The Project Gutenberg EBook of Juvenilla; Prosa ligera, by Miguel Cané This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this eBook or online at www.gutenberg.org Title: Juvenilla; Prosa ligera Author: Miguel Cané Release Date: December 7, 2012 [EBook #41575] Language: Spanish Character set encoding: ISO-8859-1 *** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK JUVENILLA; PROSA LIGERA *** Produced by Adrian Mastronardi, Carlos Colon and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
PROSA LIGERA
Nació en Montevideo, en 1851, durante la emigración. Estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y se graduó en Derecho en la Universidad el año 1872. Perteneció al grupo de espíritus selectos que formó la "generación del ochenta", en momentos en que la cultura argentina se renovaba substancialmente en el orden científico y literario.
Su actividad fué solicitada alternativamente por la política, la diplomacia y la vida universitaria; pero siempre se mantuvo fiel cultor de las buenas letras, con aticismo exquisito. Nadie pudo ser más representativo para ocupar el primer decanato de nuestra Facultad de Filosofía y Letras, a cuya existencia quedó para siempre vinculado su nombre.
Inició su carrera de escritor en "La Tribuna" y "El Nacional". En 1875 fué diputado al Congreso; en 1880 director general de correos y telégrafos; después de 1881 ministro plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, España y Francia. En 1892 fué Intendente de Buenos Aires y poco después Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores.
Publicó los siguientes libros, que le asignan un puesto eminente en nuestra historia literaria: "Ensayos" (1877), "Juvenilia" (1882), "En viaje" (1884), "Charlas literarias" (1885), Traducción de "Enrique IV" (1900), "Notas e impresiones" (1901), "Prosa ligera" (1903). Ha dejado numerosos "Escritos y Discursos" que pueden ser reunidos en un volumen tan interesante como los anteriores.
Con excelente gusto crítico y ductilidad de estilo, cualidades que educó en todo tiempo, logró ser el más leído de nuestros "croniqueurs", igualando los buenos modelos de este género esencialmente francés. Más se preocupó de la gracia sonriente que de la disciplina adusta, prefiriendo la línea esbelta a la pesada robustez, como que fué en sus aficiones un griego de París.
Falleció en Buenos Aires el 5 de Septiembre de 1905.
"LA CULTURA ARGENTINA"
MIGUEL CANÉ
JUVENILIA
PROSA LIGERA
Textos completos, con un prólogo de
HORACIO RAMOS MEJÍA
BUENOS AIRES
«La Cultura Argentina»—Avenida de Mayo 646
1916
ADVERTENCIA DE LA PRESENTE REEDICION
Por indicación del Dr. Miguel Cané (hijo) se ha preferido para la reimpresión de "Juvenilia" el texto de la edición de 1901, que ha sido objeto de retoques y adiciones del autor; para la de "Prosa Ligera" se sigue el texto de 1903.—L.C.A.
I
Nos separan algunos lustros de la época en que Miguel Cané actuaba; poco tiempo, sin duda, en la evolución moral de un país, aunque el nuestro, por causas complejas, realiza la propia a saltos. En fantástica carrera los hechos se suceden, cambiando nuestra fisonomía colectiva a cada instante. Aquel lapso de tiempo equivale en la vida europea al correr de muchos años, quizá varias décadas. Entre nosotros la duración de una existencia humana representa una época. Así, al hablar de Cané, casi tenemos que referirnos a un momento completamente diverso del actual.
Ocurrió su nacimiento en 1851, en vísperas de la organización nacional. Contemporáneo de Sarmiento, Vicente F. López y Alberdi, perteneció a la generación de Pellegrini, Lucio V. López, del Valle y Avellaneda. Todos se han ido y con ellos sus modalidades, sus virtudes, sus vicios y sus costumbres. Hubo entonces más personalidades descollantes, ya porque el término medio fuera más bajo o porque existe actualmente un nivel superior de cultura general efectuado a expensas de la individualidad sobresaliente. De todas maneras, pudo en aquel tiempo existir, y existió, una élite [10] en cierto modo reducida, directora absoluta en todos los órdenes de la actividad: política, artística y social, inconcebible en estos tiempos de actividades antagónicas y en que la mayor población, o mejor, la necesidad de dividir el trabajo social, ha originado esferas de acción diversas, sin más punto de contacto que el del choque.
Aquel grupo director, a que perteneció Cané por méritos propios, constituyó en política el gobierno y la oposición simultáneamente, por no decir que fué siempre y únicamente lo primero, no existiendo la segunda; pues si bien actuó en estos dos aspectos de la vida pública, lo hizo sin que existieran más divergencias entre sus componentes que las nacidas de la simpatía personal o de los rumbos circunstanciales tomados por cualquiera de ellos. Chocaron hombres, no ideas. Los negocios públicos se manejaron así, en acuerdo íntimo, aunque en el detalle, o en la forma, se pudiera diferir. De tal modo, más que una causa de discordia, la política fué para ellos un nuevo lazo de unión, que hizo más fuerte y eficaz su influencia, hasta por el hecho mismo de dar la cómoda apariencia de un rodaje político completo, sin sus notorios inconvenientes. En arte fué el grupo avanzado que gustaba de la música, del teatro y de las letras modernas, mientras la generalidad se emocionaba todavía con la lírica ingenua y las trovas románticas; y llegado el caso, en noble complot, provocaba por medio de vigorosos artículos o en propagandas de club y casas de familia, una corriente simpática para salvar del desamparo a Rossi, el estupendo intérprete de Shakespeare, que se debatía en el Politeama entre la olímpica frialdad de las butacas vacías.
En el aspecto social de la vida, tuvieron el doble prestigio de su nacimiento y de su talento. La estrecha comunidad de afectos y de ideales, [11] favoreciendo la tertulia amable de la fiesta de familia y del club, ocasión para el trato continuo y obligadamente chispeante, hizo de ellos esos "causeurs" inimitables, persuasivos sin aparentarlo y entretenidos hasta sin quererlo; supieron usar de ese don con eficacia, y de ellos salió el conjunto de oradores que ha tenido la República.
Esa fué la influencia de la "élite" en los tres órdenes de la actividad de ese tiempo. En retribución, el medio los hizo así: Hombres de mundo, decidores, caballerescos y delicados hasta en el insulto al adversario; escritores de afición, entretenidos y sueltos, casi ninguno dedicado totalmente a la literatura, como a nada; políticos de alma—cargando el prejuicio de que sólo el puesto público exalta la personalidad y aleja la perspectiva del fracaso—francos, cariñosos y nobles; conjunto de cualidades y defectos que puede resumirse en una sola palabra: el porteño, prototipo de nuestra psicología social. A su acervo habría que agregar, redondeando el retrato, ese convencimiento íntimo, tan suyo, de superioridad respecto del provinciano, cuya silueta, de contornos inesperados por la traición alevosa del sastre del terruño, en impensada conjura con una capilosidad que tenía reminiscencias de bosque,—al que no le faltaban ni los trinos zorzaleños,—ocultaba todo ese caudal de voluntad, honda instrucción y solidez de pensamiento,—intransparentable por la reserva de su temperamento,—para ofrecerse sin defensa exterior de ninguna clase al comentario risueño e incisivo. Me viene el recuerdo de una de sus páginas tan felices de Juvenilia, en la que su autor nos refiere uno de los muchos incidentes a que daba lugar este antagonismo de los dos caracteres:
"Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos (dos provincianos)—cuenta Cané—uno [12] que decía, con una palangana en la mano: ¡Agora no más la vo a derramar! y el otro que contestaba en voz de tiple: ¡No la derramís! Lo convertimos en estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote". La viveza y el indiscutible brillo del porteño, hízole aprovechar de esa ventaja de su temperamento—que era la única—y le asignó injustamente un valor que no tenía...
Si se quisiera una muestra de lo que decíamos al comenzar, ninguna sería mejor, posiblemente, que ésta: los pocos años transcurridos han bastado para borrar aquellas creencias, aunque una falsa exterioridad pretenda ocultarlo, en algunos casos.
El porteño tenía el complemento de su personalidad en la calle Florida. Los coches en interminable hilera desfilaban, a la caída de la tarde, de regreso de Palermo, con todo lo elegante que en nuestra sociedad contaba, entre la doble fila de muchachos. El saludo amplio y largo, en el que el sombrero parecía añorar el penacho caballeresco, señalaba el encuentro de la gente conocida, que era toda.
Luego los famosos bailes del Club del Progreso...
¿No parece que estuviéramos hablando de otro país? Tan diferente fué esa época de la actual, que de ella sólo queda el recuerdo, formado, para nosotros, de las conversaciones de aquellos que fueron actores, cuando en días de invierno propicios al calor del fuego, o en noches de serenidad estival, bajo el amplio techo de estrellas y de una melancolía que era un repique lejano, gustaban relatar a media voz sus tiempos de juventud, con esa elocuencia tan evocadora, aun para los que nada habíamos visto y que sólo hemos sentido en ellos...
Miguel Cané fué todo eso. Tuvo, asimismo, otras condiciones de que carecieran la mayoría de sus [13] contemporáneos, o que en ellos estuvieron mitigadas por sus temperamentos.
Señaló en el diapasón general una tendencia que resulta grata para las almas afines: el afán de la cultura intelectual superior, artística. La fundación de la Facultad de Filosofía y Letras fué una de sus aspiraciones, y fué creada, en mucha parte, por los trabajos que él hiciera en su favor. Aunque ella, más que una solución,—la Facultad de Derecho o de Medicina, pueden haber abogados y médicos; la de Filosofía y Letras no hace un filósofo ni un literato,—es índice que señala un derrotero, y a Cané debemos nuestro agradecimiento por eso. Hay otro hecho que lo señala también a una consideración especial en este mismo sentido. En un momento de la vida intelectual argentina, en que su prestigio de hombre de letras le permitió ejercer un cierto tutelaje paternal sobre los nuevos, supo ser un protector decidido e inteligente. Y saber alentar es como ser bueno: no se aprende, se nace.
II
De toda su generación y aun de las anteriores, Cané ha sido, como escritor, el tipo representativo, como lo fuera Echeverría bajo otro concepto, y lo es Lugones de nuestro momento actual.
Su tipo representativo, desde este punto de vista: de lo que pudieron dar la mayoría de nuestros hombres con vocación literaria. De lo que dieron es Echeverría, posiblemente el más talentoso de todos, imitador, en poesía y cuyas ideas, sino mal asimiladas, representaban con algún atraso el movimiento ideológico del mundo. Este ejemplo expresa claramente el juicio que nos merece la obra intelectual argentina pre-actual.
[14] En otro tiempo, cuando el entusiasmo ciego y a priori por nuestros escritores nos hizo leerlos con asiduidad y cariño, nos aburrimos. Sucedió tal cosa, sin embargo, porque un falso criterio presidió nuestra lectura.
La labor constructiva del país encomendada a aquellos hombres, obligólos a una acción múltiple, que tuvo la eficacia del conjunto, pero que llevaba forzosamente implícita una ineficiencia cierta en cada una de las actividades parciales. Cané afirmaba que el mal de nuestra estructura era la vaguedad del ideal. Más preciso hubiera sido decir: la pluralidad de ideales. "En el principio era la Acción". Acción resultó para ellos la literatura, el arte, como la política y la guerra. Como tal debemos considerar todos los frutos de su pensamiento. Tener otro criterio para juzgarlos, sería equivocar la verdadera intención—subconsciente—que animó a nuestros hombres. No contradice todo esto lo que dijéramos al principio, de que Cané fué el tipo representativo de su generación y de las anteriores, en el sentido de que señaló una pauta respecto a lo que pudieron dar los que, como él, tuvieron vocación por las letras. Con un criterio que no es el caso de analizar minuciosamente, en bien o en mal, la mayoría de nuestros escritores pre-actuales, buscaron hacer "obras definitivas". Las circunstancias que hemos indicado hicieron que ellas resultasen trasuntos de teorías y pensamientos ajenos, no siempre bien asimilados y concretados en un amontonamiento de páginas ilegibles y tremendamente aburridas.
Los libros de Cané, en cambio,—salvo Juvenilia, que es un recuerdo,—están formados casi en su totalidad de artículos sueltos, que aparecieran en diarios y revistas sin ningún plan de compilación ulterior. Verdaderamente amenas, superficiales, [15] escritas con fluidez y señalando siempre una tendencia superior de cultura y un ideal de arte, ellas son como el espejo normal donde se refleja lo que hubieran podido ser aquéllas, a haber tenido sus plumas, como la de Cané, la célebre divisa de las espadas florentinas: "Non ti fidar di me, se il cor ti manca".
Hemos dudado mucho antes de fijar la creencia de que Cané no hubiera podido ser más de lo que fué: un amateur de talento y gusto refinado. ¡Quién sabe si en su primera juventud no hubo pasta para un gran escritor! Hicimos esta observación después de leer un artículo de "Ensayos", su primer libro, que no conocíamos, a pesar de haber gustado ya algunos de los posteriores: En viaje, Juvenilia, Prosa Ligera, de los cuales había nacido aquel concepto.
¡Quién sabe! Se siente en ese artículo, en ese cuento, como que su mano, transmutada en garra, se aleja de esa superficie de las cosas que él tanto amara, e hiciera valer también con su prosa leve y fluida—para cuya calificación exacta tendríamos que valernos de la expresión con que Sainte Beuve define el estilo de Madame de Sevigné: "deja trotar su pluma con la brida al cuello"—para penetrar en lo hondo y sacudir con vibración de clarinada las fibras de la esperanza, de la angustia y del dolor, como las tristes cañas, habladoras y gemebundas, cuando por entre ellas sopla el huracán. Hay una sugerencia muy grande en "El Canto de la Sirena". Surge de él un espíritu que no es el que luego fuera habitual en Cané.
Pero, ¿no fué más hombre después? ¿No debió sufrir más? Y el dolor es la sombra y la fuente del genio... ¿Fracasado? Alguna vez hemos pensado, [16] si no seremos todos, una vez entrados en la madurez, una esperanza más o menos frustrada de la juventud.
¿Cuántas veces ha hablado, después, Cané, de esos mismos sentimientos? Muchas veces y ninguna.
Entre esos renunciamientos continuos que dice Renan constituyen la vida, quizá exista ese, inconsciente, que tomaría la forma de una desgastación imperceptible de nuestra alma.
Y lo terrible es que es muy leve, con levedad que aleja la desconfianza y con ella la defensa de sí misma[1]. Entonces he comprendido aquel párrafo de la carta de Beethoven a Bettina Brentano: "Los artistas son de fuego, ellos no lloran". No deben llorar ni vivir la vida de los otros... Defenderse, defenderse siempre y de todo...
La obra literaria de Miguel Cané comprende siete volúmenes: "Ensayos", "En viaje", "Charlas literarias", "Juvenilia", la hermosísima traducción del "Enrique IV" de Shakespeare, "Notas e Impresiones" y por último "Prosa Ligera"[2].
"Ensayos" es la obra de la juventud. Fué publicada [17] en 1877, cuando su autor tenía 26 años. Hay artículos, sin embargo, que llevan la fecha de 1872. Nada mejor que el prólogo para dar una idea del contenido del volumen: "Decía al principio que no me hacía ilusiones sobre el mérito de estos ligeros trabajos, destinados casi todos a la vida efímera de un diario. Desde luego, no hay plan ninguno, ni ilación entre ellos. Una lectura, una impresión, un recuerdo o una esperanza, he ahí de dónde han salido, incompletos, desaliñados, sin soñar jamás el honor de ser encuadernados". Tiene el interés, sin embargo, de mostrar a Cané en el comienzo de su vida literaria. Estos primeros libros de los hombres de letras tienen un sabor especial para el que quiere conocer sus almas. Está allí más abierta que en ninguna parte; tienen siempre la ingenuidad juvenil de cuando se cree en todo y la vida es verdaderamente "un arduo deseo". El primer libro es quizá la única ocasión de conocer de cerca y en lo posible un alma y un corazón. Ya hemos hablado de un artículo: "El Canto de la Sirena". No hay para qué volver sobre él.
"En Viaje" es el relato de su visita a Colombia y Venezuela, con ocasión de su investidura diplomática. Observador perspicaz y amable, no es extraño que este libro sea una de sus mejores producciones. Tuvo, al tiempo de su aparición, el mérito de hacer conocer países totalmente ignorados por nuestros hombres.
"Charlas Literarias" es una colección de artículos de crítica sobre autores argentinos y extranjeros, donde se destacan sus dos predilecciones literarias: Shakespeare y Dickens. Aparece también allí un estudio sobre Falstaff, que puede considerarse como la base del que más tarde hiciera, precediendo su traducción del "Enrique IV". Tanto el [18] uno como el otro son de los más bellos y acertados que escribiera Cané.
"Notas e Impresiones" y "Prosa Ligera", su última publicación, pertenecen a la misma categoría de "Charlas Literarias", aunque con una tendencia argentinista más acentuada. A "Notas e Impresiones" lo componen correspondencias que Cané envió desde París al diario "La Prensa" y que fueron firmadas con el seudónimo de Travel. En "Prosa Ligera" aparecen dos o tres estudios que tuvieron en un principio aspiraciones a obras orgánicas. Tal los titulados: "El arte español", base de un libro sobre Velázquez, y "En el fondo del río", "De cepa criolla" y "A las cuchillas", trío destinado a formar parte de "un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento" y que comenzó a escribir en 1884.
Por último "Juvenilia", su más grande acierto.
Forman el pequeño libro sus recuerdos de estudiante, época feliz que, de todo el caudal acumulado de ciencia, de arte y de experiencia que la vida da para aplacar sus asperezas, constituye lo único suave y consolador, como mano de madre sobre una frente agitada.
¿Eran diferentes a nosotros los contemporáneos de Cané? Quizá no, con la salvedad de que eran más muchachos. No recuerdo haber robado nunca unos melones a ningún vasco. Y lo siento, sinceramente.
Cané calificó a esas páginas como de las más felices que había escrito, y tampoco se equivocó esta vez.
Hay hombres que tienen un subjetivismo especial, precursor de una cierta inmortalidad, que aumenta lógicamente en proporción a su talento. De esos temperamentos han salido las confesiones o memorias íntimas, que siempre han sido interesantes [19] y que han asegurado la fama de su autor, porque la vida del hombre, en esa parte que escapa a los demás porque es un monólogo, según Amiel, tiene la atracción de lo desconocido, al mismo tiempo que de lo inmutable, a través de los tiempos.
"Juvenilia" posee algo de esas cualidades. Sin ser una memoria ni una confesión,—es un recuerdo, como dijimos,—tiene algo de ambas cosas.
Es contraproducente hablar de los recuerdos. Ellos, como el cariño, como el amor, no se analizan, sino que se sienten. El que esto escribe, ha gustado con delicia las páginas suavemente melancólicas de "Juvenilia", escritas en una sencillez de estilo que no es una de sus menores cualidades. Muchos debemos a ese alto espíritu una hora íntima, proporcionada por ese libro delicioso. De pocos escritores, y más si ellos son argentinos, podríase decir tal cosa. Y este es el mejor elogio a su vida y a su obra. A "Juvenilia" estará siempre unido el nombre de Cané, como el perfume de una flor evoca la imagen de la planta, que por darle vida es estimada.
Horacio Ramos Mejía.
1916.
[1] Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura—y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía—que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.
[2] A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina—recuerdos íntimos—y "Tedium Vitae".
Si modificara una sola línea de estas páginas, las más afortunadas de las que he escrito, creería destruir el encanto que envuelve el mejor momento de la existencia, introduciendo, en la armonía de sus acordes juveniles, la nota grave de las impresiones que acompañan el descenso de la colina.
Las reproduzco hoy, porque no se encuentran ya y muchos de los que entraban a la vida cuando se publicaron, desean conocerlas.
De nuevo, pues, abren sus alas esos recuerdos infantiles; que vuelen hoy en atmósfera tan simpática y afectuosa como aquella que cruzaron por primera vez, evocando a su paso imágenes sonrientes y serenas, son los votos de quien los escribió con placer y acaba de releerlos con cierta suave tristeza.
M. C.
Enero 1901.
"Toutes ces premières impressions... ne peuvent nous toucher que médiocrement; il y a du vrai, de la sincerité; mais ces peintures de l'enfance, recommencées sans cesse, n'ont de prix que lorsqu'elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poète célèbre."
SAINTE-BEUVE.
Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que la vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio, en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento de la patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, en [26]tendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces be intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender de las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia... de Byron a Tennyson.
Nada he escrito con mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción.
No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.
J'aurai du moins l'honneur de l'avoir entrepris.
Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar sólo bajo los ojos de mis amigos? En [27] primer lugar, porque aquellos que los han leído me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico porque los he escrito.
Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aun existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, ví a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, pude observarle. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma; levantaba la pluma e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la manga de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito.—Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado[28] por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre para no responder sino al apodo de "Binomio". Le contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció. Se puso de pie, en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro! no sé dónde, ¡y él!... Me enterneció y lancé un: ¡Binomio!! abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.
—¿Y qué tal, Binomio, cómo va la vida?
—Bien; estuve cinco años empleado en la aduana del Rosario, tres en la policía, y como mi suegro, con quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un empleo y en él me encuentro desde que llegamos.
—¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones...
—Sí, pero no sabía historia.
—Pero no veo, Binomio, la necesidad de saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para hacer un plano.
—Desengáñate, el que no sabe historia no hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la palabra coseno?
—Creo que muy pocas, Binomio.
—Y en cambio (¡oh! ¡yo te he seguido!) en artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido con sueldo, ¿no es así?
—Sí, Binomio.
—¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me dice Binomio! Y ¿sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia? Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en francés.
—No seas injusto, Binomio; era para hacernos practicar.
—Convenido, pero no practica sino el que algo sabe, y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.
—Ya me acuerdo: Tulius Hostilius.
—Eso es: quise pronunciarlo, la clase se rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y sino mira a todos los compañeros que han hecho carrera.
—Y ¿qué puedo hacer por tí, Binomio?
Se puso colorado y al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba a cincuenta[3]. ¡Pobre Binomio!
¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!
Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era mi amigo. A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el [30] tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarle en la mayoría; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dió en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo. Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él.—¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Le encontré, traté de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.
¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones violen [31]tas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo le recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia he dicho? No, y esa fué su pérdida.
La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros, de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral.—El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal le ví por última vez y tal quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. ¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!...[4].
Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del "Canto de la Sirena" es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil. En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dió la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros en[33]sayos, sino incoloro. Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homúnculus (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poé. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ese, tengo la certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!
No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mira[34]da llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince;—no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándoles en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dió el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.
[3] Estas líneas fueron escritas en 1882: se trata pues, de pesos fuertes.
[4] Poco tiempo después de escritas estas líneas, Matías Behety encontró el reposo eterno.
Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran los funerales.
El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica y sólo fué más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el Poder Ejecutivo.
Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que[36] en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el "Tom Jones" de Fielding.—Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana.—Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un "Padre Nuestro", para pasar en seguida al claustro de los lavatorios.—¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana, antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos una campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los[37] cuales tenía el honor de contarme.—Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces y el ilustre cerbero amanecía no sólo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre su boca y cuya construcción, bajo el nombre de "pera de angustia", nos había enseñado Alejandro Dumas en sus "Veinte años después", al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada ví una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro, dormía un niño. Fué para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papin, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar, la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador, que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo, con lástima, que el que tal[38] pregunta hiciera ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.
Mi invención cundió rápidamente y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vió el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad.
¡Era la mía!
El segundo obstáculo insuperable fué la comida, invariable, igual, constante. En los primeros tiempos, apenas entrábamos al refectorio, un alumno trepaba a una especie de púlpito y así que atacábamos la sopa, comenzaba con voz gangosa a leernos una vida de santo o una biografía de la Galería Histórica Argentina, siendo para nosotros obligatorio el silencio y, por tanto, el fastidio.
No puedo vencer el deseo de dar una idea sucinta del menú; lo tengo fijo, grabado en el estómago y el olfato. Dentro de un líquido incoloro, vago, misterioso, algo como aquellos caldos precipitados que las brujas de la Edad Media hacían a media noche al pie de una horca con su racimo, para beberlo antes de ir al sabbat, navegaban audazmente algunos largos y pálidos fideos. Un mes llevé estadística: había atrapado tres en treinta días, y eso que estaba en excelentes relaciones con el grande que servía, médico y diputado hoy, el Dr. Luis Eyzaguirre, uno de los tipos más criollos y uno de los corazones más bondadosos que he conocido en mi vida.—Luego, siempre flotando sobre la onda incolora, pero siquiera en su elemento, venía un sábalo, el clásico sábalo que muchas veces, contra nuestro interés positivo, había muerto con dos días de anticipación.
En seguida, carnero. Notad que no he dicho cordero; carnero, carnero respetable, anciano, cor[40]tado en romboides y polígonos desconocidos en el texto geométrico, huesosos, cubiertos de levísima capa triturable y reposando, por su peso específico, en el fondo del consabido líquido, que para el caso se revestía de un color parduzco. Cuando Eyzaguirre hundía la cuchara en aquel mar, clavábamos los ojos en la superficie, mientras hacíamos el tácito y rápido cálculo sobre a quién tocaría el trozo saliente. De ahí amargas decepciones y júbilos manifiestos.—Hacía el papel de pieza de resistencia un largo y escueto asado de costillas, cubierto de una capa venosa impermeable al diente. Habíamos corrido todo el día en el gimnasio, éramos sanos, los firmes dientes estaban habituados a romper la cáscara del coco y triturar el confite de Córdoba, el sábalo había tenido un éxito de respeto, debido a su edad; sin embargo, jamás vencimos la córnea defensa paquidérmica del asado de tira!
Cerraba la marcha, con una conmovedora regularidad, ya un plato de arroz con leche, ya una fuente de orejones.—La leche, en su estado normal, es un elemento líquido; ¿por qué se llamaba aquello: "arroz con leche?" Era sólido, compacto y las moléculas, estrechándose con violencia, le daban una dureza de coraza. Si hubiéramos dado vuelta la fuente, la composición, fiel al receptáculo, no se habría movido, dejando caer sólo la versátil capa de canela.—En general, el color del orejón tira a un dorado intenso, que se comunica al líquido que lo acompaña. Además, es un manjar silencioso. Aquél no sólo afectaba un tinte negro y opaco, sino que, arenoso por naturaleza, sonaba al ser triturado.
Luego al gimnasio, a correr, a hacer la digestión!
He dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras.
La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del menú mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fuí con él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de "Los tres Mosqueteros" de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguí al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fuí a los recreos, no salí de mi cuarto y, cuando al caer la tarde concluí[42] el libro, sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los "Veinte años después", "El Vizconde de Bragelonne" que me costó lágrimas a raudales, un "Luis XIV y su siglo", también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo, cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto,—y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres y de algunos de cuyo título me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. "El Espía del Gran Mundo", novela francesa, en la cual hay una especie de Caliban, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; "La gran Artista y la gran Señora", que después he sabido fué por un año la coqueluche de las damas de Buenos Aires; "La verdad de un epitafio", donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; "El Clavo", un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del poor Yorick; los "Monges de las Alpujarras" y "Men Rodrigo de Sanabria", dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción, propia de la época; el "Hijo del Diablo", cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos, y sombríos, etcétera; "Dos cadáveres", un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell y cuyos dos per[43]sonajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado, es la impresión causada por los "Misterios del Castillo de Udolfo", de Ana Radcliff, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos con x en vez de j y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la sobreexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano, para mí desconocido,—y metídome bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica, que debía iluminar mis trasnochadas de lectura.
Por medio de canjes y razzias en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y González (un saludo al "Cocinero de Su Majestad", que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía la "Hermosa Gabriela" de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fué disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el alea de la vida, favoreció a Ocampo. Durante una semana le espié, le aseché sin reposo y cuando le veía hablar,[44] jugar o comer, en vez de leer a prisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: "Chicot figura!"...
Las novelas, durante toda mi permanencia en el Colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las páginas luminosas de Macaulay, Prescott o Motley?...
El Colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organización interna. Cuando me incrusté bien y ví claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había des acommodements, no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año y siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches, para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y, sobre todo, en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento.
Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria, podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón.—La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vías de hecho deplorables. La despensa y cocinas tenían una pequeña puerta a la calle Moreno que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle de Bolívar, donde hoy se encuentra la entrada principal del Colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento.—Por allí había que pasar,[46] pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianes se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido.—Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente.
Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros que no abría jamás y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde le he encontrado varias veces en el mundo ya en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Le encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la "Unión" el día sombrío de Angamos en que murió Grau.—Luego volví a verle en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vanguardia.—Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay.
He hablado de Benito Neto.—Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar! Nadie[47] sabía dónde la guardaba y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida.—Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: "Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile!—Me presentarán.—¡Vamos a una comida a casa de Fulano!—Comeré.—¡Una tía mía está muy enferma!—La velaré.—Tengo una cita y....—Ha de haber alguna chinita sirviente."—A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente, con su eterno jacquet canela, a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida y que acudía al arte de Benito. Era el Lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.
A más de las escapadas nocturnas, había las cenas furtivas y algunas calaveradas soberbias de los grandes que nos llenaban de admiración.
El doctor Agüero estaba ya muy viejo; bueno y cariñoso, vivía en un optimismo singular respecto a los estudiantes, ángeles calumniados siempre, según su opinión.
Recuerdo un carnaval en que hicimos atrocidades en el atrio; los chicos, con las manos llenas de carmín, azul molido y harina, asaltábamos de improviso a los paseantes, les llenábamos los ojos y el rostro con la mezcla, y cuando aquellos hombres enfurecidos se nos venían encima, nos poníamos a cubierto, por medio de una ágil retirada, detrás del sólido baluarte de los puños de Eyzaguirre, Pastor, Julio Landívar, Dudgeon, el tranquilo Marcelo Paz que sólo levantaba el brazo cuando veía pegar a un débil, etc. El pugilato comenzaba, guardándose estrictamente las reglas de caballería; pero el asaltante, olvidado del noble ejercicio, no llevaba la mejor parte.—Uno de ellos, un francés que tenía una peluquería frente al Colegio y que nos profesaba suma antipatía por nuestro escaso consumo de sus artículos, fué preparado por mí y ribeteado por Eyzaguirre; justamente enfurecido, se precipitó a llevar la queja al doctor Agüero. Un chico le previno y presentándose llorando ante el anciano, le dijo que aquel hombre le había pegado[50] y que Eyzaguirre le había defendido. ¡Decir el furor del buen Rector! Quería mandar preso al peluquero, que ante aquella amenaza quedó estupefacto; pero la denuncia surtió su efecto, porque, para que no nos pegaran más (y lo decía sinceramente) nos hizo abandonar el atrio.
Había la vieja costumbre, desde que el doctor Agüero se puso achacoso, de que un alumno le velara cada noche. No se acostaba; sobre un inmenso sillón Voltaire (no sospechaba el anciano la denominación!) dormitaba por momentos, bajo la fatiga. Teníamos que hacerle la lectura durante un par de horas para que se adormeciera con la monotonía de la voz y tal vez con el fastidio del asunto. ¡Cuán presente tengo aquel cuarto, débilmente iluminado por una lámpara suavizada por una pantalla opaca, aquel silencio sólo interrumpido por el canto del sereno y, al alba, por el paso furtivo de algún fugitivo que volvía al redil! Leíamos siempre la vida de un santo en un libro de tapas verdes, en cuya página ciento uno había eternamente un billete de veinte pesos moneda corriente, que todos los estudiantes del colegio sabíamos haber sido colocado allí expresamente por el buen Rector, que cada mañana se aseguraba ingenuamente de su presencia en la página indicada y quedaba encantado de la moralidad de sus hijitos, como nos llamaba.
Más de una noche me he recordado en el sofá al alcance de su mano, donde me tendía vestido; me daba una palmadita en la cabeza y me decía con voz impregnada de cariño: "duerme, niño, todavía no es hora". La hora eran las cinco de la mañana, en que pasábamos a una pieza contigua, hacíamos fuego en un brasero, siempre con leña[52] de pino y le cebábamos mate hasta las siete. Luego nos decía: "ve a tal armario, abre tal cajón y toma un plato que hay allí. Es para tí". Era la recompensa, el premio de la velada y lo sabíamos de memoria: un damasco y una galletita americana, que nos hacía comer pausada y separadamente, el damasco el último.
Jamás se nos pasó por la mente la idea de protestar contra aquella servidumbre; tenía esa costumbre tal carácter afectuoso, patriarcal, que la considerábamos como un deber de hijos para con el padre viejo y enfermo.—Sólo uno que otro desaforado aprovechaba el sueño del anciano, durante su velada de turno, ya para escaparse, ya para darse una indigestión de uvas, trepado como un mono en las ricas parras del patio.
El doctor Agüero fué un hombre de alma buena, pura y cariñosa; sobrevivió muy pocos meses a su separación del Colegio y hoy reposa en paz bajo las bóvedas de la Catedral de Buenos Aires.
El estado de los estudios en el Colegio era deplorable, hasta que tomó su dirección el hombre más sabio que hasta el día haya pisado tierra argentina. Sin documentos a la vista para rehacer su biografía de una manera exacta, me veo forzado a acudir simplemente a mis recuerdos, que por otra parte, bastan a mi objeto.
Amedée Jacques[5] pertenecía a la generación que al llegar a la juventud, encontró a la Francia en plena reacción filosófica, científica y literaria.
La filosofía se había renovado bajo el espíritu liberal del siglo, que, dando acogida imparcial a todos los sistemas, al lado del cartesianismo estudiaba a Bacon, a Spinoza, a Hobbes, Gassendi y Condillac, como a Leibnitz y a Hegel, a Kant y a Fichte, como a Reid y Dugald-Stewart.—De ahí había nacido el eclecticismo ilustrado por Cousin, sistema cuya vaguedad misma, cuya falta de doctrina fundamental, respondía maravillosamente a las vacilaciones intelectuales de la época. Jouffroy había abierto un surco profundo con sus estudios sobre el destino humano, algunas de cuyas páginas están impregnadas de un sentimiento de desesperanza, de una desolación más profunda, alta y sincera que las paradojas de Schopenhauer o los[54] sistemas fríamente construídos de Hartmann. Maine de Biran dejaba aquellas observaciones sobre nuestra naturaleza moral, que admirarán siempre como los grandes caracteres de Shakespeare. Villemain hacía cuadros inimitables de estilo y erudición, Guizot enseñaba la historia, que Thiers escribía, la pléyade hacía versos, dramas y novelas, Delacroix, Scheffer y Jerôme, pintura; Clésinger y Pradier, estatuaria; Lamartine, Berryer, Thiers, etcétera, discursos; Rossini, Meyerbeer, Halèvy, música, y Arago, Ampère, Gay-Lussac, C. Bernard, Chevreul, daban a la ciencia vida, movimiento y alas. Amedée Jacques había crecido bajo esa atmósfera intelectual y la curiosidad de su espíritu le llevaba al enciclopedismo. A los treinta y cinco años era profesor de filosofía en la Escuela normal y había escrito, bajo el molde ecléctico, la psicología más admirable que se haya publicado en Europa. El estilo es claro, vigoroso, de una marcha viva y elegante; el pensamiento sereno, la lógica inflexible y el método perfecto. Hay en ese manual, que corre en todas las manos de los estudiantes, páginas de una belleza literaria de primer orden, y aun hoy, quince años después de haberlo leído, recuerdo con emoción los capítulos sobre el método y la asociación de ideas.—Al mismo tiempo, el joven profesor se ocupaba en las ediciones de las obras filosóficas de Fénelon, Clarke, etc., únicas que hoy tienen curso en el mundo científico.
Pero Jacques no era uno de esos espíritus fríos, estériles para la acción, que viven metidos en la especulación pura, sin prestar oído a los ruidos del mundo y sin apartar su pensamiento del problema, como Kant, en su cueva de Koenigsberg, levantando un momento la cabeza para ver la caída de la Bastilla y volviéndola a hundir en la profundidad de sus meditaciones, como el fakir hindú que, per[55]dido en la contemplación de Brahma y susurrando su eterno e inefable monosílabo, ignora si son los Tártaros o los Mongoles, Tamerlán o Clive, los que pasan como un huracán sobre las llanuras regadas por el río sagrado. Jacques era un hombre y tenía una patria que amaba; quería que, como el espíritu individual se emancipa por la ciencia y el estudio, el espíritu colectivo de la Francia se emancipara por la libertad. Hasta el último momento, al frente de su revista "La libertad de pensar", como al pie de la última bandera que flamea en el combate, luchó con un coraje sin igual.
El 2 de Diciembre, como a Tocqueville, como a Quinet, como a Hugo, lo arrojó al extranjero, pobre, con el alma herida de muerte y con la visión horrible de su porvenir abismado para siempre en aquella bacanal.
[5] Nació en 1813, murió en 1865.
Tomó el camino del destierro y llegó a Montevideo, desconocido y sin ningún recurso mecánico de profesión; lo sabía todo, pero le faltaba un diploma de abogado o de médico para poder subsistir.—Abrió una clase libre de Física experimental, dándole el atractivo del fenómeno producido en el acto; aquello llamó un momento la atención.—Pero se necesitaba un gabinete de física completo y los instrumentos son caros.—Jacques los reemplazaba con una exposición luminosa y por trazados gráficos; fué inútil. La gente que allí iba quería ver la bala caer al mismo tiempo que la pluma en el aparato de Hood, sentir en sus manos la corriente de una pila, hacer sonar los instrumentos acústicos y deleitarse en los cambiantes del espectro, sin importarle un ápice la causa de los fenómenos. Dejaban la razón en casa y sólo llevaban ojos y oídos a la conferencia.
Un momento, Jacques fué retratista, uniéndose a Masoni, un pariente político mío, de cuyos labios tengo estos detalles. Florecía entonces la daguerreotipía, que, con razón, pasaba por una maravilla. Fué en esa época que llegó, en un diario europeo, una noticia muy sucinta sobre la fotografía, que Niepce acababa de inventar, siguiendo las indicaciones de Talbot. Jacques se puso a la obra inmediatamente y al cabo de un mes de tanteos, pruebas y ensayos, Masoni, que dirigía el aparato como más práctico,[58] lleno de júbilo mostró a Jacques, que servía de objetivo, sus propios cuellos blancos, única imagen que la luz caprichosa había dejado en el papel. Pero ni la fotografía, que más tarde perfeccionaron, ni la daguerreotipía, que le cedía el paso, como el telégrafo de señales a la electricidad, daban medios de vivir.
Jacques se dirigió a la República Argentina, se hundió en el interior, casóse en Santiago del Estero, emprendió veinte oficios diferentes, llegando hasta fabricar pan, y por fin tuvo el Colegio Nacional de Tucumán el honor de contarlo entre sus profesores. Fueron sus discípulos los doctores Gallo, Uriburu, Nougués y tantos otros hombres distinguidos hoy, que han conservado por él una veneración profunda, como todos los que hemos gozado de la luz de su espíritu.
Llamado a Buenos Aires por el Gobierno del General Mitre, tomó la dirección de los estudios en el Colegio Nacional, al mismo tiempo que dictaba una cátedra de física en la Universidad.—Su influencia se hizo sentir inmediatamente entre nosotros. Formuló un programa completo de bachillerato en ciencias y letras, defectuoso tal vez en un solo punto, su demasiada extensión. Pero M. Jacques, habituado a los estudios fuertes, sostenía que la inteligencia de los jóvenes argentinos es más viva que entre los franceses de la misma edad y que por consiguiente podíamos aprender con menor esfuerzo.—Era exigente, porque él mismo no se economizaba; rara vez faltó a sus clases y muchas, como diré más adelante, tomó sobre sus hombros robustos la tarea de los demás.
Mis recuerdos vivos y claros en todo lo que al maestro querido se refiere, me lo representan con su estatura elevada, su gran corpulencia, su andar lento y un tanto descuidado, su eterno traje negro y aquellos amplios y enormes cuellos abiertos, rodeando un vigoroso pescuezo de gladiador.—La cabeza era soberbia; grande, blanca, luminosa, de rasgos acentuados. La calvicie le tomaba casi todo el cráneo, que se unía, en una curva severa y perfecta, con la frente ancha y espaciosa, surcada de arrugas profundas y descansando, como sobre dos arcadas poderosas, en las cejas tupidas que som[60]breaban los ojos hundidos y claros, de mirar un tanto duro y de una intensidad insostenible; la nariz casi recta, pero ligeramente abultada en la extremidad, era de aquel corte enérgico que denota inconmovible fuerza de voluntad.—En la boca, de labios correctos, había algo de sensualismo;—no usaba más que una ligera patilla que se unía bajo la barba, acentuada y fuerte, como las que se ven en algunas viejas medallas romanas.
M. Jacques era áspero, duro de carácter, de una irascibilidad nerviosa, que se traducía en acción con la rapidez del rayo, que no daba tiempo a la razón para ejercer su influencia moderadora. "No puedo con mi temperamento", decía él mismo, y más de una amargura de su vida provino de sus arrebatos irreflexivos. No conseguía detener su mano y entre todos los profesores fué el único al que admitíamos usara hacia nosotros gestos demasiado expresivos. Un profesor se había permitido un día dar un bofetón a uno de nosotros, a Julio Landívar, si mal no recuerdo, y éste lo tendió a lo largo de un puñetazo de la familia de aquel con que Maubreil obsequió a M. de Talleyrand; otra vez desmayamos de un tinterazo en la frente a otro magister que creyó agradable aplicarnos el antiguo precepto escolar; pero jamás nadie tuvo la idea sacrílega de rebelarse contra Jacques. Bajo el golpe inmediato, solíamos protestar, arriesgando algunas ideas sobre nuestro carácter de hombres libres, etc. Pero una vez pasado el chubasco, nos decíamos unos a otros, los maltratados, para levantarnos un poco el ánimo: "¡Si no fuera Jacques!"... ¡Pero era Jacques!
Recuerdo una revolución que pretendimos hacer contra D. José M. Torres, Vice-Rector entonces y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de Mendoza, y yo.—Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas habían concluído!) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo cedería a la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jérges, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fué inmediatamente a buscar a M. Jacques, Rector entonces del Colegio y que vivía en una casa amarilla en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de de[62]fensa.—Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa.—Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los corredores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba, irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego.... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir.—No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones, cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Marathon.—Vino rápido hacia mí y....! Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!" seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del Vice-Rector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado, con todos mis penates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del Colegio.—Eran las ocho y media de la noche: medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo,—¿qué hacer? Me parecía aquella una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me creía perdido para siempre en el con[63]cepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en depósito en la sacristía de San Ignacio y por fin fuí a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogó y tomándome cariñosamente de la mano, me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos.—Era D. Marcos Paz, Presidente entonces de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino.
Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con energía, vió a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del Colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte) y después de muchas instancias, consiguió la promesa de admitirme externo, si en mis exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.
Nada mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante sus explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, le ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos se olvidaba del cigarro, sacaba otro y así sucesivamente, hasta que, agotada su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa.
Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra, que, siendo casi imposible seguirle, habíamos adoptado con mi vecino del primer banco y amigo, Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc., eran reemplazadas por el signo del infinito, ∞, las letras[66] griegas α, π, etc.—Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición.—Aquel galimatías de signos le puso furioso y me tiró con mi propio manuscrito.
Otra vez, Corrales... No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio, reconocerá a primera vista.—Es el cabrión, el travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos.—De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas, gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa de colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilarse una noción científica cualquiera.—Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono;—Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos.
Las matemáticas, como toda noción racional por[68] lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro y abundante, obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto.—En clase pasaba el tiempo en tallar su banco, que se iba convirtiendo en un escaño digno del Berruguete,—en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiada de retener el humo en el pecho durante cinco minutos, en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el pulgar, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso.—No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas arremetidas del sabio.—Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales canchaba maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los grandes conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales.—Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino el cojo Videla, que le ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto[69] Jacques se detiene y con voz tonante exclama: "Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre Videla otro: ¿cuánto valen los dos juntos?"—"¡Dos rectos!"—contestó Corrales, que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques. Este se le fué encima y nos fué dado presenciar uno de los combates más reñidos del año.
Corrales se echó para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, esperó el ataque con las manos en postura.—Jacques debutó por un revés, que fué hábilmente parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inexplicable torbellino. El calor de la lucha enardeció a Corrales; se multiplicaba, se retorcía y cada buena parada decía con acento jadeante: "¡Diande!"—"¡Cuándo, mi vida!" y otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería y una nube de puntapiés cayó sobre las extremidades del intrépido agredido.—Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el combate al arma blanca continuó.—Pero Corrales era un simple montonero, un Paez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini.—Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia.
De idéntica manera los persas valerosos no supie[70]ron defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea.—El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vió la ventaja de una mirada y amagando una carga violenta, mientras Corrales en el movimiento defensivo perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico, dió en tierra con el banco y con Corrales.—Antes de que éste pudiera levantarse, Jacques le asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales de no usarlo nunca.—No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero sí sonó, uno solo, soberbio bofetón.
Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco Capac las batallas de Almagro y de Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre!...
Jacques llegaba indefectiblemente al Colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones, aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica, retórica, historia, literatura, hasta latín! El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era el de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Addison y a todos los buenos prosistas del "Spectator".
Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico.—Hablaba hacía una hora, y ¡fenómeno inaudito en los fastos del Colegio! al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió, arrastrándose hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudada por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora más de clase. Había venido de buen humor ese día y su palabra salía fácil, elegante y luminosa.—En ciertos momentos se olvidaba y nos hablaba en francés, que[72] todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madre, absorbiendo el leal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para coger un fruto! Aún suena en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mí!
Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dió como texto el manual en colaboración con Simon y Saisset. En la primera conferencia dijo bien claro que aquélla era la filosofía eléctica; más tarde añadió a algunos compañeros: "el día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual".
No ha dejado nada al respecto; pero si es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que, antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos.
Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter, jamás faltamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él, no sólo un mártir de la libertad, como lo fué en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.
Una mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos, más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: "¡M. Jacques ha muerto!" La impresión fué indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible.
El portero había recibido orden de no dejarnos salir; le echamos violentamente a un lado y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.
Estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible.—La muerte le había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía le derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda.—Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha[74] ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.
Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños.
El retiro del doctor Agüero no mejoró la disciplina interna del Colegio.—Estaba reservada esa difícil tarea a D. José M. Torres, que, con mano de hierro y cargando con la más franca y abierta odiosidad que es posible dedicar a un hombre, nos metió en vereda, nos domó a fuerza de castigos, transformando el encierro en la morada habitual de algunos de nosotros, privándonos de salida, levantando en alto, en fin, el principio de autoridad. De un carácter desgraciado, pues a la primera contradicción se ponía fuera de sí, dudo que haya tenido apetito un solo día durante su permanencia en el Colegio; oíamos a cada instante su voz de trueno rebotar en el eco de los claustros, vibrante e inflamada. En cuanto a mí, creo haber contribuído no poco a hacerle la vida amarga y le pido humildemente perdón, porque sin su energía perseverante, no habría concluído mis estudios, y sabe Dios si el sér inútil que bajo mi nombre se agita en el mundo no hubiera sido algo peor.
Pero antes de su ingreso, el Colegio fué regido algún tiempo por un sacerdote de quien tengo forzosamente que hablar tan mal, que me limito a designarle sólo por iniciales. D. F. M. era extranjero e ignoro por qué circunstancia un hom[76]bre como él, sin moralidad, sin inteligencia y desprovisto de ilustración, había conseguido hacerse nombrar Vicerrector del Colegio Nacional.
Antes de su entrada las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos, cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales.
Los provincianos eran dos terceras partes de la totalidad en el internado, y nosotros, los porteños, ocupábamos modestamente el último tercio; eran más fuertes, pero nos vengábamos ridiculizándoles y remedándoles a cada instante.—Habíamos pillado un trozo de diálogo entre dos de ellos, uno que decía, con una palangana en la mano: "¡Agora no más la vo a derramar!" y el otro que contestaba en voz de tiple: "¡No la derramís!"—Lo convertimos en un estribillo que les ponía fuera de sí, como los rebuznos del uno y del otro alcalde de la aldea de Don Quijote.
Eran mucho más graves, serios y estudiosos que nosotros.—Con igualdad de inteligencia y con menor esfuerzo por nuestra parte obteníamos mejores clasificaciones en los exámenes. El fenómeno consistía simplemente en nuestra mayor viveza de imaginación, desparpajo natural y facilidad de elocución.—Recuerdo que Pedro Goyena, hablando de un joven correntino, Carlos Harvey, dotado de una inteligencia sólida y profunda, de una laboriosidad incomparable, repetía las palabras de Sainte-Beuve, aplicándoselas: "le falta la arenilla dorada". Esa arenilla dorada constituía nuestra superioridad.—Dábamos una conferencia de historia, filosofía o retórica con sin igual botaratería, mientras ellos, en general, poseyendo la materia[77] tal vez mejor que nosotros, se limitaban a una exposición sucinta, pálida y difícil. Había, por ejemplo, otro bohemio en el Colegio, enorme, pesado, indolente, pero de una inteligencia clara y meditativa. Era un joven Aberastain, de San Juan, hijo del mártir del Pocito; yo me había ligado a él porque nuestros padres fueron amigos y le había aplicado el mismo apodo de "buey" que el suyo había recibido en la Universidad. Goyena, que era nuestro profesor de filosofía, se había empeñado en hacerle hablar, porque en dos o tres contestaciones en clase le llamó la atención la claridad con que comprendía ciertos puntos obscuros. Al fin hubo de renunciar, vencido por la apatía invariable de aquel carácter. El pobre Aberastain fué una de las primeras víctimas del cólera de 1867.
He nombrado a uno; nombraré otro, el primero de todos, Patricio Sorondo, arrebatado por la fiebre amarilla, cuando era ya conocido por su inteligencia extraordinaria, unida, lo que no es común, a una laboriosidad perseverante y tenaz. Era el primer discípulo de su clase; hablaba con maravillosa facilidad, era espiritual, chispeante, y como estudiaba enormemente, sus exámenes fueron siempre aclamados.—Jacques le tenía gran cariño, sentimiento que habíamos descubierto, no por manifestaciones externas, sino por un fenómeno negativo: jamás le reprendió.—Patricio se entretenía en decir negligentemente, delante de mi amigo Valentín Balbín, hoy ingeniero distinguido, que la noche anterior había estudiado hasta tal punto—y le señalaba medio tomo de un enorme tratado de física o matemáticas.—Valentín, animado de una emulación digna y de un gran orgullo, volvía al día siguiente pálido y con los ojos marchitos, habiendo estudiado hasta el punto indi[78]cado, tragándose un centenar de páginas que Patricio no había ni aun recorrido.
La muerte de Sorondo fué una pérdida real para el país; habríamos tenido en él un hombre de estado, liberal, lleno de ilustración y con un carácter firme y recto.
Estudiábamos seriamente en el Colegio, sobre todo los tres meses que precedían los exámenes, en los que el gimnasio y los claustros perdían su aspecto bullicioso, para no dejar ver sino pálidas caras hundidas en el libro, pizarras llenas de fórmulas algebraicas, y en los rincones pequeños Sócrates ocupados en discutir con los ateos venidos, no ya de la Jonia, sino de los Andes o del Aconquija. Los exámenes eran duros y sabíamos que serían tomados por profesores de la Universidad.
Ahora bien; entre el Colegio y la Universidad existía el mismo antagonismo, la misma lucha que entre los discípulos de Guillermo de Champeaux y los de Abelardo, la misma emulación que entre Oxford y Cambridge. Despreciábamos esos petimetres que iban paquetes al aula una vez por mes, a hacer barullo en las clases de Larsen o Gigena y que no leían sino el Balmes o el Gérusez, mientras nosotros nos alimentábamos de la médula de león del electicismo (!)—A más, ¿por dónde la Universidad era capaz de presentar un cuadro de aventuras, de diabluras, como las que ilustraban los anales del Colegio?—De tiempo en tiempo nos llegaba la noticia de un aparato que, regido por un hilo, ponía de punta una aguja en las sillas de Larsen, Gigena o Ramsay, en el momento de sentarse,—la transformación de una galera profesional en acordeón silencioso, etc. Pero[80] acogíamos esa materia parva con la benévola sonrisa de los magos de Faraón ante los primeros milagros de Moisés.—Una cosa nos disgustaba: que Jacques no nos perteneciera de una manera completa y exclusiva. Habríamos dado algo por verle renunciar su cátedra de física en la Universidad.
En los primeros tiempos quise reaccionar un tanto contra ese espíritu, y recordando que antes de entrar en el Colegio había pasado un año en la Universidad, intenté iniciar, sin éxito, la política de conciliación. Y, sin embargo, no eran de los más gratos mis recuerdos universitarios. Para ingresar a la clase de primer año de latín, debí rendir un impalpable examen de gramática castellana, en el que fuí ignominiosamente reprobado por la mesa compuesta de Minos, Eaco y Radamanto, bajo la forma de Larsen, Gigena y el doctor Tobal. Me dieron un trozo de la "Eneida", traducción Larsen, para analizar gramaticalmente; era una invocación que empezaba por: "¡Diosa!"—"Pronombre posesivo!" dije, y bastó; porque con voz de trueno, Larsen me gritó: "¡Retírate, animal!"
Esto era en Diciembre; en Marzo arremetí de nuevo, pasé regular, con recomendación de mayor estudio para el año venidero e ingresé en la famosa clase de latín donde Pirovano hacía sus raras y memorables apariciones. Nada más soberbio que los diálogos que se entablaban entre él y Larsen.
Era en vano que Larsen interrogara a Pirovano sobre el I, II, IV o VI libro de la "Eneida", sobre el "De Viris" o el "Epitome"; Pirovano sabía un solo verso de memoria, ordenado y traducido, que amaba con pasión y que lanzaba con una voz eufónica cada vez que Larsen pulsaba su erudición: Amor insano Pasiphae!
De ahí no salía, sino a la calle.—Es al doctor Larsen a quien el pueblo de Buenos Aires debe el tener ese médico que le honra. Harto de Pirovano y para verse libre de él, le hizo pasar contra viento y marea en el examen de primer año, en el que hubiera quedado eternamente; tal era su afición al Nebrija.
Conocíamos también en el Colegio la existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar Pellegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pellegrini corría todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre.—Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas escenas de la clase de griego, de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la "Ilíada".—En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de griego se dividía entre Larsen y Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: "¡No soy yo!"—Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable; que, a lo sumo, sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles.—Fernández se[84] indignaba y encarándose con Patricio, le dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía.—La escena concluía siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta y encerrándose de nuevo con Fernández, que a todo trance quería saber el griego...
La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y heme aquí bien lejos de mi objeto!
El hecho es que el nuevo Vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.
Creíamos entonces, exageradamente, que todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (nosotros éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de Don F. M. justificó la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que aun existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo el doctor Agüero, se hacían lecturas morales una vez por semana.—No fué por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco, que por su color reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de Don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya[86] exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile revelaba, por otra parte, en aquel hombre, una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.
A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los abajeños; es decir, a los que vivíamos en el piso bajo del colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños.—Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.
Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; le incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba Del País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, le mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera le cegó; me dió a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, pre[87]guntándome, con la voz trémula por la emoción, si me había hecho daño.
Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.
Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera más próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.
Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era un joven llamado Granillo, de la Rioja, o Cossio, de Corrientes, dí y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores.—Aun había mucho humo; las puertas del cuarto del Vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fué otro que dar un susto de dos yemas a Don F. M.—Este había hecho una barricada en la puerta.
En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, ví a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha.
De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquél iba a ser un campo[90] de Agramante; el Vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.
Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable Dr. Santillán, cura párroco de San Ignacio; sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos.—Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a Don F. M., que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.
El sumario al día siguiente fué terrible; M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas?—La respuesta fué unánime y sincera: "no lo sé". Y era la verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con más éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta aventura al que la dió acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.
Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de Don José M. Torres.
El encierro es un recuerdo punzante que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio.—Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles con que combatir el clásico régimen de pan y agua.
¡Oh! las horas mortales pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oir el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, de[92]bajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de labios de vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero; la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la obscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!...
He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.
Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!
El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo... no íbamos a clase!
La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".
Era italiano y su aspecto hacía imposible un[94] cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.
Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos, para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía.—Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco.—Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia.—Sáenz Peña me miraba triunfante!—Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas.—A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No le tenía en Arica.—Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general.—Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía.—Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía.—No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reco[95]nocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo.—¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo?—Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema.—Medio sofocado, grité desde la puerta: "¡Roque!... ¡Encontré!—¿Qué?—Buendía...—¡Acaba!—¡Es flaco y barrigón!"
No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean ha observado un hombre de esas condiciones, habrá sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandono generosamente.
Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un sér de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso.—El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.
Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fué portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:
Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle.—Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: "Levántasi, muchachi", etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del Dr. Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.
Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero.—Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia.—Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado.—Un día había caído en el gimna[99]sio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla.—El Dr. Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla.—Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fué su última hazaña; el Dr. Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, y como el hilo se curta por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fué sirviente de comedor.
Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El Vicerrector, alarmado de la manera cómo se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo, establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia extrema para evitar el contrabando. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fué tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.
Fué un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces había yo comenzado a borronear papel y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de la "Tribuna" publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluída una novela que pasaba en una estancia durante las vacaciones, y cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un pseudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.
Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentemente cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas—Lamarque versificaba con suma facilidad.—Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en [102] clase sobre "El sueño de Aníbal", Lamarque, el único, presentó la suya en verso. Para mí fué una obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:
Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del "Orphée aux Enfers", que se daba entonces por primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la "Opinión Publique" tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de ese espectáculo soberano me impedía estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un día que Gigena nos dió por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: "Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma", no sé qué pasó por mí. Me olvidé que el objeto primordial, retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en nombre de la moral más elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. "Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C. Varela, y debuté por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruí[103]das, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. Y allá en la altura, Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca!... Insensiblemente pasé por los límites verdosos de la alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a pesar de las protestas de los compañeros, que, viendo aquel "boccato", querían gozarlo íntegro.
Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya "impresión" nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del "festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos y más de un ojo debió el obscuro ribete con que apareció adornado a las polémicas vehementes sostenidas por la "prensa". Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.
Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡qué himnos cantara hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!...
Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fué conocido con el nombre de "Chacarita de los Colegiales", y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de Junio de 1880.
Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la Municipalidad de Belgrano, especie de "Jarndyce versus Jarndyce"[6],[106] del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.
Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba[7] en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían animosos nuestra persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, "avant-góut" de nuestros estudios económicos del futuro. La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba delante, tarea grave y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de un manquera tradicional. El ciudadano colegial[107] que ocupaba el anca desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote; si el compañero de delante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito expirante, y por fin el "máximum", esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia hacia aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.
Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y alambrados,[108] habíamos vencido; porque, echando pie a tierra, abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. Cuando una hora más tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.
[6] Dickens, "Bleak-House".
[7] Cuya antigüedad es bien respetable, pues hemos visto, con Emilio Mitre, en el "British Museum", dos figurinas de Tanagra ejercitándose en él.
Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo! Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles, frescos y contentos, el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de "camuatís" y, sobre todo, organizar con una estrategia científica, las expediciones contra los "vascos".
Los "vascos" eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida! Allí, en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la "caladura" previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el "cucúrbita citrullus" famoso, cuya re[110]putación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! No tenían rivales en la comarca y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía a todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.
Pero debo confesar que los "vascos" no eran lo que en el lenguaje del mundo se llama personajes de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema; amaban sus sandías, adoraban sus melones! Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una "razzia" en el cercado ajeno, cuando un día...
Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, saltando subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1°. de caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la región feliz de las frescas sandías. Llegados al foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente de campaña no descubierto aún por el enemigo. Lanzamos una mirada investigadora: ni un vasco en el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se[111] dirigía a la izquierda, donde florecía el "cantaloup", dos nos inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto dejar madurar algunos días aún. La mía era inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles delicias.
Cargué con ella y cuando bajé los ojos para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno... un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de Telémaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la izquierda, representada por el compañero de los melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que penetran...
¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mi sandía! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el momento terrible, quedando como trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo, ¡cuán veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle de herrería creía sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media cuadra!
Un momento cruzó mi espíritu la idea de abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que regaban el camino de la "retirada" con las prendas de su apero; pensé... ¡No! Era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir: "me[112] ha corrido el vasco y me ha quitado la sandía!" ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con él o sobre él!
Instintivamente había tomado la dirección del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal habría llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. Marché de cara al sol! como el Byron de Núñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así, cincuenta pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me reveló que había salvado el obstáculo: pero ¡oh dolor! en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso!
Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba en la seguridad que iría a hacer compañía a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme de una manera que revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias fué digna; sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, ví a mis dos compañeros correr en dirección a "las casas" y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero seguro ya del triunfo!...
Eran las tres y media de la tarde y el sol de Enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando con la cara incandescente, los ojos saltados,[113] sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, armado de una horquilla.
Viene a mi memoria, envuelto entre los recuerdos de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo curiosísimo que en aquellos tiempos felices, ignorantes aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría el mundo, clasificábamos alternativamente con los nombres de "el loco Larrea" o "el loro Larrea". Queda entendido que he alterado su verdadero apellido, pues ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le sería grato figurar en estas páginas, a la manera de un coleóptero de museo. Era riojano; aunque de gran estatura, su cuerpo, sea por falta de armonía ingénita, sea por el corte de sus jacquets amplios, sin la menor curva en la espalda, presentando una línea recta geométrica desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía un conjunto tan desgraciado como insípido. La cara de Larrea era una obra maestra. En primer lugar, aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía de Larrea sin el arco verdoso que coronaba su frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del pelo y el cutis libre. Era un depilatorio espeso, de insoportable olor, que Larrea se aplicaba, con una constancia benedictina, todas las noches, a fin de evitar los avances capilares de que he hecho mención. Pero Larrea sostenía que[116] esa pasta era completamente ineficaz, a lo que alguno de los compañeros replicaba que era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer el ligerísimo "duvet" del brazo de las damas, según cantaba el prospecto. ¿Se echa acaso abajo un bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los trigales? La nariz de Larrea presentaba esa forma arquitectónica que la envidia humana ha clasificado de "ñata"[8]; más abajo, de Este a Oeste, abarcando los límites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea, siempre entreabierta, sin duda para dar ventilación a sus dientes como teclas de piano viejo, en color y dimensión.
Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo motivo, lo que le había valido el ya mencionado calificativo de "loro". Pero cuando llegó a la Chacarita, notamos, alarmados, que aquella facundia inagotable había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo el día tendido en su cama, en la que nos parecía oir durante la noche suspiros enormes como resoplidos de buey.
¡Larrea amaba! Una tarde me confió que había entregado su corazón a una beldad cruel que no quería apercibirse del fuego que le consumía. Me pidió que no me burlara de él, porque era un asunto serio, que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado por mi cara de confidente de tragedia, de aquellos únicamente admitidos en la escena para dar la réplica corta y hábil que motiva una nueva tirada del héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. Por fin, supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de una "modesta"[117] familia que habitaba a veinte cuadras de la Chacarita. ¡Ya lo creo! Era una chinita deliciosa de diez y ocho años, de carita fresca y morena, de grandes ojos negros como el pelo, sin más defecto que aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el rasgo distintivo de nuestra raza indígena. Todos la conocíamos y más de uno hacía frecuentes pasadas a pie y a caballo, por delante de aquel rancho, alentado por locas esperanzas.
Animé a Larrea cuanto pude, le dí mis consejos (porque los porteños éramos "censés" ser tenorios consumados), y, por fin, me anunció un día que había hecho relación con la familia y que habían organizado, de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile al que debíamos concurrir siete u ocho de nosotros, siempre que nos hiciéramos preceder por algunas libras de yerba y azúcar, algunas botellas de cerveza y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de los convidados y me pedía los acompañara al sitio de la fiesta, donde él se encontraría desde la primera hora.
Como se comprende, era necesario escaparse.
Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato a una partida semejante, avisé también al cojo Videla, uno de los muchachos más buenos y traviesos que he conocido; y—como habíamos tenido tiempo de prepararnos—el sábado, a las nueve de la noche, dejando cada uno en la cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha, a través de los potreros, llenos de un loco entusiasmo y forjando conquistas a millares.
[8] Dickens
Larrea estaba ya allí. Ebrio de gozo, radiante dentro de su jacquet rectilíneo, había tomado la dirección de la fiesta y servía de bastonero con toda gravedad. Fuímos introducidos, agasajados, y pronto, al compás de la orquesta, limitada a una guitarra y un acordeón (los esfuerzos para obtener un órgano habían sido vanos), nos hundimos en un océano de valses, polkas y mazurkas, pues las damas se negaban a una segunda edición de la primera cuadrilla, que, a la verdad, había permitido al cojo Videla desplegar calidades coreográficas desconocidas y que después supimos habían sido inspiradas por una representación de "Orfeo" con que se había regalado en una noche de escapada.
Después de cada pieza, obsequiábamos naturalmente a las damas con un vaso de cerveza, acompañándolas con una frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea irradiaba de contento; había recitado sus versos, prometido otros y nos dejaba entrever que una cita flotaba en lo posible. Un gaucho viejo (le veo aún!), con una larga barba canosa, el sombrero en una mano y un vaso en la otra, gozaba como un bienaventurado desde la puerta donde se apoyaba. De tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals o una polka y que, obedeciendo a las necesidades de la armonía,[120] llevábamos oprimidas a las compañeras, oíamos la voz alegre del viejo que repetía varias veces:
—¡Que se vea luz, caballeros!
La fiesta estaba en su apogeo y el italiano del acordeón, despreciando profundamente a su acompañante de la guitarra, hacía maravillas de ejecución, bajo ritmos caprichosos y excéntricos que llegaban vagamente a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos al compás de una música interior, cuando, después de haber oído el galope de un caballo vimos aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita en la puerta del rancho, con la fisonomía pálida que debía tener Daniel al entrar de una manera tan intempestiva en la sala del festín de Baltasar.
—¡Muchachos, los han pillado! El celador me ha dicho que los busque y que si dentro de media hora no están en el dormitorio, va a dar cuenta al vicerrector.
Todo esto, entrecortado por la fatigosa respiración. El buen compañero había robado uno de los caballos del quintero y por hacernos un servicio se había puesto en camino por entre barriales espantosos, pues los últimos días había llovido copiosamente. No había tiempo que perder y era necesario ponernos en marcha sin demora. El viejo nos ofreció su caballo, cuyas formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis horas por lo menos; se lo aceptamos agradecidos y tratamos de organizar la partida. Eramos siete en todo; dos treparon en las ancas del compañero que nos había traído el aviso, después de darle tiempo a que absorbiera una botella de cerveza íntegra—y los otros cuatros procuramos arreglarnos sobre el caballo del viejo que a todo trance pedía luz, como Goethe moribundo. Larrea, por darse tono delante de la chinita y sosteniendo que conocía una senda[121] por donde nos llevaría sin embarrarnos, tomó la dirección, colocándose gravemente en la cruz. Detrás de él, un condiscípulo sumamente grueso, en seguida Eyzaguirre, y allá, al fondo, en el remoto extremo, precisamente en aquel plano inclinado que parece una invitación a resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre, como un mono a una reja.
Cuando emprendimos la marcha, el dueño de casa, la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo, hasta el italiano del acordeón, reían a carcajadas. Contestamos alegremente y fué en este momento que hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me alarmaron; aquel caballo no tenía anca, sino un techo de media agua por lomo, de filoso mojinete, y Larrea poseía una mona gigantesca!
La noche era obscura y amenazaba llover; encandilados aún, no sabíamos dónde estábamos, ni qué dirección habíamos tomado. Si nuestro raciocinio no hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad impasible con que Larrea dirigía la bestia, nos habría estremecido.—Se me había encargado castigar, pues según las tradiciones recibidas, el foguista era siempre el del anca; hice presente que no había sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el aire, y propuse nos limitáramos, en las circunstancias, al sistema del talón.
Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin descanso; aquel animal tenía en la punta de la cola algo que me atraía. En mi desesperación me aferraba a Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía limitarme a agarrarle de la ropa, no encontrando plausible, como me lo declaró terminantemente, que mis dedos apretaran, a guisa de género, una sección de la parte carnosa que la naturaleza había previsoramente superpuesto a sus costillas.—El compañero gordo bufaba, oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y éste, sin cesar de hablar, protestando que nadie conocía el camino como él, aventuraba una que otra queja sobre la osteología de aquel animal.
No veíamos a dos dedos de distancia y los com[124]pañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda por la sencilla razón de haber tomado el buen camino.—Habíamos conseguido—¡el cielo sabe a costa de qué esfuerzos y sufrimientos!—hacer tomar el trote a nuestra montura, cuando de pronto me sentí en el suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un choque se había producido y jinete y caballos habían venido por tierra.—"¡No es nada; es un alambrado!"
Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente al pobre conductor, que nos anunció estar ahora seguro del camino, y, un tanto mohinos y maltrechos, emprendimos de nuevo la marcha.
No habíamos andado media cuadra, cuando un grito sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba literalmente a babuchas de Eyzaguirre, quien, a su vez, aplastaba al gordo, que, entre gemidos, estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se debatía en el barro y que un ligero examen posterior reveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos caído en una zanja; el caballo, perdiendo el pie, se fué de boca, Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del canal de una arbaleta, el gordo siguió la ley de la atracción y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso, me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos dos pies de barro; cuando salí y Eyzaguirre y el gordo se pusieron en pie, nos precipitamos todos a sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones de continuidad de su cara estaban revocadas por un lodo espeso y negro. Fué necesario sacudirle, lavarle el rostro con la última botella de cerveza que el gordo no había soltado en la catástrofe y sacarle el jacquet rectilíneo que pesaba dos arrobas.
Entonces emprendimos a tanteo, a pie y en el horror de la profunda noche, aquella marcha le[125]gendaria, inaudita, en la que las zanjas eran endriagos, las tunas vestiglos y los ruidos de los insectos nocturnos coros de Porríganos y Kobolds.—Puck andaba por allí; nos parecía oir su risa silenciosa entre las brumas, confundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspiés de la errante caravana... El caballo había quedado en la zanja para siempre. ¡Adiós las largas y melancólicas estadías en el palenque de la pulpería! ¡Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño oscilaba como un péndulo sobre el recado! Una ligera perturbación en la línea del pescuezo le había hecho encontrar el reposo eterno! ¡Sea leve su recuerdo a la conciencia de Larrea!
Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea, penetramos en nuestros cuartos y nos ayudamos fraternalmente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió al empuje colectivo y es fama que diez horas más tarde solamente soltó su presa, vencida por la operación cesárea.
Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero al famoso 22 de Abril 1863, en que crudos y cocidos estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad, los cocidos por la causa que los crudos hicieron triunfar en 1880 y recíprocamente. Yo era crudo y crudo enragé. Primero, porque mis parientes, los Varela, uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano mayor, tenían esa opinión, según leía de tiempo en tiempo, en la "Tribuna"—y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos eran cocidos.—Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera de pensar, pero como había tenido que sostener mis opiniones a moquetes más de una vez, la convicción había concluído por arraigarse en mi espíritu.
El día citado había una excitación fabulosa en el Colegio; después de muchas tentativas infructuosas, conseguimos escaparnos dos o tres y nos instalamos en la calle Moreno. Fué allí donde presencié por primera vez en mi vida un combate armado entre dos hombres, que me hizo el mismo efecto que más tarde sentí en una corrida de toros, de la que salió mal herido el primer espada. Los dos combatientes eran hombres del pueblo y esta[128]ban armados, uno de una daga formidable, mientras el otro manejaba con suma habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos ver: tal era el movimiento vertiginoso que le imprimía.—Mi primera intención fué huir, pero tuve vergüenza, porque uno de mis compañeros, que tenía fama de bravo en el Colegio, se había acercado, por el contrario, para presenciar más cómodamente la lucha. Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de la fuerza y el hombre de la daga, dando un grito desgarrador, cayó al suelo con el vientre abierto de un enorme tajo.—El heridor huyó; yo debía estar muy pálido, porque recuerdo que durante un mes el grito del caído vibró en mi oído.
Pronto nos mezclamos con unos hombres que traían un pañuelo al cuello y que habían desalojado a un pequeño grupo de cocidos que estaban cerca de la confitería del "Gallo".—Pero el rumor de lo que pasaba dentro, nos hacía arder por penetrar en el recinto de la Legislatura.—¡Imposible!
Entonces, de común acuerdo y comprendiendo que era allí donde se desenvolvían las escenas más interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar a la Legislatura por las azoteas. Lo hicimos así y a favor del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos el techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el patio de la Legislatura.
Al primero que ví fué a Horacio Varela, tranquilo, sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me conoció, me pidió fuera inmediatamente a su casa a avisar a la familia que no volvería hasta tarde, que no temieran, etc.—"Pero no puedo salir, Horacio; no me dejan". La verdad era que había trabajado tanto por llegar a mi punto de[129] observación y esperaba que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables, que lanzaba ese pretexto, harto plausible, para quedarme allí.—"Un estudiante a quien no dejan salir, pobrecito! ¿Entonces ustedes ya no saben escaparse?"—Yo habría podido contestar que lo hacía con una frecuencia que ponía a cubierto de semejante reproche; pero preferí la acción y desaparecí.—Me escapé con éxito, corrí a casa de Horacio, tranquilicé la familia, volví al Colegio y, jadeante, extenuado, ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde dí cuenta a Horacio de mi comisión.—En ese momento un gran número de diputados salieron al patio; muchos abrazaban a un hombre calvo, de muy buena cara, con una gran barba negra, el cual, después, supe había sido miembro informante, desplegando una serenidad de ánimo admirable.—Era el Dr. D. Manuel Aráuz, a quien debíamos todos tener más tarde tanto cariño bajo el apodo afectuoso de "viejo Laguna".
Cuando leo en la historia la narración del entusiasmo ardiente de los estudiantes en la Politécnica y la Normal en 1815 y 1830, el arranque impetuoso de los estudiantes españoles en la guerra de la Independencia, abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, a D. Juan Porlier, el cura Merino, el heroísmo de los jóvenes alemanes en 1813 y 1814, brotando de los subterráneos de la Tugendbund para caer en los campos de Leipzig, de la muerte gloriosa de Koerner, cuando leo esos rasgos, me los explico perfectamente.—Hay en los claustros un ansia de acción indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la libertad.
También nosotros formamos parte de las gloriosas filas del batallón Belgrano que fué a ofrecer su sangre y a pedir un puesto en la vanguardia del General Mitre, al estallar la guerra del Paraguay. Yo fuí soldado del Dr. D. Miguel Villegas; era cuanto podía exigirse de mi patriotismo: servir a las órdenes de un profesor de la Universidad, que enseñaba filosofía por Balmes y Gérusez!
Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida triste y monótona que llevo.—Pero al concluir me vienen al espíritu los últimos tiempos pasados en la prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba a cantar en el alma y se abría para nosotros de una manera instintiva un mundo vago, desconocido, del que no nos dábamos cuenta exacta, pero que nos atraía secretamente. No nos lo confesábamos al principio unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia, de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes, nos inclinaba a un escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no había nada sagrado.—Eramos ateos en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las ideas de Hobbes. Las prácticas religiosas del Colegio no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia; las aceptábamos con suprema indiferencia.
En una confesión general, sin embargo, tuve la veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesionario, dije abiertamente al sacerdote que estaba tras de la reja que no creía una palabra de esas cosas y que, por lo tanto, era de su deber no obligarme a mentir. El confesor dió cuenta inmediatamente; fuí llamado, insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia pasar en el encierro los tres días[132] de comilonas y huelga que sucedían a la comunión.
Al año siguiente mis ideas se habían hecho más prácticas; nos reunimos unos cuantos y confeccionamos una lista de pecados abominables, estupendos, en que figuraba todo el repertorio de un libro de examen de conciencia que nos habían dado para prepararnos.—Nos dieron penitencias atroces, como ser levantarnos a media noche en invierno y salir desnudos al claustro, arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora; esto durante tres meses. A buen seguro que, en caso de obediencia, la pulmonía habría dado bien pronto cuenta de nosotros.—Pero aquí quiero hacer una declaración sincera que pinta bien esos escepticismos primaverales. Llegado el día de la comunión, que se hacía con gran pompa en el altar mayor, fuí obligado a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a esperar mi turno.
Un resto de altivez intelectual, una reacción violenta dentro de mí mismo, me hizo considerar una repugnante apostasia de mis ideas y una burla indigna de la religión, aceptar aquéllo.—Así, cuando el sacerdote se inclinó sobre mí, le miré bien en los ojos y le dije quedo: "paso, padre". Hizo un ligero movimiento de sorpresa; pero cuando se reincorporó, yo ya me había dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo en la boca, como si realmente hubiera recibido la hostia. No me delató.
Pero la juventud venía y con ella todas las aspiraciones indefinibles.—La música me cautivaba profundamente.—Recuerdo las largas tardes pasadas mirando tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro Quiroga tocar en la guitarra las vidalitas del interior, los tristes y monótonos cantos de la campaña y las pocas piezas de música culta que conocía. Aun hoy me pasa algo curioso que, en ciertos momentos, me lleva irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde, Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y cariñoso al oído. Yo me había colocado en el borde de la ventana, aprovechando la última luz del día, para continuar la lectura de la "Conquista de Granada" de Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese instante al momento en que Boabdil se despide con los ojos arrasados en lágrimas, desde lo alto de una colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles y las fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que la música que llegaba a mis oídos era la voz misma del infortunado monarca y dí a aquella melodía sollozante el nombre de "el adiós del rey moro", que Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez que en un libro encuentro una referencia al mísero fin de la dominación árabe en España, los[134] acordes de la marcha pesarosa cantan en mi memoria.—Así se explica esa preferencia llena de misterio que algunos hombres sienten por ciertos trozos de música, indiferentes para los demás. Los han oído por primera vez en un momento especial, la impresión se ha confundido con todas las que entonces se grabaron en el alma y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra que se estremezca en un rincón de la memoria, despierta a todas aquellas con que está ligada. Un hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él solo, toda la historia de su vida moral, haciendo brotar del teclado una serie de melodías, escalonadas en sus recuerdos...
Sentíamos también necesidad de cariño; las mujeres entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos y fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle, desde nuestras altas ventanas, por medio de una combinación de espejos, nos hacían soñar, nos hundían en una preocupación vaga e incierta, que nos alejaba de los juegos infantiles del gimnasio, de las viejas y pesadas bromas de costumbre. Las amistades se habían estrechado y circunscripto; solíamos pasar las horas muertas, haciéndonos confidencias ideales, fraguando planes para el porvenir, estremeciéndonos a la idea de ser queridos como lo comprendíamos y por una mujer como la que soñábamos.—Por primera vez en estas páginas, nombro a César Paz, mi amigo querido, aquel que me confiaba sus esperanzas y oía las mías, aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como el acero, elegante y distinguido, aquel que más tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por uno de esos caprichos absurdos del destino, que arrancan del alma la blasfemia profunda!...
¡Qué vida de agitación! ¡Qué pesado era el libro en nuestras manos y qué envidia se levantaba en el corazón por el estudiante libre de la Universidad, tan despreciado antes y que hoy veíamos pasar, con el corazón sombrío, radiante en su elegancia,[136] en su traje, en la incomparable soltura de sus maneras!
Porque empezábamos tristemente a conocernos. La mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras madres hacían sacrificios de todo género por darnos educación. Muchas veces nuestras ropas eran cosidas por sus propias manos y por muchos años hemos ostentado sacos como bolsas y el clásico jacquet crecedero, aquel que, despreciando el efímero presente, sólo tiene en vista el porvenir.—Pero ¿qué nos importaba? Eramos filósofos descreídos y un tanto cínicos, nos revolcábamos en el gimnasio, y el eterno botín de doble suela, ancho y largo, nos permitía correr como gamos en el rescate. Usábamos el pelo largo y descuidado, teníamos, en fin, esa figura desgraciada del muchachón de quince años, que empieza a salir de la infancia, sin llegar a la virilidad. Eramos, con todo, felices y despreocupados.
Pero los diez y ocho años se acercaban. Los días de salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo mejor posible, abandonando muchas veces la empresa con desaliento, vencidos por la exigüidad del guardarropa.—¡Qué amarguras, qué sufrimientos, aquellos domingos a la noche, cuando al volver al Colegio pasábamos frente a los teatros y veíamos en el peristilo una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros, los externos felices, bien vestidos, con sus guantes flamantes, y saludando con una gracia, para nosotros insuperable, a las bellas damas que venían al espectáculo!
En cuanto a mí, recordaba bien que de los ocho a los doce años no había faltado casi una noche a la Opera; mi padre me llevaba siempre consigo. Era, pues, un dilettante de raza y tradición; Tamberlik me había acariciado y la incomparable Madame Lagrange, aquella artista con un corazón a la Malibran, se había entretenido en hacerme charlar durante los entreactos en su camarín, a donde solía llevarme mi hermano Jacinto.—Y hoy, que era hombre, que podía apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado a mi padre y que flotaban en mi memoria como una nube, tenía que volverme triste y solo al Colegio, dando la espalda al mundo de la luz!
Una noche no puede resistir al pasar frente al[138] Colón; ví entrar a un pariente amigo con su familia; comprendí que tenía un palco donde meterme medio escondido y tomando mi entrada penetré bravamente, un poco pálido, por la convicción profunda de que todo el mundo me observaba.
El pariente tenía felizmente un palco bajo y obscuro de la ochava; llamé, me resistí con energía a las sillas de adelante y acurrucándome en el fondo, lancé una mirada investigadora a la platea. Yo sabía que el Vicerrector era un melómano decidido; en efecto, a poco le descubrí en las tertulias. De un lado cierta irritación por su presencia, mientras nos confinaba en el claustro tan cruelmente y de otro el temor que me descubriese, me agitaron un momento. Pero bien pronto todo eso desapareció y la luz, la música, ese curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen tono, la proximidad de una criatura idealmente bella, que estaba en el palco, sus ojos dulces como un pedazo de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color diáfano, transparente, sombreado a cada instante por un tenue velo de púrpura, esa emanación exquisita de la pureza, de la inocencia y de la gracia, que subyuga en todas las edades, todo en un encanto misterioso se apoderó de mí por completo. Quince años han pasado sobre mi cabeza desde aquella noche, quince años bien llenos y agitados; pasarán veinte más y no perderé ese recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma la impresión fresca de las primeras emociones puras de mi juventud.—Sonrío a veces al recordar mi idilio adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado de sensibilidad enfermiza, la necesidad imperiosa que sentía de hacer versos, mi desesperación por no poder medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas con desaliento, las cartas ideales, que jamás debían llegar a su desti[139]no, en las que derramaba todos mis sueños y esperanzas! La veía en todas partes, en todas la buscaba. Me parecía inútil obtener su cariño; el mío me bastaba, me elevaba, me daba intensidad al espíritu, fuerza a la voluntad, brillo a la imaginación, nobleza al corazón. Cambié de carácter; fuí dulce, afable, perdí la ironía amarga con compañeros, dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me corregía, me mejoraba...
De nuevo sonrío a través de los años; pero quisiera volver a esas horas incomparables, a esa explosión de la savia, trepando al árbol al son de los cantos primaverales y desenvolviéndose en hojas, en flores, en perfumes! Quisiera volver a amar como amé entonces y como sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste el pensamiento!...
Todo pasó en el rápido correr del tiempo; pero la figura deliciosa, a la que los años han circundado de esa atmósfera vaporosa que da Murillo a sus vírgenes, queda fija allá en el pasado, cerniéndose al principio de la ruta, como una luz ideal!...
Hay que caer a la tierra y recordar que, de una u otra manera, tenía que entrar en el Colegio.—Poco antes del último acto salí, corrí a la puerta que da sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletot, golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién era, imité la voz del Vicerrector y una vez la puerta abierta, abatí la vela que el cerbero traía en la mano con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla que dió con él en tierra, y antes que volviera de la sorpresa, ya corría yo por esos claustros como una exhalación.
Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me irritaban, los consejos me ponían en un estado de nervios insoportable: no podía continuar en el Colegio. Pasaba los días enteros ideando medios para escaparme, a veces con riesgo de la vida, como cuando nos deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda flotante que los albañiles dejaban durante la noche en el edificio que se construía entonces sobre la calle Moreno.—Los exámenes estaban encima y no abría un libro. Había perdido la emulación por completo; las glorias de clase me parecían ridículas y no habría dado un paso por recuperar el puesto de honor al que estaba habituado y que sentía escapárseme de entre las manos.—Al fin triunfé, y una mañana radiante se me abrieron para siempre aquellas puertas, en[142] cuyos umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como el numida.
Y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejaba allí dentro! Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazan la felicidad, que más tarde se sueña en vano!
Abandonaba el Colegio para siempre y, abriendo valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en medio de las tormentas de la vida.
Muchos años más tarde, volví a entrar un día al Colegio; a mi turno, iba a sentarme en la mesa temible de los examinadores. Al cruzar los claustros, al ver mi nombre al pie de algunos dibujos que aun se mantenían fijos en la pared, con sus modestos cuadros negros; al pasar junto a mi antiguo dormitorio, teatro de tantas y tan renombradas aventuras; al cruzar frente a la puerta sombría del encierro, que por primera vez recibió una mirada cariñosa de mis ojos; al ver el grupo de estudiantes tímidos, callados, que en un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi cara sus futuras clasificaciones; al estrechar la mano de mis compañeros de hoy, mis maestros de otro tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente que había sido mi atmósfera de cinco años, sentí una impresión extraña, grata y dulce, y una vaga melancolía me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.
Me lancé a todos los viejos rincones conocidos y al pasar, bajo las bóvedas del claustro, se levantaban mis recuerdos, obedientes a una evocación simpática. Aquí, me decía, el buen Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos leía las elegías de Gilbert con un entusiasmo sincero o nos recitaba la tirada de "Théramène" sin mirar el libro; aquí fué donde el profesor Rossetti, encantado de mi exposición, me predijo que sería un ingeniero dis[144]tinguido, si perseveraba en las matemáticas, para las que había nacido; en aquel banco expuse a Puiggari mi deplorable conferencia sobre el iodo, que destruyó todas sus esperanzas de verme convertido en un Lavoisier; en este sitio memorable fuí sostenido por M. Jacques, cuando, habiendo sido llamado a dar examen de francés ante el doctor Costa, ministro de I. P., me tocó en suerte traducir a primera vista el "Incendio de Moscou" de M. de Ségur y me trabé en descomunal batalla con Larsen sobre la significación de la palabra "tôle"; aquí Jacques me dijo que era un imbécil, pero que tenía razón, cuando sostuve ante él, en una discusión con un compañero, que este título de un capítulo de La Bruyére, "Les esprits forts", no debía traducirse por: "Los espíritus fuertes"; en aquel rincón me batí una tarde con denuedo contra un muchacho Arriaza, quien, si bien sacó del combate la nariz demolida y con una forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en este escaño se sentaba mi madre, me tomaba las manos, me acariciaba con sus ojos llenos de lágrimas, me apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era necesario separarnos, me dejaba su alma en un beso... y diez pesos en la mano, que yo corría a convertir en cigarros en la portería; aquí fué donde el padre Agüero pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una escapada y a la luz de la luna que entraba por los cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el claustro helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con el mate en la mano y tras la puerta entreabierta del dormitorio del anciano, contemplaba el cuadro, poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto famoso donde fué introducida por engaño la sirviente que traía la ropa limpia al "mono" Latorre, sufriendo las excesivas galanterías de los[145] circunstantes, mientras el referido "mono", amarrado al pie de un lecho, ofrecía el espectáculo confuso de un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...
—Los exámenes van a comenzar, doctor. Sólo a usted se espera.
—Voy al momento.
¡Ah! he aquí el cuarto de Eyzaguirre, aquel informe "maremagnum" del que éramos pilotos expertos.
En esa ventana asamos una noche memorable las aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas para nosotros y que jamás figuraron en la mesa del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos, donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el enorme Ganot distribuído por capítulos en todo el cuerpo y conociendo la topografía del terreno como César los campos de Munda; la fuente me saluda, la fuente de pico recto, la fuente que era necesario conquistar a puñetazos, porque el compañero que esperaba, interrumpía a menudo la absorción haciéndola intermitente, por medio de la broma llamada del "ternero mamón"; aquí un condiscípulo querido de todos nosotros, que temíamos no pasara en el examen escrito, nos dió una minuciosa explicación de cómo había repartido sus fuerzas para el combate; en la nuca, entre camisa y camiseta, los capítulos de "La Inteligencia", salvo "La Razón", que, muy bien doblada, se ocultaba bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler; entre el elástico del botín derecho, "La Sensibilidad", formando "pendant" en el izquierdo "La teoría de las facultades del alma"; en un falso bolsillo del pantalón, "La Voluntad", excepto el "Libre[148] Albedrío" que ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y allí, sobre el estómago, a mano, como puñal de misericordia, como recurso extremo, el "Discurso sobre el método", que, bien manejado, es un proteo multiforme, apto para satisfacer el programa entero...
—Señor doctor, le están esperando...
—Voy, voy al momento.
¡Cuánta sonrisa en aquellas caras juveniles, si hubieran leído las cosas que llenaban mi alma y dádose cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaba mi silla de examinador!
Decían las cosas que en otro tiempo yo había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes de la bolilla que les eran conocidas, evitando con una habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones no holladas por sus ojos infantiles. ¡Con qué elasticidad el compañero de atrás hacía de mimbre su cuerpo, alargaba el pescuezo como una girafa y llamando en su auxilio la voz más susurrante, "soplaba" con coraje! Yo nada veía, nada quería ver. Mis preguntas envolvían clara y precisa la respuesta cuando el discípulo era flojo, y con una sonrisa animadora, impulsaba a desenvolver su charla graciosa y ligera al que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un adolescente griego, explicando a su manera infantil los mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño en la región de la teoría, borrándose al mes siguiente, porque no tiene la mordiente áspera de la experiencia propia!
Y así pasaba ante mis ojos la filosofía y la historia, serena, olímpica, a la manera de Hesiodo, saliendo de aquellos labios puros, como el reflejo[149] de leyendas de otros tiempos, en mundos distintos del que nos rodea. ¡Con qué placer, entre mis examinandos, encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador de Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las horas pasadas, pesaroso y triste a las páginas de Zama! ¡Cómo sonaba en mi alma el entusiasmo por las cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo discurso de Pedro el Ermitaño, que yo había compuesto en la clase de retórica!... Los muchachos sonreían y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador insuperable. No sabían que les habría abrazado a todos y que al más imbécil hubiera dado el máximum con el alma contenta y la conciencia tranquila!
Más tarde dictaba una cátedra de historia en la Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, notaba en las caras de mis discípulos, siempre cultos y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado por el trabajo; a más de mi cátedra, dirigía el Correo, pasaba un par de horas diarias en el Consejo de Educación, y sobre todo, redactaba "El Nacional", tarea ingrata, matadora si las hay. Así, solía llegar a clase fatigado y cuando el tema no era interesante, mi palabra salía pálida y difícil. Pero la campana del Colegio Nacional estaba allí! Desde el aula la oía fácilmente y a sus primeros ecos recordaba mis horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de la clase, miraba mis alumnos fatigados y cortaba familiarmente la conferencia. En otras ocasiones el eco de la campana me servía de excitante y si alguna vez salieron mis discípulos contentos, ignoraban que lo debían al vago sonido que me traía los más dulces recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante, mi esfuerzo por ocupar el[150] primer puesto y la memoria del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la ciencia.
Sí, amar el estudio; a esa impresión primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales. Se pueden emprender los estudios superiores en cualquier edad; los preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo se acepta en la infancia, la dedicación absoluta del tiempo, el vigor de la memoria, nunca más poderoso que en los primeros años, la emulación constante y la ingenua curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentración intelectual los caracteres perdidos en el fondo de la memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un palimpsesto ante un reactivo que borra el último trazado. En una semana, un hombre regularmente dotado, puede estudiar a fondo una cuestión de derecho; pero si no tiene una preparación sólida, si no ha ejercitado su espíritu en los largos años de bachillerato, la expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto. Falta de ideas generales, mis amigos.
Yo diría al joven que tal vez lea estas líneas paseándose en los mismos claustros donde transcurrieron cinco años de mi vida, que los éxitos todos de la tierra arrancan de las horas pasadas sobre los libros en los primeros años. Que esa química y física, esas proyecciones de planos, esos millares de fórmulas áridas, ese latín rebelde y esa filosofía preñada de jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su seno a cuerpo perdido.
Bendigo mis años de Colegio, y ya que he trazado estos recuerdos, que la última palabra sea de gratitud para mis maestros y de cariño para los compañeros que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.
1881.
Gallicæ Constructiones
ESPAÑA
Hace doce años, era yo ministro argentino en Madrid. Un día un criado me anunció que el señor Presidente del Ateneo me hacía preguntar si podía recibirle. En el acto dí orden de introducirle. Respetaba al Ateneo de Madrid como se respetan las cosas que se temen y ese respeto de mi parte justificaba el origen presunto de todas las religiones humanas. A pesar de mis aficiones literarias, como suponía honestamente que el gobierno argentino no me habría nombrado su representante para darme ocasión de desplegar mis talentos estéticos o mis facultades de estilo, sino para estudiar los problemas políticos o económicos de interés nacional, mis esfuerzos habían tendido a tener una actuación eficaz y activa en el más alto mundo social y en los círculos más influyentes de la política del momento. Así es que conocía—o por lo menos trataba—a muy pocos de los representantes del mundo de las letras. Fuera de Castelar, más político que literato y dulcemente afectuoso siempre con todos nosotros los americanos,—de don Juan Valera, a quien encontraba con frecuencia en el mundo diplomático al que él también pertenecía,—de Menéndez Pelayo, con quien comía a menudo en los clásicos jueves de nuestro buen amigo Bauer, muchas veces, por feliz azar para mí, al lado uno del otro,—de Grilo, a quien conocí en casa de Tamames y que nos encantaba en[156] nuestras deliciosas correrías por Sevilla,—no había hablado, repito, ni conocía, tan sólo fuera de vista, a los demás altos representantes del pensamiento español.
"¿Quién será, me decía, este señor Presidente del Ateneo de Madrid? Yo debía saberlo y precisamente por eso no le hago preguntar por su nombre. El Ateneo, por lo demás, es la primera institución literaria de España, y sus altibajos coinciden con la exaltación o la depresión del espíritu público de este país. No sé lo que este señor Presidente vendrá a pedirme, pero hay que tratarle bien, porque..."
En esto estaba de mi soliloquio, cuando la puerta de mi escritorio se abrió, dando paso a un hombre pequeño, delgado, tan distinguido en su traje, en su fisonomía y en su expresión, que no pude, en el primer momento, darme cuenta ni de cómo estaba vestido, ni de qué cara tenía, ni de lo que era o podía ser.
—Señor, me dijo con una voz reposada y serena, a la que daba un valor que me sorprendió, la manera de mirar de sus ojos grandes, claros y tranquilos, soy Presidente del Ateneo y vengo a pedir. El Ateneo, entre otros achaques, tiene aquel que más nos seduce a todos, el de acercar hasta confundir el alma española con el alma hispanoamericana. Vamos en breve a celebrar una fiesta precursora de la gran solemnidad del centenario de Colón y vengo a pedir a Vd. (aquí un par de frases amables y muy lisonjeras para mí) que quiera honrarnos encargándose de una de las conferencias que se harán en el Ateneo con este motivo.
—Señor Presidente del Ateneo, antes de todo, ¿quiere Vd. tener la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar?
—Gaspar Núñez de Arce, señor.
Me puse de pie como movido por un resorte y un poco confuso, me incliné profundamente. A pesar de mi alejamiento voluntario de los centros literarios de Madrid, había dos hombres que deseaba vivamente conocer: Núñez de Arce y Pereda. Al primero por su inspiración gentil, vibrante y generosa, por el ropaje suntuario de su lengua opulenta, lengua mía, de mis padres y de mi raza, por la nobleza tradicional de su carácter, por la pregonada sencillez de su vida armoniosa. A Pereda, porque un día, allá por 1884, en la opaca tristeza germánica de Carlsbad, había recibido un paquete de libros acompañados por una grata carta de Martín García Mérou, que enviaba a su antiguo jefe y siempre amigo, algunos libros españoles, entre otros la Sotileza del escritor de la Montaña; lo había empezado a leer, lo había devorado y había contestado al que tal regalo me había hecho, una carta entusiasta y cariñosa que García Mérou envió a Pereda, quien me hizo decir que tenía en España dos brazos abiertos que me esperaban. Pero mi hombre estaba constantemente metido en Santander (decir que en ese tiempo meditaba Peñas arriba, esa maravilla, sin que yo lo supiera, para ir a rogarle me hiciera visitar el teatro de ese drama admirable!) y cuando venía a Madrid, lo hacía tan callandito, que los diarios anunciaban su llegada el día de su partida.
Y ahora, de pronto, sin sospecharlo, tenía en mi casa, a mi lado, para mí solo, a Núñez de Arce! Le tomé la mano, le dije que hasta entonces, al hablar conmigo, sólo había hablado con un particular, pero que ahora me ponía el uniforme diplomático, le recordaba que estaba reconocido en mi carácter de representante de mi país por Su Majestad (Q. D. G.), que en mis credenciales mi[158] gobierno pedía al de España—y por consiguiente a todos los españoles—que prestaran fe a mis palabras—y que, por lo tanto, le pedía la suya al manifestarle la gratitud profunda de todos mis compatriotas que habían tenido la fortuna de leerle, por los puros y levantados goces de orden intelectual y moral, encontrados en las estrofas de sus cantos admirables, en los que, bajo formas nuevas e impecables que hacían valer el viejo idioma, se levantaban, sobre el chato horizonte moderno, todas las nobles ideas, todos los instintos generosos, todas las actitudes valientes, hasta la duda misma, que animan a pensar que el alma humana es algo más que una resultante fisiológica. Le hablé de sus poemas, de sus dramas, de sus trabajos anunciados—y el poeta, ante mi acento sincero, me escuchaba con placer, entretenido, quizá, en oir el elogio de su obra, hecho en algo, para él, como un idioma extraño, en el que la construcción de la frase, la cadencia del período, hasta el valor de las consonantes, parecía dibujar vagamente, no ya el español del pasado, petrificado allá en Levante en labios de los descendientes de moros y judíos, sino un castellano del porvenir, ágil, vivo, un español americano, en una palabra, listo siempre a jinetear, sin estribos, la mismísima gramática.
Nos pusimos a charlar o, mejor dicho, le hice hablar larga, afectuosa y abiertamente, suscitándole nuevos temas, así que veía que el anterior iba a agotarse. Así hablamos mucho de arte, un poco de política, a raudales del pasado español y del porvenir americano. Y a medida que los juicios del poeta se condensaban en frases no cuidadas, pero claras y de elegante movimiento, me abandonaba al placer de contemplar ese espíritu ecuánime, cuyas raíces iban a beber la fresca savia[159] que le animaba, allá en las regiones donde el corazón encierra la bondad, la ternura, el entusiasmo y la fe, sin que ninguna se extraviara para ir a aspirar la ponzoña del odio o de la envidia.
Y el tiempo corría, la América y la España misma se habían agotado y, desaparecidos los Pirineos, entrábamos como conquistadores, a través del Rosellón, en vieja tierra de Francia. La pléyade, el cenáculo, los Parnasianos, los estéticos, los naturalistas, los decadentes, a todos los pasamos en revista, él, conteniendo con su sonrisa moderadora mis juicios impetuosos, yo animando a veces, con un rasgo atrevido, la armoniosa mesura de sus opiniones. Hace poco, leyendo, con el trabajo que mis hermanos en análoga tarea habrán apreciado, un libro de Nietzsche, me encontré con esta gráfica descripción del autor de Naná: "Zola, o el placer de heder"[9]. El juicio de Núñez de Arce era casi idéntico, pero la forma exquisita en que se enunciaba, le quitaba la crudeza, sin disminuir la eficacia. En cambio, como me seguía contento con su mirada animosa, al oirme decir que había más naturalismo de verdad en Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós, que en la obra entera de Zola, y más belleza en la descripción que el mismo hace de Toledo en Angel Guerra, que en todos los celebrados cuadros descriptivos del autor de L'Assommoir! Y luego, de un salto sobre la Mancha, a Inglaterra y allí, arriba, alto, a la cumbre y al honor, Dickens, Elliot y entre los poetas Keats, Shelley, el mismo Byron, los que tienen entrañas, sangre y vísceras; y luego... Se puso de pie, sacó su reloj, gentilmente me hizo ver el largo tiempo transcurrido y me repitió con mucha insistencia[160] su amable invitación para el Ateneo. Entonces le hablé con toda franqueza.
—Ahora que conoce Vd. un poco mi espíritu, señor, no le extrañará oirme afirmar que sólo puedo hacer lo que hago con convicción y sinceridad. Hacer un discurso o conferencia sobre Colón y las relaciones históricas, hispano-americanas, de manera a que sea grato a mi auditorio (porque nadie está obligado a escribir un poema épico ni a decir, en materia de arte, cosas desagradables), será para mí algo muy difícil, porque siempre he pensado que dos de los hombres más fatales que ha tenido España (y cuidado que no se ha quedado atrás en la especie!) han sido Colón y Felipe el Hermoso, que la trajeron dos de las calamidades mayores que pueden caer sobre un pueblo, la riqueza fácil y la gloria militar. El primero, con su América y su oro, su espíritu romántico, aventurero, anti-industrial, con los sistemas absurdos que el galeón esperado e indispensable impuso; el segundo metiendo a España, con sus vinculaciones germánicas y su imperial vástago alemán, en todas las complicaciones de la Europa de entonces y a la infeliz que salía de guerrear siete siglos con árabes y moros, obligándola a desangrarse de nuevo desde las costas de Argel hasta las dunas de Holanda, sin olvidar los campos de Italia, de Nápoles a los Alpes, los llanos de Alemania y las frescas colinas de Francia y Bélgica. ¿Qué quiere Vd. que vaya a decir al Ateneo? ¿Que nosotros, los del Río de la Plata, no teníamos derecho a enviar a España más que uno o dos barcos por año, con tantos cueros consignados a tal casa de Cádiz? ¿Que se nos obligaba a ir a comprar ropa, calzado y sombreros a Panamá o Portobelo, que estaban a seis meses de distancia, ida y vuelta, con cuyo motivo comprábamos todo lo que nos[161] hacía falta, de contrabando, bien entendido, a los portugueses de la Colonia? ¿Que todo eso, si bien nos dejó en un estado de delicioso atraso, pues no creo que haya habido pueblo más feliz que el colonial Buenos Aires, antes que los ingleses vinieran a hablarnos, a balazos, de ideas nuevas y paparruchas liberales, que todo eso remató en la triste España de Carlos II o en la dolorosa de Fernando VII? ¡Fernando VII! Figúrese Vd. que se me cruce ese nombre en mi trabajo mental; ¿puede Vd. imaginarse todos los improperios que van a salir de esta boca, por más mesura que le imponga? El tratamiento de Macaulay a Barère será de malvavisco y altea al lado del que, sin poder resistirlo, propinaré al hijo infame de Carlos IV. Y si, hablando de los autores principales del hundimiento español, llegara a plantar, delante de Cánovas del Castillo, que es Presidente del Consejo de Ministros y que seguramente estará en el Ateneo, las cuatro frescas que se merece el Conde-Duque de Olivares, que él pretende rehabilitar, ¿a dónde irá a parar mi reputación diplomática?
Núñez de Arce me oía sonriendo, pero como sus ojos insistían, continué:
—Pero como Vd. me ha hecho un honor muy grande y con ser de los mayores de mi vida, un placer que lo supera, viniendo a mi casa, quiero que salga Vd. en su empresa mejor de lo que pensara. ¿Conoce Vd. al actual ministro del Uruguay en Madrid? ¿No? Pues se llama Juan Zorrilla de San Martín, vive aquí a la vuelta de mi casa y si Vd. le ve con sombrero no da un real por él, ni mucho menos si le ve descubierto. Nadie le conoce aún aquí, porque ha llegado hace poco; pero el día que caiga en un cenáculo intelectual en el que haya algunos poetas, uno que otro hom[162]bre de pensamiento, un colorista y algún oído habituado a oir sonar el cristal y el templado bronce, le van a sacar en andas. Para que Vd. no olvide esta visita, regalo a Vd. y al Ateneo, a mi amigo y compañero Zorrilla de San Martín. Oiga Vd. un momento.
Tomé Tabaré en el armario vecino y le leí algunas estrofas; cuando interrumpí mi lectura para continuar, Núñez de Arce me tomó el libro de las manos y continuó leyendo en silencio. Al fin me dijo:
—¡Pero éste es un maestro!
—¿Sabe Vd. lo que he dicho a Zorrilla de San Martín, sobre Tabaré, en el álbum de su señora? Que versos como esos valen la buena prosa.
Volvió a sonreir Núñez de Arce con aire de dulce reproche por lo que parecía considerar una mera paradoja.
Yo me defendí; le recordé que los primeros balbuceos de la humanidad habían tomado la forma métrica y que sólo en un estado de civilización relativamente avanzada había hecho la prosa su aparición. Que recordaba también cuántos poetas consagrados enumeraba la historia literaria, desde los griegos, para no ir más arriba, hasta nosotros y que al lado de esa lista nutrida y numerosa, contara, con los dedos de la mano, que le iban a sobrar, cuántos eran los prosistas de primera fila, aquellos que nadie discute, como Platón entre los griegos, Tácito entre los romanos, o, saltando al mundo moderno, del siglo XVI al presente, Montaigne, Cervantes, Renán... Y para hacerme perdonar mi osadía, le recité de memoria, que así las sabía entonces, dos o tres estrofas de la Lamentación de Lord Byron.
Aceptó que yo hablara a Zorrilla antes de que él le invitara, y se retiró, quedando amigos ya.
Vi y vió a Zorrilla, que, sumiso y contento, no sin temor, se encargó de la conferencia en el Ateneo. Esa noche fuí allí por primera vez y con encanto respiré la culta atmósfera, tan afectuosa para nosotros. Llegado el momento, el alma vigorosa y bien templada del poeta uruguayo, subió hasta la tribuna su pequeña envoltura mortal. El público miró con sorpresa aquel rostro invadido por la hirsuta y rebelde cabellera que, al avanzar sobre la frente, parecía continuarla, para dar ancho hogar al pensamiento. Cuando empezó a hablar, el acento, la armonía de la palabra, la vibración de la idea, la lujosa forma en que salía envuelta y la gracia con que se movía, conquistaron a poco andar al auditorio, que rompió en aplausos calurosos. Por fin, cuando Zorrilla de San Martín, de pie, en la cumbre que parte el istmo americano, como Balboa, miró, no ya los dos océanos que tendieron su inmensa majestad a los ojos atónitos del rudo navegante, sino el cuadro entero de esa colosal América latina, que empieza, en el continente austral, por las regiones que baña el Orinoco y concluye en la glacial soledad del último cabo del mundo habitado; cuando, como Andrade en su canto, describió una a una las naciones desprendidas del vigoroso cuerpo de España, sus luchas feroces, herencia de su organismo pasional, sus esfuerzos por surgir a la luz, sus riquezas, sus esperanzas y su fe en el porvenir; cuando ligó todo ese pasado al pasado de la madre patria y confundió, en la imagen esplendorosa del triunfo definitivo que reservan los días venideros, a la raza entera, entonces los ojos se llenaron de lágrimas, los corazones se agitaron a romperse y las manos se buscaron instintivamente. Núñez de Arce, que estaba a mi lado, murmuraba a cada instante, a mi oído, palabras de gra[164]titud, y fué con un abrazo estrecho que recibió a Zorrilla cuando éste descendió de la tribuna.
Pocas veces, más tarde, tuve ocasión de encontrarme con el ilustre poeta español; hacía poca vida social y su delicada salud le imponía una vida sedentaria. Pero mi admiración por su espíritu crecía a medida que nuevas obras, cada vez más perfectas y acabadas, venían a enriquecer los tesoros de nuestra lengua, como se aumentaba mi respeto y profunda estimación por su carácter, a medida que rasgos incomparables de su noble naturaleza moral me eran conocidos. Con ser tan admirado, no creo que hubiera entonces, en España, nadie más estimado que Núñez de Arce.
Dos veces, desde entonces, la muerte, rugiendo como una furia, se ha arrojado sobre él, y dos veces la naturaleza tan amada del poeta, ha sostenido por él la lucha, animosa siempre, triunfante al fin. Hoy el peligro se ha alejado y vuelve a su amplia y vigorosa plenitud el espíritu admirable y delicado que envuelve, como finísimo encaje, una de las almas más nobles y armoniosas venidas a la luz en suelo español.
1902.
[9] Nietzsche: "Le crépuscule des idoles", traducción de Albert, pág. 172.
Los diarios ingleses han publicado una curiosa estadística de las hazañas cinegéticas de lord Grey, que ha de haber sido reproducida por la prensa universal. En todo caso, hela aquí. Lord de Grey, en 18 años, de 1877 a 1895, ha muerto la siguiente cantidad de animales:
111.190 faisanes, 89.401 perdices, 47.468 grouses, 24.147 conejos, 26.417 liebres, 2.735 becasinas, 2.077 coqs de bruyère, 1.363 patos silvestres, 381 ciervos rojos, 186 ciervos, 97 jabalíes, 94 aves negras, 45 paletos, 12 búfalos, 11 tigres, 2 rinocerontes y 8.450 piezas diversas: lo que hace, en conjunto, 316.699 piezas, o sea un término medio de diez mil piezas anuales.
Lord de Grey es indudablemente el primer cazador de Europa y no me extrañaría que el sindicato de fabricantes ingleses de armas y cartuchos de caza, pensara, al día siguiente de su muerte, en levantarle un monumento que consagrara su gratitud. La casualidad me hizo cazar un día en compañía de lord de Grey: era en España y los azares de la colocación hicieron que tuviese el puesto contiguo al suyo en un ojeo. La estación de la caza estaba ya avanzada y las perdices rojas españolas, difíciles siempre, flaconas y vigorosas, hendían el aire, como saetas, generalmente fuera del alcance del fusil. Yo, cazador mediocre, pero sin vanidad, hacía un fuego de todos los diablos,[166] muchas veces con la conciencia de la inutilidad de mi tiro, pero sin poder resistir al placer de apretar el gatillo cuando tenía el ave en línea. Lord de Grey tiraba mucho menos; pero ese día no le ví desperdiciar un solo tiro. Tenía dos hombres detrás de él, que le pasaban una escopeta cargada con una rapidez extraordinaria; concluído el ojeo, los dos servidores no perdían una sola pieza de las que había abatido su señor, merced a una perrilla gris, de pobre aspecto, pero admirable de olfato.
Hay algunos cazadores que, sin ser de la fuerza de lord de Grey, no pierden generalmente un solo tiro. El príncipe de Mónaco, el feliz soberano de Monte Carlo, tiene esa reputación; pero parece que la cuida de tal manera, que a veces transcurren horas enteras sin que haga un disparo. No tira sino lo seguro.
Como nunca he podido comprender ningún aspecto de la vida a través de la vanidad, tampoco me ha sido dado entender la caza de esa manera. He tenido gran afición por ella, afición que, con los años, ya pasando, como tantas otras que son el glorioso séquito de la juventud. Por ese motivo, los puntos donde he encontrado mayor placer en cazar han sido mi tierra y España. La marcha en nuestras admirables praderas, sobre el tapiz espeso y elástico, en la llana extensión que prolonga hasta donde los ojos alcanzan, precedido por un buen perro hecho a nuestros hábitos, bajo un cielo de una transparencia sin igual y en medio de esos fugitivos fenómenos de la pampa que los hijos del suelo comprendemos y sentimos, la marcha en esas condiciones es una de las sensaciones más gratas que pueden darse. En España la empresa es más ruda. En primer lugar, la temperatura; he cazado varias veces en las regio[167]nes de Avila y Segovia en el mes de Enero, y a pesar del calor natural de la marcha y de todas las precauciones necesarias, el cañón de la escopeta nos helaba las manos. Muchas veces el suelo es pedregoso y os destroza los pies. Otras, como en San Bernardo, cerca de Toledo, la configuración del terreno es de tal manera accidentada, que se necesitan las piernas de acero que tenía nuestro inolvidable Lucio López, uno de los primeros cazadores de mi tierra, para resistir un par de horas. Pero al fin, es la caza, es la aventura, es la lucha, con sus pequeñas mortificaciones, que son recompensas. No olvidaré nunca nuestras largas excursiones, en pleno invierno, en Extremadura, allá por las sierras de Guadalupe, a caza de jabalíes, en tierras de mi amigo el marqués de la Romana.
Teníamos una noche de camino de hierro, luego un día de caballo y por fin empezábamos a trepar los montes, salvajes si los hay, precisamente por las mismas sendas, talladas en la piedra, que se practicaron hace quinientos años, cuando don Pedro el Cruel, rey de Castilla, quiso emprender cacerías en aquellas regiones desconocidas. Ya en América había observado el mismo fenómeno, al subir los contrafuertes de los Andes por los mismos escalones socavados en la piedra por el rudo brazo de los conquistadores: una vez que el español, con su tesón y su ímpetu inicial, ha trazado una ruta, las generaciones pueden sucederse infinitas, todas ellas han de tomar el mismo camino, en tanto que subsiste, pues nadie piensa en mejorarlo ni en conservarlo. Por estas gargantas, ásperas y sombrías como su carácter, subía, pues, don Pedro, camino del Hospicio, donde iba a pasar la noche para ponerse en caza al día siguiente. En el Hospicio dormimos también, vasto y tosco edifi[168]cio de piedra, elevado sin arte, pero para desafiar los siglos. Los ojeadores, guías, peones y perreros, ocupaban la enorme cocina, que, con su colosal fogón en el centro, era la única pieza habitable de la casa, porque en los cuartos destinados a los señores el frío nos penetraba hasta los huesos. En ella hicimos campamento, pues, en democrática promiscuidad, y envueltos en nuestras mantas, esperamos la aurora para ponernos en movimiento. Nos despertó un ruido infernal, una jauría de perros que llegaba, nada menos que la recova del marqués de la Conquista, el noble anciano descendiente de Pizarro, que, impedido por un achaque de su edad, de tomar parte en la cacería, nos enviaba sus afamados perros, con una carta de un tono de admirable hidalguía, en la que nos pedía que no los economizáramos, porque, cuanto más numerosos fueran los que quedaran en el campo, más se colmarían sus votos de un éxito feliz. Eran ochenta perros de primer orden, hechos al combate, pequeños, fuertes y valientes, que unidos a los cincuenta con que contábamos, nos formaban una jauría de excepcional importancia.
La del marqués de la Conquista la dirigía el perrero más afamado de aquellas regiones, un hombre alto, seco como un alambre, vestido de recio cuero de pies a cabeza, con el hablar lento y sentencioso, conociendo todos los perros de la comarca por sus nombres y hazañas y las costumbres del jabalí mejor que las de sus semejantes. Fué él quien me inició en los hábitos, curiosos a veces, del animal que por primera vez iba a combatir. Así, mientras defendía al jabalí de ciertas imputaciones desdorosas, confesaba la malicia y la prepotencia del solitario que, llegado a la venerable edad de cuatro años, en el momento en que los colmillos próximos a retorcerse y hacerse inofen[169]sivos, son más temibles, hace vida aparte, aislado siempre, como su nombre lo indica, pero no sin hacerse preceder, tanto en marcha como en el reposo, por un javacho de un año o diez y ocho meses, al que ha aterrorizado hasta el punto de convertirlo en centinela avanzado de su seguridad, llamado a dar el alerta en caso necesario o a sufrir las consecuencias del primer encuentro desagradable. Era tan curiosa la conversación de aquel hombre, tan peregrinas las historias que contaba, que todos, amos y criados, estábamos suspensos de sus labios, al calor del hogar alimentado por enormes troncos de encina. Por fin al amanecer de un día radiante de sol, aunque muy frío en la mañana, nos pusimos en camino. Eramos ocho cazadores y seis escopetas negras. Se da este nombre a los guardas armados que cierran el circuito del ojeo; ocupan los últimos puestos a ambos extremos de la línea para tirar sobre los jabalíes que escapan a los cazadores o ultimar los heridos. Tienen una reputación de tiradores extraordinarios, pero yo creo que la deben a sus escopetas viejas y ordinarias, con el cañón reforzado por cuerdas, composturas y remiendos primitivos por todos lados. Yo les he visto errar con más frecuencia que nosotros mismos.
Llegados al sitio del primer ojeo, nos numeramos y, según la suerte, fuimos ocupando cada uno nuestro puesto, separado del vecino lo menos por trescientos metros. Cerrábamos un valle que se extendía a lo lejos, entre dos montañas. El suelo estaba cubierto de una jara espesa y bravía de más de dos metros de altura. El ojeo abarcaba cerca de una legua de valle: los ojeadores con los perros habían partido en otra dirección al iniciar nuestra marcha. Tardamos cerca de una hora en ocupar nuestros puestos y cuando todos estuvimos[170] colocados, el guarda jefe, que nos mandaba a caballo, hizo un disparo de fusil. Un silencio de muerte reinaba en ese instante en el sombrío valle; las cumbres de los montes vecinos estaban ya bañadas por el sol, cuya luz dorada empezaba a bajar por las laderas. A mí me había tocado una pequeña hondonada; era un buen puesto, porque a mi frente, a cincuenta metros, clareaba por momentos la jara, lo que indicaba que había un sendero por allí, que probablemente tomaría el jabalí acosado. Pero entre ese punto, que era mi campo de tiro probable y yo, corría un arroyo de agua muy clara y muy fría, cuya profundidad ignoraba. Tenía a mi lado al secretario, como llamábamos al peón encargado de llevar, en la marcha, las armas, municiones y vituallas. A las ocho y media de la mañana tomé posesión del puesto que debía ocupar hasta las cuatro de la tarde y los compañeros siguieron adelante. Con gran rapidez y silencioso siempre, según los cánones, mi secretario reunió leña para hacer fuego en el momento necesario, para calentar agua. Me senté, preparé mis armas y esperé. Tartarín se habría mostrado satisfecho de mi arsenal. Tenía una carabina express, austriaca, de dos tiros, de la que el fabricante me había dicho maravillas, mi vieja escopeta calibre 16, cargada a bala, mi revólver, y al cinto, lo que me daba un aspecto feroz, un enorme cuchillo de caza, de hoja ancha y filosa, que ya había hecho jugar en la vaina, con cierto aire de d'Artagnan antes de un duelo.
Me había provisto de un libro, sabiendo de antemano las largas horas de la espera, pero estaba tan nervioso y excitado, tan penetrado por aquella naturaleza salvaje y tan empoigné por la rudeza de la caza, que no lo abrí un momento. Cuando sonó el tiro de señal, me puse de pie preci[171]pitadamente y empuñé con decisión mi carabina. Al poco tiempo empezamos a oir a lo lejos, como un eco, el ladrar de los perros, que se fué acentuando, luego disminuyendo, hasta no oirse sino el aullar penetrante, como quejumbroso, de un solo perro. "Es el latido de Juanicho, me dijo casi al oído el secretario. Ha olido algo". Juanicho era la perla de la recova del marqués de la Conquista. A los veinte minutos, por entre la jara, a nuestro frente, silenciosos ahora, pero husmeando con tesón, llegaron cuatro o cinco perros. Se cruzaban, se detenían, levantaban la cabeza como para aspirar aire fresco y de nuevo seguían rastreando. Llegaron hasta nosotros, los acariciamos un instante en silencio y volvieron a desandar el camino hecho, jadeantes y tenaces; de nuevo la calma silenciosa volvió a reinar; volví a sentarme, pero a cada movimiento de un arbusto, a cada ondulación de la jara, saltaba sobre mis pies. Mi secretario, más habituado que yo, sin embargo, saltaba también, e instintivamente llevaba la mano a su cuchillo, su única arma. Por fin, después de dos horas de espera, oímos una algarabía muy lejos; pronto cesó, los perros estaban despistados. Pero a mi frente la jara se movía de un modo casi imperceptible. Mi secretario me tocó suavemente el hombro y me alcanzó municiones, como si mis armas no estuvieran cargadas. Tendiendo la vista anhelante, ví a unos cincuenta metros y cruzando diagonalmente frente a mí, un jabalí que al trote se deslizaba cauteloso entre la jara. Yo sabía que debía esperar a que pasara por el punto más próximo. La ví bien; era una jabalina regordeta, no muy grande. Por un esfuerzo de voluntad conseguí no hacer fuego, siguiendo con el cañón de mi carabina la marcha del animal; pero en ese momento sonaron varios tiros a mi derecha e iz[172]quierda. Sin duda la banda de que formaba parte mi jabalina se habría dispersado y puesto a tiro de mis compañeros. Mi animal se detuvo, agachó la cabeza y dió vuelta como para alejarse; en ese momento tiré. La jabalina continuó su trote, que no interrumpió el segundo tiro y se perdió entre la espesa jara. Eché a un lado la carabina con cólera; yo no soy un gran tirador, ni mucho menos; pero no dar en aquel blanco, a cincuenta metros, era demasiado. Abandoné, pues, la carabina y todas sus faramallas y tomé mi vieja escopeta, compañera tranquila y segura de cinco años de campaña.
Un momento después se dejó oir gran aullar de perros en la altura que tenía frente a mí y antes de que nos diéramos cuenta, un jabalí enorme, un solitario, bajó a escape la cuesta y se detuvo jadeante, prestando el oído a los perros que se acercaban, a treinta o cuarenta metros de mí, al otro lado del arroyo. Apunté con toda la calma posible e hice fuego; el jabalí se levantó casi en sus dos patas traseras, se sacudió todo y como los perros bajaban ya, frenéticos, dió dos pasos y se espaldó en el tronco de un árbol para hacerles frente. Cuando los perros estaban ya casi encima de él, le hice mi segundo tiro, que debió darle, porque de nuevo se sacudió todo, pero no cayó. "Juanicho, señor, Juanicho a la cabeza!" me decía entusiasmado el secretario, señalándome un perrillo pequeño, ensangrentado, bravo como las armas, que del primer salto se había prendido a la oreja del jabalí que lo sacudía en el aire, mientras a colmillo limpio se defendía de los otros perros. Uno de éstos (eran cinco o seis) yacía ya con el vientre abierto y otro malherido se retiraba del combate gimiendo. Sin darme cuenta, sin atinar a cargar de nuevo la escopeta, como si el jabalí[173] se me fuera a volar, tiré el arma, saqué el cuchillo y a escape llegué al arroyo, me metí dentro con el agua a la cintura y fría como el demonio y llegué hasta el animal que se defendía desesperadamente. "Por detrás, señorito, por detrás!", me gritaba el secretario desde el medio del arroyo. Pero yo no le oía; a gritos y puntapiés trataba de alejar los perros, que temía sucumbieran todos, incluso Juanicho, si soltaba la oreja. Al verme, el jabalí pretendió hacerme frente pero estaba muy malherido y los perros le acosaban. Por fin, ganándole el lado, conseguí meterle hasta el cabo el cuchillo en el codillo. Cayó como una masa; pero Juanicho no soltaba, a pesar de los esfuerzos del secretario por arrancarlo. Me decidí entonces a cortar la oreja del jabalí y sólo cuando se encontró con un pedazo de cuero inerte entre los dientes, que no hacía resistencia, Juanicho soltó la presa. Lo llevamos al arroyo y lo lavamos, así como a los otros perros heridos, y echando una mirada de cariño a los dos muertos en la lucha, arrastramos al jabalí hasta la orilla del curso de agua. A los tiros, y gritos, llegó el capitán (guarda-jefe); el secretario le narró el combate mientras echaba pie a tierra. Me saludó y diciéndome: "los derechos del capitán!" convirtió al jabalí en émulo del más desgraciado de los amantes de la Edad Media. No ví otro jabalí ese día; pero cuando a la noche, en la gran cocina, llamamos al perrero del marqués de la Conquista para charlar de la jornada, éste se avanzó con las manos y la cara destrozadas por las espinas de la jara y nos dijo que habíamos perdido catorce perros, diez del marqués y cuatro nuestros. Luego se adelantó hacia mí y sacándose el sombrero, me dijo con cierta alteración en la voz: "Pero nada se ha perdido, por[174]que el señorito ha salvado a Juanicho. Dios se lo pagará!"
Nos apretamos la mano y desde ese día somos buenos amigos, aunque no nos hemos vuelto a ver. Yo no tenía gran conciencia de ser el salvador de Juanicho; pero sin duda mi secretario debió haber arreglado a su manera la narración de la hazaña. Que no me disgustó la cosa, lo probó más tarde la propina...
Se me ha ido la pluma contando ese recuerdo de mis gratas cacerías en España, porque acabo de llegar de una partida de caza, aquí, a tres cuartos de hora de París, en una gran propiedad, con un castillo enorme y de un lujo extraordinario. Apenas bajamos del tren, subimos a un ómnibus arrastrado por un tractor automóvil, que nos llevó al castillo. Almorzamos allí, en un comedor con tapicerías de cien mil francos. Luego, en un carruaje cómodo, nos llevaron hasta el sito de la caza y los faisanes enormes como pavos, engordados a grano, comenzaron a volar pausadamente. Se tiró más o menos bien, pero el tableau fué soberbio. Nos vestimos de frac para comer, se hizo un poco de música, se jugó al whist y a las 12 de la noche estábamos de regreso en París. ¡Oh, mis ásperos cerros de Extremadura! Recordaba una vez más la linda jornada, desde el Hospicio hasta el Monasterio de Guadalupe, aquella inesperada catedral perdida entre las montañas, consagrada a la virgen maravillosa, que, según la leyenda, talló el mismo San Marcos en un tosco tronco y que por siglos ha sido venerada en toda España. A ella enviaba reverente don Juan de Austria, al día siguiente de Lepanto, la soberbia lámpara de la nave capitana, y Zurbarán cubría los muros y los altares de la iglesia de telas admirables que el tiempo empieza a destruir. Mientras mis compa[175]ñeros, creyentes como buenos hidalgos, se arrastraban de rodillas en el misterioso santuario que guarda a la virgen, yo, de rodillas también, admiraba su magnífico manto cuajado de pedrerías, las innumerables joyas que la cubrían y en la sombra, su cara, su enigmática cara, casi negra, toscamente tallada. Y después de nosotros los perreros, los peones, los criados, con el rostro desencajado por la emoción, prosternándose para besar la orla del vestido de la imagen y pedirle alivio en sus vidas miserables!
Allí la naturaleza, el hombre libre, creyente y fuerte; aquí la convención y el hombre raquítico, escéptico y snob. ¡Buena y robusta tierra de España, que guardas en tu seno los huesos de mis abuelos y en medio de tus penas y dolores, en este mundo chato que la civilización nivela y hace cada día más banal, conservas aún tu altiva fisonomía y los rasgos soberanos de tu enérgica personalidad, yo te imploro, oh buena tierra de España, resiste a la ola por largos años, para que nuestros hijos trepen gozosos tus montes salvajes y en tus rincones perdidos, que el riel de hierro no cruza, sueñen, esperen y crean!
París, Enero 1897.
ORIGEN Y CARÁCTER
Al principiar el siglo XVII, la España, que en el siglo anterior había alcanzado al apogeo de su grandeza, ejerciendo sobre la Europa entera, bajo los dos primeros príncipes de la casa de Austria, una influencia incontrastable, marchaba ya en la senda de su decadencia. Felipe III había vivido con el reflejo de su predecesor y la falta colosal de su reinado, aquella expulsión de judíos y moriscos, que dejó una cicatriz jamás cerrada en el corazón de España, no había hecho sentir aún todas sus consecuencias. Pero ya la dilatación de las fuerzas españolas que, sin la organización de la Inglaterra actual, se extendían por toda la Europa y el nuevo mundo en vías de colonización, empezaba a debilitar la metrópoli, que poco o nada había aprovechado de su grandeza pasajera.
Casi todos los pueblos que han dejado una memoria gloriosa en la historia humana, han aprovechado sus tiempos de esplendor y fuerza, para darse una organización interna estable y vigorosa, merced a la que han vivido independientes y respetados, cuando la época extraordinaria hubo pasado. No así España. Carlos V encontró la nacionalidad española fresca y flojamente constituída; el provincialismo inveterado, que era el mo[178]do de ser histórico en la Península, persistía en los hábitos y leyes locales, aun después del triunfo de unión obtenido por el enlace de los Reyes Católicos. Cada región de la monarquía era tratada según su derecho histórico; unas, como las tres provincias del Norte, que pretendían haberse incorporado voluntariamente, tenían condiciones de nobleza y privilegio. Las accedidas por aporte matrimonial, como Castilla y León, Aragón y Cataluña, tenían fueros menos considerables, y otras, como Valencia y Granada, sobre las que pesaba aún la conquista, vivían literalmente en esclavitud. De ese desquicio orgánico, Carlos V y Felipe II habían exigido esfuerzos que aun a una constitución nacional vigorosa hubiera sido difícil alcanzar. Constantes y aventuradas expediciones a América, la flor de la juventud española enrolada en los ejércitos que consumían las guerras de Italia, de Flandes y de Francia; todos los recursos del país agotados para atender a los vastos dominios de la metrópoli, una política comercial estrecha e inconcebible, y en fin, por meta suprema, un ideal teocrático, ¿cómo era posible que España resistiera? El golpe de Felipe III la hirió de muerte y desde entonces su historia es sólo la de una lenta agonía, en la que el enfermo se debate desesperadamente por momentos, asombrando por energías pasajeras, que recuerdan su viril constitución.
Jamás un hombre que medite sobre las causas generales de la decadencia española, dejará de consignar en primera línea el fanatismo religioso que circunscribió el horizonte moral de aquel pueblo, y según Buckle, le hizo para siempre impenetrable a toda idea de progreso. Ese hombre tendrá razón; pero no se puede, no se debe olvidar, que si bien la decadencia española es una conse[179]cuencia del fanatismo religioso, éste lo es y fatal, ineludible, de la historia de España. Una nación que se rehace heroicamente, reconquistando palmo a palmo su territorio invadido, durante una lucha de siete siglos, sostenida única y exclusivamente por el espíritu religioso, modela su organismo moral bajo un ideal concreto, inspirado por la inflamación de un sentimiento especial, que la gloria y la gratitud han consagrado. Si la mayor parte de las desventuras de España han venido de la exacerbación de ese sentimiento, todas sus glorias lo reconocen por origen. Sí, él encendió las hogueras de Felipe II, él inspiró los decretos de expulsión, él hizo condenar a muerte en masa al pueblo flamenco, él ensangrentó las selvas americanas con la hecatombe de indios, él clausuró el espíritu español a toda idea de libertad intelectual; pero ¿quién sino él, alentó el alma de aquel puñado de asturianos que principiaron con Pelayo la obra de la Reconquista, qué otro guía llevaba San Fernando, y quién condujo a los Reyes Católicos a las puertas de Granada? El espíritu religioso hizo la España, la hizo tal como podía hacerla y no de otra manera. No se puede hacer la crítica de la vida secular de un pueblo, sin tener constantemente en vista las condiciones especiales de su organismo propio. ¿Ha sido un bien o un mal para la humanidad la ingerencia de España como factor activo en su historia? Hay hombres que contemplando los restos soberbios que quedan de la dominación árabe, o estudiando el estado de las monarquías incásica y azteca en el momento de la conquista americana, ven en esas formas del progreso humano, verdaderas civilizaciones avanzadas y deploran la intervención de España y la imposición de su fórmula propia aniquilando aquéllas. Es una paradoja que seduce al espíritu, sobre[180] todo en una blanca noche de luna, en el centro del patio de los Leones en la Alhambra o en el ambiente perfumado de los jardines del Alcázar de Sevilla. La civilización musulmana hizo su evolución completa, alcanzando el apogeo de su desenvolvimiento en el sentido único que el ideal del pueblo árabe y su institución religiosa permitían. Las maravillas arquitecturales que hoy contemplamos con asombro, parecen revelar un estado de espíritu culto, pulido, lleno de movimiento y luz, contrastando con la sombría órbita moral del caballero cristiano que más tarde había de cubrir los mosaicos y arabescos de las mezquitas con los símbolos de su culto ferviente. Es un error; fuera de esa arquitectura característica de decadencia, los árabes no tenían una sola idea que valiera el vigoroso y amplio ideal cristiano, susceptible de obscuridades transitorias, pero fecundo en su germen, próximo a renacer de su prolongado letargo de la Edad Media y a sacudir las cadenas del misticismo, para estallar soberbio en el cinquecento.
Organizada para la más larga y dura guerra por la fe que registra la historia, la España era una entidad moral lógica y entera, armónica en todas sus manifestaciones. Todo en ella venía de Dios y todo volvía a Dios, desde las manifestaciones poéticas de sus más preclaros ingenios, hasta el brutal valor del soldado o el caballeresco arrojo del señor. Concebida la vida nacional como un culto perenne, en su seno no tenían cabida los que no participaban de ese ideal. En un estado análogo de opinión, todas las conquistas morales de la Reforma y la filosofía del siglo XVIII, habrían sido impotentes para evitar la expulsión de los heréticos. Jamás hubo en el mundo fanatismo más sincero; no era más ilustrada y consciente la fe de un fraile mendicante que la de Felipe II[181] o la de su hijo. Felipe IV ve al francés posesionarse de Barcelona, el Portugal segregarse de su corona, los viejos tercios españoles aniquilados en Rocroy; pero su preocupación principal es la resistencia del papa en proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Abandona el gobierno en manos de Olivares o Haro, pero su Egeria política, social, religiosa, íntima, es una obscura monja perdida en un convento de Aragón, cuyo cuerpo macerado y espíritu exaltado le dan los caracteres que la época atribuía a la beatitud. Como era natural en una sociabilidad semejante, el arte nació bajo los auspicios de la religión. El ideal primero no fué la tradición ni se ayudó de la fantasía terrena; el arte bebió su inspiración en la fe, y si el campo fué restringido, ahí están las viejas catedrales góticas para atestiguar de qué manera se explotó. Como el sacerdote que cumple los ritos del culto, como el niño que en el coro eleva su voz argentina cantando las alabanzas del Señor, como el soldado que derriba moros en nombre de Dios, así el artista poniendo piedra sobre piedra, esculpiendo las sillas del coral o trazando en el lienzo las figuras de los bienaventurados, todo acto, toda manifestación intelectual tendía al mismo objeto. La vida nacional entera era una oración colosal.
Luego el artista, llamado a interpretar iconográficamente los misterios del culto y los dogmas revelados, ¿no llenaba acaso una misión sacerdotal, abriendo, por su arte, el espíritu de los miserables y desheredados, a la comprensión de las cosas divinas? En esa aspiración constante del alma española hacia el cielo, el artista que reflejaba en sus telas las escenas de la vida futura o trazaba los cuadros más intensos de la Pasión, era para el clero un colaborador precioso. Así, desde que[182] el duro batallar contra infieles termina con la conquista y que las primeras tentativas artísticas empiezan a producirse, se observa que nacen en el interior de los conventos, realizadas por obscuros frailes cuyo nombre ni aun ha conservado la historia. Figuraos un monje enterrado en un obscuro claustro americano, sin tradición, sin modelos, sin nociones prácticas del arte, luchando con la impotencia de sus medios para traducir las visiones de su alma. Tal debió ser la primitiva pintura española, vigorosa de expresión como todo lo que es sincero, pero de un tecnicismo infantil e ingenuo.
Puede contarse entre los sucesos que mayor trascendencia han tenido en la historia de España, igual en consecuencias de importancia al descubrimiento de América o a la conquista de Granada, el enlace de la hija única de los Reyes Católicos, Doña Juana, a quien la historia vacila hoy en calificar de loca, con el archiduque de Austria, Felipe, llamado el Hermoso. El origen del príncipe y su aporte matrimonial, aquellos Países Bajos que tanta sangre y dinero costaron a España, arrancaron a ésta de su aislamiento secular. Impelida por el espíritu guerrero y los hábitos de aventura contraídos en la larga lucha, volvió su energía al exterior y es desde ese momento que vemos sus ejércitos recorrer la Europa entera, fundar y conquistar reinos, sus naves surcar los mares y sus famosos capitanes fijar nombres gloriosos en la memoria humana.
Con Carlos V el espíritu europeo penetró en España, y el advenimiento del Emperador puede considerarse como el punto de partida de una nueva era. Hasta entonces España había sido un soldado, cuya vida recta y monótona está trazada de antemano. Combatir al infiel era toda su[183] misión; de hoy en adelante, entra en la vida colectiva, necesita formarse una escuela política y ensayar las artes del gobierno para armonizarlas con sus dotes militares. Los grandes capitanes no le faltan: Gonzalo de Córdoba, Alba, Farnesio, Spínola, Villafranca. Sus políticos habrían estado a la altura de la situación, si la concentración del poder y la omnipotencia de la voluntad real en unos casos y en otros la privanza de favoritos ineptos, no hubiera ahogado su iniciativa. Si el famoso presidente La Gasca, cuya acción, desenvuelta en un mundo desconocido entonces, ha quedado en la historia borrada por la distancia, sin que no obstante sea fácil encontrarle un rival en habilidad, prudencia y perseverancia, si La Gasca, repito, hubiera estado al alcance de su soberano y bajo su constante e inmediata inspiración, la España habría perdido el Perú en el siglo XVI en vez del XIX.
Pero todos los grandes señores que comandaban por el rey en el extranjero ejércitos o provincias, se habían ido iniciando lentamente, no sólo a los hábitos más cultos y costumbres más dulces que encontraban en los enemigos que combatían o en los pueblos que gobernaban, sino también tomando gusto por las cosas del arte. La imaginación meridional, fácilmente accesible a la impresión de la belleza y la fastuosidad tradicional del magnate español hicieron el resto. Carlos V, al recoger el pincel del Ticiano, fijó el rumbo, dió el ejemplo y facilitó, ennobleciéndolo, el movimiento artístico que alcanzó su apogeo en pleno siglo XVII.
El momento no podía ser más propicio: los ejércitos españoles pasaban largos años en Italia, convulsionada aún por el Renacimiento, o en los Países Bajos, donde brillaba ya la vieja escuela fla[184]menca, a la que, renovada, tan grandes días estaban reservados. Los nobles españoles que acompañaban a Carlos V formaban su gusto en las telas de Leonardo, que había revolucionado el arte, abriéndole surcos nuevos y fecundos, o en los mármoles del Buonarotti, y sea que entraran aclamados en la Ciudad Eterna, o por la brecha con Borbón, se presentaban por primera vez ante sus ojos las maravillas del arte antiguo. Existen rudas relaciones de soldados de aquella época que atestiguan la impresión producida por esos espectáculos inesperados. La inteligencia española no estaba aún preparada para penetrarse del espíritu del Renacimiento y las letras clásicas, puestas en boga por Petrarca y sus continuadores en el estudio de lo antiguo, dejaban fríos a aquellos hombres, que no concebían otro trabajo digno del espíritu que la teología. Pero las bellas artes tienen la incomparable ventaja de impresionar a los hombres de más opuestas tendencias morales, sin exigirles una preparación especial. No es necesario conocer y sentir a los griegos para extasiarse ante el dibujo de Miguel Angel o el color del Ticiano. La belleza habla por sí misma.
Así, el desenvolvimiento de las bellas artes en España fué debido al impulso dado por la aristocracia. Los magnates más famosos por su cuna, sus hechos o su hacienda, cifraron la gloria de sus casas en acumular en ellas riquezas artísticas o tesoros de erudición, como el reunido en Guadalajara por la ilustre casa de Mendoza.
El duque de Alba, el grande y duro guerrero de Flandes, el soberbio conquistador de Portugal, convirtió su casa de Alba de Tormes en un verdadero museo de obras de arte, que más tarde completó su hijo, ordenando a Granelo y Castello celebraran en lienzos las hazañas del padre. El gran[185] capitán pasó los últimos años de su vida en la Abadía, antiguo castillo de Templarios, en Extremadura, creando sobre las riberas del Ambroy jardines que fueron famosos y dando hospitalidad a Lope de Vega, que escribió allí su Arcadia, en la que describía las magnificencias de la morada de su huésped ilustre.
Por fin Sevilla, que fué el emporio de la riqueza y las artes españolas en el siglo XVII, teniendo el monopolio de las comunicaciones con América, por su Casa de Contratación, era el centro donde afluían infinidad de extranjeros, deseosos de iniciar negocios y cambios con aquellas fabulosas regiones americanas, de las que llegaba oro sin cesar y que la imaginación popular se figuraba como el tradicional Eldorado. Los italianos, holandeses y alemanes que llegaban a Sevilla, traían una educación más avanzada que los españoles y un gusto formado ya por las cosas del arte. Muchos de ellos, sea por el éxito de sus negocios, sea por la razón eterna que persiste aún en el día a fijar en aquel suelo a muchos de los que llegan con ánimo transitorio, la belleza de la tierra, la pureza de la atmósfera y la suavidad del clima, concluían por formar allí su hogar y adornarlo con los nacientes productos del arte español. Su buen gusto contribuyó en mucho a modificar el carácter de la pintura sevillana, grosera hasta entonces, sin más clientela que el populacho ininteligente de las ferias. Sus relaciones de los grandes maestros extranjeros, de la sabiduría de sus composiciones, de la corrección de sus dibujos y de la armonía de su color, fueron modificando poco a poco la tendencia dominante, cuyo último representante puede decirse que fué Herrera el Viejo, pintando enormes lienzos con brocha gorda y a distancia, verdadera escenografía, absurda fuera de su aplica[186]ción natural. Las iglesias y catedrales de América, especialmente de Méjico y el Perú, únicas regiones que atraían entonces la atención de España, deben estar aún llenas de cuadros de esa época. Aun se han de encontrar algunos retratos de Sánchez Coello y de Pantoja y no pocas escenas religiosas de los Herreras, Pacheco, etc. Muchas de esas riquezas se habrán perdido y entre ellas tal vez aquellos cuadros que pintó Murillo a la carrera, dividiendo un gran lienzo en compartimentos iguales, llenándolos con su furia vertiginosa y vendiéndolos a mercaderes americanos, para con su importe trasladarse a la corte a perfeccionarse en el arte del que más tarde fué una gloria.
Bajo el punto de vista artístico, a nadie debe la España más que a dos hombres que para su felicidad y grandeza nunca debieron existir: Felipe IV y su favorito el conde-duque de Olivares. Esos dos políticos ineptos, negligente el primero hasta la culpa, ciego y soberbio el segundo hasta el crimen, parecieron concentrar sus facultades todas de inteligencia y de buen gusto en fomentar el desarrollo magnífico que el arte español tomó bajo su impulso ilustrado, favorecido por una explosión de hombres admirables, grupo estupendo que la Europa no había visto desde los días del Renacimiento. Como en el reinado anterior las letras, bajo Felipe IV brilló la pintura española de una manera incomparable. A Cervantes, Lope de Vega, Góngora, etc., sucedieron en el cielo intelectual de España, Velázquez, Murillo, Alonso Cano, Ribera y tantos otros que hicieron para la fama artística de su patria lo que sus grandes capitanes habían hecho para su gloria militar.
Son esos grandes artistas, son sus obras inimitables y, en los dos primeros, la altura moral de su vida, los únicos motivos de consuelo que encuentra[187] el espíritu al recorrer la tristísima historia de España en esa época, y al contemplar, con la melancolía que inspiran las grandes desventuras, esa caída de un imperio colosal, levantado por el esfuerzo de hombres cuya sangre fué la misma que corre en nuestras venas.
Entre todos los grandes artistas españoles, el más personal, aquel cuyo genio propio brilla más vigoroso, fué Velázquez. Esa personalidad poderosa, tan rara en la historia del arte que sólo pueden citarse dos o tres ejemplos, no lo fué sólo en la manera o el estilo, sino en algo más profundo y decisivo, en la concepción misma del arte y en la liberación audaz de la tradición de la pintura española. Puede decirse que Velázquez, el católico sincero, el pintor de cámara de Felipe IV y su Aposentador Mayor, procede más de la Reforma que del Renacimiento. El Renacimiento emancipó la imaginación, pero la Reforma emancipó el pensamiento. Jamás ningún hombre que haya manejado un pincel ha pintado con mayor libertad de espíritu que Velázquez. Uno de los primeros y con una intuición genial, comprendió el límite que la esencia misma de las bellas artes asignaba a cada una. En pintura fué un librepensador y si la actividad de su espíritu le hubiera empujado por otra senda, mal se habrían avenido sus doctrinas con las de la Santa Inquisición.
Su maestro primero, constante y único, no fué el brutal Herrera ni el afectuoso Pacheco, no fué aun el divino Buonarotti, cuyos frescos copiaba reverente un día en la capilla Sixtina: fué la naturaleza, a la que pidió todos sus secretos, y que generosa le confió más que a ningún otro mortal. No comprendió ni podía comprender a Rafael, que "se servía de las ideas que pasaban por su mente". Para él la forma, el color y la expresión no[188] estaban en el mundo imaginario, sino en las cosas reales y los organismos vivos. Las vírgenes convencionales, los querubes soñados, revoloteando entre nubes tenues y transparentes, los éxtasis de beatitud, el campo ideal de las deliciosas fantasías de su amigo el poeta andaluz de las Concepciones, no le decían nada, porque no los veía y la sinceridad de su arte le exigía la verdad. Velázquez llevó a cabo en pintura la misma revolución que Kant hizo triunfar dos siglos más tarde en filosofía. Como el solitario de Koenigsberg que cierra los cielos a la fantasía humana y la invita a buscar el reposo, limitándose a la ya vasta órbita de las cosas creadas, Velázquez cree que el mundo visible contiene en su seno inagotable bellezas de forma y expresión bastantes para nutrir y levantar el arte a su más alta manifestación. Es el gran naturalista de la historia del arte, es el precursor y el dechado de la escuela. Para reaccionar no necesitó las brutalidades de Caravaggio ni los horrores a que llegó Ribera siguiendo su senda. Ha concebido, extrayendo del más vulgar objeto que se ofrece a su vista, el tesoro de expresión en él escondido, y pinta: la tela es un asombro, una maravilla, Mengs se detiene y dice: "Esto no está hecho con el pincel, sino con el pensamiento"; pero, con todo, no es más que el reflejo de la verdad. Así debió ser Felipe IV, así el Bobo de Coria, y si alguna vez hubo en el mundo un Aquiles, su retrato es ese soldadote vulgar.
Un día vagando como de costumbre en el Museo del Prado, me detuve largo rato delante de la "Fragua de Vulcano", de Velázquez. Ninguna de sus telas es, en mi opinión, más propia para estudiar el estilo del maestro y revelar las debilidades de su pincel cuando salía de la esfera trazada por su concepción general. ¿De dónde pro[189]viene que, al lado de aquellas admirables figuras de sus herreros, maravillas eternas que el artista estudiará mientras persista el color sobre el lienzo, desfallezca de tal manera el Apolo que trae la ingrata nueva? ¿Cómo puede explicarse ese specimen de convencionalismo, esa insipidez de expresión en un cuadro donde el vigor, la verdad y la fuerza han sido llevadas a donde sólo alcanzó Miguel Angel con el cincel y Shakespeare con la pluma?
La vida de Velázquez y la histórica de esa tela me dieron la solución. El cuadro fué pintado en Italia, durante el primer viaje del maestro, y el Apolo fué una concesión a la escuela dominante, la única tal vez que Velázquez hizo al convencionalismo, que debía producir el amaneramiento mediocre de los Carlo Dolci, Guido Reni y tantos otros.
De ahí surgió en mi espíritu la idea de seguir a Velázquez en sus viajes, de estudiar la influencia producida en él por la atmósfera artística de Italia, acompañarle a Venecia, Boloña, Roma, Nápoles y observar las impresiones de esa alma soberana ante las manifestaciones del viejo arte clásico, cuyos restos veía por primera vez, y las del Renacimiento, que tan poco le dirían.
Ese fué el origen de este libro[10].
1887.
[10] Ese libro, para el que había reunido abundantes elementos, no ha sido escrito; cuando pienso en el placer que habría sentido en vivir un año en compañía de Velázquez, en la Italia del siglo XVII, siento un verdadero pesar por haber dejado de mano ese trabajo.
Otra pluma más autorizada que la mía lo ha llevado posteriormente a cabo con brillo; me refiero a la obra del profesor Karl Justi, cuyo libro "Velázquez y su tiempo" es lo mejor que se ha escrito sobre el príncipe de los pintores.—M. C.
I
Las primeras impresiones positivamente desagradables que sentí respecto a la manera con que hablamos y escribimos nuestra lengua, fué cuando las exigencias de mi carrera me llevaron a habitar, en el extranjero, países donde también impera el idioma castellano. Hasta entonces, como supongo pasa hoy mismo a la mayoría de los argentinos, aun en su parte ilustrada, sentía en mí, al par de la natural e instintiva simpatía por la España (y al hablar así me refiero a los que tenemos sangre española en las venas) cierta repulsión a acatar sumisamente las reglas y prescripciones del buen decir, establecidas por autoridades peninsulares. Era algo, también instintivo, como la defensa de la libertad absoluta de nuestro pensamiento, como el complemento necesario de nuestra independencia. Eso nos ha llevado hasta denominar, en nuestros programas oficiales, "curso de idioma nacional" a aquel en que se enseña la lengua castellana. Tanto valdría nacionalizar el catolicismo, porque es la religión que sostiene el estado, o argentinizar las matemáticas, porque ellas se enseñan en las facultades nacionales.
A mi juicio el estado de ánimo, por lo menos de la generación a que pertenezco, respecto a esa cuestión, provenía principalmente de la educación[192] intelectual, recibida casi exclusivamente en libros franceses y en el gusto persistente y legítimo por la literatura de ese país, que por su criterio, su novedad y la potencia de sus escritores, estaba entonces muy arriba de la contemporánea española. Empleado el tiempo de la lectura, bien corto en nuestra agitada vida política, en leer novelas, versos y libros de historia en francés, alejados con horror de las publicaciones hebdomadarias de la prensa española, raro era aquel de entre nosotros que conociera pasablemente el siglo de oro de la literatura española y que poseyera la colección de Rivadeneira más que como un simple adorno de su biblioteca, a la manera con que figuran hoy la "Historia Universal" de Cantú o la "Historia de la Humanidad" de Laurent, venerables monumentos que dan lustre y peso a los estantes, amén de la consideración, bona fide, que recae sobre sus propietarios. Por mí sé decir que fué bien entradito en años que leí a Solís, a Melo, a Quintana y a otros de los maestros que nos presentan el cuadro incomparable de nuestra lengua, bien manejada, apta y flexible para todo, a pesar de las deficiencias que le encontraba aquel buen señor de Ochoa, que declaraba haber pasado días enteros para verter una página de la Mariana de Sandeau, tan sutil era el tejido de los análisis psicológicos del escritor francés. Echar la culpa a la lengua en esos casos, vale romper los pinceles con los que no se alcanza a producir una obra maestra.
Era, pues, esa y lo es todavía, la causa principal de nuestro abandono. Luego, las exigencias de la Academia Española, la pobreza de su autoridad, la sonrisa universal que han suscitado algunas de sus ingenuidades, el mandarinismo estrecho de sus preceptos, fueron y han sido parte no exigua a mantener vivo el espíritu de oposición en las[193] comarcas americanas. Don Juan María Gutiérrez, mi maestro y amigo de ilustre memoria, fué el representante más autorizado de ese espíritu, en lo que a la Argentina toca. El planteó la cuestión en su verdadero terreno: la lengua española, una e indivisible, bien común de todos los que la hablan y no petrificada e inmóvil, patrimonio exclusivo, no ya de una nación, sino de una autoridad. Nadie tal vez, en nuestro país, ha escrito el castellano con mayor pureza como nadie ha defendido las prerrogativas de una sociedad culta a mejorar, enriquecer el lenguaje, adaptándolo a todas las necesidades del progreso científico y del desenvolvimiento intelectual. Prefería don Juan María las formas arcaicas conservadas por los levantinos de raza española, como un piadoso recuerdo de sus mayores inicuamente expulsados por Felipe III, a la jerigonza estrecha y purista que pretendía implantar la Academia, sin dar oídas a las exigencias naturales de este inmenso depósito de sangre española, que se llama la América, y que es la verdadera esperanza de gloria en el porvenir de la raza.
La acción del Dr. Gutiérrez ha sido generalmente mal entendida; gentes hay que piensan de buena fe que sus preceptos llegaban hasta sancionar los barbarismos y galicismos de que nuestro lenguaje escrito y hablado rebosa y que los argentinos debíamos regirnos por la gramática del vení, vos y tomá. Nada más lejos de su pensamiento; pedía, sí, y en eso aunaba su esfuerzo al de todos los americanos competentes que se han ocupado de la cuestión, que la lengua que hablamos no considerara como espurios aquellos aportes que los vigorosos rastros de los idiomas indígenas y las necesidades o diversos aspectos de la vida esencialmente americana, traían para bien y comodidad[194] de todos. ¿Por qué el castellano formado por las diversas capas del fenicio, el céltico, el latino (con sos raíces indoeuropeas), el árabe, etc., habría de repudiar voces guaraníes o quichuas, que simplificaban la dicción evitando perífrasis y rodeos? ¡Cuántas veces, en España, ante esos letreros de "casa de vacas" que se ven en todas partes, pensaba en nuestro tambo, tan neto y expresivo! ¡Cuántas voces, por otra parte, florecientes y usuales en el siglo XIV y precisamente de aquellas que más caracterizan nuestra lengua, están hoy relegadas por la Academia en ese enorme armatoste de "anticuadas" que revienta ya, mientras en los países americanos conservan toda su eficacia y su verdad!
La cuestión no es, pues, hacer de la lengua un mar congelado; la cuestión está en mantenerla pura en sus fundamentos y al enriquecerla con elementos nuevos y vigorosos, fundir a éstos en la masa común y someterlos a las buenas reglas, que no sólo son base de estabilidad, sino condición esencial para hacer posible el progreso.
El Dr. Gutiérrez predicaba con el ejemplo; le reputo el más puro y castizo de nuestros escritores de nota. Sarmiento era demasiado impetuoso para mantener una corrección inalterable y si bien algunas de sus páginas tienen el exquisito sabor del fuerte y viejo castellano, al dar vuelta la hoja nos encontramos con verbos estrujados, sintaxis de fantasía, construcciones propias, genuinas, como si la originalidad de las ideas exigiera igual carácter a la manera de expresarlas. El general Mitre ha leído mucho, en muchos idiomas, y la influencia de esas lecturas se ve con frecuencia; en los últimos tiempos, apurado por un trabajo de poderoso aliento, ha tenido que ensanchar su vocabulario, buscando en la historia de nuestra lengua[195] ricos elementos olvidados, cuyo empleo le ha permitido, si bien a costa de cierta impresión de extrañeza en el lector, traducir la Divina Comedia con una paciencia de benedictino y una veneración de sectario...
II
Al recorrer el nuevo libro del Sr. Abeille, "El idioma nacional de los argentinos", recordé que entre mis viejos papeles debía haber algunas carillas sobre la materia, escritas hace ya varios años. Son las que acaban de leerse y en las que, a la verdad, encuentro tan exactamente reflejada mi opinión actual, que en nada las he modificado.
El Sr. Abeille es un filólogo distinguido, aunque hasta los profanos, como yo, echan de ver, desde luego, que su erudición, si bien fresca y moderna, no se ha formado en las fuentes originales y primitivas. Sabe muy bien lo que hombres como Darmesteter, Bréal, Paris, Havet, Schleiger, Weil y otros han escrito sobre la historia anatómica del lenguaje; pero no he notado en su libro rasgos que revelen un conocimiento directo de Bopp, Diez, Dozy, Engelmann, Pott, etc. No es esta una crítica que, por cierto, poca autoridad tendría viniendo de quien, mucho menos que el Sr. Abeille, ha llevado sus curioseos lingüísticos a esas profundidades. Pero creo poder atribuir los extremos a que llega el Sr. Abeille en el desenvolvimiento de su tesis, a las audacias atrayentes y licencias extraordinarias que con la filología se han permitido los modernos escritores franceses. Y para terminar con este punto, señalo también el desconocimiento de un libro verdaderamente admirable y que, para el completo esclarecimiento del tema abordado por el señor Abeille, era fundamental;[196] me refiero a las "Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano" de Rufino José Cuervo, libro que, en ocho años (1876-1884) tuvo cuatro ediciones y que mereció al autor, de parte de los más eminentes filólogos de Europa, homenajes de real admiración. Si el Sr. Abeille ha leído ya ese libro, necesita releerlo, porque él le dará la nota exacta y prudente en la manera de tratar esta cuestión.
Indudablemente, si las lenguas, sin abandonar el terruño, se transforman hasta el punto de que tal vez Corbulón no habría entendido las voces de mando de Escipión o Paulo Emilio, ¿cuánto mayor no será ese cambio si ellas reviven en países lejanos al de su origen, bajo diverso ambiente, sirviendo de vehículo a nuevas ideas, expuestas a todos los ataques de los idiomas encontrados en el suelo conquistado, amén de los que de afuera vienen, también ellos, en son de conquista? Pretender, pues, fijar un idioma es tan absurdo, que cuando se consigue, no ya el hecho en sí mismo, lo que es imposible, sino la admisión de la idea como un postulado colectivo, se llega a una verdadera deformación por el estancamiento del espíritu nacional. Es el caso de la China: la lengua que hoy se habla en el imperio del Medio se parece tanto a la que allí se hablaba cuando Fidias esculpía en Atenas, como la de Pericles a la que hoy habla el rey Jorge de Grecia. La diferencia está en que mientras el idioma de Pericles, nacido como todas las lenguas humanas del monosilabismo, había llegado a su perfección, el chino, inmóvil en su forma, si bien variable en su fonética, era tan monosilábico, tan primitivo, tan "celular", como dice muy bien el Sr. Abeille, entonces como hoy.
¿Puede nadie pretender que el castellano se petrifique de esa suerte? ¿Puede el purista más em[197]pecinado e inflexible pretender luchar contra las mil influencias que han de determinar las modificaciones regionales que la lengua española sufrirá en América, como las ha sufrido ya en las mismas provincias peninsulares? ¿Es acaso sensato oponerse a los neologismos necesitados por los progresos de las ciencias y las artes o la adopción de nuevos usos, y si hoy, como dice Cuervo, "no hacemos melindres a voces astrológicas como sino, estrella, desastre, desastrado, jovial, saturnino, ¿por qué hemos de negar a nuestros contemporáneos el empleo oportuno de términos o imágenes suministrados por las ciencias modernas, cuando más si se considera su mayor vulgarización con respecto a los siglos pasados?"
Lo que sí se puede y se debe sostener, es que todos los aportes, los enriquecimientos, las adquisiciones por conquista, cambio, compra, violencia y todo otro modo de adueñarse de lo ajeno, se sometan a las reglas generales por las cuales se rige la comunidad. Si el quichua nos trae charqui y en el acto formamos el verbo charquear, conjuguémoslo según lo enseña la gramática castellana y no otra. Si en virtud de esos fenómenos de derivación que tan bien estudia el Sr. Abeille, de cardo sacamos el lindo y expresivo cardal, de bellaco, bellaquear, o de baquía, baqueano, añadamos sencillamente esas palabras a nuestro léxico propio, como todos los otros países americanos añadirán a los suyos las que formen por el mismo procedimiento—y hagámoslo con la seguridad de que al hacerlo en nada adulteramos los principios fundamentales de nuestra lengua que no es "el idioma de los argentinos", ni el "idioma nacional", sino simplemente y puramente el castellano.
El Sr. Abeille, que es un entusiasta de nuestra tierra (uno no puede menos que conmoverse al[198] verle entonar el himno nacional a propósito de lingüística) tiene tal debilidad complaciente con la que hablamos y que él rotula "idioma nacional de los argentinos", que llega hasta justificar los cambios sintácticos que hemos introducido en el español, sosteniendo que "el uso de algunos de ellos es realmente criticable en una lengua fijada", pero que ese uso "debe favorecerse en una lengua en evolución como la nuestra".
Me parece ver ijadear al Sr. Abeille en su esfuerzo para defender nuestro "bajo el punto de vista", contra "del punto de vista" español. Trae un ejemplo y una explicación al respecto que entretienen bastante. Nunca le hemos de aceptar al Sr. Abeille que se diga, cuando se empleen palabras españolas, "me ha encargado de decirle" en vez de "me ha encargado decirle", porque, aunque un niño esté en formación, no hay por que habituarle a andar con las rodillas y no con los pies, que es lo natural, lo sano y lo útil, sin contar con que es esa la única manera (como en el idioma) que permite al cuerpo desplegar su esbeltez y su elegancia.
Entre las excursiones etimológicas que hace el Sr. Abeille—que son frecuentes, agradables y generalmente fructuosas—hay algunas que me han dejado pensativo, precisamente porque se refieren a voces que han echado raíces en nuestro suelo, sin que se sepa de dónde vino la semilla primitiva. Una de ellas es atorrante. Esta palabra, puedo asegurarle al Sr. Abeille, es de introducción relativamente reciente en el "idioma nacional de los argentinos". Después de haber vivido más de un cuarto de siglo la oí por primera vez en mi tierra, allá por el año 1884, de regreso de Europa, donde había pasado algunos años. Y no es que hubiera vivido en mi país entre académicos y pro[199]sistas, pues hasta cronista de policía substituto había sido en la vieja Tribuna.
Pregunté qué significaba atorrante y de dónde venía. Se me hizo la descripción del gueux, del vagabundo, del chemineux, y se me dijo entonces (no hay lomo como el de la etimología para soportar carga) que el vocablo tomaba origen en el hecho de que los individuos del noble gremio así denominado dormían en los caños enormes que obstruían entonces nuestras calles, llamados de tormenta. De ahí atorrante. Aunque sin forma clásica, esa etimología me trajo a la memoria la que da el maestro Alejo de Venegas, citado por Cuervo, de la voz alquilar.
"Alquilar se compone de alius qui illam habet, que es otro que la habita, conviene a saber, la casa ajena". (!)
El Sr. Abeille es más científico; pero lo que hay que admirar más, es la agilidad maravillosa que despliega para extraer del verbo latino torrere, que significa secar, tostar, quemar, incendiar, inflamar, el vocablo atorrante, el que se hiela, según él, porque Varro emplea el verbo citado en el sentido de quemar, hablando del frío. Yo consentiría gustoso, porque estoy curado de espanto en esa materia; pero desearía saber cómo—y poco más o menos cuándo—se ha colado ese torrere en nuestro país, y por qué causa ha hecho su evolución tan rápida, pues lo repito, y apelo a la memoria de todos los hombres de mi edad, hace veinte años, no era generalmente conocida la palabra "atorrante".
Hubiera deseado que el Sr. Abeille, con su segura información, nos hubiera dicho algo sobre el delicioso guarango de nuestro "idioma nacional", que si viene realmente de dos palabras quichuas que significan varios colores, es un hallazgo genial[200] del pueblo—y del odioso macana, que no se acierta a comprender como ha venido a significar disparate, despropósito, de su acepción primitiva y aceptada, aun en España, de "arma contundente usada por los indios". Y llegando a las profundidades del "idioma nacional de los argentinos", anda por ahí un famoso titeo, muy campante, que amenazando de desalojo al castizo bochinche, ha invadido ya los dominios de la burla y de la broma, sin que sepamos aún qué derechos tiene, semánticamente hablando, para conducirse así.
III
La circunstancia especial de ser este un país de inmigración, hace más peligrosa la doctrina que informa el libro del Sr. Abeille y más necesaria su categórica condenación. Sólo los países de buena habla tienen buena literatura y buena literatura significa cultura, progreso, civilización. Pretender que el idioma futuro de esta tierra, si admitimos las teorías del Sr. Abeille y salimos de las rutas gramaticales del castellano, idioma que se formará, sobre una base de español, con mucho italiano, un poco de francés, una migaja de quichua, una narigada de guaraní, amén de una sintaxis toba, tiene un gran porvenir, es lo mismo que augurar los destinos del griego o del latín a la jerga que hablan los chinos de la costa o la jerigonza de los levantinos, verdadero volapuk sin reglas, creado por las necesidades del comercio. Paréceme que si el Sr. Abeille, a más de tener todo el cariño que muestra por esta tierra y que creemos sincero, fuera hijo de ella, sentiría en el alma algo instintivo, que le enderezaría el razonamiento en esta materia.
Y ahora me voy a releer la muerte de Marco Aurelio, de Renán, el discurso sobre la nobleza de las armas, de Cervantes, la pintura de Inglaterra al terminar el siglo XVII, de Macaulay o los coros del Adelghi, de Manzoni, para en seguida pedir al cielo conserve en nuestro suelo la pureza de la noble lengua que hablamos, a fin de que algún día, si no nosotros, nuestros hijos, puedan leer, de autores nacionales, páginas como aquéllas.
1900.
La hacienda del "Arrayán" dista de Tucumán poco más de doce leguas, esto es, unas buenas diez horas de marcha. Al abandonar el valle es necesario acudir a la mula o al caballo habituado a la montaña. Así se asciende lentamente, se cruzan los cuadros más bellos que pueden contemplarse en suelo argentino; cuadros cuyo aspecto va cambiando de carácter a medida que los caprichos de la ruta conducen a una garganta de la que, más que verse, se adivina el fondo, o llevan a una cúspide desde la cual se abarca un paisaje dilatado. Jamás la nieve cubrió esos montes, vírgenes del helado abrigo bajo el cual se cobija la tierra en los duros climas del Norte. La Naturaleza desnuda, siempre alegre, viviendo sin cesar, arroja en todas las formas su savia desbordante. A veces cuando el sol vibra sobre ella con tal intensidad que el suelo se entreabre, la acción generosa de los bosques que cubren los cerros como un manto real, acumula las nubes y prepara la lluvia, que empieza en largas y anchas gotas, se acelera, se enardece con el estruendo del trueno, se hace frenética, cae a torrentes, amenaza, va a herir... y se disuelve en una sonrisa de verano. El que no conoce esas fantasías del trópico no puede darse cuenta de la vida intensa y expresiva de la naturaleza...
El "Arrayán", propiedad de don Juan Andrés Segovia, ocupaba un extenso y lujoso valle completamente rodeado por colinas de poca elevación que lo defendían como una cadena de baluartes. Bien patrimonial, había quedado abandonado hasta 1860, a la merced de todo el que quería llevar allí su rebaño vagabundo. Sólo cuando la nacionalidad se constituyó y que la paz hizo nacer la esperanza, en ese momento digno de estudio en nuestro país, cuando el pueblo argentino, como al despertar de un largo sueño, empezó a palparse, a darse cuenta de las necesidades de la vida y a estudiar los recursos de nuestro suelo admirable, sólo entonces Segovia, uno de los precursores en su provincia de la implantación de la industria que debía hacer su riqueza, comprendió el inmenso valor del "Arrayán" y ensayó un pequeño plantío de caña de azúcar. Poco a poco el campo del arado se extendió y la tierra, atónita de recibir semilla de mano del hombre, gozosa de la aventura, rindió opulenta el préstamo parsimonioso.
Al rancho de paja sucedió bien pronto una habitación de material, que cinco años más tarde cedió el sitio no a un palacio, sino a uno de aquellos vastos y cómodos edificios, sin arte ni belleza, pero que el instinto del hombre más ignorante sabe construir, de acuerdo con las exigencias del clima. Sobre una pequeña altura, una masa cuadrada, flanqueada por anchos corredores y en el centro un patio enorme, cubierto de naranjales, limoneros, palmeras, arrayanes y laureles rosa.
Del mismo modo, el viejo trapiche primitivo había desaparecido ante la enorme maquinaria moderna, esa maravilla de mecánica que toma el verde tronco de la caña y lanzando el jugo que le extrae a su peregrinación fantástica, lo transforma en oro.
El ingenio propiamente dicho, se levantaba a trescientos metros de la habitación—y a su pie, una pequeña aldea se había formado, con sus casitas limpias, cuidadas, rodeadas de árboles y flores, morada de los ingenieros y empleados extranjeros y sus ranchos casi abiertos, hogar transitorio del criollo. En el centro, una pequeña iglesia levantaba su campanario blanco, frente a la escuela modesta. Los dos edificios parecían mirarse con cariño en su humildad recíproca; la una exigía una fe serena y tranquila y la ciencia que en la otra se enseñaba era bien tímida para levantar la cabeza. Los peones miraban con envidia a sus hijos ir a la escuela y pasaban largas horas de la tarde, al concluir las faenas, haciéndose enseñar los insondables misterios del alfabeto por los niños encantados de lucir su ciencia ante sus padres.
Segovia tenía predilección por su hacienda del Arrayán; no sólo era la base principal de su fortuna, sino que encontraba dulce la vida allí, rodeado de su familia y entregada el alma a esa profunda satisfacción moral que da la conciencia de ocupar útilmente el tiempo. Parecía que al descender al valle, todas las contrariedades volaban de su espíritu para dar lugar a un contento sereno e igual. El día de su llegada era caro; todos los necesitados, todos los que se habían comido anticipadamente el beneficio de la estación, todos los que se habían visto cortar el crédito por el implacable pulpero, acudían a él y rara vez volvían descontentos. Lo que le había costado más implantar, era el régimen moral. A medida que su hija Clara crecía, Segovia comprendía los inconvenientes de aquel estado social perfectamente primitivo, en el que las teorías más avanzadas del free love americano habían recibido una vigorosa aplicación inconsciente. Rara era la pareja que había pasado por otro[208] altar que el de la naturaleza antes de consumar su unión. Segovia constataba que los resultados podían luchar con éxito con los productos más canónicos de las sociedades cultas y que esos muchachos rollizos y vigorosos, concebidos al azar de una noche de verano, bajo un cielo estrellado y la callada protección de un naranjo dormido, nada tenían que envidiar al pillete lívido de las ciudades, venido al mundo con un pertrecho completo de sacramentos y actos oficiales. En tanto que Clara fué pequeña, Segovia sostuvo impávido su teoría contra los enérgicos asaltos de su hermana, devota combatiente, y los más flojos de su mujer; pero más tarde comprendió que debía ceder y cedió. Fué entonces que se levantó la capilla y que la aldea del Arrayán presenció respetuosa la entrada solemne del señor don Isidoro, nombrado capellán del establecimiento y encargado de poner un poco de orden en aquel pequeño mundo que hasta entonces había crecido bajo la mirada directa del Señor, sin intervención de su santa iglesia.
Era don Isidoro un mocetón de veintiséis o veintiocho años, bien plantado, alto, robusto y hecho a torno. Visto de espaldas, parecía un granadero disfrazado, un hombre de acción y de pasiones. De frente, el problema se resolvía: jamás una cara más plácida, dulce, naturalmente tranquila y alegre, había reflejado un alma más alejada de las concepciones turbadoras de la vida. Inocente a veces hasta el exceso, se salvaba siempre no sólo de las dificultades, sino del ridículo mismo, por su bondad profunda y sana. Era español; muy niño, vino con Su humilde familia a Buenos Aires, se educó en el seminario y más tarde fué familiar de un prelado que le tomó cariño, le dió las órdenes y trató de ayudarle. Segovia le conoció en uno de sus viajes, rió un poco de su inocencia, le intrigó ese rarísimo fe[209]nómeno de perfecta pureza y concluyó por llevársele a Tucumán. Al mes de vida íntima le trataba con afección paternal; pero jamás pudo privarse de la clásica broma que hacía poner rojo a don Isidoro y que consistía invariablemente en empezar por mirarle, analizar sus formas atléticas, suspirar y lanzar su eterno "¡Qué lástima!" Don Isidoro se ruborizaba, murmuraba un "Señor don Juan Andrés!..." y sonreía incómodo. Lo que daba lástima a Segovia, era el desperdicio de un hombrón semejante, que habría hecho tan feliz a una mujer y dado tan vigorosa prole.
Lo que don Isidoro casó y bautizó en los primeros tiempos, no está escrito. Al principio quiso hacer una amonestación por separado a cada pareja; pero eran tantas, que al fin resolvió casar de 10 a 12 a. m. y luego proclamar por secciones de veinte. Aunque don Isidoro tenía su casita junto a la capilla, comía siempre en la mesa de Segovia durante la permanencia de éste en la hacienda. A más de él, había dos comensales invariables: el ingeniero principal, Mr. Barclay, un americano que había pasado casi toda su vida en la Habana y que un mal azar de fortuna arrojó al Plata. Tenía 50 años sonados, era silencioso, trabajador y no se le conocían sino dos pasiones: la música y Clara, o más bien sólo la primera, que para él se encarnaba en la segunda. Luego don Benito Morreón, español, maestro de primeras letras, soltero, de cuarenta años, rubio, descolorido, con anteojos, apasionado por la filología, pero sin hablar jota de francés, ni de alemán, ni de inglés, ni de nada, en una palabra, aunque hacía diez años, según afirmaba, que se había entregado al estudio de los idiomas eslavos, para empezar por lo más difícil. Su sistema consistía en llevar un libro enorme en el que copiaba, junto a la voz española, la correspondiente en bohemio, en croata, en serbio,[210] en rutheno, o en ruso, echando el alma en la transcripción de los caracteres gráficos de cada idioma, sin avanzar jamás en su conocimiento. El sueño de don Benito era llegar a tener discípulos capaces de comprender el curso de bello ideal, como llamaba a la literatura, curso que pretendía dar, así que su pan intelectual hubiera fortificado el espíritu de sus educandos. Pero éstos, tan pronto como sabían leer, escribir y contar, tomaban el machete y se iban a cortar caña. Don Benito presentaba sus quejas a Segovia, quien le demostraba pacientemente que un peón no debe jamás tener una educación superior a su posición en el mundo. D. Benito no se desanimaba y esperaba con calma la explosión de un genio entre los chinitos descalzos que poblaban su escuela. Católico ferviente, ayudaba invariablemente la misa de don Isidoro, con quien mantenía excelentes relaciones.
Luego venía Toribio, el hombre de confianza de Segovia, capataz del establecimiento en su ausencia, pero sin jurisdicción sobre Barclay, rey y señor allá en sus máquinas. Toribio no comía en la mesa; peón había sido, peón había quedado. Decía a Clara "niña Clarita", amansaba él mismo los caballos destinados a su silla, se sacaba el sombrero delante de don Isidoro o don Benito y trataba a los peones como amigos, lo que no impedía que de tiempo en tiempo demoliera uno o dos de un puñetazo. La hacienda, durante las faenas, contaba más de doscientos hombres entre los cortadores de caña y los adscriptos a las máquinas, con otras tantas mujeres y un sinnúmero de chiquillos. Manejar todo ese mundo no era cosa sencilla y se necesitaba, a más de los puños de Toribio, su aureola de soldado valeroso, como lo atestiguaban las medallas que lucía su pecho, en las grandes fiestas de iglesia.
Como Segovia, su mujer y Clara amaban la ha[211]cienda. No sólo encontraban allí una vida de paz y tranquilidad, sino también aquel secreto halago que tan profundamente han de haber sentido nuestros padres y que para nosotros se ha desvanecido por completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo democrático: la expresión de respeto constante, la veneración de los subalternos como a seres superiores, colocados por una ley divina e inmutable en una escala más elevada, algo como un vestigio vago del viejo y manso feudalismo americano. ¿Dónde, dónde están los criados viejos y fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde aquellos esclavos emancipados que nos trataban como a pequeños príncipes, dónde sus hijos, nacidos hombres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro nombre de familia, compañeros de juego en la infancia, viendo la vida recta por delante, sin más preocupación que servir bien y fielmente?... El movimiento de las ideas, la influencia de las ciudades, la fluctuación de las fortunas y la desaparición de los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos roba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda su calidad de hombre libre apenas se le mira con rigor. Pero en las provincias del interior, sobre todo en las campañas, quedan aún rastros vigorosos de la vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se piensa...
De pie con el sol, Segovia recorría la hacienda a caballo, vigilaba el corte, charlaba con Toribio; rara vez, al volver, dejaba de encontrar a Clara, habituada también a esos paseos matinales deliciosos, en los que el aire puro de los campos entra a raudales a vigorizar los pulmones. Padre e hija se daban los buenos días, buscaban espacio para galopar un momento y volvían contentos y pidiendo a voces el almuerzo. Durante el día, Clara ponía[212] un poco de orden a sus numerosas preocupaciones de caridad, cosía ropa para los chiquillos, visitaba a los enfermos, celebraba conferencias con D. Isidoro, instándole para que se armara de los rayos de la iglesia contra el peón Silvano, que bebía, contra Ruperto, que había estado tres días ausente sin decir nada a su mujer, o contra Santiago, que no enviaba sus hijos a la escuela. El momento de la comida era la hora grata por excelencia. Parecía increíble que la monotonía de aquella vida suministrara tanto tema de conversación. Un observador habría podido constatar que cada uno de los interlocutores decía siempre la misma cosa; pero como todos se encontraban en igual caso, nadie lo notaba. Cada uno, con la persistencia tenaz de la pasión, pero sin salvar los límites de las conveniencias, procuraba llevar la conversación al terreno grato a su alma. D. Isidoro hacía un viaje al paraíso cada vez que Clara, por satisfacerle, recomenzaba la narración de su recepción en Roma por el papa; Barclay daba giros de veinte leguas para hacerle repetir sus impresiones en las óperas de Wagner y D. Benito trabajaba como un benedictino por traer a colación el viaje a Rusia, en el que encontraba conexiones con su estudio favorito. Clara le había traído gramática y diccionarios de casi todas las lenguas eslavas; el día que los recibió, don Benito sintió un nudo en la garganta, rompió a llorar y estuvo a punto de caer a sus pies. Desde entonces miraba a Clara con una veneración profunda.—Después de comer, Segovia hacía su eterna partida de bésigue con su mujer, ésta asesorada por D. Isidoro y su marido por el maestro de escuela. Barclay ocupaba su sillón no lejos del piano e inmóvil, silencioso, oía con recogimiento a Clara, asombrado de encontrar bello todo lo que tocaba,[213] sin darse cuenta muchas veces de que Clara tocaba precisamente lo que él encontraba bello.
Esa noche, la alegría general producida por los huéspedes queridos, había determinado una fiesta magna.
Los dos amigos, de regreso de su largo paseo, encontraron en el corredor sobre el que daban las ventanas del salón, tranquilamente sentado, al capataz Toribio, en actitud de paciente espera.
—Hola, amigo, ¿qué hace por aquí? dijo Pepe.
—Nada, Doctor; la niña Clara me ha dicho que Don Benito va a tocar el paine y he venido a ver cómo es.
Todo estaba ya organizado en la sala cuando los dos amigos entraron. Clara al piano, a su lado su prima María, llegada esa mañana con los huéspedes; Barclay en posesión de su sillón, Segovia, la señora y el cura al lado de la mesa de bésigue, pero sin jugar—y en la pieza contigua, sin duda D. Benito, porque se oía a cada instante una voz que decía "¿Ya?", como si se tratara de hacer partir a un tiempo diez caballos o de disparar las armas en un duelo. En las ventanas que daban al patio, una multitud de cabezas, cubiertas de pañuelos de colores, dejando escapar trenzas de cabello negro como el ébano y cubriendo fisonomías sonrientes e iluminadas por ojos llenos de vida. Eran las chinitas que se habían aglomerado para oir también a D. Benito tocar el paine, invención de Clara, a falta de otro instrumento; todo aquel pequeño mundo estaba alborotado por esa prodigiosa aplicación de tan humilde utensilio.
—Es la primera vez que el público hace esperar a los artistas, dijo Clara. Vamos, colóquense Vds. bien y prepárense a gozar. Atención D. Benito!
—¡Ya! gritó el aludido desde la región ignota donde procuraba convertirse en eco lastimero.
—¡No, hombre! Oiga bien el piano y entre en el acorde que le hemos indicado.
—¡Perdón! dijo D. Benito asomando la cabeza por la puerta del cuarto y teniendo en las manos el famoso peine envuelto en papel de seda. ¡Perdón! ¿Pero no sería posible hacerme saber por algún medio visible, cuál es el acorde indicado? Hay muchos que se parecen y me puedo confundir. Además, de donde me han puesto no alcanzo a verlas y...
—¿Pero no le queda el oído? Todos los eslavos son músicos de nacimiento, señor Morreón, y usted, por simpatía, debe tener oído.
El argumento pareció convencer a D. Benito, que desapareció asegurando que pescaría el acorde.
Clara dibujó la melodía en el piano y María empezó el triste recitativo de la serenata de Braga con su vocecita débil pero afinada y simpática. Todo el mundo había hecho silencio y el público menudo de la ventana retenía el aliento para no perder una nota. En el momento oportuno, justo después del acorde indicado, D. Benito, puntual bajo la excitación hecha a su honor panslavista, rompió denodadamente el fuego con bastante precisión.—La cosa no era muy fácil, porque la voz llevaba una melodía y el piano acompañaba, mientras D. Benito debía esgrimirse por su cuenta, concurriendo con el elemento principal al conjunto. Había empezado bien; pero en el cambio de tono, le era necesario llegar a un si bemol que había sido uno de los primeros obstáculos en el ensayo, hasta que María consiguió hacer apretar los dientes al pedagogo sobre la parte unida del peine y llegar así, por un esfuerzo que las venas del cuello revelaban, al si bemol deseado. D. Benito, todo a [215] su tarea, apretó con tal frenesí, que la nota salió vibrante, no muy justa, pero potente de sonoridad.
—¡Mirá el paine!—exclamó Toribio sin poderse contener, con medio cuerpo dentro de la ventana.
Todos soltaron la carcajada, María la primera, que interrumpió el canto—Toribio se puso como una flor de amapola, y no sabiendo qué hacer, sonrió humildemente, mientras D. Benito asomaba la cabeza con aire agitado, preguntando:
—¿Me he equivocado?
—Al contrario, señor Morreón, merece Vd. un bravo, dijo la señora. Ha sido un acceso de entusiasmo en el público.
—¡Da capo, da capo!—gritó Pepe.
La serenata, por fin, se ejecutó a la satisfacción general, sobre todo del maestro de escuela que, agobiado por las felicitaciones y vislumbrando un porvenir de gloria, preguntó a María muy seriamente si no había música escrita para el peine. La alegre criatura le aseguró que sí, prometiéndole hacer venir la partitura de una ópera de Rubinstein, transcripta para ese amable instrumento.
Luego vino el esperado duo de D. Juan, por María y Barclay. Barclay conocía la música y allá en sus tiempos debía sin duda haber cantado. La verdad es que, con su voz sin timbre, pero sumamente afinada, supo dar al "la ci darem la mano" una expresión tan característica y personal, que Carlos lo miró asombrado. Algo le revelaba que en aquel corazón silencioso y solitario pasaban cosas que la calma aparente de la vida no dejaba ver. La música es el lenguaje universal de todo lo que siente y sufre; ella sola puede traducir con la vaguedad necesaria para no profanarlos, los sentimientos más ocultos y profundos que se mueven en el fondo del alma humana. Además, Mozart tiene este [216] rasgo característico, que la excelencia de su interpretación no depende exclusivamente del arte, sino de la inteligencia. A un artista sin talento se le puede enseñar bien una ópera cualquiera, siempre que tenga voz y sepa usarla. Eso no basta para Mozart o mejor dicho, Mozart, el único, puede pasarse de esos elementos. Fuera de Faure, a nadie he oído la serenata de D. Juan como a un hombre de mundo, casi sin voz, que la murmuraba de una manera exquisita para las ocho o diez personas que rodeaban el piano...
Así corrían las noches en la alegría, como los días en la serenidad.
Después de un largo eclipse, nunca completo, pues tras la penumbra brillaba siempre la tenue luz que muchos recordaban como una fuente deliciosa de vida y armonía, reaparece en el cielo el astro soberano en su calma serena y transparente.
¿De dónde viene el engouement actual por Mozart? En primer lugar, de la pobreza de la producción contemporánea y luego por su eterna belleza. Mozart no será olvidado jamás, y mientras la raza humana persista, continuará fascinándola. En resumidas cuentas, Mozart, Beethoven, Wagner. Todo lo demás son poetae minores, muy apreciables, pero que al lado del trío majestuoso, gravitan como partículas siderales innominadas.
Pero a mis ojos, Mozart se mantiene, persiste y triunfa, precisamente por la ausencia de algunos de los caracteres que le han sido generalmente atribuídos por la mayor parte de los escritores—y son legión—que de él se han ocupado. Todos sabéis que hasta hace diez o doce años, para el vulgo, música alemana era sinónima de obscuridad, de impenetrable profundidad, de ciencia abstrusa reservada únicamente a los iniciados, destinada a no ser comprendida jamás por el buen grueso público, a quien gusta salir del teatro tarareando los motivos de la ópera que acaba de oir. Recuerdo que en uno de los novelones de Pérez Escrich, ese ilustre predecesor de Onhet, que hizo[218] la delicia de nuestra infancia, dos personajes conversan al salir del Real de Madrid, antes de ir al Café Fornos, que para Escrich era el summum de la elegancia. Han oído... el Fausto, de Gounod, y uno de ellos, dilettante apasionado y con autoridad en la materia, declara que el arte musical morirá a manos de esos armonistas maldecidos, que desprecian la melodía y les da por hacer música sabia e incomprensible. Y se trataba del Fausto!
Así, ¡cuánto se ha dicho de Mozart, de la profundidad de su concepción, de lo intrincado de su manera y de la preparación especial que se requiere para entenderlo! Y, sin embargo, es el mayor portento de claridad, de nitidez cristalina que la historia del arte registra. Pero a su maravillosa facilidad, al espontáneo torrente de melodía que brota de su cerebro, se unen dos condiciones tan raras, que han hecho de él el único y el inimitable: su instinto dramático, en primer lugar, que le permite, con sin igual soltura, traducir la situación, y en segundo, la elegancia, la distinción suprema de su melodía. Se le acusaba de haber puesto la estatua en la orquesta y el pedestal en la escena. Es que fué de los primeros en comprender que una batalla debe darse con todas las fuerzas de que se dispone y utilizó los pocos instrumentos con que contaba, fundiéndolos con las voces, abriendo así esa vía luminosa que Wagner debía recorrer triunfalmente hasta agotarla.
Es esa la maravilla del Don Juan; el drama está en la música más que en la palabra y pienso que hasta sin el juego escénico, se necesita ser muy lego en la materia para no sentir y comprender la intención de la frase musical y no adivinar, tras las melodías que Mozart hace cantar a su héroe,[219] el alma voluptuosa, ligera y escéptica del seductor...
¡Pobre Don Juan! No hay cuaderno de pequeñas melodías para el primer año de piano, que no contenga, transcriptas con una ingenuidad de deletreo, el "la ci darem la mano", el "Deh! vieni a la finestra", el minuet "signore maschere" y el rondó de Zerlina. Lo mismo pasa con Virgilio: nos lo hacen annoner en la infancia, le tomamos horror y no lo volvemos a abrir en la vida, sin darnos cuenta que el magnífico poema, leído sin obligación, es una de las fuentes más puras en la que el espíritu humano puede encontrar la belleza.
Y a propósito de Don Juan, se agolpan a mi memoria recuerdos lejanos que me es grato saludar, como a una evocación de muchos seres queridos que reposan para siempre.
Hace veinticinco años o más, Ferrari[11], esa columna lírico-argentina, sin sospechar aún los altos destinos a que su estrella le llamaba, había saltado, con más audacia que capital, del modesto salón de la Sociedad Filarmónica que había fundado, al escenario del Colón. Lo que había determinado de vocaciones musicales esa Sociedad Filarmónica, no es decible. Como todas las coristas eran niñas de las principales familias de Buenos Aires, los coristas, naturalmente, se reclutaban entre la flor de la juventud porteña. Se cantaban, en los conciertos, piezas concertadas o, como decían los pocos técnicos aficionados, tuttis.
Pero había un antagonismo de criterio respecto a la colocación, entre Ferrari y sus artistas. El maestro quería que los tenores se colocaran detrás[220] de las sopranos, los barítonos de las mezzo y los bajos de las contraltos. Tenía, es cierto, la conciencia ancha y cuando se lo pedía con buen modo, algún tenor enamorado, conseguía que declarara soprano, a una modesta aficionada que trepaba a duras penas tres escalones. Así, recuerdo que un día apareció en los salones del Coliseo, para un ensayo, un ex alférez "largo, lampiño y un poco desgoznado"[12], me pidió que lo presentara a Ferrari, porque quería tomar parte en el coro.—¿Qué voce a?—No sé.—Allora, ¿come si fa?—Espérate. Consulté al amigo, quien, después de averiguar que una morochita que le interesaba era soprano, se declaró tenor. Ferrari, un poco desconfiado, debo declararlo, le colocó detrás de la sopranito codiciada. El ensayo empezó; se trataba nada menos que del final del tercer acto de la Traviata.
Astengo, un corredor de seguros que le jugaba música para colocar pólizas, hacía de Alfredo, mientras una niña rubia, simpática, con una voz deliciosa y verdadero talento artístico[13], tenía el papel de Violetta. Nosotros, el coro, los señores y damas sin importancia, repetíamos hasta el cansancio una sola frase: Quanta pena fa al cor! Pero había que colocarla a tiempo, por lo menos. Esa pena profunda que sentíamos por la desgracia de la Traviata, debíamos expresarla oportunamente. Pero apenas ésta había lanzado su Alfredo, Alfredo!, mi amigo, aprovechando el momento en que Violetta tomaba aliento para añadir: di questo core, etc., lanzó un quanta pena fa al cor, tan extemporáneo, tan anacrónico, que Ferrari se sintió[221] mal, dió un batutazo formidable, y dirigiéndose a mí, que baritoneaba en un rincón, rugió agitando los brazos: ma fa tacere questo pero! En aquella época, Ferrari no podía decir perro. La escena concluyó por una transacción: mi amigo continuaría siendo tenor, pero sin cantar, tenor seco, como le llamábamos.
Cuando Ferrari tomó la dirección del Colón, no le dejábamos vivir, pidiéndole que abandonara el viejo repertorio italiano y nos hiciera conocer a Mozart, a Weber y Meyerbeer. Lo primero que conseguimos de este último, fué Roberto el Diablo; la impresión fué colosal y el éxito lucrativo para Ferrari. El oía un poco entonces esa nueva música con un airecito escéptico y creo que aún hoy, en el fondo, sus gustos son los de su juventud. Pero, en fin, nuestro consejo había sido bueno, le ayudábamos cuanto nos era posible en la prensa, en la propaganda social y en aquellas agarradas musicales del Club del Progreso, que hacían poner furioso al pobre don Juan Carranza, en su eterno bezigue con Adolfo Alsina, su víctima ordinaria.
Teníamos entrada franca entre telones y ayudábamos a bien morir a Lelmi, en el Ballo in maschera, bajo el disfraz del último acto. Recuerdo que Adrián Arana quería salir una noche, de casco y barba postiza, con una escopeta de dos tiros, a cazar hugonotes en el último acto de la ópera de Meyerbeer, que ahora se suprime siempre y que tiene un hermosísimo terceto. Era íntimo amigo de un corista que se colocaba al lado de la avant-scéne en que estaba Adrián y cantaba sólo para éste, que le aplaudía con frenesí, en la esperanza, según decía, de presenciar alguna vez el estallido de la vena yugular que, allá por el si bemol, tomaba proporciones de cable en el pes[222]cuezo del corista... ¡Esa avant-scéne! Eugenio Cambaceres, con el atractivo de su talento, de su gusto artístico, de su exquisita cultura, de su fortuna, de su aspecto físico, pues todo lo tenía ese hombre que parecía haber nacido bajo la protección de un hada bienhechora, era el jefe incontestado. Luego venía Patroclo, el insigne Patroclo, senador por Jujuy, s'il vous plait, chiquito, tieso, duro, malísimo, que no podía vivir sino entre nosotros. En seguida, Icaza, el gallego Icaza, flaco, tenue, impalpable, exuberante, lleno de grandes designios, siempre irrealizados, el músico técnico de la compañía, anunciando eternamente un trabajo, alguna crítica de arte, en la que pondría las peras a cuarto y cantaría las verdades al hijo del sol, pero que nunca veíamos. De los vivos, ¿a qué hablar? Viejos magistrados unos, fruits ratés otros, buenos padres de familia los más, todos vamos siguiendo, con semblanza de conciencia, esta cómica ruta cuyo final no está lejos...
Pero vuelvo a mi Don Juan, y si en el camino me extravío por momentos, mirad esos zig-zags con indulgencia, porque me traen recuerdos de la única época realmente feliz de la vida... Habíamos, por fin, resuelto a Ferrari a poner en escena la anhelada ópera, aprovechando la contrata de no sé qué barítono italiano que cantaba bien y traía trajes pasables. Ferrari se había defendido con energía. Ma come si fa? Cinquanta mille pezzi de decorazione! (de los chicos, de entonces, pero que se estaban quietos, sin subir ni bajar). Se é un fiasco, come si fa? Para destruir esa poderosa argumentación empleamos todos los recursos imaginables, y Ferrari, que al fin y al cabo, es el hombre que nos ha hecho conocer el teatro lírico casi entero, cedió a nuestra instancia, los ensayos comenzaron y nos pusimos en campaña. Se trataba,[223] como era natural, de hacer conocer la obra de Mozart, en un artículo magistral, que arrebatara los sufragios del público y que llenara, desde la primera noche, la vasta sala del Colón, tan llorada por todos los que a ella teníamos vinculada nuestra juventud y nuestra alegría. ¿Quién había de ser el designado para llevar a cabo la magna obra? Icaza, naturalmente, como en el grupo de Pickwick, todo lo que se refería al amor tenía su representante titular. Con tres meses de anticipación, Icaza acometió la empresa. Pasaba tres o cuatro horas encerrado, producía uno o dos párrafos, los cepillaba, los limaba, les metía unas puntitas, que él llamaba horadadoras, y cuando le preguntábamos, con cierta reserva y misterio: "Y aquéllo, ¿anda?", nos contestaba, más que con la palabra, con la expresión, porque más que cara, tenía fisonomía: "Tente tieso y ello será." Vivía en su artículo y hasta había cesado de hablar de una morena, más fea que una crisis, que le tenía sorbido el seso. Por fin, a los tres meses, llegó una noche al teatro, con aspecto fatigado, pero radiante, colgó su sombrero, y en su lenguaje apocalíptico no dijo sino estas palabras: "Abur y la de vámonos!" Eso significaba, claro como el cristal de roca para nosotros, que había terminado su artículo sobre Don Juan. No hubo medio de que nos lo leyera; ruegos, amenazas de pisotón (lo que más temía físicamente en el mundo), todo fué inútil.
Sin vacilación, todos resolvimos que el artículo se publicaría en la Tribuna. La Tribuna era el diario a la moda, el único, el indispensable. Cortado y dirigido, instintiva e inconscientemente, en el sentido de las preocupaciones porteñas, tenía una autoridad absurda, pero incontestable, y ha sido necesario todo el talento comercial de los Va[224]rela, para haber dejado agotar esa fuente de fortuna. Lo dirigía entonces, como un jinete, con espuelas y sin riendas, puede dirigir un caballo, Héctor Varela, que acababa de llegar de Europa con la aureola del discurso de Ginebra que no había pronunciado. Para él, artículos de fondo, información política y financiera, todo eso era secundario; toda su atención se concentraba en dos folletines que aparecían diariamente, algo como unos Misterios del Paraguay, con Madama Lynch por protagonista, y las Cosas, de Orión, que él redactaba bajo ese pseudónimo. La novela ofrecía pocas dificultades; Héctor había escrito los dos o tres primeros folletines y una buena mañana se había cansado; como el regente (¡oh vasto, redondo y solemne don Saturnino Córdoba, te saludo al pasar!) le pidiera materiales, tomó la primer novela que le cayó a mano, la abrió al azar, encontró un diálogo, le metió tijera y lo entregó a la composición. Los lectores (tenía y muchos) se agarraban la cabeza, no entendían una palabra, pero esperaban pacientes que aquéllo se aclararía más tarde. Esa publicación, en esa forma, duró meses enteros, y lo que es más colosal, el primer tomo apareció, se vendió y debe aún adornar alguna biblioteca.
En cuanto a las "Cosas", allí cabía cuanto Dios crió. Virutinjis, felpas, reclamos, bombos, anuncios, sablazos, disimulados o no, transcripciones, cuentos, anécdotas, versos, cuanto es posible imaginar, todo bajo la firma de Orión.
Nuestro buen Icaza puso en limpio su artículo magistral, en buen papel, tinta negra y letra clara y se lo llevó solemnemente a Héctor, que entendía de música como de cualquier otra noción racional. Este se lo recibió, agradeció al compadre Icaza (todo el mundo era compadre de Héctor, no sé[225] por qué) su valiosa colaboración y le pidió que esa misma noche fuera a corregir las pruebas. Icaza no faltó por cierto, espulgó su prosa, teniendo por oidor al ñato Montes de Oca, de todos los errores de caja, y luego se nos presentó en el teatro, más misterioso que nunca. "Mañana y a callar!", nos dijo. Preparamos el alma a las grandes emociones, advertimos a Ferrari, nos fuimos al Club, en donde, de mesa en mesa, propalamos la buena nueva y a la mañana siguiente, nos despertamos al alba para pedir la Tribuna. En vano la recorríamos desde la cruz a la fecha: ni sombra del artículo de Icaza! Por fin, se me ocurre echar una mirada sobre las "Cosas" de Orión. Lo primero que leo es lo siguiente: "El buen gringo, mi compadre Ferrari, va a dar el Don Juan, de Mozart, ese alemán de rechupete, en el teatro Colón". En seguida, sin título ninguno, como consecuencia de esa frase trascendental, el artículo de Icaza, menos la firma. Al final, este parrafito, dedicado a Ferrari o a Mozart, el texto es confuso: "Ah, gringo lindo!" Luego la firma: Orión.
Me vestí de prisa y corrí a casa de Icaza; un sirviente gallego me recibió, trastornado: "El señorito me pidió los diarios a las 7, en seguida le dió un ataque y ahí está sin sentido; le han puesto ventosas!"
1897.
[11] Aun vivía el buen maestro cuando fueron escritas estas líneas.
[12] Así se ha dibujado él mismo, "Treinta años después", en la deliciosa página que lleva ese título y que publicó "La Biblioteca".
[13] La señorita Genoveva Amadeo.
El último día de cuarentena tocaba a su término. Había a bordo un bullicio insólito. El piano, golpeado con más rigor que en las melancólicas noches de la última semana, exhalaba sus quejidos ásperos con tal buena voluntad, que se creía adivinara próximo el momento del reposo. Se había instalado un nueve animadísimo en una de las mesas del comedor y los maltratados en la travesía trataban de rehacerse, tentando la suerte del último día, postrera esperanza, engañosa como todas. Un coro de señoras, un tanto enrojecidas por la labor interna de la digestión, rodeaban el piano, donde una escuálida criatura de veinte años batía las teclas sin piedad, mientras su hermana o algo así, soñaba en voz alta, más o menos afinada, con bosques sombríos, claros de luna, citas de amor y mal de ausencia. Los corchos de cerveza y limonada gaseosa, con su falso ruido de champagne, saltaban a cada instante. Los sirvientes, al pasar, solían poner la mano en el hombro a algunos[228] pasajeros y les deseaban, con un aire de superioridad incontestable, buena suerte en el piquet.[15]
Arriba, sobre el puente, la luna, el espacio tranquilo, el Plata dormido, meciendo sus olas pequeñas y numerosas, que se extinguían sin rumor contra los flancos del navío. A lo lejos, al frente, en el confín del horizonte, una faja rojiza tenue, como el resplandor lejano de un incendio, visto a través de una atmósfera cargada de vapores leves. A la derecha, también distantes, los faros de las costas y la imperceptible raya negra que el espíritu adivinaba más de lo que los ojos veían. En medio del río, vasto como un mar, multitud de luces que oscilaban lentamente en lo alto de los mástiles. De tiempo en tiempo el eco triste de una campana que daba las horas, como si recordaran al que soñaba sobre el puente que aun en el seno de esa paz silenciosa, la vida corría y las tristezas con ella.
Estaba solo en cubierta, tendido sobre un banco, el brazo apoyado sobre la baranda y la cabeza sostenida en la mano. La luna bañaba de lleno su rostro de facciones regulares, joven aun, pero fatigado. Miraba al astro velado por la niebla ligera con la persistencia de los soñadores y la vaga expresión de sus ojos anunciaba que su alma recorría el pasado.
Las horas corrían así, lentas e iguales. En el comedor se había hecho el silencio; a popa, un grupo que hablaba en voz baja, sólo revelaba su presencia por el intermitente resplandor de los cigarros.
Varias veces ya un hombre había aparecido en[229] lo alto de la escalera que daba al puente y luego de mirar con interés cariñoso al joven inmóvil había descendido. Al fin, en una de sus últimas subidas, se acercó suavemente con un plaid en el brazo y lo tendió al joven, diciéndole en francés con respetuoso acento:
—La humedad de la noche puede hacerle mal, señor. He traído este abrigo, por si el señor piensa no recogerse todavía.
—Gracias. No descenderé aún; no podría dormir. Tráigame un poco de cognac con agua y cigarros.
El criado reapareció un momento después, el joven encendió un tabaco, se envolvió en la manta y quedó mirando con una expresión de cariñosa tristeza a su servidor.
—Mañana concluye la cuarentena, Pedro.
Pedro se inclinó.
—Y empiezan los días amargos de que le he hablado, añadió el joven sonriendo.
—Yo estoy bien en todas partes donde el señor quiera tenerme consigo.
—Sí, pero usted no conoce la vida de nuestros campos, sobre todo a donde vamos. Es el desierto, la soledad y el silencio constantes. Tendrá Vd. poco o nada que hacer allí y el fastidio puede engendrar la nostalgia. Le repito, pues, mis palabras de París: no hay compromiso ninguno entre nosotros. En el momento en que lo desee, regresará Vd. a Europa o se instalará en Buenos Aires, a su elección.
—El señor es siempre bondadoso conmigo; sólo le pido que me lleve consigo donde vaya y que me acepte a su lado mientras mis servicios le sean útiles.
—Bien, bien; tenemos tiempo de hablar. Prepa[230]re todo para descender mañana temprano. ¿No ha habido nuevos curiosos?
—No, señor; desde Río me dejan tranquilo.
El joven hizo un gesto de fastidio mientras el criado se retiraba. El hecho es que desde Burdeos había vivido a bordo en una acechanza constante, en una insoportable persecución de la curiosidad ajena. Su retraimiento sistemático, sus respuestas monosilábicas, dadas con glacial corrección a los que intentaban abrir charla con él, su silencio en la mesa, el imperioso deseo de soledad que revelaba su aspecto, le habían señalado al mundo de a bordo como un personaje original, orgulloso primero, enigmático después, sospechoso más tarde. Entre los pasajeros había pocos argentinos; la mayor parte eran familias de extranjeros radicados en el país y sin contacto con la alta sociedad porteña. Así, había duda hasta sobre el nombre del joven, que figuraba en sus maletas, en la lista de pasajeros, que no importaba misterio alguno, pero que el deseo de crear historias rodeaba de sombras en el ánimo de esa buena gente. No pudiendo sacar nada del amo se dió el asalto contra el criado, llevando la voz los que hablaban francés, porque Pedro no entendía una palabra de castellano. Pero o Pedro tenía un natural poco comunicativo o cumplía instrucciones terminantes, el hecho es que tres o cuatro respuestas secas, dadas con su aire de ceremonia, pusieron en derrota a los más audaces.
Sólo se supo a punto fijo que el joven se llamaba Carlos Narbal, que pertenecía a una distinguida familia de Buenos Aires, que tenía fortuna y que había estado muchos años ausente. Y esto, gracias a tres o cuatro cocottes que venían a Río contratadas para el Alcázar, según decían, que se daban suntuosos aires de artistas, pero que el comi[231]sario de a bordo, que debía conocerlas a fondo, amenazaba con enviarlas a perorar sur le gaillard d'avant cada noche que el alboroto promovido por las ninfas se hacía insoportable. Cuando se les pasó el mareo del golfo y entrando a las aguas más tranquilas del Océano empezaron a recibir los galanteos de la gente de a bordo, que en general ofrecía poco porvenir, sus miradas no tardaron en dirigirse sobre Carlos, cuyo aspecto auguraba un hombre de mundo. Si en alguna parte las mujeres tienen conciencia de su fuerza es indudablemente sobre la cubierta de un buque. Caras que no se han percibido en el momento del embarque, adquieren cierto atractivo a los ocho días de navegación, y a los quince, a menos de ser unos monstruos, pasan con facilidad por bellezas acabadas. El fenómeno se produce a favor de un sinnúmero de circunstancias, de las que cuentan en primera línea el aire vivificante del mar, la fuerte alimentación, la inacción forzosa y la ausencia absoluta de puntos de comparación. Pero todo eso parecía hacer poco efecto sobre el hombre único tal vez que no hacía avances. El repertorio estaba agotado, las miradas tiernas, la pantalla caída a propósito, el "Mon Dieu, qu'il fait chaud!" en los trópicos, el insinuante y audaz "est-ce que vous connaissez Rio, monsieur?", todo el arsenal de escaramuzas femeninas. Una de ellas, más crâne que las demás, había hecho jugar la gruesa artillería y una noche, antes de llegar a Bahía, cuando ya hacía rato que habían sonado las doce y que los corredores estaban desiertos, se entró sencillamente al camarote que ocupaba Carlos, que a causa del calor había dejado sólo la cortina corrida. Carlos, que no dormía, se sentó en la cama. Entonces una voz queda, pero muy queda, cuya entonación procuraba infiltrar la persuasión de que los vecinos[232] no se despertarían, murmuró: "Pardon, monsieur, je me suis trompée de cabine". Carlos refunfuñó algo, se dejó caer sobre el lecho y la poco orientada artista declaró al día siguiente que aquello, con el aspecto de un hombre, y même pas mal, no era tal.
Luego, el aislamiento, las largas horas pasadas con los libros amigos, con el Dumas que no cansa y que se relee con el placer que da la evocación de las impresiones de la primera lectura, los buenos y sanos libros de historia, las revistas científicas, las narraciones de viaje que llevan el espíritu a regiones remotas. Y por la noche el panorama de los cielos llenos de estrellas, del mar que las refleja con cariño, de la estela que se desvanece lentamente como un sueño, la blanca espuma que se apaga murmurando, la caprichosa fosforescencia de las aguas que se abrillantan por instantes como el espíritu del que sufre, con un reflejo de esperanza, para caer en seguida en la sombra...
La última noche, pero frente a la patria, cuyo amor se levanta espléndido sobre todas las ruinas morales. Ahí estaba; bajo el crepúsculo incierto del horizonte, dormía la ciudad madre, cuna de su cuerpo, nodriza de su alma, fuente también sin duda de todas las amarguras de su vida. Miraba, miraba intensamente el reflejo lejano y a medida que su espíritu leía el pasado en la memoria, sus ojos se impregnaban de lágrimas o adquirían una dureza de acero. Luego pasaba la mano por la frente y quedaba inmóvil.
Un dolor profundo o un error inmenso pesaba sobre el alma de ese hombre; o se había estrellado contra una desventura sin remedio, de las que rompen la armonía interna y velan el porvenir o bajo un fastidio colosal, el origen de su[233] mal se había desenvuelto e invadido todo el ser moral.
¿Quién, quién sabe las ideas que pasan por el cerebro de un hombre joven que sueña bajo los vientos dormidos, sin más horizonte a su mirada que las aguas silenciosas y monótonas?...
La campana de proa daba las dos de la mañana, cuando el criado avanzó resueltamente y con cierto aire de autoridad y un "Je vous en prie, monsieur" insistente y suave, pidió a Carlos que se recogiera. El joven descendió; la luna continuaba brillando a través de la niebla húmeda que se aumentaba por momentos, el círculo amarillento que la rodeaba se extendía y las aguas comenzaban a moverse con más rapidez en la superficie del estuario inmenso.
A la mañana siguiente, al alba, la inquieta expectativa del desembarco animaba todo el mundo. Parecía que la felicidad, abiertos sus cariñosos brazos, esperara en tierra a los que tanto ansiaban pisarla. La mayor parte, sin embargo, iban a cambiar la vida libre de a bordo con la exigua existencia detrás de un mostrador o la ingrata tarea del jornalero. Los trajes nuevos habían hecho su aparición; por todas partes cajas de sombreros, jaulas con antipáticos loros dentro, maletas de viaje, gorras, bultos.
Por fin llegaron los vapores de desembarco, se llenaron las formalidades sanitarias y pronto el buque quedó sólo con su tripulación y allá en la proa, los emigrantes apiñados, mirando con ojos de ingenua curiosidad cuanto pasaba a su alrededor y sintiendo pesar sobre su alma esa impresión de abandono que gravita sobre el extranjero al pisar por primera vez las playas de una tierra desconocida. Pronto la atmósfera fácil y cómoda de nuestra patria iba a borrar la nube de tristeza e[234] iluminar la vida de esos desgraciados con las perspectivas de un porvenir seguro.
Carlos había bajado sencillamente en el vapor de la agencia, seguido de Pedro, silencioso siempre y grave en su levita abotonada hasta el cuello. Cumplidas las formalidades de aduana, Carlos hizo avanzar un carruaje y media hora después se encontraba alojado en un cuarto del hotel de Provence. A su llegada se le habían entregado cinco o seis cartas, que en ese momento leía con atención. Una de ellas, tres renglones escritos con una letra de una pulgada y con una ortografía capaz de hacer rugir de espanto a un académico español, parecía haberle causado viva satisfacción. Traducida, decía así:
"Desde el martes estoy con los caballos en el Azul, esperándole."
Tobías.
Las otras cartas eran puramente de intereses, cuentas, etc.
Carlos comió solo en su cuarto y al caer la noche encendió un cigarro y salió, después de indicar a un sirviente hiciera acompañar a Pedro al teatro Variedades.
Carlos tomó la calle de Reconquista, llegó a la plaza, la cruzó diagonalmente, entró por Victoria hasta Perú, dió algunos pasos a la derecha, pero, retrocediendo, tomó resueltamente hacia la izquierda. A cada instante, a pesar de la confianza que tenía en no ser conocido, por el cambio completo operado en su fisonomía en los últimos cinco años, ocultaba el rostro al pasar junto a alguna de sus antiguas relaciones. Iba agitado por el tumulto interior de sus sensaciones; echó una mirada vaga a los balcones iluminados del Club del Progreso, sus ojos se llenaron de sombras, inclinó[235] la cabeza y siguió marchando lentamente. Así vagó cuatro horas, deteniéndose en un punto, mirando con atención una casa, impregnando la mirada con el espectáculo de la ciudad que tanto había querido y en la que marchaba hoy como un desconocido. A las 11 de la noche se encontraba en el Retiro, frente al río sereno y resplandeciendo bajo la luna. Uno que otro carruaje volvía de Palermo o tomaba la calle de Charcas; a veces una explosión de alegría llegaba a oídos del solitario.
Bien solo, por cierto. Esa alma debía estar enferma, rendida por una lucha sostenida tal vez sin energía, pero no por eso menos agobiadora. Y así, marchando en los sueños íntimos, llegó tristemente a su hotel, se tendió en un sofá, tomó un libro que pronto cayó de sus manos y quedó inmóvil, con la mirada fija en el techo. Su cara fué perdiendo la expresión adusta, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo ahogado pasó por su garganta. La reacción fué violenta, se puso de pie, enjugó el rostro, sonrió con desprecio de sí mismo, se paseó largo rato por la pieza y luego llamó a Pedro.
—El tren sale a las 7, Pedro. Que todo esté pronto.
Luego se acostó y empezó para él el infierno cotidiano de los que han perdido el dulce sueño reparador de la vida...
Corría el tren por los campos iguales y monótonos. En el vagón que ocupaba Carlos iban dos o tres personas desconocidas entre sí, lo que no impidió que a partir del almuerzo trabaran una larga conversación sobre los temas eternos de la vida de campo, la lluvia que hacía falta, porque los pastos estaban flojos, el cardo que tardaba, las barbaridades de los jueces de paz de los partidos respectivos a que pertenecían los viajeros, y por[236] fin, la política, vista al microscopio, las profesiones de fe grotescas, una estrechez de espíritu inconcebible. Carlos oía con cierta atención la insípida charla; como los campos que atravesaba le traían la perdida nota impresional de la patria, así el palabreo que llegaba a sus oídos hacía revivir en su memoria el mundo normal en cuyo seno pasó su juventud. Luego sus ojos se perdían en la dilatada llanura, extensa como el mar y como él generadora de tristezas.
Pedro, solo y grave en un vagón de 2ª., miraba con asombro nuestros campos, buscando en ellos el cultivo, la subdivisión, el canal de riego, el bosque, el aspecto europeo, en una palabra. Una sensación indefinible le oprimía y a veces sacaba la cabeza por la portezuela, ansioso, en la expectativa de un cambio que no se producía.
Por fin, a la caída del día, el tren llegó al Azul; Carlos se dirigió a la posada. En la puerta del gran patio donde llegan las diligencias, carruajes y gente de a caballo, se encontraba un hombre recostado en un poste. Tendría de cuarenta a cincuenta años; alto, delgado, barba canosa, ojos negros serenos. Su traje era el de nuestros gauchos, chiripá, poncho, un modesto tirador viejo ya, un sombrero de felpa entrado en años y unas fuertes botas de baqueta, nuevas, compra sin duda de la víspera. A pesar de haber visto a Carlos, no hizo un movimiento. Este avanzó sonriendo hacia él y le puso la mano en el hombro.
—¿No me reconoces, Tobías?
—Niño Carlos...
No pudo decir más; se sacó el sombrero, empezó a darlo vuelta entre las manos y se quedó mirando a Carlos con tamaños ojos de asombro.
—Sí, mi buen Tobías, estoy muy cambiado. Ade[237]más, hace como diez años que no nos vemos. ¿Y cómo va la salud? ¿Y los hijos?
—Buenos todos, señor; los muchachos andan en tropa. Anselmo salió anteayer con una punta y Gregorio debe llegar mañana o pasado.
—¿Y quiénes hay en la Quebrada?
—Manuel Tabares, cuatro peones y la vieja Nicasia.
—¿Aún vive Nicasia?
—Cuando ha sabido que el niño iba a venir se ha puesto como loca.
—Bueno; tenemos tiempo de hablar. ¿Cuántos caballos has traído?
—Cuatro, por si acaso, aunque ninguno hemos de tener que cambiar.
—¿Y el carro?
—Llegará mañana a la tarde. ¿Cuándo nos vamos, señor?
—Mañana bien temprano, para llegar con día.
—Saliendo a las seis estamos a las cinco en la Quebrada.
—Tobías, este hombre (y señalaba a Pedro, que, con un saco de noche en la mano, correcto e inmóvil, había presenciado el diálogo sin entender una palabra), este hombre es mi sirviente, pero no habla español. Dice que aunque no es muy de a caballo, quiere ir montado, en vez de esperar el carro. Dale uno de buen andar y manso.
—El moro, señor.
—Vaya por el moro. A las 5 me recuerdas con todo listo.
Desfiló el clásico menú de los hoteles de campaña en nuestra tierra. ¿Un buen puchero? ¿Un buen asado? ¡Jamás! Frituras, guisos pseudo-franceses, combinaciones de un chef que, para elevarse al arte cree deber salir de la naturaleza. Carlos recorrió la lista, recordó su experiencia pasada[238] y pidió un ingenuo bife con dos de a caballo, una botella de cerveza inglesa y queso. ¡Ay de aquel que sale de ese régimen higiénico!
El cansancio del ferrocarril le dió algunas horas de sueño. Pero cuando a las 5 de la mañana Tobías vino a golpear su puerta, le encontró vestido y pronto a montar.
Así que dejaron el pueblo y que el espacio abierto se presentó, Carlos sintió esa sensación deliciosa que sólo los argentinos sabemos apreciar, cuando, sobre un buen caballo, se galopa por los campos en la mañana. Una leve brisa, fresca, con un olor sano e intenso, venía de oriente, donde el sol se elevaba ya, pugnando por abrir camino a sus rayos al través de un grupo de nubes. Las estancias esparcidas en la extensión de la llanura, como islas en un mar inmenso, manchaban con sus tonos obscuros la sábana de verde pálido en la que la vista se perdía hasta el confín del horizonte. Los caballos, contentos y briosos, resoplaban con energía, levantando sobre el camino resecado una nube de polvo, que iba a disolverse a la espalda en fugitivos remolinos. Un grupo de ovejas que comía al borde de la ruta se precipitaba al lado opuesto y detrás iba toda la majada, desatentada, como si corriera un peligro inmenso. Cuatro o cinco corderos quedaban rezagados, con la colita entre las piernas, enclenques, temblorosos bajo su cuero desnudo y arrugado, balando con un quejido lastimoso. Diez o doce madres habían dado vuelta cara y respondían al llamado sin cesar, como sacando la voz de las entrañas para que sus hijos las reconocieran. Un perro, girando a la carrera alrededor del rebaño, ladraba furioso al pasar junto al grupo de jinetes, cuyos caballos agachaban las orejas e hinchaban ligeramente el lomo. Luego, una manada de yeguas que sale a[239] escape, se detiene a cincuenta varas y queda inmóvil, las orejas rectas, los ojos grandes e ingenuos. El sultán está a la cabeza, soberbio con su larga crin y opulenta cola. Brilla su pelo inmaculado como un tejido de acero. Un potrillo más audaz se acerca, hace una cabriola, rompe a la carrera, se detiene al pie de la madre y se pone tranquilamente a mamar. Las vacas son más reposadas; algunas levantan la cabeza, pero pronto la inclinan sobre la tierra y continúan rumiando. Uno que otro toro espléndido se cuadra noblemente, escarba el suelo y mira con arrogancia.
Los teros atronan el aire; parecen la bocina del derecho indio, clamando eternamente sobre la pampa contra la conquista europea. Avanzan audaces, cruzan a dos varas de los jinetes como una saeta y se pierden a lo lejos, dando la voz de alarma que hace poner en fuga a los patos que reposan en la próxima laguna, rica en juncos y pobre en agua. La lechuza, inmóvil sobre una viscachera o en la punta de un palo de alambrado, abre el pico como un resorte mecánico, lanza su grito gutural, que en la noche inquieta los espíritus más serenos, deja caer sus párpados amarillentos, que tienen más expresión que sus ojos mismos y queda en su postura egipcia. Multitud de pequeñas aves saltan a cada instante de entre el pasto; por momentos, una perdiz hiende el aire con su silbido característico y el ruido estridente de sus alas al batir precipitadas; otras se agachan, se disuelven entre los tonos grises de la tierra y quedan inmóviles. De tiempo en tiempo Tobías les lanza su rebenque, no siempre sin resultado, ante el asombro de Pedro, que contempla atónito el nuevo sistema cinegético.
Y así avanzan en silencio, Carlos perdido en sus reflexiones, el sirviente un tanto dolorido ya, To[240]bías con la indiferencia suprema del gaucho por todas las cosas de la vida. Cada media hora, Tobías da la señal de reposo deteniendo su caballo y poniéndolo a un trote suave, pero que rinde camino. Según él, el secreto para llegar pronto no está en andar ligero, sino en andar seguido. Tobías nombra las estancias que aparecen a lo lejos, a medida que se avanza y que las copas de álamos que se veían suspendidas en el aire se unen a sus troncos al cesar el miraje. A las doce se hace alto junto a un jagüel rodeado de algunos sauces y paraísos que ofrecen una sombra suficiente. Carlos no ha querido ir a una pulpería que está a diez cuadras, en una estancia donde indudablemente habría sido muy bien recibido, pero en lo que habrían tardado tres horas en matar algunos pollos y donde habría tenido que hablar sobre cuanto Dios crió. Tobías, que se ha avanzado, después de manear cuidadosamente los dos caballos de repuesto, vuelve a la media hora con un carnero muerto y degollado, pan, vino y sal, hace fuego, fabrica un asador con una rama de sauce y a los veinte minutos se presenta con un asado color de oro, chisporroteando aún y chorreando de jugo.
Diez, veinte años de París, comiendo en Bignon, cenando en el café Anglais, no alcanzan jamás a borrar en nosotros el tinte criollo, la tendencia indígena, el amor a las cosas patrias... y el gusto por el cordero al asador. Se quema uno los dedos, es cierto, queda en la boca cierto sabor empaté, pero es esa una sensación posterior, altamente compensada por las delicias del primer momento.
La charla de sobremesa animó a Tobías, que aprovechó una buena ocasión para echar fuera lo que sin duda le estaba trabajando hacía tiempo.
—Dígame, señor, ¿viene por mucho tiempo a la Quebrada?
—Por mucho tiempo, Tobías; no pienso moverme de allí hasta que vuelva a Europa.
—¡Pero cómo va a vivir en esos ranchos, señor! ¿Cómo no se ha ido más bien a las Tunas?
—¿Te incomoda mi visita, mi buen Tobías?
—¡Por dónde, señor!
—Entonces, no hay que hablar.
Tobías se rascó la nuca, ensilló de nuevo los caballos y pronto la partida estaba en marcha. Fué ese el momento duro para Pedro. Al principio, el buen galope del moro recomendado por Tobías le había seducido; pero pronto le dolió la cintura, las rodillas le empezaron a arder en la parte que frotaban la silla y cuando después del reposo del almuerzo volvió a su postura de centauro, todo el cuerpo protestó en un estremecimiento. Se dominó, sin embargo, sonrió a Carlos y partió heroicamente al galope.
A las tres de la tarde, poco después de atravesar el arroyo de Chapaleofú, algunas gotas de agua empezaron a caer. El cielo se había cubierto por completo y pronto un aguacero tremendo cayó sobre los viajeros. La tierra parecía revivir bajo la onda; un olor de humedad se desprendía del suelo. El horizonte se había estrechado y los montes de las estancias más próximas se iban disolviendo entre la bruma. La lluvia redoblaba de violencia a cada instante y los viajeros estaban empapados hasta la carne.
Así marcharon dos horas, lentamente, al paso, porque el suelo se había hecho resbaladizo. Carlos, rebelde a la fatiga física, había recibido con placer la lluvia. En cuanto a Pedro, sólo Dios y él saben lo que pasó en esos momentos por su alma y la opinión que formó de nuestra tierra argentina y de sus modos de vialidad.
A las 7 de la noche, profundamente obscura, bajo[242] la lluvia, un violento aullar de perros se hizo oir y una luz mortecina apareció a unos cien pasos.
—Llegamos, señor, dijo Tobías.
El viejo capataz se avanzó, gritó a los perros, que callaron al reconocer su voz y dió los caballos a dos o tres hombres que habían salido de la cocina. Una viejecita, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, se avanzó mirando a uno y otro lado y cuando hubo reconocido a Carlos, lo ayudó a bajar, repitiendo sin cesar: "Niño Carlitos! Dios se lo pague!"
Carlos cortó el torrente de las expansiones y ganó rápidamente la casa, seguido de Pedro, rígido como un autómata. Cambió de ropa, comió y con inmensa delicia se tendió en una cama.
A la mañana siguiente se levantó temprano, tuvo su conferencia con Nicasia, a quien pronto despachó a la cocina y dió un vistazo sobre su morada. He aquí lo que vió.
Una pequeña casa de material, con techo de hierro de media agua, ocupaba el fondo de un cuadrado. A la derecha un rancho, cocina y cuarto de peones. A la izquierda la habitación de Nicasia, sin duda, un pequeño rancho de paja. Al frente un palenque para atar caballos y en el centro del patio un ombú raquítico que se había ido en raíces. Las tres piezas de su apartamento consistían en un dormitorio casi desnudo de muebles, un comedor por el estilo y un gran cuarto donde había algunas viejas sillas de montar, bolsas, una romana, una pila de cueros secos en un rincón, diarios viejos, un tercio de yerba, una damajuana de aguardiente, barricas de azúcar, una bolsa de sal y en una pared un retrato del general Mitre en 1860. Allí había dormido Pedro.
Carlos sacó una silla al corredor, puso sobre otra las piernas y cayó en profunda meditación. El[243] día estaba espesamente nublado y la lluvia caía por momentos. Un silencio de muerte reinaba sobre los campos y el horizonte concluía a cien varas. A lo lejos, el eco amortiguado de un cencerro o el apagado ladrido de un perro. Contra un pilar del corredor, el criado fiel, perdido en ese mundo nuevo para él, dejaba vagar su mirada por el cielo gris. Carlos sintió que el corazón se le oprimía; temió que la paz tan buscada no estuviera allí, comprendió que mientras durase la tormenta intensa era inútil buscar la tranquilidad de las cosas para darla a su espíritu conturbado y pasó la mano por su frente. De nuevo miró a su alrededor; un recuerdo pasó por su memoria, una amarga noche en que inclinaba ya su cuerpo sobre el Sena, en París, para buscar la calma en la muerte. La lluvia caía, monótona, triste, sepulcral; la llanura parecía envuelta en una mortaja. Carlos inclinó la cabeza llena de sombras, murmurando:
—Heme en el fondo del río, con una piedra al cuello.
1884.
[14] Este fragmento, así como los dos titulados "De cepa criolla" y "A las cuchillas", formaba parte de un estudio de nuestra sociabilidad en aquel momento, que empecé a escribir en 1884. Ese trabajo ha quedado definitivamente sin concluir porque esas cosas, cuando no se publican de primera intención, dan más trabajo para corregirlas, que para escribirlas de nuevo. Si publico aquí esos fragmentos, es porque pueden leerse sin que choque su incoherencia, refiriéndose cada uno a un cuadro o a un asunto particular.
[15] Debe recordarse que en los vapores franceses ("Messageries Maritimes"), los pasajeros de 1.ª y 2.ª clases, viajan confundidos.
Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga data en tierra argentina y a la que no habían faltado las ilustraciones patrióticas de la independencia ni los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el primer Narbal criollo, fué sorprendido a los veinticinco años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida colonial, un momento interrumpida por el rechazo de las invasiones inglesas, en el que había tomado una parte honorable como oficial subalterno, se vió de pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al que le empujaban más sus amistades y vinculaciones con las cabezas calientes de la juventud patricia, que sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la época, hacendado y por lo tanto fanático por D. Mariano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la primera junta para determinar el partido a que había de afiliarse. Gritó: ¡abajo Cisneros! el 25 de Mayo, sin ponerse ronco, formó parte de un grupo que arrancaba carteles, aplaudió a Passo, hizo una crítica razonable contra el discurso de recepción de Saavedra y luego, entrada la noche, como hacía frío y lloviznaba, abrió su paragua y se fué tranquilamente a su casa, donde contó la jornada a su vieja madre con la misma sencillez con que hubiera narrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de la importancia del movimiento, no tenía ambiciones ni imaginación. Era, pues, un[246] hombre feliz de la colonia, el tipo más completo de la especie que haya vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa del café de Mallcos en que se había apurado más de lo habitual el Valdepeñas y el Jerez, varios de sus amigos declararon su intención de ir a reunirse al ejército del coronel Balcarce que operaba en el alto Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fugaz Saint-Just de nuestra revolución. No sé cómo vendría la cosa, pero nuestro hombre juró, se arrepintió un poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía, arregló su equipo a la noche, partió con los compañeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, se batió dignamente y se disgustó por completo del oficio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula Sanz. En la primera ocasión regresó a Buenos Aires, habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y pronto dos hijos le dieron el corte definitivo del hombre de hogar. El primogénito creció en aquella atmósfera ruidosa y vehemente de la revolución, tan lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido parece un siglo. Los cuentos de los viejos sirvientes de la casa, que todos habían servido, respiraban olor a combates. La nota tosca del heroísmo, la habitud de la idea de lucha se hundía en el cerebro del niño. Luego las guerras civiles, los amargos momentos del año veinte, el hogar inquieto, el padre meditabundo, la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Ituzaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entusiasta, sediento de acción, la antítesis del padre, a quien sólo debía la vida, pues su alma era hija directa de la revolución. Cuando abrió los ojos a la luz y con la virilidad llegó la dignidad, vió a su padre consumirse lentamente en la agonía moral de la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza. Rosas imperaba y la ju[247]ventud se estremecía. Muerto su padre, casada su hermana con un hombre de la situación que protegería a la madre, logró una noche embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del Sud le contó entre sus soldados; batidos, deshechos, pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó, se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró en Montevideo con la ilusión perdida y el alma resuelta. ¡Cuán largos han sido para nuestros padres esos días, esos años de eterna expectativa, en que cada nueva luna traía la noticia de un nuevo desastre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando el tiempo y el esfuerzo humano! En el día la batalla estéril en la que se pierde la vida sin esperanza de que el tiempo fugitivo traiga la libertad; en la noche, el insomnio que causa la conciencia del porvenir perdido y la amargura infinita de la patria deshonrada!
Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su suerte a la de la hija de un proscripto como él, dulce criatura que había crecido atónita dentro de un infierno de odios y de sangre. Carlos nació en 1850 y desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más obscura aun. El porvenir de su hijo, sin patria desde la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confiscados por Rosas) le aterraba. Por fin brilló el bendecido momento de Caseros. Los que en ese instante grabaron el nombre del Libertador en el alma, no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera de Urquiza, como Ituzaingó la de Alvear. No se da la libertad a un pueblo ni se salva la independencia de la patria, sin que la historia olvide las debilidades humanas y consagre el tipo de los hombres en el momento trágico de su vida.
Narbal volvió a su patria y al ensanchar sus[248] pulmones, al empezar la vida a los cuarenta años, como si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo al destierro, empujado por muchos de los que había combatido cuando doblaban la cabeza servil bajo Rosas y por la agitación insensata de una juventud ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión del porvenir. El golpe fué rudo y la tierra extraña más sola que en los amargos días de la lucha. Una melancolía profunda se apoderó de él, perdió la esperanza que un momento había brillado ante sus ojos y se extinguió en silencio en brazos de su fiel compañera, oprimiendo la mano de su hijo.
Carlos volvió a la patria; los bienes de su familia le habían sido restituídos. Su primera educación fué la de todos nosotros, superficial, arrancada a trozos a la debilidad de la madre, con sus largas estadías en el campo predilecto, los numerosos años recomenzados en el curso universitario y en la adolescencia, la vida vagabunda, un tanto compadre, que hoy se ha perdido felizmente por completo. Las hazañas de media noche, las asociaciones para el escándalo nocturno, el prurito del valor en las luchas contra el infeliz sereno, el asalto a los cafés, a los bailes de los suburbios, el contacto malsano de las bajas clases sociales cuyos hábitos se toman, el lento desvanecimiento de las lecciones puras del hogar. Los que han pasado en esa atmósfera su primera juventud y han conseguido rehacerse una ilusión de la vida y una concepción recta del honor, necesitan haber tenido de acero los resortes fundamentales del alma. La guerra del Paraguay fué, en ese sentido, un beneficio inmenso para nuestro país. Por afición a las armas, por admiración a muchos oficiales de la época, pendencieros, decidores, eternos arrastradores de poncho, tal vez un poco por el palpitar de la[249] fibra salvaje que jamás se extingue por completo, muchos jóvenes de 18 a 25 años, de los que entonces hacían esa vida ignominiosa, partieron a campaña y se rehabilitaron cayendo noblemente en los campos de batalla o ilustrando su nombre por el valor y la buena conducta.
Carlos era muy joven aún. Por otra parte, su índole recta y generosa, cierto amor dilettante al estudio, sobre todo a la lectura, y por último un largo viaje para terminar su educación en Europa, que su madre, bien aconsejada, le hizo hacer, le salvaron del peligro de una vida que habría destruído su porvenir. Pasó tres años en un colegio inglés, anexo a la Universidad de Oxford y allí se operó la transformación radical de su organismo moral.
Nada como la atmósfera inglesa para regularizar este conflicto eterno que se llama el alma de un latino y más aún el alma de un sudamericano. Sea tradición de raza, atavismo revolucionario o simple influencia etnográfica, el tipo general de nuestros jóvenes se combina moralmente de excesos y depresiones curiosas en sus diversos elementos. La imaginación ocupa un espacio inmenso y su constante acción determina una insoportable prisa de vivir, de llegar, de gozar de entrada la plenitud del objetivo. Al mismo tiempo y por la misma influencia, el objetivo es vago e indefinible para los mismos que lo persiguen. El valor nos sobra, el valor instintivo, el valor de empuje momentáneo, pero la voluntad persistente nos falta. Entre nosotros todo el que ha querido ha llegado. Además, la vida de "Gran Aldea", el círculo relativamente circunscripto de nuestro mundo social, las amistades de la infancia, que se perpetúan en el contacto tenaz y obligado de una vida en común, las extensas vinculaciones de sangre que[250] son apoyos inconscientes, determinan en nuestra juventud la atrofia de la individualidad, la pérdida de la iniciativa propia y de esa reserva legítima que aconseja hacer un fondo inviolable, personal, de fuerzas morales, en vista de la dura lucha que se prepara.
Como el gaucho de otros tiempos que vivía indolente en la seguridad de la subsistencia, vivimos tranquilos, unos reposando en la fortuna heredada, otros en el empleo infalible, los más en los recursos de la política. Nos apoyamos unos a otros, vamos rodando en común y muchas veces una fuerza individual que estalla en plena juventud con carácter de alguien, se desilusiona en el primer esfuerzo ante la necesidad de ceder a la apatía general para no marchar solo e impotente.
Tal era el corte moral de Carlos; la atmósfera inglesa pesó sobre él como una pesada máquina de nivelación. Los fuertes ejercicios físicos desenvolvieron y dieron fuerza a su cuerpo, más aún, si se quiere, acentuaron sus necesidades animales, en saludable detrimento de sus crisis morales perpetuas. El limitado trabajo intelectual de la educación inglesa permitió a su espíritu el lento y progresivo desarrollo, tan raro entre nosotros, donde la inteligencia marcha a saltos y procede por aglomeraciones de difícil digestión que congestionan el órgano. Luego, en aquella vida libre del estudiante inglés, confiado a sus fuerzas, a sus recursos, aprendió el valor de su propia individualidad, adquirió el aspecto serio que oculta la prudente reserva y se hizo un hombre de reflexión y de voluntad. Al mismo tiempo, recuperó la pureza moral de la adolescencia y cuando llegó la edad de los cariños, se encontró con el alma preparada para querer y querer profundamente.
No es cierto que la juventud sea idéntica en[251] todas partes, como la mañana no es igual en todo el orbe. Hay en los jóvenes ingleses un reposo que nos es desconocido, un residuo de infancia que a los veinte años ha ido a reunirse, entre nosotros, con los cuentos de la nodriza y los juegos de la gallina ciega. La precocidad con que se obtienen los honores viriles, la falta de un aprendizaje en todo, la improvisación de competencias que acaba por comunicar al que las alcanza una alta opinión de sí mismo, son elementos desconocidos en Inglaterra, donde la vida se desenvuelve lenta y regular.
Llegado a los 17 años a Oxford, Carlos se encontró con un mundo nuevo que le sorprendió sin atraerle. Sus placeres no eran los mismos a que veía entregarse a sus compañeros. Su ingénita aristocracia latina repugnaba al ejercicio muscular constante y violento que era el fondo de la ocupación de sus fellows. Pero bien pronto la emulación, cierto prurito patriótico (¿dónde no va a meterse?) le determinaron a esforzarse, a trabajar, a querer y tras largas y terribles horas pasadas al sol, inclinado sobre el remo o jadeante en el campo del cricket, fué un día admitido a ocupar un puesto en la canoa de honor.
Pronto tomó gusto a la vida independiente del estudiante inglés, tuvo su apartamento, su servicio, su caballo, el valet de chambre hábil y correcto, invitó a lunchs, entró por las formidables wines partys, y como era generoso y sus medios le permitían ser espléndido, conquistó su carta de ciudadanía en el difícil mundo estudiantil en el que se requiere un tino exquisito para no ser demasiado obsequioso con un hijo de Lord o seco en demasía con el triste vástago de un cura de campaña.
Introducido por sus compañeros o por medio [252] de cartas venidas de Londres, en el seno de algunas familias, sus ideas artificiales sobre la mujer, formadas en los bailes de suburbio en Buenos Aires o en sitios más característicos aún, empezaron a transformarse en un respeto instintivo. La atmósfera de pureza moral que respira un hogar inglés le penetró por completo y pronto, al ser tratado como un hombre de honor por un padre que le confiaba su hija, comprendió que no es necesaria una lucha tenaz con el instinto bestial que inspira infamias, para vencerlo con nobleza. Así, lentamente, sus facultades de raza, aquellas que no debemos envidiar a pueblo alguno de la tierra, se elevaron por la conciencia de sí mismas y acercaron a Carlos al ideal de un hombre, esto es, el hombre sereno, correcto, leal y reservado, cómodo en la vida, preparado por la reflexión para el porvenir, como la fortaleza prepara para la desgracia. El rasgo fundamental de su carácter fué la profundidad inalterable de sus afecciones. Quería a pocos, pero quería bien. Era un amigo de novela latente; más de una tarde, solo, pensando en la patria lejana, sonreía al ver pasar por su espíritu la imagen seductora del sacrificio en obsequio de un amigo. Todo habría hecho en caso necesario. Con una concepción semejante de la amistad, los pequeños rasguños duelen como heridas profundas.
¿Amores? El ligero flirtation del estudiante, la cinta recibida en una suave presión de mano para adornar su pecho en la regata, dos ojos azules palpitantes de júbilo el día de triunfo en el cricket, los paseos por la tarde o la lectura romántica de Tennyson. Pero ninguna impresión honda ni duradera.
A los veinte años, el primer rayo de la tormenta cayó sobre su alma serena. Un telegrama lo[253] llamó a Buenos Aires, al lado de su madre gravemente enferma. Era su única familia, su mundo, su idolatría. Buena y dulce, no pudiendo habituarse a la separación, pero con esa fuerza de sacrificio en la que las madres concentran toda su energía, su cuerpo se fué debilitando hasta que el primer accidente la encontró sin vigor para la lucha.
Carlos llegó a tiempo para pasar dos días al pie de su lecho y recostar en su seno la cabeza querida en el último momento.
Una desesperación honda y callada se apoderó de él. En esos instantes, los amigos no bastan. El alma aspira al dolor con una voluntad persistente e invencible. La vida de la ciudad se le hizo insoportable y fué a pasar sus horas de amargura en uno de los establecimientos de campo que formaban su patrimonio.
Su vida de dos años, con raras apariciones en la ciudad, pasada en la atmósfera serena y monótona de los campos, borró la impresión aguda, dejando sólo la melancolía del recuerdo que jamás se olvida, pegado al corazón hasta la tumba. Ese aislamiento voluntario tiene el peligro del embrutecimiento, si no hay voluntad para resistir la inerte tendencia animal que empuja a la vegetación, al acuerdo inconsciente con todo lo que vive y muere alrededor. La música, la lectura, las visitas de sus amigos, la larga correspondencia subjetiva, salvaron a Carlos. Un incidente le determinó venir a Buenos Aires. En una campaña electoral uno de sus amigos fué candidato a la diputación nacional. El comité, conociendo las relaciones de éste con Carlos y deseando atraer un hombre que en tres partidos de campaña podría presentar quinientos electores perfectamente alineados, a caballo y con facón, sin más voluntad que la de Don Carlitos, nombró secretario a Narbal.[254] Este, a pesar de no tener gran afición a la política, aceptó en el acto, en obsequio de su amigo. Además, la plataforma de la lucha del momento era la cuestión clerical. En ese terreno Carlos, hombre de ideas liberales y tolerantes hasta el extremo, opinaba, como toda la gente razonable, que lo mejor es no meneallo. Pero como cuando hay dos que pueden menear algo, no basta que uno solo no quiera hacerlo, resultó que los clericales menearon de tal manera que fué necesario salirles al encuentro. Como siempre, el público, el pueblo, quedó indiferente. Pero la emulación intelectual, los pinchazos por la prensa, la polémica que arrebata, acabaron por comunicar a los combatientes la falsa convicción de que se encontraban en presencia de uno de los más graves problemas que se hubiera presentado desde el "día de la organización". Un artículo cualquiera fué atribuído a Carlos por una hoja clerical. Como el artículo no era bueno, la réplica fué sabrosa, sin que faltara la alusión "a la gente que mide su competencia por el número de vacas que posee" o que cree "que basta saber inglés para entender de todo". En seguida, toda la guerrilla guaranga de los sueltistas que, a pesar de tener una idea muy vaga y difusa de lo que significa patronato y que a veces dicen cañones por cánones, se tratan unos a otros de gran batata, monigote y demás gentilezas de un gusto perfecto.
Carlos se irritó. En su vida había publicado nada, pero tenía los cajones de su escritorio repletos de todas esas cosas que se escriben en la juventud. "Sueños", más o menos fantásticos, "Recuerdos", conatos de novela, biografías de próceres, versos, etc. La pluma no le era un instrumento desconocido ni la cuestión tampoco, a cuyo estudio había dedicado el último año de su vida[255] de campo. Replicó, la polémica se hizo más extensa y levantada, creyó tener por adversarios, bajo el anónimo de la prensa, a hombres del valor de Goyena y Estrada y con el respeto de sí mismo que jamás le abandonaba, resolvió suspender la improvisación del momento que a veces desvirtúa la idea, esparciendo los argumentos, y después de un mes de laborioso esfuerzo publicó un nutrido folleto titulado "La Iglesia ante la sociedad política".
El libro hizo efecto; escrito en un estilo simple y elevado, con una cultura no desmentida y un verdadero respeto a la religión, quitó en la réplica a sus adversarios el derecho a la invectiva, sin la cual un escritor clerical de la buena escuela no hace nunca nada que valga la pena. El nombre de Carlos, hasta entonces desconocido o poco menos, tomó cierta celebridad. En la memoria del pueblo se reavivó el recuerdo de su padre y de su abuelo, hombres dignos y que habían servido bien a su país y pronto sintió Carlos que se abría ante él un porvenir que no había sospechado.
A los veintitrés años se encontró en una de las posiciones más envidiables que es posible alcanzar en nuestra tierra y en muchas otras; un nombre respetado, una fortuna sólida que crecía todos los días en el movimiento progresivo del país, con la estimación general y el cariño profundo de sus amigos, inteligente e ilustrado y todo esto acompañado de una figura elegante.
Alto, delgado, grandes ojos pensativos y de mirar abierto y franco, culto y correcto, sin aquella afectación inglesa que es la caricatura del género, un tanto callado, haciendo poco o nada por divertir la rueda, pero apreciando como el que más los buenos rasgos de espíritu, con buenas costumbres por exceso de lujo, su entrada en nuestra sociedad porteña fué sembrada de flores.
Hay hombres que apenas llegan a la plenitud de su fuerza moral, no tienen más pensamiento fijo que el de encontrar una compañera para la gran ruta de la vida. Carlos era uno de ellos; allá en el fondo, había resuelto casarse, sin comunicar su proyecto ni aun a sus más íntimos amigos, por temor, no sólo del combate diario contra las presuntas suegras, sino sobre todo de perder, en la caza implacable de que sería víctima, todas sus ilusiones y esperanzas.
Naturaleza seria y reposada, sentía una repugnancia instintiva por todas esas pueriles escaramuzas del amor, tan comunes en nuestra tierra.
—¿Pero qué tiene eso de particular, Carlos?—le decía una noche uno de sus amigos, joven elegante, sin más pensamiento que la mujer, de eterna buena fe en sus entusiasmos, creyéndose sinceramente enamorado de la última con quien hablaba, escéptico contra el matrimonio, predestinado por lo tanto a casarse con una contralto cualquiera.—¿Qué tiene de particular que en vez de hablar de nimiedades en un salón, se cante a una mujer joven y linda la canción soñada cuya música adivina sin que la letra haya llegado a su oído? Hay una especie de convención social que sonríe ante esos amores primaverales y no les da importancia alguna. A más, la pureza sale sin mancha de esa esgrima del sentimiento que sirve para conocerse a sí mismo y no tomar por un afecto profundo la veleidad de un atractivo pasajero.
—Te equivocas, replicaba Carlos tristemente. Esa convención social en cuya protección buscas la impunidad, no existe ni puede existir. Por lo que a la mujer toca, ¿no comprendes que en eso que has llamado la esgrima del sentimiento pierde toda la inmaculada inocencia que hacía su encanto? ¿No has oído mil veces a tus mismos ami[257]gos, en esas largas charlas del club, fijar su ideal de esposa en una criatura que hubiera abierto para él solo y único la virginidad del alma? ¿Quieres un ejemplo? Hace un año, en un gran baile sumamente fastidioso, te dió a tí mismo que me hablas, por enamorar a esa hermosa y buena criatura que se llama Julia X... Como de costumbre, esa noche te enamoraste perdidamente, lo que no impidió que a la mañana siguiente te hubieras olvidado por completo de tu campaña.—Tres meses después, Jorge tuvo la inspiración de proceder a la misma esgrima en circunstancias análogas. ¿Cuántas veces les he oído entregarse a la eterna broma de las reconvenciones recíprocas y tacharse, riendo, de deslealtad? ¿No crees que ese incidente bastaría para detener a un hombre caviloso que hubiera pensado seriamente en hacer de Julia la compañera de su vida? No es por cierto porque la pobre criatura haya desmerecido ni que su pureza sea sospechada; pero la fuerza de las cosas es así. El escepticismo fundamental de ustedes en materia de mujeres, sólo puede ser vencido por la fuerza de la inocencia absoluta, indiscutible. Una mujer que ha tenido amores con un hombre, por más ideales y castos que hayan sido, parece conservar sobre sus labios, a los ojos extraños, el rastro de un beso furtivo. Me dirás que un beso es nada; a veces es un abismo.
—Pero no se llega siempre al beso, Carlos.
—¿Quién lo sabe? ¿Quién va a preguntarlo? ¿Quién te creerá si niegas, como es tu deber? La duda basta. ¿Además, por ustedes mismos, qué necesidad tienen de ir a buscar en el mundo donde se reclutan nuestras madres, que será el de nuestras hijas, esas vanas satisfacciones del amor[258] propio que con un poco de dinero y audacia, se obtienen tan fácilmente en otra parte?
—¿Quieres hacer entonces de nuestra sociedad un convento?
—No; quiero sólo una concepción vasta y completa del honor: he ahí todo. Para ustedes, la altura desinteresada en materia de dinero y la suceptibilidad exquisita que pone la espada en la mano por una nimiedad, constituyen el código completo. El engaño de una mujer joven y candorosa, que cree cuanto le dices, porque no tiene razones para dudar, el desgarramiento moral que sucede a la desilusión, el compromiso de la felicidad de su vida entera, ¿no te parece un acto tan reprochable como el de dejar de pagar tres o cuatro mil pesos a uno de esos barbones del Club, que apoyándose en su experiencia y sangre fría, te ganan todas las noches al bésigue?
—¿Es decir, que no debemos ni aún ser sociables?
—¡Es curioso! ¡Parece que pretendieran ustedes serlo! ¡Sociables! ¡Pero si ni idea tienen de lo que es la sociedad! Pasan ustedes la vida en el Club; jamás una visita, jamás esas atenciones cordiales que son el encanto de la vida. En el teatro, o metidos en el fondo de la avant-scéne, fumando como en un café, o paseándose en el vestíbulo en los entreactos. Viene un baile; a amar con la primera que cae, cuestión de tener a quien clavar los anteojos en Colón.—Por el contrario, les pediría más sociabilidad, más solidaridad en el restringido mundo a que pertenecen, más respeto a las mujeres que son su ornamento, más reserva al hablar de ellas, para evitar que el primer guarango democrático enriquecido en el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a[259] echar su manito de tenorio en un salón al que entra tropezando con los muebles. No tienes idea de la irritación sorda que me invade cuando veo a una criatura delicada, fina, de casta, cuya madre fué amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito, cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sagrado, primero, arriba de todos, es defender nuestras mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles, cómodos o peligrosos? Nuestra sociedad múltiple, confusa, ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día, los argentinos disminuímos. Salvemos nuestro predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nutriendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino colocando a nuestras mujeres, por la veneración, a una altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañeras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Cerremos el círculo y velemos sobre él.
—¡El cuadro de la aristocracia austriaca!
—No la critiques, que tiene su razón de ser. Es la defensa de la naturaleza. Tú conoces mis ideas y sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero es de derecho natural también el perfeccionamiento de la especie, el culto de las leyes morales que levantan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas, la protección inteligente del arte y de toda manifestación intelectual. Eso se obtiene por una larga [260] herencia de educación, por la conciencia de una misión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es la razón de ser de la aristocracia en todos los países de la tierra, tenga o no títulos y preocupaciones más o menos estrechas. Entre nosotros existe y es bueno que exista. No lo constituye por cierto la herencia, sino la concepción de la vida...
Con semejantes ideas no era extraña por cierto la reputación de aristócrata que Carlos adquirió. Sonreía y dejaba decir, observándose con una rigidez implacable para poner de acuerdo sus actos con sus principios.
1884.
A Eugenio Garzón.
I
La idea de volver a la patria se había presentado al espíritu de Narbal inseparable de la de no vivir en Buenos Aires. ¿Por qué? No lo discutía, no lo analizaba. Era una aprensión nerviosa y tenaz, que le hacía considerar el retorno a la existencia de otro tiempo, como una fuente de amarguras insoportables. Además, el grupo simpático se había disuelto por los azares de la vida y era muy tarde ya para pensar en crearse nuevos cariños. Lorenzo se había casado hacía cinco años y los tres hijos deliciosos que encantaban su hogar, le habían convertido en el burgués pacífico, trabajador y tranquilo, que era a sus ojos, en épocas pasadas, el tipo perfecto del embrutecimiento humano. Muchos, la mayor parte de sus antiguos camaradas, habían seguido el mismo camino, aunque algunos sin transformarse, continuando bajo la cadena conyugal, bien ligera para ellos, sus viejos hábitos de club, de sport, de juego y todo lo que acompaña la vida fácil. A veces, Carlos, solo, por las mañanas, mecido por el paso lento e igual de su caballo, evocaba el recuerdo de los compañeros de juventud y comparaba su vida actual a la que se presen[262]taba ante él. Uno había abrazado con pasión la carrera militar y acallando sus gustos sociales, su amor a los placeres, vivía perdido, pero no olvidado, allá en la remota frontera, batallando obscuramente con los indios, conquistando palmo a palmo comarcas enteras para entregar a la civilización, soldado y explorador, desenvolviéndose en la vida militar moderna, concebida con inteligencia. ¡Feliz él, que veía la ruta recta y luminosa abrirse ante sus pasos! Otro, en un acto de energía, se había arrancado a la patria y la servía con toda la fuerza de su espíritu y el amor de su alma, allá en lejanas tierras americanas, donde el nombre argentino estaba olvidado y que él hacía sonar perseverante y respetuoso. Aquel, joven, brillante, por quien Narbal había sentido siempre una vivísima simpatía, dejaba correr la vida insensiblemente, como algo que le fuera extraño, después de haber bebido también su cáliz y buscado la muerte honrosa del combate... Perdía, recorriendo así el pasado, la noción del tiempo; las figuras se borraban en una penumbra indecisa y le parecía que esos hombres habían vivido largos años atrás y que él mismo sobrevivía a un viejo mundo desvanecido. A veces, una figura delicada, esbelta, cruzaba su memoria e, involuntariamente, detenía su montura y entrecerraba los ojos buscando el nombre de la visión fugaz... ya había pasado y otra la reemplazaba. La asociación de recuerdos bajo la actividad del espíritu le hacía por momentos recorrer su vida entera en un relámpago. Empezaba la evocación sonriendo y concluía en un quejido.
Narbal había buscado la existencia vegetativa y la sentía a cada instante alejarse de él. Los trabajos del campo a que se entregó con vehemencia, le fatigaron al cabo de un mes. Muerta la curiosidad[263] intelectual, los libros no le decían nada, la pluma le inspiraba repulsión, un cansancio mortal le oprimía. Vencido a medio día por el sueño, se preparaba largas noches de insomnio, de las que salía profundamente quebrantado. A la verdad, el corte definitivo estaba ya adquirido, hasta el punto que, si un milagro hubiera hecho desaparecer el pasado, el estado moral de ese hombre no se habría modificado. Más que insoportable, la vida se había hecho indiferente para Narbal: todo le era igual, nada le atraía. No hablaba, cesó de montar a caballo y los interminables días de la campaña corrían lentos sin que se moviera de su cama, en la que, tendido, fumando, dormitando, pasaba las horas muertas.
Quince días después de su llegada había recibido una larga y afectuosa carta de Lorenzo, en la que éste se quejaba con cariño de la conducta de Carlos a su respecto. Narbal contestó, sin disculparse. Una correspondencia seguida se estableció. Lorenzo, que al principio no había querido hablar de su mujer, de sus hijos, por un sentimiento de exquisita delicadeza, abordó el tema con franqueza un día. "Ven, le decía, mi hogar será el tuyo; estoy seguro de que las caricias de mis hijos te calentarán el corazón. Hay entre ellos un personaje de tres años, rubio, alegre, preguntón, con unos ojos llenos de malicia que, si recuerdo bien tu amor a las criaturas, te va a conquistar. Figúrate que te apasiones por ese muchacho; la salud moral no está lejos." Era tarde ya.
Hacía tres meses que Narbal se encontraba en la Quebrada, cuando recibió una carta de Lorenzo que produjo en él la primera impresión violenta desde largo tiempo atrás. ¿La había escrito el amigo en un momento de sincera indignación o ensayaba, bajo esa forma, estremecer las fibras aneste[264]siadas del corazón de Carlos? Tal vez ambas cosas. La carta decía así:
"Mi querido Carlos: Te escribo en un momento, de profunda agitación para todos nosotros. Los diarios adjuntos te impondrán de lo que acaba de pasar en Montevideo. Las instituciones han sido pisoteadas, los poderes constituídos derribados por un motín de cuartel, el degüello, el viejo degüello salvaje, reaparecido en las calles, y, como siempre en ese desgraciado pedazo de tierra, la barbarie ha triunfado de la civilización. Los hombres de pensamiento y de honor, viejos y jóvenes, que no han sido asesinados o metidos en un calabozo, han tomado el camino del destierro. La mayor parte han conseguido pasar a Buenos Aires y se encuentran aquí sin recursos de ningún género y, por todo bagaje, con aquella enorme altivez que les conoces y que les impide aceptar el menor auxilio. Nuestra prensa, felizmente, ha condenado unánime el atentado. Nadie lo dice, porque sería absurdo, pero está en todos los corazones el deseo de que el gobierno, por los mil medios indirectos que tiene a su alcance, intervenga de una manera favorable a la causa de la justicia. No se trata aquí de blancos ni de colorados. La cuestión es entre los herederos de las hordas semibárbaras de un López o un Carrera y los hijos de aquellos que combatieron contra Rosas al lado de nuestros padres. O el año 20 o la marcha adelante!..."
"Anoche reuní algunos amigos en casa; no había sino un oriental, Castellar, con quien, como sabes, me liga una vieja amistad. Llego anteayer, herido. Parece que ha salvado la vida milagrosamente y que el cónsul inglés le embarcó por la noche. No tiene más que un pensamiento: organizar una expedición. Es un carácter entusiasta y[265] generoso, que vive en la obediencia de un espíritu soñador y visionario. Cree y afirma con una convicción profunda que se comunica, que bastará la presencia de 200 hombres bien armados, en un punto cualquiera del litoral oriental, para determinar un levantamiento del país entero. Todos ellos, es decir, unos cincuenta jóvenes, están resueltos a tentar la aventura y Castellar hablaba en su nombre anteanoche. Ellos, que por nada aceptarían una invitación a comer, en la imposibilidad de devolverla, han jurado, si es necesario, ir de puerta en puerta, por las calles de Buenos Aires, para mendigar con el sombrero en la mano, pero la frente levantada, un fusil para sus manos inermes. No tienes idea del efecto que nos produjo la palabra inflamada de Castellar. Al principio, esa declamación, natural a los orientales en el estilo y en la oratoria, que nos parece una falta de gusto, trajo sonrisas sobre muchos labios. Pero cuando se empezó a sentir el calor real que los animaba, cuando Castellar habló de mujeres insultadas, de ancianos asesinados, del porvenir de toda una generación, roto en esa bacanal de sangre y robo; cuando dijo, sencillamente esta vez, que todos ellos preferían morir a la vida con el cuadro constante de esa depresión profunda de la patria; cuando se puso de pie, pidiéndonos armas, a nosotros, los felices, que habíamos salido para siempre del lodo, te aseguro que las sonrisas habían cesado y fué con viril emoción que todos lo estrechamos entre nuestros brazos, como si en ese instante representara su pobre tierra escarnecida."
"Por lo pronto, tenemos por base los cincuenta rémington y que hace tres años reunimos para defendernos del famoso golpe de mano anunciado y que felizmente nunca tomó forma. Cada uno de nosotros va a ponerse en campaña y no dudamos[266] reunir en una semana dos o trescientos fusiles. El embarque puede ofrecer dificultades; pero Jaramillo, que acaba de ser gobernador de La Rioja, que ha llegado hace un mes de senador al Congreso y que asistió a la reunión, nos ha tranquilizado al respecto. Es amigo particular y político de los ministros de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina y no cree difícil obtener de ellos, ayudado por otra parte por el sentimiento público, que no se fijen mucho si los subalternos hacen la vista gorda."
"Pero no es eso todo; hay gastos indispensables y no hay un peso. Se trata de equipar unos cien hombres, y lo más serio, de fletar un vapor por un precio que haga aceptar al armador todos los riesgos de una empresa semejante. Hemos iniciado una lista de subscripción y tenemos ya cerca de dos mil duros reunidos. No dudando que tú me enviarías algo, pero deseando ponerte en guardia contra tí mismo, te he apuntado por 200 duros, que te ruego des orden a tu apoderado para que me los remita."
"No puedo ser más largo, porque tengo la casa llena. Mi mujer está asustada y anoche me ha hecho jurar sobre la cabeza de mis hijos que no pienso tomar parte en la expedición. Me eché a reir, pero la verdad es que respiramos una atmósfera que predispone a todas las locuras imaginables. Por lo pronto, dos o tres de los muchachos (¡los muchachos! ¡si vieras qué mal empieza a sentarnos el nombre!) irán en la expedición, unos por curiosidad, otros por hastío. Hubo un momento en que Jaramillo, ¡un venerable padre de la patria!, casi se compromete a acompañarlos. Me costó un triunfo disuadirlo; quería a toda costa poner un reemplazante, pero Castellar ha declarado que no quieren gente mercenaria y que, por otra parte, lo que[267] va a sobrar son hombres, así que pisen el suelo oriental."
"Excuso decirte que los huéspedes forzados son los leones del día; la mecha de Eugenio está más irresistible que nunca, cubriendo la frente sombría y fatal del proscripto. Ha hecho la conquista de nuestro Vespasiano, a quien las graves ocupaciones curules no impiden, por cierto, mariposear como en los tiempos en que se levantaba una bailarina del Colón como un atleta cien kilos."
"Te escribo a la carrera y nervioso; la expectativa de la acción nos electriza. ¡Puedes figurarte con qué ansiedad vamos a esperar los sucesos!"
"Cariños de mi mujer y un beso de mis hijos."
Lorenzo.
—"P. D. ¿Qué has hecho del Winchester de repetición que tenías antes de tu partida a Europa? Si lo dejaste en Buenos Aires ordena que me lo entreguen. Jamás la sangre que derrame correrá más justamente."
V.
La tarde empezaba a caer cuando Narbal concluyó de leer los diarios que le había remitido Lorenzo. Nacido en Montevideo, conservaba por su cuna casual ese afecto orgánico que liga al hombre como a la bestia al punto en que viene a la vida—y sentía en su alma, ásperamente, la ignominia de ese gentil pedazo de suelo, tan bello, tan atrayente, tan hecho por la naturaleza para ser hogar de un pueblo libre y feliz... Pasó la mano por su frente, hizo ensillar su caballo y se echó a vagar por la llanura. El cielo, de una claridad admirable, empezaba a tachonarse de chispas brillantes y una calma profunda reinaba sobre los[268] campos que se preparaban para el sueño. Y él, con la mirada perdida en ese portento de paz, pensaba en las familias que, a la misma hora, en el duelo y el llanto, temblaban por el hijo perseguido, por el viejo padre prisionero o lloraban sin esperanza el hermano bárbaramente sacrificado. Levantó la frente, una expresión viril se pintó en su rostro, que una ráfaga interior iluminó, y a lento paso volvió a su triste rancho.
II
Lorenzo decía la verdad; los sucesos de Montevideo habían producido una intensa agitación en Buenos Aires. Una fibra del corazón común había sufrido y las otras se estremecían. La política, los partidos, los antagonismos personales, todo había desaparecido ante la brutalidad de los hechos, que hacían revivir, en la memoria de los viejos, los cuadros sangrientos del pasado e inflamaban el espíritu de los jóvenes, ardientes por probar, como los mayores, que también ellos amaban la libertad y eran capaces de sacrificarse por ella.
No se hablaba de otra cosa; los diarios se habían pasado la voz, los corrillos no salían del tema obligado y hasta la rueda de la Bolsa, en los momentos de reposo, parecía moverse como un trípode espiritista, al eco de palabras generosas y maldiciones elocuentes a las que por cierto no estaba acostumbrada. El momento era propicio y convenía batir el fierro mientras estaba caliente. Así lo comprendió Castellar.
Era el tipo completo del oriental, con todas sus aberraciones y sus virtudes. Inteligencia clara, tal vez un poco superficial, pero abarcando con el extraordinario aplomo que da la inmisión prema[269]tura en la vida pública, todas las cuestiones susceptibles de determinar una opinión; fogoso, paradojal, armado de juicios hechos, definitivos y casi ásperos en su forma intransigente, bravo, lírico a fuerza de exaltado, girondino en la palabra, digno del cenáculo en el estilo, a tres mil leguas de la evolución positivista del espíritu moderno, leyendo y citando de buena fe los libros de Pelletan, encantado del "París en América" de Laboulaye, que acababa de leer y que hoy huele a moho; entusiasta por Artigas, sobre cuya acción real estaba muy vagamente informado, pero que la tradición de su país le presentaba como la encarnación de la nacionalidad; colorado fanático, pero orgulloso de la noble defensa de Paysandú; adorando a Juan Carlos Gómez, pero atribuyendo a una ofuscación del espíritu de su héroe la concepción de la patria grande, tal era el corte intelectual del joven que probaba por primera vez las amarguras de la proscripción. Entre sus compañeros había, por cierto, hombres de autoridad considerable y de pensamiento reposado; pero ellos mismos habían comprendido que lo que se necesitaba en esos momentos no eran demostraciones lógicas de que asesinar la gente y derrocar gobiernos a lanzadas es una barbaridad, sino corazones calientes que, comunicando la indignación, supieran utilizarla. Por otra parte, viejos aguerridos de la política, diez veces desterrados, diez veces batidos en empresas de reivindicación armada, su preocupación principal era ocultar a los jóvenes, llenos de entusiasmo, su invencible y fundamental desesperanza.
Cómo y por qué la elección de jefe militar de la expedición cayó en el Coronel Galindo, sería cuestión difícil de resolver. En esos momentos de exaltación, el deseo ardiente de encontrar un cau[270]dillo favorable, hace que cada uno por una complicidad inconsciente y generosa, adorne al elegido con todas las virtudes ideales a que aspira. Galindo "era un bravo, tenía una inmensa popularidad en los departamentos de la costa del Uruguay, conocía palmo a palmo el terreno de las futuras operaciones, era un hombre seguro, sobre el que nada podrían ni las amenazas ni las promesas de los que mandaban en Montevideo, tenía íntimas relaciones con muchos de los principales jefes del ejército argentino, inspiraba confianza, etc., etc." Tal lo pintaban los diarios que, con la indiscreción propia del oficio y yendo contra los intereses de la causa por la que manifestaban tanta simpatía, daban cuenta diariamente de todos los preparativos de la expedición, poniendo en serios apuros al Ministerio de Relaciones Exteriores y sirviendo de bomberos inconscientes a la gente que en Montevideo tenía la escoba por el mango. Galindo mismo, que al principio leía con asombro todos esos datos que refiriéndose a él, ignoraba por completo, acabó por convencerse de su importancia. En realidad, su vida, si bien confusa, era insignificante. Había servido en la guerra del Paraguay como teniente, se había batido bien, luego, en la patria, en una y otra revolución, había llegado a coronel, hasta que, después de la última, salvado a uñas de buen caballo por la frontera del Brasil, cinco años atrás, vino a caer a Buenos Aires. Naturalmente, al cabo de tres meses, abrió su correspondiente escritorio de comisiones, gestión de asuntos ante los dos gobiernos, despacho de aduana, órdenes de Bolsa, remates, etc., pero cuyo resultado positivo fué embrutecer por completo al joven dependiente que pasaba las horas muertas cebando mate y oyendo, dentro de una intolera[271]ble atmósfera de tabaco negro, eternas discusiones políticas en la que tomaban parte cuotidiana, a más del coronel y su socio, un rematador de Buenos Aires fundido, todos los vagos de ambas orillas del Plata que el azar empujaba hacia la calle San Martín, ubicación del famoso escritorio de Galindo y Cía.
A los tres meses, Galindo, agobiado por el peso del alquiler, se vió obligado a sacar las tablillas. Un cobro imposible al gobierno nacional se arrastraba como antes de que la sociedad lo tomara en mano y el jefe de una casa inglesa que, por una recomendación de Montevideo, había ido al escritorio de Galindo a darle una comisión, regresó de la puerta asustado por el tumulto. El bravo coronel fué a aumentar el número de despojos que flotan en las aguas turbias de la Bolsa, pescando aquí y allí, una pequeña comisión, dada por un especulador en ansia de despistar al adversario, practicando la multa con circunspección y asiduidad, atando, en fin, los hilos de fin de mes con tanto esfuerzo como necesitaba Fígaro para vivir. La palabra francesa vivoter explica muy bien ese vaivén instable de la fortuna, esa angustia perenne al principio, pero que pronto degenera (las pacientes dicen se regenera) en una indiferencia mezclada con la confianza indolente en una estrella, de poco brillo, pero que no se extingue nunca. Así vivoteó cinco años el coronel Galindo y en esa situación le encontraron los sucesos de Montevideo. Castellar, que le conocía de larga data, pero que sufría a su respecto la aberración del momento, vió en él al hombre de las circunstancias y le propuso ponerse al frente de la expedición. Galindo, pronto a todas esas aventuras por naturaleza, educación e instintos, aceptó en el acto, poniendo, por la forma, algunas condiciones refe[272]rentes a la disciplina, a la absoluta independencia en la dirección de las operaciones militares, que acabaron por cimentar la confianza que se había resuelto depositar en él. Originario de Fray Bentos, aprovechó el azar para sostener sus extensas relaciones en la costa. Pidió doscientos hombres bien armados, un vapor a sus órdenes y completa latitud de acción.
A pedido de Castellar, Lorenzo facilitó el salón de su casa, el mismo en que había tenido lugar la reunión de que hablara a Narbal, para celebrar todas las que fueran necesarias. Lo hacía con placer, porque en realidad estaba profundamente indignado. Además, ese movimiento, esa actividad ajena a sus monótonas ocupaciones diarias, le había galvanizado, haciéndolo volver a los viejos tiempos en que andaba siempre por los extremos, pensando en soluciones violentas a todas las cuestiones de la vida. Su casa había tomado el aspecto de un cuartel electoral, para desesperación de su mujer, que veía fusiles en todos los rincones, a los chiquitos jugando con sables o arrastrando cartucheras, al par que la descomponía el olor frío de tabaco, pegado a las cortinas y a los muebles. No comprendía bien ese patriotismo por asuntos de tierra extraña, pero con una confianza absoluta en la nobleza de los sentimientos de su marido, se resignaba poniendo al mal trance la mejor cara posible. Jaramillo, que comía todos los domingos allí y quien tenía la viva simpatía que el abierto riojano inspiraba generalmente, le repetía que los orientales le deberían una buena parte de su libertad y la exhortaba a bordar con sus propias manos la bandera del cuerpo expedicionario. Herminia, desarmada, sonreía.
III
La reunión que se celebraba esa noche tenía una importancia capital, porque, a más de recapitular los elementos de que se disponía, Castellar pensaba proponer la realización inmediata de la empresa. Cada uno debía dar cuenta de la comisión que le fuera encomendada y el coronel Galindo, por primera vez, sometería su plan de campaña.
La reunión tenía lugar en el comedor, más vasto y sobre todo, por la disposición de la casa, más aislado que el salón. Estaban reunidas unas veinte personas, entre las que se encontraban cinco o seis personajes de Montevideo, otros tantos jóvenes, algunos militares y sólo tres argentinos, esto es, Lorenzo, Jaramillo y un amigo del primero, que debía dar cuenta de su trabajo en el sentido de obtener un vapor. Todos estaban más o menos exaltados, pero la expresión era diferente. Lorenzo hablaba poco pero se movía mucho, Jaramillo se movía y hablaba con abundancia, los jóvenes orientales dominaban mal su impaciencia, los viejos procuraban poner cara de palo y Galindo, como los oficiales que le acompañaban, se sentían incómodos.
Castellar habló primero.
—El caballero, dijo, que nos da la hospitalidad y cuyo nombre recordaremos siempre los orientales como el de uno de los más generosos y desinteresados entre los amigos de nuestro país, va a exponer a ustedes el estado de las cosas. Debo declarar, porque así me lo ha repetido con frecuencia, que en todos aquellos de sus compatriotas a quienes ha acudido, ha encontrado una acogida simpática, que se ha traducido en hechos. Eso nos prueba una vez más, añadió,—no sin echar[274] una rápida mirada a un hombre de hermosos cabellos plateados y fisonomía abierta y expresiva, que lo miraba con sus ojos claros y dulces,—eso nos prueba una vez más, que el destino ha hecho a nuestros dos países para marchar y desenvolverse en armonía, cada uno según su índole y las exigencias de su historia, pero unidos por los mil vínculos en que el pasado nos liga y el porvenir estrechará. Como se verá dentro de un momento, podemos pensar ya en la realización inmediata de nuestra empresa. Cada día que pasa es una vergüenza más para nuestra patria y un peligro, porque el tiempo sanciona lentamente los hechos consumados. Los elementos necesarios están reunidos, tenemos confianza en el éxito y estamos dispuestos a dar la vida con júbilo. Por mi parte, si en la empresa la pierdo, estoy recompensado por la confianza que no sólo mis amigos, sino también los hombres venerables que me escuchan, han depositado en mí. Sólo me resta presentar a ustedes a nuestro futuro jefe, el coronel Galindo, un patriota probado, cuyo valor y experiencia son una garantía de éxito.
—A mi vez, agradezco a Castellar sus palabras de gratitud, dijo Lorenzo. No las merecemos, porque es difícil obrar bajo la idea de que los orientales nos son extranjeros. Por lo pronto, declaro que siento los dolores de su patria de ustedes como los de la mía propia. Es un deber recíproco de ayudarnos en las horas amargas, en nombre de la solidaridad de la civilización. Tendámonos la mano, pues, guardemos en el fondo del alma el sentimiento que nuestros actos nos inspiren y obremos.
Luego tomó algunos papeles y continuó:
—He aquí lo que hemos podido reunir hasta este momento: 160 rémington, cuarenta carabinas,[275] éstas como los primeros con su correaje correspondiente, ochenta sables y otras tantas lanzas. Se han adquirido 20.000 cartuchos. Todo está depositado en un corralón de mi propiedad. La suscrición, contando con lo gastado en las municiones, ha producido, por nuestra parte 7.500 pesos fuertes.
Agregue usted 5.000 más que he recibido de una suscrición privada, hecha en Montevideo, dijo uno de los venerables, como les había llamado Castellar.
Hubo un murmullo de satisfacción, Lorenzo iba a continuar, cuando alguien golpeó la puerta del comedor. Lorenzo abrió y un criado le entregó una tarjeta. Apenas echó los ojos sobre ella, sintió una emoción violenta, se puso pálido y dió un paso hacia la puerta. Dos o tres personas corrieron hacia él inquietas. Lorenzo se detuvo y, haciendo un esfuerzo, se serenó rápidamente.
—Pido a Vds. disculpa, señores. Pero un amigo, el mejor de mis amigos, el hombre que más estimo y quiero sobre la tierra y a quien no veía hace cinco años, que para él han sido muy amargos, acaba de llegar y me envía esta tarjeta de al lado de la cuna de uno de mis hijos: "Llego en este momento y sé que tienes una reunión referente al noble propósito sobre el que me escribes. Te ruego pidas en mi nombre a esos caballeros me concedan el honor de combatir en sus filas por la dignidad del país en cuyo suelo nací". ¿Quieren Vds. permitirme, señores, presentar a Carlos Narbal?
Todos asintieron calurosamente y antes que Lorenzo hablara, Jaramillo, que estaba fuera de sí, se precipitó hacia la puerta. El riojano había conservado un culto por Carlos; el alejamiento silencioso de éste, sus propias preocupaciones políti[276]cas, le habían impedido mantener correspondencia con Narbal, como lo hubiera deseado. Pero jamás le olvidó y quedó en su recuerdo como la personificación del hombre elegante, generoso, aristocrático de gustos, robusto de ascendiente moral, que era su tipo ideal, realzado aún por la circunstancia de haber sido su introductor en el mundo porteño. Cuando guiado por el sirviente, se halló de pronto frente a Carlos que hablaba con Herminia teniendo en sus rodillas un delicioso muchacho de tres años que acababa de despertarse y que le había tendido los brazos como a un viejo amigo, Jaramillo tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar la emoción que el cambio de Carlos le producía. Se echó en sus brazos con un ímpetu de cariño tan sincero, que Narbal lo estrechó con verdadera afección. Un instante después entró Lorenzo. Largo tiempo, en silencio, sus corazones latieron unidos; cuando Lorenzo apartó a Carlos para mirarle, teniéndole de las manos, sus ojos estaban húmedos. Herminia lloraba sencillamente y el niño, con los ojos muy abiertos, miraba la escena con asombro. Un nuevo afecto que echa su noble raíz en el corazón o un viejo cariño que se despierta con energía, aumentan la intensidad de todas nuestras afecciones, como, en el suelo tropical, la soberbia robustez de un árbol, aumenta la lozanía de las plantas que lo rodean, protegiéndolas con su sombra y dando a la tierra un impulso de vida. Lorenzo oprimió las manos de Herminia, besó a su hijo, dió un vigoroso shakehands a Vespasiano, que lloraba como un becerro y tomando a Carlos del brazo, le dijo:
—Vamos; nos esperan.
Narbal comprendió y siguió a su amigo en silencio.
Un momento antes de abrir la puerta del come[277]dor, Lorenzo, casi inconscientemente se detuvo.
—¿Es cosa resuelta? dijo.
Carlos sonrió tristemente. Lorenzo sintió la puerilidad de su pregunta y abrió la puerta con resolución.
Narbal fué acogido con respetuosa simpatía. Los viejos habían conocido a su padre y para los jóvenes tenía ese atractivo curioso que los contrastes serios de la vida dan a los hombres. Respondió a las manifestaciones cariñosas de que era objeto y fué a colocarse silenciosamente en una silla al lado de Jaramillo, que hacía esfuerzos enormes, pero fructuosos, para no hablar de cosas que tenían una conexión sumamente remota con los sucesos orientales.
Lorenzo continuó:
—Reuniendo, pues, las sumas obtenidas hasta hoy, se puede disponer, a más de lo gastado, de diez mil patacones. He declarado ya a mi amigo Castellar que mi intervención no tenía más alcance que la reunión de fondos y elementos y que esperaba que el sentimiento que me dictaba esa línea de conducta fuera bien comprendido. Es necesario no dar a los adversarios la enorme ventaja de acusar a Vds. de apelar al extranjero. Sé que sería un absurdo; pero nada hay más terrible que el absurdo cuando toma una forma definitiva y neta. Sólo me resta, rogar a nuestro amigo Martínez quiera dar cuenta de la comisión que tuvo a bien aceptar.
—El vapor Urano, dijo el interpelado, está a nuestra disposición, mediante cinco mil duros y los gastos de seguro. Es un buen buque, no muy grande, pero que puede fácilmente transportar trescientos hombres. Lo manda un italiano, el capitán Lamberti, que me parece un hombre digno de confianza. Como el seguro ofrece muy serias[278] dificultades, tal vez insuperables, he propuesto, salva ratificación de parte de Vds., que los propietarios mismos se encarguen de asegurarlo. Esto importará un gasto considerable.
—¿Han aceptado?
—Sí, pero piden diez mil duros.
—No será difícil encontrarlos, dijo Lorenzo.
—Bien. Ahora, ocupémonos un poco del plan general, dijo Castellar. ¿Qué piensa el coronel Galindo?
El bravo coronel era un hombre de fisonomía simpática y esencialmente criolla. A primera vista, se notaba la ausencia del golpe de cepillo social, pero en cambio se veía el valor. Algo bajo y grueso, el pelo bastante largo, bigote y pera entrecana, brazos cortos y pies anchos. Se levantó, pero, al hablar, juzgó sin duda que así era más difícil y se volvió a sentar.
—Conozco dos o tres puntos en que el desembarque será fácil, dijo. Escribiendo unos días antes a los amigos de la costa, estoy seguro que nos esperan quinientos hombres con caballada suficiente. Luego se lanza el manifiesto, entramos en campaña y...
—¿Qué manifiesto? dijo uno de los ancianos.
—¡Pues!... ¡el manifiesto... el manifiesto que se lanza siempre! dijo Galindo mirando con asombro al que le interrumpía.
—Es necesario ponernos de acuerdo sobre ese documento, dijo el viejo formulista.
—Cuatro líneas bastarán, señor, contestó Castellar. Una vez presentados los hechos en toda su brutalidad, no creo necesario agregar una palabra más.
—Sí, pero creo conveniente, creo indispensable determinar de una manera fija el objetivo de la[279] expedición y anunciar el uso que se piensa hacer del triunfo.
—Es precisamente lo que pienso que debe evitarse, dijo Castellar con cierta impaciencia. Mi pensamiento es éste: el manifiesto no debe ser ni blanco ni colorado....
—Sin embargo, replicó el tenaz anciano, el atentado inicuo ha sido hecho en nombre del partido colorado....
Castellar iba a replicar, tal vez sin suficiente calma, cuando Narbal le previno.
—Puesto que se juzga necesario un manifiesto ¿no creen Vds., señores, que el llamado a dirigirlo al pueblo oriental, sea el Presidente constitucional de la República, que acaba de ser depuesto de una manera violenta? Nadie puede tener mayor autoridad que él. Una palabra suya pondrá las cosas en su lugar: ellos los revolucionarios, nosotros los defensores del orden legal.
El silencio que siguió no era sólo consideración por Narbal. Dos o tres personas sonrieron irónicamente y la fisonomía de Castellar se obscureció.
—A mí me parece que el señor tiene razón, dijo Galindo con franqueza.
—Conviene que Vd. sepa lo que sucede, señor Narbal, dijo Castellar con tristeza, puesto que tan noblemente nos trae su concurso. El doctor Erauzquin, Presidente de la República Oriental, es un hombre esencialmente inerte, sin ambiciones, sin resolución para ser enérgico, teniendo todos los elementos para conseguirlo y que llevamos al poder haciendo violencia a su voluntad. En su derrocamiento sólo vió su liberación y el medio de volver a la vida privada. Se encuentra actualmente en el Brasil, donde su fortuna le permitirá vivir tranquilamente, si es que no pasa a Europa en[280] breve. Se le ha escrito, se le ha instado, se han tocado todas las cuerdas que suponíamos vibraran aún en él para decidirle a venir a ponerse a nuestro frente. Nos ha contestado ofreciéndonos dinero para ayudar a los compatriotas proscriptos que se encuentran sin recursos, pero añadiendo que por ningún motivo tomaría parte en ningún movimiento político. Es inútil contar con él. Me es doloroso hablar así, no sólo porque comprendo la falta que nos hará su adhesión moral, sino porque soy amigo particular del Dr. Erauzquin.
Había algo de súplica en las últimas palabras de Castellar; todos lo comprendieron.
Un hombre viejo, el último de su grupo, no había abierto aún sus labios. Cuando el coronel Galindo habló, algo como una expresión de ira o de desprecio pasó por su cara. Al concluir Castellar, no pudo contenerse.
—Quieran los jóvenes aquí presentes, dijo, prestar un poco de atención a un hombre cargado de años y de experiencia. He estado encerrado ocho años en Montevideo, durante el sitio que es y será nuestra página de gloria nacional. Desde 1852 hasta la fecha, he tomado parte activa en la política del Río de la Plata, con los vencedores pocas veces, muchas con los vencidos. No es esta la primera vez que me encuentro en una reunión semejante. Como ustedes he sido joven, me he indignado, me he batido, he quedado tendido en los campos de batalla, he evitado el golpe de los asesinos, conozco bien nuestra triste vida nacional. Hoy, ante el derrumbe de todas mis ilusiones, ante la realidad repugnante que destruye en un minuto tantos años de esfuerzo, siento que hablar es un deber, aunque vaya a chocar contra el noble sentimiento que anima a ustedes. Pero ustedes son nuestros hijos, ustedes son la esperanza única del país y no[281] puedo conformarme en silencio al sacrificio estéril que van a imponerse. No, coronel Galindo, no encontrará usted quinientos hombres al desembarcar; encontrará usted mil, dos mil, semibárbaros, guiados por caudillos locales que sostendrán frenéticamente el nuevo régimen de Montevideo, porque importa la derogación de toda ley y sujeción. Aunque no lo quiera, tendrá usted que hacer pie firme y presentar combate, porque sus soldados se lo exigirán. Y este puñado de jóvenes, lo más noble, lo más digno del país, el grano del porvenir, caerán uno a uno, luchando contra gauchos salvajes, cuya existencia sólo tiene importancia vegetativa. Robustecidos por un triunfo fácil e inevitable, los hombres de Montevideo se afirmarán en el poder y toda esperanza de volver a la libertad y al decoro se alejará por muchos años!...
Castellar había oído mordiéndose los labios.
—¡No puedo suponer que usted nos aconseje la aceptación de los hechos consumados!—dijo.
—Lo que propongo a ustedes es el único temperamento que la historia de todos los pueblos que han cruzado épocas análogas señala como eficaz: la expectativa, la perseverancia. Los lobos acaban siempre por devorarse entre ellos, nuestros dictadores crían siempre serpientes en su seno y en ese mundo moral la traición es elemento normal. Esperemos: dentro de seis meses, esos hombres se separarán en dos bandos. ¡Entonces llevaremos nuestra fuerza intelectual, nuestra autoridad, qué digo! toda la autoridad de la sociedad culta, a aquel de ambos que ofrezca probabilidades de reacción contra la barbarie. Y así, lentamente, favoreciendo a unos contra otros, inoculando con paciencia nuestras ideas, hemos de ver, verán ustedes, seguramente, el orden definitivo imperando, porque se basará sobre el cimiento de granito de una evolución pacífica y no[282] sobre la sangre, que en nuestra tierra marea y enloquece...
—¡No!—exclamó con voz vibrante el hombre de ojos claros y largos cabellos plateados a quien Castellar había mirado con intención al hablar de la independencia oriental. ¡No! también soy viejo, también mi vida ha transcurrido en la lucha, también he conocido la proscripción, puesto que vivo en ella hace 20 años. Respeto el móvil de mi digno amigo; pero no puedo consentir en silencio en que nuestras canas nos den derecho para venir a ahogar esa explosión de viril indignación que inflama hoy el alma de los jóvenes orientales. ¿Por qué ese error de la sangre? Es el rocío sagrado sin cuyo riego jamás un pueblo llegó a nada grande. Luchamos contra bárbaros, luchamos contra fieras y la palabra es inútil. Un pueblo que acepta silenciosamente la opresión y que busca la redención en combinaciones bizantinas, es un pueblo que abdica. Ustedes, jóvenes, son hoy el pueblo oriental, llevan en su corazón el depósito de su dignidad y en sus brazos el estandarte de su gloria. El movimiento que les impulsa a la lucha es la obediencia a la voz de la patria que llama e implora. ¿Seréis vencidos? Y bien, queda el ejemplo. No se pierden jamás los rastros de la sangre derramada por una causa santa y como el polvo de los Gracos engendró a Mario, así la sangre vertida en las hecatombes del año 40 clamó al cielo y Caseros fué...
De pie, con su elegante figura, con los ojos chispeantes, todos le contemplaban bajo una atracción misteriosa. Habló largo rato con palabra de fuego, colorida, poco lógica, pero irresistible. El argumento flameaba como una bandera de guerra y él mismo creía sentir el olor del combate.
¿Cómo rebatir esas cosas? ¿Cómo hacer oir la razón cuando el corazón late a reventar? Las manos[283] se estrecharon en un movimiento impetuoso que hizo acallar todas las dudas, y la resolución suprema se adoptó. El porvenir podía ser obscuro, los negros vaticinios del anciano realizarse, el esfuerzo ser inútil, pero, en el fondo, jamás un grupo de hombres tuvo la conciencia más pura en el momento de aceptar el sacrificio. Allá, a lo lejos, en el seno de las sociedades secularmente organizadas, hay una eterna sonrisa para nuestras asonadas americanas, y, sin embargo, ¡cuánta virilidad, cuánta altura de pensamiento importan muchas veces! Esa fatalidad histórica es nuestra cruz; llevémosla sin desesperar, porque, en el fondo del caos aparente, se mueven ya los elementos de la organización definitiva.
1884.
D'après Zurbarán.
....El corazón de Rejalte yace en silencio, había dicho alguien del fraile. Tal era la impresión que recibía el que por primera vez veía a ese hombre, cuyo aspecto helado, seco, en vez de la consunción por el fuego de una pasión íntima, revelaba la mediocridad de una naturaleza moral sin resortes para la exaltación. Hijo de un obscuro maestro de escuela de la colonia, cuya vida entera había trascurrido en Córdoba, Rejalte había heredado de su padre una inteligencia limitada, un carácter porfiado hasta el absurdo y una moralidad circunscripta y severa. Educado en el seminario, corrió allí su juventud fría, sin sentir una sola vez el impulso de curiosidad por conocer lo que pasaba en el mundo fuera de las cuatro paredes que formaban su horizonte. Cuando llegó la adolescencia, la savia primaveral que trepa al tronco de las palmeras más opulentas como al de los arbustos más raquíticos, llenó un instante el corazón y la cabeza del flaco seminarista. En la estrechez de su devoción, Rejalte sintió con horror esa agitación desconocida y con la tenacidad de un sectario, la combatió por la abstinencia y la oración, por el cilicio, las largas horas pasadas en el claustro desnudo y la concentración del pensamien[286]to en el Sér divino que su inteligencia le permitía concebir, no un Dios de amor y de paz, manso y perdonador, sino el Jehovah bíblico, oculto y temible, reinando en el paroxismo de la ira, la mano pronta a la venganza y rápida.
Rejalte había perdido a su padre muy niño aún; cuando al cumplir los veinte años salió del seminario para recibir las órdenes y ejercer el sacerdocio, su alma no había sentido un solo cariño humano, una sola afección capaz de suavizar la rigidez impresa en su espíritu por la tristeza de la atmósfera en que había vivido. Era un hombre vulgar, sin pasiones, sin luchas íntimas, sin exigencias intelectuales. Jamás tuvo una duda, jamás se permitió una lectura que pudiera arrojar un germen de turbación en él, no por temor, sino por falta de curiosidad y por la disciplina estricta que le apartó toda su vida de los libros marcados en el Index. Como un soldado, veía el camino recto ante él. No aspiraba a ascender, no tenía ambiciones ni necesidades. Los grandes problemas de la filosofía religiosa, esa agitación moral que el estudio sincero y venerado de la teología despierta en el alma de la mayor parte de los sacerdotes de buena fe, no existían a sus ojos. Durante el curso de sus estudios especiales, continuados en todo tiempo, no levantó una sola vez la cabeza del libro sagrado, para perder la mirada en el espacio y caer en el sueño penoso de la especulación. Sabía su oficio como un buen oficial sabe la táctica. Para él, los nombres de Lamennais, de Montalembert, de Falloux, del mismo Ozanam, tenían idéntica significación que los de Lutero, Calvino o Zwingle. No conocía uno solo de los libros de controversia escritos en nuestro siglo; jamás leyó una página de Renan, no por temor, lo repito, sino por la ausencia absoluta, por la atrofia nativa de toda curiosidad intelec[287]tual. Su religión era un conjunto de reglas claras, concretas, definidas, cuya enumeración encontraba en la historia canónica y cuya observancia no permitía la menor desviación. Jamás se encontró frente a un conflicto, porque el mundo de carne y pasiones, para cuyo gobierno moral se ha hecho la religión, no existía en su concepto. La fe no se revestía a sus ojos de los caracteres celestes con que la cubrió la predicación inmaculada de Jesús; era simplemente un deber, idéntico al del obrero honrado que en las horas de trabajo no escasea el esfuerzo ni la perseverancia. La palabra fanatismo, que pesó constantemente sobre él, no le era aplicable. El fanatismo importa calor y pasión, es capaz de crear, renovar, agitar ideas y suscitar emociones. La religión de Rejalte era fría, definida y sin ideal. Nunca sintió tampoco rozar su alma, ni aun en los largos años pasados en la tumba claustral de un convento boliviano, por las alas de aquel misticismo callado que nace en las soledades y que, bajo la meditación, consuela. No fué un acceso de amor divino, no fué una necesidad moral la que le llevó al triste convento; para él el mundo entero era un convento. Ni en la sociedad ni en el claustro necesitó jamás esfuerzo. No había metodizado su vida, ni disciplinado su espíritu. Como la hoja que, al brotar en el árbol en un botón imperceptible, tiene ya marcada su forma y su color, la vida espiritual de Rejalte, por un capricho de la naturaleza, se había sustraído a la ley de variación que la influencia del mundo determina.
Pasó cinco años en el convento, simple fraile, sin pretender a los pequeños honores que en aquella existencia de desesperante monotonía y sordas rivalidades, se persiguen con igual tenacidad que las grandezas de la tierra. El no pensó en ellas[288] y nadie pensó en él. Cuando pasaba por el claustro con su fisonomía yerta, sin un vestigio de pasiones, pero también sin el reflejo soberano que da la serenidad conquistada sobre el tumulto moral vencido, los tristes frailes, jóvenes aún, que morían lentamente, minados por el invencible recuerdo de su vida destrozada, le miraban con cólera y envidia. Rejalte no los veía, no los comprendía. Nunca el aspecto de un hombre heló más la expansión en el labio ajeno. El cumplimiento de los deberes mecánicos del culto, llenaba gran parte de su tiempo; durante el resto, leía siempre los mismos libros sin que jamás una idea nueva se levantara. Para su alma nada era sugestivo. Comprendía la letra y la letra le bastaba. La vivificación por el espíritu no tenía sentido para él. En el orden de las criaturas animadas, tal cual la naturaleza lo ha creado, Rejalte era un monstruo. Esa frialdad, sin dolor y sin pesar, habría sido terrible como base de una inteligencia de vuelo elevado. La mediocridad absoluta de ésta fué, en este caso, la defensa del calor vital que se anida en la aglomeración humana.
Uno de sus viejos profesores, espíritu débil, sin voluntad, vegetativo, fué hecho obispo y le llamó a su lado. En 1870 acompañó al prelado a Roma. La influencia que la atmósfera de la ciudad eterna ejerció sobre Rejalte, puede compararse a la que tendría un veneno o un bálsamo vivificante sobre un cuerpo inanimado. En San Pedro, sus ojos no vieron más que el altar durante el oficio y el libro. Asistió a una sesión pública del concilio y no volvió. Esperó el resultado sin premura, sin impaciencia, sin agitación. Una vez conocido, lo anotó. En adelante, el Papa era infalible, como Cristo está presente en la hostia; era un dogma, sin época, sin ubicación en el tiempo y el espacio, sin conexión[289] con el estado de la iglesia; era un dogma. Vino el Syllabus: sus autores mismos pretendieron explicarlo, atenuar la letra por el espíritu. Para Rejalte el comentario no existía, su inteligencia no lo necesitaba ni lo comprendía. Lo anotó como había anotado la infalibilidad, como anotó el dogma de la Inmaculada Concepción.
Su vida material en Roma, en cuanto era posible, fué la misma que en los Claustros del convento boliviano. El espíritu luminoso de Esquiú, turbado por la absorción en una sola idea, lanzó un grito de alarma al encontrarse por primera vez frente al progreso humano, profético en su adivinación, señalando en él el germen de muerte del catolicismo. Rejalte no vió nada de eso; cruzó los mares y media Italia sin adquirir una noción, sin el inquieto germinar de una nueva idea. Vió y habló un día al Papa; habituado al respeto mecánico de la idea encarnada en el Pontífice, la forma visible no le impresionó. Se arrodilló ante él como al alba, allá en el convento lejano, sobre la dura losa, para la oración de la mañana. Y nada más.
Volvió a la tierra, quedó al lado del obispo durante un año, y al vacar la vicaría de Tucumán fué nombrado para desempeñarla. No la había solicitado, no la rehusó. Se instaló en su nuevo puesto, pobre y humildemente. Jamás había tenido en su poder más dinero que el estrictamente necesario para la vida material. A los seis meses vió que el curato de Tucumán era rico. La idea de reunir una pequeña fortuna no pasó un instante por su espíritu. La caridad era un precepto y lo cumplió, sin sacrificio y sin placer. No tenía el secreto de aumentar, de centuplicar el valor de un don con la palabra generosa que lo realza y lleva el consuelo al alma, al par que el pan al cuerpo, como tampoco la facultad de gozar de esa pro[290]funda y serenadora fruición que es el premio divino del ejercicio de la caridad. Sabía que su guardarropa, su cocina, su casa, consumían tanto al año; tanto las exigencias del culto. Una vez reservada la cantidad necesaria, daba el resto de una manera mecánica. Todos los sábados la vieja ama de llaves formaba en fila, en el patio de la vicaría, los pobres habituales y hacía el reparto. Rejalte no aparecía jamás.
En aquella pequeña sociedad tucumana, llena de movimiento, vida e imaginación, Rejalte cayó como un soplo helado. Las mujeres se sobrecogieron y los hombres fruncieron el entrecejo. Durante un mes la sociedad y el vicario se miraron como dos adversarios que se estudian. Pero Rejalte no estudiaba la sociedad; en la parroquia más mundanal de París o en Burgos, en el siglo XVII, se habría conducido lo mismo. Tenía una inflexibilidad orgánica que era su modo genial de ser, arriba de toda contingencia. La reserva que se le manifestó, si es que de ella se apercibió, no le hizo la menor impresión. Al fin se habituaron a él. Las autoridades civiles desarmaron las primeras. Rejalte no tomaba la menor ingerencia en la política militante, que le era absolutamente indiferente, en tanto que no tocara en nada a los derechos de la iglesia, el menor de los cuales formaba para él la base y la esencia de la religión. En ese terreno habría sido de una intransigencia de hierro. Así, las autoridades laicas huyendo y temiendo todo conflicto de carácter religioso, se tranquilizaron al constatar que Rejalte, el primero, no lo crearía. La sociedad al mes no pensó más en el vicario, cuya vida silenciosa se sustraía al comentario. El hecho de su caridad, por otra parte, le hizo ganar en consideración, y ayudado por la insignificancia de su personalidad, sintió pronto el tiempo correr sobre[291] él, sin que un día se distinguiera sobre otro. Las tímidas criaturas, habituadas a abrir su alma al viejo vicario muerto ya, que las había visto nacer y que las acogía suavemente y con cariño, sentían, sí, al aproximarse al confesionario en cuyo fondo se dibujaba la rígida figura de Rejalte, cierto temor instintivo, justificado por la severidad del confesor que les quitaba todo el consuelo que las almas religiosas encuentran en esa práctica católica. Las viejas beatas, por el contrario, nadaban en la gloria; Rejalte era para ellas el ideal y pronto su nombre sonó en labios secos y descoloridos con la unción con que pronunciaban los de los bienaventurados. El vicario tenía la misma palabra, el mismo acento e idéntica expresión para la virgen de diez y seis años que venía temblorosa a mostrarle sus tenues nubes morales, sus tímidas y secretas aspiraciones, efluvios con que el aliento de la primavera llenaba sus pechos,—que para la devota solterona que a los cuarenta años tenía el alma seca y arrollada como un pergamino...
1884.
Los azares de la vida diplomática me han llevado desde las capitales más recónditas de la América Meridional hasta las cortes más brillantes de Europa. En los apuntes de viaje que he publicado, algo he contado de mi vida en las primeras; pero razones de un orden especial, relacionadas no sólo con mi posición oficial en esa época, sino también con hombres, que por entonces ocupaban otras quizás más elevadas, en sus respectivos países, me han impedido contar, como me gusta hacerlo, con la pluma suelta y el espíritu benevolente, pero libre, algunas escenas características, en las que era actor obligado y observador forzoso. Ocúrreseme hoy, tras largos años pasados, recordar cómo he sido recibido, en mi carácter diplomático, por los diferentes gobiernos ante los cuales fuí acreditado.
Habría deseado contar, pues, por su orden, cómo fuí recibido en Venezuela, siendo presidente el general Guzmán Blanco; en Colombia, siendo presidente el doctor Rafael Núñez; en Alemania, reinando el emperador Guillermo I; en Austria-Hungría, por el emperador Francisco José; en Sajonia, por el rey Alberto; en España, por la reina regente María Cristina; en Suecia, por el rey Oscar; en Francia, por el presidente Faure, y en[296] Bélgica, por el rey Leopoldo II[16]. Como se ve, había para todos los gustos, desde la sencillez republicana hasta la pompa monárquica. Algo tal vez hubiera sido más interesante que ese tema: la pintura de los diversos cuerpos diplomáticos de que me ha tocado en suerte formar parte. Pero, además de que en el curso de aquellas páginas se habrían ido acumulando rasgos y anécdotas suficientes para caracterizar a esas amables y monótonas colectividades, quizá me hubiera repetido, porque nada he visto más parecido en el mundo que un cuerpo diplomático a otro cuerpo diplomático. La larga lucha por el ascenso, la constante sujeción, el temor de desagradar, no menos constante, el campo restringido de los estudios, el hábito de cambiar de residencia, indiferentemente, el egoísmo determinado por la falta de afección y simpatía por todo lo que se mueve y vive alrededor, el uniforme mismo, las distinciones honoríficas, casi nunca merecidas, anheladas siempre; las rivalidades de oficio, desenvolviéndose sordamente; el amor a la patria que se agria por el alejamiento; todo esto reunido, concluye por dar al espíritu del diplomático un corte sui generis, análogo a la deformación física que ciertos oficios mecánicos acaban por imprimir al cuerpo del obrero.
Recuerdo que durante una de mis licencias fuí a visitar, así que llegué a la patria, a mi jefe, el Ministro de Relaciones Exteriores, que era entonces el Dr. Eduardo Costa. Estaba en su gabinete con uno de mis colegas en el extranjero, también en congé, hombre penetrado de sus altas funciones, acompasado, creyente en su misión, fijos los ojos de su espíritu en un Talleyrand invisible, a[297] cuyo criterio parecía someter todos sus actos y, por lo demás, tan acabado imbécil, que se me figuraba, despojado de su carácter diplomático, como una mujer flaca y sin formas, una vez caídas las artísticas ropas que disimulan sus áridos contornos. Cuando mi colega se despidió, sin que yo hubiera desplegado los labios, no pude menos que echarme a reir. El Dr. Costa, que me había tratado poco, me miró sorprendido y me dijo en voz baja: "Veo que usted no cree en el cuerpo diplomático; hágame Vd. el favor de cerrar la puerta y vamos a charlar".
Es la verdad, no creo en el cuerpo diplomático. La vida que la diplomacia impone, determina con tal rapidez un pliegue tan tenaz, que cuesta un verdadero esfuerzo deshacerlo y volver a la vida normal, a la vida humana, con penas, alegrías, expansiones, esperanzas, luchas, triunfos y caídas. Bien feliz aquel que consigue desprenderse de ella antes que sus facultades se hayan cristalizado en la estrecha órbita de una función idéntica y constante. Hasta los cuarenta y cinco años o cincuenta, con un régimen tonificante y vigoroso, empleando remedios heroicos, en el último caso, se puede volver a hacer un diplomático, un hombre; pasados los cincuenta, un diplomático, que no ha sido otra cosa, salvo muy contadas excepciones, no sirve ya para nada, inclusive, a veces, sus mismas funciones... ¡Pobres colegas, algunos tan bien dotados ab initio, a lo que se traslucía por los hermosos restos que solían vislumbrarse allá en las penumbras de su fisonomía moral! Pero a la verdad, sus discusiones, sus cuestiones, sus disputas de rango, me hicieron siempre el efecto de aquella grave disidencia sobre la manera de romper el huevo, por el lado grueso o por el puntiagudo, que dividía[298] a los liliputienses... Me ha salido la palabra; severa, pero no tengo ánimo para borrarla.
Hice la corta travesía del Avila, montaña que separa Caracas de la Guayra, en la costa, en tres o cuatro horas y en carruaje. Llegué a Caracas con mi secretario y, naturalmente, nos dirigimos al único hotel que existía con reputación de decente. El hotel estaba lleno y a duras penas encontraron alojamiento en él mi secretario y dos jóvenes franceses con quienes habíamos hecho la travesía desde Europa. No teniendo pieza que darme, digna de mi jerarquía, como decía el hotelero, me acordó magnánimamente el anexo del hotel, que parece se reservaba para las grandes circunstancias. Era este famoso anexo una pieza baja, contigua al hotel, con una sola puerta, enorme y maciza, que daba directamente del cuarto a la calle. No habiendo otra entrada, ni nicho ni cuartujo alguno donde alojar un sirviente, el ocupante debía servirse a sí mismo de portero: abrir, cerrar, responder a los llamados y, para alcanzar los auxilios de un camarero, salir a la calle e ir en persona a buscarle al hotel.
Fatigado por el viaje, después de dar una vuelta en compañía de nuestro cónsul general en Caracas, me recogí, cerré mi puerta, me metí en cama y traté inútilmente de dormir. La excitación nerviosa de la llegada y las preocupaciones de mi misión me tuvieron desvelado hasta que, cerca ya el alba, el cansancio me rindió. Estaba en lo mejor de mi sueño, cuando desperté sobresaltado por unos rudos golpes dados en la puerta, desde la calle. Miré el reloj: eran las 7 de la mañana. Después de un "¿quién es?" mal humorado y una [299] respuesta que no entendí, por el espesor de la puerta, como continuaran los golpes, salté de la cama y en el mismo traje sumario en que me hallaba, bajé los pasadores y entreabrí una hoja. Un hombre pequeño, recién afeitado, rigurosamente vestido de negro y con un enorme sombrero de copa, me saludó con dignidad. La gravedad del personaje me impuso y disminuí un poco la abertura, a través de la que íbamos a parlamentar.
—¿Se puede ver al señor ministro argentino?
—¿Es algo urgente, señor? Me parece que la hora...
—He querido apresurarme a saludarle. Soy el ministro de relaciones exteriores y...
—Mil perdones, señor. Yo soy el ministro argentino, muy agradecido a su atención, pero, por el momento, en un traje tan poco diplomático y en una instalación tan exigua, que no me es posible recibir su visita. Así que me vista, tendré el honor de pasar a saludar al señor ministro.
—No, vístase Vd. tranquilamente. Voy a dar una vuelta y vuelvo. Hasta dentro de un momento, señor ministro.
—¿Sería abusar de la amabilidad de Vd., señor ministro, si le rogara que al pasar frente al hotel contiguo tuviera la bondad de enviarme un camarero?
—Con mucho gusto. Hasta luego.
—Hasta luego y gracias, señor.
Supe más tarde que el señor ministro de relaciones exteriores había tenido la deferencia de interponer sus buenos oficios a fin de conseguir fuera un camarero a servirme; pero, sea porque se le desconociera jurisdicción o por causas que la historia no pone en claro, el hecho es que no vino nadie y que, cuando al cabo de una hora volvió el señor ministro, casi me sorprende tendiendo con [300] mis diplomáticas manos una colcha que ocultara el desorden de mi alborotado lecho.
Como había entrado de noche, recién me apercibí que mi cuarto no tenía ventana, recibiendo todo su aire y toda su luz por la puerta de calle. Abrí ésta cuan grande era (el señor ministro tuvo la bondad de ayudarme, encargándose de la hoja más recalcitrante, cuyo pasador inferior necesitó el empleo de una toalla torcida, a guisa de tirador), acercamos dos sillas y nos pusimos amistosamente a platicar.
Era el señor ministro el decano de los funcionarios del ministerio de relaciones exteriores, en el que había pasado su vida entera, hasta que la alta dignidad que ocupaba, le sorprendió mientras desempeñaba el puesto de archivero. Tenía el título de general, como muchos centenares de sus compatriotas civiles, pero lo había recibido como una mera distinción, sin que abrigara el menor propósito de cambiar su apacible existencia por la agitada vida militar. Era un hombre callado, taciturno, seguramente enfermo del estómago y quizá con algunas perturbaciones en el hígado. Nunca pude hablar con él sin tener que dominarme para no ofrecerle una botella de agua de Vichy. Creo, aún hoy mismo, que le habría hecho mucho bien.
Respecto a los negocios de estado, especialmente de aquellos de carácter esencialmente político, como los que yo llevaba, su modestia llegaba a tal punto que, a pesar de su innegable y reconocida competencia, no abría opinión nunca sobre ellos y hasta evitó conmigo ese género de conversación, fundándose en que todo eso tendría que hablarlo más tarde con el "ilustre americano". Como esta designación del primer magistrado de Venezuela, volviera con insistencia, [301] por su parte, en el curso de la visita, insistí con igual tesón en llamar a dicho magistrado, cada vez que a él me refería, "el señor presidente". Por fin, mi distinguido visitante me comunicó, que, si bien Su Excelencia estaba arriba de las pequeñas vanaglorias de títulos y honores, todos los funcionarios públicos, en gratitud a los eminentes servicios prestados al país por S. E., le daban siempre, en sus comunicaciones oficiales y en el trato directo, el título de "ilustre americano" que le había sido discernido por el congreso de Venezuela. Ante esa insinuación cortés, pero luminosa en su ingenua claridad, contesté que yo trataría al señor presidente exactamente de la misma manera como le trataran mis colegas del cuerpo diplomático, para lo que me apresuraría a conferenciar ese mismo día con el decano.
Excuso decir, para terminar este punto, que ningún diplomático dió nunca al presidente de Venezuela tal título; más tarde, en plena confianza ya, yo sostenía al mismo presidente, que sólo la América entera, reunida en convención especial, podía discernir ese honor. A ningún argentino escapará la impresión penosa que ese título me causaba, por la triste y odiosa reminiscencia histórica que suscitaba.
El señor presidente estaba informado de mi llegada y, como se encontraba con su familia tomando campo en Antímano, pequeña población en el mismo valle de Caracas, a dos horas de ésta, me hacía invitar por el señor ministro a pasar a verle en el día, a eso de las tres de la tarde. Anuncié que lo haría, como era natural, y nos despedimos cordialmente, prometiéndome el señor ministro, en su inagotable bondad, darme cuenta de cualquier noticia que le llegara de [302] alguna casa amueblada, donde poder instalarme con la legación, conviniendo conmigo en que, por poco que se contagiara su matinal amabilidad, me iba a extenuar en viajes, de la cama a la puerta, sin contar con los resfriados, que hacía poco probables el bendecido clima de Caracas.
Eran dos horas de viaje; a la una en punto, con la puntualidad que caracteriza a los diplomáticos y cuya observancia, para los noveles, es ya un rasgo de vaga semejanza con Metternich, tomamos un carruaje, el cónsul general y yo, y nos pusimos en camino. En efecto, el trayecto duraba el tiempo indicado, a lo largo del pintoresco valle, estrechamente encerrado por dos líneas de montaña, bien cultivado y lujoso en su vegetación tropical. Serían las tres cuando el carruaje se detuvo frente a una casa de antigua construcción española, de un solo piso, pero amplia y con vastos patios llenos de árboles y flores. Echamos pie a tierra y nos encontramos con el cuadro siguiente: En la puerta de la casa, cuatro o cinco soldados recostados contra la pared; en medio de la calle, otros soldados teniendo de la brida algunos caballos ensillados ya. Dos niñas de 7 a 9 años de edad, de singular belleza (una de ellas es la que fué más tarde duquesa de Morny y es hoy festejada en la alta sociedad de París como una de sus beautés más consagradas) y un niño, un poco mayor, esperaban que se acabara de cinchar un petizo, de aire tranquilo, pero de enorme panza, que se entregaba resignado a la operación. El operador, o sea el que cinchaba, y que debía estar dotado de una dentadura férrea, porque era a colmillo limpio que pretendía reducir el abultado abdomen del petizo, había echado hacia la nuca su kepi, en el que se contaba el número [303] de galones necesario para hacerme comprender que me encontraba en presencia de un coronel.
Yo había sacado una de mis flamantes tarjetas, fabricadas expresamente en París, por Stern, en finísimo bristol, vírgenes aún, pero anhelando entrar en batalla. Después de mi nombre se leía: "ministro de la República Argentina". Si se me pregunta por qué no había puesto mi título exacto, esto es, "ministro residente, etc." diré que la supresión de la palabra "residente" podía dar lugar a dudas, que nunca serían resueltas para abajo y sí, algunas veces, para arriba. Los diplomáticos, mis hermanos, me comprenderán.
Armado, pues, de mi tarjeta, me avancé hacia el coronel, esperé hábilmente que un feliz golpe de colmillo hiciera llegar el clavo de la hebilla al agujero ansiado y, si bien con correcta dignidad, con acento afable, dije al guerrero en reposo:
—¿El señor presidente está visible?
Debo decir que durante la operación, a la que acababa de dar coronado fin, nuestra llegada, descenso y avance, habían sido observados por el señor coronel, a cuyo efecto había impreso a su ojo izquierdo una desviación que, a ser definitiva, habría introducido un elemento perturbador de la armonía de su rostro; al oir mi voz, cesó la desviación, pero los ojos se dirigieron a un punto vago en el espacio, frente a él, sin duda de un interés palpitante, porque no los apartó un momento para fijarlos en nosotros. Su silencio me hizo nacer la duda de una alteración de sus órganos auditivos y repetí mi pregunta en voz más alta. Entonces contestó:
—S. E. no recibe a nadie.
—Pero habiendo tenido el honor de ser citado [304] por S. E., creo que hará una excepción en mi favor. Tenga usted la bondad de pasarle mi tarjeta.
—¿Qué tarjeta?
—Este pequeño trozo de papel, en el que están escritos mi nombre y calidad.
—Yo no le paso nada: a esta hora no le gusta que le incomoden y después la bronca es para mí.
—Me parece que la bronca firme le va a venir si usted no hace lo que le digo. Soy el ministro argentino, vengo de dos mil leguas de distancia a saludar a S. E., S. E. me espera y no es natural que por un capricho de usted deje de verle.
—¡Eche leguas! ¿Cuántas dijo? ¿Dos mil? y echó una mirada a un soldado próximo que, ruborizado de mi enormidad, sonrió subordinado.
En tanto, los chicuelos, a quienes el coronel debía acompañar a caballo, le invitaban a cada instante con sus ¡vamos! apurados y se habían puesto instintivamente en contra del que amenazaba aguarles la fiesta.
Una nueva tentativa no me dió mejor resultado. Medité un momento y resolví, por si acaso aquel síntoma revelaba un sistema completo, cortar por lo sano desde el principio. Arrastré al coche al cónsul, que quería penetrar hasta por la fuerza y dí orden de volver a Caracas. Abandono a la penetración del lector las reflexiones del camino. Era mi primer acto diplomático, y el éxito, a la verdad, prometía poco para el porvenir. Luego temía dos cosas: o que la cólera me hiciera hacer una tontería o que la risa me impulsara a tomar el incidente con demasiada indiferencia. Debo recordar que yo no había aún cumplido treinta años, y el hecho es que me preocupaba enormemente la apreciación futura de mi conducta en Buenos Aires, [305] cuando, a la noticia del incidente, dijeran los unos, con esa suave benevolencia que es el rasgo característico de mis congéneres: "¡claro! ¡de llegada, se peleó con Guzmán Blanco!" o esta otra frase en caso contrario: "¡de llegada hizo un barro, aceptando en silencio una grosería de Guzmán Blanco!" Yo no quería pelear, ni aceptar groserías de nadie. Pedí, pues, a mi cónsul general que se entregara durante el viaje a la contemplación del paisaje y me hundí, durante el regreso, en una reflexión honda y pareja que me suministró una resolución, a la que me decidí sin vacilación. Así que llegamos a Caracas, tomé la pluma y escribí una carta a mi amable ministro de relaciones exteriores, en la que le decía que, siguiendo su indicación y, de acuerdo con los deseos que me había expresado en nombre del señor presidente, me había trasladado a Antímano, a la hora indicada, siendo recibido por un jefe del ejército venezolano cuya tenacidad en no querer anunciarme al señor presidente, bajo pretexto de que éste estaba ocupado, sólo igualaba la mala crianza empleada con ese objeto. Que el hecho de no haber dado orden el señor presidente de introducirme, así que llegara, justificaba hasta cierto punto la actitud del coronel y que en vista de las apremiantes ocupaciones que embargaban, a lo que parecía, el ánimo del señor presidente, aprovechaba la circunstancia de estar también acreditado en Colombia y partiría a la mañana siguiente para la Guayra, a tomar el vapor que me acercaría a la ruta de mi nuevo destino.
Entre tanto destaqué a mi cónsul general para que explicara al señor ministro todo lo que había pasado en Antímano. En el fondo, yo estaba persuadido de que el presidente era completamente inocente de lo ocurrido, salvo de la omisión del aviso previo de mi llegada. Sabía, por tanto, que [306] el pato de la boda iba a ser el coronel; pero me encontraba en una disposición de ánimo feroz, y esa noche habría suscrito gustoso la sentencia de un centenar de azotes en las robustas partes carnudas del guerrero indígena.
No habría pasado una hora del envío de mi epístola, cuando recibí un telegrama del presidente, datado en Antímano, en el que me pedía disculpara lo ocurrido por pura imbecilidad de un subalterno y me anunciaba que al día siguiente vendría expresamente a Caracas para recibirme, esperándome a las dos de la tarde en su casa particular. Así, cuando llegó alarmado el señor ministro de relaciones exteriores encontró que el estado de ánimo, que había determinado mi carta, real o fingido, había cedido el sitio a cierta conformidad, sin entusiasmo, pero sin rencor.
Al día siguiente tuve el gusto de conocer al "ilustre americano". Un hombre alto, robusto, cargado de espaldas, algo miope, con una enorme pera blanca, cariñosamente cuidada, sin duda, por el carácter militar que su propietario pensaba deber a ese apéndice. Cierta cultura nativa (por la madre pertenecía a una antigua familia colonial); barniz de una sola capa de ilustración general; una colosal opinión de sí mismo, una soltura incomparable para resolver, en frases sentenciosas y estudiadas, los más arduos problemas sociales y políticos; teorías constitucionales abundantes, pero propias, exclusivas, que para nada tenían en cuenta ni la experiencia de la historia, ni las dificultades que el razonamiento podía oponerles. En política americana, árbitro, materia propia, dominio inenajenable, indivisible de su inteligencia. Heredero, continuador de Bolívar, no sin señalar con cierta expresión de respetuosa compasión, los errores cometidos por el Libertador. Un desprecio por [307] los hombres análogo al que se atribuye a Tarquino; no volteaba las cabezas de las plantas que sobrevivían, pero las islas contiguas al continente, las calles de Nueva York y de las capitales europeas, contaban entre sus paseantes y vagos, más de un venezolano a quien el talento, la fortuna o la audacia parecían ofrecer un porvenir brillante en su país[17]. Se aseguraba también, por aquel entonces, que las cárceles estaban bien pobladas. Tenía la reputación de no ser cruel, sino frío de alma. El cansancio de una larga e interminable anarquía, había hecho aceptar el primer gobierno fuerte que logró cimentarse en la agitación incesante de las luchas intestinas. Guzmán Blanco ahogó la libertad, llenó sus arcas e hizo bajar el nivel moral del pueblo venezolano, pero dió diez años de paz a su patria y no derramó sangre. "La paz de Varsovia!" dirá un estudiante de retórica. Eh! eh! diez años de paz representan muchos caminos carreteros, muchas escuelas abiertas, muchas hectáreas sembradas de cacao, tabaco, añil y cereales, mucho hábito de orden. No sólo de eso vive el hombre, convenido; pero si sólo se alimenta con el recuerdo de los Gracos, la declaración de los derechos del hombre y la lectura de una constitución más libérrima que el estado primitivo, paréceme que se ha de crear un tantico entecado, con un cerebro diforme, para unas piernas muy flacas y un vientre muy vacío[18].
[308] Mi juicio de entonces (hablo de 1881) sobre el "ilustre americano", ha persistido casi idéntico. Nunca fué de una severidad cruel; nunca olvido que esos hombres son productos de un estado social determinado, agentes inconscientes de la naturaleza en la prosecución de sus fines. Es natural que pensemos que la naturaleza se equivoca, si juzgamos su acción con el criterio (bien estrecho, hermanos míos!) de nuestra moral convencional. Mientras el hombre crea que lo bueno y lo malo son y no pueden ser de otra manera, que como él los concibe, Nerón será tratado como de acuerdo con esas nociones merece, y Vespasiano ensalzado. Pero si algún día (todo es posible, hasta Dios, dice Renán), los hombres llegan a concebir la acción de los personajes históricos, como el desenvolvimiento de fuerzas análogas a las que hacen germinar las plantas, girar los astros, subir las aguas o temblar el suelo, todos nuestros anatemas históricos, han de hacerles sonreir. Puede muy bien que el balance de Guzmán Blanco, hecho por esa remota posteridad, no le sea muy desfavorable, si es que su nombre llega hasta ella. Las acciones de Bacon se han de cotizar más altas que las de Sócrates (a esa distancia, casi contemporáneos), sin que influya, en el juicio definitivo, ni la degradación del primero, ni la cicuta del segundo. Me agita, a veces, el espíritu, el esfuerzo por concebir la idea que, dentro de dos o tres mil años, si no se queman las bibliotecas o si nuestros idiomas actuales persisten siendo inteligibles para la comunidad, se [309] tendrá de Byron o Víctor Hugo. Paréceme que no estará distante de la que tenemos los hombres maduros de los juguetes que nos entretuvieron en la infancia...
La recepción oficial tuvo lugar de acuerdo con la rutina—un coche de gala, un oficial de ministerio, amable y sonriente, una pequeña escolta y al Capitolio. En el palacio de gobierno que lleva ese modesto nombre, perfectamente justificado porque recuerda las violencias y profanaciones de que la augusta colina fué objeto, un par de discursos, lo más breve posible el mío, verdadero trabajo de benedictino para evitar la fraseología obligada de solidaridad americana, lazos indisolubles, comunidad de origen y otras paparruchas que han de concluir por cerrar herméticamente las puertas de la diplomacia, en tierra de Colón, a los hombres de buen gusto. Porque en esto de los discursos diplomáticos pasa algo curioso; si los intereses de momento determinan en la sociedad a cuyo seno se llega, una actitud de calurosa simpatía, instintiva invitación para que el diplomático que llega, aconseje a su gobierno marchar en la senda que conviene al país que lo recibe; si la acogida es entusiasta, repito, el empleo del sentido común y del buen gusto, que aconseja discursos sobrios y moderados, resalta como una nota discordante en la armonía del conjunto y parece deshacerse en un minuto todo el camino andado. En cambio, si el diplomático, sea por contagio de la atmósfera ambiente, sea por frío cálculo, se entrega a un ditirambo desmelenado, con más retórica que una alocución tribunicia, es casi seguro que el contragolpe en el país que lo mandó, y que está lejos y frío, puede costar al enviado extraordinario su reputación y su buen nombre.
Es por eso, hermanos del futuro, diplomáticos [310] en cierne, a quienes el porvenir, reserva tal vez recorrer los países americanos, que este viejo viajador en esos mares, os da el consejo sano de ser siempre parcos en palabras, reemplazándolas, para las efusiones, quizás indispensables del primer momento, por la opulenta gama de gestos expresivos que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición, como ser los ojos húmedos, la mano sobre el corazón, la mirada vuelta al cielo, en actitud reconocida, y cuando la cosa apura y la escena es coram populo, la elección del más haraposo de los pilletes que os circundan, para estrecharle en vuestros brazos y darle el ósculo de solidaridad americana. Con lavaros más tarde, no queda rastro, mientras que el colorete metafórico de un discurso bombástico, no se borrará ni con todas las aguas que se desprenden de los Andes...
Al día siguiente de mi recepción oficial, el "ilustre americano", por un acto de deferencia especial, se dignó visitarme en mi morada, que era ya entonces una buena, hermosa y cómoda casa, llena de luz, aire y árboles, que había tenido la fortuna de arrendar amueblada. Recibíle con los honores debidos y, mientras hablábamos, ví, a través de los cristales del salón, todos los pilletes de Caracas, a más de las mujeres del barrio, en asamblea delante de mi puerta, contemplando la brillante escolta a caballo que había acompañado al presidente, así como un piquete de infantería que guardaba todo el frente de mi casa. La presencia de esa gente de a pie me intrigó; a la despedida acompañé al presidente hasta el umbral. El coche, precedido por la escolta de jinetes, partió a escape, y atrás, con el fusil en la mano, el kepi en la nuca y la lengua de fuera, los infantes, desalados tras del coche, para no perder su contacto. Si a turno todo el ejército venezolano hubiera sido [311] sometido a ese ejercicio, las marchas de Sylla, Aníbal o Napoleón, hubieran quedado pequeñitas ante las hazañas que aquél habría llevado a cabo.
Poco tiempo después de mi llegada, había ido a gozar, por la noche, del aire embalsamado de la principal plaza pública de Caracas, sitio habitual de reunión entonces. En el centro se levantaba la estatua, en pie, del general Guzmán Blanco. Había otra del mismo, ecuestre, enorme, de fabricación yankee; pero esa estaba en la cumbre del próximo paseo, llamado el "Calvario". Esa noche un movimiento inusitado me reveló la presencia en la plaza del "ilustre americano". Así que me vió vino hacia mí y me invitó a dar unos pasos. Caminábamos lentamente por las anchas veredas que rodean la estatua. Vivo y perspicaz, comprendió tal vez por la indiscreta dirección de mi mirada, que mi espíritu estaba preocupado por el peregrino caso que me ocurría.
—¿No le hace a usted, señor ministro, me dijo con un acento especial, un curioso efecto pasearse con un hombre al pie de su propia estatua?
—A la verdad, señor, "es un caso original, que no me ha ocurrido nunca".
—Sí, añadió: y su fisonomía tomó una expresión de détachement completo de las cosas terrenas, un vago tinte de más allá; sí, es anómalo y admira al extranjero. No he podido evitarlo, o mejor dicho, no me he sentido ni con fuerzas ni con derecho para impedir que el pueblo glorifique su propia acción, que la Providencia ha personificado en mí. Por lo demás, yo he entrado ya a la posteridad y ese homenaje es ya un juicio póstumo...
Yo miraba a aquel hombre con la admiración profunda que me inspiran las dotes de que carezco, llevadas a su más esplendoroso desarrollo. [312] El buen gusto, el tacto, la delicadeza moral, el sentido común, cual me aparecieron entonces como la triste impedimenta que nos obstruye a nosotros, los vulgares, el camino de las grandes situaciones y de las ilustres denominaciones! Me sentí pequeño; comprendí que no estaba predestinado, que no se fundiría el bronce que había de dar forma a la estatua que me inmortalizaría, ni aun en la plaza de un pueblo de campo de las pampas argentinas, y volví mis ojos reverentes, para admirarle una vez más, al hombre que, tranquilo y sonriente, se contemplaba a sí mismo, con cuerpo de metal, de pie, sobre granito, duras materias, resistentes al tiempo y al olvido!
Dos años más tarde, recibía en mi modesto cuarto del Grand Hotel, en París, la visita del general Guzmán Blanco, instalado en la capital francesa con su familia, en virtud de un vuelco político ocurrido en Venezuela, con caracteres de terremoto, por cuanto dió en tierra con las estatuas del "ilustre americano", teniendo la posteridad, por ese accidente, que rehacer su juicio sobre el distinguido personaje. A ella l'ardua sentenza[19].
1890
[16] De esos proyectos, sólo he realizado el primero, en las páginas que van a leerse.
[17] Entre los que abandonaron la patria, buscando aire libre que respirar, se contaban los señores Zárraga y Herrera Vega, muerto el primero entre nosotros, muy joven aún, habiendo el segundo, médico insigne, conquistado altísimo puesto en la consideración y el afecto de la sociedad argentina.
[18] El triste y desconsolador espectáculo que ofrece Venezuela en los momentos en que se imprimen estas páginas, justifica aun más, si cabe, el juicio que precede.
Cuando se piensa en lo que, en los últimos años, han hecho tres de los pueblos más cultos de la tierra, la Inglaterra en Sud Africa, los Estados Unidos en Filipinas y la Alemania en Venezuela, puede augurarse tranquilamente la muerte del derecho público, aun en su forma externa, en época no lejana.
Pero hay que esperar también que la página vergonzosa de Venezuela, dentro y fuera, sea única en la historia de América.
[19] El general Guzmán Blanco murió en París, en Agosto de 1900. Hacía ya muchos años que había cesado de figurar en la escena política de su país.
Salgo del taller de Rodin; la figura de Sarmiento va tomando vida y forma. El soberbio viejo, que fué uno de los raros cultos individuales de mi vida, me llena el espíritu; su memoria suscita la de tantos otros seres queridos que la ola nos ha arrebatado, sin darles tiempo, como a él, de cumplir la misión que sus cerebros luminosos y sus almas levantadas les marcaban en la tierra... Decididamente, es bueno que por algún tiempo deje de andar entre tumbas; bastan para echar sombras persistentes sobre mi alma los diarios de la patria, que día a día me traen la noticia de que uno más ha entrado al reposo eterno. Es el lado negro de la espera del turno.
De vuelta, me echo a vagar por las calles de este París que entra a su vida normal, pasado el síncope[20] y de nuevo Sarmiento surge en mi memoria, como si su personalidad absorbente saltara de la tumba para imponerse a los vivos, como en tiempo de la acción, por el vituperio o el entusiasmo, por el cariño o el odio.
Y pienso que hace cincuenta años, justo medio siglo, él también recorrió estas calles, allá en el mes de Octubre de 1846. Tenía ya más de treinta años, había publicado el Facundo, y hecho la [314] campaña periodística de Chile que, por el vigor, la originalidad y la luz intensa que proyectó, no sólo sobre las cuestiones de su tiempo, sino sobre el porvenir y la ruta de salvación del mundo americano, no tiene rival en los fastos de ningún país. Al fin pudo realizar un sueño de su vida, y en 1845 se embarcó en Valparaíso para Europa, a completar sus estudios sobre educación popular y, sobre todo, para ver, con los ojos de su cuerpo, lo que los ojos de su espíritu habían admirado, la tradición, el arte, la cultura de este viejo mundo.
Vosotros, los que tenéis en vuestras bibliotecas sin vida, los ocho o diez tomos publicados de las obras de Sarmiento[21], haced un esfuerzo sobre vuestro horror de la letra de molde y abrid, por cinco minutos, el volumen de Viajes. Y vosotros, jóvenes, los que os quejáis dolientes de que no hay atmósfera intelectual en nuestro país, hacedla revivir, volviendo a las fuentes puras e incomparables del pasado. Leed esos Libros admirables, escritos hace más de medio siglo y que, como las telas de los grandes maestros, conservan en sus líneas y en su color una frescura jamás igualada en el correr de los tiempos. Declaro que no conozco, en prosa castellana, ni aun en los grandes modelos del género, páginas comparables a algunas de las de Sarmiento en sus Viajes, al retrato de don Domingo de Oro, en sus Recuerdos de Provincia, o a esa armonía profunda con que el genio del escritor acaricia la memoria de la madre. Leed, leed esos libros, jóvenes, y veréis con [315] qué orgullo sentiréis el alma de vuestra raza palpitar en sus páginas. Son libros genuinamente nuestros, que no han podido ser escritos en otra parte y que constituyen, hoy por hoy, la nota más clara y luminosa para ayudarnos a comprender la gestación caótica de nuestra nacionalidad. No os hablo de moral, no os hablo de patriotismo, no os hablo de que esa lectura pueda determinaros a ser pequeños Sarmientos, en lo que, por otra parte, no perderíais nada ni vosotros ni el país: os hablo de arte, os hablo de la única manera posible de resucitar entre nosotros esa atmósfera intelectual por la que lloráis; os invito a entrar a esos libros, como empujo a todos los jóvenes argentinos que hay en París, a ir al Louvre, al Colegio de Francia o a la Facultad de Letras, para que se den cuenta que hay otras cosas en el mundo que el oficio de abogado, la chicana política, la operación de bolsa o el casamiento ventajoso...
[20] Estas líneas fueron escritas pocos días después de la visita, a París, hecha por el tzar de Rusia.
[21] Son hoy (Enero 1908) 51 y no contienen una página que no haya sido escrita por Sarmiento; hay muy poco inédito, porque para Sarmiento, escribir era obrar. Así, en esa publicación, en la que, como se debía, se nos ha dado "todo" lo que en vida publicó ese espíritu extraordinario, no se encuentra, como en los "escritos póstumos" de Alberdi, una sola línea que produzca la impresión dolorosa de una profanación.
I
Sarmiento se embarca, pues, sobre la Enriqueta, uno de esos barcos de vela que fueron el martirio de nuestros padres y que deben haber sacado de quicio y arrancado a su compostura colonial, hasta a las personas más graves de nuestra revolución; sólo concibo, después de diez días de calma chicha y treinta de frejoles secos, igual, solemne, acompasado, abrochado y manteniendo su actitud con dignidad, por si los pescados le miran, a don Bernardino Rivadavia...
Sarmiento descubre, al pasar, la isla de Robinson, que describe en páginas inimitables, dobla el cabo de Hornos y, por fin, en medio de una tormenta deshecha, entra en aguas del Río de la [316] Plata y desembarca en Montevideo. La descripción de lo que allí ve, hecha con un brío y un color incomparables, salpicada de retratos que en tres líneas dibujan una página para la posteridad, es lo único que tenemos de real, de vívido, sobre esos días de honor de nuestra historia. Un libro sobre el Sitio, hecho, no al frío resplandor de los documentos oficiales, sino iluminado por la vibración del recuerdo, con toda la pasión viril y generosa de la causa que se defendía, eso es lo que Lucio V. López, poco antes de morir, pedía a su padre, nuestro ilustre historiador, eso es lo que todos nosotros hemos pedido y pedimos al general Mitre, en vez de la labor mecánica a que ha dedicado sus últimos años de vigor intelectual.
Sarmiento pasa rápidamente por Montevideo, pero su sensación es tan fuerte y tan intensa, que creo difícilmente que ningún libro del futuro nos dé, con igual verdad, la impresión real del cuadro. Hoy que nuestro país ha entrado definitivamente en la ruta banal de la marcha de las sociedades modernas, para las que los problemas vitales de hace cincuenta años se han convertido en axiomas de archivo, que no se discuten, ese sitio de Montevideo, con sus antecedentes y sus consecuencias, toma cierto carácter de novela romántica que nadie lee ya, que se recuerda en uno que otro texto de literatura, pero cuyo estudio, como el de los poemas clásicos, tiene poca o ninguna utilidad a los ojos de los que sólo ven, como signos positivos de la grandeza de un pueblo, sus estadísticas de aduana y el kilometraje de sus caminos de hierro. Ese escepticismo, esa sonrisa despreciativa para el recuerdo de los días de mayor sufrimiento y de mayor pureza moral de nuestro pueblo, han permitido, han sugerido ya la publicación de libros, cuya buena fe no salva que sean [317] una injuria para la memoria de los que dieron o su vida o su juventud y su felicidad en holocausto a su país.
Los que hemos nacido en los últimos años de ese asedio inmortal, bajo la bandera y en las cuadras casi de esa legión argentina que el plomo enemigo acabó por reducir a un puñado de hombres, hemos oído a nuestras madres, a los viejos servidores de la familia, durante los años de la infancia, las narraciones heroicas de aquellos días. ¡Qué desprecio por la vida! ¡Qué connaturalización con aquella atmósfera de fuego, dentro de la que se jugaba el porvenir de un pueblo, y más de cerca, no ya la existencia, sino el honor de madres, hijas, mujeres y hermanas!... Podéis sonreir del épico momento, escépticos satisfechos que gozáis hoy, en la plena obesidad de vuestra atrofia moral, de la fortuna territorial amasada por vuestros padres a favor del acatamiento y la adulación del bárbaro sangriento que los nuestros combatían! Podéis sonreir, que nadie ni nada borrará de nuestro corazón ni de nuestro nombre el sello de nobleza de ese abolengo...
Sarmiento venía de Chile, a donde los últimos rebotes de la ola de barbarie que asolaba al pueblo argentino, le habían arrojado por sobre los Andes. Su acción intelectual de Chile la volvía a encontrar en Montevideo, pero candente y desesperada, como el jadear de los pechos en la trinchera perenne. ¿Cómo aquel apretón de manos que dió entonces a Mitre, a Gutiérrez, a Mármol, a Alsina, a Cané, no hizo sagrados, para la vida entera, a esos hombres entre sí? ¿Cómo, más tarde, la política pudo dividirlos y arrojarlos a campos opuestos?...
Al pisar la cubierta del barco que le llevaba a Río de Janeiro, en rumbo a Europa, Sarmiento [318] debió sacudir su poderosa cabeza, como para disipar el mal sueño y preparar su espíritu a la esperanza. La bahía de Río, la estupenda aparición de la región tropical, le inspiran páginas, entre otras aquella en que pinta la esclavatura y el canto de caridad con que los miserables se sostienen y se alientan en su faena, como quisiera que de tiempo en tiempo se escribieran en nuestra lengua. ¡Qué variedad de tonos en esa paleta admirable! Todos los que en nuestra tierra leéis, conocéis el estilo general de Sarmiento, ese ímpetu un tanto desordenado, aquel atropellarse de las ideas, que se quitan el sitio unas a otras para llegar primero, aquellas indicaciones bien vagas a veces, que nos obligaban, a Del Valle y a mí, a ir metiendo en las frases los verbos ausentes[22]. Todos recordáis el látigo iracundo de la polémica, el apóstrofe que aplastaba a un hombre o a una camarilla para toda la siega, como también el movimiento majestuoso de su verbo, cuando, en vuelo soberano, postrándose ante la bandera, su espíritu invocaba la bendición divina sobre su pueblo. Pues bien, leed la página sobre la poesía, que le inspira su encuentro con Mármol y la lectura que el poeta proscripto le hace de sus cantos del Peregrino, y veréis la inagotable fecundidad de esa paleta, de la que el artista arranca, al pasar y sin esfuerzo, todos los tonos, todos los colores para reflejar el mar y los cielos, la tierra y el alma.
Allí se topa también con el pardejón Rivera, el teniente de Artigas, el teniente de los portugueses, el teniente de Lavalleja, el teniente de todas las causas, buenas y malas, por las que se derramaba sangre en las orillas del Uruguay. ¡Qué [319] delicioso tipo de imbécil, guarango, soez y bruto, de gaucho pretencioso! Nada comparable a aquella comida en la que, delante del ministro francés y otras personas cultas, Rivera cuenta, muy suelto de cuerpo, que don Pedro I del Brasil le quiso casar con su hija doña María da Gloria, pero que él se había resistido. Sarmiento le toma el pelo en el acto y deplora que haya desdeñado de ese modo la corona de Portugal! ¡Don Frutos I, rey de los Algarbes!... Allí en mi juventud, con Ricardo Gutiérrez, que acaba de terminar su misión de luz y caridad sobre la tierra, estuvimos a punto de persuadir a uno de nuestros compatriotas, otra cuerda que Rivera, pero también tipo genuino del país, que la impresión que había producido, en un teatro, a una reina, entonces joven, le abría el acceso a un trono de Europa, pequeño, pero confortable...
[22] Cuando corregíamos en el «Nacional» las pruebas de los artículos de Sarmiento.
II
Al fin pisa Sarmiento tierra de Europa, remonta el Sena y por Rouen, gana París.
La carta que de allí escribe es dirigida a don Antonio Aberastain, aquel mártir del Pocito, una de las últimas víctimas de la barbarie argentina. Siendo yo niño aun, recuerdo haber visto a mi padre, con las lágrimas en los ojos y presa de una indignación profunda, dictar uno de sus artículos más enérgicos sobre aquel asesinato.—"¡Pobre Buey! repetía mi padre a la noticia de la catástrofe: ¡el hombre más puro y más sano que he conocido!" Ese apodo había sido dado a Aberastain en el colegio (se había educado en Buenos Aires) por su corpulencia obesa, pesada y la indiferencia tranquila con que miraba todo. Algunos años más tarde entraba yo al Colegio Nacional y tenía por [320] condiscípulo en mi clase al hijo del mártir; era idéntico al retrato que de su padre había oído al mío, y pronto el apodo paterno le distinguió entre nosotros. Pedro Goyena, que empezaba, a los veinte años, a dictarnos una clase de filosofía, descubrió en el Buey una inteligencia de una claridad extraordinaria, pero de una lentitud curiosa para ponerse en movimiento. El joven Aberastain fué una de las primeras víctimas del cólera entre nosotros. Cuando tuve el honor de ser compañero de Sarmiento en el Consejo General de Educación de la provincia de Buenos Aires, le hablé un día de mi joven condiscípulo, tan prematuramente arrebatado a la vida; su fisonomía se cubrió de una tristeza profunda y sin duda pensando en el amigo de los días amargos, pensaba también en su hijo único y querido, que había dado su vida a la patria, privándole a él del bastón de su vejez...
La primera impresión de París que Sarmiento comunica a Aberastain es característica; como el joven que llega a Edimburgo o a Verona, cree ver por todas partes a María Estuardo o a Romeo y Julieta, la generación de Sarmiento sólo veía a París a través de los Misterios de Eugenio Sue. La influencia del romanticismo francés había penetrado y conquistado los espíritus americanos, con más fuerza, ayudada por la imaginación, que treinta años antes los enciclopedistas. A mis ojos, esa influencia no pudo ser más perjudicial para el porvenir de las letras argentinas. La lucha constante y la excitación intelectual que traía habían producido un núcleo de escritores que, librados tal vez a su propia inspiración, habrían reflejado en sus libros el ambiente, el color, el sabor de nuestra tierra y habrían dejado una base inconmovible a nuestra literatura nacional. Pero Byron, Hugo, Lamartine, en la poesía; Dumas, Hugo, [321] Sue, Féval, en el teatro y la novela, se apoderaron de tal manera de la inteligencia argentina, que, desdeñando o pasando al lado sin verla, la fuente viva y fecunda del suelo y la sociedad natal, los jóvenes que manejaban una pluma, se limitaban a copiar los poemas y reflejar el ideal de los románticos en boga, como los poetas de la revolución habían imitado, en sus odas de pesado vuelo, el modelo de los poetas españoles de la decadencia. Echeverría (salvo en algunos y no muchos momentos de la Cautiva), Mármol, Gutiérrez, Domínguez (los de Rivera Indarte no eran versos, ni cosa que se les pareciera) seguían el movimiento de la lira francesa. Mitre traducía el Ruy Blas de Hugo, que cincuenta años más tarde publicaba con su valor habitual: V. F. López, lleno de Walter Scott, escribía la Novia del Hereje, en vez de dar forma a los cuadros de la Revolución, que concebía ya bajo el molde de la novela; mi padre, a quien la naturaleza había dotado de un gusto artístico exquisito y de un estilo de una galanura inimitable, doblemente impregnado por el romanticismo francés y el wertherismo italiano, a lo Ugo Fóscolo, fúnebre y sentimental, escribía su bluette de Esther o imitaba, en la Noche de boda, las más románticas concepciones de la época. Sólo dos hombres escaparon a esa influencia y, conservando su personalidad propia, buscaron en el suelo patrio la fuente de su inspiración: Sarmiento, por ímpetu interno y porque vivía, respiraba y soñaba dentro de un ideal exclusivamente americano, y Ascasubi, porque ignoraba la existencia del movimiento intelectual europeo; sintiendo como un gaucho y sabiendo hablar como él, nos dejó en sus cantos, en forma imperecedera, la nota moral de las masas argentinas de entonces...
¿Pero qué queréis? En Chile, en Montevideo, en [322] Buenos Aires mismo, allá en los últimos rincones donde se leía aún, el Churriador, la Lechuza, Rodolfo y Flor de María, eran tan populares como un momento lo fueron en Francia los héroes de Madame Cottin o en Inglaterra Lovelace y Clarisse Harlowe. Por eso Sarmiento, frescamente desembarcado en París, da noticia de Tortillard, Brazo-Rojo y la Rigoleta, sintiendo que, por los barrios donde Rodolfo daba aquellos puñetazos fenomenales, se haya "abierto por medio de la Cité, una magnífica calle que atraviesa desde el Palacio de Justicia hasta la plaza de Nuestra Señora, iluminada a gas y bordada de estas tiendas de París, envueltas en cristales como gasas transparentes, graciosas y coquetas como una novia".
Luego se echa a vagar, a flaner, como él dice, deteniéndose extasiado ante esta palabra que ninguna otra lengua posee y que tan bien expresa ese dulce abandono del cuerpo y del espíritu, flotando entre los mil atractivos que lo solicitan al pasar. "Ando lelo; paréceme que no camino, que no voy, sino que me dejo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras de los boulevares". Siento consignar este detalle, ¡oh jóvenes snobs de todas nacionalidades, inclusa y especialmente la nuestra, que llegáis a París como si hubiérais visto la luz en la ciudad ideal de todas las perfecciones y encontráis todo común, vulgar, chato y despreciable! Siento daros ese mal rato: Sarmiento se quedaba "con un palmo de boca, contemplando la Maison Dorée, el Café Cardinal o los Baños Chinescos". ¿Pero es un mal rato, en verdad, para los snobs, esa reminiscencia? Para ellos, Sarmiento no figura, acaso, entre esas cosas vulgares, chatas e indignas de atención? Por mi parte, tengo mi juicio hecho bien pronto, a favor de esa piedra de toque invariable: joven que, llegado a París, le juega indiferencia, [323] no se admira de nada y hasta mete pullitas compadres al compañero que, como Sarmiento, se queda lelo: imbécil.
Sarmiento, vagando en las calles, se pierde a cada momento y es de ver la admiración profunda que le causa la hospitalaria cultura del pueblo francés, la solícita atención con que el primer viandante le pone en el buen camino, le acompaña si es necesario, corre tras él si de nuevo toma una calle que no va—y todo dentro de esas fórmulas exquisitas de: Ayez la complaisance... Soyez assez bon... que son la menuda moneda de la urbanidad de esta gente. Hoy mismo pasa el mismo fenómeno, y en todo tiempo los viajeros que han recorrido la Francia han consignado igual impresión. Pero a la verdad, fuera de que en Alemania o en Inglaterra cualquier pasante os pone en el buen camino (sólo entre nosotros se suele encontrar al chusco que endereza al extranjero camino del Once, cuando quiere ir al Retiro) ¿esa hospitalidad, en Francia, se encuentra también de puertas adentro? Sarmiento mismo, si la hubiera buscado ¿habría encontrado en París una acogida del género de la que recibió Gotinga, en aquel sereno centro intelectual, perdido en el fondo de la Alemania y al que no parecían llegar las brisas del mundo? Cuando un inglés os recibe en su casa, veis en su cara, sentís en la atmósfera de su hogar, que aquel accueil es sincero, completo y sin límites. Un francés os recibe sonriendo, os presenta sonriendo a su familia, que sonríe toda, os da muy bien de comer, en un comedor abrigado, os brinda buenos vinos y malos cigarros y os despide sonriendo siempre, hasta la vista. Para volver, necesitáis una nueva invitación, que reanude, por así decir, la relación. Algunos prefieren [324] el sistema inglés, los que creen que la humanidad puede ser sincera en algunos momentos y aman verla bajo ese aspecto; otros, que creen saber a qué atenerse, piensan que todo lo que debe y puede exigirse a los hombres, es la cultura externa, y se dan por satisfechos con la sonrisa francesa, que no exige en cambio sino otro pliegue de labios y que pone a todo el mundo cómodo. Entre nosotros, el problema se ha resuelto por lo hondo: no se abre la puerta, no se recibe a nadie: la señora no está!!
III
Haciendo Sarmiento la enumeración de todos los atractivos que ofrece París para el pensador, el literato, el petimetre, el gastrónomo, el artista, etcétera, habla de un tal Leverrier, que "anda persiguiendo en los espacios celestes y llamando a todos los astrónomos que se aposten en tales o cuales lugares que él señala, para cogerlo al paso a un planeta que el dice que hay en el cielo, porque debe haberlo, por requerirlo así una demostración de las matemáticas". Neptuno estaba, en efecto, en el punto del cielo fijado por la genial penetración de Leverrier y encuentro admirable esa robusta fe en la ciencia y la razón, por parte de un joven americano, como Sarmiento, sobre el que no hace mella la burlona incredulidad del París de entonces.
Otra de las miradas penetrantes de Sarmiento, en ese momento, atraviesa el caos de la situación social y política de la Europa. "En medio de la gendarmería de las ideas dominantes,—escribe—oficiales, moderadas, ve usted moverse figuras nuevas, desconocidas, pensamientos que tienen el aspecto de bandidos, escapados al [325] bagne, al presidio en que los han confundido con los criminales de hecho, ellos que no son más que revolucionarios". Más tarde, en Italia, su visión se completará y poco le faltará para predecir el trastorno profundo que, un año después iba a sacudir la Europa entera y abrir las puertas, por decir así, a las verdaderas corrientes modernas. La revolución de 1848 estalló en París y repercutió en Berlín, Viena, la Europa entera, cuando Sarmiento estaba ya de regreso en Chile. Esta noticia debe haberle producido el mayor júbilo de su vida, porque había regresado de Europa con la convicción de que mientras imperaran como ideas dirigentes los residuos de la Santa-Alianza o el impuro y estrecho burguesismo de Luis Felipe, no habría esperanza de regeneración para el mundo americano.
Al pasar, Sarmiento da cuenta de que también ha desaparecido, como las tabernas de la Cité, otra fisonomía del pensamiento francés, el eclectismo, que "ha muerto de muerte natural, como todas las cosas caducas que no están fundadas en la verdad". Para Sarmiento, que veía las cosas de arriba y que no iba a buscar en los programas universitarios cuál era la corriente de ideas imperante, el eclectismo, la pomada de M. Cousin, había realmente muerto. Sin embargo, en esos meses, Jacques y Simón trabajaban en el manual que debía ser, hasta poco antes del 70, el libro clásico de la enseñanza filosófica. Si en vez de perder su tiempo en visitas inútiles y empresas inspiradas por el más puro patriotismo, algún amigo hubiera llevado a Sarmiento a la bohardilla donde trabajaba Augusto Comte ¡qué admirable retrato tendríamos del ilustre pensador y con qué claridad Sarmiento habría valorado la influencia de su doctrina sobre el desenvolvimiento [326] de la ciencia! ¡Cómo habría reído también, dentro de su barba, él, profundamente liberal, pero profundamente práctico también, si Comte le hubiera comunicado su visión de una sociedad organizada sobre los principios de su política! Después de la tiranía bestial de un Rosas, nada ha detestado más Sarmiento en su vida que el jacobinismo en todas sus formas...
Pero helo ya hecho un parisiense; un amigo, que no debía de ser lerdo, le da de entrada una lección de vida práctica, de gran valor para él. "No bien hubimos llegado, dice, llevóme a los Frères Provençaux, donde cenamos ambos por 60 francos; al día siguiente, por 30, almorzamos en el café de París; en un restaurant comimos por 10, en un pasaje; al día siguiente, fuimos a almorzar por 3 y a comer por 32 sueldos al Passage Choiseul; últimamente a una abominable pocilga, detrás de la Magdalena, decorada con el nombre de Hotel Inglés, donde se sirve carne cruda de procedencia más que sospechosa, porotos duros y cerveza infame, todo por un franco, para regalo de los que quieren salvar el honor de la bolsa, afectando anglomanía. Había, pues, en tres días, recorrido los siete escalones de la vida parisiense y conocido el camino que va de la opulencia a la escasez, haciéndome mi mentor este curso para precaverme de todo accidente. Lá-dessus, podía permanecer tranquilo; en una crisis financiera, conocía ya el camino del soi-disant Hotel Inglés".
He quedado pensativo después de este párrafo. ¡Cómo sería aquel Hotel Inglés, para haber hecho esa impresión sobre un estómago como el de Sarmiento! Para darse una idea de la indiferencia absoluta con que acometió—y eso hasta en su vejez—cualquier plato que se le ponía por delante, y de la conciencia de su valor en esas refriegas, no [327] puedo resistir a la tentación de transcribir este delicioso cuadro. Sarmiento viaja en Africa y es agasajado por un jefe árabe bajo la tienda. En una postura incómoda, que él trampea un poco, a pesar de su origen árabe, levantando una rodilla a la altura de la cara, esperaba a pie firme la diffa, el banquete obligado. Pero oigámosle:
"La diffa se anunció al fin; precedíala un plato de madera lleno de tortas fritas, colocadas simétricamente para dar lugar y apoyo a una docena de huevos durísimos que formaban una pirámide hacia el centro. Un árabe se lavó sólo la punta de los dedos en una sucia y abollada vasija de cobre, en la cual se nos sirvió en seguida agua para beber, más tarde leche de oveja, y luego agua de huevo. A cada ronda que la malhadada vasija hacía, seguíanla mis ojos de mano en mano para llevar cuenta de los puntos del borde donde los árabes ponían sus labios. ¡Esfuerzo inútil! Al fin descubrí una abolladura inaccesible que me reservé desde entonces para mi uso personal. El árabe que se había lavado dos dedos lo suficiente para alcanzarse a discernir de lejos la costa firme que descubría la parte virgen de la mano, me descascaró dos huevos que engullí casi enteros, a fin de que pasase cuanto antes aquel cáliz de mi boca."
"Tenga Vd. paciencia, mi querido amigo, ya ve que cumplo con la promesa que a petición suya le hice de describirle las costumbres árabes. Las tortillas fritas vinieron en seguida, y aunque crasas y espirituosas en fuerza de lo rancio de la mantequilla, yo sostuve como un héroe mi posición, sin pestañear, sin titubear un momento, sin echar mano siquiera de uno de tantos subterfugios y engañifas de que en iguales casos se habría servido un gastrónomo vulgar. Más hice todavía. Habiéndome revelado algunos que aquel lago fangoso que se divisaba [328] en el fondo del plato y que yo había respetado, tomándolo por sebuno depósito de la fritanga, era miel de abejas, descendí hasta él con los pedazos de las tortillas, alzando una buena porción en cada revuelco. Hasta aquí todo marchaba en el mejor orden; pero aún faltaba lo más peliagudo de la empresa, y nada se había hecho, si no lograba hacer pasar el cuscussú, verdadero quis vel quid, para estómagos europeos, de la regalada gastronomía del desierto. Es el cuscussú una arenilla confeccionada a mano, hecha con harina frita sin sal y anegada después en leche. Confieso que cuando se presentó el enorme plato que lo contenía, el cuerpo me temblaba de pies a cabeza, no obstante que nunca he tenido miedo a manjar ninguno; un sudor helado corría por mis sienes, y el estómago, no que el corazón, me latía cual gime el niño a quien el pedagogo manda al rincón. Lo peor del caso era que yo debía principiar, como el héroe de la fiesta, sin lo cual nadie era osado de hundir su cuchara de palo en la movible arena farinácea. Repentinamente, como el que al bañarse en el mar se precipita de cabeza después de haber vacilado largo tiempo, presintiendo la impresión del frío, yo enterré mi cuchara hasta el mango, y sacándola llena de cuscussú y leche la sepulté en la boca. Lo que pasó dentro de mí en ese momento resiste a toda descripción. Cuando abrí los ojos, me pareció hallarme en un mundo nuevo; todos mis tendones contraídos por el sublime esfuerzo de voluntad que acababa de hacer, se fueron estirando poco a poco, y dispersándose con la alegría de soldados que abandonan la formación después de disipada la alarma, hija de alguna noticia falsa. De todo ello he concluído que, o el cuscussú no es abominablemente ingrato; o que Dios es grande y sus obras maravillosas; o, en fin, que no se ha inventado todavía el potaje que me ha de hacer volver la cara."
IV
Un momento, Sarmiento se había halagado con la idea de que la fuerza de la oposición contra el ministerio Guizot, encabezada por M. Thiers y uno de cuyos tópicos más formidables de ataque era la cuestión del Río de la Plata, empujaría al gobierno francés a tomar una actitud enérgica no sólo en nombre de la civilización y la humanidad, sino también de la dignidad de la Francia. Para dar una idea de la indiferencia pública respecto a los asuntos argentinos, indiferencia que reflejaba con mayor vigor aún en las esferas del gobierno, Sarmiento recuerda el folletín, que era el corte periodístico literario a la moda, que acababa de escribir León Gozlan, anunciando el establecimiento de una casa donde todos los agitados de la política, de las artes, de las letras y de la finanza, encontrarían, tarifadas, las horas de sueño necesarias para reparar sus insomnios caseros. Por el momento, la receta era hacer leer, en voz alta y entre bostezos, por un empleado de la casa "noticias del Río... de... ¡aah!... la... Plata! el Ge... ne... ral ¡aah!... Madari... aga ha derro... ta... do...!" El remedio era infalible y todo el mundo dormía a los cinco minutos. "Ese es el lugar que en la opinión pública ocupan nuestros asuntos del Río de la Plata", agrega Sarmiento.
Ya don Florencio Varela, a pesar de la acogida personalmente simpática que recibió de altas notabilidades francesas, había hecho la misma triste experiencia, y antes que él, Rivadavia y don Valentín Gómez, como después de todos ellos cuantos han tenido por su desgracia que ocuparse de las relaciones de nuestro país con esta Francia fantástica, que ardía de entusiasmo por los griegos sometidos [330] a la dominación, en el fondo mansa, de los turcos, y consideraba a Rosas como un gobierno conservador, estable y progresista. Lamartine, recuerda Sarmiento, preguntaba a Varela qué idioma hablábamos, y un periodista pedía al mismo Sarmiento pormenores sobre nuestras luchas con los mahometanos. Medio siglo más tarde, un ministro de negocios extranjeros de una monarquía europea, me preguntaba a mí si era cierto que la República Argentina pensaba, con el Salvador, Guatemala, Honduras, etc., formar un solo Estado... Hay que habituarse a estas cosas, trabajar en silencio y orden, hasta que nuestro país se levante tan alto sobre la línea del horizonte, que la distancia, como a los cuerpos celestes, no impida verlo y admirarlo. Si no me es permitido llevar, como Sarmiento, piedras ciclópeas para la fundación, llevemos cada uno nuestro grano de arena; nuestros hijos harán el resto, como nosotros hemos tratado de completar honradamente la obra de nuestros padres...
Sarmiento no se desanima, como no se desanimó jamás, por ese estado de la opinión y emprende su patriótica cruzada. Su primer choque es con M. Dessage, jefe del departamento político del Ministerio del Interior y brazo derecho de M. Guizot. Sarmiento le explica: "Entre nosotros hay dos partidos, los hombres civilizados y las masas semibárbaras.—El partido moderado, me corrige M. Dessage, esto es, el partido moderado que apoya a Luis Felipe, el mismo que apoya a Rosas.—No, señor, son campesinos que llamamos gauchos.—¡Ah! los propietarios, la petite propriété, la burguesía...—Los hombres que aman las instituciones, continúo...—La oposición, me rectifica el ojo y el oído de M. Guizot, la oposición francesa y la oposición a Rosas de esos que pretenden instituciones! [331] Me esfuerzo en hacerle entender algo, pero imposible! Es griego para él todo lo que hablo. En resumen, para ellos: Rosas igual Luis Felipe. La mazorca=el partido moderado.—Los gauchos==la petite propriété.—Los unitarios=la oposición.—Paz, Varela, etc.==Thiers, Rollín, Odilon-Barrot."
La conversación con M. Guizot es premeditadamente banal por parte de éste, que afecta creer que Sarmiento, viniendo de Chile, donde ha pasado seis años, no está interiorizado de los asuntos del Río de la Plata.
La entrevista con el vicealmirante Mackau, ministro de marina, es uno de los buenos trozos de la narración. Mackau es un imbécil acabado, de espeso cerebro al que no penetran las ideas ni a martillo. Cuando no entiende, sonríe afablemente, lo que hace que pase la vida sonriendo. Sarmiento, más cómodo que con M. Guizot, le espeta un discurso en tres partes, soberbio, admirable, el mejor que haya pronunciado jamás, según él, y de pronto se apercibe que el ruido de sus palabras llega al oído del almirante como un "vago auvergnat" que no ha escuchado ni comprendido. El rencor de Sarmiento es formidable, y cuando más tarde ve a Mackau ocupar su asiento en la Cámara, en el banco de los ministros, le llama molusco!
Sarmiento va a buscar la opinión de los americanos mismos, residentes en París y en todas partes encuentra "igual incapacidad de juzgar". "San Martín es el ariete desmontado ya, que sirvió a la destrucción de los españoles; hombre de una pieza; batido y ajado por las revoluciones americanas, ve en Rosas el defensor de la independencia amenazada y su ánimo noble se exalta y ofusca. Sarratea el compañero de orgía de Jorge IV, antes de ser rey de Inglaterra, viejo escéptico, [332] Voltaire que no ha escrito, hoy todavía en París mismo modelo de finura, de gracia noble y de sencillez artística en el vestir, tiene, con más talento y menos despilfarro, la gastada conciencia de Olañeta. Rosales, el hombre más amable, el cortesano de la monarquía, todo bondad para nosotros, ha sido educado en este punto por Sarratea, su Mephistópheles, el cual lo lanza a las confidencias con Luis Felipe, a quien pone miedo con la indignación de la América."
En fin, ve a M. Thiers. Este le escucha con atención, le pregunta por Varela, se muestra satisfecho de sus datos, del nuevo aspecto de la cuestión que le presenta, mucha agua bendita, mucho jarabe de pico, pero en el fondo, el egoísmo feroz del orador y del político, que no ve sino temas de discursos y argumentos de oposición, en la agonía de un pueblo entero que perece bajo la bota de un bárbaro. A la despedida, como un obsequio singular, Thiers comunica a Sarmiento, bajo la mayor reserva, que en la próxima sesión de la Cámara, a la que le invita a asistir, va a hablar tres horas. Me represento al petulante marsellés regocijándose ya del efecto que va a producir sobre el espíritu de ese joven americano, a quien ha descubierto ilustración y talento y que se va a convertir, de regreso a su lejana patria, en trompeta de su fama.
Y Sarmiento va a la Cámara, contempla el curioso espectáculo, sobre todo para un sudamericano de entonces, de esas sesiones tumultuosas, vacías y teatrales. Desde entonces me parece que el régimen parlamentario está condenado a sus ojos. Treinta años más tarde, redactaba yo El Nacional de Buenos Aires y no era, por cierto, tierno para la administración de Avellaneda. Sarmiento, como era natural, era siempre el primero en la casa y los artículos que se le ocurría escribir, venían [333] directamente al Gerente, que los entregaba a la composición, sin darme aviso, de acuerdo conmigo, sino en los casos en que era necesario mechar de verbos el artículo o apuntalar una que otra frase que había quedado en el aire. No recuerdo a propósito de qué incidente en el que el Ministerio había hecho un triste papel en el Congreso, y tomando como base los estudios sobre la Inglaterra en el siglo XVIII, de M. de Rémusat, escribí un artículo convencido, entusiasta y, a mi juicio, irrefutable, sobre las ventajas del régimen parlamentario y la necesidad de reformar nuestra constitución en ese sentido. Al día siguiente, al mismo tiempo que recibía cuatro líneas cariñosas y aprobatorias del doctor Vicente F. López, llegó a mis manos... mi propio diario, El Nacional. En el sitio de honor, que era el que se reservaba siempre a todo lo que Sarmiento escribía, porque el estilo bastaba para firmarlo, se registraba la filípica más furibunda que el redactor de El Nacional hubiera recibido hasta entonces. Iluso, ignorante, atrevido, propagador de malas ideas, ¡qué no me decía Sarmiento! Tuve un momento de indignación ante esa falta de atención, de consideración para con un hombre que desde que había empezado a pensar por sí mismo, había sido un partidario decidido y ardiente de Sarmiento. Tomé el diario y me fuí derechamente a su casa, dispuesto a decirle todo lo que tenía adentro y poner las cosas en su lugar. Me recibió con su cordialidad un tanto uniforme para todo el mundo, y antes de darme tiempo de tomar una actitud trágica y comenzar mi dolora, tomó la palabra, como siempre, y debutó por esta frase:—"¿Ha visto usted un artículo preconizando el sistema parlamentario en El Nacional de ayer?"—Ni una palabra del autor; y en el fondo, no sé si sabía que era o no mío, ni le importaba [334] un bledo. De ahí partió para una carga a fondo contra su cauchemar, tan completa, tan enérgica y tan decisiva, que mis convicciones tambalearon y ante aquella elocuencia, aquel saber y aquella experiencia, en vez de formular las recriminaciones proyectadas, incliné la cabeza, hice la venia y salí.
Después he visto el régimen parlamentario en acción, como todos los que han inventado los hombres para gobernar las sociedades; lo que he visto en Francia y especialmente en España, país cuyas condiciones políticas y electorales se acercan más a las nuestras, no ha sido por cierto como para debilitar las opiniones de Sarmiento. Ningún sistema es bueno cuando no encarna la tradición de un pueblo, sus costumbres y sus ideas. Por eso el gobierno parlamentario es una maravilla en Inglaterra y un absurdo en España. Por eso pienso que, hoy por hoy, el mejor régimen político para la Rusia, es la autocracia. Nadie me podrá quitar de la cabeza que es una inspiración de insano dar derechos electorales a los negros de Dakar o a ciertos blancos del otro lado del agua...
En el recinto, Sarmiento ve a "M. Mauguin, centro izquierdo, a Berryer, centro derecho, en la izquierda a Barrot, Arago, Cormenín, Ledru-Rollin. Lamartine, el vizconde, que tenía su asiento en la extrema derecha, va caminando hacia la izquierda, como Beaumont y Duvergier de Hauranne; Emilio de Girardin está en el beau milieu del centro, es ministerial". La descripción del discurso de Thiers, a pesar de la admiración que su facundia y su habilidad le causan, revela en Sarmiento la triste impresión que le produce la inanidad de esas paradas oratorias. El aplomo doctrinario, el soberbio desdén de M. Guizot, la autoridad pedante de [335] sus maneras de magister, la falta de honestidad que en el fondo hace ver la defensa de hechos turbios, de verdaderos atentados a la moral pública, la obediencia servil de aquella masa de elegidos del sufragio restringido, pero cuidadosamente escogido, todo hace comprender a Sarmiento que aquel régimen está condenado y sus días contados. Esa monarquía de Julio, que muchos conservadores en Francia consideran hoy mismo como la época edénica de la libertad política, fué uno de los sistemas más corrompidos y corruptores de la historia francesa. Entre otros detalles, Sarmiento recuerda aquella donación a Luis Felipe del corte de los bosques, que a razón de un corte por siglo debía producir cuatro millones de francos anuales y al que, por una talla devastadora, el rey ciudadano hizo producir setenta y cinco millones el primer año!...
V
La narración de la visita de Sarmiento a San Martín, es floja, o mejor dicho, la entrevista misma no responde a nuestra expectativa. Se adivina que ha debido ser incómoda, poco cordial, a pesar de la deuda de gratitud que el ilustre guerrero tenía para con el escritor que había reivindicado en el corazón de Chile, el puesto de honor que correspondía a San Martín. Podemos hoy hablar, con la reverencia que debemos a nuestros mayores, sobre todo a hombres como el vencedor de Maipo, con la verdad que la justicia de la historia impone. Debía ser necesario todo el respeto y toda la gratitud inteligente de los hombres como Varela, Sarmiento y otros argentinos ilustres que visitaban a San Martín en su retiro, para rendirle ese homenaje. El [336] envío de la espada de los Andes, símbolo vivo de la más pura de nuestras glorias, al tirano brutal que condenaba ante los ojos del mundo el esfuerzo por la independencia, debió herir mortalmente el alma de los patriotas que hacía quince años, en el destierro, en la prisión, en el martirio, sostenían la causa de la libertad. Es esa una triste página en la historia del gran emancipador, tan triste como el abandono frío que hizo de su patria agonizante, para ir a buscar en los campos de batalla, con un ejército que consideraba suyo a la manera de un condottiere italiano, la gloria militar que ambicionaba. No, no es posible sostener que la adhesión de San Martín a Rosas venía de su americanismo exaltado y de su temor o su odio al extranjero. El extranjero, para él, había sido el español, el godo, y precisamente la única legión de extranjeros que combatía por Rosas, era el cuerpo de 600 españoles que, a las órdenes de Oribe, estrechaba el sitio de Montevideo. Lo que había en el fondo era un odio, sí, pero contra los hombres del congreso de 1826, contra los unitarios, que al pasar San Martín delante de Buenos Aires, no pudieron olvidar que a su desobediencia y al indiferentismo con que miró las angustias de su patria, bajo pretexto de no manchar sus laureles en las luchas civiles, debimos los horrores del año XX. Los unitarios pudieron equivocarse y la historia empieza ya a juzgar severamente los errores de los más preclaros de entre ellos; pero la pureza de intención de los que elevaron a Rivadavia a la presidencia, será siempre un título de respeto para todas las generaciones de argentinos.
Nada encuentro más digno de veneración que la figura y la acción de los hombres civiles de [337] la lucha por la independencia, nada más noble y grande que el valor, la perseverancia inteligente, la serena tenacidad de Pueyrredón. La vida de campaña, la batalla, la victoria, la entrada triunfal en las ciudades conquistadas ¿no es acaso un sueño vivido para un militar? ¡Para ellos, a quienes el mundo dió todo lo que el hombre puede aspirar sobre la tierra, las estatuas, las tumbas regias, los honores póstumos! ¡Para el patriota abnegado que luchó, con el santo amor de la patria en el alma, en medio de la asechanza, del odio, de la división y de la discordia, sacando de la miseria recursos para armar ejércitos, con la Europa entera coaligada contra su país, con Artigas en las selvas, los portugueses en Montevideo y Morillo en el horizonte, para él, para Pueyrredón, el olvido y la ingratitud nacional! ¡No sé donde está su tumba!
Fuera de las páginas consagradas a su acción colosal en los trabajos históricos de López y Mitre, no hay un libro en nuestra literatura sobre el Directorio de Pueyrredón. Y sin embargo, ¿qué vida más preciosa y qué tema más simpático puede encontrar la pluma de un escritor argentino? Las estatuas han empezado a levantarse sobre nuestro suelo, símbolos vivos de la gratitud nacional. No sé que exista ni un busto de Pueyrredón. Nuestros partidos de campaña, nuestros departamentos lejanos, van recibiendo el nombre de los hombres secundarios de la revolución o las luchas civiles. A Pueyrredón también se le asignó el suyo, pero como si fuera por un propósito premeditado de olvido, nadie llama al partido Pueyrredón, sino Mar del Plata. Por fin, en la misma ciudad de Buenos Aires, donde existe una plaza [338] "Lorea", pero no un habitante que pueda decir quién fué ese ciudadano así glorificado, donde dos de las calles principales se llaman de Buen Orden y la Piedad, existe sólo una callejuela, creo que es la más corta de todas, para conmemorar la memoria del gran Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Hago un llamado a la juventud argentina y le entrego esa obra de reparación. Si ella estudia esa vida, su entusiasmo por aquella nobleza de alma, esa altura y esa distinción intelectual, ese valor moral incomparable, la llevará a realizar lo que nosotros debimos hacer y no hemos hecho, y pronto la soberbia figura de Pueyrredón se levantará en una de nuestras plazas, para orgullo de nuestros ojos.
VI
"Al despedirme de mi buen amigo el señor Montt, refiere Sarmiento, le decía yo con aquella modestia que me caracteriza: la llave de dos puertas llevo para penetrar en París, la recomendación oficial del gobierno de Chile y el "Facundo"; tengo fe en este libro. Llego, pues, a París y pruebo la segunda llave. ¡Nada! Ni para atrás, ni para adelante; no hace a ningún ojo. La desgracia había querido que se perdiese un envío de algunos ejemplares hecho de Valparaíso. Tenía yo uno, pero ¿cómo deshacerme de él? ¿Cómo darlo a todos los diarios, a todas las revistas a un tiempo? Yo quería decir a cada escritor que encontraba: anch'io! Pero mi libro estaba en mal español y el español es una lengua desconocida en París, donde creen los sabios que sólo se hablaba en tiempo de Lope de Vega o Calderón; después ha degenerado en [339] dialecto inmanejable para las ideas; tengo, pues, que gastar cien francos para que algún orientalista me traduzca alguna parte."
Aquí empieza para Sarmiento la azarosa tribulación del autor novel que con su manuscrito debajo del brazo se presenta a los dispensadores de gloria. Por consejo de un amigo, ve a M. Buloz, el tuerto director de la Revista de Ambos Mundos y de la Opera Cómica, el hombre sobre quien se ejercitaba con más furia la acerba crítica de los escritores franceses, pero cuya perseverancia creó la revista tipo, que durante tan largos años ha mantenido su incontrastable autoridad sobre el mundo civilizado, hasta que muerto el cíclope, y refractaria a la penetración de las nuevas corrientes que debían refrescar y vivificar su sangre, vió crecer a su lado émulos que en otro tiempo habría despreciado y que le toman hoy una buena parte de su sitio al sol.
Nuestro pobre americano, consciente del valor de su trabajo, vuelve todas las semanas a conocer el destino que le espera. ¡Nada! No se ha leído aún: hasta el otro jueves. Sarmiento persiste, porque quiere conocer a los hombres de letras y desea ser introducido por su "Facundo", para que le traten de igual a igual. Por fin, un día, día radiante para él, "las puertas de la redacción se me abren de par en par. ¡Qué transformación! M. Buloz tiene dos ojos esta vez, el uno que mira dulce y respetuosamente, el otro que no mira, pero que pestañea y agasaja, como perrito que menea la cola. Me habla con efusión, me introduce, me presenta a cuatro redactores que esperan para solemnizar la recepción. Soy yo el autor del manuscrito.... (una reverencia).... el americano... (una reverencia), el estadista, el historiador... me saludan, me hacen reverencias. [340] Se habla del libro. Hay un redactor encargado del Compte-rendu de los libros españoles, que quiere ver la obra entera para estudiar el asunto. M. Buloz me suplica que me encargue de la redacción de los artículos sobre la América. La Revista ha faltado a su título de Ambos Mundos, por falta de hombres competentes; podemos arreglarnos. Desgraciadamente, el artículo sobre mi libro no puede aparecer sino en dos meses. Están tomadas las columnas para muchos más; pero se hará una alteración."
Contento con esa recepción y esa esperanza (el artículo de la Revista apareció[23] cuando Sarmiento estaba en Barcelona, donde tanto por cartas de introducción como por el éxito de su trabajo, M. de Lesseps, el futuro hombre de Suez, cónsul de Francia entonces, le recibió muy cordialmente), animado ya, pues, Sarmiento ve a algunas notabilidades de las letras, a Ledru-Rollin, en casa de San Martín, de quien es vecino, a Jules Janín, en su escritorio, saliendo encantado de su trato familiar. Penetra en el salón de madame Tastu, "donde puede entrar la mano muy [341] adentro de las llagas de la Francia". Allí ve a Cormenín, a Tissot, el diarista formidable que tanto contribuyó a dar en tierra con los Borbones. Por fin, sus estudios sobre educación primaria le ponen en contacto con sabios y hombres profesionales.
Sarmiento, que viene de un mundo semibárbaro aún, donde los restos de aquella civilidad estrecha y acompasada de la colonia se han refugiado en un núcleo social bien restringido, mientras la masa del pueblo, sumida en la anarquía, parece retrogradar al salvajismo, queda encantado ante la cultura de ese pueblo francés, que lleva de frente los más arduos trabajos de la inteligencia, las más delicadas creaciones del arte, sin decaer un punto de su virilidad ni en la energía con que defiende su patrimonio histórico...
Los bailes públicos de París, mucho más en voga entonces que medio siglo más tarde, pues la democracia ha penetrado hasta ellos y hoy se confunden allí no sólo todas las clases sociales, sino también todos los gremios, entretenían a Sarmiento lo que no es decible. Se asoma a ellos, dice, de vez en [342] cuando, "para curarme del mal de la patria, que me incomoda. No tengo ni gusto ni dinero para engolfarme en las costosas frivolidades cuyo goce envidio a otros. ¡Ah! si tuviera cuarenta mil pesos nada más, ¡qué año me daba en París! ¡Qué página luminosa ponía en mis recuerdos para la vejez! Pero soy sage y me contento con mirar, en lugar de pilquinear, como hacen otros".
¿Cómo es eso? ¿No pilquineamos porque no nos gusta o porque no tenemos cuarenta mil pesos? Tengo para mí que la segunda razón ha de haber influído más que la primera en la sagesse de Sarmiento, a estar a la complacencia con que describe el baile del Ranelagh, donde ha visto a Balzac, Jorge Sand y otras notabilidades literarias; el Chateau-Rouge, como iluminación, le fascina; Mabille, que ostenta las bailarinas más afamadas, la Chaumière, el edén del barrio latino, y a estar también al estilo inflamado con que describe las proezas coreográficas de la Rigolette, precursora ancestral de Grille d'Egout y la Goulue.
El Hipódromo le inspira una brillante descripción. En fin, va a todas partes, mira, observa, se mueve y va haciendo piel nueva dentro de esta atmósfera, sin acción para aquellos que han nacido refractarios a todo progreso interno, pero incomparable para acelerar el desenvolvimiento de todo germen de luz que brille vacilante en el fondo de una conciencia humana.
Sarmiento se pone en camino para España y en las duras e implacables páginas que consagra a la madre patria, y cuyo estudio sale de ese cuadro, parece dar la pauta a Buckle para su inexorable juicio. La Italia le atrae en seguida "para educarme y poder hablar de bellas artes." Promete volver a París después de estas correrías, pero sus cartas de viaje no mencionan una nueva permanencia [343] en la capital francesa. Del otro lado del mar le esperan los Estados Unidos, cuya admirable naturaleza describe con la misma pluma que trazó en el Facundo el cuadro inmortal de nuestra tierra. En aquel mundo nuevo desaparece el viejo espíritu curioso; cuando Sarmiento abandone la patria de Washington, será el hombre de Estado llamado a tan altos destinos...
Bajo la impresión de mi respeto profundo por la memoria de ese hombre extraordinario y del afecto que siempre me inspiró, he querido recorrer de nuevo los sitios que él visitó en París. En el andar vertiginoso de nuestro siglo, cincuenta años son un espacio enorme. Todo ha cambiado en la faz del mundo, incluso la patria que Sarmiento amó con toda su alma y a la que consagró, con admirable esfuerzo de cerebro y corazón, su larga y soberbia vida...
París, Octubre, 1896.
[23] He tenido la curiosidad de leer el artículo que la "Revista de Ambos Mundos" dedicó al "Facundo". Está en el número del 15 de Noviembre de 1846, bajo el título "De l'Americanisme et des républiques du Sud—La société argentine. Quiroga et Rosas". Luego el título completo del libro de Sarmiento y el de un folleto, "Cuestiones americanas", del mismo. Es un buen trabajo de M. Charles de Mazade, un análisis completo de "Civilización y barbarie". Se ve que el crítico ha aprendido el asunto en el libro que analiza y que ha leído con conciencia. Las "Cuestiones americanas" le han ayudado mucho para darse cuenta del estado de los países del Plata, que a la verdad no debía ser muy fácil de entender para un francés de 1846. Hablando de Montevideo, dice M. de Mazade: "se ha comparado Montevideo a Coblentz; Coblentz si se quiere, pero es allí que se refugió la inteligencia argentina". Sobre el libro, escribe: "obra nueva y llena de atractivo, instructiva como la historia, interesante como una novela, brillante de imágenes y de color".
"El libro del Sr. Sarmiento, agrega, es una de las obras excepcionales de la nueva América, en el que brilla alguna originalidad; es un estudio hecho sobre lo vivo, enérgico, profundo, de todos los fenómenos de la sociedad americana y particularmente de la sociedad argentina. El esplendor del estilo está a la altura del vigor del pensamiento".
"El "americanismo", dice más adelante, representa la holgazanería, la indisciplina, la pereza, la puerilidad salvaje, todas las inclinaciones estacionarias, todas las pasiones hostiles a la civilización; la ignorancia, la degeneración física de las razas, así como su corrupción moral..... Obligando a las potencias europeas a emplear las armas contra él, el americanismo ha puesto en claro un hecho que resume las relaciones de ambos mundos: es que la Europa se verá fatalmente empujada a hacer la conquista material de la América, si no hace pacíficamente su conquista moral".
El segundo término del vaticinio se va cumpliendo, pero ¡cuán lentamente!
I
También yo, como la mayor parte de los que estas líneas lean, he atravesado la edad soberana por excelencia, aquella en la que se profesan ideas claras, netas y precisas sobre todas las cuestiones capitales de la vida humana, en la que poco se duda, todo se afirma, y en la que la voz de la experiencia suena como nota falsa en los oídos habituados a la rotundidad sonora de las afirmaciones absolutas. Es un fenómeno que ocurre allá por los veinte años y que dura más o menos tiempo, según la previa posición individual para resistir, dentro del ideal, a los rudos y repetidos golpes de la vida positiva. Entre esas convicciones profundas, tan numerosas como los deliciosos fenómenos de la naturaleza al venir la primavera, abrigaba una que, en materia de sociología política, formaba un credo definitivo y sobre el que nunca pensé, no diré cambiar de criterio, pero ni aún dudar. No concebía, no podía concebir otra forma legítima de gobierno, para las sociedades humanas, que el gobierno republicano y representativo. A lo sumo, allá en mis cavilosidades filosóficas sobre la materia, admitía que se pudiera disentir sobre las ventajas de la federación, y encontraba puesto en razón que hubiera gentes que sostuvieran la superioridad del[346] régimen unitario. Pero, admitir la legitimidad, menos aún, la conveniencia, en nombre de intereses más o menos graves, de la institución monárquica, me parecía tan absurdo entonces como no profesar el libre cambio o sostener la necesidad de reglamentar la libertad de la prensa. Todo argumento adverso a mi absolutismo democrático, se estrellaba contra la idea de la dignidad humana, en tal forma arraigada en mi conciencia, que no encontraba modus vivendi honorable entre ella y el privilegio antinatural de una familia sobre el resto del pueblo. Más tarde, procuraba explicarme esa preocupación, de la que participan todos los argentinos que viven exclusivamente dentro de la conciencia nacional, recordando los antecedentes políticos peculiares de nuestro país: aquel monarca español, viviendo eternamente en el limbo para nosotros; sus representantes aquí, insignificantes cuando no ridículos, nulos en los momentos de acción histórica; nuestra lenta y democrática formación colonial, y, por fin, la forma republicana de gobierno, surgiendo impetuosa en el suelo argentino, imponiéndose a los patriotas inconscientes de su fuerza irresistible, y arrastrando como hojarasca todas las combinaciones de la política y los cálculos de la diplomacia. Así procuraba explicarme, repito, ese sentimiento de repulsión que continuaba dominándome; y fué armado de esa inflexibilidad moral, de ese convencimiento recio e inabordable, que eché a rodar mi cuerpo y mi espíritu por esos mundos de Dios, movido por un impulso que creí durara un año y que me mantuvo casi tres, lustros lejos de mi patria. Fué durante ese tiempo y bajo la acción de los medios en que vivía, que mis ideas sobre el gobierno de los hombres, empezaron a recibir los primeros choques, a perder su austeridad, por decirlo así, y a moverse de tal suer[347]te, que aun hoy las siento crujir, presintiendo vagamente que he de llegar al término de mi jornada sin encontrar los medios de resolver el conflicto.
Ocúrreseme, pues, exponer sinceramente las fases de esa crisis, augurando a mis jóvenes lectores argentinos que, cual más, cual menos, pasarán todos por la misma, por poco que la proyección de su pensamiento alcance a la región de las ideas generales.
II
Hace ya más de medio siglo que Tocqueville reveló a la Europa el curioso fenómeno de la democracia natural, que había encontrado en los Estados Unidos; y digo natural, porque a mis ojos el mérito extraordinario de ese pensador, hoy un tanto olvidado y a cuyas obras sólo falta la mortaja del pergamino, fué ver en la democracia americana un hecho social y no un hecho legal. Vió que ese organismo político había surgido del seno de ese pueblo, por causas tan lógicas como las que determinan el clima de una región, y auguró a la Europa, para época no lejana, el advenimiento de la democracia triunfante, así que las condiciones sociales que en ella predominaban, se fueran acercando, bajo la acción de los progresos, de la ciencia y de la educación popular, al estado en que se hallaba la sociedad norteamericana. Tocqueville fué más lejos aún, y en un capítulo admirable dió la voz de alerta contra los peligros que ese triunfo definitivo podría traer para el progreso humano. Como acción general, la palabra de Tocqueville cayó en el vacío; los Estados Unidos eran para la Europa una nebulosa, interesante, sin duda, pero extraña a su sistema; algo así como los canales de Venecia, que se admiran sin[348] que por eso se le ocurra a nadie cavar y llenar de agua las calles de París o Viena.
Tocqueville estudiaba la marcha de la marea desde los orígenes de la historia moderna, y al determinar la ley de ascensión del número sobre las clases, en los organismos sociales, predecía, tal vez para una época más remota que la actual, el ascendiente irresistible de las masas. Más tarde, otro espíritu superior, tan noble y puro como el de Tocqueville, pero quizá más apasionado y menos sereno, Stuart Mill, llegaba, por el estudio del desenvolvimiento humano, al que había aplicado las reglas de una lógica por él dotada de nueva vida y vigor, a ese socialismo vago, indeterminado y temeroso, en el que caen los espíritus sinceros que en la tensión especulativa, pierden el contacto moderador de la tierra. Stuart Mill no cayó bajo aquella desesperanza triste y profunda que invadió el alma de Tocqueville, el día del golpe de Estado del 2 de Diciembre; pero la sorda irritación de su espíritu, ante la lentitud de las reformas que reclamaba como indispensables para la sociedad política de Inglaterra, le minaba sordamente. Era inglés y conocía a su patria; sabía que si ésta se había salvado de los horrores del 93, si no debía temerlos para lo futuro, como los temía Heine para la Alemania, era precisamente por ese andar pausado de la historia inglesa, ese respeto profundo a lo pasado, ese fetiquismo de lo existente, que sólo se rinde a la innovación cuando ésta ha penetrado ya en las costumbres. Nacía, la prisa de Mill, de que sentía rugir sordamente la ola; comprendía que nada ni nadie podría resistirla y juzgaba que, de no allanarle el camino, arrasaría todo.
Y bien, el hecho se ha producido, antes de la época predicha, y hoy nos encontramos con la de[349]mocracia triunfante en las ideas, en las costumbres y en las leyes. Veamos si la sociedad humana se va acercando al ideal, al objetivo lógico de todo organismo, colectivo o individual, esto es, a su bienestar y su perfeccionamiento.
III
Es indudable que las condiciones de la vida humana en el presente son infinitamente superiores a las del pasado. Por un fenómeno curioso, a medida que el sentimiento religioso se ha ido debilitando en la conciencia de los hombres, aquella piedad que él proclamaba como elemento de salvación y regla normal de la existencia, ha venido desarrollándose, ya sea por las exigencias de la defensa social, ya porque la cultura del espíritu determine un sentimiento de solidaridad, desconocido para aquellos que vivieron petrificados en la legitimidad de la división por castas. En todos los pueblos civilizados la caridad se ha organizado y a más de los donativos espontáneos, una buena parte de la renta pública está destinada a la manutención y abrigo de los desheredados. Hace cien años cada cama de hospital era, más que lecho, tumba de tres o más enfermos. Las gentes del campo esperaban como una bendición el retorno de la primavera, para alimentarse de las yerbas, a la par de los animales que custodiaban. Las leyes penales, de una crueldad inexcusable, castigaban los delitos del proletario con más rigor que los crímenes del grande. Las jurisdicciones especiales eran la regla, y la justicia era un mito que la imaginación popular, sumida en la desesperanza, colocaba en el pasado. Hoy, es tal la condición material del obrero, del agricultor, del vago mismo,[350] que habría sido un sueño ahora un siglo. Aquel obrero que en su furia instintiva arrojó al Ródano la máquina de tejer inventada por Jacquard, sin comprender que no hay ahorro de fuerza que no aproveche a la humanidad entera, fué el último representante de su tiempo. Con su grito de cólera se hundió para siempre la esclavitud del hombre y surgió el imperio de la ciencia sobre la naturaleza. La Revolución francesa, con sus declaraciones, sus derechos políticos, sus sacudimientos, sus grandezas y sus horrores, habría sido estéril para la humanidad, como lo fueron las de 1640 y 1688 de Inglaterra, si no hubiera precedido por pocos años aquel esfuerzo de la inteligencia humana que, con la física, la química y la mecánica, iba a transformar la faz del universo.
No es, pues, a las instituciones políticas que corresponde el honor del mejoramiento incontestable en las condiciones de la vida humana. La rapidez en el transporte de los cuerpos, en la transmisión de las ideas y de la palabra, no es mayor en Suiza que en Rusia; los descubrimientos de Claudio Bernard, de Chevreul y de Pasteur son la base de la industria así en Austria como en Bélgica. Bajo el punto de vista del bienestar humano, pues, ¿qué diferencia esencial hay entre los pueblos que gozan de instituciones democráticas y aquellos que se mantienen aún bajo el régimen monárquico? Confieso que no la veo; diferencia la hay, indudablemente, pero responde a causas completamente ajenas a este orden de ideas. Sería tan absurdo atribuir la potencia industrial de la Francia a su sistema actual de gobierno, como responsabilizar a la reyecía portuguesa de la decadencia de ese pueblo.
Por lo demás, la fuerza del sentimiento democrático no radica en su incorporación a las leyes[351] positivas, sino en su mayor o menor difusión en un pueblo y en su imperio en las costumbres. Si se da a la democracia su sentido general, que es algo más que el gobierno de todos para todos, que es la igualdad de derechos, la conciencia de la dignidad individual, sería absurdo suponer que un ciudadano argentino o francés, es más demócrata que un inglés. El hecho de ser nosotros o los franceses gobernados por un presidente electo, y los ingleses por un monarca hereditario, es tan insignificante para el desenvolvimiento de la sociabilidad humana como las tempestades de la atmósfera terrestre para la marcha del astro en el espacio. La monarquía hizo la Francia, la aristocracia hizo la Inglaterra, la oligarquía ha hecho a Chile, la democracia ha creado los Estados Unidos; he ahí hechos históricos incontestables. Pero ¿quién puede negar que la monarquía mató a la España, la aristocracia a la Polonia, la oligarquía a Venecia y la democracia a la vieja Italia? La historia se ríe ante la virtud mirífica de las instituciones; imitarlas, adaptarlas, todo es inútil. Se puede retardar el desarrollo de un pueblo con tanta fuerza, dándole una constitución liberal, como sujetándolo a un régimen absolutista. Las causas del progreso son más hondas y complicadas; las palabras, por más solemnemente que se escriban, no cambian ni modifican los hechos. España tiene hoy el juicio por jurados, el matrimonio civil, el sufragio universal, códigos civil y penal que son modelos del género; todas las conquistas de la democracia, en fin, incorporadas a la legislación positiva. En Inglaterra, el sufragio es restringido; la legislación política, civil y criminal es un caos, en el que los mismos jurisconsultos se pierden. Sin embargo, medid el camino andado por los dos pueblos!
IV
Entonces, si el régimen de gobierno es un factor despreciable en el problema de la felicidad humana, ¿por qué esas luchas incesantes de los pueblos, esos esfuerzos constantes por conquistar la libertad bajo todas sus formas? ¿Es un error general de la especie, y después de tantos siglos vamos a tener que constatar que toda esa enorme fuerza ha sido inútilmente gastada? No; lo único que el hombre comprueba es su absoluta incapacidad para explicar las causas últimas; el día en que se me revele la razón del organismo social de las hormigas, me será permitido creer que la ciencia positiva llegará en algún momento a explicar la historia humana. Uno de los espíritus más luminosos que han surgido en la humanidad, nos acaba de dejar su testamento filosófico. Renan piensa que Dios está en formación; que todo este gigante esfuerzo de lo creado, desde el átomo que existe dentro de la piedra hasta la iniciativa genial del hombre, desde el movimiento solemne de los mundos desconocidos, hasta el crecimiento misterioso de la yerba de los campos, todos estos fenómenos múltiples del Universo, son notas aisladas que un día llegarán a formar la armonía colosal e inconcebible a la que da el nombre de Dios. Voltaire había propuesto ya inventarlo; tanto vale lo uno como lo otro.
Dejemos, dejemos de lado ese problema de las causas finales, arrojado a la curiosidad del espíritu como un freno contra su infatuación. Pensemos, sí, con reposo, que todo va a alguna parte, constatemos el movimiento sin pretender averiguar el objetivo y volvamos modestamente los ojos a la tierra.
V
Y, pues que de movimiento hablamos, si no es para la conquista de regímenes de gobierno determinados, ¿qué causas y qué fin tiene ese sacudimiento pavoroso, extendido hoy por todo el mundo civilizado, esa protesta violenta contra el orden existente, que empieza a cubrir de sombras el porvenir?
La revolución social está en todas partes. A los sueños de los enciclopedistas, a las pastorales del abate de Pradt, a los organismos teatrales de Saint-Simon y a los sofismas elocuentes de Proudhon, ha sucedido un período de acción que, echando a un lado las especulaciones, entra resueltamente al combate y ataca de frente al enemigo que la experiencia ha demostrado ser el único, si bien terrible en la defensa y poderoso. Ese enemigo es precisamente la base, la piedra angular de nuestro organismo social, es la idea madre sobre la que hemos levantado este palacio maravilloso de las convenciones humanas: idea tan fuerte y extraordinaria que, a partir del momento en que el hombre cesó de ser una fiera salvaje, ha impuesto a los millones de individuos de la especie que no tienen pan, el respeto por las vituallas de los que se hartan; y que, extendiéndose con la ayuda de las convenciones morales, ha permitido que las mujeres hermosas sólo tengan, algunas veces, un solo dueño. Esa idea es la de la propiedad, y es contra ella que se ejercita el empuje del movimiento de reacción que se observa en el mundo actual. Revelaría un candor y una inocencia incomparables, aquel que creyera que van en busca de reformas políticas los nihilistas rusos, los anarquistas franceses, los socialistas alemanes, los fasci ita[354]lianos, los huelguistas de Inglaterra y Norte América, los cantonales españoles, todos los descontentos que, bajo las mil denominaciones que las circunstancias locales les imponen, trabajan con una unidad de acción quizá inconsciente, como instrumentos fatales, a la destrucción de lo existente. ¿Pensáis que ese esfuerzo patente, profundo, como que arranca de las entrañas mismas de la masa humana, va tras el ideal del régimen representativo, el cual empieza a tomar los contornos de una superstición vetusta, o tras el sufragio universal, más ilógico y absurdo, como criterio de gobierno, que el viejo derecho divino que suplantó por una aberración de que el mundo moderno empieza a darse cuenta? No: si el nihilista ruso busca la muerte del zar, es porque la autócrata representa la propiedad y es la encarnación del orden social establecido. El anarquista francés se ríe de la democracia imperante, de la libertad electoral o de las garantías individuales de que goza, como el inglés, el italiano o el español.
Es tal el progreso del espíritu humano en este siglo y tan enorme la suma de datos reunidos y clasificados, tanto en el orden científico como en el orden moral, que el razonamiento general que autoriza la previsión, empieza a ejercitarse sobre materias que se confundían, hace cien años, con los misterios impenetrables de las causas finales. Un geólogo os dirá hoy cuánto tiempo durará la provisión terrestre de hulla; un demógrafo la población probable de una ciudad dentro de un siglo; un filósofo la época, quizá próxima, en la que se extinguirán para siempre esas luces vagas y vacilantes de los últimos dogmas sagrados, que fueron el sustento del alma de nuestros mayores. Hace cincuenta años se predecía el triunfo de la democracia para el fin de esta centuria, y ya,[355] para decenas de millones de hombres, las instituciones democráticas parecen vetustas y anticuadas. Puede, pues, preverse, no ya el triunfo de las nuevas ideas, sino la ruina de las actuales. Porque el rasgo esencial de toda revolución general y profunda en la historia, es precisamente su carácter destructor y su incapacidad absoluta para definir y precisar el ideal nuevo que encarna. Atila marchaba ciegamente sobre el mundo romano, como la piedra de una honda lanzada por una mano providencial. La Europa se echaba sobre el Asia en las Cruzadas, realizadas con un pretexto pueril, y cuatro siglos más tarde sobre la América, entre sueños de oro y de proselitismo. ¿Pensaba Alarico, pensaban Godofredo o Ricardo, Pizarro o Cortés, en lo que iban a levantar sobre las ruinas de lo que destruían? Directores de hombres o movimientos colectivos inconscientes, todos son instrumentos fatales, que aparecen en el momento necesario, bajo la acción de leyes desconocidas, pero reales.
VI
Ante ese problema pavoroso de una transformación social, profunda e inminente, el espíritu no puede ya apasionarse por las fútiles combinaciones de la política ni por las excelencias de un sistema de gobierno sobre otro. ¿Qué significado pueden tener esas palabras mismas: qué puede entenderse por gobierno, libertad, orden, familia, derecho, patria, el día que desaparezca el suelo que les da vida: esa idea de la propiedad que sustenta y sostiene todo nuestro mecanismo social? Ese desapasionamiento, esa serena contemplación de las corrientes generales que arrastran a la especie humana en busca de nuevos ideales, es altamente sa[356]ludable. Enseña a creer y esperar, enseña a restringir el horizonte del esfuerzo intelectual y moral, a mejorarnos para ser más útiles en la tarea transitoria que nos ha sido departida. Al correr de los tiempos, cuando los últimos baluartes de la sociedad actual hayan cedido; dentro de dos o tres mil años, cuando se hable de la propiedad como nosotros hablamos del feudalismo, que no hace aún quinientos años fué una institución salvadora, tan fuerte que parecía perdurable, ¿qué nuevos organismos imperarán sobre los escombros de lo que hoy existe? La insolubilidad del problema no debe inquietarnos, firmes en nuestra fe inalterable en el destino de la especie, el cual es ir siempre adelante, al mejoramiento y a la perfección. Si a la milésima generación de nuestros descendientes se le acaba el carbón, ya encontrarán cómo mover sus máquinas y defenderse contra el frío; aun queda bastante grasa sobre la tierra y no la usamos ya para alumbrarnos[24]. Aun esconden los cerros en sus entrañas bastante oro y ya lo hemos reemplazado con tiras de papel, más o menos oscilantes en su significación, pero que, por el momento, constituyen pura y simplemente la base de nuestra organización. Si los hombres del siglo 50 estudian nuestros códigos civiles, como nosotros estudiamos la legislación de los vedas, que fué tan positiva en su época como nuestra reglamentación edilicia actual, opongamos de antemano, a la sonrisa de conmiseración que nos dedicarán, el asombro con que constatarán el atraso de ellos mismos, sus propios descendientes, allá por el siglo 150 o 200.
Si somos razonables, si admitimos que ese movimiento de reacción general obedece a leyes desconocidas, pero ineludibles, es lógico que nuestros adversarios, los obreros ciegos del porvenir, reconozcan a su vez la existencia de leyes en virtud de las cuales nos oponemos a su tendencia. Ellos sostienen que la propiedad es un anacronismo y una injusticia monstruosa: nosotros pensamos que sin ella no se habría organizado en sociedad la raza humana, y que andaríamos aún, como en la edad primitiva, a dentelladas y trancazo limpio. Ellos nos suprimen por la dinamita, nosotros los suprimimos por la ley. Debe ser necesario, para los objetivos finales, ese carácter un tanto agrio de la controversia. Si las instituciones sociales pudieran modificarse tan fácilmente como las políticas, bastaría con dos o tres jornadas gloriosas, como las de julio, para que un Ravachol durmiera en el Eliseo o en Windsor. Por el momento, no teniendo el honor de vivir en el siglo 50 y juzgando que ese incidente no sería favorable a la felicidad de los hombres, nos oponemos a él con todas nuestras fuerzas y nos defendemos con todas nuestras armas.
[24] Goethe, a principios del siglo pasado, decía que uno de los mayores benefactores de la humanidad, sería el que inventara una clase de velas que hiciera inútil el uso de las despabiladeras.
VII
Jamás una lucha entre los hombres se ha iniciado con caracteres más horribles. Es precisamente en este momento de la historia humana, en que la conciencia general condena y maldice las hecatombes del pasado, las guerras sin cuartel de la antigüedad, el martirio de los cristianos, los exterminios religiosos de los siglos XVI y XVII, cuando la bestia que la civilización había conseguido domeñar, se despierta más feroz que nunca y, en nombre de pretendidos derechos, de sueños de[358] ebrio, asesina ancianos, mujeres y niños, y elige los corazones más nobles para partirlos con el puñal del asesino!
La muerte de Carnot[25] que ha conmovido al mundo entero, porque la altura moral de ese hombre ennoblecía a la especie toda, parece indicar que el período fatal se acerca y que el incendio va a comunicarse a toda la tierra civilizada. ¡Triste y sombría es la perspectiva! En cuanto a nosotros, aquellos que crean que la riqueza de nuestro suelo y la facilidad de nuestra vida, van a eximir a nuestro país de ser teatro de combates de ese género, se equivocan, a mi juicio. Nada hay comparable en el mundo actual a la condición del proletario francés; la maravillosa feracidad de esa tierra, su belleza, su desenvolvimiento industrial, la laboriosidad y la iniciativa de ese pueblo amable e inteligente, su organización casi perfecta en lo humanamente posible, dan con toda holgura al obrero, el pan, el salario y la tranquilidad necesarios para el viaje de la vida. En pocas partes los salarios son más altos, en ninguna las asociaciones de mutua protección más perfectas, ni la autoridad más paternal para el desheredado. Y es allí donde estalla con más fuerza esta reacción iracunda contra la desigualdad social! Se creería que esos hombres obran movidos por un atavismo inconsciente, por el rencor acumulado en el corazón de cien generaciones de parias, que ha venido a estallar precisamente en el momento en que el sufrimiento y el largo penar cesaban para sus descendientes![359] ¿Qué remedio oponer? ¿Cómo hablar de razón al demente enfurecido? El viejo papa, en este estertor de todas las viejas creencias humanas, habla un lenguaje ya muerto sobre la tierra, y hace un llamado a esos descarriados para que vuelvan al seno de la Iglesia. Otros, los filósofos, los teóricos, los que tienen fe en la eficacia de la inteligencia humana, hablan del socialismo de Estado. No es una novedad el nuevo específico y el éxito de los ensayos hechos no anima por cierto a recomenzarlos. Además, preconizar la omnipotencia del Estado ante aquellos que buscan ciegamente su aniquilamiento, paréceme realmente un ilogismo candoroso.
En 1836, cuando la democracia estaba lejos de triunfar sobre el mundo europeo, ante los peligros que su victoria hacía entrever para el porvenir, el noble escritor que antes he citado, exclamaba:
"¿Pensaré que el Creador ha hecho al hombre para dejarle agitarse en medio de las miserias intelectuales que nos rodean? No puedo creerlo: Dios prepara a las sociedades europeas un porvenir más fijo y más tranquilo; ignoro sus designios, pero no cesaré de creer en ellos porque no puedo penetrarlos y prefiero dudar de mis luces que de su justicia."
Esa es la buena palabra y esa es la buena ruta para todos, para aquellos que dudan, como para los que creen que el mundo marcha guiado por una voluntad divina. De la misma manera que las batallas se ganan por la suma de los esfuerzos individuales, y que el deber del soldado es combatir y vencer al enemigo que tiene al frente, el deber de cada hombre es trazar su camino con claridad y seguirlo con firmeza. Un país será próspero y grande, no porque se desenvuel[360]va bajo tal o cual régimen de gobierno, sino porque sus hijos conciban bien sus deberes de patriotismo y los cumplan como buenos. El patriotismo no está sólo en pelear en los combates al son del himno y a la sombra de la bandera, no está sólo en cantar las glorias patrias; está también y sobre todo en la prudencia, la fuerza de voluntad para contener las indignaciones violentas, la fe en la evolución que cura, y no en el prurito de la revolución que mata. "La verdad y el derecho legitiman algunas y raras revoluciones, pero no acompañan, en todo lo que emprende, al espíritu revolucionario. Lo que se llama así, no es el noble espíritu que animaba a los autores de las revoluciones necesarias; es el gusto de las revoluciones por ellas mismas; es el movimiento continuo de esas almas sin regla que la imaginación gobierna a falta de la razón, aquellas para quienes las ideas innovadoras son las solas verdaderas y las ideas extremas las únicas lógicas. Los que juzgan todo permitido a la abnegación, toman por abnegación al fanatismo y creen absueltas, y aun santificadas en sus excesos, las pasiones que hacen el mal en nombre del bien. El espíritu revolucionario, no, no es la adhesión de un Holandés a la revolución de 1579, de un Inglés a la revolución de 1688, de un Americano a la de 1776, de un Francés a la revolución de 1789; es el amor por las revoluciones sin término. Harto ha sacudido nuestro país ese genio de la agitación perpetua. Harto nos ha faltado esa constancia que se apega a los bienes adquiridos y sabe guardar sus conquistas. Soñarlo todo, tentarlo todo, es el medio de perderlo todo." ¿No parecen, acaso, escritas para nosotros esas palabras que el luminoso espíritu de Carlos de Rémusat pone al frente de sus admirables estudios sobre la Inglaterra en el siglo XVIII?
[25] En los seis años transcurridos desde que estas páginas fueron escritas, nuevas víctimas no menos nobles, no menos ilustres, han caído asesinadas. Cánovas, la emperatriz Isabel, el rey Humberto I, el Presidente Mackinley continúan la serie, sin que las sombras que cubren el horizonte nos permitan esperar que esta se haya cerrado para siempre.
VIII[361]
En cuanto a nuestras sociedades nuevas y en formación, la manera como en ellas repercuten los fenómenos políticos y sociales de carácter general que hemos apuntado, constituye un problema especial, cuya solución no está en nuestras manos. No son las instituciones, no son las leyes, lo hemos visto ya, las que fijarán y determinarán el rumbo deseado. El factor principal que, en el estado actual de la Europa, ejerce una influencia poderosa e indiscutida en la gestación que está elaborando los nuevos destinos humanos: la raza, sufre entre nosotros una modificación tan fundamental, que complica y da otro aspecto al problema.
¿Preponderará con el tiempo algún espíritu especial de raza entre nosotros? ¿Los grandes e irresistibles medios de asimilación que posee el suelo americano, y en él el nuestro principalmente, concluirán por hacer del pueblo que habita la vasta región argentina, una sociedad homogénea, con caracteres étnicos propios? Todo parece indicarlo así; pero no está tampoco ahí el problema del porvenir.
No se puede hacer que los ríos remonten su corriente, y la vieja farmacopea es inútil ante la patología actual. Reformar nuestra constitución, en el sentido de hacer desaparecer sus aberraciones y arcaísmos, es como quitar la mancha de una mosca en el disco de un telescopio para ver más cercanos los astros. Agregarle, en forma preceptiva, las tres o cuatro aspiraciones socialistas formuladas en primer término, sería inhábil y peligroso: la concesión de una parte nunca satisfizo a los que piden el todo. Además, volvemos a lo[362] mismo: la ineficacia de la ley escrita, buena o mala. Los ingleses, contentos y cómodos dentro de su caos institucional, comparaban a la constitución norteamericana con un aro de acero puesto a un tronco joven, y auguraban que impediría el crecimiento de éste. Los americanos contestaban que el aro se haría flexible y se ensancharía armoniosamente con el árbol. No, no es eso; el árbol crece porque sus raíces están en tierra fecunda, y el fenómeno del desenvolvimiento de ese pueblo responde a causas ajenas a la influencia de su constitución política.
No, no reformemos nuestra carta. Con ella vamos un poco a tropezones, pero vamos. Habría tanta justicia en atribuirle nuestras miserias, como nuestros éxitos. Los que sueñan con el régimen parlamentario como panacea, o los que desearían ver sancionado por la ley política el unitarismo imperante de hecho, me hacen el efecto de los que procuran resolver el problema de la aviación con cuerpos más ligeros que el aire, cuando la experiencia nos enseña que las aves pesan más que aquél.
¿Y el remedio, entonces? se nos dirá a los que arriesgamos pasar por pesimistas, al presentar sinceramente un cuadro de observaciones hechas serena y desapasionadamente. No vislumbramos sino uno: la cultura moral del individuo, que determinará la cultura y la inteligencia de la masa. El átomo caracteriza al cuerpo, y si el átomo es susceptible de perfeccionamiento, ahí está el remedio supremo. La esperanza y el honor de la raza humana, está en la noción innata del deber; ese es el átomo que hay que cultivar y perfeccionar. Su desenvolvimiento sano y vigoroso dará vida a las virtudes necesarias para la armonía y el progreso social.
Es vulgar y nimio, pero el hombre no ha inventado otra cosa. Tengamos siempre limpio el corazón, cultivemos siempre la inteligencia: al resplandor de esas luces, es difícil errar el buen camino. Nunca alcanzaremos la conciencia de marchar en él, pero es el único remedio de tener la de intentarlo.
París, Enero de 1902.
La primera impresión, al pisar de nuevo el suelo francés, es complicada y compleja: sin embargo, dos rasgos característicos parecen desprenderse sobre el confuso ondear del espíritu, que, curioso, vuela de una sensación a otra, como buscando la clave de un enigma. El primero de esos rasgos, es la persistencia irreductible de los modos y formas que esta mezcla de razas, cuya resultante es el francés, se ha dado para vivir su vida. Todos los pueblos de la Europa, los del Extremo Oriente mismo, el Japón ayer, tal vez mañana la China, modifican su modalidad, incompatible ya con el concepto de la vida actual y la necesidad de luchar por ella; todos se adaptan flexiblemente a las exigencias de un ambiente diverso al que respiraron durante siglos, todos cambian sus métodos de trabajo, sus sistemas de producción, mostrándose así dispuestos a disputar el terreno a todo competidor. La Francia, única, ve que la rutina la está minando como un mal sordo e inflexible; ve que, de la cumbre desde donde, no ha mucho, dominaba a la humanidad, va descendiendo con una rapidez que, medida con la vasta unidad de tiempo con que se computan los movimientos de los pueblos sobre la tierra, es realmente vertiginosa. Su población dis[366]minuye; la cifra de su comercio baja anualmente, a medida que sube la de su deuda; los hombres todos del globo que, movidos por esa claustrofobia que echa a los seres humanos fuera de su casa y de su patria—y que otrora no tenían más norte que París,—se sienten hoy atraídos por muchos otros centros que, explotando las afinidades de raza y las facilidades del idioma, hacen esfuerzos de todo género por acaparar una parte de la incomparable clientela de París. La Francia sabe todo eso; pero su concepción de la vida es tan armónica con la estructura de la gente que la habita, que cambiarla en este momento de su vida histórica, le es poco menos que imposible. De ahí se desprende el segundo rasgo característico de que antes hablé: la impresión de decadencia.
Decadencia innegable. Contra la ley de evolución que hace desaparecer naciones enteras, imperios poderosos, ciudades estupendas, hasta no dejar de ellas ni rastros sobre la corteza del globo, algunos pueblos modernos parecen precaverse hasta donde la humana prudencia alcanza a ver. La Inglaterra a la cabeza, ha cubierto el mundo con ramas vigorosas de su tronco robusto; cuando la isla, orgullosa como la Samos de Polícrates y como ella guerrera y rica, haya desaparecido, como desapareció aquella maravilla del mar Egeo, nuevos pueblos de habla y alma inglesas, surgirán triunfantes y enérgicos, como surgen hoy esos Estados Unidos de América, que son la pesadilla de la Europa.
Pero esta dulce Francia, ¿cómo va a revivir en el tiempo y el espacio? ¿Será acaso en su Argelia más irreductible que el acero, tan árabe hoy como el día de la conquista, tan cerrada a todo espíritu que no arranque del Corán y sobre la que han pasado, rozando apenas su epidermis, dos mil años[367] de cultura greco-romana y otros tantos de cristianismo? ¿Será en las vastas regiones de la Indo-China, donde su espíritu lucha, no ya con la tenacidad del semita africano, sino con la flexible y moluscular blandura del ariano asiático, sobre cuya alma ningún sello deja impresión durable? ¿Será en el Africa obscura, tan impenetrable a su espíritu luminoso, como sus bosques centrales al paso del europeo?
No, organismos como estos, a los que un capricho de la historia ha permitido, un momento de su vida, unir la fuerza y la riqueza a la inteligencia y a la más alta cultura, no pueden persistir. Como la madre admirable que la dió vida, como aquella Grecia que, mientras engendraba todo lo grande, todo lo noble, todo lo bello que han conocido los hombres sobre la tierra, sacaba del inagotable fondo de su energía, fuerzas para luchar contra el Bárbaro o para desgarrarse en lucha fratricida, la Francia terminará el corto ciclo de su hegemonía política y guerrera, en la conciencia de perderla para siempre. Sentirá que la atmósfera ha variado por completo para ella—y en la imposibilidad de modificar su organismo, vivirá, como la vieja madre, en la contemplación del pasado. Y a medida que la nueva forma de Barbarie, el modo americano, vaya invadiendo la tierra entera, destruyendo aquí una obra de arte, allí un recuerdo histórico, más allá un monumento consagrado a perpetuar un ridículo acto de sublime desinterés, a medida que el pico demoledor del contratista de casernas de diez pisos en avenidas de cincuenta metros, derribe cuanto a su paso encuentre, de todos los rincones de la tierra habitada, vendrán en peregrinación a esta nueva ciudad de Pallas Athenea, todos los hombres que conservan el alma enamorada del arte. París ni será ya, quizá, el centro sensual de[368] hoy; su epicureísmo se habrá refinado, inmaterializado casi. Y como en el mundo romano, a partir del segundo siglo del imperio, la atracción de Atenas crecía a medida que la conquista se extendía, así París, a medida que el espíritu penetre más y más en los rincones hoy silenciosos del globo, será la luz única que en medio de la opaca atmósfera ambiente, vendrán a buscar todos los asfixiados de ese triste mundo.
Y quién sabe si el francés, de día en día más cómodo en su rica y despoblada tierra y por tanto más sedentario, acabará por ser, en el extranjero, un objeto de curiosidad, al que se hará venir a precio de oro, como los sátrapas persas a los artistas griegos, para levantar un templo a los dioses, para esculpir en mármol la figura de un triunfador en la palestra, para enseñar el arte divino de la música o el no menos olímpico de incrustar en el verso rítmico y cadencioso, el alto pensamiento o el concepto gentil.
Y así la historia, como todo lo creado, continuará renovándose eternamente, bajo la serena indiferencia de la naturaleza, que es lo único inmutable.
Págs. | |
Miguel Cané | 4 |
Advertencia de la presente reedición | 7 |
Prólogo, por Horacio Ramos Mejía | 9 |
JUVENILIA | |
---|---|
Advertencia del autor | 23 |
Introducción | 25 |
I. | 35 |
II. | 39 |
III. | 41 |
IV. | 45 |
V. | 49 |
VI. | 51 |
VII. | 53 |
VIII. | 57 |
IX. | 59 |
X. | 61 |
XI. | 65 |
XII. | 67 |
XIII. | 71 |
XIV. | 73 |
XV. | 75 |
XVI. | 79 |
XVII. | 83 |
XVIII. | 85 |
XIX. | 89 |
XX. | 91 |
XXI. | 93 |
XXII. | 97 |
XXIII. [370] | 101 |
XXIV. | 105 |
XXV. | 109 |
XXVI. | 115 |
XXVII. | 119 |
XXVIII. | 123 |
XXIX. | 127 |
XXX. | 131 |
XXXI. | 133 |
XXXII. | 135 |
XXXIII. | 137 |
XXXIV. | 141 |
XXXV. | 143 |
XXXVI. | 147 |
PROSA LIGERA | |
España | |
Una visita de Núñez de Arce | 155 |
Por montes y por valles | 165 |
El arte español | 177 |
La cuestión del idioma | 191 |
En la tierra | |
Tucumana | 205 |
La primera de "Don Juan" en Buenos Aires | 217 |
En el fondo del río | 227 |
De cepa criolla | 245 |
A las cuchillas | 261 |
Aguafuerte | 285 |
Recordando | |
Mi estreno diplomático | 295 |
Sarmiento en París | 313 |
Nuevos rumbos humanos | 345 |
Ocaso | 365 |
Nota del Transcriptor: Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas.
End of the Project Gutenberg EBook of Juvenilla; Prosa ligera, by Miguel Cané *** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK JUVENILLA; PROSA LIGERA *** ***** This file should be named 41575-h.htm or 41575-h.zip ***** This and all associated files of various formats will be found in: http://www.gutenberg.org/4/1/5/7/41575/ Produced by Adrian Mastronardi, Carlos Colon and the Online Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive) Updated editions will replace the previous one--the old editions will be renamed. Creating the works from public domain print editions means that no one owns a United States copyright in these works, so the Foundation (and you!) can copy and distribute it in the United States without permission and without paying copyright royalties. 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