The Project Gutenberg EBook of Las Solteronas, by Claude Mancey This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.net Title: Las Solteronas Author: Claude Mancey Release Date: August 5, 2009 [EBook #29610] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS SOLTERONAS *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
BIBLIOTECA DE «LA NACION»
BUENOS AIRES
1909
Imp. y estereotipia de La Nación.—Buenos Aires.
LAS SOLTERONAS
Las páginas que se van a leer no necesitan un largo discurso para ser presentadas al público.
El título que llevan basta para hacer conocer su objeto.
Y basta también, añadiré, para revelar su actualidad.
¡Las solteronas!
Existe hoy una cuestión de las solteronas.
Y el autor de esta obra ha querido exponerla, o, mejor, plantearla.
Su libro—confesémoslo, puesto que es la verdad—es, ante todo, una tesis de sociología.
Si le ha dado la forma de una novela es porque sabe, como ha dicho La Fontaine, que
Una moral desnuda trae consigo el fastidio,
mientras que
El cuento hace pasar a la moral con él.
La «moral» que el autor quisiera hacer «pasar» sin «fastidio» a la mente de los lectores, es que hay en la actualidad una crisis del matrimonio y que, por consecuencia de ella, muchas existencias femeninas transcurren no sólo en una soledad dolorosa para la que las mujeres no están hechas, sino en una semiesterilidad que viene en detrimento público.
Hay en esto un mal social considerable.
A los moralistas, a los economistas y a los legisladores toca buscar y encontrar los remedios.
Toda la ambición del «Diario» que sigue es notar los signos y marcar las manifestaciones de ese mal.
C. M.
Aiglemont, 26 septiembre 1903
—Abuela, abuela—grité aquella mañana al salir de la cama,—felicítame, porque hoy cumplo veinticinco años...
Y, muy dichosa, me precipité como una tromba en el cuarto de la abuela, que está al lado del mío. Sorprendida por mi brusca invasión—la abuela no puede acostumbrarse a mis modales de torbellino—la encontré enredada en las bridas de su cofia de dormir, y tratando de sujetársela en la cabeza del modo que convenía a la solemnidad de las circunstancias.
La abuela es aficionada a la etiqueta—con E mayúscula, como ella la escribe,—y, para ella, estaba yo faltando a las más elementales conveniencias al anunciarle sin más ceremonia el alba de mi vigésimasexta primavera.
¡Ay! jamás he podido aprender la calma, esa calma de las tropas veteranas de que habla sin cesar mi primo el comandante Harmel.
—¿Felicitarte?—articuló por fin la abuela, besándome con todo su corazón, mientras que su gorro se caía decididamente al suelo.—¿Felicitarte?... Verdaderamente, señora nieta, no veo por qué.
¡Adiós mi dinero!
Aquel «señora nieta» me indicaba que la aurora de mi vigésimasexta primavera iba a conocer la reprimenda de que fueron testigos sus hermanas mayores y que era preciso prestar un oído atento y sumiso a los consejos matrimoniales de la abuela.
—Sí—continuó, persiguiendo su idea y la colocación del gorro fugitivo en sus hermosos cabellos blancos,—sí, por mucho que busco, no veo nada particularmente glorioso en el hecho de tener veinticinco años.
—Abuela—respondí afectando una expresión escandalizada,—a los veinticinco años es cuando aparece solamente la segunda y durable gracia de la fisonomía...
—¿Qué estás ahí diciendo, chiquilla?—interrumpió la abuela haciendo un visible esfuerzo para recordar el autor de esa frase conocida.
—Es una canción de Legouvé, querida abuela—si se puede llamar a eso una canción—añadí in petto.—Legouvé supone que hasta los veinticinco años no brilla en la mirada de la mujer el fuego de la inteligencia; que la agudeza del ingenio se revela en las narices más movibles y más acusadas; que el alma, sobre todo, el alma de abnegación y de ternura, al asomar a los labios, a la sonrisa y a las lágrimas, muestra a la mujer con todo el brillo con que Dios la ha adornado al crearla; y, en fin, que una mujer no está llena de riqueza de sentimientos y de inteligencia hasta los veinticinco años. Abuela, tú no eres de la opinión de Legouvé, confiésalo...
—En una mujer casada—respondió la abuela—todo eso puede ser verdad, pero... en una solterona...
—¡Solterona!—exclamé lanzando una alegre carcajada.—¡Qué gran error, abuela!... Soltera sí, y a mucha honra; pero solterona, jamás...
Y mostré a la abuela con el gesto la linda silueta que reflejaba el espejo del armario de familia, una silueta a lo Legouvé. Blanca y delgada, con mi gran peinador de mañana, no tenía yo verdaderamente el aspecto de una triste solterona.
Mis ojos negros no hacían pensar que yo me impacientase en las tristezas de la espera de un esposo soñado; mis cabellos indisciplinados, de matices cenicientos, no atestiguaban un carácter melancólico, y mi sonrisa no indicaba ninguna decepción del corazón.
La abuela sonrió maliciosamente sin dejar de mover la cabeza.
—Sí, sí; confieso que no has llegado todavía a la decrepitud.
—¡Decrepitud! malísima abuela, retira pronto esa fea palabra.
—¡Diablo! Una solterona...
—¡Injusto calificativo!... ¿Por qué ese epíteto de viejas en una edad en que lo somos tan poco?
—Es el uso—respondió la abuela en un tono que significaba que no había nada que replicar.—A los veinticinco años se viste la primera imagen y se entra en el gremio de las solteronas, por muy joven y muy linda que una se crea. Pero la belleza y la juventud son cosas fútiles. En vez de enorgullecerte por tus cualidades físicas, cuida tu belleza moral, hija mía.
—¿A los veinticinco años?... Tú bromeas, abuela. Si mi belleza moral no está completa a la hora actual, puedes creer que es inútil que trabaje en ella. A esta edad no brotan ya esas cosas.
—Anda de ahí, chiquilla—replicó la abuela;—no eres seria.
—Vaya si lo soy—respondí.—La prueba es que ahora mismo me voy a prender un bonito lazo rosa en la belleza moral. Verás como eso la realza a los ojos de los mortales. Sabes, abuela, que no todo el mundo descubre la belleza moral... mientras que un lazo rosa...
—Niña mimada—suspiró la abuela,—no quieres comprender qué feliz sería yo viéndote casada con un buen marido y...
—¡Oh! abuela querida—supliqué,—soy tan feliz a tu lado... No me eches de aquí, te lo ruego...
—¡Echarte!—exclamó la abuela con infinita ternura en los ojos.—¿Echa nadie a su alegría, a su rayo de sol, a su pajarillo parlero?
—No—respondí vivamente afectando un tono de broma,—no se les echa, pero se les pone bonitamente en la puerta. La cosa es igual aunque no lo parezca.
—Piensa, Magdalena, que puedo faltarte. ¿Qué sería de ti sola en la vida?
—¡Oh! abuela, no entristezcas el día de mi cumpleaños, te lo suplico. No me digas cosas tan horribles. En primer lugar, tú vivirás siempre.
—No, hija mía—respondió la abuela con una conmovedora angustia en la mirada,—no viviré siempre; no hay que hacerse ilusiones. Soy vieja, me moriré como los demás y, te lo repito, ¡qué será de ti sin parientes, sin familia allegada!...
—¡Abuela! ten piedad de mí—supliqué con lágrimas en los ojos;—déjame gozar de mi vigésimoquinto aniversario... No me obligues a pensar cosas tristes... No me hables de la muerte, y sobre todo de la tuya...
—Es, sin embargo, una ley de la Naturaleza siempre respetada y siempre obedecida—respondió dulcemente la abuela.—Tu padre y tu madre te han dejado. ¿Por qué yo, la abuela, he de ser inmortal?... Los viejos dejan el sitio a los jóvenes, y los pajarillos vuelan del nido para ir a construir otro...
—Los pajarillos sin corazón, es posible—dije dejando caer un lagrimón en la mano que la abuela me ofrecía—pero las nietas agradecidas...
—¡Bah!—respondió la abuela,—ya salió la gran palabra... Por agradecimiento querrías permanecer a mi lado para cuidarme, para endulzar mis dolores, para alegrar mis últimos años. Pero yo, por deber, no quiero tal cosa. Mi deseo es que te cases y pronto. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo tu abnegación. Me has recogido a la muerte de mis padres, me has consagrado veinte años de tu vida que hubieras podido pasar más tranquilamente; y ahora te olvidas de ti misma una vez más queriendo lo que crees que es mi felicidad. ¿Estás segura de qué lo será el matrimonio?
—¡Cómo si estoy segura! Perfectamente, tontilla. No hay más que dos maneras honradas para una mujer de tomar puesto en la vida: el matrimonio y el convento.
—No comprendo por qué el celibato no es tan honroso como los otros dos medios.
—No necesitas comprenderlo—respondió la abuela con energía.—No se permanece soltera; eso no se hace.
—Entonces, casamiento o monasterio. El convento no me dice gran cosa—dije bajando la cabeza.—La obediencia no es mi fuerte, la pobreza me molestaría y sólo me seduce la castidad. Tales gustos son los de una solterona, pero no son una vocación religiosa. Pero el matrimonio no me seduce tampoco mucho. ¿Estás segura, abuela, de que tengo la vocación del matrimonio?
—¡Cómo disparatas, hija mía, cómo disparatas!—suspiró la abuela encogiéndose de hombros.—Cuando una mujer no está llamada a la más perfecta de las vocaciones, que es la religiosa, es que Dios la llama al matrimonio. No hay vocación del celibato. El matrimonio es indispensable para las mujeres destinadas a vivir en el mundo. Piensa, Magdalena, que la mujer no es nada por sí misma...
—¿Nada? ¿Yo no soy más que una apariencia? Soy muy real, te lo aseguro.
—Nada en lo moral, hija mía. La mujer necesita un apoyo para sostenerla...
—Sí, vamos, una especie de tutor.
—Un protector para representarla...
—Como un paraguas...
—No digas tonterías, hija mía, hablo en serio. La mujer necesita hijos y familia; es preciso que su sensibilidad se emplee en los seres a quienes ha dado la luz. Esta es la sola dicha de la mujer y su única dignidad.
—¿Crees, abuela?—articulé pensativa.—Sin embargo, una muchacha de mi edad que empieza a comprender la vida, y ve de qué regateos son objeto las jóvenes casaderas, no puede tener prisa por dejarse pesar como un saco de dinero. Un marido que se compra no es más tentador que un muñeco de la feria. Y, todavía, se tiene el muñeco por unos cuantos centavos, mientras que el hombre...
—Sí, ya sé, ya sé—replicó la abuela distraída.—Digan lo que quieran, siempre ha sido así. Las muchachas con buen dote siempre han sido buscadas; las otras se casaban como podían. Hoy, el matrimonio no es fácil cuando no se tiene nada; pero tú no estás en ese caso. Tu pequeña fortuna y lo poco que yo te dejaré, te permiten hacer una elección honrosa. No veo nada que se oponga a tu matrimonio.
—¿Nada? ¿Y el marido, abuela, qué haces de él?
—El marido yo lo encontraré—respondió la abuela.—Eso es sencillo y fácil. Prométeme solamente ser razonable y no rechazar a ciegas cualquier proyecto de matrimonio.
—Sí, abuela, te prometo tratar de hacerlo—respondí con firmeza.—Pero concédeme una gracia en cambio de esta promesa. Antes de tomar una resolución, déjame algún tiempo para estudiarme a mí misma y estudiar a los demás. Tú estás segura de que seré feliz en el matrimonio; yo lo dudo, y quisiera ver claro en mi corazón antes de decidir nada. ¿Es mucho pedir?
—No, querida—respondió la abuela con un relámpago de satisfacción en los ojos.—Tengo confianza en tu promesa. Estudia todo lo que quieras, puesto que el estudio es la manía de las jóvenes de ahora; te doy carta blanca. Vaya, vístete—añadió echando una mirada al reloj,—para que no llegues tarde a misa de ocho.
—¡Llegar tarde a misa en el día de mi cumpleaños!... No, abuela; Dios querría castigarme y sería capaz de casarme de repente...
He aquí cómo, a consecuencia de esta conversación con la abuela, he tomado la resolución de escribir de vez en cuando mi diario, a fin de darme cuenta de lo que pienso y de lo que deseo. Tengo alguna libertad para decidir mi porvenir y descubrirme la vocación del matrimonio; aprovechémosla. Hasta ahora mi vocación es más bien vaga, lo confieso. ¡Qué lástima que la abuela encuentre tan inconveniente el quedarse soltera! Creo que me estaría como un guante la vocación del celibato.
4 de octubre.
La abuela ha tomado en serio su idea del matrimonio.
Al salir de la primera misa, en la que habíamos hecho nuestras devociones—hoy es la fiesta del Rosario,—mi querida abuela me condujo vivamente hacia San José, y yo comprendí inmediatamente de qué se trataba. San José, protector de los matrimonios, es el más solicitado de los santos, a pesar de San Antonio, que empieza a hacerle una competencia temible. Todas las mamás ávidas de casar a su progenitura están a los pies del santo patriarca, y todas las solteras y solteronas en busca de un marido le hacen una corte asidua.
Al salir de la Catedral quise darme el placer de parecer ignorar lo que la abuela podía tener que pedir tan largamente al bueno de San José.
—Muchas coqueterías te traes con San José—le dije en cuanto salimos de la iglesia.—Supongo que le has pedido muchas gracias en la larga estación que acabas de hacer delante de él.
—Una sola, Magdalena—dijo la abuela con una convicción absoluta.
—¡Ah!
—La gracia de un buen matrimonio para ti.
—¡Pobre abuela!
La ocasión era tan tentadora, que dije muy de prisa:
—Yo también he rezado por ti, querida abuela, aunque no para obtener la misma gracia. He suplicado a San José que te quite de la cabeza todo lo que pueda parecerse a una idea fija.
Si no hubiéramos estado en medio de la calle, la abuela me hubiera tirado de las orejas; pero no pudiendo administrarme su castigo favorito, se contentó con sonreír con indulgencia. En esto nos encontramos de manos a boca a una charlatana, a la que la abuela recibe sin quererla mucho, la señora Siberot.
—Querida amiga—dijo ésta, apoderándose de la mano que la abuela le ofrecía;—qué contenta estoy de ver a usted.
—Y nosotras también, amiga mía—respondió la abuela con política.
—¿Conque piensa usted casar a Magdalena?—preguntó aquella buena alma.
—¿Quién le ha dicho a usted eso?—respondió la abuela.
—Tres personas me lo han afirmado después de la misa de ocho.
—¡Ah!—replicó la abuela mirando al reloj.—Hemos salido a las ocho y cuarenta y son ahora las ocho y cincuenta. En diez minutos se ha hablado mucho.
—Ha rezado usted tanto tiempo a San José, como decía ahora mismo la señora de Robertier, que todo el mundo ha deducido que desea usted casar a su nieta.
—De modo—respondió con complacencia la abuela,—que no se puede rezar a San José por otros motivos...
—No, señora—dijo la omnipotente charlatana,—sobre todo cuando se tiene hija o nieta casaderas.
Y viendo a lo lejos a una de sus amigas, saludó con prisa a la abuela para correr a la recién llegada y emprender con ella el chisme del día.
—Abuela, me pones en evidencia—dije furiosa por las murmuraciones de que era objeto.
—No te importe, hija mía—dijo la abuela siempre filósofa.—Hay que saber sufrir lo que no se puede evitar.
De vuelta a casa, encontramos a Celestina, la cocinera, con una expresión consternada.
—¿Qué hay, Celestina?—le pregunta la abuela.
Celestina no responde y finge absorberse buscando un objeto perdido. La abuela, que sabe lo que significan los silencios de Celestina, sigue su camino y se va a su cuarto. Oigo a Celestina murmurar algo sobre San José, y comprendo. Aquella mujer, ferviente del celibato, está ya al corriente de la historia de la oración de la abuela y protesta a su modo.
¡Dichoso país, donde las noticias se propagan con tal facilidad! Verdaderamente, nos sobra el teléfono.
Esta tarde, en las vísperas, había poca gente, a pesar del atractivo de un predicador forastero. Apenas han acabado las vacaciones y los retrasados están gozando de los últimos placeres campestres y de los penúltimos rayos de sol.
Era lamentable para el predicador, que debe de tener una mala opinión de la piedad de las aiglemontesas, y muy triste para mí, que, si no me intereso siempre por el sermón, me fijo mucho en la manera especial que tiene cada cual de escucharle.
Nada más curioso que ver el aspecto de avidez del auditorio femenino por poco que se trate de un predicador desconocido. Desde el cuarto salmo, los ojos empiezan a errar desde la gran nave hasta los lados de la iglesia, con el ánimo de no dejar de ver la subida al púlpito. Se espera al predicador con impaciencia no disimulada y las plumas y los sombreros se levantan con un movimiento de ola en el sentido indicado por la curiosidad del momento. El movimiento de ola era hoy más acentuado que de ordinario, pues el orador conquistó a su auditorio solamente con el modo autoritario con que tomó posesión del púlpito. Plumas y flores se inclinaron con respeto enternecido.
Hay que confesar que el olfato especial de las aiglemontesas en materia de sermones no les había engañado. El predicador ha hablado muy bien y, sobre todo, de un modo original, lo que, vista la rareza del caso, produce siempre placer. A propósito de la vida interior y del alma no comprendida, el orador encontró el medio de llegar a decir que ésta era con frecuencia la resultante de un estado no comprendido: el celibato.
El sombrero de la abuela no se movió, pero, delante de mí, una porción de plumas, opinaron con una elocuente unanimidad en pro de tan deliciosa explicación. Todas parecían exclamar:
—Sí, el celibato es calumniado, muy calumniado.
El predicador se extendió sobre las ventajas espirituales de la virginidad y no temió asegurar, con gran escándalo de mi abuela, que se agitó en su silla, que el horror del mundo por las solteronas, no viene más que de un resto de paganismo. En cualquiera otra circunstancia, es probable que todo esto no me hubiera chocado; pero viniendo en seguida de la reprimenda de la abuela para celebrar mi vigésimoquinto aniversario, me sentí poseída de una ardiente curiosidad:
—El horror de la abuela—pensé instantáneamente,—¿será un resto de paganismo olvidado en su cerebro?
Me sonreí ligeramente ante esta sospecha, cómica a fuerza de inverosimilitud, y eché una mirada a la abuela para ver si se daba cuenta ella también de que era pagana sin saberlo. Pero vi que afectaba una expresión un poco incrédula. La gracia no la había tocado y seguía en sus errores acerca de las solteronas.
Concentré toda mi atención en la idea que expresaba el predicador tratando de demostrar que esa falta de estima por el celibato venía de las religiones paganas y estaba en contradicción con el cristianismo.
El origen del desprecio en que se tiene a las solteronas es verdaderamente curioso y mi memoria ha guardado un recuerdo casi fiel.
Todo lo lejos que se remonta en la historia, se ve que los muertos pasaban por seres sagrados. Los antiguos les daban los epítetos más respetuosos que podían encontrar. Los llamaban santos, buenos y bienaventurados, y tenían por ellos, cualquiera que hubiera sido su vida, toda la veneración que el hombre puede tener por la divinidad a quien ama o teme. En el pensamiento antiguo cada hombre era un Dios que, aun siéndolo, no estaba bastante desprendido de la humanidad para no tener necesidad de alimento. No sólo, en ciertos días del año, se llevaba una comida a cada tumba, sino que los vivos debían tener fe en la presencia continua alrededor de ellos, de los muertos de su sangre. El padre de familia volvía a ser huésped invisible del hogar que había habitado, para recibir en él todos los días las primicias de la comida de la tarde y gozar del cariño fiel de sus hijos y de su viuda.
¡Desgraciado el que faltaba al deber de alimentar a sus antepasados!... ¡Desgraciado el que no era alimentado por sus descendientes!...
Si, por una razón cualquiera, la cadena de las comidas llegaba a interrumpirse, el alma del muerto salía de su morada apacible y se convertía en un alma vagabunda cuya única ocupación era molestar y atormentar a los vivos.
Unas veces les jugaba todas las malas pasadas posibles aplicándose a contrariar sus proyectos, a quitarles los objetos que les pertenecían y a hacer desaparecer las cosas más necesarias para la vida. Otras veces se les aparecía por la noche en formas pálidas y fantásticas, les perseguía y les arrancaba gritos de espanto. Después, cambiando de aspecto, era él quien gemía en la tempestad, quien lloraba con el viento de la tarde y lanzaba como un ave nocturna esas quejas agrias y discordantes que hacen pasar por el alma de los vivos, como por las cimas de los árboles, un largo escalofrío de hielo.
Las ánimas no eran verdaderamente dioses más que en cuanto los vivos los honraban con un culto fiel, y la primera manifestación de ese culto era el darles alimento.
Ese culto, que se encuentra en Oriente como en Occidente, tenía por primera regla el no poder ser tributado por cada familia más que a los muertos que le pertenecían por la sangre. Si una familia llegaba a extinguirse, las almas de los antepasados, siempre errantes en la tierra entre los malos genios, no podían llegar jamás al eterno reposo.
El único gran interés de la vida humana era, pues, forzosamente, continuar la filiación para perpetuar el culto. El celibato, por consecuencia, era para la antigüedad una impiedad grave y una desgracia: una impiedad porque el soltero ponía en peligro la dicha de los manes de su familia; una desgracia porque él mismo no debía recibir otro culto después de su muerte y no debía conocer lo que regocija a los manes. Era a la vez para él y para sus antepasados una especie de condenación.
De aquí la imposibilidad de permanecer soltero.
Confieso que estas nuevas consideraciones sobre las solteronas me interesaron de tal modo que olvidé que tenía que oír el resto del sermón. Vi entonces que la peroración había terminado y empujé dulcemente a la abuela perdida en las dulzuras de un sueño reparador.
Al salir de la Catedral, la voz de Francisca Dumais me interpeló:
—Magdalena, ahí tienes un sermón de tu cuerda. A una amiga de las solteronas le gusta que se ocupen de ellas.
—¿Por qué no?—respondí alegremente.—¿Y tú?
—Eso no va conmigo—dijo Francisca con una mueca de infinito desdén.—Además, yo tengo respeto a la familia y no quiero condenar a mi pobre mamá a andar errante por toda la eternidad, como en otro tiempo. Los gemidos de mamá son extremadamente penosos.
—Debieras estar acostumbrada sin embargo, Francisca. No pareces satisfecha más que cuando gime tu madre.
—A mi pobre mamá le gusta eso.
—¡Francisca!—protestó la señora de Dumais que llegó con la abuela adonde estábamos nosotras.
La abuela sonrió con expresión equívoca, pues no aprecia el carácter libre de que se jacta Francisca. Pertenece ésta, en efecto, a un género poco conforme con las sanas tradiciones, que son las que gustan a la abuela y a sus amigas. No hay, pues, ninguna más criticada ni vigilada que mi pobre Francisca. Se cuenta el número de sus sombreros y se espía el color de sus corbatas. A esto hay que añadir que el espíritu infantil de Francisca le atrae numerosas enemistades. En un país de solteronas como el nuestro, Francisca lleva la imprudencia hasta burlarse continuamente de ellas. En misa, cuando se la cree sumida en una seria meditación, está ahogándose de risa entre las manos piadosamente juntas, y es el vestido de una o la actitud de otra lo que provoca su intempestiva alegría. Su madre se pasa la vida murmurando con espanto:
—¡Oh! Francisca...
Y se comprende. La buena y plácida señora de Dumais no puede creer a sus ojos ni a su oído desde hace veintitrés años que Francisca está en el mundo. Conserva el asombro de una gallina que ha empollado un huevo de pato creyendo empollar uno de su raza. No es posible volver jamás de esas sorpresas... Pobre señora Dumais.
7 de octubre.
Esta mañana he entrado triunfalmente en el comedor con un gran librote debajo del brazo. La abuela retrocedió espantada.
—¡Dios mío, Magdalena! ¿te vas a examinar?
—No, abuela querida, estoy haciendo un examen.
—¿A quién? ¿De qué?—exclamó sorprendida.
—De la cuestión de las solteronas...
—Cuestión tonta y detestable idea—respondió la abuela enfurruñada.—Mejor harías de decirme qué te pareció aquel joven moreno que estaba ayer en el rosario al lado de la señorita de Sarcicourt.
—Un joven moreno... en el rosario... al lado de la señorita de Sarcicourt... No le reparé.
—Sí, sí, recuerda bien...
—¡Dios mío! otro pretendiente...
—¿Por qué no?
—Porque no quiero... No me hables de eso, abuela, te lo ruego. ¿Cómo quieres que haya encontrado a un joven que no he visto?
—Si tú...
—No, no, que no se me hable de matrimonio... Por el momento pertenezco a las solteronas... Abuela—proseguí tiernamente,—no puedes querer que me case con un caballero porque es moreno, porque va al rosario y porque está al lado de la señorita de Sarcicourt...
—Es una garantía.
—¿El ser moreno es una garantía?—dije dando una carcajada.—¡Ah! querida abuela...
Y aprovechando la alegría que se leía en el semblante de la buena señora, cambié bruscamente de conversación.
—¿Sabes—dije,—que las leyes, según este librote, se acordaban en otro tiempo con la religión para condenar el celibato?
—¡Ah!—suspiró la abuela,—eso era sin duda en el tiempo en que se hacían aún buenas leyes...
—Era en el tiempo feliz en que florecían los hebreos, los indos, los persas, los griegos, los romanos, los germanos...
—¿Y qué me importa a mí toda esa gente?
—Un poco de paciencia, si quieres—exclamé volviendo unas hojas.—Los hebreos tenían enteramente tus ideas sobre el matrimonio.
—No te comprendo, Magdalena. ¿Adónde vas a parar?
—Continúo el sermón del domingo.
—¿Cómo?
—Buscando si las leyes estaban de acuerdo con las ideas religiosas...
—Y has encontrado.
—Que todas las legislaciones no han hecho más que confirmar lo que estaba ya edictado en las diferentes religiones.
—¿Y eso te interesa?
—En extremo.
—¡Qué nieta tan rara!—exclamó la abuela encogiéndose de hombros.—¿Estás ahora ocupada de las solteronas?
—Sí. Oye cómo comprendían los hebreos el deber de la mujer. Su única misión, según ellos, era dar los más hijos posibles a la familia y al Estado... De aquí el matrimonio obligatorio...
—Tenían mucha razón.
—Los indios, abuela, son también, según tú, gente razonable. A los ojos del legislador indio, todo el destino de la mujer se reduce a dar al hombre hijos y a perpetuar la especie humana. La mujer no goza de los favores que la ley le concede hasta que se convierte en esposa y madre.
—Los indios eran gente de buen sentido—dijo la abuela con aplomo.
—¿Y Zoroastro?—exclamé riendo.—Este es tu mejor apoyo... Zoroastro recomienda a las persas el matrimonio como la obra más meritoria y declara que la joven que rehusase casarse irá a los infiernos hasta la resurrección, aunque haya hecho buenas acciones.
—Lo de los infiernos es acaso excesivo—dijo la abuela con malicia,—pero opino que haga una temporada de purgatorio...
—Entre los griegos—continué libro en mano,—no es ya el infierno lo que se tiene en perspectiva, sino el Código Penal. Parece que en toda la Grecia el matrimonio era obligatorio, no sólo para la mujer sino también para el hombre y para el tutor de la mujer. La ley castigaba...
—A las jóvenes recalcitrantes que...
—Que se negaban a escuchar a su abuela... Es posible. En todo caso castigaba seguramente al soltero y al tutor que tardaba en casar a su pupila.
—Ya ves, Magdalena—dijo la abuela sonriendo,—qué culpable eres conmigo. Si fuese griega, hubiera sido castigada por las leyes sin que tu estado de soltería me sea imputable.
—Yo lo hubiera proclamado a voz en cuello, y, lejos de castigarte, el tribunal te hubiera felicitado por el modo que tienes de cumplir tu misión. Un joven moreno... La señorita de Sarcicourt... el rosario... Abuela, si yo hubiera sido romana, no hubiera podido reclamar contra ti ante el magistrado... Y las leyes permitían a la joven romana obligar a su padre o a su tutor a casarla.
—Ya ves—interrumpió la abuela,—que cumplo con mi deber tratando de influir sobre ti en favor del matrimonio.
—Sí, le cumples demasiado bien. En esto eres de la opinión de Dionisio de Halicarnaso, que, compulsando las antiguas leyes de Roma, ha descubierto una que obligaba a los jóvenes al matrimonio. El tratado de las Leyes de Cicerón, que reproduce en forma filosófica las antiguas leyes de Roma, contiene también una sobre el celibato.
—En adelante—repuso la abuela con buen humor,—tendré en gran estima a Dionisio de Halicarnaso y a Cicerón. Ignoraba que esos señores fuesen tan amigos míos...
—Hubieras debido sospecharlo... Y te hago gracia de los germanos, pues eran unos horribles polígamos y por este mismo hecho no admitían la solterona...
—Y tenían mucha razón—exclamó la abuela.
¿Tenían razón de ser polígamos?... ¡Ah! abuela...
—¡No!—dijo la abuela dando un salto,—no es eso lo que digo. La poligamia hubiera debido ser siempre un caso de horca; pero, en fin, las solteronas...
—¿También merecían ser ahorcadas?...
—A medias, para que se les pasase el gusto del celibato.
—¡Qué antigua eres, abuela!... Razonas como los pueblos paganos.
—Cuestión de atavismo. Durante siglos y siglos se ha considerado el celibato como impío, y me ha quedado algo.
—Pues bien, yo también siento el atavismo.
—Tú eres de la generación nueva, y con esto está dicho todo. No sentís ni hacéis nada como nosotros. Os pasan por la cabeza ideas que jamás se nos hubieran ocurrido. Y, todavía, cuando esas ideas son un poco razonables, como la que ahora te preocupa, no me quejo. Pero, francamente, Magdalena, me das miedo. Te hubiera, acaso, comprendido mejor tu madre...—terminó la abuela con una lágrima en los ojos.
—¡No! no creas eso; eres la más perfecta y la más querida de las abuelas... No puedes tomar a mal que yo estudie la cuestión de las solteronas.
—¡Ay! en mi tiempo no había semejante cuestión. Todo lo que pedían las mujeres era un buen marido y unos hermosos hijos.
—Ya ves cómo han cambiado los tiempos... Un buen marido es un mito, abuela... Por mucho que muevas la cabeza, no puedes menos de reconocer que los maridos actuales no valen lo que los de entonces.
—Sí, hija mía, sí, valen lo mismo. Solamente, en otro tiempo, las mujeres tenían... ¿cómo diré yo?... tenían más paciencia... más dulzura... más abnegación. Estaban menos poseídas de su personalidad y sabían anularse a tiempo...
—Aquello era la esclavitud, abuela.
—No, querida—dijo la abuela con voz persuasiva;—aquello era el amor.
—¡El amor!—respondí.—¿Qué es eso?... En las novelas veo lo que es; pero en la vida real...
—Es inútil decírtelo si tú no has de sentirlo; y si lo sientes, es aún más inútil definírtelo.
Dicho esto, la abuela me dio un beso y me dejó muy pensativa.
¿Ha podido realmente la abuela conocer el amor?... Me parece tan extraordinario... Es verdad que cuando habla del abuelo su voz toma una inflección tan profunda que se ve que hay en ella un mundo de recuerdos dichosos e íntimos ocultos en la menor palabra... ¡Querida abuela!
En el momento en que ella salía, entró en el comedor Celestina y se acercó a mí tan quedito que casi me dio un susto al exclamar:
—Estoy segura de que la señora acaba de hacer un sermón sobre las solteras, para el uso de la señorita.
—No, Celestina—respondí maquinalmente;—la abuela me hablaba de amor.
—¡De amor, a una joven como usted!... Nuestra pobre señora pierde la cabeza...
—¡Una joven como yo, a los veinticinco años!... ¡Vaya una juventud! Hay que vivir en un medio petrificado como el nuestro, pobre vieja, para no conocer nada de la vida a mi edad... Algunas veces casi me sublevo, pero después se me pasa...
—Esas ideas no son de usted, señorita. Me parece estar oyendo a la señorita Francisca—respondió Celestina escandalizada.—Creo que es esa una sociedad que no le conviene a usted gran cosa...
No respondí por no envenenar la discusión. Celestina es pudibunda hasta el exceso y no ve nada más hermoso en la existencia que poseer el derecho virginal de vestirse de blanco en los días de procesión, a pesar de su cara apergaminada. Al lado de ese ideal, el matrimonio, que priva de la dicha de llevar semejante traje, no puede ser evidentemente, más que un estado reprobado por Dios y legitimado por alguna cosa que está en el fondo de un falso sacramento.
—No hay que pensar en el amor, señorita—murmuró mientras yo me disponía a subir a mi cuarto.—Es la perdición de las jóvenes.
—¿Tú crees?—dije, divertida por los terrores de la buena anciana, cuyo principal título de gloria—después del derecho de vestirse de blanco—es el haberme recibido en su delantal el día de mi entrada en este valle de lágrimas. Celestina deduce de este alto hecho el derecho de reprenderme en todas las circunstancias notables, y no se priva de ejercerlo.
En el movimiento febril que agitaba su mano vi bien que tenía que hacerme un largo discurso—los estremecimientos de la mano traducen siempre en Celestina un gran deseo de agitar la lengua—pero la voz de la abuela, que le llamaba, puso término a su comezón de hablar.
Vuelta a mi cuarto, me encuentro más perpleja que nunca y, para no pensar más en el matrimonio, hago lo que puedo por ocupar el pensamiento en otra cosa.
¡Qué pesados me parecen ahora mis veinticinco años!... La abuela tiene razón; llevo un mundo en los hombros...
Cuánto más feliz era cuando, en vez de soñar con un marido por la voluntad de la abuela, no tenía más preocupaciones que mi muñeca.
¡Mi muñeca!... ¡Qué lejos está!...
Y, sin embargo, me parece que era ayer cuando ese querido objeto, informe y sin nombre, que había llegado a ser mi hija a consecuencia de múltiples desgracias, me absorbía hasta tal punto, que a su lado, a fuerza de amor, no sentía ya que era yo huérfana...
No he conocido a mi madre, que murió al nacer yo. Mi padre, desesperado por la muerte de su mujer, a la que amaba apasionadamente, no la sobrevivió más que cuatro años. En unos días fue arrebatado por una tifoidea, dejándome a mi abuela materna, mi única parienta próxima y a la que no he dejado desde entonces... No tengo más que cerrar los ojos para acordarme de la silueta de aquel pobre padre y de aquella mirada tan triste y tan buena con que todas las noches iba a vigilar el comienzo de mi sueño llevándome la impresión de una profunda ternura... ¡Pobre padre!... ¡Cuánto tiempo le reclamó mi corazón de niña, no creyendo ni en la eterna separación ni en la muerte!... Aquel viaje de que me hablaban debía terminarse para mí por un feliz regreso y, sobre todo, por un cargamento de numerosos recuerdos después de una ausencia tan prolongada... ¡Ay! me informaba yo mucho menos de la fecha en que debía ver a mi padre que de la en que le vería llegar cargado de muñecas, de globos y de cocinitas... Aun siendo desgraciados, qué felices son los niños...
Mi querida abuela cuidó de mi infancia y, a pesar de su tristeza y de su dolor, de ella me vinieron todas las alegrías y todas las felicidades de niña.
Mi vida entera cabe en esta palabra: la abuela.
Todos mis recuerdos están concentrados en ella, pues no puedo, como la mayor parte de las niñas, cifrar mi vida en la visión de un alegre hogar atestado de niños pequeños y protegido por la doble ternura de un padre y una madre... Tenía, sin embargo, amiguitas que iban a jugar y a reír conmigo; pero detrás de aquel cuadro de cándida alegría, veo siempre aparecer la sombra melancólica del largo velo de la abuela.
No se sabe de qué secretas e incomprensibles angustias están formados los recuerdos de niño cubiertos con un velo de crespón... He esperado durante años el día glorioso y seductor en que la abuela, como las madres de mis amigas, llevase por fin un sombrero con un ramo de flores... Ese día no ha llegado jamás...
Ahora, cuando voy a casa de mis amigas y veo de cerca lo que es la vida ordinaria para la generalidad de las jóvenes de mi sociedad, cuanto más sufro por los sitios que hay vacíos a mi lado, más vivo y más profundo es mi agradecimiento por mi querida abuela, cuya abnegación me ha rehecho un hogar y reconstituido una familia.
Por eso amo a todo lo que ama la abuela...
A pesar de las ideas que oigo emitir a mi alrededor, coloco la estancia en nuestro antiguo pueblo por encima de toda otra estancia y la dichosa posesión de nuestra casa de familia superior a todas las felicidades.
No es muy grande nuestra sencilla casa. Blanca y limpia con sus persianas inmaculadas y sus cristales brillantes bajo unas cortinas un poco antiguas, se abre con discreta elegancia en un patio plantado de árboles y adornado de canastillos floridos, al que llamamos pomposamente «nuestro jardín...» Tengo en él mis rosas preferidas y mis plantas favoritas; y cultivo con éxito cuanto tiene la dicha de agradarme, con tal de que no necesite mucho sol, ni mucha sombra, ni muchos cuidados... En un rincón de nuestro minúsculo jardín y debajo de un fresno llorón, tengo hasta un banco, un banco inmenso, una mesa de labor y unos cuantos sillones de mimbre... En verano, hacemos allí salón, y llevo la fantasía hasta dar tés... Mis amigas pretenden que una taza de té perfumada con la fragancia de las rosas que nos rodean, no es ya una taza de té, sino una taza de néctar... ¡Dichosa ilusión!
Una planta baja muy elevada, un primer piso de una altura inverosímil y un sobrado que hace la admiración de las lavanderas cuando tienden en él la ropa mojada y perfumada de espliego y lirio: he aquí todo nuestro home.
La planta baja tiene cuatro piezas inmensas, profundas, frías y casi desnudas en su inmensidad. La cocina podría albergar un ejército de marmitones; sólo las cacerolas y los peroles de cobre vigorosamente frotados ponen en ella una nota alegre que continúa la cocinera, reluciente como una alhaja. Aquel es el domicilio de Celestina, su triunfo, su admiración, su gloria, el orgullo y el amor de su vida.
La sala de baños es grande y bien dispuesta; la abuela no deja nunca de explicarme su comodidad asegurándome que ha empleado en aquel arreglo las economías de un año de rentas. Por esta confidencia, con frecuencia renovada, mido yo toda la extensión de la belleza de la instalación y... la del sacrificio realizado por la abuela, pues las rentas, según ella, están hechas para ser economizadas y no para ser gastadas...
El comedor, en el que la abuela y yo estamos como alejadas, y el salón, en el que parecen perdidas las butacas en cuanto estamos solas en él, completan la planta baja. En el piso primero se encuentran todas las alcobas, de dimensiones más ordinarias, gracias al cuarto de tocador de que cada una está provista. Por todas partes un diluvio de armarios y una inundación de comodidades perfectamente inútiles...
Antes del sobrado, hay una gran pieza abohardillada que es el dominio de Celestina y en la que las paredes están cubiertas de imágenes sagradas; hay hasta diecinueve San Antonios en diversas actitudes y ocho San Benitos; en cambio no hay más que un Sagrado Corazón, una sola Virgen y un San José. Celestina practica la piedad actual, que exalta a los santos de moda con detrimento de los demás. ¡Pobres antiguos santos!... Estos son precisamente mis preferidos.
Exceptuando el cuarto de Celestina, ¿está todo esto al gusto del día?
Para una mujer mundana, no, evidentemente. El mueblaje, que presenta huellas de las generaciones pasadas, es viejo y está un poco ajado, pero a mí me gusta tal como es. En cada una de sus arrugas se escribe la edad de un matiz claro, o en algo más rapado. Yo leo en estos signos venerables la historia de los que se han marchado; y la forma un poco anticuada de todo lo que me rodea hace vivir y palpitar en mí el alma de las cosas viejas que han existido y no existirán más acaso.
En el comedor, la abuela hace admirar como una reliquia la inmensa y antigua tapicería que ocupa todo un ancho hueco: una historia de caza, en la que se adivina una historia de amor. He crecido y he vivido delante de esa eterna historia de una eterna caza y de un eterno amor, preguntándome sin cesar qué sucedería cuando los personajes en escena hubiesen vuelto al antiguo castillo de torrecillas que se ven en una lontananza degradada... Pero jamás mi pregunta infantil tuvo la satisfacción de una respuesta, y mis sueños siguieron meciéndose con los sonidos encantadores que yo suponía que debían salir de las diferentes trompas llevadas por legendarios caballeros. Era yo una bella princesa encantada que esperaba al hermoso caballero encantador del tapiz, pues en aquel tiempo—que ha pasado después,—tenía la vocación del matrimonio, una vocación seria, ardiente y resuelta...
Encontraba al príncipe también en el salón bajo la forma de un joven y bizarro oficial de la Restauración, mi bisabuelo. Otras lindas damas, de graciosas papalinas de encajes y bonitas pañoletas de gasa, le formaban una corte un poco paliducha y envejecida. Cuando se entra en el salón de la abuela, se hace una reverencia infalible e instintivamente. No le falta a una nada para levantarse la falda, con un movimiento de coquetería anticuada, de la que le gusta a la abuela.
Sí, todo es viejo e insípido, y, sin embargo, exquisito.
10 de octubre.
Francisca está furiosa.
He ido esta tarde a pedirle un dibujo de bordado, que me hacía falta, y la he encontrado en un estado de irritación indescriptible.
—¡Maldito país! ¡Maldita gente!... Pueblo de chismes!
Por poco me tira de espaldas aquel huracán; pero como conozco a Francisca, tomé el partido de esperar que hubiese acabado su letanía de tontunas.
—¿Qué pasa?
—No me hables; estoy furiosa.
—Ya lo veo.
—Tengo una rabia...
—También eso es visible.
—Figúrate que la señorita Bonnetable acaba de venir a traer a mamá un gran chisme sobre mí...
—¡Ah!... Se puede saber...
—Sí—respondió Francisca, vacilando un poco.—Se trata del capitán Tronchet, que, según parece, ha pasado dos veces por delante de mis ventanas, en el momento en que yo las abría.
—¿Y qué?
—Que no es verdad lo que se dice... ¡Oh! esas solteronas...
—¿No has abierto las ventanas, y no ha pasado el capitán?
—Sí—respondió Francisca, con su desparpajo habitual,—pero cuando yo he abierto la ventana, ignoraba que pasaba el capitán, y cuando éste pasó, no sabía que yo abría la ventana. Y suponen que estábamos de acuerdo...
—¿Y qué?
—Que me ofende horriblemente que se crea que hago caso de ese capitán, que estoy segura que no se ocupa de mí... Es rico, y...
—Y tú no mucho... Piensas, no sin razón, que hay incompatibilidad de fortuna, y te abstienes de cuidados inútiles.
—Justamente—respondió Francisca un poco dulcificada.—Pero como todo el mundo sabe que deseo casarme, aprovechan la ocasión para colgarme una porción de historias a cual más tontas.
—Eso gusta a todo el mundo.
—Eso es precisamente lo que me indigna... ¡Ah! Magdalena, cuándo saldré de este pueblo, de este medio y de estos inconvenientes... ¡Qué sueño!
—Qué ida la de apurarte de ese modo—dije descontenta.—Se está muy bien aquí...
—Sí, habla por ti, tranquila y dulce Magdalena; yo me ahogo en medio de las ideas antidiluvianas que nos rodean. Me horrorizo ante estas cadenas de prejuicios... Todo esto me irrita, y acabará por volverme mala.
—Qué exageración, mi pobre Francisca...
—¡Cómo!—exclamó Francisca con cólera,—¿encuentras divertido vivir en medio de los aiglemonteses?... Pues sólo con pasar por las calles un poco estrechas de este viejo Aiglemont, atrapo yo el spleen...
—¡Pobre Francisca!—dije con sonrisa burlona.
—Sí, búrlate de mí, pero eso no quita que esté muy harta de esta vida. Es divertido... Aquí cada cual vive en familia, o mejor dicho, en camarilla. No se admite más que un pequeño núcleo de fieles y se cierra desdeñosamente la puerta a todo lo que huele a nuevo y original. Somos anticuados como un diablo... Es como si estuviéramos dando vueltas perpetuamente en un pequeño círculo.
—¡Crimen imperdonable!—murmuró en sordina para no ofender a la irritable Francisca.
—Sí, crimen imperdonable... Es aburrido estar atada toda la vida; primero por los prejuicios de educación. Hay que hacer esto o lo otro; esto no, ni aquello tampoco... Tal cosa es sacrosanta y tal otra levanta una polvareda general sin que se sepa por qué ni cómo... Sí—continuó Francisca,—sé por qué y cómo, por el grito de mamá: «¡Oh! Francisca...» Es cargante esa pobre mamá...
—¡Oh! Francisca...—dije, imitando a la señora de Dumais.
—No me pongas nerviosa, Magdalena... Y después, ¿conoces algo más inepto que los prejuicios de sociedad? Piensa en los gritos que darían nuestras amigas si la camarilla llamada alta burguesía se reuniese con la pequeña, y si la gente aristocrática acogiese al comercio y a los que participan de las ideas gubernamentales... ¡Dios mío! la mitad de Aiglemont sucumbiría del ataque causado por la indignación.
—Qué le hemos de hacer—dije con cierta indiferencia;—no querrás reformar las costumbres y las ideas de las pequeñas poblaciones...
—Sí que querría—replicó Francisca exaltada.—Es insoportable vivir aquí... Y esas historias sin fin sobre el prójimo, y esa malevolencia universal... ¡Qué horror!
—Cálmate, Francisca—le dije al besarla para despedirme.—Te aseguro que los aiglemonteses no son tan malos como crees.
—¡Que no son tan malos!—exclamó Francisca, al salir a despedirme.—Bien se ve que eres una aiglemontesa... Piensas como yo, pero no haya miedo de que lo confieses. Anda, eres una hipócrita...
—Gracias—dije con la filosofía que caracteriza mis relaciones con Francisca.
—De modo que tú encuentras que aquí la gente no es mala—siguió diciendo Francisca con una recrudescencia de acritud. Pues se pasa la vida arañándose, mordiéndose, desgarrándose y devorándose.
—Hasta la vista, Francisca—dije para cortar aquella inundación de invectivas...—Sin el capitán Tronchet, no dirías todo eso...
—Puede ser—respondió Francisca en un rasgo repentino de buen humor.—Sabes, Magdalena, que eres una buena persona y que te quiero mucho—terminó dando una carcajada.
No es muy halagüeño que digamos el cumplimiento de Francisca, y de otra no le aceptaría, seguramente; pero está convenido que Francisca puede decir todo lo que se le pone en la cabeza. Esto hace saltar algunas veces a la abuela, pero como mi amiga ostenta una vocación por el matrimonio muy caracterizada, la abuela tiene por ella alguna indulgencia en consideración de sus buenas disposiciones.
No comprendo la antipatía de Francisca por este pobre Aiglemont. Nunca pierde la ocasión de embestir a la población de las solteronas, como ella la llama.
Es, sin embargo, muy pintoresco mi pueblo natal y yo estoy muy orgullosa de él...
Situado en el extremo de una cadena de montañas, a modo de un punto final, Aiglemont, mi tranquilo pueblo natal, se levanta en la roca con la majestad de una cosa vieja dormida en la serena conciencia de un largo pasado. Cuando todo desaparece de las antiguas fortalezas, y la ciencia militar, tocada por el progreso, destruye todo lo que nuestros antepasados habían tenido a honor construir, Aiglemont escapa a la destrucción y sigue presentándose orgullosamente en su recinto de fortificaciones que la mantienen y la protegen contra una caída posible en el valle. Limpia y coqueta, sonríe en medio de un cinturón de verdor del que surgen sus torres grises.
Aquellas fortificaciones son celebradas en diez leguas a la redonda. Son el paseo favorito de los aiglemonteses, que no se cansan de admirar sus puntos de vista, y es la primera visita que se impone a los extranjeros a quienes los azares o las exigencias de la vida conducen hasta nuestra peña. Se les cuenta la historia de nuestras fortificaciones llenas de torres y de temerosas prisiones, y las historias que circulan a propósito de ellas. Se les muestra con orgullo cierta roca que se abrió para dejar pasar un santo apóstol amenazado por una tropa de bárbaros. Se les conduce a la famosa torre Sarracena y se les hace admirar la belleza del paisaje que cambia de aspecto en cada uno de los cuatro puntos cardinales. Después, si el guía está dotado de un alma verdaderamente aiglemontesa, pondera el pasado en detrimento del presente:
—Aiglemont—dice con énfasis en el tono arrastrado y nasal peculiar de los aiglemonteses,—es la última fortaleza del catolicismo. Hasta la Revolución éramos posesión eclesiástica y moriremos fieles a nuestros destinos. Nada de ideas nuevas...
El habitante de nuevo cuño tiene un lenguaje muy distinto:
—Aiglemont—dice,—es la fortaleza del obscurantismo, del clericalismo y del fanatismo. Es un país de supersticiones; transformémosle en país de luz.
Y detrás de sus fortificaciones, los aiglemonteses, divididos en dos campos, miran con malos ojos a todo el que no piensa como ellos. Los católicos condenan a los librepensadores y éstos tratan a aquéllos de imbéciles, sin más ceremonias.
Existe un terreno de unión, sin embargo, en los días de grandes fiestas. Católicos y librepensadores se agolpan con entusiasmo en la antigua Catedral para oír los incomparables acentos de nuestro incomparable coro.
—Estáis cogidos, odiosos impíos—parecen decir las caras de los devotos asiduos ante la invasión de los nuevos filisteos.
—El coro nos pertenece como a vosotros, estúpidos santurrones—parece que responden los impíos aludidos.
Y unos y otros, al salir de la Catedral, exclaman con satisfacción:
—La verdad es que Aiglemont puede estar orgulloso de su coro.
Se dice Aiglemont y no la Catedral.
En Aiglemont, en efecto, hay dos parroquias, San Aprúnculo, la Catedral, y San Gengulfo, la parroquia secundaria. La guerra es casi continua entre aprunculinos y gengulfianos, y los primeros desdeñan a los segundos por su iglesia, por supuesto. Unos y otros cuentan en sus filas numerosas solteronas, pues el matrimonio, preciso es confesarlo, está poco de moda en nuestro pueblo. En teoría se habla mucho de él; las muchachas pululan en Aiglemont. Pero el número limitado de los jóvenes casaderos hace que, si son muchos los llamados al sacramento del matrimonio, son pocos los escogidos.
No sé si es ese medio ambiente lo que me hace ser también refractaria al matrimonio, o si es la poca costumbre de ver casar a las jóvenes de mi sociedad lo que me hace considerar mi propio matrimonio como una eventualidad temible. La verdad es que, a pesar de mi deseo de claridad, no consigo poner estar cosas en claro.
—Estas muchachas...—diría la abuela,—qué imposibles son...
14 de octubre.
Llueve, hace viento y reina un tiempo frío y obscuro. En la prisión en que la prudencia manda estarse, vuelvo a ocuparme de la cuestión de las solteronas. Esta mañana he declarado a la abuela que deseaba estudiar seriamente ese asunto tan interesante.
—No veo el interés—respondió la abuela.
—Pero, abuela, en una población como ésta, el pueblo de las solteronas, como le llama Francisca, es...
—Francisca no es seria—exclamó Celestina, que iba a arreglar el fuego de la chimenea, y aprovechó la oportunidad para mezclarse en la conversación.
—¿Tú qué sabes?—dije descontenta.
—Sé lo que sé—respondió Celestina con la dignidad de los grandes días.—Una señorita que no habla más que de casarse, no es una señorita seria...
—Cállese usted, Celestina—replicó la abuela.—Tú no entiendes nada de eso, hija mía.
Celestina no dijo palabra, muy ofendida por la observación de la abuela. Vi, en efecto, por su mirada despreciativa y por su labio en forma de pila de agua bendita, que las personas que hablaban de matrimonio eran sospechosas para ella; tan sospechosas, que tomó el partido de volvernos la espalda sin más ceremonia.
—Sí, abuela—dije en cuanto se fue Celestina,—quiero seguir a las solteronas a través de las edades. ¿Ves en ello algún inconveniente?
—Veo los de hacer un viaje muy fastidioso y de singularizarte de un modo ridículo.
—Sin embargo, antes de decir si estoy madura para el matrimonio, me gustaría saber si el celibato me tienta definitivamente...
La abuela hizo un movimiento de tan excesivo mal humor, que me quedé ligeramente aturdida.
—¿Es necesario hacer un estudio tan profundo para poner en claro ese grave problema?... ¡Qué rara eres, hija mía!
—Pero, en fin, tú permites que me ocupe en esto; es todo lo que reclamo de tu indulgencia...
—¡Ay!—suspiró la abuela,—cuánto preferiría verte reclamar un buen marido... Sabes que la mujer del coronel Dauvat me ha hablado para ti de un joven teniente que...
—Me escapo; abuela, me escapo... Nada de tenientes, por amor de Dios... Por ahora, vivan las solteronas...
—Chiquilla—murmuró la abuela, encogiéndose de hombros.—Mala chiquilla...
Tranquila con el permiso de la abuela, registré la biblioteca y busqué con ardor todo lo que pudiera ilustrarme sobre el concepto de la mujer en la antigüedad respecto del celibato. ¿Aceptaba sin repugnancia la idea del matrimonio?... ¿Sentía alguna contrariedad al casarse?... ¿Hubiera experimentado cierto alivio sabiendo que estaba libre de una obligación que le creaban las leyes religiosas y civiles?...
Mis investigaciones me pusieron pronto al corriente.
No hay la menor incertidumbre en estas cuestiones.
El único sueño de la mujer antigua es un marido. Su cerebro está tan hecho a la idea de la necesidad del matrimonio y su corazón tan desequilibrado fuera del marido obligatorio, que no puede concebir otro ideal. Todo su ser moral va todavía a apoyar esas buenas razones por el terror de los castigos de la otra vida que esperan a la mujer desprovista de la égida de un marido. La pobre mujer de la antigüedad está, pues, colocada en el dilema más espantoso: un marido, o nada de dicha en la tierra, ni de reposo eterno.
El desprecio y la abyección en que viven las mujeres sin marido le dan desde luego en el mundo una muestra de lo que tendrá que soportar en el otro. No puede considerar el celibato más que como la más terrible desgracia, la única que compromete al mismo tiempo el mundo y la eternidad.
Una desgracia que persigue durante la vida y sigue aún a la eternidad, es para hacer reflexionar, convengo en ello. Si la abuela, en vez de prodigarme argumentos discutibles me ofreciese algo semejante, se puede apostar a que no vacilaría yo lo más mínimo, pues preferiría aventurar la desgracia de mi existencia mortal a arriesgar la salvación eterna... Pero el caso es que como no hay nada sólido en el mundo, las ideas han cambiado de tal modo, que la abuela no puede llamar al Cielo en su ayuda, aunque no le faltarían ganas. Desde San Pablo... Pero no anticipemos.
En aquellos abominables tiempos de matrimonio forzoso, las leyes que regían los bienes agravaban todavía la dependencia de la mujer. Aquellas leyes, fieles reflejos del pensamiento antiguo, multiplicaban las trabas en torno del sexo débil y acentuaban en él la creencia en la necesidad absoluta del matrimonio. No sólo hacía falta un marido para asegurar la dicha eterna, sino que ese marido era igualmente necesario para ser admitida al derecho de vivir, implicado en el de poseer.
Cuando, por el mayor de los azares, se encuentra en la antigüedad una mujer honrada sin casar, la trompeta de la fama invita a la posteridad a guardar la memoria de un hecho tan sorprendente. No se dice: Tal mujer no se casó porque no quiso. No. Se busca, se comenta y se considera que algo sobrehumano protegió una determinación que todos califican de extraordinaria. Si se trata de la hija de Pitágoras, una de las primeras que ilustró el nombre de solterona, se cuenta que el filósofo, suponiendo haber sido mujer en una vida anterior, tenía una alta idea de la excelencia de la mujer, en lo que difería extraordinariamente de sus contemporáneos, y había reivindicado la encarnación de la antigua sabiduría en un hermoso tipo femenino. Ese tipo lo encontró en su propia familia. Damo, su hija, llegó a ser su discípulo más ardiente; y la consagró a los dioses por un voto de virginidad perpetua, le confió todos los secretos de su psicología y se dice que le dejó sus escritos, haciéndole prometer que no los publicaría jamás. Damo, el asombro y la admiración de toda la Grecia, tuvo el valor de la obediencia y se llevó a la tumba los secretos del ilustre anciano.
Aun cuando se debilita en Occidente el culto por los muertos y disminuye, por consecuencia, la hostilidad que creaba contra el celibato, la antipatía subsiste, a pesar de todo. Se hace constar con asombro que una mujer pintora de Grecia, la famosa Lala, de Cycique, que vivió 80 años antes de Jesucristo, no se casó, y se cuida de hacer observar que fue su gran fervor por su arte lo que la llevó a esa extremidad lamentable. Del mismo modo, la hija de Plinio, el célebre naturalista, necesita la reputación de su padre para hacer aceptar su situación de solterona.
Si la antigüedad cuida de hacernos notar particularmente ilustres excepciones a la ley común del matrimonio, no quiere esto decir que esa ley no haya sufrido ningún eclipse a través de los siglos. Cuando, en el momento de la decadencia, fue necesario multiplicar las leyes en favor del matrimonio, es evidente que, esa multiplicación indicaba que el matrimonio caía en olvido.
Es de notar, en efecto, que la multiplicación de las leyes morales no prueba que un pueblo se mejore, sino precisamente lo contrario. Cuando la moral está en peligro, es cuando tiene que pedir socorro. Y toma entonces de la autoridad de las leyes la última, y casi siempre impotente sanción.
Este hecho es particularmente cierto cuando se trata de las leyes concernientes al matrimonio en los pueblos monógamos, como Grecia y Roma. Cuando el matrimonio se hundió por todas partes fue cuando las leyes civiles, que no hay que confundir con las religiosas, multiplicaron sus prescripciones para obligar a realizarlo. ¿Quién pensaría en buscar penas severas para los recalcitrantes ni en acentuar los castigos que les están destinados si no hubiese necesidad de castigar ni de obligar?
La verdad exige declarar que en este caso los recalcitrantes fueron los hombres y no las mujeres. Los solterones son los que han producido las solteronas.
La mujer ocupaba tan poca plaza en el mundo antiguo, que era fácil tratarla como una cantidad despreciable; y sin preocuparse de lo que podía pensar, los señores hombres no pensaron más que en hacer una vida de placeres y de feliz quietud, exenta de los cuidados de la paternidad y de las cargas de familia.
Influida todavía por siglos de hostilidad contra el celibato, la mujer tuvo que sublevarse contra tal abandono. Hay que confesar que todo concurría a hacerle la resignación difícil. Sin gran esfuerzo de imaginación, podemos figurarnos el estado de alma de una de aquellas romanas o de aquellas griegas honradas a quienes las leyes civiles y religiosas llamaban al matrimonio y que no encontraban marido.
Extrañadas al principio, cada cual podía pensar que siendo más amable y más bella que su vecina, su juventud no se pasaría en un lamentable aislamiento. Después, pasada la edad fijada por las leyes, y fuertemente estropeada la juventud, venían las inquietudes y triunfaban los cuidados. El deseo de agradar ponía un fulgor febril en la mirada de la solterona anticipada y en la más estudiada de sus sonrisas había una crispación. Iba, venía, rogaba a la diosa favorable al matrimonio, suplicaba a su padre o a su tutor que la encontrasen un marido, los llevaba en caso de necesidad a los tribunales, y no por eso encontraba lo que era el objeto de sus sueños. Agriábase entonces su carácter, su humor se ponía triste y acerbo su pensamiento. Y juventud, belleza y salud, se consumían en la vana espera del que no venía ni vendría jamás... ¡Pobres solteronas!
Fue preciso el cristianismo para cambiar el ideal de una gran parte del mundo. En cuanto apareció, la existencia de la mujer sufrió una transformación tan completa como prodigiosa; de esclava que era, se encontró de repente con una personalidad justamente respetada. Después, la divinización de la virgen echó por tierra todas las ideas admitidas y fue posible a la mujer vivir honrada y casta al lado del matrimonio. Bajo la influencia del cristianismo se llegó a comprender que el término «solterona,» cuyo equivalente existía ciertamente en la lengua del tiempo, no era en sí mismo nada deshonroso. Una vez admitido el estado de virginidad, era natural que se envejeciese en él. ¿Qué es una solterona? Una virgen vieja. Tener cabellos blancos y la cara arrugada no ha sido nunca una mala acción, que yo sepa.
En esto estaban mis reflexiones, cuando juzgué a propósito hacer participar de mi admiración a la abuela.
Sorprendida por mi brusca entrada en el salón donde ella estaba, me echó una mirada interrogadora.
—Abuela—exclamé triunfante,—es el cristianismo el que ha hecho las solteronas; así, pues...
—¡Qué tonterías dices, hija mía! ¿Cómo quieres que el cristianismo haya hecho las solteronas?...
—Divinizando la virginidad.
—Ya ves que tú misma te contradices. El cristianismo ha divinizado la virginidad, es cierto. Pero si ha hecho de la virgen la esposa de Dios, no ha querido en modo alguno divinizar a las vírgenes mundanas, a las que uno de vuestros autores de moda llama las «semivírgenes.»
—Yo tampoco, abuela, hablo de las solteronas que conocemos...
—Dejemos en paz sus lenguas, hija mía; no despertemos al gato que duerme...—murmuró la abuela sonriendo.
Y no quiso oír nada más.
Es obstinada la abuela... No le gustan las solteronas y no consiente en escuchar nada en su favor. Por fortuna, estoy aquí yo para rehabilitarlas en mi propia mente.
16 de octubre.
Pensaba poder continuar hoy lo que yo llamo con cierto énfasis «mis estudios históricos,» pero había contado sin la abuela. Lo que le conté del resultado de mis investigaciones la tenía muy contrariada, según pude juzgar por su expresión nada satisfecha, al tomar el desayuno.
—Estas chiquillas—murmuró al sentarse a la mesa,—tienen una independencia y unas ideas...
Y en cuanto terminamos, me dijo sencillamente:
—Ponte el sombrero, Magdalena.
Obedecí de prisa, y la encontré dispuesta a salir conmigo. El sombrero, puesto ligeramente torcido en la cabeza, indicaba en la abuela ideas belicosas. No hice ninguna pregunta y la seguí dócilmente, preguntándome dónde me llevaba. ¿Era al convento para hacerme reflexionar sobre el matrimonio? ¿Era a la cárcel, para castigar mi falta de vocación espontánea?...
No era, por fortuna, a ninguno de los dos sitios, sino sencillamente a casa de su director y amigo, el señor canónigo Tomás, profesor del Colegio Libre. La abuela tiene la costumbre de consultar con él todos sus asuntos, pequeños y grandes.
Era, pues, el caso de hacerlo.
En cuanto entramos en su despacho, el padre Tomás comprendió que había electricidad en el aire.
—¿La señorita Magdalena ha roto su muñeca?—preguntó sonriendo al ver la seriedad de la abuela.
—Si no fuera más que eso...—suspiró la abuela, sentándose en una cómoda butaca, mientras yo me instalaba modestamente en una silla.—Magdalena me tiene consternada.
Y se puso a contar con vehemencia sus penas. Narró al cura su deseo de casarme, mi poco entusiasmo por obedecerla, mi manía de profundizarlo todo y el estudio que yo estaba haciendo de las solteronas; en una palabra, todo salió a relucir.
El cura, repantigado en su butaca, escuchó con atención las quejas de la abuela. En su buena y plácida cara, iluminada por una mirada de sorprendente inteligencia, no se hubiera podido leer ninguna impresión si el brillo malicioso de sus ojos no le hubiera hecho traición. El cura se divertía.
Cuando la abuela lo hubo dicho todo, el padre Tomás clavó un instante sus chispeantes pupilas en las de la abuela y se echó a reír.
La abuela dio un salto de indignación.
El cura, que la conocía, vio que no debía tirar más de la cuerda sensible, y respondió tranquilamente, ajustándose los anteojos:
—Al desear casar a su nieta, señora, cumple usted con su deber...
La abuela me lanzó una mirada de triunfo.
—Pero Magdalena está en su derecho al querer reflexionar—añadió.
Y, a mi vez, levanté la cabeza victoriosamente.
El cura hizo como que no echaba de ver lo que pasaba entre nosotras.
—El matrimonio es cosa tan grave—continuó,—que cierto moralista ha dicho que no era demasiado toda la vida para reflexionar antes de comprometerse a él...
La abuela bajó los ojos en señal de desaprobación.
—No digo que ese parecer sea eminentemente práctico... Pero, en fin—dijo el cura moviendo la cabeza,—no podemos menos de reconocerle cierta prudencia...
La abuela se estremeció, y yo me eché a reír.
—Sin aconsejar a Magdalena que llevé las cosas tan lejos, es bueno, sin embargo, que reflexione, y mucho, antes de contraer los lazos sagrados del matrimonio.
—Pero, padre—interrumpió la abuela, que perdía la paciencia,—¿hacían falta tantas ceremonias en otro tiempo para casarse? Los padres presentaban un partido conveniente, y las jóvenes se casaban sin decir palabra. Nadie pensaba en estas dilaciones de que usted habla, y que no comprendo más que cuando una joven es llamada hacia Dios...
—Evidentemente—respondió el cura, cogiendo su caja de rapé y tomando un buen polvo.—Así sucedía y así sucede todavía con las jóvenes acostumbradas a la obediencia pasiva...
—Señor cura, le cojo a usted en flagrante delito de contradicción. Habla usted de obediencia pasiva... ¿Quién me ha aconsejado desarrollar la personalidad de mi nieta?... ¿Quién me ha impulsado a formarle un carácter suyo?... ¿Quién me ha dicho a cada uno de sus caprichos: «Déjelo usted pasar; será una mujer y no una figurante?...» ¿No ha sido usted, señor cura?
—Sí, señora—respondió el cura sin confusión alguna.—Y hoy lo repetiría una vez más. Los tiempos han marchado, y nosotros con ellos. La vida fácil de otro tiempo se ha acabado, y ante las generaciones nuevas se abre una vida de combate. Hay que combatir para tener un sitio al sol, y educar a las jóvenes como se las educaba en otro tiempo, sería un verdadero anacronismo.
—¿Por qué?—dijo la abuela, no convencida.
—Porque la joven figurante ha dejado de existir. En otro tiempo, la joven era educada exclusivamente para el matrimonio, y se trataba de formarle un carácter fácilmente maleable para asegurar la felicidad conyugal. Las ricas se casaban todas. Hoy no es ya lo mismo. Al lado de las muchachas sin dote, que no encuentran con quién casarse, existen las jóvenes de dote pequeño o mediano, que no son más buscadas por los hombres. Hacer del matrimonio el ideal de todas las jóvenes es, pues, un grave error, puesto que es condenarlas de antemano a desengaños ciertos...
—No veo en qué—replicó la abuela.
—¡Que no ve usted en qué!—dijo el cura sorprendido.—Piense usted, señora, en la crueldad de condenar a una joven al celibato cuando todas sus aspiraciones y todo su ser tiendan hacia la dicha del matrimonio... ¿Qué quiere usted que haga en la vida una pobre joven cuyo espíritu, cuya voluntad y cuyo corazón no están formados y necesitan equilibrarse con el espíritu, la voluntad y el corazón de un hombre?...
—Entonces, usted cree en la dificultad creciente del matrimonio para las mujeres...—preguntó la abuela.
—Sí, señora, creo en ella.
—Magdalena tiene un bonito dote y...
—Sí, es posible, y se casará fácilmente—respondió el cura.—Pero como posee un carácter muy personal y fuertemente equilibrado, la dificultad vendrá de su parte. Querrá reflexionar, elegir, calcular...
—Entonces, Dios mío, ¿qué va a ser de nosotras? Las jóvenes que no tienen carácter, están expuestas a ser desgraciadas no casándose... Las que lo tienen, están amenazadas de sufrir casándose... ¡Qué dilema, señor cura!
—Sí—dijo el cura pensativo;—es cierto que ahí está el escollo. El matrimonio sufre la suerte común a las cosas de la tierra; está atravesando una crisis...
—Por eso mismo hay que combatirla—afirmó la abuela con gran energía.
—¿Cómo?—dijo el cura más y más pensativo.—Lo que pasa en los grandes centros industriales es una imagen de lo que ocurre en todas partes. Hay tendencias a la huelga general...
—¡La huelga contra el matrimonio!—exclamó la abuela, que no sabía si reír o enfadarse.
—La huelga contra el matrimonio, sí—articuló claramente el cura.—Lo que hace al grevista es la conciencia de sus derechos y la posibilidad de hacerlos valer... Transporte usted la huelga de la industria al matrimonio, y tendrá la palabra de la situación.
—Entonces—exclamó la abuela desesperada,—Magdalena es una huelguista...
—No, todavía no—dijo dulcemente el cura,—pero tiene tendencias.
Y añadió designándome a la abuela:
—¿Se puede saber lo que pasa en una cabeza de veinte años?
—Veinticinco, señor cura, veinticinco—rectificó la abuela, un poco humillada por la cifra respetable de mis primaveras.
—Veinticinco años—repuso el cura;—entonces es más grave... A los veinticinco años no se es ya un alma cualquiera y se tiene una personalidad... Sí, es más grave... A esa edad se sabe que la vida de la mujer casada es una vida relativa y que su dicha está a merced de otro... No hay que extrañar que ciertas naturalezas se subleven y retrocedan ante esta dependencia absoluta... Note usted, señora, qué general es la huelga del matrimonio; tan difícil es decidir a ciertos jóvenes a casarse como a ciertas muchachas a contraer matrimonio.
—Sin embargo, señor cura, todavía se casa la gente—objetó la abuela.
—Sí—respondió el cura con bondad,—todos los obreros no están en huelga, pero sí muchos. Hay huelguistas hombres y huelguistas mujeres; entre éstas habrá usted de contar a todas las que no quieren casarse por motivos de abnegación, de salud, de sentimientos de pureza virginal, de amor al estudio, de exceso de escepticismo... de menor necesidad de la persona complementaria, es decir, del marido.
Bajé la cabeza y me ruboricé ante la mirada investigadora del cura.
—Además—prosiguió éste,—hay los huelguistas hombres, de los que no tenemos para qué ocuparnos, pues los motivos que les impiden casarse son de interés o de egoísmo, lo que es poco caballeresco... Entre los huelguistas mujeres y los huelguistas hombres hay, como siempre, víctimas de la misma huelga, que son algunas buenas y puras jóvenes que no encuentran con quién casarse por falta de un poco de dinero. Esta es una de las plagas de nuestra época—concluyó el cura haciendo un gesto de desanimación.
—Entonces—respondió la abuela con un resplandor de esperanza,—puesto que usted califica de plaga semejante estado de cosas, es que está por el matrimonio...
—Sin duda, señora—afirmó el cura,—el matrimonio es una necesidad social a la que deben someterse los que están llamados a ese estado...
La abuela volvió a tomar aspecto de triunfo.
—Pero no soy de opinión de que se violenten las vocaciones...
A mi vez cobré valor.
—Deje usted a Magdalena estudiar su cuestión de las solteronas, puesto que eso le interesa. Acaso nos descubrirá cosas asombrosas—añadió con una risa sonora que hizo temblar los cristales del despacho.
—Señor cura—dije en tono de protesta,—si usted supiera cuánto deseo complacer a la abuela...
—Eso está muy bien dicho, pequeña—respondió la abuela muy contenta.
—Vaya, la señorita Magdalena no se quedará solterona, lo preveo—dijo el cura sin dejar de sonreír.
—No será porque no las quiera ni porque no las defienda—contesté arriesgando una mirada del lado de la abuela.
—Sí, sí, usted quiere jugar a los perros de Terranova—exclamó el cura satisfecho al ver que estábamos más contentas.—Tiene usted razón. La solterona de otro tiempo, aquella caricatura física de la mujer, ha dejado, casi, de existir. Ya no se encuentran aquellos buenos tipos clásicos de trajes anticuados y estrechos como sus ideas. La solterona actual es con frecuencia una mujer de gusto, cuando no es la mujer de todas las caridades y de todas las abnegaciones.
—¡Ah!—exclamé aturdidamente,—siendo el cristianismo el que ha hecho posible la vida de la solterona, es muy natural que inspire esa vida...
—Otra tontería de Magdalena—murmuró la abuela.
—¿Cómo?—dijo el cura con estupor,—¿encuentra usted que Magdalena ha dicho una tontería porque quiere que el cristianismo inspire la vida de la solterona?
—No, señor cura, no es eso. Esta chica nos marea suponiendo que sólo el cristianismo ha hecho las solteronas...
—¿Y usted quisiera que yo le dijese que se equivoca?—preguntó el cura maliciosamente.
—¡Oh! sí, señor cura—suspiró la abuela.
—Pues bien, señora, para complacer a usted, quiero recordar a Magdalena el respeto que debe a esos cabellos blancos—prosiguió el cura con su franca sonrisa.—Pero no puedo desmentirla por completo en cuanto a lo demás...
—¡Imposible!—exclamó la abuela.—No va usted a decirme que es el cristianismo el que ha hecho las solteronas... No, no... Eso es una herejía...
—Sin embargo, señora, las palabras de San Pablo son formales. «El que no estando obligado por ninguna necesidad y siendo enteramente dueño de hacer lo que quiera, ha tomado la firme resolución de guardar su hija, hace bien. Porque el que casa a su hija hace bien, pero el que no la casa hace mejor.» ¿Lo oye usted, señora? San Pablo dice «hace mejor...»
—¡Ah!—exclamó la abuela indignada,—jamás hubiera esperado semejante lenguaje de un apóstol y un santo...
—Cálmese usted, señora—dijo el cura muy divertido,—y observe qué alivio representaba el consejo de San Pablo a los padres de familia de la época, obligados por las leyes a casar a sus hijas e impotentes por las costumbres para hallar el esposo obligatorio...
—No—exclamó la abuela,—no hubiera creído jamás que un apóstol, que un santo, aconsejase el celibato mundano...
—Y en esto tiene usted razón—respondió el cura.—Tan lejos ha estado San Pablo de hacer la solterona, que no se encuentran muchas en los primeros siglos del cristianismo, ni en la Edad Media ni, siquiera, en los tiempos modernos.
—¿Por qué?—pregunté interesada, mientras la abuela se reponía de su indignación.
—A consecuencia de los cambios que las invasiones de los bárbaros trajeron a las costumbres y, sobre todo, a causa de la transformación propia de las cosas humanas. San Pablo no había dado más que un consejo y los siglos que siguieron encontraron en él un amplio permiso para condenar a una cantidad innumerable de mujeres, no al celibato mundano voluntario, sino al celibato religioso forzado, tan penoso para las almas a quienes no atrae una vocación especial...
—¿En interés de qué?—dije más y más poseída de mi asunto.
—En el interés personal de las familias de entonces. Vamos a ver, Magdalena—dijo el cura en tono regañón,—un poco de memoria... Usted debe de recordar la historia... Pues bien, dígame usted lo que sepa de la transformación de las leyes en el momento de la invasión de los bárbaros.
—No es difícil, señor cura—respondí con entusiasmo.—Ayer precisamente he estado hojeando la «Historia moral de las mujeres» de mi amigo Legouvé, y he visto que las luchas perpetuas y las guerras continuas acabaron por poner los bienes en manos masculinas. Entre los invasores, las hijas estaban excluidas de la propiedad.
—Bien—dijo el cura con satisfacción,—muy bien...
—Los bárbaros decían: «Nada de hijas ante los hijos,» lo que no es justo—añadí con convicción.
—Eso es un detalle—dijo el cura en tono doctoral.—¿Y qué pasó después de la conquista?
—Una cosa muy sencilla, señor cura. Los dueños del suelo, en plena y legítima posesión de sus bienes, no tuvieron más que un deseo, asegurar la conservación de esos bienes en toda su integridad a una descendencia única. El feudalismo no dice ya «nada de hijas delante de los hijos,» sino «nada de hijos delante de los primogénitos...»
—Perfectamente—exclamó el cura.—Va usted a ver en seguida el encadenamiento de los hechos. Por una rara asociación de ideas, la dureza del padre de familia, que excluye de su herencia a la totalidad de sus hijos menos uno, se une a la fe sincera del creyente que quiere la prosperidad de la religión. Estos dos sentimientos, al parecer, inconciliables, impulsan al padre de familia a poner continuamente en práctica y hasta exagerar el consejo de San Pablo... Así pues, no se casa a las hijas más que cuando se encuentra una unión ventajosa para el padre o para el hijo mayor; en el caso contrario, se las mete en un convento, sean los que quieran sus gustos o deseos.
—¡Infelices!—exclamé llena de conmiseración por aquellas hermanas de antaño.
—Los siglos pasados—continuó el cura, que se creía en su cátedra,—están llenos del ruido de esas vocaciones obligatorias, gracias a las cuales no había entonces más que pocas o ninguna solterona en el mundo. La totalidad o poco menos de las mujeres no casadas, eran entonces encerradas en los conventos...
—¡Qué admirado debió estar San Pablo con semejante éxito!—exclamé con una risa tan ruidosa que la abuela se estremeció.
—San Pablo...—murmuró con rencor,—San Pablo es un mal santo.
—¡Oh! señora—respondió el cura descontento,—San Pablo es la gloria de la Iglesia... Pero como no quiero que le crea usted el padre de las solteronas voy a leerle una carta muy curiosa del Papa Inocencio IV a propósito de las solteronas. Allí verá usted la doctrina de la Iglesia en plena Edad Media, y, por consecuencia, una rehabilitación de San Pablo.
El cura desapareció un instante en su biblioteca y volvió con un gran librote que abrió por la página en cuestión.
—Se trata, señoras—dijo,—de la Princesa Isabel de Francia, hermana de San Luis. Aquella virtuosa Princesa resolvió no casarse, siendo así que su hermano deseaba que lo hiciera con el hijo del Emperador Federico II. Si la Princesa hubiera querido hacerse religiosa no hubiera encontrado ciertamente ninguna oposición en su familia, pero la desgraciada hablaba de celibato mundano... «No tendré—respondía a todas las instancias,—otro esposo más que Jesucristo; sin pasar el resto de mis días en un claustro, viviré en medio del mundo en un estado de virginidad.» Blanca de Castilla, su madre, y el Rey Luis IX, su hermano, a quien esta resolución contrariaba en extremo, se dirigieron al Papa Inocencio IV para que la combatiese. Inocencio escribió a la Princesa una carta llena de razón y de dulzura, en la que se esforzaba por demostrar a la joven qué desagradable sería para la familia real contar con una «solterona» entre sus miembros.
El cura recalcó la palabra «solterona» con entonación tan burlona, que la abuela y yo soltamos la carcajada.
—Escuchen ustedes la lectura de esta carta, que va a consolar a usted, señora. «Me dicen—escribía el Pontífice,—que queréis vivir en el mundo y que vuestra inclinación os lleva a hacer en él una existencia separada de los vivos, sin pretender el matrimonio ni las esperanzas de posteridad. Sin embargo, según me informan, no tenéis la intención de entrar en un monasterio para vivir en él en la profesión religiosa, sino que vuestra mente se forma una vida neutra que no es ordinaria en el siglo y que no puede recibir la aprobación de aquellos a quienes debéis obediencia.»
—Eso está bien hablado—exclamó la abuela;—Inocencio IV me consuela de San Pablo... ¿Qué tienes que responder a esto, hija mía?
—Lo que probablemente respondería Isabel de Francia...
—Isabel—continuó el cura,—escribió al Papa una larga carta para justificar su conducta y solicitar su perdón. «No soy una rebelde—decía,—ni una desobediente; quiero obedecer y morir a vuestros pies, cuando me hayáis hecho el favor de oír una sola palabra para mi justificación.» Inocencio IV había hablado a la Princesa de la excelencia y de la santidad del matrimonio...
—¡Qué gran Papa!—exclamó la abuela llena de admiración.
—...Isabel respondió en estos términos: «Sé que el matrimonio es honroso, y el lecho de las esposas castas inmaculado; pero no puedo olvidar lo que dijo el apóstol San Pablo...»
—¡Otra vez San Pablo!—gruñó la abuela...—¡Qué santo!...
—«...Que hay que tener una santa emulación por los dones de Dios y desear los más excelentes. He oído con frecuencia que la virginidad está tan por encima del matrimonio como la claridad del sol sobre la de las estrellas. Es la vida que Jesucristo ha consagrado en su purísima carne y aquélla de que la Santísima Virgen nos ha dado ejemplo. ¿Qué daño hago a mi nacimiento renunciando al hijo del Emperador para casarme con el soberano Monarca del Cielo y de la tierra? El poco conocimiento que tengo de las letras sagradas no me permite ignorar unas palabras de San Agustín, que dice: «Más vale dar vírgenes a Jesucristo que Césares al mundo.»
—Es encantador que también San Agustín se meta en esto—dijo la abuela.—Y añadió volviéndose hacia mí.—¿De modo que las ideas de la Princesa son las tuyas?
—No por completo—confesé.—La Princesa es una santa y yo no. Además, su celibato no es más que una vida religiosa...
—Precisamente—confirmó el cura.—La historia nos enseña que si la Princesa Isabel ganó su causa, no perseveró en su deseo de celibato mundano. Rompiendo con aquella vida neutra que afligía al Papa, se hizo monja, y murió siéndolo.
—¡Bah!—dijo la abuela,—para ser una solterona tan convencida de su derecho, la Princesa no tuvo mucha perseverancia...
—Es verdad—contestó el buen cura, que no quería contrariar de nuevo a la abuela.—Note usted, sin embargo, qué progreso en el desarrollo de la personalidad femenina denota ese proyecto de la Princesa... Cincuenta años antes supongo que no hubiera habido grandes escrúpulos para vencer la resistencia de una joven colocada en oposición directa con los suyos...
—Ese fue entonces el comienzo de la rebelión—objetó la abuela, levantándose para despedirse del cura, al que habíamos hecho perder un tiempo precioso.
—Nada de eso, señora—respondió con bondad el cura;—es el primer vagido de una personalidad que se ignora.
—¡Singular vagido!—dijo la abuela.—En fin... a San Pablo y San Agustín se lo debemos—añadió con rencor.—Verdaderamente, no puedo digerir eso...
—Sí, sí—respondió el cura con condescendencia,—ya lo digerirá usted. Ya verá, ya verá.
Y al acompañarnos galantemente hasta la puerta, nos dijo con malicia:
—Vayan en paz, señoras, vayan en paz...
Aquel deseo no debía realizarse, pues apenas entramos en casa, a la abuela le faltó tiempo para dar parte a Celestina del supuesto horror del Papa Inocencio IV por las solteronas.
—¡Eso un Papa!—exclamó Celestina.—Debe de ser, todo lo más, un Papa falso...
Iba la abuela a protestar vigorosamente, cuando me apresuré a calmar a Celestina recordándole las palabras de San Pablo: «El que casa a su hija hace bien; el que no la casa hace mejor.»
Creí que se iba a desmayar de gusto al oír estas palabras.
—Ese es un santo bueno... Ese es un santo grande... Ese es un santo... santo. No hay como los apóstoles.
—No hay como los Papas—replicó la abuela.
Celestina es tan intransigente en sus ideas que no va a dejar vivir a la abuela con San Pablo. La guerra está declarada entre el apóstol y el Papa, ¡Pobre Inocencio IV! ¡Bueno le va a poner Celestina!
Estaba yo escribiendo estas palabras, cuando oí un golpe en la puerta y me vi entrar a Celestina muy sofocada.
—No comprendo—acabó por decir cuando pudo recobrar el uso de la palabra,—no comprendo que la señora dé tanta importancia a lo que dice un «inocente.»
—Inocencio IV no era un inocente—repliqué.—Fue, por el contrario, un gran Papa que se llamaba Inocente como tú te llamas Celestina.
—¡Bah!—dijo Celestina incrédula;—la señorita no me hará creer que nadie se llame Inocente sin tener buenas razones para ello.
Y me dejó muy indignada por lo que ella llamaba mi obstinación en defender a aquel «inocente.» Tenía yo razón al exclamar: ¡Pobre Inocencio IV!
18 de octubre.
Hoy he dado un buen paseo con el que no contaba. Estaban dando las dos cuando la campanilla sonó alegremente a impulso de un mano viva y nerviosa.
—Es la señorita Francisca, seguramente—dijo Celestina, yendo a abrir sin apresurarse.
Era ella, en efecto, que venía con Petra Brenay, Genoveva Ribert y sus madres, a buscarme para dar un paseo. Acepté con entusiasmo. La abuela tiene dificultad para andar y me confía con placer a esas señoras que me acogen siempre con gran amabilidad.
Genoveva y Petra son, como Francisca, de mis más antiguas amigas, y, como yo, son aiglemontesas de nacimiento.
Genoveva nuestra decana, frisa en los veintiocho años. Es una morenita delgada y esbelta, de facciones acentuadas y dulces al mismo tiempo. Elegante sin exceso, piadosa sin mogigatería y adicta sin ostentación, es enteramente mi ideal. A ella es a quien confío más fácilmente mis pensamientos, y la abuela, que aprecia mucho el carácter firme y leal de Genoveva, protege nuestra intimidad. Genoveva quiere permanecer soltera por gusto, según dice ella, pero la abuela, que no podría soportar semejante inconveniencia, asegura que es más bien por abnegación para su madre, a la que cuida y consuela en sus dolores físicos y morales. Yo soy de la misma opinión.
Petra es extremadamente fina y menuda, muy rubia y con una aristocrática silueta. Es la gracia hecha mujer, aunque un poco caprichosa y fantástica y algo niña mimada. Su padre, el Barón de Brenay, no ve más que por los ojos de su querida hija, que es la única bonita, la única bien nacida y la única posible. A fuerza de oírlo repetir, Petra lo cree y espera con serena convicción la hora encantadora y deseada en que la renta de sus veinte mil pesos de dote, o sean seiscientos pesos, le atraerán algún millonario por marido. Los señores de Brenay desean el millón, como es de suponer, y Petra, hija respetuosa, comparte enteramente las opiniones de sus padres. Está convenido que Petra no se casa con menos de un millón.
—No se puede vivir con menos de seis u ocho mil pesos al año—dice a cada momento el Barón de Brenay.
—Es lo justo para no morirse de hambre—añade la Baronesa.
Y como los dos tienen una fe ardiente y convencida en el valor de la partícula «de» colocada delante de un nombre, conservan la dulce o inocente ilusión de que toda la humanidad participa de esa fe. Un riquísimo plebeyo será indudablemente muy halagado al depositar a los pies de la divina Petra un número incalculable de billetes de banco... Esperan a ese novio ideal y le aceptan de antemano con una condescendencia muy divertida. Muchas veces nos reímos entre nosotras de los sueños dorados de Petra, pero sin permitirnos discutirlos. Los dogmas de fe no se discuten.
Dejando a las mamás que hablasen entre ellas, tomamos rápidamente la delantera en cuanto estuvimos fuera de la población.
—Y bien, Magdalena—exclamó de repente Francisca,—¿sigues defendiendo a las aiglemontesas?
—Como las ataques mucho, puede ser.
—¡Ah! veo que cedes, caballeresca Magdalena—exclamó Francisca triunfante.—El otro día te alzabas en los espolones como un gallo inglés.
—Si alguien enseñaba los espolones—dije reprimiendo una fuerte gana de reír,—no creo que fui yo...
—No, joven virtuosa; confieso que debió de ser mi modesta persona la que se agrió con los golpes repetidos que me asestan ciertas malas solteronas...
—Si tú las provocas, no tienes más que lo que mereces.
—Eso es, métete en esa pandilla, y contra mí además... ¡Ah!—dijo Francisca dando un gran suspiro,—bastante desgraciado es pensar que se va una a enmohecer como las otras en la piel de una solterona...
—Nadie te obliga a enmohecer—objetó Genoveva.
—Sí, se acartona una a pesar suyo cuando el celibato le ata las alas.
—Pues bien, cásate—exclamé.
—¡Ah! como llegue a pasar al alcance de mi mano un pretendiente, os prevengo que salto a él y de grado o por fuerza le llevo al cura y al alcalde.
—¿Aunque no te guste?...—pregunté interesada.
—Un pretendiente gusta siempre.
—¿Aunque sea feo y viejo?
—Me tiene sin cuidado—respondió Francisca con su desenvoltura habitual.
—¡Oh!—dije indignada.—No creo que te casaras con alguien que no te gustara...
—¿No?... Como que le iba a dejar... ¿Estás todavía en los dichosos tiempos de los matrimonios por amor?
—¡Cómo!—exclamé consternada.—¿No estás tú ya en ellos?
—El amor sublime...—respondió la incorregible burlona;—creo que no me sentaría bien.
—Dices tonterías—hizo observar la prudente Genoveva, también muy sofocada.
—Tonterías... no. En realidad—añadió Francisca viendo que había ido demasiado lejos, estoy hablando en broma.—Me sacáis de mis casillas con vuestros gustos de celibato. Es horrible volverse un ser ridículo, malo, maldiciente y charlatán... una sobra.
—Yo no creo ser una sobra—protestó vivamente Genoveva.
—Tú, puede que no—concedió con generosidad Francisca,—pero las demás... Dios mío, no es ese mi ideal.
—Ni el mío—afirmó Petra.—A mí me gustará comerme el dinero de un marido muy rico.
—¡Comerte el dinero!—objeté.—¿Es eso todo lo que tú ves en el matrimonio?
—Evidentemente—respondió Petra con su gran aspecto de las cruzadas.—Comprenderás que si me caso con un plebeyo rico, no voy a pasar el tiempo en amar a ese caballero... Amar a su dinero y hacerle valsar, es otra cosa...
—Pobre plebeyo—dijo Francisca con compasión.—Estoy segura de que le harás ver que es un honor para él dejarse roer el dinero por tus lindos dientecitos aristocráticos.
Petra sonrió sin responder.
—¡Bah!—replicó Francisca sin poderse contener, una partícula no es cosa que se come...—¿Qué le vas a dar en cambio a tu marido?
—Nada—respondió Petra desdeñosa.
—Pobre señor; su vida va a ser un perpetuo viernes...
Genoveva, para cambiar de conversación, nos llamó la atención sobre el paisaje de otoño que se ofrecía a nuestra vista.
—No, no, Genoveva, nada de poesía; nada de hojas muertas o a punto de morir... Estoy harta de eso... Hace veintitrés años que estoy contemplando las bellezas de nuestro pueblo y ya no me entusiasma la Naturaleza... Es aburrido.
—Qué alma de artista—murmuré in petto; y después, armándome de valor, me atreví a hablarles de mis estudios sobre las solteronas. Francisca aprovechó la ocasión para lanzar gritos de horror, que Petra imitó a la sordina. Envalentonada por la mirada de aprobación de Genoveva, conté mis descubrimientos sobre el origen de las solteronas y les dije que en los pueblos polígamos no las había.
—¿No?—exclamó Francisca.—Pronto, Petra, vámonos a esos pueblos felices.
—No creas que me conformaría con la vida de harén—respondió Petra en tono desdeñoso.
—Es verdad—exclamó Francisca;—ya he dicho otra tontería.
—No me extraña—dijo dando un suspiro la pobre señora de Dumais que nos había seguido.
—Esperaba eso de mamá—respondió Francisca con filosofía.
A mí tampoco me extrañan las reflexiones maternales...
Cuando llegamos a mi casa ofrecí a todas las señoras una taza de té. Las de Brenay y Dumais tenían prisa por volver a sus casas, y rehusaron; pero las tres jóvenes aceptaron. Celestina, que sabe cuánto me gusta tomar un refrigerio al volver de paseo, lo preparó todo en seguida, y entre una galleta y una tostada continué mis confidencias.
La idea de que San Pablo, con gran escándalo de la abuela y gran contento de Celestina, era el padre de las solteronas, divirtió mucho a mis amigas. Francisca, que tiene siempre ideas originales, me pidió que llamase a Celestina para contemplar su gozo. Hícelo yo de buen grado y pedí una cosa cualquiera a mi buena vieja para explicar mi campanillazo.
—Y bien, Celestina—dijo Francisca,—San Pablo es un gran santo...
—Sí, señorita—respondió respetuosamente Celestina, que pareció mirar a Francisca con mejores ojos.—No es como ese inocente...
—¿Qué inocente?—interrogó Francisca asombrada.
—Ya te contaré eso dentro de un momento—dije.—Vamos, Celestina, dinos lo que piensas de San Pablo—continué dirigiéndome a la anciana, que se obstinaba en pasarse la mano por las narices como para quitarse una humedad molesta.
—Pienso—respondió la aludida, a la que halagaba la atención de que era objeto,—pienso que Dios ha enviado a San Pablo para impedir que las jóvenes se pierdan casándose.
—Pero, Celestina—dijo Genoveva con una débil sonrisa,—no es una perdición el casarse.
—Sí, señorita—aseguró Celestina;—en los hombres es puro vicio y en las mujeres una torpeza...
—¡Bueno!... Ya está la especie humana rápidamente juzgada—exclamó Petra en medio de las risas de todas.
—Pues bien, Celestina—añadió Francisca muy seria,—encuentro que tiene usted razón. En su lugar de usted daría algún paso cerca del señor cura para obtener que Santa Catalina, que es una solterona de pacotilla, sea puesta en la puerta de la corporación y que San Pablo sea nombrado patrono en su lugar.
—¡Cuánta razón tiene la señorita y qué bien estaría eso!...
—Me apresuré a despedir a Celestina e hice reproches a Francisca. La aturdida no ha pensado que Celestina va a tomar todo esto en serio y acaso a intentar con el cura el paso aconsejado... En fin, ya veremos.
Reanudé mi narración de las solteronas para explicar el «inocente» de Celestina, y aquello fue un concierto de risas. Francisca por poco se ahoga con una castaña en dulce y Petra se atragantó completamente al beber el último sorbo de té.
Por fin se restableció el silencio y emprendimos una nueva conversación más seria, aunque sobre el mismo asunto.
Genoveva me preguntó con qué objeto hacía mis investigaciones, y le respondí que todo mi deseo era encontrar libros que me inicien en la introducción de las solteronas en la sociedad moderna, pues hasta ahora no me daba cuenta más que de la solterona involuntaria.
—Mi madre debe de tener algo sobre eso—dijo Genoveva después de reflexionar.—Buscaré y te enviaré todo lo que encuentre.
—Le di las gracias con efusión, y como se hacía tarde, unos campanillazos vinieron a poner término a nuestra alegre conversación. Era que venían a buscar a mis amigas.
Francisca fue todavía la que tuvo la última ocurrencia. Había ya salido de la antesala, cuando, dando media vuelta, vino hacia mí y me dijo con su gracia acostumbrada:
—Hasta la vista, solterona...
—Adiós y gracias—repitieron en coro Genoveva y Petra.
—Adiós, hasta la vista, muchachas...—respondí gozosa, mientras se restablecía el silencio en nuestra tranquila casa y resonaban todavía a lo lejos las notas del alegre terceto.
¡Solterona!... Pues bien, acepto el augurio...
20 de octubre.
Con gran desesperación de la abuela, Genoveva me envió al día siguiente los libros prometidos y desde entonces los leo y los devoro. Aunque la abuela dice que estoy ridícula con mis solteronas, la verdad es que las encuentro un serio interés. Mis estudios me deleitan y los continúo.
Hubiera deseado encontrar otra Isabel de Francia para tener derecho a sentar un sólido juicio sobre una base no menos seria; pero con gran sentimiento mío, la vocación del celibato no parece haber sido voluntaria en los siglos pasados. Casarse es decididamente una cosa de un orden esencialmente natural y parece que la solterona por gusto es una creación exclusivamente moderna.
¿De dónde viene?
Eso es lo que he procurado investigar con una paciencia tan extraordinaria como inusitada. He reanudado mis estudios en pleno feudalismo, en medio del vigoroso impulso del espíritu caballeresco. Me ha parecido curioso estudiar esa época, ya muy brumosa, en la que «Mi Dios y mi Dama» era el grito de los infanzones que iban a la batalla con una cruz en la mano y los colores de la señora de sus pensamientos en el corazón. Eso difiere un poco de nuestros jóvenes modernos, que no han conservado, evidentemente, esas nobles maneras.
¿Qué era esa dama evocada por la imaginación de nuestros antepasados?
Algunas veces era una delicada niña de púdica sonrisa; con frecuencia era la esposa de algún caballero renombrado, pero ni una sola vez, que yo sepa, se la encuentra bajo las facciones de una honrada y casta solterona. El estado neutro de que hablaba el Papa no está muy en honor ni en el mundo eclesiástico ni en la sociedad seglar. Preciso es añadir, por otra parte, que el enorme éxito de lo que se llamaba tan exactamente «cortes de amor» no era para fomentar el estado de virginidad ni para darle muchos elogios. El espíritu caballeresco, basado en el amor, debía ser hostil al celibato, y todas sus adoraciones y homenajes se dirigían a aquellas que, lejos de estar armadas contra los sentimientos tiernos, sabían animarlos graciosamente.
La caballería, a pesar de la aureola con que ha llegado hasta nosotros, no se alimentaba exclusivamente de flores azules cogidas en el país del ideal. Práctica y dura, apreciaba muy bien las especies contantes y sonantes o los hermosos dominios dorados por el sol.
El sistema feudal, al privar a las hijas de toda fortuna, aumentó considerablemente el número de las muchachas pobres y, por consiguiente, imposibles de casar, pues en aquel noble tiempo de sentimientos caballerescos hacía falta un dote para conquistar un marido. La historia no nos dice si bardos o trovadores consagraron a este asunto, sin embargo tan interesante, sus versos y sus melodías. Es de creer que ni unos ni otros hubieran logrado transformar una sociedad que exaltaba a la mujer y buscaba el dinero.
La nobleza y la burguesía, encontrando la mayor facilidad para desembarazarse de las hijas sin soltar dinero, preferían darlas sin dote al convento a dotarlas para casarlas.
Pero las dificultades de la vida se acentuaban para las jóvenes casaderas y para los conventos que las servían de refugio. El número de monjas obligadas crecía hasta tal punto, que ciertas casas faltas de recursos tuvieron que recurrir a la bondad real para obtener algunas larguezas. Luis XIV permitió a algunas comunidades aceptar dotes a condición de que se dedicasen a la instrucción profesional de las hijas del pueblo. Pero con esta ocasión se renovaron los antiguos edictos para los conventos ricos con agravación de las penas para los infractores. El Parlamento de París castigó a las religiosas de la Virginidad por haber medido una vocación «más al peso del metal que al del santuario.»
La sociedad meticulosa de la época prefería la desgracia de sus hijas en un claustro, a su dicha relativa en el mundo, en el que no se admitía el celibato. Las conveniencias lo mismo que el espíritu religioso de la época se oponían a este último partido.
Los predicadores tronaban en el púlpito contra el entristecedor espectáculo del celibato involuntario, y uno de ellos llegó a decir que las hijas solteras que se quedan en el mundo son en él objeto de escándalo y un obstáculo a las buenas costumbres.
¿Cómo, después de esto, atreverse a permanecer solterona? Era necesario tomar el camino del claustro, donde nadie pensaba en averiguar el grado de vocación que llevaba a tantas pobres almas.
Los moralistas hablaban también en favor del matrimonio, demostrando, como Montesquieu, que «cuanto más se disminuye el número de los matrimonios que pudieran hacerse, más se corrompe a los que están ya hechos: cuantas menos personas casadas hay, menos fidelidad existe en los matrimonios, como cuando hay más ladrones existen más robos.»
Y como la causa del matrimonio no avanzaba un paso, se decidió dejar resueltamente a un lado a las jóvenes feas y pobres para dar, al menos, a las que no lo eran un puesto más ancho en el mundo. Un sabio casuista, el padre Bonacina, jesuita, declaraba «exenta de pecado a la madre que desee la muerte de sus hijas sino puede casarlas a su gusto a causa de su fealdad o de su pobreza.»
Con el convento para las unas, el matrimonio para las otras y la muerte para las que no entraban en ninguno de los dos estados, pudiérase creer que en adelante no habría ya esas desgraciadas jóvenes cuya vista producía en la conciencia pública el efecto de un remordimiento. Pero la especie no quiso desaparecer. Al fin del siglo XVIII, el moralista Sebastián Mercier declara que «en todas las casas burguesas de París se encuentran cuatro jóvenes casaderas por una casada.»
Dejé la pluma, pensativa, reflexionando que en provincias, a la hora actual, el matrimonio está por lo menos tan abandonado como en tiempo de Sebastián Mercier, cuando la abuela me arrancó bruscamente de mis demasiado sabias meditaciones.
—Un poco de memoria, Magdalena. Olvida que tenemos que ir esta tarde a ver a la señora de Brenay.
—Es verdad—exclamé,—no me acordaba...
—Las solteronas te hacen perder la cabeza, pobre hija mía... Vamos, despáchate. Voy a ponerme el sombrero y te espero en el salón.
En diez minutos hice el milagro de estar compuesta y acicalada. La abuela, satisfecha, se dignó sonreírme con una benevolencia en la que entraba un poco de inocente admiración.
Pasar de repente de la calma absoluta a una intensa tempestad, es siempre desagradable, y esto fue lo que nos sucedió a la abuela y a mí. Dejamos la apacible tranquilidad de nuestro home y nos encontramos en pleno huracán en casa de los Brenay.
El señor de Brenay, que no parece más que raras veces por su salón, estaba paseándose con agitación febril que sacudía con bruscos movimientos sus bigotes largos y retorcidos. La de Brenay, desplomada en una butaca, parecía aniquilada y olvidaba por completo el cuidado de conservar sus maneras aristocráticas. Petra, muy encarnada y como vergonzosa, estaba mordiendo rabiosamente el pañuelo. Era indudable que caíamos en plena escena de familia. La abuela y yo cambiamos rápidamente una mirada de estupor, pero era imposible retroceder.
El salón de los Brenay, siempre tan animado, tan alegre, tan en armonía con los gustos de los dueños de la casa, me pareció ensombrecido por negras nubes cuando tomé posesión de una silla al lado de Petra. El señor de Brenay, hombre muy corrido, creyó que debía, en cuanto se cambiaron los primeros cumplimientos, ponernos al corriente de lo que motivaba semejante perturbación en su interior.
—Esta democracia...—dijo con un desdén exasperado,—esta democracia es audaz en extremo... ¿Creerá usted, señora, que un teniente de infantería... sin apellido... casi sin fortuna... mil doscientos pesos de renta—¿qué es eso?—se atreve a levantar los ojos hasta mi hija?
—Audaz es en efecto—dijo la abuela en tono de broma.—Un gusano de la tierra enamorado de una estrella...
—Precisamente—exclamó Brenay con acento de aprobación.—El teniente Cotorrac...
—¿Es posible—dijo la señora de Brenay confundida,—que con semejante nombre se atreva a pensar en mi hija?...
—¡Ah!—gimió Petra,—estoy avergonzada... Qué apellido para anunciar en un salón... La señora de Cotorrac...
La desesperación de Petra era tan franca, que reprimí valerosamente toda hilaridad. Y tuve mérito, porque la escena era divertida.
—¡Cállate, hija mía, cállate!... Ese ganapán, ese perdido merecería seis meses de castillo por haberse permitido pensar en ti... ¡Si volviera el antiguo régimen!
—Si se nos permitiese solamente hacer que nuestros criados dieran una buena paliza a esos insolentes...—acentuó la señora de Brenay,—no pasarían estas cosas.
—Dios mío—se atrevió a decir la abuela, bastante divertida en el fondo por aquella tragicomedia.—¿Creen ustedes que el crimen no tiene excusa?... Petra es tan linda y tan seductora...
—Mi hija no debe ser linda ni seductora para quien no es de su clase—gruñó el padre.
—Un pobre diablo puede tener ojos—añadió la abuela,—y hasta corazón... Y si ese pobre diablo es un oficial y tiene mil doscientos pesos de renta... la cosa cambia de punto de vista.
—No cambia nada—exclamó Brenay.—¿Es bien nacido?... No... ¿Tiene fortuna?... No... ¡Ah! el lado vergonzoso del negocio es que ese mozo afirma que está loco por mi hija...
—Papá, por Dios, no repitas semejante cosa...
—¿Y qué?—preguntó la abuela.
—Que es un amor inadmisible—respondió Brenay con su voz más mordaz,—que estoy seguro de que hace estremecerse de horror en sus tumbas a todos los Brenay pasados...
—Sin contar los Mauval a que yo pertenezco,—apoyó la de Brenay.
La abuela se esforzó en vano por establecer que la respetabilidad personal, las cualidades del joven, su sinceridad y su lealtad evidente eran dignas de otra acogida. Ni el señor de Brenay ni su mujer quisieron conceder nada, y Petra, herida en su amor propio, no consintió tampoco en deponer su cólera.
Después de un cuarto de hora de una conversación difícil, cuyo asunto era imposible de cambiar, tan violenta era la exasperación reciente, la abuela se levantó con gran satisfacción mía. Yo, que me complazco mucho habitualmente con la compañía de Petra, fui feliz al dejarla. Tales prejuicios de casta, o de pandilla, como diría Francisca, son tan extraordinarios que me producen el efecto de un gran anacronismo.
—¡Bah!—dije a la abuela, que estaba un poco sublevada con lo que acababa de oír;—supongamos que vivimos en el siglo XVIII en lugar de encontrarnos en el XX, y todo será natural...
—Las enseñanzas de la historia son letra muerta para muchos—murmuró la abuela...—Es curioso—añadió,—el ver cuántas personas inteligentes hay entre nosotros a quienes la historia no ha enseñado nada.
—¡Aprender!... Esa es toda la filosofía de la vida, abuela querida... Pides demasiado.
La abuela, sorprendida, me miró atentamente.
—Acaso tengas razón—añadió cuando se dio cuenta de que era yo quien había hablado.—En todo caso, la pobre Petra está en la dolorosa vía del celibato.
—¡Dolorosa!... no, abuela, muy feliz.
Y para ahorrarme un sermón de la abuela, desaparecí prontamente de su horizonte. Abríase ante mí la puerta de mi casa y me metí en ella más que de prisa.
22 de octubre.
Mis investigaciones van tomando cuerpo... Las solteronas se enredan en una madeja inesperada. Estaba yo gimiendo en mi interior por las dificultades de mi tarea, cuando la Providencia, bajo las facciones del padre Tomás, vino a llamar a la puerta de la abuela. El buen cura deseaba averiguar el estado de nuestras cabezas y el de nuestros corazones.
Apenas entró en el salón, iluminado por un lindo rayo de sol, que aureolaban los primeros fuegos del hogar en un dulce resplandor, cuando llegaron también la de Ribert y Genoveva para informarse del resultado de mis lecturas.
La abuela no reanuda sus días de recibir hasta noviembre, pero acoge con gusto a las personas de nuestra intimidad que se presentan. No cierra su puerta desde julio hasta Todos los Santos más que a los indiferentes que, con pretexto de interés, van a casa ajena a informarse del matiz de las ideas y del aspecto de las caras para inventar historias sorprendentes e inverosímiles.
Me puse tan alegre por aquella doble visita que de buena gana hubiera saltado al cuello del cura y al de la señora de Ribert para manifestarles mi satisfacción. Me indemnicé de la imposibilidad absoluta de hacerlo precipitándome a las mejillas de Genoveva que recibieron cada una dos sonoros besos.
La de Ribert es el vivo retrato de su hija o más bien, ésta es la reproducción exacta de lo que ha debido de ser su madre. El cabello gris de la de Ribert, parece ser el sucesor designado de la opulenta cabellera de Genoveva. Sólo ha cambiado el talle, engruesado por la edad, y, sobre todo, ha venido la enfermedad triste e implacable que la mitad del tiempo clava a Genoveva en la cabecera de su madre, sin que la una ni la otra pierdan por eso una sola de sus sonrisas ni un átomo de su apacible amabilidad.
El padre Tomás, conocido y apreciado por el pueblo entero, lo que no es frecuente en Aiglemont, es también íntimo de los Ribert. El cura sacó en seguida la conversación de las solteronas, ayudado por la de Ribert, apasionada por todo lo que se refiere a la evolución femenina. Es, al contrario que la abuela, enemiga del matrimonio y se dice por lo bajo que su marido, muerto hace muchos años, no la hizo precisamente feliz.
—Y bien, ¿cómo van esos estudios?—dijo el cura con una risa sonora que hizo estremecerse hasta las tenazas de la chimenea.
—Están suspendidos, señor cura.
—¿Por qué?
—Porque no encuentro el lazo que debe unir a la solterona involuntaria de otro tiempo con la de hoy. He llegado casi al fin del siglo XVIII y me falta una Princesa Isabel...
—¡Dios mío!—gimió la abuela,—no se concibe semejante obstinación.
—Sí, señora, ciertamente—respondió el cura con bondad.
Y añadió dirigiéndose a mí:
—Si necesita usted absolutamente una princesa, me parece que la Corte de Luis XVI le ofrece una solterona distinguida...
—¡Qué aturdida soy!—dije con convicción.—Es verdad, olvidaba a madama Isabel, la hermana de Luis XVI...
—Sí, madama Isabel, sin hablar de otras ilustres solteronas. En cuanto al lazo que usted reclama entre las solteronas involuntarias y las voluntarias, existe muy claro. ¿Qué hace usted de la Revolución y del Código de Napoleón?...
—Nada absolutamente, señor cura—dejé escapar a pesar mío.—Esas dos cosas no me dicen nada que valga.
—Pues es un error—respondió el cura.—La Revolución y el Código de Napoleón, por el establecimiento de principios nuevos y por la abolición del derecho de primogenitura, han dado a las jóvenes de las clases acomodadas una independencia real para permitirles vivir como les acomoda. De aquí se deduce...
—¿Entonces, señor cura—preguntó la de Ribert muy interesada,—usted cree que la Revolución y el Código entran por mucho en este temor del matrimonio que manifiestan tantas jóvenes modernas...
—Evidentemente... ¿No se nota ese temor precisamente en la burguesía?...
—Sí, es cierto. Sin embargo...
—No hay sin embargo—afirmó el cura con autoridad.—Desde el momento en que se suprimió el derecho de primogenitura y la mujer mayor, no casada, fue admitida a gozar de sus bienes, se ha desarrollado, por la fuerza de las cosas, el gusto por el celibato voluntario. Abra usted el Código...
—No, no—dijimos en coro,—la cosa no es distraída.
—Pues bien, no le abran. Pero si le abrieran, verían que la mujer soltera es más generosamente tratada que la que se encuentra bajo la potencia del marido. La primera goza de todos sus derechos en cuanto es mayor de edad; la segunda es una eterna menor.
—Pero dije cautivada por la demostración;—entonces usted cree...
—Sin duda, sin duda—replicó el cura.—Es claro que al convertirse la soltera en protegida del Código, el celibato, hasta entonces objeto de aversión, adquiere rápidamente, bajo el imperio de nuevas costumbres, toda la apariencia de una posición escogida.
—Si lo que usted dice es exacto—repuso la abuela olvidando su antipatía por este asunto,—habría que buscar en esa transformación de las leyes el comienzo de otras muchas evoluciones.
—Así lo creo, señora—respondió el cura.—La evolución femenina de que habla todo el mundo, me parece que no tiene otra causa primera. Los cambios de hechos acarrean siempre cambios de ideas, cuando no es el cambio de éstas lo que produce el de los primeros.
—Es curioso, muy curioso—exclamó la de Ribert.—Sin embargo—objetó,—no comprendo bien la importancia extraordinaria que da usted al Código de Napoleón desde el punto de vista femenino.
—Va usted a comprenderlo—respondió el cura, muy contento por la atención de su auditorio.—Por primera vez en la historia de los siglos, la mujer de las clases acomodadas es llamada de soltera a la libre posesión de sus bienes de familia. ¿Cómo quiere usted que tal evolución no traiga consigo otra?
—Es verdad—dijo Genoveva,—todo se enlaza.
—Usted me comprende, señorita Genoveva—dijo el cura con una mirada de aprobación.—La mujer que posee, es naturalmente una mujer que obra y llega a ser por la fuerza de las cosas una personalidad con la que hay que contar.
—¡Qué lejos estamos—exclamé,—de las leyes de Manou, del Génesis y del Corán!... Unas y otras declaraban con una notable unanimidad que la mujer sin marido no era nada y no podía nada...
—Sí—aprobó el cura,—todo está muy cambiado. Las mujeres, que no eran nada en otro tiempo, están a punto de serlo todo, gracias a las solteronas—añadió con malicia.
—¡Todo!—exclamó la abuela.—Las solteronas son entonces, según usted, abominables feministas....
—No, no—respondió el cura divertido por la alarma de la abuela.—Usted exagera... Afirmo sencillamente que la posesión legal de los bienes fomenta en la soltera el desarrollo de su personalidad. Y hay que confesarlo, no se puede creer que el desarrollo de la personalidad en la mujer sea un excelente factor de matrimonio.
—Es verdad—aprobó la de Ribert.—La independencia de bienes provoca la de la voluntad y la de la mente. No querría deducir que la independencia del corazón sigue el mismo movimiento, pues eso traería serias consecuencias. Pero hay una evidente propensión a un individualismo que, como usted dice, está muy lejos del matrimonio.
La abuela no pudo contener una exclamación de horror.
—Sí—dijo el cura pensativo sin ocuparse ya de los suspiros de la abuela,—el individualismo es ahora una especie de contagio. Es la idea fija de muchas jóvenes... ¿Es un bien o un mal?... El porvenir lo dirá. Por el momento, se hace un pedestal a la mujer moderna sin pensar que, acaso, el individualismo llegará a ser sinónimo de egoísmo...
—No, señor cura—respondió Genoveva con energía.—Se puede tener una personalidad bien caracterizada sin caer en el horrible defecto que usted señala.
—He dicho «acaso» y no «ciertamente...» Hay en esto un escollo, un gran escollo. Muchas jóvenes—añadió con tristeza más acentuada, mirándome con fijeza;—muchas jóvenes de las mejores y de las más inteligentes, no sienten ya la necesidad de apoyarse en el brazo de un marido...
—Y bien—dijo alegremente la de Ribert mientras la abuela volvía a suspirar,—tanto mejor... Puesto que se dice que ya no es posible casar a las hijas, dichosas la que no tienen la vocación del matrimonio.
—Sí, lo concedo—dijo el cura.—¿Pero por qué ese estado de alma reina precisamente entre las jóvenes que se casarían más fácilmente? Sí, es bueno en general que las jóvenes no coloquen en el matrimonio su única probabilidad de dicha...
—¡Pobre probabilidad!—interrumpió la de Ribert.
—...Es preciso, sin embargo, no complicar la situación haciendo que se implante demasiado ese miedo del matrimonio.
—Eso es lo que me canso de decir—exclamó la abuela.—Es malo, es espantoso...—acabó en el último grado de la indignación.—¡Ah! señor cura, señor cura... ¿Qué ha hecho usted de Magdalena?
—Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?—parodió dulcemente el sacerdote.—Pero señora,—continuó con más vivacidad,—no he hecho nada malo de Magdalena, que yo sepa. Es verdaderamente buena,—añadió con la satisfacción del que se complace en su obra moral, mientras sus buenos ojos se fijaban en mí con una indulgencia enteramente paternal.
—Sí, lo concedo, no es mala—dijo la abuela halagada en su amor maternal.—Pero esa personalidad... ese modo de bastarse a sí misma...
—Ya sé, ya sé—replicó el cura confuso.—Verdaderamente, no había previsto ese peligro.
—¡Un peligro!—exclamó la de Ribert, contenta al ver al cura habérselas con la abuela.—¿Dónde ve usted ese peligro?
—Un peligro desde el punto de vista del matrimonio, se entiende—explicó el sacerdote.—Involuntariamente, al armar a las muchachas para el famoso struggle for life, las armamos contra el matrimonio. En el día en que sienten verdaderamente que son alguien, saben por esto mismo razonar. Ahora bien, el razonamiento mata la ilusión; la ilusión perdida da el golpe de muerte a la confianza; y aniquilada la confianza, ¿dónde quiere usted que se coloque el amor en un corazón femenino?... Pero, en realidad—continuó el buen cura levantando la cabeza con confianza,—Magdalena no ha dicho que renuncia al matrimonio.
—Sí, sí, haga usted el buen apóstol... ¿No ve usted que va por ese camino?
—Todavía no, señora. Magdalena está en el período de la reflexión.
—Admito que reflexione sobre tal o cual pretendiente, señor cura, pero sobre el matrimonio... sobre el matrimonio...
—San Pablo, señora...
—No me hable usted de San Pablo, por amor de Dios—dijo la abuela con agitación.
—Y bien, Magdalena—preguntó la de Ribert para evitar a San Pablo una nueva algarada;—¿qué tiene usted que reprochar al matrimonio, hija mía?
—El marido—respondí con sincera convicción.
—¡El marido!—exclamó la de Ribert riendo, con gran contento de Genoveva, que gozaba deliciosamente de la alegría de su madre.—¡El marido!... Qué gran verdad...
La abuela, consternada, nos miraba a las tres alternativamente con tal expresión de reproche, que el cura tomó el prudente partido de dejarnos para cortar la conversación. La de Ribert y Genoveva se quedaron todavía unos instantes, y cuando vieron tranquila a la abuela, se levantaron con la promesa de vernos muy pronto.
—Estas señoras son muy amables—dijo la abuela en cuanto se marcharon,—pero es lástima que tengan ideas falsas... ¡Qué mal se razona ahora!... En mi tiempo no era así.
—En tu tiempo, abuela—repliqué apoyando dulcemente la cabeza en su hombro,—todo el mundo era perfecto.
—Aduladora—respondió la abuela dándome un beso.—Bien sabes que haces de mí todo lo que quieres...
Y se firmó la paz con otro beso.
¡Ah! si la abuela quisiera ser razonable, qué felices seríamos...
24 de octubre.
Hay personas a quienes la suerte se complace en jugar malas pasadas. Y ese es mi caso...
Creía la paz asegurada enteramente entre la abuela y yo y me preparaba a gozar de nuevos días de serena tranquilidad, cuando esta mañana la abuela me dirigió este discurso:
—Hija mía, puedes hacerme justicia...
—No tengo otra intención, abuela.
—Te dejo perfectamente libre para tomar el pulso a tu vocación futura...
Aquí hice un movimiento de cabeza afirmativo.
—Pero estimo que si esos estudios preliminares van a durar diez años...
—¡Adiós!... Estoy cogida.
—...No habrá ya para ti ninguna probabilidad de matrimonio.
—¿Y la señorita Romanot, que acaba de casarse a los treinta y ocho años?... ¿Y la de Ormont, cuya cuadragésimasexta primavera ha conocido al fin los triunfos del matrimonio?... ¿Dónde me las dejas?
—Son ejemplos que no hay que seguir. Considero sencillamente esas uniones tardías como asociaciones amistosas y no como matrimonios.
—¡Bah! todo lo que se busca hoy es una asociación amistosa.
—¡Otra vez!—exclamó la abuela con alguna impaciencia.—¿Soy yo, a mi edad, quien debe recordarte las ilusiones de la tuya?... Dios mío, qué desabridas y singulares son esas muchachas...
—No es culpa mía. La desilusión y la singularidad están en el aire que se respira.
—Empiezo a creerlo—replicó la abuela descontenta.—Pero como quiero cumplir con mi deber a pesar de todo, quiero verte aceptar dócilmente, al lado de tus estudios sobre las solteronas...
Aquí la abuela se encogió de hombros con expresión de supremo desdén.
—...Un examen atento de las proposiciones de matrimonio que se te puedan hacer...
—Abuela, me habías prometido...
—Te he prometido no influir en tu resolución definitiva, sí, Magdalena. Lo que no he prometido es dejarte echar a perder tu vida como lo estás haciendo.
—Abuela—protesté,—soy tan feliz... No trato más que de estar a tu lado.
—Sí, ya lo sé, mala nieta... Y eso es lo que no comprendo... A los veinticinco años encontrarse dichosa sin el apoyo de un marido, no es natural...
—Además, querida abuela, ¿para qué necesito un marido puesto que te tengo a ti?
—¿Para qué?... ¡Ah! Magdalena...
Y la abuela, suspirando fuertemente, me miró con tierna piedad. No me comprende, es seguro, y yo no la comprendo tampoco.
—He recibido hace un momento—prosiguió la abuela,—una esquela de nuestro notario y amigo el señor Boulmet, que me ruega que le reciba a las dos. No me oculta que su visita tiene por objeto un proyecto de matrimonio...
—¡Oh! no, no—exclamé con espanto.—¡Ah! San José...
—He dicho un proyecto y no un matrimonio... Te dejo absolutamente libre de resolver lo que te acomode, pero quiero...
La abuela puso en esta palabra toda su energía.
—...Quiero que estés presente en la entrevista. A los veinticinco años debe una mujer decidir ella misma su vida... Te prevengo que no toleraré más que te sustraigas a la menor petición de matrimonio como lo has hecho hasta hoy.
—Pero abuela—repliqué victoriosa,—sabes que no estaré libre a las dos. La señora de Dumais y Francisca van a venir a buscarme para ir a paseo, de modo...
—Escribe dos letras a Francisca para excusarte—respondió la abuela con su tranquila firmeza de los grandes días.
Cuando la abuela se expresa así no hay más que obedecer, y así lo hice.
A las dos en punto, el señor Boulmet, tieso y atildado como de costumbre, entró en el salón bajo la poco benévola mirada de Celestina, que sospecha evidentemente algo. Habitualmente encuentro muy bien al señor Boulmet, pero hoy me es sencillamente odioso...
Su cráneo desnudo me parecía el receptáculo de un mundo infinito de malos pensamientos; aquellas dos cositas brillantes que esconde bajo sus anteojos de oro despedían para mí fulgores satánicos, y hasta su bigote gris, de aspecto ordinariamente bondadoso, tomó a mis ojos una significación agresiva. Hízome estremecer su perfecta levita negra abierta sobre una correcta corbata, y el alto cuello en que el señor Boulmet aprisiona las gracias conquistadoras que le quedan, me pareció una alusión directa a la dicha del matrimonio.
El señor Boulmet me conoce demasiado bien para no echar de ver que su visita, o más bien, su objeto, me entusiasmaba poco.
—Ea, Magdalena—me dijo después de los primeros cumplimientos,—no ponga usted esa cara tan triste. Qué diablo, un matrimonio no es un entierro...
—Casi—exclamé dando un suspiro.
—Entonces—preguntó el notario volviéndose hacia la abuela,—¿la conversión no se ha verificado?...
—¡Ay!—murmuró la abuela.
—Es muy singular—siguió diciendo el señor Boulmet.—¿Querrá usted creer, señora, que su nieta de usted no es una excepción y que existe esta antipatía por el matrimonio en una gran parte de mi clientela?... Así como las jóvenes sencillas y sin gran instrucción ni dote parecen entusiasmadas por el matrimonio, las dotadas de talento y fortuna manifiestan respecto de él una frialdad significativa.
—Semejante disposición huele a feminismo—dijo la abuela pensando todavía en la conversación del cura con la de Ribert.
—¡El feminismo!... ¡El feminismo en Aiglemont!—exclamó con horror el Señor Boulmet.—Me deja usted estupefacto, señora... Después de todo—añadió volviendo a tomar su aspecto profesional,—tengo tan poco tiempo para ocuparme en semejante cuestión, que me dispensará usted si me declaro incompetente.
—Sí, lo comprendo—respondió la abuela.—Pero dígame usted, entre nosotros, ¿qué piensa usted de estas jóvenes de hoy?
—Que son muy viejas para su edad.
—¡Gracias a Dios que encuentro alguien de mi opinión!—exclamó la abuela triunfante.
—Sí, confieso que estas cuestiones nuevas me confunden un poco y trastornan también mi estudio... Tenemos menos contratos de matrimonio y, sobre todo, menos buenos contratos... Es muy deplorable... Sé que habitamos en un clima templado y que éstos son especiales para las solteras...
—¿Por qué?—pregunté interesada por mis queridas solteronas.
—Porque la acción del clima influye en el desarrollo de la vida de familia y en el temperamento personal.
—¿Cómo?—pregunté con emoción y sorpresa.
—Porque las ideas más serias... una naturaleza más fría... y una gran dificultad para los cuidados materiales son las causas de esta propensión al celibato.
—¡Gran Dios! hacia los polos eso debe de ser un ideal...
—No—respondió el notario sonriendo por mi ardor.—En los países muy fríos las dificultades de la vida son tales y los rigores del clima tan implacables, que la gente se casa con entusiasmo por motivos opuestos a los que hacen de los meridionales celosos partidarios del matrimonio. Allí se necesitan los unos a los otros, y la existencia de una solterona...
—Sería un escándalo—añadió la abuela contenta al ver que había en la tierra numerosas personas sensatas.—Pero—continuó,—no nos extraviemos... Magdalena me ha prometido escuchar cuerdamente la proposición que nos hace usted el honor de trasmitirnos. Cuento con su razón y con sus sentimientos para hacerle comprender que tiene algo mucho mejor que hacer que permanecer solterona...
—Evidentemente—exclamó el señor Boulmet.—Una joven tan bonita, tan inteligente, tan instruida... Una mujer superior...
—Señor Boulmet—dije en tono de súplica, ofendida por unos cumplimientos que tomaba por una burla.
—Con tan hermoso dote—prosiguió nuestro notario,—sería una lástima... Su boda de usted sería para mí la ocasión de uno de mis mejores contratos.
Después sacó una cartera, cogió unos papeles y siguió diciendo:
—Vean ustedes la proposición que vengo a comunicarles. Mi colega de Plany en Val me escribe que está encargado por uno de sus clientes de encontrar una joven de buena familia, de 22 a 26 años, bonita, seria, bien educada y perfecta dueña de su casa, que tenga tanto en dote como en esperanzas...
—¡Oh!—exclamé con indignación.
—¿Qué hay?—me preguntó el notario muy tranquilo.—Acaso la palabra esperanzas... Es el término corriente.
—Sí—respondí mientras sentía en el corazón un agudo dolor,—es el término para hablar de la muerte de las personas queridas... La esperanza, palabra de alegría y de dicha, se convierte en ciertas circunstancias en sinónima de tristeza y de luto...
Boulmet hizo el gesto vago de un hombre que no puede cambiar nada de las cosas y siguió su relato sin que la abuela hubiese manifestado la menor emoción.
—Decíamos que debe tener, tanto en dote como en esperanzas de cuarenta a sesenta mil pesos; Magdalena me ha parecido que estaba indicada. Los 28.600 pesos que tiene de sus padres y los 20.000 que usted le dejará, la ponen en una bonita situación. Sé que para la mayor parte de nuestros modernos «Arribistas» no será mucho, pero como el joven en cuestión se contenta, todo está bien. Así, pues...
—¿Y el joven?—preguntó la abuela.
—¡Ah! es verdad; olvidaba hablar del joven... Pues bien; ese caballero me parece perfecto. Hasta ahora ignoro su nombre y sólo sé que es un industrial del norte del departamento. Linda fábrica de familia, grandes esperanzas, 31 años, bien parecido, buena salud, bien educado, principios religiosos...
—Perfectamente—exclamó la abuela,—queremos ante todo principios religiosos...
—Tiene actualmente 40.000 pesos de capital y gana un año con otro de cuatro a cinco mil pesos.
—Soberbio—exclamó la abuela encantada.—¡Oh! querido amigo, qué agradecimiento...
—Tiene un automóvil, caballos, coches...
—¡Dios mío! qué hermosa vida puedes hacer... Veamos, responde algo, Magdalena.
—Estoy escuchando y espero...
—¿Qué?
—Saber algo del joven.
—¡Cómo! ¿no sabe usted bastante?—dijo el notario sorprendido.—¿Qué más quiere usted saber?...
—¿Cómo es ese caballero?...
—¡Ah! es muy justo—dijo el notario tomando de su cartera otro sobre.—Vea usted su fotografía...
Y dándosela a la abuela, esperó el resultado del examen.
—No es feo...—exclamó la abuela acercándose y retirándose la fotografía a los ojos para ver sus diversas expresiones.—Me gusta esta expresión enérgica, esos ojos francamente abiertos, esta boca medio sonriente... Tiene hermosos cabellos... y buen bigote... Sí, no es feo... Mira, Magdalena.
No eché más que una ojeada a la fotografía, que representaba, en efecto, un buen mozo. Para mí importa tan poco el físico en la cuestión del matrimonio, que no me fijé gran cosa en las facciones de aquel señor que me ofrecían como pudieran ofrecerme otra cosa.
—Ha comprendido usted mal, caballero—dije al notario devolviéndole su fotografía.—Preguntaba cómo era moralmente ese caballero, el señor X... hasta más amplia información.
—No tiene ningún vicio—afirmó redondamente el notario.—Si fuese jugador, mujeriego o borracho, mi colega de Plany no me lo recomendaría tan eficazmente.
—Seguramente—apoyó la abuela muy satisfecha.
—¿Constituye, pues, una cualidad el no ser jugador, mujeriego, ni borracho?—pregunté.
—No, no, no digo eso; pero, en fin, así se tiene la seguridad de que no hay tacha.
—¿Tiene corazón?—pregunté sencillamente.
—¿Corazón?—dijo el notario sorprendido.—Creo que sí; todo el mundo posee en el pecho una víscera de ese nombre.
—¿Se le conocen sentimientos generosos?...
—Diablo, diablo... Eso no lo sé; lo supongo...
—¿Ha sido bueno con su familia?... ¿Es humano con sus obreros? ¿Se ocupa de ellos?...
—¿Cómo diantre quiere usted que yo lo sepa?
—¿Le gusta la música?... ¿Se interesa por la literatura?... ¿Sabe hablar?... ¿Es de los que tienen en la boca más que historias de caza o chismes de política?...
—¡Demonio!—exclamó el digno notario.—Esto no es una proposición de matrimonio; es un examen...
—Sí—respondí sonriendo;—es un examen. El matrimonio es cosa bastante seria para que desee no casarme solamente con una cara y una fábrica. Al lado de los hechos exteriores hay muchas cosas pequeñas que revelan a un hombre. Esas cosas pequeñas son las que yo quisiera conocer...
—Precisamente estoy encargado de solicitar el favor de una entrevista y...
—¡Oh! todavía no—respondí con espanto.—No estoy decidida a tomar en consideración este proyecto, pues no puedo admitir la posibilidad de confiar mi vida a un desconocido.
—Ya le conocerás y le amarás—dijo la abuela con fuego.
—No, abuela, no te hagas ilusiones—objeté moviendo la cabeza.—Entre algunas de mi generación y la generalidad de la tuya hay un mundo de distancia... Vosotras os casabais a ciegas y el amor venía después o no venía. Yo quiero saber con quién me caso. Quisiera conocer a ese elegido, escogerle entre todos y, sobre todo—añadí más bajo,—quisiera amarle antes de casarme, pues después... tendría miedo de que no ocurriera tal cosa...
—¡Dios mío! qué niñería en una cabeza de veinticinco años...—gimió la abuela.—¿Comprende usted, amigo, el estado de alma de estas jóvenes instruidas y razonadoras?
—Puede ser—dijo el notario ligeramente pensativo.—Magdalena tiene alguna razón.
—¿Verdad, caballero?—dije con confianza.—La abuela encuentra extraño que yo no manifieste gran simpatía por el matrimonio... Le aseguro a usted que preferiría mil veces permanecer soltera...
—Es sabido—respondió la abuela en tono seco poniéndose las manos en los oídos para no oír el resto.
—...Antes que hacer una boda como las que veo todos los días... No quiero arreglar un negocio, sino asegurar mi dicha.
—Bueno, pero, una entrevista...—propuso el notario.
—Sí—dije con amargura;—una entrevista en la que los dos estaremos tiesos y falsos iluminará enormemente mi juicio...
—En fin, di adónde vas a parar—exclamó la abuela violenta.—El uso quiere que las cosas se hagan así...
—El uso sí, abuela—respondí dulcemente,—pero la prudencia...
—¡La prudencia!... ¡Eres tú la que habla de prudencia!... No sabes lo que dices... En fin—dijo al señor Boulmet,—dejemos a esta razonadora reflexionar hasta el primero de noviembre. Hasta entonces, usted será tan bueno que tomará los informes complementarios, pues espero que Magdalena consentirá, por darme gusto, en aceptar esta entrevista... Sería una locura el rehusar tal situación...
—Sí—confirmé políticamente al notario,—la situación es tentadora, pero el hombre...
—¡Bah!—respondió bruscamente el notario levantándose para despedirse.—La situación vale lo que vale el hombre...
—Es cierto—confirmó la abuela con seguridad.—Ese caballero me es muy simpático.
—A mí no—respondí por lo bajo, mientras la abuela daba unos pasos para acompañar al notario llenándole de testimonios de agradecimiento.
En cuanto desapareció, la abuela se me acercó bruscamente.
—Y bien Magdalena—dijo con ternura,—reflexiona, te lo suplico... Piensa que puedes darme una gran alegría...
Apoyada en la abuela, que me tenía abrazada y bien apretada contra ella, prometí todo lo que ella quiso... Tengo, pues, seis días para descubrir si quiero o no ver al señor X...
¡Ah! llévese el diablo al señor X... y al notario con él... San José ha escuchado demasiado bien a la abuela...
28 de octubre.
La abuela afecta una expresión de absoluta seguridad. Celestina, que sospecha alguna cosa, me mira con lástima, y esta mañana llegó a decirme mientras la abuela estaba en misa:
—No tenga usted miedo, señorita; San Pablo va a sacarla del mal paso.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy ciega—respondió mi vieja Celestina, y su cara tomó una expresión de astucia tan intensa, que tomé el partido de reír sin pedir otra explicación.
Estoy muy contrariada, y Celestina lo ve muy bien. Paso los días y las noches en las más serias reflexiones y no llego a decidir si quiero o no ver al señorito X...
Para complacer a la abuela, me siento muy capaz de decir sí, y aceptar la entrevista.
Para complacerme a mí misma, me siento igualmente capaz de gritar no, y no aceptar nada.
Cambio de opinión cada cinco minutos, lo que no es para llegar a una solución.
Los estudios que he hecho en estos últimos tiempos sobre las solteronas, unidos a la intervención del padre Tomás, me ilustran asombrosamente. Hasta ahora no lograba comprender por qué me era tan indiferente el matrimonio y, al ver el espanto de la abuela, llegaba a creerme un ser desequilibrado. Ahora estoy tranquila. Veo muy bien que esta indiferencia que yo tomaba por una cosa anormal y alarmante no es más que el resultado de la educación que he recibido y el fruto de una evolución que todo el mundo echa de ver.
No sé si esto es feminismo; pero, en todo caso, mis reivindicaciones son modestas. Quisiera solamente que la sociedad cambiase la manera de casar a las jóvenes y la hiciese más conforme con la educación que recibimos. Si se nos educa con cuidado, si se trata de aumentar el número de nuestras cualidades y de disminuir el de nuestros defectos, si se nos da una educación cuidada y una instrucción extensa, si se nos inicia en el culto de la belleza en todas sus formas, si, sobre todo, se nos forma una voluntad y un juicio personales, ¿es para arrojarnos sin más miramientos en los brazos del primer individuo que pasa?...
Evidentemente, hay en esto una flagrante contradicción.
Para aceptar un matrimonio de este género era necesario que nos preparase a él una educación especial, la de otro tiempo. Entonces se formaban generalmente «tipos flácidos,» como dice el presidente Roosevelt, de esos tipos propios para recibir cualquiera impresión. En cuanto se les presentaba un marido, las jóvenes de ese tipo le aceptaban con los ojos cerrados. El mundo, las conveniencias, la familia y la razón querían ese matrimonio, y era imposible resistir a tales argumentos.
Ahora se ha hecho una revolución.
Si hay todavía jóvenes del tipo «flácido,» las hay que han aprendido a bastarse a sí mismas y, por consecuencia, a pasarse sin el apoyo de un marido.
Esas jóvenes, lejos de ser figurantes, según la graciosa expresión del padre Tomás, se sienten capaces de ocupar en su hogar una categoría equivalente a la de su futuro marido. Sin pensar en destronarle y conservándole las señales exteriores del respeto conyugal más completo, quieren ser amigas, consejeras, confidentes, y no simples criadas solamente admitidas al honor de remendar los calcetines del señor o de presidir al buen orden de las comidas.
Los seres modernos que nos hemos vuelto, las personalidades perfectamente vivientes que se mueven en nosotras, no pueden ir con entusiasmo al matrimonio tal como le comprenden las costumbres provincianas estrechas y desconfiadas, malévolas, celosas y tiránicas.
Sería, pues, preciso tener la facultad de recibir en nuestra casa al joven con quien pudiéramos casarnos y llegar así por el conocimiento al amor. Pero esto está terminantemente prohibido. Recibir jóvenes en una casa donde hay muchachas sin hermanos, sería exponerse a perder la buena reputación y atraerse toda clase de molestias mezcladas con las más estúpidas observaciones.
Mi asunto, pues, es claro.
Si quiero complacer a la abuela, no tengo más recurso que el flechazo. Ver a un caballero, vislumbrarle tan sólo, y enamorarme de él; esto es lo que necesito...
¡Si yo pudiera sentir y razonar como Francisca y Petra no tendría dificultades!... Pero nunca, jamás podré ver un salvador en un marido.
¿Qué hacer?... ¿Negarme a la entrevista?... La verdad es que me dan buenas ganas...
31 de octubre.
Mucho la mujer varía,
Loco quien de ella se fía...
La sabiduría de las naciones habla en este momento por mi boca, sin que mi propia sabiduría la contradiga... Al contrario.
Encuentro tonto el ir así en contra de todo lo que siento; y sin embargo, por complacer a la abuela, primero, y por otro motivo después, acepto la entrevista... Me encojo de hombros por adelantado, pero lo hecho hecho está. Resignémonos a la aventura...
Esta mañana, en la Catedral, mientras esperaba mi vez para confesarme y estaba meditando sobre los proyectos de la abuela, preguntándome si debía confiarme o no a mi confesor, fui distraída de mis pensamientos por un murmullo molesto. Volví discretamente la cabeza para darme cuenta de lo que pasaba, y vi con terror que me había colocado justamente delante de las dos peores lenguas de Aiglemont, dos solteronas, naturalmente. Confieso que mi amor a las solteras se alía muy bien con un justo conocimiento de los defectos de algunas de ellas. Entre muchos ángeles hay algunas víboras. Estaban éstas aguzando sus aguijones a costa del señor cura, del vicario de semana, de cierta capilla mal arreglada, etc.
No presté al principio gran atención a lo que se decía tan cerca de mí y me contenté con experimentar una fuerte distracción representándome la fisonomía feliz de mis dos charlatanas. Sus ojos chispeaban ciertamente de malicia bajo los párpados devotamente bajos y la sonrisa de sus delgados labios debía de ser agria. No pude menos de volverme ligeramente para contemplar el delicioso cuadro que mis falsas santas ofrecían a las miradas del prójimo... Tan ocupadas estaban con sus chismes y tan expertas eran en disimularlos, que no vieron mi movimiento y pude impregnar los ojos a mi gusto en su exquisita hipocresía. Sus palabras me llegaban ahora distintamente:
—¿Quién se confiesa tan largamente?
—La de Bormel.
—Mucho tiene que decir... Mire usted... agita los pies... No parece que está muy a sus anchas...
—Lo creo... Si confiesa la mitad de lo que tiene de qué acusarse, tendrá para toda la mañana.
—¡Es posible!... Es verdad entonces lo que se dice...
—Vaya si es verdad.
—¿Está usted segura de que el capitán Clarmont?...
—Está todo el día metido en su casa...
Púseme en seguida de rodillas para no oír la continuación de la historia, que prometía ser picante aunque poco a propósito para castos oídos. Traté de reanudar el curso de pensamientos más serios, pero me fue imposible... Apenas me había vuelto a sentar el murmullo llegó a mí más fuerte.
Es el cuarto sombrero desde el mes de junio.
—¿De veras?
—Como usted lo oye, querida... Tiene una rosa, otro negro y otro encarnado... El que usted ve es el encarnado... Es indigno de una joven...
Alcé los ojos para contemplar a mi vez el famoso sombrero indigno, y me vi en la sombra de la capilla el perfil de Francisca Dumais debajo del sombrero incriminado. ¡Pobre Francisca! Era de ella de quien hablaban...
—Con dos mil pesos de dote es vergonzoso ponerse tan maja—siguió diciendo una de las solteronas en un devoto susurro.
—Sí—respondió la otra,—así es como se llega insensiblemente a la perdición... Esa chica de los Dumais tiene la simiente de las malas personas.
Hice un esfuerzo para no oír más y hasta tosí con furor. Las habladoras siguieron impertérritas.
—¿Qué le pasa a la chica de Gardier?... Hace un ruido... Es casi indecente...
—Es que se da importancia—respondió la otra por lo bajo...—Piense usted, querida, que el señor Boulmet, el notario, se está ocupando de casarla...
—¿Hace mucho tiempo?
—Me han dicho que estuvo en casa de la señora Sermet, la abuela de esta chica, el sábado último... Entró a las dos y salió a las tres y trece... Ya comprende usted...
—¡Digo!... la buena señora estará muy contenta porque se va a desembarazar de su nieta.
—Lo creo... parece que la muchacha le da una guerra... Tiene un carácter infernal y no hace más que lo que se le antoja...
—No me extraña, porque está muy mal educada.
—Como todas las jóvenes de ahora. ¿Querrá usted creer, amiga mía, que esa chica no quiere casarse?
—¿Es posible?... No me gustan nada tales ideas... ¿Y es seria esta farsante?
—No lo creo.
—Ya decía yo... Habrá probablemente algún oficial bajo cuerda...
Estaba yo tan indignada que me quedé incapaz de todo esfuerzo de voluntad.
¡Cómo!... Yo doy guerra a la abuela, tengo un carácter infernal y, por añadidura, no soy seria... La cosa era fuerte.
Detrás de mí seguía el susurro, pero con pausas. Bien necesitaban tomar aliento... Al cabo de unos instantes las dos buenas almas echaron de ver probablemente que no estaban nada edificantes o se les acabó el asunto de la conversación.
—Querida—dijo una de ellas,—me está usted distrayendo.
—Es verdad—confesó la otra,—y voy a rezar humildemente un diez del rosario para pedir perdón a Dios.
Se puso de rodillas y sentí pasar por mis cabellos su aliento de víbora. Yo también me arrodillé para evitarlo. Estaba furiosa.
En la calma de la capilla apenas iluminada por el resplandor rojizo que entraba por los vidrios, me sentía irritada y nerviosa. Quería rezar y no podía... En vez de formular actos de contrición no hacía más que repetir:
—Estúpidas, perversas, ridículas... ¡Estas solteronas!...
Mi imaginación excitada no tenía en cuenta el sitio en que estaba; y en la sombra del altar, apenas visible entre los fieles, me parecía ver levantarse la silueta de la abuela que me gritaba:
—Ahí tienes lo que tú serás si te obstinas en tus ideas de celibato...
¡Oh! no, no es así. A Dios gracias, no todas las solteronas tienen la devoción llena de hiel ni son tan falsas y mordaces. Si hay entre ellas frutas podridas, no lo están todas, por fortuna, y las hay sanas y agradables de saborear en las relaciones cotidianas... Los pensamientos se agolpaban en mi pobre cerebro y me hacían sufrir. Me preguntaba lo que valen a los ojos de Dios las oraciones de esas malas almas... ¿Las escucha?... ¿Las perdona cuando por toda reparación pasan unas cuentas del rosario creyendo que eso basta para expiar una calumnia o una maledicencia?...
Empezaba a sentirme muy severa para todas esas faltas y sus autoras, cuando me llegó la vez de confesarme.
Las buenas palabras del cura me repusieron tan pronto como las otras me habían desequilibrado. Encontré por milagro mi serenidad habitual y perdoné por completo a mis detractoras.
En cuanto entré en casa corrí al cuarto de la abuela y le dije que estaba decidida a hacer lo que ella deseaba. Le di la segunda edición de la conversación de mis charlatanas esperando un gran acceso de indignación, pero no hubo nada de eso. La abuela sonrió con perfecta tranquilidad.
—¿Tienes la pretensión, Magdalena, de reformar las cabezas y las lenguas?
—De ningún modo, abuela.
—Entonces, hija mía, ¿qué te importa?
—Me subleva oír hablar mal de todo el mundo... y en la iglesia sobre todo.
—Dios está en todas partes—respondió la abuela,—y ofenderle aquí o allá siempre es ofenderle.
Después, cambiando de conversación, la abuela, muy alegre, me anunció que corría a casa del notario para darle la buena noticia y pedirle algunos informes complementarios.
Durante todo el día la abuela mostró una actividad febril y estuvo yendo y viniendo de la casa del padre Tomás a la del notario y viceversa. Aquello era el cuento de nunca acabar. Era tal su gozo, que no se fijó en las cosas que más le chocaban habitualmente. No hizo ninguna observación a propósito de la chimenea, en la que se veía una capa de polvo que databa de la víspera, y soportó heroicamente el pescado quemado que Celestina nos sirvió para castigarnos, por tener secretos para ella.
Parece que el padre Tomás está encantado por la felicidad de la abuela, aunque no comprende muy bien las causas de mi repentino cambio de parecer.
—Después de todo—dijo,—una entrevista no compromete a nada...
Como soy absolutamente de su parecer, empiezo a recobrar la libre posesión de mí misma, que me faltaba esta mañana.
Está convenido que el señor Desmaroy, así se llama el pretendiente, vendrá el sábado próximo. Después de mil conferencias y reflexiones, la abuela se ha decidido por una simple entrevista en casa. Con el pretexto de ver las antigüedades—el tapiz del comedor, por ejemplo, y no a mí,—el notario nos traerá a su protegido. Es la manera más práctica de evitar los comentarios de los habladores, siempre en acecho. El tapiz de la abuela pasa a los ojos de todos por una maravilla, que los amigos de nuestros amigos están en la obligación de venir a admirar. Así todo será natural para Celestina, y nos evitará una crisis de indignación de su parte, que no dejaría de ocurrir si ella supiera...
Ya la alegría de la abuela le parece sospechosa, y esta tarde, en la mesa, cuando pasó a mi lado para servir el postre, le oí murmurar sotto voce:
—Todos estos misterios huelen a casorio...
Hice como que no comprendía. ¿Para qué?
La imaginación de la abuela tiene alas y anticipa grandemente los acontecimientos. Ya le parece que me está viendo en el altar, al que está convenido que debe conducirme nuestro primo el comandante Harmel. Yo creí que aquí se detendrían los arreglos futuros, pero nada de eso. Al darme, hace un momento, el beso de la noche, la abuela me ha preguntado muy seria si me gusta más el terciopelo o el raso...
—¿Para qué, abuela?
—Para tu traje, hija mía, para tu traje de boda.
—¡Mi traje de boda!—exclamé con estupor.—Dios mío, todavía no estamos en ese caso.
Ante la cara de contrariedad de la abuela, contuve la risa, pronta a escaparse. La abuela, seguramente no puede imaginar que yo pueda desagradar al señor Desmaroy, y no se le pasa tampoco por la cabeza que yo pueda renunciar a un partido tan soberbio.
—¡Cuarenta mil pesos de capital!... Cuatro o cinco mil de beneficios!... Es el yerno soñado... Positivamente, si yo lo hubiera encargado a mi gusto, no sería de otro modo... ¡Y sentimientos religiosos!... ¡Qué suerte tienes, Magdalena!...
Magdalena no dice nada, pero piensa. Todo lo que dice la abuela está muy bien. La situación es hermosa, no lo niego, y hasta me gusta mucho... Pero el marido... ¿Me gustará el marido?...
2 de noviembre.
Día de duelo y de tristeza...
La vida está hoy como suspendida, y todos olvidan los cuidados cotidianos para no pensar más que en sus queridos muertos, segados por la inexorable fatalidad y acostados en la tumba donde duermen su último sueño.
La abuela no hace ninguna alusión al señor Desmaroy, y yo sigo su ejemplo, contenta por escapar, durante algunas horas, al pensamiento mortificante del cambio que se prepara.
¡Qué miserables son todas estas fruslerías miradas a la luz de la muerte!... Hay que vivir, sin duda, y es preciso elegir el género de vida que se prefiere; pero, pasada aquí o allí, ¿qué importa la vida?... Lo esencial es evitar el más pequeño mal y realizar todo el bien posible.
La única cosa cierta en esta pobre vida es la implacable ley de la muerte. Sé que moriré, mientras ignoro si seré o no dichosa en la vida que elija. Si me caso, preciso será, tarde o temprano, dejar a mi marido; si tengo hijos, también a ellos tendré que darles un eterno adiós... Multiplicar las afecciones es multiplicar las probabilidades de dolor... ¿Para qué buscar causas de sufrimiento?...
¡Ay!... ¿Qué responder a esto?
Me gusta, en el día de los muertos, una atmósfera gris y obscura, un cielo cubierto y bajo en armonía con la tristeza de los corazones. En aquella mañana el sol brillaba y el azul del cielo, apenas velado por unas nubecillas, se ensombrecía de pálidos tintes bajo la mordedura de los primeros fríos. Lo mismo en el infinito del horizonte que en un círculo más reducido, todo revestía una especie de aspecto alegre que adornaba de poesía a aquella fiesta melancólica de los muertos.
En el camino, atestado de hojas amarillas, desarrollaba sus largos anillos la procesión lenta y recogida. Los niños de las escuelas, olvidados de la tristeza ambiente, cantaban el De Profundis, y se sonreían los unos a los otros; en seguida los coristas, muy graves también, con sus sobrepellices blancas, entonaban el miserere. A lo lejos sonaban por todas partes las campanas, y su fúnebre clamor ponía una nota sorda en aquellas voces humanas, entonando el canto de los Muertos... En el cementerio todos se acercaban a las tumbas amadas, en las que una profusión de crisantemos, en brillantes haces, arrojaban sobre los difuntos todas las quimeras y las ilusiones de los vivos... De repente, todo quedó en silencio, y llegaron a nosotras las estrofas del Libera, desgarradoras y monótonas. El velo de la abuela, aquel velo eterno, se enlutó más todavía bajo el peso de las penas sin cesar renacientes. Las horas de agonía, implacables y torturadoras volvieron a empezar... Bajo el aliento de nuestras ardientes oraciones, los muertos amados volvieron a vivir ante nuestros ojos durante un segundo, para caer una vez más sin vida en el fondo de sus tumbas, cerradas para siempre... Sentimos que estaban bien muertos aquellos a quien llevábamos el fiel tributo del recuerdo... En dulce y plañidera cadencia cayeron entonces sobre ellos las oraciones finales que entonaba la voz del que presidía la procesión; diose la bendición, se restableció el silencio... y cada cual, alejándose del campo del reposo, fue a coger de nuevo el fardo de la vida, pensando en los que ya no existen...
5 de noviembre.
La abuela ha reanudado sus días de recepción hoy, primer jueves de noviembre.
Muy de mañana he tenido una larga conversación con la abuela, a propósito del señor Desmaroy, y aproveché sus buenas disposiciones, causadas por mi docilidad para sus proyectos, para formular algunos deseos, el primero de los cuales era continuar mis estudios sobre las solteronas.
La abuela se encogió de hombros, como de costumbre, al oír ese nombre aborrecido, pero, a pesar de su antipatía, me permitió hacer lo que quisiera. Todos estos preliminares no tenían otro objeto que obtener que la abuela me llamase al salón si se presentaban hoy algunas solteronas, pues quería hacer mis estudios del natural.
Generalmente a la abuela le gusta recibir sola, y no me llama más que cuando viene con su madre alguna de mis amigas. Dice, como razón de ese ostracismo, que sus recepciones serían mortalmente fastidiosas para una cabeza como la mía, siendo así que el elemento ligero falta en ellas por completo. Es poco halagüeño para mí...
Las íntimas de la abuela son personas de edad madura. Muchas solteronas y no pocas señoras ancianas, son asiduas a sus jueves. Los caballeros son escasos, por el contrario, y la juventud no se muestra más que para mí. Mis amigas y yo formamos en el salón un grupo especial llamado el «rincón de las malas cabezas,» según una frase de cierta amiga de la abuela. Aquel rincón querido está formado por un ancho biombo japonés, entre cuyos repliegues se esconden las banquetas destinadas a la juventud, mientras inmensas palmeras proyectan su sombra fantástica sobre nuestro asilo. Cuando las señoras quieren librarse de nuestra importuna presencia, la abuela me hace una señal y me voy dócilmente a nuestro refugio, llevándome a mis amigas encantadas. Dicho sea entre nosotros, no es siempre divertido oír hablar del sermón del día antes, del de mañana, de la actitud del señor cura, de las congregaciones, del Gobierno, de tal señora que espera un nuevo hijo, de una desgraciada, cuyo marido es borracho, de una tal que es gastadora, de la doncella de la de fulano que tiene mala conducta, etc., etc.
Estamos lejos de aquellos salones en que se hablaba y de los que mi imaginación deslumbrada ha conservado un literario recuerdo.
El salón en que se conversa, es la excepción en Provincias; el en que se chismorrea, es enteramente la regla general... En casa de la abuela se conversa un poco... a veces; se chismorrea siempre... Con dulzura, seguramente, sin maldad y con una notoria benevolencia, pero, en fin, se chismorrea.
Hasta ahora estaba yo casi excluida de esas reuniones, sin gran sentimiento mío, lo confieso. Hoy han cambiado mis ideas. Con mis pretensiones al estudio de mis semejantes, mis alas se desarrollan y se ensanchan y pido conocer el mundo, la vida, las solteronas... y qué sé yo cuántas cosas... En una palabra, la abuela está un poco asustada al ver tal actividad intelectual.
—Espero, Magdalena, que no te vas a volver una cerebral—gime aterrada.
Esa palabra en la boca de la abuela, es sinónimo de desequilibrada, pero yo no me ofendo. Un cumplimiento más de los que tienen poco de halagüeños... ¡Bah! no hay más que acorazarse...
La primera visita de esta tarde ha sido el padre Tomás. Estaba yo terminando de arreglar las flores en los inmensos jarrones de los ángulos, y echando una ojeada a los almohadones para convencerme de que estaban bien colocados, cuando el cura me sorprendió, en el momento en que me disponía a subir a mi cuarto a esperar que la abuela tuviese a bien llamarme. El padre Tomás penetró en el salón con tan prodigiosa vivacidad, que tropezó en una mesita en la que la abuela expone—pues es una verdadera exposición,—preciosas miniaturas antiguas. La mesa retembló en sus patas vacilantes, los caballetes se estremecieron bajo su gracioso peso de cuadritos y retratos, y el cura se quedó tan confundido que sus gafas temblaron en la rebelde nariz.
—¡Cómo, Magdalena! vaya un modo de abandonar a las solteronas—me dijo en cuanto se calmó un poco la emoción de una entrada tan bien combinada y no bien se hubo sentado en la silla que le indicó la abuela.—Esto es una traición.
—No, señor cura—respondí alegremente.—Continúo mis estudios, con permiso de la abuela.
—¿Y el señor Desmaroy, le autoriza a usted igualmente?—preguntó el cura con tono bastante irónico.
—Se lo ruego a usted, señor cura, dejemos al señor Desmaroy en paz por ahora, y hasta pasado mañana—imploré más con la mirada que con la palabra.—Hoy me propongo aumentar mi ciencia del celibato y cuento con usted para ayudarme, ya que ha venido.
—Muy bien—dijo el cura, comprendiendo que no había cambiado tanto de ideas como él creía, lo que me valió una dulce sonrisa, pues el cura detesta a las veletas.—¿Qué desea usted saber de éste su humilde servidor?—prosiguió, con mirada maliciosa.
—¿Me van ustedes a condenar a otra conversación sobre las solteronas?—preguntó la abuela descontenta.—Creo, señor cura, que es usted tan insoportable como mi nieta...
—¿Cree usted?—preguntó el cura con una de esas buenas sonrisas de que él tiene el secreto.—Y yo que me hacía ilusiones...
La abuela movió la cabeza con expresión de duda, lo que puso el colmo a la alegría del cura, pues es éste tan feliz como un rey cuando puede contrariar a la abuela.
—Y bien, Magdalena, ¿en qué está usted?—me dijo por fin, cuando recobró el aliento.
—Me detiene la dificultad de distinguir las solteronas voluntarias de las involuntarias...
—¿Cómo es eso?
—En las jóvenes reconozco muy bien las diferentes categorías. Así, por ejemplo, veo sin microscopio que si Francisca y Petra, sin contar otras amigas en el mismo caso, no llegan a casarse, serán ciertamente solteronas involuntarias, recalcitrantes del celibato. Es igualmente visible a simple vista que si Genoveva y yo no nos casamos, pasamos inmediatamente a la categoría de solteronas voluntarias. Lo que es menos claro es lo que pasa con las solteronas llegadas.
—¿Llegadas a qué?—preguntó el cura abriendo los ojos interrogadores detrás de las gafas.
—Llegadas al pleno esplendor del celibato, a la completa y profunda posesión de su yo personal.
—¡Vaya! si empiezan ustedes con eso del «yo personal»—protestó la abuela,—van a decir, ciertamente, muchas tonterías... Estamos perdidos.
—No tanto como usted cree—respondió vivamente el cura.—Si he comprendido bien—continuó dirigiéndose a mí,—querría usted saber cómo se distingue una solterona voluntaria de una forzosa, cuando ambas son de cierta edad...
—Eso es, señor cura, enteramente eso.
—Entonces—replicó el cura sonriendo a medias,—se tiene ya la murmuración del pueblo como base de información...
—¡Oh!—protesté vivamente, un poco conmovida por semejante frase.
—No deja usted de saber—prosiguió con acento burlón más marcado,—que la señorita X, que tiene sesenta años, tenía una vocación pronunciada por el matrimonio; que la señorita Y, de cinco años más que ella, tuvo un amor desgraciado segado en flor; que la señorita Z, de unas cuantas primaveras menos, asustó a sus pretendientes por su mal carácter; que ésta no tenía dote; que aquélla tenía demasiadas pretensiones, etc., etc.
—Sí, señor cura, se pueden, en efecto, conocer las hablillas; pero sé por mí misma lo que valen los chismes de una población pequeña, para darles ninguna fe. Eso es la fábula, y yo querría la historia.
—Veo—respondió el cura riéndose,—que no ha olvidado usted la conversación que sorprendió en la víspera de cierta fiesta...
Yo también me reí, pues sabía que la abuela le había contado de cabo a rabo mi escena de la Catedral.
—Comprendo ese rencor—continuó el cura.
—He perdonado, señor cura.
—Muy bien; digamos entonces su memoria. El consejo de referirse a las hablillas corrientes ha sido una broma; nada más falso, con frecuencia, ni más malo siempre. Hay, por otra parte, un medio muy sencillo de formular el distingo que usted busca. Cuando, por ejemplo, ve usted en el mundo una madre de familia cuidadosa de sus deberes, celosa de su dignidad, buena esposa, buena madre, y adicta de una manera absoluta a aquel cuyo nombre lleva, ¿qué piensa usted?
—Que está dentro de su vocación, señor cura.
—Tiene usted razón.
—¡Bonitas cosas dicen ustedes!—exclamó la abuela con repentina energía...—¿Qué cree usted entonces de esas malas cabezas que hacen la desgracia de su matrimonio?... ¿Que no están dentro de su vocación?... Entonces, esa vocación... Señor cura, me hace usted ruborizarme...
—No hay por qué, señora—respondió el cura con un dejo de impaciencia.—Esas malas cabezas, están, sin duda, en su vocación. No se han engañado más que en la línea general que convenía tomar, puesto que estaban hechas para el matrimonio; lo que les ha faltado es el marido que les convenía. Hay mala cabeza con un marido que podía ser una mujer perfecta con otro. Hace usted más el proceso del matrimonio moderno que el del matrimonio en sí mismo, ¿sabe usted, señora?
—Cómo me espanta ese matrimonio en que ninguno de los dos se conoce—murmuré estremeciéndome...
—No hablemos de matrimonios—exclamó el cura.—Estamos en el celibato, hablemos de él... No tenemos más que transportar a las solteronas las cualidades de bondad que admiramos en la mujer casada, para darnos cuenta si está o no en su vocación.
—Eso es muy fuerte—protestó la abuela indignada.—¿Hay, pues, ahora una vocación del celibato?...
—Puede ser—dijo el cura sonriendo. ¿Qué es la vocación sino la atracción que sentimos por una vida especial?... ¿Podemos negar que ciertas almas tienen una simpatía particular por el celibato?
—Pero eso es abominable—exclamó la abuela con espanto.
—No, no tanto como usted supone—respondió el cura un tanto malicioso.—Lo que estoy exponiendo en este momento son las ideas nuevas. Ahora bien, estando casi admitida la vocación al celibato, se puede decir de un modo general que toda solterona agria, malévola y malhumorada es una solterona involuntaria. No le ha faltado más que el matrimonio para hacer de ella una mujer encantadora, puesto que a priori, toda mujer debe ser encantadora...
—Sin embargo, señor cura—repliqué sin recoger la alusión a mí contenida en las últimas palabras,—esa mujer ha podido atravesar pruebas que hayan transformado su carácter...
—No creo que tales causas puedan producir ese efecto. La desgracia eleva a las almas hermosas y no abate más que a los caracteres débiles. Conozco solteronas para quienes la vida ha sido muy dura, y son mujeres casi perfectas. Así, cuando encuentro a una de esas solteronas buena, servicial, contenta con su suerte, benévola en sus juicios y caritativa en palabras y en obras, pienso siempre con satisfacción: He aquí un alma en su vía... Qué rica naturaleza...
—Pero entonces—interrumpí prorrumpiendo en una carcajada muy poco reverente,—si lo que usted dice es exacto, como lo moral influye en lo físico, no hay más que mirar a las solteronas para distinguir la voluntaria de la que no lo es... Una fisonomía animada, una mirada de bondad, una sonrisa satisfecha y una conversación amable, deben ser la característica de la soltera por vocación...
—No tan de prisa—exclamó el cura.—¿Qué hace usted de la enfermedad, que cambia la animación en tristeza, sobre todo en las nerviosas?... ¿Qué de la sordera que ensombrece la mirada y le da una expresión inquieta?... No hay que ser tan categórico. El buen fruto se distingue del averiado por las palabras y los actos. Además, entre las solteras voluntarias y las que no lo son, hay que colocar a las resignadas.
—¡Ah!—dije interesada,—¿en qué se puede reconocer a éstas; en el color de sus cintas, en la flor de sus sombreros, en la armonía de su traje?...
—No—respondió el cura, divertido por mi interés.—Se las conoce... ¿cómo diré yo?... en su resignación, qué diablo... Son blandas, grisáceas, dulces y borrosas. Son más bien cuadros despintados que mujeres de edad...
—Sí, comprendo, señor cura—dije conteniendo la risa,—son las «Flácidas» de la corporación...
Un ruido de pasos, una puerta que se abre, y nuestra conversación queda interrumpida. Celestina, con su voz especial de los jueves—se anuncia todavía en casa de la abuela,—anunció:
—La señorita Sarcicourt.
El cura me echó una mirada rápida que significaba: «Va usted a estudiar en lo vivo.»
Aprovechando las efusiones a que se entregaban la abuela y la señorita Sarcicourt, el padre Tomás se retiró, con gran desesperación de aquellas señoras, que querían retenerle.
—¡Oh! señor cura, soy yo quien le echa... Qué lástima...—murmuraba la señorita Sarcicourt haciendo monadas.
—Nada de eso, nada de eso—respondía el cura, que no entendía de finuras...—Me voy porque me voy... Buenas tardes... Adiós, señoras.
Acompañé al cura hasta la puerta, y sus últimas palabras fueron:
—Sobre todo, no falte usted a la caridad...
Cuando volví al salón, la conversación era ya animada. La de Sarcicourt estaba dando a la abuela una receta exquisita para hacer el pudign con fresas. Volví a ocupar mi puesto, sin intervenir en la tal receta, y me divertí en observar a la señorita Sarcicourt, como si no la hubiera visto nunca.
Unos sesenta años. Alta, flaca, después de haber sido delgada, la señorita Sarcicourt carece de proporciones en lo alto de su larga silueta. Tiene una cabeza de pájaro en un cuello de jirafa. Su cabeza está siempre cubierta con un vasto sombrero de plumas desmayadas, que se agitan en cadencia a cada una de las palabras que pronuncia. La fisonomía de la buena mujer es más bien simpática, sus frases son bastante benévolas y sus recetas culinarias, en las que sobresale, son exquisitas. Los ojos azules, que fueron hermosos, según asegura la abuela, y la sonrisa, que debió de ser encantadora, son, por el momento, los primeros muy tiernos y la segunda profundamente melancólica. Se ve el alma no comprendida a la que ha faltado el alma hermana para ser dichosa... ¡Pobre señorita Sarcicourt!...
La clasifico inmediatamente y la clavo con un alfiler en mi colección: «Resignada en toda la línea. Inútil profundizar. Alma grisácea, dulce, borrosa, cuadro despintado...»
Iba, sin embargo, a escuchar la conversación comenzada para comprobar mi impresión con todo conocimiento de causa, cuando Celestina introdujo nuevas visitantes:
—La señorita Bonnetable.
—La señora y la señorita Dumais.
De un salto estuve en los brazos de Francisca y le expliqué en dos palabras mi estudio del natural y mi deseo de no tomar posesión aquella tarde del rincón de las malas cabezas. Francisca me echa una mirada de pesar, lanzando un suspiro hacia nuestro querido biombo, y un gesto hacia la señorita Bonnetable. Mi amiga se inclina con su gracia habitual ante la abuela, que la besa en la frente, y va a sentarse a mi lado después de haber yo saludado a las recién llegadas y preguntado por Pomme, la gata favorita de la señorita Bonnetable, y por Loustic, su perro.
La Bonnetable no se parece en nada a la Sarcicourt, de la que es casi contemporánea. Pequeña y corta, la primera parece un tambor mayor con las piernas cortadas, pues goza de una estatura desmesuradamente larga, con relación a los miembros inferiores. En pie es una enana; sentada parece inmensa. Su voz, retumbante, hace eco en todos los departamentos que tienen la suerte de recibirla; habla alto y firme y no admite que se discuta con ella. Sus palabras adquieren así una importancia capital, y todos la escuchan con respeto. Pero si cuando habla sabe tomar aspecto de maza, cuando se calla es todavía más aterradora; su silencio es de plomo.
—¿Qué hay de nuevo, señoras?—preguntó en cuanto estuvo sentada.—Supongo que sabrán ustedes que la doncella de la Courtin deja a su ama...
—¿De veras?—exclamó la señorita Sarcicourt.
—Es un desagradable acontecimiento para esa buena señora de Courtin...
—¡Buena!... ¡Buena!...—replicó la Bonnetable, ya a la defensiva.—Si lo que se dice es verdad, la de Courtin no tiene nada de buena...
—Me asombra usted—exclamó la de Dumais.
—Figúrense ustedes, señoras...
—La señora y la señorita Aimont—anunció Celestina en este momento.
Corrí a recibir a Paulina, una de mis buenas amigas, y la coloqué al lado de Francisca, después de haberme inclinado delante de la de Aimont, que me respondió con un vigoroso shake-hand.
Muy amable y jovial la señora de Aimont. No tiene más que un sueño: casar a su hija... Pero Paulina tiene 10.000 pesos de dote y cree que con esa suma puede conquistar un yerno en una posición fantásticamente hermosa. Lo que la de Brenay y Petra sueñan en aristocracia o en dinero, la de Aimont lo desea en posición. No tiene más que estas palabras en la boca:
—Mi hija se casará con una posición.
Si se la incita un poco, se la obliga a precisar:
—Mi hija no se casará más que con un forastero. En Aiglemont no hay posiciones...
Todos aquí compadecen a esta pobre muchacha destinada a casarse con un forastero. Es cosa corriente, como un proverbio, que no hay en Aiglemont ninguna situación digna de la señorita Aimont, y la interesada, que es de mi edad, no es pedida con frecuencia en matrimonio. Los que pudieran arriesgarse no se atreven, y los que serían aceptados no se presentan.
Paulina sufre con invariable buen humor los inconvenientes de tener una madre demasiado ambiciosa y acepta por adelantado la famosa posición venidera. A todo lo que dice su madre, responde dócilmente:
—Sí, mamá.
Su bonita y agradable cara no refleja más que sentimientos amables y plácidos. Sin ser preciosa, no es fea, y hasta se parece bastante a un bombón pequeñito, rosado y apetitoso. Lo que le da sobre todo ese aspecto es la falta de expresión de su mirada. Sus ojos grises están invariablemente tranquilos y como fijos en el blanco lechoso que los rodea. Francisca, que tiene para cada cual su frase picante, exclamó un día dirigiéndose a Paulina:
—Lo que tú tienes no son ojos, sino linternas sordas...
La frase ha hecho fortuna y es corriente, cuando se habla de Paulina, el decir, para distinguirla de su prima del mismo nombre, «la de las linternas sordas.» Su madre lo sabe y es la primera en reírse.
—Linternas de 10.000 pesos—exclamó.—No está tan mal. ¡Cuántas cosas se pueden alumbrar con ellas!...
Se reanudó la conversación en cuanto se dieron noticias de la salud de todas, y se supo al fin que la de Courtin pesaba el pan a su doncella, le medía el vino y no dejaba a su disposición ni el más pequeño terrón de azúcar.
—Si esa muchacha se hubiera puesto mala en la noche, decía la Bonnetable en tono trágico, no hubiera tenido azúcar para hacerse una infusión...
Era lamentable, en efecto.
En resumen, después de diversas peripecias en las que el vino se mezclaba con el azúcar y el pan, la doncella se había despedido.
Debió hacerlo antes...
—¿No hay ningún matrimonio en el horizonte?—preguntó la de Aimont queriendo llevar la conversación a su asunto favorito.
—Ni uno—respondió la Bonnetable en tono contundente.
—Sin embargo—insinuó la Sarcicourt,—¿no se habla del matrimonio de la señorita de Brenay con el capitán Bellortet?
—¡Qué disparate!—exclamó la Bonnetable.—La chica de Brenay no puede encontrar un marido serio...
—¡Víbora!—murmuró Francisca entre dientes.
—¡Oh!—protestó la abuela,—Petra es amiga de mi nieta y es encantadora.
—Y muy distinguida—confirmó la de Aimont.
—Enteramente como es debido—afirmó la de Dumais.—¡Ah! si Francisca se le pareciese...—terminó dando un suspiro.
—La señorita de Brenay puede ser encantadora, no digo que no—dijo categóricamente la Bonnetable,—pero es gastadora hasta el extremo... Y después, esa pretensión a millones cuando se tiene un dote modesto...
—No es tan modesto un dote de 20.000 pesos—exclamó la de Aimont pronta a indignarse.
—Es modesto para la señorita de Brenay que quiere hacer una vida de 10.000—afirmó la Bonnetable con bastante razón esta vez.—No se comprenden semejantes exigencias... Su cocinera dijo una vez a la mía...
—Si escucha usted los chismes de las criadas—dijo la abuela,—no oirá nada serio...
—No los escucho, los oigo—respondió la Bonnetable ofendida por la observación de la abuela, lo que no es lo mismo—afirmó con un tono de superioridad aplastante...—Esos chismes, como usted los llama, enseñan por lo menos a conocer a las personas de que se habla...
—Como no sirvan precisamente para lo contrario—rectificó la abuela descontenta.
—En todo caso—añadió la Bonnetable más y más ofendida por la oposición de la abuela,—la de Brenay es ridícula y su hija también...
—¡Oh!—protestaron las señoras en coro.
—Eso se llama ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio—dijo Francisca a media voz.
—Sí, son ridículas, lo mantengo—replicó la Bonnetable, dispuesta esta vez a dar la cabeza, si era preciso, para sostener su opinión.—Hase visto querer casarse con un hombre que tenga millones y un nombre histórico cuando se tiene 20.000 pesos y un nombre que no tiene nada de eso...
—Los Brenay son de buena familia—dijo la de Aimont.
—No digo que no en cuanto a la honradez—se dignó responder la Bonnetable.—Pero en cuanto a su partícula—acentuó con perfecto desprecio,—es una broma. Los Brenay son burgueses de partícula usurpada y no pertenecen en modo alguno a la aristocracia... Yo soy de tan buena familia como ellos, y jamás he tenido tales pretensiones... en los tiempos en que las tenía—añadió la amable vieja.
—Menos mal—dejó escapar Francisca por lo bajo.
—¿Usted ha tenido pretensiones?—preguntó alegremente la de Aimont tratando de evitar la tempestad que amenazaba.—Yo creí que estaba usted libre de tales debilidades...
—No...—dijo haciendo monadas la Bonnetable con voz que ella se esforzaba por hacer aflautada;—he pagado mi tributo a la juventud como todo el mundo... He sido muy solicitada.
—¡Qué guasa!—exclamó Francisca empujándome con el codo.
—Y muy adulada... Si no he hecho un brillante matrimonio ha sido porque no he querido.
—Embustera—dijo Francisca a la sordina, mientras yo me mordía los labios para no reír.
—¡Ah!—gimió la de Dumais,—nuestras pobres hijas no podrán decir otro tanto...
—Lo diremos de todos modos, mamá. A cuarenta años de distancia se dicen siempre esas cosas aunque sean inexactas—exclamó Francisca sin poder contener su maldita lengua.
El silencio, un terrible silencio de plomo se extendió como por encanto por el salón. La Bonnetable tomó la actitud de una persona gravemente ultrajada y la de Dumais, aplastada en su butaca, no tuvo siquiera el recurso de decir como de costumbre:
—¡Oh! Francisca...
—Sí—siguió diciendo la de Aimont, tratando de salvar la situación,—es indiscutible que el matrimonio es difícil para nuestras hijas. ¡Hay tan pocas buenas posiciones!... Es imposible casarlas con un empleadillo de 600 u 800 pesos de sueldo. ¿Verdad, Paulina?
—Sí, mamá.
—Sin embargo—se atrevió a decir la Sarcicourt con una apariencia de valor,—esos son los sueldos ordinarios de los jóvenes. Solamente más adelante...
—Queremos un marido que haya llegado. ¿Verdad, Paulina?
—Sí, mamá.
—En la industria y en el alto comercio se encuentran muy buenas posiciones—dijo la de Aimont, que no quería que se creyese la verdad, es decir, que dejaría a Paulina casarse con un vejestorio con tal de que hubiese llegado.
—El alto comercio y la industria—respondió victoriosamente la Bonnetable,—tienen otras pretensiones que las que usted puede atribuirles. ¿Qué son 10.000 pesos para un industrial o un comerciante tales como usted los concibe?... Una gota de agua.
—¿Y 2.000 pesos—preguntó Francisca con un candor inimitable,—qué serán entonces?... Serán la quinta parte de una gota... Una miseria.
—Sí, señorita—respondió la Bonnetable lanzando a la pobre Francisca unos ojos furibundos,—2.000 pesos de dote son la miseria... Por otra parte—siguió diciendo la dulce solterona,—haría falta una fortuna para corregir los desastres de la educación moderna. Las jóvenes actuales están muy mal educadas—terminó con una intención que no se ocultó a nadie.
—¿Están mucho peor educadas que las de otro tiempo?—preguntó Francisca en tono de exquisita urbanidad.
—¡Oh! Francisca...—murmuró la de Dumais pálida de espanto.
—Ciertamente—respondió la Bonnetable aniquilándola con la mirada.—En mis tiempos las jóvenes no preguntaban jamás a las personas mayores y esperaban modestamente que se les dirigiese la palabra.
—Debía de ser muy fastidioso—dijo Francisca con la modestia de una sólida convicción.
—En aquellos tiempos—siguió diciendo la Bonnetable más severa que nunca,—las jóvenes no pensaban más que en la corrección de su actitud.
—Qué mujeres tan distinguidas debían de ser...—suspiró Francisca con una expresión ingenua que velaba la impertinencia de sus palabras.
La de Dumais parecía literalmente sobre ascuas, la abuela fruncía la nariz y la de Aimont contenía una enorme gana de reír, mientras que la de Sarcicourt y Paulina echaban a su alrededor miradas de ciervas moribundas. Hacer frente a la intrépida señorita Bonnetable... Qué audacia...
Seguramente, ésta no es del tipo resignado... En su humor agresivo y autoritario, adivinaba yo una rabiosa recalcitrante. ¿Pero cómo cerciorarme?
Sin adivinar el precipicio que se abría ante mis pasos, me lancé inocentemente en la pelea preguntando a la Bonnetable si estaba satisfecha de haber permanecido soltera.
¡Dios mío, qué éxito!...
Fue aquello un estupor tan general en todo el salón, que comprendí instantáneamente que había metido los pies en el plato. Preciso era retirarlos...
La abuela vino por fortuna en mi socorro y reanudó la conversación como pudo para mantenerla en alturas inofensivas. Y sin la señorita Bonnetable, que respiraba con ruido como para tragar una píldora enorme, se hubiera creído que no había pasado nada extraordinario.
Al fin la situación se mejoró por completo en cuanto la inefable señorita Bonnetable se dignó levantarse para despedirse. Dio un adiós bastante seco a la abuela, nos volvió la espalda a Francisca y a mí y apenas estuvo política con las otras personas que allí estaban.
—¡Uf!—murmuró Francisca en cuanto se cerró la puerta después de dar salida a la dulce señorita Bonnetable.—¡Qué solterona!
Solamente entonces supe que la Bonnetable no se ha consolado todavía de su situación de solterona, debida a su carácter irascible y desagradable. «En los tiempos en que tenía pretensiones,» según su expresión, se dice que puso en fuga a cinco pretendientes; los cinco habían estado muy enamorados del dote, que era bueno, pero nunca pudieron resignarse a casarse con la mujer. Hasta se cuenta que uno de ellos ofreció a su futuro suegro tomar el dote sin la mujer. A lo que el señor Bonnetable contestó:
—¡Por vida del demonio! ¡Cómo le comprendo a usted, amigo mío!...
—¿Y yo?—respondió Francisca.—En lugar de ese pretendiente hubiera hecho duplicar el dote y tomado la mujer para ahogarla. Hubiera sido un servicio a la humanidad.
—¡Oh! Francisca...—protestó su madre angustiada.—No hables así...
La risa que se apoderó de todo el mundo acabó de restablecer el perfecto equilibrio de la conversación. Cuando todos se marcharon la abuela me regañó por mi indiscreta curiosidad y por las reflexiones de Francisca.
—Las faltas son personales—hice observar a la abuela.—Bastante tengo con mi tontería sin echar sobre mis hombros las de Francisca.
Pues, señor, he aquí un feliz estudio del natural...
A pocas torpezas de este género, estoy segura de ser despellejada viva antes de mucho tiempo... La abuela, que no quiere mi muerte, me ha impuesto que en adelante haga mis investigaciones con más discreción, y hasta ha añadido a modo de peroración:
—Ese género de torpezas, Magdalena, son señal de una educación detestable.
¡Qué humillación!...
7 de noviembre.
El gran día ha pasado...
Se acabó la entrevista y desapareció el miedo... Deo gratias.
En cuanto me desperté esta mañana me sentí la cabeza pesada, oprimido el corazón y contraído el estómago. Traté en vano de recobrar mi calma habitual... El pensamiento de pasar a mi vez por las exigencias de la feria del matrimonio me tenía un poco embobada.
—Señorita, he aquí un marido que le conviene a usted—zumbaba a mi oído no sé qué voz discordante del dominio de la pesadilla.—Véale usted... Examínele... este hombre es perfecto...
—Caballero...—me figuré que otras voces murmuraban en el mismo momento al señor Desmaroy,—acuda usted pronto a Aiglemont... En esa peña viven en buena armonía el dote y la mujer que le esperan... Tome usted a peso el primero y sea indulgente con la segunda... ¿Qué importa ésta si aquél le agrada?...
—Estos son—pensé,—los preliminares del matrimonio... del santo matrimonio cristiano... ¿Dónde está usted, monseñor Dupanloup?...
Resuelta, a pesar de estas terribles reflexiones, a afrontar las necesidades de mi no menos terrible situación de joven casadera, me presté de buen grado a los preliminares de ese comienzo de acuerdo entre dos almas... ¡Dos almas!... ¡Qué ironía!...
Un lindo cuerpo de seda azul pálido, moldeaba mi talle; y mi cabello, más cuidadosamente ondulado que de ordinario, realzaba mi modesta fisonomía. Una ojeada al espejo me dijo lo que yo sabía, es decir, que con menos de mis 28.600 pesos tendría aún alguna probabilidad de gustar a un pretendiente que no fuese ciego.
Concedido esto a la imparcialidad, me encontré sobre las armas a las dos menos cuarto. En seguida bajé al salón donde encontré a la abuela muy agitada.
—Y bien, Magdalena, ¿te late el corazón?—preguntó la abuela con emoción.
—No, querida abuela, mi corazón está muy tranquilo... El cerebro es otra cosa... Tengo un horrible dolor de cabeza.
—Muy tonta vas a estar, mi pobre Magdalena. Al diablo se le ocurre tener dolor de cabeza en un momento semejante...
—Poco importa, abuela, puesto que no soy ni coja, ni torcida, ni manca, ni muda, ni sorda, y tengo 28.600 pesos de dote... Con esta cifra supongo que no se exige tener ingenio. Por 28.600 pesos tiene una mujer todos los derechos posibles a la tontería.
—¡Siempre tus ideas!... ¡Qué extraña eres!... En fin, explica de una vez lo que quieres...
—¿Lo que quiero?... no hago más que repetirlo, abuela. Desearía, sencillamente, elegir yo misma mi marido... si debo casarme. Quisiera que se me permitiese ver seres masculinos de carne y hueso y aprender a conocerlos de otro modo que de oídas. Mi satisfacción sería completa si un día sintiese en el corazón el estremecimiento preludio del amor y pudiera decirte designándote al que lo hubiera provocado: ese es mi marido, con ese me casaré, no porque tiene el bigote rubio o los ojos de tal color, una fábrica o una fortuna, sino porque me gusta bastante para seguirle para siempre en el dolor como en la alegría...
—¡Qué demencia!—exclamó la abuela consternada.—Esas son ilusiones románticas... La vida no es una novela...
—¿Por qué no?... ¿Qué inconveniente verías en que la vida de dos en el matrimonio fuese una deliciosa novela?... Debe ser una de esas novelas cuya lectura puede permitir una madre a su hija... con tal de que esté bien escrita, entendámonos... Me gusta cuidar el estilo...
—Locuras—balbució la abuela.
Un campanillazo, un ademán de la abuela para asegurarse de que su peinado está como es debido, un dolor más fuerte en mi cabeza, y entró en el salón mi destino bajo la forma del señor Boulmet acompañado del señor Desmaroy.
Boulmet estaba radiante y, con una gracia antigua, solemnizada por cuarenta años de notariado, nos presentó al señor Desmaroy como un ferviente aficionado a antigüedades, lo que trajo a los labios de todos una leve sonrisa...
Desmaroy, muy en su papel, no parecía cortado para un hombre en su caso, y se resignó con visible buen humor a ver todas las antigüedades posibles, incluso mi persona.
Aproveché el interés que manifestaba el visitante, suspendido de los labios de la abuela, que le explicaba la procedencia de una consola, la historia de un cuadro o la leyenda de una miniatura, para observar en detalle a mi pretendiente.
Era visible que se esforzaba por conquistar a la abuela por una atención respetuosa y delicada a todas sus palabras. Un buen punto por esto...
Ni bajo ni alto, ni gordo ni delgado, Desmaroy tiene unas señas personales que corresponden a no pocos ciudadanos franceses... Es de los que se dice: frente regular, nariz regular, etc... Sólo su mirada autoritaria y su barbilla testaruda ofrecen algo bastante característico.
Desmaroy no es ciertamente un cualquiera y hasta estoy dispuesta a creer que posee cualidades eminentes. Los ojos y la sonrisa son francos, pero la voz, voluntariamente dulcificada, tiene a veces singulares inflexiones. Es cortante y punzante. Además, ese diablo de barbilla... esa mirada... huelo el dueño, el hombre seguro de su fuerza y que quiere imponérsela a todos... Es verdaderamente guapo; y, sin embargo, tengo la intuición de la antipatía de nuestros defectos, así como creo en la probable simpatía de nuestras cualidades. Su autoritarismo da miedo a mi independencia. Si me decido a tomar un marido, no quiero darme un dueño.
Poco a poco, el señor Desmaroy olvida su dulzura convencional. Su mirada es la de un comisario cuando inspecciona las cosas que le enseña Boulmet, el cual, correcto en extremo, se mata por presentar a su cliente todas las antigüedades de la abuela.
—Esto, señor mío, es del siglo XIII... Esto del XIV... Tal cosa data del reinado de Luis XIV... Tal otra es del más puro Enrique II...
Y el señor Desmaroy mira, toma a peso, aprecia y estima.
Ni una sola vez habla del valor artístico del objeto designado... No... vale tanto o cuánto. Su admiración no empieza hasta los 100 pesos; hasta esa cifra hace un gesto desdeñoso.
Es halagüeño para mí... Si soy pesada en la misma balanza, qué ideal...
Al llegar al inmenso tapiz de Beauvais, del comedor, el señor Desmaroy deja escapar un grito del corazón:
—Qué error dejar dormir tanto dinero... Cuánto dinero improductivo... Si este tapiz fuese mío, qué pronto le vendería...
La abuela disimula su asombro con una sonrisa que lo mismo significa adhesión que reprobación. De prisa va el caballero... «Si fuese mío...» ¡Oh! hablar de vender el tapiz de Beauvais...
La mirada del señor Desmaroy se cruza con la mía. Nuestras dos voluntades cruzan el hierro. La suya, un poco arrepentida de la reflexión que se le ha escapado; la mía bastante desdeñosa por la indiscreción cometida.
Evidentemente mi antipatía se precisa.
Desmaroy sostiene sus ideas y yo las mías, nos miramos otra vez, no como amigos sino como luchadores.
Leo en sus ojos:
—Esta muchacha es demasiado absoluta... Qué cabeza... Yo la meteré en cintura... Una mujer está hecha para obedecer.
Bajo los ojos y mis párpados ocultan una respuesta acerba e irritada...
—No, no me meterá usted en cintura, porque jamás seré su mujer...
Desde este momento mi cerebro se despeja, póngome alegre y sonriente, la preocupación desaparece y me encuentro libre... ¡Dichosa sensación!... Ya no hay pretendiente, ni estudio, ni cuidado, ni veo en el señor Desmaroy más que un aficionado a antigüedades...
Mi buena querida abuela está encantada viendo aquel cambio repentino y la visita se acaba con todas las apariencias de un acuerdo cordial. Adivino que el señor Desmaroy me encuentra muy a su gusto y salta a la vista que Boulmet está orgulloso de su cliente; la abuela se enorgullece ostensiblemente con una nieta tan linda.
—Estas tablas—le dice,—son modernas; están pintadas por mi nieta... Este almohadón bordado ha sido copiado por mi nieta de un modelo antiguo...
No faltó más sino que la abuela me hiciese ponerme al piano para tocar una pieza o cantar una romancita...
Por fin se termina la sesión. Todo el mundo está satisfecho y yo también... Decididamente, la feria del matrimonio tiene de bueno que enseña a estar contento de uno mismo y de los demás. Esto último es mucho más raro que lo primero. La abuela no cesa de elogiar al pretendiente.
—¿Y el tapiz, abuela?...
—¿Qué tapiz?... ¡Ah! sí, la venta... Razonamiento de hombre de negocios, hija mía... Piensa como un hombre serio.
Pido ocho días de reflexión. Es imposible decir hoy a la abuela:
—Los defectos de ese caballero son antipáticos a los míos; no le quiero.
La buena señora me creería loca y se pondría enferma de pena. En ocho días todo se arregla. El tiempo es un hábil auxiliar...
Mientras tanto respiro a mis anchas y me siento libre de un peso enorme... ¡Qué bien voy a dormir esta noche!...
15 de noviembre.
Hacía bien en contar con mi buena estrella para sacarme del mal paso. Todo se ha arreglado con una sencillez asombrosa.
Una aventura no muy lejana ocurrida al señor Desmaroy y descubierta por el padre Tomás, encargado por la abuela de comprobar los informes del notario, ha puesto fuego a la pólvora y apresurado el no final. La abuela ha suspirado un poco por la forma al pronunciarle categóricamente, pero su negativa ha sido espontánea porque no podía prescindir de la cosa... Boulmet se ha mostrado menos fácil.
—Pardiez—exclamó,—puesto que la novela en cuestión se terminó ocho días antes de las negociaciones, ¿qué más quieren ustedes?...
—Nada de novelas—repliqué.
—¡Nada de novelas!—repitió el señor Boulmet en el colmo de la estupefacción.—¿Dónde encontrará usted un hombre de treinta años que no haya tenido su novela?... ¿Su novela?... Sus novelas, su colección de novelas...
—De acuerdo—replicó la abuela, contrariada por encontrar una tacha en su pájaro raro.—Pero si desgraciadamente es imposible ignorar que existen esas novelas, se puede exigir al menos que la última no se haya terminado hace tan poco tiempo... y, sobre todo, que no haya lugar a temer que la última hoja de esa novela no se haya vuelto tan definitivamente como se quiere asegurar...
—Señora—respondió Boulmet,—el señor Desmaroy es un hombre de honor.
—¿Qué tiene que ver el honor de un hombre con esta especie de cosas?... ¿Ignora usted, acaso, que hay hombres que se jactan de pagar sus deudas y no temen faltar a sus juramentos? El honor humano es poca garantía cuando se trata de la fe conyugal.
—El señor Desmaroy tiene principios religiosos, de modo que...
—¿Le han protegido los principios religiosos?
—Acaso le han sostenido y preservado mucho tiempo... Y después, qué diablo—añadió nuestro notario falto de argumentos,—los principios religiosos salvan el edificio, pero no impiden las grietas... en ciertas naturalezas.
—Y bien—dijo la abuela,—nosotras no queremos grietas, está decidido.
He vuelto, pues, a ser una joven como las demás... ¡Qué suerte!
La de Ribert y Genoveva, a quienes había puesto al corriente de las peripecias de los últimos días, me aprobaron completamente cuando fui a contarles el desenlace de nuestros proyectos de matrimonio.
—Magdalena—me dijo la de Ribert con una melancolía que no es en ella habitual—desconfíe usted de las locuras pasadas en un futuro marido... Estas locuras vuelven a empezar muchas veces.
Es lo que yo pensaba. Me ha satisfecho, sin embargo, oírselo repetir a una mujer que ha tenido ciertamente algo de ese género que reprochar a su marido. Aunque se suponga lo contrario, la experiencia de los demás nos aprovecha siempre un poco.
Con la de Ribert he reanudado mis averiguaciones relativas a las solteronas. Le he contado nuestro pique con la Bonnetable y mi desencanto a propósito de las solteronas desde que las estudio al natural. En primer lugar, la maldad de algunas de ellas, mis dos malas lenguas de la Catedral; después el matiz grisáceo y desteñido de las pobres solteronas resignadas con su estado, en lugar de estar alegres; en fin, la omnipotencia notable de las recalcitrantes del celibato que dejan caer sobre todo el mundo, en general, y sobre cada cual, en particular, el peso de su descontento perpetuo.
—Hará usted mal de juzgar por el carácter de la excepción el carácter de la masa—me respondió la de Ribert.—¿Cree usted de buena fe que las solteronas tienen el monopolio de la maldad en la charla, y que sólo una de ellas puede presentar el carácter de la Bonnetable?...
—No—respondí convencida por el razonamiento.—Tiene usted razón. El amor a los chismes no es solamente un defecto de solterona, sino la pasión de todas las mujeres desocupadas y frívolas. En cuanto al carácter de la Bonnetable, debe ciertamente de encontrarse en mujeres casadas.
—Conozco algunas, por mi parte, que no dejan nada que desear en cuanto al órgano, al gesto y a la manía del mando. Esas hacen marchar su casa con la punta del dedo, y no están contentas más que de ellas mismas y de su progenitura. Todo lo que no toca inmediatamente al círculo reducido de su familia, es implacablemente criticado, denigrado y pisoteado...—dijo Genoveva.
—Eso no es raro—repuso la de Ribert, sonriendo.—Hasta hay mujeres que se dicen bien educadas que llegan a decir palabrotas... Pero no hablemos de esas monstruosas excepciones. El matrimonio es un gran sacramento, es verdad, pero sería pueril reconocerle la facultad de dar a las que le reciben inteligencia, dulzura y virtud. Existen las agriadas del matrimonio, como las agriadas del celibato. Y así como no se dice que todas las casadas son desagradables, porque lo son algunas, se debe tener la misma circunspección respecto de las solteras.
—Es verdad—respondí.—Pero el mundo no hace esas distinciones y condena a las solteronas en conjunto. La abuela, de acuerdo con el mundo, no las quiere nada, aunque tenga una profunda amistad con algunas de ellas... La abuela estaría enteramente desolada si yo me quedase soltera.
—Comprendo que la buena señora desee establecer a usted, pero en fin, ¿qué reprocha al celibato? Confieso que no veo bien el por qué de su animosidad, aunque me dé cuenta del de su preferencia.
—Afirma que el celibato es una situación anormal, antinatural y... ¿qué se yo?
—Sí, la mujer debe casarse, tener hijos... eso es conocido... ¿Y qué más?
—Según ella, la mayor parte de las solteronas son egoístas.
—¿Y los premios Montyon?...—objetó Genoveva.—Esos premios son de solteras y no para las egoístas...
—La abuela dice también que las solteras tienen la devoción estrecha, meticulosa y hecha de menudas prácticas, más que de profunda piedad; que son charlatanas y envidiosas; que tienen ideas mezquinas y atrasadas, y, en fin, que poseen todos los defectillos imaginables, entendiendo por defectillos todo lo que achica un carácter, todo lo que apaga un alma...
—Sí, pero el conjunto de esos defectos constituye una tacha enteramente femenina y no es sólo aplicable a las solteronas... No creía yo que la señora de Sermet tenía respecto a ellas esa opinión tan poco fundada...
—Sí, señora—respondí,—y eso es lo que me ha hecho empezar mis investigaciones. Me sentía tan poca vocación por el matrimonio y tanta por el celibato, que he querido darme cuenta de lo que se podía reprochar a esas pobres criticadas.
—¿Y has encontrado algo?—preguntó Genoveva con interés.
—No mucho... Veo, sobre todo, muchos prejuicios e ideas hechas que pasan de generación en generación como un gabán viejo que cada cual adapta a su talla y a su gusto.
—Creo—dijo Genoveva,—que lo que más ha contribuido a dar un aspecto ridículo a la solterona, es la inconsecuencia de algunas de ellas—las recalcitrantes del celibato, como tú las llamas,—que tienen la mala costumbre de gritar sus penas al primero que se presenta, y de ir de puerta en puerta pidiendo un marido.
—¡De puerta en puerta!—murmuré sorprendida...
—Pregunta a mamá—interrumpió Genoveva.
—Genoveva tiene razón, Magdalena. Conozco personalmente solteras, contemporáneas mías, cuya juventud se ha pasado en repetir a todas sus relaciones: «Cáseme usted... Por Dios, encuéntreme usted un marido... No se olvide usted de mí.» Esto se repite al principio con compasión, después con un dejo de burla y luego con un desdén acentuado. Y se deduce ligeramente que todas las solteronas se encuentran en este caso ridículo y no forman en su conjunto más que una gran colección de «dejadas por cuenta.»
—Es injusto—exclamé con emoción.
—No, Magdalena—respondió sencillamente la de Ribert.—Supongamos que Francisca, Petra y Paulina no se casen. ¿Qué pensará usted?
—Que no han encontrado el pretendiente de sus sueños—respondí sin reflexionar.
—Ya lo ve usted... Usted misma, una amiga, participa de la opinión general. Si no encuentran el pretendiente de sus sueños, es evidentemente porque éste no es tal pretendiente... Convengamos en que hay aquí un «dejado por cuenta» evidente.
—Acaso mis amigas tienen pretensiones por encima de su situación de fortuna y...
—Sí, lo concedo, y de eso tiene la culpa la educación moderna; pero, en suma, sus amigas de usted serían «dejadas por cuenta» puesto que los pretendientes que ellas aceptarían no las quieren...
—Pero—entonces balbucí confundida,—las solteronas han hecho ellas mismas su reputación...
—En mucha parte, sí—afirmó la de Ribert.—Las solteras forzosas han gritado tanto sus desilusiones, que el mundo, generalmente poco benévolo, ha creído que todas las solteras estaban en el mismo caso.
—¡Vírgenes y mártires!—exclamó muy contrariada por esta nueva concepción.—¡Es completo!
La de Ribert y Genoveva se echaron a reír. Mi consternación les divertía.
—Y bien, ese maravilloso estado, ¿te tienta todavía?—preguntó Genoveva con los ojos brillantes de malicia.
—Sí—respondí con alguna vacilación.—Pero me fastidia, sin embargo, pensar que las solteronas tienen un lado un tanto ridículo... ¡Qué idea, reclamar un marido con tanta insistencia y tan poca discrección!... ¡Bah!—exclamé con más firmeza,—me siento, con todo, una aptitud sublime para esa vocación tan desacreditada... Sin embargo, por complacer a mi abuela, consiento en poner toda mi buena voluntad al servicio del matrimonio. Mi amor a las solteronas no me impedirá, probablemente, volver a empezar dentro de poco la ceremonia de los últimos días con otro caballero.
—¿No te ha curado el señor Desmaroy de esa buena voluntad?—preguntó Genoveva sonriendo.
—No, ese señor ha respondido simplemente a la pregunta que yo había hecho al señor Boulmet. «¿Tiene corazón?» Ha resultado que tenía más del necesario, y no ha habido más.
—Sí—dijo la de Ribert muy animada,—y además no le gustaba a usted...
—Absolutamente nada—exclamé con una seguridad inmutable.
La de Ribert y Genoveva me abrazaron con efusión, y las dejé para volver a mi casa.
Al entrar en la cocina para decir una cosa a la buena anciana, me la vi muy afanada delante de la mesa, con la pluma en la mano y la cara congestionada, por los esfuerzos que hacía para escribir una carta.
—Mi pobre Celestina—dije al pasar,—te vas a poner mala.
—No hay cuidado... La señorita no se casa ya, y siendo así... Sé lo que sé, y cumplo mi voto...
—¿Qué voto?
—Eso es cuenta mía... Asunto de conciencia...—respondió misteriosamente Celestina.—He hecho un voto, y puesto que no se casa usted, voy a cumplirlo... No hay más.
Veo que no sacaré nada de esta obstinada y tomo el sabio partido de dejarla cumplir su voto, que no puede ser más que alguna cosa edificante, pues Celestina piensa siempre en todo y por todo, en la edificación del prójimo... ¡Es hermoso!...
22 de noviembre.
Esta mañana nos hemos reído mucho la abuela y yo.
Tenía necesidad la abuela de ver al señor cura a propósito de unos pobres a quienes socorremos, y se fue a casa del padre Tomás. La abuela recibió de su pastor la acogida más alegre que se puede desear. De tan buena gana reía el señor cura, que ya empezaba la abuela a amoscarse ligeramente, cuando aquel sacó una carta de su escritorio y se la dio sin más explicaciones.
Copio textualmente esta obra maestra que la abuela me ha traído como dato para mis estudios sobre las solteronas; pues se trata de una carta de Celestina al cura, la carta que tanta curiosidad me había inspirado. Corrijo las faltas de ortografía, para facilitar su lectura.
Celestina Robert al señor cura de San Aprúnculo.
«Aiglemont 15 de noviembre de 1903.
»Señor cura:
»Ya no se casa nuestra señorita. Como tengo gran confianza en el buen San Pablo, había prometido al gran apóstol dar un paso cerca de usted en el caso de que nuestra señorita no se casara con el señor que ha venido con motivo de las antigüedades de la señora.
»Cumplo mi voto.
»Pienso, señor cura, que Santa Catalina no es una verdadera solterona, puesto que murió joven. Por esto no hay obligación de conservarla como nuestra patrona. Este honor corresponde, sin disputa, al apóstol San Pablo, que permitió a la gente de su tiempo y a la de los tiempos de después, no casar a sus hijas. Aunque se enfade mi pobre señora, que no es de esta opinión.
»El día de Santa Catalina está próximo, señor cura. Para cumplir mi voto pido al señor cura que no se celebre esta santa y que deje la fiesta de las señoritas para San Pablo.
»Su humilde servidora
Celestina Robert.
»Miembro de la orden tercera de San Francisco, cofrade de la Propagación de la fe, de la Santa Infancia, de San José, del Sagrado Corazón, de las ánimas del Purgatorio, de San Antonio, etc., etc...»
Solté una sonora carcajada al leer esta epístola fantástica y también la abuela se rió de buena gana.
—Está decididamente en el aire la manía de escribir—dijo enjugándose los ojos que estaban llenos de lágrimas.—¡En qué siglo vivimos!... Y proponer a San Pablo...
—Es una broma de Francisca—dije a la abuela, en cuanto pude respirar.—La pobre Celestina ha sido sugestionada.
—¿Cómo es eso?—preguntó la abuela incrédula.
Le conté lo que había pasado con Francisca a propósito de San Pablo y el presentimiento que yo tuve de lo que podría hacer la vieja cocinera.
—¿Y qué ha dicho el señor cura?—pregunté.
—Estaba tan divertido por esta petición poco común, que no pensaba en decir su opinión. Mira la carta que me ha dado para Celestina. Léela; no está cerrada.
Agustín Labertal,
»Cura arcipreste de la catedral de Aiglemont,»
»da las gracias a la señorita Celestina Robert por su interesante comunicación, que ha llegado tarde. Por este año no es posible ningún cambio en la reglamentación de las fiestas habituales. El señor Labertal aprovecha la ocasión para recomendaros a las buenas oraciones de la señorita Robert.»
—¡Calla!—dije estupefacta,—el señor cura parece que toma en serio esta comunicación...
—Tiene que usar ciertas consideraciones...
—¡Consideraciones!... ¿Por qué?
—Ofender a una solterona de la intransigencia de Celestina, sería peligroso...
—Sí, comprendo... El señor cura temería legítimas represalias...
—Ciertamente—dijo la abuela con convicción.
—Pobre señor cura, tiene miedo... Teme a los gendarmes de Dios, ¿verdad, abuela?
—¿Qué gendarmes, hija mía?
—Todas las devotas del género de Celestina, son los gendarmes de Dios... A ellas corresponde la vigilancia de la parroquia entera, desde el señor cura hasta el último niño del catecismo... Es seguramente un monopolio.
—Exageras, Magdalena.
—Bien sabe usted lo contrario, abuela... Si el señor cura llega tarde a misa, si se enreda en un oremus si no estaba en el confesionario a la hora exacta, si la señora de Tal ha ido a buscarle a la sacristía, si la señorita Fulana ha tosido en misa, todo es materia de numerosas reflexiones... Pobre señor cura, buena falta le hace tener diplomacia...
—Sí—respondió la abuela contrariada por el sesgo que tomaba la conversación.—La diplomacia ha sido siempre una cosa tan hábil como inteligente.
—Es verdad—dije después de unos momentos de reflexión,—más vale rodear las dificultades que tomarlas por asalto... ¿Sabes, abuela, que no debe de ser agradable ocuparse de tantas fruslerías cuando parece que el alma no debiera ser atraída más que por las grandes cosas?...
—Ve a decir a Celestina que su proyecto no es de una importancia capital, y verás cómo te recibe.
—Pobre Celestina... ¿En qué consiste que el cerebro llega a estrecharse hasta ese punto?
—No creo que el de Celestina haya tenido nunca una amplitud notable...
—Lo admito, en cuanto a Celestina. Pero ¿crees que es una excepción?
—No, hija mía. Ese es uno de los escollos del celibato, pues, en mi concepto, hay más peligro de mezquindad en la mujer que vive sola que en la que tiene marido e hijos. Al contacto de las inteligencias que se mueven alrededor suyo, es más difícil que una mujer se disminuya, intelectualmente hablando: su cerebro, en vez de disminuir, tiene tendencia a ensancharse. Lejos de atrofiarse en la tristeza de la soledad, se expansiona en los goces de la familia... Realmente, habría mucho que hablar respecto de esto...
—¡Oh! abuela—protesté con vehemencia,—no se puede decir que una vida está truncada cuando se tiene la dicha de vivir sin un marido, sin un dueño, y libre de tantas vicisitudes...
—Admitamos que exagero en cuanto a algunas; pero me concederás que muchas solteronas participan de mi opinión. No todas tienen tus ideas y las hay que se resignan difícilmente al celibato.
—Las hay que no se resignan—exclamé riendo al recordar a la Bonnetable y su mal humor.
—Y bien, puesto que somos del mismo parecer, al menos en ciertos casos, es fácil que nos entendamos. Tomemos por ejemplo, si quieres, una soltera que lo es a pesar de sus deseos más sinceros. ¿Crees que será dichosa y apta para ensanchar su horizonte?...
—Qué sé yo...—dije con alguna vacilación.
—Fatalmente tendrá que encerrarse en su concha. En lugar de tener una piedad sincera e ilustrada, sus desilusiones la impulsan a los extremos de la exaltación religiosa. Será una fanática de las pequeñas devociones, de las pequeñas distracciones y de las ocupaciones pequeñas. Pisoteará sin escrúpulo la reputación del prójimo, y se creerá en el camino del infierno si falta a un rosario o a un sermón. Después, si no tiene el corazón bastante noble para entregarse por completo a todos, no pensará más que en sí misma, se replegará en su alma, en su cerebro y en su conciencia. A fuerza de investigar sus propios pensamientos y sus más ínfimos deseos, llegará a inspeccionar al prójimo de un modo igualmente meticuloso. Poco a poco pensará menos en sus defectos que en los de los demás. ¡Ah! Magdalena, una vida truncada es terrible para ella misma y para los otros. La malevolencia sistemática engendra tantas catástrofes...
—Sí—respondí un poco pensativa,—la solterona, tal como tú la pintas, vive en un martirio perpetuo. Todo el calor desocupado de su corazón se transforma y se pierde... Da en hiel lo que hubiera debido prodigar en miel... ¡Pobre solterona!...
—Sí, por lo mismo que compadezco con toda mi alma a esas víctimas de la vida, no querría, hija mía, verte tomar un camino semejante...
—Yo no soy de la madera de esas solteronas... Yo no deseo casarme, sé pensar y no estoy desocupada... No, tranquilízate; si permanezco soltera tendré siempre el alma igual y alegre y seré un ejemplo extraordinario de felicidad en el celibato.
—Quién sabe...—murmuró la abuela pasándose la mano por la frente.—Quién sabe... Dios te preserve de las tempestades del corazón, mi querida nieta... Pero—dijo de pronto para ahuyentar la melancolía,—nos hemos extraviado de Celestina... Cierra la esquela del cura para que yo pueda entregársela, y no hables de esto a la buena mujer. Si sospechase que estamos al corriente de su paso, guardaría rencor al señor cura por esta indiscreción, permitida sin embargo.
—¡Rencor de solterona!—exclamé fingiendo un escalofrío.—¡Qué cosa tan espantosa!...
Esperaba yo ver en Celestina los efectos de una cruel decepción, como vajilla rota, platos echados a perder, gruñidos, empujones... Pero no, Celestina estuvo de buen humor todo el día y hasta le oí cantar a voz en cuello un cántico a la Virgen.
La esperanza permanece en el fondo de su corazón, es cierto. Ha llegado tarde este año, pero el que viene... ¡Pobre Santa Catalina! Ya puede aprovechar lo poco que le queda... ¡Viva San Pablo!...
25 de noviembre.
Hoy gran fiesta para las solteras, jóvenes y viejas.
A primera hora, esta mañana, Celestina, de muy buen humor, se paseaba en su cocina con ardor febril.
—Pero, mujer, te estás cansando—le dije con conmiseración.
—No—exclamó alegremente...—Quiero que el té de la señora sea perfecto. Eso hará rabiar a Mariana, la cocinera de la señorita Bonnetable—añadió con la cara llena de satisfacción.
—¿Por qué ha de rabiar?
—La señorita sabe bien que en el último té de la señorita Bonnetable los pasteles de chocolate estaban quemados.
—¡Ah! y los tuyos...
—Los míos son siempre perfectos—respondió Celestina con vehemencia.—Además—dijo entre dientes,—he prometido dos centavos a San Antonio si sale bien la gran merienda.
Esa gran merienda de que habla Celestina con énfasis, es un simple té que todos los años, el 25 de noviembre, ofrece la abuela a sus amigas y a las mías solteras. De un año a otro Celestina piensa con ardor en la cantidad de novedades que podrá introducir en los pasteles y por toda recompensa no ambiciona más que cumplimientos, lo que, entre paréntesis, no le falta, pues todas conocen su flaco y la adulan.
A las dos y media empezó a oírse la campanilla. Genoveva, Petra, Paulina y Francisca llegaron de las primeras. Siguioles de cerca la señorita Sarcicourt. La Bonnetable, no habiendo podido digerir la «incalificable agresión» de que fue objeto de parte de Francisca y de la mía, se había excusado. Llegaron después la señorita Fontane, encantadora solterona por convicción; la señorita Melanval, presidenta de no sé cuántas asociaciones y ligas, y cuya única ocupación consiste en apuntar en una cartera los nombres de las nuevas adherentes a sus queridas obras; la señora Roubinet, de buena conversación, muy farsante y demasiado ocupada en procurar su efecto personal para pensar mucho en los demás, con lo que va ganando una sólida reputación de benevolencia que nadie piensa en discutir. Faltaron otras dos amigas de la abuela, que estaban resfriadas.
Por disposición de la abuela, que temía las ocurrencias de Francisca y, un poco, las mías, toda la juventud ocupaba el «rincón de las malas cabezas.» Las personas serias rodeaban a la abuela.
Como yo estaba un poco silenciosa, contra mi costumbre, Petra me interpeló de repente:
—Pero di algo, Magdalena; estás en las nubes. Parece que no oyes lo que se dice.
—En efecto—respondí,—estaba distraída mirando al grupo de la abuela.
—¡Ah!—exclamó Petra tan desdeñosa como si se tratara del pobre teniente Cotorrac.—¿Te interesan esas señoritas?
—Mucho. Estaba pensando precisamente que la señorita Fontane debe de ser una solterona por vocación...
—Pienso como tú—exclamó Genoveva.
—Sí, se ve la buena voluntad... Observad qué armoniosa es toda su persona. La mirada, la sonrisa, la voz, el gesto, todo respira el contento.
—¿Y la señorita Roubinet?—prosiguió Genoveva.—¿Creéis que no acusa una satisfacción perfecta?
—Sí—respondí,—pero no es lo mismo. La Roubinet finge la satisfacción de cabeza y la Fontane posee la de corazón.
—¿Y la Melanval, la encuentran ustedes bien armonizada?—preguntó Paulina, que habla poco y escucha mucho.
—Esa es el colmo de la satisfacción—respondió Francisca, absorta hasta entonces en algún pensamiento íntimo, y que pareció que se despertaba de repente.—¡Cómo! tener la presidencia de tantas cosas y poseer el honor de apuntar en su libro de memorias los nombres de tantas personas... es un goce que renace sin cesar... Se está a la cabeza de una sociedad con tan poderoso juego en las manos... Se acabó en Aiglemont el privilegio de la aristocracia—añadió echando a Petra una mirada maliciosa;—ahora es el reinado de la virtud... Por otra parte, sólo al ver el modo que tiene la Melanval de mover las plumas del sombrero, de colocar la cabeza y de hacer reverencias, se comprende su inefable dicha, al lado de la cual no es nada la felicidad paradisíaca...
—La Sarcicourt no participa de esa felicidad—hizo observar Genoveva.—Vean ustedes cómo contrastan sus aires modestos y su palidez con la amable animación de la Fontane y con la alegría de la Roubinet al buscar una frase o una cita.
—Veo que te vuelves burlona, Genoveva—le dije amenazándola con el dedo.
La única respuesta de Santa Genoveva como nosotras la llamamos, fue una fina sonrisa.
—¡Ay!—exclamó de pronto Francisca levantando al techo unos ojos desesperados;—qué fastidioso es pasar la vida con solteronas...
—Veo que sigues con tan poco gusto por ese glorioso estado—dijo Genoveva con compasión.
—Tengo tanto horror al celibato—respondió Francisca,—que me siento con malas disposiciones hacia las solteras... Soy capaz de todas las bajezas por atrapar un marido...
—Yo no—respondió Petra con un movimiento de protesta.—Si deseo casarme, al menos estoy segura de no ir hasta la bajeza. Los Brenay no han cometido jamás malas acciones...
—Tampoco los Dumais—replicó orgullosamente Francisca.—Pero—terminó con filosofía,—alguna vez han de empezar...
—Francisca exagera—se apresuró a decir Genoveva para evitar toda protesta nuestra.—Francisca exagera siempre...
—Nada de eso; no exagero—exclamó Francisca.—Quiero casarme y me casaré—añadió con un fruncimiento de cejas que envejeció de un modo extraño su cara, de ordinario tan animada.
—¿Y tú, Paulina?—pregunté para evitar otra declaración de principios de Francisca.
—Yo—dijo Paulina ligeramente sorprendida por la pregunta,—haré lo que quiera mamá.
—¡Dios mío! qué paloma...—murmuró Francisca con despecho.—Esto se llama un carácter fácil...
—¿Por qué no he de hacer lo que quiera mamá?—replicó Paulina asombrada.—Mamá no puede querer más que mi bien.
—Sí, sí—respondió Francisca muy nerviosa.—Déjate conducir y guiar... No pienses... No hables... No andes... Tu mamá hará todo eso por ti...
—¡Oh! Francisca...
—Y si necesitas sonarte, espera que tu madre te prepare el pañuelo, so mema...
—¡Oh! Francisca...—volvió a decir la pobre Paulina completamente enfadada esta vez.
—Ea, no hables tú ahora como mi madre—exclamó Francisca cada vez más exasperada.—Me fastidias y me irritas...
—¡Vamos, niñas!... ¿Qué pasa?—preguntó la abuela desde el extremo del salón.
—Pasa, señora, que estoy muy enfadada—respondió Francisca.
—Venid un poco con nosotras; nuestro juicio corregirá vuestra exuberancia.
—No, no, voy a decir tonterías... No me llamen ustedes a su lado.
—Sí—respondió mi querida abuela con indulgencia.—Estando prevenidas no nos asustaremos.
—Sí, sí, vengan ustedes, señoritas—insistió la Melanval, la presidenta de las presidentas...—Tengo justamente una nueva obra que presentarles...
—¡Ah!—exclamó Francisca precipitándose de un salto a la silla que le indicaba la abuela a su lado.—Si es una obra para casar a las muchachas en busca de marido, cuente usted conmigo.
Todas nos echamos a reír al instalarnos junto al grupo serio.
—¿Está usted tan descontenta de su suerte?—preguntó la Fontane con su amabilidad habitual.
—Murmurar o quejarse—dijo sentenciosamente la Roubinet,—es oponerse a las leyes universales...
—¿Es usted quien ha inventado eso, señorita?—preguntó Francisca con fingida dulzura volviéndose hacia la oradora.
—No Francisca—respondió la Roubinet con una modestia tan afectada como la dulzura de Francisca.—Esas palabras son de Federico el Grande.
—¡Un prusiano!... ¡Qué horror!... ¿Cómo puede usted citar frases de un enemigo de Francia?—objetó Francisca lo más seria que pudo.
—El genio no tiene patria—respondió la Roubinet convencida.
—Internacionalista y solterona... Es el colmo... ¡Ah!—añadió Francisca cada vez más nerviosa,—no quiero quedarme soltera...
—¿Sueña usted con el acuerdo de dos almas hermanas?—preguntó la Roubinet, que no pensaba en enfadarse por las ocurrencias de Francisca.—Lo comprendo... Encontrar en la vida una alma a nuestro diapasón... ¡Qué ideal!...
—La verdad es que me importa poco el diapasón—respondió Francisca.—Hasta consiento en dar el sí bemol cuando mi alma hermana dé el la natural... Pero, por amor de Dios que me encuentren un marido...
—Pero, Francisca, ¿qué tiene usted? Algo ha debido de ocurrirle, porque no la conozco...
—Sí—respondió francamente Francisca.—Me ha ocurrido, que se presentaba un pretendiente para mí, y mis 2.000 pesos de dote le han puesto en fuga... como de costumbre.
—¿No tenía fortuna?—preguntó la abuela.
—No, señora, ninguna. 500 pesos de sueldo por toda renta.
—Con los intereses de los 2.000 pesos—dijo la Sarcicourt,—pongamos 80 pesos, el total de 580. ¿Espera usted vivir con esa cifra?
—¿Por qué no?—respondió ingenuamente Francisca.
—Es posible vivir con 580 pesos—replicó la abuela,—pero con otra educación que la de usted.
—Eso es lo que ha dicho el pretendiente—confesó con franqueza Francisca.—¿Creerá, usted, señora—añadió,—que ese caballero llegó a querer convencer a papá de que cuando no se tienen más que 2.000 pesos de dote se impone otra educación que la mía?
—¿Si?—dijo la abuela interesada.—¿Y qué respondió el señor Dumais?
—Papá se enfadó al principio, y cuando volvió a casa regañó a mamá diciendo que su debilidad era la causa de este nuevo incidente.
—Pobre señora de Dumais—gimió la Sarcicourt.—Es tan buena...
—Demasiado buena—dijo la abuela entre dientes.—De modo—siguió diciendo más alto,—que no se casa usted, Francisca...
—¡Ay!—respondió la aludida,—mis pretendientes no cesan de correr... Señorita—dijo yendo a arrodillarse delante de la Melanval,—¿no tiene usted una liga por pequeña que sea, que se ocupe de las jóvenes casaderas?... Si no la hay debiera haberla... Sería cien veces más útil—terminó levantándose,—que todas esas ligas que fastidian a todo el mundo...
—¡Francisca!—dijo la abuela con cierto tono de severidad,—va usted a decir tonterías, hija mía.
—Sí, es verdad... Me callo—respondió Francisca con esa gracia irresistible que hace que se le perdonen todas sus imprudencias.
—No comprendo—dijo la Fontane,—el horror que usted manifiesta por el celibato... Eso estaba bien en otro tiempo, pero hoy le aseguro a usted que está bien visto el quedarse soltera.
—No, amiga mía—respondió vivamente la abuela.—Eso es inadmisible.
—Sin embargo—añadió la Fontane reprimiendo una fuerte gana de reír,—estamos aquí cuatro representantes del celibato, sin contar la quinta—dijo echando una mirada a Genoveva,—y no veo lo que tenemos de reprensible.
—Eso depende de los motivos que han ocasionado en cada una el celibato. Los hay que yo admito y otros que no—terminó la abuela, ya descontenta al ver que iba yo a caer en mi tema favorito.
—¿Cuáles son esos motivos admitidos?—suspiró la Sarcicourt,—¿es indiscreto preguntarlo?
—De ningún modo, querida amiga—dijo la abuela, ya en pleno buen humor.—El padre Tomás, explicando este asunto a mi nieta, los enumeró bastante sumariamente. Voy a tratar de recordarlos para complacer a usted, aunque estoy muy cansada.
—No se tome usted esa molestia, señora—interrumpió la Fontane.—Ese asunto le es a usted antipático y voy a tratar de reemplazar a usted. Creo—continuó, mirando a la Sarcicourt,—que una de las primeras razones que impulsan al celibato es la abnegación.
—¡La abnegación!—exclamó la Roubinet con todo el ardor de una persona que nunca ha sabido lo que es eso.—¡Qué poesía en ese motivo!... ¡Qué suavidad!...
—Hay muchos géneros de abnegación—hizo observar Genoveva.
—En efecto, puede una sacrificarse de mil modos—repuso la Fontane muy risueña.
—Se trata de encontrar el bueno—dijo Francisca, que generalmente proclama que la abnegación es un asunto de edad y de temperamento.
—Todos son buenos—respondió la Fontane.—Entre la abnegación de una hija que se consagra a sus padres y la de una hermana que se sacrifica por sus hermanos menores, no sé, en verdad, a cuál dar la preferencia. Aquí son los padres muertos que dejan una familia que criar; allí unos padres pobres o enfermos a quienes hay que atender o cuidar... Se puede una quedar al lado de un hermano soltero para cuidarle la casa... Un hermano que se queda viudo necesita a su hermana para vigilar a los pequeños, dirigir a los mayores y ser una madre para todos... Un hermano sacerdote nos reclama... Una hermana enferma nos absorbe... Y luego, fuera de la familia, se encuentran nobles causas de abnegación...
—Dios mío—interrumpió Francisca,—bastantes hay ya; no añada usted más...
—¡Niña mimada!... Debe usted comprender, Francisca—siguió diciendo la Fontane,—que hay almas que sienten la necesidad de sacrificarse por el prójimo en un marco más ancho que el de la familia. Existen muchas nobles hermanas de la caridad, seglares.
—Sí—respondió Francisca poco convencida,—para las almas hermosas puede tener atractivos todo eso... Para las almas inferiores como la mía, no tiene ninguno.
—Yo creí, Francisca—dijo la abuela con tono de reproche,—que tenía usted corazón.
—Mi corazón se atrofia en el celibato—respondió Francisca sin miramientos.—Siento que me voy volviendo mala...
—Buena solterona—murmuró Petra a la sordina.—Esto promete para el porvenir.
—Entonces, Francisca—dijo la Fontane,—no es usted de aquellas a quienes retiene en la pendiente del matrimonio un sentimiento de pudor virginal...
—Absolutamente—respondió Francisca con la inconsciente franqueza que brilla en todas sus palabras y que le vale tantas críticas.—¿Existen, pues, casos de ese género?...
—Ciertamente. ¡Cuántas almas temen los rozamientos de la vida!...
—Sí—hizo observar la Melanval bajando púdicamente los párpados,—el matrimonio no es un modo de existencia propio de las naturalezas finas y delicadas...
—¡Oh!—protestaron la abuela, Francisca y Petra.
—Yo misma—continuó la presidenta,—me he estremecido siempre de horror al pensar que un caballero hubiera podido besarme...
—Entonces—exclamó Francisca,—no tenía usted más que besarlo la primera, y así...
—¡Francisca!—dijeron todas a coro.—Schoking...
—Francisca razona como una niña caprichosa—respondió la Melanval.—Habrá que cuidar esa imaginación—añadió un poco descontenta.—Si no pone usted remedio se va a destruir cerebro, corazón y alma. Mala pendiente, hija mía; muy mala pendiente...
—¿Qué le voy a hacer?—suspiró Francisca en tono burlón.—Es el efecto en mí del celibato... Hay jóvenes que se vuelven de azúcar, como Genoveva; hay otras que se ponen más agrias que un limón, como yo... No comprendo por qué tienen ustedes todas, trazas de encontrar magnífico ese sentimiento de pureza virginal de que hablan. Eso es bueno para una monja, pero cuando no se siente una llamada hacia Dios...
—Ciertas almas—respondió la Fontane,—prefieren su blancura de armiño a todos los goces de la vida... Ese sentimiento purísimo es infinitamente respetable, tanto como hermoso.
—Y muy raro—dijo la abuela echando a Francisca una mirada terrible para que no dijera alguna nueva tontería.
—Es muy difícil el saberlo exactamente—respondió la Fontane.—La pureza extrema siendo silenciosa, las almas que han huido del matrimonio para sacrificarse a ese deseo virginal, no lo cuentan generalmente. Es un secreto entre ellas y Dios.
—¡Secreto ideal!... ¡Secreto de amor!...—murmuró la Roubinet con la cara satisfecha de un niño que está comiendo dulces.
—En materia de secretos de amor—dijo la Fontane,—hay también afecciones interrumpidas por la muerte, la traición o cualquiera otra causa. Esas afecciones dejan en el corazón de ciertas jóvenes una huella bastante profunda para que no sea posible otro amor... No habiendo podido casarse con el que amaban, esos corazones fieles prefieren vivir, envejecer y morir solos...
—¡Ah!—dijo Francisca estremeciéndose.—Nos deja usted heladas... Si eso es el amor no le quiero.
—¡Qué hermoso es el amor!—murmuró la Roubinet.
—Muy hermoso—replicó la abuela,—pero muy peligroso para cabezas jóvenes.
—No para la mía—objetó Francisca triunfante.
—¿Quién sabe?...—exhaló Genoveva en un aliento apenas perceptible.
—Una de las causas más frecuentes de celibato—dijo la Fontane,—es tener un carácter demasiado independiente.
—Detestable causa—exclamó la abuela dirigiéndome un suspiro.
—No es ese mi caso—afirmó la Sarcicourt, que temía probablemente que se le imputase semejante disposición.—En mi vida he sabido lo que era tener ideas fijas y personales...
—¡Pobre amiga!—respondió Francisca llena de lástima.
—Esa independencia de carácter—continuó la Fontane,—no sólo es un motivo de celibato del lado femenino, sino que asusta también a no pocos jóvenes. ¿Qué vamos a hacer—piensan—de una mujer autoritaria y déspota?...
—Ahogarla—exclamó Francisca pensando en la Bonnetable y en el deseo ya formulado.
—Es un remedio un poquito radical—opinó la Sarcicourt, que no está por las medidas violentas.
—No se emplea casi nunca—respondió la Fontane.—Existe, por otra parte, el contraste de la independiente, y es la joven a quien todo asusta, la que teme las responsabilidades del matrimonio y rehuye la carga de almas que ese estado lleva consigo.
—¡Qué valentía!—exclamó Genoveva riendo.—Eso huele a las Cruzadas, ¿eh, Petra?
Petra se encogió de hombros amablemente sin decir nada.
—El divorcio y la inseguridad en el matrimonio—prosiguió la Fontane,—provocan igualmente la vocación del celibato en algunas muchachas...
—Lo que pasa en el mundo es verdaderamente espantoso... ¡Qué negro abismo!—exclamó la Melanval.
—«Corromper y ser corrompido, ha dicho Tácito, es lo que se llama el siglo»—dijo la Roubinet orgullosa de su frase.
—Por fortuna—observó la Melanval,—tenemos obras para evitar todos esos peligros... Así, la obra de la reforma social...
—No es suficiente—terminó Francisca con un resplandor malicioso en los ojos.—Haría falta una obra de los desengañados, una unión de las separadas, una liga contra los divorcios, una federación de celosas, y qué sé yo cuántas cosas más... ¿Tiene usted una asociación contra el celibato obligatorio?... Pues sería de primera utilidad. Admitirá usted fácilmente que si los motivos enumerados por la señorita Fontane impulsan al celibato, hay otros que le crean... sin impulsar a él...
—Ciertamente—respondió la Fontane con sonrisa burlona.—La insuficiencia del dote cuando se es gastadora, es una de esas causas temibles y temidas.
—Esto es lo que se llama recibir una estocada—articuló Francisca.—Mea culpa... Mea culpa...
—Los pretendientes toman miedo a las mujeres que les llevarían tan graves motivos de alarma.... Además, hay que tener en cuenta las presunciones de las muchachas que se estiman en un alto valor, siendo así que...
—Que no valen gran cosa...—concluyó Petra.—Me reconozco a mi vez... Mea máxima culpa...
—¿Para qué tantas pretensiones?—preguntó la Melanval.
—Es muy sencillo—respondió Petra.—Yo deseo el nombre, la familia, la fortuna, la respetabilidad, las relaciones y un físico agradable.
—¡Mucho es eso!—exclamó la Melanval.
—Tengo veinte mil pesos de dote...
—Es poco—hizo constar la Melanval.—Hagamos un pequeño sacrificio... ¿El nombre?
—Imposible... ¿Un matrimonio desigual?... Horror...
—La familia va con el nombre. ¿La fortuna?...
—Jamás... Se va el dinero de las manos sin echarlo de ver.
—Entonces—replicó la Melanval un poco extrañada—no queda nada que sacrificar, pues la respetabilidad es necesaria. Como no sea el físico...
—Me es indispensable—respondió sencillamente Petra.
—¡Bah! ya irá usted rebajando, hija mía—dijo la abuela con su dulce filosofía.—Y quiera Dios que no sea tarde—suspiró pensando en el teniente Cotorrac.
—Es lo que yo digo algunas voces a mamá—dijo Paulina un poco confusa por no ser de la opinión de su madre.—Mamá, que me quiere mucho, sueña para mí con una situación brillante, y... con diez mil pesos de dote... no sé si...
—¿Si conquistarás esa situación?—acabó Francisca riéndose.—Creo que no, mi pobre Paulina... Rebaja pronto... pronto... Ya quisiera yo tener que rebajar algo—gimió Francisca,—pero no puedo disminuir mis pretensiones a no ser que me case con un gañán, con un marmitón o con un mono vestido, lo que está lejos de ser tentador.
—¡Ah!—suspiró la Sarcicourt;—no estamos ya en los tiempos en que la gente se contentaba con una choza y un corazón...
—¡Dichosa época!—exclamó la Roubinet.—Pero si no tenemos ya esas graciosas costumbres, sepamos acomodarnos, como decía Máximo del Camp, al tiempo en que vivimos; sólo en esto reside el gran arte de la vida.
—La falta de salud—dijo la Fontane, llevando la conversación a su punto de partida,—asusta también a muchos pretendientes. ¿Qué hacer de una mujer enferma?...
—Cuidarla—murmuró Francisca con irónica piedad.—Pero esos hombres son tan detestables enfermeros...
—Es cierto—dijo la abuela,—que se debería vigilar escrupulosamente la salud de la mujer lo mismo que la del hombre en todos los matrimonios, y, en caso de incertidumbre, prohibirles una unión llena de peligros.
—¡Cómo!—exclamó asombrada.—Ahora es la abuela partidaria del celibato... ¡Qué conquista!...
—¿Y dónde me dejan ustedes el amor al estudio y la pasión por las artes?—interumpió la Roubinet.—En nuestra época hay muchas jóvenes que prescinden del matrimonio para seguir esa vía privilegiada.
—¡Bah!—dijo la abuela.—¿Son las jóvenes sabias y las artistas en flor las que renuncian al matrimonio, o es el matrimonio el que no las quiere?
—La estadística se calla en este punto—respondió la Roubinet ligeramente confusa.—Pero he leído con gran satisfacción la vida de ciertas solteronas sabias o artistas—dijo con su énfasis habitual.
—¡Oh!—exclamó Petra.—Creo que sueña usted.
—No, por cierto—insistió la Roubinet.—Así, en literatura...
En este momento entró Celestina con una bandeja cargada de pasteles de perfumes variados, e interrumpió a la Roubinet.
—Suplico a usted que espere un poco—dije a la oradora.—Déjeme servir el té, pues sentiría mucho no oír a usted.
—Vaya usted, vaya, Magdalena—respondió la Roubinet muy halagada por mi petición.
—¡Qué delicioso perfume de flor de azahar!—exclamó Francisca apoderándose de un plato de mostachones para presentárselo a las invitadas.—Es un perfume de circunstancias... Hoy, fiesta de Santa Catalina, todo debe ser flor de azahar.
—¡Oh!—dijo haciendo monadas la Roubinet,—yo prefiero unas gotas de ron en el té... Si me hace usted el favor, Magdalena...
—¡Cuidado!—exclamó Francisca;—el ron es un perfume de coraceros...
—No me importa—aseguró la Roubinet,—mi estómago le recibe muy bien.
—El mío no—dijo dulcemente la Sarcicourt.—El médico me prohíbe los licores fuertes... Una gotita de leche, Magdalena, si usted gusta.
Cada cual tuvo al fin lo que deseaba, y la conversación se volvió a animar.
—¿Cree usted—dijo Genoveva dirigiéndose a la Roubinet,—que las solteronas cuentan en sus filas muchas literatas distinguidas?
—¡Cómo! Genoveva—dijo la Fontane,—¿olvida usted a nuestra ilustre Eugenia de Guerín?...
—No, pensaba en ella, así como en Clarisa Bader y en la Bremer. Pero no conozco muchas más.
—¡Cómo!—exclamó la Roubinet con indignación.—¿No conoce usted a la señorita de Marchef, que compuso un libro titulado «Las mujeres, su pasado, su presente y su porvenir...»? ¿Ni a la señorita Bertin, que hizo un volumen coronado por la Academia Francesa y hasta compuso dos óperas?... Hay además Miss Frances Brown, poetisa; Miss Martineau, la ilustre filósofa de opiniones un poco atrevidas... Miss Cummins, Miss Sedwick, Miss Wetherell, Miss Lothropp, Miss Johnson, americanas cuyas obras habrá usted leído; Miss Pardoc y Miss Kavanagh, novelistas inglesas; las señoritas Poulet y Luisa Stappaerts, poetisas belgas; la señorita Gatti de Gamond, prosista de mérito; las señoritas Fleuriot, Marechal y Monniot, cuyas obras han hecho la dicha de las generaciones nuevas, y no sé cuántas más...
—¡Qué diluvio!—exclamó la abuela.—¡Cómo las solteronas tienen la pluma tan intemperante!... Ya no me extraña que Magdalena...
—¡Abuela!—imploré.
—La pintura—prosiguió la Roubinet poseída de su asunto—cuenta también solteronas de talento. No citaré a usted más que dos de las más ilustres: la gran artista holandesa María Van-Osterroyek, que vivió en el siglo XVII, y nuestra gran francesa Rosa Bonheur...
—¡Qué nombres y qué artistas!... Cuánto celebro ver que las solteronas están tan favorecidas...
—¿Por qué no habían de serlo?—preguntó la Melanval.—Las solteras encierran bastantes mujeres de bien para tener el derecho de enorgullecerse con las mujeres de talento que figuran en sus filas.
—Con más motivo—añadió la abuela,—porque no pueden ustedes citar personas vivas. Nada asegura que no se casarán...
—Sí—dijo la Fontane,—se han visto casos en estos últimos tiempos.
—Hablen ustedes de las mujeres de bien—dijo la Melanval;—será más edificante...
—Ahí tenemos a Celestina—exclamó Francisca dirigiendo una sonría a la anciana criada que entraba en este instante para llevarse las tazas del té y todo lo que nos molestaba. Pero Celestina hizo como que no había oído.
—Las mujeres de bien solteronas son demasiado numerosas—siguió diciendo la Fontane.—Creo que habría que nombrarlas todas para no cometer error. ¿Qué solterona no ha contribuido al bien de la familia o de la sociedad?...
—La señorita Bonnetable—aseguró Francisca.
—Silencio, Francisca,—exclamó la abuela.—El carácter de la señorita Bonnetable no le impide ser muy buena en el fondo.
—Sí, señora—respondió Francisca,—en el último fondo, en el sitio que no se ve ni se oye, es buena y dulce como el azúcar.
—Niña cruel—dijo la abuela encogiéndose de hombros.
—Lo cierto es—siguió diciendo la Melanval,—que la mayor parte de nuestras obras tienen como presidentas o como fundadoras mujeres solteras... Sería imposible hacer una lista...
—No veo la dificultad—dijo Francisca disimulando un bostezo.—No hay más que coger la nomenclatura de los premios de virtud en la Academia; eso no puede servir de base.
—Detestable burlona—murmuró la Melanval contrariada. Y añadió dirigiéndose a la Fontane:—creo que hay que convenir entre nosotras que si todas las mujeres de bien no son solteras, en cambio todas las solteras son mujeres de bien.
—¡Felices ellas!—exclamó Petra.—Ese es un panegírico bien sentido...
—En un día de Santa Catalina era obligatorio,—repuso Francisca.—Y por cierto que han olvidado ustedes el citar a esta pobre santa entre las ilustres solteronas... Tengo una vaga idea de que fue una filósofa distinguida.
—Y una mártir incomparable—añadió la Melanval santiguándose.—¡Buena Santa Catalina!...
—Ora pro nobis—exclamaron a la vez Petra y Francisca que se reían con toda su alma.
—No, no—dijo Francisca dando un salto;—no queremos formar parte de la corporación.
—Y tienen ustedes razón, hijas mías—respondió la abuela siempre llena de indulgencia por las jóvenes deseosas de casarse.—Recen ustedes a San José y será mucho mejor...
—Además—añadió la Roubinet mirando a Francisca con intención,—al rezar a nuestro gran patriarca cuide usted de conservar su gracia y su humor apacible:
Con la sonrisa en los labios
Y con la gracia en los ojos
La virtud es aún más bella...
—Bonitos versos—dijo la abuela.—¿De quién son?
—De uno de mis autores favoritos—respondió la Roubinet muy contenta por haber hecho efecto.—Son de Laprade.
—¿Laprade?—murmuró Francisca reuniendo sus recuerdos.—Creo haber leído algo de ese buen señor... ¡Qué aburrido era!...
Genoveva y Paulina trataron de hacer callar a Francisca, pero fue inútil felizmente, pues sus palabras se perdieron en el ruido de las despedidas.
—Espera—me dijo Francisca al oído al tiempo de despedirse de la abuela,—voy a dejar con la boca abierta a la Roubinet con mi erudición. Escucha bien.
Y haciendo una graciosa reverencia a la abuela, Francisca declamó con gracia:
Si el tiempo se va, señora,
Nosotras también nos vamos...
Una risa general acogió esta nueva broma de Francisca, que había encontrado medio de desnaturalizar el pensamiento del poeta.
—Delicioso—exclamó la Roubinet extasiada.—Yo conozco estos versos, pero no recuerdo el nombre del autor... Venga usted al socorro de mi memoria infiel, Francisca.
—Esos versos son de uno de mis autores favoritos—parodió Francisca.—Son de Ronsard...
—¡De Ronsard!—exclamó la Roubinet sofocada.
—Sí, señorita—terminó Francisca,—rabie usted... Usted no nos ha dado más que Laprade...—Y repitió con una mueca desdeñosa:—Laprade...
Todas exclamaron en coro en medio de las risas que reinaban:
—¡Oh! Francisca...
3 de diciembre.
He pasado una gran parte del día en la Catedral. Hoy era la fiesta de Santa Catalina, fiesta parroquial tan sólo, pero interesante por el gran número de personas a quienes se refiere.
¡Cuántas distracciones tuve en la misa mayor!
Aunque salí de la casa con buenas disposiciones de fervor, mi insoportable imaginación hizo de las suyas. Hasta el Ofertorio todo fue bien, pero en ese momento, curiosa de reflexionar un poco sobre la innumerable cantidad de solteronas que desfilaban delante de mi vista, me extravié completamente.
En seguida clasifiqué a las personas que pasaban en mis tres grandes divisiones:
Solteronas voluntarias.
Solteronas resignadas.
Solteronas recalcitrantes.
Vuelta a casa, continué mis meditaciones y he aquí lo que llegué a poner en claro en conjunto.
La solterona voluntaria, diga lo que quiera el padre Tomás, se distingue a primera vista. Es viva, aunque sea reumática y sobre todo si es nerviosa. Su fisonomía es apacible y animada, su mirada benévola y su sonrisa bondadosa.
La resignada es melancólicamente trivial: mirada apagada, sonrisa triste, modo de andar frío. A diez pasos y aun de más lejos se la conoce de una mirada.
La recalcitrante es... recalcitrante. ¡Qué aspecto de mal genio!... En lugar de la sonrisa amable de la primera y de la dulzura borrosa de la segunda, es enteramente alarmante. Mirada dura, labios secos, modo de andar irritado. En vano se esfuerza la piedad por dar a su fisonomía un aspecto de ternura; se ve el esfuerzo y no se adivina la paz.
Irremediablemente formadas en mi mente las tres grandes divisiones, pasé a las subdivisiones.
Las solteronas voluntarias se reclutan evidentemente entre las que se han dejado guiar en la elección de su existencia por motivos de abnegación, o un sentimiento de pureza virginal, o el recuerdo de una afección muerta, o el amor de la independencia, o ese vago esceptismo que se apodera de tantas jóvenes, o por el temor de las responsabilidades, espantosas en efecto para quien reflexiona.
El amor al estudio y a las artes hace descontentas o satisfechas, según que el celibato proviene de la libre elección o del encadenamiento de las circunstancias. Estas, según sus tendencias personales, se vuelven entonces resignadas, si son de humor acomodaticio, o sublevadas si pertenecen a la categoría de las violentas.
La misma observación respecto de la falta de salud. La solterona se ha sustraído por sí misma al matrimonio o la han sustraído. En la primera suposición, su alma tranquila y estoica impone silencio a su corazón y le da los medios de llegar a las dulzuras del celibato voluntario. En la segunda, se lamenta, se entristece, no piensa más que en su mala salud, envidia la suerte de las jóvenes más favorecidas en este concepto y acaba por dar un ejemplo notable de rebelión en el celibato.
—Sin mi mala salud—murmura,—hubiera podido casarme... A mi mala salud debo, pues, el tener que vivir sola...
—En cuanto a la insuficiencia de dote o a la exageración de pretensiones, que hace que una solterona sería feliz al aceptar a los cuarenta años el partido que ha renunciado a los veinte, no creo engañarme haciendo de esos dos motivos la causa inicial del gran ejército de las recalcitrantes.
Estas recalcitrantes no han renunciado al matrimonio; son los pretendientes los que no han querido presentarse. Por una parte, el dote era tan pequeño y tan desproporcionado con la fortuna, que era imposible que los hombres de buen sentido se arriesgasen a la gran aventura del matrimonio con semejantes jóvenes. Por otra parte, el dote estaba tan poco en relación con las pretensiones emitidas, que había pretendientes que no se atrevían a pedir lo que otros no se dignaban solicitar.
En las pequeñas poblaciones es cosa corriente que la joven de buena familia, sin dote o con uno muy pequeño, participe de la educación y de los placeres de las muchachas ricas: piano torturado, pintura profanada, fútiles trabajos de aguja de los que enseñan a una joven a apasionarse por lo superfino cuando no tiene siquiera lo necesario...
Todos estos tipos de solteronas viven juntas en medio del alegre concierto de burlas imparcialmente distribuidas a todas sin distinción de mérito.
Cuando se quiere designar un carácter susceptible se dice:
—Es una solterona.
Cuando se habla de un espíritu estrecho y vulgar, se exclama con mirada desdeñosa:
—Qué se puede esperar de una solterona...
Si se trata de una devoción mal comprendida, todo el mundo se encoge de hombros y murmura:—Es una verdadera solterona...
Si por casualidad se hace alusión a costumbres rutinarias, al egoísmo o a las conversaciones agridulces, todos repiten:
—Qué propio es de una solterona...
Para pintar un traje extravagante se exclama:
—Vaya una facha de solterona...
Si por ventura recae la conversación sobre la pasión de los gatos, de los perros, de los pájaros o de los cintajos amarillos, brota un grito unánime:
—Gustos de solterona...
En fin, última y suprema ofensa, si se quiere calificar a alguna persona profundamente inútil a la sociedad, todos proclaman:
—Inútil como una solterona...
Véase cómo la solterona se convierte en un objeto antipático cuando debiera ofrecer el más singular de los atractivos, el de un enigma que descifrar.
9 de diciembre.
¡Cuántas mudanzas en lo que constituye una vida de joven soltera!... Ayer todo era tranquilidad absoluta; hoy empiezo de nuevo a subir el calvario de una muchacha casadera... ¡Qué fastidio!... Y pensar que es el padre Tomás a quien debo esta resurrección de las complicaciones.
Esta mañana me previno la abuela que deseaba hacer conmigo algunas visitas por la tarde. A las dos subí a mi cuarto para ponerme el traje de rigor, cuando la abuela me hizo sufrir un examen imprevisto.
—¿Qué vestido te pones?
—El gris, corte de sastre.
—El gris... No, yo preferiría el azul marino con aquella linda pechera que tan bien te sienta. Debajo del abrigo de pieles ligeramente entreabierto, hace muy bien...
—Pero yo no tengo conquistas que hacer, abuela... ¿Cree usted útil que me ponga el traje número uno?...
—Sí... sí... ¿Qué sombrero?...
—El Santos Dumont.
—No, ese no... Ponte más bien el de la pluma amazona que te sienta maravillosamente sobre tu cabello rubio.
—¿Maravillosamente?... Bueno, abuela.
Me vestí muy pensativa... ¿Qué significaban esas precauciones inusitadas?... ¿Qué las idas y venidas de la abuela, que ha salido estos días varias veces de tapadillo?... Verdaderamente todo esto me parecía poco claro y empezaba a temer seriamente un atentado premeditado contra mi libertad, cuando tomé confianza al ver que la abuela se dirigía, y me dirigía por consiguiente, hacia el Colegio Libre.
—En casa del padre Tomás—murmuré para mis adentros,—no hay nada que temer... La feria del matrimonio no tiene allí puesto.
Llamé, pues, con todo el candor de una perfecta quietud y no encontré extraordinario que el cura no estuviese solo. Muy ocupado en hablar de buenas obras con un caballero bastante feo, que parecía un tarro de tabaco, el cura nos acogió, sin embargo, con una alegría muy halagüeña... Evidentemente no había la menor mala intención en aquellos ojos eternamente maliciosos ni en aquella risa tan franca.
La abuela, no queriendo interrumpir la conversación de aquellos señores, se confundió en excusas y suplicó al cura que nos dejase aprovechar sus luces comunes continuando su plática.
El caballero tarro de tabaco nos fue presentado. Se llama Teodoro Baurepois y practica como especialidad la salvación de Francia. Tuvimos el gusto de oír interesantes cosas sobre el socialismo cristiano, los círculos obreros, la protección de los patronos, los retiros y un diluvio de teorías... El caballero habla bien y se expresa con facilidad y hasta con elegancia. El padre Tomás parece que le da gran importancia y le exhibe como una coqueta enseñaría una sortija.
La abuela, por discreción, hizo una visita muy corta. Mi inocencia no sospechó del señor de Baurepois, el cual no me parecía de la madera de que se hacen los maridos.
En casa de la Bonnetable, olvidada ya de su enfado, esperé en vano al señor en honor del cual me había puesto mi traje azul y el sombrero cuya pluma, etc.
En casa de la señora de Ribert, ni sombra de pretendiente.
En casa de la Roubinet, nada más que un diluvio de flores de retórica.
En casa de la Sarcicourt, absolutamente nada...
Me resigné fácilmente a pensar que el pretendiente—porque debía de haberlo—había llegado tarde al tren.
—Otro día será—pensé con alguna angustia ante la idea de volver a empezar las fases de mi atavío de conquista.
La abuela se encargó de desengañarme con una pregunta tan brusca como imprevista.
—¿Qué te parece el señor de Baurepois, Magdalena?
—Muy feo—respondí con indiscutible sinceridad.
—Sí, no es un Adonis, ya lo sé... Pero su corazón... su inteligencia...
—Su corazón, abuela, parece muy vasto a juzgar por la extensión y el número de las obras a que se dedica... Su inteligencia debe de tener las mismas dimensiones... Seguramente es un alma poco vulgar...
—¡Ah! querida—exclamó la abuela besándome con efusión.—Qué dichosa soy al oírte juzgar así al señor Baurepois... Temía que su físico...
—¿Su físico?...—respondí disimulando una sonrisa.
—Sí, temí que te impresionase contra él... Pero el padre Tomás, que es un hombre de gran talento, me había dicho que él conduciría la conversación de manera que quedases conquistada...
—¿Conquistada?... Entonces se conquista ahora a las muchachas con discusiones sociales...
—Las muchachas serias—respondió la abuela ligeramente ofendida,—tienen así ocasión de apreciar a un pretendiente... ¿Qué más quieren?
Solté una carcajada vibrante, prolongada, interminable.
—De modo, abuela, que el señor de Baurepois era un pretendiente...
—Ciertamente—balbuceó la abuela.—¿Por qué no?
—¿Y el padre Tomás ha tratado de encontrar una conversación seductora?
—Seguramente—dijo la abuela, que no comprendía mis preguntas.
—Pues bien, el señor de Baurepois es horrible y su conversación... cargante, como diría Francisca.
—¡Oh! estas muchachas...
—Figúrate una conferencia entre un señor que quiere salvar a Francia y su pobre mujer... Cada uno de sus desengaños recaerá en la desgraciada... Cada meeting fracasado será una ocasión de recriminaciones... Cada speech interrumpido constituirá un motivo de discordia... Y los artículos de los periódicos... Y los ataques personales... Y las perfidias de los amigos políticos... Figúrate el despertar por la mañana: «¡Ah! amiga mía, La Linterna se va a meter conmigo»—«No, amigo mío.»—«Sí sí, siento que voy a recibir alguna cosa desagradable.»—«Pero mi pobre Teodoro, te alarmas sin motivo.»—«Pues si no es La Linterna, será La Acción.»—«Nada de eso, está tranquilo. Además, La Autoridad te defenderá si te atanca.»—«¿Tú crees?»—«La Autoridad está en el caso de administrarme una paliza disimulada... Me defenderá criticándome.»—«Pues bien, amigo, espera para apurarte a que ocurran todas estas cosas.»—«¡Ah! así sois las mujeres, descuidadas, frívolas, egoístas... El padre Tomás me ha engañado sobre tu carácter. No tienes nada de lo que hace falta para un hombre de mi valía.» ¡Ay! abuela, no quiero despertar de esta manera...
La abuela se encogió de hombros.
—¡Qué niñada, Magdalena!... Estás desbarrando... Y yo que esperaba que la belleza moral del señor de Baurepois...
—Permíteme, abuela. No niego la belleza moral del señor de Baurepois... Es hasta probable que si yo conociera a ese señor un poco más, me gustaría bastante para olvidar a la larga las imperfecciones físicas que me ciegan por el momento. Esa belleza moral está demasiado oculta... El salvar a Francia es hermoso, no digo que no, pero, entre nosotras, yo no tengo tanta ambición. Mi alma burguesa estaría más conforme con una dicha más tranquila y menos ilusoria... Un marido que me hiciera feliz es todo lo que yo pediría.
—Y bien, el señor Baurepois...
—Temo que me aburriría mortalmente.
—Trate usted de gustar a una muchacha...—murmuró la abuela con una desesperación que hubiera sido cómica a no ser tan sincera.—Oye—me dijo dejándome para no ceder a la tentación de regañarme,—quiero creer que no es esa tu última palabra. Tengo los informes más perfectos sobre el señor de Baurepois. Como fortuna y como relaciones no encontrarás cosa mejor... Es un hombre serio... Reflexiona.
Y la abuela desapareció sin dejarme decir una palabra.
De modo que estoy lucida... Después del señor Desmaroy, el señor de Baurepois... De Escila a Caribdis... ¡Qué agradable situación la de una joven casadera!...
16 de diciembre.
La abuela acepta difícilmente mi negativa respecto del señor de Baurepois, dice que me porto como un chorlito y lamenta mi deplorable obstinación.
El padre Tomás, aunque más conciliador, confiesa que le ha sorprendido desagradablemente lo que él llama el fracaso de mi inteligencia y de mi razón.
—Rehusar un joven ocupado en cuestiones tan elevadas... Y yo, que creía que su conversación había encantado a usted...
—Me interesó, señor cura, lo que no es lo mismo. El interés está lejos del encanto...
Por la gesticulación del cura se ve que no comprende mi estado de alma y que no se da cuenta tampoco de la psicología de un corazón de muchacha.
La de Ribert y Genoveva son más indulgentes conmigo. Sin dejar de apoyar a la abuela ponderándome las ventajas de una unión con el señor de Baurepois, una de las fuerzas del partido militante conservador, han depuesto las armas las primeras.
—No ha llegado la hora de Magdalena, ha dicho la de Ribert a Genoveva. Cuando esa hora suene, discutirá menos... Su convicción se formará sola y ella misma reclamará el derecho de casarse con el que le haya gustado.
—¡Oh! señora—respondí con cierta melancolía,—renuncio a conocer jamás esa hora... Jamás podré acostumbrarme a ese modo de casarse...
—Pero, Magdalena—dijo la buena Genoveva,—todo el mundo se casa así en nuestra sociedad.
—Sí—respondí suspirando,—el matrimonio de inclinación es considerado como un suceso raro y muy peligroso. Todos predican las peores calamidades a los que se dejan llevar al matrimonio por un cariño apasionado. Lo que no obsta para que yo encuentre odioso casarse en las condiciones ordinarias...
Estaba yo tan nerviosa por las interminables discusiones que había tenido que sostener con la abuela en los últimos días, que me eché a llorar. Genoveva me abrazó.
—¡Oh! no llores, Magdalena... Qué niña eres... Nadie te obliga a casarte... Sé razonable...
Razonable... Que si quieres... Cada vez lloraba más... La de Ribert parecía consternada y Genoveva, para consolarme, acabó por llorar también.
—No llore usted así, Magdalena, hija mía... Su abuela de usted no piensa obligarla al matrimonio.
—No, señora—respondí entre dos sollozos,—pero todas ustedes me encuentran poco razonable y novelesca porque no puedo decidirme a casarme con un hombre a quien no conozco. Es ese juicio lo que me hace daño, mucho daño en el corazón...
—¡Bah! tontuela, nadie juzga a usted así—me dijo con bondad la de Ribert.—No llore usted más, no sea niña...
—Tranquilízate—añadió Genoveva enjugándose los ojos, muy encarnados.—Te lo ruego; me das pena...
Al fin logré dominarme y me decidí a guardarme el pañuelo en el bolsillo.
—Vamos, ¿se acabó la pena?—me preguntó amablemente la de Ribert dándome un beso.
—Así lo espero—dije mientras se me saltaban otra vez las lágrimas por el tono de la pregunta y por el beso maternal de la buena señora.
En cuanto me tranquilicé un poco, expliqué a aquellas señoras que había algo en mí que se negaba absolutamente al matrimonio con un desconocido.
—Sí—exclamé,—no puedo, no podré nunca decidirme...
—Pues bien—respondió la de Ribert, que comprendió que no era el momento de insistir,—espere usted, la cosa no corre prisa... Si Dios quiere que usted se case, él sabrá enviarle el marido que la convenga.
—Sí, sí—añadió Genoveva.—Hablemos de las solteronas... Eso distraerá a Magdalena.
Pronto recobró mi alegría su vivacidad habitual. Al contar mis últimas impresiones sobre mi asunto favorito, hablé del deseo de saber lo que piensan los hombres que no se casan.
—¿Para qué?—preguntó la de Ribert un poco asombrada.
—Para comprender sus motivos de celibato. Puesto que hay solteronas recalcitrantes que lo son a pesar suyo, tendría curiosidad de saber los motivos que alegan esos caballeros para despreciarlas de ese modo.
—La falta de dote y las pretensiones de las jóvenes casaderas son motivos suficientes—dijo Genoveva.—No veo qué más puedes desear para informarte...
—Sí—repliqué—hay además otra cosa. No me harás creer que el egoísmo está bastante extendido en la tierra para que no haya otros motivos serios que expliquen ese abandono del matrimonio... Además—añadí bajando los ojos a la chimenea, que ostentaba un hermoso fuego,—no pueden ustedes figurarse qué curiosa estoy por saber si hay entre los hombres algunos que piensen como yo... Debo de poseer un alma hermana que se asuste de casarse con una desconocida.
—¿Y quisieras conocer a esa alma hermana?—preguntó con curiosidad Genoveva sonriendo.
—Puede ser—dije sintiendo que me ponía colorada.—Quisiera al menos saber si existe...
—Vean ustedes esta joven razonable que quisiera hacer un estudio del natural—exclamó la de Ribert sonriendo...—Después de todo—añadió después de una corta vacilación,—¿por qué no?...
—¡Cómo!—exclamó Genoveva.—¿Qué diría la de Sermet?
—Sí, comprendo, hija mía, pero no se trata de Magdalena... ¿Por qué no he de hacer yo lo que no puede hacer ella? Yo tengo ya la edad de la razón.
—¡Oh! señora—exclamé con ardor arrojándome en sus brazos.—¡Qué buena es usted!...
—No, no tan buena... Sabe usted que hace mucho tiempo que me ocupo en cuestiones femeninas... Me gusta tener datos precisos. Algunas veces, esto entre nosotras, he escrito a un periódico para obtener informes... Ese periódico se llama «Preguntas y Respuestas». Inserta las preguntas que se le envían, y entre sus lectores o lectoras, hay siempre personas de buena voluntad que dan una respuesta cualquiera... ¿Quiere usted que trate de tener lo que desea en su lugar?...
—Sí, pero ¿cómo?—dije interesada.
—No es difícil poner un anuncio pidiendo las noticias que deseamos. Los que quisieran dar respuesta dirigirían sus misivas al periódico, y éste me las transmitiría bajo sobre con iniciales.
—¡Oh! sí—respondí llena de entusiasmo.—Haga usted eso por mí, señora... Genoveva, corramos a pedir permiso a la abuela...
—No, ve tú sola—dijo Genoveva riendo de mi entusiasmo.—Tu abuela se va a enfadar y no me atrevo a ser yo la que haga semejante petición.
—Anda Genoveva, te lo suplico—dije abrazándola.—La abuela te lo concederá todo... Sabe que eres tan buena y razonable...
—¿Qué hago?—preguntó Genoveva a su madre.—¿Debo arriesgarme?
—Sí—respondió la de Ribert.—Bien puedes hacer eso por Magdalena.
El tiempo de echarse una falda, de ponerse los guantes y el sombrero, y Genoveva estuvo pronta a acompañarme a casa de la abuela, que se quedó sorprendida de nuestra entrada repentina. Costole mil trabajos ponerse al corriente de lo que queríamos y empezó por llenarse de indignación en cuanto supo poco más o menos de lo que se trataba. Se calmó un poco al oír las dulces razones de Genoveva y acabó por enviarnos al padre Tomás, sin cuya opinión no podía pasarse en semejante caso.
—La cosa se sale tanto de las conveniencias...—murmuró la pobre abuela consternada.—En verdad, no sé si estáis locas o si soy yo la que no está en el movimiento de ideas moderno... ¡En qué siglo vivimos!...
Genoveva nos acompañó a casa del padre Tomás, que, felizmente para nosotras, tiene la indignación menos fácil que la abuela. El cura escuchó con atención las explicaciones de Genoveva, la cual se abstuvo, sin embargo, de hablar de mi deseo de encontrar un alma hermana. Un poco sorprendido al principio, movió largo tiempo la cabeza antes de responder... Era seguro que vacilaba.
—¡Dios mío!—dijo por fin,—si fuese Magdalena la que pusiera ese anuncio, diría que era imposible de todo punto...
—Así lo comprende mamá—hizo observar Genoveva.
—Pero la señora de Ribert, a quien todo el mundo conoce como mujer seria, inteligente y ocupada en trabajos intelectuales, puede perfectamente hacer lo que le plazca. No veo ninguna razón para negar la autorización solicitada.
—Entonces, señor cura, suplico a usted dos letras para la abuela... Sería capaz de no creernos...
—Esperen ustedes—dijo el cura lleno de condescendencia.
Cogió una tarjeta y escribió debajo:
«¿Por qué impedir el vuelo de un pajarillo? Hay más grandeza verdadera en lanzarse por encima de lo convencional que en permanecer obstinadamente atado a lo vulgar...
»Todos mis respetos.»
—Gracias, señor cura, gracias de todo corazón—exclamé con un intenso acento de triunfo.
—Calma, calma...—dijo el cura.—Si su cerebro de usted se pone en ebullición, retiro el permiso...
Una dulce sonrisa de Genoveva le tranquilizó. Y nos fuimos rápidamente a casa. Celestina tuvo mil trabajos para seguirnos a nuestro paso.
—Abuela—dije con expresión vencedora dándole la carta del cura,—aquí tienes la respuesta que esperabas.
La abuela se sujetó las gafas con cuidado, cogió la tarjeta, la leyó, la releyó, la meditó y dijo finalmente encogiéndose de hombros:
—El cura descarrila... y vosotras también.
—¡Oh! abuela—dije horriblemente alarmada,—¿niegas el permiso?
—No... haz lo que quieras. Francamente, no puedo hacerme a estas costumbres nuevas... Escribir a un periódico... Poner un anuncio... ¡Y qué anuncio!...
—Gracias, abuela, gracias de todos modos—exclamé con transporte.
—No hay de qué—respondió la abuela.—Pasa por el mundo entero una especie de viento de locura... No me habléis más de todo esto—concluyó volviéndonos la espalda.
La de Ribert, que esperaba una oposición obstinada de la abuela, se quedó sorprendida de nuestro éxito.
—Bueno—dijo alegremente,—aprovechemos el permiso y ocupémonos del anuncio. Aquí tenéis el que he redactado durante vuestra ausencia.
«Persona seria que hace estudios sobre las solteronas, desea conocer los motivos que alejan a los hombres del matrimonio. Respuesta a las iniciales A. B. C. Oficinas del periódico.»
—¿Qué pensáis de esto?
—¡Perfecto!—exclamé saltando de alegría.—Pronto, un sobre... ¡Oh! señora, qué agradecimiento... Qué feliz soy...
—Espere usted, Magdalena—dijo la pobre señora de Ribert, aturdida por mi turbulencia.—Espere usted; hacen falta aún mil cosas. Qué niña...
Por fin salió la carta... Volví a casa, donde encontré a la abuela casi repuesta de su exceso de indignación, y ya me encuentro alegre como... me falta término de comparación.
Cuánto quisiera tener rápidamente una respuesta.
22 de diciembre.
¡Nada!... No hay respuesta... Qué largo es esto...
Hoy, el día en que recibe la señora de Brenay, hemos ido a verla. También ha ido Francisca y su madre, Paulina y la señora de Aimont. Se habló mucho del baile blanco que da la señora de Geraumont con motivo de los esponsales de su hija, que se casa con un riquísimo banquero. Los Geraumont son unos opulentos molineros retirados de los negocios y no tienen la suerte de agradar a lo que se llama «la alta sociedad,» que les pone mala cara.
—¿Vas a ese baile, Magdalena?—me preguntó Petra.
—Magdalena no sale más que en la intimidad—respondió la abuela.—Una huérfana no está en su lugar en reuniones muy numerosas.
—Pero es un baile blanco—observó la de Brenay.
—Sí, lo sé; pero es todavía demasiado mundano para Magdalena. ¿Y usted ha aceptado?—preguntó la abuela a la de Brenay.
—Los Geraumont no son de nuestra sociedad—respondió la de Brenay desdeñosa.
—¡Ah!—respondió sencillamente la abuela, que, a pesar de ser aiglemontesa, no admite tan sutiles distinciones.—¿Y usted, señora?—preguntó a la de Aimont.
—No me halaga el exponerme a bailar con los proveedores—respondió ésta.—Es un baile de comerciantes, de modo que...
—Pues nosotros aceptamos—dijo Francisca antes de que se lo preguntaran.—Siempre encontraremos algunos amigos para hacer banda aparte, y será divertido...
—Y, sobre todo, muy fino para la dueña de la casa—murmuró la abuela a la sordina.
—Me hace usted reflexionar—dijo la de Aimont.—Si estuviera segura de encontrar en casa de esa gente personas conocidas, puede que aceptase por Paulina... Hay tan pocas distracciones en Aiglemont...
La abuela logró apenas contener una sonrisa que yo adiviné en su mirada casi maliciosa. Demasiado inteligente para apreciar mucho esas estrecheces tan en boga en Aiglemont, la abuela cambió la conversación, que amenazaba ser funesta para los pobres Geraumont.
—¿No hay ningún matrimonio en el horizonte?—preguntó sabiendo que así complacía a todas aquellas señoras.—La chica de Geraumont no es, sin embargo, la única joven casadera...
En este momento entraron otros visitantes en el salón, con tal estrépito, que la conversación se suspendió. Grande fue la sorpresa general al ver que eran el padre Tomás y la Melanval que se anonadaban mutuamente de testimonios de finura y se negaban a pasar el uno delante del otro. Por fin encontraron el secreto de ponerse de acuerdo precipitándose los dos a un tiempo a la puerta, lo que produjo un ruido espantoso y provocó una risa enorme en el interior del salón.
En cuanto se restableció la calma, siguió la conversación con toda su vivacidad.
—Señor cura—dijo la de Brenay,—háganos usted saber lo que piensa del desgraciado estado de cosas que íbamos a hacer constar una vez más; la dificultad de casar a las jóvenes que tienen un dote mediano...
—Y a las que le tiene pequeño—añadió la de Dumais con una convicción de las más sinceras.
—Lo cierto es—prosiguió la de Aimont,—que en nuestra población, como en otras muchas, hay muchas jóvenes cuyos padres viven en buena posición... Esas jóvenes no tienen ni más ni menos atractivos que los que tenían sus madres a su edad, y, sin embargo, no encuentran marido...
—Sí—convino el padre Tomás.—Ya he tenido una larga conversación sobre esto con la señora de Sermet y Magdalena. Nada se opone a que la continuemos... Las condiciones de la vida moderna aumentan considerablemente las probabilidades que tiene una muchacha para no casarse—dijo mirándonos una tras otra a todas las jóvenes presentes.—Los hechos están ahí, innegables, casi palpables...
—Destruya usted esos hechos, señor cura, destrúyalos usted—interrumpió Francisca con su petulancia habitual.—Es horrible condenarnos con hechos... y con hechos palpables...
—¿Y qué quiere usted que yo le haga?—objetó el cura.—En primer lugar, nacen indiscutiblemente más mujeres que hombres, al menos en Francia... Después la muerte se lleva más pronto a los hombres que a las mujeres, lo que hace el elogio de ustedes, señoras—observó graciosamente el cura,—porque prueba la pureza de su vida. El hombre paga sus locuras o sus debilidades... En tercer lugar, la aspereza creciente de la famosa lucha por la vida exalta los sentimientos egoístas en el hombre. «Tengo bastante para mí—se dice,—pero no para tres o cuatro, si tengo hijos...» Esta tendencia, por otra parte, no es reciente; Michelet hablaba de ella en su libro sobre la mujer.
—Y bien, ¿por qué no educar a las jóvenes con arreglo a este nuevo estado de cosas?—exclamó la Melanval.
—Es verdad—respondió el cura.—Últimamente he leído un artículo de Marcel Prevost...
—¡Oh!—balbució la Melanval con espanto.—Usted lee a Marcel Prevost...
—¡Los canónigos leen, pues, a Marcel Prevost!—murmuró Francisca con una apariencia de ingenuidad que no engañó a nadie.
—Los canónigos... no lo sé. En cuanto a los profesores, su deber es ponerse al corriente de todo lo que puede ser útil al cumplimiento de su misión y...
—Señor cura—dijo en tono lastimero la de Dumais,—perdone usted a Francisca.
—No hay nada en todo esto que necesite perdón. Francisca me hacía una pregunta y yo respondo... Los profesores están hechos para responder—añadió el cura con una buena sonrisa.—Decíamos, pues—dijo reanudando el hilo de sus ideas,—que Marcel Prevost se ocupaba en la cuestión del celibato y va hasta aconsejar que se eduque a las muchachas para ese estado. El escritor dirige a las jóvenes un discurso, muy bien hecho a fe mía, en el que les dice poco más o menos:
«Soñad con un marido, unos hijos y un hogar; es legítimo. Tratad de ser unas muchachas casaderas tan cumplidas, que el dejaros por cuenta atestigüe una inverosímil ceguera. Pero concebid paralelamente otro porvenir además del matrimonio para el caso de que no os caséis a pesar de todo... Sobre todo, no vayáis a meteros en la cabeza que vuestra vida quedará truncada si no habéis encontrado esposo. Hay algo que el celibato no perjudicará ni disminuirá, y es vuestra propia personalidad, o, más sencillamente, las probabilidades de gozar honradamente de la vida que os ofrecen vuestro corazón, vuestra inteligencia y hasta vuestras facultades físicas, desarrolladas con cuidado. El celibato no es, en suma, más que una desgracia negativa, la falta de una añadidura. Guardaos de jugar todo vuestro destino a un suceso que no depende de vosotras. Antes de ser esposas, antes de ser casaderas, sois personas; el perfeccionamiento de esa persona depende sólo de vosotras.»
—¡Bravo por Marcel Prevost!—exclamé con entusiasmo.—Todo eso es justamente lo que yo pienso... ¡Y qué bien dicho está!...
—Ya tenemos a Marcel Prevost elevado a la altura de un padre de la Iglesia—dijo la abuela descontenta de sus teorías.—¡Si nos vamos a preocupar de la opinión de los literatos modernos!...
—Querida señora—respondió el cura, otra vez en discordancia con su antigua amiga,—esa opinión tiene su valor... Mientras los novelistas tengan la especialidad de pintar las ideas de una época, habrá que tener en cuenta lo que ellos indican y...
—¿Son acaso las ideas de nuestra época lo que ese señor ha expuesto en el discurso que acaba usted de leernos?... ¡Ah! señor cura, jamás, jamás—respondió la abuela en un acceso de violenta indignación.—¿Qué madre tendría semejante lenguaje?
—Una madre prudente y lista—dijo el cura muy bajo.—Pero, en realidad, señora ¿se cree usted de esta época?... Usted, abuela, ¿comprende todos los pensamientos de su nieta?
—Verdaderamente no—repuso la abuela confusa.—Todo lo que oigo ahora es tan contrario a lo que se decía y se pensaba en mi juventud, que no puedo acostumbrarme... Esta Magdalena me trastorna.
—¿Yo?—balbucí sorprendida.—Diga usted más bien Marcel Prevost... En cuanto a mí, te engañas seguramente, abuela.
—No, no, sé lo que me digo... Ya estás entusiasmada por las teorías de ese caballero... ¡Ah! qué jóvenes las actuales...
—¡Ay!—gimió la de Dumais a modo de aprobación.
—¿Por qué educar a las jóvenes como se hace ahora?—dijo la abuela con más energía.—En mi tiempo éramos más prácticos y no educábamos a las jóvenes más que para esposas ni les inculcábamos cualidades o talentos más que para el matrimonio... Aquel era mejor tiempo.
—De eso habría mucho que hablar—respondió el cura moviendo la cabeza.—En la dichosa época de que usted habla, los prejuicios eran tales, que los padres no se atrevían a desarrollar en sus hijas una de las más puras pasiones de un gran corazón, el amor a la belleza... Entonces existían muchas mujeres para las cuales la cultura de la inteligencia y la generosidad del alma eran causas incesantes de lucha y de discordia con sus maridos...
—¿Y cree usted que se han acabado esos tiempos?—preguntó la de Aimont en tono de burla.—¿Los señores maridos se han vuelto tan perfectos que pueden apreciar la idealidad en sus mujeres?...
—Eso—dijo el cura confuso,—depende de las mujeres y... de los maridos.
—Sí—añadió la de Brenay,—sin contar que el intelectualismo exagerado de que padecemos no es muy apreciado por esos pobres maridos... ¿Qué se hace con una intelectual?—terminó con una sonrisa llena de malicia.
—Esa es una objeción pueril—respondió el cura.—Nunca el corazón de las mujeres encontrará mejor sostén ni un alimento más poderoso que el estudio de la Naturaleza. ¿Verdad, Magdalena?
—Predica usted a una convertida—dijo la abuela.—Magdalena piensa como usted... Usted es para ella la ley de los profetas... Sin embargo, admitiendo que tenga usted razón, ¿todas esas bellas cosas mejorarán la situación de las solteronas?... Esa es la cuestión.
—Por lo menos les harán soportar una situación que muchas de ellas no han creado ni deseado—respondió el cura,—pues en esta clase de cosas las costumbres pueden mucho... En Inglaterra una mujer no está obligada a tomar un nombre que no es el suyo para ser respetada. Los ingleses llegan hasta a encontrar muy práctica esa multiplicación de las solteronas...
—No me extraña—dijo Francisca,—los ingleses razonan siempre en contra del sentido común.
—No tanto, no tanto—murmuró el cura.—En estos tiempos está cada cual tan absorbido por sus intereses que no tiene tiempo más que para pensar en sí mismo. Ahora bien, las solteronas, que no tienen nada que hacer, están destinadas a pensar en los demás.
—¡Es delicioso!—exclamó Francisca con convicción.
—Es hermoso—dijo la abuela levantándose para despedirse.—Pero, sin embargo, ¿es esa la dicha?...
El cura contempló durante unos segundos la silueta de la abuela plantada delante de él como una verdadera interrogación.
—¿La dicha?—respondió.—La dicha se encuentra allí donde está el deber.
—¡Ay!—exclamó Francisca,—esa es la dicha a precios reducidos.
—Yo hubiera preferido otros deberes—replicó la abuela moviendo la cabeza con melancolía.
—Sí, ya sé... Pero el deber cambia con la época en que se vive.
—Puede ser—respondió la abuela.—La generación actual es eléctrica hasta en el deber... Tiene usted razón, señor cura, yo no soy de este siglo...
El saludo de la abuela se resintió de la tristeza de su última frase y careció, casi, de la tradicional reverencia. Las mías indicaron mi serenidad habitual. Yo estoy siempre contenta cuando se habla de las solteronas.
¡Cuánto voy a tener que escribir esta noche!...
Ya acabé... Qué suerte...
29 de diciembre.
Empiezan a llegar las respuestas... Soy feliz como el pez en el agua. Mi dicha está, sin embargo, un poco empañada por el aspecto frío de la abuela, cada vez más disgustada por las ideas de su nieta; así es que no me atrevo a hablar de este asunto espinoso y mi alegría es silenciosa.
La de Ribert, que es la bondad misma, ha venido con Genoveva para darme lectura de los primeros envíos. Hasta ahora no sirven para ilustrar mucho la situación: egoísmo, filosofía, mal humor y recriminaciones, esto es lo que nos dan las cuatro primeras muestras. La de Ribert asegura que esto es ya un éxito enorme que nos promete para los días siguientes cartas de un interés palpitante. Como yo no pido más que palpitar, espero...
«Bernardo Monastiel a una persona seria.
»Apreciable persona seria:
»Soy hombre y soltero.
»Confieso francamente que el matrimonio me tentaba bastante y hasta iba a sacrificar en su altar, cuando el Destino misericordioso me inundó de luz colocando ante mis ojos dos inocentes frases llenas de consecuencias.
»Una de ellas estaba concebida de este modo:
»Serás demasiado feliz si no tienes mujer.
»Ya me sonreía el ser feliz; ¿cómo resistir a serlo demasiado?
»La otra, con su laconismo, acabó lo que la primera había empezado:
»No hay nada tan hermoso ni tan bueno como el celibato.
»Menandro y Horacio son los únicos culpables... Sólo a ellos, señora, debe usted dirigir sus reproches... si los hay.
»Reciba usted, apreciable persona seria, el homenaje de todo mi respeto.
Bernardo Monastiel.»
—Esto es hablar para no decir nada—dije a Genoveva, devolviéndole la carta.
—No—replicó la de Ribert,—es el lenguaje de un amable egoísta... La belleza y la bondad del celibato son la eterna canción de los que rehuyen las cargas de una familia. Se pueden encontrar mejores razones...
—Empiezo la otra—exclamó Genoveva.—No nos detengamos en el egoísmo.
«X. Y. Z. a la señora...
»Señora:
»La pregunta que usted hace me hiere en lo vivo y me obliga a confesar una situación deplorable, en la que nos hallamos muchos jóvenes de mi edad, sin atrevernos a quejarnos.
»Nadie desea casarse más que yo. Desgraciadamente, no tengo fortuna. Siendo reducidos mis recursos, me es tan imposible encontrar una mujer rica, como casarme con una pobre.
»Homenajes respetuosos.
»X. Y. Z.»
—¡Pobre mozo!—exclamé.—¿Cree usted que ese motivo es verdadero?
—Vaya si lo creo—respondió la de Ribert;—ese muchacho es absolutamente sincero. Ya conoce usted las pretensiones de las mujeres ricas, que jamás se casan con jóvenes pobres o sin gran porvenir... ¿Cómo casarse con muchachas sin fortuna, cuando la bolsa está mal provista?... Eso sería, como dice el proverbio, casar el hambre con la gana de comer.
—Es muy triste para los jóvenes—dije con compasión.—¿Cómo remediarlo?
—Es difícil—respondió la de Ribert. Hay en esto todo un problema de economía social que hace retroceder a las inteligencias más juiciosas.
—Retrocedamos, entonces, sin vergüenza—dijo Genoveva.—Propongo que las muchachas ricas se conformen con maridos sin fortuna, a fin de restablecer el equilibrio, puesto en peligro por la acumulación de riquezas en las mismas manos...
—¡Miren la socialista!—exclamé riéndome.—Esta Genoveva tiene teorías aventuradas. Si la oyese la abuela...
—¡Bah!—dijo Genoveva con serenidad.—Mi socialismo no hace daño a nadie, y estoy segura de que tu abuela lo aprobaría.
—En teoría, puede ser que sí. Pero en la práctica, puedes estar segura de que no sería lo mismo. Jamás me dejará la abuela casarme con un joven sin fortuna...
—Pasemos al número tres—dijo la de Ribert.—Es una linda muestra de los productos modernos, con una ligera tintura de bellas letras.
«Un perfecto egoísta a la Esfinge del Periódico de las preguntas y respuestas:
»Oh, Esfinge, que se oculta bajo la modesta apelación de «persona seria,» siento que es usted mujer joven y bonita...»
—Cuando se quiere mostrar ingenio—interrumpió la de Ribert,—se engaña uno algunas veces...
«Porque es usted esas tres cosas, respondo a su pregunta.
»No soy más que un vulgar egoísta, que, saturado de bellas letras, dice con Anaxándrides:
»Voy a casarme.—Tanto peor.—¡Cómo tanto peor!—Sí, es abrir tu hogar a todos los males: Si eres pobre y tomas mujer rica, serás esclavo hasta la muerte; si la mujer no tiene nada, serás más desgraciado, porque en lugar de un estómago, tendrás que alimentar dos...»
»Quisiera besar a usted la mano, amable Esfinge, pero no puedo...
Un perfecto egoísta.»
—El matrimonio pobre—dije riéndome,—es el efecto terrible. No había yo reflexionado en la cruel necesidad de alimentar dos estómagos, en lugar de uno...
—¿Dos?...—terminó Genoveva;—di más bien tres... cuatro... cinco... seis...
—¿Por qué no doce... o dieciocho?...
—Como en el Canadá—hizo observar la de Ribert.—Pero en el Canadá produciría vergüenza escribir semejante carta. Allí se considera una familia numerosa como una bendición divina. Mientras que aquí es...
—Una maldición—terminé, un poco pensativa.—Cómo huele esta carta a decadencia... El retoño de una raza fuerte, no escribiría una carta semejante.
—El espíritu caballeresco, Magdalena, está muy enfermo—respondió la de Ribert.—En ninguna de estas cartas se encuentra la más pequeña huella de él.
Cogí las cartas esparcidas en la mesa, y las recorrí con los ojos durante unos segundos.
—En suma—dije a modo de conclusión,—es el yo, siempre el yo lo que domina... Ninguna otra razón... ¿Piensan así todos los hombres, señora?
—Todos no, Magdalena, pero sí muchos. Note usted, hija mía, cómo se desprende de todas estas cartas el cuidado del bienestar personal... ¡Pobres mujeres!...
—Sí—suspiré.—Y pensar que van tan alegremente al matrimonio con individuos de ese género...
—Van muy alegres, es verdad... ¿Pero siguen estándolo?...—murmuró la de Ribert con inconsciente tristeza.
—Dios mío—exclamé para cortar las meditaciones de la de Ribert, que parecían dolorosas;—qué contenta estoy de aprender a conocer a los señores hombres... Nuestra averiguación me va a abrir horizontes enteramente nuevos. Con tal de que todas las cartas no se parezcan a éstas... Quisiera encontrar mi alma hermana.
—¿Y qué harás cuando la hayas descubierto?
—Nada—aseguré con toda convicción.—Lo quiero por amor al arte, y sólo para convencerme de que no soy un objeto descabalado en la gran feria del matrimonio.
—¿Sólo para eso?—repitió la de Ribert mirándome con atención.—¿Está usted segura de su imaginación y de su corazón, Magdalena?...
—No comprendo—exclamé estupefacta.
La de Ribert me besó con efusión por toda respuesta. Decididamente, cada vez comprendo menos...
1.º de enero 1904.
El mes de enero ha hecho su aparición esta mañana. La abuela está desolada.
—Piensa, hija mía—me dijo, cuando fui a cumplimentarla por el año nuevo,—piensa que tendrás 26 años en septiembre próximo... Es horrible.
—¿Por qué?... ¿tendré que matarme para no llegar a esta época nefasta?... Confieso que quiero conservar la cabeza y...
—No digas tonterías, Magdalena, ya me comprendes.... Tener 26 años y no estar casada, es humillante.
—Pues yo no siento semejante humillación.
—Tú no sientes nada, como todo el mundo... Pregunta a Francisca, a Petra y a Paulina, y a tantas otras, lo que pensarían si se encontrasen en una situación tan ridícula.
—¡Bah! se lo preguntaré cuando lo estén, porque llegarán como yo, querida abuela.
—No será por su culpa—respondió la abuela, dando un gran suspiro.—¡Ah! Magdalena, si tú quisieras...
Magdalena se hizo la sorda y ofreció a su abuela un almohadón bordado como recuerdo del día de año nuevo. Recibí, en cambio, un gran cuello de encaje de Venecia, del que tenía yo mucha gana, y que excedía mucho de los recursos de mi modesta pensión. La abuela, que es inflexible en la economía, me asigna 100 pesos al año para vestirme y para mis gastos personales. Con ningún pretexto puedo gastar más. Pero, por fortuna mía, están ahí el día de año nuevo y el de mi santo para corregir los rigores de mi presupuesto. Y la abuela es tan buena con su nieta...
Al salir de misa, las de Ribert me llevaron a su casa, para darme lectura de dos nuevas epístolas. En cuanto estuvimos instaladas en su saloncillo, Genoveva me puso en la mano las cartas en cuestión, y después, quitándome prestamente la corbata, me puso al cuello un delicioso lazo, obra maestra de sus primorosos dedos.
—Es mi aguinaldo—me dijo, abrazándome con todo su corazón.—Te deseo un buen año y... un alma hermana...
Sin recoger la broma, puse en las manos de Genoveva mi recuerdo de año nuevo, que era un velillo de butaca, pintado a mano. Genoveva pareció contenta de mi trabajo, y fui dichosa al ver su placer.
—¿Y las cartas?—dijo la de Ribert.—Pensemos en las cosas serias...
Iba a abrir una cuando se presentó Francisca.
—Estoy haciendo visitas—nos dijo al entrar,—a todas las personas queridas, para desearles un buen año.
Genoveva recibió sonriendo su entusiasta abrazo, cambiaron las dos sus regalitos, y nos pusimos a hablar al lado del claro fuego de los leños monumentales en uso en Aiglemont.
—¿Vamos a leer estas cartas a Francisca?—exclamó de pronto aturdidamente.
—«Las cartas a Francisca»—dijo la de Ribert, frunciendo las cejas,—son la propiedad de uno de nuestros novelistas...
—Sí, señora, pero yo no hablo de Marcel Prevost, sino de las cartas, de las famosas cartas...
—¡Niña charlatana! exclamó la de Ribert, cuyo fruncimiento de cejas comprendí entonces. No quería, evidentemente, que Francisca estuviese al corriente de nuestras averiguaciones, y yo había hablado como una tonta.
Viendo que no había modo de retroceder, la de Ribert explicó a Francisca el estudio que estaba haciendo sobre el celibato, pero se abstuvo de hacerme intervenir en el asunto. Francisca se quedó entusiasmada.
—¡Qué gusto, saber lo que piensan esos bribones de hombres, cuando no las echan de gran corazón!... ¡Cuánto me alegro de que me admita usted a conocer las lucubraciones de esos caballeros!...
—Y con más motivo—dijo la de Ribert,—puesto que encuentro que las dos cartas de que se trata, le convienen a usted bastante...
—¡Qué suerte!—dijo Francisca interesada.—¿Hay, pues, personas que me aprecian?... Esto me hará encontrar una novedad después de mi querida mamá.
—Genoveva, léenos esas cartas—dijo la de Ribert a su hija.—Francisca va en seguida a saber a qué atenerse...
—¡Qué!—exclamó Francisca;—si se trata de una reprimenda, me tapo los oídos; para esa ingrata tarea, basta con mi madre...
Pero era curiosa, y abrió las orejas cuanto pudo, a fin de no perder sílaba de una lectura tan poco común.
—Qué asombrados se quedarían los aiglemonteses si tuvieran noticias de una correspondencia escandalosa como ésta...—dijo, todavía, antes de callarse definitivamente.
—Se trata de un secreto entre nosotras—hizo observar la de Ribert,—y cuento con la discreción de usted, Francisca.
—A fe de hombre honrado—respondió la aludida,—lo prometo.
—Y la incorregible niña mimada se repantigó cómodamente en un sillón para escuchar mejor. Francisca asegura que su moral no está a gusto más que cuando su físico no sufre ninguna molestia.
«Pedro Marcelier,
Registrador de la Propiedad en Santa Rosa,
a una persona desconocida.
»Caballero o señora:
»Empiezo por presentarme.
»Soy soltero, partidario del matrimonio, veintisiete años, 560 pesos de sueldo y una posición honrosa cuando me jubile; familia considerada y apreciables probabilidades de fortuna por herencia.
»En lo físico, se me encuentra, generalmente, bien, sobre todo mis tías, que son tan indulgentes.
»En lo moral, no me conozco ninguna deformidad, pero esta vez, soy yo el indulgente... signo característico de mi buen temperamento: busco una mujer, y no un dote...»
—Eso es lo que me hace falta—exclamó Francisca.—Buen muchacho...
—Silencio—dijo Genoveva.—Continúo...
«El sutil talento de usted, señora o caballero, percibirá en seguida la diferencia enorme, inconmensurable, que me separa de los demás solteros, y su corazón preverá un éxito fácil.
»Error grave, señora. (Creo decididamente que es usted mujer.)
»Hago a usted juez de la situación.
»Hará unos tres meses, una de esas excelentes tías de que he tenido el honor de hablar, me hizo insinuaciones a propósito de un proyecto de matrimonio.
»—Desgraciadamente—me dijo,—la muchacha no tiene otro dote más que sus veinte primaveras, sus bellos ojos y sus muchas habilidades...
»—Es mucho, tía.
»—¿Cómo mucho?
»—Sí, soy joven, me gusta el trabajo, y en vez de un matrimonio rico, me contentaré con un matrimonio feliz.
»—Bravo muchacho—respondió mi tía, dándome un abrazo.»
—¡Diablo!—exclamó Francisca,—yo haría otro tanto... Ese Pedro es un corazón de oro...
«Mi tía corrió a casa de su amiga, madre de la joven, e hizo triunfalmente su proposición: pero, en lugar del éxito esperado, la respuesta fue rotundamente negativa. Le dijeron que era yo muy joven y no bastante rico. Aquella muchacha de tantas perfecciones, no quería casarse más que con un caballero llegado a la fortuna y... a la edad de los ataques reumáticos. Evidentemente, no era yo su ideal.
»Mi tía se quedó consternada.
»Para consolarme de aquel fracaso, quiso probarme que no todas las jóvenes pensaban del mismo modo, y yo la creí de buen grado.
»Pocos días después me anunció el descubrimiento de la mujer soñada, que era una linda joven, también sin fortuna, hija de una prima de la amiga de una amiga suya. Yo dejé correr las cosas.
»Con 560 pesos y los 240 de renta que me producirían los 8.000 que mis padres me constituyen como dote, lo que me da 800 pesos, no tengo la pretensión de hacer una vida brillante, pero puedo bien dar a mi hogar un aspecto honroso si mi mujer posee las cualidades serias que convienen a una joven sin fortuna. Ahora bien: he aquí cómo trataban de establecer nuestro presupuesto la señora X... y su hija:
»—¿Qué pensión piensa usted señalar a mi hija para vestirse?—me preguntó mi futura suegra.
»—La que ella quiera—respondí galantemente.
»—Muy bien—continuó la señora X,—Susana no es exigente. Ya sabe usted que se hace ella misma casi todos los trajes, y que no manda hacer más que los de ceremonia. Una pensión pequeña, bastará. ¿Qué diría usted de 80 pesos?
»—Concedido—respondí, dando gracias a la Providencia por haberme dado una suegra tan razonable.
»¡Ay! la hora del desengaño llegó rápidamente.
»Ante mis ojos espantados desfilaron cifras amenazadoras:
»200 pesos para los gastos de una criada. Susana había sido demasiado bien educada, para hacer ella misma los quehaceres de la casa.
»40 pesos para las comidas que tendríamos que devolver. A Susana le gustaba la sociedad.
»20 pesos para accesorios de pintura, bordado, música, etc. Susana tenía tantas habilidades...
»80 pesos para veranear. A Susana le gustaban los viajes.
»20 pesos para las buenas obras. Susana daba su óbolo a todo el que se lo pedía.
»En una palabra, llegamos rápidamente a un total de 440 pesos, y mis recursos se elevan a 800.
»—¿Ha calculado usted, señora—dije con algún embarazo,—que hemos gastado ya 440 pesos, y que no quedan más que 360 para la casa, la comida, mis gastos personales, calefacción, alumbrado, lavandera, seguro, médico, boticario, etcétera, etc.? Y si nuestra casa se poblase, si hubiera una cuna... o varias...
»—¡Dios mío! es verdad—exclamó mi futura suegra.—¿Qué hacemos?
»¿Qué hacemos?...
»Yo encontré la respuesta en seguida; no me casé, y no trataré de hacerlo, mientras la categoría de las muchachas casaderas no se transforme.
»Puesto que desea usted conocer los motivos que alejan a los jóvenes del matrimonio, puede poner entre los más frecuentes, el que me atrevo a exponerle. La educación superficial y brillante de que sufren las jóvenes sin fortuna, y pertenecientes a cierta sociedad, es ciertamente una causa de celibato forzoso para ellas.
»Si con 800 pesos no puedo yo nivelar un presupuesto, qué dirán los que están reducidos a vivir con 400 ó 600 pesos...
»Mientras las muchachas pobres sean la reproducción exacta, en cualidades, defectos y gustos, de las ricas, que no se extrañen de que éstas sean preferidas.
»Someto mi caso y mis reflexiones a su alto juicio, y ruego a usted que se sirva aceptar mis homenajes.
»Pedro Marcelier.»
—¿Qué decís de esto, hijas mías?—preguntó la de Ribert.
—Es muy interesante—respondí pensativa. Iba a añadir:—«Y muy verdad,»—pero me contuvo el pensar que aquella carta aludía directamente a Francisca. No se podía hacer más claramente el proceso de su caso particular, y el de las jóvenes educadas como ella. Genoveva se abstuvo de hacer ninguna observación, por el mismo motivo. Francisca observó el embarazo general, y con su vivacidad de siempre, se apresuró a quitar al asunto todo carácter personal.
—¡Vaya un cargante!—exclamó.—Qué manía de hacer sumas y restas... Solamente en el registro se puede tener un gusto tan pronunciado por el cálculo y sus complicaciones...
—Siempre es útil saber contar—dijo dulcemente Genoveva.
—Sí, lo concedo—respondió Francisca en tono de condescendencia.—Pero ese señor, en vez de volver la espalda en seguida, pudo decir claramente lo que pensaba a la madre de la joven. Pudieron entenderse, economizar, borrar uno de los gastos...
—¿Cuál hubiera usted borrado, Francisca?—preguntó la de Ribert con una sonrisa ligeramente burlona.
—¿Yo?... Ni uno, señora,—respondió Francisca muy convencida.—Todo eso es estrictamente necesario...
—Sí—dijo la de Ribert,—un gasto a que se está acostumbrado, se convierte, en efecto, en una necesidad. El período que precede al matrimonio es generalmente una amable suspensión de todas las facultades prácticas, y se tira el dinero por las ventanas... Es, con frecuencia, una fiebre de las más malignas, de la que las jóvenes se resisten durante algún tiempo... Y se acostumbra uno pronto a no calcular...
—¡Qué exageración!—exclamó Francisca.
—No, no exagero. Después de los esplendores de unos esponsales dichosos, vienen los faustos de la boda, completados por los gastos del viaje obligatorio... Los jóvenes que poseen pocos bienes, hacen las cosas tan regiamente como aquellos cuya fortuna está sólidamente establecida... Hace falta voluntad y energía para resistir a la corriente de los placeres y arreglar los gastos de tal modo, que se salve el equilibrio del presupuesto, conservando las apariencias de una vida acomodada... ¿Cree usted que las jóvenes modernas ven bien ese grave aspecto del matrimonio?...
—La verdad es que no lo sé—dijo Francisca.—Por mi parte prefiero confesar en seguida que no entiendo nada de todo eso.
—Ya ve usted—respondió sencillamente la de Ribert,—que el señor Marcelier tenía razón.
—¿Y la otra carta?—preguntó Francisca, queriendo cambiar de conversación.
Genoveva puso en la mesa la carta que acababa de leer, y cogió la reclamada por Francisca.
—Te prevengo—dijo riendo,—que esta carta no te va a gustar mucho más. Escucha.
«Juan Dormal al abonado X. Y. Z.
»Nadie era más partidario que yo del matrimonio. Soñaba yo con amor y con agua fresca, cuando las muchachas se encargaron de administrarme dicha agua fresca en forma de duchas desilusionantes.
»Tres intentos de matrimonio a cual más desgraciado, me han desanimado para mucho tiempo, y he abandonado la idea de casarme.
»Permítame usted que le cuente estos ensayos lo más sucintamente posible, a fin de contribuir así modestamente a sus interesantes estudios.
»Hace unos seis meses, mi madre me presentó en una casa donde debía encontrar una señorita llena de cualidades y limpia de todo defecto. Encontré, en efecto, una encantadora joven, de una elegancia perfecta, amable, graciosa, alegre, y, en una palabra, enteramente seductora. Antes de inflamarme por esta maravilla, el último resplandor de buen sentido, me hizo averiguar los gustos de la que mi madre llamaba ya en el fondo de su corazón «mi deliciosa hija.»
»No soy un lobo, ni tengo nada de salvaje, pero tampoco tengo los gustos de un mundano decidido. Confieso que mi ideal sería un hogar apacible y dichoso, y que encontraría muy desagradable que mi mujer estuviese siempre rodeada de una multitud de adoradores.
»Ahora, bien, en pocas horas supe que Gilberta M... era una coqueta empedernida, muy experta en audaces amoríos... Se citaba el número de sus adoradores, casi igual al de sus trajes... Se me dijo que aquella joven tan perfecta, era tan desagradable en el interior de su casa, como encantadora fuera... Supe que era incapaz de coger una aguja, pero que, en cambio, sobresalía en el piano, en el tennis y en el croquet, que nadie montaba en bicicleta como ella y que no tenía rival en la gabota...
»Como sujeto de amoríos encontré a Gilberta ideal, pero como esposa... diablo, aquello dejaba que desear. Abandoné, pues, el proyecto de mi madre, y declaré francamente que no me casaría más que con una joven seriamente educada... Se casa uno para estar tranquilo, después de todo.
»Mi segundo ensayo fue lamentable, en otro concepto. Di con una joven profundamente seria, pero una verdadera mujer mecánica. Sofía D... se había impuesto cinco horas diarias de estudio de piano, dos de pintura, una de canto y dos de paseo higiénico: total, diez horas de ocupaciones sagradas que nada ni nadie tenía derecho a distraer... Condiciones sine qua non del matrimonio; había que tomarla así o dejarla... Yo la dejé con mucho gusto... ¡Cinco horas de piano!... ¡Cabeza hacía falta!...
»—Búscame—dije a mi madre,—una buena camarada, ni muy mundana ni muy seria; una joven de buena familia, sin demasiadas habilidades... Una hija de la Naturaleza...
»Esta perla estaba esta vez en un castillo de la Edad Media, muy pintoresco, a fe mía... Fui a él en la estación de la caza, y sufrí desengaño tras desengaño...
»Micaela S..., buena muchacha, fraternal como un diablo, camarada con exceso; tenía una conversación que indicaba demasiado que era, realmente, una hija de la Naturaleza...
»No podía decir tres palabras sin añadir una patochada y soltar una desvergüenza digna de un carretero. No pude hacerme a aquella fantástica educación, y llegué al colmo del asombro cuando le oí llamar a su padre: «Mi viejo Teófilo» y a su madre: «La buena Isabel.» Cerré la maleta, y volví a tomar el tren.
»He aquí el relato muy abreviado de mis tentativas matrimoniales, la más desagradable de las cuales, fue la de la camarada.
»Una camarada es la mujer a quien se prohíbe tener ese encanto femenino que nos cautiva; es la loca que firma riendo un contrato de igualdad, que es para ella un engaño... La camarada es la mujer que renuncia a las consideraciones que da la ternura, a los miramientos que da el respeto y a los matices que da el amor... La camarada es la mujer ante la cual se puede hacer todo, es la mujer con la que nadie debe casarse...
»Rogando a usted que me dispense tan larga misiva, suplícole que acepte la expresión de mis respetos.
»Juan Dormal,
»Capitán de Artillería.»
Cuando Genoveva terminó la lectura, nos quedamos todas en silencio. Francisca mordisqueaba la punta del pañuelo y columpiaba un pie puesto sobre el otro. Yo me reía en mis adentros de su evidente disgusto. Ella, que tiene por principio que la camarada es la mujer del porvenir, no podía evidentemente conformarse con este nuevo concepto de la camarada, y esto le hacía perder su buen humor acostumbrado.
—Este señor razona muy bien... ¿Qué os parece?—preguntó la de Ribert, echando una mirada a Francisca.
—Ese señor es un imbécil—dijo levantándose bruscamente.
—No te enfades, Francisca—exclamé, echándome a reír...—No te he oído nunca decir las palabrotas de que habla el señor Dormal... No se trata de ti.
—Sí, sí, sabes bien que todas esas frases sobre la camarada me dan en pleno estómago. ¡Ah! el muy idiota...
—¿Tu estómago?...
—No, ese capitán del diablo.
—Vamos, Francisca, tranquilícese usted—dijo la de Ribert.—Si hubiera previsto que estas cartas iban a contrariar a usted tanto, no se las hubiera leído.
—No lo sienta usted, señora—respondió Francisca con una vivacidad enteramente elástica,—soy yo quien lo ha pedido... Pero ese señor ridículo que afirma que no se casa nadie con la mujer camarada, se engaña... Yo me casaré—añadió con una expresión repentinamente endurecida,—diga lo que quiera ese señor y sus admiradores...
Estas fueron las últimas palabras de la fantástica Francisca, que dijo que nos dejaba porque tenía que terminar sus visitas de primero de año. En cuanto se marchó, me levanté para despedirme de aquellas señoras, pero la de Ribert me detuvo.
—Esta Francisca es alarmante, muy alarmante... Su gana de casarse le turba el entendimiento—dijo moviendo la cabeza con expresión meditabunda.
—¡Bah!—respondió Genoveva siempre indulgente.—Es esa una crisis por la que pasan muchas jóvenes... Ya pasará; te lo aseguro.
—Pero es una crisis peligrosa—observó la de Ribert;—su corazón y su cabeza se atrofian visiblemente... No se fíe usted, Magdalena... No debía usted decírselo todo a Francisca como lo hace.
—Siento en el alma haber iniciado a Francisca en nuestras averiguaciones, puesto que esto contraría a usted—respondí un poco confusa.—Me he arrepentido en seguida de mi indiscreción, y...
—Sí, hubiera preferido no ponerla al corriente de lo que hacemos—murmuró la de Ribert un poco ensombrecida.—Pero a lo hecho, pecho—añadió con su sonrisa habitual.—Esa Francisca desea demasiado casarse y ese deseo es chocante en una señorita...
—¡Bah! váyase por las que no lo desean bastante—dijo Genoveva.—Hay en esto un buen sistema de compensaciones...
La de Ribert no respondió, pero su cara expresaba una penosa ansiedad.
—Magdalena—dijo dirigiéndose a mí,—disminuya usted un poco sus relaciones con Francisca... Casi me dan ganas de hablar de esto con la señora de Sermet...
Genoveva y yo le suplicamos que no lo hiciese. Francisca es buena en el fondo, muy amable y muy divertida. No comprendo que se sea tan severa con ella. La de Ribert es un poco dura...
Por la tarde han venido a vernos todas nuestras amigas, con gran satisfacción de Celestina, orgullosa de ver tanta gente.
—Hay aquí más visitas que en casa del alcalde—decía.
Francisca ha estado a punto de tener otro pique con la Bonnetable, a la que se obstina en contrariar en todo; pero la abuela lo ha evitado dos veces, cortando la palabra a la incorregible niña mimada. La Roubinet, como de costumbre, ha dicho lindas frases sobre el primero de enero, y cuando deseó amablemente un marido a las solteras presentes, la virtuosa Melanval no dejó de exclamar:
—Con el permiso de Dios, por supuesto...
A lo que Francisca, nerviosa, por su comienzo de escaramuza con la Bonnetable, respondió por lo bajo:
—O del diablo, me importa poco...
La Bonnetable, al oírlo, dio tal salto, que su silla produjo un horrible gemido y dio ocasión a la abuela para variar de conversación hablando de la poca solidez de los muebles modernos.
Mientras tanto, Petra y Paulina hablaron mucho de la próxima fiesta del general. Parece que el regimiento se ha aumentado con un nuevo capitán, el Barón de Erinois, viudo y padre de cinco hijos, pero poseedor de 12.000 pesos de renta. La de Brenay está tratando de pescar en sus redes a este incomparable capitalista, mientras la ingeniosa madre de Paulina ha descubierto en Martimprey, el pueblo de al lado, un joven industrial cuya posición es tan tentadora, que la de Aimont ha inaugurado su plan de campaña haciendo la corte al cura del pueblo, que tiene una gran influencia con el joven en cuestión...
Dios las bendiga... Como en el día de año nuevo se cambian los votos más estrafalarios, nada se opone a que desee a estas señoras un pronto éxito.
8 de enero.
Estaba hace ocho días deleitándome en el análisis de las cartas recibidas y encontrando que los hombres tienen a veces buenas razones para no casarse, cuando esta mañana recibí con gran satisfacción esta esquela de Genoveva:
«Querida amiga:
»El alma hermana no es un mito, pues ha dado señales de vida. Adjuntas esas señales, con muchos besos de tu
»Genoveva.»
Abro la carta y descubro con encanto el milagroso hallazgo... El alma hermana está en mis manos, al menos por la expresión de sus pensamientos... ¡Qué dichosa soy!...
«Señora:
«Agradezco infinito al periódico que me procure el honor de escribir a usted sobre un asunto que tanto me interesa.
»Soy soltero y estaría bastante resuelto a casarme, si tuviese la suerte de encontrar una mujer que me gustase a mí y no a la servicial persona que quiera mediar para probarme que tal joven me conviene muchísimo. Tengo horror a los intermediarios en esta especie de cosas y votaría con gran placer una ley que castigase a las personas cuya especialidad consiste en hacer la felicidad de los demás.
»A mi edad—30 años el mes próximo,—se sabe bien lo que se quiere y lo que no se quiere. Puedo juzgar por mí mismo, y como mi fortuna me permite no mirar a la de la mujer con quien me case, no me molesta ningún prejuicio...»
—¡Ah! eso es—exclamé sin dejar de leer.
«No deseo ni dote, ni relaciones, ni gran trascendencia intelectual en mi prometida, y sé que solamente con sentirla en perfecta comunidad de ideas conmigo, podré amarla.
—Lo mismo que yo con un marido, murmuré con unos latidos del corazón que no me dejaban respirar.
«Ahora bien, señora, no creo que se puede amar a una joven que en la primera entrevista aparece desempeñando un papel convenido de antemano. Cualesquiera que sean sus atractivos, son artificiales, y confieso que, por mi parte, renunciaría a adivinar lo que pasa en aquel cerebro velado, como no me arriesgaría a augurar las causas que hacen moverse a un corazón que vive bajo tan lindos atavíos.
»La joven casadera es un enigma difícil de descifrar, siendo así, que yo quiero descifrar a mi prometida antes de querer a mi mujer. Para amar hay que conocer y no basta la etiqueta...
»Como usted ve, señora, tengo la debilidad de desear un matrimonio de inclinación, pero, desagraciadamente, la vida de nuestras pequeñas poblaciones se presta poco a ello. En Bellefontaine, donde vivo, los hombres están agrupados de un lado y las mujeres de otro. Conocemos el color de los sombreros de esas señoritas, pero no el de sus ideas.
»Me es imposible casarme en esas condiciones.
»Tengo fe, sin embargo, en la Providencia y espero tranquilamente que suene mi hora. La mujer con quien debo casarme existe seguramente y vendrá a mí. La espero con confianza y una ternura que no pide más que entregarse...
»Perdone usted esta confidencia demasiado personal, en gracia de la intención que la ha motivado. He querido dar a usted parte de esta causa de celibato, más frecuente de lo que se cree. Nosotros, los hombres, somos con frecuencia tímidos. ¿Por qué no confesarlo?
»Reciba usted, señora, el testimonio de mis respetos.
Mauricio Baltet.»
Me quedé muy pensativa después de la lectura de esta carta singular que tan bien concuerda con mis ideas... Genoveva, pues, no se había engañado; existe realmente un joven que piensa como yo en esta cuestión del matrimonio... ¡Lástima que el señor Baltet viva en Bellefontaine en lugar de vivir en Aiglemont!... En fin, qué le hemos de hacer...
Fui por la tarde a dar las gracias a Genoveva por su amable envío, y mi amiga se arrojó a mis brazos para felicitarme por mi buena suerte, mientras su madre me preguntaba con interés si estaba satisfecha.
No pude negarlo, puesto que a mi satisfacción de los primeros momentos se unía otro sentimiento muy comprensible, que era éste; el señor Baltet empezaba a pertenecerme por derecho de conquista. La de Ribert decía hablando de él:
—El alma hermana de usted.
Genoveva iba más lejos y decía:
—Tu alter ego.
—Figúrese usted, señora, que este señor Baltet no me parece ya un extraño... Le adopto, le acaparo y hago causa común con él...
—De prisa vas—respondió Genoveva maliciosamente.—¡Qué lástima, mamá, que el señor Baltet y Magdalena no se conozcan!...
No pude menos de ruborizarme al oír estas palabras que estaban tan en el tono de mis ideas, y me apresuré a distraer la atención de Genoveva, que empezaba a pesarme un poco.
—Nuestros estudios adelantan mucho, ¿verdad?—dije con una flexibilidad de tono digna de Francisca.
—Sí—respondió la de Ribert,—y estoy muy satisfecha al ver que los hombres no son tan egoístas como yo temía. Decididamente, hay unanimidad en las quejas contra la educación de las jóvenes actuales... Tengo aquí otras cartas en el mismo sentido.
—¿Sí?—exclamé esforzándome por olvidar al señor Baltet para no pensar más que en la correspondencia de la de Ribert.—¿Qué se les reprocha de nuevo?
—De nuevo, poco. Esos señores se quejan con una notable unanimidad del espíritu de independencia, de la coquetería y del ardor por los sports que distinguen a las muchachas... Y el piano, el pobre piano, qué tempestades levanta...
—Y hay madres que creen que la música es una preciosa añadidura al dote de sus hijas—dijo Genoveva con una risa que nos puso de buen humor.
—Se equivocan como unas estúpidas—exclamó una voz burlona y vibrante, la voz de Francisca, que entraba en este momento en el saloncillo.—Y bien—añadió, después de darnos un vigoroso apretón de manos,—¿hay indiscreción en preguntar a ustedes qué dicen esos imbéciles?...
Y sin oír el grito ordinario de protesta que se nos escapó a pesar nuestro: «¡Oh! Francisca,» se instaló cómodamente en un sillón. La de Ribert le echó una mirada escandalizada al verla sentarse con las piernas cruzadas, postura con que la incorregible Francisca se complace en excitar la indignación de las respetables aiglemontesas. La buena señora se calló sin embargo.
—He encontrado mi alma hermana, Francisca... He...
Una imperiosa mirada de la de Ribert me cortó la frase. Era visible que, según ella, acababa de cometer otra tontería. No comprendo esos misterios para una cosa tan sencilla... Pero como ya no podía retroceder di a Francisca la carta del señor Baltet diciéndole sencillamente:
—De mi alma hermana.
—Entonces será tan mema como tú—respondió Francisca,—y no es poco decir, mi pobre Magdalena...
Leyó y releyó la carta como para pesar sus términos.
—¿De modo que este majadero es tu ideal?—preguntó en tono burlón en cuanto acabó la lectura.—¿No ves, inocente, que tiene todas las cualidades para ser engañado?...
—¿Cómo es eso?—dije admirada por la apreciación de Francisca.
—Ese señor es demasiado cándido—continuó.—Para cogerle y acapararle no hay más que hacerle creer que se tienen los mismos gustos que él, y ¡pan! ya está pescado...
—Qué cosas dices—murmuré confundida.
—De tu alma hermana... ¿eh?... Si tu abuela te hubiera dejado leer la mitad solamente de los librotes que yo he leído, razonarías como yo, mi pobre Magdalena.
—Y sería una lástima—respondió la de Ribert, muy descontenta esta vez.—Usted, Francisca, tiene un modo de ser poco tranquilizador... No comprendo...
—¿Que tenga estas ideas sobre la especie masculina?... ¡Ah!—suspiró Francisca cómicamente,—yo puedo asegurar que los hombres no valen nada, puesto que...
—Puesto que no se casan contigo—añadió Genoveva.
—Tú lo has dicho—respondió Francisca imperturbable.—¿Sabe usted lo que a los mejores les gusta más en nosotras?
—No—contestó la de Ribert divertida a pesar suyo.
—Nuestros defectos.
—Pero, Francisca—dijimos con indignación,—¿cómo puede usted decir una cosa semejante?
—Dios mío, no griten ustedes tanto—respondió poniéndose las manos en los oídos.—Certifico que un exceso de cualidades en la mujer aleja a los pretendientes... En cambio una llena de defectos se casa en seguida.
—Entonces está usted madura para el matrimonio—respondió la de Ribert medio enfadada, medio en broma...
—Lo creo... con un poco más de mis 2.000 pesos de dote, hace mucho tiempo que estaría casada. Esos caballeros me encuentran encantadora.
—Y muy mal educada—añadió la de Ribert.
—Eso es lo más sabroso... Usted, señora, no entiende nada de amor...
—Francisca—replicó la de Ribert, muy severa esta vez,—si sigue usted así voy a ponerla en la puerta.
—Señora—exclamó Francisca con una flexibilidad enteramente felina,—hablaba en broma, no me regañe usted... Era para escandalizar a Magdalena, cuya expresión de inocencia me divierte mucho.
Y Francisca me envió un beso con los dedos mientras la de Ribert seguía mirándola de un modo poco tierno... Qué idea la de tomar en serio lo que dice esta loca de Francisca... Es tan niña...
—¿Puedo escuchar aún, algunos párrafos de esa correspondencia de solteros?—preguntó Francisca.—Prometo ser buena como una imagen y respetuosa como un leño.
La mirada de la de Ribert se dulcificó ante el tono de la petición, que produjo en todas una franca carcajada.
—Al lado—dijo,—de todos los motivos de abstención ya enumerados, hay aquí una carta según la cual se debe atribuir el celibato de muchos al desarrollo del lujo. Su autor, hijo de un antiguo zuavo pontificio, cita una frase de Pío IX a la señorita de Gentelles: «Es el lujo lo que con frecuencia desune a los esposos y con más frecuencia todavía impide la conclusión de los matrimonios; pues apenas se encuentran hombres que consientan en cargarse con tan enorme gasto.»
—Pío IX debía de tener la presciencia de mis pretendientes—exclamó Francisca con graciosa convicción.—¿Y qué van ustedes a hacer de todas estas noticias?
—Nada—respondió la de Ribert.—Es una satisfacción para mí saber que los jóvenes tienen buenas razones para no lanzarse a un matrimonio arriesgado... Las muchachas de la clase media están muy mal educadas y no quieren a los hombres de posición análoga a la suya.
—Eso no es cierto—dijo Francisca.—Un marido no importa cómo, sea quien quiera, en cualquier parte que se encuentre, aunque sea en la China, es todo lo que yo pido.
—¡Qué Francisca ésta!—murmuró la indulgente Genoveva con una mirada suplicante hacia su madre para que no respondiese a Francisca.
La de Ribert me leyó todas las cartas recibidas, y dejé a aquellas señoras, llevándome la carta de mi alma hermana, que Genoveva me puso en la mano en el momento de salir.
Cuando entré en casa, la abuela, que estaba en el salón, notó en seguida mi alegría y levantó la cabeza tan bruscamente que se le cayeron las gafas a la alfombra.
—Muy risueña estás, hija mía—me dijo con su bondad habitual.—¿Qué hay?
Sin tener en cuenta su animosidad por nuestras investigaciones, se lo conté todo y le leí triunfalmente la carta del señor Baltet. Esperaba yo un sermón sobre las costumbres actuales y violentos reproches sobre el modo de ser de las jóvenes modernas, pero, con gran asombro mío, la abuela se contentó con mirarme con sorpresa y exclamó en tres tonos diferentes:
—Calla... calla... calla...
Después se aseguró tranquilamente las gafas en la nariz, cogió su labor y habló de otra cosa...
¡Y yo, que esperaba una reprimenda!...
15 de enero.
Es curioso cómo me interesa el señor Baltet... Llevo dos noches soñando con él. Le veo rubio, delgado, bastante alto. Sus ojos azules son dulces y su voz agradable.
Bajo el imperio de mi preocupación involuntaria, me interesan menos las cartas que recibe la de Ribert, que no comprende mi repentina indiferencia... Hago vanos esfuerzos para recobrar mi ardor, pero no lo consigo.
Genoveva ha descubierto una parte de la verdad.
—Ahora que Magdalena posee su alma hermana, no le interesa ya el resto.
Es eso y no lo es. Pero cómo explicar...
La de Ribert me leyó una porción de misivas explicando de diversos modos la escasez de maridos... ¡Cómo me hubiera interesado todo esto hace quince días!... Hubiera sido para mí un placer transcribir todas estas cartas, estudiarlas de cerca, discutirlas. Hoy no tengo paciencia para ello ni lo deseo... Cómo se cambia...
Lo que yo quisiera, a todo esto, es saber si el señor Baltet es rubio o moreno... Me gustaría que se pareciese a mi sueño...
24 de enero.
¡Qué cosa tan singular es una idea fija!...
Creo, palabra de honor, que no pienso ya más que en el señor Baltet... Llevo la necedad hasta poner su carta debajo de mi almohada... Es un colmo y un colmo estúpido, como diría Francisca. ¿Qué necesidad tengo de la carta del señor Baltet para dormir?...
¿Estaré enferma?
Saco la lengua delante del espejo, y la encuentro magnífica... Me tomo el pulso y nada tiene de anormal... ¿Qué es entonces todo esto?... ¿Existe un resfriado moral?...
Todo me lleva invariablemente a ese señor Baltet a quien no conozco. Ayer encontré a Petra que, con tierna solicitud, iba a acompañar a paseo a Simona y Gertrudis de Erinois, y no pude menos de pensar que sería yo muy feliz paseándome así con las niñas de Baltet... si es que existen niñas de Baltet... La de Brenay acapara a los Erinois, padre e hijos; todo Aiglemont se interesa por la lucha Brenay-Erinois, como llaman a la nueva intentona de esta ambiciosa señora de Brenay. Se hacen apuestas, y Paulina me ha contado que su padre ha apostado un peso a que la boda no se hace. La de Aimont está muy descontenta porque teme que esta historia de la apuesta llegue a oídos de los Brenay, que se pondrían furiosos.
—Pero también—objetaba la de Aimont,—no se comprende semejante imprudencia... Petra ha recorrido ayer toda la calle de Thiers con las niñas de Erinois... Es correr detrás del padre demasiado visiblemente.
No veo que haya una relación tan visible entre el padre y las hijas, pero esto debe de consistir en mis preocupaciones personales.
¿Será que mi cabeza descarrila, como dice algunas veces la abuela?...
29 de enero.
Esta tarde, me ha sorprendido la abuela registrando el diccionario geográfico.
—¿Qué buscas, Magdalena?
—Nada, abuela... El nombre de una población—balbucí ruborizándome de un modo anormal.
—¿Qué nombre?
—Bellefontaine—murmuré ocultando esta vez la cara en el libro.—Tiene 6.000 habitantes—dije sin atreverme a levantar los ojos.
—Un poco menos que Aiglemont—respondió la abuela sin fijarse lo más mínimo en mi confusión.—Me gustan esos pueblos pequeños... Las costumbres son en ellos apacibles y honradas...
Dicho esto, me dejó con el pretexto de dar órdenes a Celestina. No sé por qué me pareció sorprender un relámpago de satisfacción en la mirada que me echó al cerrar la puerta...
2 de febrero.
Descarrilo, positivamente.
Esta mañana, después de misa, me he encontrado delante de la imagen de San Antonio con la de Aimont. San Antonio es menos comprometedor que San José y las muchachas casaderas pueden rezarle sin que todo el pueblo sea informado inmediatamente de que están en instancia con el Cielo para obtener un marido.
La de Aimont estaba confusa y yo también. Ella rezaba por el señor de Martimprey a fin de que el santo favoreciese el matrimonio de su hija. Yo suplicaba a San Antonio en favor del señor Baltet. Pero sin precisar.
—He perdido unas llaves que me hacen mucha falta y vengo a encomendar mi causa a San Antonio—me dijo la de Aimont al oído.
—Yo he extraviado un pañuelo de valor—respondí con la misma sinceridad,—y espero que San Antonio...
Cambiamos un apretón de manos y no hubo más.
La de Ribert, a quien encontré al salir de la Catedral, me dio broma amablemente sobre mi repentino desencanto respecto de nuestros estudios...
Protesté, pero débilmente y sin convicción. Para explicar mi cambio de actitud alegué unos trabajos urgentes de pintura. La abuela, que se reunió con nosotros en este momento, cambió con la de Ribert una mirada de inteligencia que me ruborizó... Por fortuna, la conversación tomó otro sesgo.
¡Dios mío, te lo ruego, haz que ni la abuela ni la de Ribert adivinen mi niñería!
10 de febrero.
Francisca, extrañada porque no me encuentra en ninguna parte, ha venido a buscarme esta mañana.
Vamos a ver, Magdalena—me gritó desde el umbral de la puerta,—vengo a saber por qué desapareces así de la circulación. ¿Por qué no has ido a casa de Petra ni a la de Paulina?... Te hemos echado mucho de menos... Si supieras cómo nos hemos reído... La de Brenay se cree ya suegra del Barón de Erinois; habla de él con un orgullo extravagante y mima a las chiquillas cuanto puede...
—¡Ah!—dije aparentando interés.
—Simona de Erinois dijo el otro día una frase que no tiene precio. Figúrate que se atrevió a decir a la de Brenay: «Eres amable porque quieres a papá...» Imagínate el cuadro...
—¡Ah!...
—Lo que me parece que va bien es el matrimonio de Paulina. Según lo que cuenta la de Aimont, el joven que tiene tan bonita fortuna en Martimprey exige 20.000 pesos de dote. La de Aimont protesta... «¡Qué exigencia!—murmura;—es draconiano...»
—Y ella, ¿no se encuentra exigente?
—Nada de eso—respondió Francisca con una burlona carcajada.—Ella es natural que tenga las pretensiones que quiera, eso es permitido... Lo que no lo es, es que el caballero haga lo mismo.
—¡Ah!—respondí pensando en otra cosa.
Francisca se acercó a mí y me levantó la cabeza cogiéndome por la barbilla.
—¿Me quieres decir qué significan esas distracciones?—me preguntó meneándome.—La verdad es que no te conozco... Vamos, no me mires así, porque creeré que no tienes la conciencia tranquila...
Por toda respuesta me eché a llorar sin poder más que decir débilmente:
—No sé lo que tengo... Creo que estoy enferma...
Francisca me miró un instante en silencio, registró mi escritorio, descubrió mi diario y leyó las últimas páginas sin que yo pensase siquiera en oponerme.
—¡Vamos! esto es... Estás cogida, mi pobre amiga...
—¿Cómo cogida?...
—Sí, estás chiflada por el señor Baltet.
—Chiflada...
—Ciertamente... Le amas... ¿Comprendes ahora?
—No, no, Francisca, no te figures eso—exclamé espantada y sin llorar ya esta vez;—estoy enferma...
—Enferma... ¿Dónde?
—Por todas partes...
—Una especie de angustia, ¿eh?...
—Sí.
—Falta de interés hacia todo... Una idea fija...
—Sí, sí...
—Accesos de tristeza... Ganas de llorar...
—Sí, sí—dije sintiendo que las lágrimas se me escapaban con abundancia.
—Pues bien, eso es el amor—exclamó Francisca con entonación triunfante.—Te aseguro, hija mía, que eso es el amor...
—No es posible—respondí indignada.—No conozco siquiera a ese señor y quieres que le ame...
—No es necesario conocer para amar—dijo Francisca con vivacidad.—En las novelas no se conoce más que a los amigos. Con los enamorados la cosa es más rápida... Una chispa, y brota el amor...
—En las novelas, Francisca, pero en la vida...
—En la vida pasa como en las novelas... Créeme, Magdalena, he leído bastante para conocer la materia...
—¿Crees entonces?...—pregunté un poco influida por la convicción de Francisca.
—Sí... Con tus ideas y tu educación, tenía que suceder... ¡Ah! Magdalena, la solterona se transforma en una enamorada... Es graciosísimo...
Sonreí débilmente.
—No te burles, Francisca... Piensa que te puede suceder lo mismo...
—¿A mí?—exclamó indignada;—jamás... ¿Yo enamorada?... El amor, amiga mía, no es de mi cuerda.
—¿Y lo es de la mía?...
—Completamente... Tú eres cariñosa, Magdalena, y yo no... Por otra parte—añadió,—prefiero mi carácter al tuyo...
—Cada cual es como Dios le ha hecho—suspiré, envidiándole su filosofía y su buen humor.
—Desgraciadamente para ti. Teniendo corazón se sufre... Con un corazón de similor como el mío, todo importa poco... ¡Viva el similor!...
—¡Viva el amor!—respondí por lo bajo.
—¡Qué gusto!—exclamó Francisca muy contenta.—Va a ser divertido ver a una enamorada de carne y hueso... ¿Me lo contarás todo, eh, Magdalena?...
La niñada de Francisca me hizo reír, y prometí todo lo que quiso. He aquí a la buena Francisca elevada al papel de confidente... Se calumnia al decir que no tiene corazón, y todo el mundo es injusto con ella... Es, sin embargo, la única que me ha comprendido... Qué buena y segura amiga...
—¡Pensar que estoy enamorada!... Es lindo el amor, pero triste... Y hasta hace un poco de daño...
16 de febrero.
La abuela va con frecuencia a casa de la Ribert, el padre Tomás viene a la nuestra, Genoveva aparece y desaparece y me envía amables sonrisas, y Celestina afecta cierto aire de discreción... Con tal de que no piensen otra vez en casarme... ¡Oh! no, no estoy para entrevistas...
No he podido menos de dar parte a Francisca de mis temores, y me ha animado a la resistencia.
—El amor es siempre contrariado por la familia—observó, dándose importancia.
—¿Crees eso?
—Sí. Hay que tener energía y no dejarte influir...
—Pero...
—Si cedes, todo está perdido.
—No cedo—respondí;—pero, en fin, Francisca, yo no conozco al señor Baltet...
—Que no le conoces... ¿Y la famosa carta?...
—Es verdad; existe la carta.
—Una carta como esa, basta para inflamar un corazón...
—Un corazón inflamable—rectifiqué,—pero no uno como el tuyo.
—No se trata de mí—respondió Francisca.—sabes que yo no represento más que los papeles de coqueta, mientras que tú eres una enamorada de nacimiento...
—¿Verdad?...
—Sí, cuando yo te lo digo...
¡Buena y querida Francisca!... Qué suerte tiene de saber tanto... Hemos discutido juntas el santo a quien hay que rezar para conseguir que el señor Baltet llegue a conocerme. Yo me inclinaba a San Antonio, pero Francisca no es de mi opinión y me encomienda a Santa Magdalena. Me ha traído el librito del padre Lacordaire para excitar mi confianza en la querida santa.
20 de febrero.
—¡Qué revolución en mi vida!...
—¡Oh! qué inmenso agradecimiento el mío a mi buena y querida abuela... Y pensar que estaba yo a punto de creer que su abnegación se debilitaba... Qué monstruoso error y qué ingratitud sin ejemplo...
Esta mañana, almorzando, la abuela me hizo observar que estaba quedando mal con la de Ribert y que no debía abandonarla así, después de haberla molestado tanto con mis deseos de estudio.
Si ahora te interesan menos las solteronas—dijo la abuela con fina sonrisa,—no por eso debes tomar ese aspecto despegado... Hace más de cinco meses nos estás fastidiando con tus solteronas... ¡Dios mío! qué disgustos me has dado... En fin, ya pasó...
—¿Qué es lo que ha pasado?—pregunté fingiendo no comprender el pensamiento de la abuela.
—Tu incomprensible gusto... Para ti no había más que las solteronas... Sólo ellas eran buenas y perfectas...
—No, abuela. Pero convengamos en que son tan buenas y tan perfectas como las casadas... o más.
—¡Bah! no hablemos más... Para salvar tu reputación, iremos esta tarde a casa de la de Ribert... No quiero que esta excelente amiga te juzgue mal.
Se convino que a las tres dadas me encontraría dispuesta para acompañar a la abuela, y como no quería, de ningún modo, sufrir un interrogatorio malicioso, envié dos letras a Francisca para que se encontrase a las tres en casa de la de Ribert. Contaba con ella para cambiar de conversación e impedirla que fuese desagradable para mí.
A la hora indicada, y en el momento de entrar en casa de nuestras amigas, nos tropezamos con Francisca, la cual, después de haber saludado amablemente a la abuela, nos propuso acompañarnos. La abuela hizo un movimiento de protesta que Francisca aparentó no ver ni yo tampoco. En seguida llamé, para evitar la hostilidad de la abuela, a la que no hacía ninguna gracia la compañía de Francisca.
Marieta, la doncella, nos abrió la puerta, y cambió un mirada con la abuela, que me asombró. Pareció que la abuela le preguntaba:
—¿Hay alguien con la señora?
Y que Marieta había respondido:
—Sí.
Mientras subía la escalera, me sentí oprimida y rara. Francisca me empujó con el codo y me dijo:
—Esto huele a misterio, ¿eh?...
Mi opresión aumentaba, y me parecía que marchaba hacia mi destino, casi hacia mi desgracia... Si me hubiera atrevido, me hubiera escapado... Por fin, se abre la puerta del salón y... ¿qué veo?
Delante de la ventana, ocupados en mirar fotografías, estaban la de Ribert y un joven rubio... alto... delgado... de ojos azules... Es el señor Baltet, estoy segura...
Las presentaciones no me enseñaron nada. Le había conocido... ¡Cómo se parecía al hombre de mis sueños!... Su voz tiene las mismas inflexiones corteses... ¡Es él!...
Pero... si es él, es que la abuela y la de Ribert me han adivinado... ¡Qué vergüenza!
Por un violento esfuerzo, logro recobrar un poco la calma, pero no puedo hablar... Francisca, que lo ha comprendido todo, se divierte grandemente, ríe, habla, afecta su expresión reservada de los buenos días, y exhibe de vez en cuando algún ingenio. Está encantadora, mientras que yo tengo la sensación de estar estúpida como una docena de gansos reunidos... La de Ribert me mira con reproche, la abuela con ansiedad, y las dos están casi duras con Francisca, y cortan intencionadamente sus frases más brillantes... Por fortuna para mi amiga, su humor parece estar en buen tiempo fijo y me quedo asombrada de su dulzura desusada. ¡Pobre Francisca! Hace eso por mí... Qué buena es...
La de Ribert nos explicó en pocas palabras cómo había conocido al señor Baltet, y habló de sus investigaciones sobre el celibato... La abuela sonrió... El señor Baltet tomó parte en la conversación... Genoveva habló también... Solamente a mí no se me ocurrió nada que decir... Era tan feliz con mi absurda angustia... No sé cuánto tiempo duró la visita, pero cuando la abuela se levantó, di un suspiro de pena... La abuela lo notó probablemente, pues invitó al señor Baltet a ir a casa al día siguiente, con aquellas señoras, para ver unas antigüedades que podía enseñarles.
El señor Baltet dio las gracias y aceptó, diciendo que quería aprovechar su estancia en Aiglemont para hacer unos estudios arqueológicos del mayor interés. Tiene una carta de recomendación para el padre Tomás, lo que pareció encantar a la abuela.
Pero Francisca dio un violento golpe a su encanto, expresando que tendría mucho gusto en ser admitida a contemplar esas cosas que tanto le gustan. La abuela no había comprendido ciertamente a Francisca en la invitación, pero la curiosilla desempeñó perfectamente bien el papel de aficionada a antigüedades, y hasta tomó cierta expresión profunda al hablar de arqueología, todo para ablandar a la abuela y conseguir que no se le cerrase la puerta... El señor Baltet parecía ver con placer las diversas evoluciones de Francisca. Cómo se hubiera reído si hubiera sospechado la comedia que nos estaba representando...
Genoveva me acompañó hasta la puerta y me dio un beso tan tierno, que me sentí instantáneamente animada y libre de mi absurda angustia.
—Qué lástima, dejar a la de Ribert—dije a la abuela en cuanto salimos.—Creo ahora haber recobrado mi presencia de ánimo y hubiera gozado más de la presencia de mi alma hermana...
—Silencio—dijo la abuela;—esperemos a estar en casa para hablar libremente...
Al llegar, me eché en los brazos de la abuela, y sólo mis lágrimas le dijeron elocuentemente mi agradecimiento.
—¡Querida abuela!—suspiré, cubriéndola de besos.
—¿Estás contenta, hija mía?—me preguntó con voz conmovida, devolviéndome con usura mis caricias.
—Abuela, abuela... ¿Habías adivinado?... Qué ángel guardián...
—No era difícil—respondió.—Eres tan misteriosa, pobre hija mía, que llevas el secreto escrito en la frente...
—¡Dios mío! y yo que apenas lo sabía... Sin Francisca, no lo hubiera sospechado siquiera...
—Dichosa inocencia—exclamó la abuela riéndose.—Pero—añadió más severamente,—te ruego, Magdalena, que no acojas a Francisca como lo haces... Es astuta esa muchacha... Me contraría el verla mañana con el señor Baltet...
—¿Por qué?—pregunté sorprendida.
—Por nada—respondió la abuela, haciendo un movimiento como para ahuyentar un pensamiento importuno.—Hablemos de nuestro complot...
Me contó entonces que había vigilado mis impresiones, que se había confiado al padre Tomás, y que la de Ribert había prestado su concurso a la conspiración. Con el pretexto de comunidad de ideas, había respondido directamente al señor Baltet. Este había pedido con la misma ocasión algunos datos sobre los descubrimientos arqueológicos hechos en Aiglemont, y la de Ribert había respondido tan bien, que el señor Baltet manifestó el deseo de venir a juzgar personalmente. Y todo se había arreglado.
—De modo—pregunté mordida en el corazón por una secreta angustia,—que no se ha tratado de mí...
—Nada de eso—respondió la abuela.—Acuérdate de la declaración de principios del señor Baltet... Creo que hablaba de exterminar a todo intermediario en un asunto matrimonial... No era este el caso de probar...
—Mejor—respondí;—me quitas un gran peso...
—Un poco de buen sentido, Magdalena—dijo la abuela.—Ya me haces incurrir en cosas bastante extraordinarias sin llegar a ofrecer a nadie mi nieta... ¡Ah! qué débil es el corazón de una abuela... Por cariño a ti, me veo metida en la más tonta historia que he visto jamás... La culpa es de las solteronas... Las abomino...
—Querida abuela—respondí, apoyando la cabeza en su hombro,—si esas aborrecidas solteronas fuesen la causa de mi felicidad, ¿las detestarías?...
—No, hija mía—dijo la abuela enternecida.—Tu dicha es mi única preocupación... de modo que tú crees...
—Sí—balbucí confusa,—sí, creo...
—¿Ya no eres opuesta al matrimonio?
—Muy poquito ya... casi nada.
—¡Ay! hija mía, qué alegría me das... Al fin podré morir tranquila...
—No hables así, abuela adorada. Lo que hace falta es que vivas mucho tiempo... siempre.
La abuela movió la cabeza con expresión de pena, y para no enternecerse más, me habló de la buena posición del señor Baltet, de sus gustos serios y de sus relaciones con el mundo de la ciencia.
—¡Es alguien!—dijo la abuela.
—Con tal de que yo llegue a ser algo para ese alguien...—murmuré con nueva angustia.
—¿Por qué no?—respondió la abuela con orgullo.—Tendría que ver que a ese señor se le ocurriera criticarte...
—Sin criticarme, podría sencillamente no reparar en mí...
—¿En ti?...
Esta pregunta fue un poema de amor, de confianza y de admiración y dijo todo el cariño de mi abuela querida y su fe ciega en el porvenir de su nieta.
¡Pobre abuela!...
21 de febrero.
El señor Baltet me gusta cada vez más.
Ha estado delicioso esta tarde. Cada uno de los objetos que le presentaba la abuela, era motivo para una disertación medio seria, medio jocosa. La de Ribert y Genoveva han quedado conquistadas como yo... aunque en distinto grado. Hasta Celestina manifiesta alguna indulgencia hacia el señor Baltet. La abuela no habla más que de él, y su nombre sale a cada instante en la conversación... Yo sonrío y me pongo encarnada... Dios mío, qué dichosa soy...
Francisca me asombra prodigiosamente. Ella, que no tiene la costumbre de hablar seriamente, está admirable de formalidad y de oportunidad. No sé dónde ha ido a buscar las anécdotas que nos ha contado sobre un plato de Bernardo Palissy; todas la hemos escuchado con la misma sorpresa. Sin ese airecito reservado y dulce que ha inaugurado, sin duda en obsequio del señor Baltet, se hubiera ganado algunas observaciones de la abuela o de la de Ribert; pero nadie ha dicho nada, en consideración a un esfuerzo tan meritorio. El mismo señor Baltet escuchaba con gusto lo que decía Francisca. En varias ocasiones ha buscado su mirada y casi solicitado su aprobación; y la deliciosa Francisca, encantadora de ingenuidad y de modestia, sonreía, decía algunas palabras sin incorrecciones, se callaba y bajaba los ojos... Hasta he notado que le sale muy bien ese juego de miradas... Qué milagrosa conversión... No he podido menos de hacérselo observar:
—Dime, Francisca, ¿se trata de una apuesta?
—No hagas caso, Magdalena—me respondió, soltando una carcajada, que me pareció nerviosa,—es mi cara de hacer conquistas...
—¡Su cara de hacer conquistas!... ¡Qué broma!...
25 de febrero.
Se ha marchado, y todo mi horizonte se ha ensombrecido de repente... El cielo me parece obscuro, las nubes tristes, las calles enlutadas, la gente fea y me pesa la vida diaria... ¿Es esto el amor?... ¿Amaré verdaderamente a un hombre a quien apenas conozco y en el que pienso sin cesar?...
La abuela asegura que le he gustado y apoya su opinión en las confidencias que le ha hecho el padre Tomás. El señor Baltet le ha hablado de su deseo de casarse y de su voluntad de no hacerlo más que con una mujer que le guste absolutamente. El cura, con su espiritual bondad, le ha animado, y ha sabido por él que mi alma hermana se interesa por una joven descubierta hace poco tiempo... ¡Salto de alegría!... Gracias, Dios mío...
El señor Baltet debe de estar contento de la recepción que se le ha hecho en Aiglemont. El padre Tomás le ha mostrado una benevolencia excesiva. El señor Dumais, a ruego de Francisca, se ha desvivido por acompañarle y enseñarle las curiosidades de la población, y, en una palabra, todos han puesto de su parte para que el arqueólogo encuentre en Aiglemont algo más que la antigüedad... ¿Ha encontrado, verdaderamente?... ¿Se lleva una impresión seria y duradera?... ¡Cómo quisiera saberlo!...
He tratado de ver a Francisca para saber su pensamiento sobre esto, y me ha sido imposible... Francisca, que se encontraba como por milagro ante los pasos del señor Baltet, es ahora invisible.
—La señorita ha salido.
Tal es la respuesta que responde a mi campanillazo, cada vez que trato de ver a esta fantástica Francisca.
Es curioso... Creí tener muchas cosas que escribir esta noche, y no me ocurre nada... Estoy distraída... Busco las palabras, y mis ideas se confunden... ¿Qué estará haciendo el señor Baltet mientras yo escribo?...
1.º de marzo.
La de Ribert ha recibido una carta de mi alma hermana, llena de esperanzas para mí. El señor Baltet escribe con todas sus letras:
«Espero que tendré pronto una gran confidencia que hacer a usted, confidencia a que tiene derecho, puesto que está usted un poco en el fondo del secreto que me interesa.»
Genoveva me ha dado broma sobre esto.
—El señor Baltet ha descubierto un sarcófago o alguna moneda muy rara, y quiere participárselo a mi madre... Es muy amable—ha añadido, dirigiéndome una linda sonrisa.
Yo también me he reído... Qué lejos está el señor Baltet de tal asunto de confidencias... Tan lejos como yo...
He podido echar la vista encima a Francisca, durante un minuto. Estaba nerviosa, molesta e impresionable en exceso.
—Sabes—le dije, con toda la exuberancia de mi alegría,—la de Ribert tiene una carta...
—¡Ah!—dijo con voz apagada.—¿Y qué dice?...
—Nada preciso, pero hay muchas esperanzas...
—¿Nada preciso?... ¿Seguramente?...—preguntó en un tono violento y temeroso a la vez.
—Puesto que yo te lo digo—respondí extrañada al ver aquel temor incomprensible.—Nadie está más interesado que yo en creer otra cosa...
—Es verdad—replicó Francisca con voz extraña,—tú eres la más interesada en la cuestión...
—Sin duda—dije.—Y dime, ¿cómo le encuentras?...
—¿Yo?...—preguntó Francisca...—Pero cogió de prisa el sombrero, que estaba en una mesa de su cuarto, y se lo puso en un momento...—¡Y yo que olvidaba el encargo de mamá!...—exclamó, con una prisa extraordinaria en ella.—Dispénsame, Magdalena, tengo que salir... ¡Ah! sí—dijo en el momento en que la dejaba,—me preguntabas cómo le encuentro... Pues bien, mi opinión no ha cambiado... El señor Baltet es un majadero, a quien la primera mujer un poco lista escamoteará cuándo y cómo le plazca...
—Si soy yo—exclamé,—no me quejo.
—Y tienes razón—respondió Francisca, con no sé qué relámpago en los ojos.
Es singular esta Francisca...
Mi destino empieza a dibujarse... Voy a él confiada y dichosa, creyendo al fin en la felicidad de la mujer en posesión de un marido amado y de unos hijos queridos... ¡Qué camino recorrido en pocas semanas!...
No he podido menos de hacérselo observar a la de Ribert, cuya indulgencia conozco.
—Es el momento psicológico, Magdalena... Esa hora suena para todas...
—Pero hay que oírla—murmuré con una fantástica visión en el corazón y en los ojos.
—¡Bah! habría de ser sorda para no oír, al menos, las campanadas de una parte...
—Es verdad... pero con algodón en los oídos...
—¿Tiene usted algodón ahora?—me preguntó la de Ribert, con una sonrisa enteramente maternal.
—No—respondí, ruborizándome;—al menos para lo que viene de Bellefontaine...
Y me marché con el corazón en fiesta y el alma en ebullición.
5 de marzo.
No se habla en el pueblo más que del chasco de la de Brenay con el Barón de Erinois. La Bonnetable hace el oficio de tambor municipal y va de casa en casa a llevar la noticia. El brillante capitán se vuelve a casar, pero no con Petra. Sus 13.000 pesos de renta han encontrado otra renta de 4.000 en una joven, sin más antepasados que unos fabricantes de productos químicos... La crónica añade que las esperanzas de la novia exceden con mucho a su dote...
La abuela lo siente por Petra, puesto que ésta lo deseaba, pero vitupera vivamente a la de Brenay, por desear tanto la gran riqueza.
—¡Qué singulares matrimonios se hacen ahora!—dice.—Todo desaparece ante la fortuna... Todo el mundo se arrodilla ante el becerro de oro... Qué costumbres...
No hay noticias del señor Baltet... La de Ribert le espera todos los días... ¡Y yo!...
—Dígale usted que sí en seguida, señora, no le haga usted esperar—le digo muy bajo.
—De modo que hay que decir sí...
—Sí... sí... sí...
—Cómo me recuerdas a tu pobre madre—dijo la abuela, con voz temblorosa.—Así estaba el día en que tu padre la solicitó...
—Y los dos te dan las gracias, abuela adorada, por la dicha que das a su hija...
—Así lo espero—respondió la abuela mirando las fotografías de los muertos queridos...—He hecho cuanto he podido para reemplazarlos contigo... ¿Lo he conseguido?
—Bien sabes que sí.
Mis besos pusieron fin a la conversación.
Como el señor Baltet no sea un buen nieto para la abuela, estoy pronta al divorcio... Cuidado con el papel sellado...
9 de marzo.
Por fin ha habido una carta suya, dirigida esta vez al padre Tomás, a propósito de un volumen que no se encuentra en las librerías... Pero como el volumen me interesa poco, retengo sobre todo la frase en que el señor Baltet asegura que su viaje a Aiglemont ha sido su camino de Damasco, y que su sueño dorado sería llamar su mujer a aquella de quien conserva tan profundo recuerdo...
¡Qué bien dicho está!
Cinco veces he leído el famoso pasaje, y, finalmente, para escapar a las miradas maliciosas del padre Tomás, me he arrojado llorando en los brazos de la abuela.
El cura se quedó un poco sorprendido por esta conclusión imprevista.
—¡Cómo!... ¿Lágrimas?...—murmuró levantando las gafas para ver mejor.
—Sí—respondió la abuela,—esta niña está muy sensible...
—¿Y es esa frase, que parece insignificante, la que ha provocado tal diluvio?
—Ciertamente... Señor cura—añadió la abuela descontenta,—no tiene usted corazón, sino comprende estas lágrimas.
—¡Bah!—respondió el cura, comprimiendo políticamente la risa,—creo tenerlo un poco, aunque mis glándulas lacrimales no tengan la misma capacidad que las de Magdalena...
No pude menos de reírme de la evidente sinceridad del cura, el cual dio un salto al oír la carcajada burlona que dejé escapar.
—¿Ahora se ríe?...—exclamó abriendo los ojos con intensa sorpresa.—Qué hermosa es la juventud... Se llora y se ríe sin saber por qué...
En seguida, para evitar otra emoción, me preguntó a quemarropa:
—¿Y las solteronas?... veo que las abandona usted definitivamente... No está bien interrumpir tan bonitos estudios...
—Así es la vida—respondí;—pero no crea usted que las abandono, puesto que les deberé mi felicidad...
El cura me miró con expresión de asombro, y la abuela me dirigió una sonrisa.
—Eso—dijo,—no es de la competencia de usted, señor cura... sea indulgente... Magdalena es tan feliz...
—Feliz por una frasecilla sin estilo, sin citación...—dijo despidiéndonos,—sí, no lo comprendo...
—Lo creo, señor cura, que no lo comprende usted... Eso no es de su competencia, como dice la abuela...
12 de marzo.
¡Ay!... todo está acabado desde ayer... desapareció aquella dicha que tanto me ilusionaba...
El señor Baltet se casa, sí, pero... con Francisca...
Es en Francisca en quien ha reparado; es a Francisca a quien ama; a ella es a quien pide en matrimonio, por medio de la de Ribert, consternada.
En el primer momento, la de Ribert quería devolver la carta y rogar al señor... no, no puedo escribir su nombre... que hiciese sus encargos él mismo, pero le supliqué que salvase mi amor propio y aceptase la misión que se le confiaba.
La abuela echa chispas contra Francisca; la de Ribert y Genoveva están indignadas, y el cura afirma que desde Dalila no se ha visto un ejemplo de traición semejante... Me esfuerzo por parecer animosa, pero estoy herida en el corazón...
—¡Queridos sueños míos!... ¡Qué derrumbamiento!
20 de marzo.
Se han hecho los esponsales de Francisca... La de Dumais vino ayer a participar el matrimonio a la abuela, pero ésta, muy delicada, no pudo recibirla...
¡Cuánto sufro, Dios mío!... ¿Le amaba, pues, hasta ese punto?
25 de marzo.
Parece que hay que salvar la situación y tener el valor de no cambiar mis costumbres para escapar de las hablillas del pueblo. La abuela me suplica que reciba a Francisca, que ha venido ya a verme cuatro veces... Hasta ahora he resistido, pero la abuela tiene razón... A la misma Celestina no dejaría de chocarle... Ayer dejó escapar una reflexión significativa:
—No vale la pena de ponerse una persona en las niñas de los ojos para dejarla luego en la puerta...—murmuró cuando iba a decir a Francisca que había yo salido.
Recibiré, pues, a Francisca... Qué penoso momento... Con tal de que tenga valor...
28 de marzo.
He visto a Francisca y he tenido con ella una escena muy dura.
La abuela me había suplicado tanto que me dominase, y tan vigorosamente me había sermoneado el padre Tomás, que estuve casi correcta.
Francisca entró un poco desconcertada. Evidentemente tenía conciencia de su mala acción. Sin hacerle un reproche, le ofrecí la mano.
—¿Me guardas rencor, Magdalena?
—Mucho.
—Sin embargo, te juro que ha sucedido a pesar mío...
—De modo que te casas a pesar tuyo...
—No... lo confieso... Pero... ¿Cómo diré yo?... Al principio no pensé en tal cosa.
—Sin duda—dije con amargura.—Sin pensar, estuviste provocadora y coqueta. Sin querer, prodigaste mil gracias conquistadoras y lo hiciste todo, todo, para quitármele...
Me callé de repente, viendo que iba demasiado lejos, y seguí diciendo con más calma:
—¿Por qué me has hecho traición?
—¡Traición!... que palabra...
—Es la justa.
—Pues bien, sí, te he hecho traición, pero al principio, créeme, Magdalena, no pensaba en ello...
—Que no pensabas...
—No, te lo juro... estuviste tan torpe... no hablabas... apenas sonreías...
—Sí, estuve torpe como un ganso y tú ingeniosa como un demonio... es sabido... ¿Y qué?...
—¿Y qué?... Que vi en seguida que no le gustarías jamás... jamás... ¿entiendes?...
—¿Por qué jamás?
—Los hombres como él, no aprecian a las mujeres como tú... Su razón no podía simpatizar con la tuya... Su prudencia tenía necesidad de mi locura...
—¡Ah!...
—La prueba es—dijo Francisca con energía,—que en seguida comprendí su inclinación hacia mí y su indiferencia contigo.
—Debiste decírmelo.
—¿Para hacer imposible mi juego?... No, por cierto, Magdalena. El señor Baltet es un hombre serio, un hombre que no ha vivido... Te aseguro—continuó Francisca casi suplicante,—que esa clase de hombres no se aficionan más que a...
—A las bribonas, tienes razón.
La palabra era dura, y la sentí inmediatamente, aunque sin desear retirarla.
—¡Bien!—articuló Francisca, respirando profundamente.—Pero, por muy bribona que sea, oye lo que tengo que decirte... Mi prometido... era el único marido posible para mí...
—¿Por qué?
—Porque es uno de los raros jóvenes que desprecian la fortuna...
—Desprecio no recíproco, ¿verdad?...
—No recíproco—confirmó Francisca muy sombría.—El es rico y le es fácil ese desprecio... yo, soy pobre y quiero vivir...
—Pues bien, tus medios te lo permitirán ahora—dejé escapar...
—¡Ah! Magdalena, eres cruel...
—Es que sufro... ¿Pero qué te importa eso a ti?—exclamé bruscamente.
—Yo también he sufrido—dijo Francisca...—tú no sabes lo que es desear casarse... No comprendes el infierno de no concebir otra vida más que la del matrimonio, ni más dicha que la de una buena unión, y pensar que jamás... jamás... se tendrá marido...
—Se toma el de las demás...
—El señor Baltet no lo era tuyo.
—No, pero sin ti, lo hubiera sido...
—Nunca...
—¿Qué sabes tú?
—El me lo ha dicho.
—¡Ah!—exclamé yendo hacia ella en actitud amenazadora,—¿me has hecho traición dos veces?...
—No—me respondió sin bajar los ojos;—le he preguntado sencillamente por qué me había preferido siendo pobre, a ti que eres rica...
—¡Ah!...
—Jamás—me respondió,—me hubiera casado con una mujer que tuviese fortuna... Quiero que mi esposa me lo deba todo, lo mismo su bienestar que su amor...
—De modo que te has perdonado tu traición...
—Todavía no... Quisiera, Magdalena, que te dieses cuenta de los sentimientos que puede experimentar una muchacha pobre cuando contempla la vida de las dichosas de la tierra desde el fondo del abismo en que vegeta... Ninguna probabilidad de casarse... Ninguna esperanza en la vida... Entonces deja una de darse cuenta del bien y del mal... No se piensa, no se vive, ni se desea más que conquistar lo imposible...
—Aunque sea destrozando el corazón de otra...
—Qué importa... Es la lucha por la vida...
—Lucha horrible...
—Pero permitida.
—¿Por qué, desgraciada?...
—Por el instinto de la dicha... ¿Es ésta, acaso, un monopolio de las jóvenes que tienen dote?
—¿Somos tan felices?...
—Vuestra felicidad es insolente...
—¡Ah! Francisca—dije enternecida.—No tengo padre ni madre y me quitas el único hombre a quien hubiera podido amar...
—Era el único con quien podía yo casarme... Tú puedes escoger...
—Ya había escogido.
—Peor para ti... La cuestión no está en escoger, sino en ser escogida...
—Bueno—respondí.—Estoy vencida, luego no tengo razón... No te deseo ningún mal, pero quiera Dios, Francisca, que seas más honrada como esposa que como amiga... ¿Le amas al menos?
—Todavía no—respondió Francisca después de un instante de vacilación.—Pero ya le amaré—añadió precipitadamente.
—O no le amarás—murmuré llena de angustia...—¡Qué triste es vivir!...
Francisca me miró, vaciló y se atrevió por fin a invitarme a su boda. Entregada a mí misma, hubiera rehusado con indignación; para salvar las apariencias, acepté.
—Para ti como para mí, vale más que nada se sepa fuera... Nuestra amistad ha muerto...
—¡Oh, Magdalena!
—Sí, ha muerto... de nada sirve negar la evidencia. Vas a salir de Aiglemont; hasta que te vayas, estaremos en la misma actitud en que estábamos. ¿Has comprendido?...
—Acepto tus condiciones puesto que he obrado mal contigo... Pero... yo... Magdalena... te quiero como siempre...
—Sin duda... el gato quiere al ratón con que juega... Adiós, Francisca.
Hizo un movimiento para abrazarme, pero yo permanecí helada.
—Adiós, Magdalena... Eres dura...
—Sí, las víctimas lo son siempre, es sabido. Pero me es imposible darte las gracias a pesar de mi buena voluntad... Adiós, pues...
Y Francisca desapareció, muy feliz sin duda, por haber terminado su nueva comedia.
Qué razón tenía la de Ribert y la abuela al ponerme en guardia contra ella... ¿Por qué no las he escuchado?... ¡Ay! ya es tarde...
31 de marzo
Se habla mucho del matrimonio de Francisca. Yo estoy heroica y me callo... La de Aimont gime al hablar de la increíble suerte de esta muchacha que ha encontrado el secreto de pescar tan buen partido. La cosa les es más sensible porque el joven de Martimprey exige 20.000 pesos de dote en vez de 10.000, para casarse con Paulina. Es lo último...
Los Aimont están furiosos por tal regateo, y es natural.
—¿Cómo va una a hacer para casar a sus hijas, Dios mío?—murmura la de Aimont.—No puede una, sin embargo, ponerse al acecho detrás de un muro protector y tirar sobre los yernos posibles...
—A eso se llegará, señora—dijo la abuela como consuelo...—La caza a los maridos amenaza con hacerse bárbara... ¡Qué costumbres!...
Pobre abuela... Siente mi pena a pesar de la calma aparente que ha logrado conquistar. Está triste y pálida y me mira con inquietud... En pocos días ha envejecido muchos años... Y pensar que hubiera querido tanto hacerla dichosa...
16 de abril.
He pasado una parte del día leyendo este voluminoso diario, relato de mis deseos y de mis ilusiones y testigo de mi decepción. Estaba recorriéndole con toda la melancolía de un ensueño interrumpido, cuando han venido a pedir noticias mías el padre Tomás, la de Ribert y Genoveva.
Les he leído unos pasajes de mi precioso cuaderno, y el padre Tomás me aconseja que le continúe.
—¿Qué voy a continuar?—pregunté.—¿Se continúa lo que está acabado?
—¿Cómo que está acabado?...
—Sí... ¿Qué quiere usted que añada a mis solteronas?—dije sonriendo tristemente.
—Un último capítulo—respondió el cura con fingida alegría.—Alguna cosa original.
—Ese capítulo—respondí,—está escrito... Me faltaba la solterona por decepción, y ya la tengo... Después, como cosa inédita...
—Permítame usted...
—Hacía falta añadir la lucha vergonzosa que atraviesa la joven sin fortuna en el camino de la que la posee... También está relatado.
—No hablemos de eso—exclamó la de Ribert con lágrimas en los ojos.—Distráigase usted, Magdalena, y no piense más en esa decepción que nos incumbe a todos, y a mí sobre todo...
—Por favor, déjeme usted toda la responsabilidad de lo que ha pasado—dije con voz poco segura.—Así como ignoraba lo que era una decepción, no sabía hasta donde podía ir la joven hipnotizada por el deseo de casarse... Ahora lo sé—añadí temblando ligeramente;—la cosa hace poco honor a la sociedad...
—La sociedad no tiene que ver con eso—dijo la abuela estudiándome con angustia;—todo depende del carácter particular.
—No siempre—respondí en tono más firme.—La lucha está emprendida de abajo a arriba en esta vieja sociedad alterada. Solamente en este combate por la vida, desgraciados los tímidos, desgraciados los débiles, desgraciados los concienzudos... Esos están vencidos de antemano...
—Vaya—respondió el cura,—usted exagera las cosas...
—¿No soy yo una vencida?...
—Sin embargo—replicó el cura mientras la abuela se enjugaba una lágrima,—no hay que ver las cosas tan negras... Podría usted ganar una enfermedad del estómago—añadió intentando una broma.
—Tengo ya tan malo el corazón...—murmuré apoyando la cabeza en el respaldo de la butaca.—Siento rencor por la sociedad entera.
—¿Por qué?—preguntó Genoveva.
—Una sociedad que hace tan poco para proteger a sus miembros más débiles es una sociedad a la que falta algo...
—Le faltan tantas cosas—suspiró el cura.
—Sí, pero sobre todo la presciencia de los peligros que hace correr a aquellos a quienes tiene la misión de guardar y no guarda... En el estado actual de nuestras costumbres, ¿qué puede hacer una joven que quiere casarse y no encuentra con quién?...
—Resignarse en el celibato—respondió la de Ribert.—No hay otra cosa.
—¿Y para la que no acepta la resignación?... Para esa no hay más que la rebelión—añadí convencida.—Las honradas faltarán al honor haciendo traición a quien puedan... Las otras caerán más bajo todavía... Es triste—continué,—pues si la sociedad no protege a sus individuos, se protegerán ellos mismos y volverá a empezar la lucha cuerpo a cuerpo, con la traición además...
El padre Tomás movió la cabeza, la abuela me miró con expresión de alarma y la de Ribert y Genoveva parecieron confusas.
—Es duro—añadí bajando los ojos,—ser engañada por la amistad y por lo que se cree ser el amor...
Nadie respondió.
Al cabo de un instante, el cura tosió, para aclararse la voz, y dijo:
—Por encima de la amistad que hace traición y del amor que desilusiona, hay, sin embargo, Magdalena, algo, o más bien, alguien que usted olvida...
Le miré con incertidumbre.
—Está Dios—continuó en un tono majestuoso que me conmovió;—Dios que castiga las traiciones y consuela a los engañados...
—Sí—respondí en un impulso de sinceridad.—Pero mi decepción está tan reciente que...
—¿Quiere usted una receta para curarla?
—¿Una receta?—pregunté sonriendo esta vez, con gran contento de la abuela.—Démela usted pronto, señor cura, pues bastante la necesito...
—No penar en lo que se sufre, sino en lo que sufren los demás... Esta es mi receta.
—Pero... es una receta de solteronas—exclamé.
—Por eso es de circunstancias...
—Sí—respondí valientemente.—Puesto que soy una solterona involuntaria, utilicemos las recetas de las solteronas... Resumamos, señor cura... Para hacer una solterona se toma una joven, se la desilusiona, se le hace traición...
—No siempre—protestó Genoveva.
—Y si no se le hace traición, se le acapara y se la ocupa de los demás y no de sí misma... Vive para los pobres, para los desgraciados y para los enfermos... Envejece... se acartona... se deseca...
—Y muere—dijo la de Ribert en tono trágico.
—Y va derecha al Cielo—añadió el cura,—escoltada por las lágrimas de todos los que ha aliviado y acogida por las sonrisas de los bienaventurados que la han precedido...
—Entonces, la solterona...—pregunté.
—Es una reina en el Cielo... cuando ha sido buena.
—¿Y si no lo ha sido?...
—Ha tenido bastante purgatorio en la tierra para no necesitar pasarlo de nuevo en el otro mundo—dijo el cura en tono un poquito sarcástico.
—Dichosas solteronas—suspiró la abuela.
—Sí—respondí sintiendo cierto alivio...—Dichosa la que sufre sin haber hecho nunca sufrir...
—¡Sufrir y no hacer sufrir! sí—murmuró la abuela con su voz grave de los grandes días de duelo;—sí, esa debiera ser la fórmula de la vida de la mujer, aun de la más feliz de todas.
FIN
End of the Project Gutenberg EBook of Las Solteronas, by Claude Mancey *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS SOLTERONAS *** ***** This file should be named 29610-h.htm or 29610-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/2/9/6/1/29610/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. Special rules, set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. 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