The Project Gutenberg EBook of La gran aldea, by Lucio V. López This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: La gran aldea costumbres bonaerenses Author: Lucio V. López Release Date: March 21, 2010 [EBook #31724] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA GRAN ALDEA *** Produced by Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net
LUCIO V. LÓPEZ
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BUENOS AIRES
1908
LA GRAN ALDEA: I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI |
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La obra que va a leerse, fue escrita allá por el año 1882 por el malogrado doctor Lucio V. López, uno de los espÃritus más selectos que hayan brillado en nuestlro pequeño mundo literario, en nuestro foro, en nuestra polÃtica, en épocas en que eran muchos y muy esclarecidos los hombres que se disputaban el primer puesto ante la pública consideración, todos ellos con tÃtulos más o menos bien conquistados y sostenidos.
No es de este momento ni de este sitio hacer la biografÃa de Lucio Vicente López, que—para ser exacta,—tendrÃa que abarcar de paso todo un periodo de nuestra historia polÃtica, a la que su actuación lo ligó estrechamente. Tenemos que limitarnos a decir que, abogado distinguido y escritor agudo y sarcástico, las luchas democráticas lo llevaron à las filas del periodismo, en el que militó, y que nuestros diarios guardan en sus colecciones, numerosos artÃculos brotados de su pluma, y que se hacen notar—como él se hacÃa notar en la conversación privada,—por su humorismo, sus epigramas, sus sarcasmos, a veces sangrientos, pero siempre revestidos de cultÃsimo y elegante estilo.
De gustos refinados, Lucio Vicente López cultivaba las bellas letras, más como catador que como autor, fuera de su papel de polemista polÃtico, que con tanto brillo desempeñó; su ilustración literaria era muy vasta, como lo era su preparación jurÃdica, y seguÃa con algo más que simple curiosidad y no por mero pasatiempo, la evolución de la literatura contemporánea, sirviéndole para este estudio sus conocimientos clásicos, su innato buen gusto y su talento reconocido, que brillaba en cuanto atraÃa, siquiera momentáneamente, su atención y provocaba su acción.
Pero un dÃa tenÃa que sentir la necesidad de hacer mover y fructificar sus capitales literarios, no en ligeros esquicios, como lo habÃa hecho hasta entonces, sino en obra de ciertas proporciones y de algún aliento. Esa necesidad de aprovechar lo adquirido, de no dejarlo enmohecer en el cerebro, como bienes de avaro, le hizo producir La Gran Aldea, libro de observación y de crÃtica, lleno de vida y de agudeza, en el que abundan las pinceladas de mano maestra, aunque la novela fuese un ensayo, el primer paso en un camino nuevo si no desconocido, y por el que el autor no emprendió viaje otra vez, traÃdo y llevado enseguida por las luchas ardientes, por los trabajos del foro, por las altas posiciones que fue llamado a ocupar en el Congreso y en el Gobierno mismo del paÃs.
La Gran Aldea nos presenta un boceto lleno de gracia y de «exactitud caricaturesca», si asà puede decirse, de lo que era el Buenos Aires romántico, el Buenos Aires que apenas han conocido en sus postrimerÃas los hombres que hoy cuentan cuarenta años, pero cuyos últimos resabios suelen aparecer todavÃa aquà y allá, como fuegos fatuos producidos por cosas pasadas y muertas hace mucho... el Buenos Aires social, desaparecido bajo el aluvión extranjero que, sin darle un nuevo carácter definido todavÃa, le ha quitado su antigua y peculiar caracterÃstica, mezcla de criollismo inveterado y de ingenua imitación europea.
El tÃtulo mismo de la obra está diciendo lo que es: el retrato de un pueblo en marcha rápida y progresiva, pero que todavÃa no ha dejado los andadores de la aldea, del villorrio, para andar con el paso seguro de la ciudad, cuyo aspecto ofrece ya en el exterior, sin que su intimidad responda a la apariencia.
La obra es brillante, como todo lo que brotaba de aquella pluma y de aquel cerebro; tiene defectos, pero, como decÃa Goldsmith, quién sabe si esos mismos defectos no constituyen un atractivo más, y si la percepción no deslucirÃa el libro, quitándole individualidad.
La Gran Aldea apareció por primera vez en los folletines del Sud América, que acababa de fundarse entonces. En seguida se hizo de ella una edición de corto número de ejemplares. La gran masa de lectores con que ahora cuenta nuestro paÃs, no puede conocerla, por lo tanto. Hubiera sido lástima que el silencio siguiese rodeando a esta novela, leÃda sólo por escasos aficionados y cultores de las letras, cuando tiene, por su humorismo, por su crÃtica, por la fiel pintura de otros tiempos, otras costumbres y otros hombres, derecho a convertirse en un libro popular, y a perpetuar la memoria de su autor, como perpetúa el recuerdo de su inesperada e injusta muerte, sobrevenida en la plenitud de sus fuerzas, la vibrante figura de la Protesta, levantada sobre su tumba por el gran escultor francés...
A MIGUEL CANÉ
mi amigo y camarada,
L. V. L.
Qu'on ait trouvé des personnalités dans cette comédie, je n'en suis surpris: on trouve toujours des personnalités dans les comédies de caractère comme on se découvre toujours des maladies dans les livres de médecine.
La vérité est que je n'ai pas plus visé un individu qu'un salon; j'ai pris dans les salons et chez les individus les traits dont j'ai fait mes types, mais, où voulait-on que je les prisse?
EDOUARD PAILLERON.
(Le Monde où l'on s'ennuie).
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Dos años hacÃa que mi tÃo vivÃa en mi compañÃa cuando, de pronto, una mañana, al sentarnos a almorzar, me dijo:
—Sobrino, me caso...
Cualquiera creerÃa que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos de eso! Su voz fue, como siempre, suave e insinuante como un arrullo, pues mi tÃo, aunque tenÃa el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del cordero.
¿Y qué tenÃa de particular que mi tÃo se casara? ¡Vaya si lo tenÃa! HabÃa cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacÃa dos que mi tÃa habÃa muerto. ¡Mi tÃa! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballerÃa que habÃa servido con Rauch, que habÃa heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacÃa estremecer a mi tÃo, y el temblor de la vÃctima transmitÃa el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecÃan a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga de terror conyugal.
Asà pasaban las cosas cuando mi tÃa Medea purificaba sobre la tierra a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballerÃa, tiritaban entre los marcos dorados, y perdÃan la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que habÃa inmortalizado aquellos absurdos artÃsticos; los muebles tomaban un aspecto solemne, y parecÃan, por su alineación severa, la serie de los bancos de los acusados; los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de la casa; mi tÃo, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de marido hostigado durante veinticinco años, concluÃa por doblar el cuello y hundir su barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la que un cazador brutal descarga a boca de jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y los gritos estentóreos de mi tÃa Medea se prolongaban hasta altas horas de la noche; tenÃa unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un torrente de lava hablada, en medio de gesticulaciones y de ademanes dignos de una sibila que evacua sus furores tremendos.
Una mujer como mi tÃa, tenÃa que ser, como fue, de una esterilidad a toda prueba. Hasta los quince años yo tuve vehementes dudas sobre su sexo; aquel retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tÃo.
Mi tÃo estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.
El lado débil de mi tÃo era el amor, y esto explicará por qué es que a los dos años de viudez acaba de declararme que se casa. Mi tÃo era un alfeñique delante de una mujer bonita. Decir que se derretÃa serÃa poco, se revenÃa, se volvÃa una celda de miel. Al oÃr una voz juvenil brotando de una garganta esbelta y alabastrina, al ver un cuerpo elástico y nervioso modelado por los contornos de la carne viva y suave a la presión, mi tÃo, que era flaco y alto como un junco de las islas, gemÃa involuntariamente como una arpa eólica, y, no contento con saborear la estatua con los ojos, cedÃa, sin querer, el brazo a los movimientos irrespetuosos de la electricidad animal y gustaba de tocar el buen señor.
Convengamos en que el defecto era humano y no grave. Pero ved aquà cómo dos pasiones contrarias, la cólera crónica de mi tÃa y la ternura amorosa de mi tÃo, habÃan llegado poco a poco a constituir en él una segunda persona, en la que se habÃan transformado todos los rasgos primitivos de su carácter. El buen viejo habÃa conservado toda su bondad, toda su mansedumbre; pero, perseguido, acosado, estirado, como un hilo elástico, por su mujer, se habÃa enflaquecido más de lo que habÃa sido y habÃa adquirido un tipo fÃsico lógico, con su nuevo carácter moral: una especie de Tartufo, pero no un Tartufo odioso y antipático, sino por el contrario, y aunque esto parezca una paradoja, un Tartufo ingenuo y cándido, a quien Orgon descubrÃa en cada aventura por la falta de las grandes cualidades jesuÃticas que constituyen el carácter del más alto representante del molierismo...
AsÃ, mi tÃo, que turbaba de cuando en cuando la paz del servicio, sufrÃa siempre la desgracia que nadie sufre en este mundo; lo que no pasa jamás: que los sirvientes lo delatasen a la señora. El regreso del paseÃto después de comer casi siempre lo colocaba en una situación crÃtica y zurda: o la manga de la levita blanqueada por el contacto de las paredes humanas, o el perfume de un ramo de jazmines, o lo inmoderado de un nudo de corbata poco defendido, o cualquiera otra causa, lo entregaban a las garras de la leona, y los celos de Norma estallaban:
—¡Viejo libertino y sin vergüenza, inmoral, corrompido, sucio!...
—¡Pero, Medea!...
—¡Silencio! ¡hombre sin pudor!... ¡habráse visto canalla igual!... ¡corriendo las calles de noche, echando cuchufletas a las sirvientas en las puertas de calle!
¡Vea usted! ¡Esa manga denuncia al canalla! A ver, aunque no quieras, te he de registrar el pecho... ¡Eh! ¿Qué se me importa que se te arrugue la camisa? ¡Qué, no veo acaso al viejo calavera degradado en ese moño indecoroso de la corbata!... ¡Un ramo de jazmines!... ¿Quién te ha dado ese ramo? Di, hombre infame y malvado. ¿Quién te ha dado esa inmundicia? ¡Puf!... ¡huele a patchoulÃ! Debe ser alguna guaranga, degradada como tú... ¡Esta me la has de pagar! ¡Ha de arder Troya! Usted ha manchado mi familia y mi nombre, arrastrándolo por las últimas capas sociales. ¡El nombre de los Berrotarán! Si mi padre viviera, ya te habrÃa molido las costillas; treinta años fue militar, y mi madre no tuvo jamás una queja. Véalo usted allÃ, levante los ojos y pida usted perdón al autor de mis dÃas... ¡marido depravado y perverso!
Y Pollion caÃa fulminado por los anatemas.
Asà habÃan pasado los dÃas del primer matrimonio de mi tÃo. El hacÃa in petto grandes programas de enmienda: se creÃa un culpable, un malvado, pero no podÃa con sus extravÃos de ternura, y a fe que tenÃa razón: mi tÃa era refractaria por Ãndole y por naturaleza a todo afecto Ãntimo, y sus caricias debÃan ser, si alguna vez las hizo a alguien, como las manotadas de una pantera.
Las impresiones que aquel hogar lleno de movimiento producÃan sobre mi espÃritu, eran múltiples y variadas. Mi tÃa Medea nunca dejaba de echarme en cara que al morir mis padres me habÃa recogido por favor y como un acto mil veces más caritativo y recomendable que el de la hija de Faraón, salvando a Moisés de la corriente del Nilo. Mi padre, hermano menor de mi tÃo, habÃa muerto joven, y mi madre al darme a luz. Ante la ley natural, a Dios gracias, mi tÃa no podÃa exigirme parentesco.
En aquel hogar rancio y ridÃculo yo me habÃa formado sin grandes afecciones; habÃa crecido lentamente como una planta exótica al lado de mi pobre tÃo, que sin duda me querÃa, y que, no sabiéndose defender a sà mismo de su terrible compañera, se guardaba por su parte muy bien de protegerme cuando la brava señora la emprendÃa conmigo.
Me acuerdo, sin embargo, con una memoria vivÃsima, de los primeros años de mi niñez. Miraba la vida como pudieran mirarla los hijos del PrÃncipe de Gales o los de un Rothschild. Todo lo que me rodeaba, mientras vivió mi padre, era pobre y de una mediocridad bastante marcada; pero yo lo encontraba de una belleza, de una abundancia y de un gusto excepcionales. Nadie me habÃa inspirado estas pretensiones pueriles; por el contrario, mi padre, cuando me di cuenta de su valor moral, era de una modestia pristina en su vida. ¡Pero yo encontraba tan hermosa la vieja casa alquilada! Tan lujosa la sala en que dominaba un gran retrato de mi madre querida, que tenÃa, si la expresión se me permite, esa lástima egoÃsta que siente uno por los demás niños cuando es niño también.
¿Qué hombre, qué mujer, por variada y llena de contrastes que haya sido su vida, no tiene allá, en el fondo del recuerdo, la fotografÃa vaga pero indeleble de las primeras impresiones del mundo? Es una fiesta, un dÃa de escuela, un encuentro, un juguete, un cariño recibido y devuelto, el protagonista de ese inolvidable poema de la memoria; la palabra no lo anima jamás, no se comunica a nadie, porque es tal vez trivial cuando adquiere formas externas; se acaricia la reminiscencia a solas, Ãntimamente, y ella vuelve y retorna siempre a la mente, porque es como el cimiento de las memorias, el sedimento que han dejado las primeras impresiones de la vida en el espÃritu del hombre.
La fisonomÃa de aquel hogar, trunco por la muerte de mi madre, no se borrará jamás de mi mente. DormÃamos con mi padre en la misma habitación. Veo todavÃa aquel teatro célebre de cuentos y juegos inolvidables; los seis antiguos grabados ingleses de sus paredes, colgados con poco esmero; seis escenas de los romances de Waverley, amarillentos y mareados entre sus maltratados marcos, casi siempre torcidos, pendientes de sus clavos desiguales.
¡Cuántas veces al adormecerme bajo la media luz de la habitación, parecÃame ver moverse la figura misántropa de Guy Mannering, y de espanto al verla salir del marco, encogÃame todo en el lecho, tapábame hasta la cabeza y cerraba los ojos para no ver la escena fantástica que fraguaba contra mà mismo la imaginación calenturienta del niño. Oigo el tic-tac del antiguo reloj de familia, y el golpe grave de su timbre resuena en mi oÃdo aún. Recuerdo el miedo que me causaba al despertar en medio del sueño ese monótono murmullo del silencio nocturno, reagravado por el bulto humano, horroroso, amenazante, que parecÃan formar las ropas de mi padre puestas al acaso sobre una silla, y en cuya ingeniosa y casual combinación creÃa ver el cuerpo de un ladrón o de un bandido. ¡Oh! ¡Qué alegrÃa, qué desahogo, cuando la mirada, después de un examen ansioso, descubrÃa el fatal engaño y los objetos tomaban su forma natural disipándose el terrible fantasma!
TenÃa diez años cuando murió mi padre. La última vez que me acercaron al borde de su cama, me abrazó y me llenó de besos; tendrÃa entonces cuarenta años, pero representaba sesenta; ¡tanto lo habÃa quebrantado la terrible enfermedad que lo consumÃa!
EspÃritu débil, la muerte de su compañera lo habÃa abatido, habÃa hecho inútil su existencia. Pobre, sin porvenir, esclavo de un empleo subalterno que servÃa desde 20 años atrás, carecÃa de la iniciativa vigorosa de otros hombres que buscan en los trabajos variados de la vida el consuelo de los grandes dolores humanos. La monotonÃa de sus deberes cuotidianos, ese horrible destino de hacer la misma cosa hoy, mañana y siempre; el sueldo periódico que jamás se aumenta ni reproduce; la falta del ideal, de la esperanza, de ese horizonte dorado que persigue toda criatura en el mundo, abatieron las fuerzas de aquel noble pero desgraciado corazón, cuyo fin fue como el de una máquina que estalla y se inutiliza antes de tiempo.
Mi tÃo, dominado por su absurda mujer, nos veÃa poco. Pobre también, se habÃa casado con ella que tenÃa una fortuna considerable, y en su casa, como era natural, dominaba el carácter militar de mi tÃa, duplicado por la influencia de su fortuna.
Sin embargo, el buen tÃo Ramón, con sus debilidades, pero excelente en el fondo, al saber la gravedad extrema de mi padre, vino a vernos.
Los dos hermanos se abrazaron. La palidez de mi padre se confundÃa con la blancura de las almohadas de su cama.
Aunque niño, y sin poderme dar cuenta profunda de aquel solemne momento de mi vida, lloré amargamente abrazado de su cuello; sentà su último calor vital con un Ãntimo estremecimiento de dolor, estreché sus manos descarnadas, me miré en sus ojos apagados y permanecà mucho, mucho tiempo a su lado, sollozando y enjugando mis lágrimas.
Mi padre habÃa abierto un pequeño libro con láminas ordinarias para distraerme, y yo, sin separarme de su lado, hojeaba casi maquinalmente sus páginas, y me detenÃa contemplando los grabados, siempre estrechado por él.
—Bien, hijito—me dijo al fin,—vete a recoger, que es tarde ya y yo tengo que hablar con tu tÃo.
Y como yo hiciera un movimiento de cariñosa resistencia para separarme de su lado, él insistió dulcemente, me volvió a abrazar y a besar muchas veces y mi tÃo Ramón me condujo a un cuarto inmediato donde me habÃa instalado desde que mi padre se agravó.
Al separármele, quedó en mis manos el libro que habÃamos estado hojeando. Me desnudaron y me acostaron.
Un instinto, qué sé yo, uno de esos profundos movimientos del alma de los niños, que son como el germen de todos los variados y tiernos sentimientos que brotan después en la adolescencia, me hizo no separarme de aquel libro. Apagose la luz de la habitación, y yo estaba abrazado de mi precioso recuerdo. QuerÃa protegerlo y ser protegido por él mismo; era como una prenda de mi padre, que me lo recordaba y me lo reproducÃa; lloré mucho sobre él y debà humedecerlo tanto con mis lágrimas, que mis manos llevaron muchas veces a los labios el sabor amargo del llanto; y fue asÃ, abrazado de mi libro, defendido el pecho por sus páginas, que me dormà aquella noche, la última de mi vida en que debÃa ver al autor de mis dÃas. Aquella noche murió mi padre, mientras yo dormÃa oprimiendo el tesoro conquistado.
¡Pobre libro mÃo! A los diez años muy lejos estaba de amarlo por el valor moral de sus páginas; era el Ivanhoe, el primer romance que debÃa deslumbrar más tarde mi imaginación virgen de impresiones. Lo amaba, porque habÃa sido de mi padre: todo era en él precioso para mÃ, sus grabados en madera, sus tapas comunes, bastante estropeadas, sus ángulos doblados por los golpes que sufrÃa, sus páginas descoloridas, en las que mis ojos inquietos se solÃan detener de paso.
El entierro de mi padre fue muy modesto por cierto; murió por la madrugada, y durante todo el dÃa me tuvieron encerrado en el cuarto en que me habÃan puesto, sin dejarme salir de él. En un momento yo conseguÃ, sin embargo, escaparme, llevado por esa curiosidad inquieta de los niños, me interné en las habitaciones que conducÃan a la sala, y por la hoja entreabierta logré ver dos largos y gruesos cirios llenos de las congelaciones de la cera que chorreaba sobre ellos, colocados sobre enormes candelabros de platina, semejantes a los que habÃa visto en las iglesias; los candelabros reposaban sobre un tapiz de pana negra raÃda, con guardas de oro bastante estropeadas; el olor acre de la cera de los cirios me hizo un malÃsimo efecto, y sin darme cuenta de lo que veÃa, retrocedà a mi cuarto sin atreverme a seguir adelante.
Nunca después en la vida he dejado de recordar aquel momento, al aspirar el ambiente peculiar que forman las velas amarillosas de cera que queman alrededor del féretro de los que acaban de morir, y aquella impresión de niño, es otra de las muchas que no se borrarán jamás de mi memoria.
Mis parientes se dieron mucha prisa en enterrar a mi padre; a eso de las cinco de la tarde comencé a sentir el murmullo de voces y pasos de gentes que entraban. Me asomé por la puerta que daba al patio y vi muchos hombres vestidos rigurosamente de negro que se congregaban en pequeños grupos, saludándose reverenciosamente los unos con los otros; todos parecÃan estar muy tristes y pensativos, a juzgar por la gravedad de sus rostros.
Una sirvienta me arrancó de la puerta desde donde yo observaba la concurrencia lleno de estrañeza, al ver un número tan considerable de gente en mi casa, donde tan pocas y raras personas nos visitaban. Un rato después me pareció que el ruido de los pasos aumentaba, como si un tropel de gente se pusiese en movimiento y poco a poco fui notando que se alejaba. En la calle se oyeron rodar carruajes, pero el ruido de los coches también se extinguió y todo quedó en silencio. Entonces me asomé otra vez por la puerta del patio: habÃa quedado completamente solo, la puerta de la calle estaba entornada, cerradas las de las habitaciones; la tarde avanzaba y la humedad de un dÃa lluvioso daba a aquella escena un aspecto tristÃsimo.
Me dio miedo y entré en mi cuarto.
Mi tÃa Medea conversaba en las habitaciones inmediatas con cuatro o cinco señoras viejas y de edades incalculables. Yo me presenté francamente entre ellas: una me acarició; las otras, incluso mi tÃa, me miraron con cierta indiferencia, y yo no debà preocuparme mucho tampoco de ellas, porque preferà meterme debajo de la mesa del comedor donde permanecà largo tiempo recorriendo las estampas de mi libro inseparable.
Las señoras tomaron algunas copas de vino y mi tÃa tomó dos, diciéndoles que estaba muy débil, que durante el dÃa no habÃa probado bocado, lo que probablemente le sirvió de pretexto para comer un plato entero de bizcochos que habÃan presentado junto con el vino.
Aquellas señoras se levantaron al fin, y mi tÃa con ellas, diciendo a la sirvienta que me cuidaba, que me tuviera listo para el dÃa siguiente en que ella vendrÃa a buscarme temprano.
En efecto, al dÃa siguiente del entierro de mi padre volvió mi tÃa Medea a buscarme. Lo primero de que me apoderé para decir adiós a aquel hogar semejante a un nido abandonado, fue de mi buen libro; nada más deseaba llevar.
Quise, sin embargo, recorrer toda la casa antes de partir.
Se aspiraba en todos los cuartos ese ambiente de tristeza que tienen los sitios que se abandonan.
Entré en el cuarto en que mi padre habÃa muerto; todo estaba en desorden: la cama en el medio, sin colchones, como un esqueleto de hierro; los armarios vacÃos.
Mi tÃa Medea habÃa hecho acto de generosidad con los pobres, repartiendo las ropas de mi padre; la vieja alfombra habÃa desaparecido; las baldosas contribuÃan a aumentar lo triste de la escena con su frialdad glacial; mis buenos grabados ingleses ya no estaban tampoco; algunos fragmentos de mis juguetes habÃan sido relegados a un rincón de la habitación; entré en la sala y vi con júbilo que el retrato de mi madre estaba allà y que mi tÃo habÃa dispuesto que lo condujesen a su casa. En un ángulo de la sala estaban agrupados los cuatro candelabros con sus cirios apagados, las mechas duras y achatadas sobre la cera, que habÃa formado al derretirse una masa de coagulaciones semejantes a las labores góticas de una abadÃa; a un lado de ellos estaba la manta de pana negra, raÃda, con sus guardas galonadas.
Entraban y salÃan peones con muebles:—¡Desalojaban! ¡Oh! ¡qué triste es una mudanza, y cuánto más triste cuando tiene lugar porque han muerto los que habitaban la casa! ¡Qué triste es ese desorden! ¡Las voces de las gentes de todas menas que entran y salen; la desnudez en que quedan los pisos y las paredes; el abandono, el silencio, que van invadiendo poco a poco! El último trasto que se saca, casi siempre una silla, cuyos pies desiguales le dan cierto aire de grotesca melancolÃa, ante el cual sólo el pincel de Dickens es capaz de levantar el poema que surge de la observación sentimental de los objetos. ¡Qué momento ese, en que el último, después de dejar desiertas las habitaciones, cierra la puerta de la calle tras de sÃ! ¡El eco cavernoso responde entre los ángulos de los cuartos abandonados, el eco solo, voz solemne de lo vacÃo, de la soledad, de las tumbas!
El cambio de domicilio fue un acontecimiento para mÃ; la espléndida casa de mi tÃo Ramón, mi ropa flamante de luto, la nueva faz de mi vida, ejercieron en mi espÃritu toda la influencia de la novedad.
HabÃa alguna diferencia, por cierto, entre la pobre morada de mi padre y la espléndida mansión de mi tÃo, o más bien dicho, de mi tÃa, pues todo lo que habÃa en ella, hasta el último alfiler, como ella decÃa, era suyo propio y lo habÃa heredado del famoso mayor Berrotarán, terror de los indios y loor del ejército. Mi tÃo Ramón era un pobrete que sólo habÃa aportado al matrimonio su decencia con lo encapillado, como rezaba la antigua fórmula testamentaria.
Se trató de mi educación; mi tÃo, que se interesaba por mÃ, quiso tomarme maestros de idiomas y proporcionarme una enseñanza esmerada, pero todo fue en vano.
Mi tÃa Medea sostuvo con argumentos sin réplica y resoluciones inapelables, que demasiado habÃa hecho ella consintiendo en cargar con hijos de otro.
—¡Si no tiene usted familia, usted solo tiene la culpa! ¡Mi padre tuvo diecisiete hijos y sólo fue casado dos veces!
—¡Bien, Medea, tienes razón, yo tengo la culpa!
—¡Y es usted tan cÃnico que lo confiesa!
—¡Pero si es por complacerte!...
—¡Por complacerme! ¿Y ese es el modo de complacerme? ¡Traerme los hijos de otros, echar esa carga a su mujer! ¿Por qué no lo ha puesto usted en un taller, para que aprenda un oficio y se haga hombre? ¿Por qué no lo ha destinado usted a un cuerpo de lÃnea, para que siguiese la noble carrera militar?
—Mira, Medea: es el hijo de mi pobre hermano, lleva mi apellido como tú, no tenemos hijos... ¿Qué cosa más natural que lo hagamos nuestro hijo, que lo eduquemos conforme a nuestros medios?
—¡Ca! No me muelas la paciencia, Ramón, no me impacientes—contestaba mi tÃa Medea furiosa.—¡Yo no necesito de tu nombre para nada! ¡Guárdatelo, que para nada me sirve! Yo me llamo Berrotarán y usted es un pobre diablo, hijo de un lomillero. ¡SÃ, señor, de un lomillero! Su padre de usted era lomillero en tiempo de Rozas. ¡Haga usted lomillero a su sobrino!
Mi tÃo se ponÃa rojo de vergüenza ante estas contestaciones, y yo, que no podÃa darme cuenta de cómo mi tÃa, tan llena de orgullo y de pretensiones, habÃa podido casarse con el hijo de un lomillero, decÃa para mis adentros que debÃan haberla casado por fuerza con mi tÃo Ramón, porque, de otro modo, no podrÃa explicarse tanta desigualdad de condiciones. Indudablemente mi tÃo Ramón habÃa abusado de mi tÃa, permitiéndole que lo aceptara por esposo.
Escenas conyugales como la que acabo de narrar eran muy comunes en aquella casa. Mi tÃo estaba completamente sometido; en lo único en que era incorregible era, como ya lo he dicho, en materias de amor, y por esta causa se daban los más famosos combates Ãntimos que tenÃan lugar. ¿Combates?... digo mal; mi tÃo no combatÃa nunca; se entregaba por completo, rendido a discreción, y mi tÃa emprendÃa la terrible ejecución del marido infiel.
Mi tÃa Medea era muy dada a la polÃtica; ella pretendÃa tomar parte en el Gobierno, y era, por consiguiente, amiga de la situación.
La época en que yo me criaba era muy agitada. HacÃa poco tiempo que se habÃa dado la batalla de Pavón. QuerÃa mi tÃa llevarlo todo a sangre y fuego, y su divisa era «o por la ley o por la fuerza».
Mi tÃo Ramón habÃa tenido que inscribirse en uno de los centros electorales en que la opinión estaba dividida, y aunque con su carácter muy indiferente por la cosa pública, el buen ciudadano figuraba pomposamente en la comisión directiva, debido sin duda a la iniciativa de su mujer, que no admitÃa excusas, y a sus medios pecuniarios, y no a su entusiasmo por la lucha o a sus aspiraciones polÃticas.
El candidato de mi tÃa ejercÃa sobre ella la influencia de un profeta: no concebÃa que delante de su figura inspirada y magnÃfica pudieran levantarse adversarios; mi tÃa, como he dicho, era de una virtud agria e indomable, pero, cuando se hablaba de su orador y de su poeta, una especie de delirio alarmante la invadÃa, y si hubiera sido joven y bella y su Ãdolo le hubiera dado una cita a media noche, habrÃa ido, loca de amor, a rendirse a sus caricias omnipotentes, porque perderse con él no habrÃa sido para ella una falta sino el cumplimiento de un deber inexcusable.
Asà era por aquellos dÃas el fanatismo polÃtico entre las mujeres. El Ãdolo polÃtico de mi tÃa, hombre formal, estudioso, lleno de buena fe, como el profeta de Münster, tenÃa una especie de virtud inconsciente e involuntaria para revolver las cabezas femeninas, y a pesar de toda su gravedad, de todo su juicio, contábase como cierto por los adversarios, que más de una vez, la crema de la high-life del tiempo, las señoras más encopetadas de Buenos Aires, le habÃan hecho manifestaciones públicas de simpatÃa en las ventanas de su casa, poniéndolo, en una edad que no era la de Apolo, en el caso de presidir la asamblea de las mujeres, perorar ante ellas y echarles las más metafóricas, las más eufónicas, las más pintadas frases de su cosecha oratoria.
Por supuesto que mi tÃo dejaba hacer y jamás demostró celos por aquellos actos de su mujer; tenerlos habrÃa sido tan temerario como si los griegos los hubiesen tenido de Júpiter, cuando el rey del Olimpo hacÃa sus parrandas nocturnas por sus hogares.
En el partido de mi tÃa, es necesario decirlo para ser justo, y sobre todo para ser exacto, figuraba la mayor parte de la burguesÃa porteña; las familias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beótica, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda: ese partido tenÃa una razón social y polÃtica de existencia; nacido a la vida al caer Rozas, dominado y sujeto a su solio durante veinte años, habÃa, sin quererlo, absorbido los vicios de la época, y con las grandes y entusiastas ideas de libertad, habÃa roto las cadenas sin romper sus tradiciones hereditarias. No transformó la fisonomÃa moral de sus hijos; los hizo estancieros y tenderos en 1850. Miró a la Universidad con huraña desconfianza, y al talento aventurero de los hombres nuevos pobres, como un peligro de su existencia; creyó y formó sus familias en un hogar lujoso con todas las pretensiones inconscientes a la gran vida, a la elegancia, y al tono; pero sin quererlo, sin poderlo evitar, sin sentirlo, conservó su fisonomÃa histórica, que era honorable y virtuosa, pero rutinaria y opaca. Necesitó su hombre y lo encontró: le inspiró sus defectos y lo dotó con sus méritos.
En vida de mi tÃa, su casa era uno de los centros más concurridos por todas las grandes personalidades, y en ella se adoptaban las resoluciones trascendentales de sus directores. Los grandes planes que debÃan imponerse al comité, para que éste los impusiese al público, salÃan de allÃ, y en su elaboración tomaban parte las cabezas supremas, que deliberaban como una especie de estado mayor, sin que los jefes subalternos tomasen parte en las discusiones. Lo más curioso era que aquella gran cofradÃa creÃa, o estaba empeñada en hacer creer, que era el partido quien concebÃa los profundos programas electorales, y la verdad era que el gran partido solÃa convertirse en un ser tan pasivo como los Ãdolos asirios, que aterraban o entusiasmaban a las muchedumbres según el humor del gran sacerdote que gobernaba los resortes ocultos de la deidad.
TenÃan aquellas reuniones un colorido particular, y más de una vez fui espectador de las escenas que se producÃan entre sus altos y profundos augures. Mi tÃa no estaba quieta un solo instante; salÃa y entraba a la sala en que se congregaban sus correligionarios, atendÃa a una que otra visita Ãntima del barrio en las habitaciones interiores, y volvÃa de nuevo por un instante a seguir el hilo de los debates y peroraciones que tenÃan lugar.
Una noche próxima al dÃa de una elección, según creo, se reunieron en casa de mis tÃos aquellos hombres que yo consideraba providenciales. Desde temprano se habÃan encendido todas las arañas y candelabros del salón, y yo, ardiendo de curiosidad, hice todo lo posible por ser espectador lejano, desde la antesala, de aquella notable asamblea.
Eran las ocho de la noche y entraban los primeros concurrentes.
—No me hable usted de la juventud, señor don Ramón, la juventud del dÃa no sirve para nada—decÃa a mi tÃo un caballero flaco, de cuarenta años largos, con una fisonomÃa garabateada por la barba y las arrugas del cutis.
—Tiene razón, doctor, los jóvenes no sirven para nada.—No te metas, Ramón, en lo que no sabes—contestaba mi tÃa furibunda.
—Vean ustedes, señores: llevar hombres jóvenes a las cámaras serÃa nuestra perdición. La juventud del dÃa no tiene talentos prácticos; ¿cómo quieren ustedes que los tenga? ¡Le da por la historia y por estudiar el derecho constitucional y la economÃa polÃtica en libros! Forman bibliotecas enormes y se indigestan la inteligencia con una erudición inútil, que mata en ellos toda la espontaneidad del talento y de la inventiva. ¡SÃ, señores, los libros no sirven para nada! Ustedes me ven a mÃ... Yo no he necesitado jamás libros para saber lo que sé. ¡Pero no quieren seguir mis consejos, señor! Los libros no sirven para nada en los pueblos nuevos como el nuestro. Para derrocar a Rozas no fueron necesarios los libros; para hacer la Constitución de 1853, tampoco fueron necesarios, y es la mejor constitución del mundo. Yo soy abogado y me ha bastado Darnasca para aprender mi profesión. La noción del derecho se pierde cuanto más a fondo se quieren conocer los textos. ¡Lo mismo es la polÃtica! Nosotros no estamos preparados para gobernar con Hamilton, Madison y Story. ¡El buen sentido, eso basta! ¡SÃ, señores, el buen sentido basta! Yo por ejemplo, no leo sino los diarios, y el periodismo, señores, es como el pelÃcano, alimenta a sus hijos con su propia sangre. ¿Usted ha estado en mi estudio, señor don Ramón, no es verdad? ¿Ha estado usted? ¡Pues bien! ¿Qué libros ha visto usted? Colecciones de los diarios en que he escrito, eso sÃ: la colección de La Colmena, La Espada de Damocles, La Regeneración Porteña, El Gorro de la Libertad, etc., todos los diarios de que he sido redactor. ¿Pues bien, eh?... he necesitado alguna vez informarme sobre la pesca de los pengüines en la costa patagónica, cuando he sido ministro, ¿qué he hecho?... a La Espada de Damocles... registro la colección y en 1853 o 54, encuentro el artÃculo que escribà sobre la pesca de esos moluscos...
—Pero, doctor, ¿los pengüines no son aves?—observó mi tÃo.
—Pero no vuelan, señor don Ramón, y son esencialmente marÃtimos, y se pescan en vez de cazarse; por eso es que los clasifico entre los moluscos, y asà los designo en mi artÃculo de La Espada de Damocles. Y lo mismo que digo de la pesca de los pengüines, digo del gobierno parlamentario; nos están hablando de las bondades del sistema bicamarista... Vean ustedes el resultado que nos ha dado en la nación y en la provincia... Hemos retrocedido, señores, hemos retrocedido veinte años; nuestro primer acto de gobierno debe ser volver a la cámara única y poco numerosa. Yo lo he sostenido en un artÃculo que escribà en 1853 en El Gorro de la Libertad; ahà están los argumentos irrefutables de mi tesis. La cámara única, señores, no hay nada mejor; ¡basta el buen sentido para comprender que dos cámaras es el absurdo, señor! Una está en contra de la otra siempre, y ¿cómo gobernar cuando dos fuerzas iguales, se chocan? El axioma fÃsico es que dos fuerzas iguales se destruyen... y la fÃsica tiene leyes análogas a la polÃtica! ¡No hay gobierno posible asÃ! ¡La cámara única es lo más sencillo, lo más expeditivo y lo más cómodo!...
—Pero los ingleses, señor doctor, tienen dos cámaras—observó uno de los circunstantes.
—PermÃtame, señor; la Inglaterra es un paÃs extravagante, de clima diferente al nuestro, y se explica el error allÃ. Pero nosotros tenemos un clima ardiente y es un peligro grave prodigar las fuerzas y el número de las asambleas parlamentarias en la República Argentina. Eso es lo que nos lleva siempre a las oposiciones tenaces. Nuestro partido perderá el gobierno por eso, señores; por extender el número de las asambleas. Con una cámara única de veinticinco amigos no seremos vencidos. Yo se lo he dicho siempre al general:—No le haga caso a don BenjamÃn Boston; mire que don BenjamÃn es de origen norteamericano, mientras que nosotros debemos seguir la escuela polÃtica de Rivadavia. Don BenjamÃn es orador muy elocuente, pero no tiene una cabeza polÃtica ni previsora: tiene demasiados libros para ser buen gobernante y jamás ha escrito en un diario. ¡Pero no se me hizo caso, señor, y ya verán ustedes los resultados!
—¡Cuánto me alegro, doctor Trevexo, de que Ramón oiga lo que usted dice! ¡Cuánta razón tiene usted! Figúrese usted que mi marido se empeñaba en llenarle la cabeza de librajos a su sobrino y enseñarle idiomas, y que sé yo qué otras cosas... ¿Para qué?...
—Todo eso no sirve para nada, señora. Enséñele usted a leer y a escribir y deje usted al talento que se revele solo. Repito a usted que en este paÃs los hombres no necesitan estudiar nada para llegar a los altos puestos.
¿No me ve usted a m�
Acostumbre usted al niño a que lea los diarios y a que guarde recortes de los artÃculos que le interesen. A los veinte años sabrá más que toda su generación.
—Pero ya ve usted, doctor Trevexo, que el general no debe ser de su opinión; pocos hombres tienen más libros y papeles que él; un dÃa que tuve el alto honor de verlo en su casa, salà pasmado de la copiosidad de su biblioteca.
—A eso iba, ¡eh! eso iba a contestarle: es que usted ha conocido al general en su mala época; desde que ha empezado a estudiar ha empezado a degenerar, ha perdido el brillo de su palabra y la espontaneidad de su espÃritu y se ha envejecido.
—¿Es posible? ¿Qué es lo que me dice usted, doctor?—interrumpió mi tÃa llena de sobresalto.
—Lo que usted oye: don Buenaventura se ha hecho un indiferente criminal desde que se le ha ocurrido instruirse. ¿Quién me lo negará? Todo su talento improvisador se le ha apagado. ¡Qué diferencia del general de hoy al de otros tiempos; qué improvisaciones las de entonces, qué discursos, qué proclamas, qué artÃculos!
—¡Y qué versos!—agregó mi tÃo Ramón lleno de buena fe, con el ánimo de cooperar al elogio.
—¡No! los versos no han sido nunca gran cosa—contestó el doctor con impaciencia.
—¡Oh! perdone, doctor, y ¿El Matrero y el Mendigo?—agregó mi tÃa.
—¡Pschet! asÃ, asÃ... ¡No! los versos no son su fuerte. Pero los discursos, las proclamas; aquel discurso contra los ministros de Urquiza...
—¡Ah, sÃ! cuando les ofrecÃa echar las puertas de los ministerios a cañonazos a aquellos bandidos—rompió mi tÃa electrizada.
—Eso es, eso es, y aquella proclama al pueblo de Buenos Aires: «Os devuelvo intactas...»
—No, intactas no; la proclama decÃa «casi intactas».
—Bueno, es lo mismo. ¡Qué bellas frases, qué verdades de a puño! ¡Ah, qué tiempos, doctor! Esos eran tiempos de entusiasmo. SÃ, cada vez que me acuerdo de lo que era Buenos Aires el año pasado no más, me convenzo de que las porteñas ya no somos lo que éramos; ¡qué unión! ¿Quién se atrevÃa a hablar en contra nuestra? No habÃa sino un hombre, un solo hombre y ese hombre era él.
—¿Y se acuerda usted de la discusión del acuerdo, doctor?
—¡Cómo no, misia Medea!
—Entonces, sÃ, habÃa decisión popular; las injurias y denuestos que vomitaron los enemigos de Buenos Aires; ¡aquellos bandidos! las pagaron caras. ¡Qué barra, qué barra lucida y resuelta; cómo silbaba a los traidores y cómo aplaudÃa a aquellos patriotas!
—Yo tengo presente ese dÃa—observó uno de los personajes que allà estaban.
—Es cierto, señor don Pancho, que usted estaba all×contestó el doctor Trevexo.
—¡Cómo no! Yo capitaneaba el grupo principal.
—¿El de los tenderos patriotas, no?
—Precisamente; nos habÃamos reunido la noche antes en mi tienda toda la crema de la calle del Perú; TobÃas Labao, Narciso Bringas, Policarpo Amador, Hermenegildo Palenque: la flor del mostrador, que durante la tiranÃa de Rozas habÃa estado metida en un zapato, y nos fuimos a la barra. Cuando hablaba don Buenaventura, lo saludábamos con una lluvia de aplausos, y cuando los urquizistas pedÃan la palabra, se armaba la gorda.
—¿Pero hubo algunos muy insolentes, no?
—¡Cómo no! y nos insultaron; pero Buenos Aires triunfó y nos libramos de Urquiza.
—Y de los provincianos para siempre. Porque allà se salvó Buenos Aires, y si no hubiéramos triunfado allÃ, hoy estarÃamos conquistados y perdidos, señor don Pancho—dijo mi tÃa exaltadÃsima, devolviendo el mate a la mulatilla después de hacerlo roncar con una chupada postrimera llena de vigor, que aplicó a la bombilla.
La conversación habÃa llegado a esta altura, cuando los sirvientes anunciaron a varios caballeros que acababan de llegar. Los recientemente llegados eran siete u ocho personas.
Cambiados los saludos de orden y algunas palabras de etiqueta sobre la salud de las familias respectivas, los circunstantes ocuparon sus asientos alrededor del salón.
El doctor Trevexo se sentó en el sofá, al lado de dos caballeros, uno muy flaco y el otro sumamente grueso.
El flaco era un hombre alto, con una cabeza diminuta. Entre las cejas y el pelo tenÃa una faja blanca que le servÃa de frente; la boca era hundida como la de un cráneo, la nariz de un atrevimiento procaz, no por la enormidad del tamaño, sino por su afligente exigüidad, y, sobre todo, por la insolencia con que la Naturaleza la habÃa respingado para presentar al espectador sus dos ventanas, como el hocico de un crack que olfatea al aire. El gesto peculiar de aquel hombre me sugerÃa la idea de un ser que vive aspirando un mal olor constante a su alrededor. Su rostro era una mueca perpetua contra los miasmas, que se exageraba de una manera alarmante cuando él tenÃa la pretensión de sonreÃrse. Los brazos eran tan largos como las piernas, el pecho era hundido, la espalda escasa, las orejas parecÃan dos conchas de ostras y el pescuezo, sumamente corto para su altura, desaparecÃa entre la cabeza y el cuerpo, dándole el aspecto de esas garzas que, para dormitar al sol sobre las aguas estancadas y verdinegras de nuestras lagunas, enroscan sus pescuezos longitudinales, tomando la actitud más formal y venerable que es capaz de tomar un pájaro.
El otro caballero era lo que se llama un hombre de peso. Si su vecino del sofá pecaba por su figura angulosa y rigurosamente lineal, éste pecaba por la prodigalidad chacotona con que la Naturaleza habÃa empleado las lÃneas curvas para diseñarlo. La cabeza grande, y aunque vulgar por la vertiginosa rapidez con que descendÃa hasta la frente, exhibÃa un rostro lleno de majestad y de satisfecha suficiencia.
El abdomen, ampliamente pronunciado, lo era bastante para poner en conflicto la resistencia pertinaz de las abotonaduras del chaleco y del pantalón, a las que estaba confiada la solemne misión de contener sus formas. La fisonomÃa tenÃa grandes pretensiones a la formalidad; pero yo no sé qué diablos habÃa en aquella cara de luna llena, que me hacÃa verla en menguante, a pesar de su redondez. Las piernas eran diminutas, pero morrudas, el pie pequeño pero ancho; la cara completamente afeitada y una nariz invasora que hacÃa contraste con el recogimiento desdeñoso de la del señor flaco que se sentaba a su lado.
—Señores—dijo el doctor Trevexo,—ya estamos en quorum y es menester que comencemos. ¿Quiere usted presidir, señor don Ramón?
Mi tÃo, que permanecÃa de espectador pasivo, salió de su letargo, y, algo cortado, puso una cara de signo interrogante que descubrÃa toda su indecisión para desempeñar el alto y difÃcil cargo que se le proponÃa. Mi tÃa le tiraba de la levita y le decÃa en voz baja pero resuelta:
—No, Ramón, guárdate bien de meterte en lo que no sabes.
Mi tÃo tragaba saliva y guardaba silencio como un hombre que no sabe qué partido tomar. Por último rompió...
—Doctor, si yo no tengo el hábito de estas cosas... No me es posible...
—Presida usted, entonces, doctor Trevexo—dijo el señor gordo.
—¿No le parece a usted, señor don Juan?—agregó dirigiéndose al caballero flaco y ñato que habÃa entrado con él.
Este hizo una solemne inclinación de cabeza que significaba un signo de aprobación, y volvió a levantar su cara chata a tanta altura, que pude verle las cavernas de la nariz en toda su siniestra lobreguez.
—Bien, que presida el doctor Trevexo,—agregaron varios concurrentes.
El protagonista de aquella reunión polÃtica no se hizo de rogar más. El asiento central del sofá del salón fue desalojado para el presidente. Este se sentó, sacó del bolsillo interior de su levita unos papeles, los desdobló y los puso sobre sus rodillas; se sonó en seguida estruendosamente la nariz por dos o tres veces, dobló su pañuelo con una sola mano alrededor del puño y lo depositó en su bolsillo, como un hombre habituado a todas esas añagazas y posturas preliminares de los discursos.
—Señores—dijo,—estamos empeñados en una lucha homérica; de esta lucha resultará el ser o no ser para nuestro partido. Aquà no estamos todos, pero no convendrÃa que lo estuviéramos. Una cosa son las reuniones populares de los teatros y de las calles, otra cosa deben ser los actos de la dirección y de la marcha de nuestro partido: una cosa son las batallas en las guerrillas, en las cargas y en los entreveros, y otra cosa son las batallas en el cuartel general. El elector, el club parroquial, pueden ir valientemente al atrio a votar, porque no tienen responsabilidades; el soldado muere en el asalto, en la lucha cuerpo a cuerpo; la metralla lo quema y lo despedaza, pero muere sin responsabilidad. La responsabilidad de las grandes luchas electorales, como de las grandes acciones de guerra, está en los generales: el soldado no muere sino materialmente, de un bayonetazo, de un tiro de fusil, de una bala de cañón, de hambre y de sed; pero el descalabro de una campaña polÃtica o militar es la muerte moral de los jefes y la muerte moral de las cabezas es la muerte del espÃritu dentro del cuerpo vivo: una especie de embalsamamiento inconsciente.
Tratamos, señores, de formar una lista de diputados. Nada más prudente que confiar su elaboración a las corrientes encontradas del pueblo—continuaba el doctor Trevexo sin escupir.—«El Estado soy yo,» decÃa Luis XIV. La forma democrática se inspira en el derecho natural. En la tribu los más fuertes, los más hábiles, asumen la dirección de agrupaciones humanas: el derecho positivo codifica la sanción de las legislaciones inéditas del derecho natural y nosotros exclamamos; «¡el pueblo somos nosotros!»
—¡Muy bien, muy bien, perfectÃsimamente! continúe usted, doctor,—le interrumpió el señor gordo sin poder contener la ola de entusiasmo.
—Se critica el sufragio universal, pero no se da la razón de su crÃtica; el error de los que lo combaten acerbamente, consiste en creer que el sufragio universal es el derecho que todos tienen de elegir. ¡Error! ¡Grave error, señores! Si las leyes del Universo están confiadas a una sola voluntad, no se comprende cómo la universal puede estar confiado a todas las voluntades. El sufragio universal, como todo lo que responde a la unidad, como la Universidad, bajo el gobierno unipersonal de un rector. ¡Unipersonal, fÃjense ustedes bien! es el voto de uno solo reproducido por todos. En el sufragio universal la ardua misión, el sacrificio, está impuesto a los que lo dirigen, como en la armonÃa celeste, el sol está encargado de producir la luz y los planetas de rodar y girar alrededor del sol, apareciendo y desapareciendo como cuerpos automáticos sin voz ni voto en las leyes que rigen la armonÃa de los espacios. Y declaro, señores, que esto último no es mÃo sino del Divino Maestro.
—¡Pero es admirable!—exclamó el señor gordo.
—¿Entiende usted, misia Medea?—agregó dirigiéndose en voz baja a mi tÃa.
—No, señor don Higinio, pero yo también lo encuentro admirable como usted.
—¿Qué serÃa de nosotros, señores, el primer partido de la República, el partido que derrocó a Rozas, que abatió a Urquiza, el partido de Cepeda, esa platea argentina, en que el Xerjes entrerriano fue vencido por los AlcibÃades y los TemÃstocles porteños, si entregáramos a las muchedumbres el voto popular? Nosotros somos la clase patricia de este pueblo, nosotros representamos el buen sentido, la experiencia, la fortuna, la gente decente en una palabra. Fuera de nosotros, es la canalla, la plebe, quien impera. Seamos nosotros la cabeza; que el pueblo sea nuestro brazo. Podemos formar la lista con toda libertad y en seguida lanzarla. Todo el partido la acatará; nuestra divisa es Obediencia: cúmplase nuestra divisa.
—Yo me he permitido formar un proyecto de lista que someto a la consideración de ustedes—dijo uno de los presentes, joven de hermoso aspecto, de simpática figura, que hasta entonces habÃa guardado silencio.
—A ver, lea usted—dijo el doctor Trevexo.
El joven leyó su lista en medio del silencio dignÃsimo de la concurrencia; dos o tres la aprobaron después de leÃda, pero los demás, suspensos de la fisonomÃa del doctor Trevexo, que demostraba visible descontento, no articularon una sola palabra de aprobación.
—¿Qué le parece a usted de esa lista, señor don Ramón?—dijo don Narciso acercándose al oÃdo de mi tÃo.
—Muy buena, muy buena—contestó mi tÃo.
—¡Pues a mà me parece muy mala!
—Y a mà también—agregó don Juan, haciendo el gesto de asco que le era peculiar.
—Cosas de muchachos ambiciosos, de mozalbetes: ¡Miren ustedes, qué atrevimiento! Sólo a la juventud del dÃa puede ocurrÃrsele tener pretensiones de figurar en las listas de diputados—murmuraba sotto voce don Pancho el tendero,—asociándose al grupo de los descontentos.
—Señores—dijo en voz alta y varonil el joven que habÃa propuesto la lista,—es necesario llevar fuerzas nuevas a la Cámara, y las fuerzas nuevas están en la juventud que ha salido ayer de los claustros universitarios. Yo no tengo las ideas del doctor Trevexo sobre el sufragio universal; somos un partido oligárquico con tendencias aristocráticas, exclusivistas aun dentro de su propio seno, a quien se acusa, y con razón, señores, de gobernar o de querer gobernar siempre con los mismos hombres, y que repudia toda renovación, toda tentativa para recibir hombres nuevos en el grupo de sus directores. Pido que se tome en consideración la lista que he presentado.
El doctor Trevexo, hombre viejo y resabiado en materia de debates agrios, contaba con un rebaño muy dócil para perder tiempo en polémicas apasionadas: habÃa aleccionado a sus adeptos de antemano, y a una seña suya don Juan, con su voz gangosa, dijo:
—Quej sje vooote la lijta.
—Señor, no se puede votar todavÃa, ni hay para qué votar la lista. Se votarán los nombres de los propuestos, uno por uno.
El doctor Trevexo renovó la seña.
—Quej sje voote la lijta—repitió don Juan.
—Señores, si se procede de ese modo, nos retiraremos—replicó el joven con acento resuelto.
—RetÃjrese—contestó a su turno don Juan.
El joven y el grupo que lo acompañaba, se retiraron. Los hombres de juicio y de experiencia quedaron dueños del campo. Mi tÃa supo con indignación que mi tÃo Ramón habÃa sido el culpable de que aquella juventud atrevida hubiese venido a turbar el orden y la paz octaviana de la reunión. ¡Mi tÃo Ramón los habÃa invitado! Don Pancho el tendero echaba sapos y culebras contra aquellos osados, y suplicaba al doctor Trevexo que los denunciara al jefe del partido al dÃa siguiente. Don Higinio, como buen estanciero, vecino de campo y de ciudad, renegaba contra la juventud del dÃa y la Universidad, madre engendradora de doctores inútiles y de muchachos pillos y botarates. Don BenjamÃn era felicitado por la manera severa y eficaz con que habÃa enseñado la puerta de la calle a los revoltosos.
Los señores Palenque, don Policarpo Amador, don Narciso Bringas y don Pancho Fernández, rodearon al doctor Trevexo y la sesión continuó como si nada hubiese sucedido.
—¡Pero qué atrevimiento, qué osadÃa! ¡En mi casa, en mi casa, venir a promover semejante escándalo! ¡Y pensar, doctor, que es mi marido quien tiene la culpa de todo!—exclamaba mi tÃa mirando furibundamente a mi pobre tÃo, que durante toda la escena anterior se habÃa conducido tan obtusamente, que no supo qué partido tomar con los que se marchaban y con los que se quedaban.
—He aquÃ, señores, he aquÃ, mis amigos, lo que les decÃa a ustedes hace un instante sobre la juventud del dÃa!—respondÃa el doctor Trevexo.—¡Qué falta de resignación polÃtica, qué carencia de sumisión y de respeto demuestran a los designios superiores de la experiencia! ¡Un partido! Un partido es una colectividad cuya primer condición de vida es la obediencia. Y no hay nada más hermoso, nada más eficaz, nada más eficiente, que ver esa gran máquina humana movida por una sola voluntad que hace el sacrificio de su raciocinio en nombre de sus grandes ideas polÃticas. Ayer no más lo hemos visto; 30.000, 40.000 almas, cuarenta mil seres racionales, ocupando diez cuadras de la calle Florida, aplaudiendo a una voz, vivando un nombre, obedeciendo una orden; padres, madres, hijos e hijas, jóvenes y viejos, lanzados al mar de las pasiones electorales por una sola voz, riendo a una seña, llorando a otra de entusiasmo, marchando en procesión y vivando simultáneamente el adorable nombre de su divino jefe. ¡Eso es partido!
—¡Viva el doctor Trevexo!—exclamó don Juan.
—¡Viva!—exclamaron los demás circunstantes, incluso mi tÃa Medea que transpiraba de entusiasmo.
—¿Por quién vota usted, señor don Pancho, para primer candidato de la lista?
—Por mi venerado jefe, don Buenaventura.
—¡Y yo también!—dijo don Policarpo Amador, antes de que le tocara el turno para votar.
—¡Y yo!—exclamó don TobÃas Labao con la misma anticipación.
—¡Por el mismo!—gritó, sin esperar que le preguntasen nada, don Pancho.
—Por don Buenaventura—agregó don Narciso Bringas.
—Ramón también vota por él, doctor Trevexo—dijo mi tÃa;—apunte, doctor, el voto de Ramón; y si ustedes me permiten votar a mÃ, yo...
—Vote usted, señora, vote usted mil veces; la más poderosa válvula polÃtica de nuestro partido es la mujer. Los hombres y las mujeres coexistimos en la plaza pública. Vote usted, señora, imite usted a las matronas espartanas que se arremangaban las túnicas y declamaban en la ágora.
—¡Mil votos por mi general!
—Señores, ¿quieren ustedes designar el siguiente candidato?—preguntó el doctor.
—Por el doctor Trevexo, señores. Espero que todos me acompañarán a votar por él—vociferó don Pancho.
Por el doctor Trevexo, por el primer diplomático argentino.
El doctor Trevexo era en este momento objeto de toda mi admiración. ¡Con qué modestia aquel grande hombre, aquel espÃritu lógico y concienzudo, que acababa de exponer tanta doctrina luminosa, recibÃa las aclamaciones unánimes de la distinguida sociedad que sabÃa aquilatar su talento superior!
El doctor Trevexo fue aclamado unánimemente, y con la misma unanimidad, sin que se suscitara divergencia alguna, en una perfecta armonÃa, fueron proclamados candidatos don BenjamÃn, don Pancho, don TobÃas Labao, don Narciso Bringas, don Policarpo Amador y don Hermenegildo Palenque, es decir, todos los concurrentes menos mi tÃo Ramón.
El doctor Trevexo volvió a guardar los papeles en la levita y se levantó.
—Señora—dijo a mi tÃa,—pocas veces nos ha costado más trabajo que en esta ocasión formar una lista. Pero estoy contento. El jefe la proclamará mañana, y el partido la recibirá de sus manos consagrada como una bandera de lucha.
—¿ConfÃa usted en la victoria?
—Señora, cuando se dispone, como disponemos nosotros, de las imaginaciones populares, los hombres desaparecen, surgen las muchedumbres: la muchedumbre es como el mar, el viento la agita, la calma la atempera.
Mañana nuestros nombres serán aclamados por este pueblo, que es un gran pueblo, porque sabe marchar sin preguntar nunca adonde lo llevan. ¡La victoria será nuestra!
¡Oh, mi niñez! Mi niñez fue triste y árida como esos arenales africanos que desde a bordo contemplan por largas horas los viajeros al aproximarse a las costas del Senegal. TenÃa doce años y pasaba con razón por un muchacho imbécil: no sabÃa leer sino silabeando torpemente; las letras, formadas en lÃnea, nublaban mis ojos, y al querer mover la lengua para pronunciar las palabras, la sentÃa amarrada por ligaduras crueles, que me hacÃan tartamudear y sentir delante de los extraños la herida profunda y venenosa del ridÃculo. EscribÃa torpemente y con una ortografÃa de la más espontánea barbarie. ¡Oh, mis planas! ¡Cuánto me costaba hacerlas y qué mal me salÃan!
Mi tÃa Medea no se habÃa preocupado de hacerme enseñar nada. ¿Para qué necesitaba aprender? El doctor Trevexo ya se lo habÃa dicho: «para ocupar altas posiciones en este paÃs, no se necesita aprender nada.» Y tenÃa razón. Yo me preparaba para las altas posiciones, siguiendo el consejo al pie de la letra.
Mi tÃo Ramón no se conformaba, sin embargo, con aquel sistema de educación espontánea, y el pobre hombre, en medio de sus devaneos amorosos, solÃa dedicarme algunos momentos; él me habÃa enseñado a deletrear en los tÃtulos de los diarios y bajo su dirección habÃa aprendido a hacer mis primeros garabatos.
VivÃa en el interior de la casa, entre los criados y criadas: su sociedad me encantaba, y serÃa un ingrato si no recordara con afecto a aquella buena gente con quien pasé los primeros años de mi vida.
Después de la reunión que acabo de describir, la guerra habÃa estallado entre Buenos Aires y la Confederación, y aunque mi propósito no es consagrar muchas páginas a la polÃtica, necesito contar la parte que yo tomé en el entusiasmo guerrero de aquellos dÃas.
Ya he dicho hasta qué punto llegaba la exaltación de mi tÃa, partidaria resuelta de la guerra con toda la buena fe de su alma, creyéndose una matrona griega, hija de la invicta Buenos Aires, de la Atenas del Plata y de quién sé yo qué más.
La batalla de Pavón habÃa tenido lugar el 17 de septiembre de 1861, y la victoria produjo en Buenos Aires un entusiasmo indescriptible.
Desde antes que ella tuviera lugar, mi imaginación estaba convulsionada por los cuentos de los sirvientes de mi casa y por las conversaciones animadas de sobremesa que sostenÃa mi tÃa con sus relaciones. Yo no pensaba sino en soldados y batallas; tenÃa cierta disposición genial al dibujo y pasaba las noches dibujando el ejército y la escuadra de Buenos Aires en marcha contra Urquiza; y entre las filas de soldados, sobre un caballo trazado con el más respetuoso cuidado, diseñaba la figura de mi general, Ãdolo de mis sueños infantiles, especie de Cid fraguado por mi fantasÃa de niño, caricaturado involuntariamente por mi lápiz torpe, y destinado por la Providencia a aplastar a Urquiza, a quien yo me lo representaba vestido de indio, con plumas en la cabeza, con flechas y un gran facón en la cintura, rodeado por una tribu salvaje que constituÃa su ejército.
La noche en que se tuvo la noticia de la batalla, mi tÃa me sacó a caminar, para tomar lenguas, como ella decÃa.
Las calles estaban cuajadas de gente. CorrÃan ya los rumores precursores de la gran noticia. Algunos dispersos habÃan llegado al Pergamino y unos proclamaban resueltamente la victoria, otros dudaban del éxito, y los más tranquilos manifestaban la vacilación que se experimenta en esos trances.
No era entonces Buenos Aires lo que es ahora. La fisonomÃa de la calle Perú y la de la Victoria, han cambiado mucho en los veintidós años transcurridos: el centro comenzaba en la calle de la Piedad y terminaba en la de PotosÃ, donde la vanguardia sur de las tiendas estaba representada por el establecimiento del señor Bolar, local de esquina, mostrador democrático al alba, cuando cocineras y patronas madrugadoras acudÃan al mercado, y burgués, si no aristocrático, entre las siete de la noche y el toque de ánimas. El barrio de las tiendas de tono se prolongaba por la calle de la Victoria hasta la de Esmeralda, y aquellas cinco cuadras constituÃan en esa época el bulevar de la façon de la gran capital.
Las tiendas europeas de hoy, hÃbridas y raquÃticas, sin carácter local, han desterrado la tienda porteña de aquella época, de mostrador corrido y gato blanco formal sentado sobre él a guisa de esfinge. ¡Oh, qué tiendas aquellas! Me parece que veo sus puertas sin vidrieras, tapizadas con los últimos percales recibidos, cuyas piezas avanzaban dos o tres metros al exterior sobre la pared de la calle; y entre las piezas de percal, la pieza de pekÃn lustroso de medio ancho, clavada también en el muro, inflándose con el viento y lista para que la mano de la marchanta conocedora apreciase la calidad del género entre el Ãndice y el pulgar, sin obligación de penetrar a la tienda.
Aquella era buena fe comercial y no la de hoy, en que la enorme vidriera engolosina los ojos sin satisfacer las exigencias del tacto que reclamaban nuestras madres con un derecho indiscutible.
¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores los de las tiendas de entonces! Cuán lejos están los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia y los méritos sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra, último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia. No pasaba una señora ni un niña por la calle sin tributar los más afectuosos saludos a la rueda de contertulianos, sentados cómodamente en sillas colocadas en la calle y presididos por el dueño del establecimiento. Y cuando las lindas transeúntes penetraban a la tienda, el dueño dejaba a sus amigos, saludaba a sus clientes con un efusivo apretón de manos, preguntaba a la mamá por ese caballero, echaba algunos requiebros de buen tono a las señoritas, tomaba el mate de manos del cadete y lo ofrecÃa a las señoras con la más exquisita amabilidad; y sólo después de haber cumplido con todas las reglas de este prefacio de la galanterÃa, entraban clientes y tenderos a tratar de la ardua cuestión de los negocios.
HabÃa siempre en las tiendas de antaño un olor inextinguible a tripe, porque nunca faltaban cuatro o seis grandes cilindros de tripe inglés formados a la entrada de la casa que, a su calidad de mercaderÃa de fondo, reunÃan la ventaja accesoria de servir de poyos para sentarse, a los tertulianos habituales del establecimiento. Y después, los mostradores estaban alfombrados con tripes representando todo un jardÃn zoológico de fieras estampadas, tigres, panteras, gatos monteses y leones rubicundos, reposados majestuosamente sobre paisajes historiados de selvas de lana con que las fábricas de Manchester reemplazaban en nuestras mansiones aristocráticas de entonces la carencia de Aubuisson y de gobelinos.
¡Qué agilidad aquella con la que el patrón, apoyándose sobre la mano izquierda, saltaba el mostrador! Qué gracia con la que desplegaba ante los ojos de los clientes, de un golpe, y como un prestidigitador, la pieza de percal, de muselina o de barège envuelta alrededor de la tablilla que quedaba desnuda de su preciosa mercancÃa, abandonada indiferentemente sobre el mostrador. Qué elasticidad de movimientos, qué vertiginosa rapidez, la que el tendero de aquel tiempo desplegaba para medir sobre la vara, el lote vendido, dejándolo amontonarse ampulosamente sobre el mostrador con elegante negligencia, acariciando el género con los dedos, llevándolo a los ojos de la compradora, poniéndoselo en la mano, refregándolo para justificar la falta absoluta de goma y otras añagazas de fábrica, y hasta trayendo el único vaso de la trastienda lleno de agua para ensopar en él el extremo de la pieza de muselina y justificar la tinta indeleble de la tela.
No habÃa marchanta que resistiera a las gracias, al donaire y a la fuerza de las evoluciones de aquellos hechiceros.
Pero éstos eran los tenderos dandys; habÃa además los tenderos sirenas, llamados asà porque su cuerpo estaba dividido por la lÃnea del mostrador como el de la encantadora deidad de los mares está dividido por la lÃnea del agua.
El tendero sirena era ser humano desde la cabeza hasta el estómago y pescado desde el estómago hasta los pies. De busto correcto, su medio cuerpo no dejaba nada que desear desde el punto de vista de la elegancia; desde la parte exterior del mostrador el parroquiano no tenÃa nada que observar, pero la sirena no podÃa salir del mostrador sin peligro, porque, como ese era su elemento, si lo abandonaba, mostraba por fuerza la cola indecorosa: el tendero sirena usaba levita de faldón largo para economizarse el uso de los pantalones, y zapatillas para ahorrarse las incomodidades del calzado; de modo que el mostrador servÃa para cubrir la parte menos bella, pero no por eso menos interesante de la estatua.
Entre los prÃncipes del mostrador porteño, el más célebre sin disputa era don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador. No habÃa mostrador como el de aquel porteño: todo el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habrÃa disputado ese derecho.
Lo tengo tan presente, que si fuera pintor podrÃa hacer su retrato de memoria y con los ojos cerrados: petizón, piernas cortas, movible como una ardilla, muy cabezón, largos cabellos ensortijados y una frente ancha y espaciosa que revelaba todos sus talentos. Sus manos parecÃan alas, sus ojos luciérnagas; su voz meliflua e insinuante atraÃa simpáticamente y tenÃa un vocabulario propio, que el mismo Molière habrÃa envidiado para dotar con él a las mujeres sabias.
Gran patriota, habÃa tomado parte en la revolución de septiembre y en Cepeda, cuyos episodios narraba noche a noche explicando las causas más remotas del desastre con razones convincentes. Pero, si en medio de la narración alguna dama del gran mundo, y sobre todo de la gran polÃtica, penetraba en la tienda, don Narciso abandonaba la tertulia, saltaba el mostrador, mandaba alinearse a los dependientes desde el principal hasta el cadete, y comenzaba la batalla de los trapos con una serie de operaciones estratégicas que lo conducÃan indefectiblemente a la victoria por una combinación de procedimientos tan lógica como la que empleara Napoleón en sus campañas.
Cuando logré conocerlo a fondo, me convencà de lo mucho que valÃa. TenÃa entre sus variadÃsimos talentos el de afinarse a las condiciones del marchante, ni más ni menos que como se afina un violÃn a la nota que da el director de orquesta. Don Narciso subÃa o bajaba el tono según la jerarquÃa de la parroquiana: dominaba toda la escala; poseÃa toda la preciosidad del lenguaje culto de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el si con una cocinera.
Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por la mañana se permitÃa tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvÃa del mercado y entraba en su tienda. Si la cliente era hija del paÃs, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo. Si él distinguÃa que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el se lo doy por lo que me cuesta, por el tratamiento de madamita. ¡Oh! ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabÃa balbucir, era irresistible.
Durante el dÃa, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad de la gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caÃa en sus redes.
A esas horas del dÃa la toilette de don Narciso era negligente; pero daban las cuatro, y, no bien habÃa entrado el gallego cuotidiano con las viandas, don Narciso se engolfaba en los antros profundos de la trastienda, sacaba del interior del mostrador un pan de jabón de España, se lavaba con él, en un lavatorio cojo de hierro con pies de sátiro, y a la luz de un cabo de vela, se acariciaba el cuello y la pechera de la camisa para quitarles el aspecto marchito que la labor del dÃa les habÃa impreso; tomaba el peine desdentado de su uso y se peinaba sin agregar otra pomada a sus ensortijados cabellos que un poco de goma de membrillo elaborada por él mismo para su uso particular.
Aderezado de esa manera, ahorcábase en sus cuellos a la degollée, muy en moda entonces, y con una corbata con los colores de la patria; comÃa en un verbo, hacÃa comer a los muchachos, y en cinco minutos ocupaba majestuosamente su trono en el primer extremo del mostrador, campo de sus hazañas, donde, apoyado con toda la elegancia de que era capaz, pasaba la hora estéril del crepúsculo hasta que la noche llegaba y la high-life de aquella época entraba a disputarse las novedades de lo de Bringas.
Mi tÃa Medea era gran parroquiana de lo de don Narciso y tenÃa esa inclinación garrulera, común en ciertas señoras, de departir con el tendero todas las novedades de la crónica del dÃa.
Aquella noche no se hablaba sino de polÃtica, y solamente los que hemos vivido bajo la atmósfera caliente del Buenos Aires de entonces, podemos apreciar la importancia que tenÃan las pláticas de los mostradores de la calle del Perú y de la calle de la Victoria, y la concordancia de miras sociales y politiqueras que existÃa entre don Narciso Bringas y mi tÃa doña Medea Berrotarán.
Era natural, pues, que aquella noche mi tÃa se dirigiera a lo de Bringas.
—¡Viva la patria!—exclamó don Narciso al vernos entrar.
—¡Viva!—repitió mi tÃa;—supongo que usted me anuncia el triunfo, don Narciso.
—El triunfo más completo, señora: Urquiza ha sido completamente derrotado, y todo su ejército muerto o prisionero; la guardia nacional de Buenos Aires se ha batido de guante blanco, JouvÃn legÃtimo. Yo solo he vendido doscientos pares de tirita.
—Una ballenera que ha llegado de Zárate, ha traÃdo la noticia de que Urquiza ha sido hecho prisionero—agregó uno de los que estaban en la tienda.
—¿Será posible?—exclamó mi tÃa.
—Sà ha de ser, señora, no le quepa duda; si la mozada que iba en el ejército, era de mi flor.
En ese momento se oyeron las detonaciones de algunos cohetes que estallaban a no muy larga distancia.
—¡Cohetes!—exclamó don Narciso,—boletÃn, ese es boletÃn! Vaya, Caparrosa—agregó dirigiéndose al muchacho cadete de la tienda,—vaya y compre el boletÃn de un salto, y véngase volando.
El cadete, que estaba detrás del mostrador, dio un brinco como un gamo, salvó la valla y tomó la calle por suya en dirección a la imprenta en donde reventaban los cohetes sin cesar.
Al mismo tiempo, un tropel de gente se dirigÃa a la calle Victoria, donde se aglomeraba la muchedumbre que esperaba la noticia.
Mi tÃa tomó asiento en lo de Bringas con el fin de esperar el anhelado boletÃn, y como el cadete que habÃa ido en su busca tardase demasiado, don Narciso despachó otro dependiente más, y detrás de él salieron tres o cuatro parroquianos, cuya impaciencia por conocer las nuevas no les permitÃa esperar. Mi tÃa, que no era mujer de esperar, se puso también en marcha hasta la bocacalle y me arrastró consigo.
En una vieja casa de la vereda norte de la cuadra de Victoria entre BolÃvar y Perú se agolpaba la muchedumbre, y de cuando en cuando un cohete volador que partÃa desde el interior de la casa, atronaba los aires.
Mi tÃa pujaba por abrirse paso, haciendo esfuerzos inauditos para conservar la manteleta sobre los hombros. En la puerta de la imprenta un joven de veintidós años, más o menos, parado sobre una mesa que interceptaba completamente el zaguán de entrada, repartÃa con dos o tres hombres el boletÃn de noticias que acababa de imprimirse, y contestaba vivamente a las diferentes preguntas que le hacÃan los parroquianos con una vocecita tiple y chillona, que en vano se esforzaba por hacer varonil.
Los compradores que conseguÃan obtener su boletÃn, salÃan corriendo después de haber luchado por romper la verdadera muralla humana que cerraba la calle.
Mi tÃa se engolfaba cada vez más en el pelotón de gente aglomerada. Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, habÃa conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven que vendÃa los boletines en la entrada, le gritaba:
—A mÃ, don Jacinto, a mÃ; me manda don Narciso. ¡Eh, don Jacinto, eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas. Uno para mÃ, aquà tiene el peso—y mostraba el billete hecho pelotón entre los dedos.
El interpelado, después de mucho rato, y aturdido probablemente por los gritos de Caparrosa, lo vio al fin trepado en la ventana y metiendo apenas la cabeza en dirección al zaguán y arrugando el boletÃn para tirárselo, le gritó:
—¡Largá el peso!
—Ahà va, don Jacinto, ahà va, agárrelo, ahà va—y Caparrosa tiró su peso con tal maestrÃa, que don Jacinto lo cazó en el aire, ni más ni menos que un gato caza una mosca al vuelo.
Caparrosa tomó el boletÃn y trató de descolgarse de la ventana; pero mi tÃa, que ya habÃa conseguido abrirse una brecha y tomar posiciones, le gritaba:
—No te bajes, muchacho, no te bajes, cómprame a mà otro, espera—y diciendo y haciendo, forcejeaba su ridÃculo que se obstinaba en no abrirse, hasta que, después de mucho forcejear, pescó un peso, y estirando todo cuanto le fue posible el brazo derecho, lo alcanzó a Caparrosa que continuaba trepado en la ventana.
—Otro, don Jacinto, otro boletÃn para la señora de Berrotarán: ¡Pshit, pshit, don Jacinto! ¡Otro boletÃn!—seguÃa gritando y accionando Caparrosa con la única mano libre que le quedaba en su envidiable posición de la reja.
—Largá el peso—volvió a contestar don Jacinto.
—Ahà va, ahà va el peso, barájelo—y Caparrosa tiró el peso, y don Jacinto lo volvió a cazar en el aire.
Caparrosa se descolgó por fin de la reja con sus boletines, y junto con él, mi tÃa y yo comenzamos a forcejear para abrirnos paso a través de la multitud.
Al cabo de unos minutos salÃa mi tÃa bañada en sudor de aquel combate; y acomodándose la gorra sobre los bandeau, entraba triunfante en lo de Bringas con un boletÃn en la mano.
—¡Triunfo completo; aquà está, véalo, léalo usted!
Don Narciso tomó el boletÃn, mi tÃa se sentó en una silla y los demás circunstantes rodearon al lector. Don Narciso leyó con voz conmovida. La victoria era completa. A la lectura de cada nombre de guerrero, las exclamaciones de júbilo de los oyentes interrumpÃan al lector.
De repente, la frente de don Narciso se nubla, mira a mi tÃa, mira a los demás circunstantes, levanta al cielo sus ojos, y, con la voz más quejumbrosa y desgarrante, exclama:
—¡El Conde romano, muerto!
—¿El Conde romano? ¿Qué ha leÃdo usted? ¡No puede ser! ¡Debe usted haber leÃdo mal!—exclamaba mi tÃa sumamente afligida.
—SÃ, señora, sÃ, lea usted, vea: «tenemos que lamentar por nuestra parte la muerte del joven Conde romano...»
—¡Ah, qué lástima de joven! ¡qué pena, qué dolor! Más de una muchacha se va a morir de tristeza: Joaquinita por ejemplo, la de Alegre, está perdidamente enamorada de él; en cuanto lo veÃa pasar a caballo, envuelto en su capa gris, aquella muchacha no se podÃa dominar y salÃa a la puerta de calle para verlo. ¡Pobre joven!
—Y la de Vargas, Victorita, lo mismo; aquà lo encontró una noche y no le quitaba los ojos—dijo don Narciso.
—¿Y qué será del ejército enemigo?—preguntó uno de los parroquianos.
—Se lo ha llevado el diablo, pues; eso no se pregunta.
—Deme mi boletÃn, don Narciso; me voy a casa a darle la noticia a mi marido, que estoy segura de que no sabe nada de lo que ha sucedido.
—Muy buenas noches, misia Medea. Ya sabe que tengo rica cinta celeste y blanca, y coco con los colores de la patria para que usted se sirva cuando regrese el ejército de campaña. Como usted ha de adornar su frente...
—¡De seguro! con usted y con toda su tienda cuento... ¡Ah! la muerte del Conde romano no me permite gozar de la noticia por completo.
—Vamos, vamos, Julio, y mi tÃa me indicó el camino para salir.
—¿Y este niño es de usted?—preguntó uno de los visitantes.
—No, señor, yo no he tenido nunca hijos; este muchacho es un sobrino de mi marido, hijo de Tomás, que murió hace tiempo.
—¿Qué Tomás?—preguntó a media voz el interpelante a don Narciso, sin que mi tÃa pudiese oÃrlo.
—Don Tomás Rolaz, hermano de don Ramón, aquel empleado de la contadurÃa... ¿no se acuerda usted, hombre?
—¡Ah! sÃ, ¿uno muy urquizista?
—El mismo.
—¡Ah! Adiós, amiguito—me dijo el señor curioso, que tanto se interesaba por saber de mÃ, tomándome del brazo y deteniéndome mientras mi tÃa ya pisaba la calle;—adiós... cuatro balas merecÃa éste como el padre—agregó en el mismo umbral de la puerta, frunciendo el gesto.
Yo me escurrà y me prendà del brazo de mi tÃa, llevando impresa la fisonomÃa de aquel señor, en quien habÃa tenido la desgracia de levantar tanto odio y tanta pasión de venganza.
Cuando llegamos a casa, mi tÃo, contra todos los cálculos de mi tÃa Medea, ya sabÃa la noticia de la batalla.
La casa estaba llena de gente, como de costumbre. Se repetÃan los comentarios que habÃamos oÃdo en lo de Bringas; la muerte del Conde romano producÃa entre las visitas extensas lamentaciones y tremendas protestas contra los cobardes enemigos.
Mi tÃa contó cómo habÃa conseguido comprar uno de los primeros boletines.
A cada momento entraban sirvientes trayendo recados para ella: el doctor Trevexo la habÃa mandado felicitar; los ministros habÃan hecho otro tanto; el señor Amador y el señor Palenque habÃan venido a hacerlo en persona. Mi tÃa rebosaba de orgullo y de entusiasmo.
Yo me retiré poco a poco de la sala y me fui en busca de los sirvientes que departÃan el mismo tema en las habitaciones interiores de la casa; las mulatas y negras de la servidumbre cotorreaban a destajo sobre polÃtica.
Solamente mi buen compañero Alejandro, un mulato que habÃa estado al servicio de mi padre, guardaba silencio y mostrábase taciturno ante el alborozo de los demás.
Yo adoraba a Alejandro; tenÃa por él una profunda admiración; era el único en la casa que le hacÃa frente a la tigra, como él llamaba a mi tÃa. Era Alejandro un pardo alto, delgadito, enhiesto y flexible como un álamo: tenÃa la cabeza admirablemente puesta sobre sus hombros; entre los sirvientes tenÃa vara alta, como se dice; todos le llamaban don, y más de una le hacÃa ojos tiernos, porque Alejandro era as entre la gente de color. Era cochero de mi tÃa, y cuando Alejandro empuñaba las riendas de la calesa de la señora de Berrotarán, los tordillos negros de mi tÃa, al tomar el trote largo, eran la pareja más famosa que por aquellos tiempos trotaba en la calle de la Florida y en el camino de Palermo.
Alejandro, del cual yo hacÃa lo que se me antojaba, no parecÃa muy satisfecho con las noticias que corrÃan por la ciudad aquella noche. Yo estaba desvelado con la excitación natural producida por los sucesos, y mi cabeza no pensaba sino en batallas y soldados.
Conseguà fácilmente que Alejandro me acompañara a mi cuarto: mi tÃo me habÃa regalado varias cajas de solados de plomo, entre los cuales figuraba un regimiento de caballerÃa en cuyo jefe yo creÃa entrever la figura invencible y milagrosa de don Buenaventura, el general y candidato de mi tÃa. Los detalles del boletÃn leÃdo en lo de Bringas, me quemaban los sesos. La primera vocación de un muchacho es la guerra: tener un sable, un fusil, un cañón, aunque sean de juguete, generalmente por ahà terminan los hombres entre nosotros. Tener una o varias cajas de soldados, formarlos, hacerme la ilusión de que aquello es un ejército, ese era mi ideal en aquellos dÃas.
Alejandro, que me comprendió, se echó al suelo largo a largo en mi cuarto, encendimos dos velas, las pusimos sobre la alfombra y comenzamos a formar las dos hileras de guerreros de estaño, una frente de la otra. Por demás está decir que en el ejército de Alejandro figuraba la broza de mis cajas de soldados; el enemigo no merecÃa otra cosa, mientras que en el mÃo, las filas estaban compuestas por infanterÃas y caballerÃas recién salidas de la plomerÃa. Frente a mi lÃnea de batalla, cabalgando en un corcel blanco en actitud de galopar, con elástico y pluma, sable desenvainado, yo habÃa colocado a mi general. A su turno, Alejandro, sirviéndose de un soldadito roto, habÃa puesto el suyo al frente de su lÃnea y para provocarme me decÃa:
—¡Este es don Justo, mi patrón!
—¡Muera don Justo!—le grité yo, y, sirviéndome del proyectil recÃproco, que era una pelota de goma, envié la primera descarga al campo enemigo, consiguiendo derrumbar toda una hilera de la tropa de Alejandro.
—¡Allá va!—me contestó Alejandro;—y la pelota entró por mi campo, llevándose el primero por delante a mi invicto general.
Lancé una mirada furibunda a Alejandro por aquella falta de respeto y con toda la energÃa de mis dedos volvà a parar a mi capitán sobre el campo de acción; pero Alejandro, con una pasión pueril y tenacÃsima, volvió a sembrar la muerte y la desolación en mi campo por medio de un nuevo pelotazo que dirigió contra mi ejército.
—¡Basta! no quiero jugar más—le dije con mal humor;—mira, Alejandro. ¿Conoces la tienda de Bringas? ¿Sabes dónde es?
—SÃ, niño ¡cómo no! ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque esta noche hemos estado allÃ, y un señor alto preguntó quién era yo, y al salir, me dijo que yo merecÃa cuatro balas, como las hubiera merecido papá... ¿Por qué me ha dicho eso ese señor?
—Porque su papá no era como usted, partidario de ese general de estaño que usted quiere tanto.
—¿Y cómo lo es mi tÃo Ramón?
—¡Bah! su tÃo Ramón es un zonzo; ni tiene opinión ni sabe dónde tiene la nariz; le tiembla a la tigra, y a usted le ha dicho eso algún tendero adulón de los de por acá que conoció a su papá.
—Pero ¡qué! ¿papá hizo algún mal a ese señor?
—Ya lo creo, no tenÃa la misma opinión de él.
—Pues ¿y mi tÃa?
—Su tÃa es la que da la voz y el voto aquÃ, menos a mÃ, que, al fin y al cabo, uno de estos dÃas le voy a dar un susto haciendo desbocar los caballos y echándola a una zanja por exaltada.
—¿Entonces yo debo pelear contra don Buenaventura?
—¡Pues ya lo creo, y ahà va un pelotazo más!—Y Alejandro acabó de derribar todos los soldados de mi ejército, mientras yo, pensativo, vacilante en la bondad de mi causa, dejaba hacer, sin atreverme a tomar la ofensiva.
Aquella noche me costó dormirme; era dÃa entrado ya, cuando me desperté en medio del sobresalto de un sueño en que me veÃa amarrado a un árbol, y en momentos de ser fusilado por el señor de la tienda.
Una tarde del mes de enero entró mi tÃo Ramón a casa con la noticia de que al dÃa siguiente desembarcarÃa indefectiblemente el ejército vencedor por el muelle de pasajeros. HacÃa dÃas que se venÃa anunciando el regreso de las tropas, y mi tÃa, cuya casa estaba situada en una de las principales cuadras de la calle de la Victoria, aceptando la oferta de su gran amigo correligionario don Narciso, tenÃa ocupadas a todas las sirvientas de la casa en coser piezas y piezas de coco blanco y azul para adornar los balcones con ellas y con una gran cantidad de banderas y gallardetes de toda clase que le habÃa prestado, según ella contaba, un comisario de policÃa, gran amigo suyo.
Mis tÃos habÃan invitado a todas sus relaciones para ver pasar las tropas desde los balcones, y Alejandro, bastante mal humorado por cierto, pasó toda esa tarde y parte de la noche en invitar por recado a todas las amistades de la familia.
Al dÃa siguiente reinaba en la ciudad un inmenso entusiasmo; hombres y mujeres hervÃan en el puchero porteño, como dirÃa el autor del Diablo Cojuelo. Todas las elegancias, todo el caudal de las modas habÃan sido reservadas para aquel dÃa. Muchas matronas de peso, que hoy han trepado la cima de los cincuenta, eran criaturas adorables entonces y esperaban con las manos llenas de flores y coronas el desfile de sus guerreros predilectos, hoy maridos vichocos o solterones embalsamados, que purgan el delito de su inconstancia en el Club del Progreso reflexionando sobre una mesa de dominó.
Me habÃan vestido de nuevo aquel dÃa, y mi tÃa, que participaba de la alegrÃa general y gozaba por consiguiente de un buen humor excepcional, me habÃa trazado un programa deslumbrador, cuya primera parte consistÃa en que yo no ocupara un sitio en los balcones, porque no habÃa lugar, en cambio de ir al Bajo a ver las tropas con Alejandro y por la noche al teatro con mi tÃo. Yo bailaba de júbilo. Ir a la fiesta solo, con Alejandro, era una dicha; el mulato reacio y voluntarioso, se habÃa obstinado en no salir y, encerrado en su cuarto, se negaba a complacerme; pero fueron tantas mis súplicas y mis empeños, que al cabo cedió, y muy de mañana nos pusimos en marcha para el muelle. La ciudad estaba completamente embanderada; yo seguÃa absorto de la mano de Alejandro, que, caminando con desdeñosa indiferencia, procuraba quitarle la vereda a todo aquel en quien él creÃa encontrar un transeúnte alegre. Entramos a la plaza Victoria; frente a la PolicÃa se levantaba un arco adornado con banderas patrias y grandes palmas de sauce llorón. Yo quise ver el arco, como era natural, a pesar de la resistencia de Alejandro.
—¡Vamos, vamos, llévame—le decÃa.
—¡Bonita cosa quiere ver! no pierda el tiempo en ver mamarrachos; vámonos.
Pero tanto hice, que el mulato tuvo que ceder, y llegamos al arco que a mà me pareció colosal.
—Vamos, pues, niño; vamos.
—Aguárdate, vamos a leer lo que dice all×y yo, que no era muy fuerte para leer de corrido, me puse a deletrear los motes de los bastidores:—«Men-gua y bal-dón a los cobar-des que aban-do-na-ron a sus herma-nos en la ho-ra del pe-li-gro».
—¡Mengua para ellos!—me contestaba Alejandro, taimado.
—Demos vuelta, vamos a ver lo que dice del otro lado del arco.
—Si no debe decir nada—me replicaba Alejandro...
—SÃ, sÃ, vamos—y obligándolo a dar vuelta, me encontré con otro letrero.—No ves, porfiado,—le dije,—como aquà también han escrito.—¿A ver lo que dice?—Y después de mucho esfuerzo, deletreé:—«Se-pul-cro del úl-timo de los ti-ranos.—Des-truc-ción de los úl-ti-mos res-tos de la maz-horca».
—¡Ah, perros! ¿Eso han puesto?
—Eso, sÃ, ¿y qué tiene de malo? ¿Por qué te enojas?
—Porque todo eso es mentira, niño; es puro papel pintado, como todo lo que manda hacer el doctor Trevexo.
—Pues estás equivocado; ese letrero no lo ha puesto el doctor Trevexo, sino mi tÃa Medea: ella lo escribió el otro dÃa y yo le oà decir que era para que se pusiera en uno de los arcos de la plaza.
—¡Ah, tigra! Sólo ella es capaz de tanta rabia—dijo Alejandro contemplando con ira el arco y levantando el puño en señal de amenaza.
Atravesamos la plaza y descendimos al Bajo por la calle de Rivadavia. Una inmensa turba, compuesta de gente de todas menas, llenaba la vereda y la calle, y se agolpaba contra la baranda de hierro de la muralla que da sobre el rÃo.
Todos miraban el horizonte. El rÃo estaba en bajante, y mucha gente curiosa ocupaba la playa, donde un enjambre de pilluelos saltaba y retozaba por las toscas. No faltaban personas graves que, armadas de anteojos de teatro, escudriñasen el rÃo y consultasen con sus vecinos los puntos más remotos que se dibujaban en el lÃmite del agua con el cielo.
—¿No le parece, señor, que han de venir por allÃ?—decÃa un hombre a otro que, valido de un pequeño anteojo de larga vista, interrogaba el horizonte con majestad.
El interpelado no contestaba nada, y parecÃa resuelto a emplear la más estudiada reserva con su interlocutor, que se mostraba sumamente interesado en trabar relación con él.
—¿Es telescopio ese?—insistió el oficioso.
El dueño del anteojo no contestó nada. Semiavergonzado el preguntón, mironos a todos los que rodeábamos al señor del anteojo, con cara de cretino como un individuo que se confiesa en una posición falsa.
Pero nuestro hombre no era individuo de ceder a dos tirones y reincidió.
—¿Me quiere dejar mirar un momento?
El dueño del anteojo tampoco contestó esta vez.
—¡Eh, señor!—repitió tocándole tÃmidamente sobre el brazo—¿me quiere dejar mirar?
El del anteojo sacó los ojos del vidrio, dio vuelta para ver quién le hablaba y contestó secamente:
—¡No!
El desairado trató de forjar una sonrisa para disimular.
Entretanto, habÃa ganado posiciones junto a la reja del murallón donde estábamos, una señora gorda, con un peinado de bananas sobre el cual colgaba una mantilla española de chapa, metiendo codo a todos los obstáculos que habÃa encontrado a su paso; la cara, iluminada por una capa de colorete recientemente aplicada, distribuÃa una sonrisa perenne por todas partes; y metida dentro de un vestido de moirée verde, inflado por un miriñaque movedizo y oscilante, parecÃa un montgolfier en el momento de elevarse.
Un lunar con pelo en la parte inferior de la cara daba a nuestra recién llegada un aire picaresco de coqueta retirada.
Acompañábanla dos muchachas de aspecto poco distinguido, pero llenas de arrumacos y perendengues, con unos cuerpos bien trazados, y unos bustos en los cuales la Naturaleza o el arte habÃan abusado con cierta insolencia de una inclinación marcada a la exuberancia. Las dos muchachas, oriundas del barrio de Monserrat seguramente, rayaban en los 20 o 22 años y penetraron en nuestro grupo, que ya se iba estrechando, metiendo una algarabÃa inusitada de gritos y risotadas cuyas causas no me podÃa explicar.
—Mira, mamá—dijo la mayor,—este caballero es tan amable, que te va a dejar mirar por el anteojo.
—¡Por Dios, Raquel! no molestes a ese señor... ¡qué va a decir de nosotras!—contestaba con un tono de aparente reproche la señora.
—¡Señor, señor! ¿quiere dejarnos ver por ah�—insinuó la otra joven.
—¡Ah, no, por Dios, no se incomode usted!... Judit, por Dios, cállate—repetÃa la madre con un contoneo de cabeza continuo.
El del anteojo continuaba impasible como una estatua, como si nadie le hablase.
—Allá se ve un humo, allá vienen—gritó uno por allà cerca. La ola humana se agitó y se hizo un remolino; la gente se agrupó en la baranda; todos querÃan ver. Yo, prendido de Alejandro, trepado sobre sus hombros, dominaba la altura.
—¡Ay, que me arrugan!—- gritaba la madre de Raquel y de Judit, sin que el miriñaque la ayudara a subir.—¡Ay, mi vestido, que me lo estropean todo! ¡No veo a Judit! ¡Judit, Judit, Judiiit!
Judit, que estaba allà cerca, y a quien la madre no podÃa encontrar, conversaba con un joven de sombrero gacho, levita negra de lustrina y pantalón blanco almidonado, sin guardar distancias, es decir, unida a él por una proximidad inusitada.
—¡Ay, mi hija, mi hija! ¿dónde está mi hija? ¡Se me ha perdido mi hija! ¡Judit, Judiiit!—exclamaba la señora prolongando el grito.
—Aquà estoy, mamá, no alborote, aquà estoy—contestó por último Judit, haciendo lo posible por soltar la mano de su galán, que retenÃa con fuerza para que no se marchara.
—No te muevas de acá, bribona; no te me separes. Ven tú también, Raquel. ¡Ay, Jesús! ¡bien me decÃa tu padre! No té metas mucho entre la gente con las muchachas, Donata; mira que no faltan atrevidos que las manoseen en los entreveros y que a ti también te han de manosear: ¡Qué gente, por Dios; qué gente! ¡qué falta de respeto con las señoras! ¡Cuánto mejor no hubiera sido ir a los altos de Colón!...
Pero la muchedumbre en movimiento lo arrastraba todo. Cargado por Alejandro, que con el brazo libre que le quedaba, se abrÃa paso como un Hércules, avanzábamos a tomar otra posición.
Yo, desde los hombros elevados de mi conductor, veÃa a la pobre misia Donata y a sus dos bÃblicas criaturas, vÃctimas del pronóstico de su marido y manoseadas por aquella turba indisciplinada, entre la cual habÃa mocitos que le pirateaban las hijas y groseros que le deshacÃan las bananas y le arrancaban su espléndido vestido color cotorra, admiración suprema del barrio de Monserrat en la misa de una.
—¡Ya han fondeado, ya han fondeado los buques!—gritaban a nuestra alrededor.—Vea, señor,—le decÃa un negro a un caballero petizón, que en vano se empinaba para poder ver;—vea, allÃ, all×y apuntaba con el dedo Ãndice.
—¿Adonde? ¿adonde?—interrogaba el otro impaciente, parado sobre la punta de los pies.
—Allà están; ahà ha fondeado el Salto, allà el Pampero, más atrás el Hércules; aquel que viene andando todavÃa es el Pintos, y los otros dos barcos de la izquierda son de vela, el San Juan Bautista y el RÃo Bamba.
—¡Ché! y vos cómo sabés los buques—le dijo Alejandro.
—¡Oh! no ve que soy del Bajo, amigo—contestó el negro.—Mire—agregó,—allá van las falúas a buscar la oficialidad, y las balleneras para desembarcar la tropa. ¡Bomba! ¡Pas! Ese es el Córdoba que hace salvas.
Y, en efecto, una repentina nube blanca envolvió los costados del barco y el eco del cañonazo se dilató retumbando sordamente por los espacios.
Eran las tres de la tarde de aquel dÃa sofocante; las iglesias echaban a vuelo sus campanas, los cohetes y las bombas estallaban en el aire sin interrupción. A medida que la tropa desembarcaba, los batallones iban formando en el muelle la columna. Mientras esta operación tenÃa lugar, Alejandro y yo contemplábamos desde lejos, recostados sobre la reja, porque no nos habÃan dejado pasar de los quioscos, de la entrada para adelante.
En la playa, y al pie mismo del murallón donde nosotros estábamos, varios carreros del Bajo, en traje de fiesta, se habÃan congregado para oÃr a dos de ellos que, armado el uno con una guitarra profusamente encintada de blanco y celeste, y el otro con un acordeón, cantaban coplas patrioteras en una de esas tonadas caracterÃsticas del compadrito de Buenos Aires.
—¡Que cante el virola!—gritaba uno de los oyentes.
—¡Tu madrina!—contestole el guitarrero, que en efecto tenÃa los ojos más torcidos que una encrucijada.
—Cantá ché lo que has arreglao pa la Guardia Nacional.
El de la guitarra con el del acordeón atacaron un aire vulgar, pero cadencioso, antepasado en lÃnea recta de la milonga del dÃa, y detrás del aire, el virola dijo con voz nasal y chocante la siguiente copla:
Nuestra Guardia Nacional
en Cepeda y en Pavón,
con bravura sin igual,
se lanzó sobre el cañón
del cobarde federal.
—¡Lindo, don Polibio! Si a carrero y a verseador naide le gana. Hasta a los gringos de las balleneras se les cae la baba cuando canta usted.
Los resuellos chillones del acordeón habrÃan seguido, junto con los gemidos de la guitarra, si las músicas militares no hubiesen anunciado que la columna, formada ya, se ponÃa en marcha a lo largo del muelle.
Fue entonces cuando la muchedumbre que obstruÃa la entrada, arrebatada por una fila de vigilantes armados, encargados de abrir calle, remolineó y retrocedió de espaldas, compacta, hasta apretarse contra las paredes de las casas inmediatas; un tropel de jinetes que venÃa de la ciudad, ocupó el espacio abandonado. Me deslumbraron el oro de los galones, las plumas blancas y azules de los elásticos agitadas por el viento, los colores llamativos de los uniformes. Alejandro me alzó en alto para que pudiera ver bien, pero apenas tuve tiempo de columbrar un elástico cubriendo una larga y abundante melena de guedejas indolentes que caÃan sobre una frente espaciosa y unos ojos color plomo; todo esto sostenido sobre un cuerpo que Doré no habrÃa desdeñado para bosquejar un Lafayette en lontananza. Quise ver más, pero los jinetes hicieron caracolear sus caballos; las primeras hileras de la columna aparecieron, y apenas llegó a mi oÃdo el eco de una proclama de acentos olÃmpicos pero simpáticos que se extinguÃa en el estruendo unÃsono de un aplauso tributado por veinte mil manos. Yo aplaudÃa también y batÃa palmas.
—¿Por qué aplaude—me dijo Alejandro, de mal humor,—si no oye nada?
—¡Oh!—le contesté—¿acaso es necesario entender? ¿Cómo aplauden también todos los demás sin entender?
Por la noche, mis tÃos, como me lo habÃan prometido, me llevaron al teatro de la Victoria. La compañÃa de GarcÃa Delgado cantaba el himno nacional y representaba la Flor de un dÃa, de Camprodón. ¡Oh, Flor de un dÃa! ¡Oh, Pavón del teatro dramático español! ¿Por qué mi fantasÃa excéntrica te ve desaparecer en el pasado, en la misma tumba que tragó los miriñaques y el peinado de bananas? ¿No era Lola la más encantadora y la más romántica de las mujeres? ¿No tenÃa Diego el contorno poético del amante y el Marqués de Montero la estampa grave de un barÃtono de zarzuela triste?
¿Por qué has de ser un disparate, oh hija legÃtima de don Francisco Camprodón, adoptada por todos los teatros de la América Latina? ¡Tú que has hecho lagrimar un continente entero desde Veracruz hasta Buenos Aires!
¡Tú has muerto con el batón blanco; porque, asà como el guante de piel de Suecia, largo y arrugado, sobre el brazo flaco y nervioso de Sarah Bernhardt ha dado su pincelada a Frou-Frou, asà el batón blanco, con cinturón celeste, te hizo a ti, hizo a Lola el prototipo de todas las mujeres de tu tiempo! ¡Qué diablo! ¡tú has tenido también tu lugar en el siglo de Hernani!... ¡Presidentes y ministros, generales y grandes abogados de la República Argentina, han creÃdo en ti, como la República ha creÃdo en ellos! Tus octosÃlabos rumorosos agitaron más de una noche el pecho de la virgen y no fue sólo el teatro tu dominio! Fue también la familia, el hogar; porque todo lo invadiste, desde el salón de mi tÃa Medea hasta la academia de negros y mulatos en que era halcón mi pardo Alejandro. TodavÃa recuerdo con escándalo el gesto irreverente y volteriano con que el doctor Vélez se burlaba de ti una noche, dando la nota discordante en toda tu generación literaria. Yo sostengo y sostendré siempre que tú has hecho a muchos de nuestros poetas: y bastarÃa reflexionar un poco para notar que todas las manifestaciones sociales se parecÃan a ti en aquellos dÃas.
Tus versos llegaron a ser clásicos. Se citaban con gravedad en el editorial por los periodistas contemporáneos y en la Cámara de Diputados por los oradores noveles, con el mismo respeto con que en la restauración se citaban los dÃsticos de Boileau. ¡El dÃa de la patria te pertenecÃa; te pertenecÃa el dÃa de toda fiesta nacional! ¡Hasta drama patriótico te habÃa hecho el autor de tus dÃas sin sospecharlo!
Algunas de tus frases, como: «¿tiene vuestra espada punta?» se consagraron como el Di quella pira y el la donna e mobile de Verdi. No habÃa entonces realismo; mister Pickwick no habÃa atravesado el Atlántico; estaba en Bath presidiendo su club; Nana era un microbio; Artagnan era catedrático de historia; los Girondinos enseñaban la polÃtica. Era la época de las cavatinas, cuarteadas con acompañamientos rudimentarios; Lohengrin bebÃa mosela en los vidrios blasonados de Baviera; el Trovador era la ópera con Mirati y Tamberlick; tú eras el drama con la RodrÃguez y la Bigones, con Enamorado y Vilardebó. ¡El teatro de la Victoria era tu campo de batalla!
¡Oh, mis buenos y bravos cómicos, aquella noche estaban todos! Mi imaginación los evoca; desfilan como los fantasmas del sueño del pasado y penetran al obscuro y olvidado panteón de las glorias del arte argentino; allà yo les levanto un monumento con los restos del guardarropa de Dagnino, en que habÃa de todo; forma la base el casco de Gonzalo de Córdoba, cubierto por el manto lanar moteado, arminio de Isabel la Católica; Don Juan Tenorio vola sobre el Terremoto de la Martinica, mientras que la Campana de la Almudaina toca a rebato en la horca de los Escalones del Cadalso.
Pero sobre esta pirámide funeraria, levantada a los Talma y a los Keen de la gran aldea, tres figuras se levantan: Lola, Diego y el Marqués, cantando el himno nacional antes de contar su candoroso poema de celos y de amor a una sala llena, en donde brillan las más lindas mujeres de aquellos dÃas. ¡Pasad, oh sombras!
HabÃamos ocupado un palco-balcón de la derecha, inmediato a aquella antigua viga blanqueada que sostenÃa el techo y que por su espesor desafiaba las fuerzas de Sansón mismo.
Mi tÃa se habÃa hecho acompañar por la señorita Fernanda, que yo estaba acostumbrado a ver con frecuencia en casa. Fernanda tenÃa dieciocho años; pálida, de ojos claros y grandes, frÃos y como azorados entre las densas ojeras que los sombreaban; en sus labios gruesos que dibujaban una boca que podÃa llamarse grande sin injusticia, trazábase no sé qué vaga sonrisa, en la que un observador sagaz habrÃa encontrado el amor y el desdén reunidos en un consorcio inexplicable; la cabeza era noble y altiva, sin embargo. En aquella época, en que los peinados eran una epopeya de rulos y rellenos, Fernanda llevaba el suyo de una simpleza tal, que rayaba en la suma elegancia: sus cabellos, de un rubio mate, recogidos y sujetos por dos cintas de moirée celeste, iban a rematar en la más linda nuca de mujer. Su seno escaso, tenÃa, sin embargo, no sé qué atrayente seducción, dilatada por la morbidez de todo su busto: irradiaba su semblante esa gracia apática e indolente que el pincel del Veronese imprimÃa en el rostro de sus patricias venecianas. Era, en fin, aquella mujer un conjunto de frialdad y de elocuencia, de belleza y de defectos, que atraÃa irresistiblemente, y en la que la originalidad del gesto y del mirar despertaban en mà una profunda y codiciosa curiosidad.
Fernanda, recostada sobre la balaustrada, oyó de pie el himno, y, cuando éste terminó, se dejó caer negligentemente sobre su silla y abrió su enorme abanico de plumas blancas, con un ademán lleno de innata voluptuosidad. ¡Qué contraste formaba aquella delicada criatura con mi tÃa Medea! Una era la distinción personificada; la envolvÃa, la perfumaba un vapor de elegancia y de buen tono. La otra era un fauno obeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozo recio, que ya era bigote casi, hacÃan de ella un ser hÃbrido, en el que los dos sexos se confundÃan. Estaba esa noche verdaderamente constelada de diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenÃa, y muy buenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.
Inquieta y parlanchina, mantenÃa un verdadero telégrafo de saludos con todo el teatro; con los palcos, con la cazuela, con la platea; a todos conocÃa, a todos saludaba francachonamente con el abanico.
De repente, un murmullo de simpatÃa cundió por la sala entera, y todas las miradas convergieron al palco central de la ochava: muchos personajes, vestidos con la más rigurosa etiqueta, tomaban asiento.
Mi tÃa empezó a nombrarlos a todos.
—Saluda, Ramón, saluda—le decÃa a mi tÃo.
—Si no ven para acá, Medea...
—Sà que ven, saluda te digo—y mi tÃa, al propio tiempo que le ordenaba a mi tÃo que saludase, hacÃa repetidos movimientos de cabeza en dirección al palco central, sin que fuesen notados por sus ocupantes.
—¿Quiénes son, señora?—preguntaba Fernanda.
Pero mi tÃa no contestaba; empeñada en colocar su saludo en la cara de sus Ãdolos y en que su marido también lo colocase, lo cazó materialmente del brazo y le mandó que esperara la ocasión propicia para mover el pescuezo. De pronto pareciole que la miraban.
—¡Ahà mira don Buenaventura! ¡ahà te mira el doctor Trevexo...—dijo;—¡ahora!... saluda, Ramón.
Y ambos movieron la cabeza con urgencia; hicieron con ella un balance para cazar la visual del adversario, pero ¡oh, contratiempo! Una mirada vaga e indecisa, de la cual tenÃa yo una vaga idea, recorrÃa la fila de los palcos sin detenerse en los brillantes de mi tÃa, y el saludo fue un saludo en el vacÃo.
Mi tÃo tosió para disimular el contratiempo. Mi tÃa le echó la culpa, sosteniendo que se le habÃa puesto por delante; mi tÃo quiso rectificar, pero se le ordenó que guardase silencio, y obedeció. Yo miraba el suelo, compartiendo la vergüenza de mis tÃos; y Fernanda, frÃa, sin curiosidad, con sus ojos claros desmesuradamente abiertos, abanicándose con toda calma, miraba abstraÃda hacia arriba, como si entre el techo y nuestro palco pasase una visión a través de la sala.
—Mira, niño—me decÃa mi tÃa Medea sin dejarme respirar,—aquél es don Buenaventura; aprende, mira qué traje tan sencillo lleva. Ese que habla con el ministro español, es el doctor Trevexo: aquel que sale, es el coronel Valdelirio.
Y yo miraba extasiado aquel grupo y me decÃa a mà mismo:—¡Ah, si algún dÃa llegase yo a saber lo que sabe el doctor Trevexo! ¡Si llegase a ser un guerrero como Valdelirio! ¡Y después, aterrado de mi petulancia Ãntima, transigÃa con una fórmula más modesta: ¡Si llegase a ser ministro español!
Las lágrimas consagraban el éxito del drama y de los actores en el tercer acto. Montero recitaba sus famosos endecasÃlabos. La Flor de un dÃa terminaba en medio de calurosos aplausos; la concurrencia evacuaba aquel antro que se llamaba teatro y en la puerta estallaban los vivas entusiastas y patrióticos del pueblo.
Mi tÃa se ensilló con su pesada salida de teatro, y Fernanda envolvió su linda cabeza en un pañuelo de fular color caña, dentro del cual parecÃa un estudio inconcluso de artista.
—Vamos, mal criado—me dijo mi tÃa,—acompañe usted a esa señorita, ofrézcale el brazo.
ObedecÃ, y Fernanda me entregó el brazo sonriendo con plácida generosidad. Yo lo cerré contra el mÃo, y, aunque era un muchacho, no sé qué vagas nociones de ternura, qué entusiasmos indefinibles experimentó mi ser al sentir el frÃo desnudo de la carne, y al aspirar el perfume nunca aspirado de aquella singular criatura.
Han pasado algunos años.
Estoy lejos de Buenos Aires; en una ciudad cuyo nombre no interesa al lector.
Don PÃo Amado y don Josef Garat, mis maestros, eran dos personajes singulares; singular era su escuela, singular la enseñanza, singular todo lo que los rodeaba. Don PÃo era la bondad, la benevolencia personificadas; don Josef era la intransigencia, el mal humor, y la ira misma. Reunidos, don PÃo era la nota cómica del colegio, don Josef era la nota épica. Amábamos a don PÃo y lo amábamos con toda el alma; temblábamos ante don Josef y lo respetábamos a fuerza de malquererlo.
Don PÃo era todo gracia, dulzura y amabilidad; una cara sin pelo de barba, daba a su fisonomÃa una jovialidad perpetua y atrayente. De dulces maneras, lleno de cariño por los muchachos, nadie le temÃa, pero todos lo contemplaban. En medio de la extrema y plácida mansedumbre de don PÃo, reinaba en él cierta tendencia innata a la excentricidad, en la que solÃa marcar rasgos positivos de talento, de observación y de estudio. Su rostro movible; su cuerpecillo inquieto; sus ademanes de artista cómico, solÃan provocar entre los alumnos ciertas sonrisas de buen carácter, porque no era posible ver y oÃr a don PÃo, sin encontrarse dominado por la idea de que aquel hombre, sincero hasta el fondo de su alma, representaba sin embargo una comedia.
Don PÃo no podÃa hablar de nadie sin extraerle toda su genealogÃa, sin hacer su retrato fÃsico y su retrato moral, sin marcar el rasgo cómico o serio que podÃa tener, sin determinar el traje que usaba habitualmente, sin remontar en fin hasta la biblia, para presentarlo a propios y extraños.
En la enseñanza era lo mismo: aquel hombre de vida austera, correcta y arreglada, carecÃa de la noción del método como maestro. Cuando don PÃo hacÃa la exposición, no terminaba nunca; comenzaba en Sesostris y pasaba más allá del año corriente; y en ella iba todo, una recopilación de hechos y de datos, una enciclopedia de citas y de descripciones accionadas, cada una con su mÃmica y sus gestos particulares.
Nunca entraba sereno al aula, con las reservas y la gravedad propias del maestro, sino a saltitos acompasados, refregándose las manos, si hacÃa frÃo, o abanicándose con una pantalla de paja, si hacÃa calor. AsÃ, con ese paso, llegaba a la puerta de la clase, se paraba en su umbral, tomaba una posición de contradanza, miraba al centro, apuntando en el rostro una franca sonrisa; en seguida, como un muñeco de cuerda, movÃa el pescuezo, y con el cuerpo hacia la izquierda, distribuÃa su sonrisa en esa dirección para repetir después la misma operación y derramar su tercer sonrisa sobre la derecha. Hubiérase dicho que no era el maestro el que entraba en la clase, sino FÃgaro mismo, al cual sólo le faltaba la navaja y el platillo del barbero.
Don Josef, en cambio, era un Orestes. Alto, vigoroso, la cara roja como un pimiento, la nariz chica y encorvada, la cabeza mezquina pero bien puesta sobre los hombros. Don Josef pasaba la vida clamando contra todo lo que lo rodeaba: contra el paÃs, contra sus hombres, contra las mujeres, contra los muchachos y contra don PÃo, a quien tenÃa en poca cuenta en las situaciones normales.
Don Josef era oriundo de Cataluña y se vanagloriaba de haber nacido en el castillo Monjuich; de haber salvado la vida a varias personas, de haber presenciado un naufragio y de haber sido casi vÃctima del hambre de una tigra mansa; preciábase de haber conocido a la Reina de España, doña Cristina, de haberla visto comer una olla podrida en un dÃa de toros. HacÃa sacrificio de confesarse descendiente de don Gonzalo de Córdoba, pero no se prestaba a pregonar mucho el parentesco, y lo repudiaba con majestad, porque no querÃa que nadie sospechase, que él aprobaba las rendiciones de cuentas de su poco escrupuloso antepasado. VivÃa crónicamente colérico, sin que esto importe decir que no supiera interrumpir sus accesos para hablar con fruición de los tesoros de Potosà y de fortunas colosales como las de los cuentos de hadas, porque el buen viejo tenÃa altamente desarrollada la nota de la codicia.
Pero, cuando él levantaba la voz en la clase, o fuera de la clase, o con los tertulianos nocturnos que lo visitaban en el colegio, entonces temblaba la casa; buscaba la invectiva, la lanzaba al rostro del adversario y la sazonaba con vocablos de estofado, acabando por dominar el debate con sus gritos estentóreos. Dentro de ese cuerpo vigoroso de rica musculatura de atleta, en el fondo de ese carácter atrabiliario, disputador y pendenciero que amenazaba tragarse la tierra, se escondÃa un ser enteramente pusilánime. Don Josef era una liebre.
El colegio era un vasto edificio bajo, de muros espesos y coloniales, de grandes patios y espaciosa huerta, en la que no faltaban las clásicas higueras de antaño. Aquel edificio era un convento por sus dimensiones e invitaba a la melancolÃa. Yo acababa de llegar solo, casi abandonado a mi suerte. Durante el viaje habÃa hecho el inventario de mi pasado; habÃa recordado la muerte de mi padre, mi orfandad; no tenÃa más compañeros ni más amigos que dos retratos mudos que llevaba siempre conmigo; el de mi padre y el de mi madre.
¿Quién era yo en el mundo? ¿Qué necesidad tenÃa de aprender nada? ¿Acaso no tenÃa razón el doctor Trevexo cuando fulminaba a toda una generación con su anatema contra los sabios? Nadie me amaba a excepción de Alejandro que era el único que habÃa sentido mi partida de Buenos Aires. Todo lo que me rodeaba era nuevo y desconocido para mÃ: mi capital se componÃa de poco; mis ropas, mi catre y mis libros; todos mis compañeros tenÃan padres que velaban por ellos, que les escribÃan, que los regalaban. Sólo yo acostumbraba de tarde en tarde a recibir dos letras de mi tÃo Ramón, en las que me anunciaba el envÃo de lo indispensable.
No importa, yo tenÃa voluntad, tenÃa ánimo y entereza, valor y constancia. Yo sabÃa que habÃa de arribar: que habÃan de pasar para mà los dÃas de vergüenza en que mis condiscÃpulos menores me adelantaban.
Era un muchacho de quince años cuando entré en el colegio y apenas sabÃa leer y escribir, pero trabajé con tesón y me abrà paso. Don PÃo me amaba y don Josef, que habÃa empezado por expresarme el más profundo desprecio, habÃa pasado del indiferentismo al entusiasmo con una facilidad extraordinaria. Yo comenzaba a ser su Ãdolo. De cuando en cuando, pensaba que, siendo yo como era un pobre diablo, sin padre, sin fortuna, era demasiada generosidad de su parte interesarse por mà como se interesaba y me lo echaba en cara; pero cuando lo sorprendÃa con un progreso inesperado para él, o con un buen rasgo de conducta, entonces el buen viejo se exaltaba y pasaba los lÃmites del entusiasmo en sus elogios.
El fuerte de don PÃo era la astronomÃa. Daba en el colegio un curso práctico de esa ciencia con un colorido de gestos y de movimientos rápidos y nerviosos, con los que él creÃa poner en evolución todo el sistema planetario.
La clase era para él su materia cósmica.
Entraba y distribuÃa sus astros en el lugar oportuno. Cada muchacho era un planeta, y trataba siempre de representar con él, no sólo la situación de cada cuerpo celeste en el espacio, sino también su volumen, eligiendo los alumnos según las proporciones de cada uno y de cada estrella que debÃa figurar en el sistema.
Un muchacho entrerriano, grande como un patagón, cuyo desarrollo fÃsico no guardaba armonÃa con su desarrollo moral, tenÃa invariablemente a su cargo el papel modesto de sol; le hacÃa abrir los brazos, y tomándolo por la cintura, mal gré, bon gré, lo colocaba en el centro de la clase. Buscaba en seguida al alumno más chico y lo ponÃa en un extremo del aro celeste discerniéndole el papel de luna. Era éste un bolivianito, diablo y travieso, que nunca se resignaba a hacer tranquilamente su papel de astro nocturno.
En seguida ocupaban su sitio los planetas mayores y después los menores. Júpiter con sus lunas, Urano en la última lÃnea del cÃrculo, Saturno circundado por su anillo luminoso. En esta disposición comenzaba a funcionar la máquina astronómica de don PÃo; formado su ejército sideral, se paraba al lado del sol y exclamaba: «Yo soy la tierra», y el buen maestro comenzaba a circular de lado alrededor del entrerriano que, inmóvil y mudo en el centro del cÃrculo, desempeñaba automáticamente el papel del padre del dÃa.
A una voz de don PÃo y terminadas las evoluciones, los planetas se dispersaban y volvÃan a ocupar sus bancas terminándose la lección de astronomÃa práctica.
Pero donde don PÃo era famoso, era en la descripción de las batallas del curso de historia. El entusiasmo bélico se apoderaba de él: no podÃa limitarse a citar fechas, nombres y hechos: era necesario hacer funcionar la caballerÃa, la infanterÃa y la artillerÃa.
Abandonaba su cátedra, se ponÃa en medio de la clase, señalaba el enemigo al frente, e inflando la boca, hacÃa tronar los cañones sobre la lÃnea imaginaria del ejército contrario.
—¡Boum! ¡Boum!—exclamaba, y con el rostro excitado por la refriega y el puño cerrado por la ira militar, caÃan los enemigos deshechos por las metrallas y por las bombas, y don PÃo, como un Murat, se levantaba jadeante, triunfante, sublime en el campo de la acción.
HabÃa en el colegio un chicuelo que se llamaba MartÃn Roll, que era la piel del diablo. Lo que no se le ocurrÃa a MartÃn no se le ocurrÃa a nadie. Era holgazán como una cigarra, pero vivo como un rayo. Don PÃo lo reprendÃa con suavidad en vano. Don Josef lo anatematizaba y lo tenÃa concienzudamente clasificado de cretino y de imbécil. El tÃtulo más bondadoso que MartÃn solÃa obtener de él, era el muy moderado de animal, que se lo daba con conciencia.
Pero, si MartÃn no abrÃa los libros, abrÃa y registraba las conciencias; conocÃa a sus maestros a fondo, y a don Josef como a su faltriquera. HabÃa descubierto que la condición predominante del carácter de don Josef, era la avaricia, y ponÃa en juego todos aquellos medios que pudiesen darle por resultado la explotación de este defecto.
En cambio, don Josef se quedaba aterrado con la prodigalidad escandalosa de MartÃn, quien, cada vez que volvÃa de su casa después de las vacaciones, traÃa tal surtido de regalos para toda la escuela, que el viejo avaro, mortificado sin duda por aquel mal ejemplo y por el garbo con que MartÃn desparramaba sus presentes, acudÃa a sus pergaminos, recordaba a Gonzalo de Córdoba, su antepasado, para repudiarlo por mal administrador y por derrochador, y terminaba por sacárselo de ejemplo a MartÃn, para que reaccionase contra la prodigalidad y la dilapidación de la fortuna.
A pesar de tener caracteres opuestos, habÃamos congeniado con MartÃn. Sus padres vivÃan con holgura, y yo solÃa pasar en su casa una parte de las vacaciones. Pero, si la alegrÃa del colegio era MartÃn, la alegrÃa de su casa era Valentina, su hermana, una preciosa muchacha de dieciséis años que yo no podÃa tratar quince dÃas, sin volverme al colegio con la cabeza llena de sueños y el alma llena de tristezas.
No voy a perder mucho tiempo en contar idilios de juventud, porque tengo la mano torpe y el corazón duro ya para narrar la historia vieja de los primeros afectos. Pero es que Valentina era muy linda cuando tenÃa dieciséis años, y debe serlo todavÃa a pesar de los treinta que ha de haber cumplido. Mi maestro Josef odiaba a los enamorados, a pesar de las libertades que se tomaba él con las sirvientas del colegio, a quienes manoteaba demasiado con MartÃn, que le hacÃa la competencia con un éxito que el buen viejo no conseguÃa.
Pero Valentina, ¡oh! Valentina me habÃa hecho olvidar aquella malsana aparición de Fernanda, porque era dulce como un rayo de luna y alegre como una aurora.
A los diecisiete años, qué diablo, me enamoré de Valentina y fui menos práctico que MartÃn; lo confieso. Los libros de estudio no me atraÃan mucho; leÃa a Lord Byron y a Musset; las Horas de Ocio y la Confesión d'un enfant du Siècle me montaron la cabeza y me enfermaron el corazón. Le hice versos a Valentina y asistÃa a oÃr la lección de matemáticas como quien asiste a un entierro.
El romanticismo es la adolescencia del arte; la malicia, esa diosa madura que observa el mundo con una mueca perpetua, se rÃe de los poetas gemebundos y enamorados; pero la juventud sueña y delira, y creo que no hay hombre, por áspero y frÃo que sea su carácter, que no tenga en la memoria, asà como un lejano paisaje, la escena en que han despertado sus primeros sentimientos.
¿Cómo no recordar, pues, todos aquellos libros de los primeros años: Las Escenas de la Vida de Bohemia y de Juventud, de Murger; los primeros versos de Gautier, las poéticas novelas de Vigny? Al calor de esas páginas que sólo se escriben y se leen en una edad, yo habÃa visto aparecer a Valentina como Mussette o como Francine, llena de poesÃa, con su carita jovial, sus ojos negros, su cabello castaño ondeado, sencillamente ataviada de cintas color rosa; la boca roja y fresca como las guindas; toda esta cabecita deliciosa, sostenida por una figura llena de distinción. Ella habÃa salido al encuentro de mi camino, en el que sólo habÃa encontrado hasta entonces seres indiferentes.
Yo no sé cómo amé a Valentina; pero cuando la veÃa, cuando ella me hablaba, la sangre no corrÃa por mis venas, enmudecÃa y me abstraÃa en la muda contemplación de aquella criatura. Entonces pensaba en mi mala suerte; pobre, sin padres, ni amigos, ni protectores, ¿qué esperanza, qué risueño horizonte podÃa iluminar mi porvenir? El estudio me entristecÃa; no tenÃa la cabeza robusta de mis compañeros que mordÃan y digerÃan el Vallejo como un manjar exquisito.
En mi cuarto, por la noche, leÃa furtivamente las novelas de Dumas, ese gran amigo de la adolescencia, ese encantador de los primeros años; y me adormecÃa entreviendo la poética figura de Ascanio u oyendo el ruido de las espuelas de D'Artagnan.
Una noche, durante la época de las vacaciones, Valentina se acercó a mi lado, y con un acento lleno de gracia, me dijo:
—¿Va a comer mañana en casa?
—Si usted me invita...
—No, no lo invito, pero quiero que venga—me repuso con firmeza.
—¿Usted lo manda?...—avancé yo extendiéndole la mano.
Valentina miró en derredor; nadie nos observaba; tomome la mano y oprimiéndomela con la suya:
—Lo exijo—me dijo a media voz.
—¡Valentina!...
—¡Adiós!—me contestó; y antes de poder dirigirle la palabra, diome la espalda y corrió cantando hacia adentro como una locuela; me asomé a la sala y vi desaparecer su vestido blanco en las últimas habitaciones de la casa.
No sé cómo me encontré en la calle.
La noche era espléndida; sobre un cielo sereno se extendÃa el vapor majestuoso de la vÃa láctea, semejante a una gran veta de ópalo sobre una bóveda de zafiro. La luna, ya en sus últimos dÃas, atravesaba el espacio como una galera antigua; la fresca y tibia brisa del mar llevaba en sus ráfagas unas cuantas nubes blancas. El alma del mundo inundaba el espacio. Alcé los ojos al cielo, y absorto en el espectáculo de la noche, me pareció ver pasar a Valentina como una visión por el éter, huyendo de mà como huÃan aquellas nubes.
¡Nunca la habÃa visto tan linda!
SentÃa en mi mano el calor de la suya y en mi oÃdo sonaba todavÃa el acento misterioso de su palabra. Vagué aquella noche por la ciudad, y cuando el silencio invadió la población, yo no sé cómo, me encontraba aún delante de los tres balcones de la casa de Valentina en muda contemplación, levantando castillos de España sobre esos andamios gigantescos que sólo los diecisiete años tienen privilegios para apoyar en el aire.
No dormà aquella noche, y vestido, echado sobre el lecho, esperé el nuevo dÃa. A las nueve de la mañana entraba MartÃn en mi cuarto.
—Qué temprano te has levantado hoy—me dijo.
—En efecto, he madrugado—le repuse.
—¡Vaya un placer! ¿Vas a comer a casa?
—SÃ, voy.
—¡Hola! ¿ya estabas prevenido?—me preguntó.
—SÃ, Valentina me invitó anoche.
—¡No ha podido resistir esa muchacha!... ¿Sabes por qué te ha invitado?
—¿Por qué?—le pregunté sin disimular mi curiosidad.
—No te pongas pálido... ¡No te va a envenenar, hombre!—me dijo MartÃn;—te ha invitado porque hoy es su santo.
—¿El santo de Valentina?... Pues no te puedes figurar cómo le agradezco que se haya acordado de mÃ...
—Y con razón debes agradecérselo, porque a mi padre no le gustan hombres en casa; figúrate que los únicos invitados sois tú y don Camilo como novio presunto...
—¿Qué dices?—le pregunté dominando mi turbación con un esfuerzo supremo.
—SÃ, pues; mi padre y mi madre creen que don Camilo es el modelo de los novios.
—¿Y Valentina?...
—Valentina no toma nada con seriedad; cada vez que la embroma, se rÃe a carcajadas, y al pobre don Camilo le hacen tal efecto las risas que se queda como un muerto, de triste, siempre que mi hermana se rÃe de él.
Sentà toda la rabia ponzoñosa de los celos... ¿Valentina de otro?... ¡Pero eso no era, no serÃa posible! Yo vencerÃa, arrasarÃa todos los obstáculos, me harÃa amar por ella y ningún hombre me arrancarÃa la soñada felicidad.
Llegó la tarde; me vestÃ, y con MartÃn, que habÃa venido a buscarme, nos fuimos a su casa. Mi bolsa era algo más que escasa y tuve que emplearla toda en un ramo de jazmines, blancos como el papel en que escribo y perfumados como el naciente y casto amor que embriagaba mi alma.
Eran las cinco cuando entrábamos en lo de Valentina; ella nos esperaba en la puerta de calle con un vestido de gasilla, blanco, cerrado por un cuellecito plegado, sobre el cual se destacaba su cabecita adorable y llena de inocente coqueterÃa. Desde lejos nos divisó, y, al vernos, desapareció de la puerta, apareciendo unos segundos después, como si hubiese entrado para dar cuenta a sus padres de nuestra llegada. MartÃn y yo aceleramos el paso y llegamos a la puerta de calle en la que sólo ella estaba esperándonos. MartÃn le dio un beso en la frente y penetró precipitadamente sin darnos tiempo para seguirlo. Yo quise entregarle mi ramo calculando propicia la ocasión, pero ella no me dio tiempo.
—¡Qué olor a jazmines! ¿usted los tiene? ¡Ah, qué lindo, qué lindo ramo! ¿Es para m�
—SÃ, Valentina...—le contesté.
—¡Gracias, muchas gracias! ¿Sabe que no creÃa que usted viniese?—me dijo.
—¿Por qué?
—Por nada, porque pensaba que no habrÃa hecho caso a la broma de anoche.
—Sin embargo, usted me exigió que viniera...
—¡Ah! ¿lo tomó usted como sacrificio?
—¡Valentina!... ¡Si yo pudiera decirle todo lo feliz que usted me ha hecho!
—Entremos, Julio—me repuso, poniéndose seria; y en ese momento la familia salÃa a recibirnos, y Valentina, abrazando a su madre, le decÃa:
—Mira, qué flores, mamá, ¿no es verdad que son divinas?
Valentina se habÃa puesto el ramo en la cintura con una coqueterÃa innata, y alborotaba toda la casa mostrando mis flores como una maravilla.
—¿Qué te ha regalado don Camilo?—le preguntó MartÃn.
—Un álbum con su retrato. ¡Si vieras qué cache está el pobre!
—Niña, no digas eso—le decÃa la madre.
—SÃ, mamá, ¿por qué no lo he de decir? En vez de haberme dado alguna cosa útil, me sale ese zonzo dándome un álbum con su retrato, como si fuera tan buen mozo y tan joven.
—Venga, Julio, venga a la sala—agregó,—se lo voy a mostrar;—y llevándome casi de la mano, me condujo adentro y abriendo la primera hoja del álbum, me dijo:
—Vea, dÃgamelo con franqueza ¿se puede dar un hombre más cache?...—y prorrumpió en una carcajada...
En ese momento mismo MartÃn entraba en el salón.
—Mira que ahà está don Camilo, Valentina, no te rÃas; acaba de entrar.
—¿SÃ? pues lo voy a ver para darle las gracias—y, dejándonos en la sala, atravesó el patio, donde don Camilo era recibido por los padres de MartÃn.
En efecto, don Camilo podÃa ser excelente, pero no era el ideal de los novios; tenÃa sus bravos cuarenta años, una figura poco airosa y vestÃa con una ropa provinciana de dudosa elegancia. Pero, en cambio, don Camilo era rico; tenÃa estancias y vacas, y prometÃa como yerno bajo el punto de vista de lo positivo. En la casa lo amaban y lo codiciaban; el padre de MartÃn y la señora no sabÃan qué hacerse con él.
Emparentado con familias de alta posición polÃtica, don Camilo era por aquellas épocas un programa luminoso para una muchacha de dieciséis años como Valentina, y el buen señor, persuadido de su valimiento, no se daba mucha pena en ofrecerse, porque sabÃa que la ley de la demanda regÃa en su favor y que él podÃa elegir como en peras entre las más lindas muchachas de la época.
Pasemos por alto la comida; don Camilo se sentó al lado de la señora y Valentina me dio la silla inmediata a la suya.
Yo estuve hecho un necio durante toda la mesa; la alegrÃa bulliciosa de Valentina me llenaba de tristeza; aun me parecÃa que se burlaba de mÃ, cuando su boca, no muy correcta por cierto, pero llena de gracia, dibujaba en su rostro aquella sonrisa que le era tan peculiar.
La cara inerte de don Camilo me despertaba un rencor profundo que se agravaba cada vez que la familia simulaba oÃr con asombro todas las insulseces que aquel tonto contaba.
Acabamos de comer y fuimos a pasar la tarde al jardÃn. Don Camilo, en un grupo, conversaba con los padres de Valentina; MartÃn, que se habÃa separado de ellos, porque era gran fumador, echaba, escondido entre los árboles, grandes bocanadas de humo. Valentina y yo mirábamos la noche que empezaba a caer, desde una glorieta formada por madreselvas y jazmines que quedaba a un extremo del jardÃn.
—¿Ha estudiado astronomÃa usted, Julio?—me decÃa.
—No, Valentina...
—¡Qué ignorante!...—me repuso.
—Pero MartÃn dice que don PÃo les hace a ustedes un curso de astronomÃa práctica muy curiosa.
—¡Oh! broma de MartÃn; usted ya sabe lo que es don PÃo y lo que es MartÃn.
—¿Pero sabe, Julio, que debe ser muy curiosa esa explicación?—agregaba sonriendo Valentina.
Yo callaba entretanto; toda la sangre me subÃa a la cabeza.
—Vea—me dijo—dicen que aquella estrella es la estrella del amor...—agregó señalando a Venus que titilaba como un diamante suspendido en el cielo.
—¿Quién se lo ha dicho a usted? ¿don Camilo?...—le pregunté.
—¡Ja, ja! con qué tono me lo pregunta usted... ¿Cree usted que don Camilo tiene tiempo para fijarse en el cielo?...
—¡Cómo no! ¿No se ha fijado en usted?
—¡Ay! que antiguo está usted, Julio, por Dios; eso es un requiebro... RetÃrelo, por Dios...—Y prorrumpió en una larga carcajada que me penetró en el pecho como un puñal.
—Valentina; ¿es cierto que usted se casará con don Camilo?—le pregunté en voz baja, pero resuelta.
—Eh, todo puede ser, pero lo que es por ahora no lo pienso.
—Puede ser, ¿dice usted?...
—¿Y por qué no? Si no se presenta otro... me casaré con él...
—¿SerÃa usted capaz de casarse con un hombre a quien no quisiese?...
—Si él fuera capaz de casarse conmigo, ¿por qué no?
En ese momento la madre de Valentina se acercaba a nosotros; detrás caminaban su padre y don Camilo.
—Vamos a la sala—nos dijo.—Está muy fresca la noche...
—¡Tan pronto, mamá!...
—SÃ, ven, tócanos algo...
Un momento después Valentina dejaba caer sus manos sobre las teclas y tocaba el Clair de Lune, esa profunda melodÃa de Beethoven en que cada nota parece el suspiro melancólico de un coloso.
Yo, de pie al lado de ella, miraba flotar sus manos sobre el teclado y buscaba la expresión de su rostro graciosamente inclinado, y de sus ojos, en los cuales se reflejaba instintivamente el sentimiento de aquellas frases sabias y poéticas a la vez que se elevan como los ecos de una plegaria... Por fin se extinguió la última nota y Valentina levantó la cabeza...
—¿Le gusta, don Camilo?—preguntó dirigiéndose a su presunto novio.
—No... yo no entiendo mucho de eso, a mà me gusta mucho la zarzuela.
—¿Has visto un imbécil igual?—me dijo al oÃdo MartÃn.
—Cállate—repuso Valentina,—te puede oÃr.
Valentina se levantó del piano y se sentó a nuestro lado. Don Camilo, hombre de orden, se retiró temprano....
Mientras se despedÃa, yo habÃa salido al balcón y allà me encontró Valentina que regresaba de saludarlo.
—Sabe, Julio—me dijo,—que lo noto muy triste y reservado conmigo hoy, ¿qué tiene?
—En efecto—le contesté, como tomando una actitud resuelta.—Estoy triste y reservado....
—¿Puedo yo saber la causa de su tristeza y el objeto de la reserva?....
Iba a decirle todo lo que sentÃa; llegaron las palabras a mis labios, y debió traicionarme mi fisonomÃa, porque ella hizo un gesto en el que yo adiviné toda su recelosa curiosidad y la alarma con que miraban sus grandes y húmedos ojos negros, pero en aquel instante, pensé en mi pasado, contemplé con la rapidez del relámpago mi presente, y el honor, ese frÃo guardián de las pasiones, selló mis labios.
—No—repuse con firmeza.
—¿No?...—me preguntó con una inflexión de voz llena de ternura y de resentimiento,—¿no? ¡Ah!—agregó—quiera Dios que su reserva lo haga feliz.
Reaccioné, e iba en aquel mismo momento a revelarle todo lo que sentÃa por ella, cuando entraron MartÃn y sus padres, y el desenlace, que se habÃa presentado tantas veces en aquel dÃa, quedó de nuevo trunco.
Era necesario partir; saludé a todos y tendà la mano a Valentina con efusión, pero ella dejó caer la suya con indiferencia entre las mÃas, mientras que con la otra desprendÃa de su cintura el ramo de jazmines ya marchito dejándolo caer sobre el piano.
Yo sentà oprimÃrseme el corazón, y cuando llegué a la calle, dos lágrimas, que me parecieron de sangre, brotaron de mis ojos y me corrieron por el rostro.
Pocos meses después abandonaba el colegio donde habÃa pasado años tan tristes. MartÃn, que ya habÃa salido también, estaba con su familia en el campo y no pude por consiguiente despedirme de Valentina.
Mi tÃo me esperaba en Buenos Aires con una colocación en una casa de comercio; llegué a Buenos Aires y encontré a mi tÃa tan mala como de costumbre; siempre dominada por la polÃtica, siempre tomando parte en todos los acontecimientos notables que tenÃan lugar.
HacÃa seis años que no me veÃa, y, sin embargo, no me hizo el más mÃnimo cumplimiento ni el más pequeño agasajo a mi llegada.
HabÃa engordado mucho y su temperamento sanguÃneo se habÃa desarrollado notablemente. Mi tÃo era el mismo. El único que no estaba en la casa era Alejandro: el pÃcaro pardo habÃa cumplido su promesa; un dÃa de un altercado tremendo con mi tÃa, desbocó los caballos al descender la violenta pendiente de la barranca de la Recoleta y volcó el landeau en una zanja, lo hizo pedazos y magulló a mi tÃa que fue izada por la ventanilla con la gorra en la nuca y los vestidos en un desorden inconveniente.
¡Cómo habÃan cambiado en veinte años las cosas en Buenos Aires! ¡El doctor Trevexo, el hombre de más talento de su tiempo, el orador, el diplomático, el abogado y el periodista más hábil de la República, habÃa desaparecido de la escena pública, y sólo habÃan transcurrido veinte años! Los tenderos de aquella época habÃan muerto o habÃan cerrado sus tiendas; ya no gobernaban la opinión pública. Mi tÃa Medea habÃa tomado parte en dos revoluciones chingadas y pertenecÃa a la oposición.
El único puesto público que conservaba, era el de la Sociedad Filantrópica, donde la fila de sus contemporáneas se habÃa raleado notablemente. Una nueva generación polÃtica y literaria habÃa invadido la tribuna, la prensa y los cargos públicos.
Don Buenaventura pontificaba desde lejos, en el diario más grande de la América. La escuela literaria de la Flor de un dÃa habÃa hecho su época; hombres y libros nuevos dirigÃan el pensamiento argentino. El autor del Facundo revolcaba su temible maza desde las columnas del viejo Nacional; los salones se habÃan transformado; el gusto, el arte, la moda, habÃan provocado una serie de exigencias sin las cuales la vida social era imposible. Los cómicos españoles de antaño ya no entretenÃan como veinte años atrás; la aldea de 1862 tenÃa muchos detalles de ciudad; se iba mucho a Europa; las mujeres cultivaban las letras. Las golosinas de Gustavo Droz, de Halévy y aun de Maupassant, andaban en todas las manos femeninas, impresas en una forma adecuada para lectores sibaritas, e ilustradas con todas las voluptuosidades artÃsticas del taller de Goupil.
La vieja moda, aquella que envolvÃa a las mujeres en verdaderas bolsas de tela, habÃa desaparecido; ni los filósofos podÃan pasear de cuatro a cinco de la tarde en el invierno por la calle de la Florida, sin conmoverse ante los cuerpos de las mujeres del dÃa, dibujados d'aprés nature por Mesdames Carreau y Vigneau, con damas de Génova y terciopelos de Venecia; Kitty Bell y Flora Campbell hacÃan los figurines; Sarah Bernhardt, los guantes. Worth firmaba los tapados como un pintor sus cuadros; en los colores mismos se habÃa operado una revolución; nada de celeste y blanco como antes, nada de color rosa: una mujer del gran mundo no estaba bien vestida sin llevar un medio color indeterminado en los siete de la paleta; oro y plata viejos, óxido, y marfil antiguo.
Los troncos de los carruajes particulares eran arrastrados por yeguas y caballos de raza, de pelo satinado y reluciente, con cocheros más correctos que los del tiempo de Alejandro. No era chic hablar español en el gran mundo; era necesario salpicar la conversación con algunas palabras inglesas, y muchas francesas, tratando de pronunciarlas con el mayor cuidado, para acreditar raza de gentilhombre.
En fin, yo, que habÃa conocido aquel Buenos Aires de 1862, patriota, sencillo, semitendero, semicurial y semialdea, me encontraba con un pueblo con grandes pretensiones europeas que perdÃa su tiempo en flanear en las calles, y en el cual ya no reinaban generales predestinados, ni la familia de los Trevexo, ni la de los Berrotarán.
Estas reflexiones me hacÃa yo todas las tardes al salir del escritorio de comercio de don Eleazar de la Cueva, el hombre de negocios más vastos y complicados de la República Argentina, que tenÃa vara alta con los gobiernos, con los bancos, con la Bolsa, con todo el mundo. Hombre manso y cristiano ante todo, muy devoto y muy creyente, dulce de maneras por lo general, y bastante bravo por lo particular cuando el caso lo permitÃa, don Eleazar de la Cueva era una especie de astrólogo para sus negocios, porque todos ellos participaban de ciertas formas nigrománticas, llenas de misterio, y se preparaban por procedimientos análogos a los que en lo antiguo se empleaban para buscar la piedra filosofal. Don Eleazar, sin ser hombre de mundo, sin ser hombre polÃtico, tenÃa cierta influencia polÃtica; sin ser hombre de partido, tenÃa cierta intervención y participación en todos los partidos. En fin, en el mar humano, don Eleazar era corriente de fondo y no de superficie: arrastraba sin ser visto ni sentido.
TenÃa don Eleazar un cuerpo de oso y una cabeza de leona mansa; su cutis fino y terso, a pesar de sus setenta años largos, daba a su rostro cierta capa de venerable distinción y de majestuosa ancianidad que imponÃan a primera vista. Los dependientes le temblábamos, sin embargo, porque era áspero y cruel con nosotros, y cuando sentÃamos sus pisadas en el escritorio, no sólo guardábamos un profundo silencio, sino que volcábamos la cara sobre nuestras mesas y hacÃamos lo posible por aparecer abstraÃdos en nuestra tarea.
Nada más curioso y original que el escritorio de don Eleazar; un edificio bajo y antiguo con un vasto y desierto patio a la entrada, enlosado con grandes piedras color pizarra, perpetuamente húmedas y empañadas por una eterna capa de verdÃn. Frente a la puerta de la calle, tres cuartos, cada uno con tres puertas al patio. Desde la calle, aquella casa hacÃa el efecto de estar inhabitada; tal era el abandono de sus paredes y el estado de sus puertas despintadas, casi carcomidas, y tan antiguas, que algunos de sus tableros exteriores debÃan haber sido pintados en tiempo de Rozas, porque, aunque sumamente descoloridos, se notaba que un dÃa habÃan sido colorados. El único adorno de los cuatro muros que formaban el cuadrado del patio, era una guarda grecorromana de relieve, en la que la intemperie habÃa hecho sus estragos sin que el dueño de la casa se hubiese preocupado de hacer restauraciones.
Por dentro, el escritorio del señor de la Cueva representaba exactamente su apellido; todo era en él vetusto: las mesas y las sillas; los estantes, llenos de rollos de papeles, denunciaban un completo abandono.
Aquellas habitaciones habÃan sido empapeladas un dÃa, pero el papel se habÃa caÃdo; algunos jirones que quedaban, colgaban todavÃa de las paredes, esperando la hora de caer por sà solos, sin que la mano del hombre los arrancara, porque don Eleazar, que en materia de negocios y especulaciones demostraba una actividad y un espÃritu innovador a toda prueba, trataba a su escritorio por el procedimiento contrario. Aquel piso jamás habÃa conocido alfombra ni escoba, y si alguno de sus dependientes hubiese tenido la ocurrencia de arrojar en él algunos granos de alpiste, la simiente habrÃa florecido de un dÃa para otro, ni más ni menos que con el riego cuotidiano que el sirviente gallego hacÃa para aplacar el polvo de la habitación.
Nada más caliente y sofocante que el escritorio de don Eleazar en el verano: nada más frÃo también en el invierno, en que tenÃamos que pasar la noche y el dÃa escribiendo, de pie sobre las baldosas desnudas y húmedas del piso.
Mi tÃa Medea le habÃa puesto ciertos inconvenientes a mi tÃo para que yo habitara en su casa, de modo que me fue necesario ocupar un cuarto en la casa particular de un antiguo amigo de mi padre, que era un excelente viejo alegre y solterón que me habÃa cobrado un franco cariño. De modo que, cuando regresaba de lo de don Eleazar, encontraba en don Benito Cristal un verdadero amigo, con quien me desahogaba contra mi mala suerte y lamentaba el tiempo que mis tÃos me habÃan hecho perder.
Don Benito era un carácter. En la arrogancia de su porte se reflejaba toda la entereza de su alma. Amaba con delirio la verdad y podÃa decir con orgullo que no habÃa nunca mentido en su vida. Era impetuoso, resuelto, intransigente en la defensa de todas las reglas de la gentilhombrÃa. La honradez acrisolada de su palabra no cedÃa en nada a la honradez de sus acciones, y llevaba su culto por la virtud hasta la delicadeza de practicarlo en silencio sin proclamarla como el fariseo.
Sin embargo, don Benito tenÃa las debilidades mundanas de los galanteos y habÃa luchado en vano por muchos años sin poder reaccionar contra ellas. Soltero, sin familia, no pensaba sino en sus buenas fortunas por el momento y en su inocente partidita nocturna; pero con todo, desde el dÃa que supo que yo estaba empleado en lo de don Eleazar, se preocupó por mi suerte, y dÃa a dÃa, al verme salir para mi empleo, me decÃa meneando la cabeza:
—¡Amigo, amigo, busque otro destino, mire que esa casa de don Eleazar es peligrosa! Vale más correr el peligro de perder la camisa, como yo, que exponerme a perder allà la honra.
Pero no era fácil salir de lo de don Eleazar, y además, el sueldo era bueno y el pago exacto. Se trabajaba; eso sÃ, se trabajaba noche y dÃa, sin fin, sin tregua, pero ningún dependiente sabÃa lo que el otro dependiente hacÃa. Don Eleazar, que vigilaba constantemente el trabajo, estaba allà para evitarlo. Sus negocios eran múltiples y complicadÃsimos: prestaba y tomaba prestado a tipos usurarios, según las circunstancias; su influencia en la Bolsa era tremenda y misteriosa a la vez; la mitad creÃa que estaba a la baja, la otra mitad aseguraba que jugaba a la alza; don Eleazar vivÃa en el escritorio y recibÃa allà a las gentes de todas clases, siempre con su aparente humildad, instalando ante todo su probidad, su desinterés y su honor comercial ante el interlocutor que, por más prevenido que estuviese contra él, terminaba por escucharlo y someterse.
Don Eleazar era ante todo un especulador; en su casa de comercio no se compraba ni se vendÃa sino papeles de Bolsa. De cuando en cuando, para variar, solÃa comprar algún gran pleito, y con la paciencia y la tenacidad de un israelita perseguÃa su gestión por todas las instancias, hasta liquidar y desenredar la madeja litigiosa a fuerza de dinero y de procuradores traviesos y experimentados.
CautÃsimo hasta el extremo, don Eleazar jamás escribÃa una carta de su puño y letra, limitándose a firmar lo que él dictaba, no sin tener la precaución de leer siempre antes de firmar el manuscrito que le presentábamos.
En el comercio, don Eleazar estaba considerado como un corsario. Atacaba y pillaba al enemigo, pero cuando no encontraba adversarios a quienes acometer, o cuando él querÃa asegurar el éxito de una operación peligrosa, no tenÃa ningún género de inconvenientes en consumar actos de verdadera piraterÃa, sin perder el aspecto venerable y majestuoso de su fisonomÃa, y aun llorando y cubriendo sus gavilanadas con palabras de humildad que parecÃan salir del fondo de su alma.
Asà sucedÃa no pocas veces en épocas de agitaciones bursátiles, que detrás del corredor que partÃa a venderle sus tÃtulos, salÃa por otra puerta un segundo con encargo de hacer el alza; y por la tarde, cuando uno y otro regresaban a dar cuenta de sus operaciones, don Eleazar tomaba la palabra y hablaba en el lenguaje y el acento de un varón santo y convencido:
—Asà es, señor don Tomás, asà es; ya que ellos lo han querido, bien empleado les esté. ¡Ya usted sabe, señor, que a mà no me gusta hacer mal a nadie! Pero ¿qué puede hacer un hombre honrado en estos tiempos de tan mala fe? ¡Es menester resguardarnos! Vea usted, señor; yo he hecho muchas obras de caridad en este paÃs, cuando tenÃa cómo hacerlas; no hay uno de esos que me quieren arruinar, que no me deba todo lo que tiene. ¡Yo he sido siempre el mismo con ellos; dos fortunas he perdido por ayudarlos! Dos fortunas, señor, y sólo por necesidad me veo obligado a defenderme.
Y cuando don Eleazar llegaba al fin de su discurso, abrÃa su caja de rapé, invitaba a su interlocutor, y en seguida sacaba de sus profundas faltriqueras un largo pañuelo de la India con el cual se sonaba las narices y se cubrÃa el rostro, para hacer más expresivas sus lamentaciones.
En el orden interno del escritorio, don Eleazar era de una severidad que rayaba en crueldad; jamás una licencia, un respiro, un descanso para sus dependientes. Se trabajaba allà de dÃa y de noche sin reposo, bajo la dirección inmediata de don Anselmo, el alter ego de don Eleazar; un mozo español, de cuarenta años, sagaz, alerta y ladino para los negocios como un capeador para burlar el toro, y sin el cual rara vez don Eleazar celebraba conferencias sobre negocios delicados e importantes.
Don Eleazar jamás se presentaba en teatros, bailes y paseos. VenÃa por la mañana de su quinta en su clásico cupé tirado por dos caballos gateados, mansos y tranquilos, que volvÃan a conducirlo por la tarde o por la noche, si las exigencias del trabajo reclamaban su presencia en el escritorio después de comer. Pero, si don Eleazar no andaba en sociedad, su nombre y su influencia se dejaban sentir en mil formas distintas: en las elecciones formaba siempre parte en los dos bandos sin dar su nombre, y concurrÃa eficazmente al triunfo de ambos partidos con sumas gruesas de dinero.
El sabÃa bien que a los que saben negociar en polÃtica, esta buena madre les devuelve el préstamo con capital e intereses compuestos; y como para él lo mismo eran los nacionalistas y los autonomistas, los porteños y los provincianos, los federales y los unitarios, con todos promiscuaba, porque en la viña del Señor tanto valÃa para él ser judÃo como cristiano.
Una noche, al retirarme tarde del escritorio, don Benito me esperaba en la puerta de la calle con evidentes manifestaciones de sobresalto.
—Y...—me dijo al verme,—¿qué ha sucedido hoy en lo de don Eleazar?
—Nada—le contesté,—el dÃa ha sido como el de ayer, sin novedad.
—¿Sin novedad? ¿Pero usted embroma o es tonto?—me replicó mirándome fijamente al rostro.
—Mi costumbre de no bromear nunca, me obliga a confesar que soy tonto. No sé lo que sucede...
—Pero, amigo, ¿qué; no sabe usted que su patrón ha quebrado?—me preguntó.
—¿Quebrado? ¡No puede ser, imposible! ¿Quién se lo ha dicho?
—¡Pero si es voz pública!—me replicó don Benito,—no se habla de otra cosa en la ciudad.
—¡Pues, señor, yo no he notado lo más mÃnimo en el escritorio, y hoy ha sido sábado, se ha pagado a todo el mundo!
—¡Hombre! ¿Está usted seguro?—me repitió don Benito con asombro.
—Como que estamos hablando en este momento.
—Pues, sepa usted, mocito, lo que no sabe—me dijo;—y tomándome confidencialmente del brazo, me llevó a su cuarto, me hizo sentar y me refirió lo siguiente, después de haber encendido un cigarro habano:
—Don Eleazar de la Cueva, como usted sabe, trae revuelta la Bolsa desde hace tres meses. Lo mismo que un general que con un ejército numeroso invade un paÃs dilatado, él ha puesto en juego allà dos o tres millones de duros. Comenzó por comprar acciones de ***, monopolizó el mercado, se hizo dueño de todos los papeles, y conseguido esto, manteniendo siempre la demanda, trataba de vender a precios exorbitantes lo que habÃa comprado a precio vil.
Pero don Eleazar ha encontrado la horma de su zapato; mientras sus agentes, divididos en dos bandos que operaban en sentido contrario, preparaban su golpe, él no contaba con que en esta tierra del papel-moneda, una nueva emisión es asunto de poca monta, y la cuerda tirante con que él tenÃa presos a sus deudores, se ha aflojado; la nueva emisión se ha hecho y he aquà que la baja más espantosa se ha operado.
En esta situación, don Eleazar ha resuelto no reconocer sus operaciones. El tiene razón hasta cierto punto; exige fair play, como los luchadores ingleses. En la casa de la Bolsa, todo es permitido como en la guerra; jugar públicamente al alza y clandestinamente a la baja; lanzar un gato, dar una noticia de sensación, asegurar que la guerra con Chile es un hecho, que nuestra escuadra está en un estado atroz, que nuestro ejército será derrotado en caso de una batalla; en una palabra, sembrar el terror sin consideración de ningún género por el patriotismo; pero jugar con armas de doble carga, no. ¡Eso no, eso nunca!... Don Eleazar en estas materias es correctÃsimo, y, sobre todo, cuando en vez de ser él quien apunta, acontece que es contra él contra quien se vuelven las bocas de los cañones. Pero lo peor de todo, mi amigo, no es eso. Lo peor es que don Eleazar, aprovechando su desgracia, porque es capaz de aprovechar todo y sacar de todo ventaja, ha resuelto no pagar a nadie. A él lo sitian por hambre, pero él les cercena el agua y el pan, y con la misma cuerda con que lo ahorcan, él procura ahorcar a sus adversarios.
—Quiere decir que yo me encuentro en la calle—le dije al oÃrle terminar su relación.
—¡Oh, no! ¿cree usted que don Eleazar es hombre de despedirlo por cosas de tan poca monta?... No. Su quiebra es una quiebra que no lo arruina ni lo lleva al tribunal; todo se resuelve para él en no pagar; las deudas de Bolsa no son deudas, y en el caso de don Eleazar ha pasado ni más ni menos lo que sucede en una casa mala de juego cuando se apagan las luces: cada jugador defiende con el puño lo que puede, y le aseguro que su patrón sabrá defender lo suyo. No se alarme: no perderá el puesto.
—No me alarmo, don Benito, por tan poca cosa—le repuse riéndome a carcajadas.—¡Soy yo quien resuelvo no volver al escritorio de don Eleazar! No me cuadran ni el hombre ni el empleo.
—Hace usted bien, amigo: eso lo honra.
—No, don Benito; ni me honra ni me deshonra; no hago una quijotada, ni tendrÃa derecho para hacerla. Don Eleazar se ha portado bien conmigo; me ha pagado religiosamente mis sueldos y ha tenido el buen gusto de no imponerme de sus negocios.
—¿Y qué va usted a hacer?
—No lo sé, pero mañana lo sabré. Desde luego disponga usted de mi cuarto: ¡tenemos que separarnos!
—¿Separarnos? ¡Jamás!—me contestó el buen viejo irguiendo su noble cabeza y acompañando sus palabras con un gesto enérgico que denotaba el profundo sentimiento que le habÃa ocasionado mi resolución.—¿Separarnos? ¡Nunca!—me repitió:—mire, Julio... Mira, hijo mÃo—agregó,—déjame que te tutee, mis canas me dan derecho para ello, ¿es cierto?
Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido:
—Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tÃo, pero debo confesarte que he sufrido al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo no te corresponde, y lo que no me explico es cómo Ramón te ha colocado allÃ...
—Mi tÃa, usted sabe...
—SÃ, que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón para que te descuide. Mira—me dijo,—desde hoy yo me encargo de ti. ¡Qué diablos! Soy viejo, pero tengo el alma joven todavÃa: seré tu padre y tu hermano al mismo tiempo. Tengo mala fama en el mundo: las mujeres como misia Medea me aborrecen, porque no creo en deidades polÃticas; y los hombres como don Eleazar tampoco me pueden pasar, porque no sé hacer negocios de los que ellos hacen. Viviremos juntos; de cuando en cuando oirás en mi cuarto alguna voz de mujer... ¡qué quieres!... Soy hombre... súfreme estos extravÃos. Las mujeres me enloquecen, por eso he tenido el tino de no volverme loco por una sola: me he enloquecido por todas y no me he casado con ninguna; espero no caer en la tentación de hacerlo en los años que tengo. Soy risueño, despreocupado y franco: vivo sin misterios y tomo la vida tal como es. Allá en mis mocedades he leÃdo mucho; pero una sola lectura me ha aprovechado de todas las que he hecho: ahà está junto a la cabecera de la cama: Rabelais.
Cuando tengas mi edad y hayas corrido el mundo, verás que tenÃa razón: es el único libro que ayuda a bien morir, por eso lo abominan los jesuitas. No tengo hijos, o más bien dicho, no sé si los tengo, porque, si lo supiera a ciencia cierta, no los negarÃa como padre; pero en la duda, tú bien sabes que es mejor abstenerse, porque esto de tomar como propias las obras de otros, es un poco grave. Y yo huyo del ridÃculo sobre todo. No tengo ningún amigo de mi edad: mis amigos son los jóvenes de la tuya, vivo con ellos, enamoro con ellos y escandalizo también con ellos este salón porteño en que hay muchas mujeres lindas y tanto tonto que se las lleva.
Y, al terminar, don Benito me estrechó fuertemente en sus brazos y contra su pecho, y yo no pude contener las lágrimas que me saltaron a los ojos.
Al dÃa siguiente me presenté en lo de don Eleazar, de mañana. El patio estaba lleno de gente que cuchicheaba y accionaba con animación: las puertas del escritorio cerradas. Me acerqué y golpeé los cristales: al abrirme don Anselmo, que me reconoció, dos o tres de las personas del patio se arrojaron sobre la puerta del escritorio con la pretensión de entrar.
—Perdonen ustedes, no pueden ustedes entrar...—les dijo don Anselmo, y les dio casi con la puerta en las narices.
Y pude ver que uno de ellos levantaba el puño de la mano en actitud amenazante.
En dos palabras di cuenta a don Anselmo de mi resolución de abandonar la casa.
—Vaya, vaya, ¿a usted también lo ha picado la tarántula?
—A mà no me ha picado ninguna tarántula; ni quiero, ni tengo nada que ver con los que protesten afuera ni contra los que se encierran adentro, vengo a agradecer a don Eleazar el honor que me ha hecho y a comunicarle mi resolución. ¿Me quiere usted anunciar?
—No se si podrá recibirlo a usted...—me dijo don Anselmo moviendo la cabeza.
—Vea usted si puede... quiero cumplir lo que yo considero un deber.
Don Anselmo pasó a la habitación contigua, que era la de don Eleazar, y después de un rato regresó.
—Dice don Eleazar que puede pasar—me dijo.
Yo entré resueltamente. No olvidaré nunca el cuadro que se presentó a mi vista. Casi en el medio de la habitación, junto a un escritorio elevadÃsimo, donde don Anselmo acostumbraba a escribir bajo el dictado de don Eleazar, sentado sobre un esqueleto de silla, estaba éste, desayunándose, delante de una mesita muy poco más grande que el plato en que comÃa. Un sirviente gallego le servÃa sin pausas, plato tras plato, y don Eleazar comÃa con la gravedad de un oso que devora su ración. En un rincón de la pieza, de pie, tres hombres presenciaban esta colación matutina en completo silencio.
—Entre usted, señor don Julio, ¿también nos abandona usted en los dÃas de prueba?...
Yo expliqué las causas de mi renuncia, procurando convencerlo de que ella era completamente extraña al reciente desastre comercial; pero don Eleazar, conmovido, a pesar del apetito con que devoraba sus viandas, se daba maña para lamentarse con palabras que partÃan el corazón.
—Bien, joven, puesto que usted lo ha resuelto, separémonos; pero usted me hará justicia algún dÃa... ¡Vea usted la situación a que me veo reducido! ¡Todo lo he perdido! Desde hoy vivo de la caridad de mis parientes; sÃ, señor, de la caridad de la familia... Aquà me tiene usted preso; ¡yo preso en este paÃs que he colmado de beneficios! ¡No ve usted, señor, que hasta la autoridad se complota en mi contra! ¡Vea usted, señor, todos esos hombres que se acercan a los vidrios y que me amenazan, me son completamente desconocidos! ¡Yo nunca he tenido trato con ellos! ¡No los conozco! ¡Y me persiguen, señor, me persiguen a muerte! ¡Vean ustedes a lo que estoy reducido! ¡A no poder comer estos bocados en mi casa, porque son hasta capaces de envenenarme! ¡Y si no fuera por mi fiel Juan (exclamaba mirando expresivamente al gallego que le servÃa el almuerzo), si no fuera por él, quién sabe lo que habrÃa sido de mÃ!
Pero yo te recompensaré algún dÃa... tú sabes que todo lo he perdido, que no tengo nada, que me es imposible por consiguiente satisfacer mis compromisos! ¡Dilo, Juan, a todos; es posible que a ti te crean!... ¡DÃgalo usted, joven, asegúrelo, usted sabe mis negocios, todos son claros, tan públicos, tan legÃtimos!... ¡Ustedes lo saben, señores... yo he sido vÃctima de gente (agregaba encarándose con don Anselmo que le contestaba con un signo afirmativo) sin ley ni principios!... ¡Usted lo sabe, don Anselmo, usted sabe todos mis negocios, conoce mi casa!... ¡No me es posible cumplir, y no lo siento tanto por mÃ, sino por tanta persona excelente a quien tendré que perjudicar, contra todos mis sentimientos!... ¡Vean ustedes, vean ustedes cómo amenazan esos hombres! ¡Se creerÃa que yo me he quedado con algo de ellos!... ¡Gracias, Juan, gracias, hijo mÃo, sÃrveme el té, no tengo apetito!... ¡pruébalo tú primero, mira si tiene mal gusto!... ¡Ah, señores, yo tengo la conciencia tranquila!...
Y mientras don Eleazar se lamentaba, todos lo oÃamos en silencio, como consternados por la horrible desgracia de ese hombre providencial que engullÃa como un tiburón, en medio de la catástrofe de su fortuna. Fueme necesario cortar de un golpe aquella eterna elegÃa y despedirme para siempre de ese antro en que habÃa estado ocho meses.
¡Lo que es el mundo de malo! Al salir, los acreedores del patio, que echaban espuma por la boca, decÃan que don Eleazar habÃa realizado quinientos mil duros de ganancia y que ellos se quedaban en la calle. ¿Quién podÃa creerlo?
Rigurosamente encorbatado de blanco, con un frac de Poole y un par de pumps de Thomas, don Benito penetraba una noche en mi cuarto, elegante y joven como un muchacho de veinticinco años.
Yo me vestÃa lentamente; aquella noche hacÃa mi estreno en el club. ¡El club!... No es necesario decir que es el Club del Progreso de que hablo, y que el baile en perspectiva es un baile de julio: la gran attraction de la season porteña.
—¿TodavÃa en ese estado?...—me dijo al verme complicado en los preparativos de la camisa;—¡es la una casi!...
—¡Ah! ¿qué cree usted? Es cosa seria preparar una camisa... recuerde usted que me estreno.
—¡Ca! un hombre elegante no se fabrica; nace... MÃrame—me dijo—cuadrándose en el medio del cuarto.
—Bueno, tenga paciencia, yo no soy usted... yo no soy elegante...
—SÃ, pero te cuadra Blanquita, ¿no?... Y no supongo que te prenderás como un tendero para enamorarla, mira que es mujer tan suelta y ligera como la madre... y quiero que la conozcas.
—No embrome con Blanquita, ya sabe que Blanca no me cuadra y que yo tengo una novia en...
—Está bien, cásate con aquélla, pero enamora a ésta... no seas tonto...
—¿Y si no me hace caso?
—¡Qué no! La madre te adora y la madre es la protectora de esa criatura.
—¡Oh! Fernanda me conoce desde muchacho: tenÃa veinticuatro años cuando yo tenÃa diez o doce, pero la hija...
—La hija es igual a la madre; ambas son mujeres de coraje y de averÃa, lindas como unas tórtolas y peligrosas como dos lobas.
—Esta noche estarán radiantes, serán las reinas del baile, el señor Montifiori hará brillar su legación vacante.
—¡Montifiori!... ¿Qué clase de hombre es Montifiori?...
—Te lo diré después... vamos, átate la corbata pronto.
—¿Va bien as� Muy grande el moño, ¿no?...
—No; está bien, las mujeres no se fijan en eso; el pescuezo de los hombres les es indiferente. Bueno, ponte el frac; ¡excelente! Estás hecho un lord. ¡Si yo tuviera tu cuerpo y tus años y tú mi experiencia!...
—¡Siempre el viejo proverbio, don Benito!... ¡Ah! no hay nada completo en el mundo.
Di una vuelta por mi cuarto, tomé mis guantes, puse el gas a media luz y salimos yo y mi viejo compañero. HacÃa un frÃo de todos los diablos, pero el cupé de don Benito estaba a la puerta; nos encerramos en él y empezamos a deslizarnos sobre los rieles del tranvÃa a todo trote. En cinco minutos estábamos en la cuadra del Club del Progreso: tuvimos que esperar algunos minutos más para que le llegara a nuestro carruaje el turno de acercarse, y por fin bajamos en la puerta entre un grupo de hombres y mujeres que subÃan apresuradamente la escalera muellemente tapizada y adornada con flores y guirnaldas verdes.
¿Quién no conoce el Club en una noche de baile? La entrada no es por cierto la entrada del palacio del ElÃseo y la escalera no es una maravilla de arquitectura.
Sin embargo, para el viejo porteño que no ha salido nunca de Buenos Aires, o para el joven provinciano que recién llega de su provincia, el Club es, o era en otro tiempo, algo como una mansión soñada cuya crónica está llena de prestigiosos romances y en el cual no es dado penetrar a todos los mortales.
Don Benito conocÃa la casa desde su fundación y gozaba en ella de una influencia única. Al entrar, jóvenes y viejos lo saludaron con cariño como un antiguo amigo.
El buen viejo, poniéndome el brazo izquierdo sobre la espalda, me condujo al quiosco de cristales donde nos sacamos los paletós y nos consultamos un momento la figura sobre los espejos.
En aquel momento la orquesta tocaba la última parte de las cuadrillas de Carmen...
Toreador, toreador en garde...
y la música de Bizet, saturada, por decirlo asÃ, en la sangre misma de Merimée, distribuÃa al cuerpo de las mujeres que formaban los cuadros, los tonos calientes con que el joven maestro ha rimado ese extraño poema de amores plebeyos y bajas venganzas.
El salón, hÃbrido, y en el cual el gusto refinado de un clubman de raza tendrÃa mucho que rayar, desaparecerÃa ante la masa compacta de hombres y mujeres que lo llenaban.
Mi viejo amigo me dio el brazo y entramos juntos a ocupar nuestro lugar en aquel bouquet porteño que julio forma todos los años con la exactitud con que se celebra un aniversario.
Es en un baile del Club del Progreso donde pueden estudiarse por etapas treinta años de la vida social de Buenos Aires: allà han hecho sus primeras armas los que hoy son abuelos. La dorada juventud del año 52 fundó ese centro del buen tono, esencialmente criollo, que no ha tenido nunca ni la distinción aristocrática de un club inglés ni el chic de uno de los clubs de ParÃs. Sin embargo, ser del Club del Progreso, aun allá por el año 70, era chic, como era cursi ser del Club del Plata, con perdón previo de sus socios.
La entrada era cosa ardua: no entraba cualquiera: era necesario ser crema batida de la mejor burguesÃa social y polÃtica para hollar las mullidas alfombras del gran salón o sentarse a jugar un partido de whist en el clásico salón de los retratos que ocupa el frente de la calle Victoria.
En esta última sala, larga y frÃa como un zaguán, que ha sido empapelada cien veces por lo menos de verde o celeste claro y que ha consumido cincuenta distintas partidas de tripe de lo de Iturriaga, ha nacido una generación de la cual van quedando muy escasos representantes. Allà ha mordido la maledicencia urbana a los jugadores trasnochadores, a los maridos calaveras, a la juventud disoluta y disipada, y cada mordisco de mamá indignada ha hecho los estragos de la viruela en el retrato moral de las vÃctimas. La maledicencia de la gran aldea es como la calumnia del Barbero de Sevilla: del venticello pasa al huracán y ¡ay de aquel que se encuentre envuelto en la ráfaga!
El Club del Progreso ha sido la pepinera de muchos hombres públicos que han estudiado en sus salones el derecho constitucional; literatura fácil que se aprende sin libros, trasnochando sobre una mesa de ajedrez; ¡y a mÃ, no sé por qué, se me ocurre que algunos de los retratos de los hombres de Mayo que presencian aquel grupo de pensadores, hacen una mueca cada vez que un pollo acompaña un discurso sobre la libertad del sufragio con un golpe que asienta sobre el damero una reina jaqueada por la chusma de los peones sobrevivientes!
¡Falta allà el retrato del padre Castañeda! ¡Y sobre todo, falta el espÃritu! ¡También veinte, treinta años, de hacer lo mismo!
Hasta hace muy poco, la biblioteca no era muy copiosa que digamos. Mucha Memoria, mucho Registro Oficial, pero a condición de no encontrarse nunca cuando se pedÃan; y en la mesa de lectura, todos los diarios porteños, vacÃos y estériles como sábanas de monja, luciendo el artÃculo editorial al frente, extenso riel de plomo en que, para valerme de una figura bÃblica, se fatigan los caballos de la imaginación. En la mesa de lectura el Illustrated London New y la Revue (casi serÃa inútil agregar des Deux Mondes, si no habláramos en el club); la Revue en que M. de Mazade produce el artÃculo burgués que en un tiempo firmaron Forcade y Lanfrey y algunos diarios franceses que casi siempre sirven de adorno, como esos ramos secos que se pudren en las salas por olvido de los sirvientes. A pesar de esto, cualquiera creerÃa que allà se lee... ¡nada de eso! Allà se conversa: en el grupo de muchachos alegres y espirituales, que entra a las 12 de la noche repitiendo la última nota de Tamagno, no falta un ejemplar de denso burgués pantagruélico, gastrónomo noctámbulo, engordado y enriquecido por el vientre libre de sus vacas, que se hace servir allà mismo un chorizo por noche, mientras que, con el profundo desdén del bruto feliz, descuidado el traje, pelado a la mal-content, mira todo lo que le rodea con satisfecha apatÃa, llevando la mano al renegrido cabello y dragándose la caspa de aquella mollera inerte con la uña afilada del Ãndice.
No falta tampoco el idiota de la aldea, magÃn descompuesto, candidato de pillos, vÃctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropÃa, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesÃa intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.
Ni el Tenorio de suburbio que no se modifica; que se viste hoy como ayer, con abalorios de altar mayor y prendas de precio fijo; sano, insulso, inofensivo, olvidado por los buenos y mortificado por los que todavÃa creen que es de buen tono zaherir o burlarse de los inocentes.
Y entre esta sociedad hÃbrida e incolora como la Memoria de un ministro, mi amigo don Benito, cuya acrisolada y noble honradez se confunde por el positivismo contemporáneo con el sueño de un iluso, solÃa de repente estallar con noble sarcasmo, sintiendo probablemente cuán estériles han sido las desgracias del pasado y cuán injustamente ha repartido el destino sus favores en el presente.
Pero el club es el club, y aquella noche, los violines, riendo bajo la cuerda de los arcos, transmitÃan la alegrÃa y el entusiasmo singular de la música a todos los semblantes.
De pie, delante de la puerta que da paso a la gran escalera del comedor, yo seguÃa el vuelo espiralado de las parejas impelidas por el soplo caliente de un vals de Metra. No sé por qué, esos valses fascinadores, de cumplidas y ondulantes frases, que parecen dibujadas en el éter por la batuta mágica del maestro, me produjeron una profunda melancolÃa, trayéndome al recuerdo unos versos en que Hugo contempla, a través de los cristales empañados por el frÃo de la noche, el cuerpo de su amada enlazado por el brazo de un rival feliz.
¡Pero qué variado espectáculo!
¡Cuánta mujer ideal y atrayente bajo la trama cariñosa de esas telas modernas, cómplices de la carne y del contorno que este siglo materialista teje con las alas de pájaro o pétalos de flores exóticas! ¡Cuánto ser grotesco de fealdad repugnante, de doloroso raquitismo, brincando sin gracia, marcando la nota chillona del ridÃculo!
¡Cuánto contraste!
¡Cuánta cara foránea, ahorcada por cuellos anticuados, encorbatada de raso tórtola, bizantinamente enfracada, con pantalón en forma de caño y botines de brasileño guarango!
¡Cuánto gallo viejo sin púas, forcejeando contra el tiempo en vano, con las armas débiles de los untos! ¡Cuánto ser insÃpido, abriendo la boca satisfecha y marchitando con su trato insoportable a tanta mujer linda y atolondrada que busca su ideal sin encontrarlo!
¡Cuánta mamá achatada por la gente que pasa, sirviendo de mojón en los sofás de lampás crema!
¡Cuánto marido tolerante que entrega su mujer a la garra de los halcones y que se sitúa en el buffet con el sentido práctico de un convencido!
¡Cuánto viejo fatuo, teñido de pies a cabeza, prendido como un paje, que apesta a menta desde lejos y que instala sus pretensiones intolerables ante cualquier mujer bonita, para que el mundo le cuaje el sabroso renombre de afortunado! ¡Cuánto muchacho alegre y filósofo, pollos de la aldea, que conocen la aldea y que toman la partida con el buen humor de los descreÃdos!
El baile estaba en su apogeo, cuando sentà en torno un murmullo. Dos mujeres del gran mundo entraban en el salón y las parejas se abrÃan para darles paso. Don Benito acompañaba a una de ellas, y la otra, contra la más estricta regla de nuestros salones, caminaba sola al lado. Don Benito vino derecho adonde yo conversaba con un grupo de amigos.
—¡Julio!—me dijo con la más perfecta y aristocrática urbanidad:—¡Fernanda!—Y dándose vuelta y señalando a la más joven, repitió, como toda presentación:—¡Blanca!
Me incliné reverenciosamente y al levantar los ojos, vi la imagen doble de mi compañera de teatro ¡dieciocho años ha!...
—Me parece que nosotros somos viejos amigos—me dijo Fernanda.—Y como queriéndome dar confianza, agregó:—¡Pero usted es un hombre!
—¡Señora... señorita!....
Y a una finÃsima mirada de don Benito, imperceptible casi, yo extendà mi brazo y Blanca se colgó de él con franco y dulce abandono.
No podÃa darse un retrato más semejante a Fernanda. Para mÃ, Blanca era una verdadera resurrección del pasado; la misma aparente frialdad de la madre, la misma palidez casi mate; los grandes y sombreados ojos de Fernanda, y un busto, que dejaba ver un escote en el que los nervios preponderaban sobre la carne. Por último, un brazo que podÃa ser un tanto largo, pero que, bajo fino y suelto guante de piel de Suecia, tenÃa yo no sé qué encanto voluptuoso, mil veces más ático y más puro que el que revela un pie bien calzado cubierto por una media de seda obscura.
El vestido de Blanca era una antÃtesis con su serena palidez: una pollera corta de tul de seda color fuego, estrecha, determinaba como un calco las lÃneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo un zapato de raso del mismo color, sumamente escotado, en el que aparecÃa el más bello y atractivo pie de mujer.
Una bata de terciopelo fuego encerraba apenas el misterio de su pecho, dejando adivinar las lÃneas audaces de sus senos altos y erguidos como los de la Venus de Milo. En la cabeza dos peinetas de oro de una sencillez irreprochable sostenÃan su cabello rubio mate, y fuera de las numerosas cadenas de pulseras que rodeaban sus brazos, ni una sola alhaja, ni una sola flor, ni un solo adorno, lucÃan en aquella mujer.
—¡Qué espléndido vals!—me dijo,—bailemos, yo no resisto...
La enlacé estrechamente y la imaginación debió traerme, como una brisa en aquel momento, el suave perfume de Fernanda. Blanca reclinó su mejilla sobre mi hombro, el muelle contacto de sus senos estremeció mi pecho, tomele la mano con fuerza y rodeando su talle flexible y admirable, la danza lasciva nos arrebató en su torbellino. Blanca bailaba como una inglesa de la vieja estirpe; sin reservas, pero también sin el grosero materialismo de una mundana; de vez en cuando, los vaivenes ondulantes del vals en que los cuerpos se deslizan con la música, nos unÃan involuntariamente, y yo sentÃa ese estremecimiento inexplicable que produce la lucha de la timidez con la audacia, cuando el cuerpo de una mujer joven y linda toca y calcina esta miserable arcilla humana de que están hechos todos los seres desde Satanás hasta San Antonio.
El vals tocaba a su término; mi compañera se me habÃa entregado completamente. En el mareo embriagador de sus últimos giros, columbré el rostro de don Benito, que del brazo de Fernanda nos miraba con una sonrisa mefistofélica, en el momento en que el eco de los violines se apagaba, y Blanca caÃa fatigada voluptuosamente sobre un sofá que la sostuvo y balanceó un instante en sus muelles y flexibles elásticos.
—Pero usted valsa como nadie... Yo no podrÃa valsar con otro después de haber valsado con usted.
—Y bien, señorita, la cuenta es muy sencilla, bailemos todos los valses...
—¡Oh! ¿Y los compromisos?...—me dijo con cierta petulancia altiva.
—Es muy sencillo: los viola usted—le repliqué con igual tono.
—¡Me cuadra! Está hecho el trato.
En ese instante nos detenÃa un joven grueso, de lentes, rosado, rubio y lindo como un retrato al pastel, con un ambiente de insignificancia que se aspiraba de lejos.
—Muy buenas noches, señorita. ¿Quiere usted darme el próximo vals?
—No me es posible, doctor Bello, estoy comprometida—contestole Blanca con indiferencia.
—¿La cuadrilla?...
—Me fatiga bailar cuadrillas—replicole en el mismo tono.
—¿Entonces, los lanceros?...
—Menos, doctor...
—¿Entonces que quiere usted darme?—preguntó aquel desgraciado e incómodo pretendiente.
—Nada—se apresuró a contestar don Benito que en ese mismo instante llegaba a nuestro grupo.
El joven doctor tragó saliva lastimosamente, pero Blanca, reaccionando con generosidad en su favor, le dijo:
—Pasearemos esta mazurka, y señaló la pieza perdida en el epÃlogo del programa que comenzaba.
Seguimos con Blanca; paseamos la pausa y atravesamos el gran salón, en dirección al salón punzó de la calle Victoria. Al entrar en él, un grupo de hombres, entre los que estaba mi tÃo Ramón, saludó a mi compañera con lisonjas y elogios. Blanca se detuvo.
—¡Ah! papá ¿qué haces?...—y dirigiéndose a los demás, les estrechó francamente la mano, mientras yo hacÃa una reverencia.
Era en efecto el doctor Montifiori, el marido de Fernanda; un ex-diplomático de un paÃs hÃbrido como la Herzegovina o el Montenegro: no importa. Mientras nos detuvimos, yo lo observaba.
El doctor Montifiori era un personaje de edad reservada, pero con aire de garçon. SabÃa llevar con cierta elegancia negligente la ropa que vestÃa y se conocÃa que el gusano habÃa vivido siempre dentro de seda. CorrÃase que al casarse con Fernanda, veinte años atrás, el doctor Montifiori habÃa enajenado su interesante personalidad en cambio de la belleza de su esposa y ocupado una legación en no sé dónde.
CorrÃase también que aquel lion, a pesar de su edad, habÃa sido el enfant gaté y el bon papá de esas famosas golondrinas que vuelan en invierno a mediodÃa en sus carretelas por el Bois, custodiadas por un lacayo impertinente y acompañadas por perros microscópicos de esas razas artificiales con que el sibaritismo parisiense falsifica las nobles obras del Creador.
El doctor Montifiori se movÃa por el salón como una góndola con proa de ánade: tenÃa un abdomen formado sin duda por las golosinas de los banquetes de embajada, a los que concurrÃa invariablemente a pesar de su retiro. Sus rubicundos cabellos y sus patillas inglesas, incluso su bigote recortado como el de los banqueros de Lombard Street, debÃan el brillo de su lustro a las caricias de un pan de cosmético en constante ejercicio sobre la mesa de toilette. No hay duda, el doctor Montifiori vivÃa teñido desde los pies hasta la cabeza. Como todos los viejos dandys, después de tragar sus pÃldoras de salud, entregaba su figura a los afeites milagrosos de Guerlain, y como si se sumergiera en la fuente de Juvencio, se bañaba con precauciones en agua tibia y perfumada, dormÃa como los donceles de César en lecho de plumas y su medio siglo largo, necesitaba después de sus encantadas soirées, que el edredón de los sibaritas cubriera y protegiera sus miembros fatigados como los de Júpiter, después de sus transformaciones.
Montifiori era un epicúreo, y por eso, el salón de Fernanda era renombrado por el gusto y por el eximio buen tono que perfumaba todos sus detalles. Acostumbrado a sentarse diariamente en una mesa verdaderamente ática como manifestación culinaria, Montifiori pasaba con razón por un gourmet de estirpe, por un paladar maestro para catar una becasa au madère, servida sobre un plato de Saxe.—Y asÃ, aquel gran vividor, acostumbrado a mirar los zafiros y rubÃes de sus anillos de oro mate al través del diáfano cristal, lleno con los topacios lÃquidos del Sauterne, y a saborear la nube perfumada del tabaco de Cuba, debÃa sufrir mucho, cuando mi tÃa Medea, a quien frecuentaba, lo sentaba a su mesa a comer aquellos platos dignos sólo de su robusta pepsina de ñandú.
Montifiori, como todo hombre del gran mundo, con marcada tendencia al europeÃsmo, hablaba con bastante afectación el francés y murmuraba el inglés con una increÃble adivinación del acento peculiar de este idioma. Estaba en todos los golpes de petits mots, sabÃa sacar partido de esas deducciones hÃbridas de las palabras, que los parisienses consiguen hacer con los dientes superiores y la nariz, indicando apenas las expresiones hasta casi llegar a formar una charla de monosÃlabos breves, rápidos, fugaces y casi eléctricos, que hacen la desesperación de todos los que han aprendido el francés por el Ollendorf.
Al lado de Montifiori contemplaban el baile dos caballeros más, el viejo Ministro de Estado doctor don Bonifacio de las Vueltas, polÃtico ducho, orador brillantÃsimo y eficaz, gran brujuleador de cámara y antecámara, fina inteligencia, blanca erudición, débil y bondadoso, embrollón como una modista de alto tono, pero de una intachable honradez privada. Se balanceaba a su lado con movimientos de odalisca otro personaje diminuto, que a una fisonomÃa árabe despejada, de ojo poético y penetrante, reunÃa ciertas antÃtesis morales y fÃsicas que revelan un prisma de nuestra raza sudamericana. Su palabra elocuente, un tanto enfática y voluptuosa, se apretaba, al salir, entre los dientes y los labios, al mismo tiempo que llevaba ambas manos al vientre y se contoneaba delante de las señoras como un palomo que corteja a la paloma dando vueltas en el borde del mechinal. Era sin duda aquél uno de los finos artistas de la palabra y de la frase, según se decÃa; habÃa caÃdo de las más altas posiciones, y mi tÃa lo abominaba como todo el partido de la gran polÃtica que no le conocÃa sino por el apodo que se le daba y que no es del caso mencionar.
—Señorita Blanca, presento a usted mis más sumisas manifestaciones de respeto y admiración—dijo el doctor de las Vueltas, entreabriendo su boca como un pimpollo.
—¡Oh, doctor! tantas gracias—contestó Blanca.
—Es usted la reina del baile. Lleva usted mis parabienes, Blanca...¡aaah!...¡está usted espléndida... aaah!—decÃale el compañero de don Bonifacio, arrullando alrededor de Blanca.
—¡Oh! déjeme, doctor, que lo felicite por su folletÃn de El Nacional; ¡qué linda, qué linda página!
—¿La ha leÃdo usted? ¡Linda era en efecto!... ¡qué lástima que mis ex-ministros no sean capaces de juzgarla; son todos unos civilistas... aaah!—dijo el doctor, mirando al señor de las Vueltas con marcada intención.
Montifiori a su turno conversaba con el doctor de las Vueltas a propósito de un caballero de las provincias que habÃa pasado atufado y sin saludar al grupo.
—Pero algo debe tener con usted, querido Montifiori, porque conmigo cultiva la más cordial amistad.
—En efecto—decÃa un gallo viejo de monocle que formaba parte del grupo,—Il a l'air bien farouche.
—Ja, ja, mis buenos amigos; es el doctor Escañote, de Corrientes, un incorruptible, me detesta, ¿y saben ustedes por qué? Una noche en ParÃs este señor, que se habÃa instalado con toda su prole en un mal hotel de cuarto orden, hacÃa la cola en la boleterÃa de Variétés donde se daba la Femme à papá, una mononerÃa de cosas cochonas en que Judie hace caer la baba. El buen señor, sin conocer las reglas de la cola, pretendió saltar su turno y pasar para romper la muchedumbre el muy sot; ¡claro! se armó un alboroto. Ese pobre señor tenÃa la desgracia de no hablar una palabra en francés, e interpelado por los agents de ville, contestaba con el acento peculiar de su provincia:
«¡No me lleven asÃ!... ¡soy forastero, correntino, de la República Argentina!...» y qué sé yo qué otras cosas.
De repente, malheur me divisa, me conoce entre la ola de la muchedumbre y me grita:—«¡Señor Montifiori, paisano, compatriota, venga a salvarme, me quieren llevar a la comisarÃa!» Figúrese usted, doctor, yo iba en aquel momento nada menos que del brazo de ese espléndido Prince de Trois Lunes, un homme charmant, comme cicerone! SalÃamos de Bignon, era imposible codearme con aquel rastaquère guaranÃ! El PrÃncipe notó sin embargo mis señas y me decÃa:—Comment! c'est un de vos compatriotes qui vous appelle, n'est-ce pas?—¿Qué podÃa yo contestarle?...—Bah! non pas, mon cher prince, c'est un parvenu, je ne le connais pas.
—¿Y cómo concluyó el incidente?—preguntó el señor del monocle.
—Pero muy sencillamente: cenando nosotros en el Café Anglais y mi correntino durmiendo en la comisarÃa.
—¡Ja! ¡ja!—y todos a una reÃan de la espiritual aventura de Montifiori.
—¿Y qué es de tu mamá, Blanca? no la veo—le preguntó a su hija.
—Ahà anda, con don Benito...—contestole su hija haciendo un gracioso movimiento de cabeza.
—¡Joven y linda como la hija! Mater pullchra, filia pullchrior!—exclamó el doctor, esbozando en su rostro moreno una sonrisa afectada y contoneándose siempre con las manos sobre el vientre.
—Bien, jóvenes—dÃjoles Blanca,—yo tengo sed, quiero tomar un helado; señor don Ramón,—agregó dirigiéndose a mi tÃo,—lléveme usted a tomar un helado. ¿Me permite usted, que lo abandone por su tÃo?
—Con tal que el próximo vals sea mÃo...—le contesté.
—¡Oh, bien claro! tenemos un compromiso formal—me contestó, y soltándome el brazo, lo entregó coquetamente a mi tÃo Ramón y ambos se retiraron del grupo.
—¿No es cierto que mi hija es charmante?—dijo el doctor Montifiori al verla retirarse.
—Es una señorita, mi querido doctor, llena de atractivos, y usted me permitirá que le reitere mis más entusiastas felicitaciones y plácemes sinceros—contestole el doctor de las Vueltas, empleando el tono más melifluo de su voz.
—Es una nereida, una verdadera hurÃ, tiene la hermosura de Dido y el paso de una diosa...—exclamó el otro doctor entusiasmado.
—Nosotros no tenemos papel que desempeñar en este baile... Mucha mamá demodada; y no es posible glisarles nada a las jóvenes sin que se ofendan. Por eso, mi querido de las Vueltas, es que yo amo a la mujer fácil... ¡Variedades!... Anoche Fleur d'Eglantier estuvo apetitosÃsima en la chansonette... ¡Quelle chatte!...
—¿SÃ, y qué cantaba?
—Oh, mon cher! cantaba Mon Oscar!... estábamos en el avant-scène, con los attachés de la legación turca, y la muy ricotona me cantaba a mà solo todos los couplets... la sala ardÃa de envidia!... Yo estaba irreprochable... mis zapatos barnizados, mis guantes amarillos, un sobretodo de cuellos de silkskin... en fin, ¡espléndido! Subimos en mi cupé clarence y cenamos en el café de ParÃs soberbiamente... unas armoricains y un homard, que sólo ese Sempé es capaz de proporcionar en esta tierra imposible! ¡Qué mujer tan flirtante!... ¡Me llamaba Mon petit Pichonot!
En este instante mi tÃo Ramón regresaba con Blanca del buffet.
—Comienza nuestro vals, señorita, y yo lo reclamo. TÃo, usted se queda con sus amigos y me devuelve la compañera, ¿no es asÃ?—le dije a mi tÃo Ramón.
—Te la entrego, siempre que ella lo consienta—me contestó, y como Blanca se desprendiera sonriendo de su brazo, mi tÃo la dejó hacer y nos alejamos de nuevo de aquel grupo, que formaba uno de los más interesantes cuadros del salón.
El vals recomenzaba; entramos en el gran salón y nos perdimos en el mar de danzantes. Blanca habÃa pasado de su interesante palidez a un encarnado suave, que revelaba la excitación involuntaria que provocan en la mujer la música y el baile.
El último vals lo habÃa bailado con un Ãmpetu y un ardor de veinte años. Sus ojos claros, melancólicos y un tanto extáticos por lo general, se habÃan alumbrado con un fuego intenso; su boca entreabierta delataba esa seductora molicie que invade todo el organismo delicado de la mujer en las horas fugaces de la fiesta.
Nos sentamos en un sofá al concluir la pieza que habÃamos bailado, y como yo tratara de guardar cierta distancia respetuosa, dejándose caer sobre el respaldo del asiento, e inclinando la cabeza graciosamente, me dijo:
—¿Por qué tan lejos? Acérquese usted más... tome mi abanico, deme aire, me sofoco...
Obedecà maquinalmente, y al acercarme rocé con suavidad su rodilla, que se adivinaba a través de la veste y sentà su contacto tibio y carnal.
—Más cerca, abanÃqueme usted... asÃ... ¡oh, ahora se respira!...—y suspiró con toda el alma, y, al suspirar, las curvas de su seno se desprendieron un instante del tul que las cubrÃa y volvieron a dibujar su sobrio pero voluptuoso busto.
Yo me habÃa acercado a mi compañera todo lo que el buen gusto permite.
Felizmente en aquel momento se organizaba una cuadrilla, y la fila compacta de las parejas nos cubrÃa de las miradas de todo el mundo. Hay veces que un baile es más solo que un desierto. La música rompÃa en seguida y Blanca y yo, en nuestro sofá, gozábamos de la ventaja de que nadie se preocupara de nosotros.
—¿Y su padre? ¿hace mucho que murió?...—me preguntó con un acento lleno de ternura.
—Veintidós años, cuando yo era un niño...—le contesté.
—Es triste sin padre y sin madre, tan joven...
—Muy triste, Blanca.
—Y tanto más, cuanto que usted no tiene fortuna y la fortuna es hoy indispensable en Buenos Aires. Sin fortuna la vida debe ser abominable. Al menos, yo no la concibo.
—¿No cree usted en el amor?...
—¿Solo?—me observó vivamente.
—S×le dije mirándola con fijeza.
—¡No!—me contestó ella con indiferencia...—¿quiere ser mi amigo? ¿Quiere guardarme una confianza?... Yo soy una mujer rara, extraña. Yo no he amado nunca y no sé si lo que he sentido alguna vez, puede llamarse amor; pero jamás, aun amando mucho, me casarÃa nunca con un hombre pobre. Tengo horror, miedo, por la pobreza...
—Es triste—le repliqué;—ser de un hombre a quien no se ama, debe ser algo terrible en la vida...
—No lo creo. Se puede amar al marido, amarlo como a un amigo... al fin el marido no es otra cosa a la vuelta de diez años. ¿Cómo concibe que don Ramón, su tÃo, esté enamorado de misia Medea? ¡Imposible!
—¡No, Blanca! Pero, si usted se casa con un hombre a quien no ama, ¿cómo puede cerrar su alma para siempre, usted flor del mundo al fin?...
—¡Pero, no cerrándola, amigo mÃo!... Yo no sé si algún dÃa me enamoraré, pero si tal cosa sucediera, soltera o casada, yo seguirÃa el imperio de mis pasiones...
—¿Casada, también?...—le pregunté, aproximándome todo lo más posible.
—¡Casada, también!—me contestó, y su aliento me embriagó el rostro. Aquella mujer estaba enloquecedora en aquel momento.
La noche, aunque de julio, era tibia, y los balcones que dan a la calle del Perú, estaban entreabiertos: nosotros estábamos sentados cerca del tercer balcón. Una pareja de esas que se forman con una mamá aburrida y un acompañante de compromiso, vino a sentarse a nuestro lado y nos consagró una mirada de indiscreta curiosidad. Yo aproveché la ocasión para invitar a Blanca a que abandonásemos el campo al enemigo y ella aceptó. Al pasar junto a la puerta del balcón, exclamó:
—¡Qué espléndida noche!—y se detuvo un instante sobre el marco de la puerta;—¡hace un calor tan insoportable en la sala!
—En efecto, la noche es soberbia—le dije;—¿salgamos al balcón?—agregué acompañando mi palabra con una ligera presión en el brazo que tenÃa enlazado con el mÃo.
—Nos criticarán...—me repuso.—Este mundo no ve tan bien estas cosas... pero a mà no me importa nada de él, salgamos;—agregó resueltamente, y tomando ella misma la hoja de la puerta, la abrió y juntos entramos en el balcón.
Eran las tres de la mañana, la luna en menguante ya, iluminaba los techos de la ciudad dormida, la calle estaba solitaria, los faroles de gas, con su luz roja, titilaban, formando desde la esquina del club hasta el Retiro una senda que parecÃa alumbrada por candilejas.
Al entrar en el balcón, alguna pareja nos habÃa entrecerrado de nuevo las puertas y desde afuera, donde imperaba la sombra, hacÃa un contraste raro aquella sala profusamente iluminada en la que las diferentes tintas de los trajes, la música y el bullicio, producÃan un movimiento variado y constante.
—Nos han encerrado—me dijo Blanca...—¡es original!...
—¿Tiene usted miedo de estar sola conmigo?...—le pregunté.
—¡Miedo yo! jamás lo he tenido... ¿qué podrÃa temer de usted?...
—¿De m�... nada, sino que la admiración que usted me inspira me hiciera aprovechar este momento para cometer una locura.
—¿Qué locura?—me dijo, echándose para atrás con una sonrisa llena de voluptuosidad.
—Esta...—le contesté, y avanzando sobre el espacio del balcón hasta el rincón en que termina la reja, la impulsé suavemente, le saqué en un segundo uno de sus guantes, le tomé la mano, la llevé a mi boca, la rodeé con mis brazos el cuello y la cubrà de besos mudos e intensos que ella rehuÃa apenas, riendo entrecortadamente con cierta frialdad irritante.
El reloj del Cabildo golpeó en aquel momento las tres de la madrugada, y el eco de la campana se extinguió en el silencio de la noche.
—Sabe que tengo un hambre devoradora y que siento frÃo—me dijo,—entremos—y su rostro, al pronunciar estas palabras, no reflejaba la más mÃnima impresión por lo que acababa de suceder.
—Blanca—le dije,—¿me ama usted?...
—No lo sé—me repuso.—¿Para qué quiere saberlo? ¡Aunque lo amara, no me casarÃa con usted!...
—¿Por qué?
—Porque usted no tiene nada. Yo soy una mujer que amo mucho el mundo y el lujo... Necesito un marido que sea capaz de proporcionarme todos mis gustos... Deje que se presente, y, entretanto, ámeme, siga amándome, le daré todo mi corazón—añadió riendo a carcajadas. Y cambiando de tono y como adoptando una resolución, añadió:—tengo hambre, ¿lo oye usted? ¡lléveme a cenar!
Salimos del balcón y entramos de nuevo en la sala. Yo tenÃa la sangre en la cabeza, pero aquella mujer estaba frÃa como una lápida. En la escalera del comedor encontramos a don Benito que paseaba a Fernanda todavÃa.
—¿Qué tal, hijita mÃa—le dijo Fernanda pasándole la mano por la cara,—te diviertes?
—Ah, mucho, mucho, mamá—replicole Blanca.
—¿Y usted, señor don Benito?... Sabe que tengo que darle las gracias por el compañero. Es un maestro; baila el vals admirablemente...
—¿Nada más que el vals?—preguntó con sorna don Benito.
—¡Oh, nada más! Ninguna mujer chic baila otra cosa... ¿No es verdad, mamá?
—¿Por qué no?... Las cuadrillas son de regla en un baile.
—¡Para nosotros no! Nosotros hemos pasado las últimas en el balcón...
—¿Que dices, Blanca?—preguntó Fernanda con un acento de sorpresa.
—¡SÃ, mamá, en el balcón!
Don Benito me miraba con una sonrisa llena de picardÃa, y yo hacÃa un esfuerzo supremo para contener mi emoción. Pero Blanca, con una resolución repentina, me arrastró fuertemente del brazo que me tenÃa asido y me sacó del descanso de la escalera en que nos habÃamos detenido.
—Vaya, ¿qué tiene de particular?—preguntó Blanca retirándose y mirando a la madre...—¿Tiene algo de malo lo que hemos hecho?—y encogiéndose de hombros con un movimiento brusco, agregó con una carcajada:
—¡Vamos a cenar!
Entramos en el comedor que todos conocemos: un gran salón al cual le falta mucho para estar bien puesto. Aquella noche, Canale, como de costumbre, habÃa formado la gran mesa en herradura con mesas centrales, y sobre ella, habÃa levantado los mismos catafalcos de cartón y pastas de azúcar de todos los años. Se cena execrablemente en el Club del Progreso, y el adorno de la mesa tiene mucho de los adornos de iglesia: los jamones en estantes de jalea, los pavos y las galantinas cubiertas por todas las banderas del mundo. En fin, allà se sienta uno con la indiferencia con que Raúl y Nevers se sientan en el banquete de papel pintado del primer acto de los Hugonotes.
El mozo se nos acercó y nos dio la carta. Blanca pidió bisque y nos hizo servir champagne. Era hija del padre; las delicadezas de la mesa la seducÃan más que otras cosas. Devoró el primer plato y agotó la copa con ansia. Nos habÃamos sentado en un extremo de la mesa; las flores y los adornos centrales nos cubrÃan de los vecinos del frente. Yo me habÃa aproximado a Blanca lo suficiente para atenderla, pero ella, no sé si con intención o sin ella, cerró la distancia aproximando lo más posible su asiento al mÃo.
—Usted no bebe nada—me dijo,—¿tiene miedo de perder la cabeza?
—No... si usted la perdiera, me gustarÃa perderla con usted—le repuse.
—¡Yo!... serÃa inútil; tengo la cabeza muy fuerte para el champagne... Bebamos otra vez... ¡bebamos por nuestra amistad!
—Yo levanté la copa junto con ella, y juntos apuramos su contenido.
—Usted es una mujer de hielo—le dije.
—¿Yo? ¡qué disparate! usted no me conoce, yo lo que soy es una mujer caprichosa... ¿Cree usted que con una mujer de hielo habrÃa usted hecho lo que ha hecho esta noche? No... el dÃa que yo llegue a amar, amaré como ninguna.
—¿A m�
—No lo sé, a cualquiera; a usted, si es capaz de hacerme feliz, a otro, si usted no lo es...
En aquel momento comenzaba a amanecer; el primer albor del dÃa dibujábase tras de las torres de San Francisco y el horizonte empezaba a teñirse débilmente de tintas rojas. Nos levantamos de la mesa y nos acercamos a los cristales a admirar aquel cuadro sublime ante el cual empalidecÃan las luces del baile. Blanca estaba apoyada en mi brazo y dejaba caer su cuerpo débilmente sobre el mÃo.
—Es linda la madrugada—le dije, oprimiéndola con pasión...
—¡No!—me repuso,—la noche me gusta más... vámonos, tiemblo de que el sol me sorprenda en la calle—y arrastrándome con fuerza, bajamos la escalera y me obligó a conducirla al toilette.
—Adiós...—le dije estrechándole la mano.
—Adiós—me replicó apretándome la mÃa en que quedaron impresos sus dedos finos y nerviosos.
Al dar vuelta, me encontré con don Benito que acababa de abandonar a su compañera.
—Y... ¿qué tal, Blanca?
—FrÃa como un mármol—le dije.
—¡Ah, hijo mÃo!—me contestó,—la hija es como la madre, una estatua que uno puede estrechar, besar y robar; pero una estatua, no se mueve nunca sin música...
—¿Qué música?—le pregunté.
—¡Inocente! la libra esterlina; una partitura que no admite rivalidades de escuela—y poniéndome el sobretodo en el brazo, y armando el claque, sacome fuera y metiome en el cupé que comenzó a rodar apenas sonó el golpe de la portezuela.
La fatiga me rindió aquella noche, pero no pude descansar. La imagen de Blanca me atraÃa involuntariamente: veÃala andar y detenerse burlonamente en mi camino como dándome tiempo para alcanzarla, y cuando creÃa tenerla cerca, la visión desaparecÃa dejando en mi sueño el surco luminoso de su vestido rojo que parecÃa disolverse en el aire en deslumbrantes e impalpables copos de fuego.
Al dÃa siguiente comÃa en casa de mi tÃa Medea con don Benito y mi tÃo Ramón. HacÃamos la crónica del baile antes de sentarnos a comer, pero, al ocupar nuestros asientos, la conversación varió de tema. Mi tÃa habÃa tenido aquel dÃa una furibunda reyerta en su Sociedad Filantrópica a propósito de no sé qué bazar en que sus colegas se habÃan permitido prescindir absolutamente de ella. Al oÃrnos hablar del baile, nos obligó a callar; dirigió dos o tres frases hirientes a mi tÃo, por haberse permitido asistir al club y comenzó a contarnos su jornada. Parece que aquello habÃa sido un campo de Agramante: que la emoción de mi tÃa habÃa sido puesta tres veces a votación y que tres veces habÃa sido rechazada. Furiosa, como ella sólo sabÃa ponerse cuando le picaba la rabia, habÃa salido de la Sociedad con la gorra toda torcida, bramando como una leona, con la pollera arremangada, y a pie, con paso corto y rápido, habÃa llegado a su casa sin interrumpir la serie de colosales blasfemias con que se habÃa despedido de sus odiadas compañeras.
Mi tÃa se habÃa sentado a la mesa sin apetito, excitada como nunca por el fuerte altercado que acabo de narrar sin detalles.
Sus ojos, más congestionados que de costumbre, brillaban de una manera siniestra. Mi tÃo Ramón habÃa pasado de un buen humor apacible a un anonadamiento completo, fulminado bajo el fuego de aquellas pupilas felinas.
La ancha cara de mi tÃa revelaba la reflección alarmante de sus venas ahogadas por las ondas perezosas de una sangre espesa e inmóvil. Al sentarse a la mesa le habÃan asaltado mil incomodidades desconocidas para ella: acaloramientos súbitos que le enrojecÃan momentáneamente sus carrillos laxos, golpes de fuego a la vista, dolores punzantes a la nuca, relampagueos, obscurecimientos, latidos, y qué sé yo qué vagos presentimientos de un ataque repentino cruzaban pinchándole su imaginación y haciéndole exclamar de cuando en cuando con cierta desesperante agitación:
—¡Jesús, por Dios! ¿qué tengo yo?
Don Benito trataba de tranquilizarla; mi tÃo Ramón, sumiso siempre, la miraba guardando un respetuoso silencio; la idea de una apoplegÃa le habÃa cruzado la mente; pero, ya fuera por temor, ya por moderación, se guardaba bien de aconsejar a su mujer la moderación, el reposo y sobre todo, los purgantes que el desconocido doctor Brown le habÃa instituido como tratamiento hacÃa ya muchos años. Para él, la moderación del carácter feroz de su consorte era cuestión de algunas libras de sal de Inglaterra, medicamento que, dada la fe que tenÃa en sus efectos, le hubiera evitado mil disgustos, restableciendo por un instante la tranquilidad del hogar.
Momentos después del altercado, mi tÃa Medea se habÃa visto atacada súbitamente de una abundante evacuación de sangre por las narices; pero en el paroxismo de su cólera, temblando nerviosamente de ira, se habÃa contentado con sorber en abundancia y ruidosamente grandes cantidades de agua salada, atarse fuertemente el brazo derecho o ponerse en los lujuriosos rodetes de su nuca adiposa la llave consabida que aconseja la terapéutica popular.
De cuando en cuando se pasaba las manos por los ojos, en los cuales decÃa sentir un peso enorme; se comprimÃa las sienes, donde latÃan con fuerza sus arterias o se mojaba con el agua del vaso aquella frente pecosa y chata, bajo la cual ardÃa un volcán de odios y de futuros proyectos de venganzas. Estaba irrascible, irritable, convulsa como una fiera herida; la silla tiritaba bajo el peso de sus muslos pletóricos y su marido volvÃa a agitarse acariciando tÃmidamente el recuerdo favorito del tratamiento del doctor Brown.
—No valen todas ellas el disgusto que me han dado, ¡perras viejas caches!—exclamaba con una voz tosida y un poco gangosa.
Mi tÃo don Benito y yo continuábamos inmutables nuestro programa de abstención activa, callados y reverentes, comiendo con esa moderación respetuosa que se confunde con el hambre modestamente disfrazada de un apetito discreto. No se oÃa sino el rabioso crujir de las mandÃbulas tiburonianas de mi tÃa Medea, que con cierta complacencia maléfica, aunque llena de voluptuosidad, imaginaba aplastar el cráneo de alguna de sus rivales en el inocente coscorrón de pan que roÃan sus molares y el tÃmido y casi silencioso masticar de los que temÃamos herir los oÃdos susceptibles de la señora.
Don Benito procuraba, sin embargo, inútilmente, abrir temas de conversación, pero todo era en vano, la tentativa no prendÃa. Mi tÃa Medea volvÃa a sus imprecaciones, lanzaba un reto furibundo a sus rivales, las apostrofaba en mil formas y levantando el puño cerrado, les juraba venganza como una pitonisa poseÃda por la cólera divina.
Terminábamos la comida e iban a servir el café. Mi tÃa tomó posiciones para levantarse; pero, al ponerse de pie, sintió algo extraño, algo terrible pasar por su cabeza; quiso dar un paso y cayó desplomada sobre el pavimento.
—¡Jesús te ampare!—exclamó mi tÃo Ramón, abriendo tamaños ojos al verla caer;—ya tenemos encima la terrible perlesÃa; y corrió a socorrer a su consorte que habÃa caÃdo sin sentido a los pies de la mesa, haciendo un ruido extraño con la boca llena de espuma.
Don Benito y yo habÃamos corrido al mismo tiempo a socorrer a mi tÃa.
Su aspecto era verdaderamente aterrador; habÃa caÃdo fulminada por un violento golpe de sangre; estaba sin conocimiento, insensible, relajada y en una inmovilidad absoluta.
Era una masa inerte, en la cual sólo la persistencia de la respiración y los latidos del corazón que llegamos a percibir, atestiguaban que la vida aún no se habÃa extinguido.
Mi tÃo pedÃa a gritos un médico, el vinagre y los sinapismos; y mientras éstos se aplicaban abundantemente en las piernas ciclópeas de la señora, don Benito y yo corrÃamos en busca de todos los médicos del barrio. Las señoras de la vecindad, algunas de las cuales eran de la relación de la familia, concurrieron inmediatamente al conocer la desesperación de mi tÃo.
Todas ellas continuaron las aplicaciones de sinapismos en las pantorrillas, en la nuca, en la planta de los pies, en los muslos y en los brazos; le desprendieron la ropa y la colocaron en su cama.
Al bajar con don Benito la escalera para ir a buscar médico, nos chocamos con el pardo Alejandro en la misma puerta de la calle.
—¿Qué hay, niño; qué sucede? toda la vecindad está alborotada... ¿se prende fuego la casa?...—nos preguntó.
—Al contrario, creo que se apaga el fuego... tu patrona parece que acaba de reventar—contestó don Benito con la más perfecta calma.
—¿Quién? ¿la tigra?... ¡al fin!...—replicó el pardo con el acento de un hombre que se desahoga.
Volvimos en seguida; habÃamos recorrido dos o tres cuadras y sólo habÃamos encontrado cinco médicos que se prestaron con suma complacencia a nuestro llamamiento.
Mi tÃa seguÃa agravándose por momentos. Su respiración era estertorosa y penosÃsima; a cada respiración, los carrillos, privados de resistencia, se dejaban destender pasivamente, después volvÃan a quedar laxos y flojos.
—Fuma la pipa—dijo uno de los médicos en voz baja;—esto es muy caracterÃstico.
Mi tÃo oyó la observación y creyó sin duda que el facultativo preguntaba si la señora tenÃa la costumbre de fumar, pues respondió con grande asombro al ver el atrevimiento de aquel hombre:
—No, señor, no, ¿cómo se imagina usted que una señora de esta clase?... ni en pipa ni en nada—agregó permitiéndose ciertos movimientos de una inopinada energÃa.
Los médicos sonrieron ligeramente y continuaron examinando a la enferma. Uno de ellos le introdujo una pluma en la garganta. Mi tÃa, insensible, no dio señales de sentirla. El médico hizo un gesto de desagrado.
—Es preciso mudarle la cama—agregó...
—¡Ah! s×replicó mi tÃo haciendo una mueca forzada para disimular un profundo pesar;—¡pobrecita, se conoce lo grave que está!
Otro de los médicos se acercó al oÃdo de mi tÃo y le hizo una pregunta.
—¡Pfs!... hace muchos años, señor, desde soltero—dijo éste dejando errar por sus labios una melancólica sonrisa—si nunca hemos tenido hijos, y usted sabe que... el doctor Brown me decÃa que sin embargo era posible y que...
—¡Ah, sÃ!—concluyó el médico que sin duda se vio amagado por una historia patológica de la familia de mi tÃo;—sÃ, el doctor Brown era un gran práctico.
En este momento se acercaban los otros colegas. HabÃan terminado su examen e iban a celebrar consulta. Poco tendrÃan que decir de la enferma; tal era su estado de gravedad. Según opinión unánime, era una hemorragia cerebral en su más terrible forma. La respiración continuaba siempre laboriosa, las pupilas dilatadÃsimas e insensibles a la acción de la luz, y los lÃquidos que apenas tomaba, se quedaban en la garganta produciendo esos estertores penosos que impresionan tanto. Este último sÃntoma era de augurio fatal. Mi tÃo estaba consternado: su mujer iba desapareciendo lentamente sin hacer mención de reconocerlo cuando se acercaba a su lecho.
—¿Tiene mucha fiebre?—se atrevió a preguntar a uno de los médicos que salió el primero de la consulta.
—No, señor, no, al contrario, su temperatura es más bien muy baja. Sin embargo, es probable que ahora comience a subir mucho, si, como desgraciadamente lo tememos, esto termina mal. Está en un coma profundo—agregó, queriendo confundir a mi tÃo con un tecnicismo confuso:—es una hemorragia cerebral de forma apoplética paralÃtica.
—¡Jesús me ampare y me favorezca! ¡cuatro enfermedades a la vez! ¡Quién resiste a tanto!
Y el pobre hombre, haciendo un esfuerzo supremo para manifestar la más suprema emoción, se llevaba la mano a los ojos y se tiraba nerviosamente del pelo.
Don Benito, que estaba al lado del lecho, miraba extinguirse aquel coloso con una frialdad perfecta.
Mi tÃo no se atrevÃa a acercarse al borde de la cama: los médicos se habÃan separado, seguros ya del desenlace.
—Acérquese, señor—dijo a mi tÃo uno de ellos...
Mi tÃo se acercó temblando, remiso y casi arrastrado por el deber... al aproximarse retrocedió: la moribunda presentaba un aspecto terrible: la fisonomÃa estaba amoratada; la respiración era difÃcil y cavernosa.
—¡El sacerdote!—exclamaron algunos de los circunstantes mientras los médicos abandonaban la habitación.
Se acercó al lecho un fraile obeso, vestido de colores llamativos, impasible como una foca, gordo como un cerdo: el rostro achatado por el estigma de la gula y de los apetitos carnales, la boca gruesa como la de un sátiro, el ojo estúpido, la oreja de murciélago, los pómulos colorados como los de un clown. Abrió entre sus manos grasas y carnudas un libro cuyas páginas alumbraba un monigote con un cirio, y eruptó sobre el cadáver en latÃn bárbaro y gangoso algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.
Al terminar, se retiró algunos pasos del lecho; hizo un ademán a mi tÃo para que se acercara; y en aquel momento mismo, mi tÃa Medea clavó sus ojos inmóviles en su marido, abrió la boca, esputó un cuajarón de sangre y acabó...
Mientras comenzaban las mujeres a hacer los preparativos para vestirla, don Benito y yo sacamos a mi tÃo de la habitación. Era de observarse en aquel momento la cara de mi viejo camarada;—la cómica solemnidad que se esforzaba por mantener le daba un aire mefistofélico.
Mi tÃo lo miraba sin comprenderlo, pero era bastante suspicaz para explicarse que don Benito no estaba tan desolado como lo exigÃan las circunstancias.
Yo estaba esperando la palabra burlona del viejo solterón y no se hizo esperar. Nos encerramos en el cuarto de mi tÃo, aseguramos las puertas y don Benito, con una cara de pascuas, abriendo los brazos exclamó:
—Don Ramón... ¡apriete, amigo!—y buscó a mi tÃo para abrazarlo.
—¡Oh! don Benito... ¡qué desgracia!
—¿Desgracia? ¿Me representa usted el hipócrita? Celebre usted, amigo, el más grande de los aniversarios de su vida...
Y mi tÃo no pudo contenerse; se deshizo de don Benito y corriendo a la cama, se echó en ella y depositó sobre la blanda almohada de plumas en que hundió el rostro, una sonrisa de Ãntima, de voluptuosa alegrÃa, que ya no podÃa contener dentro de sà mismo.
En ese instante golpearon la puerta; la abrÃ; el perfil risueño de Alejandro asomaba por la rendija.
—¿Qué quieres?—le dije en voz baja y con el tono más serio del mundo.
—¡Oh!—me contestó muy despacio...—¿usted es de los tristes también?—y aquel negro ponÃa una cara satánica cuando me decÃa esas palabras.
—Vete—le dije...—vete.
—SÃ, me voy... ¡a buscar el cajón!
A las doce de la noche, mi tÃa estaba depositada en el ataúd de jacarandá que Alejandro habÃa traÃdo. Le habÃan cerrado los ojos y la boca, pero su rostro conservaba siempre el gesto de amenaza que le era caracterÃstico, y con el Santo Cristo, que oprimÃa maquinalmente entre las manos lÃvidas y como enceradas parecÃa en la actitud de un centinela que dormita armado para el caso de una sorpresa. El mulaterÃo femenino de la casa y de la vecindad, habÃa invadido la sala: no faltaban alrededor del féretro dos o tres mulatillas arrodilladas que se turnaban sucesivamente. Claro es que la sala habÃa sido cubierta en un instante de crespón y de merino negros en homenaje a su ilustre dueña.
La noticia de su muerte habÃa cundido por la ciudad, y como su influjo en los grandes centros sociales, a pesar de los desastres polÃticos del partido de la finada, era de vieja data, la casa se vio llena toda la noche de las eminencias del pasado, destronadas por el presente.
El primero con quien me encontré en la sala, fue con el doctor Trevexo. ¡Cómo habÃa envejecido y enflaquecido! Sus piernas y sus brazos desgonzados, no se palpaban al través de la ropa, pero siempre era el mismo; el gran charlador, difuso y narrador de insulseces; gran expositor de lugares comunes, de doctrinas tomadas al instinto, de principios incompletos; siempre enemigo de los libros; desolado por el prodigioso aumento de las librerÃas y de las ediciones: furioso contra la exagerada difusión de las obras cientÃficas; partidario constante, invariable, inconmovible del periodismo: siempre citando su colección del Gorro de la Libertad y de La Espada de Damocles, los diarios que habÃa escrito después de la caÃda de Rozas.
¡Pobre doctor Trevexo! ¡Cómo aquel hombre que habÃa sido el primero veinte años antes, era hoy el último! ¡Cómo se habÃa detenido en su apogeo sin marchar! Me hacÃa el efecto de una de esas fotografÃas antiguas de un álbum de familia, ante las que uno tiene que reÃr involuntariamente. Mientras que el mundo polÃtico habÃa progresado entre nosotros, con lecturas serias y sazonadas: en el siglo de Disraeli y de Gladstone, de Bismark y Gambetta, en el siglo de Taine y Lanfrey, el doctor Trevexo vivÃa con sus recortes de diarios criollos, con toda su fama del pasado por capital y toda su estéril informalidad por presente y porvenir. ¡Sin embargo, lo que es la virtud y la consecuencia de los partidarios! Su partido creÃa en él todavÃa: era siempre el gran orador, el gran diplomático, el gran periodista, el gran abogado, del más grande de los partidos argentinos.
La muerte de mi tÃa Medea lo habÃa consternado. Su grande amiga, la mujer resuelta de todas las épocas; vencida en dos revoluciones, pronta a hacer una nueva a una sola indicación suya, habÃa muerto; el partido entero la lloraba, era una pérdida irreparable, tan irreparable, que el más grande de los diarios de la América del Sur, le dedicó un sentido artÃculo necrológico, largo como un sermón de agonÃa, con muchas frases escogidas, que comenzaba recordando con mucho detalle a las antiguas madres griegas y romanas, las hacÃa atravesar la trayectoria de la historia en las múltiples combinaciones de los pueblos, y terminaba con un elogio de las virtudes de la difunta y una laudatoria especial a la mansedumbre de su carácter.
A este llamamiento, todo el faubourg Saint Germain de Buenos Aires, se presentó al dÃa siguiente. ¡Cómo se elogiaban los méritos de la señora doña Medea Berrotarán! ¡Cómo se condolÃan de la triste situación de mi tÃo! ¡qué dolorosa pérdida habÃa experimentado! ¡Hasta don Buenaventura habÃa dejado sus múltiples ocupaciones literarias para asistir al entierro! ¡Cómo no premiar treinta años de vasallaje, mudo, entusiasta, admirador de todas sus hazañas y desgracias!
Un entierro de fuste en Buenos Aires no necesita describirse: el empresario fúnebre conoce los gustos de la gran capital, en los que prepondera la gran aldea: el convoy tiene que hacer corso en la calle de la Florida: no hay otra calle para ir a la Recoleta, y si a alguien se le ocurriera la idea de cambiar el itinerario, no serÃa difÃcil que el muerto o la muerta, siendo de la aristocracia, o sobre todo de la gran polÃtica, resucitara protestando contra la variación de la ruta.
Mi tÃa habÃa sido muy religiosa; aunque vÃctima en los últimos tiempos de un padre escolapio, que le habÃa eliminado graciosamente algunos miles de pesos, su fervor por los frailes y monigotes corrÃa parejas con sus entusiasmos polÃticos: de modo que a su entierro asistÃan todos los clérigos de las parroquias principales, correctos la mayor parte, y una delegación de cada cofradÃa: franciscanos, dominicos, etc., incorrectos bajo el punto de vista de la higiene personal. Entre esta turba de cuervos negros y pardos, no faltaba algún tribuno ultramontano, pedante atorado de suficiencia, orador sibilino y hueco, gran momia literaria, rellena de Blair y Hermosilla, specimen del gongorismo español, que, sentado en el carruaje de duelo, como si lo hubiesen clavado en una estaca, mantenÃa su gravedad solemne como para aparentar la profunda desolación que le causaba la muerte de aquella vieja cuyas virtudes corrÃan al fin parejas con la sinceridad de sus convicciones religiosas. Encabezando el grupo, iba la misma dignidad que ya hemos visto al lado del lecho mortuorio, con su uniforme carnavalesco de colorinches y su impasible cara de foca.
Mientras depositaban el cajón en la bóveda de la familia, yo me perdà en las calles del cementerio.
¡Cuánta vana pompa!
Cómo podÃa medirse allÃ, junto con los mamarrachos de la marmolerÃa criolla, la imbecilidad y la soberbia humanas. Allà la tumba pomposa de un estanciero... muchas leguas de campo, muchas vacas; los cueros y las lanas han levantado ese mausoleo que no es ni el de Moreno, ni el de GarcÃa, ni el de los guerreros, ni el de los grandes hombres de letras.
Allà la regia sepultura de un avaro, más allá la de un imbécil... la pompa siguiéndolos en la muerte. Entre una encrucijada de nichos y sepulcros, me topé de manos a boca con mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, que también habÃa ido al entierro de mi tÃa.
—¡Señor don Eleazar! ¿Usted por aqu�
—¡Ah, señor! esperando mi hora, como todos—contestó,—hoy le ha tocado el lote a mi señora doña Medea... ¡Ah! ella es la feliz—agregó levantando las manos al cielo:—En este mundo no hacemos sino sufrir desengaños, joven... Vea usted, yo, por ejemplo, que he hecho tantos servicios y tantos sacrificios por la humanidad, aquà me tiene usted a mÃ... ¿de qué valgo, señor?
—Pero, señor, su posición, su fortuna...
—Señor, yo estoy en la calle, en la última miseria; me han arruinado, señor, usted lo sabe bien—al decirme esto, el rostro de don Eleazar se descomponÃa de tal manera que infundÃa la más profunda lástima.
Alineado a la salida de la Recoleta, soporté con todos los parientes de la muerta, los apretones de los concurrentes, que le dan la mano a uno como diciéndole: «¡eh! mÃreme usted, he asistido, no lo olvide,» y cuando terminó esta dura prueba de resistencia, di vuelta y vi a don Benito que me esperaba.
—¿Piensas ir con la parentela?—me dijo.
—¿Qué hacer?
—Ya todo ha concluido, ahora te vienes conmigo y mañana fuera el luto.
Y subimos al cupé, que rompió la marcha por entre los numerosos carruajes apostados en las extensas avenidas del cementerio. Eran las 4 de la tarde; el tiempo era espléndido; el cielo, azul y sin nubes, se reflejaba en el pedazo de rÃo que se alcanza a ver desde la barranca de la Recoleta.
Las caras de los que volvÃan del entierro, demostraban bien claramente que no se habÃan conmovido mucho con la ceremonia.
Don Benito me propuso ir a comer al Café de ParÃs, después de mudarnos el traje negro, y yo acepté. SalÃamos de la plaza de la Recoleta para entrar en la calle larga, cuando nuestro carruaje se cruzó con una victoria elegantÃsima, tirada por una fogosa pareja de alazanes y dirigida por un cochero de una corrección irreprochable. Repantigadas cómodamente en el amplio asiento, iban dos mujeres distinguidÃsimas, cuyo saludo apenas tuvimos tiempo de contestar.
Eran Fernanda y su hija: al verlas, ambos sacamos la cabeza por las portezuelas del cupé, en el momento en que ellas también daban vuelta.
—Van espléndidas—me dijo don Benito.—Diablo de vieja tu tÃa, hasta muerta nos persigue; si no hubiera sido por el tal entierro, ¡qué golpe habrÃamos dado yendo a Palermo!...
—Pero todavÃa hay tiempo—le repliqué,—retrocedamos.
—Y qué...
—¡Alejandro!—gritó don Benito al cochero,—a Palermo por el Bajo...
El carruaje dio vuelta, y los caballos tomaron el trote largo a un simple chasquido del látigo de Alejandro. En diez minutos llegamos a la verja de hierro que da entrada al parque; doblamos sobre la gran calle de palmas que estaba solitaria: sólo en el fondo, del lado del bosque, se veÃa un punto negro: era la victoria de Fernanda: nuestro cupé se deslizó por el pedregullo de la avenida, salvó la vÃa del tren del Norte, y vino a detenerse al mismo lado de la victoria. El carruaje estaba vacÃo: preguntamos al cochero dónde estaban las señoras, y nos contestó con una seña, indicando el fondo de la calle. Nos bajamos y caminamos en esa dirección. Al fin de la calle, en un rincón del camino, las encontramos. Al vernos, se sorprendieron.
—¿Ustedes por aqu�—nos dijo Fernanda,—¡vaya una manera de hacer el duelo!
—Señora—contestó don Benito,—el duelo ha concluido y la vida comienza de nuevo.
—Pero usted—dijo Blanca, con ironÃa,—sobrino carnal, y en Palermo, el mismo dÃa del entierro; ¡qué escándalo!
—Sobrino carnal, no; polÃtico, sÃ... no hay inconveniente.
—Y ese pobre tÃo, ese señor don Ramón, ¿cómo estará de triste y desolado?—inquirió Fernanda.
—¡Oh! aplastado; ¡figúreselo usted libre de un monstruo y con setenta millones de pesos!
—¡Setenta millones!—exclamó Blanca,—bonito dote, mamá ¿eh?
Fernanda hizo un signo de aprobación y su fisonomÃa se alumbró como si concibiese una vaga esperanza.
—Pero don Ramón ha sido feliz con su tÃa... un viejo pisaverde, alegre, muy sirvientero... ¿no es verdad?—preguntó riendo.
—Tal cual; pero vÃctima de su mujer; figúrense ustedes, que el dÃa domingo, doña Medea metÃa en la cama a su marido para que no saliera a la calle.
—¿De veras?
—Garanto—y don Benito reÃa a carcajadas.
Yo me habÃa acercado a Blanca y le habÃa dado el brazo. Don Benito se habÃa quedado con Fernanda en el mismo sitio en que las habÃamos encontrado. Caminábamos con Blanca en dirección a los árboles: estaba pálida como de costumbre, vestida con un traje de pana color bronce, sumamente ceñido al cuerpo; su talle se dibujaba admirablemente. Guardábamos silencio y ni ella ni yo parecÃamos resueltos a romperlo. De pronto se detuvo suspirando, y como saliendo de una profunda cavilación, exclamó abstraÃda:
—¡Setenta millones!
—¿Le parece mucho?—le pregunté.
—¡Ah!—me contestó, como despertando;—pensaba que ese tÃo es un horizonte: ¿Es muy viejo?
—Sesenta y cuatro años, no es mucho; más joven que su fortuna, serÃa mejor menos millones que años... ¿no?
—¡Oh! no, de ninguna manera; diez años más o menos no es nada para un hombre, diez millones de menos es mucho...
La tomé fuertemente del brazo con un movimiento de cólera y de impaciencia; la sombra del bosque nos protegÃa: le estreché las manos, la besé en el rostro, en los ojos, en la boca, entre los labios entreabiertos.
—Blanca—le dije—¡yo... no puedo resistir!...
—Hay tiempo—me replicó,—- ¡más tarde!
Y aquella mujer parecÃa una estatua de hielo, en medio de la involuntaria voluptuosidad que emanaba de todo su conjunto.
Volvimos a tomar la gran Avenida. Fernanda y don Benito habÃan desaparecido. Alejandro, desde el pescante de nuestro coche, me hizo una seña que significaba que la pareja estaba allÃ.
Y, en efecto, nos acercamos y Fernanda y don Benito estaban en el cupé.
El viejo camarada habÃa perdido la corrección habitual de sus cuellos y de su corbata; dos chapas rojas alegraban su semblante. Fernanda se hallaba perezosamente reclinada en el muelle respaldo de raso del cupé; a pesar de sus 38 a 40 años estaba bellÃsima. Al vernos se incorporó, consultó la hora y bajó ágilmente del carruaje, subiendo a su victoria de un salto. A su lado se sentó Blanca; yo le eché la cariñosa manta de nutrias sobre los pies y a un signo del cochero, las dos yeguas del tronco partieron a escape.
Trepamos a nuestro cupé. Don Benito estaba radiante de alegrÃa, pero se esforzaba por aparentar una profunda severidad.
—¿Y qué tal?—le dije con sorna.
—¡Pscht, mucho calor!
Era en julio y hacÃa un frÃo de todos los diablos.
El doctor Montifiori era un católico recomendable, desde todos puntos de vista; miembro de dos o tres hermandades religiosas, él sabÃa conciliar, como nadie, la misa de la una del dÃa con la cena alegre de la una de la noche, la hostia sacrosanta del altar con los mariscos perfumados del Café de ParÃs.
En su casa se sabÃa dar el aristocrático barniz clerical de alto tono del siglo XVIII. Bastaba echar una rápida mirada sobre su pequeña librerÃa de amateur, para conocer los finos gustos del hombre. Entre las trufas literarias de Brantôme, de Casanova y de otros del género, Bossuet y Massillon, conservaban la gravedad de las hileras: en las letras, De Laharpe, M. de Bonald, Fontanes y Chateaubriand, daban la nota grave del imperio, mientras que al lado, en ediciones monÃsimas, brillaban todas las perfumadas indecencias pornográficas del dÃa.
La muerte de mi inolvidable tÃa doña Medea habÃa lanzado al mundo un viudo conservado, rico y con grandes cualidades exteriores: mi tÃo. Dos meses después de su viudez, vivÃamos juntos: yo habÃa abandonado a mi viejo camarada, don Benito. Muy pronto la casa de mi tÃo Ramón se transformó en una habitación completamente diferente de lo que habÃa sido. Se hizo allà una reunión de solteros alegres y de casados emancipados de todas edades; habÃa dinero de sobra, y por consiguiente abundaban las comidas joviales, los vinos, las diversiones de todo género y el elemento amable: las mujeres.
En un dÃa, don Benito, el lanzador de mi tÃo, le hizo despedir o colocar caritativamente por ahà a todo el mulaterÃo antiguo de la finada. Sólo Alejandro fue tolerado, cedido por don Benito, a cuyo servicio estaba desde su célebre colisión con mi tÃa. La casa fue transformada: todo el menaje de los tiempos prehistóricos de Pavón fue modificado por un mobiliario moderno del más correcto gusto contemporáneo. Los viejos retratos de la familia fueron a cubrir las paredes de los últimos cuartos, incluso el de mi tÃa, que habÃa reinado veinte años en la pared principal del salón.
Mi tÃo Ramón echó muy luego el luto y se dio al mundo, enteramente al mundo; pero siempre débil a las tentaciones de la carne, sus setenta millones de pesos vinieron a quedar muy luego en las condiciones de un real en la puerta de una escuela. El doctor Montifiori fue el primero en advertir que mi tÃo era un partido; pero ¿cómo, por qué medio iniciar la campaña diplomática para conseguir sus fines?
El insigne gomoso pensó, caviló mucho, hasta que un dÃa se dio un golpe en la frente con la mano, como el hombre que ha encontrado la solución de un problema. Montifiori habÃa pensado en que él no podÃa ser católico al cohete, sin servirse de sus creencias religiosas.
El hombre de más influencia en la alta sociedad bonaerense era el señor Penseroso: un abate griego, de Atenas, un hombre distinguidÃsimo, suave como una alondra, agudo y penetrante como una aguja: con su rostro de mártir, y un ojo apagado que no revelaba por cierto toda la agilidad y la hondura de que aquel sacerdote estaba dotado. DignÃsimo en su trato, su influencia se sentÃa en los salones, pero era la influencia de una sombra; jamás se impuso por presión o actos públicos; su pasaje era como subterráneo, latente, pero eficacÃsimo.
Lanzado mi tÃo, después de la muerte de su mujer, en una vida de desorden para sus años y para su seriedad, recogiéndose tarde, picado por la tarántula de las artistas de teatro y de las bailarinas de Colón, el buen viejo le habÃa echado la capa al toro, como vulgarmente se dice. Montifiori comprendió desde el primer momento que mi tÃo tenÃa un lado débil que explotar y como medio empleó al señor Penseroso.
El salón de Fernanda estaba abierto para nosotros todas las noches. Don Benito reinaba allà como un tirano. Algunas noches solÃa concurrir el señor Penseroso, por quien mi tÃo habÃa cobrado una viva simpatÃa. ¡Tan dulce, tan suave era aquel santÃsimo y virtuosÃsimo padre!
Blanca le hacÃa toda clase de fiestas y cariños al insinuante abate: al sentársele al lado, aquella criatura, frÃa e impávida, se volvÃa una gata mimosa con el clérigo: le besaba respetuosamente el dedo ceñido por el anillo de regla: le tomaba el capelo, le traÃa ella misma la taza de té y le ponÃa en la boca alguna rica golosina de Roverano, con una gracia indescriptible. El sacerdote se revenÃa y se entregaba rendido a la encantadora.
Blanca pertenecÃa a las Hermanas de los Santos, sociedad de niñas, de la que era presidenta y en la que ejercÃa una grandÃsima influencia.
En esta sociedad andaba la mano de los jesuitas; ellos les habÃan confeccionado sus reglamentos disciplinarios, en los cuales preponderaba un espÃritu de inquisición completa: un librito reservado, de pocas hojas, en el que abundaban las transaciones del pudor con las conveniencias sociales y las exigencias religiosas; los casos en que las socias podÃan inquietar la virtud de los hombres con sus prendas fÃsicas y morales; las ocasiones en que era lÃcito escotarse, y creo que hasta la lÃnea del busto de la que el escote no podÃa pasar.
Blanca se ganó al señor Penseroso en cuerpo y alma, y el señor Penseroso, por una parte, y Montifiori y Blanca por la otra, sitiaron y rindieron a mi tÃo.
Muy pronto don Benito y yo advertimos las consecuencias.
Ya era tarde: mi tÃo Ramón babeaba por la linda hija de su amigo y la sociedad comenzaba a anunciar su casamiento con ella.
Un dÃa, sin embargo, nos resolvimos con don Benito a hacer el último esfuerzo. ComÃamos juntos en su casa: mi tÃo se habÃa sentado a la mesa de punta en blanco, como un pollo de veinticuatro años. Concluida la mesa, harÃa su visita a lo de Montifiori.
—Diablo, que está usted elegante, para viudo tan fresco—le dijo don Benito.
—¡Eh!—contestó mi tÃo...—voy a la ópera esta noche...
—Nosotros también vamos, qué diablo, pero no se nos ha ocurrido vestirnos como usted...
—Es que yo no voy solo—contestó mi tÃo.
—¡Cómo! ¿persigue alguna aventura entre telones?—preguntó don Benito con sorna.
—No... déjense de bromas, acompaño a la familia de Montifiori, a Blanca...
—¿Usted?—inquirió don Benito, apuntándole con el dedo.
—SÃ, yo, ¿qué tiene de extraño?
—Don Ramón, usted enamorando a Blanca Montifiori, ¿tiene valor?
—¿Y por qué no?... si les dijera a ustedes que soy aceptado...
—Pero, tÃo—le dije,—esa es una unión imposible, absurda. Blanca es una mujer joven, usted casi le triplica la edad.
—Julio—me dijo,—toda reflexión es inútil: Blanca me ama.
—Ama a su dinero, amigo—dijo don Benito dando un golpe sobre la mesa.
—¡Don Benito!...—exclamó mi tÃo, con un gesto de impaciencia.
—¡Eh! SÃ, señor... su dinero... ¡y es una vergüenza ese casamiento, una gran vergüenza! Usted va a ser el hazme reÃr del mundo. Usted, que ha salido de las garras de una mujer absurda, va a caer en las manos de...
—¡Don Benito!...—interrumpió mi tÃo Ramón.
—TÃo—le dije,—piense usted lo que hace, a usted no le cuadra una mujer tan joven... espere... reflexione.
—Cualquiera te tornarÃa a ti por un celoso—me contestó recalcando la frase. La sangre me subió al rostro y no pude disimular mi turbación.
—¿Y cuándo serán las bodas?—preguntó don Benito, sonriéndose.
—¡Eh! vaya usted al diablo—contestó mi tÃo Ramón;—no estoy para ser objeto de sus bromas, y se levantó violentamente de la mesa.
Se daba Semiramis aquella noche, y Colón estaba de gala; los palcos, ocupados por las más lindas y conocidas mujeres de la gran sociedad, presentaban un aspecto deslumbrador. Se habÃa cantado el primer acto; la Borghi y la Scalchi electrizaban al público y en la sala no se escuchaba sino el eco del entusiasmo y de los elogios.
Una noche clásica de ópera en Colón reúne todo lo más selecto que tiene Buenos Aires en hombres y mujeres. Basta echar una visual al semicÃrculo de la sala: presidente, ministros, capitalistas, abogados y leones, todos están allÃ; aquello es la feria de las vanidades, en la cual no faltan sus incongruencias de aldea: el vigilante de quepis encasquetado en medio de la sala, la empresa, en en menage, instalada en uno de los mejores palcos del teatro, el humo de los cigarros obscureciendo la sala entera.
No habÃa concluido el primer acto, cuando en un palco de la izquierda aparecieron Fernanda y Blanca Montifiori con el doctor Montifiori y mi tÃo. Las dos mujeres estaban radiantes de belleza y de lujo. ParecÃan dos hermanas. Todas las miradas se concentraron en el palco, todos los anteojos se clavaron en Blanca y Fernanda. Don Benito, que estaba a mi lado, me tocó el brazo. El teatro entero hacÃa un solo comentario.
A nuestro lado, tenÃamos dos jóvenes impertinentes que conversaban, sin conocernos, con toda desfachatez.
—El viejo, aquél, el que ahora se le acerca;—le decÃa uno de ellos al otro...
—No puede ser...—contestaba éste.
—Te digo que sÃ; ese es el novio... que toupet de mujer.
—¿Pero estás seguro?
—CiertÃsimo... si conozco mucho al viejo, cuando yo estaba de practicante en lo del doctor Trevexo, iba todos los dÃas al estudio.
—¿Y a ella la conoces?
—¡Bah, bah, de la escuela... era la piel del diablo cuando chica... un potro!...
Don Benito, mudo, pero dejando vagar una leve sonrisa por los labios, seguÃa tocándome el brazo a cada palabra de los indiscretos.
—¿Pero será posible que se casen?...
—Vaya, ciertÃsimo.
—¿Y el padre es capaz de autorizar semejante casamiento?
—El padre tiene las agallas de un dorado... ¡Tres millones de duros valen la pena, qué diablos!
Los comentarios que hacÃan a nuestro lado aquellos dos mozalbetes, recorrÃan sin duda los palcos y la cazuela.
Bastaba observar ciertas caras, con un poco de atención, para conocer las impresiones que producÃa en el teatro la presencia de mi tÃo en el palco de Blanca. En la cazuela se sentÃa el tajear de las lenguas, lo mismo que se siente la hoz que siega un pastizal.
La cara de la parroquiana de la cazuela se alumbra con el espectáculo que presenta un palco con una mujer lujosa y mundana—la cazuelera comunica su impresión inmediatamente a su vecina;—ésta le hace un gesto correspondiente al asunto de que se trata, en seguida se hablan, cuchichean, rÃen, se ponen graves, miran de nuevo al objeto del comentario y la escena se prolonga hasta que se levanta el telón.
En la cazuela no queda tÃtere con cabeza: albergue de solteronas y de doncellas, a las que el lujo y la riqueza no sonrÃen ni popularizan, se convierte en Criterion: allà se pasan por cedazo todas las reputaciones, ya sean de hombres o de mujeres. Allà se publican los deslices de la más linda mujer casada, que brilla en un palco, aunque sea más virtuosa que Lucrecia. Allà se cuentan sus amores, se apunta al amante con el dedo, se ridiculiza al marido, se narra la última aventura con verdadera e Ãntima fruición; las lenguas, como otras tantas navajas de barba, no se contentan con afeitar; degüellan, ultiman, descarnando la honra como se descarna un cadáver en la sala de autopsias. Allà se cuentan, con nombre y apellido, las queridas de los hombres de moda; se saca la cuenta de sus hijos naturales; se explica por qué se deshizo el casamiento con fulana, cuánto perdió en el club zutano, por qué se fue a Europa, por qué se vino, a qué mujer enamora actualmente, cómo le hace caso, dónde se ven y hasta en qué casa tienen lugar las citas.
Madres de familia, las que creéis que el cielo está arriba, no llevéis jamás a vuestras hijas a la cazuela.
Rogad a Dios que las lleve Satanás al infierno antes; en el infierno estará más protegido su pudor, que en aquella galera donde vuela el chisme, enreda la intriga, muerde la calumnia y se ensaña la envidia.
Los que tenéis autoridad, abolid la cazuela: meted en ella el elemento masculino: la mujer sola se vuelve culebra en aquel antro aéreo.
Aquella noche la cazuela dio cuenta de la reputación de mi tÃo y de la de Blanca. El doctor Montifiori, en medio de la Ãntima satisfacción que revelaba su rostro por el triunfo de sus planes, no alcanzaba a calcular, a pesar de su gran malicia, todo el veneno que habÃa destilado la cazuela sobre él, sobre su mujer, su hija y sobre la inmaculada cabeza de mi tÃo Ramón, su futuro yerno.
Seis meses después, la boda de mi tÃo Ramón con Blanca, era cosa arreglada. Ningún casamiento ha agitado más que aquél los cÃrculos sociales de Buenos Aires. En el teatro, en Palermo, en los bailes, en los clubs, en las iglesias no se hablaba de otra cosa. Mi tÃo habÃa hecho demoler y reedificar gran parte de su casa de la calle Victoria. Yo habÃa hecho la resolución de abandonarlo, de volver a vivir con don Benito, pero él no me lo habÃa permitido, habÃa comenzado por pedirme que no lo hiciese y concluyó por suplicármelo de tal manera, que muy a pesar mÃo tuve que renunciar a mis proyectos. El antiguo palacio burgués de los Berrotarán habÃa sido completamente transformado bajo la artÃstica dirección del señor Montifiori. Mi tÃo habÃa decorado su casa con todo el confort y el aticismo modernos. Era aquél el nido más hermoso en que una mujer de mundo podÃa soñar; y cosa singular, hasta el novio se habÃa rejuvenecido, y habÃa tomado todos los contornos de un hombre de mundo.
El 20 de junio de 1883, a las nueve de la noche, una larga serie de carruajes particulares se apostaba en la parte más central de la calle San MartÃn y las personas que de ellos descendÃan, entraban por un espacioso zaguán en una casa que ocupaba un extensÃsimo frente. La puerta de calle, cubierta por una inmensa cortina grana, daba entrada a una amplia galerÃa tapizada de paño rojo y profusamente alumbrada y decorada por guirnaldas y flores. Dos lacayos de librea guardaban sus puertas de cada lado de la entrada. Se sentÃa allà un ambiente tibio y agradable. Todo Buenos Aires aristocrático desfilaba por aquella galerÃa: los grandes hombres de estado, el alto comercio, la banca, el ejército, la magistratura, el foro, las letras, la prensa. Las mujeres, cubiertas por pieles y felpas variadas, ganaban la escalera friolentas y apuradas, prendidas del brazo de sus acompañantes.
Aquella casa era el palacio del doctor Montifiori, donde debÃa tener lugar aquella noche el casamiento de mi tÃo Ramón con la señorita Blanca de Montifiori, hija única del famoso hombre de mundo que ya conocemos.
La casa del doctor Montifiori bien merece una página. El trópico habÃa brindado sus más ricas y voluptuosas galas para adornar el espacioso vestÃbulo cubierto por mosaicos bizantinos. Esa flora artificial de la moda que prepara cuidadosamente la tierra, y le exige los frutos raros de la fantasÃa de los artistas de la botánica, rivalizaba aquella noche con los ejemplares más curiosos del JardÃn de Plantas. El jardÃn de la Tijuca habÃa contribuido en sus más bellas muestras. Desde el vestÃbulo bajo hasta el alto, incluso la gran escalera de encina tallada, las hojas perezosas caÃan sobre sus tallos en grandes vasos de alfarerÃa o de madera; los helechos, la parietaria, el lotus y los nenúphares extendÃan sus hojas, cautivas de la moda despótica, bajo cuyo imperio parecen sentir la nostalgia de las linfas de los arroyos en que fueron sorprendidas.
La mansión de Montifiori revelaba bien claramente que el dueño de casa rendÃa un culto Ãntimo al siglo de la tapicerÃa y del bibelotaje, del que los hermanos Goncourt se pretenden principales representantes: todos los lujos murales del Renacimiento iluminaban las paredes del vestÃbulo: estatuas de bronce y mármol en sus columnas y en sus nichos; hojas exóticas en vasos japoneses y de Saxe; enlozados pagódicos y lozas germánicas: todos los anacronismos del decorado moderno; en fin, Montifiori, bien juzgado, era un poco burgués a lo monsieur Jourdain al fin. HabÃa progresado mucho, es cierto; sus largos viajes por Europa, su malicia y su instinto, le habÃan complementado sus deficiencias, y en materia de chic era as en la aristocracia bonaerense, que no es tan fina conocedora de arte, como se pretende, a pesar de su innata insuficiencia. Verdad es que el siglo tapicero necesita de dos elementos para brillar: del judÃo cambalachista e importador, del brocateur, como le llaman los franceses, y del burgués fatuo que compra y colecciona y que se da por fino y sagaz conocedor de lo viejo, de ese inestimable vieux, que todos se disputan, aun a riesgo de que resulte apócrifo.
Montifiori rendÃa su culto a lo antiguo; además del gran salón Luis XV, con sus muebles tallados y dorados, vestidos de terciopelo de Génova color oro, y en el cual dos lienzos de la pared estaban ocupados por dos tapicerÃas flamencas, las demás habitaciones ofrecÃan el desorden más artÃstico que es posible imaginar. En los muros, tapizados con ricos papeles imitando brocatos y cordobanes, una serie de cuadros grandes y pequeños absorbÃa la atención de los curiosos. Cuadros eran esos en los que Montifiori cifraba todo su orgullo. Allà habÃa un boceto de ninfa sobre un fondo ocre sombrÃo, iluminado por dos o tres pinceladas audaces que denunciaban las formas de una mujer desnuda, de carnes bermejas y senos copiosos, y que Montifiori mostraba como un Rubens en el caballete de felpa cerezo que lo exhibÃa; más allá, cuadros firmados por Laucret, por Largilliere, por Mignard, por Trinquez, por Madrazzo, por Rico, por Egusquiza, por Arcos. De éstos, sólo dos de los últimos eran auténticos.
Entre las telas, algunos bajo-relieves en bronce; y sobre los muebles, pies de todas clases, bronces antiguos y modernos; terracotas de Carpeaux, Chapu, y bustos de Cordier de Monteverde y de Dupré; un sinnúmero de reducciones de Bardedienne; vasos, ánforas y objetos menores sobre tapices orientales, entre los cuales se veÃan variedades de bibelots en esmalte, en Saxe, en Sévres, en carey, en marfil viejo.
Como se ve, la casa del suegro de mi tÃo pagaba su tributo a la moda; un galgo aristocrático de raza, habrÃa encontrado mucha incongruencia allÃ; mucho apócrifo, mucha fruslerÃa; pero el hecho era que Montifiori también entendÃa de japonismo, de gobelinos, de tapicerÃas flamencas, de vidrios de Venecia, de lozas y bronces viejos, de lacas y de telas de Persia y Smirna.
Allà andaban todos los siglos, todas las épocas, todas las costumbres, con un dudoso sincronismo si se quiere, pero con un brillo deslumbrador de primer efecto, ante el cual el más preparado tenÃa que cerrar los ojos y declararse convencido de que el doctor Montifiori era en todo un hombre de mundo.
En aquel salón, único en Buenos Aires, Fernanda jugaba su baccarat con don Benito y dos o tres amigos más, las noches vacantes de teatros y bailes; el señor Penseroso hacÃa su propaganda evangélica, y Blanca en un rincón de la sala enloquecÃa a mi tÃo, contándole la gran pasión que habÃa sabido inspirarle entre cien hombres de mérito a quienes habÃa desairado por él.
El casamiento de Blanca Montifiori habÃa reunido en su casa a las mujeres más lindas del dÃa. El reportaje ya habÃa hecho el inventario de los regalos. ¡Qué maravillas! Una novia como Blanca, fuera de los mil ramos que son de orden, no podÃa recibir sino diamantes, perlas y zafiros. Su padre, hombre de grande influencia en los cÃrculos; su novio, uno de los hombres más ricos; Fernanda, la mujer en boga; Blanca, la criatura más distinguida del salón porteño, ponÃan aquella noche en conflicto la bolsa de cada uno de los concurrentes.
¡Tiene tal sello inconfundible el regalo oficial en una noche de bodas!
Porque es necesario convenir, ¡qué diablo! aun cuando se trate de mi tÃo Ramón y de su linda novia, en que Buenos Aires regala un poco por el qué dirán, compra lo más barato que puede, pero nunca sin transigir con el punto de honor, con el amor propio del que regala, porque todos quieren ser los primeros en la feria de las exhibiciones, gastando lo menos posible. AsÃ, pues, los más ricos regalos de una boda no los hacen generalmente los más ricos capitalistas, sino los más necesitados. Aquella noche, por ejemplo, el doctor don Bonifacio de las Vueltas, amigo personal del doctor Montifiori, bella fortuna, bella posición polÃtica, en situación de servir y no de ser servido, habÃa regalado qué sé yo qué par de estatuas imposibles, imitación bronce de pacotilla, mientras que mi ex-patrón, don Eleazar de la Cueva, un hombre quebrado, en una situación desesperante de fortuna, habÃa arrojado sobre la cabeza y el cuello de la linda novia una cascada de perlas y de diamantes.
—Pero ese don Eleazar es famoso—exclamaba Montifiori, admirando los espléndidos aderezos del viejo judÃo...—¡Es un artista homme de monde! ¡Qué diferencia de ese imposible y tacaño ministro, que manda esos mamarrachos de lata a mi hija!
La curiosidad no dejaba quietas a las mujeres aquella noche.
Ellas conocÃan al dedillo todos los regalos de la novia: los diamantes, las perlas, los zafiros, los rubÃes, las cadenas de pulseras y anillos y la serie de diademas, de aros y flores de piedras preciosas, que la vanidad humana habÃa depositado a los pies de aquella criatura que vendÃa su cuerpo a los tres millones de un viejo de más de sesenta años. Pero en lo que las mujeres sobresalÃan, era en la crónica de los trapos: se habÃan aprendido el trousseau de memoria como el librito secreto de la Sociedad Hermanas de los Santos.
—Doce vestidos de calle—decÃa una personita impertinente, de veinticinco años largos, sacando la punta de su zapato de raso por el ruedo del vestido.
—¿Doce?—le preguntaba la vecina,—quince... ¡ya los he visto todos!
—¿Es posible?...
—Ya lo creo...—replicaba con suficiencia la que parecÃa más informada.
—Dicen que hay uno de baile espléndido, color bleu d'eau y otro de terciopelo estampado color marfil, guarnecido con ramos de rosas té. ¡Y los matinées son espléndidos! Pero a mà lo que me gusta más, es uno color turquesa muerto. ¡Qué monada!
Y el pudor y el buen gusto no me permiten continuar; aquellas niñas comenzaron por los vestidos, siguieron por las medias y acabaron por inventariar con el desparpajo de un cirujano que hace una operación, hasta las piezas de ropa del más Ãntimo uso de la novia.
Eran las nueve y media ya, y el salón estaba lleno de hombres y de mujeres, cuando aparecieron Fernanda del brazo de mi tÃo, y Blanca del brazo de su padre. El señor Penseroso vino a encontrarlos. Las amigas de la novia, vestidas todas de blanco, la rodearon mientras que el sacerdote tomaba suavemente la mano a mi tÃo y le indicaba que se la diese a Blanca. La rueda de curiosos estrechó el cÃrculo; las mujeres se ponÃan en puntas de pies; todos querÃan presenciar la ceremonia. La fisonomÃa de Blanca no manifestaba turbación alguna: parecÃa la estatua de la satisfacción. Yo nunca la habÃa visto más linda; nunca el oro mate de sus cabellos habÃa dado más realce a su fisonomÃa que aquella noche. Su vestido de novia era un poema en el que el telar y la aguja habÃan hecho las más espléndidas estrofas a su belleza. Entre aquella cascada de flores y de diamantes, de encajes, brocatos y felpas primorosas que invadÃa el salón de Montifiori, la novia se presentaba con una elegancia llena de distinción, con su traje blanco con aplicaciones de terciopelo cincelado, y por único adorno, una onda desbordada de encajes de Inglaterra, que naciendo en el cuello, iba a perderse en su gran cola, después de haber perfumado el contorno con su mÃstica y vaporosa blancura. Dos gruesas perlas, hermanas de los azahares, servÃanle de pendientes, y su seno, aquel seno escaso que tanto mal sueño me habÃa producido, cerrado completamente por la bata, daba a su busto una corrección de lÃneas inimitable.
¡Era feliz mi tÃo!
El señor Penseroso con una dulzura exquisita y un laconismo de la más urbana discreción dijo la ceremonia. Era de ver aquel viejo de cascos ligeros, tonto y baboso, que habÃa vivido dominado por una vieja perversa casi toda su vida, al lado de una criatura, llena de vida, de juventud y de belleza, creyéndose capaz, el pobre, de haberle inspirado una pasión. Era de ver también la flema con que Montifiori presenciaba el enlace de su hija; y por último pasmaba la apatÃa con que Blanca se entregaba a un marido que carecÃa, como era natural, de todos los encantos que un hombre puede ofrecer a una mujer joven y bella.
Cuando el sacerdote terminó la ceremonia, mi tÃo se echó en brazos de Fernanda y Montifiori en brazos de su hija: los amigos hicieron iguales demostraciones con los novios; no hubo sollozos ni lágrimas, y apenas hubieron terminado las felicitaciones, cuando la orquesta inició el baile, con aquel mismo vals de Metra que yo habÃa bailado con Blanca un año antes, en el Club del Progreso. Se organizaron las parejas y el bullicio y el movimiento invadieron de nuevo el espacioso salón de Montifiori.
Allà encontramos a todos nuestros conocidos del club y a muchos hombres en boga. Montifiori ha convidado a todo el mundo: la casa es pequeña para contener la concurrencia; no faltan ni los desconocidos recientemente llegados; porque en Buenos Aires somos tan amables, que es más fácil abrir la puerta de un salón del gran mundo a un extranjero que acaba de llegar, sea quien sea, que a un hijo del paÃs que nunca ha salido de su patria;—¡costumbres sudamericanas!
Siempre se cree que es de mal tono no invitar al brillante desconocido, que ha aparecido una noche en la platea del Colón, o un domingo en el bosque de Palermo.
Me acerqué a Blanca; la cumplimenté; me tendió la mano sonriendo, y me dijo:
—Seremos grandes amigos... Soy su tÃa...—agregó con una sonrisa.
—Lo seremos—le contesté con afecto.
Mi tÃo me abrazó, pero al sentir su pecho sobre el mÃo, yo hubiera deseado que no lo hubiera hecho. SentÃa vergüenza de mà mismo; deseos de desprenderme de él, de no verlo, de no haberlo conocido. ¿Amaba a Blanca? No: ¡qué diablo! no la amaba, no la habÃa amado nunca, no habrÃa podido amarla y menos desde aquel dÃa. Ese casamiento era una explotación, y yo le habÃa cobrado una innata repugnancia; porque, al fin, aquella mujer era una mujer de mármol, una mujer sin alma, sin sentimiento, sin poesÃa siquiera.
Casada con un truhán, con un libertino, pero joven y con el prestigio propio de un hombre, yo la habrÃa comprendido; pero venderse a un viejo valetudinario, a un hombre sin talento, sin espÃritu, sin fuerzas... ¡cómo justificarla! ¡cómo creerla digna de ser sentida y amada!
En el bullicio del baile, los novios desaparecieron; bajaron precipitadamente la grande escalera, ganaron el cupé que los esperaba en la puerta de calle y muy pronto estuvieron en la morada que mi tÃo habÃa preparado para que Blanca pasara su luna de miel con sus sesenta y tantos años.
Aquella noche, cuando los pesados y ricos cortinados de la cámara nupcial cayeron sobre los misterios de himeneo, el Dios del amor debió cerrar sus pliegues con vergüenza, como si se sintiese deshonrado de servir de guardián a los desposorios del Tiempo con la diosa más joven del Olimpo.
Mi amigo don Benito, correctamente vestido, charlaba aquella noche en un rincón del gran comedor de la casa de Montifiori con varios muchachos alegres que comentaban el enlace de Blanca.
—Lo único que le hace falta al novio, es que Montifiori le consiga un pedacito de cinta para el ojal, como la que él usa—decÃa riendo uno de los jóvenes de la rueda.
—¡Eh! no es tan fácil eso...—decÃa otro.
—¡Qué no! mire usted aquel tipo que está allÃ, aquel narigón. Ha sido vendedor de trapos toda su vida; se dio importancia, se hizo amigo de algunos diplomáticos, y al poco tiempo la mujer le puso un moño en la boutonniére y ahà lo tienen ustedes. ¡Vean con qué garbo muestra su escarapela!
—Y cómo goza Montifiori con esas cosas... ¿eh?
—En fin, esperemos que don Ramón vaya a Europa mañana, compre un tÃtulo, y que Blanca sea Baronesa de algo...—dijo don Benito después de haber apurado una copa de champagne.
—¡Diablo con Montifiori! qué vino nos hace beber! ¿Pero quién lo surte?...—agregaba don Benito;—este champagne es abominable... ¿si nos creerá tontos este gran pieza de Montifiori?
—El cristal de las copas es de primer orden, pero los vinos de Montifiori están a la altura de la mayor parte de sus invitados. Hombre práctico al fin, él sabe que a su casa viene de toda clase de gente. Es absurdo, pues, dar buen vino a todo el mundo. ¿Para qué? quién lo sabrÃa apreciar.
Yo me mantenÃa retirado de aquel grupo de maldicientes. Me faltaba mi compañera de vals, pasaba por mi memoria el recuerdo de lo que me habÃa sucedido el año anterior. Iba a vivir en la misma casa... ¿qué importa? Yo estaba seguro de mà mismo, ¿qué podÃa temer? En estas reflexiones estaba abstraÃdo, cuando don Benito vino a golpearme en el hombro.
—Julio—me dijo,—¿vamos a cenar al club?
—Vamos—le respondà maquinalmente, después de haber saludado a Montifiori y a Fernanda y tomamos nuestro carruaje.
—Sabes—me dijo, ya en el coche don Benito,—que Fernanda me ha ganado 5000 duros... ayer.
—¡Fernanda! ¡qué! ¿juega Fernanda?
—¡Bah!...
—Y...
—Y... se los he tenido que pagar...—agregó riendo,—vale la pena de perderlos con ella—añadió.—Si tu honor te lo permitiera, yo te aconsejarÃa que te los dejaras ganar por Blanca.
—Vamos—le dije, poniéndome serio,—don Benito, eso no es correcto... Blanca es la mujer de mi tÃo... respétemonos, respetémosla.
—Vaya, niño... no se incomode; respetemos a la señora de su tÃo de usted... pero tenga cuidado con ella para poderla respetar.
En aquel momento mismo llegábamos al club.
Cenamos y nos dieron las tres de la mañana. En todo el club no se hablaba de otra cosa que de la boda, y, como era natural, la crÃtica se recreaba en morder el argumento por todas sus faces.
—¿Vienes a casa?—me dijo don Benito;—tu cuarto está pronto.
Acepté. A las cuatro de la mañana entrábamos en la casa de mi viejo amigo. Charlamos largo rato y en medio de la charla de don Benito, me adormecÃ. Entonces, un sueño espantoso pasó por mis ojos. Me vi trasladado a los tiempos del colegio. En la puerta de calle vi a Valentina que parecÃa esperarme. Era el dÃa de su santo. Llegué a su casa, le di el ramo de jazmines que llevaba para ella: me inquietó la presencia de don Camilo en la mesa. Por la noche, Valentina se acercó a mi lado en el jardÃn, juntos miramos al cielo; veÃa su cara risueña y espiritual, sonriendo, llena de luz, de vida y de sentimiento; oà en el piano las notas graves de Beethoven, me despedà de ella... La volvà a ver otro dÃa por la última vez... no pude, no supe decirle que la querÃa... Mi sueño se fue complicando poco a poco... apareció primero entre sus imágenes, la figura escuálida de un clérigo, después mi tÃo... a su lado, una mujer joven le estrechaba la mano... ¡esa mujer era Valentina!... Sentà una terrible opresión en el pecho; quise correr para separarlos, no pude: tenÃa ligados los pies; quise gritar para que me oyesen, tampoco pude, la emoción cerraba mis labios. Las fuerzas me faltaban; entonces vi caer la mano del clérigo sobre la pareja que recibÃa su bendición y caà desmayado. Todo habÃa concluido para mÃ!... ¡Valentina no me pertenecÃa ya... la habÃa perdido!
¡Ah! pero entonces el terrible sueño que me oprimÃa como una piedra, se deshizo como un vapor sutil y desperté... ¡Oh! ¡qué Ãntima, qué inmensa alegrÃa inundó mi ser, cuando pensé que Valentina era libre!
Mi vida no cambió mucho por cierto con el casamiento de mi tÃo Ramón.
Blanca, con un tren de lujo extraordinario, vivÃa en el mundo, en los teatros, en los bailes, en todas las fiestas y paseos más concurridos. Dominado su marido desde el primer momento, el pobre viejo iba siempre a remolque de su mujer, sin oposición, sin protesta de ningún género. Yo los acompañaba poco; vivÃa aislado en un departamento independiente de la casa, porque me mortificaba el trato de aquella mujer frÃa y ligera que no podÃa vivir sino en una atmósfera de lujo y de pompa. El cÃrculo de los amigos solteros de mi tÃo Ramón, se habÃa extendido considerablemente, con motivo de su casamiento. Montifiori le habÃa traÃdo a todos sus camaradas del gran mundo; dos o tres diplomáticos, aves de paso, chismosos y murmuradores, como todas las mediocridades del género; uno o dos banqueros; no faltaba nunca algún personaje polÃtico de más o menos importancia, ni un grupo de muchachos alegres y calaveras, que solÃan comer allà y alegrar la tertulia de Blanca, en la que Fernanda gozaba de una influencia suprema. Por la noche se tocaba, se cantaba, se saboreaban los escándalos sociales, se criticaba, se mordÃa en grande y se jugaba... se jugaba grueso. Era la única mala pasión del gentil don Benito; superior en él a todas las otras, lo dominaba y lo consumÃa.
Caballero a carta cabal, un gentilhombre a toda prueba, solo, sin hijos ni parientes, habÃa tomado la vida con una suprema frialdad y se le importaba muy poco del mundo en todo aquello que no fuera para él materia de honra. El sabÃa y conocÃa su situación; encontraba alegre la vida en el salón de Fernanda y de Blanca, hacÃa en él sus campañas amorosas y perdÃa como todo hombre feliz en amores, sus buenos billetes de banco. En el punto de honor, era un caballero antiguo, abierto, desprendido, pródigo hasta el exceso con las mujeres; calavera sin escrúpulos en materias parvas; burlón de los avaros y de los necios, lengua libre y corazón de oro en medio de los terribles defectos mundanos que le atribuÃan ciertas mamás consternadas por su mala fama.
Una tarde que don Benito y otros amigos comÃan en lo de Blanca alegremente, como de costumbre, mi linda tÃa se sintió indispuesta. Mi tÃo se alarmó profundamente; todo el cÃrculo de invitados procuró manifestar igual alarma. Se llamó al doctor de la familia, un médico joven y sagaz, fino conocedor de aquel centro social y mundano. Vio a Blanca, la sometió a todas las añagazas y a todo el procedimiento aparatoso del arte, y en medio de la aflicción sincera de mi tÃo y de los invitados, sacó al marido aparte y le dijo sonriendo:
—Bien, amigo don Ramón... le felicito...
—Doctor, no entiendo... perdone usted...—le contestó mi tÃo.
—Pues dÃgale a Blanca que se lo explique... ¿no le ha dicho nada?
—¡Ah!—exclamó mi tÃo golpeándose en la frente.—¡Pobrecita! ¿Quién lo hubiera creÃdo?... ¿Será posible? ¡Ya me lo habÃa sospechado!
—¿Y por qué no? Cualquiera, conociéndolo a usted... ¿o pensaba usted... que, casándose con una muchacha como esa, no?...
—¡Oh! no, no—contestó mi tÃo con cierto orgullo reconcentrado, como un hombre que está persuadido de haber cumplido con su deber.
La novedad se contó en voz baja a los contertulianos. Blanca, echada negligentemente en un canapé, la oÃa comentar y circular por el salón, y pasada la primera crisis y bebida la fórmula anodina que habÃa recetado el médico, dejaba caer sus miradas frÃas y distraÃdas sobre las páginas de un periódico ilustrado que apenas podÃa sostener en sus manos. Mi tÃo Ramón hacÃa pucheros de alegrÃa y de Ãntima satisfacción. ¡El, sin sospecharlo, él, a sus sesenta y tantos años, habÃa producido aquel verdadero atentado contra la regularidad del equilibrio lunar! Blanca, pálida como de costumbre, lo llamaba a ratos a su lado, le pasaba la mano por la cara, le daba en ella cariñosas palmaditas con una fisonomÃa fingidamente huraña y resentida, ante la cual el viejo comenzaba por aflojar las rodillas, y por estirar los labios, y concluÃa por caer rendido como un criminal arrepentido, sobre un muelle y riquÃsimo puf que la enferma habÃa hecho acercar a su lado. El cuadro era digno del satÃrico pincel de Hogarth; los mimos de mi tÃo con su joven esposa, llena de caprichosos antojos, de manÃas y veleidades, tenÃan ese sello caracterÃstico de los devaneos seniles, que rebajan la energÃa del hombre y deprimen tanto la dignidad de los ancianos.
Pero aquella criatura de alma viciosa sabÃa representar su papel como una gran artista, y hasta el mismo don Benito, que no comulgaba fácilmente con ruedas de molino, estaba rendido aquella noche ante ella, al verla desfallecida sobre un sofá, con la pollera de su riquÃsimo vestido de surah ligeramente recogida, dejando ver su pie, admirablemente calzado, y la garganta de su pierna cubierta por una media de seda bordada.
—Tengo un antojo—le decÃa a mi tÃo, tirándole de la pera,—y me voy a morir sino me lo satisfaces, sabes... ¡un gran antojo!
Mi tÃo ponÃa cara de bandido sorprendido infraganti.
—Un antojo... pero que nadie sepa lo qué es... ni lo digas tú a nadie... Ven, acércate, yo te lo diré al oÃdo...
Y el viejo, con movimiento de palomo, acercaba el oÃdo a sus gruesos y provocativos labios.
—Valen muy poco, mira, y son espléndidas... quiero lucirlas en el primer baile... con el vestido de velours frappé que espero...
Prométeme traérmelas mañana... Te adoraré; te perdonaré todo lo que sufro.
Y, al dÃa siguiente, el pobre viejo satisfacÃa los antojos de aquella insaciable criatura, trayéndole el collar de perlas que se exhibÃa en una de las joyerÃas más famosas de la calle de Florida, y ella, mimosa como una gata, se arrellanaba en su victoria, se cubrÃa de pieles y se hacÃa arrastrar a Palermo para deslumbrar y humillar con su hermosura y su lujo a todas las mujeres de mundo que encontraba en su camino.
Un dÃa, tarde ya, casi a la hora de comer, encontré a Blanca, sola, en la salita donde acostumbraba a pasar el dÃa, cuando no salÃa. Al verme entrar por la pieza inmediata, dio un grito de sobresalto, se puso pálida y dejó caer el libro que leÃa.
La saludé y me incliné para recogerlo; al dárselo, abrió los brazos. Comprendà el movimiento y le dejé caer el libro suavemente sobre las faldas.
—¡Qué susto me ha dado!—me dijo,—estoy tan nerviosa, que todo me da miedo...
—¿Y su marido?—le pregunté, aparentando no interesarme por su sobresalto.
—No sé—respondió.—¿Conoce este libro?—agregó, indicando con un simple gesto el libro que mantenÃa sobre sus faldas.
—No; ¿qué libro es?
—Lea su tÃtulo...
—No puedo leerlo...—y en efecto, no era posible leerlo, porque el libro habÃa caÃdo dado vuelta.
—Pero dele vuelta—me respondió, siempre con los brazos levantados...
Me levanté, y con la punta de los dedos, volvà el libro para leer el tÃtulo.
—Lea—me dijo.
—LeÃ; Monsieur, Madame et Bebé.
—¿Conoce?—me preguntó, con una muequita llena de coqueterÃa.
—¡Oh! sÃ, es un poco antiguo ya—le dije. Blanca se mordió los labios; pero, dominándose y con un semblante lleno de aparente placidez, tomó al fin el libro y lo puso sobre una pequeña mesa de felpa que tenÃa al lado.
—Sabe que usted es el más orgulloso de mis amigos—me dijo, con un tono resuelto.
—Yo, ¿por qué?
—¡Ah! s×continuó;—usted no es el mismo que antes para mÃ, y mire, todos los hombres que vienen a esta casa, me contemplan, me adulan y me cortejan; pero usted es un indiferente en casa.
—Señora—le contesté, riendo,—usted está bajo la influencia de la lectura de Droz.
—No se rÃa. ¿Se acuerda usted ahora dos años? Yo soy la misma mujer de entonces. ¿Cree usted que me he casado con el hombre que es mi marido, queriéndolo?...
—No... yo sé que usted no lo ha querido nunca—le repuse resueltamente.
—Y bien...—me contestó,—yo sé que usted me ha amado un dÃa... ¿se acuerda usted?... Yo he llegado a un momento supremo de la vida, en que necesito amar y ser amada por un hombre digno de mÃ. ¡Soy una desgraciada!... ¿qué pasión puede inspirarme ese hombre que es mi marido?
—Julio—agregó, levantándose de improviso y corriendo como una loba hacia la puerta abierta de la habitación inmediata, que cerró con precipitación;—Julio—me repitió,—yo he desairado a todos los hombres que vienen a esta casa, todos me son odiosos... Yo necesito un hombre joven, que me quiera, que me dé su alma, su corazón, en cambio de todo, de todo mi amor.
Yo permanecÃa frÃo e imperturbable en mi asiento.
—Señora—le dije,—¿qué dirÃa el mundo, si oyera sus palabras?
—¿El mundo? ¿qué me importa del mundo? No me impone ni lo temo. Yo he sido su vÃctima. Yo quiero vengarme de él. Pero necesito de usted. Al fin, ¿qué he sido yo hasta ahora como mujer? Una máquina para ese anciano débil y enfermo a quien arrastro por los salones, por las calles y por el mundo entre las burlas y las sonrisas de todos los que nos miran y nos encuentran.
—¡Blanca!
—¡Ah! Julio—prosiguió arrastrando junto a mi el pequeño sillón que rodó suavemente al impulso de su cuerpo.—¡Yo le amo, le amo con locura! ¡Yo se lo habÃa dicho a usted; mi corazón no lo darÃa sino a un hombre, aun cuando tuviera que vender mi cuerpo a otro, como ha sucedido!
Y tomándome las manos, aquella singular criatura, me clavaba las uñas como una pantera, y me irritaba con sus palabras ardientes y resueltas. El momento era crÃtico; la Naturaleza rugió con toda su indómita fiereza; sentÃa el calor de su rostro sobre el mÃo, su cuerpo tibio sobre mi pecho; sus lágrimas de fuego caÃan sobre mis labios, su piel candente me quemaba, perdà la razón por un momento, abrà los brazos, se me nublaron los ojos y en un segundo de locura, bramando de cólera y de pasión, me iba a arrojar sobre aquella mujer como en un precipicio, cuando un relámpago de la razón iluminó mi frente y pude detenerme en el borde del abismo a que me habÃa arrastrado un instante la fuerza estúpida de la carne.
Los pronósticos del médico se cumplieron.
Pocos meses después mi tÃo era padre.
La suerte habÃa sido prodigiosa. DifÃcilmente podrÃa existir una criatura más encantadora que la hijita de Blanca. El mundo, según don Benito, habÃa puesto sus puntos interrogantes; pero el mundo es malo y es necio. Nada más hermoso que aquella niñita que, según todos los que la conocieron, era un trasunto de su padre. Blanca, sin embargo, después de los primeros meses, parecÃa hastiada ya de los cuidados maternos. HacÃa tres meses que no iba a bailes y que no hacÃa su partida de whist con los amigos de su padre.
¡Era triste la vida asÃ! Esa vida de familia, el bebé que llora de noche, que pide inconsideradamente el sacrificio de las mejores horas de sueño: ¡Oh, qué vida tan insoportable!
Era necesario una nodriza. Por falta de una, Blanca habÃa perdido un baile del club y otro baile particular y hacÃa semanas que se limitaba a sus excursiones Ãntimas con la madre.
Estaba desolada y con un humor irascible. El pobre tÃo pagaba aquellas intemperancias que le eran tan propias. No era capaz aquella mujer de comprender el amor de madre en toda su sublime expresión. Mi tÃo ponÃase achacoso... los catarros comenzaban a minar su naturaleza; y Blanca, una vez aliviada de sus incomodidades maternales, querÃa indemnizarse de su ausencia de la sociedad y exigÃa que su pobre marido expusiese sus constipados a las corrientes de aire de los teatros y a las salidas de los bailes.
Era necesario obedecer; aquella mujer no daba tregua. No le era bastante el tren insensato de lujo que arrastraba: las rentas de mi tÃa Medea, incólumes hasta el segundo matrimonio de mi tÃo, ya era materia más que dudosa: los inmuebles de la ilustre descendiente de los Berrotarán soportaban ya algunas hipotecas en cambio de los diamantes que iluminaban la cabeza y el busto de Blanca y de las telas que arrastraba en las alfombras de los salones del gran mundo.
Sobrevino el primer perÃodo crÃtico de este enlace. Blanca comenzó por ir sola con la madre una noche al teatro. Su marido, que hasta entonces habÃa hecho todos los esfuerzos supremos para acompañarla y mantener alto el pabellón, se resignó por último. Los reumatismos tienen al fin la razón sobre la voluntad; y como era, según ese espléndido Montifiori, una verdadera crueldad, privar por un dolor insignificante de cintura de su yerno, a la pobrecita Blanca, de una noche de ópera, el buen viejo don Ramón, convencido al fin de toda la impertinencia de su enfermedad y de las excelentes razones de su magnÃfico suegro, se quedaba en su casa con bebé mientras su linda mujercita resistÃa en Colón la carga de los más peligrosos anteojos de la temporada.
¡Pobre viejo! En las noches de soledad para él hacÃa traer a su lado la cuna de su hijita y junto a ella, cubierto de franelas y algodones, materialmente embutido en el hogar de la chimenea, pasaba las horas contemplando el rostro de aquel ángel que le brindaba sus primeras sonrisas y balbuceos. ¡Cuánta semejanza entre los niños y los viejos! En orillas opuestas ven tranquilamente precipitarse en medio de la corriente de la vida, en la que unos se han agitado y en la que los otros no sueñan en agitarse mañana. Un niño que sonrÃe en una cuna, que agita inconscientemente sus manecitas, que rÃe o llora maquinalmente, es la manifestación más Ãntima, más pura de la ternura humana.
No se concibe que esa cuna esté sola: que la madre la abandone por un momento; el sueño de ese ser debe ser velado por ella, porque, si ella falta un instante, creerÃase que esa vida embrionaria se extinguirÃa, falta del calor materno, de sus besos y de sus caricias.
¿Hay algo más bello que un niño que duerme? Ese sueño que parece alimentado por las alas de un ángel invisible, que se agitan en el misterio de la noche, ese sueño no se duerme sino en una edad. La expresión de un niño dormido atrae irresistiblemente. ¿Qué sueña esa alma inocente? ¿Qué idea, qué pensamiento agita ese cerebro?... ¿Por qué late suave, pausadamente, sin agitaciones ese tierno corazón de ángel?
Estas reflexiones debÃa hacerse el pobre viejo delante de aquella cuna que en cuatro meses habÃa hastiado a la madre, ebria por los placeres del mundo, sedienta de lujo y de amantes. Al ver a su hijita dormida, el buen viejo debÃa meditar con tristeza en su porvenir. ¡El no la alcanzarÃa mujer tal vez! Y, entonces, pensando en su pasado ingrato, en sus años de despotismo conyugal, debÃa sin duda, compararlos con el presente en que, enfermo y valetudinario casi, no tenÃa fuego en el alma, ni sangre en las venas para correr al lado de su linda mujer la carrera vertiginosa del mundo, en la cual caÃa como un rezagado, mientras ella, al frente de la alegre caravana, volaba cantando los aires calientes de la fuerza y de la juventud.
¡Oh! ¡Es triste la vejez!
Algunas noches, el viejo solÃa adormecerse ligeramente en medio de la muda contemplación de su hija. El reloj daba las doce, sin que Blanca hubiese regresado a aquel hogar trunco por la oposición de su vejez a su juventud. De repente, una puerta se abrÃa, un ruido de sedas cuyo frou-frou creerÃase el paso de un duende, dejábase oÃr en la habitación, y a través de la media luz azulada del velador, el pobre viejo, enfermo y postrado, veÃa atravesar como un fantasma la sombra fascinante de Blanca, arrastrando ondas de rasos y encajes y dejando a su paso el perfume capitoso de juventud que embalsamaba la visión de Fausto.
Entonces el martirio debÃa duplicarse: aquella aparición deslumbrante de todas las noches, que pasaba indiferente por su lado y el de su hija, sin detenerse, que no rendÃa culto ni a la ley del esposo ni al cariño de la madre, que volvÃa llena y tibia aun con los vapores del mundo en que vivÃa, después de librar la batalla del lujo en la feria de las vanidades; aquella aparición enloquecedora desaparecÃa, y ante los ojos fatigados del anciano se alzaba el espectro aterrador de doña Medea, riendo con una carcajada satánica, estridente y vengativa, y lanzando una blasfemia terrible contra aquel desgraciado del destino, vÃctima inocente de la suerte, que temblaba de espanto y de impotencia ante el recuerdo del pasado y el cuadro del presente.
Una tarde de primavera, mi tÃo, que ya habÃa comenzado a sentir el peso profundo de la tristeza, me invitó a que lo acompañara en carruaje hasta Belgrano.
Mi aceptación llenó de gusto al pobre viejo. La tarde era bella y tibia; el rÃo estaba claro y sereno como un cristal, y cuando los caballos comenzaron a trotar por el camino de Palermo, mi compañero comenzó a reanimarse con el aire puro del campo y la tranquilidad de la tarde.
El camino de la costa tiene cierto encanto poético de reminiscencias que los viejos no olvidan fácilmente. En el camino de los Olivos al Tigre están enterradas sus primaveras. Aquellas caravanas ecuestres de otros tiempos que comenzaban por la madrugada en el Retiro y que terminaban en San Isidro o San Fernando a mediodÃa, y con bailes y pascanas a media noche, tienen una larga historia en la vida galante de otra edad. Mi tÃo comenzó a recordarlas con cierta melancolÃa.
—¡Cuántos han muerto ya!—me dijo.—Tú no te puedes imaginar lo que era la costa entonces, en el mes de octubre, con los árboles en flor.
El perfume de las aromas, de la retama y de los azahares embalsamaban el camino. SalÃamos quince o veinte amigos, muchachos alegres todos, y de un galope llegábamos a las chacras de los Olivos y de otro a las barrancas de San Isidro. ¡Cómo hemos cambiado, Julio! ¡Qué fácil y qué llana era entonces la vida, qué gratos recuerdos me traen ese rÃo azulado y tranquilo y esas barrancas siempre verdes y risueñas! Allá, cerca de San Isidro, yo tenÃa una novia; se llamaba Luciana, una linda muchacha de dieciocho años, que cantaba con una gracia exquisita las canciones de nuestro tiempo. Yo era pobre y muy joven: la casaron con un viejo rico. ¡Ah, no te rÃas, asà le ha pasado a Blanca conmigo, cualquiera dirÃa que yo he querido vengarme de las mujeres! Pero ¡qué épocas aquellas! Toda la costa nos pertenecÃa, en todas partes bailábamos, pasábamos el domingo entero en fiestas y por la noche, o el lunes de madrugada, nos ponÃamos en viaje para la ciudad.
El pobre viejo se animaba con sus recuerdos, y después, como despertado de su sueño por el presente, proseguÃa:
—¡Qué disparate he hecho en casarme, Julio, con una mujer tan joven! Yo lo siento, yo lo sé; no puedo hacerla feliz.
—¿Pero y su hijita?—le dije...
—¡Es lo único que me da ánimo y fuerza para vivir—me repuso;—si no fuera por ella, ¡qué solo estarÃa en el mundo! ¡Qué horrible serÃa mi desesperación! ¿No es verdad, que es una criatura encantadora? Y aquÃ, para entre nosotros dos, ¡qué poco la atiende la madre! ¡Verdad es, una criatura como Blanca que casi no ha tenido juventud! Yo no puedo exigirle el sacrificio de su alegrÃa; es una niña todavÃa; una noche de teatro, un baile, una fiesta cualquiera la fascina.
¡Yo lo encuentro natural, pero si al menos su hija le produjese el mismo entusiasmo!
¡Ah, no te cases viejo!... Cada vez que yo pienso que no podré ya ver mujer a mi hija, me desespero. Me parece que el Cielo me ha hecho concebir una esperanza para quitármela en seguida.
Tú sabes cuan desgraciado he sido en mi vida pasada. ¡Qué mujer aquella que me deparó el Cielo!... Cásate joven y con una mujer dulce y sencilla. Yo debo decirte que no sé qué ha sido peor para mÃ, si mi vida pasada de casado, o mi vida presente. Mi primera mujer, tú la conociste; no era posible ser feliz con ella: tenÃa un carácter agrio y duro, y mi segunda mujer, te lo aseguro, Julio, me obliga a hacer una vida tan artificial, que no sé cuando he sufrido más, si en la guerra viva de la primera época o en la fiesta perpetua en que vive todo lo que rodea a mi suegro, el doctor Montifiori.
Ante aquella Ãntima confidencia, que era un verdadero desahogo, yo creÃa conveniente guardar silencio. No tenÃa palabras para consolar a mi tÃo con razones completamente contrarias a mis sentimientos y preferÃa callar, aun corriendo el riesgo de acatar todo aquel amargo y tardÃo arrepentimiento.
HabÃamos llegado casi a la entrada de Belgrano, cuando mi tÃo dio orden al cochero que se detuviese junto a un pequeño rancho, en que jugueteaban tres o cuatro niños. Al detenernos, los niños se acercaron al carruaje y en la puerta del rancho aparecieron una mujer y un hombre, jóvenes ambos, que saludaron amistosamente a Alejandro que manejaba el coche, como si ya lo conociesen de antemano.
—¿Debe ser aqu×dijo mi tÃo,—no, Alejandro?
—SÃ, señor, aquà es—repuso Alejandro.
Mi tÃo, a quien ya se habÃan acercado el hombre y la mujer, seguidos de los niños, que nos miraban curiosamente, les hacÃa no sé qué encargo doméstico que Blanca le habÃa encomendado para ellos, y la mujer parecÃa oÃrlo con cierta duda y extrañeza.
—¿Pero usted es el marido de doña Blanca?—le dijo al fin, como expresando cierta vacilación.
—Vamos a ver, ¿cuál de los dos será?...—le contestó mi tÃo señalándome y señalándose.
—Será ese mozo—replicó la mujer,—y como yo le dijera que no, permaneció sonriendo, con la desconfianza propia de una persona a quien la quieren hacer vÃctima de una broma.
El hombre, callado, parecÃa participar de la desconfianza de su mujer.
—Pero, vamos a ver—recomenzó mi tÃo,—¿les parece que soy muy viejo para mi mujer, no es verdad?
—¡Ah! no es eso solamente—dijo el paisano, con cierta inocencia;—es que aquà ha venido la señora con otro señor, y nosotros hemos creÃdo que ese era su marido.
Una sombra instantánea obscureció la fisonomÃa del viejo y una palidez mortal invadió su semblante. A mà me pasó algo análogo; la voz se me ahogó en la garganta, y viendo que se prolongaba aquella situación, de la que las gentes del rancho no se daban cuenta, les dirigà dos o tres palabras triviales, como para salir del paso y le di orden a Alejandro de dar vuelta. Este no se la dejó repetir, porque, listo y alerta como era, se debió dar cuenta en un segundo de la situación por que atravesábamos, y puso los caballos en movimiento.
Mi tÃo dejó hacer, y se hundió en un profundo silencio, pero al llegar a la barranca de la Recoleta, donde nos detuvimos—exclamó suspirando—¡dichosos los que han muerto!
Y como yo pretendiera objetarle, me interrumpió, diciéndome en voz baja y acongojada.
—Mi hija, sólo mi hija me atrae a la vida...
Llegábamos a casa en el momento mismo que entraban Fernanda y Blanca después de una batida por las mejores tiendas de lujo. Madre e hija estaban lindÃsimas como de costumbre y vestidas con una suprema elegancia. Fernanda me estrechó la mano y Blanca acometió a su marido con los mimos y las zalamerÃas con que acostumbraba a hacerlo siempre delante de los extraños. Mi tÃo subÃa la escalera envuelto en una reserva absoluta mientras que su mujer no cesaba de contarle todo lo que habÃa visto y comprado en el dÃa, en trapos y alhajas, colgándosele del brazo y representándole toda una comedia de cariños digna de una nieta que pretende engañar al abuelo. Subimos y entramos en el salón. Fernanda se me quejaba de la indiferencia de su yerno y yo procuraba imitar a mi tÃo tratando de no dejarme entusiasmar por la cháchara de aquellas dos señoras. Mi tÃo entró en los cuartos interiores, preguntando por su hija, y Blanca, notando que la indiferencia de su marido aumentaba, lo abandonó, y, furiosa, iracunda como ella solÃa ponerse cuando alguien le contrariaba sus gustos y sus caprichos, se volvió al salón donde yo me habÃa quedado con la madre, y clavándome sus ojos claros y penetrantes, con una mirada llena de desdén, me dijo, señalando las habitaciones interiores donde su marido habÃa desaparecido.
—¡Eso, eso se lo debo a usted... le doy las gracias!
—Blanca—le contesté,—no entiendo lo que usted me dice, no sé si es un cargo...
—Yo no necesito explicaciones—me repuso con un mal modo marcadÃsimo.—Lo mejor serÃa no vernos nunca...
—Eso no—le repuse,—no la complaceré...
—¡Qué! usted me reta—exclamó atropellándome con los puños crispados.
En ese momento Fernanda, excitada también, se ponÃa de pie, pronta para entrar en la escena que se preparaba.
—No—dije a Blanca en voz baja,—siempre que usted no me amenace.
—Julio—dijo Fernanda,—por Dios, déjenos...
—Señora—le contesté,—no tengo inconveniente en complacerla, puesto que usted me lo pide, pero antes de retirarme quiero asegurar a su hija que no soy de aquellos que rechazan un afecto, con el fin innoble de pagarlo con una traición.
Y al retirarme, clavé los ojos en Blanca fijamente, mientras ella me lanzaba una mirada en la que procuraba medirme desde lo alto de su orgullo.
Era la última noche de carnaval y el mulato Alejandro estaba de baile. Su comparsa, los «Tenorios de Plata», con su brillante uniforme blanco y celeste y sus botas imitadas en hule, invadÃa el teatro de la AlegrÃa, campo de las batallas galantes de la clase, en los tres dÃas clásicos del año. Pero el corazón de Alejandro no estaba aquella noche en el salón de baile, sino en los dormitorios de Blanca. Graciana, una linda y traviesa francesita, en quien Blanca depositaba todos sus secretos, habÃa cautivado el alma del mulato, sin que los antagonismos de raza fueran una razón de timidez por parte del cochero o de repugnancia por parte de la sirvienta. La cuestión grave era saber cómo harÃa Graciana para ir al baile con Alejandro, y eso era algo difÃcil. La señora con su mamá iban al baile de máscaras del club. El viejo don Ramón permanecÃa en casa a causa de su reumatismo. Graciana debÃa velar aquella noche por el bebé; la noche anterior habÃa estado de pascana con su Otelo; porque es necesario saber que Graciana estaba fuertemente apasionada del mulato. Alejandro se daba un tono insoportable para con los de su clase, con motivo de sus nuevos amores; y la francesita, aunque estaba lejos de ser una doméstica como las de Zola, no tenÃa el más mÃnimo embarazo en desempeñar todos los servicios de su ama y en adorar a Alejandro, sin la más mÃnima limitación. Pero aquella noche, Blanca al salir enmascarada para el club, habÃa recomendado a Graciana, de la manera más severa, que velara al marido a quien se le podÃa antojar vestirse e irla a buscar y sobre todo al bebé, a quien don Ramón no podÃa atender a pesar del entrañable cariño que sentÃa por su hijita. Graciana habÃa jurado fidelidad, pero Alejandro, asà que las señoras y el señor de Montifiori desaparecieron, comenzó a excitar poco a poco la imaginación de Graciana contándole las maravillas que aquella noche iban a hacer los «Tenorios» en el tablado de la AlegrÃa.
La mujer es un ser débil en todas las clases sociales. Graciana comenzó por resistir y Alejandro terminó por vencer. Verdad es que el pardo tenÃa, según el, un ascendiente poderoso sobre el bello sexo. Los dos amantes, una vez de acuerdo en bailar esa noche en la AlegrÃa sin que los patrones lo notaran, pusieron en juego su plan. Alejandro vistió su uniforme de «Tenorio», color blanco y celeste, con gorra de oficial de marina, espléndido specimen de mojiganga criolla; se echó al bolsillo el triángulo, su instrumento oficial en la comparsa de los «Tenorios» y esperó a Graciana acurrucado debajo de la escalera, completamente a obscuras en el acto de la evasión de los dos danzantes fugitivos. Graciana, por su parte, recorrió las habitaciones; vio que mi tÃo no daba señales de vida, que el bebé dormÃa e hizo ruido en el cuarto de la niña, como para dar a entender que ganaba la cama. Después de media hora de silencio, notando que la tranquilidad de la casa era completa, saltó de la cama, descalza, para no hacer ruido; tomó la bujÃa encendida que alumbraba apenas la habitación y acercándose con ella a la cuna de la niña, notó que ésta dormÃa tranquilamente; dejó la luz como tenÃa de costumbre, y abriendo suavemente la puerta del aposento que daba sobre el corredor, y cuya cerradura habÃa tenido cuidado de enaceitar para que no hiciese ruido, salió en puntas de pie llevando en una mano un par de botines de raso y suspendiendo en la otra nada menos que el dominó con que Blanca habÃa asistido disfrazada la primer noche de carnaval al baile del Club del Progreso. La interesante mascarita cerró cuidadosamente la puerta, y ayudada por su amante, sin muchas exigencias de recato por su parte, se disfrazó en un instante; se calzó sus botines blancos, se colocó la máscara de raso, y ambos bajaron resueltamente la escalera principal, abrieron la puerta de calle con la llave que poseÃa Alejandro y se encontraron muy pronto en la calle, libres como Romeo y Julieta, si Romeo y Julieta hubiesen sido sirvientes y se hubiesen escapado juntos alguna vez.
Cuando llegaron a la puerta de la AlegrÃa, el baile estaba en todo su esplendor. Los «Tenorios» hacÃan una mella terrible en aquellas Ineses de media tinta y de color entero.
Las cuadrillas se bailaban, con una seriedad rÃgida, casi británica; el vals no dejaba nada que desear por su corrección: la mazurka era de un remeneo de ancas de dudosa moderación, y por último la habanera algo alarmante como chacota de articulaciones.
En medio de estos variados modos de bailar, se notaba en aquel salón, donde habÃa una absoluta proscripción del perfil griego, una suma tendencia al tono y a la elegancia. Los «Tenorios» se llaman como sus amos; se dan su nombre y apellido; usan su papel timbrado, se ponen sus fracs, sus guantes, sus corbatas y sus camisas; la única nota discordante es el pie, el pie de un Tenorio es algo de melancólico: un pedÃcuro con cierto talento dramático podrÃa escribir una tragedia más terrible que Fedra, con sólo estudiar el pasaje de su instrumento a través del pie de un joven high-life de color. He ahà la causa por qué los negros, después de tres dÃas de carnaval, por más elegantes y presuntuosos que sean, tienen que vivir otros tres dÃas prendidos de una reja; los pies necesitan suspender su misión terrena por ese espacio de tiempo para volver a su estado primitivo.
En fin, a pesar de estos inconvenientes, los galanes bailaban aquella noche en la AlegrÃa con tanto garbo, y tal vez con más suerte, que sus patrones del Club del Progreso. Un Tenorio con su uniforme blanco y celeste debe ser algo ideal para su compañera de baile y de color; porque, al fin, convengamos en que, vestirse para enamorar con los purÃsimos colores del cielo, es mucho más lógico que hacerlo de negro como los amos.
Hay algo de fantástico en ese traje, en esa chaquetilla de merino azul con galones de plata, en ese pantalón de cotÃn blanco, en esas polainas de precio modesto pero de soberbio brillo, que se empeñan en confabularse con el botÃn chueco de elástico, para fingirse botas granaderas.
Alejandro entró en el baile, del brazo de su compañera, cuyo espléndido dominó levantó el cotarro de todas las princesas negras que vieron pasar a su lado aquella vasca plebeya, pero blanca. ¡Alejandro, rendido a una «extranjera de Europa!» ¡Qué decepción! ¡El, el más aristocrático swell de la clase, la flor y nata de las academias de baile, entregado a una gringa!
Las señoritas y las matronas no se lo perdonaban, pero el lindo mulato, sin importársele mucho de las crÃticas que le hacÃan por todos los centros del salón, tomó de la cintura a su linda compañera y acometió un scottish de paso doble que en aquel momento comenzaban a rascarlo cuatro violines de la orquesta y un figle solitario y pifión que se quejaba entre los labios de un viejo músico panzón y dormido, representante de la música de viento.
Es de ver la galanterÃa del negro porteño. Prescindiendo, si es posible prescindir, del ambiente del salón, que es algo pesado, la cortesÃa y la urbanidad entre ellos son incomparables: el lenguaje incorrecto, pero elevadÃsimo. Se conversa con las mismas pretensiones con que se conversa en el gran mundo; se enamora con la misma gracia, con la misma compostura y con el mismo chic. Las niñas no dejan nada que desear desde el punto de vista de la educación: es cierto que los labios son un poco gruesos y las narices algo chatas, pero de una autenticidad indiscutible; allà no hay veloutine, ni crema de perlas que formen cutis apócrifos. Los mozos son de la más alta estirpe administrativa: entre ellos está representada la secretarÃa del presidente de la República, por un empleado, que aunque sirve el té y el agua con panal, no se apea de su categorÃa de empleado público, la guerra y la hacienda forman parte de los «Tenorios de Plata», que bailan en la AlegrÃa las tres noches de carnaval. Las mamás o las tÃas y madrinas viejas, que se le acomodan desde su asiento a una masa sopada en vino Priorato, ven pasar con envidia a toda esa juventud oficial que desempeña cargos modestos, pero honrosos en la polÃtica argentina. Y, generalmente, esos snobs de medio pelo son codiciados por el prestigio social que rodea su nombre; pero, si suelen ser eximios como amantes, son intolerables como maridos; todos concluyen enamorando vascas, como Alejandro, o perdiendo a las negritas mimadas de casas decentes. Aquella sociedad tiene sus escándalos como todas las sociedades: raptos, seducciones, adulterios, suicidios y hasta duelos. Hablan de las guerras y de las batallas pasadas con un profundo conocimiento de lo sucedido, porque el negro y el pardo porteño saben batirse con la bizarrÃa del mejor de los soldados y caer sobre el campo de la acción como caen los héroes.
Las dos de la madrugada habÃan dado ya, y Graciana apuraba a Alejandro para volver a casa. La sirvienta pensaba con razón, que el señor podÃa haber notado su ausencia, que la niñita podÃa haber llorado, que Blanca podÃa haber regresado del club; pero el negro, rumboso al fin, como todos los de su clase, querÃa concluir la noche con una cena en un café de la vecindad y porfiaba por retener a su mascarita.
Tanto hizo Alejandro, que Graciana, después de bailar con él la última galopa con un Ãmpetu y un entusiasmo indescriptibles, consintió en ir a cenar, no por cierto unas ostras con Sauterne, sino unas suculentas costillas de chancho, apoyadas por una copiosa taza de café con leche, con pan y manteca, que sirvieron para corregir la vacuidad incómoda, que todos los estómagos, ya sean plebeyos o aristocráticos, sienten a las tres de la mañana después de una noche de baile.
Concluida la cena, la pareja se puso en marcha. SalÃan conjuntamente del teatro, con los Tenorios, extenuados por la fatiga de la noche, demostrando en el rostro esa melancolÃa peculiar que demuestra el último comparsa que se retira en la madrugada de la tercera noche de carnaval.
Por entre ellos atravesó orgullosamente Alejandro con su compañera del brazo, y doblando por la calle de Victoria, la condujo hasta la puerta de la casa de sus patrones.
Pero la sorpresa de la pareja fue grande, cuando llegaron a la casa de mi tÃo Ramón; la puerta estaba abierta; la luz encendida en el vestÃbulo bajo y en el vestÃbulo alto. Algo de extraordinario debÃa de haber pasado durante su ausencia, y la fuga de Graciana habÃa sido notada. La sirviente tuvo un acceso de nervios muy común entre las francesas y no se atrevió a entrar: colgada del brazo de Alejandro, tiritaba de miedo.
El pardo vacilaba también, y caballeresco como era, no se atrevÃa a comprometer ni a abandonar a Graciana en la puerta. La alarma aumentaba con el ruido de los carruajes que comenzaban a remolinear en la esquina del Club del Progreso, lo que les indicaba que el baile allà tocaba a su término, que de un momento a otro, Blanca llegarÃa a su casa y encontrarÃa a Graciana disfrazada con su dominó. Los dos amantes optaron por lo más práctico en aquellos instantes crÃticos y huyeron calle de Victoria arriba, prefiriendo la fuga a pasar por la vergüenza de ser descubiertos. Alejandro, el audaz seductor de aquella honesta Margarita, fue a golpear la puerta de una posada de la plaza de Lorca, donde se instaló con su compañera, resuelto a darle su nombre para cubrir su falta y purificar su honra manchada.
El buen tÃo Ramón se habÃa recogido temprano aquella noche; el primer dÃa de mascarada lo habÃa rendido por todo el carnaval. Fernanda y Blanca, con Montifiori y sus amigos, habÃan pasado los tres dÃas en una jarana completa: en el corso, en los bailes, en las tertulias particulares, Fernanda y Blanca habÃan sido conocidas en todas partes; pero eso era lo que ellas buscaban en medio de la turba de corsarios de gran tono, que les daban caza a través de aquellas noches de locura. El último dÃa, al regresar del corso, habÃan encontrado tumbado al viejo marido, presa de sus reumatismos. Blanca tuvo una pasajera contrariedad; se acercó a su esposo, le hizo algunos cariños de fórmula, lo puso en el caso de que le suplicase a ella misma que no dejase de ir al baile de máscaras, y simulando hallarse bajo el imperio de una orden, comenzó a preparar su traje que ya estaba pronto desde muchos dÃas atrás. Con la cabeza montada por la bulla carnavalesca y por la perspectiva del baile, se hizo vestir rápidamente por Graciana, esperó impacientemente a la madre que tardaba ya algo en venir, se acercó al lecho de su marido, se despidió de él con urgencia y salió precipitadamente sin siquiera acordarse de su hijita a quien dejaba en poder de una sirvienta. El baile la atraÃa irresistiblemente.
El buen viejo, después de haber besado a su hija, se retiró a su habitación que estaba inmediata a la en que Graciana debÃa cuidar a la niñita. A la una de la noche, mi tÃo, que dormitaba, se despertó súbitamente por una luz repentina que lo deslumbró como un relámpago, creyendo haber oÃdo en sueños algo como un grito estridente y penetrante. El viejo abandonó su lecho dificultosamente, y creyendo que en efecto era un relámpago, abrió los postigos del balcón y miró hacia afuera: pero el cielo estaba sereno y estrellado, y la luz nocturna iluminaba las aceras.
Creyó en una pesadilla y trató de detener y comprimir las ideas confusas que habÃan pasado por su cerebro mientras dormÃa. Quiso volver a su cama, pero habÃa perdido el rumbo, la disposición de la habitación se habÃa trastornado completamente para él. Se detuvo un segundo en el centro del cuarto, procurando orientarse en vano; tocó una puerta, encontrola abierta y al pasar el umbral, sintió un olor caracterÃstico a lienzos quemados. El pobre viejo se sintió presa de un violento golpe de fiebre: quiso recapacitar y no pudo; los más horribles pensamientos cruzaron por su imaginación; perdido siempre en la habitación, volteó dos o tres muebles, tuvo miedo, se le aflojaron las piernas y cayó desfallecido sobre el piso. Un silencio sepulcral reinaba en las habitaciones, tan profundo, como en la obscuridad que lo rodeaba. Una idea fija embargaba la razón del desgraciado anciano. Se incorporó débilmente sobre el piso y gritó a Graciana, con voz ahogada y angustiosa, pero nadie le respondió. Volvió a gritar con un acento de desesperación, que desgarraba el alma, pero todo fue en vano, nadie le contestó tampoco; se incorporó de nuevo y arrastrándose con trabajo tanteó las paredes, buscando el botón de la campanilla eléctrica: después de unos minutos lo encontró y lo hundió con desesperación: el silencio era tan profundo que oyó el martilleo peculiar del timbre en el fondo de la casa; esperó, pero nadie vino: llamó de nuevo y siguió llamando incesantemente; la casa estaba sola, nadie le respondÃa. Entonces volvió a gritar desesperadamente a Graciana y, creyéndose orientado por un momento, atropelló en la dirección en que él creÃa que estaba el cuarto de la niña; pero, no bien habÃa dado tres pasos, cuando recibió un terrible golpe en la frente que le hizo retroceder; habÃa dado contra la puerta opuesta.
El viejo cayó desfallecido de nuevo y el silencio inmenso e imponente de la noche volvió a reinar con su paz profunda y aterradora. En aquella situación, el reloj del Cabildo dio las tres de la mañana y el eco sordo de la campana se difundió por la ciudad dormida. El viejo pensaba que Blanca no podÃa tardar: se oÃan las voces y las algazaras de las últimas máscaras que se retiraban, y una orquesta lejana, tal vez la del club, tocaba las últimas galopas. Todos aquellos detalles aumentaban la cruel situación del anciano afligido, casi inmóvil, presa de una fiebre terrible. En ese estado se arrastró por el suelo tanteando siempre los muebles: por último, puso la mano sobre un sofá, que ocupaba el espacio comprendido entre el balcón y la puerta que llevaba al cuarto de su hija y con una alegrÃa Ãntima se incorporó, impulsó la puerta que Graciana al partir habÃa dejado entornada y penetró a la habitación, loco, convulso, desatentado. Pero el cuarto estaba lleno de humo, allà se habÃa quemado algo: recordó su sueño, aquella súbita luz que habÃa herido sus pupilas y aquel grito penetrante que aun le parecÃa oÃr y cayó de nuevo en una desesperación terrible. El humo de la habitación comenzaba a asfixiarlo y un terror frÃo e indescriptible cerró sus labios y paralizó sus movimientos; un temor instintivo no le permitÃa moverse; preferÃa la duda, la inmovilidad, antes de acelerar el desenlace espantoso de aquella noche de abandono y de insomnio. En esa situación volvió a llamar tÃmida, cariñosamente, a Graciana, pero, como antes, nadie le respondió.
Postrado en el suelo, en un rincón del cuarto, rodeado siempre por la más completa obscuridad, pudo oÃr que un carruaje acababa de detenerse bajo de los balcones, y al rato, que se abrÃa y cerraba con gran cuidado la puerta de calle: sintió en seguida pasos en la gran escalera: quiso llamar para apurar a los que venÃan, pero la palabra se ahogó en su garganta y tuvo que esperar: oyó los pasos en el vestÃbulo y unos segundos después el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la habitación en que se hallaba: la puerta se abrió y dio paso a alguien: el frou-frou de la seda le indicó que era Blanca que regresaba. De pronto ardió un fósforo y acto continuo la luz violenta del gas iluminó toda la habitación.
Entonces el cuadro que se presentó a la vista de los que allà se encontraron, fue terrible: en un extremo de la estancia, la cuna de la niña cubierta de hollÃn: las cortinas se habÃan encendido, el fuego habÃa invadido las ropas; la desgraciada criatura habÃa muerto quemada, por un descuido de Graciana, que, atolondrada por la fuga, habÃa dejado la bujÃa a poca distancia de la cuna. El rostro de la niñita era una llaga viva: tenÃa los dientes apretados por la última convulsión; con la mano izquierda asada por el fuego, se asÃa desesperadamente de una de las varillas de bronce de la camita, y la derecha, dura, rÃgida en ademán amenazante; la actitud del cadáver revelaba los esfuerzos que la vÃctima habÃa hecho para escapar del fuego, en vano. Blanca era la que habÃa encendido el gas; al hacerlo, dio vuelta y vio a su marido postrado en tierra y a su hija quemada viva en la cuna: retrocedió y dio un grito terrible: el pobre viejo se levantaba al mismo tiempo, y en la puerta que daba al vestÃbulo exterior por donde Blanca habÃa penetrado, sorprendÃa con la vista un hombre joven que habÃa entrado con ella: fue lo primero que vio, quiso lanzarse sobre él, pero el grito de horror de Blanca lo detuvo, y entonces volvió los ojos sobre la cuna de su hija. Toda esta escena fue la obra simultánea de un instante; las más breves palabras no alcanzarÃan nunca a traducir su trágica rapidez. El pobre padre, al ver el horrible espectáculo que presentaba el cadáver de su hija, abrasada por las llamas, se detuvo horrorizado ante él, quiso hablar, pero no pudo, fue a lanzarse iracundo sobre el amante, que en actitud vacilante no sabÃa qué partido tomar, pero apenas dio dos pasos cayó al suelo, fulminado por una parálisis repentina, la lengua trabada, el rostro descompuesto, el cuerpo laxo y sin fuerzas. Al caer dio con la frente en el suelo y su rostro se bañó en sangre.
—Huyamos, Blanca—gritó el desconocido, cubriéndola con el tapado que ella le habÃa abandonado al entrar.
Aquella miserable criatura abarcó la escena con una sola mirada, pero el brazo amenazante de la niñita la intimidó y dio vuelta al rostro. El cuerpo de su marido obstruÃa el paso por la única puerta de salida; se detuvo un instante, y como tomando una resolución repentina, con los ojos iluminados por una luz satánica, se volvió al hombre que la esperaba con actitud indecisa, y saltando ambos por sobre el cuerpo que yacÃa en tierra, le gritó:
Yo no me habÃa olvidado de Valentina, mi dulce Valentina de otros dÃas. Mi tÃo, en un hospicio, idiota, sin habla y sin razón. Don Benito casado al fin, con una señora rica y de edad proporcionada a la suya. ¡Qué diablo!
A mà también me dio por casarme y me acordé de mi idilio de veinte años. VivÃa solo y aislado, y lo peor de todo era, que probablemente, por no haber seguido el consejo del doctor Trevexo, de estudiar en los diarios, me encontraba sin recurso alguno para aspirar a las altas posiciones polÃticas con que allá en el año 62 me pronosticaba él un porvenir brillante.
Pero en lo Ãntimo de mi corazón, yo habÃa guardado el recuerdo de Valentina: la única criatura que habÃa dejado en mi alma una memoria dulce y tranquila. Por largo tiempo nos habÃamos escrito, pero después de la muerte de su hermano, nada sabÃa de ella. Valentina era para mà un horizonte lejano, pero lÃmpido, y en la soledad de mi vida, la primera edad reaparecÃa, los dÃas de colegio volvÃan: pensaba en don PÃo y en don Josef, el célebre descendiente de Gonzalo de Córdoba y veÃa la imagen de mi novia, sonriéndome en los únicos años de felicidad que han iluminado la vida.
VeÃala aparecer en uno de los balcones de la antigua casa en que vivÃa o asomado el rostro risueño y sonrosado detrás de los cristales; linda como nunca, llena de juventud, perfumada de gracia y de castidad.
Algunas veces el recuerdo inquietante de Blanca, habÃa turbado mi sueño; el mundo con sus pasiones y sus encuentros, habÃame suspendido un momento en su vorágine, pero poco a poco la purÃsima imagen de Valentina volvÃa a levantarse delante de mis ojos como una cariñosa sombra que me llamaba, allá, al pasado, al dulce pasado de la adolescencia.
Valentina me esperaba y busqué a Valentina en el pueblo del colegio. Llevaba el espÃritu enfermo y agitado bajo la influencia de los tormentos por que habÃa atravesado y la realidad de un sueño de juventud iba a darme la eterna felicidad. Llegué y busqué la casa de Valentina. Ya no habitaba su familia en ella.
Averigüé y la encontré al fin. La poética criatura se habÃa casado con don Camilo, pocos meses antes y era feliz, muy feliz.
Don Camilo tenÃa una renta considerable, era hombre público y hasta hombre distinguido. ¡Sentà la desesperación, la horrible desesperación que se siente ante lo imposible, ante la muerte, ante lo irremediable, y pensé si el alma podrÃa arrancarse del cuerpo y arrojarse como inútil estorbo de la vida!
Pero alguien, con la exigencia inexorable de todos los que leen, querrá saber de Blanca. Blanca, la linda porteña, corre la vida fácil y elegante, pero duerme con los ojos abiertos, porque cuando los cierra, la cara de un viejo idiota y paralÃtico la observa con una sonrisa inmóvil y el brazo rÃgido de su hija muerta se levanta sobre ella como una eterna amenaza.
FIN
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