The Project Gutenberg EBook of La vida de Lazarillo de tormes y de sus fortunas y adversidades, by Unknown This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: La vida de Lazarillo de tormes y de sus fortunas y adversidades Author: Unknown Posting Date: March 18, 2012 [EBook #320] Release Date: September, 1995 Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA VIDA DE LAZARILLO DE *** Produced by an anonymous Project Gutenberg volunteer.
Also known as "Lazarillo de Tormes" or "La vida de Lazarillo de tormes y de sus fortunas y adversidades"
A picaresque romance (1554) of unknown authorship.
LA VIDA DE LAZARILLO DE TORMES Y DE SUS FORTUNAS Y ADVERSIDADES
Autor desconocido.
Edición de Burgos, 1554.
{Interpolaciones de la edición de Alcalá}
Prólogo
Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oÃdas ni vistas, vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podrÃa ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite; y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello. Y asà vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son. Y esto, para ninguna cosa se debrÃa romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar della algún fruto; porque si asà no fuese, muy pocos escribirÃan para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de qué, se las alaben; y a este propósito dice Tulio: "La honra crÃa las artes." ¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala, tiene más aborrecido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse en peligro; y asÃ, en las artes y letras es lo mesmo. Predica muy bien el presentado, y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le dicen: "¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!" Justó muy ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas. ¿Qué hiciera si fuera verdad?
Y todo va desta manera: que confesando yo no ser más santo que mis vecinos, desta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades.
Suplico a vuestra M. reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su poder y deseo se conformaran. Y pues V.M. escribe se le escriba y relate el caso por muy extenso, parecióme no tomalle por el medio, sino por el principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.
Tratado Primero
Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue
Pues sepa V.M. ante todas cosas que a mà llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del rÃo Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenÃa cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel rÃo, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mÃ, tomóle el parto y parióme allÃ: de manera que con verdad puedo decir nacido en el rÃo. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrÃas mal hechas en los costales de los que allà a moler venÃan, por lo que fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vÃnose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venÃa a nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de dÃa llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habÃale miedo, viendo el color y mal gesto que tenÃa; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traÃa pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el niño vÃa a mi madre y a mà blancos, y a él no, huÃa dél con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decÃa: "¡Madre, coco!".
Respondió él riendo: "¡Hideputa!"
Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mÃ:
"¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sà mesmos!"
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que asà se llamaba, llegó a oÃdos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacÃa perdidas, y cuando otra cosa no tenÃa, las bestias desherraba, y con todo esto acudÃa a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aun más, porque a mà con amenazas me preguntaban, y como niño respondÃa, y descubrÃa cuanto sabÃa con miedo, hasta ciertas herraduras que pormandado de mi madre a un herrero vendÃ. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivÃan en el mesón de la Solana; y allÃ, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mà hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo serÃa para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe habÃa muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldrÃa peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mÃ, pues era huérfano. Él le respondió que asà lo harÃa, y que me recibÃa no por mozo sino por hijo. Y asà le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos dÃas, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allÃ; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
"Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno, y Dios te guÃe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Válete por ti."
Y asà me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allà puesto, me dijo:
"Lázaro, llega el oÃdo a este toro, y oirás gran ruido dentro dél."
Yo simplemente llegué, creyendo ser ansÃ; y como sintió que tenÃa la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres dÃas me duró el dolor de la cornada, y dÃjome:
"Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo", y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije entre mÃ:
"Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer."
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos dÃas me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decÃa:
"Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré."
Y fue ansÃ, que después de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a V.M. estas niñerÃas para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.
Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, V.M. sepa que desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila; ciento y tantas oraciones sabÃa de coro: un tono bajo, reposado y muy sonable que hacÃa resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponÃa cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenÃa otras mil formas y maneras para sacar el dinero. DecÃa saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parÃan, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien; echaba pronósticos a las preñadas, si traÃa hijo o hija. Pues en caso de medicina, decÃa que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decÃa padecer alguna pasión, que luego no le decÃa: "Haced esto, hareÃs estotro, cosed tal yerba, tomad tal raÃz." Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decÃan creÃan. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquirÃa, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a mà de hambre, y asà no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabÃa lo más y mejor. Para esto le hacÃa burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traÃa el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella laceria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosÃa y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y ansà buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podÃa sisar y hurtar, traÃa en medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecÃa de vista, no habÃa el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenÃa lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocÃa y sentÃa que no era blanca entera, y decÃa:
"¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedà hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha."
También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenÃa mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo asà lo hacÃa. Luego él tornaba a dar voces, diciendo: "¿Mandan rezar tal y tal oración?", como suelen decir.
Usaba poner cabe sà un jarrillo de vino cuando comÃamos, y yo muy de presto le asÃa y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos conocÃa la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenÃa por el asa asido; mas no habÃa piedra imán que asà trajese a sà como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenÃa hecha, la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale con la mano, y ansà bebÃa seguro. Yo, como estaba hecho al vino, morÃa por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valÃa, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frÃo, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que tenÃamos, y al calor della luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponÃa que maldita la gota se perdÃa. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada: espantábase, maldecÃa, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podÃa ser.
"No diréis, tÃo, que os lo bebo yo -decÃa-, pues no le quitáis de la mano."
Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas asà lo disimuló como si no lo hubiera sentido, y luego otro dÃa, teniendo yo rezumando mi jarro como solÃa, no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentÃa, sentéme como solÃa, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenÃa tiempo de tomar de mà venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me habÃa caÃdo encima. Fué tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos dél se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy dÃa me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me querÃa y regalaba y me curaba, bien vi que se habÃa holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me habÃa hecho, y sonriéndose decÃa: "¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud", y otros donaires que a mi
gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorrarÃa de mÃ, quise yo ahorrar dél; mas no lo hice tan presto por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allà adelante me hacÃa, que sin causa ni razón me herÃa, dándome coxcorrones y repelándome. Y si alguno le decÃa por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
"¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oÃd si el demonio ensayara otra tal hazaña."
Santiguándose los que lo oÃan, decÃan: "¡Mirá, quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!", y reÃan mucho el artificio, y decÃanle: "Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo habréis."
Y él con aquello nunca otra cosa hacÃa. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si habÃa piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto; que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mà de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenÃa. Con esto siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traÃa lleno de tolondrones y pelado de sus manos; y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creÃa más: tal era el sentido y el grandÃsimo entendimiento del traidor.
Y porque vea V.M. a cuánto se estendÃa el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decÃa ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: "Más da el duro que el desnudo." Y venimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, detenÃamonos; donde no, a tercero dÃa hacÃamos Sant Juan.
Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogÃan las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna, y como suelen ir los cestos maltratados y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano; para echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete, ansà por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel dÃa me habÃa dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
"Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera:
tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño."
Hecho ansà el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debrÃa hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podÃa las comÃa. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
"Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres."
"No comà -dije yo- mas ¿por qué sospecháis eso?"
Respondió el sagacÃsimo ciego:
"¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comÃa yo dos a dos y callabas."{, a lo cual yo no respondÃ. Yendo que Ãbamos ansà por debajo de unos soportales en Escalona, adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, habÃa muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte dellas dieron a mi amo en la cabeza; el cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era dÃjome:
"Anda presto, mochacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo."
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, dÃjele:
"TÃo, ¿por qué decÃs eso?"
Respondióme:
"Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás como digo verdad."
Y ansà pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual habÃa muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias. Y como iba tentando si era allà el mesón, adonde él rezaba cada dÃa por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran sospiro dijo:
"¡O mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oÃr tu nombre, por ninguna vÃa!"
Como le oà lo que decÃa, dije:
"TÃo, ¿qué es eso que decÃs?"
"Calla, sobrino, que algún dÃa te dará éste, que en la mano tengo, alguna mala comida y cena."
"No le comeré yo -dije- y no me la dará."
"Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives."
Y ansà pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedÃa en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y ansà por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.}
ReÃme entre mÃ, y aunque mochacho noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas por no ser prolijo dejo de contar muchas cosas, asà graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y dióme un pedazo de longaniza que la asase. Ya que la longaniza habÃa pringado y comÃdose las pringadas, sacó un maravedà de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que habÃa cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allÃ. Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabÃa que habÃa de gozar, no mirando qué me podrÃa suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metà el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos habÃa escapado.
Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenÃa entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no habÃa conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frÃo con el frÃo nabo. Alteróse y dijo:
"¿Qué es esto, Lazarillo?"
"¡Lacerado de mÃ! -dije yo-. ¿Si queréis a mà échar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahÃ, y por burlar harÃa esto."
"No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible "
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondÃa. Levantóse y asióme por la cabeza, y llegóse a olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonÃa que llevaba, asiéndome con las manos, abrÃame la boca más de su derecho y desatentadamente metÃa la nariz, la cual él tenÃa luenga y afilada, y a aquella sazón con el enojo se habÃan augmentado un palmo, con el pico de la cual me llegó a la gulilla. Y con esto y con el gran miedo que tenÃa, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no habÃa hecho asiento en el estómago, y lo más principal, con el destiento de la cumplidÃsima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese devuelto a su dueño: de manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra malmaxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenÃa, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta; y esto bien lo merecÃa, pues por su maldad me venÃan tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allà se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, asà de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecÃa que hacÃa sinjusticia en no se las reÃr.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardÃa y flojedad que hice, por que me maldecÃa, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello que la meitad del camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera asà que asÃ. Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allà estaban, y con el vino que para beber le habÃa traÃdo, laváronme la cara y la garganta, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
"Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida."
Y luego contaba cuántas veces me habÃa descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba.
"Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú."
Y reÃan mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debÃa tener spÃritu de profecÃa, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel dÃa me dijo salirme tan verdadero como adelante V.M. oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mÃ, determiné de todo en todo dejalle, y como lo traÃa pensado y lo tenÃa en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue ansÃ, que luego otro dÃa salimos por la villa a pedir limosna, y habÃa llovido mucho la noche antes; y porque el dÃa también llovÃa, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo habÃa, donde no nos mojamos; mas como la noche se venÃa y el llover no cesaba, dijóme el ciego:
"Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo."
Para ir allá, habÃamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:
"TÃo, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aÃna sin nos mojar, porque se estrecha allà mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto."
Parecióle buen consejo y dijo:
"Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados."
Yo, que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dÃgole:
"Tio, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay."
Como llovÃa recio, y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima de nos caÃa, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme dél venganza), creyóse de mà y dijo:
"Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo."
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste como quien espera tope de toro, y dÃjele:
"¡Sus! Saltá todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua."
Aun apenas lo habÃa acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
"¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? ¡Olé! ¡Olé! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo habÃa ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.
Tratado Segundo
Cómo Lázaro se asentó con un clérigo, y de las cosas que con él pasó
Otro dÃa, no pareciéndome estar allà seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabÃa ayudar a misa. Yo dije que sÃ, como era verdad; que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una dellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me recibió por suyo. Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su cosecha era, o lo habÃa anexado con el hábito de clerecÃa.
Él tenÃa un arcaz viejo y cerrado con su llave, la cual traÃa atada con un agujeta del paletoque, y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allà lanzado, y tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no habÃa ninguna cosa de comer, como suele estar en otras: algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que de la mesa sobran; que me parece a mà que aunque dello no me aprovechara, con la vista dello me consolara. Solamente habÃa una horca de cebollas, y tras la llave en una cámara en lo alto de la casa. Destas tenÃa yo de ración una para cada cuatro dÃas; y cuando le pedÃa la llave para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopecto y con gran continencia la desataba y me la daba diciendo: "Toma, y vuélvela luego, y no hagáis sino golosinar", como si debajo della estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo, las cuales él tenÃa tan bien por cuenta, que si por malos de mis pecados me desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de hambre. Pues, ya que conmigo tenÃa poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partÃa comigo del caldo, que de la carne, ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y ¡pluguiera a Dios que me demediara! Los sábados cómense en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una que costaba tres maravedÃs. Aquélla le cocÃa y comÃa los ojos y la lengua y el cogote y sesos y la carne que en las quijadas tenÃa, y dábame todos los huesos roÃdos, y dábamelos en el plato, diciendo:
"Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo. Mejor vida tienes que el Papa."
"¡Tal te la dé Dios!", decÃa yo paso entre mÃ.
A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza que no me podÃa tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenÃa aparejo, por no tener en qué dalle salto; y aunque algo hubiera, no podia cegalle, como hacÃa al que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció, que todavÃa, aunque astuto, con faltalle aquel preciado sentido no me sentÃa; más estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenÃa. Cuando al ofertorio estábamos, ninguna blanca en la concha caÃa que no era dél registrada: el un ojo tenÃa en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el caxco como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecÃan tenÃa por cuenta; y acabado el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponÃa sobre el altar. No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él vevà o, por mejor decir, morÃ. De la taberna nunca le traje una blanca de vino, mas aquel poco que de la ofrenda habÃa metido en su arcaz compasaba de tal forma que le turaba toda la semana, y por ocultar su gran mezquindad decÃame:
"Mira, mozo, los sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros."
Mas el lacerado mentÃa falsamente, porque en cofradÃas y mortuorios que rezamos, a costa ajena comÃa como lobo y bebÃa más que un saludador. Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces, y esto era porque comÃamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada dÃa matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la extrema unción, como manda el clérigo rezar a los que están allÃ, yo cierto no era el postrero de la oracion, y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo. Y cuando alguno de éstos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al diablo, y el que se morÃa otras tantas bendiciones llevaba de mà dichas. Porque en todo el tiempo que allà estuve, que serÃa cuasi seis meses, solas veinte personas fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo o, por mejor decir, murieron a mi recuesta; porque viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que holgaba de matarlos por darme a mà vida. Mas de lo que al presente padecÃa, remedio no hallaba, que si el dÃa que enterrábamos yo vivÃa, los dÃas que no habÃa muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cuotidiana hambre, más lo sentÃa. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la muerte, que yo también para mà como para los otros deseaba algunas veces; mas no la vÃa, aunque estaba siempre en mÃ.
Pensé muchas veces irme de aquel mezquino amo, mas por dos cosas lo dejaba: la primera, por no me atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza que de pura hambre me venÃa; y la otra, consideraba y decia:
"Yo he tenido dos amos: el primero traÃame muerto de hambre y, dejándole, topé con estotro, que me tiene ya con ella en la sepultura. Pues si deste desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será sino fenecer?"
Con esto no me osaba menear, porque tenÃa por fe que todos los grados habÃa de hallar más ruines; y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni se oyera en el mundo.
Pues, estando en tal aflición, cual plega al Señor librar della a todo fiel cristiano, y sin saber darme consejo, viéndome ir de mal en peor, un dÃa que el cuitado ruin y lacerado de mi amo habÃa ido fuera del lugar, llegóse acaso a mi puerta un calderero, el cual yo creo que fue ángel enviado a mà por la mano de Dios en aquel hábito. Preguntóme si tenÃa algo que adobar.
"En mà tenÃades bien que hacer, y no harÃades poco si me remediásedes", dije paso, que no me oyó; mas como no era tiempo de gastarlo en decir gracias, alumbrado por el SpÃritu Santo, le dije:
"Tio, una llave de este arca he perdido, y temo mi señor me azote. Por vuestra vida, veáis si en ésas que traéis hay alguna que le haga, que yo os lo pagaré."
Comenzó a probar el angélico caldedero una y otra de un gran sartal que dellas traÃa, y yo ayudalle con mis flacas oraciones. Cuando no me cato, veo en figura de panes, como dicen, la cara de Dios dentro del arcaz; y, abierto, dÃjele:
"Yo no tengo dineros que os dar por la llave, mas tomad de ahà el pago."
Él tomó un bodigo de aquéllos, el que mejor le pareció, y dándome mi llave se fue muy contento, dejándome más a mÃ. Mas no toqué en nada por el presente, porque no fuese la falta sentida, y aun, porque me vi de tanto bien señor, parecióme que la hambre no se me osaba allegar. Vino el mÃsero de mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada que el ángel habÃa llevado.
Y otro dÃa, en saliendo de casa, abro mi paraÃso panal, y tomo entre las manos y dientes un bodigo, y en dos credos le hice invisible, no se me olvidando el arca abierta; y comienzo a barrer la casa con mucha alegrÃa, pareciéndome con aquel remedio remediar dende en adelante la triste vida. Y asà estuve con ello aquel dÃa y otro gozoso. Mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso, porque luego al tercero dÃa me vino la terciana derecha, y fue que veo a deshora al que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz volviendo y revolviendo, contando y tornando a contar los panes.
Yo disimulaba, y en mi secreta oración y devociones y plegarias decÃa: "¡Sant Juan y ciégale!"
Después que estuvo un gran rato echando la cuenta, por dÃas y dedos contando, dijo:
"Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo dijera que me habÃan tomado della panes; pero de hoy más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con ellos: nueve quedan y un pedazo."
"¡Nuevas malas te dé Dios!", dijo yo entre mÃ.
Parecióme con lo que dijo pasarme el corazón con saeta de montero, y comenzóme el estómago a escarbar de hambre, viéndose puesto en la dieta pasada. Fue fuera de casa; yo, por consolarme, abro el arca, y como vi el pan, comencélo de adorar, no osando recebillo. Contélos, si a dicha el lacerado se errara, y hallé su cuenta más verdadera que yo quisiera. Lo más que yo pude hacer fue dar en ellos mil besos y, lo más delicado que yo pude, del partido partà un poco al pelo que él estaba; y con aquél pasé aquel dÃa, no tan alegre como el pasado.
Mas como la hambre creciese, mayormente que tenÃa el estómago hecho a más pan aquellos dos o tres dÃas ya dichos, morÃa mala muerte; tanto, que otra cosa no hacÃa en viéndome solo sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios, que ansà dicen los niños. Mas el mesmo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en tal estrecho, trujo a mi memoria un pequeño remedio; que, considerando entre mÃ, dije:
"Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque pequeños agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él, hacen daño a este pan. Sacarlo entero no es cosa conveniente, porque verá la falta el que en tanta me hace vivir. Esto bien se sufre."
Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allà estaban; y tomo uno y dejo otro, de manera que en cada cual de tres o cuatro desmigajé su poco; después, como quien toma gragea, lo comÃ, y algo me consolé. Mas él, como viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar, y sin dubda creyó ser ratones los que el daño habÃan hecho, porque estaba muy al propio contrahecho de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y viole ciertos agujeros por do sospechaba habÃan entrado. Llamóme, diciendo:
"¡Lázaro! ¡Mira, mira qué persecución ha venido aquesta noche por nuestro pan!"
Yo hÃceme muy maravillado, preguntándole qué serÃa.
"¡Qué ha de ser! -dijo él-. Ratones, que no dejan cosa a vida."
PusÃmonos a comer, y quiso Dios que aun en esto me fue bien, que me cupo más pan que la laceria que me solÃa dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado, diciendo:
"Cómete eso, que el ratón cosa limpia es."
Y asà aquel dÃa, añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas, por mejor decir, acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba. Y luego me vino otro sobresalto, que fue verle andar solÃcito, quitando clavos de las paredes y buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja arca.
"¡Oh, Señor mÃo! -dije yo entonces-, ¡a cuánta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los nacidos, y cuán poco turan los placeres de esta nuestra trabajosa vida! Heme aquà que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi laceria, y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura; mas no quiso mi desdicha, despertando a este lacerado de mi amo y poniéndole más diligencia de la que él de suyo se tenÃa (pues los mÃseros por la mayor parte nunca de aquella carecen), agora, cerrando los agujeros del arca, cierrase la puerta a mi consuelo y la abriese a mis trabajos."
Asà lamentaba yo, en tanto que mi solÃcito carpintero con muchos clavos y tablillas dio fin a sus obras, diciendo: "Agora, donos traidores ratones, conviéneos mudar propósito, que en esta casa mala medra tenéis."
De que salió de su casa, voy a ver la obra y hallé que no dejó en la triste y vieja arca agujero ni aun por dónde le pudiese entrar un moxquito. Abro con mi desaprovechada llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes comenzados, los que mi amo creyó ser ratonados, y dellos todavÃa saqué alguna laceria, tocándolos muy ligeramente, a uso de esgremidor diestro. Como la necesidad sea tan gran maestra, viéndome con tanta, siempre, noche y dÃa, estaba pensando la manera que ternÃa en sustentar el vivir; y pienso, para hallar estos negros remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se avisa y al contrario con la hartura, y asà era por cierto en mÃ.
Pues estando una noche desvelado en este pensamiento, pensando como me podrÃa valer y aprovecharme del arcaz, sentà que mi amo dormÃa, porque lo mostraba con roncar y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba durmiendo. Levantéme muy quedito y, habiendo en el dÃa pensado lo que habÃa de hacer y dejado un cuchillo viejo que por allà andaba en parte do le hallase, voyme al triste arcaz, y por do habÃa mirado tener menos defensa le acometà con el cuchillo, que a manera de barreno dél usé. Y como la antiquÃsima arca, por ser de tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida, luego se me rindió, y consintió en su costado por mi remedio un buen agujero. Esto hecho, abro muy paso la llagada arca y, al tiento, del pan que hallé partido hice según deyuso está escrito. Y con aquello algún tanto consolado, tornando a cerrar, me volvà a mis pajas, en las cuales reposé y dormà un poco, lo cual yo hacÃa mal, y echábalo al no comer; y ansà serÃa, porque cierto en aquel tiempo no me debÃan de quitar el sueño los cuidados del rey de Francia.
Otro dÃa fue por el señor mi amo visto el daño asà del pan como del agujero que yo habÃa hecho, y comenzó a dar a los diablos los ratones y decir:
"¿Qué diremos a esto? ¡Nunca haber sentido ratones en esta casa sino agora!"
Y sin dubda debÃa de decir verdad; porque si casa habÃa de haber en el reino justamente de ellos privilegiada, aquélla de razón habÃa de ser, porque no suelen morar donde no hay qué comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las paredes y tablillas a atapárselos. Venida la noche y su reposo, luego era yo puesto en pie con mi aparejo, y cuantos él tapaba de dÃa, destapaba yo de noche. En tal manera fue, y tal priesa nos dimos, que sin dubda por esto se debió decir: "Donde una puerta se cierra, otra se abre." Finalmente, parecÃamos tener a destajo la tela de Penélope, pues cuanto él tejÃa de dÃa, rompÃa yo de noche; ca en pocos dÃas y noches pusimos la pobre despensa de tal forma, que quien quisiera propiamente della hablar, más corazas viejas de otro tiempo que no arcaz la llamara, según la clavazón y tachuelas sobre sà tenÃa.
De que vio no le aprovechar nada su remedio, dijo:
"Este arcaz está tan maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se defienda; y va ya tal que, si andamos más con él, nos dejará sin guarda; y aun lo peor, que aunque hace poca, todavÃa hará falta faltando, y me pondrá en costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta aquà no aprovecha, armaré por de dentro a estos ratopes malditos."
Luego buscó prestada una ratonera, y con cortezas de queso que a los vecinos pedÃa, contino el gato estaba armado dentro del arca, lo cual era para mà singular auxilio; porque, puesto caso que yo no habÃa menester muchas salsas para comer, todavÃa me holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y sin esto no perdonaba el ratonar del bodigo.
Como hallase el pan ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo comÃa, dábase al diablo, preguntaba a los vecinos qué podrÃa ser comer el queso y sacarlo de la ratonera, y no caer ni quedar dentro el ratón, y hallar caÃda la trampilla del gato. Acordaron los vecinos no ser el ratón el que este daño hacÃa, porque no fuera menos de haber caÃdo alguna vez. DÃjole un vecino:
"En vuestra casa yo me acuerdo que solÃa andar una culebra, y ésta debe ser sin dubda. Y lleva razón que, como es larga, tiene lugar de tomar el cebo; y aunque la coja la trampilla encima, como no entre toda dentro, tórnase a salir."
Cuadró a todos lo que aquél dijo, y alteró mucho a mi amo; y dende en adelante no dormÃa tan a sueño suelto, que cualquier gusano de la madera que de noche sonase, pensaba ser la culebra que le roÃa el arca. Luego era puesto en pie, y con un garrote que a la cabacera, desde que aquello le dijeron, ponÃa, daba en la pecadora del arca grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con el estruendo que hacÃa, y a mà no me dejaba dormir. êbase a mis pajas y trastornábalas, y a mà con ellas, pensando que se iba para mà y se envolvÃa en mis pajas o en mi sayo, porque le decÃan que de noche acaecÃa a estos animales, buscando calor, irse a las cunas donde están criaturas y aun mordellas y hacerles peligrar. Yo las más veces hacÃa del dormido, y en las mañas decÃame él:
"Esta noche, mozo, ¿no sentiste nada? Pues tras la culebra anduve, y aun pienso se ha de ir para ti a la cama, que son muy frÃas y buscan calor."
"Plega a Dios que no me muerda -decÃa yo-, que harto miedo le tengo."
De esta manera andaba tan elevado y levantado del sueño, que, mi fe, la culebra (o culebro, por mejor decir) no osaba roer de noche ni levantarse al arca; mas de dÃa, mientra estaba en la iglesia o por el lugar, hacÃa mis saltos: los cuales daños viendo él y el poco remedio que les podÃa poner, andaba de noche, como digo, hecho trasgo.
Yo hube miedo que con aquellas diligencias no me topase con la llave que debajo de las pajas tenÃa, y parecióme lo más seguro metella de noche en la boca. Porque ya, desde que vivà con el ciego, la tenÃa tan hecha bolsa que me acaeció tener en ella doce o quince maravedÃs, todo en medias blancas, sin que me estorbasen el comer; porque de otra manera no era señor de una blanca que el maldito ciego no cayese con ella, no dejando costura ni remiendo que no me buscaba muy a menudo. Pues ansÃ, como digo, metÃa cada noche la llave en la boca, y dormÃa sin recelo que el brujo de mi amo cayese con ella; mas cuando la desdicha ha de venir, por demás es diligencia.
Quisieron mis hados, o por mejor decir mis pecados, que una noche que estaba durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debÃa tener, de tal manera y postura, que el aire y resoplo que yo durmiendo echaba salÃa por lo hueco de la llave, que de cañuto era, y silbaba, según mi desastre quiso, muy recio, de tal manera que el sobresaltado de mi amo lo oyó y creyó sin duda ser el silbo de la culebra; y cierto lo debÃa parecer.
Levantóse muy paso con su garrote en la mano, y al tiento y sonido de la culebra se llegó a mà con mucha quietud, por no ser sentido de la culebra; y como cerca se vio, pensó que allà en las pajas do yo estaba echado, al calor mÃo se habÃa venido. Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un tan gran golpe, que sin ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.
Como sintió que me habÃa dado, según yo debÃa hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba él que se habÃa llegado a mà y dándome grandes voces, llamándome, procuró recordarme. Mas como me tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se me iba, y conoció el daño que me habÃa hecho, y con mucha priesa fue a buscar lumbre. Y llegando con ella, hallóme quejando, todavÃa con mi llave en la boca, que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de aquella manera que debÃa estar al tiempo que silbaba con ella.
Espantado el matador de culebras qué podrÃa ser aquella llave, miróla, sacándomela del todo de la boca, y vio lo que era, porque en las guardas nada de la suya diferenciaba. Fue luego a proballa, y con ella probó el maleficio. Debió de decir el cruel cazador: "El ratón y culebra que me daban guerra y me comÃan mi hacienda he hallado."
De lo que sucedió en aquellos tres dÃas siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la ballena; mas de cómo esto que he contado oÃ, después que en mà torné, decir a mi amo, el cual a cuantos allà venÃan lo contaba por extenso.
A cabo de tres dÃas yo torné en mi sentido y vine echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada y llena de aceites y ungüentos y, espantado, dije: "¿Qué es esto?"
Respondióme el cruel sacerdote:
"A fe, que los ratones y culebras que me destruÃan ya los he cazado."
Y miré por mÃ, y vime tan maltratado que luego sospeché mi mal.
A esta hora entró una vieja que ensalmaba, y los vecinos, y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza y curar el garrotazo. Y como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse mucho y dijeron:
"Pues ha tornado en su acuerdo, placerá a Dios no será nada."
Ahà tornaron de nuevo a contar mis cuitas y a reÃrlas, y yo, pecador, a llorarlas. Con todo esto, diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me pudieron remediar. Y ansÃ, de poco en poco, a los quince dÃas me levanté y estuve sin peligro, mas no sin hambre, y medio sano.
Luego otro dÃa que fui levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacóme la puerta fuera y, puesto en la calle, dÃjome:
Lázaro, de hoy más eres tuyo y no mÃo. Busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañÃa tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido mozo de ciego."
Y santiguándose de mà como si yo estuviera endemoniado, tórnase a meter en casa y cierra su puerta.
Tratado Tercero
Cómo Lázaro se asentó con un escudero, y de lo que le acaeció con él
Desta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza y, poco a poco, con ayuda de las buenas gentes di comigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde con la merced de Dios dende a quince dÃas se me cerró la herida; y mientras estaba malo, siempre me daban alguna limosna, mas después que estuve sano, todos me decÃan:
"Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un amo a quien sirvas."
"¿Y adónde se hallará ése -decÃa yo entre mÃ- si Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le criase?
Andando asà discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y dÃjome:
"Mochacho, ¿buscas amo?"
Yo le dije: "SÃ, señor."
"Pues vente tras mà -me respondió- que Dios te ha hecho merced en topar comigo. Alguna buena oración rezaste hoy."
Y seguÃle, dando gracias a Dios por lo que le oÃ, y también que me parecÃa, según su hábito y continente, ser el que yo habÃa menester.
Era de mañana cuando este mi tercero amo topé, y llevóme tras sà gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendÃa pan y otras provisiones. Yo pensaba y aun deseaba que allà me querÃa cargar de lo que se vendÃa, porque ésta era propria hora cuando se suele proveer de lo necesario; mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas. "Por ventura no lo vee aquà a su contento -decÃa yo- y querrá que lo compremos en otro cabo."
Desta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oÃr misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia.
A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habÃamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que debÃa ser hombre, mi nuevo amo, que se proveÃa en junto, y que ya la comida estarÃa a punto tal y como yo la deseaba y aun la habÃa menester.
En este tiempo dio el reloj la una después de mediodÃa, y llegamos a una casa ante la cual mi amo se paró, y yo con él; y derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa; la cual tenÃa la entrada obscura y lóbrega de tal manera que parece que ponÃa temor a los que en ella entraban, aunque dentro della estaba un patio pequeño y razonables cámaras.
Desque fuimos entrados, quita de sobre sà su capa y, preguntando si tenÃa las manos limpias, la sacudimos y doblamos, y muy limpiamente soplando un poyo que allà estaba, la puso en él. Y hecho esto, sentóse cabo della, preguntándome muy por extenso de dónde era y cómo habÃa venido a aquella ciudad; y yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me parecÃa más conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla que de lo que me pedÃa. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parecÃa no ser para en cámara.
Esto hecho, estuvo ansà un poco, y yo luego vi mala señal, por ser ya casi las dos y no le ver más aliento de comer que a un muerto. Después desto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo habÃa visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras: finalmente, ella parecÃa casa encantada. Estando asÃ, dÃjome:
"Tú, mozo, ¿has comido?"
"No, señor -dije yo-, que aún no eran dadas las ocho cuando con vuestra merced encontré."
"Pues, aunque de mañana, yo habÃa almorzado, y cuando ansà como algo, hágote saber que hasta la noche me estoy ansÃ. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos.
Vuestra merced crea, cuando esto le oÃ, que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allà se me representaron de nuevo mis fatigas, y torné a llorar mis trabajos; allà se me vino a la memoria la consideración que hacÃa cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que aunque aquél era desventurado y mÃsero, por ventura toparÃa con otro peor: finalmente, allà lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo, disimulando lo mejor que pude:
"Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. Deso me podré yo alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y ansà fui yo loado della fasta hoy dÃa de los amos que yo he tenido."
"Virtud es ésa -dijo él- y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien."
"¡Bien te he entendido! -dije yo entre mÃ- ¡maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos que yo hallo hallan en la hambre!"
Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habÃan quedado de los de por Dios. Él, que vio esto, dÃjome:
"Ven acá, mozo. ¿Qué comes?"
Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme él un pedazo, de tres que eran el mejor y más grande, y dÃjome:
"Por mi vida, que parece éste buen pan."
"¡Y cómo! ¿Agora -dije yo-, señor, es bueno?"
"SÃ, a fe -dijo él-. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limpias?"
"No sé yo eso -le dije-; mas a mà no me pone asco el sabor dello."
"Asà plega a Dios" -dijo el pobre de mi amo.
Y llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro.
"SabrosÃsimo pan está -dijo-, por Dios."
Y como le sentà de qué pie coxqueaba, dime priesa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, se comedirÃa a ayudarme a lo que me quedase; y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habÃan quedado, y entró en una camareta que allà estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y desque hubo bebido convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
"Señor, no bebo vino."
"Agua es, -me respondió-. Bien puedes beber."
Entonces tomé el jarro y bebÃ, no mucho, porque de sed no era mi congoja. Ansà estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondà lo mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de que bebimos, y dÃjome:
"Mozo, párate allà y verás, cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquà adelante."
Púseme de un cabo y él del otro y hecimos la negra cama, en la cual no habÃa mucho que hacer, porque ella tenÃa sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecÃa colchón, aunque servÃa dél, con harta menos lana que era menester. Aquél tendimos, haciendo cuenta de ablandalle, lo cual era imposible, porque de lo duro mal se puede hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa tenÃa dentro de sÃ, que puesto sobre el cañizo todas las cañas se señalaban y parecÃan a lo proprio entrecuesto de flaquÃsimo puerco; y sobre aquel hambriento colchón un alfamar del mesmo jaez, del cual el color yo no pude alcanzar. Hecha la cama y la noche venida, dÃjome:
"Lázaro, ya es tarde, y de aquà a la plaza hay gran trecho. También en esta ciudad andan muchos ladrones que siendo de noche capean. Pasemos como podamos y mañana, venido el dÃa, Dios hará merced; porque yo, por estar solo, no estoy proveÃdo, antes he comido estos dÃas por allá fuera, mas agora hacerlo hemos de otra manera."
"Señor, de mà -dije yo- ninguna pena tenga vuestra merced, que sé pasar una noche y aun más, si es menester, sin comer."
"Vivirás más y más sano -me respondió-, porque como decÃamos hoy, no hay tal cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco."
"Si por esa vÃa es -dije entre mÃ-, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa regla por fuerza, y aun espero en mi desdicha tenella toda mi vida."
Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón, y mandóme echar a sus pies, lo cual yo hice; mas ¡maldito el sueño que yo dormÃ! Porque las cañas y mis salidos huesos en toda la noche dejaron de rifar y encenderse, que con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no habÃa libra de carne; y también, como aquel dÃa no habÃa comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual con el sueño no tenÃa amistad. MaldÃjeme mil veces -¡Dios me lo perdone!- y a mi ruin fortuna, allà lo más de la noche, y (lo peor) no osándome revolver por no despertalle, pedà a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa -y yo que le servÃa de pelillo- y vÃstese muy a su placer de espacio. Echéle aguamanos, peinóse y puso su espada en el talabarte y, al tiempo que la ponÃa, dÃjome:
"¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese. Mas ansà ninguna de cuantas Antonio hizo, no acertó a ponelle los aceros tan prestos como ésta los tiene."
Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, diciendo:
"¿Vesla aqu� Yo me obligo con ella cercenar un copo de lana."
Y yo dije entre mÃ:
"Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras."
Tornóla a meter y ciñósela y un sartal de cuentas gruesas del talabarte, y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo:
"Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oÃr misa, y haz la cama, y ve por la vasija de agua al rÃo, que aquà bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten algo, y ponla aquà al quicio, porque si yo viniere en tanto pueda entrar."
Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o a lo menos camarero que le daba de vestir.
"¡Bendito seáis vos, Señor -quedé yo diciendo-, que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién encontrara a aquel mi señor que no piense, según el contento de sà lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y aun agora es de mañana, no le cuenten por muy bien almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor, los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañara aquella buena disposición y razonable capa y sayo y quién pensara que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el dÃa sin comer, con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro trujo un dÃa y una noche en el arca de su seno, do no se le podÃa pegar mucha limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos, se hacÃa servir de la halda del sayo? Nadie por cierto lo sospechara. ¡Oh Señor, y cuántos de aquéstos debéis vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra lo que por vos no sufrirÃan!"
Ansà estaba yo a la puerta, mirando y considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi amo traspuso la larga y angosta calle, y como lo vi trasponer, tornéme a entrar en casa, y en un credo la anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa ni hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y doy comigo en el rÃo, donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes muchas tienen por estilo de irse a las mañanicas del verano a refrescar y almorzar sin llevar qué por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de faltar quién se lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar.
Y como digo, él estaba entre ellas hecho un MacÃas, diciéndoles más dulzuras que Ovidio escribió. Pero como sintieron dél que estaba bien enternecido, no se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el acostumbrado pago. Él, sintiéndose tan frÃo de bolsa cuanto estaba caliente del estómago, tomóle tal calofrÃo que le robó la color del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no validas. Ellas, que debÃan ser bien instituÃdas, como le sintieron la enfermedad, dejáronle para el que era.
Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné, con mucha diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa, de la cual pensé barrer alguna parte, que era bien menester, mas no hallé con qué. Púseme a pensar qué harÃa, y parecióme esperar a mi amo hasta que el dÃa demediase y si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano fue mi experiencia.
Desque vi ser las dos y no venÃa y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do mandó, y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz e inclinadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas más grandes que me parecÃa. Mas como yo este oficio le hobiese mamado en la leche, quiero decir que con el gran maestro el ciego lo aprendÃ, tan suficiente discÃpulo salà que, aunque en este pueblo no habÃa caridad ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di que, antes que el reloj diese las cuatro, ya yo tenÃa otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo y más de otras dos en las mangas y senos. VolvÃme a la posada y al pasar por la triperÃa pedà a una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña de vaca con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él paseándose por el patio. Como entro, vÃnose para mÃ. Pensé que me querÃa reñir la tardanza, mas mejor lo hizo Dios. Preguntóme dó venÃa. Yo le dije:
"Señor, hasta que dio las dos estuve aquÃ, y de que vi que V.M. no venÃa, fuime por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis."
Mostréle el pan y las tripas que en un cabo de la halda traÃa, a lo cual él mostró buen semblante y dijo:
"Pues esperado te he a comer, y de que vi que no veniste, comÃ. Mas tú haces como hombre de bien en eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo, y ansà Él me ayude como ello me parece bien. Y solamente te encomiendo no sepan que vives comigo, por lo que toca a mi honra, aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir!"
"De eso pierda, señor, cuidado -le dije yo-, que maldito aquél que ninguno tiene de pedirme esa cuenta ni yo de dalla."
"Agora pues, come, pecador. Que, si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad; aunque te digo que después que en esta casa entré, nunca bien me ha ido. Debe ser de mal suelo, que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser sin dubda de ellas; mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella aunque me la den por mÃa."
Sentéme al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda; y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y disimuladamente miraba al desventurado señor mÃo, que no partÃa sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servÃan de plato. Tanta lástima haya Dios de mà como yo habÃa dél, porque sentà lo que sentÃa, y muchas veces habÃa por ello pasado y pasaba cada dÃa. Pensaba si serÃa bien comedirme a convidalle; mas por me haber dicho que habÃa comido, temÃa me no aceptarÃa el convite. Finalmente, yo deseaba aquel pecador ayudase a su trabajo del mÃo, y se desayunase como el dÃa antes hizo, pues habÃa mejor aparejo, por ser mejor la vianda y menos mi hambre.
Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo, porque, como comencé a comer y él se andaba paseando llegóse a mà y dÃjome:
"DÃgote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo verá hacer que no le pongas gana aunque no la tenga."
"La muy buena que tú tienes -dije yo entre mÃ- te hace parecer la mÃa hermosa."
Con todo, parecióme ayudarle, pues se ayudaba y me abrÃa camino para ello, y dÃjele:
"Señor, el buen aparejo hace buen artÃfice. Este pan está sabrosÃsimo y esta uña de vaca tan bien cocida y sazonada, que no habrá a quien no convide con su sabor."
"¿Uña de vaca es?"
"Si, señor."
"DÃgote que es el mejor bocado del mundo, que no hay faisán que ansà me sepa."
"Pues pruebe, señor, y verá qué tal está."
Póngole en las uñas la otra y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco y asentóseme al lado, y comienza a comer como aquel que lo habÃa gana, royendo cada huesecillo de aquéllos mejor que un galgo suyo lo hiciera.
"Con almodrote -decÃa- es éste singular manjar."
"Con mejor salsa lo comes tú", respondà yo paso.
"Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hobiera comido bocado."
"¡Ansà me vengan los buenos años como es ello!" -dije yo entre mÃ.
Pidióme el jarro del agua y dÃselo como lo habÃa traÃdo. Es señal que, pues no le faltaba el agua, que no le habÃa a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy contentos nos fuimos a dormir como la noche pasada.
Y por evitar prolijidad, desta manera estuvimos ocho o diez dÃas, yéndose el pecador en la mañana con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles, teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de lobo. Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que escapando de los amos ruines que habÃa tenido y buscando mejorÃa, viniese a topar con quien no solo no me mantuviese, mas a quien yo habÃa de mantener.
Con todo, le querÃa bien, con ver que no tenÃa ni podÃa más, y antes le habÃa lástima que enemistad; y muchas veces, por llevar a la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo alto de la casa a hacer sus menesteres, y en tanto yo, por salir de sospecha, desenvolvÃle el jubón y las calzas que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de terciopelo raso hecho cien dobleces y sin maldita la blanca ni señal que la hobiese tenido mucho tiempo.
"Éste -decÃa yo- es pobre y nadie da lo que no tiene. Mas el avariento ciego y el malaventurado mezquino clérigo que, con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de lengua suelta, me mataban de hambre, aquéllos es justo desamar y aquéste de haber mancilla."
Dios es testigo que hoy dÃa, cuando topo con alguno de su hábito, con aquel paso y pompa, le he lástima, con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual con toda su pobreza holgarÃa de servir más que a los otros por lo que he dicho. Sólo tenÃa dél un poco de descontento: que quisiera yo me no tuviera tanta presunción, mas que abajara un poco su fantasÃa con lo mucho que subÃa su necesidad. Mas, según me parece, es regla ya entre ellos usada y guardada; aunque no haya cornado de trueco, ha de andar el birrete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este mal han de morir.
Pues, estando yo en tal estado, pasando la vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no durase. Y fue, como el año en esta tierra fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres estranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón que el que de allà adelante topasen fuese punido con azotes. Y asÃ, ejecutando la ley, desde a cuatro dÃas que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles, lo cual me puso tan gran espanto, que nunca osé desmandarme a demandar.
Aquà viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores, tanto que nos acaeció estar dos o tres dÃas sin comer bocado, ni hablaba palabra. A mà diéronme la vida unas mujercillas hilanderas de algodón, que hacÃan bonetes y vivÃan par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y conocimiento; que de la laceria que les traÃan me daban alguna cosilla, con la cual muy pasado me pasaba.
Y no tenÃa tanta lástima de mà como del lastimado de mi amo, que en ocho dÃas maldito el bocado que comió. A lo menos, en casa bien lo estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comÃa. ¡Y velle venir a mediodÃa la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja de las que aun asaz no habÃa en casa, y salÃa a la puerta escarbando los dientes que nada entre sà tenÃan, quejándose todavÃa de aquel mal solar diciendo:
"Malo está de ver, que la desdicha desta vivienda lo hace. Como ves, es lóbrega, triste, obscura. Mientras aquà estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo que se acabe este mes por salir della."
Pues, estando en esta afligida y hambrienta persecución un dÃa, no sé por cual dicha o ventura, en el pobre poder de mi amo entró un real, con el cual él vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro de Venecia; y con gesto muy alegre y risueño me lo dio, diciendo:
"Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano. Ve a la plaza y merca pan y vino y carne: ¡quebremos el ojo al diablo! Y más, te hago saber, porque te huelgues, que he alquilado otra casa, y en ésta desastrada no hemos de estar más de en cumplimiento el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso la primera teja, que con mal en ella entré! Por Nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno; mas ¡tal vista tiene y tal obscuridad y tristeza! Ve y ven presto, y comamos hoy como condes."
Tomo mi real y jarro y a los pies dándoles priesa, comienzo a subir mi calle encaminando mis pasos para la plaza muy contento y alegre. Mas ¿qué me aprovecha si está constituido en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra? Y ansà fue éste; porque yendo la calle arriba, echando mi cuenta en lo que le emplearÃa que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas gracias a Dios que a mi amo habÃa hecho con dinero, a deshora me vino al encuentro un muerto, que por la calle abajo muchos clérigos y gente en unas andas traÃan. Arriméme a la pared por darles lugar, y desque el cuerpo pasó, venÃan luego a par del lecho una que debÃa ser mujer del difunto, cargada de luto, y con ella otras muchas mujeres; la cual iba llorando a grandes voces y diciendo:
"Marido y señor mÃo, ¿adónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y obscura, a la casa donde nunca comen ni beben!"
Yo que aquello oÃ, juntóseme el cielo con la tierra, y dije:
"¡Oh desdichado de mÃ! Para mi casa llevan este muerto."
Dejo el camino que llevaba y hendà por medio de la gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el más correr que pude para mi casa, y entrando en ella cierro a grande priesa, invocando el auxilio y favor de mi amo, abrazándome dél, que me venga a ayudar y a defender la entrada. El cual algo alterado, pensando que fuese otra cosa, me dijo:
"¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué has? ¿Por qué cierras la puerta con tal furia?"
"¡Oh señor -dije yo- acuda aquÃ, que nos traen acá un muerto!"
"¿Cómo as�", respondió él.
"Aquà arriba lo encontré, y venÃa diciendo su mujer: "Marido y señor mio, ¿adónde os llevan? ¡A la casa lóbrega y obscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca comen ni beben! Acá, señor, nos le traen."
Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no tenÃa por qué estar muy risueño, rio tanto que muy gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenÃa ya yo echada la aldaba a la puerta y puesto el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavÃa me recelaba que nos le habÃan de meter en casa; y después fue ya más harto de reÃr que de comer, el bueno de mi amo dÃjome:
"Verdad es, Lázaro; según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste. Mas, pues Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre, y ve por de comer."
"Dejálos, señor, acaben de pasar la calle", dije yo.
Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester, según el miedo y alteración, y me torno a encaminar. Mas aunque comimos bien aquel dÃa, maldito el gusto yo tomaba en ello, ni en aquellos tres dÃas torné en mi color; y mi amo muy risueño todas las veces que se le acordaba aquella mi cosideración.
De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos dÃas, y en todos deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque desde el primer dÃa que con él asenté, le conocà ser estranjero, por el poco conocimiento y trato que con los naturales della tenÃa. Al fin se cumplió mi deseo y supe lo que deseaba; porque un dÃa que habÃamos comido razonablemente y estaba algo contento, contóme su hacienda y dÃjome ser de Castilla la Vieja, y que habÃa dejado su tierra no más de por no quitar el bonete a un caballero su vecino.
"Señor -dije yo- si él era lo que decÃs y tenÃa más que vos, ¿no errábades en no quitárselo primero, pues decÃs que él también os lo quitaba?"
"Sà es, y sà tiene, y también me lo quitaba él a mÃ; mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero, no fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la mano."
"Paréceme, señor -le dije yo- que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que tienen más."
"Eres mochacho -me respondió- y no sientes las cosas de la honra, en que el dÃa de hoy está todo el caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber que yo soy, como vees, un escudero; mas ¡vótote a Dios!, si al conde topo en la calle y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga, me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la hay, antes que llegue a mÃ, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona. Acuérdome que un dÃa deshonré en mi tierra a un oficial, y quise ponerle las manos, porque cada vez que le topaba me decÃa: «Mantenga Dios a vuestra merced.» «Vos, don villano ruin -le dije yo- ¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir, como si fuese quienquiera?» De allà adelante, de aquà acullá, me quitaba el bonete y hablaba como debÃa."
"¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro -dije yo- decirle que le mantenga Dios?"
"¡Mira mucho de enhoramala! -dijo él-. A los hombres de poca arte dicen eso, mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de vuestra merced», o por lo menos: «Bésoos, señor, las manos», si el que me habla es caballero. Y ansÃ, de aquél de mi tierra que me atestaba de mantenimiento nunca más le quise sufrir, ni sufrirÃa ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo, que «Manténgaos Dios» me diga."
"Pecador de mà -dije yo-, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se lo ruegue."
"Mayormente -dijo- que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas, que a estar ellas en pie y bien labradas, diez y seis leguas de donde nacÃ, en aquella Costanilla de Valladolid, valdrÃan más de doscientas veces mil maravedÃs, según se podrÃan hacer grandes y buenas; y tengo un palomar que, a no estar derribado como está, darÃa cada año más de doscientos palominos; y otras cosas que me callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra. Y vine a esta ciudad, pensando que hallarÃa un buen asiento, mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y señores de la iglesia, muchos hallo, mas es gente tan limitada que no los sacaran de su paso todo el mundo. Caballeros de media talla, también me ruegan; mas servir con éstos es gran trabajo, porque de hombre os habéis de convertir en malilla y si no. «Andá con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos plazos, y las más y las más ciertas, comido por servido. Ya cuando quieren reformar conciencia y satisfaceros vuestros sudores, sois librados en la recámara, en un sudado jubón o raÃda capa o sayo. Ya cuando asienta un hombre con un señor de tÃtulo, todavÃa pasa su laceria. ¿Pues por ventura no hay en mi habilidad para servir y contestar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy gran su privado pienso que fuese y que mil servicios le hiciese, porque yo sabrÃa mentille tan bien como otro, y agradalle a las mil maravillas: reÃlle ya mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona en dicho y hecho; no me matar por no hacer bien las cosas que él no habÃa de ver, y ponerme a reñir, donde lo oyese, con la gente de servicio, porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba; si riñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para la encender la ira y que pareciesen en favor del culpado; decirle bien de lo que bien le estuviese y, por el contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa y a los de fuera; pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas; y otras muchas galas de esta calidad que hoy dÃa se usan en palacio. Y a los señores dél parecen bien, y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios ni con quien el señor se puede descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el dÃa de hoy, de lo que yo usarÃa. Mas no quiere mi ventura que le halle."
Desta manera lamentaba también su adversa fortuna mi amo, dándome relación de su persona valerosa.
Pues, estando en esto, entró por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pide el alquiler de la casa y la vieja el de la cama. Hacen cuenta, y de dos en dos meses le alcanzaron lo que él en un año no alcanzara: pienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio muy buena respuesta: que saldrÃa a la plaza a trocar una pieza de a dos, y que a la tarde volviese. Mas su salida fue sin vuelta. Por manera que a la tarde ellos volvieron, mas fue tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida la noche, y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y contéles el caso, y allà dormÃ. Venida la mañana, los acreedores vuelven y preguntan por el vecino, mas a estotra puerta. Las mujeres le responden: "Veis aquà su mozo y la llave de la puerta."
Ellos me préguntaron por él y dÃjele que no sabÃa adónde estaba y que tampoco habÃa vuelto a casa desde que salió a trocar la pieza, y que pensaba que de mà y de ellos se habÃa ido con el trueco. De que esto me oyeron, van por un alguacil y un escribano. Y helos do vuelven luego con ellos, y toman la llave, y llámanme, y llaman testigos, y abren la puerta, y entran a embargar la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda la casa y halláronla desembarazada, como he contado, y dÃcenme:
"¿Qué es de la hacienda de tu amo, sus arcas y paños de pared y alhajas de casa?"
"No sé yo eso", le respondÃ.
"Sin duda -dicen ellos- esta noche lo deben de haber alzado y llevado a alguna parte. Señor alguacil, prended a este mozo, que él sabe dónde está."
En esto vino el alguacil, y echóme mano por el collar del jubón, diciendo:
"Mochacho, tú eres preso si no descubres los bienes deste tu amo."
Yo, como en otra tal no me hubiese visto -porque asido del collar, sÃ, habÃa sido muchas e infinitas veces, mas era mansamente dél trabado, para que mostrase el camino al que no vÃa- yo hube mucho miedo, y llorando prometÃle de decir lo que preguntaban.
"Bien está -dicen ellos-, pues di todo lo que sabes, y no hayas temor."
Sentóse el escribano en un poyo para escrebir el inventario, preguntándome qué tenÃa.
"Señores -dije yo-, lo que este mi amo tiene, según él me dijo, es un muy buen solar de casas y un palomar derribado."
"Bien está -dicen ellos-. Por poco que eso valga, hay para nos entregar de la deuda. ¿Y a qué parte de la ciudad tiene eso?", me preguntaron.
"En su tierra", respondÃ.
"Por Dios, que está bueno el negocio -dijeron ellos-. ¿Y adónde es su tierra?"
"De Castilla la Vieja me dijo él que era", le dije yo.
Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo:
"Bastante relación es ésta para cobrar vuestra deuda, aunque mejor fuese."
Las vecinas, que estaban presentes, dijeron:
"Señores, éste es un niño inocente, y ha pocos dÃas que está con ese escudero, y no sabe dél más que vuestras merecedes, sino cuánto el pecadorcico se llega aquà a nuestra casa, y le damos de comer lo que podemos por amor de Dios, y a las noches se iba a dormir con él."
Vista mi inocencia, dejáronme, dándome por libre. Y el alguacil y el escribano piden al hombre y a la mujer sus derechos, sobre lo cual tuvieron gran contienda y ruido, porque ellos alegaron no ser obligados a pagar, pues no habÃa de qué ni se hacÃa el embargo. Los otros decÃan que habÃan dejado de ir a otro negocio que les importaba más por venir a aquél. Finalmente, después de dadas muchas voces, al cabo carga un porquerón con el viejo alfamar de la vieja, aunque no iba muy cargado. Allá van todos cinco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que el pecador alfamar pagara por todos, y bien se empleaba, pues el tiempo que habÃa de reposar y descansar de los trabajos pasados, se andaba alquilando.
AsÃ, como he contado, me dejó mi pobre tercero amo, do acabé de conocer mi ruin dicha, pues, señalándose todo lo que podrÃa contra mÃ, hacÃa mis negocios tan al revés, que los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mà no fuese ansÃ, mas que mi amo me dejase y huyese de mÃ.
Tratado Cuarto
Cómo Lázaro se asentó con un fraile de la Merced, y de lo que le acaeció con él
Hube de buscar el cuarto, y éste fue un fraile de la Merced, que las mujercillas que digo me encaminaron, al cual ellas le llamaban pariente: gran enemigo del coro y de comer en el convento, perdido por andar fuera, amicÃsimo de negocios seglares y visitar, tanto que pienso que rompÃa él más zapatos que todo el convento. Éste me dio los primeros zapatos que rompà en mi vida, mas no me duraron ocho dÃas, ni yo pude con su trote durar más. Y por esto y por otras cosillas que no digo, salà dél.
Tratado Quinto
Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y de las cosas que con él pasó
En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero, el más desenvuelto y desvengonzado y el mayor echador dellas que jamás yo vi ni ver espero ni pienso que nadie vio; porque tenÃa y buscaba modos y maneras y muy sotiles invenciones.
En entrando en los lugares do habÃan de presentar la bula, primero presentaba a los clérigos o curas algunas cosillas, no tampoco de mucho valor ni substancia: una lechuga murciana, si era por el tiempo, un par de limas o naranjas, un melocotón, un par de duraznos, cada sendas peras verdiniales. Ansà procuraba tenerlos propicios porque favoreciesen su negocio y llamasen sus feligreses a tomar la bula.
Ofreciéndosele a él las gracias, informábase de la suficiencia dellos. Si decÃan que entendÃan, no hablaba palabra en latÃn por no dar tropezón; mas aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y desenvoltÃsima lengua. Y si sabÃa que los dichos clérigos eran de los reverendos, digo que más con dineros que con letras y con reverendas se ordena, hacÃase entre ellos un Santo Tomás y hablaba dos horas en latÃn: a lo menos, que lo parecÃa aunque no lo era.
Cuando por bien no le tomaban las bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen, y para aquello hacÃa molestias al pueblo e otras veces con mañosos artificios. Y porque todos los que le veÃa hacer serÃa largo de contar, diré uno muy sotil y donoso, con el cual probaré bien su suficiencia.
En un lugar de la Sagra de Toledo habÃa predicado dos o tres dÃas, haciendo sus acostumbradas diligencias, y no le habÃan tomado bula, ni a mi ver tenÃan intención de se la tomar. Estaba dado al diablo con aquello y, pensando qué hacer, se acordó de convidar al pueblo, para otro dÃa de mañana despedir la bula.
Y esa noche, después de cenar, pusiéronse a jugar la colación él y el alguacil, y sobre el juego vinieron a reñir y a haber malas palabras. Él llamó al alguacil ladrón, y el otro a él falsario. Sobre esto, el señor comisario mi señor tomó un lanzón que en el portal do jugaban estaba. El aguacil puso mano a su espada, que en la cinta tenÃa. Al ruido y voces y que todos dimos, acuden los huéspedes y vecinos y métense en medio, y ellos muy enojados procurándose desembarazar de los que en medio estaban, para se matar. Mas como la gente al gran ruido cargase y la casa estuviese llena della, viendo que no podÃan afrentarse con las armas, decÃanse palabras injuriosas, entre las cuales el alguacil dijo a mi amo que era falsario y las bulas que predicaba que eran falsas.
Finalmente, que los del pueblo, viendo que no bastaban a ponellos en paz, acordaron de llevar el alguacil de la posada a otra parte. Y asà quedó mi amo muy enojado; y después que los huéspedes y vecinos le hubieron rogado que perdiese el enojo y se fuese a dormir, se fue. Y asà nos echamos todos.
La mañana venida, mi amo se fue a la iglesia y mandó tañer a misa y al sermón para despedir la bula. Y el pueblo se juntó, el cual andaba murmurando de las bulas, diciendo como eran falsas y que el mesmo alguacil riñendo lo habÃa descubierto; de manera que tras que tenÃan mala gana de tomalla, con aquello de todo la aborrecieron.
El señor comisario se subió al púlpito y comienza su sermón, y a animar la gente a que no quedasen sin tanto bien e indulgencia como la santa bula traÃa. Estando en lo mejor del sermón, entra por la puerta de la iglesia el alguacil y, desque hizo oración, levantóse y con voz alta y pausada cuerdamente comenzó a decir:
"Buenos hombres, oÃdme una palabra, que después oiréis a quien quisiéredes. Yo vine aquà con este echacuervo que os predica, el cual engañó y dijo que le favoreciese en este negocio y que partirÃamos la ganancia. Y agora, visto el daño que harÃa a mi conciencia y a vuestras haciendas, arrepentido de lo hecho, os declaro claramente que las bulas que predica son falsas, y que no le creáis ni las toméis, y que yo directe ni indirecte no soy parte en ellas, y que desde agora dejo la vara y doy con ella en el suelo; y si algún tiempo éste fuere castigado por la falsedad, que vosotros me seáis testigos como yo no soy con él ni le doy a ello ayuda, antes os desengaño y declaro su maldad."
Y acabó su razonamiento. Algunos hombres honrados que allà estaban se quisieron levantar y echar el alguacil fuera de la iglesia, por evitar escándalo. Mas mi amo les fue a la mano y mandó a todos que so pena de excomunión no le estorbasen, mas que le dejasen decir todo lo que quisiese. Y ansÃ, él también tuvo silencio, mientras el alguacil dijo todo lo que he dicho.
Como calló, mi amo le preguntó, si querÃa decir más, que lo dijese. El alguacil dijo:
"Harto hay más que decir de vos y de vuestra falsedad, mas por agora basta."
El señor comisario se hincó de rodillas en el púlpito y, puestas las manos y mirando al cielo, dijo ansÃ:
"Señor Dios, a quien ninguna cosa es escondida, antes todas manifiestas, y a quien nada es imposible, antes todo posible, tú sabes la verdad y cuán injustamente yo soy afrentado. En lo que a mà toca, yo lo perdono porque tú, Señor, me perdones. No mires a aquél que no sabe lo que hace ni dice; mas la injuria a ti hecha, te suplico, y por justicia te pido, no disimules; porque alguno que está aquÃ, que por ventura pensó tomar aquesta santa bula, dando crédito a las falsas palabras de aquel hombre, lo dejará de hacer. Y pues es tanto perjuicio del prójimo, te suplico yo, Señor, no lo disimules, mas luego muestra aquà milagro, y sea desta manera: que si es verdad lo que aquél dice y que traigo maldad y falsedad, este púlpito se hunda conmigo y meta siete estados debajo de tierra, do él ni yo jamás parezcamos. Y si es verdad lo que yo digo y aquél, persuadido del demonio, por quitar y privar a los que están presentes de tan gran bien, dice maldad, también sea castigado y de todos conocida su malicia."
Apenas habÃa acabado su oración el devoto señor mÃo, cuando el negro alguacil cae de su estado y da tan gran golpe en el suelo que la iglesia toda hizo resonar, y comenzó a bramar y echar espumajos por la boca y torcella, y hacer visajes con el gesto, dando de pie y de mano, revolviéndose por aquel suelo a una parte y a otra. El estruendo y voces de la gente era tan grande, que no se oÃan unos a otros. Algunos estaban espantados y temerosos. Unos decÃan:
"El Señor le socorra y valga."
Otros:
"Bien se le emplea, pues levantaba tan falso testimonio."
Finalmente, algunos que allà estaban, y a mi parecer no sin harto temor, se llegaron y le trabaron de los brazos, con los cuales daba fuertes puñadas a los que cerca dél estaban. Otros le tiraban por las piernas y tuvieron reciamente, porque no habÃa mula falsa en el mundo que tan recias coces tirase. Y asà le tuvieron un gran rato, porque más de quince hombres estaban sobre él, y a todos daba las manos llenas, y si se descuidaban, en los hocicos.
A todo esto, el señor mi amo estaba en el púlpito de rodillas, las manos y los ojos puestos en el cielo, transportado en la divina esencia, que el planto y ruido y voces que en la iglesia habÃa no eran parte para apartalle de su divina contemplación.
Aquellos buenos hombres llegaron a él, y dando voces le despertaron y le suplicaron quisiese socorrer a aquel pobre que estaba muriendo, y que no mirase a las cosas pasadas ni a sus dichos malos, pues ya dellos tenÃa el pago; mas si en algo podrÃa aprovechar para librarle del peligro y pasión que padecÃa, por amor de Dios lo hiciese, pues ellos veÃan clara la culpa del culpado y la verdad y bondad suya, pues a su petición y venganza el Señor no alargó el castigo.
El señor comisario, como quien despierta de un dulce sueño, los miró y miró al delincuente y a todos los que alderredor estaban, y muy pausadamente les dijo:
"Buenos hombres, vosotros nunca habÃades de rogar por un hombre en quien Dios tan señaladamente se ha señalado; mas pues él nos manda que no volvamos mal por mal y perdonemos las injurias, con confianza podremos suplicarle que cumpla lo que nos manda, y Su Majestad perdone a éste que le ofendió poniendo en su santa fe obstáculo. Vamos todos a suplicalle."
Y asà bajó del púlpito y encomendó a que muy devotamente suplicasen a Nuestro Señor tuviese por bien de perdonar a aquel pecador, y volverle en su salud y sano juicio, y lanzar dél el demonio, si Su Majestad habÃa permitido que por su gran pecado en él entrase. Todos se hincaron de rodillas, y delante del altar con los clérigos comenzaban a cantar con voz baja una letanÃa. Y viniendo él con la cruz y agua bendita, después de haber sobre él cantado, el señor mi amo, puestas las manos al cielo y los ojos que casi nada se le parecÃa sino un poco de blanco, comienza una oración no menos larga que devota, con la cual hizo llorar a toda la gente como suelen hazer en los sermones de Pasión, de predicador y auditorio devoto, suplicando a Nuestro Señor, pues no querÃa la muerte del pecador, sino su vida y arrepentimiento, que aquel encaminado por el demonio y persuadido de la muerte y pecado, le quisiese perdonar y dar vida y salud, para que se arrepintiese y confesase sus pecados.
Y esto hecho, mandó traer la bula y púsosela en la cabeza; y luego el pecador del alguacil comenzó poco a poco a estar mejor y tornar en sÃ. Y desque fue bien vuelto en su acuerdo, echóse a los pies del señor comisario y demandóle perdón, y confesó haber dicho aquello por la boca y mandamiento del demonio, lo uno por hacer a él daño y vengarse del enojo, lo otro y más principal, porque el demonio recibÃa mucha pena del bien que allà se hiciera en tomar la bula. El señor mi amo le perdonó, y fueron hechas las amistades entre ellos; y a tomar la bula hubo tanta priesa, que casi ánima viviente en el lugar no quedó sin ella: marido y mujer, e hijos e hijas, mozos y mozas.
Divulgóse la nueva de lo acaecido por los lugares comarcanos, y cuando a ellos llegábamos, no era menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada la venÃan a tomar como si fueran peras que se dieran de balde. De manera que en diez o doce lugares de aquellos alderredores donde fuimos, echó el señor mi amo otras tantas mil bulas sin predicar sermón.
Cuando él hizo el ensayo, confieso mi pecado que también fui dello espantado y creà que ansà era, como otros muchos; mas con ver después la risa y burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacÃan del negocio, conocà como habÃa sido industriado por el industrioso e inventivo de mi amo. {Acaeciónos en otro lugar, el cual no quiero nombrar por su honra, lo siguiente; y fue que mi amo predicó dos o tres sermones y do a Dios la bula tomaban. Visto por el asunto de mi amo lo que pasaba y que, aunque decÃa se fiaban por un año, no aprovechaba y que estaban tan rebeldes en tomarla y que su trabajo era perdido, hizo tocar las campanas para despedirse. Y hecho su sermón y despedido desde el púlpito, ya que se querÃa abajar, llamó al escribano y a mÃ, que iba cargado con unas alforjas, e hÃzonos llegar al primer escalón, y tomó al alguacil las que en las manos llevaba y las que no tenÃa en las alforjas, púsolas junto a sus pies, y tornóse a poner en el púlpito con cara alegre y arrojar desde allà de diez en diez y de veinte en veinte de sus bulas hacia todas partes, diciendo:
"Hermanos mÃos, tomad, tomad de las gracias que Dios os envÃa hasta vuestras casas, y no os duela, pues es obra tan pÃa la redención de los captivos cristianos que están en tierra de moros. Porque no renieguen nuestra santa fe y vayan a las penas del infierno, siquiera ayudadles con vuestra limosna y con cinco paternostres y cinco avemarÃas, para que salgan de cautiverio. Y aun también aprovechan para los padres y hermanos y deudos que tenéis en el Purgatorio, como lo veréis en esta santa bula."
Como el pueblo las vio ansà arrojar, como cosa que se daba de balde y ser venida de la mano de Dios, tomaban a más tomar, aun para los niños de la cuna y para todos sus defuntos, contando desde los hijos hasta el menor criado que tenÃan, contándolos por los dedos. VÃmonos en tanta priesa, que a mà aÃnas me acabaran de romper un pobre y viejo sayo que traÃa, de manera que certifico a V.M. que en poco más de una hora no quedó bula en las alforjas, y fue necesario ir a la posada por más.
Acabados de tomar todos, dijo mi amo desde el púlpito a su escribano y al del concejo que se levantasen y, para que se supiese quién eran los que habÃan de gozar de la santa indulgencia y perdones de la santa bula y para que él diese buena cuenta a quien le habÃa enviado, se escribiesen. Y asà luego todos de muy buena voluntad decÃan las que habÃan tomado, contando por orden los hijos y criados y defuntos. Hecho su inventario, pidió a los alcaldes que por caridad, porque él tenÃa que hacer en otra parte, mandasen al escribano le diese autoridad del inventario y memoria de las que allà quedaban, que, según decÃa el escribano, eran más de dos mil. Hecho esto, él se despedió con mucha paz y amor, y ansà nos patrimos deste lugar; y aun, antes que nos partiésemos, fue preguntado él por el teniente cura del lugar y por los regidores si la bula aprovechaba para las criaturas que estaban en el vientre de sus madres, a lo cual él respondió que según las letras que él habÃa estudiado que no, que lo fuesen a preguntar a los doctores más antiguos que él, y que esto era lo que sentÃa en este negocio.
E ansà nos partimos, yendo todos muy alegres del buen negocio. DecÃa mi amo al alguacil y escribano:
"¿Qué os parece, como a estos villanos, que con solo decir »Cristianos viejos somos», sin hacer obras de caridad, se piensan salvar sin poner nada de su hacienda? Pues, por vida del licenciado Pascasio Gómez, que a su costa se saquen más de diez cautivos."
Y ansà nos fuimos hasta otro lugar de aquel cabo de Toledo, hacia la Mancha, que se dice, adonde topamos otros más obtinados en tomar bulas. Hechas mi amo y los demás que Ãbamos nuestras diligencias, en dos fiestas que allà estuvimos no se habÃan echado treinta bulas. Visto por mi amo la gran perdición y la mucha costa que traÃa, (y) el ardideza que el sotil de mi amo tuvo para hacer despender sus bulas, fue que este dÃa dija la misa mayor, y después de acabado el sermón y vuelto al altar, tomó una cruz que traÃa de poco más de un palmo, y en un brasero de lumbre que encima del altar habÃa, el cual habÃan traÃdo para calentarse las manos porque hacÃa gran frÃo, púsole detrás del misal sin que nadie mirase en ello, y allà sin decir nada puso la cruz encima la lumbre. Y, ya que hubo acabado la misa y echada la bendición, tomóla con un pañizuelo, bien envuelta la cruz en la mano derecha y en la otra la bula, y ansà se bajó hasta la postrera grada del altar, adonde hizo que besaba la cruz, e hizo señal que viniesen adorar la cruz.
Y ansà vinieron los alcaldes los primeros y los más ancianos del lugar, viniendo uno a uno como se usa. Y el primero que llegó, que era un alcalde viejo, aunque él le dio a besar la cruz bien delicadamente, se abrasó los rostros y se quitó presto afuera. Lo cual visto por mi amo, le dijo:
"¡Paso, quedo, señor alcalde! ¡Milagro!"
Y ansà hicieron otros siete o ocho, y a todos les decÃa:
"¡Paso, señores! ¡Milagro!"
Cuando él vido que los rostriquemados bastaban para testigos del milagro, no la quiso dar más a besar. Subióse al pie del altar y de allà decÃa cosas maravillosas, diciendo que por la poca caridad que habÃa en ellos habÃa Dios permitido aquel milagro y que aquella cruz habÃa de ser llevada a la santa iglesia mayor de su Obispado; que por la poca caridad que en el pueblo habÃa, la cruz ardÃa. Fue tanta la prisa que hubo en el tomar de la bula, que no bastaban dos escribanos ni los clérigos ni sacristanes a escribir. Creo de cierto que se tomaron más de tres mil bulas, como tengo dicho a V.M. Después, al partir, él fue con gran reverencia, como es razón, a tomar la santa cruz, diciendo que la habÃa de hacer engastonar en oro, como era razón. Fue rogado mucho del concejo y clérigos del lugar les dejase allà aquella santa cruz por memoria del milagro allà acaecido. Él en ninguna manera lo querÃa hacer y al fin, rogado de tantos, se la dejó; con que le dieron otra cruz vieja que tenÃan antigua de plata, que podrá pesar dos o tres libras, según decÃan.
Y ansà nos partimos alegres con el buen trueque y con haber negociado bien. En todo no vio nadie lo susodicho sino yo, porque me subÃa par del altar para ver si habÃa quedado algo en las ampollas, para ponello en cobro, como otras veces yo lo tenÃa de costumbre. Y como allà me vio, púsose el dedo en la boca haciéndome señal que callase. Yo ansà lo hice porque me cumplÃa, aunque, después que vi el milagro, no cabÃa en mà por echallo fuera, sino que el temor de mi astuto amo no me lo dejaba comunicar con nadie, ni nunca de mà salió, porque me tomó juramento que no descubriese el milagro. Y ansà lo hice hasta agora}. Y aunque mochacho, cayóme mucho en gracia, y dije entre mÃ:
"¡Cuántas destas deben hacer estos burladores entre la inocente gente!"
Finalmente, estuve con este mi quinto amo cerca de cuatro meses, en los cuales pasé también hartas fatigas{, aunque me daba bien de comer a costa de los curas y otros clérigos do iba a predicar.}
Tratado Sexto
Cómo Lázaro se asentó con un capellán, y lo que con él pasó
Después desto, asenté con un maestro de pintar panderos para molelle los colores, y también sufrà mil males.
Siendo ya en este tiempo buen mozuelo, entrando un dÃa en la iglesia mayor, un capellán della me recibió por suyo, y púsome en poder un asno y cuatro cántaros y un azote, y comencé a echar agua por la cibdad. Éste fue el primer escalón que yo subà para venir a alcanzar buena vida, porque mi boca era medida. Daba cada dÃa a mi amo treinta maravedÃs ganados, y los sábados ganaba para mÃ, y todo lo demás, entre semana, de treinta maravedÃs.
Fueme tan bien en el oficio que al cabo de cuatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para me vestir muy honradamente de la ropa vieja, de la cual compré un jubón de fustán viejo y un sayo raÃdo de manga tranzada y puerta, y una capa que habÃa sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar.
Desque me vi en hábito de hombre de bien, dije a mi amo se tomase su asno, que no querÃa más seguir aquel oficio.
Tratado Séptimo
Cómo Lázaro se asentó con un alguacil, y de lo que le acaeció con él
Despedido del capellán, asenté por hombre de justicia con un alguacil, mas muy poco vivà con él, por parecerme oficio peligroso; mayormente, que una noche nos corrieron a mà y a mi amo a pedradas y a palos unos retraÃdos, y a mi amo, que esperó, trataron mal, mas a mà no me alcanzaron. Con esto renegué del trato.
Y pensando en qué modo de vivir harÃa mi asiento por tener descanso y ganar algo para la vejez, quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa; y con favor que tuve de amigos y señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre sino los que le tienen; en el cual el dÃa de hoy vivo y resido a servicio de Dios y de vuestra merced.
Y es que tengo cargo de pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en almonedas y cosas perdidas, acompañar los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delitos: pregonero, hablando en buen romance{, en el cual oficio un dÃa que ahorcábamos un apañador en Toledo y llevaba una buena soga de esparto, conocà y caà en la cuenta de la sentencia que aquel mi ciego amo habÃa dicho en Escalona, y me arrepentà del mal pago que le di por lo mucho que me enseñó, que, después de Dios, él me dio industria para llegar al estado que ahora estó.}
Hame sucedido tan bien, yo le he usado tan fácilmente, que casi todas las cosas al oficio tocantes pasan por mi mano: tanto que en toda la ciudad el que ha de echar vino a vender o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho.
En este tiempo, viendo mi habilidad y buen vivir, teniendo noticia de mi persona el señor arcipreste de Sant Salvador, mi señor, y servidor y amigo de vuestra merced, porque le pregonaba sus vinos, procuró casarme con una criada suya; y visto por mà que de tal persona no podÃa venir sino bien y favor, acordé de lo hacer.
Y asà me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido; porque, allende de ser buena hija y diligente, servicial, tengo en mi señor acipreste todo favor y ayuda. Y siempre en el año le da en veces al pie de una carga de trigo, por las Pascuas su carne, y cuando el par de los bodigos, las calzas viejas que deja; e hÃzonos alquilar una casilla par de la suya. Los domingos y fiestas casi todas las comÃamos en su casa. Mas malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán, no nos dejan vivir, diciendo no sé qué, y sà sé qué, de que veen a mi mujer irle a hacer la cama y guisalle de comer. Y mejor les ayude Dios que ellos dicen la verdad;{ aunque en este tiempo siempre he tenido alguna sospechuela y habido algunas malas cenas por esperalla algunas noches hasta las laudes y aún más, y se me ha venido a la memoria lo que mi amo el ciego me dijo en Escalona estando asido del cuerno; aunque de verdad siempre pienso que el diablo me lo trae a la memoria por hacerme malcasado, y no le aprovecha} porque, allende de no ser ella mujer que se pague destas burlas, mi señor me ha prometido lo que pienso cumplirá. Que él me habló un dÃa muy largo delante della, y me dijo:
"Lázaro de Tormes, quien ha de mirar a dichos de malas lenguas, nunca medrará. Digo esto porque no me maravillarÃa alguno, viendo entrar en mi casa a tu mujer y salir della. Ella entra muy a tu honra y suya, y esto te lo prometo. Por tanto, no mires a lo que pueden decir, sino a lo que te toca, digo a tu provecho."
"Señor -le dije-, yo determiné de arrimarme a los buenos. Verdad es que algunos de mis amigos me han dicho algo deso, y aun, por más de tres veces me han certificado que, antes que comigo casase, habÃa parido tres veces, hablando con reverencia de V.M., porque está ella delante."
Entonces mi mujer echó juramentos sobre sÃ, que yo pensé la casa se hundiera con nosotros, y después tomóse a llorar y a echar maldiciones sobre quien comigo la habÃa casado, en tal manera que quisiera ser muerto antes que se me hobiera soltado aquella palabra de la boca. Mas yo de un cabo y mi señor de otro, tanto le dijimos y otorgamos que cesó su llanto, con juramento que le hice de nunca más en mi vida mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y habÃa por bien de que ella entrase y saliese, de noche y de dÃa, pues estaba bien seguro de su bondad. Y asà quedamos todos tres bien conformes. Hasta el dÃa de hoy, nunca nadie nos oyó sobre el caso; antes, cuando alguno siento que quiere decir algo della, le atajo y le digo:
"Mirá: si sois amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace pesar; mayormente si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero, y la amo más que a mÃ. Y me hace Dios con ella mil mercedes y más bien que yo merezco; que yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él."
Desta manera no me dicen nada, y yo tengo paz en mi casa.
Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella cortes, y se hicieron grandes regocijos, como vuestra merced habrá oÃdo. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna{, de lo que de aquà adelante me sucediere avisaré a vuestra merced.}
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