The Project Gutenberg EBook of De varios colores, by Juan Valera This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: De varios colores Author: Juan Valera Release Date: January 16, 2010 [EBook #30986] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE VARIOS COLORES *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net); produced from images of the Bibliothèque nationale de France (BNF/Gallica) at http://gallica.bnf.fr
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BREVES HISTORIAS.
GARUDA O LA CIGÜEÑA BLANCA.
EL CAUTIVO DE DOÑA MENCÍA.
EL MAESTRO RAIMUNDICO.
CUENTOS JAPONESES.
UN DRAMA TRÁGICO.
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Carrera de San Jerónimo, 2
1898
Dos son los principales motivos que me llevan a escribir algunas palabras al frente de esta colección de cuentos que doy al público ahora.
No todas las flores son frescas y bonitas; también las hay mustias y feas. No se me culpe, pues, de presumido, si valiéndome de una figura retórica llamo flores de mi pobre y agostado ingenio a los cuentos que siguen. Y suponiendo ya que son flores, añadiré que carecen de relación entre sí y que yo las reúno caprichosamente para formar con ellas un ramillete o manojo. Sea este breve prólogo la cinta o el lazo que las ate, para que cada una de las flores no se vaya por su lado.
No soy yo quien debe elogiarlas. El benigno lector decidirá si valen algo o si nada valen. Yo diré sólo para procurarme la indulgencia hasta de los más severos, que mi propósito al escribir y al reunir los cuentos es tan modesto como inocente. No me propongo enseñar nada, ni moralizar, ni probar tesis, ni resolver problemas, ni censurar vicios y costumbres. Lo único que me propuse al escribir los tales cuentos es distraerme o divertirme en el casi forzoso retiro a que mi vejez y mis achaques me condenan.
No he de negar yo que me he divertido escribiendo los cuentos, pero me guardo bien de inferir de ahí y de dar por seguro que se divertirá también quien los lea. Los cuentos, sin embargo, no aspiran más que a divertir. Si no divierten, la crítica no puede ni debe ir más allá que hasta el extremo de calificarlos de fastidiosos, y en cambio, si divierten o entretienen algo, su fin y su objeto están cumplidos. No son ni quiero yo que sean sino una obra de mero pasatiempo, con cuya lectura, sin la menor ofensa de Dios ni del prójimo, logren los desocupados entretenerse durante algunas horas. Los que quieran aprender algo, de sobra tienen libros a que acudir. Para saber de religión lean los Nombres de Cristo, para saber de moral, lean la Guía de pecadores, y para saber de filosofía, la que está publicando el Padre Urraburu en muchos y muy gruesos tomos.
Este librejo no pretende tampoco conmover hondamente el corazón de los lectores. La musa que me le ha inspirado (suponiendo también que ha habido musa) no ha sido melancólica, ni trágica, sino regocijada y alegre, según convenía para consolarme de mis penas reales y no para agravar su peso con otras penas imaginarias. Por lo demás, yo creo y siempre he creído que toda producción artística o literaria implica buen humor y no desabrimiento ni aflicciones. Hasta cuando un poeta o un novelista toma por asunto los sucesos más lastimosos, importa que la lástima y el pesar se hayan disipado ya casi del todo, a fin de que el asunto, que estaba en el sujeto y que atormentaba al sujeto, salga fuera de él, y él le contemple serenamente y sea el objeto o la primera materia con que él compone o construye su obra, cincelándola y puliéndola.
Cada cual tiene su modo de hacer las cosas. Yo no he de dar reglas ni he de disputar sobre esto. Diré sólo que no comprendo al que embargado de un profundo dolor se pone a cantar o a escribir sobre el dolor que le embarga. La muerte de un ser querido, las desventuras de la patria, las tremendas luchas y los espantosos infortunios que suelen afligir al linaje humano, todo esto, cuando llega a convertirse en materia para nuestras creaciones literarias es cuando ya menos nos duele, porque si nos doliera, no escribiríamos, sino trataríamos de remediar el mal por medios prácticos, o le lloraríamos, informe e inefablemente y sin literatura, si no acertásemos a remediarle.
Acaso parezca sofisma; pero, si no lo fuese, y si no temiese yo hacerme pesado, llegaría a demostrar por este camino que a fuerza de ser sentimental cuando no escribo, soy poco sentimental en lo que escribo. No gusto de afligirme ni de llorar, ni gusto de afligir ni de hacer llorar a los otros. El que busque, pues, emociones terribles y profundas que no lea ni compre este librejo. Si yo logro que el librejo no aburra, cómprele y léale el que anhele deshechar u olvidar las terribles y profundas emociones, por virtud de otras superficiales, amenas y gratas.
I
Hará ya mucho más de rail afios, habla en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.
Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.
En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.
La abadía era muy rica y famosa: rica por los fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Estos enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí para ser guerreros y aun grandes capitanes.
Cincuenta novicios había en la abadía de continuo. Y todos, salvo en las horas consagradas a ejercicios caballerescos, vestían el hábito de la orden.
En una tarde de abril, terminadas las vísperas, salieron los novicios del coro, donde habían estado entonando salmos, y fueron, según costumbre, a pasar dos horas de recreo jugando en un gran patio.
Había un novicio de origen obscuro, lo cual se contraponía a la alta nobleza de que se jactaba con razón la mayoría de los otros. Este novicio era español.
Seis años hacía que había venido a refugiarse en el convento sin saber de dónde. El caritativo abad le dio asilo, y él, con su humildad profunda, con su aplicación constante, con la rara inteligencia que desplegó en el estudio y con la robustez y agilidad que mostró en todos los ejercicios corporales, se ganó la voluntad de aquel venerable siervo de Dios, que le amaba como a un hijo y que candorosamente le admiraba. De aquí la envidia que le tenían los otros novicios y especialmente los franceses. Tratábanle con desdén, le hacían mil burlas y hasta le dirigían improperios, que él sufría con resignación evangélica. Por esto le llamaban Plácido.
En aquella ocasión la envidia de los otros novicios había llegado a su colmo. Plácido acababa de alcanzar brillante triunfo. Había compuesto un devoto e inspirado himno latino a la Santísima Virgen María, tan lleno de bellezas y tan rico de amor místico, que, entusiasmados los monjes, le habían cantado en el coro, dando al joven poeta mil alabanzas y bendiciones.
Sus malos compañeros, deseosos de humillarle, y tal vez fiados en que Plácido era pacífico y sufrido, se encararon con él, aunque él se apartaba de ellos con mansedumbre y modestia, y llegaron dos de los más insolentes al último extremo de la injuria. Recordando la obscuridad de su origen, se la echaron en rostro y calificaron a su madre de la más infame manera.
El cordero se convirtió entonces de repente en bravo león. Por dicha, no tenía armas, pero le valieron los puños. Con certero y fuerte golpe derribó por tierra, maltrecho y con la boca ensangrentada, al primero que le había ofendido. Después siguió peleando él solo contra otros tres o cuatro, apoyado contra el muro y acosado por ellos.
Fue todo tan rápido, que nadie había acudido a interponerse y a restablecer la paz, cuando otro de los novicios, de nobilísima alcurnia francesa, intervino en la contienda, diciendo:
—Es cobardía que vayáis tantos contra él; apartáos; dejádmele a mi solo; yo le castigaré como merece.
Fue tan imperiosa la voz, fue tan imponente el ademán de aquel muchacho, que se apartaron todos, formando ancho cerco en torno suyo.
Cayó entonces el francés sobre Plácido, el cual paró los golpes que le asestaba, sin recibir ninguno, y le ciñó con fuerza terrible en sus nervudos brazos.
Pasmosa fue la lucha. Firmes se mantenían ambos. Ninguno cejaba ni caía. Hubieran semejado dos estatuas de bronce, si no se hubiera sentido el resoplido de la fatigada respiración de los combatientes y si no se hubiera visto correr abundante sudor por sus encendidas mejillas.
¡Quién sabe cómo hubiera terminado aquel combate! Mal hubiera terminado, sin duda, si no llega precipitadamente el abad y logra al punto separarlos.
Después de censurar con breves y enérgicas palabras la acción de todos, ordenó a Plácido que le siguiese, y le llevó a su celda.
II
—En balde he esperado, hijo mío, hacer de ti un dechado de santidad y de paciencia, para que con el tiempo llegases a ser mi sucesor en el gobierno de esta abadía. Sé todo lo ocurrido y no me atrevo a culparte. La afrenta que te han hecho era difícil, era casi imposible de tolerar. Está visto, Dios no te quiere para la vida contemplativa. Imposible es además que permanezcas ya ni una hora en esta santa casa, donde has promovido un escándalo feroz, aunque disculpable. Por otra parte, el mozo con quien luchabas es poderosísimo por su nacimiento y riqueza y tú no puedes seguir viviendo donde él está. No me queda más recurso que el de obligarte a salir inmediatamente de la abadía. Pero no saldrás desvalido y sin prendas de mi afecto hacia ti. La abadía es rica, el abad también lo es, y en nada mejor puede emplear su dinero. Toma esta bolsa llena de oro; Hugo, el capitán de los arqueros, tiene orden mía para entregarte enjaezado el mejor de los corceles que hay en nuestras caballerizas. Corre, revístete a escape de tus armas, monta a caballo y vete.
Vertiendo muchas lágrimas de gratitud y besándole respetuosamente las manos, Plácido se despidió del abad y éste le abrazó y le bendijo.
Dos horas después cabalgaba Plácido, solo y armado, por medio de un pinar espeso y por senda apenas trillada, que iba serpenteando junto a la orilla de un arroyo, entre cerros altísimos.
III
Llegó la noche medrosa y sombría. En aquella soledad asaltaron a Plácido mil ideas tristes. Los recuerdos de la niñez surgieron en su mente con claridad extraña.
Recordó que, seis años hacía, le habían arrojado de otro asilo con severidad y dureza harto diferentes. Desde muy niño, desde el albor de su vida, de que no tenía sino muy confusas memorias, se había criado en el castillo del terrible D. Fruela, poderoso magnate de la montaña. El castillo estaba en una altura muy cerca de la costa. Desde allí, ora salía D. Fruela con buen golpe de gente a caballo para penetrar en tierra de moros y talar y saquear cuanto podía, ora embarcaba a sus satélites en algunas fustas y galeras de su propiedad, e iba a piratear o a dar caza a otros más crueles piratas que infestaban aquellos mares e invadían y asolaban a menudo las costas de España: eran los idólatras normandos de Noruega y de la última Tule.
Plácido, recogido por caridad en el castillo, e hijo de padres desconocidos, había sido criado con amor por doña Aldonza, la mujer de don Fruela. Hasta la edad de ocho años, vivió Plácido en fraternal familiaridad con Elvira, la hija de doña Aldonza, que era de edad poco menor que él. Juntos jugaban los niños, y juntos aprendieron a leer y la doctrina cristiana.
Plácido y Elvira sintieron que sus almas se habían unido con el lazo del cariño más inocente.
Algo hubo de recelar o de prever D. Fruela, y ordenó a su mujer que alejase al expósito del trato y de la convivencia de su hija.
Sumisa doña Aldonza, cumplió las órdenes de su marido; pero no hasta el extremo de evitar por completo que el pajecillo y la niña se viesen y se hablasen.
La menor frecuencia en el trato produjo un efecto contrario al que D. Fruela deseaba. En las mentes candorosas de él y de ella se trocó en adoración el afecto, y se iluminó y hermoseó con las galas y el esplendor de los sueños la imagen de la persona querida.
Así llegaron ambos a cumplir catorce años. En un día en que salieron de caza con D. Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fue a perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para salvarla, y acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. Plácido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en sus brazos.
Instintivamente, sin saber qué hacían, cediendo ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos por los invisibles genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso. Plácido se creyó por breves instantes transportado al paraíso; pero la realidad más cruel hubo de mostrarle en seguida que estaba en la dura y áspera tierra. Una lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. D. Fruela le había sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos y lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan tierna, no reflexionó en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo en mano se lanzó contra D. Fruela para matarle. Elvira se interpuso, dispuesta a recibir las heridas y salvar a su padre. Plácido dejó caer al suelo el venablo. La humillación le hizo verter amargas lágrimas.
El feroz D. Fruela, lejos de apiadarse, le azuzó los perros para que le devoraran, y ordenó a los monteros que disparasen contra él sus agudas flechas.
—¡Sálvate, Plácido, sálvate!—dijo entonces Elvira.—Si no huyes, mi cuerpo te servirá de escudo y me matarán antes de que te maten.
Plácido conoció entonces lo peligroso, lo imposible de la defensa. Temió más por la vida de ella que por la suya. Era ágil y ligero como un gamo; conocía los más intrincados sitios y las más extraviadas sendas del bosque, y pronto desapareció como por encanto, no sin exclamar antes con su voz de niño, que se contraponía a la firmeza del tono:
—Ser padre de ella te ha salvado de la muerte. Ahora huyo, pero tal vez un día vuelva a buscarte y a exigirte su mano como sola satisfacción de mi afrenta.
Refugiado Plácido en la abadía, no olvidó la afrenta jamás, pero guardó oculto su recuerdo en el lastimado centro del alma. El horror que le causaba volver de nuevo contra el padre de Elvira, la humildad y la resignación y otros sentimientos religiosos inclinaron su espíritu y le excitaron a desistir de vengarse. Y como afrentado y sin venganza no quería vivir en el mundo, se decidió a hacer la vida del claustro. Hasta el día en que el insulto hecho a su madre despertó en él de nuevo la ingénita fiereza, fue el más paciente y dulce de los cenobitas. Lanzado ya al mundo de nuevo, con veinte años de edad, con aliento y brío y con caballo y armas, ¿dónde había de ir Plácido sino al castillo de D. Fruela a pedirle estrecha cuenta de todo?
IV
Sin detenerse sino para tomar el indispensable descanso, llegó Plácido a la morada donde había pasado la niñez. Confiado en Dios, en su derecho y en su valentía, sin arredrarse, se acercó a la puerta del castillo.
Todo estaba mudado. En torno, soledad y silencio. Aunque era medio día, Plácido no vio ni hombres de armas ni campesinos. El puente levadizo, tendido sobre el foso, dejaba franca la entrada. El escudo de piedra berroqueña, que había sobre la puerta principal, estaba cubierto de negro paño de luto.
Pronto, por un anciano criado, única persona que halló y que al desmontar le tuvo el estribo, se enteró de la inmensa desventura que abrumaba a aquella familia. D. Fruela, acusado de alta traición, estaba en Oviedo y debía ser condenado a muerte. Su acusador era D. Raimundo, mayordomo de Palacio. Tres caballeros de la casa de D. Raimundo estaban prontos a sostener la acusación en palenque abierto contra los defensores de D. Fruela, el cual había apelado al Juicio de Dios. Pero D. Raimundo era tan poderoso y temido, y por su inaudita soberbia era D. Fruela tan odiado, que nadie acudía a defenderle. Sólo faltaban tres días para expirar el plazo. No bien Plácido supo todo esto, el rencor antiguo se convirtió en lástima en su alma generosa, y resolvió ser el campeón de quien tan rudamente le había ofendido, probad su inocencia y librarle de la muerte. En el castillo no había nadie, sino el anciano servidor. Doña Aldonza y Elvira habían ido a Oviedo a echarse a los pies del rey y pedirle el perdón, si bien con poquísima esperanza, por ser muy justiciero el soberano. De todos modos, la honra de la familia quedaría manchada.
Sin demora se dispuso Plácido a salir para Oviedo, pero antes el anciano servidor le refirió y encareció lo mucho que doña Aldonza y Elvira habían pensado en él durante su ausencia, y le dijo que habían dejado para él un presente a fin de que le recibiese y se le llevase si por dicha aparecía por el castillo.
El anciano fue por el presente y se le entregó a Plácido. Era una fuerte rodela, en cuya plancha de acero figuraba en esmalte, sobre campo de gules, un azor, cubierta la cabeza por el capirote y asido por la pihuela a una blanca mano que parecía de mujer.
—Tú tienes en el hombro derecho—dijo el anciano—grabado con indeleble marca, un azor semejante al del escudo. Por él serás un día reconocido y se sabrá quiénes son tus padres. Entre tanto mi señora y su hija te declaran y apellidan Caballero del Azor, y te dan en testimonio de ello esa prenda. Concédate Dios, Caballero del Azor, la buena ventura en lides y amores que ellas y yo te deseamos.
V
A los tres días, pocas horas antes de expirar el plazo, después de reposar en Oviedo y de aprestarse para el combate, sonaron las trompetas y entró en el palenque el Caballero del Azor, con la visera calada y la lanza en la cuja.
En alta y sonora voz proclamó la inocencia de D. Fruela, llamó calumniadores a los que le acusaban, y retó a los tres, o sucesivamente o juntos contra él solo. Los campeones de D. Raimundo fueron sucesivamente apareciendo. Los combates fueron muy cortos.
El Caballero del Azor, con pasmosa destreza y bizarría, logró que en menos de media hora los tres mordiesen el polvo, muy mal herido uno de ellos.
El gentío que rodeaba el palenque rompió en estrepitosas aclamaciones y vítores. El Caballero del Azor fue llevado en triunfo a palacio e introducido en la regia cámara.
El rey, informado de todo el suceso, ansiaba verle, y más lo ansiaba aún su noble y desventurada hermana, la infanta doña Ximena, que estaba con el rey en aquel momento.
—Caballero del Azor—dijo la infanta antes de que el rey hablase—¿por qué llevas un azor esmaltado en la rodela?
—Alta señora—contestó Plácido—porque le tengo también estampado en el hombro derecho, como indeleble marca.
Doña Ximena puso entonces los ojos con cariñoso ahínco en el rostro hermosísimo de Plácido, e imaginó que veía al Conde de Saldaña, como estaba en su muy lozana juventud, veinte años hacía.
Ya no pudo contenerse doña Ximena; se acercó al joven, le estrechó en sus brazos y le cubrió el rostro de besos, exclamando:
—¡Hijo mío, hijo mío!
El rey depuso su severidad, y dirigiéndose al joven, le estrechó también en sus brazos, y le dijo:
—Yo te reconozco; eres mi sobrino Bernardo; te hago merced de la Casa Fuerte y señorío del Carpio. Como Bernardo del Carpio serás en adelante conocido y famoso en todos los países y en todas las edades. Perdonado tu padre, saldrá de la prisión y será el legítimo esposo de mi hermana.
En efecto; el rey cumplió su promesa. El Conde de Saldaña salió del castillo de Luna donde estaba encerrado. Se aseó y se atavió con esmero, de suerte que todavía tenía buen ver, a pesar de su prolongado martirio.
Durante cinco días consecutivos hubo magníficas fiestas en Oviedo. Las bodas de Bernardo del Carpio y de Elvira se celebraron al mismo tiempo que las del Conde de Saldaña y doña Ximena.
Pocos días después pudo averiguarse que don Raimundo, el mayordomo de Palacio, había sido quien robó al niño Bernardo y quien le mandó matar, furioso como desdeñado pretendiente que fue de doña Ximena. Los sicarios, encargados de matar al niño, habían tenido piedad de él y le habían expuesto a la puerta del castillo de D. Fruela. Por esta y por otras muchas maldades que se descubrieron, se comprendió que don Raimundo era un monstruo abominable, por lo cual el rey pudo ejercer provechosamente su justicia mandándole ahorcar, como le ahorcaron con general regocijo de los ciudadanos de Oviedo, porque D. Raimundo era muy aborrecido y porque en aquella edad tan ruda la filantropía no era cosa mayor y no infundía repugnancia la pena de muerte.
Sólo queda por decir que Bernardo fue felicísimo con su Elvira y que vivieron siempre muy enamorados ella de él y él de ella.
Por los antiguos romances y por la historia se sabe que aquella lucha a brazo partido, que interrumpió el abad en el convento de los Pirineos, se reanudó más tarde no lejos de allí, y terminó gloriosamente para Bernardo, muriendo ahogado entre sus brazos hercúleos el paladín D. Roldán, pues no era otro quien había luchado con él, cuando los dos eran novicios.
Y aquí terminan los sucesos de la mocedad de Bernardo del Carpio, ignorados hasta hace poco, y recientemente descubiertos en ciertos vetustos e inéditos Anales de la orden de San Benito, escritos en latín bárbaro en el siglo x y conservados en el monasterio de la Cava, cerca de Nápoles.
NOVELA HISTÓRICA A GALOPE
Sr. D. Miguel Moya.
Mi distinguido amigo: Para El Liberal del domingo próximo me pide usted amablemente que escriba yo algo sobre las cosas que en las antiguas edades pasaron en la isla de Creta. Grande es mi deseo de complacer a usted, pero tropiezo con dos dificultades. En breves palabras y ciñéndome a lo consignado por mitólogos e historiadores, ¿qué podré yo decir que tenga alguna novedad, que no sea un extracto de lo que ellos dijeron, y que no esté mejor dicho en cualquier Diccionario enciclopédico? Y si acudo a mi imaginación y añado con ella algo a lo ya sabido, no tendrá consistencia ni se entenderá lo que yo añada, si lo ya sabido no se pone por base, lo cual no es posible que quepa en una o dos columnas del apreciable periódico que usted dirige. De aquí que ni de una suerte ni de otra pueda yo escribir con acierto para el fin que usted quiere. No es esto, sin embargo, lo que más me aflige. Lo que más me aflige es que, desde hace muchísimos años, desde antes que hubiese pensado yo en escribir novelas de costumbres del día, se me había ocurrido escribir una novela histórica sobre Creta, y hasta había forjado el plan, aunque confusa y vagamente. Hubiera sido mi novela un pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza. Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y formar un inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia. Hoy, por mi desgracia, además de la paciencia, me falta la vista. No puedo consultar la multitud de librotes, antiguos y modernos, y escritos en diferentes lenguas, de donde sacaría yo el color local y temporal que mi proyectada obra requiere. La obra, pues, tiene que quedarse en proyecto. Y ya que en proyecto se queda, para libertarme de su obsesión y para probarle a usted que si no puedo, quiero darle gusto, voy a poner aquí el proyecto en muy breve resumen.
*
* *
En el reinado de Alhakem I, por los años 218 de la Egira, había en Córdoba un rico mercader llamado Abu Hafáz el Goleith, natural del cercano lugar de Fohs Albolut. En su bazar, situado en una de las calles más céntricas, se veían reunidos los más preciosos objetos de la industria humana, así de lo que en nuestra Península se producía como de lo traído de remotas regiones; de Bagdad, de Damasco, de Bocara, de Samarcanda, de la Persia, de la India y del apenas conocido inmenso imperio del Catay. Abu Hafáz tenía naves propias, que iban a los puertos de Levante a proveerse de mercancías.
En una tarde de primavera entró en el bazar de Abu Hafáz una dama tapada, acompañada de su sirvienta. Aunque él no le vio la cara, admiró la gracia y gallardía de su andar, la esbeltez y elegancia de su talle, cierto inefable prestigio seductor que como nimbo luminoso la circundaba, y la aristocrática belleza de sus blancas, lindas y bien cuidadas manos.
La dama quiso ver cuanto de más rico en el bazar había. Abu Hafáz, lleno de complacencia, fue ofreciendo ante sus ojos, y poniendo sobre el mostrador, mil extraños primores en joyas y en telas. Ella no se saciaba de mirarlas. Era muy curiosa. El mercader le dijo:
—Aún no te he mostrado, sultana, lo más espléndido y peregrino que mi tienda atesora.
—¿Y para qué lo escondes y no me lo muestras?—dijo ella.
—Porque soy interesado y no quiero trabajar en balde. Muéstrame tú la cara y yo en pago te enseñaré mis mejores riquezas.
La dama no se hizo mucho de rogar. Apartó el rebozo, y dejó ver el más bello y agraciado semblante que el mercader había podido ver o soñar en toda su vida. Agradecido y entusiasmado, trajo entonces perlas de Ormúz, diamantes de Golconda y tejidos de seda, venidos del Catay y bordados con tal esmero y maestría, que no parecía labor de seres humanos sino de hadas y de genios.
De la mejor y más estupenda de aquellas telas bordadas se prendó la dama incógnita, quiso comprarla, y pidió el precio.
—Es tan cara—dijo el mercader—que acaso no quieras o no puedas pagarla; pero si tienes buena voluntad, la tela te saldrá baratísima.
—Acaba. Di lo que me costará la tela.
—Pues un beso de tu boca—replicó el mercader.
Enojada la dama de aquella irrespetuosa osadía, se cubrió el rostro, volvió las espaldas a Abu Hafáz y salió del bazar seguida de su sierva.
Quiso el mercader seguirla para averiguar dónde moraba y quién era; pero la dama había desaparecido en el laberinto de las estrechas calles.
Pintaría luego la novela el furioso enamoramiento de Abu Hafáz y su desesperación durante cinco o seis días, a pesar de mil cuidados y misteriosos asuntos que le preocupaban y ocupaban.
Al cabo la sierva viene al bazar y le dice que su señora no puede dormir ni sosegar, pensando siempre en la tela y anhelando poseerla; que cede, por lo tanto, y que al día siguiente, al anochecer, vendrá al bazar con mucho recato y dará por la tela el precio que se le pide.
La dama acude en efecto a la cita. El mercader averigua entonces que ella está en el harén del sultán, de donde ha salido a hurtadillas, mientras el sultán está en la sierra cazando jabalíes. Ella se llama Gláfira. Es natural de una pequeña aldea situada en la falda del monte Ida. Aunque su familia era pobre, presumía de alta y antigua nobleza. Su estirpe se remontaba a las edades míticas. Contaba entre sus antepasados curetes y dáctilos ideos, de los que tejiendo danzas guerreras al son de los clarines y al estruendo de sus broqueles heridos por el pomo de las espadas, rodearon a Zeus, cuando niño, e impidieron que Cronos le oyera y le devorara.
En su agreste retiro, la familia de Gláfira se había resistido a hacerse cristiana y guardaba vivos y frescos, por tradición, los recuerdos del paganismo. Hasta se jactaba de poseer virtudes mágicas y prendas sobrenaturales, adquiridas por iniciación en venerandos y primitivos misterios. Afirmaba Gláfira que uno de sus progenitores había sido Epiménides, sabio, legislador, poeta y profeta, diestro en el arte de suspender la vida, permaneciendo aletargado en profundas cavernas, para conocer por experiencia el sesgo y tortuoso curso que llevan al través de los siglos los sucesos humanos.
Gláfira había perdido el secreto de las artes mágicas, pero tenía no pocas habilidades. Cantaba o recitaba mil antiguas leyendas en verso de las edades divinas, de héroes y semidioses: de la venida de Europa a su isla, del furor amoroso de Pasifae y del triunfo y de la perfidia de Teseo. Y bailaba aún, según ella aseguraba, la misma ingeniosa danza que Dédalo compuso para la princesa Ariadna de las trenzas de oro.
Acusado de hechicero y de gentil, y huyendo de la intolerante persecución religiosa, el padre de Gláfira salió de Creta con su hija. Anduvo errante por varios países y al fin murió dejándola abandonada. Vagando como Io, Gláfira llegó a Hesperia, sin Argos que la vigilase, pero también sin tábano o estro que la picase. No tenía más estro que su voluntad ambiciosa.
Alhakem, encantado y seducido por su talento y por su hermosura, la había hospedado en su alcázar. Ella soñaba con ser la favorita y la reina en el imperio de los Omniadas.
El irresistible capricho de poseer la tela y cierto anhelo casi inconsciente, que le había infundido el joven mercader, atrajeron a Gláfira y la impulsaron a dar el precio que se le pedía.
Llama más ardiente y más dominadora encendió el beso en el corazón de Abu Hafáz en vez de aquietarle. El era atrevido y capaz de arriesgarlo y de aventurarlo todo, confiado en la pujanza de su ánimo y juzgándose con bríos para allanar montes de dificultades. Resolvió, pues, guardar a Gláfira en su casa como prenda suya, sin soltar la esclava para que no descubriese el secuestro.
Al saber la determinación de Abu Hafáz, Gláfira se enfurece: dice que la que espera ser reina de Hesperia, de las islas adyacentes y de parte del Magreb, no puede resignarse a ser esposa o amiga de un mercader cualquiera, de un plebeyo renegado de la vencida y dominada raza española. Considera además delirio lo que Abu Hafáz pretende. Pronto llegaría a saberlo el sultán y tomaría cruda venganza. En su rabia, Gláfira insulta a Abu Hafáz y quiere matarle con un puñalito que lleva en la cintura. El la desarma y le paga su beso y sus insultos con un beso de vampiro. Se le ha dado en el blanco cuello; y a la luz de una lámpara, en un espejo de acero bruñido, hace que ella mire la huella que en su cuello ha dejado.
—Es el sello—le dice—de que eres mi esclava.
Gláfira tenía un círculo amoratado de la extensión de un dirhem.
—Más de un año—dijo Abu Hafáz—tardará en borrarse ese signo. ¿Cómo has de atreverte a volver con él a la presencia de tu antiguo amo? Ya eres mía; pero antes de que se borre la marca con que te he sellado, conquistaré un trono y serás reina conmigo.
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Hacía poco que Alhakem había hecho jurar a su hijo Abderahman como Vali-alahdi o sucesor en el imperio. El hijo cuidaba de todo, mientras que el padre se entregaba a los placeres y sólo intervenía en el gobierno cuando le agitaban sus dos más tremendas pasiones: la ira y la codicia. El pueblo gemía agobiado por enormes tributos y vejado y humillado por la guardia personal del príncipe, compuesta de mercenarios eslavos, de eunucos negros y de tres mil muzárabes andaluces. Una reyerta entre gente del pueblo y varios cobradores de tributos, sostenidos por hombres de la guardia del rey, promovió un motín que fue sofocado mientras que Alhakem estaba de caza. Volvió de ella, y dejándose llevar de su crueldad, dispuso que crucificasen a los diez principales promovedores del motín.
Tiempo hacía que se conspiraba contra Alhakem. El horroroso espectáculo de los diez ajusticiados excitó la compasión y el furor del pueblo. La conjuración estalló prematuramente. La rebelión fue vigorosa. Casi todos los muladíes o renegados españoles tomaron parte en ella. Abu Hafáz los dirigía y capitaneaba. Esto fue al día siguiente del secuestro de Gláfira. La guardia del rey y los demás armados de la guarnición fueron dos o tres veces vencidos y rechazados, teniendo que refugiarse en el alcázar. La muchedumbre le sitiaba y se aprestaba a dar el asalto, Alhakem receló que aquello iba a ser el fin de su reinado y de su vida. Llamó a su paje favorito, le hizo verter sobre su cabeza y sus barbas un pomo de olorosas esencias, para que por su fragancia se le reconociese entre los muertos, y salió a morir o a vencer a los rebeldes.
Por orden de Alhakem vadeó el Guadalquivir un buen golpe de sus guerreros, fue a caer sobre el arrabal de los muladíes, que estaba del otro lado del río, y le entregó al saqueo y a un voraz incendio. Los muladíes vieron las llamas y el humo; pensaron que ardían sus casas y tal vez sus mujeres y sus hijos, y abandonaron la pelea para acudir a socorrerlos. La batalla entonces se convirtió en derrota y en atroz carnicería y matanza de los muladíes, atacados por todas partes, así por los que mandaba Alhakem como por los que, atravesando el puente, volvían del arrabal después de haberle incendiado.
Vencido Abu Hafáz, tuvo bastante fortuna y presencia de espíritu para poder escapar con no pocos de los suyos, con lo mejor de su tesoro y llevando a Gláfira consigo. Corriendo mil peligros y venciendo mil obstáculos, llegó Abu Hafáz hasta Adra. Allí tenía diez grandes naves suyas. Se embarcó en ellas y abandonó a España para siempre.
Alhakem, después de la victoria, aún castigó fieramente a los rebeldes. Más de cuatrocientas cabezas de los que habían caído vivos en sus manos aparecieron cortadas y clavadas en sendas estacas en la orilla del Guadalquivir. Después quiso mostrarse clemente, porque no había de matar millares de personas: pero las expulsó de España a millares. Unas fueron a Marruecos y poblaron un gran barrio de la ciudad de Fez. Otras emigraron más lejos y se establecieron en Egipto.
Abu Hafáz, entre tanto, con sus naves, y con los más valerosos entre los forajidos, se hizo pirata.
Aquí entraba en mi plan una serie de aventuras y de incursiones en la Provenza, en Cerdeña, en las costas de Calabria y en otras comarcas.
Abu Hafáz, cargado de botín y con mayor número de naves y de gente que se le había allegado, aporta a Alejandría. Merced a las discordias civiles que allí hubo entonces, logra apoderarse de aquella ciudad magnífica y la conserva durante algún tiempo. El califa de Bagdad envía contra él un poderoso ejército. Abu Hafáz se defiende, y si bien capitula y abandona la ciudad, es después de una capitulación honrosa y lucrativa, recibiendo cuantiosa suma por el rescate.
Con veinte naves y con unos cuantos cientos de guerreros, Abu Hafáz se dirigió, por último, a Creta. Llevaba siempre consigo a Gláfira, mantenía su promesa jactanciosa de hacerla reina, y ahora esperaba hacerla reina en su patria, mucho antes de que se le borrase el apasionado signo de esclavitud que le había puesto en el cuello. Creta estaba en poder de los bizantinos cuando los forajidos andaluces desembarcaron en sus costas.
Aquí pensaba yo lucirme describiendo las bellezas naturales de la isla, sus antiguallas, sus famosas ciudades, como Gnosos y Gortina, los vestigios del Laberinto donde estuvo encerrado el Minotauro, los esquivos lugares en que los dáctilos y los curetes bailaban sus danzas guerreras en torno del futuro monarca de los hombres y de los dioses, la sagrada caverna en que durmió su sueño secular Epiménides, y el punto en que se embarcó Ariadna con el falaz e ingrato Teseo, que luego la abandonó en Naxos, de donde la sacó en triunfo el dios Ditirambo con toda aquella comitiva estruendosa de faunos y de ménades, que tan gallardamente nos describen los poetas.
Sería menester relatar también cómo los guerreros de Abu Hafáz, después de saquear algunos lugares de la isla, quisieron abandonarla para no tener que luchar con el ejército del emperador de Grecia; y como Abu Hafáz, precediendo en esto a los catalanes en Galípoli y a Hernán Cortés en México, hizo incendiar las veinte naves, para que no quedase otro recurso que vencer o morir a la gente de armas que llevaba consigo.
Pintaría yo, por último, la guerra sostenida contra los soldados del imperio griego y cómo fueron vencidos.
Abu Hafáz entonces se enseñorea de la isla toda y pone su trono y la capital de su dominio en una fortaleza, fundada por él y cuyo nombre fue Candax. Así borró por espacio de siglos su antiguo nombre a la isla que vino a llamarse Candía.
Gláfira fue reina, como Abu Hafáz se lo había prometido. La marca no desapareció hasta mucho después que Gláfira había subido al trono. Y el hijo de Gláfira y su nieto y su biznieto reinaron en Creta, porque su dinastía duró dos o tres siglos.
Todo esto cantado aquí a escape, tal vez no tenga chiste; pero yo creo que dándole la debida extensión e iluminándolo eruditamente con los colores locales y temporales de que ya he hablado, sería divertidísima novela, y pondría además de realce la hazaña de los andaluces, musulmanes entonces en vez de ser católicos, y que fueron los primeros en llevar a Creta el islamismo, de que ahora con tanta razón quieren los cretenses libertarse. Dios se lo conceda y a mi la gracia de no haber fastidiado a los lectores de El Liberal con este a manera de aborto de mi seco ingenio. Válgame por disculpa que lo hago por complacer a usted.
EL PADRE GUTIÉRREZ A DON PEPITO
Málaga, 4 de Abril de 1842.
Mi querido discípulo: Mi hermana, que ha vivido más de veinte años en ese lugar, vive, hace dos, en mi casa, desde que quedó viuda y sin hijos. Conserva muchas relaciones, recibe con frecuencia cartas de ahí y está al corriente de todo. Por ella sé cosas que me inquietan y apesadumbran en extremo. ¿Cómo es posible, me digo, que un joven tan honrado y tan temeroso de Dios, y a quien enseñé yo tan bien la metafísica y la moral, cuando él acudía a oír mis lecciones en el Seminario, se conduzca ahora de un modo tan pecaminoso? Me horrorizo de pensar en el peligro a que te expones de incurrir en los más espantosos pecados, de amargar la existencia de un anciano venerable, deshonrando sus canas, y de ser ocasión, si no causa, de irremediables infortunios. Sé que frenéticamente enamorado de doña Juana, legítima esposa del rico labrador D. Gregorio, la persigues con audaz imprudencia y procuras triunfar de la virtud y de la entereza con que ella se te resiste. Fingiéndote ingeniero o perito agrícola, estás ahí enseñando a preparar los vinos y a enjertar las cepas en mejor vidueño; pero lo que tú enjertas es tu viciosa travesura, y lo que tú preparas es la desolación vergonzosa de un varón excelente, cuya sola culpa es la de haberse casado, ya viejo, con una muchacha bonita y algo coqueta. ¡Ah, no, hijo mío! Por amor de Dios y por tu bien, te lo ruego. Desiste de tu criminal empresa y vuélvete a Málaga. Si en algo estimas mi cariño y el buen concepto en que siempre te tuve, y si no quieres perderlos, no desoigas mis amonestaciones.
DE DON PEPITO AL PADRE GUTIÉRREZ
Villalegre, 7 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: El tío Paco, que lleva desde aquí vino y aceite a esa ciudad, me acaba de entregar la carta de usted del 4, a la que me apresuro a contestar para que usted se tranquilice y forme mejor opinión de mí. Yo no estoy enamorado de doña Juana ni la persigo como ella se figura. Doña Juana es una mujer singular y hasta cierto punto peligrosa, lo confieso. Hará seis años, cuando ella tenía cerca de treinta, logró casarse con el rico labrador D. Gregorio. Nadie la acusa de infiel, pero sí de que tiene embaucado a su marido, de que le manda a zapatazos y le trae y le lleva como un zarandillo. Es ella tan presumida y tan vana, que cree y ha hecho creer a su marido que no hay hombre que no se enamore de ella y que no la persiga. Si he de decir la verdad, doña Juana no es fea, pero tampoco es muy bonita; y ni por alta, ni por baja, ni por muy delgada ni por gruesa llama la atención de nadie. Llama, sí, la atención por sus miradas, por sus movimientos y porque, acaso sin darse cuenta de ello, se empeña en llamarla y en provocar a la gente. Se pone carmín en las mejillas, se echa en la frente y en el cuello polvos de arroz, y se pinta de negro los párpados para que resplandezcan más sus negros ojos. Los esgrime de continuo, como si desde ellos estuviesen los amores lanzando enherboladas flechas. En suma; doña Juana, contra la cual nada tienen que decir las malas lenguas, va sin querer alborotando y sacando de quicio a los mortales del sexo fuerte, ya de paseo, ya en las tertulias, ya en la misma iglesia. Así hace fáciles y abundantes conquistas. No pocos hombres, sobre todo si son forasteros y no la conocen, se figuran lo que quieren, se las prometen felices, y se atreven a requebrarla y hasta a hacerle poco morales proposiciones. Ella entonces los despide con cajas destempladas. En seguida va lamentándose jactanciosamente con todas sus amigas de lo mucho que cunde la inmoralidad y de que ella es tan desventurada y tiene tales atractivos, que no hay hombre que no la requiebre, la pretenda, la acose y ponga asechanzas a su honestidad, sin dejarla tranquila con su D. Gregorio.
La locura de doña Juana ha llegado al extremo de suponer que hasta los que nada le dicen están enamorados de ella. En este número me cuento, por mi desgracia. El verano pasado vi y conocí a doña Juana en los baños de Carratraca. Y como ahora estoy aquí, ella ha armado en su mente el caramillo de que he venido persiguiéndola. No hallo modo de quitarle esta ilusión, que me fastidia no poco, y no puedo ni quiero abandonar este lugar y volver a Málaga, porque hay un asunto para mí de grande interés, que aquí me retiene. Ya hablaré de él a usted otro día. Adiós por hoy.
DEL MISMO AL MISMO
10 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: Es verdad: estoy locamente enamorado; pero ni por pienso de doña Juana. Mi novia se llama Isabelita. Es un primor por su hermosura, discreción, candor y buena crianza. Imposible parece que un tío tan ordinario y tan gordinflón como D. Gregorio, haya tenido una hija tan esbelta, tan distinguida y tan guapa. La tuvo D. Gregorio de su primera mujer. Y hoy su madrastra doña Juana la cela, la muele, la domina y se empeña en que ha de casarla con su hermano D. Ambrosio, que es un grandísimo perdido y a quien le conviene este casamiento, porque Isabelita está heredada de su madre, y, para lo que suele haber en pueblos como éste, es muy buen partido. Doña Juana aplica a D. Ambrosio, que al fin es su sangre, el criterio que con ella misma emplea, y da por seguro que Isabelita quiere ya de amor a D. Ambrosio y está rabiando por casarse con él. Así se lo ha dicho a D. Gregorio, e Isabelita, llena de miedo, no se atreve a contradecirla, ni menos a declarar que gusta de mí, que yo soy su novio y que he venido a este lagar por ella.
Doña Juana anda siempre hecha un lince vigilando a Isabelita, a quien nunca he podido hablar y a quien no me he atrevido a escribir, porque no recibiría mis cartas.
Desde Carratraca presumí, no obstante, que la muchacha me quería, porque involuntaria y candorosamente me devolvía con gratitud y con amor las tiernas y furtivas miradas que yo solía dirigirle.
Fiado sólo en esto vine a este lugar con el pretexto que ya usted sabe.
Haciendo estaría yo el papel de bobo, si no me hubiese deparado la suerte un auxiliar poderosísimo. Es éste la chacha Ramoncica, vieja y lejana parienta de D. Gregorio, que vive en su casa, como ama de llaves, que ha criado a Isabelita y la adora, y que no puede sufrir a doña Juana, así porque maltrata y tiraniza a su niña, como porque a ella le ha quitado el mangoneo que antes tenía. Por la chacha Ramoncica, que se ha puesto en relación conmigo, sé que Isabelita me quiere; pero que es tan tímida y tan bien mandada, que no será mi novia formal, ni me escribirá, ni consentirá en verme, ni se allanará a hablar conmigo por una reja, dado que pudiera hacerlo, mientras no den su consentimiento su padre y la que tiene hoy en lugar de madre. Yo he insistido con la chacha Ramoncica para ver si lograba que Isabelita hablase conmigo por una reja: pero la chacha me ha explicado que esto es imposible. Isabelita duerme en un cuarto interior, para salir del cual tendría que pasar forzosamente por la alcoba en que duerme su madrastra, y apoderarse además de la llave, que su madrastra guarda después de haber cerrado la puerta de la alcoba.
En esta situación me hallo, mas no desisto ni pierdo la esperanza. La chacha Ramoncica es muy ladina y tiene grandísimo empeño en fastidiar a doña Juana. En la chacha Ramoncica confío.
DEL MISMO AL MISMO
15 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: La chacha Ramoncica es el mismo demonio, aunque, para mí, benéfico y socorrido. No sé cómo se las ha compuesto. Lo cierto es que me ha proporcionado para mañana, a las diez de la noche, una cita con mi novia. La chacha me abrirá la puerta y me entrará en la casa. Ignoro a dónde se llevará a doña Juana para que no nos sorprenda. La chacha dice que yo debo descuidar, que todo lo tiene perfectamente arreglado y que no habrá el menor percance. En su habilidad y discreción pongo mi confianza. Espero que la chacha no habrá imaginado nada que esté mal; pero en todo caso, el fin justifica los medios, y el fin que yo me propongo no puede ser mejor. Allá veremos lo que sucede.
DEL MISMO AL MISMO
17 de Abril.
Mi querido y respetado maestro: Acudí a la cita. La pícara de la chacha cumplió lo prometido. Abrió la puerta de la calle con mucho tiento y entré en la casa. Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido en realizarle. Vamos... si no es posible que adivine usted lo que allí pasó. D. Gregorio se había quedado aquella noche a dormir en la casería, y la perversa chacha Ramoncica, engañándome, acababa de introducirme en el cuarto de doña Juana. ¡Qué asombro el mío cuando me encontré de manos a boca con esta señora! Dejo de referir aquí, para no pecar de prolijo, los lamentos y quejas de esta dama, las muestras de dolor y de enojo, combinadas con las de piedad, al creerme víctima de un amor desesperado por ella, y los demás extremos que hizo, y a los cuales todo atortolado no sabía yo qué responder ni cómo justificarme. Pero no fue esto lo peor, ni se limitó a tan poco la maldad de la chacha Ramoncica. A D. Gregorio, varón pacífico, pero celoso de su honra, le escribió un anónimo revelándole que su mujer tenía a las diez una cita conmigo. D. Gregorio, aunque lo creyó una calumnia, por lo mucho que confiaba en la virtud de su esposa, acudió con D. Ambrosio para cerciorarse de todo.
Bajó del caballo, entró en la casa y subió las escaleras sin hacer ruido, seguido de su cuñado. Por dicha o por providencia de la chacha, que todo lo había arreglado muy bien, D. Gregorio tropezó en la obscuridad con un banquillo que habían atravesado por medio y dio un costalazo, haciendo bastante estrépito y lanzando algunos reniegos.
Pronto se levantó sin haberse hecho daño y se dirigió precipitadamente al cuarto de su mujer. Allí oímos el estrépito y los reniegos, y los tres, más o menos criminales, nos llenamos de consternación. ¡Cielos santos!—exclamó doña Juana con voz ahogada:—Huya usted, sálveme: mi marido llega. No había medio de salir de allí sin encontrarse con D. Gregorio, sin esconderse en la alcoba o sin refugiarse en el cuarto de Isabelita, que estaba contiguo. La chacha Ramoncica, en aquel apuro, me agarró de un brazo, tiró de mí, y me llevó al cuarto de Isabelita, con agradable sorpresa por parte mía. Halló D. Gregorio tan turbada a su mujer, que se acrecentaron sus recelos y quiso registrarlo todo, seguido siempre de su cuñado. Así llegaron ambos al cuarto de Isabelita. Esta, la chacha Ramoncica como tercera, y yo como novio, nos pusimos humildemente de rodillas, confesamos nuestras faltas y declaramos que queríamos remediarlo todo por medio del santo sacramento del matrimonio. Después de las convenientes explicaciones y de saber D. Gregorio cuál es mi familia y los bienes de fortuna que poseo, D. Gregorio, no sólo ha consentido, sino que ha dispuesto que nos casemos cuanto antes. Doña Juana, a regañadientes, ha tenido que consentir también, a lo que ella entiende para salvar su honor. Y hasta me ha quedado muy agradecida, porque me sacrifico para salvarla. Y más agradecida ha quedado a Isabelita, que por el mismo motivo se sacrifica también, a pesar de lo enamorada que está de D. Ambrosio.
No he de negar yo, mi querido maestro, que la tramoya de que se ha valido la chacha Ramoncica tiene mucho de censurable; pero tiene una ventaja grandísima. Estando yo tan enamorado de doña Juana y estando Isabelita tan enamorada de D. Ambrosio, los cuatro correríamos grave peligro, si mi futura y yo nos quedásemos por aquí. Así tenemos razón sobrada para largarnos de este lugar, no bien nos eche la bendición el cura, y huir de dos tan apestosos personajes como son la madrastra de Isabelita y su hermano.
DE DOÑA JUANA A DOÑA MICAELA,
HERMANA DEL PADRE GUTIÉRREZ
4 de Mayo.
Mi bondadosa amiga: Para desahogo de mi corazón, he de contar a usted cuanto ha ocurrido. Siempre he sido modesta. Disto mucho de creerme linda y seductora. Y, sin embargo, yo no sé en qué consiste; sin duda, sin quererlo yo y hasta sin sentirlo, se escapa de mis ojos un fuego infernal que vuelve locos furiosos a los hombres. Ya dije a usted la vehemente y criminal pasión que en Carratraca inspiré a D. Pepito, y lo mucho que éste me ha solicitado, atormentado y perseguido viniéndose a mi pueblo. Crea usted que yo no he dado a ese joven audaz motivo bastante para el paso, o mejor diré, para el precipicio a que se arrojó hace algunas noches. De rondón, y sin decir oste ni moste, se entró en mi casa y en mi cuarto para asaltar mi honestidad, cuando estaba mi marido ausente. ¡En qué peligro me he encontrado! ¡Qué compromiso el mío y el suyo! D. Gregorio llegó cuando menos lo preveíamos. Y gracias a que tropezó en un banquillo, dio un batacazo y soltó algunas de las feas palabrotas que él suele soltar. Si no es por esto, nos sorprende. La presencia de espíritu de la chacha Ramoncica nos salvó de un escándalo y tal vez de un drama sangriento. ¿Qué hubiera sido de mi pobre D. Gregorio, tan grueso como está y saliendo al campo en desafío? Sólo de pensarlo se me erizan los cabellos. La chacha, por fortuna, se llevó a D. Pepito al cuarto de Isabel. Así nos salvó. Yo le he quedado muy agradecida. Pero aún es mayor mi gratitud hacia el apasionado D. Pepito, que, por no comprometerme, ha fingido que era novio de Isabel, y hacia mi propia hija política, que ha renunciado a su amor por D. Ambrosio y ha dicho que era novia del joven malagueño. Ambos han consumado un doble sacrificio para que yo no pierda mi tranquilidad ni mi crédito. Ayer se casaron y se fueron en seguida para esa ciudad. Ojalá olviden, ahí, lejos de nosotros, la pasión que mi hermano y yo les hemos inspirado. Quiera el cielo que, ya que no se tengan un amor muy fervoroso, lo cual no es posible cuando se ha amado con fogosidad a otras personas, se cobren mutuamente aquel manso y tibio afecto, que es el que más dura y el que mejor conviene a las personas casadas. A mí, entretanto, todavía no me ha pasado el susto. Y estoy tan escarmentada y recelo tanto mal de este involuntario fuego abrasador que brota a veces de mis ojos, que me propongo no mirar a nadie e ir siempre con la vista clavada en el suelo.
Consérvese usted bien, mi bondadosa amiga, y pídale a Dios en sus oraciones que me devuelva el sosiego que tan espantoso lance me había robado.
(DRAMA EN DOS CUADROS)
Manolita, personaje único.
CUADRO PRIMERO
Salón elegante y rico. Es de noche. Lámparas y bujías encendidas. Hay teléfono. Manolita sola. Inquieta, yendo y viniendo de un extremo a otro, había consigo misma.
Mucho quiero a mamá. No faltaba más que yo no la quisiera. El cuarto honrar padre y madre. Además, harto fácil es para mí cumplir este mandamiento. No estoy resentida, sino agradecida de que me haya tenido cerca de tres años en el colegio. Yo estaba imposible de mimada, de traviesa y de voluntariosa. Yo era un diablillo y necesitaba que me metiesen en costura. Ahora, que he vuelto de nuevo a casa, soy persona de mucho juicio. ¿Y cómo no he de querer a mamá? Me mima, me celebra, me idolatra. Mis caprichos son ley. Mamá me regala mil dijes; gasta un dineral en mis vestidos y sombreros. Nunca rabia cuando vienen las cuentas. Hasta le parece poco lo que paga. Y con todo, no puedo negarlo: mamá me tiene quejosa.
Buena y santa es la inocencia; sí, señor; muy buena y muy santa; pero yo acabo de cumplir diecisiete años, y aunque apenas hace tres meses que salí del Sagrado Corazón de Jesús, no por eso ha de imaginar mamá que soy tonta y que no veo ni entiendo nada.
Algo más de ocho años lleva ya de viuda. Mucho cuidó a mi padre en su última enfermedad. Sintió su muerte y le lloró muy de veras; pero, en fin, ella no tiene en el día más que treinta y seis años. Parece mi hermanita mayor. A menudo me da envidia, aunque dulce y no amarga, porque la encuentro y noto que la encuentran por ahí más bonita que a mí. ¿Qué extraño es que mamá se haya consolado? Dios me lo perdone, si es mal pensamiento. Sospecho que mamá se consuela con el general. No la condeno. Sea en buen hora. Es libre: bien puede hacer lo que le agrade sin ofender a Dios. Lo que a mí me ofende es la falta de confianza en mí; que mamá me engañe sin necesidad.
Que el general tiene cerca de cincuenta años: que era un antiguo amigo de papá, o mejor dicho, del papá de mi papá; y que ya no está para amoríos ni nadie puede suponer semejante cosa. Y entre tanto, tenemos general a todo pasto. El es divertido y marrullero: pero ya me tiene cargada. En el teatro, el general se viene a nuestro palco y está con nosotras un entreacto y un acto entero y a veces hasta dos entreactos. Dice una chuscada; eso sí, limpia siempre y sin olorcillo de cuartel, y mamá se destornilla de risa. Mamá se entusiasma en el Real con la misma música con que el general se entusiasma. Cuando mamá ríe en Lara los chistes de la Valverde, el general los ríe también; y en el Español no aplaude a la Guerrerito hasta que mamá la aplaude. En política ambos están siempre de acuerdo. En lo único en que el general no conviene con mamá y le arma hasta acaloradas disputas, es cuando mamá pondera la elegancia, la discreción y la hermosura de otras señoras. Buen tunante está el general, pero a mí no me la pega. Vamos a una tertulia y él es la primera persona a quien veo. En la mesa de tresillo, en que mamá juega, el general ha de estar siempre jugando. Salimos en coche, y no bien llegamos al Retiro, diviso al general, hecho un pollo, trotanto y haciendo corbetas en su fogoso caballo inglés. A casa viene todos los días en que mamá recibe y no pocos días en que mamá no recibe. ¡Y que se empeñe mamá en hacerme creer que esto es amistad pura! Ya, ya. Venga Dios y lo vea.
Yo lo hallo muy natural. Si yo no celebrara, disculparía hasta que ella se casase. Lo que me enoja, es su falta de franqueza. Y también me enoja, no ya el que no piense en mí y me busque novio, que tiempo hay de sobra y yo no tengo priesa, sino que distraída ella con su general, no me vigile y me deje confiada al adefesio de doña Rita, que, si bien fue su aya, tiene más conchas que un galápago.
Por fortuna, aunque me esté mal el decirlo, yo soy tan prudente que ni el descuido de mamá ni el inútil amparo de doña Rita pueden perjudicarme. Y cuenta que me he visto, desde que salí hace tres meses al mundo, en ocasiones peligrosas.
Si mamá tiene sus secretos y se los calla, yo también tengo el mío y me le callo, usando de represalias. Mi secreto es un novio... y guapísimo.
Aunque novicia, no he ido a ciegas ni he hecho ningún disparate. Y eso que me encantó desde que le vi la vez primera. ¡Qué distinguido! ¡Qué elegante! ¡Qué lindo muchacho! ¡Y qué respetuoso sin timidez ni encogimiento! Siempre que salía yo con doña Rita, a la iglesia, de paseo, o para ir en casa de alguna amiga, ¡zás! indefectiblemente, como si le evocasen, se mostraba él y casi tropezaba con nosotras. Y me miraba con unos ojos... ¡Válgame el cielo, qué ojos! Pero no se atrevía a hablarme.
Jamás le he visto ni en bailes, ni en tertulias, ni en teatros. Y sin embargo, no es cursi: no hay más que verle para conocer que no lo es. Será forastero; me decía yo. Y notando en él un no sé qué de peregrino, imaginé que no venía de ninguna provincia, sino de tierras extrañas y tal vez remotas.
Así pasó más de un mes, largo para mí como un siglo, porque me atormentaba la curiosidad de saber quién era este ser misterioso. Andaba yo deseosa y temerosa a la vez de que él me hablase; deseosa por hallarle tan de mi gusto, y temerosa porque si él me hubiese dirigido la palabra sin conocerme, sin la previa y debida presentación, hubiera tenido yo que atribuirlo a mala crianza o a falta de respeto.
Parece providencial lo que ha ocurrido. El cielo ha premiado mi piedad y lo mucho que quería yo a mi abuela. Era una santa. Pero, en fin, con algunos pecadillos pudo irse al otro mundo cuando murió dos años ha. Tal vez aún esté por ellos en el Purgatorio. No sobran, pues, las misas que se digan por su alma. Pensando de este modo, hace ocho días justos entré en la sacristía a encomendar al Padre González veinte misas, pagándolas yo de mis ahorrillos. ¿Y a quién pensarán ustedes que me encontré allí? Pues me encontré a mi perseguidor hablando familiarmente con el Padre. Quise aguardar desde lejos a que terminase aquella plática, y el Padre me vio, y me dijo: ¿Qué se le ofrece a usted, señorita doña Manuela? No deje de hablarme ni se retraiga porque vea aquí a este caballero. El, su madre y otros individuos de su ilustre familia, son amigos míos de toda la vida. Permítame usted que le presente a D. Narciso Solís.
De esta suerte, el Padre González ha tenido la culpa de que yo conozca a Narcisito.
Después, la verdadera culpada de que hable yo con Narcisito, de que me ponga con él de acuerdo, y de que el flirteo se convierta en noviazgo, ha sido esa hipocritona de doña Rita. Bien hacen algunas muchachas desenfadadas en llamar carabinas a tales ayas o acompañantas: son la carabina de Ambrosio.
Por eso he dicho y lo repito, perdóneseme la inmodestia, que mi prudencia me ha valido. Parece inverosímil que tenga yo tanto mundo y tanta perspicacia. No, yo no me equivoco. Es persona muy digna. Por su devoción a los santos merece la amistad del Padre González, y por la devoción que me tiene a mí, que soy también una santa, merece que yo le quiera. ¿Qué pecado hay en esto?
Quedó ayer conmigo en que hablemos por teléfono, a las diez de la noche, cuando mamá no esté en casa. Su número, el 4.500. Para impedir que, oyendo mal y no reconociendo su voz, hable yo con otro sujeto, hemos convenido en empezar por decirnos cuatro palabras mágicas: la primera y la tercera, yo: él, la segunda y la cuarta. ¡Y qué palabras tan raras! (Sacando un papelito). En este papelito me las escribió con lápiz. Van a dar las diez. Como tengo una jaqueca atroz, sí, la tengo, no es todo estratagema, no he podido acompañar a mamá, que se ha ido al teatro con la vizcondesa. (Suenan las diez en el reloj de la chimenea.)
Llegó la hora. Ea, miedo a un lado (Se acerca al teléfono, toca el timbre y a poco suena la campanilla.) Central..... comunicación con el 4.500. (Pausa. Vuelve a sonar la campanilla.) Logos..... Reconozco su voz; dice Theos... Sares... Ha contestado Egéneto.
—¡Ay, Narcisito! ¡Qué locura! ¡Qué picardía! Razón tendría mamá de reñirme si me sorprendiese hablando por teléfono con usted: con un hombre a quien ella no conoce.—¡Qué desenvoltura! ¡Qué modo de sacar los pies del plato! ¿Es esta la educación que en el convento te han dado aquellas benditas madres?—exclamaría mamá.—Si usted me quiere de veras, si es usted un joven formal y como Dios manda, y si quiere usted que nuestras relaciones continúen, es indispensable que se haga usted presentar a mamá lo más pronto posible. (Nueva pausa. Las pausas serán más o menos largas, según la contestación que se exprese o se presuma.)
No: lo que hemos hecho hasta ahora no puede ni debe seguir. A hurtadillas de mamá, en paseo, en la calle, haciendo cómplice a doña Rita, no he de hablar ya con usted sino muy de tarde en tarde. Hablar así de diario sería muy feo. Usted mismo pensaría mal de mí. Las gentes que nos viesen murmurarían. Mamá llegaría a saberlo y regañaría mucho y con razón sobrada. (Pausa). Bueno, me alegro con toda el alma de que esté usted decidido a hacerse presentar cuanto antes. Eso es lo recto y lo leal.
¿Qué?... No me atrevo a contestar a eso. Yo no entiendo bien esta maquinaria. Temo que las mujeres de la Central me oigan y se rían. (Otra pausa.)
Pues ya que se empeña usted, ya que lo pide con tanto fervor, no hay más remedio. Lo diré, aunque me oigan. Repetiré lo que ya le dije tres o cuatro veces, cuando echábamos migajitas de pan a los patos y peces del estanque del Retiro: para usted las migajitas de mi corazón, que será todo suyo, si con amor me paga. (Pausa.)
Mucha precipitación es esa. Mamá dirá, si no se niega, que conviene que antes nos tratemos; que pedirme en seguidita, de sopetón, es puñalada de pícaro...
Adulador. ¿Con que mis ojos son los pícaros que dan las puñaladas? ¿Con que usted es el herido? Pues yo declaro que el pícaro es usted. Si el Padre González hubiera sospechado siquiera lo perverso que es usted y el mal incurable que iba a causarme, de seguro que no le presenta a su hija de confesión, que soy yo...
Allá veremos si, como usted pronostica, de este mi mal incurable se dice con toda verdad «que no hay mal que por bien no venga». Adiós; basta de charla. Temo que nos sorprendan. Preséntese usted a mamá y venga a casa pronto. Mamá recibe dos veces a la semana.
CUADRO SEGUNDO
La misma decoración del cuadro primero. Manolita sola, entrando en el cuarto del teléfono y cerrando al entrar. (A fin de no repetir acotaciones, se confía en la capacidad de quien lea o recite este soliloquio para distinguir por el sentido, cuando Manolita se dirige al público como si hablase para sí, y cuando se acerca al teléfono y habla por él).
Hoy estoy muy mal de salud. Estoy furiosa. Mamá, sin creer en mi mal, se largó tranquilamente a su tertulia. Como no comí a la mesa, a poco de irse mamá tuve mucha hambre y vengo de cenar. Me amenazan grandes penas y trabajos y conviene restaurar las fuerzas.
Me muero de impaciencia por hablar con Narcisito. Tengo mil cosas tristes que decirle ¡Cuantas novedades desde ayer a hoy! Ya es inútil que se presente a mamá. Sería muy mal recibido. Pero... (Suenan las diez en el reloj de la chimenea). Las diez. Voy a hablarle. (Toca el timbre. Suena la campanilla). Central... comunicación con el 4.500. (Nueva pausa. Vuelve a sonar la campanilla). Logos... contestan Theos. ¿Estará resfriado Narcisito? ¡Qué voz tan ronca tiene hoy! Sares... Está bien. Egéneto. ¡Pero qué voz tan ronca!
—Me quiere usted decir, Narcisito, ¿qué significan esas palabras enrevesadas?...
Mentira parece que haya idiomas tan concisos y que en solo cuatro palabras se enjareten tantas cosas. De modo que las palabras son griegas y significan: «Tú eres un ángel que bajaste del cielo a la tierra, tomaste cuerpo gentil y te convertiste en Manolita.»
Sospecho que usted se chancea. ¿Cómo han de decir tanto cuatro palabras nada más?...
¿Que es paráfrasis y no traducción? Entonces ya se comprende. Pero dejémonos de paráfrasis. No estoy para ellas, ni para que me echen piropos.
Estoy desesperada. Tan desesperada estoy, que me inclino a creer que no he tenido que fingir la enfermedad, sino que en realidad estoy enferma. El doctor lo ha creído y ha dejado una receta muy larga, que doña Rita ha leído y debe cumplir. Serán simplezas del doctor...
¡Ay, Dios mío! ¿Qué burla pesada es esta? ¿Con que no me contesta Narcisito? Me contesta el doctor, que está con él, y dice que para ver que él no es tan simple, lea yo su receta, que, después de bien estudiada, ha puesto doña Rita bajo la peana de aquel reloj de chimenea. Veamos. (Manolita busca, halla y lee la receta.)
«Récipe: A eso de las nueve, consommé con huevo fresco, filet mignon, chaud froid de perdices, vino del marqués de Riscal, panecillos de Viena, una chirimoya gruesa de las que gusta tanto la enfermita, dulces, café y media copa de chartreuse para entonar el estómago. De sobremesa, un rato de palique con Narcisito por teléfono o más de cerca.»
¿Habráse visto desvergüenza mayor? Esto es burlarse de mí a casquillo quitado. En el pecado llevo la penitencia. El general llama griegos a los fulleros. Hice muy mal en fiarme de un griego desconocido. Nada más lógico que esta fullería y esta infame burla. (Manolita acude al teléfono, llena de ira.)
Narcisito, lo que está usted haciendo conmigo es una maldad. Se me acabó el amor. Aborrezco a usted.
Las circunstancias son, sin embargo, muy difíciles y escabrosas y me obligan a refrenar mi enojo y a hablar aún con usted de asuntos importantes.
Dice mamá que la vizcondesa y otras muchas damas son cómplices e instigadoras de un amor en que ella ni soñaba. El general, dirigiéndose a mí en latín, y diciéndome tu quoque, filia, me acusa también de complicidad y de provocación al delito. A fuerza de decir que tenían ellos relaciones amorosas, aunque ni soñaban en tenerlas, les hemos hecho creer que será verosímil, juicioso y gustoso el que las tengan. Ambos han exclamado: Pues tengámoslas. En efecto; ayer se declararon y ya las tienen. Y no queriendo que el hechizo y el deleite de tales relaciones consistan en que se presten a la murmuración, han resuelto, para evitarla, casarse a escape. Vea usted por dónde, echándome mamá parte de la culpa, ha decidido darme padrastro y tirano, que, sin duda, vendrá a instalarse, dentro de poco, en esta casa...
¡Jesús, María y José! ¿Qué lío es este? No es Narcisito, es mamá quien me responde muy picada. Afirma que no me trae el tirano a casa, sino que se va ella a la casa del tirano y me deja aquí sola.
(Vuelve Manolita al teléfono.)
Oye, mamá. Por Dios no me dejes sola. Perdóname. Yo seré buena. Vuélvete a casa y vive conmigo, aunque me traigas también a tu tirano. Solo te ruego que me dejes a mí elegir el mío y que no te empeñes en que yo acceda a lo que el general ayer me proponía. Te lo confieso; hay un tal Narcisito, que a pesar de que ahora se está conduciendo conmigo muy mal, y por ello debiera yo aborrecerle, me tiene perdidamente enamorada, y no lo puedo remediar. Imagina tú, ¿cómo he de poder yo casarme con ese sobrino del general, estando perdidamente enamorada de otro? Será rico, será buen mozo, será conde, será todo lo que el general quiera, aunque yo sospecho, no sé por qué, que ha de ser un señorito andaluz, nacido y criado en un poblachón, ceceando mucho, echándola de gracioso, y más a propósito para brillar en las ferias, vestido de majo, y cautivar el corazón de las gitanas y de las chulas, que para mostrarse como conviene en los salones elegantes, inspirar amor verdadero y profundo a una señorita bien educada y hacerla luego dichosa. Ya ves, mamá, que tengo razón para no querer a tu futuro sobrino político y para preferir a mi griego. Y no me pongas la objeción de que mi griego ha de ser hereje o cismático. De fijo que es muy buen católico. Si no lo fuera, no sería tan amigo del Padre González, que me le presentó en la sacristía, hace ya más de una semana. ¿Oyes, mamá?... ¿Qué?... ¿Ustedes me quieren volver loca? Ahora es el propio Padre González quien me contesta. Dice que Narcisito no es griego natural y de siempre, sino trashumante y temporero. Dice que es el primer secretario de la legación de España en Atenas y en Constantinopla, que ha venido a Madrid con cuatro meses de real licencia.
(Vuelve Manolita a hablar por teléfono.)
Oiga usted, Padre González, como quiera que sea, usted tiene casi toda la culpa de que yo haya conocido y tratado a Narcisito, me haya paseado con él por las calles más solitarias del Retiro y por las orillas del estanque, dejando a doña Rita a muy respetable distancia: conque así, apiádese usted de nosotros y predique a mi madre y al general, para que no persistan en que yo me case con ese abominable sobrino...
¡Cielos santos! Qué tramoya horrible, qué complicada conspiración contra una pobre niña inexperta. Ya no me habla el Padre González; me habla el general. Es su casa y no la de Narcisito desde donde me habla.—¿Sí?... ¿Eh?... Hoy está conmigo más desaforado y más insolente que nunca.
Mamá se ha puesto a jugar al tresillo con el doctor y con el Padre González. El general aprovecha la ocasión para desatar la lengua contra mí:
Que su sobrino no es abominable, sino adorable; que yo presumo demasiado de discreta y de lista, y que soy una criaturita mimada, voluntariosa y terca; y que si él me hubiera presentado a Narcisito como sobrino, yo le hubiera encontrado vulgar y feo y le hubiera dado calabazas; y que ha sido menester armar toda esta tramoya y conjuración, en que han entrado mamá, el general, el doctor, el Padre González y hasta doña Rita, para que yo crea a Narcisito griego o turco y de él me enamore.
Oiga usted, general; repórtese usted y no me insulte. Piense usted lo que se le antoje. Lo que yo pienso y sostengo es que quiero y requiero a Narcisito, aunque ya sé, no diré si con gusto o con rabia, que es sobrino de usted, y que es casi tan insolente como usted, tan burlón y tan desalmado. Usted me ofende de palabra, porque está lejos de mí. Si estuviera yo ahí, se moriría usted de miedo al verme, porque estoy hecha una fierecita...
¡Hola, hola! Me desafía usted, me cita y me emplaza para que vaya a su casa al punto. Pues iré... y nos veremos las caras. ¿Pero como ir?...
Agradezco el deseo que usted muestra y la esperanza que me infunde de que no sea a muerte nuestro duelo y de que a las doce de esta noche, que es la de San Silvestre, bebamos un vaso de Champagne para celebrar nuestra reconciliación y la entrada del nuevo año. También agradezco la noticia que me da usted de que en esa casa se acaban de echar los estrechos, y de que usted ha salido con mamá y yo con Narcisito. Pero como usted todavía no es mi padrastro, bien puedo yo faltarle al respeto, y así le digo, que eso es un embuste o una fullería para burlarse de mí y para demostrar lo que ya no necesita demostración; que es usted más griego y más trapacero que su sobrino. Y, sin embargo, ¡qué corrupción la de los tiempos que corren!—como decían las benditas madres que me han educado.—¡Qué perversa condición tenemos las mujeres! ¿Quiere usted creer que a pesar de todo, me es usted muy simpático y me hace muchísima gracia? Lo que no apruebo, es que tenga usted tan estrafalarias ocurrencias. Me pone usted en un apuro con que vengan ya a buscarme la berlina de mamá y Narcisito en la berlina. Si fuera el landó, si fuera al menos el clarence, no habría dificultad. Pero en la berlina que es muy estrecha... ¿quiere usted decirme, diantre de general y aborrecible padrastro, dónde voy a colocar yo a doña Rita, que pesa doce arrobas y parece una urca holandesa?
Más vale tomarlo a risa para no pelearme con todos, porque me están tomando por juguete. El general se ha ido del teléfono a hacer el cuarto en la mesa de tresillo. Dice que su hermana la condesa viuda, mamá de Narcisito, estaba jugando por él, y como es una chambona, le lleva perdida casi toda la paga del mes corriente. ¿Y quién me comunica todo esto? La taimada de doña Rita, que está muy sofocada. Afirma que no es urca y que no pesa tantas arrobas, y que de todos modos no puedo llevarla conmigo, porque considerando que yo no la necesito para nada, por lo prudente que soy, y que la califico de carabina de Ambrosio, se fue con mamá, para acompañarla, desde esta calle de Don Pedro, donde vivimos, hasta el último extremo de la fuente de la Castellana, donde el general vive.
(Vuelve Manolita al teléfono.)
Explíquese usted, doña Rita. ¿Por qué no viene usted a buscarme?
(Después de escuchar por el teléfono.)
¡Conque usted no ha cumplido la orden de mamá! ¡Conque el general ha tolerado que Narcisito deje a usted plantada y se venga él en la berlina! ¡Doña Rita, es usted un monstruo!
(No responde nadie. Doña Rita ha cortado la comunicación.)
Pues, señor, meditemos con serenidad y con calma. Yo tengo muchísima gana de conocer a la condesa viuda que va a ser mi suegra; tengo también muchísima gana de brindar con Champagne en punto de las doce, en compañía del general y de sus tertulianos; y como Narcisito no es un galopín, sino un caballero, y no ha de querer empañar en lo más mínimo el espejo en que su honra se mire, me parece que bien puedo irme con él sin menoscabar mi decoro.
No es necesario que el público sepa esta determinación que he tomado; pero si la sabe...
(Suena la campanilla de la puerta.)
Ya está ahí Narcisito. Voy a ponerme el sombrero y el abrigo para irme con él. (Dirigiéndose al público.) ¿Quieren ustedes ser indulgentes conmigo, perdonar mi falta y aplaudirme antes de que me vaya?
(El autor supone que el público aplaude.—Cae el telón.)
I
Notabilísimo huésped había llegado al convento de Capuchinos de la villa, allá por los años de 1672. Famoso era el huésped en todas partes por la agudeza de su ingenio, por el profundo saber que había adquirido y por las obras científicas en que le divulgaba. Baste decir, y está todo dicho, que el huésped era el reverendísimo padre fray Antonio de Fuente la Peña, ex-provincial de la Orden.
Después de comer con excelente apetito y de dormir una buena siesta, para reposar de las fatigas del viaje, fray Antonio recibió en su celda al padre guardián, fray Domingo, y habló a solas con él sobre el importante asunto que le había impulsado a ir a aquella santa casa.
—Sé por fama—le dijo—el extraño caso de mi señora doña Eulalia, hija única del ilustre caballero D. César del Robledal. Y considerado bien y ponderado todo, me atrevo a sostener que la joven no está posesa ni obsesa.
—Vuestra reverencia me ha de perdonar si le contradigo. No veo prueba en contra de la posesión o de la obsesión de la joven. Aunque me esté mal el decirlo, sabido es que, a Dios gracias, ejerzo bastante imperio sobre los espíritus malignos, y que he expulsado a no pocos de los cuerpos que atormentaban. Si los que atormentan a la joven doña Eulalia no me obedecen, no es porque no estén en ella o en torno de ella, sino porque son muy ladinos y marrajos. Si están en ella, se esconden, se recatan y se parapetan de tal suerte, que se hacen sordos a mis conjuros; y si la cercan, para atormentarla, andan sobrado listos para escapar cuando yo llego, y no volver a las andadas sino después que me voy. Los síntomas del mal son, sin embargo, evidentes. Sobre lo único que estoy indeciso y no disputo, es sobre si el mal es posesión u obsesión.
—Pues bien,—replicó fray Antonio,—mi conclusión es enteramente contraria, y mientras más lo reflexiono más me afirmo en ella. Doña Eulalia no habla nunca en latín ni en ningún otro idioma que no sea nuestro castellano puro y castizo; sus pies se apoyan siempre en el suelo cuando no está sentada o tendida; en vez de estar desmedrada, pálida y ojerosa, sé que está muy guapa y de tan buen color que parece una rosa de Mayo; y el que ella repugne casarse con ninguno de los novios que su señor padre le ha buscado, y el que ande melancólica y retraída, y el que tenga por las noches y a solas, en su retirada estancia, coloquios misteriosos con seres invisibles, no prueba que esté endemoniada ni mucho menos. Los demonios jamás son tan benignos y apacibles con una criatura. Ser, por consiguiente, de menos perversa y dañina condición, que los ángeles precitos, es quien tiene trato y coloquios con mi señora doña Eulalia. Ergo, no es demonio, sino duende quien la visita y habla con ella. Y conocedor yo de este suceso, y empleándome como me empleo en el estudio de los duendes, según lo testifica mi ya celebérrimo libro El ente dilucidado, he venido por aquí a ver si me pongo en relación con el duende que visita a doña Eulalia y logro arrojarle de su lado, valiéndome de los medios que me suministra la ciencia.
—Extraño es—dijo fray Domingo—que afirme todo eso vuestra reverencia por meras conjeturas.
—No son meras conjeturas—repuso fray Antonio.—Aunque por mis pecados nunca he sido digno de tener revelaciones sobrenaturales, lo que es naturales las tengo con frecuencia, y tal es el caso de ahora. Aquí estamos solos y puedo hablar con libertad, confiando en el indispensable sigilo.
Fray Domingo hizo señal de que no descubriría lo que se le dijese y fray Antonio continuó en voz misteriosa y baja:
—El duende que visita a doña Eulalia se ha franqueado conmigo y me lo ha explicado todo. Harto se comprende que sea yo estimado, querido y familiar entre los duendes, a quienes he defendido de las injurias y calumnias que propala contra ellos el vulgo ignorante. Yo he demostrado que no son diablos, ni almas en pena, sino criaturas sutilísimas e invisibles, casi siempre traviesas y alegres, que se engendran en lo más delgado del aire. Agradecidos los duendes, ¿qué tiene de particular que acudan a conversar conmigo? Además, que mis estudios y meditaciones sobre todos los secretos de la madre Naturaleza y mi asídua investigación acerca de los seres más menudos y casi incorpóreos, han aguzado de tal suerte mis sentidos, que veo, toco y oigo lo que por ingénita y grosera rudeza del sentir no notan ni descubren los otros mortales. Perdóneseme la jactancia: yo descubro, al tender mi penetrante mirada por el Universo, cien veces más vida y más inteligencia que la que ve la inmensa mayoría de los hombres. En suma, y contrayéndonos al presente singular caso, el duende, hará cerca de diez años, desde que doña Eulalia cumplió quince, hasta dentro de tres días, que cumplirá veinticinco, se entiende con ella, la aparta de la convivencia de la gente y la hace arisca y zahareña: pero me ha predicho que desaparecerá dentro de los indicados tres días, y hasta que antes se dejará ver bajo la figura de un gallardo mancebo. Doña Eulalia quedará libre entonces de toda molestia, y aunque siempre recatada, honestísima y decorosa, depondrá sus desdenes, dejará de ser huraña y se hará para todo el mundo conversable y mansa.
Con acento irónico, aunque templado o velado por el respeto exclamó entonces fray Domingo:
—Sin duda que a fin de que la revelación no haya sido a medias, el duende habrá pronosticado a vuestra reverencia el punto y la hora de su desaparición y de la aparición del mancebo.
—Sí que me lo ha pronosticado—respondió fray Antonio.—Ello ha de ser a media noche, en la propia habitación de doña Eulalia, a donde hemos de acudir, recatadamente y sin que doña Eulalia ni nadie se entere, el padre de ella, desarmado para evitar un funesto rapto de ira, vuestra reverencia con sus exorcismos y yo pertrechado de mi ciencia duendina. Tengo la más perfecta seguridad de que todo tendrá allí desenlace dichoso.
II
En la noche y hora prefijadas, de concierto ya D. César con los dos reverendos, acudieron en misterioso silencio y de puntillas a la puerta de la habitación de doña Eulalia, armado fray Domingo del libro de los exorcismos y de un hisopo; armado fray Antonio de un turíbulo donde quemaba hierbas mágicas, esparciendo el humo; y armado D. César de paciencia, después de haberse comprometido solemnemente a no perderla y a no enfurecerse, ocurriera lo que ocurriera.
Celebrados ya sus ritos y evocaciones fray Antonio y fray Domingo prescribieron a D. César que llamase con brío a la puerta de la habitación de doña Eulalia, cerrada con llave y que ordenase que se abriera de par en par, inmediatamente, sin excusa ni pretexto alguno.
No hubo modo de evitarlo ni de retardarlo, y la puerta se abrió de par en par y de súbito. En medio de ella, como magnífico retrato de Claudio Coello, encerrado en su marco, apareció un galán muy bizarro y apuesto, con traje e insignias de capitán, larga espada al cinto, airosas plumas en el sombrero que llevaba en la diestra, rica cadena de oro y veneras que en su pecho brillaban y espuelas, de oro también, asidas a sus amplias botas de camino.
D. César, que era muy violento y celoso de su honra, no hubiera sabido contenerse y hubiera caído sobre el forastero, si ambos frailes, cada uno de un lado, no le contienen.
El galán con voz reposada y serena dijo entonces:
—Sosiéguese mi Sr. D. César y no tome a mal que me presente tan a deshora. Yo soy el capitán D. Pedro González de la Rivera, de cuya renta y condiciones ha escrito a su señoría mi amigo el banquero genovés Jusepe Salvago, y de cuyos altos hechos de armas en Portugal, en Flandes, en Italia y en el remoto Oriente le han dado noticias otras varias personas muy respetables. Aspiro a la mano de doña Eulalia; ella me ha dado prueba de que me quiere para esposo; y sólo nos falta el consentimiento paterno y después la bendición del reverendo Padre fray Antonio, que está presente y que espero no ha de negarse a bendecirnos.
—Todo eso estaría bien—respondió D. César con mal reprimida cólera—si vuesa merced no lo pidiese, después de ofender mis canas, hollar mi casa y atropellar todo respeto.
—Yo, Sr. D. César—replicó el capitán sonriendo—tenía que vengar con esta aparente injuria otra nada aparente que vuestra merced me hizo hace diez años, cuando me sorprendió en este mismo sitio en dulces coloquios con mi señora doña Eulalia, que aún no había cumplido quince años. Yo era entonces un rapazuelo de dieciséis, y vuesa merced me arrojó de aquí a empellones nada paternales. Por amor de doña Eulalia, lo sufrí todo y mayor afrenta hubiera sufrido a ser posible mayor afrenta. Harto he demostrado después mi valor. Acrisolada está mi honra. La fortuna además me ha favorecido. La satisfacción que espero y pido para los pasados agravios es que vuesa merced me acepte como yerno.
En este punto, apareció doña Eulalia al lado del galán. Estaba linda en extremo, muy elegante y ricamente engalanada con magníficas joyas, y manifestando en el rostro juvenil y ruboroso gran satisfacción y contento. ¿Qué había de hacer don César? Consintió en todo y abrazó cariñosamente a sus hijos, no sin exclamar, mirando al capitán detenidamente:
—Válgame Dios, muchacho, ¡y cómo has crecido y embarnecido en este decenio! ¿Quién al pronto había de reconocer en ti al rubio y travieso monaguillo de Capuchinos que repicaba tan bien las campanas?
III
No bastó la respetuosa consideración que fray Antonio inspiraba al padre guardián, para que éste se callase y no dijese claro que, si no había habido demonio, tampoco había habido duende, y que todo había sido farsa.
Fray Antonio quiso entonces justificarse, y antes de volver a Madrid, donde habitualmente residía, habló al padre guardián como sigue:
—No sólo ha habido duende sino uno de los duendes más poéticos que en este mundo sublunar puede darse. Era ella tan pura, tan cándida y tan ignorante de lo malo, que a los quince años parecía ángel y no mujer. Él era bueno y sencillo como ella. Ambos se amaban con la más ardiente efusión de las almas, sin la menor malicia, sin que la dormida sensualidad en ellos despertase. Anhelaban unirse en estrecho y santo lazo: vivir unidos hasta la muerte, como en unión castísima habían vivido desde la infancia. A esto se oponía el desnivel de posición social. Menester era que Periquito ganase posición, nombre, gloria y bienes de fortuna. Al separarse para irse él a dar cima a su empresa, sin estímulo vicioso, con inocencia de niños y con fervoroso amor del cielo, se unieron sus bocas en un beso prolongadísimo. Sin duda se interpuso entre labios y labios una levísima chispa de éter, átomo indivisible, germen de inteligencia y de vida. El fuego abrasador de ambas almas enamoradas penetró en el átomo, le dio brillantez y tersura, y cuanto hay de hermoso y de noble en el mundo, vino a reflejarse en él como en espejo encantado que lo purifica y lo sublima todo. Los santos anhelos de amor de él y de ella, se fundieron en uno; y, sin desprenderse enteramente de ambas almas, tuvieron en la misteriosa unión ser singular y substancial suyo y algo a modo de vaga, indecisa y propia conciencia. Se separaron los amantes. Él fue muy lejos; peregrinó y combatió. Durante diez años, no supieron ella de él, ni él de ella, por los medios ordinarios y vulgares. Pero el unificado deseo de ambos, el duende que nació del beso, con pintadas alas de mariposa y con la rapidez del rayo, volaba de un extremo a otro de la tierra: y ya se posaba en ella, ya en él, y hacía que se estrechasen como presentes, y renovaba el casto beso de que había nacido, no como recuerdo vano, sino como si nuevamente y con la misma o con mayor vehemencia ellos se besaran. No dude, pues, vuestra reverencia de que el tal duende existe o ha existido. ¿Cómo explicar sin él la tenaz persistencia, durante diez años, de los mismos amores? El deseo no era sólo de ella. El deseo no era sólo de él. En ambos estaba, pero, al unirse, se separó de ambos, creando la unión un ser distinto. Este ser no tiene ya razón de ser: desaparece, pero no muere. No debe decirse que ha muerto o que va a morir la chispa inteligente, enriquecida con la viva representación de toda la hermosura de la tierra y del cielo, cuando, cumplida la misión para que fue creada, se diluye en el inmenso mar de la inteligencia y del sentimiento, que presta vigor armónico, y crea la luz y hace palpitar la vida en la indefinida multitud de mundos que llenan la amplitud del éter.
Fray Domingo oyó con atención todo esto y mucho más que dijo fray Antonio, y acabó por convencerse de que había duendes; unos prosáicos, otros poéticos como el de D. Pedro y doña Eulalia, sin que la teoría de fray Antonio pugnase en manera alguna con la verdad católica, pues redundaba en mayor gloria de Dios, hasta donde alcanza a concebirla el limitado entendimiento humano.
(NOVELA CORTA)
I
El Sr. D. Emilio Cotarelo es un erudito de notable ingenio y de muy buen gusto, a quien debemos estar agradecidos y dar grandes alabanzas los aficionados a la amena literatura y a todas las artes de la palabra. Sus libros nos maravillan por la diligencia y el tino con que el autor ha sabido recoger noticias. Sus libros enseñan mucho y deleitan más. Natural es que sean leídos, comprados y celebrados.
Los ha compuesto ya el Sr. Cotarelo sobre don Enrique de Villena, sobre el conde de Villamediana y sobre el gran poeta Tirso. Pero lo que ahora me mueve a hablar de este escritor es la serie de estudios que está publicando sobre actores y actrices del siglo pasado. Ya han salido a luz la vida de la divina María Ladvenant, y más recientemente la vida de La Tirana. Ambas obras tienen mayor interés que las novelas, y más que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos raros. Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia. ¡Vamos, vamos, no dejaban de divertirse nuestros morigerados abuelos!
Y lo que es para mí el mayor mérito que tienen los libros de que voy hablando, es ser muy sugestivos. El autor no cuenta ni afirma nada sin probar su exacta verdad con documentos fehacientes. Quedan, pues, por contar o apenas indicados entre renglones, mil sucesos importantes y ocultos, los cuales explican o pueden explicar otros cuyas causas no vislumbramos, porque el Sr. Cotarelo, como historiador severísimo y veraz, tiene que dejarnos a media miel, sin decir como cierto lo que no está evidentemente demostrado, aunque se presuma y haya acerca de ello rastros e indicios. Siguiéndolos, voy a permitirme yo poner aquí algo muy importante de la vida de La Caramba, que el Sr. Cotarelo, por virtud de su severidad histórica, no ha podido menos de dejarse en el tintero, tal vez a pesar suyo.
II
El 8 de Septiembre de 1785, día en que celebra la iglesia la Natividad de la Virgen Santísima Nuestra Señora, en vez de acudir al templo a rezar sus devociones, la desenfadada María Antonia Fernández bajó a pasear en el Prado, a provocar a los galanes y a escandalizar, según tenía de costumbre. Estaba en lo mejor de su edad, como sol que culmina en el meridiano; famosa por sus conquistas y celebrada por su gracia, por su primor en el vestir, por su gallardo cuerpo, por su andar airoso y por su marcial y bulliciosa desenvoltura. Iba aquel día bizarramente ataviada: brial de raso azul, justillo recamado de seda y oro y bien peinada la negra y undosa mata de pelo, sujeta en rodete en lo alto de la gentil cabeza por rascamoño de oro, lleno de piedras preciosas.
Completaban su tocado el lindo adorno que ella inventó y al que dio su nombre de guerra, llamándole La Caramba, y una mantilla blanca de preciosa y ligera blonda de Almagro.
De repente se obscureció el cielo; se levantó terrible tempestad; el aire silbaba y formaba remolinos; deslumbraban los relámpagos, y los truenos espantosos ensordecían y aterraban. Se abrieron luego las nubes y abundante lluvia, un verdadero diluvio, empezó a caer sobre la tierra. No había coche ni silla de manos en que irse, y María Antonia Fernández, alias La Caramba, se refugió en la iglesia de Capuchinos del Prado, donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa. Predicaba fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo. El horror de la tempestad que continuaba y crecía, las frases tremendas con que el padre fustigaba los vicios y con que describía las penas eternas que Dios justiciero les impone y tal vez asimismo el devoto cuadro de Lucas Jordán, que en aquella iglesia se parecía, representando a la Magdalena a los pies de Cristo, todo compungió por tal arte a la bella pecadora, penetrando en sus entrañas como agudas saetas de fuego, que se llenó de atrición y aun de contrición, sintió que el Altísimo la llamaba a sí y como por milagro quedó convertida.
María Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas, hizo desde aquel punto vida retirada y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento tardío, las duras mortificaciones con que se castigó ella misma y la vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo de sus pecados le causaba, acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole en cambio la salud del alma.
Todo esto es perfectamente histórico, notorio y sabido entonces en Madrid, y recordado ahora con puntualidad por el Sr. Cotarelo. Lo que yo voy a referir como apéndice es lo que generalmente se ignora.
III
Cualquier pecado mortal es abominable, pero cuando el pecado no contamina a ningún sujeto inocente y puro y no le aparta de la senda de la virtud, su malicia es mucho menor que cuando extiende su pernicioso influjo sobre criaturas humanas, y cuando todo lo inficiona y corrompe. María Antonia Fernández, aunque arrepentida y llorosa, tenía el consuelo de no haber pecado nunca en este segundo sentido. Cuantos habían caído en sus redes y habían sido con ella pecadores, estaban pervertidos muy de antemano, de modo que ella no agostó ninguna virtud en flor, ni remedando al demonio robó ángeles al cielo para llevárselos consigo. A María Antonia no remordía la conciencia, sino de su propia perdición y no de haber procurado la ajena.
Sólo en una ocasión se mostró ella propicia a cometer tan doble y feo delito, pero se frustró y quedó en conato, gracias a la entereza de un sujeto y sobre todo, gracias a la misericordia divina. Con horror recordaba La Caramba aquel caso.
El duque de Campoverde, a quien llamo así para ocultar su verdadero título, protegía y albergaba en su casa a un sobrino suyo, tan ilustre como pobre, llamado D. Jacinto de la Mota, gallardo mancebo en la florida edad de veinticuatro años, elegantísimo, discreto y agradable por todo extremo. Y lo más singular y raro que en él había era su espiritual e inmaculada limpieza. No pocas damas desaforadas tenían el descoco de reír y burlar sobre su condición arisca, apellidándole el nuevo Hipólito y tal vez sintiendo el prurito de remedar a Fedra con mejor éxito y ventura.
El duque, viejo alegre y algo librepensador, y dos amigos suyos, muy curtidos y versados en aventuras ligeras y galantes mortificaban de continuo a D. Jacinto, ridiculizando su honesto recato y urdiendo tramas y buscando ocasiones peligrosas en que de todo punto le perdiese.
Conjurados para tan inicuo fin, buscaron el poderoso auxilio de La Caramba. Hubo una cena, a la que asistió D. Jacinto, ignorando lo que iba a haber en ella, y le sentaron al lado de la seductora actriz, bella como nunca aquella noche, con leves y casi transparentes vestiduras, y adornados sus brazos y su desnuda y cándida garganta con ricos brazaletes y espléndido collar de perlas.
Pasaré aquí de largo, a fin de que nadie tilde de licencioso este escrito, sobre las infernales artes con que La Caramba, industriada por los tres libertinos, excitado su amor propio, anhelante de la victoria, y prendada además de la gallardía e inocencia del casto mozo se esforzó por avasallarle y rendirle a todo su talante. Don Jacinto estuvo más firme que una roca; eclipsó casi la memoria del hijo predilecto del patriarca Jacob, todo ello con tal dignidad y tan sin melindres ni remilgos, que la risa y la chacota, que el tío y sus dos amigos empezaron a mostrar, hubo pronto de trocarse en admiración y respeto. Desde entonces dejaron tranquilo al mozo, sin fastidiarle y sin embromarle más con disolutas disertaciones e impuras acechanzas.
Lo que resultó de este frustrado delito, del que no pudo menos de tener noticia la sociedad elegante y aristocrática de Madrid, fue la fama casi de santidad con que resplandeció D. Jacinto, a quien se dieron a reverenciar las señoronas devotas, citándole como modelo. Y resultó también, y este fue más profundo resultado, un alto aprecio, una amistad sublime y una extraordinaria gratitud en el generoso corazón de la mujer desdeñada. Porque el mozo, al rechazarla con energía, no faltó en lo más mínimo a cuanto cumple a todo cortés caballero, y nada dijo ni hizo que exacerbase el desdén y que pudiera ser considerado como injuria. Antes bien, con dulces y piadosas palabras suavizó lo agrio del desvío, y vertió en la herida que acababa de abrir bálsamo celestial de consuelo.
Con tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María Antonia Fernández estos sentimientos delicados que me atrevo a sospechar que predispusieron a aquella mujer para que a poco, estimulada por la tempestad, por el sermón elocuentísimo del padre Atanasio, y hasta por la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito su conversión milagrosa. Aquellos nobles sentimientos fueron como abejas, que empezaron por clavar sus punzantes aguijones en el pecho de La Caramba, y después labraron en su centro panal suave de místicas flores.
Lo cierto es que María Antonia y D. Jacinto quedaron amigos y que la amistad hubo de estrecharse no bien se convirtió María Antonia. Nadie la veía ni en paseos, ni en teatros, ni en toros, ni en verbenas y veladas. Iba solo a las iglesias, humildemente vestida con basquiña y negro manto de beata. Sólo un hombre además de su confesor, hablaba ya en ocasiones con ella. Este hombre era D. Jacinto. Ora se hablaban en la misma iglesia de Capuchinos, donde fue la conversión de ella y donde ambos solían asistir; ora acudía él a casa de la actriz, si bien con prudente recato para evitar la maledicencia.
No podía ésta tener el menor fundamento, pero la malicia humana levanta en el aire castillos de torpes embustes, y conviene evitar que la malicia los levante y se haga fuerte en ellos.
María Antonia Fernández se sentía atraída hacia D. Jacinto por un afecto angelical y todo del espíritu, y se lisonjeaba además de que afecto no menos puro impulsaba a D. Jacinto a venir a visitarla.
Sus pláticas eran edificantes y propendían a lo místico, pero María Antonia distaba mucho de caer ni de tropezar siquiera en el error de los alumbrados. Para precaverse, leía con frecuencia los Desengaños, del Padre Arbiol. Y por otra parte, si algo había en su mente y en su corazón de que, después de examinarlo, su conciencia pudiera tener escrúpulos, era un leve asomo de complacencia, al imaginar o al notar que, si no había triunfado pecaminosamente de aquel mozo por los sentidos, había logrado elevar su alma ya purificada hasta el alma de él, enlazándolas con amistoso y casto lazo.
Aquel nuevo género de vida daba al espíritu de María Antonia grata paz y regalo; pero la austera crueldad con que trataba ella su cuerpo, los ayunos, las largas vigilias, el cilicio con que maceraba su carne, y acaso la dura disciplina con que se atormentaba en su más secreto retiro, quebrantaron tanto su salud, que cayó gravemente enferma, y estuvo, durante tres meses, postrada en el lecho y a punto de exhalar el último suspiro.
La ciencia de un buen médico y el cuidadoso esmero de su criada Juana, lograron conservar su vida y devolverle la salud.
Durante la enfermedad y más aún en la convalecencia, en voz baja, al oído, tiñéndose sus pálidas mejillas de leve color de rosa, preguntaba ella con frecuencia a Juana:
—¿Ha venido a saber cómo estoy? ¿No le has visto? ¿No ha hablado contigo?
Contrariada y afligida Juana, tenía que confesar que D. Jacinto no había parecido por aquella casa; no había enviado, al menos a un criado, a informarse de cómo estaba la enferma.
Por último, La Caramba supo una novedad imprevista. La marquesa viuda de Montefrío, prendada de las virtudes de D. Jacinto, y después de oír los consejos e informes del Padre Atanasio, su confesor, había decidido tomar a don Jacinto para yerno, casándole con su hija, la marquesita, heredada ya y señora de una renta anual de más de veinte mil ducados. Se afirmaba que la marquesita era fea y tonta; pero prevaleció la razón de estado; todo se concertó pronto y bien, y D. Jacinto de la Mota era ya rico y marqués de Montefrío.
IV
Honda melancolía se apoderó del alma de María Antonia. Y sin embargo, ella se esforzaba por disculpar a su amigo. El matrimonio, pensaba, no es para santificar por medio del Sacramento el deleite y la satisfacción de una pasión amorosa: es, en todos los que le contraen, para cumplir con una obligación y servir a Dios en aquel estado: y es, además, en los nobles, para conservar y perpetuar el lustre y decoro de sus familias, y sus apellidos y títulos, gloria y ejemplo de la patria e inmediato sostén de las bien concertadas monarquías. Así se explicaba María Antonia que D. Jacinto, severamente, sin amor y en cumplimiento de deberes impuestos por su nobleza, se hubiese al fin casado.
Esto discurría para disculpar a su amigo, pero se afligía de no verle, de no conversar con él y de la soledad y del abandono en que la había dejado.
En medio de su pena, pudo tanto aún la briosa mocedad de María Antonia, fortalecida por el modo de vivir, menos duro y penitente que su larga convalecencia le había impuesto, que vino al cabo a encontrarse de nuevo sana y hermosa.
Vehemente deseo de volver a ver a D. Jacinto dominó entonces su alma. Sin dejar su humilde traje de beata, pero, con extremada, pulcra e inconsciente diligencia, peinado el undoso cabello y acicalada toda su gentil persona, La Caramba acudió de diario a rezar en la iglesia de Capuchinos y a pasar allí largas horas.
No se lo confesaba, no quería confesárselo; pero tal vez recelaba con miedo que no era sólo la devoción la que allí le llevaba, sino también la esperanza de volver a ver a D. Jacinto.
Y la esperanza se cumplió. María Antonia volvió a verle; mas ¡ay! ¡cuán diferente del que antes era! Había descendido de un coche lujoso y llevaba al lado a la señora marquesa, su mujer, muy engalanada y muy fea.
María Antonia cerró involuntariamente los ojos para no ver aquello; y para no ser vista, se echó muy a la cara el manto y se arrimó a la pared en el lugar del templo que le pareció más sombrío.
María Antonia volvió, no obstante, a la iglesia de Capuchinos. No deseaba ya ver a D. Jacinto en compañía de la marquesa. Deseaba verle solo y hablarle. Tardó en cumplirse su deseo, mas se cumplió por último.
Don Jacinto, saliendo de la sacristía, atravesó el templo. Ella le vio y salió antes que él y le aguardó a la puerta, entre varios mendigos que pedían limosna. La palidez limpia y mate de su rostro tenía soberano hechizo y sus negros y rasgados ojos brillaban como dos soles de luto.
Iba tan distraído el flamante marqués que no reparó en ella, hasta que al ir a pasar la tocó con el hombro. Viola entonces y se paró encarnado como la grana.
—Ingrato—exclamó ella—te aguardaba aquí para cerciorarme de que no me has olvidado del todo y para pedirte la limosna de una mirada y el favor y la honra de que te dignes hablarme todavía.
—Estoy casado—dijo él, y en el tono con que pronunció aquellas palabras, se mostraba el temor de que alguien le viese con ella.
Don Jacinto, con todo, parecía más mundano y menos timorato que de soltero. Se diría, y ella lo sospechó de repente, que D. Jacinto casi había desechado su mogigatería, logrado ya el fin principal que le había movido a tenerla. María Antonia, por primera vez después de su conversación y olvidada de su conversión, le dirigió entonces una mirada larga, fogosa, dulce y llena de promesas. Aproximando luego su rostro al de él, hasta el punto de que penetró por su boca y por sus narices el aliento de ella, dijo ella quedito y con desmayada dulzura:
—Ven de noche a casa. Nadie te verá y no lo sabrá nadie.
En seguida María Antonia le volvió la espalda y se apartó de aquel sitio.
V
Salieron a relucir las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo del arca. María Antonia no parecía ya la penitente. Estaba vestida, harto ligeramente vestida, como en la noche de la tentación y de la cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al diablo. Estaba perfumada su estancia, y lucían en ella los primorosos presentes de sus antiguos amadores y el lujo de la plata labrada.
Don Jacinto no dejó de acudir a la cita. Era ya otro hombre. Había desechado la máscara del misticismo. Hasta el recuerdo de la fealdad y de la tontería de su consorte estimulaba su liviano deseo. Para disculpar su ingratitud, brotaron de sus labios entrecortadas frases. Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el freno de su bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda boca y dejando ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos hilos de perlas.
El la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de ella con sus labios.
Con ambas manos, María Antonia le rechazó tan violentamente, que faltó poco para que le derribase por el suelo. No parecía mujer, sino furibunda leona. No era la lánguida y complaciente enamorada: ni era tampoco la penitente mística; era la maja de rompe y rasga, insolente y soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos, y capaz de matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales.
—Vete, huye—exclamó—apártate de mi presencia. No pienses que la amistad y la admiración que me infundiste con tus embustes, se ha trocado en amor lascivo. Se ha trocado en asco. Si continúas aquí corres peligro de que te asesine. Sólo muriendo a mis manos y no gozándome conseguirás ya arrojarme en el infierno. Vete, repito; es un hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para siempre y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y dinero.
Don Jacinto pensó que La Caramba se había vuelto loca. Si no de su material violencia, tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la resonancia ridícula que podía tener aquella escena, si se prolongaba. Huyó, pues, casi despavorido. Y como era hombre que entendía bien su interés y su conveniencia, pero que de almas sabía poco, jamás llegó a comprender ni a darse cuenta de las singulares transformaciones del alma de María Antonia, convertida de súbito de libre cortesana en austera penitente, y de austera penitente en algo a modo de vengadora y aterradora Furia.
Cuando María Antonia se vio libre de la presencia de D. Jacinto, quedó inmóvil y de pie por algunos instantes: rompió luego en insana risa y en descompuesta y nerviosa carcajada; y por último, se arrojó al suelo, retorciéndose, derramando un mar de lágrimas y balbuceando entre dientes el yo, pecadora.
De allí en adelante no volvió a pecar María Antonia, ni en pensamiento ni en acto. Persistió en sus rezos; redobló sus vigilias, ayunos y mortificaciones y logró, pocos meses después, temprano y dichoso tránsito a mejor vida.
(PALINODIA)
En la capilla de la hermosa quinta que posee el marqués de Montefico en las cercanías de Valencia, hay una devota y diminuta imagen de San Vicente Ferrer, esculpida en madera y bien pintada luego. Se debe esta obra al ilustre escultor D. Manuel Alvarez, a quien sus contemporáneos llamaron el griego, por su habilidad para imitar los grandes modelos que del arte de Fidias nos dejó la antigüedad clásica. Elegante ornato del Prado es aún la fuente del Apolo y de las cuatro estaciones, trabajo del escultor susodicho; pero mayor talento e inspiración mostró en el San Vicente de que voy hablando y que pocos conocen. El Santo está representado muy joven aún. Su cabeza es hermosísima y tiene noble expresión de triunfante alegría, como si acabase de alcanzar una gran victoria. En el rostro de esta efigie, alta toda ella de poco más de veinte centímetros, se diría que Alvarez ha procurado reproducir el júbilo orgulloso del Apolo de Belvedere, después de haber dado muerte con sus flechas a la serpiente monstruosa, si bien la humildad cristiana refrena el orgullo y calma el júbilo del Santo con la consideración de que él no ha vencido por su mérito propio, sino por la gracia y el favor del cielo. Asimismo se nota en el rostro del Santo cierto vergonzoso rubor, por donde se barrunta que la victoria que ha ganado ha sido en combate espiritual contra el tercer enemigo del alma, según lo refiere el Padre Rivadeneira, hablando de aquella hembra insolentísima, que quiso tentar y rendir al Santo y dio ocasión para que se le llamase el que no se quemó en medio del fuego y para que se le comparase a los tres mancebos del horno de Babilonia, de quienes habla Daniel profeta.
La efigie, en suma, sobre poseer muy notable valer artístico, es digna de consideración por causas nada comunes. En el pecho, en el sitio bajo el cual debe de estar el corazón, lleva clavado un puñalito de fuerte acero y agudísima punta. Todo él, menos la empuñadura de oro, ha penetrado en la madera, impulsado por mano sacrílega. Y cuenta la gente piadosa que, todavía a principios de este siglo, se realizaba en la mencionada efigie un singular milagro. Todos los años, el 8 de Septiembre, día de la Natividad de la Virgen Nuestra Señora, una gotita de color rojo, a modo de sangre, manaba de la herida. No ha de extrañarse que el prodigio no se realice hoy, porque no merecen verle los que de fe carecen.
Como quiera que ello sea, la linda efigie atrae mucho la atención, y más cuando llega a saberse que entre los documentos existentes en el archivo de la casa del marqués hay un escrito de don Melchor de la Mota, tío del marqués actual y cuarto hijo del abuelo de éste, D. Jacinto, donde se refiere la historia de la imagen y se explica el suceso de la herida que lleva en el pecho. El escrito que pongo aquí, ya copiando y ya extractando o saltando no pocos párrafos, es como sigue:
La admirable escultura de D. Manuel Alvarez, que representa a San Vicente Ferrer, vino a poder de mi madre en el año de 1801. Se la legó al morir el reverendo padre capuchino fray Atanasio, que la custodiaba en su celda desde el año de 1785. Mi madre, que era discreta y callada, o no sabía o aparentaba no saber del San Vicente sino el nombre del autor, su mérito como objeto de arte y la inmediata procedencia por donde llegó a sus manos. De sobra reconocía además, y no lo disimulaba, que el artista había tomado para modelo de su Santo el bello y noble rostro del marqués, marido de ella, y le había retratado con fidelidad pasmosa.
En varias conversaciones que tuve con el Padre Atanasio, ya muy viejo y que me estimaba y quería mucho, logré entender y rehacer en mi mente la historia toda de la imagen y de cuanto a ella se refiere. Y como es curioso y no redunda en perjuicio, sino más bien en honra de mi padre, voy a dejarlo consignado por escrito en el archivo de nuestra casa.
D. Jacinto de la Mota jamás fue hipócrita ni falso en sus devociones, ni en la austeridad de su vida. Educado severamente, muy correcto en todo y guiado por el santo temor de Dios, cumplía con sus deberes, sin el menor asomo de jactancia. Así como no le arredraban las burlas que de él pudieran hacer los libertinos, tampoco calculó jamás la honra y el provecho mundanos que su recato y demás virtudes pudieran acarrearle. Cuando se libró de los lazos que el duque de Campoverde y otros amigos le tendieron, valiéndose de María Antonia Fernández, alias la Caramba, hizo lo que hizo por su delicadeza de sentimientos y por repugnancia a toda sensual grosería, sin pensar en la buena fama que ganaba.
Tan convencida quedó la Caramba de la sinceridad de D. Jacinto y tan prendada de las dulces palabras con que él mitigó la amargura de su desdén, que el vicioso prurito con que ella acudió a seducirle, se transformó en verdadera y profunda pasión amorosa.
Por aquel tiempo, el escultor D. Manuel Alvarez, que visitaba con frecuencia al duque de Campoverde, oyó contar a éste lo que había pasado entre D. Jacinto y la Caramba, e inspirado en aquel suceso, hizo la diminuta imagen de San Vicente, poniéndole por rostro el de D. Jacinto, que acertó a retratar fielmente de memoria.
Hubo de saber María Antonia Fernández que D. Manuel Alvarez había terminado tan linda obra y resolvió adquirirla a toda costa para sí, como lo realizó en efecto, pagándosela bien al escultor, el cual no quiso ni pudo negarse a ello.
La Caramba, aunque ya sublimemente enamorada de D. Jacinto, distaba mucho aún de haberse convertido. Como no pocas mujeres aventureras y de vida muy rota, estaba llena de extravagantes supersticiones. Creía amar y amaba con frenesí a D. Jacinto y aspiraba a ser amada de él por cualquier medio. Su amor adquiría a veces la condición del odio y a veces tomaba el aspecto de la abnegación y del sacrificio. La Caramba, ya quería matarle, ya quería morir ella por amor de él; pero de todos modos ansiaba ser amada.
Consultó a una famosa gitana hechicera, que había entonces en Madrid, y esta gitana le vendió el puñalito con puño de oro para que le clavase en el corazón de la efigie, como la Caramba lo hizo. No por eso conquistó ella el vivo y verdadero corazón de D. Jacinto. Y movida, poco tiempo después, de sus pasiones y desengaños, y de un muy elocuente sermón que oyó por acaso al Padre Atanasio, en el convento de Capuchinos, abandonó la desastrada vida que hasta entonces había seguido y se volvió a Dios de todas veras.
Pronto llegaron a oídos de D. Jacinto las nuevas de conversión tan ejemplar y milagrosa, y de aquí nació la mayor falta que en su vida cometió D. Jacinto, estimulado, sin duda, por el demonio del orgullo, el cual demonio hubo de prevalerse de sentimientos, muy otros, llenos de caridad y misericordia.
Consistió el orgullo en no tener miedo de caer en la tentación y en atreverse a arrostrar los peligros, y consistió la caridad misericordiosa en admirarse del cambio repentino de aquella mujer pecadora, en compadecer el dolor agudo y tremendo que para la conversión la había apercibido, y en la irresistible simpatía de que se dejó vencer, yendo a tratar con ella de cosas del espíritu y a darle amistad pura y grato consuelo.
Don Jacinto se alucinó de tal suerte, que ni por un instante pensó que en esto pecaba; pero un día habló de ello al padre Atanasio, su confesor, y habló, no como revelándole una culpa suya, sino para ponderar la virtud penitente de la Caramba y para tratar de que el padre Atanasio la conociese y admirase.
Entonces fue cuando el padre Atanasio pintó ante los ojos de su alma y con colores muy vivos, el peligro espantoso de caer en pecado mortal a que él y María Antonia Fernández se exponían, y le prohibió resuelta y terminantemente que volviese a visitarla y a tratar con ella.
Obedeció don Jacinto, no sin combatir enérgica y dolorosamente contra la amistad y contra la pura simpatía que María Antonia Fernández le había inspirado.
Nada más natural; nada con menos premeditación y malicia que lo ocurrido después de esto.
La envidia calumniaba a la joven marquesita de Montefrío, sin otra razón que la de ser ella rica e ilustre. Educada con el mayor recogimiento, tímida y silenciosa, sin el menor esmero en trajes y tocados de moda y sin desenfado alguno en sus ademanes y conversaciones, la marquesita fue declarada harto injustamente tonta y fea. No era ni lo uno ni lo otro. No avergonzarse, sino bien podía envanecerse quien llegase a tenerla por suya. Y de cierto había entonces, en esta villa y corte de Madrid, no pocas damas de alto copete, cuyo talento y cuya hermosura eran muy inferiores a los de la marquesita; pero que completaban con el desenfado la carencia o la escasez de tan altas cualidades, e infundían vehementes pasiones y eran heroínas de mil galantes aventuras.
El casamiento, cristianamente considerado, no presupone historia amorosa, por muy delicada y limpia que sea. Es más bien un contrato, purificado, santificado y sancionado por la religión, cuyo fin principal es la fundación de las familias, la educación de los hijos y la conservación de los linajes. Tan cumplir con un deber es casarse como entrar en religión. Esto prueba que puede la persona honrada y piadosa servir a Dios en cualquier estado. Así lo entendió don Jacinto. Respetables individuos de su familia y de la familia de la marquesita concertaron la boda de ambos. Apenas se vieron ellos y apenas se hablaron tres o cuatro veces: lo bastante para reconocer que no había motivo para que ellos se repugnasen el uno al otro, sino que, por el contrario, el mutuo agrado, la satisfacción vanidosa de tener por consorte a una persona de gentil presencia y el pleno convencimiento de la inmaculada reputación de esta persona, todo coincidía con la conveniencia de intereses y de miras que había en el proyectado casamiento, en cuyos conciertos intervino más que nadie el padre Atanasio.
En suma, don Jacinto se casó con la marquesita y de pobre hidalgo que era se transformó en rico señor titulado; pero en cierto modo pudo seguir llamándose pobre de espíritu, porque poseyó la riqueza como si no la poseyese; cuidó de los bienes cuantiosos de su mujer, más como celoso administrador que como propietario y dueño de ellos; y a su muerte, que no fue tardía, porque murió a los trece años después de la boda, había acrecentado de tal manera el caudal de la casa con su tino y su economía, que de la parte de gananciales que a él tocaba pudo dejar y dejó cerca de tres mil ducados de renta a cada uno de sus cuatro hijos.
Yo, que redacto estos apuntes, soy el menor de ellos. Nada digo de mí porque nada merezco; pero sí diré de mis tres hermanos que todos son muy guapos, entendidos y capaces para la profesión que siguen; y que mi hermana es el encanto y la gala de la corte, a quien ponderan y ensalzan todos por su apacible y honesto trato, por su discreción y hermosura, honrando y glorificando así la noble casa donde como cabeza y madre de familia entró hace años.
Bastaría mirar sin prevención todo esto, aunque se careciese de otras pruebas, para entender que el marqués y la marquesa se amaron de verdad; porque del enlace frío y por mero cumplimiento de un deber, no nace jamás tan lucida y generosa prole.
Asegurado esto, voy a declarar y a explicar aquí cuál fue la conducta del marqués en sus relaciones con María Antonia Fernández, y cómo esta conducta, si bien en ciertos puntos digna de censura, sólo en un momento de vergonzoso extravío no dejó de conciliarse con el respeto y con el verdadero y santo amor que consagró a su mujer la marquesa. Por lo demás, la culpa del marqués fue castigada severamente por el cielo, siendo el mismo marqués, con sus remordimientos y profundo y secreto pesar, instrumento de aquel castigo.
Mucho le amargaban y atormentaban las injuriosas frases, justas con él e injustas con la marquesa, con que la Caramba le arrojó de su casa; pero más le compungió y más honda herida hizo en su corazón lastimado, un escrito que le dirigió la Caramba, arrepentida de las injurias.
La Caramba redactó aquel escrito poco antes de morir; y, legándole además el San Vicente Ferrer de talla, se lo confió todo al padre Atanasio. Este consideró conveniente que el marqués tuviese noticia del escrito, pero no se le comunicó y le guardó entre sus papeles. El padre Atanasio consintió en que yo le leyera y en que sacase de él la copia exacta que aquí traslado.
«Ilustre señor marqués, a quien ya no me atrevo a llamar amigo: Creo cumplir con un deber de conciencia dirigiéndome a usía, para pedirle perdón de las muchas faltas que he cometido en su daño. Ni remotamente tenía yo derecho a imaginar que las caritativas visitas que usía me hizo, después de mi conversión, más aparente que real, le enlazaban conmigo, por ningún estilo, y le ponían en la obligación de consagrarse a mi persona con amistad exclusiva y única y de ser constante compañero mío en la penitencia, cuando nunca lo fue en el pecado. Mi extraña conversión y el refinamiento vicioso de quien, sin caer en ello, era aún enamorada pecadora, me inducían a deleitarme con aquellas visitas, a aliñarlas con el sabor picante de un falso misticismo y con las mortificaciones y castigos que yo imponía a mi cuerpo, y a saborearlas regalándome y alimentándome con la dulzura de ellas, como si usía fuese mi Dios y no el que está en el cielo.
»De aquí mi descompuesta furia y mi loca desesperación cuando usía, advertido a tiempo del peligro, dejó con razón de visitarme. Mi enojo fue mayor aún cuando supe que usía se había casado; enojo absurdo, porque usía ni me había prometido ni podía prometerme no casarse, para ser fiel a las relaciones indefinibles en que soñé yo que estábamos. De aquí que, rabiosa yo, maldijese de la marquesa, y ciega con mis celos me la figurase un monstruo.
»Y de aquí, por último, que olvidando y echando a rodar todas mis penitencias, mis cilicios, ayunos y disciplina, me entregase yo de nuevo al demonio, cuya esclava y servidora había sido durante mucho tiempo. Y el demonio me prestó, sin duda, el poder sobrenatural y los medios de seducción casi irresistibles, con los cuales tendí a usía mis infernales redes, donde por vez primera logré que usía cayese, para insultarle y maltratarle luego con infamia. Y más vale así, porque peor hubiera sido que hubiésemos caído ambos en más honda sima y en pecado más grave.
»No me arrepiento, pues, de haber rechazado a usía: de lo que me arrepiento es de haberle atraído con inaudita perfidia para rechazarle luego. Cuando en esto pienso me doy a cavilar y a recelar que tal vez, al principio, no hubo en mí perfidia, sino que me movió otra pasión, cuando no peor, más peligrosa. ¿Me movió tal vez amor frenético y desesperado? ¿Fue repentino y súbito el cambio en odio de este amor, cuando le vi triunfante? El corazón de la mujer es un abismo de malvadas inconsecuencias. Para abrazarme a mi ídolo le derribé del altar, y cuando le vi por tierra, me llené de orgullo, y la adoración se trocó en desprecio, y le pisoteé en lugar de recibir con júbilo y con vehemente gratitud su beso.
»En fin, más vale que haya sucedido todo como ha sucedido. Dios tenga piedad de mí y perdone mis culpas. Conozco que se acerca la hora en que me llamará Dios a su tremendo tribunal. Aun así, no puedo menos de pensar en usía y de anhelar que usía me perdone. Yo he sido su ángel malo, y me arrepiento de ello y lo deploro. Compadézcame usía; pero no me llore, porque descansaré con la muerte. Y no permita el cielo que la paz del alma de usía se turbe y que se obscurezca su luz, al pensar usía en mi último pecado y en el único sin duda que usía cometió por mi causa e instigado por mí y por todos los espíritus del Averno que me auxiliaban entonces.»
Así terminaba el escrito de la Caramba.
En cuanto al marqués, solo el padre Atanasio, su confesor, supo lo que padecía, recordando su fea, aunque momentánea falta, y pensando, ya en el misterioso afecto que la Caramba le había inspirado, ya en la singular pasión que tuvo por él aquella mujer, pasión que fue tomando diversas formas y condiciones, que sin duda no extinguió el desengaño ni la penitencia, y que no se desprendió del ser de ella hasta que se desprendió de ella el alma al exhalar el postrer suspiro.
I
En las fértiles orillas del azul y caudaloso Danubio, no muy lejos de la gran ciudad de Viena, vivía, hace ya cerca de medio siglo, la Condesa viuda de Liebestein, nobilísima y fecundísima señora. Al morir el Conde, su marido, le había dejado en herencia muchos pergaminos, poquísimo dinero, escasas rentas, abundantes deudas, y once hijos, entre varones y hembras, el mayor de dieciocho años.
La Condesa, con admirable economía, fue poco a poco pagando todas las deudas del Conde, y halló además recursos para dar carrera a sus hijos varones, que fueron militares, unos al servicio de Prusia, otros al de Austria, y otros al de Baviera. Casó además con caballeros de su clase, que todos eran Condes, y el que menos tenía dieciséis cuarteles, a cuatro de sus hijas, condesas también desde su nacimiento.
Conseguido tan difícil triunfo, la Condesa viuda vivía tranquila y retirada en el castillo o mansión señorial que le había dejado en usufructo y de por vida su difunto esposo.
Las hijas, casadas, se habían ido con sus respectivos consortes. Los hijos, militares, andaban por los campamentos, o de guarnición, o asistiendo y sirviendo en distintas residencias imperiales y regias.
La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no tomar muletas, en vez de tomar las armas. El conde Enrique vivía en el castillo; acompañaba a su madre, y, pensador y estudioso, se iba haciendo gran sabio y leía mucho, porque en el castillo daba pábulo a su afición una copiosa y escogida biblioteca, fundada hacía siglos por sus antepasados y acrecentada de continuo.
No pequeña parte del castillo estaba muy cómoda, elegante y hasta ricamente amueblada aún, gracias al esmero cuidadoso de la Condesa viuda. Tapices flamencos cubrían las paredes de dos amplios salones. Los antiguos muebles se hallaban en perfecto estado de conservación. En las alcobas había camas de roble primorosamente esculpido y con colgaduras de damasco. Varios retratos de familia, de pomposas damas y de caballeros armados, prestaban autoridad a las habitaciones y les ponían muy aristocrático sello. Durante los fríos y las nieves invernales se estaba allí muy a gusto, gracias a enormes chimeneas donde podían arder troncos enteros de encina y a colosales estufas de loza vidriada que había también en no pocos cuartos. Pero el edificio era vastísimo, y proporcionalmente era pequeña la porción de él que se conservaba amueblada y habitada. Largas y desiertas galerías, salas sin muebles, pasadizos misteriosos y estrechas y torcidas escaleras que bajaban a los profundos sótanos o subían hasta lo más alto de las torres, prestaban al conjunto del edificio muy medroso aspecto y a la imaginación fértil y extenso espacio donde crear fantasmas y sobrenaturales prodigios.
Acostumbrada y encariñada la Condesa viuda con su antigua vivienda, nada, sin embargo, temía. Al contrario, tal vez se hubiera complacido ella en ver con los ojos de su cuerpo mortal y en hablar y en oír hablar a varias almas en pena de los progenitores de su marido, las cuales almas, según afirmaba el vulgo, solían aparecerse durante la noche, y andaban vagando por los más recónditos camaranchones y obscuros escondrijos de aquel laberinto arquitectónico.
Tampoco el conde Enrique, algo descreído y volteriano, tenía miedo de lo sobrenatural. Casi sobrenatural se consideraba él mismo. Vivía artificialmente, merced a un severo régimen y a la atinadísima ciencia de su médico. En su primera mocedad, y, a pesar de su cojera, había gozado de mejor salud relativa, y había podido pasar largas temporadas en Viena, asistiendo a las aulas y dedicándose al estudio. Empeoró después su salud y se encerró tan obstinadamente en el castillo, que nunca salía de él y acompañaba siempre a su madre. Por su carácter era un ángel, y por su facha, a no ser tan bondadoso, hubiera parecido un demonio, aunque por lo feo y pequeñuelo no dejaba de parecer un duende.
El ser que iluminaba el castillo con esplendores de poética hermosura, era la gentil Poldy, única hija de la Condesa viuda que permanecía soltera, aunque frisaba ya en los veintiocho años.
Como era muy distraída y muy corta de vista, y tenía, si es lícito valernos de una expresión gráfica aunque harto vulgar, grandes humos aristocráticos, apenas había tratado ni fijado siquiera la mirada en individuo alguno de la humanidad circunstante, como no tuviese por lo menos dieciséis cuarteles de nobleza. A los criados, a los campesinos y a los desvalidos y pobres, sí los miraba, pero los miraba para protegerlos y ampararlos hasta donde alcanzaban sus medios y recursos. Lo que es de igual a igual, la condesa Poldy no trataba a nadie, ni fijaba su atención en nadie como no fuera de su clase. Para excitar su caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso; pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por sí atildado, culto y perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras prendas.
Alguien calificará tal vez a esta señorita de engreída, fastidiosa y hasta inaguantable. Yo ni la defiendo ni la injurio. La pinto como ella fue, sin quitar ni poner nada. Su orgullo, a la verdad, aunque es falta que no merece disculpa, no carecía de fundamento, porque, sobre ser Poldy de nobilísima estirpe y contar entre sus ascendientes a un héroe que peleó en Legnano, al lado de Federico Barba-roja, contra el ejército de la liga lombarda, y a otro que estuvo de cruzado en Palestina, con el impío Emperador Federico II, era ella de por sí hermosa y discreta y de tan fino temple de carácter y de tales bríos, que parecía una reina y avasallaba todas las voluntades.
Habían bastado sus breves apariciones en Viena, en casa de una tía suya, para que se llevase a las gentes tras de sí y la proclamasen hauptcomtesse o como si dijéramos Condesa capital o princesa y capitana de las condesas todas.
Es evidente que, siendo ella así, no había carecido de novios, entre los señores de su clase; pero, como era tan descontentadiza y dificultosa de gusto, ningún pretendiente le agradaba ni le satisfacía. Uno le parecía tonto, otro ordinario, otro feo y otro vulgar. En suma, ninguno la enamoró, y, repugnando casarse por casarse, sin estar enamorada, permaneció soltera.
Vivía casi siempre retraída en el castillo, donde no veía ni hablaba a nadie más que a su madre, a su hermano y a las gentes que los servían.
A fin de gozar, no obstante, de cierta libertad y de poder ir de vez en cuando a Viena sin otra custodia que la de su doncella, a los veintidós años se había hecho stiftdame o sea canonesa. Ningún voto perpetuo la ligaba, apenas tenía obligación de vivir algunos días en comunidad, y alcanzaba en cambio no cortos privilegios, exenciones y autorizada consideración.
A pesar de estas facilidades y ventajas, hacía ya tiempo que la condesa Poldy se había aficionado tanto a la soledad, que no iba a Viena, ni salía del castillo y de sus rústicas cercanías.
Su conversación con el conde Enrique acabó por infundir en su espíritu idéntica curiosidad, igual afán de saber y no menos decidida afición a toda clase de estudios. En ella, sin embargo, predominaba el amor a la poesía, sobre todo, cuando tenía por objeto el examen de lo íntimo del alma propia para sondear sus misteriosos abismos y buscar y hallar luego en el lenguaje humano la expresión adecuada de sus ensueños, anhelos y vagas creencias y esperanzas.
El misticismo algo panteísta que llenaba y colmaba su espíritu, rebosaba y trascendía a lo exterior convertido en hondo sentimiento de la naturaleza y en arrobo contemplativo y extático de las remotas estrellas del cielo y de las flores y plantas del intrincado y frondoso bosque que casi rodeaba el castillo.
Durante el invierno, la Condesa Poldy, retenida en el castillo por las lluvias y los hielos, no daba tan largos paseos ni eran sus excursiones tan reposadas y contemplativas como en la primavera y en el verano. Pero, durante la primavera, se desquitaba bien de su forzada reclusión permaneciendo largas horas en el bosque. Ya se paraba a meditar, ya iba con lentitud y sin dirección determinada, y ya se detenía, o bien mirando una flor, una mariposa, una libélula, o los caprichosos efectos de la luz al través de las verdes ramas, o bien oyendo cantar los pájaros, o el murmullo del agua del arroyo al quebrarse en las guijas, o el manso susurrar del aura entre las verdes y tempranas hojas.
Cuando la condesa Poldy daba estos paseos meditabundos, cuando salía, como solía ella decir, a caza de impresiones poéticas, no gustaba de que nadie la acompañase; siempre iba sola.
II
En un hermoso día de los últimos del mes de Mayo, la condesa Poldy se hallaba sola, en lo más intrincado del bosque, entre diez y once de la mañana. Sencilla y elegantemente vestida, llevaba en la airosa cabeza un gracioso sombrero de paja de Italia y pendiente del brazo izquierdo un ligero canastillo de mimbre. Aquel día no eran la meditación y la contemplación de las bellezas naturales el único propósito de su paseo. Tenía otro más práctico. Iba ella a coger fresas silvestres, de las muy delicadas que en abundancia producía aquel bosque, y a coger también cierta florida hierbecilla, llamada waldmeister, que se pone y conque se perfuma y sazona el maitrank, deliciosa bebida propia de aquella estación y de la que gustaba muchísimo la Condesa viuda.
Buscando fresas y waldmeister, Poldy se había alejado del castillo y penetrado en la profundidad del bosque, harto más de lo que solía. Así vino a encontrarse en sitio muy solitario y agreste, donde, rota la espesura que los apiñados árboles formaban con su denso follaje, había una pequeña laguna. En la orilla opuesta de aquélla a la que Poldy se había acercado, se alzaba un obscuro y ruinoso torreón. Todo el terreno que circundaba la laguna era húmedo y vicioso. Las emanaciones palúdicas habían ahuyentado las aves de aquel sitio. Las aves no le alegraban con sus trinos y gorjeos como hacían en otros lugares del mismo bosque. Casi hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que había crecido muy alta. Cada vez que fijaba en el suelo uno de sus menudos pies, se espantaban las ranas que entre la hierba se hallaban ocultas, y daban estupendos brincos, zambulléndose en el agua estancada. El ruido que hacía el agua, al chapuzar en ella las ranas, era lo único que interrumpía el maravilloso silencio que reinaba en torno.
Poldy, por irreflexivo y curioso instinto, siguió andando por la margen de la laguna hacia el sitio donde el torreón se parecía. Y estando ya muy cerca de él, vio de improviso un objeto que, si bien ella no era tímida, le produjo un sacudimiento nervioso, por mostrarse tan de repente y cuando menos lo recelaba. Era una corpulenta cigüeña blanca, que salió de detrás del torreón, y que sin el menor espanto, sino mansa y serena, se vino hacia Poldy con paso lento, grave y majestuoso. De vez en cuando movía la cabeza a un lado y a otro con graciosa coquetería. Cuando estuvo más cerca, dio algunos saltitos, extendió y batió las largas alas como en señal de júbilo, y abriendo y cerrando repetidas veces el rojo pico, produjo un son muy semejante al de las castañuelas. Volviendo luego a andar con mayor lentitud y con cierta vacilación, como si el respeto le contuviera, siguió el pájaro peregrino caminando hacia Poldy, y parándose a cada dos o tres pasos como si aguardase el permiso de llegar hasta ella.
Comprendió Poldy la intención del pájaro; no temió nada porque le consideró inofensivo, pero extrañó que se le mostrase tan cariñoso y que tan resueltamente y a largos trancos de sus zancas enjutas viniese hacia ella como si fuese un antiguo amigo suyo. ¿Le habría conocido y tratado antes y no lo recordaría entonces? Poldy buscaba en balde por todos los más hondos y olvidados senos de su memoria algún vago recuerdo de aquel conocimiento y trato. No hallaba el menor rastro ni la más ligera huella de haberlos tenido jamás. La misma cigüeña dejaba ver que nunca había conocido a Poldy, pues aunque no atinaba a expresarse en ningún idioma humano sino sólo con los resonantes castañetazos de su pico, la lentitud de su marcha, sus paradas frecuentes y cada una de las miradas que sus pardos ojos dirigían a Poldy parecían significar interrogación y súplica, como si dijesen: graciosa Condesa, ¿me permite V. E. que me aproxime y la trate? Había además en la cigüeña un no sabemos qué de exótico: cierto raro modo de ser, bastante parecido al que se nota en un viajero de distinción, venido de muy remotos países, con quien por dicha tropezamos y entablamos conversación sin pensarlo ni pretenderlo y solamente a causa de súbita y misteriosa simpatía.
Poldy, sin duda, simpatizó con la cigüeña. Le cayeron en gracia y le ganaron la voluntad el respetuoso acatamiento y la amistosa dulzura conque la cigüeña la miraba. Confesó, allá en sus adentros, que la cigüeña sabía tratar a las gentes como merecían, y que, naturalmente, estaba dotada de exquisita buena crianza, aunque por ser crianza no aprendida, más bien debiera llamarse soltura fina o refinado tacto de mundo.
En fin, Poldy se allanó a tratar a la cigüeña sin que nadie se la presentase y sin saber quién era ni cuántos cuarteles tenía; dio también hacia ella algunos pasos, y extendió la mano y le tocó regaladamente la cabeza. La cigüeña se dejó acariciar y mostró la satisfacción y el gusto que aquellas nobles caricias le causaban, entornando los párpados como si se adormeciese y restregando suavemente el largo cuello sobre la vestidura de la linda dama. Pasó ésta la mano por el cuello de la cigüeña, bajándola hasta el ancho buche, cubierto todo de abundantes y blancas plumas. Entonces advirtió con sorpresa que la cigüeña tenía allí, suspendido de listón muy sutil, un pequeño retazo de tela de seda, que, flexible y apiñada, formaba poquísimo bulto.
Poldy no pudo resistir la curiosidad ni vencer el deseo de apoderarse de aquella prenda. Pronto desató el lazo conque por medio del listón colgaba la prenda del cuello del pájaro y se quedó con la prenda en las manos.
No se sabe si espantada entonces la cigüeña o enojada del que pudo considerar despojo, se apartó bruscamente de la dama, extendió las alas, salió volando, se remontó en los aires y acabó por perderse de vista.
Avergonzada quedó Poldy como si hubiese cometido un hurto villano, pero, al fin, desechó los escrúpulos, pensando que no había ella tenido la intención de quedarse con la prenda y que estaba dispuesta a devolvérsela al pájaro, si el pájaro acudía de nuevo a ella y de algún modo la reclamaba.
Desenredó luego Poldy más de un metro de listón que estaba devanado en la tela de seda, dándole forma de ovillo, y desenvuelta la tela, que era del color de los albaricoques, vio escritos en ella con muy negra tinta varios renglones en extrañas y menudas letras. Ella las miró y las remiró, pero en vano, porque no conocía una sola. Y aunque era medianamente sabia y aprovechada discípula de su hermano el conde Enrique, no acertaba a determinar con fijeza a qué alfabeto y lengua aquellos signos y palabras pertenecían. Sospechó, no obstante, que las inscripciones de la tela de seda estaban en sanscrito, lengua que estudiaba con asiduidad y provecho su hermano el conde Enrique.
III
Volvió Poldy al castillo aguijoneada por la curiosidad y deseosa de que le descifrase su hermano lo que la tela decía. Almorzó con muy buen apetito, y luego, mientras que la Condesa viuda dormía después del almuerzo, como tenía de costumbre, se fue a la biblioteca con su hermano Enrique, le contó su encuentro con el pájaro zancudo, le enseñó la tela de seda y le rogó que tradujese lo que en ella había escrito.
El conde Enrique confesó que no estaba bastante versado en la lengua de Valmiki para traducir de repente los versos, pues indudablemente eran versos los que había en la tela; pero pidió tiempo y prometió a su hermana presentarle una exacta traducción de todo en aquel mismo día.
En efecto; pocas horas después buscó el conde a Poldy, la llevó de nuevo a la biblioteca, y con aire de triunfo le mostró los versos ya traducidos.
—No se qué pensar, dijo a su hermana. A veces imagino que la cigüeña vino de la India, donde pasó el invierno, y que los versos son obra de algún brahman, Rajá o nababo muy ilustrado, y, a veces, sospecho que bien puede ser algún erudito compatriota nuestro quien compuso los versos y quien colgó la tela al cuello de la cigüeña para embromar al que la encontrase.
—¿Qué fin—contestó Poldy, había de proponerse algún compatriota nuestro con ese engaño? Yo no conozco aún los versos, pero doy por seguro que su autor vive en las orillas del Indo o del Ganges, y no en las del Rin o del Danubio. A ver... lee.
—Ya verás y notarás en los versos cierta inspiración más europea que asiática. Las composiciones son tres: dos muy breves; y una de estas dos parece calcada sobre cuatro versos del Prólogo en el cielo del Fausto. La coincidencia es inverosímil. Y, aunque no es imposible, yo encuentro raro y sospechoso que un brahman lea a Goëthe y le imite.
—Vamos, lee los versos sin más prólogo.
—Los versos dicen:
Pido al cielo su estrella más brillante;
Pido al suelo su dicha más completa;
Y ni cercano amor, ni amor distante
Mi conmovido corazón aquieta.
—Es verdad, dijo Poldy; los versos son muy semejantes a los de Goëthe, salvo que el poeta dice de sí mismo lo que dice Mefistófeles de Fausto.
—Pues oye estos otros que tienen no se qué dejo de metafísica cristiana; de misticismo por el estilo del de Tauler o del del maestro Eckart:
Sin alas y sin luz la mente humana
En balde en pos de lo ideal se lanza;
Pero la voluntad recorre ufana
La eterna inmensidad de la esperanza.
—Eso es verdad,—exclamó Poldy, y lo mismo se le puede ocurrir a un indio que a un cristiano. En la India hay desde muy antiguo, según he oído decir, místicos tan profundos como los de Alemania. Además, en todos los países, ha de haber habido pensadores y poetas que imaginaran y expresaran que se podía penetrar y subir con el amor a donde nunca sube y penetra el raciocinio por sutil y elevado que sea.
—No quiero discutir. Convengo en que un brahman puede haber compuesto la copla que acabo de decirte traducida. Tal vez yo en la traducción le he prestado una apariencia europea que en el original no tiene. Oye ahora la última composición. El poeta desciende en ella de las elevaciones místicas, y se abate y se humana como cualquier enamorado con el amor terrenal y sensual que las mujeres inspiran. Algo, no obstante, queda aún en esta composición del misticismo de las otras. Es como un pequeño fragmento de El cantar de los cantares, o mejor diré del Gita-govinda, cuyos requiebros, ternuras y descripciones materiales pueden interpretarse por estilo ultramundano y trascendente. La composición además tiene en este caso una singularidad que no tiene ni el idilio erótico de los hebreos ni el de los indios. Salomón y Crishna veían, oían y tocaban a sus bellas y enamoradas amigas, pero este poeta ni toca, ni ve, ni oye a la suya, si no se la imagina con indecisa vaguedad, y de tal suerte, que lo mismo puede vivir en este planeta que en otro remotísimo, y lo mismo puede ser nuestra contemporánea, que haber nacido hace cuarenta siglos o que estar aguardando aún otros cuarenta, en el mundo de las ideas, antes de que llegue el día de su encarnación y de su aparición entre los seres de nuestra casta.
—Muy curioso es lo que me cuentas, pero no es original ni nuevo. ¡Es tan difícil ser nuevo y original! ¿No se enamora Fausto de Elena, que vivió dos mil quinientos años antes de que él naciese? ¿No hay un cuento árabe o persa, donde un príncipe musulmán, que vivió doscientos o trescientos años después de Mahoma, está perdidamente enamorado de cierta reina o infanta de Serendib o de Sabá, que floreció en tiempo de Salomón y fue rival de la Sulamita?
—Todo eso es así, pero aún es más vaga e indeterminada la señora de los pensamientos de nuestro poeta indio. El príncipe musulmán enamorado de la rival de la Sulamita, había hallado y admirado el retrato de ella en el tesoro de su padre, mientras que no hay retrato ni hay el menor indicio por donde pueda entrever o tener alguna idea o noción de su dama, el autor de los versos que he traducido. Óyelos con atención.
—Soy toda oídos.
El conde Enrique leyó de esta suerte:
¿Dónde te escondes, hermosa mía,
que no consiguen verte mis ojos,
Como te sueña mi fantasía,
Llena de gracia, libre de enojos?
Ven do el kokila dulce gorjea,
Do presta el loto su aroma al viento,
Ven que mi anhelo verte desea
Y comprenderte mi entendimiento.
No eres ensueño, realidad eres;
No finge el alma hechizos tales,
Aunque más bella que las mujeres
Suya te llamen los inmortales.
En la luz pura de tu mirada
Amor enciende sus dardos de oro,
y son tus labios urna sellada
De sus deleites fuente y tesoro.
Ora residas lejos del suelo
Ora aparezcas en otra edad,
Por los tres mundos en raudo vuelo
Irá buscándote mi voluntad.
Perla brillante, aunque escondida
En lo profundo del mar estés,
Yo sabré hallarte, bien de mi vida,
Para que excelso premio me des.
Poldy oyó atentamente los versos y habló de ellos con su hermano y hasta los juzgó con aparente frialdad crítica, concediéndoles algún mérito y señalando sus muchos defectos. Lo que ella disimuló, y no reveló ni a su hermano ni a nadie, fue el enjambre de suposiciones y de ensueños que los versos suscitaron en su fantasía. Ya se figuraba ver escribiéndolos a un elegantísimo y joven brahman, no lejos de su magnífica quinta, bajo verde enramada, en las fértiles orillas del Kausikí, ya que los componía en su propio alcázar el príncipe heredero de Ayosia, de Cachemira o de cualquiera otro de los reinos y países que describen las antiguas epopeyas. Pero el autor de los versos era contemporáneo de ella y se parecía a ella en extremo por la dolencia y la pasión que le atormentaban. Amaba o mejor dicho deseaba amar; nada veía en torno suyo digno de su amor; y buscaba lejos, a ciegas y sin guía el raro y precioso objeto que mereciese ser amado.
En lo más íntimo de su alma caviló mucho Poldy sobre todo esto, y urdió y tejió infinidad de historias, en su sentir bellísimas, con las que ella se deleitaba en secreto sin comunicárselas a nadie, ni siquiera a la anciana institutriz Justina que era su confidente.
IV
Engolfadísimo en sus estudios, el Conde Enrique no tenía voluntad ni entendimiento sino para continuarlos. En las demás cosas de la vida estaba sometido siempre al entendimiento y a la voluntad de su hermana Poldy, a quien él amaba en extremo. Prohibiole ésta que hablase con nadie del encuentro de la cigüeña, de los versos y de la traducción, y el Conde Enrique obedeció y se lo calló todo.
No quería Poldy que su madre se enterase de nada. La Condesa viuda era una señora dotada de un espíritu tan prosaicamente positivo, que sin duda hubiera destruido con sus discursos todo el caramillo de suposiciones poéticas que Poldy había levantado y que en manera alguna quería ella que nadie derribase.
La Condesa viuda acusaba además y zahería con frecuencia a su hija, calificándola de extravagante, de soñadora, de alucinada, de acérrima enemiga de lo juicioso y de lo razonable, y de temeraria perseguidora de ideales inasequibles y absurdos. Si la Condesa viuda pensaba así de Poldy ignorando el suceso de la cigüeña, ¿qué no pensaría y qué no diría si lo supiese?
Poldy no volvió, pues, a hablar de él ni con su mismo hermano, como si su mismo hermano lo ignorara, o como si ella tuviese la pretensión de que él lo olvidase.
A solas, pues, y en toda libertad, Poldy se figuraba a medida de su deseo, al autor de las tres poesías. Ya le suponía en Benarés, ya en Delhi, ya en Calcuta, ya en otros lugares de la India, pero siempre noble, joven y hermoso, y chatria o brahman, cuando no príncipe.
El incógnito personaje padecía una enfermedad mental semejante a la de Poldy. Eran sus síntomas el desdén y el hastío de cuanto le rodeaba, y la vaga aspiración a un bien remoto, confusamente trazado y medio desvanecido entre las nieblas y vapores de mil ensueños.
Poldy desechaba por vulgar y necia la creencia de su hermano, de que un erudito alemán hubiese compuesto los versos sanscritos para entretenerse o para mostrar su pericia. Para ella no cabía la menor duda: los versos eran obra de un ilustre y joven señor de la India.
Poldy iba amenudo más adelante en sus atrevidas imaginaciones. No creía ella que el pájaro zancudo que se le había aparecido tuviese la menor semejanza ni con el cisne de Leda ni con el toro blanco de la gallarda hija de Agenor; pero ¿no podría la cigüeña ser instrumento de algún gran sabio; acaso de un genio o de una hada, cuyas poderosas sugestiones hubiese obedecido al venir a visitarla? ¿Quién se atreverá a limitar la extensión de lo posible? Si no fuésemos a creer sino lo que comprendemos, apenas creeríamos nada.
Acudía a veces a la memoria de Poldy un cuento de las Mil y una noches, y se deleitaba en presumir que lo que a ella le pasaba tenía algún parecido con dicho cuento. En las más elevadas regiones del aire, se encontraron una noche un hada y un genio que iban volando en opuestas direcciones. Allí se hablaron y se confiaron que el hada venía de visitar y dejar dormido al más hermoso príncipe que había en el mundo, y que el genio, procedente del otro extremo de la tierra, venía de contemplar y de admirar también a una maravillosa princesa dormida en su lecho virginal, allá, en el más recóndito, elegante y perfumado camarín de su magnífico palacio. Genio y hada se proponen que príncipe y princesa se conozcan, se enamoren y se casen, y los medios a que recurren para lograrlo constituyen el enredo de la mencionada historia. Poldy, aunque suavizando mucho lo sobrenatural, así por modestia, como por el escepticismo que es tan propio del siglo presente, se dio a sospechar que en todo lo sucedido podría muy bien y casi naturalmente haber algo que con el cuento oriental coincidiera.
Ella había oído decir y hasta había leído en obras recientes que tratan de Teosofía, que hay • en la India ciertos sabios llamados mahatmas, que a fuerza de introinspección y de asiduo examen en las honduras del propio ser, adquieren poder estupendo y descubren raros secretos de la naturaleza, por cuya virtud realizan acciones que tienen apariencia de milagrosas, aunque no lo sean. ¿No sería quizás el autor de las tres poesías alguno de esos hábiles mahatmas que había adivinado a Poldy, que la había entrevisto mentalmente, que se había prendado de ella y •que para comunicarle sus impresiones y enviarle sus versos sin infundirle mucho asombro, se había valido del medio naturalísimo del pájaro zancudo, cuya condición propia le lleva, sin nada de brujerías ni de otras malas artes, a pasar el verano en Austria y el invierno en la India?
De esta suerte cavilaba Poldy, forjando y desbaratando casos fantásticos. Era como el niño que se entretiene en levantar con esmero y conservando bien el equilibrio un alto y complicado castillo de naipes, y luego le derriba para divertirse y jugar levantando otros.
En suma; Poldy no sabía a qué atenerse ni por qué decidirse. No se declaraba a sí misma cuál de los castillos por ella levantados era el que más le agradaba. Lo que no podía menos de reconocer era que la faena de levantarlos y de •derribarlos la deleitaba no poco.
V
Poldy buscaba la soledad entonces más que nunca. En las conversaciones con su hermano, con su madre y con su aya, se mostraba distraída. Y esquivando amenudo toda compañía, iba a dar por el bosque solitarios paseos.
Aunque sea ordinaria comparación, así como puede conjeturarse y preverse que el sitio más apropósito de hallar a un goloso es una buena confitería, así Poldy conjeturaba que de seguro volvería a hallar a la cigüeña a orillas de la laguna donde la halló por vez primera. Había allí tal abundancia de ranas, lagartos, sapos, escuerzos y otras sabandijas, que era la tierra de promisión para aquel pájaro zancudo, el cual, por su gran tamaño y por la extraordinaria longitud de sus alas, cubiertas en los extremos de lustrosas y negras plumas, dejaba conocer que era del género masculino. Lo que Poldy no acertaba a determinar era si el pájaro estaba casado o soltero. Poldy le veía siempre solo y como no entendía su lenguaje, no le preguntaba si era casado, como en España solemos preguntar a los loros, que responden a la pregunta.
Era también un misterio para Poldy el lugar donde anidaba la cigüeña.
La veía a orillas de la laguna. El pájaro la saludaba con sonoros castañetazos, dando saltitos y batiendo las alas, que abiertas abarcaban más de dos metros y medio. Era en su especie un individuo de notabilísimo mérito.
Parecía meditabundo y pensativo, pero debía callarse muy buenas cosas. En vano esperaba Poldy y hasta fantaseaba el milagro de que la cigüeña hablase, pero la elocuencia de la cigüeña jamás iba más allá de los castañetazos de costumbre y de algunos roncos y desentonados silbos, que eran todo su lenguaje.
Con esto nada podía ponerse en claro.
La cigüeña se mostraba muy amiga y muy mansa con la joven Condesa. No le guardaba rencor porque le hubiese quitado la tela de los versos. Restregaba la cabeza y el cuello contra la vestidura de la linda dama, y parecía gustar de que ella le pasase la mano por el largo cuello y por las alas, y le alisase las plumas.
Estas mudas conferencias, que tenían lugar dos o tres veces cada semana, duraban poco y no se puede decir que fuesen muy amenas. Por lo demás, la cigüeña tenía el instinto de no aburrir, y siempre terminaba las conferencias pronto y de un modo brusco, lanzándose repentinamente en el aire, trazando graciosas espirales en su sereno vuelo y al cabo perdiéndose de vista.
Pasó la primavera, pasó el verano, vino luego el otoño, como sucede siempre, y empezó por último a aparecer el invierno. Poldy tuvo entonces barruntos de que la cigüeña iba a emigrar y a volver sin duda al soñado palacio, a la ciudad oriental, al templo o a la quinta, donde el autor de los versos moraba.
Irresistible fue la tentación que sintió de escribirle. ¿Porqué no había de hacerlo por estilo prudente y decoroso que no la comprometiera?
Poldy pensó además que, si bien no era inverosímil que por ministerio de los genios o de las hadas o por virtud de la ciencia de los mahaturas, el autor de los versos hubiera logrado tener clara visión de ella, nunca estaría de sobra enviarle un buen retrato suyo en fotografía. En nuestros tiempos no implica esto muy decidido favor. Cualquier sujeto, el más plebeyo de los mortales, podía comprar por un florín el retrato de Poldy, expuesto en los escaparates de muchas tiendas de Viena, entre las bellezas de la corte y del teatro, entre princesas, actrices y bailarinas. Si cualquier pelafustán compatriota de Poldy podía poseer su imagen, ¿qué atrevimiento ni qué falta de decoro habría en enviársela por medio del pájaro zancudo al poeta incógnito, que no podía menos de ser príncipe, nababo, brahaman o chatria, allá en la tierra de Rama y de Sita, de Nal y de Damayanti?
Hechas estas reflexiones y otras por el mismo orden, que, se omiten aquí para evitar prolijidad, Poldy, escribió una extensa carta, en papel muy fino para que abultase poco; tomó un retrato suyo, sin cartón, en el cual retrato estaba ella descotada y lindísima en su elegante traje de baile; lo incluyó todo en un sobre con fuerte forro de tela que cerró y selló con lacre; escribió encima: al incógnito poeta indio; agujereó la carta con un punzón; pasó una fuerte cinta al través del agujero; y así preparado todo, lo colgó al cuello de la cigüeña como si fuese la insignia de comendador de cualquiera ilustre Orden.
La cigüeña se estuvo muy quieta, aguardando que Poldy sujetase bien la cinta a su cuello para que no se desatase y para que la carta no se cayese. Y apenas comprendió que estaba ya bien condecorada, dio un tremendo salto, alzó el vuelo, se remontó en el aire y voló con tanto brío como si se largase ya a la India sin parar en rama.
Dejémosla ir en paz, mientras nosotros, que estamos en todos los secretos, nos adelantamos a copiar aquí lo que Poldy había escrito, que era como sigue:
«Irresistible impulso me lleva a escribiros sin conoceros. Sé que me expongo a que me juzguéis poco circunspecta, muy atrevida y harto libre. Ignoro vuestra condición en el mundo, vuestro linaje, vuestras creencias religiosas, vuestra edad y vuestra patria. Mi espíritu, no obstante, se siente arrebatado hacia donde vuestro espíritu se halla y se cree unido a él por el estrecho y fuerte lazo de los mismos sentimientos y de las mismas ideas. En torno mío todo me es indiferente, todo me parece rastrero y mezquino. No es extraño, pues, que busque yo como vos, en apartadas regiones, un alma que simpatice con la mía, aunque sea sólo por sentirse atormentada de la misma dolencia. No acierto a explicarme el fin que pueda tener yo enviándoos estos renglones y hasta enviándoos mi retrato. Lo hago sin propósito, fatal e irreflexivamente. Mi único anhelo es acaso que sepáis que pienso y siento como vos, que ardiente sed de tiernos afectos agita y quema mi corazón sin que la satisfaga ser alguno de cuantos miro cerca de mí. La clara nitidez del cielo poblado de estrellas, el silencioso apartamiento del bosque, la belleza y la gala de los campos floridos, todo embelesa mi alma, todo hasta cierto grado la enamora, pero todo deja en ella inmenso vacío, que sólo otra inteligencia y otra voluntad, humanas o divinas, iguales o superiores a mi voluntad y a mi inteligencia, pueden llenar si me acuden; si prueban el afán que yo pruebo y si logran infundirse en el abismo de mi pensamiento, compenetrándole, fundiéndose con él y haciéndose con él uno solo. No os conozco: no sé si sois vos a quien yo busco. Por esto mismo declaro sin ruborizarme mi extraña pasión, de la que en realidad no sois objeto. Criatura mortal sois sin duda como yo lo soy. En esta vida terrenal, que vivimos ahora, únicamente podría yo amaros si se cumpliesen determinadas condiciones de criatura mortal que en vos tal vez no se cumplan. Tal vez las que yo poseo no respondan a vuestra aspiración tampoco. Y sin embargo yo soy joven, de nobilísima estirpe, y muy alabada de hermosa, aunque por modestia debiera callarlo. Os confieso lo más íntimo, lo más oculto y delicado de mi sentir y de mi pensar. Os declaro quien soy, donde vivo y como me llamo. La confesión y la declaración van dirigidas a un ser que yo me finjo: a un ser que mi imaginación ha forjado. ¿Querréis vos y podréis vos demostrar que convenís sustancialmente con lo imaginado por mí; que sois la forma material y visible del espectro etéreo por quien estoy obsesa, y el astro luminoso cuyos matinales resplandores columbro, y el ansiado aliento de primavera, que al venir el alba despierta y mueve a cantar a las aves, y separa y extiende los pétalos de las flores para recoger su aroma y darles en pago su rocío? Yo explico aquí mi sueño. Si tiene algún fundamento real, a vos os toca manifestarlo. Si no estáis muy seguro de la existencia de tal fundamento, lo mejor es que calléis. Respondiéndome, sólo conseguiríais disipar la más bella de mis ilusiones, reemplazándola con una realidad ruin y triste y con el consiguiente desengaño. Pero si estáis seguro de que mi sueño no carece de fundamento, respondedme, decidme quien sois, venid a mí y mostraos. A orillas del azul y caudaloso Danubio, en el castillo de Liebestein, os espera
Poldy.»
VI
Apresuradamente por el temor de que la cigüeña se fuese a la India sin llevar prenda suya, y con vehemente exaltación, sublimada por la soledad y como destilada en el encendido alambique de sus ocultas cavilaciones, escribió Poldy la apasionada carta que acabamos de transcribir; mas no bien voló la cigüeña, llevándosela colgada en el cuello, Poldy se arrepintió y aun se avergonzó de haber escrito la carta, mostrándose tan tierna y tan afectuosa con un desconocido. La suerte, sin embargo, estaba echada. El mal no tenía ya remedio. Menester era resignarse y callar. ¿Quién, desde la India, por poco sigiloso y por muy jactancioso que fuese, había de tener el capricho de hacer saber en Viena que Poldy, la orgullosa, la siempre esquiva, con condes, con príncipes y hasta con archiduques, se había humillado a escribirle cosas de amor, sin saber quien era e ignorando hasta su nombre?
Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente locura.
Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa, dado que la hubiese. Porque, si el autor de los versos era un joven y hermoso príncipe oriental o algo por el estilo, era muy cruel para el príncipe y para ella no llevar adelante tan poética y misteriosa aventura y destruir las vagas esperanzas de ambos, como quien arranca de bien cultivado terreno una planta lozana a punto ya de cubrirse de flores.
Como quiera que fuese, Poldy vivió en adelante muy retraída y melancólica.
Aquel año fue el invierno muy crudo. Ni una vez sola, ni por muy breves días, fue Poldy aquel invierno a Viena.
Penoso y terrible cuidado vino a aumentar las causas de su retraimiento. La condesa viuda, su anciana madre, agobiada, más que por el peso de la edad, por las penas, los desengaños y hasta por las miserias y los apuros económicos, enfermó gravemente.
Hizo Poldy cerca de ella el oficio de la más vigilante, devota y cariñosa enfermera; pero ni sus desvelos, ni sus fervientes oraciones, ni la docta asistencia de un sabio médico, amigo de la casa, fueron bastantes a retardar el cumplimiento de las inexorables leyes de la naturaleza que tenía marcado el término de aquella trabajada vida. La condesa viuda, llena de santa y dulce resignación, tuvo pronto una muerte ejemplar y cristiana.
Durante algunos días reinó muy lúgubre animación en el castillo. A recoger los últimos suspiros de la egregia dama había acudido la mayor parte de sus hijos, yernos y nueras.
Pronto, no obstante, volvieron todos a sus respectivos destinos y residencias, y el castillo quedó en abandono y en más honda soledad y silencio.
El conde Enrique, Poldy, su aya y tres criados, fueron ya los únicos moradores del castillo. Poldy sintió profundamente la irreparable pérdida que había tenido. Y sin que refrenase su dolor la inquebrantable fe religiosa que daba vigor a su alma, la joven condesa, lloró durante meses a su difunta madre sin hallar consuelo, y olvidada casi de cuantos devaneos, ilusiones y esperanzas habían poetizado su solitaria existencia en aquellos últimos tiempos.
Poldy, sin embargo, aunque no se consoló, hubo al cabo de serenarse y calmarse. Apacible tristeza endulzó el manantial de sus lágrimas y luego logró represarle.
Pesares de condición harto menos noble, y mil preocupaciones de un orden tan rastrero como práctico, invadieron y ocuparon el corazón de Poldy, como cuadrilla de desalmados e impíos bandoleros que entran a saco, profanan y destrozan un augusto santuario.
Dos meses hacía ya que había muerto la condesa viuda. Eran los primeros días del mes de Febrero. El frío era intensísimo. Un manto de nieve cubría en torno la tierra y coronaba a trechos con blancos penachos las erguidas y sombrías copas de robles, abetos y pinos. Rara vez abandonaba Poldy la abrigada habitación del castillo, donde apenas tenía más persona con quien conversar que su hermano el conde Enrique.
Él y ella, habían quedado morando allí provisionalmente, pero pronto tendrían que abandonar su antigua vivienda de la que era propietario y había tomado ya posesión el hermano mayor de ambos.
Poldy, pues, cavilaba con tristeza y desesperanza sobre su suerte futura.
Su hermano Enrique, que gozaba de alta y merecida reputación de sabio, muy versado en varias disciplinas, estaba llamado a ser profesor en una Universidad, donde su ciencia y su trabajo, habrían de remediar la escasez de su patrimonio, dándole para vivir honrada y decorosamente, si bien con sobrada estrechez.
Pero ¿cómo Poldy, que era pobre y desvalida también, había de irse con su hermano y serle constantemente gravosa? Esto no era posible. A Poldy además le dolía en el alma tener que abandonar aquellos lugares, tan llenos para ella, de dulces y misteriosos recuerdos.
Por otra parte, Poldy, que amaba la soledad, sentía invencible repugnancia a irse a vivir vida conventual, entre otras canonesas, en la casa de su instituto. Para vivir sola, según su clase, ya en Viena, ya en otra ciudad, sus rentas eran insuficientes. Y por último, contra lo que más se sublevaba era contra agregarse a la familia de cualquiera de sus hermanos o hermanas y hacer allí el triste papel de huésped perpetua, de tía y de acompañanta, viviendo en algo a modo de poco airosa dependencia y de mal disimulada servidumbre.
Horror causaba a Poldy cualquiera de estos planes en que trazaba y representaba su porvenir. Aún tenía delante de sí todo aquel año que empezaba entonces, y durante el cual ella y el conde Enrique, habían concertado ya con su hermano mayor, permanecer en el castillo, mientras duraba el riguroso luto y acababa de hacerse el deslinde y las particiones de la muy corta hacienda, en la que todavía muy poco les tocaba.
Pasado el mencionado plazo, Poldy consideraba inevitable su salida del castillo, así como tomar decidida resolución para vivir a su gusto y con independencia y decoro.
Tal era la desengañada posición de Poldy. Sólo negras nubes, que presagiaban tempestad, columbraba, al mirar en todas direcciones, en el horizonte de la vida. Sólo una luz incierta, vaga, errante, que bien podía ser una estrella, pero que tenía más trazas de engañoso fuego fatuo, iluminaba de vez en cuando el vacío y obscuro espacio de su cielo. Poldy acababa además de cumplir veintinueve años. Estaba en el apogeo de su belleza, en el mejor y más glorioso momento de su mocedad briosa, y con la imaginación rica de ensueños y la voluntad movida y solevantada por poderosos impulsos de ternura.
VII
Pronto desaparecieron las nieves; se oyó el canto de la alondra; calentó más el sol y vertió luz más clara; discurrió por el bosque que circundaba el castillo un aura vital y fecunda; se tapizó el suelo de nueva y menuda yerba, y en los sotos y umbrías de las hondonadas, en la margen de los arroyos, comenzaron a brotar florecillas tempranas, despuntando con timidez en los álamos, mimbrones y chopos, más resguardados de los vientos del Norte, las primeras tiernas hojas. Entonces Poldy salió de su retraimiento casero y se lanzó con más frecuencia y por más largo tiempo que nunca a sus excursiones y meditabundos paseos por los sitios más solitarios de aquellas cercanías.
No poco gustaba ella de ir por intrincados senderos, por donde había más flores, por donde era más tupida y frondosa la enramada. No poco gustaba ella de sentarse en algún poyo rústico o de pararse a meditar al pie de corpulento roble, cuyo añoso tronco estaba revestido de trepadera yedra y de madreselva olorosa. Pero todo esto era para después y como recurso y consuelo. Lo primero que Poldy hacía todas las mañanas, lo primero de que gustaba y a donde iba precipitadamente apenas salía de paseo, era a la margen de la laguna a ver si se le aparecía de nuevo la cigüeña blanca.
Y como no se le aparecía, ya se quedaba aguardándola largas horas, ya se ponía a buscarla por uno y otro lado y hasta penetrando en el obscuro y ruinoso torreón que pudiera acaso servirle de refugio. Luego que se cansaba de sus vanas pesquisas, cesaba de hacerlas y se dirigía a otros puntos del bosque; negra tristeza embargaba su alma, y a veces asomaban a sus hermosos ojos, harto involuntariamente, algunas lágrimas que no eran ya de las nacidas por el afectuoso recuerdo de su madre difunta.
¿Por qué no volvía la cigüeña blanca? ¿Habría muerto en la India o habría emigrado desde la India a otra región distante, olvidando con ingratitud el bosque y castillo de Liebestein y la amistad de Poldy?
En estas dudas angustiosas transcurrió todo el mes de Abril.
Era el primer día de Mayo. Poldy, casi desesperada ya de volver a ver la cigüeña, acudió, no obstante, como de costumbre, entre diez y once de la mañana, a la orilla de la laguna.
Apenas hacía dos minutos que estaba allí, absorta, pensativa y fijando larga y melancólica mirada en la tranquila haz del agua, cuando un precipitado sonar de alas que venía acercándose estremeció todo su cuerpo y alborozó su alma con agradable susto. La cigüeña blanca había venido volando, se había abatido a pocos pasos de ella, y ya se le acercaba con su lento y majestuoso paso y dando con el pico los castañetazos con que solía siempre saludarla.
Indescriptible fue la alegría de Poldy. Su impaciencia fue mayor que su alegría. Impulsada por su impaciencia, echó las manos al cuello del pájaro zancudo, y empezó a buscar el cordón o la cinta de donde pendiese la respuesta que a su carta esperaba. ¡Qué cruel aflicción tuvo entonces! No hallaba carta pendiente. No hallaba cinta ni cordón de que pendiera. A punto estuvo Poldy de llorar de rabia. Pero la cigüeña, como si adivinase su sentimiento, abrió las largas alas y al punto con alegría y sorpresa advirtió Poldy que la cigüeña tenía debajo del ala izquierda y muy bien atado allí con un fuerte y sutil cordoncillo que bajo las plumas se escondía, un largo y delgado canuto o rollo.
Poldy se apoderó de él en seguida y notó que era ligerísimo, que estaba precintado y sellado y que era tan fuerte la cuerda del precinto y estaba tan bien anudada, que no podía romperse ni desatarse sin tijeras. Sobre la exterior superficie del rollo, se veía escrito en lengua y letras alemanas: A su excelencia la graciosa señorita Condesa Poldy de Liebestein.
Hizo Poldy algunos cariños a la cigüeña a fin de mostrar su gratitud, y hasta hay quien dice que besó su cabeza en albricias del buen recado. Luego Poldy se fue corriendo al castillo para encerrarse en su cuarto, cortar el precinto con tijeras y ver lo que el rollo contenía. Había en el rollo varios objetos que Poldy fue sucesivamente examinando. Era uno la vista fotográfica, prolija y magistralmente iluminada con colores, de un extenso y magnífico salón oriental, lleno de primores y de peregrinas elegancias. En todo se advertían y se admiraban pasmoso lujo asiático y muy acendrado buen gusto. Se diría que era aquello la prodigiosa cámara subterránea, donde encontró Aladino la lámpara del Genio. Pendían de las paredes armas brillantes, indias, chinas y japonesas; colgaban del techo cinceladas lámparas de oro; se veían en torno jarrones, tibores y vasos, artísticamente esculpidos, de metales preciosos, de jaspes rarísimos, de antigua porcelana y de ataujía o menuda labor de pedrería, marfil, bronce y otras materias ricas. Varios ídolos de extrañas cataduras y de simbólicas formas, autorizaban y caracterizaban la estancia. Allí estaban representados Agni, dios del fuego; Kamala o Kamela, Venus de la India, de cuyo nombre proceden, en nuestro vulgar idioma camama, camelo y sus derivados; y allí estaban también Indra, Varuna y hasta la misma Trimurti.
En primer término, sobre una espléndida alcatifa de Persia, y sentado en mullidos almohadones de seda, admirablemente bordados, se parecía un señor, en la flor de la juventud, cubierto de blanca y rozagante vestidura y coronada la gentil cabeza de un amplio turbante, cándido también, sobre el cual se erguía un airón o copete de rizadas y lindas plumas, sujeto el airón al turbante por una enorme piocha de perlas, diamantes y rubíes, que debía valer un imperio. Delante del señor había varias mesillas enanas, donde en aúreos y repujados azafates, en ligeros canastillos, en esbeltas ánforas y en cálices esmaltados, se ofrecían para regalo de la vista, del olfato y del paladar, licores, conservas y sazonados frutos. A un lado y a cierta distancia del joven señor, se hallaba un rico y elegantísimo narguilé, cuyo flexible y luengo tubo tenía el joven señor asido por el extremo, dejando ver la gruesa boquilla de ámbar, prendida al tubo por un anillo de refulgentes esmeraldas. Al lado opuesto del narguilé, aunque mucho más cerca del joven señor, se alzaba, en muy graciosa postura, nuestra ya conocida amiga la cigüeña blanca, cuya vista complació a Poldy no poco. No la complació tanto, sino que hubo de enojarla y de escandalizarla, aunque reprimió el enojo, atribuyendo lo que veía a inveteradas e imprescindibles modas orientales, que en el fondo del salón apareciesen tres bayaderas, con traje de Apsaras o inmortales ninfas, las cuales tejían voluptuosa danza, desceñido y leve el transparente ropaje, los brazos y los pies desnudos, luciendo en las gargantas de los pies y en los brazos, ajorcas y brazaletes, y dejando ver además las torneadas espaldas y los firmes y redondos pechos. Varios músicos, vestidos como dicen que se visten los Gandarbas o músicos del cielo de Indra, acompañaban la danza con arpas, flautas y violines, y con eróticos cantares.
Poldy quedó deslumbrada al contemplar todo esto y formó el concepto más alto del esplendor y de la riqueza del señor indio. De su traza personal es de lo que aquella fotografía no le daba idea completamente satisfactoria. Y no era ese tampoco el propósito de la fotografía, por bajo de la cual había este letrero: mi modo de vivir en Oriente.
En otra fotografía más pequeña, aparecía ya el joven señor con más claros pormenores. Estaba él solo, de cuerpo entero, pero sin accesorio ninguno. Su traje, aunque sobrado pintoresco, era más europeo que indio, salvo el extraño sombrero que llevaba en la cabeza y que era de los que llaman heroínas en Filipinas. La chaqueta o dormán, muy ceñido al cuerpo y adornado con alamares, revelaba las formas robustas de su torso y de sus brazos. Los calzones eran anchos y cortos. Desde la rodilla hasta la planta de los pies calzaba botas de becerro. Pendientes de la ancha charpa, de cuero también, que ceñía su cintura, había un revólver a un lado y al otro lado un enorme cuchillo de monte. En la mano derecha cubierta de guante de gamuza, tenía una escopeta de dos cañones, que descansaba en el suelo y sobre la cual se apoyaba. Por bajo, había un rótulo que decía: al ir a caza de tigres.
Por último, había una tercera fotografía que no dejaba nada que desear. Allí estaba el joven señor clara, fiel y nítidamente retratado. Su rostro era hermosísimo. Los ojos eran grandes y expresivos; la barba parecía sedosa, abundante y muy bien cuidada y atusada. La nariz, un tanto cuanto aguileña, daba cierta majestad a su expresión. Y la anchura y la rectitud de su frente revelaban poco común inteligencia. Se notaba en todo su aspecto un no sé qué de bondadoso, de simpático y de egregiamente distinguido. Sus manos sin guantes, aunque fuertes y varoniles, eran aristocráticas, muy cuidadas y bonitas, con dedos afilados en la extremidad y encanutadas las uñas, en vez de ser cortas y chatas. En este retrato, el joven señor estaba vestido enteramente al uso de Europa, de toda etiqueta, con corbata blanca y con un frac, tan admirablemente cortado y que le caía tan bien, que no soñaría hacerle mejor, ni Frank, el de Viena, ni el sastre más famoso de Londres. Por bajo de este retrato había otro letrero que decía: en traje de etiqueta para ir a un baile del Lord Gobernador de la India.
Hechizada quedó Poldy al contemplar los mencionados retratos. Se prendó de la hermosura y distinción de su remoto amigo. Y no pudo menos de confirmarse en la creencia de que era un príncipe indio mediatizado, un nababo, o por lo menos un brahman o un chatria de primer orden y de mucho fuste.
Imagine ahora el lector el afán, el asombro, las palpitaciones de gozo y el raro deleite con que leería Poldy la carta, que también venía en rollo y que estaba concebida en estos términos:
VIII
«Me repugna y hallo difícil escribir cartas dando tratamiento a quien las dirijo, y así, adopto la antigua costumbre de los orientales. Tú me permitirás, bella condesa Poldy, que desde luego te tutee sin ceremonias.
La cigüeña blanca, que anida años ha en el tejado de la espléndida quinta que yo poseo en las floridas márgenes del Ganges, me ha traído gratas noticias tuyas, tus dulces palabras y tu divina imagen. Bendita sea la cigüeña blanca que tanto bien me ha hecho. Con razón la llamaba yo antes Garuda. Ahora le confirmo este nombre sagrado, con el que se designa en mi patria al Dios-rey de las aves todas, al alado destructor de los dragones y de las serpientes.
En extremo me complace saber que eres de noble extirpe y bastante antigua hasta donde cabe en un pueblo que hace pocos siglos era salvaje todavía, careciendo de documentos y de archivos que pudiesen acreditar la nobleza de persona alguna, y las hazañas de sus progenitores. Estos, errantes en las ásperas selvas y en el rudo clima de los países del Norte, decayeron de su ilustre origen y olvidaron la primitiva cultura de los arios del Paropamiso de donde proceden, y sólo recientemente se han civilizado, aprovechándose de los estudios y progresos de los hombres del Mediodía. Pero sea de lo dicho lo que se quiera, relativamente tú eres noble y me basta, aunque mi clara nobleza preceda a la tuya en dos mil años lo menos.
Te hablo con franqueza y desecho adulaciones y galanterías. Así darás mayor crédito a mis alabanzas sinceras.
Garuda, por caprichosa y feliz inspiración mía, te llevó unos versos que distaba yo mucho de imaginar que pudiesen caer en tan hermosas manos. En ellos ponderaba yo mi hastío de cuanto me rodea y el anhelo vehemente, que consume mi alma, de hallar objeto, escondido y lejano, que satisfaga mis aspiraciones amorosas, las comprenda y las comparta.
Tu retrato y tu escrito han colmado mis votos. Tú eres la mujer de mis sueños.
Venerandos brahmanes, antiguos sabios de por acá, que han escrito de amores en el Kama Sutra y en otras disertaciones y tratados, exigen sesenta y cuatro potencias, prendas o aptitudes, para que exista en realidad la Padmini o mujer perfecta. Yo te declaro que, al ver tu imagen y al leer tus palabras, he descubierto en ti las sesenta y cuatro aptitudes y te he entronizado en mi corazón como reina y señora y he reconocido en ti mi Padmini, sin cuyo amor no podré tener nunca bienaventuranza. Ámame pues, como yo te amo, y hazme dichoso como quiero yo que tú lo seas.
Nada puede oponerse a nuestra unión futura. La distancia importa poco. No tardaré yo en salvar la distancia, y el día en que menos lo pienses, apareceré a tu lado y me verás de hinojos a tus plantas, pidiéndote que correspondas al inmenso amor que me inspiras.
No hay ya en mí calidad exótica y peregrina que te prohíba amarme. Yo poseo el antiquísimo saber de los brahmanes y de los chatrias, de cuyas castas combinadas desciendo; pero, he estudiado también y he logrado adquirir bastante del moderno saber de Europa. Y no le miro con prevención injusta, sino con cariño paternal, como retoño lozano de nuestras primeras, altas y fecundas doctrinas. Ya habrás notado que no escribo muy mal tu idioma y hasta que he imitado y casi traducido en sanscrito versos de Goëthe. No ignoro tampoco las literaturas francesa, inglesa y de otros pueblos. Y en lo tocante a religión, te diré con todo sigilo, pues no quiero aun escandalizar y alborotar a mis parientes y amigos, brahmanes y chatrias, que he renegado, tres años ha, de la religión brahmánica, y me he hecho, en secreto, tan católico cristiano, como tú eres. Se debe esta conversión a cierto Padre jesuita, de nación española, que llegó a esta ciudad, procedente de Filipinas y se detuvo algún tiempo entre nosotros. Era varón tan ilustrado, tan piadoso y tan elocuente y melifluo, que logró convencerme. Dios le bendiga y se lo pague. Callo su nombre, porque de seguro no te importa y porque no quiero lastimar su extremada modestia. Sólo añadiré que de mi trato frecuente con este bendito Padre, ha nacido en mí grande afición a la lengua castellana y que he adquirido y leído los mejores prosistas y poetas, que en ella han escrito o escriben.
Te callo también mi nombre indio, porque no quiero que le estropees y porque es tan enrevesado, que sólo aprenderás bien a pronunciarle por medio de la voz viva. Conténtate por ahora, con saber que el venerable padre jesuita mi catequizador, me puso al bautizarme, el sevillano nombre de Isidoro. No seas voluble: ámame y no me olvides: no te enamores de ninguno de esos dandies de la Hof-Adel o nobleza palatina de Viena: persuádete de que mi nobleza es por lo menos tan clara y sin la menor duda muchísimo más rancia que la de ellos. La de ellos constará acaso en antiguos pergaminos, pero la mía consta en documentos fehacientes, redactados veinte siglos antes de que el pergamino se inventase, y muchos más siglos antes de que en Austria se usara y se contara entre los recados de escribir.
Ámame, repito, y ten fe y esperanza en mi amor. No necesitas buscarme, sino aguardarme. Pronto me verás a tus pies, adorándote rendido y suplicándote con toda el alma que seas la Padmini de tu
Isidoro.»
IX
Contentísima estaba Poldy al inferir y considerar, por la lectura de la carta, que su indio era ilustre y rico y que estaba perdidamente enamorado de ella. Puntos había, no obstante, en la carta, que hacían surgir en el espíritu de Poldy, reparos, contradicciones y hasta quejas. Harto jactancioso y nada galante ni fino le pareció el encomio que hizo el indio de su nobleza, con grave detrimento y aun menosprecio de la nobleza austriaca; pero Poldy excusaba y hasta absolvía al indio, conjeturando que en este particular había de estar un tanto cuanto agriado su carácter, por que siendo él descendiente de Crishna, de Rama, de los Pandues, o tal vez de algún Avatar, encarnación de Vishnú, de los que el Mahavarata celebra, se veía sometido a la extranjera dominación de los pícaros ingleses.
Poldy disculpaba así a su amigo, pero distaba mucho de darle la razón. Pensaba ella que los documentos nobiliarios valen solo cuando goza de poder, alta posición y riqueza quien los exhibe, y que todo esto, salvo la riqueza, estaba menoscabado y deteriorado en su indio, que al fin era un humilde súbdito de S. M. Británica y cualquier inglés empleado de Hacienda o cualquier coronel de caballería podría mirarle de alto a bajo.
Poldy discurría además, que el que vence y domina es siempre el heredero legítimo del vencido y dominado. Y esto en todas las épocas y regiones. En la Edad Media, por ejemplo, ya en una encrucijada, ya en abierto palenque, topaba un caballero andante con otro, y para probar la bizarría respectiva o para hacer confesar al contrario, que su dama era la más hermosa, o por quítame allá esas pajas, se arremetían ambos con furia y se daban de lanzadas. De resultas caía derribado de la silla uno de los dos caballeros, y en el instante, toda la gloria de sus proezas, toda la nombradía que sus aventuras y hazañas le habían granjeado, se transferían al caballero vencedor como aditamento o apéndice.
Poldy recordaba también haber leído que, allá en América, cuando un cacique bisoño, que no había hecho aun cosa de provecho, se encontraba de manos a boca con otro cacique veterano, enemigo suyo, y célebre autor de doscientas mil ferocidades, y acertaba a darle tan terrible golpe con la macana que le derribaba y vencía, la fama toda del cacique veterano se trasladaba al cacique bisoño, y hasta era general creencia que en el bisoño se transfundían los bríos y la audacia del veterano, sobre todo si el bisoño le bebía la sangre o se le comía, crudo o guisado, después de haberle muerto.
Deducía Poldy de cuanto va dicho, que los verdaderos nobles del día, son los europeos, y muy singularmente los alemanes, porque ejercen con los adelantos y mejoras de nuestro siglo, todas las antiguas artes de la paz y de la guerra, por donde se señalaron y dominaron el mundo asirios y babilonios, medos y persas, egipcios, fenicios y cartagineses, y griegos y romanos, cuyas glorias todas, excelencias y privilegios se hallan hoy, según Poldy, en resumen, cifra y compendio, en sus egregios compatriotas, y por consiguiente en ella también.
A pesar de todo, y después de haber hecho la indispensable rebaja, Poldy se complacía en que fuera noble su indio y hasta se figuraba llanísimo que fuese él naturalizado, hof-fähig sin la menor dificultad, y que asistiese con ella a la corte cuando estuviesen casados.
Como en Austria, además de la nobleza alemana, checa, polaca, húngara, rumana, croata, serba, dálmata, etc., la hay de origen irlandés, francés, español e italiano, claro está que podría haberla también de origen brahmánico y chatriesco.
Otra cosa, de las que enojaban algo a Poldy, era la presencia en la fotografía de aquellas tres bayaderas tan ligeramente vestidas y tan poco modestas y comedidas en sus bailes. Pero también Poldy se mostraba indulgente con este desafuero del indio, y si no le disculpaba, le explicaba y casi le perdonaba. El indio había tenido bayaderas, y había hecho aquella vida rota, de puro oriental, cuando estaba aun sumido en las tinieblas del paganismo, pero cuando, gracias al padre jesuita, se convirtió a la verdadera religión, Poldy daba por segura su enmienda y el abandono en que había dejado sus viciosos deportes.
Lo único que en este negocio la apesadumbraba era que no hubiese sido el indio su catecúmeno, porque ella le hubiera convertido mejor que el padre jesuita, y no le hubiera dado en la pila bautismal un nombre tan feo como el de Isidoro. Poldy ignoraba quizás que había habido un santo arzobispo de dicho nombre, famosísimo sabio, que recogió y ordenó en sus libros todo el saber de su tiempo, y se atenía a lo que había oído decir a una vieja princesa, tía suya, terrible antisemita, la cual princesa se empeñaba en afirmar que el nombre de Isidoro era muy común entre judíos, por donde le repugnaba de tal suerte, que tuvo tentaciones de despedir a un excelente criado suyo porque se llamaba Isidoro, y sólo se resignó a conservarle en su servicio obligándole a llamarse Filidoro en adelante.
Por lo demás, Poldy no podía estar más alegre ni más satisfecha. El istmo de Suez, acababa de abrirse y ya se presentía Poldy atravesando el canal, salvando el estrecho de Bab-el-Mandeb, y navegando por el Mar Eritreo, con rumbo hacia la India, para visitar las quintas, jardines y palacios de su joven esposo.
La venida de éste no podía ya tardar mucho, y Poldy se moría de impaciencia por verle vivo y no pintado, en cuerpo y alma y no en imagen. Lo que excitaba su curiosidad y le cosquilleaba suavemente las telas del cerebro era la condición de Padmini, que el joven indio le concedía. Ansiosa estaba de leer o de que le leyesen el Kama Sutra, y de estudiar bien allí las sesenta y cuatro aptitudes o excelencias de la Padmini, para buscarlas en ella y convencerse de que las poseía y de que no era lisonja de su amigo.
En resolución, Poldy estaba inquieta y alborozada, pero con inquietud y alborozo, llenos de dulces esperanzas y de amorosas y poéticas venturas.
X
Muy distraída o muy afanada debía de andar Garuda, cuando no se mostraba en la margen de la laguna a donde Poldy iba a buscarla de diario.
El indio seguía también tan invisible como Garuda.
Poldy languidecía de impaciencia, e imaginaba en ocasiones que iba a marchitarse su juventud como entreabierta rosa, en cuyo seno, donde no cayó el rocío, penetran los rayos del sol en la estación estiva.
En efecto, estaba para acabar ya el mes de Junio y el indio no había aparecido.
Una mañana, como de costumbre, entre diez y once, volvía Poldy de la laguna, donde en balde había buscado a la cigüeña.
Fatigada y triste, en medio de la senda por donde se volvía al castillo, Poldy se sentó, al pie de un olmo, en un asiento rústico, y en lo más frondoso, intrincado y bonito del parque. Un arroyuelo cristalino corría cerca murmurando. Crecían en su margen blancas y moradas violetas, y otras no cultivadas florecillas, que embalsamaban el aire con suave y grata fragancia. Floridos rosales de enredadera y otras plantas, que se ceñían a los troncos, y pasaban de un árbol a otro, como festones y guirnaldas, formaban allí misteriosa espesura y apartado recinto.
Sentada ya Poldy, se puso a meditar, y hubo de distraerse por tal arte, que, como vulgarmente se dice, se le fue el santo al cielo. Cual no sería su asombro y cual no sería su júbilo, cuando de repente sintió ruido y sin tener tiempo para recobrarse, vio llegar a un gentil caballero, que se aproximó respetuoso y vino a ponerse de hinojos a sus plantas.
Imposible dudar. Era el original de los tres retratos en fotografía. Vestido estaba con elegante traje de cazador, pero sin armas, porque no iba ya a caza de tigres, sino de palomas. Y en vez del salacot oriental, cubría su cabeza un airoso sombrero tirolés adornado con una pluma de águila.
El joven derribó por tierra el sombrero y descubrió los negros y abundantes rizos de su cabeza, antes de postrarse de rodillas.
Profunda fue la emoción de Poldy. El corazón le daba brincos en el pecho. El joven le pareció mucho más bello en el original que en los retratos, y cuando oyó su voz, argentina, melodiosa, y rica de tonos persuasivos y suaves, que roban la prudencia y la calma, apenas pudo sostenerse y pensó que se desmayaba.
En aquella situación no era dable diálogo alguno. ¿Qué podían decirse los dos enamorados? ¿Con qué frases, en qué sobrehumano idioma acertarían a expresar sus agitadores sentimientos?
Solo dijo él:
—Aquí estoy, Poldy. Tuya es mi vida. Quiero ser y seré tuyo para siempre. Yo te amo, yo te idolatro, yo te adoro.
¿Qué había de contestar Poldy, muda de asombro, radiante de alegría, y con el amor y el pudor luchando en su alma?
Hizo, no obstante un esfuerzo y se puso de pie, aunque turbada y vacilante.
Entonces él se levantó también y la estrechó irresistible y cariñosamente entre sus brazos. Luego, juntó su rostro al de ella y cubrió de besos su frente, sus mejillas y su fresca boca.
Conoció Poldy al fin el peligro en que se hallaba, se avergonzó de ceder con tanta facilidad a quien veía y oía por vez primera; y, prestándole fuerzas su lastimado decoro, rechazó con violencia a su amante, se desprendió de entre sus brazos, y procuró guarecerse de su atrevimiento huyendo desalada y refugiándose en el castillo.
A solas en su estancia, se repuso Poldy de su temor, logró calmarse, y en el fondo de su alma no pudo menos de conceder su perdón al príncipe indio. ¿Qué no perdonará una mujer a un joven gallardo y elegante, enamoradísimo de ella, y que viene a buscarla y a ofrecerle su mano desde tan remotos países? Y por otra parte, ¿qué había de hacer él cuando ella había enmudecido, trémula y palpitante, y no respondía a sus palabras? Si el indio no hubiera hecho lo que hizo, o hubiera sido un ente sobrehumano de los que no se estilan, o un mozalvete ruin, desmedrado y muy para poco.
Así pensó Poldy. Yo no digo si pensó bien o si pensó mal. Digo solo que pensó así y que, en consecuencia de tales premisas, echó allá en su mente la absolución al joven indio.
Sacó luego de un cajón de su escritorio la fotografía iluminada y con morosa delectación se puso a contemplarla.
Tan embebecida estaba en esto, sentada junto a su bufete, donde había extendido la fotografía, que no vio ni oyó lo que pasaba en torno suyo.
De súbito, y cuando menos lo temía, oyó detrás de ella una estridente y sonora carcajada, tan diabólica y tan burlona como puede darla el más consumado cantante, haciendo el papel de Mefistófeles y atormentando a Margarita, en la ópera del Fausto. Con mucho sobresalto volvió Poldy la cara y vio apoyado en el respaldar de su silla a su hermano Enrique, con su facha de duende maligno, que se reía a casquillo quitado.
De ordinario era Poldy apacible y afectuosa con todas las gentes y singularmente con su enfermizo hermano, para quien no tenía palabra mala. Pero entonces la cegó la ira y dijo con cruel desabrimiento al Conde Enrique:
—¿De qué te ríes, imbécil? ¿De qué te ríes?
—Pues me río, contestó el conde tartamudeando, pues me río...
—Vamos... interrumpió ella. Di, explícate. Dios te dé habla.
—Pues me río del enredo novelesco que has armado en tu cabeza, convirtiendo en príncipe indio o en algo semejante... a mi antiguo amigo y camarada de universidad, Isidoro Ziegesburg.
—Esas son simplezas tuyas. El indio se parecerá a un estudiante que tú conociste. ¿Pero de dónde había de sacar el tal estudiante todas las magnificencias indostánicas, todos los peregrinos tesoros de que en esta fotografía aparece rodeado?
—Mira, hermana, mi amigo es tan rico y abundan tanto en su casa los objetos de toda laya, que lo mismo que aparece como indostaní en la fotografía, hubiera podido aparecer griego del tiempo de Pericles, magnate egipcio de la época de los Faraones o de los Ptolomeos, Mirza contemporáneo de Hafiz o señor feudal del siglo de la primera cruzada. Y siempre con las alhajas, primores, requisitos y demás accesorios que a cada personaje caracterizan y son propios. Isidoro Ziegesburg, en una palabra, posee el más completo y admirable bazar de antiguallas y curiosidades que hay en Viena. ¿Qué digo en Viena? en toda Europa no hay otro que se le iguale. Isidoro, así por lo que heredó de su padre, como por lo que ha traído de sus peregrinaciones por todo el mundo, durante cuatro años, es el más notable y acreditado de todos los chamarileros. Comprendo lo que ha pasado y por eso me río. Me río sin poderlo remediar.
Y el conde Enrique se reía, y Poldy poniéndose colorada como las amapolas, estuvo a punto de darle de bofetones.
El conde advirtió que su hermana estaba furiosa, refrenó su hilaridad y siguió diciendo:
—Lo comprendo todo, porque Isidoro posee una bonita casa de campo a ocho kilómetros de este castillo. No extraño que lo ignores, porque tú estás siempre en Babia, arrobada en tus ensueños y sin ver la realidad de las cosas. Sin duda, en la citada casa de campo, ha de tener Isidoro algunos animales domesticados, y entre ellos la cigüeña blanca. Tuvo un día el capricho de colgar al cuello de la cigüeña las tres poesías sanscritas, de cierto compuestas por él, porque es muy ingenioso y aprovechado estudiante. El quiso embromar a alguien, sin prever a quien embromaría. Y quiso la suerte que los versos cayesen en tus manos y fueses tú la embromada. Lo demás que ha podido ocurrir, lo sabes tú mejor que yo.
—Sí que lo sé, dijo Poldy, más triste ya y más abatida que airada. Y pregunto yo ahora: ¿es incompatible el ser chamarilero y el pertenecer a la nobleza?
—En manera alguna es incompatible. Sujetos de muchas campanillas gustan en el día de hoy de hacer cambalaches y de comprar y vender antiguallas y curiosidades de todo género. Yo he oído decir al mismo Isidoro, cuando acababa de volver de sus peregrinaciones, que en Lisboa tenía un estupendo baratillo nada menos que un Palha, individuo de una de las más ilustres y antiguas familias portuguesas, según lo atestigua Cervantes en el Quijote. Y sin ir tan lejos, en la misma capital de Austria, hay un egregio conde que tiene tienda de cristalería, y otro muy distinguido caballero que la tiene de tejidos de lana en la calle de Carintia. ¿Porqué pues, sin desdoro de sus timbres y blasones, no ha de tener un baratillo un señor de noble prosapia?
—Acaso, dijo Poldy, Isidoro de Ziegesburg entre en esa cuenta. Acaso figure su nombre en el cuadro genealógico de las casas principescas, ducales y comitales, que publica todos los años el almanaque de Gotha, o por lo menos en el libro de los condes, que también da anualmente a la estampa el mismo editor Justo Perthes.
—Desengáñate, hermana. No te canses. Yo debo decirte la verdad, aunque te aflijas. Y la verdad es que Isidoro Ziegesburg es un judío.
No bien el conde Enrique hubo pronunciado aquella palabra, que sonó como la trompeta del juicio en las encendidas orejas de Poldy, criada y educada, por su madre y por su tía, desde la tierna infancia en el más feroz antisemitismo, cuando Poldy empezó a temblar como una azogada y tuvo un violento ataque de risa nerviosa. Tan violento fue que el conde Enrique se llenó de miedo, llamó al aya e hizo que trajesen a Poldy una taza de tila.
Cuando al fin se calmó Poldy, y cuando pasó su risa insana, empezó a suspirar y a sollozar, y derramó un mar de lágrimas.
Todavía se notaba en ella un raro movimiento nervioso. Con el pañuelo se secaba el llanto, pero se restregaba el pañuelo con violencia por las mejillas y por los labios, como si quisiese arrancarse la piel y los besos que en ella había estampado el príncipe indio, convertido ya en chamarilero israelita.
XI
Luego que Poldy consiguió sosegarse un poco, cayó en muda y honda melancolía. Nada dijo a su hermano ni a su aya. Ellos no se atrevían a interrogar a Poldy. Encerrada en su estancia, no iba ya a pasear por el bosque. Apenas se dejaba ver y tratar por las personas que en el castillo moraban.
Entre tanto, el joven Isidoro fue tan audaz que se aventuró a venir a visitarla, no ya recatadamente, sino en elegantísima victoria, tirada por dos soberbios trotones rusos, con la cual llegó hasta la puerta del castillo, subió las escaleras, y se empeñó en entrar a ver a la joven condesa. Por fortuna se opuso el aya que le recibió en la antesala. Isidoro dejó tarjeta y se retiró mal contento.
No desistió sin embargo, y repitió otras tres veces la tentativa. A la cuarta vez, por orden de Poldy, el aya salió a desengañar a Isidoro, le afeó su tenacidad y atrevimiento, y le dijo que era inútil que volviese por allí a enojar y a atormentar a Poldy, que nunca habría de recibirle y a quien no volvería a ver en la vida.
El horror antisemítico que embarga el ánimo de la nobleza austriaca explica la conducta de Poldy, que parece extravagantísima y hasta inexplicable en España.
Poldy se había enamorado entrañablemente de Isidoro, pero, siendo él judío, juzgaba ella imposible aceptarle primero por novio y luego por esposo. El caso sería mirado como una abominación sin ejemplo. Los hermanos de Poldy dejarían de reconocerla por hermana, sus tíos y tías, por sobrina, y toda la hig-life vienesa de dieciséis cuarteles, la expulsaría de su seno como individuo degradado y corrompido.
Al pensar Poldy en esto, los cabellos se le erizaban y temblaba y tiritaba todo su cuerpo como si discurriese por él el frío que precede a la calentura.
Resuelta estaba Poldy a no volver a ver a Isidoro: pero no había previsto otra cosa y no había formado sobre ella plan ni propósito.
A los pocos días de haberse negado ya por completo y para siempre a ver a Isidoro, Poldy recibió por el correo una carta suya. Tal vez, sin reconocer la letra, abrió la carta, tal vez reconoció la letra del sobre y sin embargo le rompió. De todos modos, una vez abierta la carta, Poldy no pudo resistir a la curiosidad y al interés que le inspiraba lo que en ella estaba escrito. Leyó pues, y vio que decía: «El enojado, el quejoso, debía ser yo y no tú, hermosa Poldy: pero el amor que me inspiras es tan alto que no se le sobreponen los enojos y es tan firme que no hay queja que le hunda ni acabe. Sigo, pues, adorándote, apesar de todos los agravios. No fui yo quién te solicitó. Tú me provocaste, tú me excitaste a que te amara enviándome tu retrato con un apasionado escrito. Me creiste brahman, nababo, príncipe de la India o cosa por el estilo; y, no puedes negarlo, me amaste entonces. ¿Hay nada más irracional, ni más absurdo que tu desamor y tu furor de ahora, porque sabes que, en vez de ser brahman, soy israelita? Yo seguí tu humor al principio, fingiéndome brahman, pero, en lo tocante a nobleza no fingí nada. ¿Quién te ha dicho que un judío no puede ser noble? ¿De dónde infieres que tengo yo menos cuarteles que tú? Yo puedo presentarte mi evidente genealogía que se remonta hasta el mismo patriarca de Ur de los caldeos, pasando por reyes, caudillos, jueces y profetas. ¿Dónde andaban los germanos ni qué eran cuando el poderoso rey Salomón, mi pariente, erigía suntuoso templo al Dios único?
Creado su concepto en la mente de los hombres de mi casta, por ellos fue revelado al resto del humano linaje, idólatra y ciego. También el rey Salomón fundaba a Tadmor, espléndido oasis para las caravanas que iban a las orillas del Eufrates, y mandaba sus triunfadoras naves juntas con las de Hiram, a Ofir y a Lanka por un extremo, y a Gadir, a Tarsis y aún a las remotas Casitérides por el otro. Desde allí le traían, para autoridad, pasatiempo y deleite de él y de sus súbditos, cobre, estaño y ámbar, cándidas pieles de armiños y de cisnes, jimios y papagayos, especierías y perfumes, perlas y diamantes, marfil y oro.
Alguien de mi familia privó con Ciro el Grande y volvió con Zorobabel a reedificar la Ciudad Santa. De mi familia fue también el glorioso pontífice que infundió en el ánimo engreído y triunfante del Macedón Alejandro, súbito acatamiento y saludable temor de las cosas divinas. Alguien de mi familia combatió gloriosamente por la patria al lado de los Macabeos y derrotó al rey de Siria Antioco Epifanes. Ve tú pensando mientras yo recuerdo estos sucesos que puedo demostrarte, en que pobre choza o en que miserable zahurda estaba metida entonces tu desarrapada y salvaje parentela. Las brutales persecuciones de Demetrio Soter, después de la funesta batalla y de la heroica y gloriosísima muerte de los Macabeos, movieron a mi familia a emigrar a España. No quiero pecar de prolijo ni ser tildado de jactancioso, y por eso no cuento aquí por menudo las cosas extraordinarias que en España hicimos. Te diré, no obstante, que fue mi cercano pariente aquel gran rabino de Toledo que redactó la exposición, y fue el primero en firmarla, dirigiéndose a Caifás y tratando de convencerle, para que no condenase al santísimo Hijo de María. Al lado del rey Alfonso VI de Castilla combatieron como héroes mis antepasados, contra la bárbara invasión de los almoravides, en la sangrienta rota de Zalaca. Yo cuento en mi familia inspirados poetas y admirables filósofos y teólogos, gloria de la Sinagoga española y de todo el judaísmo. Entre ellos descuella Jehuda Leví, el Castellano, a quien Heine celebra con entusiasmo fervoroso. El beso que Dios, al crearla, dio a su alma, viéndola tan bella, resuena aún en los cantares de aquel trovador admirable y produce divino encanto en los nobles espíritus que son capaces de sentirle y de comprenderle. Mi familia se estableció más tarde en Lucena, provincia de Córdoba, centro floreciente de las academias y liceos judaicos, donde las ciencias y las artes se cultivaron con abundante fruto. De allí salieron médicos, astrónomos, hombres de Estado y ministros de hacienda para multitud de monarcas, cristianos y muslimes, de los que reinaron en la península. Nosotros poseíamos un pintoresco castillo o quinta de recreo, en el ameno nacimiento del río, cerca de la villa (hoy ciudad) de Cabra, y por eso tomamos el apellido de Castillo de Cabra, que traducido al alemán llevo ahora. Arrojados de España por el fanatismo antisemita, vinimos a parar a Austria, donde somos hoy víctimas de no menor absurdo fanatismo. Y no es lo peor el odio, sino el infundado desprecio con que nos tratáis. ¿Qué he hecho yo, qué ha hecho mi casta para que seamos así menospreciados? El dinero que ha ganado mi padre y el dinero que he ganado yo, ha sido ganado honradamente. Y para no cansarte, no digo aquí nada más de mi nobleza. Sólo me atreveré a indicar que todavía hay en España familias de las más altas clases, que se convirtieron a la religión cristiana en el siglo xv, y con las cuales me sería harto fácil probar mi parentesco. Baste lo dicho para que te inclines, oh hermosa Poldy, a desechar tu loca repugnancia, impropia del clarísimo entendimiento que Dios te ha dado, y para que vuelvas a recibirme, me ames y seas mía.»
En Austria nadie sabe de fijo lo que hizo Poldy después de leer tan arrogante y disparatada carta. La general creencia es sin embargo la de que Poldy, aunque perdidamente enamorada del judío, no cedió ni se rindió a sus razones. Muy por el contrario, todos por allá dan un fin trágico y misterioso a la presente historia.
El castillo de Liebestein está solitario y ruinoso. En sus sombríos y desapacibles salones, llenos de polvo y telarañas, se afirma que vagan y circulan por la noche duendes y almas en pena.
El conde Enrique se fue de profesor a no sé qué universidad, donde vive aún.
Y en cuanto a Poldy, unos aseguran que se ahogó bañándose, y dan otros por cierto que, de propósito y movida por la desesperación, se arrojó desde una barca en la vaguada o centro mismo de la corriente del Danubio, y hasta añaden que con una gruesa piedra atada al cuello, para hundirse en el fondo, para que nadie pudiera salvarla y para que no resurgiese y se encontrase su cadáver.
XII
Sin faltar descaradamente a la verdad, no hubiera podido tener mi cuento fin menos lamentable y menos vago, a no ser por un dichoso encuentro casual que tuve en Nueva York diez o doce años después de la desaparición de Poldy.
En el espléndido club, donde iba yo a comer casi de diario, me encontré a un rico y amable comerciante de origen español, trabé con él amistad y acabamos por hacernos muy íntimos.
Era hombre de cuarenta y cinco años a lo más, pero parecía más joven por lo muy guapo, alegre y elegante.
Nos reconocimos como paisanos de la patria chica, o sea de determinada comarca, porque si no él, no pocos de sus antepasados fueron cabreños.
Ya adivinará o sospechará el lector que este amigo mío, aunque naturalizado ciudadano de la Gran República, era y se llamaba Don Isidoro Castillo de Cabra.
Pronto me contó hasta los ápices y hasta los más escondidos lances de su vida. Poldy había luchado, durante algunos meses, en espantosa indecisión, entre el amor que Isidoro le inspiraba y los deberes más o menos artificiales, que la ligaban a su patria, a su familia y a la alta clase a que pertenecía.
Por último, el amor triunfó en el alma de Poldy, mas no para quedarse en Austria desdeñada y aborrecida de sus hermanos y parientes. No: esto era imposible. Poldy tomó una resolución extrema, pero, en su caso, bastante justificada. Hizo correr la voz de que había muerto, se casó católicamente con el judío converso, y cambiando, o mejor dicho traduciendo su nombre, se vino a vivir con él a los Estados Unidos.
Isidoro se trajo todo el dinero que tenía y no pequeña parte de los preciosos chirimbolos, joyas y antiguallas de su bazar. El resto, así como los predios urbanos y rústicos de que en Austria era dueño, lo dejó al cuidado de un tío suyo muy de fiar y muy hábil.
En los Estados Unidos entró en grandes empresas y especulaciones y aumentó sus bienes de fortuna en vez de disminuirlos.
El venía a Nueva York dos o tres días cada semana para despachar sus negocios que, por haber muy entendidos dependientes en su escritorio, no requerían de continuo su presencia. De aquí que la mayor parte del tiempo se le pasase en una quinta que había hecho construir a las orillas del Hudson, imitando en lo posible la traza y arquitectura del castillo de Liebestein. Como la quinta estaba sobre una peña, a semejanza del castillo, tuvo Isidoro la ocurrencia de darle casi el mismo nombre, aunque en lengua castellana y recordando un sitio muy romántico que hay entre Antequera y Archidona. La quinta de Poldy se llamó la Peña de los Enamorados.
Distaba la quinta mucho más de Nueva York que de Albany, capital del Estado de Nueva York, pero, como los trenes del ferrocarril van con extraordinaria rapidez en aquella tierra, y es deliciosa la navegación en los magníficos vapores que suben y bajan por el río, poco molestaba a Isidoro para ir y venir que fuese algo mayor la distancia. En cambio Poldy gustaba del sosiego y de la tranquilidad del campo y aborrecía el bullicio malsano de las ciudades muy populosas.
Rara vez Poldy iba a Albany y más rara vez aun iba a Nueva York. En su quinta gozaba ella de todo el bienestar, lujo y regalo, que ofrece la civilización moderna a los que son muy ricos.
Poldy, aun saliendo poco, y para verse al espejo, y para que su marido la viese, se vestía a la última moda, con esmero, buen gusto y acendrada elegancia.
Isidoro me llevó a la quinta, me presentó a Poldy y tuve el placer y la satisfacción de admirarla. Aunque frisaba ya en los cuarenta años, el sol de su hermosura brillaba en el cenit y ella parecía una diosa.
Admirable era la hospitalidad conque acogía en su casa a los huéspedes, contribuyendo a este fin el privilegiado talento de su cocinero, artista de primer orden.
Dos hijos tenía Poldy: una niña de ocho años y un niño de seis, que eran dos ángeles de puro bonitos.
Garuda, la cigüeña blanca, animal que goza de larguísima vida, vivía mansa, doméstica y feliz en la quinta, como si para ella el tiempo no corriese. Más bien había ganado que perdido, porque el plumaje de la pechuga, que tenía antes un viso ceniciento, había adquirido el brillo y la blancura de la nieve. Garuda parecía el genio familiar de la casa, el vivo resumen de los lares y penates de aquel hogar transportado desde el centro de Europa a la opuesta orilla del Atlántico.
No quiero decir más para encarecer la felicidad de que Isidoro y Poldy gozaban, a fin de no excitar la envidia de los que me lean. Voy, pues, a terminar, haciendo una súplica a los lectores: que se callen lo que aquí revelo y no se lo escriban a los treinta o cuarenta condes y condesas, hermanos, tíos, cuñados y sobrinos de Poldy, para que no se aflijan ni se escandalicen.
I
Pocos días ha recibí el prospecto de un libro muy curioso que va a publicarse en Córdoba. Contendrá la historia de las ciudades, villas y fortalezas de aquel antiguo reino. Me hizo esto recordar ciertos sucesos, que me contó mi amigo D. Juan Fresco, como ocurridos hace ya cuatrocientos treinta años en el castillo de la población en que él vive. Ignoro si dichos sucesos serán todo ficción, o si tendrán algún fundamento histórico. Ya se encargarán de dilucidarlo los que escriban el mencionado libro, ora consultando otros antiguos que deben de andar impresos, ora en vista de Memorias y demás documentos manuscritos que ha de haber en abundancia. Yo no quiero meterme en semejantes honduras. Me inclino, sin embargo, a creer que en mi historia, si hay alguna ficción, hay también mucho de verdad en que la ficción se funda: el grave testimonio de mi querido y erudito amigo D. Aureliano Fernández-Guerra, a quien oí referir no pequeña parte de los sucesos cuya narración me complazco en dedicar ahora a su inolvidable espíritu.
D. Aureliano tenía hacienda de olivar y viña en el cercano lugar de Zuheros; iba a menudo por allí, y se preciaba de saber, y había investigado y de seguro sabía, todo cuanto desde muchos siglos atrás había acontecido en aquella comarca. A pesar de todo, desisto de averiguar, para no comprometerme, lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en el cuento, y voy a referirle aquí como me le contó mi tocayo.
Los fuertes muros y las ocho altas torres están hoy como en el día en que se edificaron. No falta ni una almena. Dentro de aquel recinto pueden alojarse bien doscientos peones y más de ochenta caballos. De la cómoda vivienda señorial no queda ni rastro. Han venido a sustituirla un molino aceitero con alfarge, trojes y prensas, que durante la vendimia sirven también de lagar, un grande alambique con agua corriente, y extensas bodegas para aceite, aguardiente, vinagre y vino.
Allá por los años de 1470 era todo aquello muy distinto. Extraordinaria importancia estratégica tenía la fortaleza, como construida en una altura, sobre enormes peñascos, que en gran parte le servían de cimiento. En el centro había cómoda habitación, casi un palacio, donde se albergaba el alcaide o señor que mandaba la hueste. Veinte años hacía que dicho alcaide, lleno de ardor juvenil, había salido en imprudente expedición contra los moros de Granada. Pasando por Alcalá la Real, había entrado en la Vega por Pinos de la Puente, causando mucho daño, talando algunos plantíos y sembrados, y cobrando no poco botín en cortijadas y alquerías. Pero al volver rico y triunfante para su castillo, en los agrios cerros y en el espeso bosque de encinas que hay entre Pinos y Alcalá, cayó en una celada que los moros, más de mil en número, le habían preparado, y allí murió combatiendo heroicamente contra ellos.
La viuda de D. Jaime, que así se llamaba el muerto adalid, quedó como única señora y alcaidesa del castillo.
Era su nombre doña Mencía. Sobrina del Conde de Cabra, se había criado en la casa de aquel ilustre prócer. Apasionadamente enamorada del gentil caballero D. Jaime, venido de Aragón a ponerse al servicio del Conde, y muy señalado ya por su habilidad y su brío en todos los ejercicios caballerescos, por sus notables proezas y hasta por su talento y maestría en el gay saber, el Conde no tuvo que oponer razón alguna contra la boda, y consintió en que don Jaime y doña Mencía se casasen, dando en dote a la doncella el dominio y la alcaidía del castillo de que voy hablando.
Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, D. Jaime acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y desconsoladamente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo. Vistió severísimo luto, hizo una vida retirada, y en los veinte años que se siguieron hasta el día en que empieza esta historia, no salió del castillo sino para dar solitarios paseos.
En aquellos tiempos, las tierras todas del Rey de Castilla estaban llenas de discordias y alborotos. No había paz ni seguridad en parte alguna, sino robos, sangrientos combates, muertes y estragos. Los grandes señores, por particulares rencillas y opuestos intereses, se hacían cruda guerra unos a otros. El reino, además, estaba dividido en dos opuestos y principales bandos. Fiel uno al rey D. Enrique, pugnaba por sostenerle en el trono. El otro le había negado la obediencia, le había depuesto en Avila con cruel e infamante ceremonia, y reconocía como soberano al príncipe D. Alfonso, hermano menor del rey. El reino de Córdoba ardía en disensiones, como todo el resto del país. Rara prudencia y singular entereza supo mostrar doña Mencía para conservarse en cierto modo neutral estando tan divididos los ánimos, sin dejar de ser fiel y sin faltar al pleito homenaje que a los de su casa y familia les era debido.
Todos respetaban a doña Mencía, la cual, gracias a su austeridad y recogimiento, estaba en opinión de santa. La hacía aún más respetable, prestándole algo de misterioso y sobrenatural, el que hubiese pocas personas que se jactasen de haberla visto, ni menos hablado. Se aseguraba, no obstante, que era hermosísima mujer, de treinta y siete años, pero que parecía mucho más joven por la esbeltez, elevación y gallardía de su cuerpo. Se decía que sus cabellos eran negros como la endrina, que sus ojos brillaban como dos soles, que tenía manos muy bellas y señoriles, y que la palidez mate de su terso y blanco rostro estaba suavemente mitigada por el sonrosado y vago matiz que arrebolaba sus frescas mejillas. Doña Mencía apenas conversaba con más personas que con el Padre Atanasio su capellán, con Nuño, su escudero y maestresala, y con la hija de Nuño, Leonor, que era su íntima servidora y confidenta.
Mucho lamentaba doña Mencía, en sus conversaciones con el Padre Atanasio, los escándalos y las civiles contiendas que asolaban el país y tenían a sus hombres de más valer armados unos contra otros.
Doña Mencía había deplorado la violenta resolución tomada por D. Alonso de Aguilar de prender en la misma casa del Ayuntamiento de Córdoba al mariscal D. Diego, primo de ella, y de tenerle encerrado durante algunas semanas en el castillo de Cañete; pero más deploraba aún el desafuero de D. Diego desafiando a D. Alonso, contra la expresa voluntad y orden del Rey, que quería paz entre ellos, y de llevar adelante el desafío bajo el amparo del Rey moro, que le dio campo y palenque en la vega de Granada. Allí citó y aguardó D. Diego a D. Alonso; y como éste no acudiese al desafío, D. Diego, declarado vencedor por el Rey moro, ató a la cola de su caballo un cartelón donde iba escrito el nombre de D. Alonso de Aguilar con la calificación de alevoso, y le arrastró por el suelo con ignominia. Terrible fue la afrenta; pero D. Alonso la sufrió con paciencia magnánima, reservando su valor para más patrióticos y altos empeños, según supo mostrarlo en el resto de su vida y en su muy gloriosa y trágica muerte.
II
La soledad y la monotonía de la existencia de la alcaidesa no habían tenido la menor alteración a pesar de una extraña novedad que había en el castillo desde hacía una semana. Doña Mencía custodiaba en él a un huésped, o, mejor dicho, a un prisionero. Su primo D. Diego había exigido que le custodiase, imponiéndole además como un deber el abstenerse de preguntar el nombre del huésped, el cual, por su parte, había prometido también no revelar su nombre. Don Diego tenía grande interés en que no se supiese el nombre de su prisionero, y hasta en que se ignorase que tenía prisionero alguno. Por eso no quiso llevarle ni a Cabra ni a Baena, y le llevó al castillo de doña Mencía, donde no había más gente que la guarnición, y bajo cuyo amparo no se había fundado aún la villa que hoy existe. Doña Mencía tuvo que ceder a la imposición de su primo; pero gustaba tanto de la soledad, y era tan poco lo que le importaban los sucesos del mundo, que no quiso ver al cautivo que su primo le trajo, y le confió a Nuño, para que éste le vigilase, alojase y cuidase con esmero, como a persona principal, y según D. Diego quería.
La dama del castillo supo sólo que su huésped o prisionero era un rapaz imberbe, que tendría dieciséis años a lo más, y del que D. Diego se había apoderado, sorprendiéndole sin armas y en compañía de otros rapaces cazando pajarillos con red y con liga, cimbel y reclamos, en las orillas de un arroyo no lejos de Monturque.
En su estrado estaba doña Mencía, sola y entregada a sus rezos, en una hermosa mañana del mes de Abril, cuando su doncella Leonor entró precipitadamente, asustada y llorosa, y se echó a sus pies pidiendo perdón y refugio.
—Yo no tengo la culpa, señora; yo no tengo la culpa. Mi padre se enoja contra mí, y quiere matarme sin justo motivo. El rapaz que está prisionero es el más descomedido e insolente de los rapaces. Me sorprendió al pasar yo sola por la galería, me requebró con desenvoltura, me asió luego entre sus brazos, y a pesar de mi resistencia y de mis gritos, me dio muchos besos. No sé cuántos, porque me los dio tan de prisa que no tuve tiempo para contarlos. Llegó en esto mi padre y agarró al rapaz de una oreja, tratando de castigarle; pero el rapaz, que debe de ser fuerte y ágil, le echó la zancadilla, le derribó por tierra y se largó con risa. Mi padre se levantó renqueando, y, ansioso de vengar el agravio recibido, vino furioso contra mí. Yo, señora, me refugio aquí, y me pongo bajo tu amparo. Defiéndeme, señora; mira que soy inocente.
La grave doña Mencía frunció el entrecejo al oír la narración de aquel lance; pero en la cara, en el acento y en las frases de Leonor reconoció su sinceridad y que no era culpada; la levantó del suelo en que estaba de hinojos y le aseguró que la defendería. Toda su cólera estalló con vehemencia contra el atrevido rapaz, que con tan liviano desacato ofendía su casa. Llamó a Nuño, le exigió que absolviese a su hija de culpas que en realidad no tenía, y le ordenó que, sin entrar en nueva lucha con el rapaz, y sin acudir tampoco a otras personas para que no se enterase nadie de lo ocurrido, trajese al rapaz a su presencia para que ella le reprendiese duramente, como él merecía.
Cumplió Nuño las órdenes, y pocos instantes después compareció el rapaz ante la hermosa dama, que le recibió, como juez severísimo, con imponente autoridad y compostura. Nuño y Leonor se retiraron a una señal de la dama. Esta quedó sentada en un sillón de brazos, como si fuera tribunal o trono. El rapaz estaba de pie enfrente de ella, con ademán muy respetuoso por cierto, pero en manera alguna temeroso ni turbado. Con enérgicas palabras la dama le echó en cara su fea conducta, le amonestó para que se corrigiese, y le exigió que pidiera perdón de su culpa. Él contestó de esta suerte:
—Yo, señora mía, me confieso culpado, y estoy dispuesto a pedirte humildemente perdón, de rodillas delante de ti. Si alguna disculpa tengo, válganme como tal mis verdes mocedades y mi completa inexperiencia de las cosas del mundo. Yo me figuré, señora, que me hallaba en la cumbre de una montaña, y muy cerca de una nube que parecía de carmín y de oro, por lo cual gusté tanto de ella que me atreví a abrazarla y aun a besarla; pero la nube se me desvaneció y deshizo, y entonces apareció el sol que la nube me ocultaba, y cuyos divinos reflejos eran los que habían dado a la nube los brillantes matices que me enamoraron, me sedujeron y me hicieron incurrir en la falta, que como tal deploro, si bien, por otra parte, casi me alegro de haberla cometido. Cometiéndola he apartado la nube y he logrado al fin ver el sol, que desde hace una semana anhelaba yo ver y que ahora extasiado contemplo.
Colorada como la grana, en parte de ira y en parte de gustosa sorpresa, se puso doña Mencía al oír el desenfadado discurso de aquel audaz muchacho. A pesar de su austeridad, tan probada y acendrada durante veinte años, sintió que en el fondo de su pecho pugnaba por salir y le retozaba la risa al notar tanta juvenil desvergüenza; pero al fin triunfó la condición austera de la egregia dama, y despidió al mancebo, diciéndole:
—Está bien, niño; pero mejor estaría si tu maestro o tu ayo te hubiera enseñado menos retórica y más comedimiento y circunspección para no faltar al respeto que a una ilustre dama se debe, y que se debe también a su casa y a su servidumbre. Vete y corrígete, y haz de modo que no tenga yo que apelar a dolorosos extremos para poner coto a la audaz conducta de que parece que te jactas en vez de arrepentirte.
Quiso replicar el rapaz, pero la dama hizo tan imperioso gesto de desagrado y despedida, y fulminó contra él tan terrible mirada de sus negros ojos, que le hizo enmudecer y que le arrojó de la estancia como si lo hiciera a materiales empellones.
III
Escarmentado el joven cautivo y acaso más cautivo aún de su propia cortesía y de la veneración y del afecto que le había inspirado la dama con sólo verla, se condujo durante los diez días que se siguieron con la corrección más cumplida, mostrando paciencia ejemplar para sufrir sin quejas su triste y enojoso cautiverio. La severa doña Mencía advirtió entretanto que atormentaba a veces su alma cierto arrepentimiento de haber empleado con el rapaz severidad sobrada. Allá a sus solas pensaba en él casi de continuo, y se complacía en saber lo mucho que su reprimenda había valido, y cuán juiciosamente se conducía el mozo. Luego recordaba su rostro y toda su gentil figura, que no había dejado de examinar cuando le tuvo delante de ella. Y por virtud de este recuerdo vino a nacer en su alma la más singular alucinación, la más curiosa y rara fantasía que puede soñarse. En balde procuraba apartar de su mente aquel ensueño peligroso. El ensueño volvía con tenacidad sobre ella, y ni dormida ni despierta la dejaba en libertad y en sosiego. Imaginó que el insolente rapaz a quien había reprendido era el vivo retrato de D. Jaime, su difunto esposo; y yendo más adelante en aquellas cavilaciones, se dio a recelar o a sospechar que las hadas benéficas, o algunos otros seres o genios sobrenaturales, para premiar sus largos años de rígida viudez, le devolvían con vida al esposo a quien habían tenido durante todo aquel tiempo encantado y oculto en un mágico submarino alcázar, no ya conservándole joven, sino poniéndole más joven y más gallardo de lo que antes era. Y como las imaginaciones no vienen solas, sino que nacen unas de otras, enredándose y trabándose como áurea cadena, doña Mencía no se contentó con fingir pasado lo que se acaba de decir, sino que se creyó conocedora y zahorí de lo presente y aun inspirada profetisa para ver a las claras las cosas futuras. Así dio por cierto que el rapaz, su cautivo, llevaba en la frente la marca y el sello de un genio casi sobrehumano, y que delante de él se abrían luminosos horizontes de gloria y largo camino de triunfos y de grandezas.
Como quiera que fuese, doña Mencía no pudo resistir a la tentación de volver a ver al rapaz. Para cohonestarla, antes de caer en ella, se le ofrecían tres razonables motivos. Era el primero que, en virtud de la buena conducta del joven, debía ella endulzar lo amargo de su reprimenda llamándole y dándole su absolución. Era el segundo que, por la gran diferencia de edad que entre ambos mediaba, el afecto de ella hacia él tenía mucho de maternal y muy poco o nada de pecaminoso. Y era el tercero, que el recordar es siempre mil y mil veces más poético que el mirar, por donde tal vez cuando ella mirase de nuevo al muchacho, caería en la cuenta de que no se parecía a su difunto esposo, de que ni él estaba encantado ni la encantaba a ella, y de que eran sueños vanos y sin sustancia todos los pronósticos en que prestaba al rapaz las grandezas y los triunfos que expresados quedan. En suma, doña Mencía se humanó, se apiadó del aislamiento de su cautivo, y, en vez de dejarle comer solo en la torre en que vivía, le convidó a comer a su mesa.
IV
Con este trato familiar y diario, doña Mencía dio por seguro que pronto acabarían por desvanecerse las ilusiones algo malsanas que había concebido; pero, por desgracia, aconteció muy al revés de su buen propósito y honradísimo intento.
Don Juan Fresco pasa aquí como sobre ascuas, sin aclarar ni determinar nada. Yo no he de ser más explícito y terminante que mi tocayo. Diré sólo que, pocos días después, doña Mencía apareció más bella y remozada, iluminando su rostro una alegría dulce y mucha satisfacción y contento, vistiéndose con más primor y saliendo a caballo a dar largos paseos, por los más solitarios y ásperos caminos, acompañada sólo del mancebo cautivo y del anciano Nuño, a quien el mozo había ganado la voluntad y con quien estaba muy bien avenido. Nuño tenía además la más completa convicción de que el mancebo no perseguía ya ni inquietaba a Leonor, cuya honestidad estaba segura.
Harto había notado Nuño la fina devoción y el acendrado rendimiento con que el mancebo cautivo miraba y servía a su señora; pero no se atrevía a sospechar que ella pagase con amor tan delicados extremos, si bien advertía que a veces, bajo la ardiente mirada del joven, doña Mencía bajaba suave y lánguidamente los ojos, y tal vez se ponía encarnada como las amapolas, y aun creyó percibir en ocasiones, por entre los párpados y sedosas pestañas de ella, asomar una lágrima, que más que amarga parecía ser de ternura.
Tales observaciones daban vigor a sus sospechas; pero no tardaba en disiparlas la consideración de que el P. Atanasio, grave y reverendo siervo de Dios, comía siempre en la misma mesa con doña Mencía y el mancebo, y terciaba al parecer en todos sus coloquios.
Por otra parte, no cabía en la imaginación ni en el pensamiento de Nuño que doña Mencía olvidase a su esposo D. Jaime y fuese infiel a su memoria.
La desproporción de edad hacía, por último, inverosímiles las relaciones amorosas. Doña Mencía hubiera podido ser holgadamente madre de aquel lindo muchacho.
De aquí que Nuño desechase siempre como suposición maliciosa la idea que a veces se le presentaba de que doña Mencía tuviese amores. Lo que tenía era afecto casi maternal, y algo de satisfacción de amor propio y mucho de gratitud al considerarse querida. De esto sí que no dudaba Nuño. La admiración entusiasta y el vehemente enamoramiento del mozo estaban harto poco disimulados y eran patentes a todos los ojos.
Los guerreros de la hueste lo veían claro. Y muchos de ellos, menos respetuosos que Nuño, y con muchísima menos fe en la probada austeridad y virtud de la alcaidesa, afirmaban, con más malicia que respeto, que aquella ilustre dama no desdeñaba las pretensiones del misterioso cautivo casi adolescente.
Provino de todo ello un germen de disturbio que hubiera podido terminar en escándalo, si la prudencia de Nuño no le hubiera sofocado al nacer.
Juan Moreno Güeto, uno de los cabos de la hueste, favorito de Nuño y aspirante a la mano de su hija Leonor, a quien requería de amores, era asimismo respetuoso y ferviente admirador de D.ª Mencía. Y como oyese en cierta ocasión, en boca de algunos compañeros de armas, groseros chistes en ofensa de su señora, no pudo contenerse y se decidió a castigarlos de palabras y aun de obras. Por dicha, Nuño acudió a tiempo y pudo evitar la inminente lucha, calmando los ánimos, restableciendo la paz y procurando que no se divulgase lo que había ocurrido.
Doña Mencía, no obstante, hubo de entrever algo del caso y de sentirse lastimada y avergonzada de andar en lenguas de sus vasallos, y de ver que empezaba a perderse la inmaculada reputación que ella tan justamente había adquirido en veinte años de la vida más ejemplar y de las más severas costumbres.
Fuesen como fuesen sus relaciones con el rapaz misterioso, doña Mencía comprendió que daban harto pábulo a la maledicencia.
Sin duda el P. Atanasio, que era su director espiritual, y, según hemos dicho, grave y severísimo, la amonestó o la reprendió, ora por el peligro a que se exponía o por la ocasión que daba a que la censurasen, si no había pecado, ora por el pecado mismo si, dejándose ella caer en la tentación, había cometido alguno.
En resolución, las causas por lo pronto permanecieron ocultas, y cuando menos podía preverse hubo un suceso inesperado.
Revestido con las armas del difunto D. Jaime, que parecían expresamente forjadas a la medida del mancebo cautivo, apareció éste a la puerta del castillo en una hermosa mañana del mes de Mayo, acompañado de Nuño y de Juan Moreno Güeto, los tres en sendos caballos; tomaron el camino de Cabra, y no tardaron mucho en salvar la cima de los cercanos alcores, perdiéndose de vista.
Alguien aseguró después que, hasta que de vista se perdieron, doña Mencía estuvo en el balcón de su estancia, que se elevaba sobre el muro, y desde donde se oteaba el circunstante paisaje, mirando a los que partían, y dando al mancebo cautivo un postrer adiós con el blanco pañizuelo de holanda que hacía ondear su diestra, cuando no se le llevaba a los ojos para enjugarse el llanto delator que los humedecía.
A la caída de la tarde del día siguiente, Nuño y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo, pero volvieron solos. Del mancebo nada se supo después. Nuño y Juan Moreno Güeto no quisieron satisfacer nunca la curiosidad de la gente de la guarnición diciendo dónde le habían dejado.
V
Seis días pasaron después del suceso que acabamos de referir, durante los cuales vivió doña Mencía en el más completo retraimiento. No salía de sus apartadas estancias, y sólo la veían y hablaban con ella el P. Atanasio, Leonor y Nuño.
Un domingo por la mañana ocurrió algo que allí podría pasar por novedad, ya que sólo de tarde en tarde recibía la alcaidesa visitas de sus parientes.
No se sabe si llamado por ella, o por iniciativa propia, vino el mariscal D. Diego desde el castillo de Baena a visitar a su prima. De todos modos, D. Diego no sabía, o aparentó no saber, que el mancebo cautivo había recobrado su libertad. Preguntó por él a doña Mencía y mostró deseo de verle.
Doña Mencía contestó entonces:
—No es posible que ahora le veas. Aborrezco el disimulo y el engaño. No sólo le he dejado ir libre, sino que le he absuelto del compromiso que contrajo y de la palabra que dio de permanecer en cautiverio. Él no se hubiera ido si yo no le hubiera obligado a que se fuese, mandándoselo y despidiéndole. Échame a mí toda la culpa; toda la culpa es mía.
Don Diego no pudo reprimir su enojo, y exclamó con airado acento:
—¡Vive Dios, prima, que te has conducido con fea deslealtad y te has mostrado harto ingrata a los beneficios que a mi casa y familia debes!
—Vuestras quejas—replicó ella—son harto infundadas, Sr. D. Diego, y son además muy ofensivas para mí. Yo he dado libertad al joven por respeto al honor de vuestra casa y familia, y para no ser cómplice de un delito que la denigraba. El rapaz no ha sido maltratado en este castillo; pero había sido robado y secuestrado por nosotros, como si fuésemos bandidos. Yo no podía consentir largo tiempo en esto y coadyuvar a vuestros planes. Supe que el ilustre hermano del cautivo le buscaba inquieto y desolado, indagaba en balde su paradero y hasta lamentaba y lloraba su por él imaginada temprana muerte. Lo mejor que podía yo hacer, y eso he hecho, es enviarle a Montilla a que tranquilice y aquiete a su hermano, exigiéndole, como le he exigido, y él cumplirá su promesa, no revelar nunca a su hermano quien le robó y le tuvo prisionero. Mi deseo es que se restablezca la concordia entre vuestra casa y la de ellos, y sería nuevo inconveniente para que mi deseo se lograse que D. Alonso supiera que el mariscal D. Diego, de quien tantos agravios ha recibido, le había agraviado también siendo el raptor de su hermano, a quien quiere con toda su alma.
—No es de maravillar ese cariño—dijo don Diego,—porque el joven posee extraordinarios atractivos, se gana la voluntad de las personas a quien trata, aunque sean muy adustas, y si a él le roban toma represalias terribles, y, según parece, roba los corazones, y los trastorna y los hechiza por tal arte, que les hace olvidar los más sagrados deberes y el conveniente decoro.
Subió la sangre al rostro de doña Mencía y le tiñó de rojo al escuchar aquellas palabras; pero con serenidad y calma, para que lo que había resuelto no se atribuyese a momentáneo arrebato, sino a resolución premeditada e irrevocable, dijo a D. Diego de esta suerte:
—No hubiera yo presumido ni creído nunca, Sr. D. Diego, que faltando a nuestro parentesco, a nuestra amistad de toda la vida y a cuanto un caballero cortés y bien nacido debe de respeto a una dama, hubierais vos venido a mi propia habitación y estrado a insultarme con injuriosas reticencias. De nadie dependo, y sólo a Dios tengo que dar cuenta de mi conducta. Aunque fuese mala, no tenéis derecho para afrentarme ni para acusarme, siquiera sea en términos embozados y ambiguos. Respetad a una mujer como a vuestra hidalguía conviene. Y ya que juzgáis que yo me he conducido mal en lo que importa al servicio de vuestra casa y familia, yo me extraño desde este instante de dicho servicio. Por lo pronto, os ruego, dije mal, os exijo que salgáis de mi presencia. No tardaré yo en evacuar el castillo y fortaleza cuya custodia me habíais confiado. El alférez Calixto de Vargas quedará mandando la hueste, y dentro de veinticuatro horas os hará entrega de todo. Yo me extraño, como acabo de deciros. Mañana mismo saldré de aquí, llevando en mi compañía a Nuño, a su hija Leonor y a Juan Moreno Güeto. El mayor favor que podéis hacerme es no volver a acordaros de mí, y no empeñaros en averiguar ni adónde voy, ni cuáles serán en lo futuro mis propósitos y las andanzas de mi vida.
Aunque harto sabía D. Diego que era irrevocable toda resolución que tomaba su prima, y que su carácter era más firme que la roca en que descansaba el castillo a que ella había dado su nombre, todavía D. Diego hubiera querido contestar a aquel discurso y procurar amansar a la dama; pero ella lo estorbó retirándose de súbito a su habitación más reservada y cerrando la puerta de golpe.
No se atrevió el Mariscal a seguirla: no quiso tampoco enterar a nadie de los términos poco amistosos con que aquella entrevista había terminado, y así, aparentando reposo y sin dejar traslucir lo que pasaba, salió del castillo con los escuderos que le habían acompañado, y se volvió a Baena.
VI
Cruel y deshecha tempestad de encontrados sentimientos hubo de agitar aquella noche el alma de doña Mencía. Durmió poco y se levantó del lecho apenas rayaba la aurora.
Como si le quedasen pocas horas de vida y estuviese a punto de desaparecer de sobre el haz de la tierra, dispuso de todos sus bienes, haciendo donación de las joyas, de los más ricos vestidos y de parte de sus cuantiosos ahorros a favor de Leonor, su fiel camarera.
Hallándose presente ésta, así como también el P. Atanasio, hizo venir a Juan Moreno Güeto y le indujo a contraer con Leonor solemnes esponsales, que autorizó el P. Atanasio, prometiendo, por su parte, ser pronto el ministro que santificase por la virtud del sacramento la unión de los novios.
Confió doña Mencía al P. Atanasio una respetable suma de dinero para que la repartiera con juicioso tino entre los soldados de la hueste y los campesinos pobres de las cercanías.
Y reservó, por último, buena porción de su caudal para entregarla a la Superiora del convento de Santa Clara en Córdoba, antigua fundación del rey D. Alonso el Sabio y de su mujer la reina doña Violante, hija de D. Jaime de Aragón, el que ganó a los moros la ciudad de Valencia. En aquel convento había determinado doña Mencía encerrarse para siempre y acabar su vida.
A fin de cumplir tan devota determinación, de que sólo dio noticia entonces al P. Atanasio, se despidió de la hueste como si tratase de hacer una breve ausencia, y acompañada solamente del mencionado Padre, de Nuño y del futuro yerno de éste, salió para Córdoba aquel mismo día.
Como los cuatro iban en sendos caballos, ligeros y briosos, pudieron llegar, y llegaron, antes de anochecer a la antigua capital del califato.
Doña Mencía tardó poco en cumplir su propósito. Abandonó el mundo, y se retiró al convento de Santa Clara. El P. Atanasio y Juan Moreno Güeto volvieron al castillo inmediatamente. Nuño tardó algo más en volver, pues tuvo antes que llevar un mensaje a Montilla, cumpliendo las órdenes de su señora y el último de sus encargos, en relación y enlace con personas y cosas de esta vida mortal, del siglo y de la tierra que nos sustenta. Nuño llevó a Montilla, y entregó recatada y secretamente al hermano menor de D. Alonso de Aguilar, una extensa carta, escrita por doña Mencía, y que decía de esta suerte:
VII
«Cuando te despedí pocos días ha desde el castillo, devolviéndote la libertad y mandándote y exigiéndote que la recobrases, no tuve valor aún para despedirme también de la esperanza de volver a verte en este mundo, ¡oh mi dulce y joven amigo! Tomada estaba ya y escondida en el centro de mi alma la firme resolución de no volver a verte nunca; pero no quise decírtelo hasta ahora. Ahora que te lo digo, ahora que por última vez voy a hacer que mi palabra llegue hasta ti, aunque sea desde lejos, Dios habrá de perdonarme si me complazco en recordar mi extravío, no ya para llorarle y lamentarle arrepentida, sino para deleitarme y glorificarme con su recuerdo. Toda la austeridad de mi vida durante veinte años, todo mi primer amor, suavemente conservado en la memoria con afán religioso y puro como rescoldo del fuego sagrado entre las cenizas del ara, y mi orgullo y el respeto debido al nombre que llevo y a mi decoro de honrada y casta matrona, todo se desvaneció y falleció en mi alma al ver tu rostro y al oír tus palabras, acaso desde la vez primera que me hablastes. No creas que me ofusqué, que me cegué y que no comprendí desde el primer momento la intensidad y la fealdad de mi delito y el casi irresistible impulso que a cometerle me llevaba. Claro apareció en mi conciencia el amor que me habías inspirado, y cuán abominable lo hacía la gran diferencia de nuestra edad, más propia que para convertirme en amiga o en esposa tuya, para prestarme, con relación a ti, por manera espiritual, el casto y limpio carácter de madre.
»Yo, con todo, no supe resistirme. Fue mi pasión tan vehemente que, no ya inútil, necia y vulgar me pareció la resistencia. Hasta en la misma tardanza vi yo algo de mezquino y grosero que aparecía en mi mente como frío artificio y estudiado melindre de mujer que anhela vender más caras sus finezas y realzar más de lo justo el precio y valer de sus favores retardando el concederlos. No extrañes, pues, que, vencida y rendida yo, cayese desde luego en tus brazos sin defenderme, y te diese mi corazón y fuese toda tuya.
»Había yo querido antes cohonestar la inclinación que hacia ti había sentido, imaginándote vivo retrato del hombre a quien yo había amado en mis primeras mocedades, y a quien había llorado largos años después de muerto. Pero no tardé en desechar este pensamiento, considerándole cobarde hipocresía con que mi entendimiento, más mentiroso que sutil, trataba de atenuar el poderoso conato de mi voluntad viciosa. No: no me pareciste semejante a D. Jaime, sino mil y mil veces mejor que él. Su imagen, grabada en mi alma, se borró y desapareció no bien vino tu imagen a estamparse en ella, como sello y marca de esclavitud que la hace tuya para siempre. Ni el temor de la maledicencia; ni el odioso pensamiento de que hasta tú mismo pudieras menospreciarme y tenerme por liviana, nada me contuvo. La fuerza, no obstante, que no bastó para detenerme al borde del abismo y para salvarme de la caída, me ha valido luego para romper materialmente el lazo, para huir de ti, para levantarme lastimada y penitente y refugiarme en este retiro. Yo no podía ser legítimamente tuya. Vivir de otra suerte a tu lado, hubiera sido escándalo, ignominia y vergüenza. Los sabios consejos de mi confesor, a quien, dominando el rubor que encendía y quemaba mi rostro, mostré la herida de mi alma para que la curase, y el bálsamo de nuestra santa religión que él vertió en la herida, me prestaron aliento y brío para desbaratar las cadenas en que me tuviste aprisionada, para apartarte de mí y para tomar luego la determinación que he tomado.
»Dios, en su infinita misericordia, habrá de perdonármelo. No acierto a que así no sea. Ahora que me dirijo a ti, acuden a mi mente, la turban y la llenan de amargo deleite aquellos momentos de embriaguez amorosa y de completo abandono en que toda yo fui para ti y creí que eras tú todo mío.
»Resuelta estoy a restaurar con plegarias, cristianas meditaciones y dura penitencia la espantosa ruina en que mi virtud se deshizo. Humillada y contrita estoy, y con todo, no noto en mí el arrepentimiento. A mi mente acuden en tropel ideas y razones, si no para justificar, para disculpar en parte mi pecado, y, cuando no para absolverme, para mitigar la sentencia que me condena.
»A los indiferentes parecerá locura lo que voy a decirte. A pesar de tu modestia, tú debes creerme. Algo de sobrenatural, del cielo sin duda en su origen, aunque torcido y maleado después por el infierno, ha sido el móvil principal de mi enamoramiento y de mi súbita flaqueza. He sentido, al verte y al oírte, no atino a explicar qué extraño modo de profética revelación, qué profundo convencimiento, qué fe y qué segura esperanza en tus futuros y soberanos destinos. Sí, yo no he amado sólo en tu persona al gallardo y floreciente mancebo en toda la frescura y lozanía de su edad primera. Yo he amado y prefigurado en ti al héroe en flor, gloria y grandeza de la patria, al que contribuirá más que nadie a que Castilla, disuelta hoy en bandos y asolada por guerras civiles, con España toda unida a Castilla, sea la primera de las naciones. Yo, no sólo veía en tus ojos la llama del amor, sino la luz refulgente y el fuego del entusiasmo con que un numen inspirador encendía tu alma. Yo veía lucir en tu frente la estrella de la inmortalidad, y su resplandor me cegaba: tus sienes se me mostraban circundadas de un nimbo luminoso.
»Así explico yo y así disculpo mi inevitable rendimiento; así explico yo y así disculpo también el valor cruel que he tenido para echarte lejos de mí y para apartarme de ti, después y por siempre. Reteniéndote en mis brazos me hubiera rebelado yo contra los designios y decretos del cielo. La gloria te quiere para sí, y yo no quiero ni puedo ser rival de la gloria. Básteme la que alcanzo con haber poseído tu corazón y con que me hayas tributado las primicias de tu amoroso y juvenil afecto. Básteme, sobre todo, la gloria de haber sido acaso el primer ser humano que ha visto con toda claridad en tu frente el signo que Dios puso en ella, señalándote así para que honres, prosperes y ensalces a tu pueblo, y para que venzas y domines a los otros.
»Adiós. No me llores por desventurada. ¿Por qué no confesártelo? Estoy orgullosa y soy dichosa por mi propia falta. La única obligación tuya, lo único que me debes es el cumplimiento de mi esperanza y de la fe que puse en ti. No desmayes. Lánzate valerosamente en el sendero de la vida. Sé grande, sé glorioso, como yo te he soñado, y paga así con usura todo el amor que te tuve y que te tengo todavía, y cuantos sacrificios hice a ese amor justificado por tu maravilloso valer y harto premiado por el deleite supremo que logré al ser tu amada.
»No quiero yo que me olvides, dueño mío. Tuya soy yo, toda yo y por toda la vida. Recuérdame, pero más con ternura que con pena. Y adiós de nuevo y para siempre.»
Cuatro años después de escrita esta carta, doña Mencía, apartada del mundo y de todo trato de gentes, salvo el de sus hermanas las religiosas, se consumió como si un fuego interior la devorase, se marchitó como rosa aromática en el ardor del estío, y entregó a Dios su alma en el convento de Santa Clara de Córdoba, edificando con su resignada, ejemplar y cristiana muerte a las pocas personas que por entonces la trataban.
VIII
Más de cuarenta años habían transcurrido desde la muerte de doña Mencía.
Gonzalo Fernández de Córdoba se hallaba de paso para Granada en la ciudad que se honra con darle su nombre por apellido.
Todos los ensueños de doña Mencía se habían realizado. Estaba él cubierto de gloria, era llamado el Gran Capitán. Su nombre se pronunciaba y se oía con respeto en todas las regiones de Europa. De él había dicho el más discreto y perfecto caballero cortesano que en aquella edad tuvo Italia, que, «en paz y en guerra fue tan señalado, que si la fama no es muy ingrata, siempre en el mundo publicará sus loores y mostrará claramente que en nuestros días pocos reyes o señores grandes hemos visto que en grandeza de ánimo, en saber y en toda virtud no hayan quedado bajos en comparación de él». Él había combatido a los portugueses en Toro, a los muslimes en Granada, en las Alpujarras a los moriscos rebeldes, en Ostia al más feroz de los piratas, al turco en Cefalonia, y en Italia a los franceses, desbaratando sus ejércitos, venciendo a sus reyes y más ilustres caudillos y ganando para España lo más hermoso de aquella península. Había adquirido y prodigado inmensas riquezas, había ganado como trofeo de sus victorias más de doscientas banderas y dos estandartes reales, y había conseguido que le celebrasen y admirasen en toda España, así en Aragón como en Castilla.
Víctima ya de la suspicacia, y tal vez de la envidia del Rey, se retiraba harto desengañado a sus dominios de Loja, después de haber visto arrasada la fortaleza de Montilla, que fue su cuna, y castigados con dureza no pocos de sus parientes y amigos.
Se cuenta que Gonzalo visitó un día a su anciana parienta doña Beatriz Enríquez, que había sido amiga del ya difunto almirante D. Cristóbal Colón, a quien retuvo largo tiempo en España a pesar de los desdenes de la Corte.
Contra la sentencia del Dante, tan a menudo citada, no siempre es doloroso, sino sabroso y dulce, el recuerdo de la edad feliz, de los amores juveniles y de los triunfos y venturas que entonces se lograron. Doña Beatriz, en su vejez y en su aislamiento, se sintió consolada al ver y al hablar a su glorioso deudo. Animada fue la conversación que con él tuvo.
Doña Beatriz se mostró expansiva y acabó por estar justamente jactanciosa. Declaró con orgullo que tenía por gloria suya el haber amado al aventurero genovés, el haber descubierto y reconocido todo el valer de su espíritu y el haber creído y esperado en la alta misión que le habían confiado los cielos, cuando todavía eran muy pocos los hombres que no le desdeñaban.
—Por mí—dijo—se quedó en España aquel hombre enviado de Dios. En gran parte me debe España la gloria de haber roto ella el misterioso secreto de los mares y de haber descubierto islas florecientes y extensa tierra firme, rica en perlas y en oro, que todavía se pone como valladar para impedirnos llegar a Cipango, al Catay y al imperio del preste Juan, por donde ya penetran los portugueses, siguiendo opuestos caminos y navegando hacia las regiones donde se pensaba que tenía su tálamo la Aurora.
El Gran Capitán comprendió y aplaudió el orgullo de su parienta; pero su mismo aplauso hizo brotar en su alma otro orgullo muy parecido. Gonzalo Fernández de Córdoba no supo contenerse, y dijo a doña Beatriz:
—Yo admiro la perspicacia de vidente y la fe profunda y la esperanza certera con que amaste y detuviste al inspirado piloto. Pero perdona mi vanidad. No has sido tú en esta época la única cordobesa a quien hizo el amor profetisa. Otra hubo antes que tú, que compitió en esto contigo. No merece tanto, porque el hombre cuyo valer futuro descubrió ella en su amorosa visión profética, vale mil y mil veces menos que el que por esfuerzo de su reveladora inteligencia y de su enérgica voluntad ha duplicado o triplicado la grandeza del mundo conocido, y ha magnificado el concepto de la creación en toda mente humana. Comparada a la gloria de ese hombre, vale poco la que se alcanza derrotando ejércitos, conquistando reinos y avasallando y humillando a los príncipes más poderosos. Merece, sin embargo, más que tú esta mujer de que te hablo, porque tú no revelaste a Colón mismo lo que él ya sabía de su propio valer. Tú le prestaste crédito, aliento y esperanza y confianza en los hombres y en su fortuna; pero esta mujer de que te hablo, en su exaltación de amor hacia mí, porque fue mi enamorada, no se limitó a darme crédito, aliento y esperanza, sino que hizo patente a mi alma la por ella soñada grandeza que mi alma tenía, me infundió la fe que en mí puso, convirtió mi ambición en deber de gratitud hacia ella, y me obligó a ser grande para que ella no fuese, ni motejada de ligera, ni tenida por mentirosa.
El Gran Capitán no supo callar entonces. Contó a doña Beatriz los fugitivos amores de su mocedad primera. Y hasta hay quien dice que le citó, asomando el llanto a sus ojos, algo de la carta que le había escrito doña Mencía, y que él conservaba piadosamente en la memoria.
Gonzalo dijo por último:
—Quiero confesarte, con el debido sigilo, que después he amado a otras mujeres y he sido amado por ellas. Ninguna, sin embargo, ha derribado y arrojado del santuario de mi alma la venerada imagen, puesta allí sobre todo lo terrenal y caduco, de la mujer que me reveló a mí mismo mi ser propio: que tal vez con la virtud creadora de su amor sembró en mi espíritu el germen de todo lo bueno y de todo lo noble que he podido hacer en mi vida.
Al referir esta historia que me contó D. Juan Fresco, y cuya certidumbre confirmó, hasta cierto punto, mi querido amigo D. Aureliano, no puedo menos de recordar un estudio que escribió y publicó, años ha, Rosa Cleveland, hermana del que fue Presidente de los Estados Unidos. El estudio se titula Fe altruista, y procura demostrar que la capital misión de la mujer es la de revelar al hombre sus altos destinos, alentarle en la lucha e inspirarle el brío y la confianza que son menester para alcanzarlos.
I
En varios tratados de Economía política he visto yo una cuenta, de la que resulta que la industria de los zapateros en Francia ha producido, desde el descubrimiento de América hasta hoy, seis o siete veces más riqueza que todo el oro y la plata que han venido a Europa desde aquel nuevo e inmenso continente. Esto me anima, sin recelo de pasar por inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro Raimundico.
Haciendo zapatos empezó a ser rico; acrecentó luego su riqueza, dando dinero a premio, aunque por ser hombre concienzudo, temeroso de Dios y muy caritativo, nunca llevó más de 10 por 100 al año; después, fundó y abrió una tienda o bazar, donde se vendía cuanto hay que vender: azúcar, café, judías, bacalao, barajas, devocionarios, libros para los niños de la escuela, y toda clase de tejidos y de adornos para la vestimenta de hombres y mujeres. El maestro se fue quedando también con no pocas fincas de sus deudores, y llegó a ser propietario de viñas, olivares, huertas y cortijos.
Ya no esgrimía la lezna, ni se ponía el tirapié, ni se ensuciaba los dedos con cerote, pero fiel a su origen, conservaba la zapatería, donde trabajaban expertos oficiales, discípulos suyos. El magnífico bazar estaba contiguo. Y junto a la zapatería y al bazar podía contemplarse la revocada y hermosa fachada de su casa, situada en la calle más ancha y central del pueblo. A espaldas de esta casa y en no interrumpida sucesión, había patios, corrales, caballerizas, tinados, bodegas, graneros, lagar, molino de aceite, y en suma, todo cuanto puede poseer y posee un acaudalado labrador y propietario de Andalucía. La puerta falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras que la puerta principal, según queda dicho estaba en el centro.
El maestro Raimundico nunca había querido comprometerse ni mezclarse en política; pero de súbito acababa de cambiar. Se había hecho fusionista y había consentido en ser jefe de aquel partido político y alcalde en Villalegre.
Era viudo, hacía ya quince años. Y hacía cerca de siete que tenía a su único hijo, D. Raimundo Roldán de Cadenas, estudiando o paseando y holgando en Madrid, pues sobre este punto, difieren no poco los autores. Difieren asimismo sobre la causa de la larga y no interrumpida ausencia del hijo, atribuyéndola unos a la viudez más alegre que recoleta del padre, para la cual hubiera sido estorbo o escándalo la presencia del hijo, y atribuyéndola otros al despego y a la soberbia de éste, que vivía en Madrid como caballerito muy elegante e ilustre, que hablaba de su casa solariega, y que repugnaba volver al lugar a ver la plebeya ordinariez de su padre y la primitiva y fundamental zapatería tenazmente conservada.
Como quiera que ello fuese, D. Raimundo se daba en Madrid tono de muy hidalgo, y su gentil presencia, su elegancia en el vestir y el dinero que solía gastar con rumbo, prestaban a su hidalguía no corto crédito. Él era además robusto y ágil en todos los ejercicios del cuerpo, gran tirador de pistola, florete y sable, buen jinete, mejor bailarín, y muy divertido, ocurrente y chistoso. Tenía multitud de amigos y estaba en Madrid como el pez en el agua.
Hacía muy poco que se había graduado de Doctor en Jurisprudencia, y había enviado a su padre la tesis doctoral. El padre leyó con suma atención las cuatro o cinco primeras páginas, pero no entendió palabra, se mareó y dejó la lectura. Y como era muy escamón, se puso a cavilar entonces, sobre si el no entender aquello, sería culpa de su ignorancia, o si sería, según frase de Cánovas, que hasta aquel lugar había llegado, porque su hijo era un tonto adulterado por el estudio o si sería porque no había habido tal estudio ni tal adulteración, sino porque el chico había estudiado poquísimo y para disimularlo, había llenado su discurso de frases huecas, fiado en su audacia y en la simplicidad de muchas personas que lo que no entienden es lo que más admiran.
De todos modos, corregido ya el maestro Raimundico, morigerado por la ancianidad, reverdeciendo en su corazón el amor paternal sobre los restos de otros ya muertos y menos santos amores, y tal vez proyectando que el muchacho, que había cumplido veinticinco años, ganase popularidad y simpatías en el distrito, para que fuese elegido diputado, le mandó llamar con términos harto imperativos y hasta dejando de enviarle dinero, que era el medio más eficaz de que podía valerse.
D. Raimundo, pues, no pudo menos de obedecer. Complació a su padre, vino a Villalegre y se halló en Villalegre muy a gusto.
Para que se vea la sinceridad de su contento y el placer y la satisfacción que en el lugar tenía, vamos a poner aquí una circunstanciada carta que, al mes de estar en Villalegre, escribió don Raimundo a su mejor amigo de Madrid. La carta decía como sigue.
II
«Mi querido Pepe: Muy a despecho mío vine por aquí para no rebelarme contra los mandatos de mi señor padre; pero te declaro con franqueza que ahora me alegro en el alma de haber venido. Este lugar es lindísimo; los fértiles campos que le rodean hacen un paraíso de sus cercanías; y sus habitantes son amenos y regocijados. Yo aquí me divierto la mar. Y no sólo me divierto, sino que, ¿por qué no he de confesártelo? me siento como nunca me sentí en Madrid, perdidamente enamorado de una mujer. Pero ¡qué mujer, chico! Es un encanto, un prodigio de bonita. Y no sé decir si por desgracia o por fortuna, de la más pasmosa severidad de costumbres. La llaman el Sol de Tarifa, porque de aquella ciudad salió ella como el sol por oriente. Tal es su apodo significativo. Su verdadero nombre es doña Marcela Gutiérrez de los Olivares, por ser viuda del teniente de la clase de sargentos, del mismo apellido, muerto en Cuba un año ha, a manos de los insurrectos. Llora ella aún a su difunto marido, con cuya tía, doña Pepa, vive en este lugar en ejemplar recogimiento, y desdeña y rechaza al enjambre de galanes que la pretende. Tremendo es uno de ellos por su obstinación y ferocidad. Es su nombre Currito el Guapo, y es hermano de la estanquera, mujer también de notable mérito, muy joven aún y famosa por su hermosura y gallardía. Currito, tan celoso de su honra como los galanes de Calderón en las comedias de capa y espada, no consiente que nadie requiebre a la estanquera si no viene con la buena fin. Y aplicando este modo de proceder de su casa a la ajena y de su hermana a su pretendida novia, no consiente tampoco que nadie se acerque a doña Marcela, ni le diga chicoleos, celándola de suerte, que ella vive aislada, porque Currito tiene metidos en un puño a casi todos los mozos del lugar. Navaja en mano es tremendo, y ya que no quiera por piedad abrir a nadie una gatera en el vientre, lo que es para pintar un jabeque en la cara al propio lucero del alba, no tiene el menor escrúpulo si se enoja.
»Doña Marcela está con esto que trina, porque gusta de ser desdeñosa sin que el desdén parezca forzado, y porque no acepta la tutela o mejor dicho el cautiverio en que galán tan crudo la tiene.
»A fuerza de oír tales cosas, pues no es otro el principal asunto de las más frecuentes conversaciones de por aquí, pronto comenzó a hervirme la sangre contra la insolencia de Currito el Guapo. Me entraron ganas de libertar de su cautiverio a doña Marcela. Y crecieron mis ganas y se hicieron irresistibles cuando vi, primero en la iglesia y después en la feria, a la recatada y joven viuda, con quien quise timarme, como decimos por ahí; pero, por lo pronto fue en balde mi conato, porque sin duda, no lo consentían la modestia y la honestidad de la dama. ¿Qué no logran, sin embargo, la terquedad y la audacia de un mozo como yo, curtido en toda clase de aventuras y acostumbrado a los más peligrosos lances de amor y fortuna? Doña Marcela me miró al fin con mal disimulada complacencia; yo le hablé, valiéndome de la tía Pepa que desde niño me conoce, y, al fin logré, que en una de estas últimas noches, que fue de las más calurosas del verano, doña Marcela saliese a la ventana a tomar el fresco.
»Me hice como por casualidad el encontradizo y me puse a hablar con ella. No vayas a creer que es ninguna palurda. Culta y discretísima es su conversación. Y no sólo habla buen castellano si bien con un gracioso dejo tarifeño, sino que se explica corrientemente en inglés, por haber estado algún tiempo en Gibraltar, cuando era ella mocita soltera, acompañando a su padre, que iba allí para asuntos de comercio. Pero aquí entra lo trágico. Embelesado y engolfado estaba yo charlando con doña Marcela, a ratos en andaluz y a ratos en inglés, cuando la temerosa aparición de Currito el Guapo, vino a interrumpir nuestro palique.
»—¡Huya usted, por Dios!—exclamó ella con voz trémula y llena de susto. Ahí viene ese monstruo que sin que yo le haya dado motivo es en este lugar el tirano de mi vida. Sálvese usted, caballero. Currito viene navaja en mano y puede escabechar a usted en un santiamén. Como es loco frenético no repara en nada. No es cobardía sino prudencia, escapar de ese forajido.
»Ya te harás cargo Pepe de que yo no hice caso ninguno de aquellas medrosas exhortaciones. Me enredé la capa en el brazo izquierdo y saqué de la vaina una larga y recta espada de caballería que llevaba a prevención conmigo. Currito no se arredró por eso, sino que cayó sobre mí, ora agachándose, ora dando brincos, ora acometiéndome por un lado, ora por otro. Por dicha, y si he de decir la verdad, yo sospecho que él no tenía gana de herirme, sino de asustarme. Y como yo también tenía más ganas de asustarle que de herirle, aquella a modo de danza, duraba ya demasiado y se hubiera hecho interminable, a no ser por los gritos que daba doña Marcela pidiendo socorro.
»Los gritos no fueron inútiles. Aunque ya era tarde, acudieron muchos vecinos y bastantes mozos que andaban de ronda, y Currito y yo nos vimos forzados a poner término a nuestro descomunal combate, envainando yo la espada sin ensangrentar todavía, y doblando él su truculenta navaja, que era de virola y golpetillo, y produjo al cerrarse ruido muy temeroso.
»Allí intervinieron y mediaron en nuestra contienda las personas de más respeto, que habían acudido y que en torno nuestro formaban corro, y casi nos obligaron a echar pelillos a la mar, a hacer las amistades y a convertir las casi homicidas manos en cariñosas, enlazándolas y apretándolas generosamente.
»Desde entonces veo y hablo por la reja a doña Marcela todas las noches, sin que Currito me perturbe. Y doña Marcela se me muestra agradecidísima por haberla yo libertado de aquel espantajo o bu que sin querer ella la defendía como el dragón en Las tres toronjas del Vergel de amor y en otros cuentos de hadas.
»No imagines por eso que estoy más adelantatado en mis pretensiones. La virtud de doña Marcela es más firme que una roca, aunque para mi amor más que roca es lata. Erre que erre está ella siempre, volviendo por su honor, también como las damas calderonianas, por donde me temo que voy a sufrir constantemente el suplicio de Tántalo, o voy a tener que hacer la barbaridad o digamos la plancha de acudir al cura. Porque eso sí, doña Marcela tiene poquísimo dinero, pero lo que es en punto a conducta, ni las lenguas más maldicientes, y no son pocas las de este lugar, se atreven a decir nada contra ella ni a empañar con ponzoñoso aliento el terso y limpio espejo de su fama.»
Este era el contenido de la epístola, salvo los saludos y cumplimientos de costumbre que en obsequio de la brevedad se omiten.
III
Se cuenta que el maestro Raimundico era escéptico por naturaleza; dudaba mucho de todo y apenas se decidía a formar juicios, sin examinar antes detenidamente las cosas y enterarse bien de ellas. Sobre su hijo hacía tiempo que tenía su juicio en suspenso, sin decidir si el chico era discreto o tonto. Tratar de ponerlo en claro era uno de los propósitos que tuvo al llamarle al lugar. Desde que estaba en él, le espiaba, le estudiaba y le seguía recatadamente los pasos. Prevalido además de su posición de alcalde, interceptó la carta que acabamos de poner aquí, la abrió y la leyó. El maestro se desconsoló con aquella lectura e imaginó que al chico le faltaban por lo menos dos o tres tornillos en la cabeza. Doña Ramona, hermana del maestro y viuda del pellejero, quería mucho al chico, de quien había cuidado en la niñez, y sostenía que su candor no debía calificarse de simplicidad, sino de exceso de imaginación poética. Una vez cortados los vuelos de esta imaginación, el chico, según doña Ramona, sería apto para todo, se abriría camino y subiría como la espuma.
—Cortemos, pues, los vuelos de la imaginación del chico, dijo para sí el maestro, y mostrémosle la realidad tal cual es.
Después de haber recapacitado, formado su plan, y hecho los convenientes preparativos para realizarle, el maestro, a solas una noche con su hijo, en la principal sala alta de la casa, al toque de ánimas, le habló de este modo:
—Mira, Raimundo, tú eres hijo de un zapatero y no puedes ni debes presumir de aristócrata; pero no conviene tampoco que por seguir ciertas opiniones, muy de moda en nuestros días, te des a creer que las almas heroicas, el semillero de las virtudes y de las proezas y los corazones donde brota el germen de los más nobles sentimientos, se hallan en las tabernas y en los presidios, y que la educación esmerada más bien agosta y comprime que desenvuelve tan excelentes facultades. Quien piensa así es lo contrario de progresista, ya que debe entender que nada conduce mejor a la virtud que retroceder al estado selvático. Tu padre, con su zapatería, hubiera entonces contribuido no poco a la corrupción humana, porque los hombres calzados deben de ser mil veces más perversos que los descalzos. Pero no quiero aturrullarme. Ya no sé lo que te digo. Discursos, pues, a un lado. Y así, en vez de abrir los oídos para oírme, abre bien los ojos para ver lo que ocurra en la tertulia que voy a tener aquí, echando una cana al aire y renovando esta noche, por extraordinario, mis retozonas costumbres de otros días.
Doña Ramona, hermana del alcalde y viuda como él, fue la primera que se presentó en la sala. Tres años hacía que había muerto su esposo el pellejero, pero la fabricación, la recomposición y el despacho de corambres, seguían más florecientes que nunca, si bien, en aquellos últimos meses, había surgido y continuaba una crisis en los asuntos de doña Ramona. Currito el Guapo, su más aventajado oficial, hábil como nadie en remendar y zurzir cueros y sobre todo en poner botanas, se había despedido de casa de la maestra, y se había lanzado en la vida heroica del jaque, buscando aventuras y aterrando a toda la gente pacífica de la población. Naturalmente la pellejería de doña Ramona, se resentía ya y empezaba a perder crédito y marchantes con la retirada de Currito.
Las malas lenguas del lugar daban por causa de esta retirada el sobrado empeño de Currito en vigilar y celar a doña Ramona, aislándola de todo pretendiente, y el amor de ésta a la libertad y su indómito aborrecimiento a todo linaje de tutela. Currito salió, pues, de su casa, como de estampía; y, según hemos visto, se puso a ejercer su misión avasalladora y morigeradora de mujeres, en defensa y custodia de su hermana la estanquera y del resplandeciente Sol de Tarifa, de quien estaba o aparentaba estar enamorado. Se sonaba, no obstante, en el lugar que el verdadero objeto del amor de Currito era la maestra doña Ramona, la cual no había cumplido aún cuarenta años, estaba colorada y sana, y por los bríos y robustez de sus frescas y apretadas carnes era una bendición de Dios y daba gloria verla. Recelaba la gente que los amores de Currito, por el Sol de Tarifa, eran fingidos o por lo menos fruto de anterior despecho amoroso y que estos amores ponían la mira, más o menos conscientemente, en dar picón a doña Ramona.
La segunda persona que acudió a la tertulia fue el ciego organista, D. Antonio, a par que gran músico y maestro en el órgano, hábil tocador de guitarra, así rasgueando como de punteo.
El Sol de Tarifa entró poco después en la sala, seguida de la tía Pepa. Y vinieron por último, y según vulgarmente se dice, con este melón se llenó el serón, Currito el Guapo, acompañado de Rosita la estanquera, su linda hermana.
No había ni vinieron más convidados, porque el alcalde quiso que su tertulia fuese aquella noche de lo más íntimo, selecto y cremoso que en el lugar podía imaginarse. La sala, sin embargo, resplandecía como un ascua de oro, porque estaba iluminada con tres magníficos velones de Lucena de a cuatro mecheros cada uno y con algunas velas de cera que ardían en los candeleros de media docena de hermosas cornucopias, colgadas en las paredes sobre el rojo damasco que las tapizaba.
El maestro Raimundico sabía vivir y vivía con todo el boato y la pompa que conviene a un señor lugareño. Y ya se presentía por ciertos indicios y hasta se olfateaba y casi se mascaba, merced al grato tufillo y a los vapores crasos que al través de pasadizos llegaban desde la cocina a la sala, que aquella noche iba a haber allí pavo en arrope, y no sólo refrescanda, sino papandina también, y de lo más delicado y costoso.
IV
El maestro Raimundico había leído no pocos periódicos y algunos libros, iniciándose en varias ciencias morales y políticas, y sobre todo en una novísima, que las comprende casi todas, y que se llama Sociología. Mas no por eso presumía de orador, de sabio o de hombre de consejos. Su orgullo se cifraba en ser hombre de acción y completamente práctico. No aseguraré yo que él hubiese leído los Ensayos de Lord Macaulay, aunque me parece que hay de ellos versión castellana; pero, si no los había leído, su mérito era mayor, pues coincidía con el positivista noble Lord en uno de sus más singulares pensamientos. Séneca había compuesto un elocuentísimo discurso contra la ira, lo cual de nada sirvió, ya que no se sabe de sujeto alguno que haya dejado de ponerse iracundo y de hacer mil barbaridades, convencido y corregido por los razonamientos de Séneca. Y como no se sabe que nadie haya ido con zapatos sin que los haya hecho algún zapatero, así el Lord como el maestro Raimundico inferían, con juiciosa dialéctica, que es más útil que Séneca, en toda sociedad humana, el más humilde de los zapateros. El maestro Raimundico, por consiguiente, como era o había sido zapatero y como nunca había sido humilde, se estimaba en mucho más que Séneca, sobre todo en lo tocante a utilidad y arte de la vida.
Despreciaba o aparentaba despreciar la oratoria; pero, sin darse cuenta de ello, y dejándose arrebatar de sus convicciones, echaba amenudo discursos, si bien, más que floridos, enérgicos y breves.
Veamos ahora lo que dijo a Currito el Guapo, hallándose presentes las demás personas que hemos enumerado:
—Tu modo de proceder, amigo Currito, me tiene ya harto, y como soy alcalde no he de consentir que siga. Nadie te ha dado el encargo de vigilar y de celar a las muchachas y de hacer el papel, navaja en mano, de Catón censorino. Ya sabes tú que yo pertenezco al partido liberal, que gusta ahora de la autonomía y la concede a varias provincias de Ultramar. Considera, pues, si no quieres enojarme, a tu hermana Rosita y a mi señora doña Marcela, y déjalas autónomas, o sea en completa libertad de hacer cuanto se les antoje. Sólo así y no por violencia, miedo o tutela constante, tendrá verdadero mérito que resplandezcan en ellas la entereza y la persistencia con que mantienen su inmaculada virtud, defendiéndola de todos los ataques y asechanzas de los galanes seductores. Si ellas quieren de verdad que no entre en sus dominios contrabando ni matute, no es menester que tú asustes ni que mates a los contrabandistas y matuteros. Y si ellas quieren contrabando o matute le habrá aunque mates a docenas a los matuteros y contrabandistas. No puede ser el guardar a una mujer: ha dicho no sé qué sabio, y con sobrada razón a lo que entiendo. En suma, aunque el sabio no tuviera razón ni yo tampoco, yo tengo aquí la autoridad y la fuerza, que para el caso importan más que la razón, y te declaro que si continúas amedrentando a la gente, a mí no me amedrentas, y te empapelo, y si me empeño te envío a Ceuta o a Melilla para que allí luzcas tu valor matando moros. Si eres tan animoso, ¿por qué no te vas a Cuba o a Filipinas a espantar y a vencer a los rebeldes en vez de espantar al pacífico vecindario que yo gobierno ahora?
—Yo, maestro, me hallo bien en este lugar, y maldita la gana que tengo de ir a Cuba o a Filipinas. Con que así no me amenace usted, que ya procuraré enmendarme. De todos mis furores tiene la culpa la penilla negra, y de la penilla negra que hay en mi corazón, bien me sé yo quien tiene la culpa.
Aquí intervino doña Ramona y dijo:
—Ea, hermano, déjate de sermones que aquí no hemos venido a sermonear sino a divertirnos. Ya se enmendará Curro y se pondrá más suave que un guante. D. Antonio, rasguee usted esa guitarra y que bailen el fandango estas niñas. Currito tiene buena voz y mejor estilo y cantará las coplas.
No fue menester decir más. El organista tocó un fandango estrepitoso.
Doña Marcela y Rosita bailaron con gracia y primor, repiqueteando las castañuelas.
El maestro Raimundico, la tía Pepa y doña Ramona batieron palmas. Fue tal el estruendo que armaron que no parecía que hubiese allí siete sino setecientas personas.
Cuando las palmas y las castañuelas cesaron y sólo sonó la guitarra, Currito cantó con voz sentimental y suave la copla siguiente:
Atame con un cabello
a los palos de tu cama,
y aunque el cabello se rompa
no hay miedo que yo me vaya.
Mostró Currito al cantar inspiración tan amorosa y miró con ojos tan de carnero a medio morir a doña Ramona, que estaba sentada cerca de él, que doña Ramona no acertó a dominarse por más tiempo; sintió que se derretía y hasta que se evaporaba el hielo de sus desdenes; y, desechando sus propósitos de resistencia y echando a rodar hasta cierto punto su señoril o magistral recato, dijo dirigiéndose a Currito:
—Vamos, hombre, si al fin ha de ser, no quiero molerte más. Mejor es vergüenza en rostro que mancilla en corazón. No te ataré con un cabello, pero voy a atarte con este hilo, de la lana con que, sin que tú lo supieses, te estaba haciendo calcetines y pensando en ti, ¡ingratón, prófugo, arrastrado!
Doña Ramona sacó entonces de la faltriquera de su delantal un enorme ovillo de lana parda, que allí tenía, desenvolvió un par de metros, hizo un lazo corredizo y se le echó a Currito cogiéndole por el pescuezo y teniéndole por el otro extremo a modo de brida.
Aplaudieron todos que al fin se hubiera humanado la maestra y aplaudieron más aún que, en virtud de nuevas declaraciones y promesas de Currito, se reconociese y se proclamase allí la autonomía de Rosita y de doña Marcela. Para solemnizarla, ambas niñas bailaron unas sevillanas con notable garbo y maestría.
Tres doncellas, de la servidumbre del maestro Raimundico, las tres muy aseadas y graciosas, sirvieron luego la cena en el comedor contiguo.
En Villalegre se vive aún a la antigua usanza. Todos los vecinos acomodados comían la sopa y el puchero a las dos de la tarde. No se ha de extrañar, por consiguiente, que los asistentes en la tertulia tuviesen voraz apetito a eso de las once de la noche en que se sirvió la cena.
En ella hubo lomo de cerdo en adobo, conservado en manteca, semejante a líquidos rubíes por el color rojo que le prestaba el aliño. Hubo también pavo asado y boquerones; exquisito vino de los Moriles; y, para postres, frutas y piñonate. Por último, como apéndice y complemento de festín tan opíparo, chocolate con hojaldres, mostachones y bizcotelas.
El festín fue todavía más regocijado y alegre que suculento, prolongándose hasta las dos de la madrugada.
Como despedida, quiso el maestro Raimundico poner el sello y dar la conveniente firmeza a lo que allí se había concertado. Impuso silencio y habló de esta suerte:
—Yo tengo en Chinchón un excelente amigo, llamado D. Arturo González, el cual es tan profundo sociólogo como hábil fabricante o cosechero de aguardiente de anís doble. De este producto suyo me ha enviado algunas botellas, en cuyo marbete, que hoy se llama etiqueta, se lee con asombro: Espíritu-Sociológico o líquido altruista. Yo he querido competir con mi amigo D. Arturo, y sin robarle su marca registrada he hecho aguardiente de anís doble también, que es tan altruista y tiene un espíritu tan sociológico como el suyo. Estas muchachas traerán en sendas bandejas copas y aguardiente de Villalegre y de Chinchón. Cada uno de nosotros se beberá dos copitas, una de cada clase, dirá cual le parece mejor, y brindará luego, así por el futuro consorcio de mi hermana y de Currito el Guapo, como por la gloriosa autonomía y plena libertad de Rosita y de doña Marcela.
En efecto, trajeron el aguardiente, y cada uno bebió dos copas. Los pareceres se dividieron. Hubo quien votó por Chinchón, y hubo quien votó por Villalegre: pero, como cada cual bebió por lo menos segunda copa del aguardiente que le pareció mejor, el resultado vino a ser que salieron a tres o a cuatro copas por barba.
Todo fue luego regocijo y afecto mutuo, y quedó demostrado que ambos aguardientes eran altruistas y estaban dotados de igual espíritu sociológico.
Entonces el cortesano D. Raimundo, merced a varios evidentes indicios, no tardó en convencerse de que la virtud de doña Marcela no era cosa del otro jueves, ni con autonomía, ni sin autonomía.
Pocos días después, se volvió D. Raimundo a la corte, convencido ya de que los inocentes idilios no son más fáciles que en ella en los más rústicos y apartados lugares. En la corte se olvidó pronto de doña Marcela, puso la mira en distinguirse como personaje político, logró salir diputado, y hay quien asegura que es hombre de gran porvenir, que llegará a ser Director General, Embajador o Ministro, y que al cabo el Gobierno español, o cuando no el pontificio, le concederá el título de Conde de Cartabón o de Hormabella.
Doña Marcela, reconociendo que Villalegre es mezquino recinto para sus expansiones y propósitos, se ha ido a Tarifa, su patria, y desde Tarifa ha pasado a Gibraltar, cuya reconquista tal vez haga. Lo cierto es que así como a los Escipiones y a otros héroes de la antigua Roma, los apellidaron el Africano, el Numantino, el Británico y el Germánico, según la ciudad de que se habían apoderado o según la nación que habían subyugado, a ella, sin dejar de ser nunca el Sol de Tarifa, la apellidan la Gibraltareña, y como tal es famosa y celebrada en las cinco partes del mundo.
Rosita se ha distinguido y ha prosperado menos desde que es autónoma; pero tampoco se duerme en las pajas. Sigue con el estanco, y por comprarle tabaco, hasta los que antes no fumaban, ya fuman, y la Tabacalera hace en Villalegre doble o triple negocio. Por comprarle sellos de correo no hay villalegrino que no escriba hoy más cartas de las que solía escribir. Y por último, Rosita vende tanto papel sellado que es una maravilla. Para explicarla racionalmente, hay quien da por seguro que ella no recibe ni acepta declaración alguna amorosa si no viene escrita en folios de a peseta.
Entretanto doña Ramona y Currito, convertido ya en maestro, son cada día más venturosos y prosperan mucho haciendo y vendiendo corambres. No sabemos cómo se las compone Currito, pero es el caso que nunca sabe a pez el vino que se echa en sus odres; que hace botas lindísimas; y que también construye otra clase de cueros muy apropósito para llevar en ellos aceite a las Alpujarras, porque los mangurrinos, que así llaman en Villalegre a los alpujarreños, no producen aceite. En cambio producen miel de caña o de prima, de la cual miel llenan los arrieros los odres en que llevaron el aceite, y la traen a la provincia de Córdoba. Esta miel hace las delicias de las golosas lugareñas cordobesas, que la sacan del plato a pulso empapando en ella pedacitos de pan, y luciendo así las lindas manos con los deditos engarabitados en forma de cresta de gallo.
No acierto a decidir qué lección moral pueda sacarse, ni qué tesis pueda probarse, en vista de los sucesos que he referido. Diré, pues, sencillamente, que cada cual saque la lección moral o pruebe la tesis que se le antoje, o no saque lección moral ni pruebe tesis alguna, con tal de que no se fastidie demasiado leyéndome.
Mi cuñado el Excmo. Sr. D. José Delavat, siendo Ministro de España en el Japón, tuvo la buena idea de enviarme de allí, por el correo, un lindo y curioso presente. Consiste en doce tomitos, impresos en un papel tan raro, que más parece tela que papel, y con multitud de preciosas pinturas intercaladas en el texto. Lo pintado es mucho más que lo escrito, y está pintado con grande originalidad y gracia.
Si lo escrito estuviese en japonés, yo me quedaría con la gana de entenderlo, porque no sé palabra de la lengua o lenguas que se hablan o escriben en el Japón. Sólo sé que los japoneses tienen muchos libros, y que algunos de ellos, novelas sobre todo, están ya traducidos en varias lenguas europeas, y particularmente en inglés, francés y alemán. Por dicha, los doce tomitos o cuadernitos que poseo, aunque impresos y pintados en Tokio, están en lengua inglesa, y son cuentos para niños, a fin de que los niños del Japón aprendan el inglés. Parece que estos cuentos, enteramente populares, están tomados palabra por palabra de boca de las niñeras japonesas; y debe de ser así porque la candidez de la narración lo deja ver a las claras.
Me han agradado tanto estos cuentos que no sé resistirme a la tentación de poner un par de ellos en castellano. Elijo los dos que me parecen más interesantes: uno porque se diferencia mucho de casi todos los cuentos vulgares europeos; y otro por lo mucho que se asemeja a ciertas leyendas cristianas; como la de San Amaro, la de otro santo, referida por el Padre Arbiol en sus Desengaños místicos, y la que ha puesto en verso el poeta americano Longfellow en su Golden Legend. Sin más introducción allá van los cuentos.
Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.
Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.
La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le gustaba en extremo.
No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital misma.
—A ti—dijo a su mujer—te he traído un objeto de extraño mérito; se llama espejo. Mírale y dime qué ves dentro.
Le dio entonces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
—¿Qué ves?—preguntó el marido encantado del pasmo de ella y muy ufano de mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.
—Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y que lleva ¡caso extraño! un vestido azul, exactamente como el mío.
—Tonta, es tu propia cara la que ves;—le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que su mujer no sabía.—Ese redondel de metal se llama espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.
Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, porque, como ya dije, era la primera vez que había visto un espejo, y por consiguiente, la imagen de su linda cara. Consideró, con todo, que tan prodigiosa alhaja tenía sobrado precio para usada de diario, y la guardó en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más estimados tesoros.
Pasaron años, y marido y mujer vivían aun muy dichosos. El hechizo de su vida era la niña, que iba creciendo y era el vivo retrato de su madre, y tan cariñosa y buena que todos la amaban. Pensando la madre en su propia pasajera vanidad, al verse tan bonita, conservó escondido el espejo, recelando que su uso pudiera engreír a la niña. Como no hablaba nunca del espejo, el padre le olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia hermosura, y que la reflejaba el espejo.
Pero llegó un día en que sobrevino tremendo infortunio para esta familia hasta entonces tan dichosa. La excelente y amorosa madre cayó enferma, y aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte.
Cuando conoció ella que pronto debía abandonar a su marido y a su hija, se puso muy triste, afligiéndose por los que dejaba en la tierra y sobre todo por la niña.
La llamó, pues, y le dijo:
—Querida hija mía, ya ves que estoy muy enferma y que pronto voy a morir y a dejaros solos a ti y a tu amado padre. Cuando yo desaparezca, prométeme que mirarás en el espejo, todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti.
Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía, y ésta, tranquila y resignada, expiró a poco.
En adelante, la obediente y virtuosa niña jamás olvidó el precepto materno, y cada mañana y cada tarde tomaba el espejo del lugar en que estaba oculto, y miraba en él, por largo rato e intensamente. Allí veía la cara de su perdida madre, brillante y sonriendo. No estaba pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confiaba de noche sus disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, buscaba aliento y cariño para cumplir con sus deberes.
De esta manera vivió la niña, como vigilada por su madre, procurando complacerla en todo como cuando vivía, y cuidando siempre de no hacer cosa alguna que pudiera afligirla o enojarla. Su más puro contento era mirar en el espejo y poder decir:
—Madre, hoy he sido como tú quieres que yo sea.
Advirtió el padre, al cabo, que la niña miraba sin falta en el espejo, cada mañana y cada noche, y parecía que conversaba con él. Entonces le preguntó la causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
—Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y hablar con ella.
Le refirió además el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había dejado de cumplirle.
Enternecido por tanta sencillez y tan fiel y amorosa obediencia, vertió él lágrimas de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para descubrir a su hija que la imagen que veía en el espejo era el trasunto de su propia dulce figura, que el poderoso y blando lazo del amor filial hacía cada vez más semejante a la de su difunta madre.
Vivía muchísimo tiempo hace, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.
Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años: al menos las japonesas los viven.
Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:
—Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizás mejor que la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago.
Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.
Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al medio día a echar una siesta.
Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:
—Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha, y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.
Tomó entonces Urashima un remo y la Princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía e imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh que sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta; las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro. Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida, ponlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el Palacio parecía. Y todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios de la mar y el marido de la adorable Princesa?
Allí vivieron dichosos más de tres años, paseando todos los días por entre aquellos árboles con hojas de esmeraldas y frutas de rubíes.
Pero una mañana dijo Urashima a su mujer:
—Muy contento y satisfecho estoy aquí. Necesito, no obstante, volver a mi casa y ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas. Déjame ir por poco tiempo y pronto volveré.
—No gusto de que te vayas, contestó ella. Mucho temo que te suceda algo terrible: pero vete, pues así lo deseas y no se puede evitar. Toma, con todo, esta caja, y cuida mucho de no abrirla. Si la abres, no lograrás nunca volver a verme.
Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en la costa de su país natal.
Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas, por cierto, estaban allí como antes: pero los árboles habían sido cortados. El arroyuelo, que corría junto a la choza de su padre, seguía corriendo: pero ya no iban allí mujeres a lavar la ropa como antes. Portentoso era que todo hubiese cambiado de tal suerte en sólo tres años.
Acertó entonces a pasar un hombre por allí cerca y Urashima le preguntó:
—¿Puedes decirme, te ruego, donde está la choza de Urashima, que se hallaba aquí antes?
El hombre contestó:
—¿Urashima? ¿cómo preguntas por él, si hace cuatrocientos años que desapareció pescando? Su padre, su madre, sus hermanos, los nietos de sus hermanos, ha siglos que murieron. Esa es una historia muy antigua. Loco debes de estar cuando buscas aún la tal choza. Hace centenares de años que era escombros.
De súbito acudió a la mente de Urashima la idea de que el Palacio del Dragón, allende los mares, con sus muros de coral y su fruta de rubíes, y sus dragones con colas de oro, había de ser parte del país de las hadas, donde un día es más largo que un año en este mundo, y que sus tres años, en compañía de la Princesa, habían sido cuatrocientos. De nada le valía, pues, permanecer ya en su tierra, donde todos sus parientes y amigos habían muerto, y donde hasta su propia aldea había desaparecido.
Con gran precipitación y atolondramiento pensó entonces Urashima en volverse con su mujer, allende los mares. Pero ¿cuál era el rumbo que debía seguir? ¿quién se le marcaría?
—Tal vez, caviló él, si abro la caja que ella me dio, descubra el secreto y el camino que busco.
Así desobedeció las órdenes que le había dado la Princesa, o bien no las recordó en aquel momento, por lo trastornado que estaba.
Como quiera que fuese, Urashima abrió la caja. Y ¿qué piensas que salió de allí? Salió una nube blanca que se fue flotando sobre la mar. Gritaba él en balde a la nube que se parase. Entonces recordó con tristeza lo que su mujer le había dicho de que, después de haber abierto la caja, no habría ya medio de que volviese él al Palacio del dios de la mar.
Pronto ya no pudo Urashima ni gritar, ni correr, hacia la playa, en pos de la nube.
De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa.
¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la Princesa, hubiese vivido aún más de mil años.
Dime: ¿no te agradaría ir a ver el Palacio del Dragón, allende los mares, donde el dios vive y reina como soberano sobre dragones, tortugas y peces, donde los árboles tienen esmeraldas por hojas y rubíes por fruta, y donde las escamas son plata y las colas oro?
DRAMA TRÁGICO
Este drama, tan excesivamente trágico, carece de todo valer literario, pero se publica aquí para satisfacer la curiosidad de no pocas personas que deseaban verle cuando se representó y no lo consiguieron a causa de la pequeñez del salón que sirvió de teatro. El autor compuso el drama a petición de la graciosa y discreta señorita doña María de Valenzuela, que prescribió determinadas condiciones a las que debía sujetarse la obra. El drama no había de durar más de catorce o quince minutos, la acción había de ser tan tremenda como rápida, y, salvo los comparsas y personajes mudos, sólo habían de figurar en él seis interlocutores, tres varones y tres hembras, todos los cuales habían de morir de desastrada y violenta muerte en la misma escena. Tan espantoso desenlace no había de tener por causa ni peste, ni hambre, ni fuego del cielo, ni ningún otro medio sobrenatural, sino que todo había de ocurrir sencillamente por efecto del truculento frenesí que el amor y los celos producen en el alma de una mujer apasionada. Yo creo haber cumplido con las condiciones que la mencionada señorita me impuso y de ello estoy orgulloso. Reconozco, no obstante, que mi drama no hubiera sido tan aplaudido y celebrado a no ser por el mérito de los actores y de las actrices que me hicieron la honra de representarle. Fueron éstos la simpática señora doña Rosario Conde y Luque de Rascón, las dos señoritas doña María y doña Isabel de Valenzuela y los Sres. D. Alfonso Danvila, D. Javier de la Pezuela y D. Silvio Vallín. A ellos, y no a la menguada y pobre inspiración del poeta, se debe el éxito pasmoso que obtuvo el drama, en el precioso teatro que el Sr. D. Fernando Bauer improvisó en su casa, y cuya magnífica decoración mudéjar pintó lindamente el Sr. Conde del Real Aprecio. Debo añadir aquí que no se prescindió de medio alguno, ni se excusó diligencia para procurar que los trajes y la pompa y aparato escénicos correspondiesen y hasta realzasen la grandeza y solemne majestad del argumento. Despojada ahora mi producción de todos los primores que entonces le prestaron valer, será muy difícil que agrade. Yo, sin embargo, me atrevo a insertarla aquí, confiado en la indulgencia del público y para complacer a varios amigos y conocidos míos que desean tenerla en letra de molde.
Magnífico vestíbulo del Castillo. Gran puerta en el fondo. Puertas laterales. Es de noche. Ruge la tempestad. Obscuridad profunda, iluminada a veces por relámpagos vivísimos. Mucho trueno.
ESCENA PRIMERA
Entra D.ª Brianda vestida con traje de mediados del siglo xv, y con un candil en la mano.
Doña Brianda.
¡Ay que noche, Dios mío!
Siento a veces calor y a veces frío.
Truena y relampaguea,
y con furor tan bárbaro graniza
que el cabello en la frente se me eriza,
y tengo el corazón hecho jalea.
Y eso que soy valiente cual ninguna:
bien lo conoce D. Ramón, mi hermano,
que me abandona en noche tan fatal
y sale, confiado en su fortuna,
con todo el escuadrón fuerte y lozano
que manda y rige cual señor feudal.
Lo que piensan hacer es un misterio,
pero debe de ser lance muy serio.
A media legua de esta casa fuerte
está ya el reino moro de Granada,
donde estragos y muerte
van a llevar entrando en algarada.
Mas bien puede en el ínterin venir
a este castillo el moro,
y darme que sentir,
y hasta faltar un poco a mi decoro.
¡Grandes son mis recelos!
(Dan fuertes aldabonazos a la puerta de entrada.)
¡Qué horror! ¿Quién llamará? ¡Divinos cielos!
(Suena desde fuera una voz.)
Voz.
¡Ah del castillo! ¡Hola!
Doña Brianda.
(Que se ha acercado a la puerta y ha mirado por el agujero de
la llave.)
Voz de mujer parece y está sola.
(Vuelve a mirar por el agujero.)
Mas no, que un negro bulto la acompaña.
¿Quién es?
Voz de fuera.
¡Ábreme!
Doña Brianda.
¡Cielos! ¿Qué maraña
es aquesta? ¿qué voz ora me saca
el corazón de quicio?
o he perdido el juicio,
o esta es la propia voz de doña Urraca.
Doña Urraca.
Yo soy. Abre, Brianda.
Doña Brianda.
Entra. Ya estoy como la cera blanda.
ESCENA II
Dicha. Doña Urraca y el moro Tarfe embozado en su capa hasta los
ojos.
Doña Brianda.
¿Tú por aquí a horas tales?
¿Qué sucesos fatales
te hacen vagar en tan horrible noche,
sin pajes, sin caballos y sin coche
por esos andurriales?
Doña Urraca.
Decirlo todo quiero,
mas tu favor y tu indulgencia pido.
Es mi padre, D. Suero,
el padre más ruin y cicatero
que en el mundo ha nacido.
Por no dar dote no me da marido.
Para empapar dinero,
mas no para soltarle, es una esponja;
y en lugar de buscarme un buen partido,
se empeña cruel en que me meta monja.
Yo al vendaval de mi pasión amante
me doy sobreexcitada a todo trapo,
y con un novio tierno y arrogante
de la casa paterna al fin me escapo.
Con él huyendo voy a morería,
pero la tempestad nos extravía.
El bagaje, una tropa
de malhechores nos robó en la vía.
De mi amigo el valor me ha libertado,
mas hasta aquí con pena hemos llegado
cada cual con la lluvia hecho una sopa
y en lastimoso estado.
Doña Brianda.
¿Y quién, oh mi señora,
es el tal novio con que vas ahora?
Doña Urraca.
Es Tarfe, un mahometano,
mas me promete que se hará cristiano.
Doña Brianda.
Entonces menos mal.
(El moro se desemboza. Doña Brianda le acerca el candil y le
mira con detención.)
¡Es muy buen mozo!
Doña Urraca.
Ya lo creo.
Doña Brianda.
Yo aplaudo tu alborozo.
(Suenan clarines y se oyen muchas voces.)
¡Ay Dios de los ejércitos! ya llega
mi fiero hermano de la atroz refriega.
Él considerará grave delito
fugarse con un moro, e infelices
seréis los dos, si os coge en el garlito.
Le cortará a tu moro las narices,
y a ti te mandará bien escoltada
de tu padre D. Suero a la morada.
Doña Urraca.
Pues escóndenos pronto, cara amiga.
Doña Brianda.
Venid a un escondite.
Doña Urraca.
Puede que así se evite
el presentido mal que me atosiga.
(Queda por un momento la escena vacía. Vuelve a poco doña Brianda y abre
de nuevo la puerta principal. La trompetería ha sonado más cerca. Entra
D. Ramón con toda su hueste, armada de brillantes armas, y dos personas
cubiertas de negros capuces. Algunos de la comitiva traen antorchas o
candelabros, que colocados en lugar conveniente iluminan la escena.)
ESCENA III
Doña Brianda, D. Ramón, la hueste y los encubiertos.
D. Ramón.
Ya estás en salvo en mi casa.
Valientemente reñías
cuando acudí con mi hueste
y rechacé a la morisma,
haciendo tremendo estrago
en sus apretadas filas.
D. Tristán.
(Sin descubrirse.)
Mucha gratitud te debo. Sin ti perdiera la vida.
D. Ramón.
Descúbrete y di quién eres.
D. Tristán.
A estar oculto me obliga
la prudencia, mas a solas
te descubriré en seguida
quién soy y de dónde vengo.
Despide a tu comitiva.
D. Ramón.
¡Despejad!
(Vanse todos los guerreros y solo quedan los dos de los capuces y doña
Brianda.)
D. Tristán.
Aún queda alguien.
D. Ramón.
Esta es mi hermana querida.
D. Tristán.
Pues aunque sea tu hermana
haz que se vaya.
D. Ramón.
Hermanita
lárgate.
Doña Brianda.
Me largaré.
(Ap.) ¡qué sospecha, suerte impía!
¡Qué fatal presentimiento
en mi corazón se agita!
La voz del encapuchado,
la de D. Tristán imita.
¿Será D. Tristán acaso?
Yo me quedaré escondida
atisbando y escuchando
para descubrir la intriga. (Vase.)
ESCENA IV
Don Tristán, D. Ramón y Zulema. Doña Brianda entre bastidores
atisbando lo que pasa y asomando de vez en cuando la cabeza.
D. Ramón.
Solos ya, satisface mi deseo:
desembózate.
D. Tristán.
¡Mira!
D. Ramón.
¡Ay, Dios! ¡qué veo!
Don Tristán eres tú, mi amigo caro.
¿Por qué caso tan raro
te encontré solo en la tremenda lid,
más valiente que el Cid,
entre fieros paganos?
D. Tristán.
Yo me volvía a tierra de cristianos
después de estar en la imperial Granada,
de donde traigo a esta mujer robada.
Es mi dicha suprema,
es mi esposa, es mi bien,
es la hermosa Zulema,
hija mayor del rey Muley Hacen.
Contempla su hermosura.
(Don Tristán se dirige a Zulema, le quita el negro capuz y ella aparece
deslumbradora, con rico traje oriental, todo cuajado de oro y de piedras
preciosas.)
D. Ramón.
(Mirando a Zulema y como en éxtasis.)
¡Un sol en el zenit se me figura!
¿qué vas a hacer con tan sin par doncella?
D. Tristán.
Me casaré con ella
cuando esté en mi lugar y busque al cura,
que de antemano le dará el bautismo:
Ya una esclava católica
le enseñó el catecismo.
Ella está melancólica
porque deja a su padre y a su grey
en la maldita ley
del Profeta Mahoma,
que sin fallar los llevará al infierno.
D. Ramón.
Harto pesada broma
das tú entretanto al rey
con hacerte su yerno.
D. Tristán.
Déjate de discursos y razones.
D. Ramón.
Me callo, pues. Di tú lo que dispones.
D. Tristán.
Aquí pernoctar quiero
hasta que raye el matinal lucero.
Entonces prosiguiendo en mi camino
me volveré al castillo de D. Suero,
mi padre muy amado,
conduciendo a mi dueño idolatrado
sobre las ancas de mi fiel rocino.
Zulema.
¡Ah! sí, vámonos pronto, D. Tristán.
Temo que aún nos ocurra algún desmán.
D. Ramón.
No tema Vuestra Alteza,
que está segura en esta fortaleza.
Venid, pues, al mejor de mis salones
a descansar del hórrido combate,
y a lavaros también.
Después os servirán el chocolate,
con bollos de manteca, mojicones,
buñuelos y otras frutas de sartén. (Vanse.)
ESCENA V
Doña Brianda sola.
Doña Brianda.
¡Malvado! ¡traidor, infiel!
Por esa perversa mora
me deja quien me enamora
en abandono cruel.
Palabra de casamiento
me dio el impío hace un año.
¡Espantoso desengaño!
¡Todo se lo lleva el viento!
Pero no; ruda venganza
tomaré de ese salvaje.
Daré a la mora un brevaje
que le destroce la panza
y la vida le arrebate.
Mi criada, que es ladina,
esta esencia de estricnina
verterá en su chocolate.
(Enseña un pomo que tiene en la mano y se va por donde ha entrado.)
ESCENA VI
Sale D. Ramón por el lado opuesto, después de haber dejado lavándose a
sus dos huéspedes.
D. Ramón.
(Meditando.)
Confieso que me escama
el empeño que tiene D. Tristán
de ocultar a mi hermana que el galán
es él, en esta novelesca trama.
Catástrofes barrunto;
pero será mejor no cavilar.
A mis huéspedes quiero agasajar.
Haré que lleven chocolate al punto.
(Vase por el otro lado. Queda un momento la escena vacía.)
ESCENA VII
Aparece la criada con una bandeja, dos jícaras de chocolate y bollos, y
pasa de largo. Entra Doña Brianda.
Doña Brianda.
El veneno vertí ya
en la jícara espumante,
y dentro de breve instante
la mora le beberá.
De fijo reventará,
dando así satisfacción
a mi burlada pasión
y a mis espantosos celos,
y cumpliendo mis anhelos
de hacer a Tristán tristón.
ESCENA VIII
Dicha y D. Tristán que trae entre los brazos medio desmayada a
Zulema.
D. Tristán.
¡Qué espanto! ¡Qué maravilla!
Apenas bebe Zulema
el chocolate, se quema
cual si comiese morcilla
de la que echan a los perros
para darles cruda muerte.
¡Qué bien castiga la suerte
mis enamorados yerros!
Zulema.
¡Ay, D. Tristán! Yo reviento,
¿qué chocolate endiablado
es el que ahora he tomado?
¡Fuego en mis entrañas siento!
Doña Brianda.
¿Qué es esto, señor, qué pasa?
D. Tristán.
¡Que Zulema se me muere!
Doña Brianda.
Pues me alegro. Ella me hiere
y mi corazón traspasa
de los celos con la punta.
¡Infiel Tristán, asesino,
de ti me venga el destino
al dejártela difunta!
Zulema.
¡Yo me muero!
(Hace una horrible mueca, se desprende de entre los brazos de don
Tristán y cae muerta en el suelo.)
Doña Brianda.
Ya espichó. (Con júbilo feroz.)
D. Tristán.
¡Muerta está! ¡Trance funesto! (Tocándola.)
Doña Brianda.
Pues no me basta con esto.
Mi furia no se calmó,
y para vengarme más,
te haré saber que tu hermana
más que esa mora liviana
y peor que Barrabás,
se ha escapado con un moro
de la morada paterna
y está locamente tierna
ofendiendo tu decoro.
D. Tristán.
¿Qué me dices? ¡Maldición!
¡Ha de costarle la vida!
¿Dónde se encuentra?
Doña Brianda.
Escondida
la tengo en esta mansión.
Ella y el alarbe juntos
se esconden en el granero.
D. Tristán.
Voy a buscarlos y espero
que pronto estarán difuntos.
(Desenvaina la espada y echa a correr.)
ESCENA IX
Doña Brianda sola.
Doña Brianda.
Muertes hoy y guerra ruda
los celos producirán.
Ya habrá subido al desván,
y habrá encontrado sin duda
al moro y a doña Urraca.
Ya está la pobre aviada...
Tristán no envaina la espada
sin sangre, cuando la saca.
ESCENA X
Entra huyendo Doña Urraca, y D. Tristán persiguiéndola con la espada
desnuda.
Doña Urraca.
¡No me mates, hermano!
Tarfe se hará cristiano
y será mi marido:
Así quedará todo corregido.
D. Tristán.
No puedo perdonarte tu pecado.
¡Tú mi honor has manchado
con un perro sectario de Mahoma!
¡Toma el castigo que mereces! ¡Toma!
(Le da una tremenda estocada y doña Urraca cae muerta.)
Doña Brianda.
Mi agradable venganza va adelante.
ESCENA XI
Dichos y el moro Tarfe que entra furioso y con el chafarote
desenvainado.
Tarfe.
¿Dónde está ese tunante,
que por el intrincado laberinto
de esos mil corredores
se escabulló siguiendo a mis amores?
D. Tristán.
Aquí me tienes, moro majadero,
y ya en la sangre de tu amiga tinto
está mi fuerte acero.
Tarfe.
¡Pues vivo no saldrás de este recinto!
Pague tu desalmada
sangre, la que vertiste de mi amada.
(Riñen. Don Tristán atraviesa al moro de una estocada y el moro cae
muerto.)
ESCENA XII
Dichos y D. Ramón que entra apresurado.
D. Ramón.
¿Qué ocurre aquí? ¡Qué estruendo!
¡Qué horror! ¡cuántos cadáveres!
D. Tristán.
¡Oh, dura
inevitable ley del hado horrendo!
Doña Brianda.
¡Ay don Ramón! El mostruo que estás viendo
me burló con infame travesura.
Su palabra me dio de matrimonio,
y engañándome luego,
de ángel que fui, me convirtió en demonio,
y del infierno me lanzó en el fuego.
¡De mi horrible venganza estoy ufana!
D. Ramón.
(Dirigiéndose a D. Tristán.)
D. Tristán, o te casas con mi hermana,
o tu maldad te costará muy cara.
D. Tristán.
No puedo: un mar de sangre nos separa.
D. Ramón.
Pues aun la sangre me parece poca,
y esa tu negativa del casorio
a derramar la tuya me provoca.
D. Tristán.
Esto va a ser sobrado mortuorio,
pero es irresistible mi arrebato...
Defiéndete o te mato.
(Riñen los dos y ambos se hieren mortalmente y caen muertos en tierra.)
Doña Brianda.
Ya de mi celoso ahínco
el resultado me asombra;
en pie estoy como una sombra
entre cadáveres cinco.
De demonios un enjambre
muy pronto vendrá por mí.
Mi celoso frenesí
ha roto el vital estambre
de estos cinco personajes,
a quien yo tanto quería.
Ahora siente el alma mía
remordimientos salvajes.
No está bien, es indecente
que yo conserve el vivir,
cuando logré hacer morir
a tan buena y noble gente.
(Dirigiéndose al cadáver de D. Ramón.)
Perdona, hermano, perdona
si por mi culpa estás muerto.
(Dirigiéndose a doña Urraca.)
Aunque ya cadáver yerto,
estás, Urraca, muy mona.
(Dirigiéndose a Zulema.)
Y tú, gallarda Zulema,
¿qué culpa de amar adquieres
a quien para las mujeres
fue más dulce que la crema?
(A D. Tristán.)
¡Ay D. Tristán! de mi rabia
me arrepiento ya muy tarde.
¡Aún te adoro! Asaz cobarde
fuera la que así te agravia,
si en tan solemne ocasión
a vivir se resignara,
y al punto no se matara
con firme resolución!
(Saca el pomo del veneno.)
Aún se esconde en este frasco
gran cantidad de veneno.
Valiente soy... Daré un trueno;
me lo beberé sin asco.
(Apura todo el veneno que hay en el pomo.)
Ya me lo bebí; ya miro
de feos demonios un bando,
que están en torno esperando
que yo dé el postrer suspiro,
para ir en procesión,
con horrenda algarabía,
a llevarme a la sombría
honda cárcel de Plutón.
Allí expiaré mi delito
con fieras penas, mas antes
no quieran los circunstantes
castigarme con el pito;
sino que, para consuelo
de mi agonía mortal,
con aplauso general
se dignen calmar mi anhelo.
(Hace contorsiones horribles y cae muerta por virtud del veneno.)
FIN
End of the Project Gutenberg EBook of De varios colores, by Juan Valera *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK DE VARIOS COLORES *** ***** This file should be named 30986-h.htm or 30986-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/3/0/9/8/30986/ Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at DP Europe (http://dp.rastko.net); produced from images of the Bibliothèque nationale de France (BNF/Gallica) at http://gallica.bnf.fr Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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