descansaremos allí hasta la caída de la tarde.
—¿En vez de avanzar hasta la aldea de Pembleton?
—Sí.
—¡Por vida mía! que no comprendo ese singular capricho, teniente!
—En efecto, John, tengo el capricho de ganar cien libras esterlinas y de haceros ganar cincuenta.
El capataz, estupefacto, se quedó mirando al teniente Percy.
—La verdad, teniente, dijo en fin, ¿es que el sol os ha lastimado la cabeza?
—¿Por qué me preguntáis eso?
—¡Toma! añadió John, se me figura que os burláis de mí.
—De ningún modo, John.
—Pues ¿cómo podéis ganar por aquí cien libras?
—Ese es mi secreto.
—¡Ah!
—Y vos podéis contar con cincuenta.
—¿Yo?
—Sí, amigo mío, pero para eso es necesario hacer lo que después os diré.
—¡Hablad! hablad! dijo John; ¡cáscaras! cincuenta libras! no ganamos tanto por año.
—Cincuenta libras esterlinas, repitió el teniente Percy.
—Pero......
El teniente se sonrió y guiñó el ojo maliciosamente.
—Sois demasiado curioso, John. Un poco de paciencia.
Y el teniente Percy no pronunció más palabra.
Los presidiarios habían percibido también el bosque y lo miraban con ansiedad.
—¡Perra canalla! les gritó el teniente, no jadeéis así ni saquéis la lengua..... ¡un poco de ánimo! Dentro de un cuarto de hora descansaremos, y tendréis agua para apagar la sed.
Esta promesa reanimó a aquellos desgraciados.
Iban en número de ocho encadenados de dos en dos, y atados a una cuerda que les obligaba a ir en fila.
Detrás de la cadena marchaba una mula, que conducía por el ronzal otro capataz, y sobre la cual iba un hombre echado como un fardo.
Aquel hombre, que apenas tendría veinte años, era un pobre presidiario que habían tomado en el camino, sacándolo del hospital de la cárcel de Perth donde se hallaba.
Tenía el rostro embotado y cubierto de una lepra asquerosa, y su aspecto era tan repugnante, que el pobre diablo había venido a ser un objeto de horror, hasta para aquellos hombres degradados que eran sus compañeros de infortunio.
Cuando la cadena hacía alto, la mula se quedaba atrás, y nadie hubiera osado acercarse a aquel infeliz, pues había corrido el rumor entre aquella gente de que la enfermedad de su compañero era contagiosa.
El capataz se ponía unos guantes para darle de beber o de comer.
Por lo demás, aquel desgraciado estaba casi idiota y no hablaba una palabra.
¿Qué crímen había cometido?
Nadie lo sabía.
Todo lo que habían podido averiguar es que estaba condenado a la deportación por cinco años.
Los presidiarios llegaron en fin a la entrada del bosque.
—¡Alto! ordenó el teniente Percy.
Pero, en vez de detenerse, los presidiarios se precipitaron hacia el riachuelo, por cuyo álveo corría un chorro de agua.
Allí, echados por tierra, bebieron ávidamente, y después que hubieron apagado la sed, los capataces les distribuyeron algunos alimentos groseros, y el teniente Percy les dijo:
—Ahora, si tenéis sueño, podéis dormir a vuestras anchas.
Aquí permaneceremos hasta entrada la noche.
Con esto los desgraciados se acostaron dos a dos en la yerba a la sombra de los árboles, y media hora después todos dormían profundamente.
Pero el teniente Percy y su segundo el capataz John, no dormían por su parte.
Sentados en un ribazo, a notable distancia de aquella escoria humana, como ellos la llamaban, en vez de gustar las dulzuras del sueño, departían en voz baja.
—Sí, John, amigo mío, hay medio de ganar en el lindero de este bosque ciento cincuenta libras esterlinas..... ciento para mí, cincuenta para vos, decía el teniente Percy.
—¿Y qué hay que hacer para eso? preguntó John.
—Escuchad y lo sabréis. ¿No habéis notado que cuando nos detuvimos en Perth para hacernos cargo del presidiario que no puede andar, el alcaide de la cárcel me entregó un canuto de hoja de lata?
—Sí, el que lleváis colgado a la cintura.
—Este es en efecto.
—Bien, dijo John, ¿y qué?
—¿Sabéis lo que contiene?
—No, a fe mía. No me he atrevido a preguntároslo.
—Esta caja contiene una víbora azul.
—¿Y qué es eso?
—Un reptil de la India, grande como el dedo meñique.
—¿Y cuya picadura es mortal?
—No. Pero el veneno de esta víbora tiene una propiedad particular no menos terrible.
—¡Ah!
—Hace hincharse el cuerpo, y especialmente el rostro, que se cubre de una lepra asquerosa, al cabo de pocas horas, y el infeliz a quien el reptil ha inoculado su veneno, cae por más o menos tiempo en un completo idiotismo.
—Pero entonces, dijo John, ese desgraciado que viene en la mula, ¿ha sido picado por esa víbora?
—Sí.
—¿Y como ha sucedido eso?
—Muy sencillamente. El carcelero la deslizó en su cama la antevíspera de nuestra llegada a Perth. Ese pobre mozo era un vigoroso joven, sano de cuerpo y de espíritu; y ahora, ya lo veis, se ha convertido en un miserable idiota, cuya vista causa horror.
—Pero hay una cosa que no me explico, dijo John, ¿por qué el carcelero de Perth ha cometido esa mala acción?
—Con el fin de ganar también por su parte otras cien libras.
—Ahora lo comprendo menos.
El teniente Percy se echó a reír.
—Hay por esos mundos de Dios, dijo, un hombre bastante poderoso para comprar a todos los empleados de presidio de la libre Inglaterra.
—¡Ah! Y..... ese hombre.......
—¡Chito! dijo el teniente Percy, dentro de un rato os pondré al corriente de todo.......
Y se levantó de pronto añadiendo:
—¡Esperad!
Un hombre acostado en la yerba a algunos pasos de distancia, y cuya presencia nadie hubiera podido sospechar, levantó la cabeza en este momento, y mirando al teniente Percy, le hizo un signo misterioso.
Aquel hombre era el Indio Nizam.
diario de un loco de bedlam.
El Indio Nizam se puso lentamente en pie, miró a los presidiarios que seguían durmiendo, y se adelantó con precaución.
Después observó con atención a los capataces y dirigiéndose a Percy, le dijo.
—¿Sois vos el teniente?
—Sí, el teniente Percy, respondió este.
—Bien. Yo soy la persona que os esperaba.
—Lo había adivinado, dijo el teniente.
—¿Me traéis el insecto?
—Sí, aquí está en esta lata.
Y el teniente Percy dio la caja a Nizam.
Este sacó entonces del bolsillo una cartera grasienta y tomó de ella dos billetes de veinte y cinco libras cada uno.
—Aquí tenéis cincuenta libras, dijo, a cuenta de las ciento cincuenta prometidas.
—Bien, repuso el teniente, ahora espero vuestras órdenes.
—Pasaréis aquí el resto de la noche, dijo Nizam.
—Bueno.
—Después, mañana muy temprano os pondréis en marcha y haréis de nuevo alto en la aldea de Pembleton.
El teniente se inclinó en señal de asentimiento.
—Ya allí, simularéis una indisposición, y diréis a vuestra chusma que es necesario detenerse...
—¿Cuánto tiempo debo permanecer en Pembleton?
—No lo sé aún, repuso Nizam; eso dependerá de los acontecimientos. Por lo demás pienso que los desgraciados que ahí conducís no estarán muy de prisa.
—¡Oh! Ya lo creo que no.
—Y que si encuentran descanso y que comer y beber en Pembleton, estarán muy satisfechos de permanecer allí un par de días.
—Sí por cierto, dijo Percy; con el tiempo canicular que hace sobre todo, esa canalla no marcha sino a palos.....
—Escuchadme, dijo Nizam interrumpiéndole; hay, allá arriba, cerca de Pembleton, y al lado mismo de la verja del parque una posada que linda con la carretera.
—¿Es allí dónde debemos detenernos?
—Sí. El posadero está ganado por mí. Albergará vuestros forzados en una cueva espaciosa, y dejará el resto de la posada para vos, vuestros compañeros y el desgraciado idiota que conducís en una mula.
—Perfectamente, dijo el teniente Percy. ¿Y después?
—Después, os lo repito, contestó Nizam, esperaréis allí nuevas instrucciones.
Y al decir esto, Nizam guardó cuidadosamente el canuto de hoja de lata, y se separó de aquellos dos hombres.
Los forzados seguían durmiendo.
En cuanto a su compañero, el pobre diablo que había sido picado por la víbora azul, ese estaba acostado sobre la yerba cerca de la mula, y lanzaba gritos inarticulados.
Nizam desapareció a través de los árboles.
Aunque ya viejo, el antiguo segundón de la familia Pembleton se conservaba fuerte y ágil, y así, apenas se halló fuera del alcance de la vista, se echó a correr a todo escape.
Corría saltando zanjas y barrancos, y atravesaba la maleza, como un gamo perseguido por una jauría numerosa y ardiente.
Así llegó sin detenerse hasta unas tapias bastante elevadas, tapias que formaban la cerca de la posesión de New-Pembleton.
Pero como el parque tenía muchas leguas de contorno, la quinta se hallaba bastante lejos de aquel sitio.
Nizam escaló la tapia con una agilidad increíble y, saltando al parque, continuó corriendo su camino.
Al cabo de un cuarto de hora, se detuvo algunos instantes para tomar aliento.
Después dio algunos pasos aún y se detuvo de nuevo.
Seguramente, a juzgar por sus movimientos, Nizam buscaba alguna cosa o esperaba una seña.
Pero de repente pareció despertarse su atención, y echándose precipitadamente entre unas matas espesas, se acostó en ellas boca abajo.
Aquella espesura se hallaba al lado de una de esas calles enarenadas que los Ingleses trazan circularmente en sus parques y jardines.
Nizam prestó el oído, escuchando atentamente un ruido lejano.
Este ruido se fue aproximando, haciéndose cada vez más distinto, y entonces pudo comprender que lo ocasionaba el trote de muchos caballos, y el roce de las ruedas de un carruaje sobre la arena.
Inmóvil y reteniendo el aliento, Nizam miraba a través de la espesura.
Así pudo ver un gran landó abierto, tirado por cuatro caballos, precedido de un postillón y seguido por dos lacayos con librea roja, sobre dos vigorosos poneys de Escocia.
El landó pasó muy cerca de Nizam, y este pudo ver que iban en él lord William, sir Archibaldo y su hija miss Anna, la prometida del heredero de Pembleton.
El supuesto Indio permaneció echado en tierra hasta que se alejó bastante el carruaje.
Cuando juzgó que se hallaba a gran distancia, se levantó cautelosamente y siguió su camino hacia la quinta.
Ya descubría a través de los árboles las torrecillas blancas y los ventanas ojivales, así como las blancas estatuas diseminadas en las avenidas, destacándose sobre los cuadros de césped y el verde follaje del fondo; cuando Nizam se detuvo otra vez y fijó cuidadosamente su atención.
Un joven se hallaba sentado en un banco delante de la casa, y parecía absorto en la lectura.
Nizam echó una mirada en su rededor y, en vez de emprender de nuevo su carrera, avanzó arrastrándose penosamente, como un hombre abrumado de fatiga.
De este modo, se dirigió hacia el joven que estaba sentado y leyendo delante de la casa.
Sir Evandale, pues, era en efecto este, oyó sus pasos y levantó la cabeza.
—Una limosna por el amor de Dios, dijo Nizam con voz doliente, alargando la mano.
Sir Evandale le dio una corona.
Nizam echó una mirada furtiva en su rededor.
—Creo que estamos solos, dijo por lo bajo.
—Sí. Unos han partido y los demás duermen la siesta.
—Entonces podemos hablar.
Y el falso mendigo continuó en su posición respetuosa, permaneciendo de pie delante del joven.
—¿Qué venís a decirme? le preguntó entonces sir Evandale.
—Que todo está pronto.
Sir Evandale se estremeció de pies a cabeza.
—Los presidiarios han llegado.....
—¡Ah!
—Y la víbora también.
Y diciendo esto, Nizam entreabrió la miserable hopalanda que le cubría, y enseñó el canuto de hoja de lata que llevaba suspendido al cuello.
—Sir Jorge, dijo entonces con profunda emoción el joven Evandale, requiero de vos de nuevo el solemne juramento que me habéis hecho.
—¿Cómo? exclamó Nizam.
—Juradme que la picadura de esa víbora no es mortal.
—¡Lo juro una y mil veces! dijo Nizam; pero si mi juramento no te basta, baja mañana a la aldea de Pembleton.
—¿Para qué?
—Allí verás a los forzados y te enseñarán al pobre diablo a quien ha picado esa víbora. Entonces podrás convencerte de que a pesar de la máscara de lepra que le cubre, está lleno de salud y de vida.
—Está bien; os creo.
—Ahora, prosiguió Nizam, ha llegado el caso de que recordemos el proverbio: Ayúdate y el cielo te ayudará.
—El infierno querréis decir, respondió Evandale con amarga sonrisa.
—Sea, no me opongo a ello, dijo Nizam.
—¿Y qué esperáis de mí? preguntó el joven.
—Díme, ¿tu hermano no ha ido a acompañar a sir Archibaldo y a miss Anna?
—Sí.
—¿Cuándo volverá?
—Va a comer con ellos, y de consiguiente no volverá hasta muy tarde.
—¿Es posible ir de tu cuarto al suyo sin encontrar a nadie?
—Sí, pasando por la biblioteca.
—Entonces espérame esta noche en tu cuarto.
—¿A qué hora?
—A las ocho; cuando cierre completamente la noche.
—¿Vendréis por el mismo camino?
—Sí, por el árbol que me sirve de escala.
Sir Evandale hizo un signo de asentimiento, y el fingido mendigo,
respondiendo con un profundo saludo, se retiró por la avenida que
conducía a la verja.
Aquella noche en efecto, sir Evandale se retiró temprano a su cuarto, y dejó abierta la ventana que daba al parque.
A la hora convenida, las ramas del árbol se entreabrieron, y Nizam saltó vivamente al alféizar de la ventana y de allí al cuarto donde el joven le esperaba.
—¿Lord William no ha vuelto aún? preguntó sir Jorge.
—No.
—Vamos pues.
Sir Evandale estaba pálido y temblando.
Al oír a Nizam, sintió una especie de desfallecimiento, y murmuró con voz agitada:
—¡Ah! no... no quiero!
—¡Imbécil! respondió Nizam, ¿no amas a miss Anna?
Estas palabras penetraron como un dardo en el corazón de sir Evandale.
—¡Vamos! dijo con voz sorda.
Y abrió precipitadamente una puerta que daba a una galería convertida en biblioteca.
Al fin de aquella galería había otra puerta que daba acceso al dormitorio del joven lord.
Los dos miserables se deslizaron sin ruido en aquel cuarto, y en seguida fueron a asegurarse de que nadie se hallaba en el gabinete contiguo.
Luego, sir Evandale se acercó al lecho de su hermano y levantó un poco las cortinas.
Entonces Nizam introdujo la lata entre las sábanas y la abrió.
En aquel momento se dejó oír un silbido.
La víbora se deslizó en el lecho, y volvieron a caer las cortinas.
Sir Jorge y su hijo salieron corriendo del cuarto, y pocos instantes después, el primero huía por donde había venido, diciendo:
—¡Hasta mañana!
Y sir Evandale, inundada en sudor la frente, caía en una silla murmurando:
—¡Es horrible!.... ¡horrible!... pero seré lord!
diario de un loco de bedlam.
Dos horas después de haber desaparecido Nizam, lord William volvía a New-Pembleton.
Sir Evandale le esperaba en el salón del piso bajo.
El joven lord venía radiante de alegría.
—¡Ah! querido hermano mío! dijo echándose en sus brazos, ¡no se cómo expresarte mi dicha!.... soy el más feliz de los hombres!
—Me complace en extremo, hermano, repuso sir Evandale con una punta de ironía.
—Miss Anna, me ama, prosiguió lord William.
Lord Evandale no respondió una palabra, y el joven lord prosiguió con entusiasmo:
—Sí, me ama, amigo mío; esta noche me ha confiado el secreto de su corazón.
—¡De veras! dijo sir Evandale.
—Sir Archibaldo nos había dejado solos, prosiguió lord William, y nos hallábamos en un cenador del jardín cerca de la casa.....
Miss Anna, aprovechando aquella coyuntura, puso su lindísima mano entre las mías, añadió con emoción el joven lord, y me dijo en voz baja:
—Deseaba hablaros a solas.
Y como yo la mirase con extrañeza, casi con inquietud:
—Milord, continuó, no quiero llegar a ser vuestra esposa, sin que hayáis leído en el fondo de mi corazón.—Milord, yo os amo... os amo, no porque sois un noble de elevada raza, no porque sois lord y par del reino y formaréis parte de la Cámara alta..... os amo solamente por vos, porque sois bueno, porque el sonido de vuestra voz llena mi alma de un éxtasis delicioso.
Yo llevé su mano a mis labios y la cubrí de besos.
Miss Anna prosiguió:
—He querido que sepáis esto de mi boca, milord, y que os penetréis bien de que yo no he hecho ninguno de los mezquinos cálculos de mi padre.
—¿Qué cálculos? pregunté yo admirado.
—Mi padre, prosiguió miss Anna, es, como sabéis, muy rico, pero es de baja nobleza, apenas esquire.
—¡Oh! ¿y qué importa?.....
—Por eso tiene en mucho vuestra alianza; mientras que yo.....
Y se detuvo como avergonzada.
—Acabad, miss Anna, la dije.
—Mientras que yo, prosiguió, quisiera que fuerais pobre, de origen oscuro......
—¡Querida Anna! exclamé.
Y la estreché en mis brazos.
—¡Ay! hermano mío! añadió lord William, ¡cuán largos me parecen los quince días que me separan aún de la dicha!....
Sir Evandale había escuchado atentamente a su hermano y permanecía mudo y sombrío.
—Perdonadme, añadió lord William. Los hombres dichosos son egoístas; no saben hablar más que de sí mismos.—Pero descuidad, mi querido hermano, vos seréis también dichoso y, si he de dar crédito a sir Archibaldo, la mujer que os destina.....
—¡Oh! no hablemos más de eso, milord, dijo secamente sir Evandale; no hay comparación posible entre vos y yo.
—¿Cómo pues? preguntó lord William.
—Sin duda. Vos amáis a miss Anna.....
—¡Oh! con toda mi alma!
—¿Y puedo yo saber, por hermosa que sea, si llegaré jamás a amar a la hija del nabab?
Y sir Evandale dejó escapar un suspiro.
Lord William tuvo entonces como un remordimiento de haberle hablado de su dicha.
—Querido hermano mío, le dijo, voy a acostarme. Las dulces emociones de este día me han dejado sin fuerzas. Buena noche.... y os pido de nuevo perdón.
—Voy a acompañaros hasta vuestro cuarto, dijo sir Evandale.
Y subió con él en efecto.
Las ventanas del dormitorio del joven lord estaban todas abiertas.
Sir Evandale quiso cerrarlas.
—¡Oh! dejadlas así, dijo lord William.
—¿No teméis el aire de la noche?
—No; al contrario, tengo mucho calor. Este verano es cruel, hermano mío.
—Pues entonces, buena noche, dijo sir Evandale.
Y se retiró a su cuarto.
Pero antes de salir, había echado una mirada a hurtadillas hacia el lecho.
Las cortinas estaban en órden y nada revelaba la presencia del reptil
que se había dormido sin duda entre algún pliegue de las sábanas.
Una hora después, el ayuda de cámara de lord William, que dormía en un cuarto contiguo, oyó de repente un gran grito.
Un grito de dolor y de angustia.
Aquel grito partía del dormitorio de lord William.
El ayuda de cámara se levantó a toda prisa y corrió al cuarto de su amo.
El joven lord se hallaba de pie, en medio del dormitorio, oprimiendo entre sus manos crispadas la víbora, a la que había ahogado.
Pero el reptil le había picado antes cruelmente en el rostro, y le corrían algunas gotas de sangre a lo largo de la mejilla.
Lord William estaba como loco. La sorpresa, el dolor, la desesperación, se pintaban en su semblante descompuesto por la cólera.
En fin, arrojó la víbora al suelo, y el criado la puso el pie encima aplastándola por completo.
Al mismo tiempo gritaba pidiendo socorro, mientras que el joven lord tiraba con fuerza del cordón de la campanilla.
A este ruido, todos los criados de la casa fueron acudiendo presurosos, y tras ellos no tardó en aparecer sir Evandale.
Lord William seguía gritando y decía con desesperación:
—¡Soy un hombre perdido!
Pasado aquel primer tumulto, pudieron al fin concertarse y corrieron a buscar al médico de la aldea.
Este llegó a toda prisa y declaró que la picadura era venenosa, pero no mortal.
Lavó la herida, la cauterizó y después de recetar un calmante, hizo que volviera a acostarse lord William.
Entre tanto, sir Evandale se lamentaba sin cesar, y atribuía aquel accidente a la imprudencia de lord William, que se había acostado con las ventanas abiertas.
Poco después se apoderó de este último una fiebre ardiente, y bien pronto se declaró un espantoso delirio, una especie de locura, y ya no pronunció el pobre joven más que palabras incoherentes.
Su rostro se hinchaba por momentos, y de encendido que antes estaba, se ponía amoratado, casi negro.
Sin embargo, tuvo aún una ligera vislumbre de razón, y pronunció el nombre de miss Anna.
—Que avisen a miss Anna y a sir Archibaldo, ordenó sir Evandale.
Uno de los domésticos partió inmediatamente a caballo.
Al apuntar el día, sir Archibaldo y su hija llegaron a New-Pembleton.
Miss Anna entró apresuradamente en la habitación, se acercó al lecho del enfermo, y lanzó un grito de horror.
Lord William estaba completamente desconocido.
La cabeza, horriblemente hinchada y ennegrecida, no presentaba ya rostro humano; la piel de las mejillas se desprendía en pedazos; la lengua estaba entumecida, los labios lívidos, y los ojos apagados.
El médico empezó a mover de un lado a otro la cabeza, y acabó por
declarar que lord William estaba perdido.
Sir Evandale no pudo sufrir por más tiempo este espectáculo, y se alejó del cuarto del enfermo.
Acaso empezaban a acosarle los remordimientos o tal vez creía una catástrofe inmediata.
Salió al parque, deseando respirar con libertad y estar solo, y corría a la ventura, como un insensato, con la cabeza descubierta; cuando de repente saltó un hombre de la espesura y se le puso delante.
Aquel hombre era Nizam, que venía a él, sonriéndose de una manera siniestra.
—¿Y bien? exclamó.
—Me habéis engañado, dijo sir Evandale.
—¿Cómo y en qué? preguntó Nizam.
—Mi hermano se muere...
—Yo te juro que no morirá.
—Sin embargo... el médico.....
El médico es un asno, dijo fríamente Nizam: ahora, lo que has de procurar es no venderte, pues estás completamente trastornado. Sigue paso a paso lo que voy a decirte, y obedéceme en todo, si quieres ser lord y poseer a miss Anna.
Este nombre hizo volver en sí a sir Evandale y le devolvió toda su sangre fría.
—Veamos... hablad, dijo.
Entonces Nizam sacó una bujía del bolsillo.
—Toma esto, dijo.
—¿Para qué?
—Esta noche pondrás esta vela en tu candelero.
—Bueno, ¿y después?
—Después irás a acompañar a sir Archibaldo y a su hija, que no dejarán por cierto de velar toda la noche en el cuarto de lord William, y colocarás tu candelero en la chimenea.
—Nada más fácil, pero...
—Creo inútil decirte que debes dejar arder la bujía...
—No comprendo...
—No tienes necesidad de comprender, dijo Nizam riendo. Ya verás... hasta la noche.
Y el supuesto Indio desapareció por entre los árboles.
diario de un loco de bedlam.
Aquel día fue terrible.
Lord William permaneció largas horas devorado por una fiebre ardiente, y a ella se sucedió después un abatimiento profundo.
Permanecía con los ojos cerrados, respiraba apenas, y cuando llegó la noche, su rostro estaba cubierto de pústulas purulentas, y de tal modo entumecido que no se distinguían sus facciones.
Habían enviado un despacho a Londres, llamando a los médicos más célebres de Inglaterra.
Pero, ¿llegarían a tiempo?
Sir Archibaldo y su hija se habían instalado a la cabecera del enfermo.
Miss Anna lloraba sin consuelo, y nadie podía arrancarla del horrible espectáculo que tenía ante los ojos.
Sir Evandale, por su parte, había representado también su papel como un cómico consumado. El dolor que manifestaba era tal que conmovía a todo el mundo, y todos los esfuerzos que hicieran para hacerle tomar algún alimento habían sido inútiles.
Sir Archibaldo le había estrechado muchas veces la mano, y miss Anna había llegado al punto de echarse en sus brazos llamándole «mi querido hermano.»
Hacia la caída de la tarde, lord William pareció por un momento salir de su torpor, y pronunció algunas palabras que hicieron creer volvía a la razón.
Miss Anna sintió renacer en su corazón la esperanza; pero sir Evandale arrugó más de una vez el entrecejo.
Su ansiedad era terrible, pues no sabía, si lord William recobraba la razón, cómo podría Nizam cumplir su promesa.
En fin, después de la comida, a la que apenas tocaron el joven Evandale y sus huéspedes; estos, es decir, sir Archibaldo y su hija, se instalaron de nuevo en el dormitorio de lord William para pasar la noche.
Poco después, sir Evandale vino a reunirse con ellos.
El joven traía su candelero en la mano, y lo puso sin afectación sobre la repisa de la chimenea.
Apenas había pasado una hora, cuando sir Evandale empezó a adivinar los proyectos de Nizam.
Un olor extraño y de una fetidez bastante pronunciada se había esparcido por el cuarto.
¿Era acaso lord William quien exhalaba aquel olor fétido, y vivo, aún, entraba ya en descomposición cadavérica?
Sir Archibaldo y miss Anna lo pensaron así; pero permanecieron animosamente en su puesto.
Sir Evandale por su parte, comprendió desde luego que aquel olor provenía de la vela que había traído allí encendida.
Y bien pronto sintió pesadez de cabeza y un violento deseo de dormir.
Sin embargo, luchó cuanto pudo contra aquel sueño letárgico, y tuvo tiempo para ver a sir Archibaldo y a su hija cerrar los ojos casi en el mismo instante, y poco después de ellos, el ayuda de cámara de lord William, que había permanecido en la habitación para servir a su amo y darle las pociones prescritas por el médico, se durmió igualmente.
Sir Evandale a su vez, cerró los ojos y se quedó dormido.
Pero no había pasado mucho tiempo, cuando sintió una violenta sacudida, y después una extraña sensación de frío.
Al punto abrió los ojos, y sintió su rostro enteramente mojado.
Miró a su rededor, y vio que ya no se hallaba en el dormitorio de lord William, sino en su propio cuarto y acostado en su lecho vestido como estaba.
Un hombre se hallaba junto a él.
Y este hombre, como ha podido adivinarse, era Nizam.
El supuesto Indio le pasaba por el rostro una esponja empapada en vinagre inglés.
Sir Evandale fijó con ansiedad los ojos en Nizam y le dijo:
—¿Qué ha sucedido?
—Levántate, repuso Nizam.
Sir Evandale se incorporó sobre su lecho y saltó vivamente a tierra.
El efecto del narcótico había desaparecido, dejándole solamente una ligera pesadez de cabeza.
—Ven conmigo, le dijo Nizam.
Y abrió la puerta que daba a la galería convertida en biblioteca y que, como sabemos, conducía al dormitorio de lord William.
Nizam entró el primero en aquel cuarto.
—Mira, dijo.
Miss Anna, sir Archibaldo y el ayuda de cámara dormían profundamente.
Lord William, inmóvil sobre su lecho, no daba signo de vida.
—¡Oh! exclamó Nizam, podemos hablar en voz alta. Un cañonazo no los despertaría, y si permanecemos, aquí mucho tiempo, te volverías a quedar dormido.
—¡Ah! dijo sir Evandale, me confirmo en lo que ya os he dicho; me habéis engañado..... mi hermano ha muerto.
—No; está dormido.
—¿Decís verdad?
—Acércate y pon la mano sobre su corazón.
Sir Evandale obedeció, y sintió en efecto que el corazón de lord William latía.
Entonces sir Evandale se volvió a Nizam.
—¿Y bien? le preguntó.
—Mira ahora hacia aquí.
Y el Indio le mostró en un rincón del cuarto un objeto, en el que sir Evandale no había reparado aún.
Aquel objeto tenía la forma de un cuerpo humano, cubierto con un paño de color oscuro.
Nizam levantó aquel paño, y sir Evandale no pudo contener un grito de horror.
¡Tenía ante los ojos un cadáver!
Un cadáver horrible, espantoso, y cuyo rostro desfigurado y cubierto de lepra, se parecía de aquel modo al de lord William.
Nizam se sonreía con aire de triunfo, como un artista que se goza en el resultado de su obra.
—¿Crees que sabrán ahora distinguir al uno del otro?
—¡Oh! imposible! exclamó sir Evandale. Si estuvieran juntos en ese lecho, yo mismo no sabría decir cuál es mi hermano.
—¡Ah! Ya ves cómo yo sé hacer bien las cosas.
—Pero..... ese... ¿está muerto?
—Sí.
—Ya veis como yo decía bien, murmuró sir Evandale un poco conmovido; la picadura de la víbora azul es mortal.
—Te engañas.
—¡Ah!
—Este hombre no ha muerto de eso.
—¿Cómo?
—Se le ha echado dos gotas de ácido prúsico en un vaso de agua.
Sir Evandale no podía apartar los ojos de aquel cadáver informe, sino para contemplar a su hermano que yacía en una inmovilidad completa.
—¡Vamos! dijo Nizam, ayúdame.
Y aproximándose a la cama, descubrió a lord William y, cogiéndolo en brazos, lo extendió dormido sobre la alfombra.
Después, cambió la camisa del joven lord con la del presidiario, y cogiendo el cuerpo de este entre él y sir Evandale, lo colocaron en el lecho.
—Y ahora, dijo sir Evandale, ¿qué vais a hacer de mi hermano?
—Vas a ayudarme a trasportarlo fuera de la quinta.
—¿Cómo?
—Primero vamos a llevarlo a tu cuarto.
—Bien.
—Dos hombres han colocado una escalera de mano contra la ventana y me esperan abajo.
—¿Y quiénes son esos dos hombres?
—El teniente Percy y el capataz de presidio John.
—Pero es necesario tener en cuenta, observó sir Evandale, que una vez fuera de esta atmósfera, se despertará bien pronto.
—Sin duda.
—Y entonces.....
—¿No te he dicho que estará completamente loco durante muchas semanas?
—¡Ah! es verdad.
—Y durante ese tiempo, añadió Nizam riéndose, no habrá hecho poco camino que digamos; y cuando al cabo de él vuelva a la razón, estará más lejos de Inglaterra que de la Australia.
—¡Y yo seré lord!
—Sí, tú serás lord.
Y diciendo esto, Nizam cargó sobre el hombro a lord William dormido y volvió a tomar el camino de la galería.
Sir Evandale le siguió, cerrando tras sí la puerta.
La bujía estaba consumida en gran parte, pero seguía ardiendo sobre la chimenea.
diario de un loco de bedlam.
Sir Evandale volvió a poco al dormitorio de lord William.
La bujía seguía ardiendo.
El digno hijo de sir Jorge, después de haber echado una mirada recelosa en su rededor, fue a sentarse en el sillón donde se había dormido algunas horas antes.
—Ahora, murmuró, poco me importa volverme a dormir, y aun por el mayor tiempo posible. Prefiero que sir Archibaldo y su hija se despierten antes que yo.
En efecto, por seguro que estuviese de si mismo, sir Evandale temía ver despertarse a las personas que estaban allí encadenadas por un sueño letárgico.
¿Qué iba a suceder cuando llegaran a descubrir que lord William o más bien el hombre que le había sustituido estaba muerto?
Preocupado con este pensamiento, sir Evandale no tardó sin embargo en dormirse bajo la influencia de las emanaciones narcóticas de la bujía.
Pero cuando en fin, esta llegó a apagarse, la atmósfera se fue despejando poco a poco, y al cabo de una hora se despertó sir Archibaldo.
Solo que al despertar, sintió que se ahogaba, que le faltaba aire.
El olor fétido que antes le había impresionado se dejaba sentir aún con bastante fuerza.
Sir Archibaldo hizo un violento esfuerzo, se levantó vacilando y, arrastrándose hacia una de las ventanas, dio un puñetazo en los vidrios.
Uno de ellos saltó en mil pedazos.
Al mismo tiempo una fuerte bocanada de aire penetró en el cuarto e instantáneamente purificó aquella atmósfera viciada.
El efecto fue rápido como el pensamiento.
Miss Anna se despertó en seguida, y el ayuda de cámara no tardó también en volver en su acuerdo.
Solo sir Evandale permaneció al parecer profundamente dormido.
El dormitorio estaba débilmente alumbrado.
Los primeros albores del día luchaban con la claridad de una lamparilla colocada bajo un globo de cristal opaco, y los objetos aparecían indecisos en medio de aquella semioscuridad.
Miss Anna miró atónita a su padre, y dio muestras bien claras de la opresión que la dominaba aún.
Sir Archibaldo fue a abrir las dos ventanas, y después volvió hacia su hija.
Pero en aquel momento esta arrojó un grito terrible.
La mano del que creían lord William pendía fuera del lecho.
La joven cogió aquella mano, y al tocarla la rechazó con espanto.
Aquella mano estaba helada.
Sir Archibaldo se inclinó entonces sobre el cadáver.
—¡Muerto! dijo con estupor.
El grito de miss Anna había despertado a sir Evandale.
Levantose en seguida, estiró los brazos, y echando una mirada estúpida en su rededor murmuró:
—¿Qué sucede? ¡Dios mío!
—Vuestro hermano ha muerto, dijo sir Archibaldo; ha muerto mientras que
nosotros dormíamos.
En todo caso análogo a la catástrofe que había tenido lugar en New-Pembleton, siempre se encuentra a punto un médico inteligente para explicar de una manera satisfactoria las cosas menos explicables.
Una hora después del extraño suceso que acababa de ocurrir en la quinta, uno de los médicos célebres que habían llamado por el telégrafo, llegó de Londres.
Aquel príncipe de la ciencia no vaciló en declarar que el joven lord Pembleton, había sucumbido a la acción de un principio deletéreo particular, al que dio un nombre latino.
Y aseguró que el sueño que se había apoderado de las personas que se encontraban en el dormitorio, había sido ocasionado por las exhalaciones mórbidas que despedía el cuerpo de lord William, cuya descomposición había precedido a su muerte.
Sir Evandale manifestó el más violento dolor.
Su desesperación era tal, que se golpeaba con furor la cabeza y quería morir a su vez. Gran trabajo costó el lograr calmarlo al cabo de algunas horas.
Aquella tarde, como si quisiese aislarse en su dolor, y fuera de sí, al menos en apariencia, se salió al campo, y fue a sentarse en lo alto de una colina que dominaba la carretera.
Allí pasó algún tiempo, esperando sin duda a alguno, cuando un espectáculo extraño atrajo de pronto sus miradas.
Una cuadrilla de hombres encadenados subía penosamente por la cuesta.
Delante de ellos iba el teniente Percy y el capataz John.
Detrás seguía una mula tirada por el cabestro, y sobre ella iba acostado un pobre idiota que apenas tenía semblante humano.
Sir Evandale se estremeció y volvió a otro lado la cabeza.
Un pastor que andaba por aquel sitio, se aproximó para ver de cerca la cadena de presidiarios, y dijo mirando a sir Evandale:
—Son unos pobres forzados que van a presidio, milord. ¡Infelices!... da pena verlos... pero el más infeliz de todos es el que va en la mula... ¡es leproso y loco!...
Sir Evandale arrojó una moneda de oro al pastor y huyó como un insensato.
Así bajaba corriendo por la pendiente de la colina, cuando oyó a su lado una voz burlona que le decía:
—¿Habéis venido a convenceros, milord, de que yo no falto a mis promesas?.....
Sir Evandale se volvió y vio a un hombre echado detrás de unos matorrales, desde donde también parecía observar la marcha de los presidiarios.
Aquel hombre era Nizam.
Y como el joven, cubierto de una palidez mortal e inundada en sudor la frente, se quedase sorprendido y como clavado en tierra, Nizam dio un salto y se acercó rápidamente a él.
—Hoy eres lord, le dijo; dentro de seis meses serás esposo de miss Anna.
Y Nizam desapareció de nuevo.
Seis meses después, en efecto, miss Anna, vivamente solicitada por su padre, dejó el luto de su prometido lord William.
Sir Archibaldo tenía decidido empeño en que su hija se casase con un lord, y ella que había amado tanto y tan desinteresadamente a lord William y que en nada tenía la fortuna..... no titubeó un momento en pasar a ser lady Evandale Pembleton, dando su mano al nuevo heredero de aquella poderosa familia.
El día mismo de aquel casamiento, un hombre que había llegado demasiado tarde para asistir a los funerales de su amo, declaró a lord Evandale que dejaba su servicio.
Aquel hombre era Tom.
El fiel Tom que lloraba siempre a lord William y que no quería servir al hijo del crímen.
La noche del mismo día, y después de la brillante recepción que siguió a la ceremonia nupcial, mientras que conducían a la joven esposa a su cuarto; lord Evandale halló medio de desaparecer por un momento, y bajó furtivamente al parque.
Nizam, el supuesto Indio, Nizam que se había llamado en su juventud sir Jorge Pembleton, había dado cita aquella noche a su hijo para felicitarlo.
El lugar de la cita era junto a aquel árbol donde Nizam había esperado tantas veces a sir Evandale.
Y sir Evandale, hoy ya lord y en el colmo de todas las dichas que ambicionaba, se había apresurado a acudir al llamamiento de su padre.
El cielo estaba despejado y diáfano, y la luna iluminaba con su argentada luz el parque y los jardines.
Lord Evandale salió cautelosamente de la casa, y dando la vuelta hasta llegar bajo las ventanas de su habitación, no tardó en descubrir a Nizam que le esperaba bajo el árbol.
Pero el supuesto Indio no se hallaba en pie como de costumbre.
Nizam estaba acostado en tierra y parecía dormir tranquilamente.
Lord Evandale lo llamó en voz baja, después con mayor fuerza, y esto repetidas veces.
Pero Nizam no respondió.
Entonces el joven se aproximo a él, lo examinó con cuidado, y retrocedió de pronto, lanzando un grito de horror.
Nizam estaba muerto.
El brillante oficial de marina que se llamara un tiempo sir Jorge Arturo Pembleton, y cuya miserable vida fue un horrible tejido de crímenes, hasta aquel día testigo de su triunfo; había dejado de existir, y todavía llevaba clavado en el corazón el cuchillo que había ocasionado su muerte.
Lord Evandale volvió a acercarse a aquel cuerpo ensangrentado, y arrancando de él el arma homicida, la examinó y la reconoció al punto.
Aquella arma era el cuchillo de caza de Tom, el marido de Betzy.
diario de un loco de bedlam.
¿Qué había sido de Tom?
En la misma mañana del día en que lord Evandale debía enlazarse con miss Anna, la hija de sir Archibaldo, fue, como sabemos, cuando Tom anunció a su joven amo que dejaba inmediatamente su servicio.
Ya hemos visto que Tom estaba en Londres cuando tuvo lugar el fatal acontecimiento que acabamos de contar.
Tom volvió, lloró a su amo y lo creyó realmente muerto.
Y como lord Evandale parecía sentir tan vivamente la desgracia de su hermano, el fiel criado no sospechó ni un solo instante la verdad.
Sin embargo una noche, algún tiempo después de su vuelta, Tom fue testigo invisible de una escena extraña.
Hallábase asomado a una ventana de su cuarto, que daba al parque, respirando por algunos momentos el aire de la noche, cuando vio deslizarse a un hombre por entre los árboles, y acercarse cautelosamente a la casa.
Aquel hombre era Nizam el Indio.
Tom se preparaba a bajar para echar fuera a aquel mendigo, cuando se abrió una puerta excusada de la quinta, y otro hombre salió de ella furtivamente.
La luna inundaba de luz los jardines y se veía como en medio del día.
Tom examinó a la persona que acababa de salir y reconoció con sorpresa al joven lord Evandale.
Siguolo con la vista, y lo vio reunirse con el Indio.
Pero su sorpresa fue mayor aún, al ver que este se cogió familiarmente a su brazo.
Esto fue una revelación para el antiguo servidor de la familia.
No adivinó enteramente la verdad, pero comprendió una parte de ella.
Nizam era Indio: de consiguiente él debía haber procurado la víbora azul.
Nizam era pues cómplice de lord Evandale.
Y lord Evandale había asesinado a su hermano.
Tom, entonces, se propuso espiar incesantemente al Indio, a fin de adquirir de una manera cierta la prueba del crímen.
Obtenida esta prueba, Tom vengaría la muerte del desgraciado lord William.
Sin embargo el hermano de leche de lady Evelina no sospechaba aún la verdadera identidad de Nizam.
Por otra parte, hasta entonces no se había ocupado del mendigo, ni había fijado en él mucho la atención; pero a partir de la noche en que le fue evidente la existencia de un crímen y la complicidad entre el Indio y lord Evandale, Tom redobló sin descanso su vigilancia.
Ocho días después, encontró una noche la ocasión que esperaba, y siguió a lord Evandale que tenía una nueva cita con Nizam.
Escondido a su vez entre la maleza, Tom oyó toda la conversación de Nizam con lord Evandale.
Y cuando al fin se alejaron, el honrado mayordomo se levantó temblando de emoción y bañada en sudor la frente.
Acababa de saber quién era Nizam.
El supuesto Indio era el padre de lord Evandale, es decir sir Jorge Pembleton.
Sir Jorge que había muerto para todos en Calcuta hacía más de quince años.
Tom no podía pues dudar del crímen y de la complicidad de lord Evandale, pero había una cosa sin embargo que no sabía aún.
Y era que lord William no había muerto.
Ahora pues, como ya sabemos, el día en que lord Evandale debía casarse con miss Anna, Tom y Betzy dejaban su servicio.
Partieron en medio del día, en un break de caza, para ir a la estación vecina, y tomar allí el tren del ferrocarril que pasaba para Londres.
Uno de los criados de la quinta que los condujo a la estación, los vio entrar en un vagón de segunda clase, y partir a los pocos minutos.
De consiguiente lord Evandale estaba bien persuadido de que habían dejado el país.
Y sin embargo Tom no había ido muy lejos.
Al llegar a la estación vecina, descendió del tren y, dejando a Betzy continuar su camino hasta Londres, volvió a campo travieso hacia Pembleton, y cerca de él, permaneció el resto del día escondido en una zanja.
La víspera había sorprendido una cita dada por Nizam a sir Evandale.
Tom saltó las tapias del parque cuando llegó la noche, y fue a esconderse entre las breñas, cerca del árbol donde el supuesto Indio solía esperar a lord Evandale.
Las horas fueron trascurriendo lentamente.
La quinta estaba llena aún de luz y de ruido, y los numerosos convidados a la boda no habían partido todavía.
Sin embargo Nizam no tardó en llegar.
Estaba sin duda impaciente de ver a su hijo, pues habiéndose sentado entre la espesura al pie del árbol, no apartaba los ojos de la casa, y sus miradas manifestaban una ansiedad creciente.
Embebido en sus pensamientos, no oyó un ligero ruido que hacían detrás de él entre las hojas, y no pudo prevenirse contra el ataque de un hombre que cayó sobre él de improviso.
Volviose bruscamente y reconoció a Tom.
El antiguo mayordomo venía armado con un cuchillo de monte.
Nizam estaba sin armas.
Así su primer movimiento fue huir, pero Tom lo cogió vigorosamente por el cuello.
Entonces quiso gritar.
—Si levantas la voz eres muerto, le dijo Tom.
El Indio luchaba sin embargo por desasirse, mas su enemigo lo sujetaba sólidamente y al mismo tiempo añadía:
—¡No escaparás de mis manos, miserable!... Sé quién eres.—Tú no te llamas Nizam, tu verdadero nombre es sir Jorge Pembleton.
El Indio soltó una carcajada feroz.
—¡Ah! me has reconocido! exclamó.
—Sí, y sé también que has asesinado a lord William.
—No es cierto, dijo sir Jorge.
—¡Miserable! ¿osas negar tu crímen?
—No lo niego, respondió Nizam; digo la verdad. Yo no he asesinado a lord William.
—¿No eres tú quien ha traído la víbora?
—Sí.
—Y no la has introducido en el lecho de lord William.
—Sí, repitió Nizam.
—¿Y te atreves a defenderte?
—Yo no he asesinado a lord William.
—¡Infame!
—Lord William no ha muerto.
Tom lanzó un grito, y su emoción fue tal, que faltó poco para que dejase escapar a sir Jorge.
—Lord William no ha muerto, repitió este. Pero cuando sepas lo que ha sido de él, sentirás que se halle aún en el número de los vivientes.
Tom había echado a Nizam en tierra y lo tenía sujeto por el cuello.
Al oír su respuesta, le apoyó la rodilla sobre el pecho y el cuchillo a la garganta, y le dijo con furor:
—¿Acabarás de hablar, miserable?
—¡Ah!... ¿quieres saberlo todo?
—Sí.
—¿Y si te digo donde se halla lord William, me harás gracia de la vida?
—No.
—Pues bien, dijo Nizam, te diré lo que ha sido de él, y esa será mi venganza.
Y riendo como un condenado y con voz ahogada por la presión que sufría, refirió a Tom de qué manera el cadáver del forzado había sustituido al noble lord, y como este, perdida la razón, se hallaba ahora en el puesto de aquel miserable.
Y cuando hubo acabado su relato, añadió con una carcajada diabólica:
—Pero de nada te sirve el saber que tu noble amo vive aún, pues no lograrás encontrarlo.
Arrastrando una cadena entre otros deportados que van a morir al nuevo mundo, lleva entre ellos una vida miserable, bajo el nombre fatal del forzado de quien ha tomado el puesto.......
—¿Y cuál es ese hombre? preguntó Tom.
—Eso es lo que no sabrás nunca.
—¡Habla!... ¡o te mato!
—No, dijo Nizam que procuraba ganar tiempo, y que alimentaba la esperanza de que lord Evandale llegaría de un instante a otro.
—¡Habla! repitió Tom.
—No, no..... jamás.
—¡Pues bien, muere! dijo Tom.
Y le hundió el cuchillo en el pecho.
Nizam murió sin exhalar un grito.
Entonces Tom se levantó e irguió con resolución la cabeza.
—No sé qué nombre es el que lleva mi desgraciado amo, murmuró, pero no importa. Por grande que sea la tierra, yo lo encontraré con ayuda de Dios.
Y dejando plantado su cuchillo en el pecho de Nizam, corrió a la cerca del parque, y saltando por ella, tomó precipitadamente la fuga.
diario de un loco de bedlam.
Tom emprendió pues la heroica empresa que se había propuesto, y sin pérdida de tiempo, se puso en busca del desgraciado lord William.
Pero el mundo es grande, como él mismo había dicho, y buscar a un hombre por él, cuando no se sabe bajo qué nombre se oculta, es cosa bien difícil, sino imposible.
Tom se puso sin embargo a la obra.
Empezó por ir a Londres a reunirse con su mujer, y la dio parte de las revelaciones supremas de Nizam.
Betzy era una mujer inteligente y sobre todo de buen sentido.
Oyó a Tom hasta el fin, y cuando este hubo terminado su relato, le dijo con la mayor sencillez:
—Antes de todo, amigo mío, hay dos cosas que sería necesario saber.
—¿Cuáles? preguntó Tom.
—Primero, el nombre del teniente que conducía la cuerda de presidiarios.
—¿Y después?
—Y después de qué ciudad de Escocia venía el infeliz que se halla hoy enterrado en el panteón de la familia Pembleton, bajo el nombre de lord William.
—Tienes razón, dijo Tom.
El antiguo mayordomo tenía muchas relaciones en Londres.
Entre otras personas de todas clases, conocía a un famoso detective a quien Scotland yard, es decir la prefectura de Policía de Londres, había confiado siempre los encargos más delicados.
Tom fue a verse con él, y bajo la mayor reserva le confió el secreto de la existencia de lord William.
Y al depositar en él este secreto, le puso en la mano un billete de trescientas libras.
El detective pidió ocho días para practicar sus diligencias.
Al cabo de ese tiempo, el fiel Tom que aguardaba con impaciencia, recibió la nota siguiente:
«Un teniente de presidio ha pasado, hace siete meses, por la aldea de Pembleton.
»Se llama Percy, y se dirigía a Liverpool, adonde conducía una cuerda de presidiarios.
»Es muy probable que se haya embarcado con ellos.»
Tom tomó en seguida el ferrocarril y se fue a Liverpool.
Allí, compulsando los registros de la marina, encontró en efecto el nombre de Percy, seguido de la calificación de teniente.
Percy se había embarcado para la Nueva Zelanda, con los forzados que conducía.
Tom vaciló entonces sobre el partido que debería tomar.
¿Se embarcaría también desde luego, o no haría mejor en averiguar antes el nombre del presidiario que habían sustituido a lord William?
Este último partido le pareció más acertado, y tomó en seguida el camino de Escocia.
Fue primero a Edimburgo, después a Glascow, y en fin a otras ciudades menos importantes, tomando informes en todas ellas con una prudencia y una habilidad consumadas.
Así llegó hasta la pequeña ciudad de Perth.
Apenas empezó en ella sus investigaciones, cuando creyó haber encontrado las huellas de lo que buscaba.
Allí le hablaron de un acontecimiento misterioso e inexplicable, que había tenido lugar hacia la época a que él se refería.
Un joven del país, llamado Walter Bruce, había sido condenado, por robo con fractura, a cinco años de deportación.
Aquel joven se hallaba encerrado en la cárcel de Perth, esperando salir de un momento a otro para su destino, cuando por una singularidad inexplicable, había sido víctima de un accidente que no tenía ejemplo en el país.
Una noche se había acostado en perfecto estado de salud, y se había despertado al día siguiente dando gritos espantosos.
Acudieron a él, y lo hallaron completamente loco y con el rostro amoratado y cubierto de una lepra asquerosa.
Tom creyó reconocer en este retrato al desgraciado cuyo nombre buscaba; pero su esperanza se convirtió en certidumbre, cuando le añadieron que una cadena que pasó a los dos días, le tomó consigo a pesar de su horrible estado. Y como no podía marchar, lo habían atravesado sobre una mula donde conducían el bagaje.
Tom comparó las fechas y adquirió la convicción de que la salida de Walter Bruce de la ciudad de Perth, había tenido lugar cinco días antes de la pretendida muerte de lord William.
Conocido esto, no faltaba más que encontrar a Walter Bruce.
Tom volvió inmediatamente a Londres.
El antiguo y fiel servidor de la familia Pembleton no era rico, pues todo su haber consistía en dos o tres mil libras esterlinas, penosamente ahorradas durante su servicio.
Esta era una dificultad bastante grave, pero Betzy halló el modo de resolverla.
—Yo soy joven aún y bastante fuerte: de consiguiente puedo trabajar y ganar mi vida. Llévate el dinero.
Ocho días después, Tom se embarcaba para la Nueva Zelanda, llevando unas dos mil libras en letras y billetes, guardados en un cinturón de cuero.
Los primeros meses de la travesía fueron dichosos.
El buque que conducía a Tom dobló la punta meridional de América y entró en las aguas del Pacífico.
Pero un mes después de haber pasado el cabo de Hornos, naufragó cerca de la isla Tabor, yendo a encallar sobre un bajío, en una noche oscura y brumosa.
Inmediatamente se declaró una vía de agua, y las bombas fueron impotentes para apurarla.
El buque se iba a pique, y en vista de esto, el capitán echó al agua las chalupas, y en ellas se amontonaron pasajeros y marineros del modo que les fue posible.
Entonces empezó para el pobre Tom una desgraciada serie de espantosas aventuras.
Durante diez y siete días, el frágil barco que lo llevaba erró sin dirección y sin brújula por la inmensidad de los mares.
Las provisiones se agotaron, el hambre llegó con todos sus horrores, y aquellos infelices empezaron a asesinarse unos a otros para alimentarse.
A los dos días de esta horrible situación apareció en fin la tierra.
Los desgraciados náufragos hicieron esfuerzos increíbles, y abordaron por último a una isla salvaje.
Pero su situación no hizo más que cambiar de faz, para ser todavía más horrible.
Los habitantes de aquella isla eran negros antropófagos.
El pobre Tom y aquellos de sus compañeros de infortunio que habían sobrevivido, fueron llevados por los caníbales al interior de las tierras.
Tom había sufrido tanto durante la navegación, que se había quedado extremadamente flaco.
Este triste privilegio le salvó la vida.
Todos sus compañeros fueron devorados por los salvajes.
En cuanto a él, intentaron al principio engordarlo, pero no habiendo podido conseguirlo, se cansaron al cabo y lo dejaron vivir.
En cambio lo condenaron a los más duros trabajos, y así pasó cinco años en medio de aquellos negros, tratado con una crueldad inaudita.
En fin, un día, un navío inglés hizo escala en aquella isla maldita.
Los negros que vinieron a bordo a vender frutas, pescado y aceite de foca, contaron a la tripulación que había un blanco entre ellos.
El capitán envió a algunos hombres a tierra, y estos le trajeron al pobre Tom.
Aquel buque hacía vela para Australia y debía tocar en la Nueva Zelanda.
Tom cobró ánimo y creyó tocar al fin el término de sus esperanzas.
Los negros le habían dejado su cinturón, no encontrando en él más que papeles que no podían excitar su codicia; y de consiguiente tenía aún su dinero.
Un mes después, Tom, que había caído enfermo en esta nueva travesía y que, más que un hombre, parecía un fantasma, llegó extenuado a Aukland.
Allí descansó unos días y trató de reponerse, y después de escribir a su mujer, que sin duda le creía muerto, emprendió de nuevo sus pesquisas en busca de lord William, o más bien, del deportado Walter Bruce.
Después de muchos días de investigaciones inútiles, supo al fin que una centena de deportados que habían cumplido su condena, se habían trasladado a Australia en vez de volver a Europa.
Walter Bruce había también cumplido su condena tiempo hacía, pero ¿se hallaba por ventura entre ellos?
Esto es lo que Tom no sabía.
Sin embargo resolvió ponerse en camino para aquel punto, y se embarcó con dirección a Melbourne.
Ya allí, empezó de nuevo sus pesquisas.
Recorrió todas las tabernas, interrogó a los marineros y preguntó a cuantos deportados encontrara.
Ninguno de ellos pudo darle noticias de Walter Bruce.
Pero Tom no se desalentó por esto.
Había dejado a Melbourne, trasladándose a Sidney, y estaba alojado en una miserable posada, cuando hizo conocimiento con un Alemán que se llamaba Frantz Hauser.
Frantz se hallaba en la más completa desnudez.
Sospechando que Tom tenía algún dinero, le confió su situación desesperada, y le pidió algún socorro, añadiendo que había sido condenado injustamente hacía siete u ocho años, y deportado a la Nueva Zelanda.
—¿Habéis conocido a otro deportado que llamaban Walter Bruce? le preguntó Tom.
—¡Ya lo creo! respondió Frantz, fue un tiempo mi compañero, y me acuerdo que lo apellidábamos Milord.
Tom dejó escapar una exclamación de alegría, y tomando vivamente las manos de Frantz, le dijo:
—¡Hablad!... ¡hablad! decidme todo lo que sabéis de él!
diario de un loco de bedlam.
El Alemán Frantz Hauser se quedó mirando a Tom con extrañeza.
—Sí, respondió, he conocido en efecto a un deportado que se llamaba, o más bien, que llamaban Walter Bruce.
—Y él repudiaba ese nombre, ¿no es verdad?
—Sí, y decía que era lord: así, todos le llamábamos milord, pero de burlas, se entiende, pues sabíamos muy bien...
—No, no sabíais nada, dijo Tom bruscamente.
Frantz se quedó mirándolo de nuevo.
—La persona a quien dabais el nombre de Walter Bruce era un lord en efecto, prosiguió Tom; pero esto no hace ahora al caso. ¿Adónde lo encontrasteis?
—Hemos trabajado juntos en la misma cadena cerca de cuatro años.
—Pero, ¿dónde?
—En la Nueva Zelanda, ya os lo he dicho.
—¿Y os separasteis después?
—Sí.
—¿Por qué?
—Yo había cumplido mi tiempo. Me volvieron la libertad, y al hacerlo, me dieron a escoger entre volver a Europa o establecerme aquí.
—¿Y Walter Bruce?
—Debe también haber concluido su tiempo.
—Entonces... ¿habrá vuelto a Europa?
—No lo creo.
—¡Ah! exclamó Tom temblando de emoción.
—No respondo, prosiguió Frantz, de la exactitud absoluta de los informes que voy a daros: sin embargo, nada perdéis en escucharme.
—¡Veamos! dijo Tom con creciente ansiedad.
—Hay pocos deportados que vuelvan a Europa, después de cumplir su condena: la mayor parte solicitan quedarse en Australia.
Unos se ponen a servir como pastores; otros trabajan en las minas; y algunos acaban por hacer fortuna.
—¿Y bien? dijo Tom.
—Hace seis meses, prosiguió Frantz, me hallaba yo en Melbourne, donde se celebra una gran feria de ganado.
Los bueyes y los carneros llegaban por centenas, y toda la ciudad estaba llena de labradores y ganaderos.
Aquel día, si no me equivoco, me pareció ver en medio de la feria a un hombre que se parecía a Walter Bruce: hasta recuerdo que intenté reunirme con él, pero la multitud era tan compacta, que bien pronto lo perdí de vista.
—Bien, repuso Tom, pero admitiendo que fuese efectivamente Walter Bruce el que habéis visto, ¿qué deducís de ello?
—Lo más lógico: que Walter Bruce es pastor en las tierras de algún ganadero.
—¿En Australia?
—Sin duda.
—Pero, ¿en qué parte de ella?—La Australia es grande como un continente.
—Sí, dijo Frantz, pero bueno es que sepáis que no vienen ordinariamente a Melbourne otros ganados que los del oeste.
—Está bien, repuso Tom, lo buscaré en esa comarca.
—¿Ese Walter Bruce era acaso vuestro amigo? preguntó Frantz.
—Era mi amo.
—¿Eh? dijo Frantz.
—Mi amo, un noble lord de la libre Inglaterra, añadió Tom.
—¿Cómo un lord ha podido ser deportado?
—¡Oh! replicó Tom, esa es una larga y tenebrosa historia que no puedo contaros hoy.
—¡Ah!
—Pero voy a haceros una proposición.
—Decid.
—Según he visto, sois muy pobre.
—Me muero de hambre.
—Pues bien, ¿queréis ganar diez libras por mes?
Los ojos del antiguo deportado brillaron de codicia.
—¡Diez libras! exclamó.
—Sí.
—¿Y que es necesario hacer para eso?
—Acompañarme y buscar conmigo a Walter Bruce.
—¡Oh! acepto desde luego, dijo el Alemán.
—Y si lo encontramos, prosiguió Tom, tendréis además una gratificación de cincuenta libras.
—Siendo así, exclamó Frantz, estoy pronto a seguiros hasta el cabo del
mundo.
Al día siguiente, Tom y Frantz Hauser se embarcaron en Sidney para Melbourne.
Justamente iba a haber una feria de ganado, y Tom y su compañero permanecieron en la ciudad.
Esperaron el primer día de feria, que debía prolongarse toda la semana, y entre tanto Tom recorrió todas las posadas y establecimientos públicos, y no cesó de pasear por las calles.
Pero por parte alguna encontró a Walter Bruce.
Sin embargo Frantz encontró por su parte a un antiguo deportado, que era pastor a la sazón y que había conocido a Walter Bruce; y naturalmente le pidió noticias suyas.
—¡Oh! dijo el deportado, hay hombres que han nacido de pie; todo les sale a medida de su deseo.
—¿Qué quieres decir?
—¡Toma! que Walter Bruce es uno de esos hombres.
Tom asistía a esta conversación, pero no decía una palabra. Su corazón latía con tal violencia, que parecía iba a salírsele del pecho.
—¿Conque Walter Bruce es tan dichoso? preguntó Frantz.
—Más de lo que podía apetecer.
—¿Dónde se halla?
—A cien leguas de aquí, hacia el noroeste.
—¿Lo has visto?
—Hace unos seis meses.
—¿Y en qué se ocupa?
—Era pastor como yo cuando vino de la Nueva Zelanda.
—¿Y ahora?
—¡Oh! ahora es ganadero, y tiene una bella hacienda y muchas cabezas de ganado.
—¿Y cómo se ha arreglado para adquirir todo eso? preguntó de nuevo el Alemán.
—Ha sabido hacerse amar de la hija de un rico labrador y se ha casado con ella. El labrador ha muerto poco tiempo después, y Walter Bruce es hoy rico, pues su mujer era hija única.
—¿Y puedes indicarnos con certeza el sitio donde se halla? preguntó aún el Alemán.
—Haré más todavía, respondió el pastor.
—¿Qué?
—Yo sirvo en una hacienda que está solo a algunas millas de la suya.
—¡Ah!
—Mañana me vuelvo, pues ya he vendido mi ganado. Si queréis venios conmigo.
—¿Y nos conducirás a la hacienda de Walter Bruce?
—Sí.
Tom no podía contener su alegría.
Instó para que se apresurase lo más posible el viaje, y al día siguiente, muy de mañana, emprendió el camino con Frantz y el antiguo deportado convertido en pastor.
En Australia se viaja aún lentamente y de una manera enteramente primitiva.
Los caminos se hallan apenas abiertos, y no se transitan sino a caballo o en carretas de bueyes.
Necesitaron pues nuestros viajeros diez o doce días, para recorrer las cien leguas que separaban Melbourne de los pastos donde Walter Bruce había establecido su habitación.
Al llegar a algunas millas de distancia, el pastor condujo a Tom a la hacienda de su amo.
—Mañana, le dijo, os conduciré a casa de Walter Bruce, pues lo que es hoy no podríamos llegar de día, y está el país infestado de ladrones.
Tom esperó pues hasta el día siguiente.
Pero apenas empezó a apuntar el día, se pusieron de nuevo en camino.
Tom estaba devorado de impaciencia, y preguntaba a cada paso si se hallaban aun distantes.
—No son más que las seis de la mañana y estamos todavía lejos de la habitación, dijo el guía, pero ya marchamos por las tierras de la hacienda.
En fin, a eso del mediodía, Tom descubrió a lo lejos una casa blanca y de aspecto gracioso, que se levantaba en medio de gigantescos árboles.
—¡Allí es! dijo el deportado.
Tom tuvo un momento de angustia y sus ojos se arrasaron en lágrimas.
—¿Querrá ahora volver a Europa? murmuró para sí.
Y vacilante y llorando como un niño, Tom continuó avanzando hacia aquella casa que, de lejos, encerrada entre la espesura, parecía un nido de tórtolas.
diario de un loco de bedlam.
Nada más gracioso ni más poético que aquella linda habitación perdida en un océano de verdura.
La granja o casa de labor, las caballerizas y los establos, estaban rodeados de altos muros, deslumbrantes de blancura.
La casa habitación ocupaba el centro, y un frondoso jardín, esmeradamente cuidado, la cercaba por todas partes.
Tom y sus compañeros penetraron en el patio de la granja, y se detuvieron mientras se adelantaba el guía.
Un mulato de pocos años se hallaba en la puerta de las caballerizas.
El antiguo deportado se dirigió a él y le dijo:
—Buenos días, Nathan.
—Buenos días, Toby, respondió el mulato.
—Aquí vengo con dos amigos, continuó el pastor, que desean ver a Mister Bruce.
—Mister Bruce no está en la habitación, respondió el muchacho.
Tom palideció al oír esto.
—¿Dónde esta pues? preguntó Frantz Hauser.
—¡Oh! tranquilizaos, no está de viaje.
—¡Ah!
—Ha ido a ver uno de sus rebaños apriscado a una milla de aquí.
—¿Y volverá pronto?
—¡Ciertamente! No puede tardar mucho.
—Entonces lo esperaremos, dijo Tom.
—Pero mistress Bruce está en la casa, añadió el chicuelo; podéis entrar.
Tom vacilaba en aceptar la oferta.
—Vaya, venid, dijo el antiguo deportado.
Y se adelantó hacia el interior siguiéndole los demás.
Algunos criados iban de un lado a otro por los patios y el jardín, y la puerta de la habitación estaba de par en par abierta.
Tom vio a su frente un ancho vestíbulo adornado con jarrones de flores, y en el fondo la elegante balaustrada de una espaciosa escalera.
Al ruido de sus pasos, se abrió una puerta a la derecha del vestíbulo, y una graciosa joven apareció en ella, llevando en brazos a un niño, a quien daba el seno.
Detrás de ella venía también una lindísima niña de cuatro años, que se cogía al vestido de la joven, y fijaba en los recién venidos sus grandes ojos admirados.
Mistress Bruce, pues era ella, conocía a Toby.
—Buenos días, Toby, le dijo.
—Buenos los tengáis, señora, respondió el pastor.
—¿Venís a ver a mister Bruce?
Y al hacer esta pregunta, fijaba con curiosidad sus miradas en Frantz Hauser y en Tom.
—Señora, respondió Toby señalando a este último, aquí tenéis a una persona que ha conocido mucho a vuestro marido.
La joven se estremeció y murmuró con una emoción mal contenida:
—¿Dónde?
—En Inglaterra, respondió Tom vivamente.
La emoción de la joven pareció ir en aumento.
—¿En Inglaterra? repitió.
—Sí, señora.
—Ya..... en Perth.....
—¡Oh! no... en Pembleton-castle.
Y Tom al decir esto tenía los ojos arrasados en lágrimas.
La joven se fijó en él con más atención.
—¿Quién sois pues? dijo en fin.
—Me llamo Tom, señora.
Mistress Bruce dejó escapar un grito:
—¡Tom! dijo, ¿os llamáis Tom?
—Sí, señora.
—¡Ah! Dios mío!
Y pareció vacilar y un temblor nervioso se apoderó de todo su cuerpo.
Tom prosiguió:
—Sí, señora, me llamo Tom, y comprendo por vuestra emoción que sir Walter os ha hablado de mí con frecuencia.
—Y me habla aún todos los días, respondió la joven.
Apenas acababa de decir estas palabras, se oyó resonar en el patio de entrada el ruido de los pasos de un caballo.
Tom se precipitó hacia aquel sitio.
El leal servidor no se había engañado: Walter Bruce era quien llegaba.
Tom se acercó a él temblando como un azogado, y tal era su conmoción, que Toby tuvo que correr a él y sostenerlo.
Mister Bruce era un gallardo joven de veinte y siete a veinte y ocho años, y su rostro, tostado por el sol, no presentaba ya la menor traza de la horrible picadura de la víbora azul.
Miró fijamente a Tom y no lo reconoció al principio.
El pobre Tom tenía ahora la cabeza enteramente blanca.
—¿Quién es ese hombre? preguntó sir Walter echando pie a tierra.
—¡Amo mío!..... mi buen señor! exclamó Tom, ¿no me conocéis?.....
Walter Bruce arrojó un grito de sorpresa.
—¡Tom! exclamó.
—¡Ah! milord, dijo Tom con voz alterada, ya sabía yo que acabaría por encontraros.....
Mr. Bruce estrechó a Tom en sus brazos, y lo tuvo largo tiempo abrazado.
Después, descubriendo a Frantz Hauser y a Toby, les alargó la mano y les dijo con una triste sonrisa:
—Ya veis como yo no mentía cuando os revelé mi nombre y calidad.......
Y volviéndose a su mujer añadió:
—Querida Lucy, conduce a esos dos buenos amigos al comedor y haz que les sirvan una colación. Por mi parte, excusadme, pues estoy impaciente de hallarme a solas con mi querido Tom.
Y tomando al antiguo mayordomo por el brazo, entró con él en la casa.
Tom no había podido dominar aún su emoción ni contener sus lágrimas.
Apenas se hallaron solos, Walter Bruce le abrazó de nuevo y le dijo:
—¡Así, amigo mío, te has atrevido a venir hasta aquí a buscarme!...
—Hace seis años que salí de Inglaterra, respondió Tom, y sin esos maldecidos salvajes.....
—¿Qué salvajes?
—¡Oh! milord, respondió Tom, no os ocupéis de eso..... Mis sufrimientos no son nada en comparación de los vuestros.
—Tom, dijo Mr. Bruce, antes de contaros mi historia quiero saber la vuestra.
Sir Walter hablaba con autoridad.
—Os obedeceré, milord, respondió Tom.
Y contó en seguida del modo que había dejado la Inglaterra con el designio de buscar al infortunado lord William, y la sucesión de fatales aventuras que habían contrariado e interrumpido su viaje.
—Pues yo, amigo Tom, dijo entonces Mr. Bruce, en todo lo que me ha sucedido, hay una cosa que jamás he podido explicarme.
—¿Cuál, milord?
—He estado sin memoria durante más de un año, y aun loco, según me han dicho.
—¡Ah! dijo Tom.
—El último acontecimiento de mi antigua existencia de que puedo acordarme es el siguiente. Acababa de meterme en cama en mi cuarto de New-Pembleton, y empezaba a conciliar el sueño, cuando sentí un cuerpo viscoso y frío que me subía por el rostro, y casi al mismo tiempo experimenté un dolor tan agudo, que no pude menos de arrojar un grito.
—¿Y después?
—No me ha sido posible acordarme de nada después de eso.
—¡Ah! exclamó Tom.
—Una mañana en fin, volví en mí como si despertara de un largo sueño, y..... me encontré con un grillete al pie y trabajando en una mina. Otros hombres de aspecto repugnante y cínico, encadenados y vestidos como yo, trabajaban a mi lado, amenazados de continuo por el látigo de un capataz. Yo no me di al pronto cuenta de la situación, y me puse a llamaros.....
—¡Oh! Dios mío! exclamó Tom enternecido, levantado los ojos al cielo.
—Mis compañeros se echaron a reír.
—¿Ignoráis quién soy? exclamé indignado.
—Eres Walter Bruce, me respondieron.
—Os engañáis, les respondí, mi nombre es lord William Pembleton.
Mis compañeros de cadena soltaron otra vez la carcajada.
Y como yo manifestase mi indignación de una manera bastante enérgica, un capataz se acercó a mí y me dijo:
—¿Volvemos a las andadas, Bruce?... ¿Os entra de nuevo la locura?
—¿Loco?... ¡yo! exclamé.
El capataz me volvió la espalda, y como había suspendido mi trabajo, recibí aquella noche una corrección humillante.....
Durante ocho días, grité, me indigné, apelé a la justicia de los hombres, a la de Dios.....
¡Esfuerzos inútiles!
A cuantos hablaba de mi nacimiento y de mi rango en la sociedad, sólo conseguía que se encogieran de hombros y que me mirasen con lástima. Todos me repetían que yo era Walter Bruce, natural de Perth, en Escocia, y que había sido condenado por robo a cinco años de deportación y de trabajos públicos.
Aquí Mr. Bruce se detuvo un momento, como abrumado bajo el peso de sus recuerdos.
Tom le contemplaba en silencio, con los ojos anegados en lágrimas.....
diario de un loco de bedlam.
En fin, después de una pausa de algunos instantes, Mr. Bruce prosiguió.
—Y sin embargo, yo estaba bien seguro de mi identidad.—Los recuerdos de mi juventud venían en tropel a mi memoria, y llegó un momento en que mi corazón latió con violencia y en que mis labios murmuraron un nombre:
«¡Miss Anna!»
Pocos días después, al cabo de mil esfuerzos, logré avistarme con el comandante militar de nuestra colonia, y le supliqué que me oyese.
Al principio me rechazó con alguna dureza, pero al fin, movido de mis ruegos, consintió en lo que le pedía.
Entonces le conté el caso en que me hallaba, y como debía de haber error de personas, puesto que yo me llamaba lord William.
El comandante me escuchó fríamente, sin interrumpirme, y cuando hube acabado, buscó la nota de mi deportación, la leyó, y me respondió:
—Vuestro nombre es en realidad Walter Bruce, y tenéis hoy poco más de veinte años. La sala del crímen de Perth os ha condenado a la deportación.
Después de vuestra condena, y mientras os hallabais aún en la cárcel de Perth, os ha acometido una enfermedad extraña, y habéis presentado tales síntomas, que os creyeron por un momento perdido.
Os cubrió una lepra horrible y perdisteis completamente la razón.
Vuestra locura ha durado muchos meses.
Fue necesario trasportaros de Perth a Liverpool en una mula, pues vuestro triste estado no os permitía andar.
Embarcado luego en un trasporte de la marina real, vuestra enfermedad ha continuado en toda la travesía, y solo al llegar aquí, es cuando ha empezado a desprenderse la lepra que os cubría el rostro.
Desde entonces la calma se ha ido restableciendo en vuestro espíritu, y se ha podido creer que vuestra locura había desaparecido.
Yo quedé aterrado al escuchar estas palabras.
Sin embargo, vuelto prontamente en mí, seguí hablándole con tal franqueza, con tal acento de verdad, citándole con nombres propios y detalles mis relaciones de otro tiempo, y supe coordinar tan perfectamente mis recuerdos, que su convicción empezó a vacilar.
—Pues bien, me dijo, consiento en escribir a Inglaterra y pedir nuevos informes.
Durante un año viví lleno de resignación y sobre todo de esperanza.
Algo me decía, Tom, que andabais en mi busca: y aun cuando jamás he podido darme cuenta cómo, durante mi pasajera locura, he podido ser confundido con un criminal y hallarme en una colonia lejana haciendo la vida de un forzado; más de una vez pensaba que mi hermano debía investigar cuál había sido mi suerte.
Tom bajó la cabeza y no respondió.
—En fin, al cabo de un año, el comandante me hizo llamar.
—¿Y bien? me dijo, ¿sois ya más razonable?
Esta pregunta me dejó helado.
—Ya sabéis, añadió, que escribí a Inglaterra.
—¿Y os han contestado?
—Sí.
Y diciendo esto me entregó una carta.
Aquella carta estaba firmada por lord Evandale Pembleton.
Y no podía dudar, pues era en efecto la firma de mi hermano.
Sir Evandale escribía al gobernador de la Nueva Zelanda:
«Señor Gobernador:
»He tenido en efecto un hermano mayor llamado lord William.
»Pero lord William ha muerto en New-Pembleton hace cosa de dos años.
»Su muerte fue ocasionada por la picadura de un reptil venenoso.
»Os incluyo el acta de defunción certificada por el Sheriff del condado y firmada por tres testigos dignos de fe, para que no os quede duda sobre la autenticidad de ese documento.
»Mi familia me aconseja presentar una queja a los tribunales, a fin de que el miserable que ha osado tomar el nombre de mi desgraciado hermano, reciba el condigno castigo.»
—¿Y bien? me dijo el comandante, ¿persistís aún en vuestras aserciones?
Yo bajé la cabeza y no respondí una palabra.
Lo había comprendido todo.
—¡Ah! exclamó Tom.
—Mi hermano se había apoderado de mi título y de mi fortuna.....
¿Por qué medios había logrado su objeto?
Esto es lo que ignoro y lo que no sabré quizá jamás, añadió suspirando Mr. Bruce.
—Eso..... yo lo sé, dijo Tom.
—¿Tú lo sabes?
—Sí.
Y Tom, enjugando sus lágrimas, añadió:
—¿Os acordáis del mendigo Nizam?
—¿El Indio?
—Sí, aquel miserable.......
—Bien ¿y qué?
—Aquel miserable fue el cómplice de vuestro hermano.
—¿Pero qué había yo hecho a ese infeliz?
Tom se sonrió con amargura.
—¡Infeliz! repitió, ¿sabéis quién era ese hombre?
—No.
—Era sir Jorge Pembleton, el infame que había manchado el tálamo de vuestro padre y deshonrado a vuestra madre.
—¡Ah! exclamó Mr. Bruce palideciendo.
—De casta le viene al galgo..... dice el refrán, añadió Tom, y aquí el refrán no miente. Sir Evandale es digno hijo de tal padre.
Y aquí Tom refirió punto por punto a Mr. Bruce todo lo que había sucedido, según ya sabemos por los capítulos precedentes.
—Pero, dijo Mr. Bruce, después que mataste a ese infame, ¿por qué no dijiste nada a mi hermano?
—Quería encontraros antes.
—¿Y se ha casado con mis Anna?
—El mismo día que salí de New-Pembleton se celebraba la boda.
Y dicho esto, Tom refirió la triste odisea de su viaje y las aventuras de su larga estancia entre los negros caníbales.
Mr. Bruce lo escuchó con interés, y cuando hubo concluido, le dijo:
—Ahora veo que en la época en que el gobernador de la Nueva Zelanda escribió a Inglaterra, tú habías salido ya de ella.
—Sí.
Mr. Bruce permaneció un momento silencioso.
Después añadió:
—Ya comprendes por lo que acabo de decirte, que todas mis esperanzas habían quedado destruidas. A partir del día en que el gobernador me comunicó la carta de sir Evandale, ya no esperé en nada y me resigné.
Mis compañeros de infamia seguían llamándome milord por burla; pero yo no volví a decir más que pertenecía a la alta aristocracia inglesa.
Así se pasaron los años.
Yo no los contaba y hasta me era indiferente la vida, cuando un día me hicieron saber que había cumplido mi condena y que estaba libre.
—Bruce, me dijo el gobernador al entregarme una pequeña cantidad, fruto de mi dura labor de cinco años, podéis escoger punto de residencia, sea volviendo a Inglaterra o permaneciendo aquí, sea pasando a Australia donde encontraréis fácilmente trabajo.
Yo opté por este último partido y me embarqué para Melbourne.
Por fortuna, llegué a aquella ciudad en un día de feria.
Un colono del noroeste me tomó a su servicio como pastor, y me condujo a su hacienda aquel mismo día.
Aquel colono era el padre de miss Lucy.
Mis sufrimientos, la ruda vida que había llevado, y el contacto durante cinco años con los seres depravados y envilecidos que me rodeaban; no habían podido degradar mi carácter ni destruir mi distinción natural.
Aquí entra, amigo mío, una historia novelesca de amor, que sería muy largo contarte.
Yo había olvidado a miss Anna.
Pero mi corazón no se había cerrado a toda emoción dulce, pues empecé a suspirar al ver a miss Lucy.
—Y llegasteis a amarla.......
—Como ella me amó y me ama todavía.
Al cabo de dos años, yo había conquistado la amistad y la entera confianza del colono.
Un día, al fin, me llamó aparte y me dijo:
—He comprendido, mi pobre Walter, que amáis a mi hija y que ella os corresponde. Lo he pensado todo, y no encuentro inconveniente en vuestra unión. En Inglaterra, un enlace semejante sería monstruoso, pero en Australia somos indulgentes. Además me habéis contado vuestra historia, y creo firmemente en cuanto me habéis dicho.
—Y así es, dijo terminando Mr. Bruce, como llegué a casarme con miss Lucy, como heredé a su padre, y como en fin he conseguido ser dichoso.
—Sin embargo, milord, exclamó Tom, no creo por eso que tengáis decidido el permanecer aquí.
—Sí, amigo mío, esa es mi intención.
—¡Cómo!... ¿renunciaríais a reivindicar vuestros derechos?
—¿Para qué? respondió con indiferencia lord William, el hombre que existía en mí ha muerto para todos: ya no soy ni quiero ser otra cosa que el colono Walter Bruce.
—¡Pero es imposible!
—Soy dichoso, amigo mío.
A tiempo que decía esto, entró en la habitación su joven esposa, llevando uno de sus niños por la mano, y el otro en brazos recostado sobre el hombro.
—Mira..... dijo Mr. Bruce a Tom, ¿qué crees que me falte para ser feliz?
diario de un loco de bedlam.
Tom pasó muchos meses en la hacienda, insistiendo en sus ruegos cada día y suplicando a Mr. Bruce que no olvidase lo que debía a su nombre y a la satisfacción de la justicia.
—Volved a Inglaterra, milord, le decía, es necesario que recobréis vuestro nombre y que entréis como dueño en el solar de vuestros mayores.
Pero Mr. Bruce le respondía invariablemente:
—No, amigo mío, aquí soy dichoso y aquí permaneceré.
El pobre Tom se desesperaba al ver la inutilidad de sus esfuerzos.
—Escribe a tu mujer que venga a reunirse contigo, le decía además Mr. Bruce.
Pero Tom no renunciaba a la esperanza de convencer a su antiguo amo.
—Es necesario que volváis a Inglaterra, le repetía, es necesario.
A veces Mr. Bruce, cansado de su obstinación, le dejaba sin respuesta, hasta que al fin le dijo un día:
—Escúchame, mi pobre Tom, y no insistas en un empeño inútil.
—Decid, mi querido amo.
—Supongo por un momento que me decido y sigo tus consejos.
—¡Ah! ¿los seguiréis?
—Que nos volvemos a Inglaterra.
—Bien.
—Y que me presento a mi hermano.
—Será fuerza que os reconozca.
—No solamente se negará a ello, sino que me acusará de ser un impostor.
—¡Oh! en cuanto a eso, ya le probaremos!....
—¿Qué quieres tú que yo le pruebe? Mi identidad está perfectamente establecida: soy Walter Bruce, antiguo deportado, y no otra cosa. Lord William ha muerto, y está enterrado con todas las ceremonias legales en el panteón de Pembleton.
—¡Ah! respondía Tom negándose a aceptar este razonamiento, si sir Evandale se niega a reconoceros, hay otra persona que os reconocerá de seguro.
—¿Quién?
—Miss Anna.
La frente de lord William se nublaba al oír esto, y solía responder:
—No, yo no amo a miss Anna, ni ella me ha amado jamás. Estoy en la convicción de que también sería inútil esa prueba.
Tom parecía darse por vencido y no añadía una palabra.
Pero al día siguiente volvía a la carga, aunque siempre con el mismo resultado que la víspera.
En fin, un acontecimiento inesperado vino a darle la victoria.
En Australia, las fortunas se hacen rápidamente, y se deshacen a veces con más rapidez aún.
El antiguo mundo ha creado allí un pueblo enteramente nuevo: un pueblo compuesto de aventureros y de criminales arrepentidos que han sufrido ya su condena.
Todos ellos buscan con ansia su camino, tienen prisa de crearse una posición, y así la actividad humana no tiene allí límites.
Primero presidiario, luego deportado y al fin libre, el hombre trabaja allí en las minas y hace una rápida fortuna; o bien toma el oficio de pastor, y por poco activo e inteligente que sea, salva bien pronto la línea de demarcación que separa al trabajador del propietario, o el pastor asalariado del rico ganadero.
Pero la fortuna de este último es excesivamente incierta y se halla sometida a súbitos y terribles trastornos.
El día menos pensado, el ganadero se ha acostado rico y tranquilo. Posee en sus pastos cien mil cabezas de ganado, y tiene diez y ocho leguas cuadradas de país que ha escogido por dominio, pues la Inglaterra concede la posesión del suelo a todo aquel que ha sabido conquistarlo.
Al día siguiente se despierta arruinado.
¿Cómo se ha operado este fenómeno?
La Australia está infestada de negros fugitivos que han huido de las colonias, donde eran esclavos, y que viven del robo, del pillaje y del incendio en esta isla que es grande como un continente.
La autoridad ha debido tomar medidas contra ellos y hasta se han creado varios regimientos de negros sometidos, que llaman la milicia negra.
Esta tropa se ha hecho muy temible y presta grandes servicios sin duda, pero es impotente sin embargo para proteger a los colonos del interior.
Los negros cimarrones, como llaman a los fugitivos, se contentan por lo general con robar algunos ganados.
Pero si creen tener queja grave o gran perjuicio de un colono o ganadero, entonces organizan contra él una verdadera expedición.
Una noche la habitación se encuentra cercada.
Estas están defendidas en general por altos muros que rodea un foso profundo: contienen una guarnición de ciento cincuenta o doscientos servidores, entre criados, gañanes y pastores, todos ellos adictos a su amo; y hay además una jauría de perros enormes y medio salvajes, que guardan los patios y las puertas de los establos y caballerizas.
Pero los negros llegan en multitud tan crecida, que a veces se cuentan por miles.
Y si la hacienda se encuentra aislada, lejos de toda habitación, y no llegan prontos socorros, el colono está perdido.
Los negros le harán a veces gracia de la vida, pero pegarán fuego a su habitación y dependencias, arrasarán los árboles, y matarán todo el ganado que no puedan llevarse.
Entonces el desgraciado colono tendrá que empezar a construir de nuevo el edificio de su precaria fortuna.
La tierra, en Australia, no tiene valor sino por los brazos que la cultivan y los rebaños que pastan su yerba salada.
Una vez dispersos los cultivadores y ganaderos, el colono queda reducido a la indigencia.
Tales desgracias son harto frecuentes hacia el interior, y Walter Bruce no debía verse libre de ella.
Y sin embargo, siempre había vivido en buena inteligencia con los negros cimarrones.
Cuando rondaban alrededor de su hacienda, solía enviarles pan, carne y aguardiente; y los negros respetaban sus ganados, y hasta le llamaban el buen blanco.
Pero una aventura amorosa vino a destruir en un momento todas estas buenas disposiciones.
Sucedió, pues, que el jefe de una de las hordas más temibles de esos bandidos, llamado Kukuren, se enamoró de una joven mulata que servía como criada en la hacienda.
La solicitó subrepticiamente por algún tiempo, y al cabo se atrevió a venir a pedirla en matrimonio a Mr. Bruce.
El joven colono le escuchó con su natural bondad y le respondió:
—Dirígete a ella. Si quiere seguirte, no me opondré a su voluntad.
El jefe lo hizo así, pero la mulata, que tenía horror de los negros cimarrones, le negó resueltamente su mano.
Kukuren juró vengarse.
Pocos días después, en medio de una noche oscura, penetró en la habitación escalando los muros, y llegando hasta el cuarto de la criada, la arrebató de su lecho y trató de huir con ella.
Pero la mulata se defendió arrojando gritos desesperados.
Uno de los pastores del colono cogió una escopeta, se asomó a una ventana, y viendo a un negro que huía, le apuntó e hizo fuego.
El negro cayó mortalmente herido.
Y como aquel negro era Kukuren, el jefe poderoso de una horda numerosa y temible, Mr. Bruce comprendió que estaba perdido.
En efecto, a la noche siguiente, la habitación fue atacada por una innumerable multitud de aquellos forajidos, a quienes los colonos de Australia han apellidado los demonios negros.
Aquello fue un sitio y una batalla.
Mr. Bruce resistió el ataque y se defendió valerosamente.
Pero sus servidores cayeron uno a uno, heridos por las flechas emponzoñadas de los negros.
Al mismo tiempo, muchos de ellos pusieron fuego a la habitación.
Atrincherado con su mujer, sus hijos y algunos de sus criados, Mr. Bruce se defendía aún con el heroísmo de la desesperación, cuando llegó la milicia negra.
La horda de Kukuren tomó entonces la fuga, y Mr. Bruce pudo así salvarse con toda su familia.
Pero en cambio estaba completamente arruinado.
Tom había conservado el famoso cinturón que los caníbales no pensaron en quitarle, y gracias a esta feliz casualidad, poseía aún setecientas u ochocientas libras esterlinas.
Esto era más de lo que necesitaban para volver a Europa.
Tom creyó entonces llegado el momento de dar el último golpe, y mirando a su amo, le dijo con acento de triunfo:
—¡Ah! lo que es ahora no dudo que consentiréis en volver a vuestro rango y reconquistar vuestro nombre!
—¡Ay! respondió suspirando Mr. Bruce, si yo fuera solo, puedes estar seguro de que permanecería aquí y que trataría de reconstituir mi fortuna; pero tengo mujer e hijos, y me espanta por ellos la miseria.
—¡En fin! exclamó Tom.
Un mes después, Walter Bruce, su esposa, sus dos hijos y Tom, se embarcaban en Melbourne, aprovechando la salida de un buque que hacía vela para Inglaterra.
Ocho días antes, Tom había escrito a Betzy:
—Al fin lo he decidido a partir. Dentro de seis meses, lord William llegará conmigo a Londres.
Y Tom dejó la Australia con el corazón henchido de esperanza, mientras que Walter Bruce vertía lágrimas en silencio, pensando en aquella habitación perdida en las praderas del noroeste, bajo cuyo techo había vivido tanto tiempo feliz.
diario de un loco de bedlam.
Dejemos ahora trascurrir algún tiempo, y volvamos a nuestra vez a Londres.
Nos hallamos en medio del verano.
Es decir durante el estío, que es lo que llaman los Ingleses la estación.
La ciudad de Londres, tan triste y brumosa en invierno, tiene también sus días de esplendor, que la inundan de sol y de aire puro.
Entonces las cúpulas de sus iglesias y la cima de sus edificios reverberan la luz en mil cambiantes; sus calles ostentan una animación y alegría insólitas, y sus parques y sus squares se ven llenos de una compacta multitud que parece dichosa y contenta de la vida.
Hyde-Park, sobre todo, presenta en semejantes días un espectáculo soberbio.
Los coches, los jinetes y las personas de todas clases que recorren a pie sus frondosas alamedas, se cruzan, mezclan y confunden en todos sentidos.
Mucho después de ponerse el sol, Hyde-Park está aún lleno de gente. Acá y allá, tiernos amantes recitando por lo bajo la eterna cantinela del primer amor; niños revoltosos jugando a orillas de la Serpentina; ancianos rejuvenecidos por el sol, y jóvenes lánguidas y novelescas soñando con el cielo de Italia y con las lontananzas azules que baña el Mediterráneo.
Y toda esa variada multitud va y viene, circula, y aspira con placer la brisa de la tarde que reemplaza el ardiente calor del día. Todos parecen dichosos.
Son las ocho de la noche: empieza la hora del crepúsculo, y un rayo de luz se desliza aún por entre el sombrío follaje de los añosos árboles.
Una joven bella y elegante, llevando a un niño por la mano, y seguida de dos lacayos, se pasea por la margen izquierda del riachuelo.
Esta joven es la que hemos conocido en otro tiempo con el nombre de miss Anna, y que se llama hoy lady Evandale Pembleton.
El niño que lleva por la mano es su hijo.
Erguida y majestuosa, sigue lentamente su paseo, pero hace algunos instantes parece recelosa e inquieta.
Y es que ha notado que hace algunos instantes un hombre la sigue a cierta distancia.
¿Quién era aquel hombre?
Lady Pembleton lo ignora.
O al menos no ha podido verlo bastante cerca para poder fijar su opinión.
Sin embargo su aspecto y su traje son los de un gentleman.
Además, ha observado que su cabeza es enteramente cana.
Pero su obstinación en seguir a la joven, ha acabado por inspirarla temor.
Iba a tomar pues por una alameda más concurrida, cuando el gentleman pareció de repente adoptar una resolución, y adelantándose a los dos lacayos, se aproximó a lady Pembleton con el sombrero en la mano.
Lady Pembleton hizo al principio un gesto de temor; pero el gentleman se apresuró a decirla:
—Milady, ¿no me reconocéis?
Lady Pembleton dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—¡Tom! dijo, ¿es posible?
—Sí, milady.
—Yo os creía muerto.
—Pues ya lo veis, milady, estoy vivo, y bien vivo, repuso Tom.
Lady Pembleton lo contemplaba con una especie de estupor.
Tom continuó:
—Milady, acabo de llegar de Australia.
—¡Ah! ¿de veras? exclamó la joven.
—Y he venido expresamente para veros.
—¿A mí?
—A vos, milady.
—Así, no es la casualidad la que nos hace encontrarnos.....
—No, milady; hace ocho días que ando vagando por los alrededores de vuestro palacio.
—¿Y por qué no habéis entrado?
—Porque quería veros a solas, milady.
—¡Ah!
Y lady Pembleton pareció de nuevo inquieta.
—Milady, prosiguió Tom, nadie debe oír lo que tengo que deciros.
—Me espantáis con vuestro tono misterioso, amigo Tom.
—Es absolutamente necesario que os hable por algunos minutos, milady.
—Pues bien, Tom, seguid a mi lado y hablad. Estamos casi solos en este momento y nadie puede oírnos.
—Tengo un secreto que confiaros, milady.
—¡Un secreto!
—Un secreto que hace algunos años os hubiera colmado de alegría.
—¡Ah!
—Y que ahora va a llenar vuestro corazón de una dolorosa tristeza.
—¡Me espantáis, Tom!
—Milady, prosiguió este, ya os lo he dicho, llego de Australia.
—¿Y qué?
—Allí he encontrado a un hombre que se acordaba de vos... que pensaba en vos con frecuencia.
—No os comprendo. ¿Quién puede pensar en mí en Australia?... preguntó lady Pembleton impasible.
—Un hombre que se llama Walter Bruce.
—Ese nombre me es desconocido, Tom.
—Es posible, milady; pero antes de llevar ese nombre, tenía otro.
—¿Cuál?
—Se llamaba lord William Pembleton.
Lady Pembleton dejó escapar un grito.
Luego, mirando a Tom con estupor:
—¿Estáis loco? le dijo.
—No, milady, gozo de toda mi razón.
—Sin embargo, sabéis muy bien que lord William ha muerto.
—Lo he creído como vos, milady.
—Y yo lo he visto sin vida, Tom.
—No es a lord William a quien habéis visto muerto, milady.
—¿A quién pues?
—A un presidiario llamado Walter Bruce.
—¡Ah! mi pobre Tom! dijo entonces lady Pembleton, veo claramente que el dolor que habéis sentido por la muerte de vuestro noble amo os ha trastornado el cerebro.
—No, milady, yo no tengo trastornado el cerebro; no, no estoy loco.
—Sin embargo.....
—Os lo suplico, milady; dignaos escucharme hasta el fin.
Lady Pembleton pudo apenas reprimir un gesto de impaciencia.
En seguida echó una mirada en su rededor y vio que estaban solos.
Los dos lacayos, viendo que su noble señora hablaba familiarmente con aquel gentleman, se mantenían a respetuosa distancia.
—Sea, dijo en fin, hablad.
—Milady, os lo repito, dijo el antiguo mayordomo, lord William no ha muerto.
Lady Pembleton no respondió.
—¡Oh! prosiguió Tom, ya me creeréis cuando lo sepáis todo.
Y en seguida contó a lady Pembleton todo lo que sabía, todo lo que había visto y todo lo que había hecho.
Sin embargo, lady Pembleton le escuchaba con aire de incredulidad.
—¡Ah! exclamó Tom al concluir con acento de triunfo, cuando lo hayáis visto, será fuerza que me creáis.
—¿Cuándo lo haya visto, decís?
—Sí, milady.
—Pues qué, ¿no está en Australia?
—Ha venido conmigo a Londres.
Lady Pembleton palideció y no pudo ocultar su turbación.
—¡En Londres! exclamó, ¿ese hombre está en Londres?
—Ese hombre que habéis amado.... y que habéis llorado.
—¿Y llegaré a verlo?
—Sí, llegaréis a verlo, milady.
Hablando así, se aproximaban en este momento a una vuelta de la alameda, donde forma un codo el riachuelo, dando origen a otra avenida.
En aquella vuelta había un banco colocado contra un sauce que lo cubría con su sombra; y en aquel banco estaba sentado un hombre, joven aún, pero cuyo rostro conservaba las huellas de largos sufrimientos.
Al ver aproximarse a lady Pembleton, aquel hombre se levantó vivamente.
—¡Miss Anna! exclamó.
Lady Pembleton se estremeció y fijó en él la vista.
—¡Ahí le tenéis! dijo Tom.
La joven lady dio algunos pasos más y contempló fríamente a Walter Bruce.
Y después, volviéndose a Tom, dijo con acento glacial:
—En efecto, amigo mío, este hombre se parece vagamente a lord William, pero no es él. Lord William ha muerto.
Walter Bruce exhaló un grito de dolor y huyó como un insensato.
—¡Oh! ¿por qué he vivido hasta hoy? decía al alejarse, ¡Ya sabía yo que no me reconocería!
diario de un loco de bedlam.
En la City, cerca de San Pablo, hay una calle que llaman Pater-Noster street.
Esta calle es la de los libreros.
Pero estos útiles industriales no forman sin embargo, como podría creerse, la totalidad de sus habitantes.
Hay allí un poco de todo: muchos libreros, es verdad, pero avecinando con artesanos y negociantes, con propietarios de poca monta, y con humildes empleados de comercio.
Hasta se encuentra en Pater-Noster, y por más señas en el número 17, lo que se llama en Inglaterra un solícitor.
El solícitor, en Londres, es lo que podríamos llamar un procurador-abogado.
Como procurador judicial, hace las diligencias de un pleito, y como abogado lo defiende.
Así el solícitor gana mucho dinero.
En primer lugar se hace pagar muy caro,—y en segundo eterniza los pleitos.
De este modo el litigante que entra rico en su gabinete, sale al fin las más veces arruinado.
Pero en cambio tiene la ventaja de haber ganado su pleito.
Como decíamos pues, existía en Londres por esta época, y en el número 17 de la calle de Pater-Noster, un solícitor famoso.
Este solícitor era conocido con el nombre de Mister Simouns.
Era un hombre de gran talento y toda la curia inglesa le rendía pleito homenaje.
Cada una de sus palabras valía por lo menos una guinea, pero tenía el raro mérito, en su cualidad de solícitor, de conducir los negocios al paso de carga. Los pleitos no se eternizaban en sus manos.
Mister Simouns era un hombre joven aún.
Alto, un poco obeso, con algunos raros cabellos sobre las sienes, y el cráneo enteramente desnudo, el rostro adornado con dos magníficas patillas, los labios delgados, ojos claros y azules, tez rosada, y un gracioso hoyuelo en la barba.....
Tal era mister Simouns.
Su aspecto era majestuoso, pero reflejaba a la vez una bondad natural y una franqueza, que no dejaba de atraerle partidarios.
En una ocasión se había atraído sin quererlo el sufragio de sus conciudadanos, que intentaron enviarlo a la Cámara de los comunes; pero mister Simouns rehusó este honor.
—No soy bastante rico aún, había dicho, para consagrar mi tiempo a los negocios públicos.
Mr. Simouns, como hemos indicado, conducía a veces un pleito con una rapidez extraordinaria. Los ecos del tribunal de Drury-Lane conservaban por largo tiempo los sonidos armoniosos de su elocuencia, a la vez patética y violenta.
Este célebre solícitor acababa de defender a un Irlandés comprometido en las últimas intentonas del fenianismo, y lo había hecho absolver.
Y lo que había conmovido sobre todo y encantado al pueblo de Londres, era que el pobre Irlandés no tenía una blanca en el bolsillo, y que Mr. Simouns lo había defendido de balde.
Es verdad también que Mr. Simouns, como buen inglés, sabía lo que se hacía llamando la atención sobre su persona.
Ahora bien, una mañana, Mr. Simouns llegaba como de costumbre a Pater-Noster.
En Londres, todo hombre de negocios, comerciante, notario o abogado, que ha adquirido una regular fortuna, tiene su despacho o gabinete en una calle populosa y central, pero vive con su familia en el campo.
A alguna distancia de la capital o al menos a dos o tres leguas del centro, habita por lo común en una linda casita rodeada de jardines, lejos de la mortífera atmósfera de Londres.
Mr. Simouns llegaba pues a su gabinete de Pater-Noster a las once de la mañana, y se volvía al campo a la hora de comer.
En la mañana de que hablamos, acababa de llegar como de costumbre, bajaba de su coche e iba a penetrar en el portal estrecho, oscuro y húmedo que conducía a su oficina, cuando un hombre, que parecía estarlo esperando hacía ya tiempo, dio un paso hacia él y le dijo con cortesía:
—Dispensadme, mister Simouns.
Aquel hombre estaba decentemente vestido.
Mr. Simouns se volvió, lo miró atentamente, y se quedó como dudando por un instante.
Su mirada parecía decir:
—Me parece que conozco a este prójimo. ¿Dónde diablos lo he visto?
—Veo que no os acordáis de mí, mister Simouns, dijo aquel hombre.
—En efecto..... y sin embargo..... me parece...
—Hace cerca de diez años que no nos hemos visto.
—¡Oh! entonces.......
El desconocido no le dejó acabar y prosiguió:
—Yo era ya un cliente de vuestro gabinete, cuando erais aún oficial mayor.
—¿De veras? exclamó Mr. Simouns.
—Yo era mayordomo de lord Pembleton y me llamo Tom. Venía aquí con frecuencia cuando os ocupabais de los negocios de mi noble amo.
—¡Ah! muy bien, dijo Mr. Simouns, me acuerdo ahora perfectamente. Sí, sí, ahora recuerdo vuestra fisonomía.
—Pues bien, Mr. Simouns, vengo a veros, y desearía hablaros de un negocio de gravísima importancia.
—En ese caso, subid a mi gabinete.
Y Mr. Simouns entró delante de Tom que le siguió de cerca.
El antiguo mayordomo de Pembleton no volvió a pronunciar una palabra, hasta que se halló instalado en el gabinete particular del solícitor.
—¿Seguís sirviendo siempre a la noble familia Pembleton? le preguntó entonces Mr. Simouns.
—Sí y no, respondió Tom.
Mr. Simouns se quedó mirándolo.
—He dejado el servicio de sir Evandale, pero continúo al lado de lord William.
Como era tan notorio en el Reino Unido que lord William había muerto y que sir Evandale había sucedido a su hermano, Mr. Simouns se quedó mirando fijamente a Tom, creyendo que se hallaba con un loco.
Pero Tom hablaba con convicción, y no había el menor indicio de locura ni en su mirada, ni en su actitud ni en la inflexión de su voz.
—Dispensadme, dijo Mr. Simouns, es necesario que os expliquéis con más claridad, amigo mío.
—Eso es lo que voy a hacer, si es que os dignáis escucharme.
—Bien, hablad.
El solícitor es un hombre paciente por costumbre y por deber de profesión. Positivo ante todo, sabe que en el relato más desordenado y más oscuro de un cliente, hay siempre un punto claro que puede ser útil a la defensa, y que las mejores causas no son muchas veces las más fáciles de explicar.
—Mr. Simouns, dijo entonces Tom, el honorable Mr. Goldery, vuestro predecesor, era muy adicto a lord Evandale Pembleton, el padre de lord William. Era sobre todo un hombre muy honrado, Mr. Goldery.
—Y yo me jacto de ser tan honrado como él, repuso Mr. Simouns con calma.
—Estoy persuadido de ello, prosiguió Tom, y por eso he venido a consultaros.
—Está muy bien, os escucho, repitió Mr. Simouns.
Un jurisperito es una especie de confesor; debe decírsele todo y él debe saber oírlo todo.
Tom no pasó nada en silencio.
Contó detalladamente la historia de sir Jorge Pembleton, y el crímen abominable de que se había hecho culpable.
Ese crímen, como ya sabemos, había dado por consecuencia el nacimiento de sir Evandale.
Tom refirió pues todo lo que había pasado: los temores de lady Evelina, la infancia de lord William y de su hermano sir Evandale, en fin el drama misterioso y terrible que había tenido lugar en New-Pembleton, y que había dado por resultado la sustitución del cadáver del presidiario Walter Bruce a lord William aletargado.
Y luego que hubo concluido, se quedó mirando en silencio a Mr. Simouns.
Este no tardó en contestarle.
—Todo lo que acabáis de decirme, repuso, es verdad sin duda, pero al mismo tiempo extremadamente inverosímil. Ahora, admitiendo que yo doy entera fe a ese relato, ¿en qué puedo serviros?
—Podéis sostener las pretensiones de lord William.
—¿Qué pretensiones?
Y Mr. Simouns se sonrió de modo que hizo estremecerse a Tom.
—Paréceme sin embargo, dijo el pobre mayordomo, que es cosa muy sencilla. Lord William no ha muerto, y de consiguiente pretende entrar en posesión de su nombre, de sus títulos y de su inmensa fortuna.
—Eso es lo que es imposible.
—¿Por qué causa?
—Porque a los ojos de la ley lord William ha muerto y que su acta de defunción está en regla.
—Pero, ¿y probando la sustitución?.......
—¿Cómo podéis hacerlo?
—¡Toma! contando lo que ha pasado.
Mr. Simouns se encogió de hombros.
—Nadie os creerá, dijo.
—Sin embargo.....
—Una sola persona podría presentar un testimonio de algún valor en este negocio, prosiguió Mr. Simouns.
—¿Quién es esa persona?
—El teniente de presidio que se hizo cómplice de sir Jorge Pembleton.
—¡Oh! exclamó Tom, yo encontraré a ese hombre.
—Pero dado caso que lo encontréis, no dará ese testimonio.
—¡Fuerza será que lo haga!
Mr. Simouns se encogió de nuevo de hombros.
En fin, después de un momento de reflexión, añadió:
—Ante todo seamos positivos. Escuchadme a vuestra vez, Mr. Tom.
—Decid, decid, repuso Tom, que parecía lleno de fe en la justicia de su causa.
diario de un loco de bedlam.
Mr. Simouns prosiguió de este modo:
—La persona a quien llamáis vuestro amo, y que en rigor, puede muy bien ser lord William, ha sido deportado, según decís.....
—Sí, señor, respondió Tom.
—Y hace unos diez años que dejó la Inglaterra, ¿no es así?
—Sobre poco más o menos.
—De consiguiente, puede estar desconocido para todo aquel que no tenga interés en conocerle.
—¡Ay! así es.
—En ese caso, ya veis que si vuestro amo se presenta a lord Evandale, este le volverá la espalda, y que no será recibido mejor sin duda por su noble esposa.
—Si debo decíroslo todo, exclamó Tom vivamente, sabed que mi amo ha visto ya a lady Pembleton.
—¡Ah!
—Y no lo ha reconocido.
—Razón de más, repuso Mr. Simouns, para que aceptéis mis proposiciones.
—Veamos, os escucho.
—Sin que os sea necesario decírmelo, me es fácil adivinar que tanto vuestro amo como vos, habéis vuelto de Australia casi sin recursos.
Tom bajó la cabeza y no respondió.
—Lord Evandale es fabulosamente rico. No sería difícil, estoy seguro, de hacerle entrar en una transacción.
—¿De qué transacción queréis hablar? preguntó Tom con cierta violencia.
—De una transacción, replicó Mr. Simouns, como esta por ejemplo: Lord William consentiría en conservar el nombre de Walter Bruce y en volver a Australia.....
—Pero.....
—Y lord Evandale le daría treinta, cuarenta o cincuenta mil libras.....
—¿Estáis loco, Mr. Simouns? dijo Tom fríamente.
—¡Ah! ¿creéis?.....
—Mi amo no renunciará a ninguno de sus derechos.
—¿Quiere ser lord?
—Sí.
—¿Y entrar en la posesión plena y entera de su fortuna?
—Ciertamente.
—Entonces sois vos quien estáis loco, Mr. Tom, y vuestro amo más que vos, dijo el solícitor.
—¡Oh! caballero!...
—Y voy a probároslo, prosiguió Mr. Simouns. Un hombre solamente, ya os lo he dicho, el teniente de presidio Percy, podría dar un testimonio digno de fe.
—Yo encontraré a ese hombre, ¡os lo juro! dijo Tom.
—Pero, me obligáis a repetirlo, ese hombre se guardará muy bien de decir la verdad.
—¡Oh! se le obligará....
—Y aun cuando lo hiciese, continuó Mr. Simouns, eso no nos haría adelantar gran cosa.
—¿Por qué?
—Por la sencilla razón de que el testimonio de un guarda de la chusma, es decir, de un hombre que ocupa una posición tan baja en la escala social, no inspira sino una mediana confianza; y os lo repito, añadió Mr. Simouns, ese hombre es el único que podría en rigor alguna cosa.
—Yo lo encontraré, dijo de nuevo Tom.
—Ahora, prosiguió diciendo el solícitor, suponiendo que logréis encontrar al teniente Percy y que este consienta en hablar, creéis buenamente que todo está hecho, ¿no es verdad?
—¡Toma! se me figura.......
—Estáis en un error.
—¿Cómo? exclamó Tom.
—El procurador general no se mezclará en el negocio. Lord Evandale es par del reino, tiene asiento en la Cámara alta, y es necesario, para perseguirlo, obtener una autorización del Parlamento. ¿Consentirá en ello la Cámara? Es poco probable.
En ese caso, no os quedará otra acción contra lord Evandale que el recurso de un pleito.
Y ya lo sabéis, Mr. Tom, los pleitos cuestan mucho en Inglaterra. Por lo que a mí hace, añadió Mr. Simouns, no me encargaría de emprender ese, sin que se me depositase al menos una caución de diez mil libras.
—¡Diez mil libras! exclamó Tom.
—Lo menos.
—¡Es exagerado!
—No lo creáis, repuso Mr. Simouns: y aun así, no sabré deciros si entraré en mis desembolsos.
—Pero... ¡es inconcebible, que se necesite tanto dinero para obtener justicia y adquirir uno lo que le pertenece! exclamó Tom.
—No digo que no, pero así es.
—Pero entonces....
—Entonces vuestro amo hará bien en resignarse y en adoptar el partido que le queda.
—¿Qué partido?
—El de una transacción.
—¡Jamás! repuso el leal servidor de lord William.
—Como os plazca, dijo Mr. Simouns. Solamente, no echéis en saco roto mis consejos..... tomad vuestras precauciones.......
Tom se quedó mirándolo.
—Lord Evandale, prosiguió Mr. Simouns, se halla en una situación que considero como inexpugnable.
—¿Y qué? preguntó Tom.
—Si todo lo que me habéis dicho es verdad, es un hombre poco escrupuloso.
—Así es.
—Y si tratáis de dar un escándalo, no creo que retroceda ante un nuevo crímen.....
—¡Oh! hay justicia en Inglaterra! exclamó Tom.
Mr. Simouns se encogió de hombros.
Tom dijo entonces levantándose:
—Veo con dolor que me había hecho una ilusión al contar con vuestro apoyo.
—No me juzguéis a la ligera, Mr. Tom, respondió el solícitor; siempre y cuando queráis, me encontraréis a vuestra disposición y a la de lord William, para obligar a lord Evandale a una transacción.
—No queremos transacción de ninguna especie, dijo Tom con altivez. A Dios, Mr. Simouns.
—Hasta la vista, Mr. Tom.
Y el solícitor se levantó a su vez y acompañó a Tom hasta la puerta del gabinete.
—Ya nos volveremos a ver, le dijo.
—No lo creo, caballero.
—Y yo estoy seguro.
Tom tomó la puerta precipitadamente, bajó por Pater-Noster, luego por Sermon-Lane, y llegó a orillas del Támesis.
Ya allí, se embarcó en el penny-boat de Sprinfields, y pasó a la opuesta márgen, a la entrada del Borough.
Y en fin, al desembarcar en la orilla derecha del río, se dirigió a pie hacia una calle que conocen muy bien nuestros lectores, esto es, a Adam-street.
En esta calle era donde vivía Betzy, la mujer de Tom, y en la misma casa donde este había aposentado a lord William, con su esposa y sus hijos, a su vuelta de Australia.
Tom llegó allí desesperado.
En vez de entrar primero en el cuarto de lord William, se fue derecho a la habitación de su mujer.
—¿Y bien? le preguntó esta.
Tom movió la cabeza con desaliento.
—Esas gentes del foro no tienen entrañas, dijo.
Y le contó el resultado de su entrevista con Mr. Simouns.
—Ese hombre tiene razón hasta cierto punto, dijo Betzy; pero yo he concebido otras esperanzas.
—¡Veamos! exclamó Tom con ansiedad.
—Hace poco, prosiguió Betzy con cierto misterio, he salido un instante para ir al mercado.
—Bien, dijo Tom.
—Y al volver, me he cruzado en la calle con una mujer que venía a pie, cubierta con un velo espeso, y que parecía buscar alguna cosa.
—¿Y esa mujer?.....
—Tiene el aspecto y el modo de andar de miss Anna.
—¿De lady Pembleton?
—Sí.
Tom se estremeció de pies a cabeza.
—Y no estoy lejos de creer, añadió Betzy, que lo que busca es el medio de ver a lord William.
Y diciendo esto, Betzy se aproximó a la ventana y miró a la calle.
Pero casi al mismo tiempo se volvió de repente y exclamó:
—¡Calla!... por aquí vuelve..... ¡mira!
Tom se acercó vivamente a la ventana y miró a su vez a la calle.
diario de un loco de bedlam.
Tom dirigió la vista hacia el punto que le indicaba Betzy.
Veíase allí en efecto una mujer que parecía errar a la ventura, y que con la cabeza levantada iba examinando todas las casas.
—Sí, dijo Tom, ella es: no te habías engañado.
De pronto aquella mujer pareció decidirse, atravesó la calle, y entró resueltamente en el estrecho portal de la casa.
Entonces Tom dijo a su mujer:
—Espérame, voy a salir a su encuentro.
Y se precipitó por la escalera.
La mujer que subía con paso ligero y Tom que bajaba precipitadamente la escalera, se encontraron en el descanso del segundo piso.
—¿Milady? dijo Tom en voz baja.
Lady Pembleton,—pues era en efecto ella,—se levantó vivamente el velo.
—Os buscaba, dijo.
Y echó temblando una mirada a su rededor, como avergonzada de haber penetrado en aquel casucho miserable.
Pero sobreponiéndose y haciendo un esfuerzo, se asió al brazo de Tom y le dijo por lo bajo:
—He venido sin que lo sepa lord Evandale.
—¡Ah! exclamó Tom.
—Quisiera ver de nuevo a... la persona que decís ser lord William.
—Aquí vive, repuso Tom.
—¿En esta casa?...
—Mirad, esa es la puerta de su cuarto.
—¿Y..... está..... solo?
—No, señora, dijo Tom; está con su mujer y con sus hijos.
—¿Sus hijos?..... ¿su mujer?.....
Lady Pembleton dijo estas palabras con un acento extraño.
Pero en fin, la emoción que se había apoderado de ella, pareció calmarse súbitamente.
—Deseo verlo a solas, dijo.
—En ese caso, respondió Tom, podéis subir a mi cuarto, que está en el piso superior. Betzy y yo saldremos, y en seguida os enviaré a milord.
Lady Pembleton se arrepentía ya seguramente del paso que daba, y hubiera dado algo por poderse alejar de allí.
Pero era demasiado tarde.
Tom la ofreció el brazo y la ayudó a subir, y en seguida corrió a avisar a lord William.
Este se conmovió en extremo al saber que lady Pembleton venía a verlo, y una idea consoladora pasó por su imaginación.
—El otro día no ha podido conocerme, se dijo, pero hoy es seguro que me reconocerá.
Sus fuerzas flaqueaban cuando penetró en el aposento donde le esperaba su antigua prometida.
Tom hizo una seña a su mujer y ambos salieron del cuarto.
Lady Pembleton había permanecido en pie y con el velo echado sobre el rostro; pero apenas salieron Tom y Betzy, lo levantó y dio un paso hacia lord William.
Ambos se quedaron fijos y se contemplaron un momento en silencio.
Ni uno ni otro se atrevían a hablar.
En fin lady Pembleton hizo un supremo esfuerzo y dijo a media voz:
—He querido, caballero, volver a veros, por razones que comprenderéis bien pronto.
—¡Ah! veo que me reconocéis, milady, dijo lord William.
Ella no respondió a esta aserción y añadió:
—Estamos solos aquí, ¿no es verdad, caballero?
—Absolutamente solos.
—¿Nadie puede oírnos?
—Nadie.
—He querido volveros a ver, prosiguió la joven lady, para ponerme enteramente a vuestro servicio.
—¡Ah! exclamó lord William estremeciéndose.
—Caballero, continuó lady Pembleton, yo he visto a lord William muerto, sin que quedara en mi espíritu la menor duda; y sin embargo vos me decís que existe.
—Soy yo, milady; y al verme, habéis debido convenceros.
—Sea, admitamos que es así.
—¿Qué queréis decir, milady?
—Perdonad, dijo esta humildemente, os suplico que me escuchéis hasta el fin.
—Hablad.
—Os he creído muerto, y Dios sabe cuánto he sufrido y cuánto os he llorado.
Y al decir esto, sus ojos se arrasaron en lágrimas.
—Os he llorado, prosiguió, y durante muchos meses, he rehusado hasta oír hablar de otra unión, pues quería vivir y morir llevando el duelo de mi primer amor. Pero mi padre me perseguía sin descanso, lord Evandale me amaba...... y al fin fatigada, vencida..... bajé la cabeza y obedecí a mi padre.
—¿Y luego? dijo lord William.
—Después, acabé por amar al hombre con quien me había casado sólo por sumisión....... fui madre, y era ya la más dichosa de las mujeres..... cuando os habéis aparecido a mis ojos..... ¡vos, a quien creía muerto!—Vuestra aparición ha trastornado completamente mi dicha, y..... aquí me tenéis completamente a vuestra merced, caballero. Vengo pues a suplicaros rendidamente que no causéis escándalo, que no turbéis la paz de que gozo y, en una palabra, que no empeñéis una lucha inútil e insensata.
—Pero, milady, dijo lord William, vuestro esposo me ha despojado infamemente.
—Ambos estamos dispuestos a hacer un sacrificio.
—¿Qué decís? preguntó lord William con altivez.
—Os será muy difícil, si no imposible, el probar que lord William no ha muerto.
—¡Oh! yo lo probaré, dijo lord William.
—Entonces, a vuestra vez despojaréis a vuestro hermano, y cubriréis de oprobio el nombre de Pembleton.
—Si tales son vuestras ideas, milady, dijo lord William con amargura, ¿a qué habéis venido aquí?
—A proponeros una transacción.
—Veamos.
—Dejaréis inmediatamente a Londres, volveréis a Australia, conservaréis el nombre de Walter Bruce, que es ahora fatal e inflexiblemente el vuestro.....
—¿Y qué me daréis en cambio? preguntó lord William con ironía.
—Todo el oro que queráis.
Lord William se sonrió amargamente.
—Lo que me pedís es imposible, dijo.
Esta respuesta glacial no desconcertó a lady Pembleton.
—¿Qué exigís pues? preguntó.
—Oídme a vuestra vez, milady.
La joven esperó con ansiedad.
—Tanto como vos, tengo empeño en conservar intacto el nombre de mi familia..... el honor de la casa Pembleton. Por eso, por eso solo, desciendo también a proponer una transacción, pero que difiere esencialmente de la vuestra.
—Veamos, dijo lady Evandale.
—Un hombre cuya identidad no ha quedado establecida, sir Jorge, mi tío, conocido en otro tiempo bajo el nombre de Nizam, ha sido, como ya debéis saber, la causa primera de todas mis desgracias. ¿Por qué no haríamos de él el único culpable?
—No os comprendo, dijo la joven lady.
—¿Por qué sir Evandale, mi hermano, no reconocería públicamente que ha sido engañado por ese hombre, autor de la sustitución?
—¿Y después?
—¿Por qué no me reconocería en fin, en vez de negar pérfidamente que soy su hermano. Dividiríamos entre ambos la fortuna, y él conservaría el título de lord: ¿qué me importa? Lo único que quiero es mi nombre de Pembleton.
—Lo que pedís es absolutamente imposible, caballero.
—¡Ah! ¿lo creéis así?
—Sí, dijo lady Pembleton sordamente. El derecho de primogenitura existe en Inglaterra.
Lord William hizo un gesto de cólera.
—¡Basta, milady! dijo: no podemos entendernos.
—¿No decís, caballero, repuso lady Pembleton con acento glacial, que sois lord William?
—Demasiado lo sabéis, dijo este con indignación.
—Pues bien, es necesario probarlo.
—Lo probaré, milady.
—Entonces, dijo ella, ese día, lord Evandale os devolverá vuestros títulos y vuestra fortuna.
Y dio un paso para retirarse.
Lord William hizo un gesto para detenerla.
Pero ella abrió la puerta y volviéndose, le dijo:
—Si fuerais verdaderamente William, el noble y digno joven que me amaba, y a quien yo he amado tanto, hubierais tenido conmigo otro lenguaje.—A Dios, caballero, no nos volveremos a ver sino delante de la justicia.
Y salió con la frente erguida y con paso majestuoso.
Lord William lanzó un gemido y se dejó caer anonadado en una silla.
—¡Oh! miserable corazón humano! exclamó. ¡He ahí la mujer que me amaba por mí solo....... y que despreciaba las riquezas!
diario de un loco de bedlam.
En la tarde de aquel mismo día, tres personas se hallaban reunidas en el palacio Pembleton, y celebraban un consejo de familia.
Aquellas tres personas eran lord Evandale, lady Pembleton su esposa, y sir Archibaldo, padre de esta.
Sir Archibaldo no era ya el magnífico personaje, afectuoso y cortés que hemos conocido al principio de esta historia.
Hay hombres favorecidos por la fortuna, a quienes la prosperidad hace mejores, y otros, por el contrario, en quienes despierta todos los malos instintos.
Sir Archibaldo era de estos últimos.
De origen oscuro, y pobre en sus primeros años, había hecho, como sabemos, una gran fortuna en la India.
Satisfecha por esta parte su ambición, se volvió a Inglaterra; pero desde que instaló en ella sus penates, no tuvo ya otra idea ni otro objeto, que el de entroncar en una gran familia, casando a su hija con un alto personaje.
Lord William había sido el primer blanco de sus intrigas.
Luego, muerto para él lord William, había pensado en lord Evandale.
El relato que lady Pembleton hiciera a su antiguo prometido, era verdadero en todos sus puntos.
Lo había llorado en efecto largo tiempo, y resistido cuanto pudo a las observaciones y órdenes de su padre.
Pero al fin había sido necesario ceder, y se había casado con lord Pembleton.
Después, poco a poco llegó a amar a su marido, y el nacimiento de sus hijos la había hecho olvidar al infortunado lord William, al que, por otra parte, creía efectivamente muerto.
Tres años después, el deportado Walter Bruce, logró,—como sin duda el lector lo recuerda,—interesar en su suerte al gobernador de la colonia de Aukland.
Este había escrito a Inglaterra.
Lord Evandale se hallaba a la sazón ausente de Londres, y fue de consiguiente lady Pembleton quien recibió la famosa carta que le revelaba la existencia de lord William.
Este fue un golpe terrible para ella.
Se echó en brazos de su padre, consultándole en el extraño caso en que se hallaba, y sir Archibaldo, a quien no parecía impresionar en extremo esta noticia, la dijo con una completa calma:
—Lord William ha muerto, hija mía, y el hombre que ha hecho escribir esa misiva es un impostor. Pero de todos modos, reflexionad en lo que voy a deciros: aun dado el caso de que lord William viva, debe haber muerto para vos.
—Pero.....
—Nada, no hay que vacilar en este punto. Sois lady Evandale Pembleton, y el hermano mayor de vuestro esposo no puede, no debe existir.
Lord Evandale, al volver a Londres y al tomar conocimiento de la carta, empezó por gritar y por indignarse.
Sin embargo lady Pembleton acabó por arrancarle la confesión de su crímen.
Lord Evandale lo confesó todo, pero añadiendo que si había suprimido a su hermano, no había tenido parte en ello la ambición, sino su ardiente amor hacia miss Anna.
Esto bastó para que lady Pembleton perdonase a su esposo, y la joven amante y cándida de otros días, se convirtió, bajo el doble influjo de su padre y de su marido, en la altiva y fría gran señora que acabamos de ver entrar furtivamente en la miserable casa de lord William.
Aquella tarde, pues, sir Archibaldo y lord Evandale, que esperaban a lady Pembleton con impaciencia, la salieron al encuentro al verla llegar, y, antes de que hablase, la abrumaron de preguntas.
—¿Está verdaderamente desconocido? dijo sir Archibaldo.
—Tanto, respondió lady Pembleton, que hubiera pasado mil veces junto a él sin conocerlo.
—¿Y acepta nuestras proposiciones? preguntó lord Evandale.
—No; no hay con él transacción posible.
Sir Archibaldo se sonrió con desdén.
—¡Bah! exclamó, será un pleito escandaloso, pero saldremos de él con honor.
—Empezando, añadió lord Evandale, porque, para sostener un pleito semejante, se necesita mucho dinero.
—Y no solamente no lo tiene, dijo lady Pembleton, sino que me ha parecido hallarse en la más profunda miseria.
—Sin embargo es necesario tomar un partido, dijo sir Archibaldo.
—¿Y cuál?
—Es necesario que ese hombre salga de Londres.
—¿Cómo obligarlo?
—No lo sé; pero ya encontraremos un medio.......
Aquí fue interrumpido sir Archibaldo por la entrada de un lacayo que presentó, en una bandejilla de plata, una tarjeta de visita a lord Evandale.
El joven lord tomó la tarjeta y leyó:
El reverendo Patterson.
—¿A qué vendrá a verme ese sacerdote?
—Milord, respondió el lacayo, esa persona insiste mucho en ver a Vuestra Señoría.
—Hacedle entrar, dijo lord Evandale.
Pocos minutos después, el reverendo Patterson se presentó en el gabinete.
Era en efecto el mismo pastor evangélico que ya conocemos: el hombre flemático y frío, el sacerdote fanático e implacable con quien el Hombre gris había sostenido una lucha tenaz y sin tregua, y que perseguía tan cruelmente al clero católico de Londres.
El reverendo Patterson entró, saludó a lord Evandale, y viendo que sir Archibaldo y su hija iban a retirarse, se interpuso cortésmente y les dijo:
—¡Oh! podéis permanecer, milady, y vos también, caballero. Es hasta necesario que asistáis a la conferencia que se digna acordarme milord.
Lord Evandale contemplaba al reverendo Patterson con curiosidad.
—Hablad, caballero, le dijo.
—Milord, prosiguió el pastor protestante, soy el jefe de la Misión evangélica de la Nueva Inglaterra.......
—¡Ah! exclamó lord Evandale.
—Los apóstoles que van a llevar la luz de la fe a los salvajes de la Nueva Caledonia y de la Nueva Zelanda.
—Muy bien, dijo lord Evandale, conozco esa digna institución.
—Entonces, ya sabéis, milord, prosiguió el reverendo Patterson, que una obra semejante no podría llevarse a cabo sin hacer inmensos sacrificios; y por rica que sea hoy la asociación que presido, tiene sin embargo necesidad del concurso de los fieles.
Lord Evandale se engañó sobre el sentido de estas palabras.
—Comprendo perfectamente, mi reverendo, le respondió; venís a pedirme que contribuya para vuestra obra. Nada más agradable para mí: podéis inscribirme por quinientas libras esterlinas.
El reverendo se sonrió con cierta afectación.
—Quinientas libras, dijo, sería mucho para otro que vos, milord.
—Entonces, inscribidme por mil.
—¡Oh! milord, cuando sepáis el servicio que vengo a prestaros.....
Lord Evandale sintió apoderarse de su espíritu una aprehensión extraña.
—¿Qué queréis decir? preguntó.
—Ya sabéis, milord, repuso el reverendo, que la obra que presido tiene misioneros en todas partes.
—Bien, pero.....
—Tenemos en Aukland.
—¿Y qué?
—Y uno de ellos se halla de vuelta en Inglaterra.
—Pero permitidme, ¿en qué puede eso interesarme?
—En que ese misionero ha conocido mucho a un antiguo deportado que se llama Walter Bruce.
Lord Evandale palideció y guardó silencio por algunos instantes.
Lady Pembleton y su padre se miraron con inquietud.
—¿De veras? dijo en fin lord Evandale.
—Y aun puedo añadir que ese Walter Bruce se halla hoy en Londres.
—¡Ah!
—Y que según parece...... pretende llamarse lord William Pembleton.
—¡Ese hombre es un impostor! exclamó lord Evandale.
—Tal es mi opinión, dijo fríamente el reverendo Patterson.
Y mirando fijamente a lord Evandale, acompañó estas palabras con cierta sonrisa, que hubiera podido traducirse así:
—Sé perfectamente a qué atenerme sobre el particular, y haríais bien, por vuestro propio interés, en jugar conmigo a cartas descubiertas.
Lord Evandale comprendió aquella sonrisa y esperó.
El reverendo hizo una breve pausa, y añadió con gravedad:
—Que sea ese hombre lord William o no, la verdad es que puede ocasionaros grandes embarazos.
—¡Bah! exclamó con desprecio lord Evandale.
—Sí, milord, puede ocasionaros embarazos, y yo puedo evitároslos.
—¡Ah! ¿de veras?
—Si es que llegamos a entendernos.
—Hablad, dijo lord Evandale.
diario de un loco de bedlam.
¿Qué se habló en este conciliábulo entre el reverendo Patterson, sir Archibaldo, y lord y lady Pembleton?
Nadie ha podido saberlo de positivo.
Pero en la mañana que se sucedió a este día, Tom recibió un billete singular.
Un billete sin firma, concebido en estos términos:
«Una persona que no puede darse a conocer, pero que conoce la adhesión sin límites que le une a lord W...... previene a Tom que el antiguo teniente de presidio Percy se halla retirado en Escocia, y habita Perth, su ciudad natal.
»Percy vive miserablemente de una corta pensión de retiro, que le ha concedido el gobierno de S. M. la reina.
»Hoy se halla casi ciego, y vive con su hija que lo sostiene con su trabajo.
»No será necesario mucho dinero para decidirlo a hablar.»
Tom llevó este billete a lord William.
El joven lord lo leyó y frunció el entrecejo.
—Amigo mío, dijo, temo una asechanza. No vayas a Perth.
—¿Una asechanza? exclamó Tom admirado.
—Yo he observado con atención a miss Anna durante nuestra entrevista, prosiguió lord William, me ha reconocido perfectamente.....
—¡Ah!
—Y no solamente esa mujer no me ama ya, sino que lo sabe todo y se ha hecho cómplice de su marido. Ha venido a verme con el solo objeto de hacerme partir de Londres. Me he resistido a ello, y... las hostilidades comienzan.
—Pero, ¿con qué objeto pretenden hacerme ir a Perth, sino debo hallar allí al teniente Percy?
—Con el objeto de separarnos.
—Tal vez tenéis razón, dijo Tom. En vez de ir allá, voy a escribir.
Tom tenía algunas relaciones en Perth: entre otras personas, conocía a un antiguo chalán, con quien había andado en tratos en otro tiempo para renovar las caballerizas de Pembleton.
Pensó pues en él, y se fue en seguida a una oficina de telégrafos y le envió el despacho siguiente:
«Mi antiguo amigo:
»Perth es una ciudad tan pequeña, que todo el mundo debe conocerse en ella.
»Así, no os será difícil averiguar si se encuentra un teniente de presidio retirado, llamado Percy.
»Me haréis en ello un gran favor.
»Respuesta pagada.
Tom,
»Antiguo mayordomo de lord Pembleton.
»17. Adam street, Spithfields, Londres.»
Hecho esto, Tom esperó.
Hacia la tarde, llegó la respuesta, que decía lacónicamente:
«Mi querido Mr. Tom:
»El teniente Percy vive efectivamente en Perth, pero está gravemente enfermo.
»Vuestro afectísimo servidor,
»John Murphy, esq.»
Tom fue a enseñar este despacho a lord William.
Este reflexionó algunos instantes, y al fin le dijo:
—Por poco dinero que se necesite para decidir a Percy a decir la verdad, es preciso tenerlo sin embargo, y nuestros recursos.....
—Me quedan cien libras, repuso Tom.
—No es bastante.
—Iré a Perth sin embargo, milord; tengo allí algunos amigos, y no me será difícil encontrar dinero, respondió el fiel escocés.
Y fue inmediatamente a hacer sus preparativos de viaje.
Pero no había pasado una hora, cuando se presentó un desconocido en Adam street, y solicitó hablarle.
Este hombre era pequeño de cuerpo, ya viejo, rigurosamente vestido de negro, y toda su persona respiraba el perfume desagradable de las gentes de curia.
Saludó a Tom profundamente y le dijo con tono melifluo:
—Debo empezar por deciros, caballero, que me llamo Edward Cokeries, vuestro humilde y rendido servidor.
—Yo lo soy vuestro, señor mío, respondió Tom, pero debo confesaros ingenuamente que no tengo el honor de conoceros.
—Soy uno de los oficiales de mister Simouns, el solícitor de Pater-Noster street.
—¡Ah! eso es diferente, dijo Tom.
Y pensó para sí que Mr. Simouns habría reflexionado acaso, y encontrado tal vez el medio de volver a lord William su nombre y su fortuna.
Edward Cokeries prosiguió:
—Yo trabajo en un cuartito pequeño que da al gabinete de Mr. Simouns.
—¡Ah!
—Y cuando la puerta está entreabierta..... naturalmente, y sin que yo ponga nada de mi parte, oigo todo lo que allí se habla.
—¡Ah! ya! repuso Tom.
—Ayer habéis venido a consultar a Mr. Simouns.
—En efecto.
—Y... ¿qué queréis? he oído toda vuestra conversación.
Tom sintió despertarse en su espíritu un sentimiento de desconfianza.
—¿No es pues Mr. Simouns quien os envía? preguntó.
—Esperad, dijo Cokeries, dejadme ir hasta el fin, Mr. Tom.
—Bien, veamos.....
—Hace veinte años que trabajo, prosiguió Edward Cokeries, veinte años que me ocupo de materias contenciosas y, aunque simple pasante de procurador, he hecho algunas economías. Mi sueño dorado sería comprar el oficio de Mr. Simouns, que es muy rico y desea retirarse: pero me faltan 3,000 libras esterlinas, lo que no es una pequeña suma.
—Pues si habéis contado conmigo, dijo Tom sonriéndose tristemente, os habéis engañado de medio a medio.
—No tanto como lo suponéis, Mr. Tom.
El pasante había tomado, al hablar así, un aire tan misterioso, que Tom lo miró con más atención.
—Ya os he dicho, prosiguió Edward Cokeries, que tengo algunas economías.
—Muy bien, ¿y qué?
—Poseo hoy algo así... como de 10 a 12,000 libras esterlinas, y no tendría inconveniente en ponerlas a disposición de Lord William.
—¿De veras? exclamó Tom.
—Tanto más, prosiguió el pasante, que conociendo profundamente, como conozco, las leyes del país, me comprometo a encargarme de ese pleito y estoy seguro de antemano de ganarlo.
—¿Es posible?
—Ayer mismo, dudaba aún en venir a veros, pero he tomado mi partido, y aquí me tenéis.
Tom no cabía en sí de gozo.
—Yo soy quien os ha escrito.......
—¿La carta anónima?
—Sí.
—Entonces, ¿es bien cierto que el teniente Percy está en Perth?
—Ciertísimo. Y en todo caso, no tenéis más que preguntarlo.
—Es cosa hecha. Me han contestado de Perth en ese sentido.
—¿Y vais a partir?
—En este instante.
—Pero, ¿qué dinero lleváis con vos?
—Doscientas libras.
—No es bastante.
—¿Qué queréis? dijo Tom cándidamente, llevo todo lo que poseo.
—Pues bien, dijo el pasante sacando una cartera, es necesario hacer bien las cosas y no dar golpes en vago. Voy a daros un billete de mil libras. Solamente..... al hacer este adelanto, pongo una condición.
—Decid.
—Ganado el pleito, quiero cincuenta mil libras.
—Las tendréis, dijo Tom.
Y tomó el billete, que el otro había extraído de su cartera.
—Ahora, Mr. Tom, dijo Edward Cokeries, id a Perth y traed al teniente Percy, yo respondo de todo.
Lord William, mudo de sorpresa, había asistido al fin de esta conversación.
—Y decidme, preguntó Tom al pasante, ¿debo escribiros al llegar a Perth?
—Es absolutamente inútil.
Y dicho esto, el extraño personaje saludó profundamente y tomó en seguida la puerta.
—¡Ah! mi querido amo! dijo Tom enternecido, ya veis que la hora del triunfo no está lejos!
—¿Quién sabe? dijo lord William con aire de duda.
Tom corrió inmediatamente al ferrocarril, y tomó el tren de Edimburgo.
Serían a la sazón las ocho de la noche.
Entró en un vagón de primera clase,—pues no había otros, siendo aquel el tren correo,—y a poco vino a sentarse a su lado un gentleman que llegaba en el momento de partir.
Aquel gentleman tenía un aire de franqueza y honradez que cautivaba a primera vista.
Entraron pues en conversación, y no habían andado muchas millas, cuando ya reinaba entre ellos cierta confianza.
El gentleman se puso a fumar, y ofreció un cigarro a su compañero de viaje.
Tom lo aceptó sin inconveniente.
Fumó algunos minutos, y no tardó en caer en un sueño profundo.
diario de un loco de bedlam.
El cigarro que aquel gentleman había dado a Tom estaba sin duda impregnado de un narcótico muy activo, pues el pobre escocés durmió con un sueño de plomo durante muchas horas.
Cuando volvió en sí, se encontró en una oscuridad completa.
Quiso moverse, y se sintió agarrotado.
Le habían atado fuertemente las piernas y ligado las manos a la espalda.
Como no oía ningún ruido, dedujo de ello que el tren había cesado de marchar.
Pero bien pronto, como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, reconoció que no se hallaba en el vagón del ferrocarril donde se había quedado dormido.
¿Dónde estaba pues?
Deseando darse cuenta de su situación y salir de ella a toda costa, se puso a gritar con todas sus fuerzas.
Pero nadie le respondió.
Entonces hizo un esfuerzo para levantarse, pero impedido por sus ligaduras, volvió a caer por tierra.
Se hallaba sobre un suelo húmedo y resbaladizo, el de un calabozo sin duda; pero lo que le parecía singular es que aquel suelo era de tablas.
Tom reflexionó algunos momentos, y acabó por adivinar una parte de la verdad.
Había caído en un lazo hábilmente tramado, y las personas que se habían apoderado de él no tenían otro objeto que separarlo de lord William.
Tom era un hombre enérgico.
En los momentos más críticos de su existencia jamás había perdido su presencia de ánimo, y sabía considerar fríamente el peligro sin arredrarse ante él.
Cesó pues de gritar, y cayó en una meditación profunda.
A poco, a fuerza de mirar en el espacio tenebroso que le rodeaba, le pareció descubrir una débil vislumbre, que aparecía y desaparecía por intervalos desiguales.
Aquella dudosa claridad, pasaba probablemente por una estrecha hendedura.
Pero de pronto, la luz se extinguió por completo, y en el mismo instante le pareció sentir una oscilación ligera.
Tom se volvió, acostándose sobre la espalda, y procuró palpar con sus manos ligadas el suelo donde estaba extendido; y poco tardó en convencerse de que se hallaba, como lo había creído al principio, sobre un suelo de madera, o al menos sobre un entarimado.
Al mismo tiempo sintió un fuerte olor de brea, y volvió a experimentar las mismas oscilaciones con mucha más violencia.
No había pues lugar a la duda. Tom comprendió entonces que se hallaba encerrado en la sentina de un buque, y no en un calabozo, como lo había creído antes.
Así se pasaron algunos minutos.
Poco después se dejaron oír algunos pasos en el piso superior, la luz apareció de nuevo, numerosas pisadas se sucedieron a las primeras, luego ruido de voces, y las oscilaciones continuaron con más fuerza.
En fin otro ruido más caracterizado, vino a revelarle del todo su situación: el ruido de la respiración jadeante de una máquina de vapor que se pone en movimiento.
A él se mezcló bien pronto el de la rotación de una hélice, y el fragor del agua agitada con esfuerzo.
Tom se hallaba, pues, a bordo de un buque de vapor.
¿Cómo se había operado este cambio, y de que manera habían podido trasportarlo desde el ferrocarril donde en mal hora se quedara dormido?
¿Adónde se dirigía aquel buque?
Esto es lo que Tom no podía adivinar.
Tampoco podía comprender en qué manos había caído, y sin embargo el nombre de lord Evandale le vino instintivamente a los labios.
Entonces se puso a gritar de nuevo y con más fuerza; pero fue inútil, pues nadie acudió a este llamamiento.
El buque acababa sin duda de levar el ancla, y los marineros y toda la tripulación se hallaban ocupados en la maniobra de partida, y no pensaban en él en aquel momento.
La máquina hacía un ruido infernal y la hélice precipitaba sus rotaciones.
Pero Tom seguía gritando sin desalentarse.
En fin, los pasos que ya había oído, resonaron de nuevo sobre su cabeza.
A poco se abrió una escotilla, una luz vivísima hirió la vista de Tom al salir de pronto de la oscuridad, y un hombre asomó en seguida la cabeza.
Aquel hombre llevaba un sombrero embreado y un chaquetón azul.
—¡Eh! individuo! ¿eres tú quien hace todo ese escándalo? dijo mirando a Tom.
—¿Dónde estoy? preguntó este. ¿Por qué me han atado como a un malhechor?
El marinero se echó a reír.
—Anda a preguntarlo al capitán, ¡mala ralea! dijo. Yo no sé más que una cosa.....
—¿Qué? pregunto Tom con ansiedad.
—Nada; que si vuelves a gritar, vas a llevar la cuerda..... ¿Me entiendes?—Ya estás avisado.
Tom supo dominarse, y no cedió a la cólera que le ahogaba.
—Amigo mío, respondió con dulzura, no hay necesidad de castigo: me callaré, puesto que así me lo mandan.
—¡Así me gusta! eso es lo que se llama ser razonable! dijo el marinero ablandándose a su vez.
—Pero, vamos, prosiguió Tom, ¿no podríais al menos decirme dónde estoy?
—¡Toma! en la sentina del barco.
—¿En qué barco?
—A bordo del Regente, steamer transatlántico.
—¿Y adónde vamos?
—A América.
—Pero en fin, añadió Tom, ¿por qué estoy aquí?
—Eso es lo que no sé.
Y al decir esto se retiró el marinero.
Algunas horas después volvió a aparecer, trayendo algún alimento para Tom y un poco de vino; y bajando a la sentina, le desató las manos a fin de que el desgraciado pudiera comer.
Tom estaba desesperado.
El buque marchaba a todo vapor y se alejaba velozmente de las costas inglesas.
El día se pasó así, luego la noche, después otro día por entero.....
Dos veces en cada veinte y cuatro horas, el mismo marinero traía de comer a Tom, le desataba las manos, y así que acababa su frugal comida, volvía a atarlo de nuevo.
En fin, al cabo de tres días, el marinero, al llegar como de costumbre, le dijo:
—Tengo nuevas órdenes del capitán.
—¡Ah! exclamó Tom.
—El capitán juzga inútil el dejarte por más tiempo en este sitio.
—¿De veras?
—Sí, y me ha dado órden de desatarte y de conducirte sobre cubierta.
Ya no hay riesgo en hacerlo.
—¿Qué queréis decir? preguntó Tom.
—¡Bah! es necesario ser un topo para no comprenderlo! dijo el marinero. Estamos ya a cien leguas de las costas de Inglaterra, y no hay miedo de que puedas escaparte a nado.
—¡Ah! repuso sencillamente Tom.
Y se dejó desatar de pies y manos sin añadir una palabra, recobrando al fin la completa libertad de sus movimientos.
El marinero lo condujo sobre cubierta.
Tom reflexionaba en tanto y se decía para sí:
—Me hallo a bordo de un buque del Estado. El capitán es un oficial de marina y debe ser un cumplido caballero. Voy a dirigirme a él. Es imposible que no me escuche y que, al escucharme, no acabe por reconocer que soy víctima de un error o más probablemente de una intriga criminal. Y en ese caso me hará volver a Inglaterra con el primer buque que encontremos.
Y Tom, firme ya en este propósito, esperó una ocasión propicia para hablar con el capitán.
Los hombres de la tripulación lo miraban con extrañeza, y ninguno le dirigía la palabra.
En fin, algunas horas después, y cuando empezaba a caer la tarde, el capitán se presentó en el entrepuente.
Tom se fue derecho a él y le saludó con respeto.
Pero a las primeras palabras que dijo, el capitán le interrumpió y repuso secamente:
—No tengo explicaciones que daros. He recibido órdenes terminantes respecto a vos, y las ejecuto. Es cuanto tengo que deciros.
Y le volvió la espalda.
Tom no se desalentó con esta respuesta, e intentó un nuevo paso dirigiéndose al segundo.
Pero este le recibió peor todavía.
Aquel oficial no se dignó escucharlo y le dijo con dureza:
—Si os quejáis, os hago poner un grillete y encerrar de nuevo.
Entonces el pobre Tom bajó la cabeza y se retiró diciendo para sus adentros:
—Está bien: veo que no puedo contar sino conmigo mismo.
Y con la calma imperturbable que caracteriza a los Ingleses, no habló más palabra con nadie, y esperó una ocasión para recobrar su libertad.
Esta ocasión se hizo esperar muchos días; pero al fin se presentó, como va a verse, probando que el honrado escocés había tenido razón para no desesperar de su estrella.
diario de un loco de bedlam.
El Regente, gran steamer transatlántico de la marina real inglesa, llevaba el derrotero de Buenos Ayres.
A los quince días de una travesía feliz, dando la vuelta por toda la costa O. de España, entró en las aguas de África, y dio vista al elevado pico de Tenerife.
El sol había bajado al horizonte envuelto en una aureola de púrpura, y el cielo iba extendiendo su manto azul, oscureciendo la vasta extensión del Océano.
Sin embargo hacia el S. O. corrían amontonándose algunas nubes parduscas, y el viento había refrescado de pronto al ponerse el sol.
El capitán, que era un viejo marino, después de haber dirigido sucesivamente su anteojo hacia los cuatro puntos cardinales, había arrugado algún tanto el ceño; pero no dijo sin embargo una palabra.
Tom iba de un lado a otro con indiferencia: parecía enteramente resignado con su suerte, y a esto había debido el que le permitieran a bordo una completa libertad.
Podía pasearse a toda hora sobre cubierta, y hasta le toleraban el que hablase con los marineros.
Tom no se quejaba ya, ni pedía que le dejasen desembarcar o pasar a otro buque para volver a su país; pero observaba cuidadosamente todo lo que ocurría a su rededor, y exploraba sin cesar el horizonte, esperando siempre ver asomar alguna vela.
La actitud preocupada del capitán, no escapó pues aquel día a su mirada investigadora.
Al mismo tiempo no apartaba la vista del elevado pico que se alzaba majestuoso en el horizonte.
Al cerrar la noche, el capitán dio la órden de parar la máquina y poner a la capa.
Tom se estremeció de alegría.
El viento fue cayendo poco a poco; el mar se levantaba por grados, las olas se coronaban de espuma, y las nubes iban avanzando en grupos cerrados y amenazadores.
—Vamos a tener un famoso chubasco, murmuraban los marineros.
En fin, la noche cerró por completo, y con la noche vino la tempestad.
Una tempestad terrible, espantosa.
El steamer iba de un lado a otro a la ventura, ya en la cima de las encrespadas olas, ya en los hondos abismos que se abrían en el Océano.
Y al mismo tiempo aumentaba la oscuridad.
Tom sabía que la isla de Tenerife se hallaba a lo más a dos leguas de distancia.
En fin, en el momento en que la tempestad estaba en su mayor fuerza, y cuando toda la tripulación ocupada en la maniobra, obedecía como un solo hombre a la voz tonante del capitán, y mientras que los mástiles se plegaban y crujían a la fuerza del viento; una voz dominó todos estos ruidos gritando:
—¡Un hombre al mar!
¿Aquel hombre había caído al agua por accidente, había sido arrebatado por una ola, o es que voluntariamente se arrojara al mar?
Nadie hubiera podido decirlo en aquel momento.
Además, ¿quién era aquel hombre?
¿Era un marinero o un pasajero?
Ni siquiera pensaron en averiguarlo.
Sólo a la mañana siguiente, cuando apareció el día, se fue sosegando la tempestad, y el capitán pudo hacerse cargo de las averías del buque; fue cuando vinieron a decirle que el hombre que había caído al mar era Tom.
El capitán se encogió de hombros.
—El pobre diablo ha querido escaparse, dijo, pero estábamos muy lejos de la costa, y se habrá ahogado.
Y yendo a su camarote, escribió en el libro de bordo:
«Esta noche pasada, en medio de una borrasca bastante fuerte, el nombrado Tom, a quien yo conducía a América, de órden y por cuenta de la Misión evangélica, cuya dirección reside en Londres, ha sido arrebatado de cubierta por una ola, y se ha ahogado.»
Después de esto, el vapor continuó su camino.
El capitán se engañaba. Tom no se había ahogado: Tom era un diestro y vigoroso nadador.
El intrépido Escocés fue por largo tiempo juguete de las olas. Tan pronto levantado por ellas a considerable altura, tan pronto sumido en abismos inconmensurables, había a pesar de ello nadado sin descanso, hasta que tuvo la fortuna de encontrar un trozo de mastelero, procedente de las averías del buque.
Aquel madero flotante fue su tabla de salvación.
Al tropezar con él lo asió fuertemente, y poniéndoselo bajo el pecho, siguió nadando con más seguridad, sino con menos fatiga, y a fuerza de constancia, logró al fin tocar tierra, cuando ya se abandonaba al mar sin aliento.
El compañero de viaje que le había ofrecido un cigarro en el vagón a su salida de Londres, y las personas que se habían apoderado de él aletargado para trasportarlo a bordo del Regente, habían omitido un ligero detalle.
Por olvido o indiferencia, le habían dejado el cinturón de cuero en donde el Escocés guardaba su fortuna; aquel mismo cinturón que no tentara tampoco la codicia de los salvajes de la Oceanía.
De consiguiente, Tom tenía dinero.
Al salir el sol, lo encontró desmayado en la playa, a un tiro de ballesta de la pequeña ciudad de Laguna.
Un pescador que venía a retirar sus redes, destrozadas por la tempestad, le prodigó sus cuidados y lo volvió a la vida.
Tom contó, al recobrar sus sentidos, que iba como pasajero en el vapor británico el Regente, y que una ola le había arrastrado de la cubierta, en la tempestad de la noche anterior.
El pescador lo condujo a Laguna y le dio hospitalidad.
Así como Santa Cruz, la capital de la isla, Laguna posee muchos Ingleses.
Tom se hizo conducir a casa del Cónsul, refirió su pretendido accidente, y pidió una autorización para ser trasportado a Inglaterra.
Para esto le fue necesario esperar que pasase un buque con este destino.
En fin, al cabo de ocho días, un bergantín dinamarqués hizo escala en Santa Cruz.
Aquel bergantín se dirigía al mar del Norte y debía tocar en Newcastle, lo que convenía perfectamente a Tom, pues quería ir a Escocia antes de volver a Londres.
La travesía duró cerca de un mes.
Pero ya había escrito desde Tenerife dos cartas: una a su mujer Betzy, y otra a lord William.
En ellas contaba todo lo que le había sucedido, y les aconsejaba que dejasen la casa de Adam street, que se ocultasen en cualquier otro barrio apartado de Londres, y que no determinasen ni hiciesen nada antes de su vuelta.
Al mismo tiempo les rogaba que le contestasen a Perth, al apartado del correo.
En toda su desastrosa aventura, Tom no había adivinado más que una parte de la verdad.
Estaba en la convicción de que el pasante Edward Cokeries había obrado de buena fe, y creía aún que el amigo que le había escrito de Perth, confirmándole la existencia del teniente Percy era en efecto sir John Murphy, a quien había tratado en otro tiempo.
La asechanza de que había sido víctima, la atribuía a lord Evandale.
Tom desembarcó pues en Escocia, y no se detuvo un momento hasta llegar a Perth.
Su primer cuidado, antes de aposentarse, fue ir a la oficina de correos, donde esperaba encontrar cartas de lord William o de Betzy.
Pero ni uno ni otro le habían escrito.
Entonces corrió en seguida al domicilio del antiguo chalán Murphy; y allí supo, con un asombro difícil de definir, que aquel hombre había dejado a Perth hacía muchos años.
De consiguiente no era él quien le había escrito.
Tom no se desalentó sin embargo.
Sin pensar siquiera en descansar, se puso en seguida en busca del teniente Percy.
Pero todas sus diligencias fueron inútiles.
En ninguno de los barrios de Perth habían oído jamás hablar de aquel hombre ni nadie le había visto.
Entonces recordó Tom, aunque tarde, la incredulidad que manifestara lord William cuando le enseñó el billete anónimo que le indicaba la residencia del teniente Percy en Perth; y reconoció en fin que había obrado a la ligera.
El pobre servidor, humillado y confundido, tomó pues el camino de Londres.
Al llegar a la capital, corrió en seguida a Adam street.
Pero allí lo esperaba una nueva y dolorosa sorpresa.
Lord William y su familia habían desaparecido hacía un mes.
Betzy había partido tras ellos.
¿Adónde habían ido?
Nadie pudo decírselo.
Tom calculó entonces el tiempo trascurrido, y vio que había cerca de tres meses que saliera de Londres.
Pero ya hemos visto que nuestro digno escocés no se desalentaba nunca completamente.
—¡Yo los encontraré! se dijo con resolución.
Y se puso en seguida a la obra.
diario de un loco de bedlam.
Tom había llegado a Londres de noche.
A aquella hora, las casas de banca y los escritorios de comercio, así como los gabinetes y oficinas de abogados y procuradores, estaban cerrados.
Así el pobre Tom, aunque devorado de impaciencia, tuvo que esperar al día siguiente.
Aquel día, apenas habían sonado las nueve de la mañana, se hallaba ya en el gabinete de mister Simouns.
El solícitor abrió desmesuradamente los ojos al escucharlo.
—Jamás he tenido ningún pasante llamado Edward Cokeries, le dijo.
—¡Es posible! exclamó el cándido Tom.
—Y en cuanto a lord William y a vuestra mujer, ni siquiera he oído hablar de ellos.
Por lo demás, todo lo que acabáis de contarme, es menos extraordinario de lo que creéis.
Y como al oír estas palabras, se quedase Tom mirándolo estupefacto, Mr. Simouns añadió:
—Debíais haber escuchado mi consejo. Estoy seguro que hubiéramos llegado a una transacción con lord Evandale.
—Pero, ¿quién sabe, exclamó Tom, si a esta hora el miserable no habrá hecho asesinar a su hermano?
—No es probable.
—Sin embargo.......
—¿No decís que lord William, su esposa y sus hijos han desaparecido?
—Sí, respondió Tom.
—¿Y vuestra mujer también?
—Igualmente.
—Pues bien, ya veis que no se asesinan así como quiera cinco personas.
—¿Qué ha sido de ellos entonces?
Mr. Simouns tuvo lástima de la desesperación del pobre escocés.
—Escuchad, le dijo; yo tengo por costumbre el no ocuparme sino de los asuntos de mi profesión: sin embargo, hay tal acento de verdad en vuestras palabras, y estoy ahora tan convencido de que lord William vive, que me decido a tomar mano en vuestra causa y la suya.
No me explicaré más por el momento, pero venid esta tarde, y ya veremos.......
Tom se fue más consolado, y pasó todo el día errando por las calles de Londres, buscando a la ventura y gastando su tiempo inútilmente.
Buscar en Londres una persona que ha desaparecido, es, según el dicho vulgar, como querer hallar una aguja en un montón de paja.
Así anduvo de un lado a otro hasta las seis de la tarde, hora en que tomó la vuelta de la City y se dirigió a la calle de Pater-Noster.
Todos los escribientes se habían ya ido, pero Mr. Simouns esperaba a Tom.
—¿No habéis encontrado nada? le dijo.
—¡Ay! no señor, respondió Tom.
—Entonces yo he sido más dichoso.
Tom lanzó una exclamación de alegría.
—¡Oh, no os alegréis tan pronto, mi pobre Tom! dijo el solícitor.
—¡Pues qué!..... por acaso..... ¿han muerto?
—No, pero han sido víctimas de una maquinación infernal. ¿Sabéis dónde se halla lord William?
—¡Decid!... ¡decid! preguntó con ansiedad el pobre Tom.
—Está en Bedlam.
—¿En un hospital de locos?
—Sí, amigo mío.
Tom levantó las manos al cielo con aire desesperado.
Mr. Simouns añadió:
—Tenemos en Londres un detective muy hábil que se llama Rogers. Algunas veces he empleado a ese hombre con éxito, y estaba seguro de antemano que dirigiéndome a él, llegaría a saber el paradero de lord William y su familia, así como de vuestra mujer.
De consiguiente hice venir a Rogers esta mañana, apenas me dejasteis.
El agente de policía conocía perfectamente el asunto de que le hablaba, y así no me dejó acabar.
—Ese negocio, me dijo, me ha pasado por las manos. No quise encargarme de él, pero puedo deciros todo lo que ha ocurrido sobre el particular.
Y he aquí lo que Rogers me ha contado, prosiguió Mr. Simouns:
Al día siguiente de vuestra partida de Londres, lord William recibió un telegrama firmado por vos.
—¿Por mí? exclamó Tom.
—Un despacho falso, ya lo comprendéis.
—¡Ah!
—En él decíais a lord William: «He encontrado a Percy.—Cokeries irá a veros. Haced lo que os diga.»
Aquel mismo día, Cokeries se presentó a él.
Hizo redactar a lord William, bajo su dictado, un largo pedimento muy difuso, sembrado acá y allá de frases incoherentes, simulando fórmulas judiciales.
Y hecho esto, se comprometió a entregarlo él mismo al fiscal del tribunal supremo.
Dos días después, lord William recibió una carta vuestra.
—¡Pero si yo no he escrito una palabra! exclamó Tom.
—Ya sé que no habéis escrito, pero han imitado vuestra letra de manera a engañar al más experto.
—¿Y qué me hacían decir en esa carta?
—Decíais que Percy estaba enfermo, y que permanecíais a su lado hasta que se restableciese para poder acompañaros a Londres.
—¿Y después? dijo Tom.
—Ocho días después, lord William recibió cita del tribunal mandándole comparecer, bajo el nombre de Walter Bruce, se entiende, en el gabinete del fiscal del Consejo.
Esto despertó en el joven lord alguna esperanza, y partió lleno de alegría.
Llegada la noche, como no hubiese vuelto aún, su esposa y la vuestra empezaron a concebir alguna inquietud, pero no tardaron en recibir una carta, escrita y firmada por lord William.
Pero esta carta era obra de un hábil falsario como la vuestra.
Lord William escribía que el fiscal no había dudado un momento en admitir las pruebas de su identidad, y que había hecho comparecer inmediatamente a lord Evandale.
Que este último, al presentarse y ser confrontado con su hermano, no pudiendo negarse a la evidencia, lo había confesado todo.
Sin embargo, el fiscal había retrocedido ante la enormidad del escándalo y la dura necesidad de hacer comparecer en justicia y acusar a un par del reino, y había instado vivamente para que interviniese una transacción entre los dos hermanos.
Lord William recibiría como compensación una suma de doscientas cincuenta mil libras esterlinas, y la propiedad de un palacio que la familia Pembleton poseía en París, en el faubourg Saint-Honoré, y consentiría en vivir en adelante en Francia.
A esta condición se añadía la de salir de Londres en el acto.
Lord William partía pues para Folkestone, donde iba a esperar a su mujer y a sus hijos.
Al mismo tiempo rogaba a Betzy que fuera a Perth a reunirse con Tom, que le noticiase la transacción que había tenido lugar, y que, volviendo con él a Londres, arreglasen sus asuntos, y salieran después para Francia.
La esposa de lord William no dudó un momento de la autenticidad de esta carta.
En ella venía adjunto un billete de cien libras, y así no le fue difícil hacer al día siguiente sus preparativos, y partir por el tren correo de las ocho de la noche, en el railway del Sur.
Desde ese momento no se la ha vuelto a ver, ni a ella, ni a sus hijos.
—Pero, ¿y lord William? dijo Tom, ¿qué ha sido de él?
—El extraño escrito presentado en su nombre al tribunal, sólo ha servido para hacer dudar de su razón.
—¡Ah!
—Al mismo tiempo ha recibido una queja de lord Evandale, que reclamaba la acción de la justicia contra un antiguo deportado, que tomaba el nombre de su difunto hermano, y le perseguía con reclamaciones absurdas.
De consiguiente, mientras que mistress Bruce se dirigía a toda prisa a Folkestone, donde creía encontrarlo, lord William se hallaba sometido al examen de dos médicos, los cuales no titubearon en declarar de una manera unánime que estaba loco.
—¿Y..... entonces? preguntó Tom temblando.
—Entonces, ya os lo he dicho, lo han encerrado en Bedlam, donde se halla todavía.
—Pero, ¿y mi mujer?.....
—Vuestra mujer salió para Escocia el mismo día.
Iba en el vagón destinado para las señoras, y al llegar a la segunda estación, una anciana de aspecto muy respetable, se quejó en alta voz pretendiendo que la habían robado.
Todas las demás viajeras rechazaron indignadas esta imputación, pero los empleados del ferrocarril, cumpliendo con su deber, hicieron venir a un inspector de policía.
Registraron a todas las que ocupaban el vagón, y se encontró en la faltriquera de Betzy el bolsillo de la señora robada.
Betzy protestó en vano: fue presa, y la condujeron a la cárcel de la villa inmediata.
Tom, al oír esto, tuvo un acceso de desesperación.
—¡Oh! exclamó, estamos perdidos!
—No, todavía no, dijo Mr. Simouns con su flema británica.
Tom se quedó mirándolo con ansiedad.
diario de un loco de bedlam.
Mr. Simouns pareció recogerse algunos instantes.
Tom lo miraba con ansiedad y, por decirlo así, suspendido a sus labios.
En fin, el solícitor levantó la cabeza y fijándose en su interlocutor, prosiguió:
—Según me dejáis dicho, amigo mío, habéis buscado al teniente Percy por todas partes.
—¡Ay! sí, señor; y todo me hace creer que ha muerto.
—Os engañáis.
—¿Creéis que vive aún? exclamó Tom vivamente.
—Tengo la certeza.
—¡Ah!
—Y la prueba.
Tom sintió renacer en su corazón la esperanza.
—Escuchad, prosiguió Mr. Simouns; mientras que vos corríais de un lado a otro en busca de ese hombre, yo lo buscaba también.
—¿Y lo habéis encontrado?
—El teniente Percy vive todavía, y no solamente no está ciego ni enfermo, sino que goza de todas sus facultades.
—¿Y reside en Londres?
—Sí.
Y diciendo esto, Mr. Simouns tiró del cordón de una campanilla.
A los pocos instantes se presentó uno de sus escribientes.
—Tomad mi carruaje, le dijo Mr. Simouns, y corred a Dover-Hill. Ya conocéis al hombre que vino con vos ayer. Conducidlo aquí al instante.
El pasante partió de seguida.
Entonces Mr. Simouns añadió:
—Hace poco, os abandonabais a la desesperación, amigo mío. El exceso en todo, no es cosa razonable: así, no vayáis ahora a entregaros a una inmoderada alegría.
—Sin embargo.....
—Escuchadme hasta el fin. El teniente Percy está en efecto en Londres: hablará cuando sea requerido, mediante una suma de dinero que he prometido entregarle. Hará más aún.
—¿Qué?
—Hará intervenir a los dos capataces que le acompañaban y que fueron cómplices en la sustitución de lord William por el cadáver de un forzado.
—¡Oh! pero entonces...... exclamó Tom gozoso.
—Esperad. Esos tres hombres han dejado el servicio y tienen hoy una modesta posición. Pero luego que hayan declarado, no solamente perderán su pensión de retiro, sino que caerán además en manos de la justicia.
—¡Ah! repuso Tom.
—Y serán, por lo menos, condenados a la deportación.
—Pero ante esa perspectiva, ¿cómo podéis creer que se atrevan a declarar la verdad? observó Tom, que había recobrado poco a poco su sangre fría.
—He encontrado el medio de hacerles hablar y de sustraerlos al rigor de la ley.
—¿Qué medio es ese? preguntó Tom.
—En primer lugar daremos a cada uno de ellos mil quinientas libros esterlinas; que es el precio que han puesto a sus revelaciones.
—Bien.
—En seguida dejarán la Inglaterra, pasarán el estrecho y se establecerán en Francia. No tienen que temer la extradición, pues no se halla establecida para esa clase de crímenes.
—Pero, en ese caso, no dirán nada.....
—Al contrario, declararán con entera libertad.
Tom no acertaba a comprender lo que oía.
—Una vez en París, prosiguió el solícitor, se presentarán al embajador británico y le revelarán el misterioso crímen de Pembleton: añadirán además ciertos detalles relativos al alcaide de la cárcel de Perth, que ejerce aún hoy día sus funciones, y que ha sido el más culpable en todo ese negocio.
Ese hombre, cogido de improviso, lo confesará todo.
—Pero entonces, dijo Tom, será condenado.
—¡Ya lo creo!... y con harta justicia. Ha sido el más culpable, os lo repito, pues él fue quien sirvió de intermediario entre el teniente y los capataces que conducían la cadena y el supuesto Indio Nizam.
—Entonces el pleito está ganado de antemano, dijo Tom gozoso.
—¡Oh! todavía no, repuso Mr. Simouns.
—Sin embargo.....
—Esperad, añadió el jurisperito. En Inglaterra, toda vez que un interés privado está en juego, la justicia no persigue directamente.
—Pues bien, dijo Tom, nosotros perseguiremos.
—Sí, pero olvidáis que lord Evandale es hoy un hombre poderoso, y que tendrá acaso más partidarios que enemigos, el día en que se le obligue a comparecer en justicia.
—¿Qué importa, si podemos presentar las pruebas auténticas de su infamia?
—Todo lo que queráis, respondió Mr. Simouns; pero así como hay abogados dispuestos a defender el pro, se encuentran muchos para defender el contra. ¿Y quién nos dice que el juez que ha hecho encerrar a lord William como loco, querrá desmentir su opinión?—¿Quién nos asegura que la justicia inglesa osará dar publicidad a semejante escándalo?
Tom bajó la cabeza y quedó un momento en silencio.
—Pero entonces, dijo en fin, ¿de qué sirven las declaraciones del teniente Percy y de sus cómplices?
—Servirán al menos, respondió el solícitor, para obtener una transacción.
—¿Cuál?
—La misma que nuestros adversarios proponían en la carta apócrifa atribuida a lord William.
—¿Doscientas cincuenta mil libras esterlinas?
—Sí, y el palacio Pembleton del faubourg Saint-Honoré en París.
—Pero, ¿cómo conseguiremos eso?
—Armados con esas declaraciones legalizadas en regla, iremos a ver a lord Evandale, vos y yo.
—Bueno, ¿y después?
—Lord Evandale vacilará ante el temor de un pleito escandaloso, y comprenderá que le conviene una transacción. Una palabra suya basta para que pongan a lord William en libertad.
—¿Y luego?
—Lord William dejará la Inglaterra, irá a París, y allí tendrá lugar el cambio.
—¿Qué cambio?
—El de las doscientas cincuenta mil libras y los títulos de propiedad del palacio Pembleton, contra la declaración del teniente Percy y de sus cómplices, legalizada por la embajada inglesa.
Tom movió la cabeza con desaliento. No estaba enteramente convencido, y le parecía demasiado duro el que lord William abandonase así sus derechos por un interés material, por considerable que fuese.
Además, su responsabilidad como mediador, le pesaba sobre la conciencia.
Mr. Simouns, viendo su indecisión, añadió:
—Reflexionad en todas las dificultades y retardos de un pleito semejante. No conocéis, amigo mío, todas las imperfecciones de nuestra legislación.
—Es verdad.
—Los trámites de ese pleito pueden hacerse durar muchísimos años.
—Y bien, ¿qué importa, si conseguimos el objeto?
—Y durante ese tiempo, continuó Mr. Simouns, la esposa y los hijos de lord William vivirán en la más profunda miseria, y él, encerrado en una casa de locos, acabará por perder la razón.
Este último argumento triunfó en fin de los escrúpulos del honrado escocés.
—Y en fin, dijo para terminar Mr. Simouns, no os ocultaré que si no tengo inconveniente en adelantar siete u ocho mil libras para este negocio, no será lo mismo si se trata de una suma más considerable, y para sostener el pleito, se necesitan al menos veinte y cinco mil libras.
—Pues bien, dijo Tom, sea como queráis.
—¡Perfectamente! respondió Mr. Simouns.
En este momento se abrió la puerta del gabinete y se presentó el teniente Percy.
Tom lo examinó con curiosidad.
Era un hombre joven aún y vigoroso, y que parecía dotado de una gran energía.
—El señor y yo hemos quedado de acuerdo sobre lo convenido ayer con vos, le dijo Mr. Simouns señalando al antiguo mayordomo de Pembleton.
El teniente se inclinó volviéndose a Tom.
—Esta noche saldréis para París, prosiguió el solícitor.
—Como gustéis, Mr. Simouns.
—He aquí quinientas libras esterlinas para vos y vuestros compañeros. El resto os será entregado en París, tan luego como firméis en la embajada.
Y diciendo esto le dio un cupón del Banco, de quinientas libras, que el teniente Percy se metió tranquilamente en el bolsillo.
diario de un loco de bedlam.
—Id inmediatamente a hacer vuestros preparativos de partida, dijo aun Mr. Simouns al teniente Percy. Tan luego como lleguéis a París, me enviaréis un despacho indicándome las señas de la posada que hayáis tomado, vos y vuestros compañeros.
—¿Debemos presentarnos de seguida en la embajada?
—No; permaneceréis allí sin dar el menor paso, hasta la llegada del señor a París, repuso el solícitor señalando a Tom. Él vos indicará lo que debéis hacer.
El teniente se levantó y salió del gabinete.
Entonces, apenas quedaron solos, Tom dijo a Mr. Simouns:
—¿Y mi pobre mujer que está en la cárcel?
—La haremos salir antes de ocho días.
—¿Cómo?
—Yo la haré poner en libertad bajo caución.
—¡Ah! bien, dijo Tom, pero si después deja la Inglaterra, como hemos convenido, se perderá la fianza.
—Añadiremos esa suma a los gastos generales que deberá reembolsarme lord William.
Tom quedó pensativo por algunos instantes, y después de un corto silencio añadió:
—Pero, ¿no me habéis también dicho que la señora y los hijos de lord William habían desaparecido?
—Sí.
—¿Les habrá sucedido acaso alguna desgracia?
—Mucho lo temo; y sin embargo.....
—¿Qué? preguntó vivamente Tom.
—Hoy estoy casi tranquilo sobre el particular.
—¿Cómo pues?
—He enviado en su busca al detective de que os he hablado.
—¡Ah!
—Y esta mañana precisamente me ha enviado un telegrama desde Brighton.
—¿Y qué dice?
—Ved por vos mismo.
Y Mr. Simouns tomó un papel de su bufete y lo presentó a Tom.
Este leyó:
«A Mr. Simouns, Pater-Noster street, London.
Esperad con confianza. Creo haber hallado la huella de lo que buscamos.
Rogers.»
—Así, creéis que logrará encontrarlos.....
—Estoy seguro.
—Muy bien, dijo Tom levantándose. Volveré mañana.
—¡Oh! no, repuso Mr. Simouns, no conviene que volváis aquí.
—¿Por qué?
—Porque nuestros adversarios os creen muerto, y no deben saber que vivís hasta el día en que estéis armado con el testimonio escrito de los cómplices de lord Evandale. Ahora bien, si venís aquí con frecuencia, podéis ser visto y reconocido.
¿Dónde os habéis alojado?
—En ninguna parte aún.
—Pues bien es necesario buscar un barrio extraviado; por ejemplo en el East-End, por el lado de Mail en Road.
—¿Bueno; pero ¿cuándo saldré para París?
—Tan pronto como tengamos noticias positivas de mistress Bruce y de sus hijos.
—¿Y a lord William, no lo volveré a ver antes de partir?
—Es imposible. En primer lugar no se penetra fácilmente en Bedlam.
—¡Oh! el rigor no es tan grande, puesto que se puede obtener un permiso.
—Sí, pero cuando llegue a saberse que una persona ha visitado a Walter Bruce, las sospechas recaerán inmediatamente sobre vos, y, os lo repito, debéis estar muerto para lord Evandale hasta que llegue el momento decisivo.
Tom se inclinó no encontrando qué responder.
—Pero, a vos... ¿os veré? dijo.
—Mañana, entre diez y once, respondió el solícitor, pasaré en carruaje por Mail en Road. A la altura del work-house, me detendré y echaré pie a tierra. Hallaos por allí.
—Muy bien, dijo Tom.
Y partió de seguida, teniendo buen cuidado de salir de la casa furtivamente, y de encubrirse lo mejor que pudo hasta estar fuera de la City.
Inmediatamente, siguiendo el consejo de Mr. Simouns, fue a buscar habitación cerca de Mail en Road.
No le fue difícil hallar posada por aquel sitio, y a la mañana siguiente, a la hora convenida, se hallaba delante del work-house, paseándose por la acera y espiando todos los carruajes que pasaban.
En fin, uno de ellos se detuvo, y un hombre bajó de él.
Aquel hombre era el solícitor.
—¡Albricias! amigo Tom, dijo acercándose a este. Se ha encontrado a mistress Bruce.
Tom dejó escapar una exclamación de alegría.
—Tomad, dijo Mr. Simouns, leed.
Y le entregó una carta abierta.
Esta carta era del detective Rogers.
«Muy señor mío;—escribía el agente de policía:—he preferido haceros esperar algunas horas y confiar mi misiva el correo, en vez de emplear el medio lacónico y poco reservado del telégrafo.
»Os escribo esta carta en la casa misma de mistress Bruce.
»La pobre señora no sabe absolutamente nada. A estas horas cree todavía que su esposo se halla en París.
»Voy a referiros en pocas palabras todo lo que le ha sucedido.
»Ya sabéis que salió de Londres, hace tres meses, para ir a reunirse con su marido en Folkestone.
»En la supuesta carta de Mr. Bruce, que motivó esta partida, habían imitado tan maravillosamente su letra, que ella no pudo sospechar lo más mínimo.
»Un hombre la esperaba en la estación de Folkestone.
»Pero, como podéis muy bien imaginar, aquel hombre no era Mr. Bruce, sino un gentleman que decía venir de su parte.
»Como prueba de ello, la presentó otra carta, firmada también Walter Bruce, que su señora creyó igualmente auténtica.
»En ella decía Mr. Bruce que a causa del cambio de ciertas combinaciones, se veía obligado a partir solo para París, donde ella iría a reunírsele, previo aviso, dentro de algunas semanas. De consiguiente la rogaba que aceptase sin reserva alguna los servicios de aquel gentleman, que gozaba de toda su confianza, y a quien había dado sus instrucciones.
»Mistress Bruce dio crédito a esta segunda carta, como lo había dado a la primera, y no titubeó en seguir al gentleman, que la condujo a Brighton, y la instaló en la casita de campo donde la he encontrado esta mañana.
»Cada quince días recibe una supuesta carta de su marido, el cual retarda siempre su ida a París, bajo diferentes pretextos.
»En cada una de esas cartas viene además adjunta una suma de dinero.
»Yo no he creído deber desengañar a mistress Bruce. Me he limitado a decirla que venía de vuesta parte, pues ella sabe que os ocupáis de una transacción entre su esposo y lord Evandale.
»Creo, salvo vuestro parecer, que sería bueno no decirla nada, hasta que esa transacción se lleve a cabo y que Mr. Bruce haya sido puesto en libertad.
»De todos modos, espera vuestras órdenes
»Vuestro seguro servidor
Rogers.»
Tom devolvió esta carta al solícitor, y le dijo:
—¿Y qué habéis resuelto?
—He enviado un telegrama a Rogers, diciéndole solamente:
«Habéis hecho bien. No digáis nada.»
—Bien. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Vos, saldréis para París hoy mismo. Aquí tenéis una carta de crédito sobre la casa Shamphry y Compa., calle de la Victoria.
—Permitidme aún una pregunta, Mr. Simouns, dijo Tom tomando la carta.
—¿Qué es ello? preguntó el solícitor.
—¿Sabe algo lord William de todas nuestras negociaciones?
—Absolutamente nada.
—Debe hallarse en estado de completa desesperación.
—Sin duda. Pero más vale no decirle nada aún.
—¿Por qué?
—Porque podríamos despertar las sospechas de lord Evandale.
—Tenéis razón. Pero obremos con la mayor celeridad a fin de abreviar su martirio.
—Eso es, repuso Mr. Simouns. Así, ¿vais a partir hoy mismo?
—Sí, señor.
—De ese modo llegaréis a París mañana por la mañana: sin perder un minuto, os pondréis en seguida en relación con el teniente Percy.
—¿Dónde lo hallaré?
—Acaba de enviarme un despacho noticiándome que se ha alojado con sus compañeros en el hotel de Champaña, calle Montmartre.
—Bien.
—Al punto los llevaréis a la embajada. Y tan luego como hayan prestado declaración, y esta se halle legalizada en regla, me escribiréis cuatro líneas.
—¿Y después?
—¡Toma! después, iré a ver a lord Evandale.
Tom se inclinó y saludó a Mr. Simouns, que se volvió a su carruaje.
Una hora después, tomaba Tom el tren correo del Sud-Railway y estaba en camino para París.
Cuarenta y ocho horas más tarde, Mr. Simouns recibía el despacho telegráfico siguiente:
«Declaración prestada. Embajador convencido. Pieza legalizada.
»Salida de París esta noche. Mañana en Londres.
Tom.»
—¡Eh!... eh! murmuró Mr. Simouns, empiezo a creer que lord Evandale hará bien en transigir.
diario de un loco de bedlam.
Ocho días habían trascurrido después de la salida de Tom para Francia, y en la mañana del octavo se hallaba de vuelta en Londres.
Dos personas le esperaban en la estación, Mr. Simouns y Betzy.
Betzy, puesta en libertad bajo caución, había vuelto también a la capital, y esperaba con ansiedad a su marido.
Este venía radiante de alegría.
Traía una declaración en regla, firmada por el teniente Percy y los dos capataces o cabos de presidio; y este documento, legalizado por el cónsul inglés, estaba visado por la embajada.
—Ahora, dijo Mr. Simouns, podemos entrar en campaña. Voy a escribir a Mr. Evandale pidiéndole una entrevista.
Tom, que había pasado la noche en camino de hierro, tomó algunas horas de reposo, y a las dos de la tarde, según habían convenido, fue a buscar a Mr. Simouns en un cab.
Apenas reunidos, ambos se dirigieron al West-End.
—Me parece, dijo Mr. Simouns cuando llegaron a la puerta de lord Evandale, que es inútil, al menos por el momento, el que entréis conmigo.
—¿Por qué? preguntó Tom.
—Porque temo que se os escape un movimiento de indignación, a vista de lord Evandale, y que esto comprometa el éxito de nuestra negociación. Si tengo necesidad de vos, os haré llamar.
—Sea como queráis, respondió Tom.
Mr. Simouns entró pues solo en casa de lord Evandale.
El noble personaje le esperaba en su gabinete. No había podido adivinar lo que el solícitor podía tener que decirle; pero como este se había ocupado largo tiempo de los negocios de la familia Pembleton, supuso que lo traía alguna cuestión de interés.
Lo recibió pues cordialmente y aun le invitó a tomar asiento, pero el solícitor permaneció de pie.
—¿De qué se trata pues, mister Simouns? preguntó lord Evandale.
—Milord, respondió aquel, me presento como procurador del hermano de Vuestra Señoría.
—¿Qué hermano? dijo lord Evandale riéndose.
—Vuestro hermano mayor, lord William Pembleton, repuso Mr. Simouns gravemente.
—Señor procurador, dijo lord Evandale, mi hermano ha muerto hace cerca de diez años.
—Eso es lo que cree todo el mundo.
—Y esa es la verdad, señor mío.
—Milord, dijo fríamente Mr. Simouns, hay otros dos hombres que todo el mundo cree también muertos, y que viven sin embargo.
—¡Ah!
—El primero se llama Tom.
Lord Evandale no pudo ocultar un ligero estremecimiento.
—¿Y..... el segundo? dijo.
—El segundo es Percy, el teniente de presidio.
—Yo no conozco a ese hombre.
—Sin embargo, añadió Mr. Simouns, siempre impasible, él fue quien ayudó a sir Jorge Pembleton, vuestro padre, a sustituir el cadáver del forzado Walter Bruce al cuerpo de lord William aletargado.
—¡Ah! muy bien! dijo lord Evandale, puesto que os creéis tan al corriente en todos esos supuestos misterios de familia, voy a poneros en la verdadera vía, para que salgáis de vuestro error.
—Veamos pues, milord.
—Hay un astuto bandido, prosiguió lord Evandale, que se llama en efecto Walter Bruce, el cual ha imaginado, para sacarme algún dinero, hacerse pasar por lord William, mi desgraciado hermano, que ha muerto de la picadura de un reptil.
—¿Y..... ese bandido?.....
—Me he contentado con denunciarlo a la justicia.
—Conozco ese detalle.
—Y creo que la justicia, dando prueba de una indulgencia sin igual, se ha contentado con encerrarlo en Bedlam.
—¿Estáis seguro de ello, milord?
—¡Oh! no diré que esté absolutamente seguro!.....
—Pero ese hombre tiene mujer..... hijos.....
—Es posible.
—¿Y es por órden vuestra?.....
—¡Ah! ¿qué es esto? exclamó lord Evandale con altivez; ¡se me figura que os permitís interrogarme!
—No es mi intención, milord, repuso Mr. Simouns con firmeza, el faltar a la consideración debida a vuestra clase, pero me es necesario probaros que estoy más al corriente de este negocio de lo que creéis.
—En hora buena, hablad.....
—Un día, hará de esto tres meses, la esposa de Walter Bruce,—llamémosle así por la forma,—recibió una carta de su marido... es decir una carta apócrifa en la que se trataba de una transacción.
—¿Con quién?
—Con vos, milord.
—¡Ah! veamos.
—Lord William consentía a no reclamar en justicia su nombre ni su título, y a dejar la Inglaterra; en cambio de la oferta que se le había hecho de una suma de doscientas cincuenta mil libras y el palacio Pembleton de París.
—Muy bien, ¿y qué?
—Esa transacción era razonable,—bajo el punto de vista del honor y consideración de la familia,—y yo vengo, milord, a proponerla a mi vez.
Y diciendo esto, Mr. Simouns sacó del bolsillo un papel, lo extendió sobre la mesa y añadió:
—Cuando Vuestra Señoría haya tomado conocimiento de esta declaración jurídica, creo que no vacilará......
Lord Evandale tomó el papel y lo leyó.
Mr. Simouns, que lo observaba a hurtadillas, lo vio palidecer a medida que leía.
En fin el noble lord, al acabar la lectura, tuvo un movimiento de cólera y estrujó el papel entre las manos.
—¡Oh! dijo tranquilamente Mr. Simouns, podéis desgarrar ese documento y hasta echarlo al fuego, si así os place, milord. No es más que una copia. La pieza auténtica, legalizada por la embajada británica, se halla bajo llave en mi gabinete.
Lord Evandale pareció reflexionar algunos instantes.
—Pues bien, dijo en fin, si yo consiento en lo que me pedís, ¿cuál será mi garantía?
—Se os entregará el original de la copia que acabáis de leer, y que es la sola pieza importante del pleito que intentamos sostener.
—Muy bien. Pero Walter Bruce está en Bedlam.....
—¡Oh! es tan fácil para Vuestra Señoría el hacerlo salir!
—¿Lo creéis así?
—Vuestra Señoría no tiene más que escribir dos líneas al lord presidente, y Walter Bruce será puesto en libertad.
—¿Y partirá de Londres?
—Inmediatamente.
—¿Y en cambio de mi casa de París y de las doscientas cincuenta mil libras, se me entregará esa declaración?
—Milord, dijo Mr. Simouns, soy un hombre conocido en Londres por mi probidad. Jamás he dado mi palabra sin cumplirla.
—Está bien, dijo lord Evandale. Mañana a esta hora, pasaré por vuestra casa, y concluiremos este negocio tal como lo deseáis.
Mr. Simouns saludó a lord Evandale y se retiró sin más palabra.
Tom había permanecido en el carruaje.
—En fin, amigo mío, dijo al incorporarse con él Mr. Simouns, la causa está ganada.
—¿Consiente en todo?
—En todo absolutamente.
—¿Y lord William saldrá de Bedlam?
—Mañana será puesto en libertad. Por lo demás, venid mañana a las dos a mi gabinete. A esa hora todo estará concluido.
Tom y Mr. Simouns se separaron en Leicester-square.
El solícitor se volvió a su oficina, y el buen escocés fue a reunirse con Betzy, que había tomado un modesto cuarto amueblado en Drury-Lane.
Todo Inglés de pura raza que tiene un motivo fundado de alegría, acostumbra a dar gracias a la Providencia con el vaso en la mano.
Tom veía al fin coronados sus esfuerzos; así pasó todo el resto del día con Betzy, y corrieron de taberna en taberna hasta la media noche, bebiendo porter, sherry, gin y aguardiente, anegando por completo su regocijo.
A media noche se acostaron completamente borrachos.
Sin embargo, la mañana siguiente, Tom se levantó como de costumbre, enteramente despejado y con toda su lucidez de espíritu.
Toda la mañana la pasó lleno de impaciencia.
En fin, cuando dieron las dos, salió a toda prisa, tomó un cab, y se hizo conducir a Pater-Noster Street.
Pero en el momento en que entraba en esta calle, ordinariamente tranquila, vio una multitud compacta que obstruía el paso a la casa de Mr. Simouns.
Tom bajó del carruaje y se aproximó vivamente.
La multitud estaba silenciosa y parecía consternada.
Tom quiso penetrar por medio de ella y abrirse paso hasta la puerta gritando: ¡Plaza! plaza!; pero no lo pudo conseguir a pesar de todos sus esfuerzos.
—¿Qué es esto? dijo entonces encarándose con un rough que se hallaba a su paso, ¿qué sucede aquí?
—Ha sucedido una gran desgracia, respondió aquel hombre del pueblo.
Tom se estremeció de pies a cabeza y sintió un sudor frío inundar de pronto su frente.
diario de un loco de bedlam.
—Pero, ¿qué ha sucedido? preguntó Tom con ansiedad.
—Una gran desgracia, caballero.
—¿Qué desgracia?
—Mr. Simouns ha muerto.
Tom dejó escapar un grito.
En aquel momento un joven se abrió paso entre la multitud y se acercó a Tom.
Este lo reconoció al punto.
Era aquel mismo pasante de Mr. Simouns, que el solícitor había enviado a buscar al teniente Percy algunos días antes.
—¡Ah! señor Tom! exclamó el joven con los ojos arrasados en lágrimas, ¡qué desgracia! señor Tom, que desgracia!
Tom se había quedado como estúpido.
—Pero... ¡es imposible! dijo en fin.
—¡Oh! eso es lo mismo que yo decía, señor Tom; yo no quería creerlo hace una hora..... Pero lo he visto muerto, bien muerto.
Y entonces el pasante contó a Tom que Mr. Simouns había vuelto a su casa la noche anterior, como de costumbre, en perfecta salud y de muy buen humor.
Que había cenado como todas las noches, y se había metido en la cama un poco antes de las doce.
La mañana siguiente, a eso de las ocho, viendo que tardaba en llamar a su ayuda de cámara, mistress Simouns se inquietó un poco y fue a tocar a su puerta.
Pero, como nadie le respondiese, abrió y entró.
Mr. Simouns se hallaba extendido en la cama, y estaba muerto.
Un médico, llamado a toda prisa, había declarado que el solícitor acababa de sucumbir a una congestión cerebral, determinada por una causa desconocida.
Durante este relato del pasante, Tom hizo grandes esfuerzos para conservar su serenidad y recobrar toda su energía.
—Pero, dijo en fin, ¿es aquí donde ha muerto?
—No, señor; ha muerto en su domicilio, fuera de Londres.
Entonces, ¿por qué hay aquí esa aglomeración de gente?
—Porque la justicia está arriba.
—¡La justicia!... ¿Qué viene a hacer aquí?
—Viene a sellar y poner en secuestro los papeles de Mr. Simouns.
Esta respuesta fue un nuevo golpe para el pobre Tom.
Entre los papeles de Mr. Simouns se encontraba seguramente la famosa declaración del teniente Percy y consortes, visada por la embajada de París, único documento por cuyo medio podía obligarse a transigir a lord Evandale.
Y Tom conocía la marcha lenta y tortuosa de la justicia inglesa. Sabía que una vez puesto un secuestro, había para un tiempo indefinido.
Después de penosos esfuerzos, acabó por abrirse paso y entró en la casa siguiendo de cerca al pasante.
El gabinete del solícitor estaba ya cerrado y habían puesto los sellos en la puerta.
En tanto, las dos de la tarde habían pasado hacía tiempo, y lord Evandale no parecía.
Tom permaneció toda la tarde errando de un lado a otro por la calle de Pater-Noster.
Esperaba ver llegar a lord Evandale según había prometido el día anterior, puesto que no debía conocer todavía la muerte del solícitor; pero lord Evandale no pareció por aquellos parajes.
De entonces Tom supo ya a qué atenerse.
Mr. Simouns no había muerto de muerte natural.
Lo había herido la misma mano misteriosa que dirigía la infernal intriga en que se hallaban envueltos lord William y todos los suyos.
¡Y Tom se encontraba solo en adelante para combatir con semejantes adversarios!.....
Pero ya lo hemos visto, el honrado escocés estaba dotado de una energía a toda prueba. Jamás se desalentaba completamente, y tenía la paciencia y la tenacidad de los cazadores americanos.
Esperó quince días, prudentemente escondido con Betzy, en uno de los barrios extremos de Londres, y de allí espiaba sin embargo todo lo que convenía a los planes de su conducta futura.
Al cabo de ese tiempo, el gabinete de Mr. Simouns volvió a emprender sus trabajos.
El mismo pasante que había noticiado a Tom la muerte de su principal, y que era su oficial mayor, fue nombrado solícitor, por providencia ministerial, en el oficio vacante de Mr. Simouns.
Tom fue a verlo de seguida.
El nuevo procurador estaba al corriente del negocio y sabía la marcha que había seguido hasta el día.
—Mr. Simouns ha muerto, dijo; pero yo ocupo su lugar y continuaré su obra. Estoy próximo a obtener que se levante el secuestro, y tan luego como hayamos encontrado la famosa declaración que nos sirve de base en este negocio, obligaremos a lord Evandale a que termine la transacción.
Al cabo de ocho días, el nuevo solícitor obtuvo que se levantaran los sellos.
Pero ¡ay! aquí esperaba a Tom un nuevo desengaño, más cruel, más terrible que todos los que ya había sufrido.
Levantado el secuestro, se procedió a un minucioso examen, pero fue en vano el registrar todos los papeles de Mr. Simouns; la famosa pieza había desaparecido.
Una mano criminal la había sustraído sin duda, el día de la visita judicial en el gabinete de Pater-Noster street.
El nuevo solícitor no se desalentó sin embargo.
Cuando estuvo bien convencido de la desaparición de aquel documento, tomó inmediatamente su partido, y dijo a Tom:
—El teniente Percy continúa en París, ¿no es verdad?
—Así lo creo.
—Pues bien, es necesario ir a París, y obtener de ese hombre una nueva declaración, aun cuando sea a fuerza de dinero.
El honrado Tom, siempre animoso e infatigable, partió de seguida.
Al día siguiente llegaba a París y corría al domicilio del teniente.
Aquí nuevo golpe y nuevo desengaño.
El teniente había desaparecido de París hacía ocho días, sin que nadie supiese su paradero.
Tom buscó entonces a los dos antiguos cabos de presidio, pero también los buscó en vano.
Ni la policía de París, ni la embajada inglesa pudieron averiguar el paradero de aquellos individuos.
Entonces Tom, fuera de sí de cólera y de dolor, exclamó:
—¡Pues bien! Ya que no hay que contar con la justicia..... yo la tomaré por mi mano.
Y partió precipitadamente para Londres.
La misma noche en que Tom se hallaba de vuelta en la capital, lord Evandale, que había asistido a la sesión de la Cámara alta, salió bien tarde del Parlamento.
Era cerca de media noche.
En vez de entrar en el carruaje y de retirarse a su casa, lord Evandale despidió a sus lacayos, y se dirigió a pie a Pall-Mall, donde estaba su club.
El noble personaje pasó allí una parte de la noche jugando al faraón.
Las alternativas de ese juego violento, en el que se puede perder en pocas horas una fortuna, parecieron interesarle bastante, pues eran más de las tres de la mañana cuando se decidió al fin a retirarse.
—¡Cómo! milord, le dijo el baronet sir Carlos M...... ¿os vais a pie a estas horas?
—Sí por cierto, respondió lord Evandale.
—¿No teméis a los estranguladores?
—¡Bah! jamás ha habido estranguladores en Londres.
—¡Oh! ¿Os burláis?
—No temo nada, ni a nadie, querido, añadió lord Evandale.
Y partió riéndose con fatuidad.
Alejose del club con paso rápido, y cuando se hallaba ya a cierta distancia, le pareció oír andar detrás de él.
Volviose y vio un hombre que le seguía.
Entonces lord Evandale apresuró el paso.
El hombre que iba tras él hizo lo mismo, y así llegaron ambos en pocos momentos a Trafalgar-square.
Al pie de la estatua de Nelson, lord Evandale, que se vio perseguido de cerca, se detuvo y se volvió bruscamente.
Entonces el desconocido llegó a él.
—Dos palabras, milord, dijo aquel hombre.
Lord Evandale, al oír aquella voz, sintió un terror vago apoderarse de su espíritu.
—¿Qué me queréis? preguntó.
El desconocido dio un paso más hacia él.
—¿No me reconocéis, milord?
—No, dijo secamente lord Evandale.
—Me llamo Tom.
—¡Ah! ¿y qué?
—Vengo a preguntaros si estáis dispuesto a devolver en fin la libertad a lord William.
Lord Evandale se echó a reír.
—¿Estáis loco? dijo.
—¡Milord! repuso Tom temblando de furor, cuidado con lo que decís!
—¡Atrás! dijo lord Evandale.
Y viendo a dos policemen a cierta distancia, los llamó en su ayuda.
—El socorro llegará tarde, dijo Tom.
Y sacando un largo puñal del bolsillo, lo hundió hasta la guarda en el pecho de lord Evandale, que cayó arrojando un grito.
Los agentes de policía llegaron en aquel punto y se apoderaron de Tom.
Pero lord Evandale se agitaba con las convulsiones de la agonía, y lord William estaba vengado.
diario de un loco de bedlam.
Betzy estaba sin duda en el secreto de los proyectos de su marido y no se había opuesto en ningún modo a su resolución, puesto que no manifestó la menor inquietud al no verlo volver aquella noche.
Al día siguiente se fue a rondar por los alrededores del palacio Pembleton.
El patio de entrada estaba lleno de gente.
Betzy se metió poco a poco entre la multitud y escuchó lo que decían.
Allí contaban, con interminables comentarios, que el noble lord había sido asesinado al atravesar Trafalgar-square, a las cuatro de la mañana.
¿Por quién?
Según algunos, el asesino era un fenian.
Lord Evandale había pronunciado dos días antes en la Cámara alta un discurso muy violento contra la Irlanda.
Según otros, el crímen había tenido por móvil el robo.
Y nadie pronunciaba el nombre de Tom.
Pero como todos estaban de acuerdo sobre la prisión del asesino, Betzy supo a qué atenerse sobre la suerte de Tom.
Betzy era una mujer animosa.
—Tom está preso, se dijo, pero, ¿qué importa? Suceda lo que quiera, yo continuaré su obra.
La pobre mujer basaba su resolución en engañosas ilusiones.
Pensaba que, una vez lord Evandale muerto, lady Pembleton se acordaría de que había amado a lord William, y que se apresuraría a consentir en la transacción.
Con esta esperanza, aguardó pacientemente algunos días.
Los funerales del difunto tuvieron lugar con gran pompa. Los periódicos se ocuparon de ellos, así como se habían ocupado de la muerte del noble personaje, cuyas virtudes y cualidades ensalzaron hasta las nubes. Pero ninguno de ellos habló de las antiguas relaciones del asesino con la víctima.
Al cabo de ocho días, Betzy se presentó en el palacio Pembleton solicitando una audiencia de la viuda.
Lady Anna consintió en recibirla.
Betzy abordó la cuestión desde luego, y, sin otros preámbulos ni rodeos, la dijo:
—El miserable que había abusado de vuestra confianza, milady, ha expiado su crímen. ¿Rehusaréis ahora reconocer a lord William?
Lady Pembleton no desplegó los labios y, por toda respuesta, se fue a tirar del cordón de una campanilla.
Dos hombres entraron inmediatamente, sir Archibaldo y un desconocido.
Es decir, un desconocido para la pobre Betzy, pues el individuo en cuestión no era otro que el reverendo Patterson.
—Padre, dijo lady Pembleton, haced arrojar a la calle a esa miserable loca.
Betzy tuvo un arrebato de indignación.
—¡Ah! milady, exclamó, hasta hoy os había creído la esclava de lord Evandale, pero ya estoy convencida de que erais su cómplice.
Sir Archibaldo llamó a sus lacayos, y estos se apoderaron de Betzy y la pusieron a la puerta.
Betzy gritaba como una desesperada.
Dos policemen del barrio la cogieron entonces a su vez, y la condujeron al puesto de policía más cercano.
Allí, Betzy quiso contarlo todo al comisario que la interrogó; pero este la cerró la boca y dio órden de que la condujeran a la cárcel.
Entonces la pobre mujer comprendió que estaba perdida.
Pero esta ruda escocesa estaba dotada de la indómita y salvaje energía de su marido.
—Pues que debo estar presa, se dijo, tanto vale aprovechar la ocasión para ver a lord William.
Betzy pasó tres días en el puesto de policía del West-End.
Y durante estos tres días dio tales pruebas de insensatez y falta de razón, ya riéndose a carcajadas sin motivo, ya cantando y llorando al mismo tiempo, y ya dando voces descompuestas en las altas horas de la noche; que el comisario declaró que estaba loca y la hizo conducir a Bedlam.
Esto es lo que Betzy quería.
Lord William, bajo el nombre de Walter Bruce, seguía siempre en el famoso hospital.
El director de Bedlam sabía muy bien que debía guardar al supuesto loco hasta su muerte, y cumplía con todo rigor las misteriosas órdenes que había recibido.
Pero respecto a Betzy, juzgaron sin duda inútil el comunicarle los motivos que la habían hecho conducir allí, y de consiguiente no fue vigilada de cerca, y pudo ver a lord William.
Este no había perdido en ningún modo la razón, pero el pesar iba minando lentamente su existencia.
Y no es que pensase ya en reconquistar su nombre y su perdida fortuna, ¡oh! no! su idea fija ahora era recobrar la libertad, reunirse con su esposa y sus hijos, y volver con ellos a Australia.
Durante las largas y tristes horas de su prisión, había empleado el tiempo en redactar un extenso diario, en donde contaba todo lo que sabía de su lamentable historia.
Las revelaciones de Betzy completaron este relato.
Ahora bien, la casualidad, que se burla con tanta frecuencia de los hombres y que parece complacerse a veces en destruir las mejores combinaciones humanas, la casualidad, decimos, vino de pronto en ayuda a lord William y a la fiel y desgraciada Betzy.
Un día trajeron un nuevo loco a Bedlam.
Betzy, al verlo pasar a larga distancia, creyó haber visto ya en alguna parte a aquel hombre; pero al día siguiente, cuando a la hora de recreo, se encontró con él en los patios del hospital, ya no le quedó la menor duda y llegó a reconocerlo.
Era aquel individuo de edad provecta y maneras ambiguas, que se había presentado en la casa de Tom, hacía algunos meses, bajo el nombre de Edward Cokeries, anunciándose como un pasante del solícitor Mr. Simouns.
Aquel hombre, según el lector recuerda sin duda, había sido el instrumento de lord Evandale, o más bien del reverendo Patterson, y—como se habrá adivinado también,—el que había imitado con tal perfección la letra de lord William, y trasmitido a Tom el falso despacho de John Murphy, datado de Perth, en Escocia.
Edward Cokeries estaba loco, realmente loco, y su locura tenía un origen singular.
Al día siguiente del asesinato de lord Evandale, el miserable falsario se había presentado en el palacio Pembleton, ignorando absolutamente la catástrofe que había tenido lugar la noche anterior.
Allí supo de improviso la muerte de lord Evandale.
Y de improviso también, Edward Cokeries, que no esperaba aquel golpe, perdió por completo la razón.
Este exceso de sensibilidad, que parecerá extraño, tenía sin embargo su fundamento.
Aquel mismo día debía entregar el noble lord a su agente, la suma de dos mil libras esterlinas, como precio de su traición.
Y la muerte violenta del lord había anulado naturalmente este contrato verbal.
Los criados del palacio hicieron venir algunos agentes de policía que condujeron a Cokeries a su casa.
El pobre loco tenía mujer e hijos.
Durante algunos días había permanecido encerrado en su cuarto, guardado y cuidado afectuosamente por su familia; pero al cabo presentó tales síntomas de locura furiosa y dio un escándalo tal, que los vecinos aterrados, pidieron que se le encerrase en sitio más seguro.
Entonces intervino la policía, y lo condujeron a Bedlam.
Ahora bien, así como una conmoción violenta había sido la causa de la locura de Edward Cokeries; otra emoción de distinta naturaleza, aunque no menos fuerte, tuvo el poder de volverlo a la razón.
A la vista de Betzy y de lord William, Edward Cokeries lanzó un grito terrible.
Su locura había desaparecido.
Y con la razón, le volvió también la memoria, y con ella el arrepentimiento.
Una tarde, hallándose con lord William en sitio apartado y fuera de la vista de todos, se echó a sus pies y le pidió perdón, acusándose de todos sus crímenes, y confesando que había sido el instrumento de lord Evandale y del reverendo Patterson.
Él era quien había hecho arrebatar a Tom del camino de hierro.
Él quien había hecho desaparecer al teniente Percy.
Él también quien había robado en el gabinete de Mr. Simouns, mientras se fijaban los sellos, aquella importante declaración de Percy y consortes, legalizada por la embajada de Inglaterra.
Pero aquel documento no lo había entregado a lord Evandale.
Lo conservaba como fianza del pago de ocho mil libras, que el noble lord debía entregarle en varias fracciones, según había sido estipulado entre ellos.
Así, al saber de pronto la muerte del lord, había comprendido que no sería pagado, y la desesperación lo había vuelto loco.
Y cuando hubo confesado todo esto, Edward Cokeries añadió:
—Ahora, milord, os juro por la salvación de mi alma, que si un día salgo de aquí, trabajaré sin descanso en reparar todo el mal que he hecho.
Lord William movió tristemente la cabeza.
—No se sale de Bedlam, dijo.
Pero Betzy, que se hallaba presente, respondió:
—¿Quién sabe?
La animosa escocesa había encontrado un medio de evasión, y pensaba emplearlo de seguida, de la manera que va a verse.
diario de un loco de bedlam.
Lord William y Edward Cokeries se quedaron mirando a Betzy con curiosa ansiedad.
Esta, después de echar una ojeada en rededor, les dijo en voz baja:
—He encontrado el medio de salir de aquí.
—¿Cómo? preguntó lord William con aire de duda.
—¡Oh! no hablo de vos, contestó, sino de mí..... Y si lo consigo, todo irá bien, os lo aseguro.
—¿Qué haríais pues? preguntó lord William.
—En primer lugar, el señor me dirá dónde ha ocultado ese documento importante.....
—Así lo haré, interrumpió Edward Cokeries.
—Cuando salga de aquí, iré desde luego a buscar ese papel.
—¿Y después?
—Después, lo llevaré al sucesor de Mr. Simouns.
—Todo eso está muy bien, Betzy, pero, ¿cómo lograréis salir?
—¡Oh! muy fácilmente, como vais a ver.
—Explicaos.
—Ya sabéis que hay en Londres una sociedad de Señoras piadosas y caritativas, que han tomado el nombre de Damas de las prisiones.
—Sí, dijo lord William con un signo de cabeza.
—No solamente asisten a los reos de muerte, sino que también visitan a los presos que caen enfermos.
—Todos los días vienen aquí, dijo lord William.
—Y van siempre, como sabéis, encubiertas; es decir que llevan sobre la cabeza una especie de capuchón, que les oculta casi todo el rostro.
—En efecto: pero veamos en fin.....
—Una de esas Damas vino ayer a ver a un pobre loco que está muy enfermo. Al atravesar la galería adonde da mi celda, esa señora pasó por mi lado y, mirándome fijamente, me dijo:
—Buenos días, Betzy.
Yo hice un gesto de sorpresa.
—¿Me conocéis pues, señora? la pregunté.
—Sí, vos sois la mujer de Tom.
Y como viese que mi sorpresa aumentaba, añadió:
—Y estáis tan loca como yo.
—Pero, repuse con voz balbuciente, ¿cómo sabéis?......
—Yo he asistido a vuestro marido en Newgate, y me lo ha contado todo.
—¡Ah!
—Desgraciadamente no puedo hacer gran cosa por vos, pero lo que puedo hacer, no titubearé en ejecutarlo.
Yo seguía mirándola con asombro.
—Escuchad, me dijo, supongo que deseáis salir de aquí, ¿no es verdad?
—¡Oh! ya lo creo!... sí, señora.
—Pues bien, yo puedo haceros salir.
—¿Cómo?
—¿No ocupáis sola una celda?
—En efecto.
—Pues bien, a partir de esta noche misma, fingíos enferma: meteos en la cama y rehusad todo alimento.
—Así lo haré, señora.
—Dentro de dos días vendré a veros. Os advierto que no vendré sola; otra de mis hermanas me acompañará. No temáis nada, pues yo me encargo de todo.
Y se alejó en seguida.
—Todo eso, observó lord William, no me explica cómo saldréis de aquí.
—Yo lo adivino, milord.
—¡Ah!
—Una de las dos hermanas me prestará su hábito.
—Pero entonces, ella quedará en vuestro lugar.
—Sin duda.
—¿Y cómo saldrá ella a su vez?
—Dándose a conocer probablemente.
—Pero de ese modo va a comprometer gravemente a la sociedad de Damas a que pertenece.
Betzy se encogió de hombros, como si quisiese indicar que, en el fondo, lo que le importaba era verse libre; y volviéndose a Edward Cokeries, le preguntó:
—Y ahora, decidme, ¿dónde está ese papel?
—Escuchad, respondió el curial, yo vivo en Old-Grand-Lane.
—Muy bien, dijo Betzy.
—En el cuarto tercero de la casa señalada con el número 7.—Diréis a mi mujer que vais de mi parte, y si no quiere creeros le entregaréis este anillo.
Y Edward Cokeries se sacó del dedo un anillo de oro y lo dio a Betzy.
—¿Y qué la diré después? preguntó esta.
—Que vais a buscar unos papeles y que sabéis dónde se hallan.
—¡Cómo!
—Ya veréis. Nuestra reducida habitación es bien miserable, prosiguió Edward Cokeries; los muebles son en ella raros; y sin embargo, hay sobre la chimenea de nuestro dormitorio un busto de yeso del duque de Wellington.....
—Bueno.
—Ese busto está hueco, como podéis imaginar.
—¡Ah! ya!... ¿encontraré dentro de él los papeles?
—Sí.
—Está bien, prosiguió Betzy. Vuestra mujer me creerá, y más sobre todo cuando sepa que habéis recobrado la razón.
Después de este conciliábulo, y tan luego como se separó de lord William y de Cokeries, Betzy ejecutó a la letra la primera parte de su programa.
Fingió estar enferma y rehusó la cena aquella noche.
En seguida se acostó muy temprano, y al día siguiente se negó a tomar todo alimento.
Lord William le había entregado su manuscrito,—este diario donde se refiere su lamentable historia,—y ella lo había ocultado bajo su almohada.
Durante dos días Betzy no quiso tomar más que algunas cucharadas de caldo y una poción calmante que el médico le había ordenado, por recetar alguna cosa.
Al tercer día, las Damas de las prisiones llegaron hacia la tarde.
Una de ellas traía un paquete bajo el brazo.
Tan luego como se hallaron solas con Betzy, cerraron la puerta de la celda, echando el cerrojo, y la primera, que era la que había hablado ya con la mujer de Tom, deshizo precipitadamente el paquete.
Este contenía un hábito y un capuchón en todo semejantes a los que llevaba ella misma.
—¡Pronto! pronto! dijo, levantaos y vestios.
Betzy obedeció a toda prisa.
Bedlam es una verdadera Babilonia. Los locos, los vigilantes, los enfermeros y los médicos, van, vienen y se cruzan en el dédalo de corredores de aquel vasto edificio.
Dos Damas de las prisiones habían entrado sin llamar apenas la atención en la celda de Betzy, y salieron tres de ella sin que nadie lo advirtiese.
—Seguídme, dijo entonces la misteriosa libertadora de Betzy.
La otra Dama se separó de ellas en los corredores, y se fue sola por otro camino.
Betzy y su protectora tomaron por una estrecha galería, descendieron al primer piso y de allí al piso bajo, atravesaron veinte salas diferentes y llegaron en fin a la puerta.
El portero principal les abrió y las saludó respetuosamente al paso.
Tan luego como se hallaron en la calle, la Dama de las prisiones se detuvo y puso un bolsillo en manos de Betzy.
—Ahora, ya estáis libre, la dijo. A Dios.......
Betzy la tomó la mano y la suplicó encarecidamente que la dijera su nombre.
La Dama se negó a ello.
—A Dios, repitió.
Y se alejó rápidamente.
Betzy no perdió un solo minuto.
Antes de buscar un lugar oculto donde alojarse, ni tomar otras medidas de seguridad personal, revestida como estaba con el hábito de Dama de las prisiones, se dirigió en seguida a la casa indicada por el curial en Old-Grand-Lane.
Allí encontró en efecto a la mujer de Edward Cokeries, la cual, apenas vio el anillo de su marido, se apresuró a entregarle los papeles escondidos en el interior del busto.
Entonces Betzy se volvió a Adam street y tomó su traje ordinario.
Allí esperó el día siguiente con impaciencia, y tan luego como oyó las nueve de la mañana, corrió a la calle de Pater-Noster, al gabinete del sucesor de Mr. Simouns.
La pobre mujer esperaba ser recibida cordialmente.
Pero no fue así.
—Mistress Betzy, la dijo el joven solícitor, desde la última vez que nos hemos visto han cambiado las circunstancias.
—¿Qué queréis decir? preguntó Betzy con extrañeza.
—En primer lugar, vuestro marido ha asesinado a lord Evandale.
—Un infame de menos, dijo Betzy.
—De acuerdo. Pero ahora tendríamos que luchar con enemigos mucho más temibles que lord Evandale.
—¿Quiénes son esos enemigos?
—La Sociedad de las Misiones extranjeras.
—¿Y qué?
—No hay que chocar con semejantes gentes.
—¿Por qué razón?
—Porque nos romperían como vidrio.
Y el joven solícitor, bajando la voz añadió:
—Voy a daros un buen consejo. Si queréis salvar a vuestro marido de la suerte que le aguarda, id a entregar esos papeles a lady Pembleton. Tal vez, al veros desarmada, solicitará la gracia de Tom.
Y con esto el joven solícitor despidió a Betzy.
Esta salió de allí con la muerte en el alma.
—¡Oh! murmuraba para sí, esos miserables podrán hacer morir a mi pobre Tom, pero no me arrancarán las pruebas de la infamia de lord Evandale. Tal vez un día se encontrará un hombre fuerte y animoso que tomará a su cargo la causa de los oprimidos y declarará una guerra sin tregua a los opresores.
Y Betzy pensó entonces en ocultar aquellos papeles de tal modo, que los
amigos y secuaces de lady Pembleton no pudiesen encontrarlos.
diario de un loco de bedlam.
En Londres, como ya hemos visto, se vive mucho de noche.
Así no es de extrañar que Betzy se retirase con frecuencia después de las doce, a su humilde morada de Adam street.
Muchas veces también, al pasar a hora desusada por delante de Rothnite-Church, le había parecido ver agitarse algunas sombras en el cementerio que rodea la capilla.
Betzy no era supersticiosa, y no creía en fantasmas ni aparecidos: por lo tanto adivinó desde luego que, si había algún misterio, no era sobrenatural, y que las sombras que allí se deslizaban entre las tumbas, no eran duendes ni trasgos, ni almas en pena saliendo de sus sepulcros.
Aquellos espíritus errantes eran pues hombres de carne y hueso,—y hombres que llevaban un objeto misterioso al introducirse furtivamente en el cementerio.
Una noche Betzy se había acostado al pie de la verja, y había permanecido allí silenciosa e inmóvil.
La noche era oscura y la niebla muy espesa.
Dos hombres pasaron a su lado sin verla.
Aquellos dos hombres iban hablando en voz baja, pero Betzy oyó parte de su conversación.
—¿Crees no haberte engañado de sepultura? decía uno de ellos.
—No, no, respondió el otro.
—Es que, la verdad, replicó el primero, no sería justo el que nuestro heroico amigo, que durante toda su vida fue un verdadero y ferviente católico, se quedase reposando por más tiempo en una tumba protestante, entre condenados y herejes.
—No hay cuidado, dijo el segundo: ven conmigo, voy a enseñarte su sepultura.
Betzy comprendió que se trataba de una exhumación ilegal; y supo así al mismo tiempo quiénes eran los hombres que se reunían algunas veces a deshora en el cementerio de Rothnite.
Aquellos hombres eran fenians.
Uno de ellos había muerto en el barrio, y lo enterraron de consiguiente en aquel sitio.
Pero sus amigos y correligionarios querían sacar de allí furtivamente sus despojos, para trasportarlos sin duda al cementerio de San Jorge, que es una iglesia católica como todos saben.
Betzy era escocesa, y anglicana por consiguiente.
Y sin embargo, un sentimiento extraño la hacía interesarse en aquella exhumación.
Inmóvil detrás de la reja, y penetrando la niebla con su mirada ardiente, vio abrir la fosa y extraer el cuerpo del fenian:—y solamente cuando aquellos dos hombres se alejaron en fin con su fúnebre fardo, fue cuando Betzy salió de su inmovilidad, y se dirigió lentamente hacia su triste habitación de Adam street.
Pero no pudo dormir en toda la noche, y esperó el día con impaciencia.
Apenas apuntó el alba, Betzy abandonó su buhardilla, se dirigió hacia el templo protestante, y entró en el cementerio.
Los alrededores estaban desiertos aún.
Betzy iba vestida de negro, y cualquiera que la hubiese visto allí a aquella hora, hubiera podido creer que iba a rezar sobre la tumba de alguna persona amada.
Y sin embargo, no era este el motivo que conducía a la Escocesa al cementerio.
Betzy quería ver a la luz del día aquella tumba que no encerraba ya ningún cadáver.
Siguió pues la huella de los pasos que los dos fenians habían dejado sobre la yerba, bastante alta en aquel sitio; y, llegando a la sepultura, que cubría una losa dominada por una cruz de hierro, se arrodilló cerca de ella.
Después, echando a su rededor una rápida y furtiva mirada, se aseguro de que estaba sola y de que nadie podía verla.
Entonces tanteó la losa que cubría la sepultura, y reconoció que podía levantarse fácilmente.
—No vendrán a buscarlos aquí, murmuró.
Betzy, al decir esto, hacía alusión al manuscrito de lord William, y a
la declaración del teniente Percy.
Las últimas páginas del manuscrito estaban escritas por una mano diferente.
Lord William, con ayuda de los datos que le suministrara Tom en los últimos tiempos, había relatado detalladamente su historia; y después de su entrevista con Betzy, había añadido la relación de los sucesos que habían tenido lugar después de su encarcelamiento en Bedlam.
Pero luego que tuvo el diario en su posesión, Betzy lo había completado, escribiendo en él los acontecimientos posteriores.
Aquí se detenía el Diario de un loco de Bedlam.
La declaración del teniente Percy y de sus cómplices, se hallaba unida al legajo del manuscrito.
Concluida la lectura, Vanda y Marmouset se consultaron con la mirada.
—¿Y bien? dijo Vanda.
—No sabemos mucho más, pero sabemos bastante, repuso Marmouset.
—Tom ha muerto..... Betzy, muerta también.....
—Sí, pero lord William vive y su familia igualmente.
El abate Samuel no había dicho hasta entonces una palabra.
—Lo que el manuscrito no completa, dijo, vais a saberlo de mi boca.
—¡Ah! exclamó Marmouset volviéndose hacia el abate.
—Hará como cosa de seis meses que Betzy ocultó esos papeles en la tumba vacía donde los habéis encontrado. La existencia miserable de esa desgraciada durante esos seis meses, los últimos ¡ay! de su vida, es la que os voy a referir en breves palabras.
—Decid, decid, exclamó Vanda.
Y así ella, como Marmouset y Shoking se agruparon alrededor del abate Samuel.
Este prosiguió diciendo:
—Betzy había vivido cuidadosamente oculta todo el tiempo que conservó esos papeles en su poder.
La buscaban por todo Londres para volver a encerrarla en Bedlam, y si ella había vuelto a su miserable habitación de Adam street, era precisamente para desorientar a sus perseguidores que no podían suponer, ni aun remotamente, que se hubiera vuelto tranquilamente a su casa.
Durante tres meses la buscaron por todas partes, excepto en Adam street donde se ocultaba.
Betzy no salía más que de noche.
A una hora avanzada recorría los diferentes barrios de Londres, y se hacía prender bajo un nombre supuesto, por delito de embriaguez.
Así lograba pasar las noches en los diversos puestos de policía, y al obrar de este modo, tenía un objeto que perseguía con singular constancia.
Esperaba encontrar en alguna de estas ocasiones a un criminal cualquiera, destinado a ser conducido a Newgate al día siguiente, y al que pudiera encargar la delicada comisión de hacer saber a su marido,—cuya causa seguía lentamente su curso,—que ella tenía en su poder los papeles.
Así fue como encontró al Hombre gris.
Desde el momento en que ese hombre extraordinario se encargó de comunicar con Tom, Betzy se quedó más tranquila.
Tom quedaba advertido y ¿quién sabe si no lograría escaparse?
—¡Ay! interrumpió Vanda, el infeliz ha sido ahorcado.
—Sí, dijo el abate Samuel, pero vosotros continuaréis su empresa.
—Esa empresa es difícil, observó Vanda.
—No por cierto, repuso Marmouset, ¿no tenemos la declaración del teniente Percy y las de sus cómplices?
—Sí, dijo Vanda, pero.....
—¿No tenemos también todo el dinero necesario para seguir el pleito?
—¡Ya lo creo! dijo Shoking, y en la libre Inglaterra se hace con dinero todo lo que se quiere.
—Pero ante todo, repuso el abate Samuel, sería necesario poner a lord William en libertad.
—Y es bien difícil, dijo Vanda.
—Difícil, lo concedo, pero no imposible, replicó Marmouset. Mañana iré a ver al sucesor de Mr. Simouns, y, como dice Shoking, con el dinero se pueden hacer muchas cosas.
—Aun cuando haya que luchar con la Sociedad de Misiones evangélicas, añadió el abate Samuel.
Aquí llegaban de su conversación, cuando una claridad blanquecina penetró en la miserable buharda, y el primer rayo de la luz del día vino a iluminar el pálido rostro de la muerta.....
Vanda y el abate Samuel se pusieron de rodillas, y recitaron el oficio
de difuntos.
fin del diario de un loco de bedlam.
—————
París.—Tip. de Garnier Hermanos (Cl.) 41.4.89.
6, RUE DES SAINTS-PÈRES
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