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The Project Gutenberg eBook of Mala Hierba, by Pío Baroja.

The Project Gutenberg EBook of Mala Hierba, by Pío Baroja

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almost no restrictions whatsoever.  You may copy it, give it away or
re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
with this eBook or online at www.gutenberg.org


Title: Mala Hierba

Author: Pío Baroja

Release Date: June 23, 2013 [EBook #43017]

Language: Spanish

Character set encoding: ISO-8859-1

*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK MALA HIERBA ***




Produced by Carlos Colon and the Online Distributed
Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was
produced from scanned images of public domain material
from the Google Print project.)






OBRAS PUBLICADAS

PÍO BAROJA

"Paradox, Rey", 3 ptas.—"La feria de los discretos", 3,50.—"La busca", 3,50.—"Nuevo tablado de Arlequín", 3,00.—"Juventud, egolatría", 3,50.—"El árbol de la ciencia", 3,50.—"La veleta de Gastizar", 4,00.—"Los caudillos de 1830", 4,00.—"Idilios y fantasías", 3,00.—"Mala hierba", 3,50.

JULIO VALLÉS

"El Niño" (vida de Jaime Vingtras), 4 ptas.

ENRIQUE BARBUSSE

"El fuego en las trincheras", 4 ptas.

CARLOS RIVET

"El último Romanof" (historia del Tsar de Rusia y su corte), 3,50 ptas.

JUAN GUALBERTO NESSI

"Aventuras del submarino alemán U...", 2 ptas.

JULIÁN SOREL

"Los hombres del 98, Unamuno", 2 ptas.


LORENZO GALLEGO CARRANZA

"Lecciones de Topografía". Obra adaptada al nuevo programa de esta asignatura en la Academia de Infantería y aprobada como texto definitivo para la misma por R. O. de 25 de junio de 1917, 9 ptas. Contiene 32 láminas en colores.

OBRAS DE PÍO BAROJA

"Vidas sombrías" (agotada).—"Idilios vascos" (agotada).—"El tablado de Arlequín", 1 pta.—"Nuevo tablado de Arlequín", 3,00.—"Juventud, egolatría", 3,50.—"Idilios y fantasías", 3,00.

LAS TRILOGÍAS

TIERRA VASCA

"La casa de Aizgorri", 1 pta.—"El Mayorazgo de Labraz", 3,00.—"Zalacain el Aventurero", 1,00.

LA VIDA FANTÁSTICA

"Camino de perfección", 1 pta.—"Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox", 1,00.—"Paradox, Rey", 3,00.

LA RAZA

"La dama errante", 3 ptas.—"La ciudad de la niebla", 3,00.—"El árbol de la ciencia", 3,50.

LA LUCHA POR LA VIDA

"La Busca", 3,50 ptas.—"Mala hierba", 3,50.—"Aurora roja", 3,50.

EL PASADO

"La feria de los discretos", 3,50.—"Los últimos románticos", 3,00.—"Las tragedias grotescas", 3,00.

LAS CIUDADES

"César o nada", 4 ptas.—"El mundo es ansi", 3,50.

EL MAR

"Las inquietudes de Shanti Andía", 3,50 ptas.

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

"El aprendiz de conspirador", 3,50.—"El escuadrón del Brigante", 3,50.—"Los caminos del mundo", 3,50.—"Con la pluma y con el sable", 3,50.—"Los recursos de la astucia", 3,50.—"La ruta del aventurero", 3,50.—"La veleta de Gastizar", 4,00.—"Los caudillos de 1830", 4,00.

LA LUCHA POR LA VIDA

MALA HIERBA

Copyright by Rafael Caro Raggio 1918.
Es propiedad.
Prohibida la reproducción.

Imprenta y litografía de Rafael Caro Raggio.

PÍO BAROJA

LA LUCHA POR LA VIDA

MALA HIERBA

NOVELA

image1

RAFAEL CARO RAGGIO: EDITOR

VENTURA RODRÍGUEZ, 18

1918

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

El taller.—La vida de Roberto Hasting.—Alex Monzon.

Roberto se había levantado de la cama, y vestido con su traje de calle y sentado a una mesa llena de papeles, escribía.

El cuarto era una guardilla trastera, baja de techo, con una gran ventana a un patio. El centro del cuarto lo ocupaban dos estatuas de barro, de un armazón interior de alambre, dos figuras de más del tamaño natural, descomunales y estrambóticas, estaban ambas solamente esbozadas, como si el autor no hubiera sabido acabarlas; eran dos gigantes rendidos por el cansancio, los dos de cabeza pequeña y rapada, pecho hundido, vientre abultado y largos brazos simiescos. Los dos parecían agobiados por un abatimiento profundo. Frente a la ventana, ancha, había un [10] sofá tapizado con una percalina floreada; en las sillas y en el suelo se levantaban estatuas medio envueltas en trapos húmedos; en un ángulo aparecía una caja llena de pedazos secos de escayola, y en un rincón un lebrillo con barro.

De cuando en cuando Roberto miraba a un reloj de bolsillo colocado sobre la mesa entre los papeles: se levantaba y daba unos paseos por el cuarto. Por la ventana, en las galerías de las casas de enfrente, se veían pasar mujeres desharrapadas y sucias; de la calle subía una baraúnda ensordecedora de gritos de las verduleras y de los vendedores ambulantes.

A Roberto, sin duda, no le molestaba aquella continua algarabía, y al cabo de poco rato se sentaba y seguía escribiendo.


Mientras tanto, Manuel subía y bajaba las casas de toda la calle en busca de Roberto Hasting.

Hallábase Manuel con decisión para intentar seriamente un cambio de vida, se sentía capaz de tomar una determinación enérgica y dispuesto a seguirla hasta el fin.

Su hermana mayor, que acababa de casarse con un bombero, le regaló unos pantalones rotos de su esposo, una chaqueta vieja y una bufanda raída. Además añadió a la donación una gorra de forma y de color absurdos, un sombrero hongo anciano y algunos buenos y vagos consejos acerca del trabajo, el cual, como nadie ignora, es el padre de todas las virtudes, como el caballo es el más noble de todos los animales y la ociosidad la madre de todos los vicios.

Es muy posible, casi seguro, que Manuel hubiese [11] preferido a estos buenos y vagos consejos, a esta gorra de forma y color absurdos, a la chaqueta vieja, al sombrero anciano, a la bufanda raída y a los pantalones rotos, una pequeña cantidad de dinero, ya fuera en cuartos, en plata o en billetes.

La juventud es así, no tiene norte ni guía; imprevisora siempre, concede más valor a los dones materiales que a los espirituales, sin comprender en su ignorancia absoluta que una moneda se gasta, un billete se cambia, y las dos cosas pueden perderse, y en cambio un buen consejo ni se gasta ni se pierde, ni se reduce a calderilla, y tiene además la ventaja de que sin cuidarse de él para nada, dura eternamente, sin enmohecimiento ni deterioro. Prefiriese una cosa u otra, hay que confesar que Manuel tuvo que contentarse con lo que le dieron.

Con este lastre de los buenos consejos y de las malas prendas de vestir, sin vislumbrar ni un cuarto de luz en su camino, Manuel repasó en la memoria la corta lista de sus conocimientos, y pensó que de todos, el único capaz de favorecerle era Roberto Hasting.

Penetrado de esta verdad, para él muy importante, se dedicó a buscar a su amigo. En el cuartel ya le habían perdido de vista hacía tiempo; doña Casiana, la de la casa de huéspedes, a quien Manuel encontró en la calle, no sabía las señas de Roberto, y le indicó que quizá el Superhombre las supiera.

—¿Sigue viviendo en su casa de usted?

—No, estaba ya harta de que no me pagara. No sé donde vive; pero le encontrarás en El [12] Mundo, un periódico de la calle de Valverde que tiene un letrero en el balcón.

Buscó Manuel el periódico de la calle de Valverde y lo encontró en seguida; subió al piso principal de la casa, y se detuvo ante una puerta cerrada con un cristal, en donde había grabados dos mundos, el antiguo y el moderno. No había timbre ni llamador de campanilla, y Manuel se puso a repiquetear con los dedos en el cristal, encima precisamente del nuevo mundo, y en esta ocupación le sorprendió el mismísimo Superhombre, que llegaba de la calle.

—¿Qué haces aquí?—le dijo el periodista, mirándole de arriba a abajo—¿Quién eres tu?

—Yo soy Manuel, el hijo de la Petra, la de la casa de huéspedes, ¿no se acuerda usted?

—¡Ah, sí!... ¿y qué quieres?

—Quisiera que me dijese usted si sabe donde vive don Roberto, que creo que ahora es periodista.

—¿Y quién es don Roberto?

—El rubio... el estudiante amigo de don Telmo.

—¿El niño litri aquél?... ¡yo que sé!

—¿Ni donde trabaja tampoco?

—Creo que da lecciones en la academia de Fischer.

—No sé en qué sitio está esa academia.

—Me parece que en la plaza de Isabel II—contestó el Superhombre de un modo displicente, mientras abría la puerta de cristales con un llavín y entraba.

Manuel fué a la academia; aquí un ordenanza le dijo que Roberto vivía en la calle del Espíritu Santo, en el número 21 o 23, no sabía a punto [13] fijo, en un piso alto, donde había un estudio de escultor.

Manuel buscó la calle del Espíritu Santo; la geografía de esta parte de Madrid le era un tanto desconocida. Tardó en dar con la calle, que estaba en aquellas horas animadísima; las verduleras, colocadas en fila a los lados de la calle, anunciaban sus judías y sus tomates a voz en grito; las criadas pasaban con sus cestas al brazo y sus delantales blancos; los horteras echaban un párrafo recostados en la puerta de la tienda con la cocinera guapa; corrían los panaderos entre la gente con la cesta en equilibrio sobre la cabeza, y el ir y venir de la gente, y el gritar de unos y de otros formaba una baraúnda ensordecedora y un espectáculo abigarrado y pintoresco.

Manuel, abriéndose paso entre el gentío y las cestas de tomates, preguntó por Roberto en los números que le indicaron; no le conocían las porteras, y no tuvo más remedio que subir hasta los pisos altos y enterarse allí.

Después de varias ascensiones dió con el estudio del escultor. En el extremo de una escalera sucia y oscura se encontró con un pasillo en donde charlaban unas cuantas viejas.

—¿Don Roberto Hasting? ¿Uno que vive en el taller de un escultor?

—Será ahí en esa puerta.

La entreabrió Manuel, se asomó y vió a Roberto escribiendo.

—Hola, ¿eres tú?—dijo Roberto—. ¿Qué hay?

—Pues venía a verle a usted.

—¿A mí?

—Sí, señor.

[14] —¿Qué te pasa?

—Que me he quedado parado.

—¿Cómo parado?

—Sin trabajo.

—¿Y tu tío?

—¡Oh, ya hacía tiempo que no estaba allí!

—¿Y cómo ha sido eso?

Manuel contó sus cuitas. Luego, viendo que Roberto seguía escribiendo rápidamente, se calló.

—Puedes seguir—murmuró Hasting—, te oigo mientras escribo; tengo que concluir un trabajo para mañana y necesito correr, pero te oigo.

—Manuel, a pesar de la indicación, no siguió hablando. Miró los dos jigantones derrengados que ocupaban el centro del taller y quedó sorprendido. Roberto, que notó el asombro de Manuel, le preguntó riendo:

—¿Qué te parece eso?

—Qué sé yo. Da miedo. ¿Qué quieren decir esos hombres?

—El autor los llama Los Explotados. Quiere dar a entender que son los hombres a quienes agota el trabajo. Poco oportuno el asunto para España.

Roberto siguió escribiendo. Manuel separó la vista de los dos figurones y la dirigió por el cuarto. No tenía aspecto de riqueza, ni siquiera de comodidad; Manuel pensó que el estudiante no marchaba bien en sus asuntos.

Roberto echó una rápida mirada a su reloj, dejó la pluma, se levantó, y paseó por el cuarto. Contrastaba su elegancia con el aspecto miserable del cuarto.

—¿Quién te ha dicho dónde vivía?—preguntó.

[15] —En una academia.

—¿Y quién te ha indicado la academia?

—El Superhombre.

—¡Ah! El divino Langairiños... Y dime: ¿desde cuándo estás sin trabajo?

—Desde hace unos días.

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues estar a lo que salga.

—¿Y si no sale nada?

—Creo que algo saldrá.

Roberto sonrió burlonamente.

—¡Qué español es eso! Estar a lo que salga. Siempre esperando... Pero, en fin, tú no tienes la culpa. Oye. Si estos días no encuentras sitio donde dormir, quédate aquí.

—Bueno, muchas gracias. ¿Y la herencia de usted, don Roberto? ¿Cómo va?

—Marchando poco a poco. Antes de un año me ves rico.

—Me alegraré.

—Ya te dije que me figuraba que había un enredo de los curas en esta cuestión; pues, efectivamente, así es. Don Fermín Núñez de Letona, el cura, fundó diez capellanías para parientes suyos que llevaran su apellido. Sabiendo esto pregunté por estas capellanías en el Obispado; no sabían nada; pedí varias veces la partida de bautismo de don Fermín a Labraz; me dijeron que allí no aparecía tal nombre. Para aclarar este asunto he ido hace un mes a Labraz.

—¿Ha estado usted fuera de Madrid?

—Sí; he gastado mil pesetas. En la situación en que me encuentro, figúrate lo que representan mil pesetas para mí; pero no he tenido ningún [16] inconveniente en gastarlas. He ido, como te decía a Labraz; he visto el libro de partidas en la iglesia vieja y me he encontrado con que hay un salto en el libro desde el año 1759 al 60. ¿Qué es esto?, me dije. Miré, volví a mirar, no había señal de hoja arrancada; la numeración de los folios estaba bien, pero los años no concordaban y, ¿sabes lo que pasa?, que una hoja está pegada a otra. Después fuí al Seminario de Pamplona y conseguí encontrar una lista de los alumnos que estudiaron a fines del siglo XVIII y allí está don Fermín, y pone: Núñez de Letona, Labraz (Alava). De manera que la partida de bautismo de don Fermín se encuentra en la hoja pegada.

—¿Y por qué no ha hecho usted que la despeguen?

—No; ¿quién sabe lo que puede suceder?, podría levantar la caza. El libro queda allá. Yo he mandado a Londres mi escrito; cuando venga el exhorto, el Juzgado nombrará tres peritos que irán a Labraz y, ante ellos y ante el Juez y el Notario, se despegará la hoja.

Roberto, como siempre que hablaba de su fortuna, iba exaltándose; su imaginación le hacía ver perspectivas admirables de riqueza, de lujo, de viajes maravillosos. En medio de sus entusiasmos y de sus ilusiones apareció el hombre práctico; miró al reloj, se calmó en un instante, y se puso a escribir de nuevo.

Manuel se levantó.

—¿Qué, te vas?—le dijo Roberto.

—Sí; ¿qué voy a hacer aquí?

—Si no tienes para almorzar toma una peseta. No tengo más.

[17] —¿Y usted?

—Yo como en casa de un discípulo. Oye, si vienes a dormir, adviérteselo a mi compañero. Estará aquí dentro de un momento. Aún no se ha levantado. Se llama Alejo Monzon, pero le llaman Alex.

—Bueno; sí, señor.

Almorzó Manuel pan y queso y volvió al poco rato al taller. Un hombre rechoncho, de barba negra y espesa, cubierto con una blusa blanca, la pipa en la boca, modelaba en plastelina una Venus desnuda.

—¿Usted es don Alejo?—le preguntó Manuel.

—Sí, ¿que hay?

—Yo soy amigo de don Roberto, y he venido a verle hoy y le he dicho que no tenía trabajo ni casa, y él me ha indicado que podía dormir aquí.

—Tendrás que acostarte en el sofá—dijo el de la blusa blanca—, porque no hay otra cama.

—No importa. Estoy acostumbrado.

—¡Qué! ¿Tú tienes algo que hacer?

—Yo no.

—Anda, entonces ponte sobre la tarima; me servirás de modelo. Siéntate en esta caja. Así. Ahora apoya la cabeza en la mano como si estuvieras pensando en algo. Bueno. Está bien. La mirada más alta. Eso es.

El escultor se sentó, machacó de un puñetazo la Venus que estaba modelando y comenzó a levantar otra figura.

Manuel se cansó pronto de posar y se lo advirtió así a Alex, quien le dijo que descansara.

A media tarde entraron en la guardilla una porción de muchachos amigos del escultor; dos [18] de ellos se pusieron en mangas de camisa y comenzaron a amontonar barro en una mesa; un melenudo se sentó en un sofá. Llegaron poco después otros y comenzaron todos a charlar a voz en grito.

Hablaron y discutieron una porción de cosas, de pintura, de escultura, de comedias. Manuel pensó que debían de ser personas importantes.

Habían clasificado al mundo. Tal, era admirable; Cual, detestable; H, un genio; B, un imbécil.

No les gustaba, sin duda, las medias tintas ni los términos medios; parecían árbitros de la opinión, juzgadores y sentenciadores de todo.

Al anochecer se prepararon para salir.

—¿Tú te vas?—preguntó el escultor a Manuel.

—Saldré un momento a cenar.

—Bueno; ahí tienes la llave. Yo vendré a eso de las doce y llamaré.

—Está bien.

Manuel comió otra ración de pan y queso y dió un paseo después por las calles y, entrada la noche, volvió al taller. Hacía frío allá arriba, más frío que en la calle. Se acercó a tientas al sofá, se tendió y esperó a que viniera el escultor. Cerca de la una llamó y le abrió Manuel.

Alex venía ceñudo. Se metió en su alcoba, encendió una vela y anduvo paseando por el estudio hablando solo.

—Ese imbécil de Santiuste—le oyó murmurar Manuel—que dice que el no concluir una obra de arte es señal de impotencia. ¡Y me miraba a mí! Pero, ¿por qué le haré caso yo a ese idiota?

Nadie pudo dar al escultor una contestación satisfactoria, y siguió paseando por el cuarto lamentándose [19] en voz alta de la estupidez y de la envidia de sus compañeros.

Después, ya apaciguada su cólera, cogió la bujía, la acercó al grupo de Los Explotados y lo miró durante largo tiempo con curiosidad. Vió que Manuel no dormía y le preguntó cándidamente:

—¿Has visto tú algo más colosal que esto?

—Es una cosa muy rara—contestó Manuel.

—¡Sí es!—replicó Alex—. Tiene la rareza de todo lo genial. Yo no sé si habrá alguien en el mundo capaz de hacer esto. Quizá Rodín, Hum... ¿quién sabe? ¿Dónde te figuras tú que pondría yo este grupo?

—No sé.

—En un desierto. Sobre un pedestal de granito cuadrado, tosco, sin adornos. ¡Qué efecto produciría, eh!

—Ya lo creo.

El asombro de Manuel lo tomó Alex por admiración, y con la bujía en la mano fué quitando los paños que cubrían sus estatuas y enseñándoselas.

Eran figuras espantables y monstruosas: viejas encogidas con los pellejos lacios y los brazos hasta los tobillos, hombres que parecían buitres, chiquillos jorobados y deformes, unos de cabeza muy grande, otros de cabeza muy chica, cuerpos todos sin proporción ni armonía. Manuel sospechó si aquella fauna monstruosa sería una broma de Alex; pero el escultor hablaba entusiasmado y explicaba por qué sus figuras no tenían la estúpida corrección académica tan alabada por los imbéciles. Todas eran símbolos.

[20] Después de mostrar sus obras Alex, se sentó en una silla.

—No me dejan trabajar—exclamó con abandono—y lo siento, no creas que por mí, sino por el arte. Si Alejo Monzon no triunfa, la escultura en Europa retrocede cien años.

Manuel no podía decir lo contrario, y se echó en el sofá a dormir.

Al día siguiente cuando se despertó, Roberto estaba ya vestido elegantemente y escribiendo en su mesa.

—¿Está usted ya levantado?—le dijo Manuel con asombro.

—Hay que madrugar, amigo—contestó Roberto—, yo no soy de los que están a lo que salga. No viene la montaña a mí, pues yo voy a la montaña, no hay más remedio.

Manuel no entendió bien lo que quería decir Roberto con esto de la montaña, y desperezándose se levantó del sofá.

—Anda—le dijo Roberto—, ve por un café con media tostada.

Salió Manuel y volvió en seguida. Desayunaron los dos.

—¿Quiere usted alguna cosa más?—preguntó Manuel.

—No, nada.

—¿No piensa usted volver hasta la noche?

—No.

—¿Tantas cosas tiene usted que hacer?

—Muchas, ya lo creo. Ahora, después de traducir invariablemente diez páginas, voy a la calle de Serrano a dar una lección de inglés; de aquí tomo el tranvía y marcho al final de la calle de [21] Mendizábal, vuelvo al centro, me meto en la casa editorial y corrijo las pruebas de la traducción. Salgo a las doce, voy a mi restaurant, como, tomo café, escribo mis cartas a Inglaterra y a las tres estoy en la academia de Fischer. A las cuatro y media voy al colegio protestante. De seis a ocho paseo, a las nueve ceno, a las diez estoy en el periódico y a las doce en la cama.

—¡Qué barbaridad! Pero entonces usted ganará mucho—dijo Manuel.

—De 80 a 90 duros.

—¿Y vive usted aquí?

—Es que tú ves los ingresos, pero no los gastos. Tengo que enviar todos los meses 30 duros a mi familia para que mi madre y mis dos hermanas vayan viviendo. El proceso me lleva mensualmente 15 o 20 duros, y con lo demás voy pasando.

Manuel contempló con admiración profunda a Roberto.

—Pues hijo—exclamó Roberto—, para vivir no hay más remedio. Y es lo que debes hacer tú, buscar, preguntar, correr, trotar, algo encontrarás.

Manuel pensó que aunque le hubiesen prometido ser rey, no era capaz él de desenvolver una actividad semejante, pero se calló.

Esperó a que se levantara el escultor y hablaron los dos largamente de las dificultades de la vida.

—Mira, por ahora me sirves de modelo—dijo Alex—, y ya encontraremos alguna combinación para comer.

—Bueno, si señor, como usted quiera.

[22] Alex tenía crédito en la tahona y en la tienda de ultramarinos y calculó que la alimentación de Manuel le resultaría más barata que pagar un modelo. Los dos se decidieron a alimentarse de conservas y de pan.

No era el escultor perezoso, ni mucho menos, pero no tenía constancia en el trabajo, ni dominaba su arte; no sabía concluir sus figuras, y viendo que al ir a detallarlas los defectos iban apareciendo con más fuerza, las dejaba sin terminar. Su orgullo le hacía creer después que el modelar exactamente un brazo o una pierna era una labor indigna y decadente, y sus amigos, en quienes se daba la misma impotencia para el trabajo, corroboraban su idea.

Manuel no se preocupaba de cuestiones artísticas, pero muchas veces pensó que las teorías del escultor, más que convencimientos suyos, parecían pantallas para ocultar sus defectos.

Hacía un retrato o un busto, y se le decía: No se le parece, y él contestaba: Eso es lo de menos, y en todo pasaba lo mismo.

Manuel se fué aficionando a las reuniones del estudio por la tarde, y escuchaba con atención lo que decían los amigos de Alex.

Dos o tres eran escultores, otros pintores y literatos. Ninguno de ellos conocido. Pasaban el tiempo correteando de teatro en teatro y de café en café, reuniéndose en cualquier parte para tener el gusto de hablar mal de los amigos. Fuera de esta conversación en la cual todos concretaban admirablemente, en las demás se divagaba con placidez. Era un continuo discutir y proyectar, afirmar hoy, negar mañana, que a Manuel, [23] que no tenía base alguna de juicio, le despistaba por completo; no comprendía si hablaban en serio o en broma; les oía cambiar de opinión a cada momento y le chocaba cómo uno mismo podía defender cosas tan contradictorias.

A veces una alusión embozada, un juicio acerca de éste o del otro exasperaba a todos los de la reunión de tal manera, que entonces cada palabra tenía un retintín rabioso, y por debajo de las frases más sencillas se notaba que latía el odio, la envidia y la intención mortificante y agresiva.

En medio de aquellos jóvenes, casi todos de una mordacidad venenosa, solían acudir al taller dos tipos que permanecían tranquilos e indiferentes en medio del furor de las discusiones. Uno era ya algo viejo, grave, enjuto; se llamaba don Servando Arzubiaga; el otro, de la misma edad que Alex, se apellidaba Santín. Don Servando, aunque literato, no tenía vanidad literaria, o si la tenía era tan honda, tan subterránea, que no se le notaba.

Acudía al taller a distraerse, y fumando cigarrillos solía escuchar los diversos pareceres de unos y otros, sonriendo a las exageraciones, terciando en la conversación con alguna palabra conciliadora.

Bernardo Santín, el más joven de los contertulios indiferentes, no hablaba; le era muy difícil comprender que por una cuestión puramente literaria o artística pudiesen reñir de aquella manera.

Santín era flaco, tenía la cara correcta, la nariz afilada, los ojos tristes, el bigote rubio y la sonrisa insípida. Se pasaba este hombre copiando [24] cuadros en el Museo y cada vez lo hacía peor; pero desde que comenzó a frecuentar el estudio de Alex, las pocas aficiones al trabajo las había perdido por completo.

Una de sus manías era hablar de tú a todo el mundo. A la tercera o cuarta vez de ver a una persona ya la tuteaba.

Los conciliábulos en el estudio de Alex se conoce que no bastaban a los bohemios, porque de noche volvían a reunirse en el café de Lisboa. Manuel, sin ser considerado como uno de ellos, era aceptado en la reunión, aunque sin voz ni voto.

Por lo mismo que no hablaba se fijaba más en lo que oía.

Eran casi todos ellos de malos instintos y de aviesa intención. Sentían la necesidad de hablar mal unos de otros, de injuriarse, de perjudicarse con sus maquinaciones y sus perfidias, y al mismo tiempo necesitaban verse y hablarse. Tenían, como las mujeres, el afán de complicar la vida con miserias y pequeñeces, la necesidad de vivir y desenvolverse en un ambiente de murmuraciones y de intrigas.

Roberto pasaba por en medio de ellos tranquilo, indiferente; sin hacer caso de sus proyectos ni de sus discusiones.

Manuel creyó comprender que a Roberto le molestaba verle tan metido en la vida bohemia, y para congraciarse con él, una mañana le acompañó hasta la casa en donde daba su lección de inglés. Le contó por el camino que había hecho una porción de gestiones infructuosas para buscar trabajo, y le preguntó qué marcha debía seguir en adelante.

[25] —¿Qué? Ya te he dicho varias veces lo que debes hacer—contestó Roberto—; buscar, buscar y buscar. Luego trabajar hasta echar el alma por la boca.

—¡Pero si no tengo en dónde!

—Siempre hay donde trabajar si se quiere. Pero hay que querer. Saber desear con fuerza es lo primero que se debe aprender. Tú me dirás que no deseas más que vegetar de cualquier modo; pues ni eso conseguirás, y si te reúnes con los que vienen aquí al estudio, además de vago concluirás en sinvergüenza.

—¿Pero ellos?...

—Ellos yo no sé si han hecho o no indignidades; como comprenderás, eso a mí no me va ni me viene; pero cuando un hombre no puede comprender nada en serio, cuando no tiene voluntad, ni corazón, ni sentimientos altos, ni idea de justicia ni de equidad, es capaz de todo. Si esta gente tuviera un talento excepcional, podrían ser útiles y hacer su carrera, pero no lo tienen; en cambio han perdido las nociones morales del burgués, los puntales que sostienen la vida del hombre vulgar. Viven como hombres que poseyeran de los genios sus enfermedades y sus vicios, pero no su talento ni su corazón; vegetan en una atmósfera de pequeñas intrigas, de mezquindades torpes. Son incapaces de realizar una cosa. Quizá haya algo genial, yo no digo que no, en esos monstruos de Alex, en esas poesías de Santillana; pero eso no basta, hay que ejecutar lo que se ha pensado, lo que se ha sentido, y para eso se necesita el trabajo diario, constante. Es como un niño que nace, y la comparación, aunque [26] sea vieja, es exacta: la madre lo pare con dolor, luego le alimenta en su pecho y le cuida hasta que crece y se hace fuerte. Esos quieren hacer de golpe y porrazo una obra hermosa y no hacen más que hablar y hablar.

Roberto se detuvo para tomar aliento, y continuó con más dulzura.

—Aun así, ellos tienen la ventaja de estar en la corriente, se conocen unos a otros, conocen a los periodistas, y, amigo, la prensa hoy es una fuerza brutal. Pero tú no, tú no puedes acercarte a la prensa; necesitarías siete u ocho años de preparación, de buscar amistades, recomendaciones. Y mientras tanto, ¿de qué comes?

—No, si yo no quiero ser como ellos. Yo ya sé que soy un obrero.

—¡Obrero! ¡Quia! Ojalá lo fueras. Hoy no eres más que un vago y debes hacerte obrero. Lo que soy yo, lo que somos todos los que trabajamos. Muévete, actívate. Ahora la actividad para ti es un esfuerzo; haz algo; repite lo que hagas, hasta que la actividad sea para ti una costumbre. Convierte tu vida estática en vida dinámica. ¿No me entiendes? Quiero decirte que tengas voluntad.

Manuel contempló a Roberto desanimado; hablaban los dos en distinto idioma.

CAPÍTULO II

La señorita Esther Volowitch.—Una boda.—Manuel, aprendiz de fotógrafo.

A pesar de los consejos de Roberto, Manuel siguió sin buscar ni hacer nada útil, sirviendo de modelo a Alex y de criado a todos los demás que se reunían en el estudio.

Algunas veces, al pensar en las recomendaciones de Roberto, se indignaba en contra de él.

—Yo ya sé—pensaba—que no tengo su arranque, que no soy capaz de hacer lo que hace él. Pero su consejo es una tontería, al menos para mí. Me dice:—Ten voluntad.—Pero ¿si no la tengo?—Hazla. Es como si me dijesen que tuviera un palmo más de estatura. ¿No sería mejor que me buscase un sitio donde trabajar?

Manuel comenzó a sentir odio por Roberto. Esquivaba el encontrarse a solas con él; le daba rabia que en vez de proporcionarle algo, cualquier cosa, saliera del paso con un consejo metafísico imposible de llevar a la práctica.

Seguían los bohemios su vida desordenada, en [28] su continuo proyectar, cuando hubo en la reunión una baja, la de Santín. Un día faltó al café, al siguiente no apareció por el estudio, y en un par de semanas no se le vió el pelo.

—¿Dónde andará ese ganso?—se preguntaron todos.

Nadie lo sabía.

Una noche Varela, uno de los literatos, dijo que había visto a Bernardo Santín paseando por Recoletos con una señorita rubia que parecía inglesa.

—¡Rediez con los tontos!—exclamó uno.

—Eso es cosa vieja—repuso otro—. Ya lo dijo Schopenhauer, los fatuos, son los que tienen más éxito con las mujeres.

—¿De dónde habrá sacado esa inglesa?

—¡La ingle esa!... ¡Como no haya sido de la ingle!—dijo un jovencito, aprendiz de sainetero.

—¡Uf! Se va uno a intoxicar aquí con esos chistes—gritaron varios al mismo tiempo.

Se pasó a hablar de otra cosa. A los tres días de esta conversación apareció Santín en el café. Se le obsequió con un recibimiento estrepitoso, haciendo sonar las cucharillas y los platillos. Cuando terminó la ovación, le preguntaron:

—¿Quién es esa inglesa?

—¿Qué inglesa?

—¡Esa chica rubia con quien te paseas!

—Es mi novia; pero no es inglesa. Es polaca. Es una muchacha a la que he conocido en el Museo. Da lecciones de francés y de inglés.

—¿Y cómo se llama?

—Esther.

—Buena cosa para invierno—saltó el aprendiz de sainetero.

[29] —¿Por qué?—preguntó Bernardo

—Toma, porque una estera abriga mucho las habitaciones.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Fuera!—gritaron todos.

—¡Gracias! ¡Gracias, amado pueblo!—replicó impertérrito el jovencito.

Santín contó cómo había conocido a la polaca. Todos sentían alguna envidia por el éxito de Bernardo, y se encargaron de amargarle su triunfo, insinuando que la polaca podía ser una aventurera, podía tener cincuenta años, podía haber tenido dos o tres chiquillos con algún carabinero... Bernardo, que comprendió la mala intención, no volvió a presentarse en el café.

Un par de semanas después muy temprano aún dormía Manuel en el sofá del estudio, y Roberto, según costumbre, traducía sus diez páginas, lo que constituía su tarea diaria, cuando se abrió la puerta del estudio y apareció Bernardo. Se despertó Manuel al ruido de los pasos, pero se hizo el dormido.

—¿A qué vendrá éste?—se preguntó.

Bernardo saludó a Roberto y se puso a andar a un lado y a otro del estudio.

—Qué temprano vienes. ¿Pasa algo?—dijo Hasting.

—Chico—murmuró Santín deteniéndose en su paseo—, te tengo que dar una noticia muy seria.

—¿Qué hay?

—Que me caso.

—¡Que te casas tú!

—Sí.

—¿Con quién?

—¡Con quién ha de ser! Con una mujer.

[30] —Me lo figuro. ¿Pero tú estás loco?

—¿Por qué?

—¿Con qué vas a mantener a tu mujer?

—¡Hombre ... algo gano pintando!

—¡Pero qué has de ganar tú! No ganas dos perras gordas.

—Eso te parece a ti... Además mi novia da lecciones.

—Y piensas vivir a su costa... Vamos, lo comprendo.

—No, no, señor. No pienso vivir a su costa. Voy a poner una fotografía.

—¡Una fotografía! ¿Tú? ¡Si no sabes hacer retratos!

—Nada. Yo no sé nada, según tú. Pues habrá otros más brutos que yo que hagan retratos. No creo que para ser fotógrafo se necesite ser un genio.

—No; pero se necesita saber, y tú no sabes.

—Ya verás, ya verás como sé, hombre.

—Además, se necesita dinero.

—El dinero lo tengo.

—¿Quién te lo ha dado?

—Una persona.

—¡Qué suerte tienes chico!

—Ahí verás.

—¿A que le has sacado ese dinero a tu novia?

—No.

—¡Bah! No me engañes.

—Te digo que no.

—Y yo te digo que sí. ¿Quién te iba a dar el dinero si no? Una persona cualquiera se enteraría primero de tus conocimientos fotográficos, de si habías trabajado en algún taller; exigiría pruebas [31] de tu habilidad. Sólo una mujer puede creer así, bajo la palabra de uno.

—Es una mujer la que me presta el dinero, pero no es mi novia.

—Bueno. No me vengas con embustes. No creo que habrás venido a contarme unas cuantas bolas.

Roberto, que había dejado de escribir, reanudó su tarea.

Bernardo no contestó y siguió paseando por el cuarto.

—¿Te falta mucho?—preguntó de repente, parándose.

—Dos páginas. Si tienes que decirme algo, te escucho.

—Pues mira, la cuestión es ésta. El dinero, efectivamente, es de mi novia. Ella me lo ofreció.

—¿Qué podríamos hacer con esto?—me dijo. Y a mí se me ocurrió el instalar la fotografía. He alquilado un piso cuarto, con un taller muy hermoso, en la calle de Luchana, y tengo que arreglar la casa y la galería... Y la verdad, la galería yo no sé cómo arreglarla, porque hay que poner cortinas... Pero no sé cómo.

—Es raro eso en un fotógrafo, hombre, no saber cómo se arregla una galería.

—Yo sé manejar la máquina.

—Vamos, tú sabes lo que sabe todo el mundo, apuntar, dar al resorte y lo demás ... que lo haga otro.

—No; también sé lo demás.

—¿Sabrías reforzar una placa?

—Sí, ya lo creo que lo sabría.

—¿Cómo?

[32] —¿Cómo?... Pues lo vería en un manual.

—¡Qué fotógrafo! Estás engañando a tu novia de una manera miserable.

—Ella lo ha querido. Yo no sabré nada, pero ya aprenderé. Lo que quiero ahora es que escribas a estas dos casas de Alemania que traigo aquí apuntadas, pidiendo catálogos de máquinas y de los demás aparatos de fotografía. Además quisiera que pasaras por mi casa, porque tú, con tu talento, me puedes dar una idea.

—Me adulas de una manera indecente.

—No, es la verdad; tú entiendes de esas cosas. Conque ¿irás?

—Bueno, iré algún día.

—Sí, vete. La verdad, créeme, me quiero hacer una persona decente y trabajar, para que mi pobre padre pueda vivir en la vejez tranquilo.

—Hombre, me parece bien.

—Oye otra cosa. Este muchacho que tenéis aquí, ¿os sirve?

—¿Por qué?

—Porque yo me lo podía llevar a mi casa, y allí podría aprender el oficio.

—Mira, también eso me parece bien. Llévatelo.

—¿Querrá Alex?

—Con tal de que quiera el chico.

—¿Le hablarás?

—Sí, ahora mismo.

—¿Cuento con que escribirás esas cartas?

—Sí.

—Bueno; me voy, que tengo que comprar unos cristales. ¡Háblale al chico!

—Descuida.

—Gracias por todo. Y vete por mi casa, ¿eh? [33] Mira que de eso depende mi porvenir y el de mi padre.

—Iré por allá.

Bernardo estrechó las manos de su amigo con efusión y se fué. Roberto, al terminar de escribir, llamó:—Manuel.

—¿Qué?

—Estabas despierto, ¿eh?

—Sí señor.

—¿Has oído la conversación?

—Sí, señor.

—Pues si quieres, ya sabes. Ahí tienes un oficio que aprender.

—Iré, si le parece a usted bien.

—Lo que tú quieras.

—Entonces voy ahora mismo.

Manuel dejó la guardilla de Roberto sin despedirse de Alex y se marchó en busca de Bernardo Santín, a la calle de Luchana. Era la casa piso tercero, pero con el entresuelo y el principal resultaba quinto. Llamó Manuel y le abrió un viejo de ojos encarnados, el padre de Bernardo. Le explicó a lo que iba, y el viejo se encogió de hombros y se fué a la cocina en donde estaba guisando. Manuel esperó a que llegara Bernardo. La casa estaba todavía sin muebles; sólo había una mesa y unos cuantos cacharros en la cocina y en un cuarto grande dos camas. Llegó Bernardo, almorzaron los tres y dispuso Santín que el muchacho pidiera una escalera al portero y se dedicase a sujetar y a componer los cristales de la galería.

Después de dar estas órdenes, dijo que le esperaban y se fué.

[34] Manuel el primer día se lo pasó en lo alto de una escalera sujetando los cristales con listas de plomo y los rotos con tiras de papel.

Le costó mucho tiempo el arreglar los cristales; después Manuel colocó las cortinas y empapeló la galería con papel continuo de color azulado.

A la semana o cosa así apareció Roberto con los catálogos. Marcó con lápiz las cosas necesarias que se habían de traer, y le dijo a Bernardo cómo debía poner el laboratorio; le señaló un sitio en donde era conveniente hacer un tragaluz para poner las placas al sol y sacar las positivas, y le indicó otra porción de cosas. Bernardo se fijó en lo que le decía, y transmitió el encargo a Manuel. Bernardo, además de ser poco inteligente, era un gandul completo. No hacía absolutamente nada. Sólo cuando venía su novia a ver cómo marchaban los trabajos, fingía estar atareado.

Era la novia muy simpática; a Manuel le pareció hasta bonita, a pesar de tener el pelo rojo, y las pestañas y las cejas del mismo color. Tenía una carita blanca, algo pecosa, la nariz sonrosada, respingona, los ojos claros y los labios tan rojos y tan bonitos que despertaban el deseo de besarlos. Era de pequeña estatura, pero estaba muy bien formada. Hablaba rozando las erres y convirtiendo las ces en eses.

Parecía bastante enamorada de Bernardo, lo que a Manuel le chocó.

—Es que no le conoce—pensó.

Bernardo, con un convencimiento absoluto de su propia ciencia, le explicaba a la muchacha los trabajos que hacía, cómo iba a poner el laboratorio. [35] Lo que oía a Roberto se lo espetaba a su novia con un descaro inaudito. La muchacha lo encontraba todo muy bien; sin duda se prometía un porvenir risueño.

Manuel, que comprendía el timo que estaba dando Bernardo, pensaba si no sería una obra de caridad advertirle a la rubia que su novio era un zascandil que no servía para nada, pero ¡quién le metía a él en esto!

Bernardo se llevaba la gran vida; paseaba, compraba alhajas en las casas de préstamos, jugaba en el Frontón Central. Si algo hacía en casa era dar disposiciones contradictorias y embarullarlo todo. Mientras tanto el padre, indiferente, guisaba en la cocina y se pasaba el día entero machacando en el almirez o picando en el tajo.

Manuel iba a la cama tan cansado que se dormía enseguida; pero una noche en que no se durmió tan pronto, oyó en el otro cuarto a Bernardo que decía:—Voy a mataros.

—¿Le mata?—preguntó la voz del viejo de los ojos encarnados.

—Espera—replicó el hijo—, me has interrumpido.

Y volvió a comenzar nuevamente la lectura, porque no se trataba más que de una lectura, hasta llegar otra vez al: Voy a mataros. En las noches siguientes continuó Bernardo leyendo con un tono terrible. Era éste sin duda su único trabajo.

Bernardo no tenía más preocupación que su padre; lo demás le era completamente indiferente; le había sacado el dinero a su novia y vivía con aquel dinero y lo gastaba como si fuera suyo. [36] Cuando llegaron la máquina y los demás artefactos de fotografía de Alemania, al principio se entretuvo en impresionar placas que reveló Roberto; pronto se aburrió de esto y no hizo nada.

Era torpe y bruto hasta la exageración; no hacía más que necedades, abrir la linterna cuando se estaban revelando las placas, confundir los frascos. Roberto se exasperaba al ver que no ponía ningún cuidado.

Mientras tanto adelantaban los preparativos de la boda, Manuel y Bernardo fueron varias mañanas al Rastro y compraron fotografías de actrices hechas en París por Reutlinger, despegaron de la cartulina el retrato y lo volvieron a pegar en otros cartones con la firma Bernardo Santín, fotógrafo, puesta al margen con letras doradas.

En noviembre se celebró la boda en la iglesia de Chamberí. Roberto no quiso asistir; pero el mismo Bernardo fué a buscarle a casa y no tuvo más remedio que tomar parte en la fiesta. Después de la ceremonia fueron a comer a un café de la Glorieta de Bildao.

Los comensales eran: dos amigos del padre del novio, uno de ellos militar retirado; la patrona en cuya casa vivía la novia, con su hija; un primo de Bernardo, su mujer y Manuel.

Roberto comenzó a hablar con la novia y le pareció muy simpática y agradable; hablaba muy bien el inglés y cambiaron los dos algunas frases en este idioma.

—Es una lástima que se case con este mastuerzo—pensó Roberto.

En la comida uno de los viejos comenzó a soltar [37] una porción de indecencias que hicieron ruborizar a la novia. Bernardo, que bebió demasiado, dió bromas a la mujer de su primo y lo hizo con la pesadez y la falta de gracia que le caracterizaba.

La vuelta de la boda a la casa, al anochecer, fué melancólica. Bernardo se sentía valiente y quería hacer graciosidades. Esther hablaba con Roberto de su madre que había muerto, de la soledad en que vivía.

Al llegar al portal se despidieron los invitados de los novios, y al ir a marcharse Roberto, Bernardo se le acercó y con voz apagada y débil le confesó que tenía miedo de quedarse solo con su mujer.

—Hombre, no seas idiota. Entonces, ¿para qué te has casado?

—No sabía lo que hacía. Anda, acompáñame un momento.

—Pues ¡vaya una gracia que le haría a tu mujer!

—Sí, le eres muy simpático.

Roberto contempló con atención a su amigo y no le miró la frente porque no le gustaban las bromas.

—Sí, hombre, acompáñame. Hay otra cosa además.

—¿Pues qué hay?

—Que no sé aún nada de fotografía y quisiera que vinieras una semana o dos. ¡Por favor te lo pido!

—No puede ser, yo tengo que dar mis lecciones.

—Ven aunque no sea más que a la hora de comer. Comerás con nosotros.

[38] —Bueno.

—Y ahora sube un instante, por favor.

—No, ahora no subo—, y Roberto dió media vuelta y se fué.

En los días posteriores Roberto fué a casa del recién casado y charló un rato con el matrimonio durante la comida.

Al tercer día entre Bernardo y Manuel retrataron a dos criadas que aparecieron por la fotografía. Roberto reveló los clichés que por casualidad salieron bien, y siguió acudiendo a casa de su amigo.

Bernardo continuaba haciendo la misma vida de antes de casado, dedicándose a pasear y divertirse. A los pocos días no se presentó a la hora de comer. Tenía una falta de sentido moral absoluta; había notado que su mujer y Roberto simpatizaban y pensó que éste, por seguir adelante y hacerle el amor a su mujer, trabajaría en su lugar. Con tal de que su padre y él viviesen bien, lo demás no le importaba nada.

Cuando lo comprendió Roberto, se indignó.

—Pero, oye tú—le dijo—¿Es que tú crees que yo voy a trabajar por ti, mientras tú andas golfeando? Quia, hombre.

—Yo no sirvo para estas porquerías de reactivos—replicó Bernardo malhumorado—, yo soy un artista.

—Lo que tú eres es un imbécil que no sirve para nada.

—Bueno, mejor.

—Es indigno. Te has casado con esa muchacha para quitarle los pocos cuartos que tenía. Da asco.

[39] —Si ya sé yo que tu defenderás a mi mujer.

—No, hombre, yo no la defiendo. Ella ha sido también bastante idiota la pobre para casarse contigo.

—¿Eso quiere decir que ya no quieres venir a trabajar?

—Claro que no.

—Pues me tiene sin cuidado. He encontrado un socio industrial. De manera que ya sabes; yo a nadie le pido que venga a mi casa.

—Está bien. Adiós.

Dejó Roberto de aparecer por la casa; a los pocos días se presentó el socio y Bernardo despidió a Manuel.

CAPÍTULO III

La Europea y La Benefactora.—Una colocación extraña.

Volvió Manuel al estudio de Alex. Éste incomodado con el muchacho por haberse ido del estudio sin despedirse, no quiso que se quedara allí de nuevo.

Preguntaron los bohemios que se reunían en el taller por la vida de Bernardo, y se hicieron una porción de comentarios humorísticos acerca de la suerte que el Destino reservaba a la cabeza del fotógrafo.

—¿De manera que Roberto le revelaba los clichés—dijo uno.

—Sí.

—Le retocaba las placas y la mujer, añadió otro.

—¡Qué sinvergüenza es el tal Bernardo!

—No, es un filósofo de la escuela de Cándido. Ser cornudo y cultivar la huerta. Es la verdadera felicidad.

—¿Y tú qué vas a hacer?—preguntó Alex irónicamente a Manuel.

[42] —No sé; buscaré una colocación.

—Hombre, ¿ustedes conocen a un señor don Bonifacio Mingote, que vive en el tercer piso de esta casa?—dijo don Servando Arzubiaga, el hombre enjuto e indiferente.

—No.

—Es un agente de colocaciones. No debe tenerlas muy buenas cuando no se ha colocado él. Yo le conozco del periódico: antes era representante de unas aguas minerales, y solía llevar anuncios. Me habló el otro día de que necesitaba un chico.

—Véanle ustedes—replicó Alex.

—¿Tu no aspiras a ser grande de España, verdad?—preguntó don Servando a Manuel, con una sonrisa entre irónica y bondadosa.

—No, ni usted tampoco—dijo con desenfado Manuel.

Don Servando se echó a reir.

—Si quieres, le veremos a ese Mingote. ¿Vamos ahora mismo?

—Vamos, si usted quiere.

Bajaron al tercero de la casa, llamaron en una puerta y les hicieron pasar a un comedor estrecho. Preguntaron por el agente, y una criada zarrapastrosa les mostró una puerta. Llamó don Servando con los nudillos, y al oir ¡adelante! que dijeron de dentro, pasaron los dos al interior del cuarto.

Un hombre gordo, de bigote grueso y pintado, envuelto en un mantón de mujer, que iba y venía, hablando y accionando con un junquillo en la mano derecha, se detuvo y, abriendo los brazos con grandes extremos y en un tono teatral, [43] exclamó:—¡Oh, mi señor don Servando! ¡Tanto bueno por aquí!—Después miró al techo, y de la misma manera afectada, añadió: ¿Qué le trae por este cuarto al ilustre escritor, noctámbulo empedernido, a horas tan tempranas?

Don Servando contó al señor gordo, el propio don Bonifacio Mingote, lo que le llevaba por allá.

En tanto, un hombre feo, con unos brazos de muñeco y una cabeza de chino, sucio y enfermo, colocó la pluma sobre la oreja y se puso a frotarse las manos con aire de satisfacción.

El cuarto era nauseabundo, atestado de anuncios rotos, grandes y pequeños, pegados a la pared; en un rincón había una cama estrecha y sin hacer; tres sillas destripadas, con la crin al descubierto, y en medio un brasero cubierto con una alambrera, encima de la cual se secaban dos calcetines sucios.

—Por ahora no puedo asegurar nada—dijo el agente de negocios a don Servando, después de oir sus explicaciones—, mañana lo sabré; pero tengo un buen asunto entre manos.

—Ya ves lo que dice este señor—indicó don Servando a Manuel—; mañana ven por aquí.

—¿Tu sabes escribir?—preguntó el señor Mingote al muchacho.

—Sí, señor.

—¿Con ortografía?

—Algunas palabras quizá no sepa....

—A mí me pasa lo mismo. Los hombres verdaderamente grandes despreciamos esas cosas verdaderamente pequeñas. Ponte a trabajar aquí—y puso una silla al otro lado de la mesa donde escribía el hombre amarillo—. Este trabajo—añadió—será [44] el pago del servicio que te voy a prestar buscándote una colocación pistonuda.

—Señor Mingote—exclamó don Servando—, muchísimas gracias por todo.

—¡Señor don Servando! ¡Siempre a sus órdenes!—contestó el agente de negocios y de colocaciones revirando uno de los ojos que se le desviaba y haciendo una solemne reverencia.

Manuel se sentó a la mesa, tomó la pluma, la mojó en el tintero y esperó.

—Vete poniendo un nombre de estos en cada circular—le dijo Mingote dándole una lista y un paquete de circulares. La letra del agente era defectuosa, mal hecha, de hombre que apenas sabe escribir. La circular ponía lo siguiente:

LA EUROPEA

agencia de negocios y de colocaciones

de

Bonifacio de Mingote

En ella se ofrecían a las diversas clases sociales toda clase de artículos, de representaciones y de colocaciones.

Se compraban a bajo precio medicamentos, carnes, hules, frutas, mariscos, coronas fúnebres, dentaduras postizas, sombreros de señora; se analizaban esputos y orinas; se buscaban amas de cría garantizadas; se proporcionaban apuntes de asignaturas de Derecho, de Medicina y carreras especiales; se ofrecían capitales, préstamos, hipotecas; [45] se ponían anuncios monstruos, sensacionales, emocionantes, y todos estos servicios y otros muchísimos más se hacían por una tarifa mínima, ridícula de puro exigua.

Manuel se puso a copiar con su mejor letra los nombres en las circulares y en los sobres.

El señor de Mingote vió la letra de Manuel y, después de conceder su beneplácito, se embozó en el mantón, dió dos o tres pasos por el cuarto y preguntó a su escribiente:

—¿Dónde íbamos?

—Decíamos—contestó con su gravedad siniestra el amanuense—que el Anís Estrellado Fernández es la salvación.

—Ah, sí; lo recuerdo.

De pronto el señor de Mingote, con voz de trueno, gritó:

—¿Qué es el Anís Estrellado Fernández? es la salvación, es la vida, es la energía, es la fuerza.

Manuel levantó la cabeza asombrado y vió al agente de negocios con la vista desviada, fija en el techo, que accionaba terriblemente, como amenazando a alguien con su mano derecha armada del junquillo, mientras el escribiente garrapateaba veloz en el papel.

—Es un hecho, universalmente reconocido por la Ciencia—siguió diciendo Mingote en tono melodramático—, que la neurastenia, la astenia, la impotencia, el histerismo y otros muchos desórdenes del sistema nervioso... ¿Qué otras enfermedades cura?—añadió Mingote en su voz natural.

—El raquitismo, la escrófula, la corea...

—Que el raquitismo, la escrófula, la corea [46] y otros muchos desórdenes del sistema nervioso...

—Perdone usted—dijo el amanuense—, creo que el raquitismo no es un desorden del sistema nervioso.

—Bueno, pues táchelo usted ¿Ibamos en el sistema nervioso?

—Sí, señor.

—... Y otros desórdenes del sistema nervioso provienen única y exclusivamente de la atonía, del cansancio de las células. Pues bien—y Mingote levantó la voz con nuevos bríos—; el Anís Estrellado Fernández corrige esta atonía, el Anís Estrellado Fernández, excitando la secreción de los jugos del estómago, hace desaparecer esas enfermedades que envejecen y aniquilan al hombre.

Después de este párrafo, dicho con el mayor entusiasmo y fuego oratorio, Mingote se sacudió con el junquillo los pantalones y murmuró con voz natural.

—Ya verá usted cómo ese Fernández no paga. ¡Y aun si el anís fuera bueno! ¿No han mandado más botellas de la farmacia?

—Sí, ayer enviaron dos.

—¿Y dónde están?

—Me las he llevado a casa.

—¿Eh?

—Sí, me las prometieron; y como en la primera remesa usted arrambló con todas, yo me he permitido llevarme éstas a casa.

—¡Dios de Dios! Está bien; es cogolludo... Que le envíen a usted unas botellas de un anís magnífico, para que venga otro con sus manos lavadas... [47] ¡Dios de Dios!—y Mingote quedó mirando el techo con uno de los ojos extraviados.

—¿No le queda a usted ninguna?—dijo el amanuense.

—Sí, pero se me van a acabar en seguida.

Después comenzó otro párrafo elocuente, paseándose por el cuarto, accionando con su junquillo e interrumpiendo con frecuencia su discurso para lanzar un violento apóstrofe o una cómica reflexión.

Al medio día el escribiente se levantó, se encasquetó el sombrero y se fué sin saludar ni decir una palabra.

Mingote puso una mano sobre el hombro de Manuel y paternalmente añadió:

—Anda, ve a tu casa a comer y vuelve a eso de las dos.

Manuel subió al estudio; ni Roberto ni Alejo estaban; no había en toda la casa ni un mendrugo de pan. Registró por todos los rincones y para la una y media volvió a casa de don Bonifacio y, entre bostezo y bostezo, siguió poniendo nombres en las circulares.

A Mingote le agradó el comportamiento de Manuel, y por esto o porque en la comida se dedicara con exceso al Anís Estrellado Fernández, se entregó a la verbosidad más desordenada y pintoresca, siempre con la mirada desviada hacia el techo. Manuel rió con grandes carcajadas las cómicas y extravagantes ocurrencias de don Bonifacio.

—No eres como mi amanuense—le dijo halagado por las manifestaciones de alegría del muchacho—, que que no ríe mis chistes y luego me los [48] roba y los pone estropeados en unas cuantas piececitas fúnebres que escribe. Y no es eso lo peor. Lee. Y Mingote le dió a Manuel un anuncio impreso.

Era también una circular por el estilo de las de don Bonifacio. Decía así:

LA BENEFACTORA

agencia médico-farmacéutica

de

don Pelayo Huesca

Nadie como ella cumple sus compromisos. El Consejo de Administración de La Benefactora lo forman los banqueros más acaudalados de Madrid. La Benefactora tiene cuenta corriente con el Banco de España. En La Benefactora no hay cuota de entrada.

Servicio de abogado, relator, procurador, médico, farmacéutico, partos, dietas, entierros, lactancia, etc.

Cuota mensual: Una, dos, dos cincuenta, tres, cuatro y cinco pesetas.

(Obras son amores y no buenas razones.)

Director gerente: Pelayo Huesca, Misericordia, 6.

—¿Eh?—gritó Mingote cuando Manuel concluyó de leer—. ¿Qué te parece? Está viviendo de La Europea y, plagiándome, hace La Benefactora. En todo es así este hombre: pérfido como la onda. Pero ¡ah! señor don Pelayo, yo le encontraré a usted. Si es usted murciélago alevoso, yo [49] le clavaré en mi puerta; si es usted un miserable galápago, yo le romperé su concha. ¿Ves, hijo mío? ¿Qué se puede esperar de un país donde no se respeta la propiedad intelectual, no la más santa, pero sí la única legítima de todas las propiedades?

Mingote no enseñó a Manuel una nota impresa al margen de la circular. Era una idea de don Pelayo. En ella la Agencia se ofrecía para servicios y averiguaciones íntimas. Esta nota, discretamente redactada, se dirigía a los que deseaban conocer una mujer agradable para completar su educación; a los que querían realizar un buen matrimonio; a los que dudaban de su cónyuge, y a otros, a los cuales la Agencia ofrecía investigaciones confidenciales y profundas por poco precio, y vigilancia de día y de noche, realizando todos estos servicios con una delicadeza delirante.

A Mingote no le gustaba confesar que esta idea se le había escapado a él.

—¿Ves? No se puede vivir—terminó diciendo—. Todos los hombres son unos canallas. Tú veo que distingues, y yo te protegeré.

Efectivamente; por la protección de Mingote, Manuel pudo comer aquella noche.

—Mañana, cuando vengas aquí—advirtió don Bonifacio—, coges un paquete de circulares y las vas repartiendo casa por casa, sin dejar una. No quiero que las eches por debajo de la puerta. En cada piso llamas y preguntas. ¿Entiendes?

—Sí, señor.

—Yo, mientras tanto, prepararé tu asunto.

Al día siguiente Manuel repartió una porción [50] de circulares y volvió a la hora de comer con el recado hecho.

Se encontraba aburrido de esperar, cuando apareció Mingote en el cuarto; se plantó delante de Manuel, agitó su junquillo en un rápido molinete, dió un golpe en el brazo al muchacho; se paró, se tiró a fondo, y gritó:

—¡Ah! ¡pillo! ¡bandido! ¡infame!

—¿Qué pasa?—dijo asustado Manuel.

—¿Qué pasa? ¡Tunante! ¿Qué pasa? ¡Miserable! Que eres el hombre de la suerte lisa; que ya tienes un porvenir, que ya tienes un empleo.

—¿De qué?—-preguntó el muchacho.

—De hijo.

—¿De hijo? No comprendo.

Mingote se cuadró, miró al techo, hizo un saludo con el bastón como un profesor de esgrima con el florete, y añadió:

—¡Vas a pasar por hijo de toda una baronesa!

—¿Quién, yo?

—Sí. No te podrás quejar, perillán. Desde el arroyo subes a las alturas aristocráticas. Hasta título puedes llegar a tener.

—Pero ¿es verdad?

—Tan verdad como que yo soy el hombre de más talento de toda Europa. Conque anda, futuro barón, arréglate, ráscate la mugre, cepíllate, quita el barro a esas alpargatas inmundas que llevas y ven conmigo a casa de la baronesa.

Manuel quedó ofuscado; no comprendía bien de qué se trataba; pero no creía que el agente se tomase el trabajo de corretear por las calles únicamente por el gusto de embromarle.

Estuvo en seguida en disposición de acompañar [51] a Mingote. Salieron los dos a la calle Ancha de San Bernardo, bajaron por la de los Reyes a la de la Princesa y siguieron después por esta calle hasta detenerse en un portal, en donde entraron.

De aquí pasaron por un corredor a un patio espacioso.

Una serie de galerías con filas simétricas de puertas de color de chocolate circundaban el patio.

Llamó Mingote en una de las puertas de la galería del segundo piso.

—¿Quién es?—preguntó desde dentro una voz de mujer.

—Soy yo—contestó Mingote.

—Voy, voy.

Se abrió la puerta y apareció una mulata, en chanclas, seguida de tres perros de lanas, que ladraron con furia.

—¡Quieto, León? ¡Quieto, Morito!—gritó la mulata con un tono muy lánguido—. Pasen, pasen.

Entraron Manuel y Mingote en un cuarto ahogado, con una ventana al patio. Las paredes del cuarto, desde cierta altura, se hallaban casi cubiertas por ropas de mujer que formaban como un zócalo de trapos alrededor de la habitación; en la falleba de la ventana colgaba una camisa descotada, sin mangas, con puntillas y lazos azules marchitos, que mostraba cínicamente un manchón obscuro de sangre.

—Esperen un momento. La señora está vistiéndose—advirtió la mulata.

Al poco tiempo salió de nuevo y les indicó que pasaran al gabinete.

[52] La baronesa, una señora rubia vestida con una bata clara, estaba sentada en un sofá, con un gran aspecto de languidez y desolación.

—¿Otra vez por aquí, Mingote?

—Si, señora, otra vez.

—Siéntense ustedes.

El tabuco era un cuarto estrecho y sin luz, ocupado por muchos más muebles de los que buenamente cabían en él. Amontonados en poco trecho se veían una consola antigua con un reloj de chimenea encima; unos sillones ajados, en los cuales la seda, antes roja, había quedado violácea por la acción del sol; dos retratos grandes al óleo, y un espejo biselado grande con la luna rajada.

—Le traigo a usted, baronesa—dijo Mingote—; el chico del que hemos hablado.

—¿Es éste?

—Sí.

—Yo creo que le conozco a este chico.

—Sí; yo también la conozco a usted—dijo Manuel—. Yo estaba en una casa de huéspedes de la calle de Mesonero Romanos; la patrona se llamaba doña Casiana; mi madre era la criada.

—Toma. Es verdad. Y tu madre, ¿qué hace?—preguntó la baronesa a Manuel.

—Murió ya.

—Es huérfano—saltó diciendo Mingote—. Libre como el pájaro en la selva, libre para cantar y para morirse de hambre. En esta misma situación llegué yo a Madrid hace ya bastante tiempo, y, es original, extraño, verdaderamente extraño, me gustaría volver a aquella época.

—Y tú, ¿cuántos años tienes?—preguntó la baronesa [53] al muchacho sin hacer caso de las reflexiones del agente.

—Diez y ocho.

—Pero, oiga usted Mingote—dijo la baronesa—, el chico no tiene la edad que usted me decía.

—Eso es lo de menos. Nadie dirá que tiene más de catorce o quince. El hambre no deja crecer los productos de la naturaleza. Deje usted de regar a un árbol, deje usted de alimentar a un hombre...

—Y diga usted—y la baronesa interrumpió impaciente a Mingote para hablarle en voz baja—, ¿le ha dicho usted para qué es?

—Sí; si no lo hubiera averiguado en seguida. A un chico de éstos, que ha rodado por ahí; no se le engaña como a un hijo de familia. La miseria enseña mucho, baronesa.

—Dígamelo usted a mí—repuso la dama—, que cuando pienso en la vida que he llevado y en la que llevo ahora, me asombro. Indudablemente, Dios me ha dado una naturaleza privilegiada, porque me acostumbro con facilidad a todo.

—Usted siempre podrá llevar una buena vida si quiere—replicó Mingote—. ¡Oh! Si yo hubiera sido mujer, ¡qué carrera!

La baronesa volvió la cabeza con un gesto de disgusto.

—No hablemos de eso.

—Tiene usted razón; ya, ¿para qué? Ahora desarrollaremos el nuevo plan estratégico. Yo iré preparando las pruebas del estado civil del muchacho. Usted, ¿quiere quedarse con él?

[54] —Bueno.

—Le puede servir a usted para los recados. Sabe escribir bastante bien.

—Nada, nada, que se quede.

—Entonces, mi señora baronesa, hasta uno de estos días en que traeré los papeles. Señora... a sus pies.

—¡Ay, qué ceremonioso! ¡Adiós, Mingote! Acompáñale, Manuel.

Fueron los dos hasta la puerta. Allí el agente puso sus dos manos en los hombros del muchacho.

—Adiós, hijo mío—le dijo—, que no se te olvide, si alguna vez llegas a ser barón de veras, que todo me lo debes a mí.

—No se me olvidará; descuide usted—contestó Manuel.

—¿Te acordarás siempre de tu protector?

—Siempre.

—Conserva, hijo mío, esa piedad filial; un protector como yo es casi tanto como un padre; es..., iba a decir, el brazo de la Providencia. Me siento enternecido... Ya no soy joven. ¿Tienes ahí, por casualidad algunos cuartos?

—No.

—Es un contratiempo molesto—y Mingote, después de hacer un molinete con su bastón, salió de casa.

Manuel cerró la puerta y volvió al cuarto de puntillas.

—¡Chucha! ¡Chucha!—gritó la baronesa; y al aparecer la mulata que les había abierto la puerta a Mingote y a Manuel, le dijo, señalando a éste que se hallaba confundido y sin saber que hacer:

[55] —Mira, éste es el chico.

¡Jesú! ¡Jesú!—gritó la mulata—. ¡Si es un golfo! ¿Pero qué ocurrensia le ha dado a la señora de traer este granuja a casa?

Manuel, ante un exabrupto así, aunque dicho con la más melosa y la más lánguida de las pronunciaciones, quedó paralizado.

—Le estás azorando—exclamó la baronesa riendo a carcajadas.

—Pero su mersé está loca—murmuró la mulata.

—Calla, calla; ¿para qué tanto alborotar? Prepárale agua y jabón y que se limpie.

Salió la mulata, y la baronesa contempló a Manuel atentamente.

—¿De modo que te ha contado ese hombre lo que vienes a hacer aquí?

—Sí, algo me ha dicho.

—¿Y estás conforme?

—Yo sí, señora.

—Vamos, eres un filósofo. Me parece bien; ¿y qué has hecho hasta ahora?

Manuel contó su vida, fantaseando un poco, y entretuvo a la baronesa durante algún tiempo.

—Bueno, no cuentes eso a nadie, ¿sabes?... y vete a lavarte.

CAPÍTULO IV

La Baronesa de Aynant, sus perros y su mulata de compañía.—Se prepara una farsa.

Poco trabajo, poca comida y ropa limpia; estas condiciones encontró Manuel en casa de la baronesa, condiciones inmejorables.

Por la mañana, la obligación consistía en pasear los perros de la baronesa, y por la tarde, en algunos recados. A veces, los primeros días, experimentaba la nostalgia de su vida bohemia. Unos cuantos tomos de novelones por entregas que le prestó niña Chucha, mitigaron su afán de corretear por las calles y le transportaron, en compañía de Fernández y González y Tárrago y Mateos, a la vida del siglo XVII, con sus caballeros bravucones y damas enamoradas.

Niña Chucha, habladora sempiterna, contó a Manuel, en varios folletines, la vida de su amita, como llamaba a la baronesa.

La baronesa de Aynant, Paquita Figueroa, era una mujer original. Su padre, un rico señor cubano, la envió a los diez y ocho años, acompañada [58] de una tía, a que conociera Europa. En el vapor, un joven flamenco, rubio y blanco, elegante como un tipo de Van Dyck, le hizo la corte; la muchacha le correspondió con todo el entusiasmo de los trópicos, y al mes de llegar a España, la cubana se llamaba la baronesa de Aynant, y marchaba con su marido a vivir a Amberes.

Pasó la luna de miel, y el flamenco y la cubana se convencieron, al comenzar la vida tranquila, de que no congeniaban: el flamenco era entusiasta de la vida tranquila y metódica, de la música de Beethoven y de las comidas aderezadas con manteca de vaca; a la cubana, en cambio, le entusiasmaba la vida desordenada, el corretear por las calles, el clima seco y ardiente, la música de Chueca, las comidas ligeras y los guisotes hechos con aceite.

Estas divergencias de gustos en cosas pequeñas, amontonándose, espesándose, llegaron a nublar completamente el amor del barón y de su esposa. Esta no podía oir con calma las ironías tranquilas y frías que su marido dedicaba a los boniatos, al aceite y al acento de la gente del Sur. El barón a su vez se molestaba oyendo hablar a su mujer con desprecio de las mujeres grasientas que se dedican a atracarse de manteca. La supremacía del aceite o de la manteca, enredándose y mezclándose con asuntos más importantes, tomó tales proporciones que los cónyuges llegaron a un estado de exaltación y de odio tal, que se separaron; y el barón quedó en Amberes dedicándose a sus aficiones artísticas y a sus tostadas de manteca y la baronesa [59] vino a Madrid, donde pudo entregarse a la alimentación frugívora y aceitosa con delicia.

En Madrid, la baronesa hizo mil disparates; trató de divorciarse para volverse a casar con un aristócrata arruinado; pero cuando tenía presentada su demanda de divorcio, supo que su marido estaba gravemente enfermo, y al saberlo, en seguida abandonó Madrid, se presentó en Amberes, cuidó al barón, le salvó, se enamoró otra vez de él y tuvieron una niña.

En esta segunda época de su amor los dos cónyuges echaron un velo sobre la cuestión capital que los dividía; la baronesa y el barón hicieron mutuas concesiones, y la baronesa iba a terminar en una buena dama flamenca cuando quedó viuda.

Volvió a Madrid con su hija, y pronto sus instintos levantiscos se despertaron; su cuñado, tutor y tío de la niña, le pasaba un tanto al mes, pero esto no le bastaba. Un amigo de su padre, un señor don Sergio Redondo, comerciante riquísimo, le ofreció la mano; pero la baronesa no la acepto y prefirió la protección de aquel señor a ser su mujer. Pronto le engañó con cualquiera, y en plena trapisonda vivió durante doce años.

En medio de sus prodigalidades, de sus locuras y de sus caprichos, la baronesa tenía un fondo moral y apartaba a su hija por completo del mundo en que ella vivía; la puso interna en un colegio de monjas, y todos los meses, el primer dinero que encontraba, era para pagar el colegio de la niña. Cuando ésta terminase su educación, la llevaría a Amberes y viviría con ella, resignándose a ser una señora respetable.

[60] Niña Chucha gruñía y se incomodaba con las ocurrencias de su amita, pero terminaba siempre obedeciéndola.

Manuel encontrábase en aquella casa en el paraíso; no tenía nada que hacer, y se pasaba las horas muertas fumando, si había qué, o paseando por la Moncloa, acompañado de los tres perros de la baronesa.

Mientras tanto Mingote laboraba. El plan de Mingote era explotar a don Sergio Redondo, amigo del padre de la baronesa y antiguo protector de la dama. Esta, con su instinto de mujer enredadora y trapisondista, manifestó a su antiguo protector que, de sus relaciones, tenían un hijo; después, que el hijo había muerto, y luego, nuevamente, que el hijo vivía.

A todas estas afirmaciones y negaciones acompañaba la dama una petición de dinero, a la cual don Sergio accedía; hasta que al último, escamado, advirtió a la baronesa que no creía en la existencia de aquel hijo. La baronesa le acusó de ruin y miserable y don Sergio contestó haciéndose el sueco y cerrando su caja.

¿Cómo averiguó Mingote estos hechos? Indudablemente no fué la baronesa la que se los contó, pero él logró averiguarlos; y como su imaginación era fecunda, se le ocurrió proponer a la baronesa el buscar un chico, proveerle de papeles falsos y hacerle pasar por hijo de don Sergio.

La baronesa, que no entendía de leyes y creía que el Código era una red puesta para cazar a los descamisados, le pareció aquello una jugada productiva y excelente. Mingote exigió una participación en el negocio, y la baronesa le prometió [61] que le daría todo lo que quisiera. Desde aquel momento, Mingote se dió a buscar un chico que reuniera las condiciones necesarias para darle el cambiazo a don Sergio, y cuando encontró a Manuel lo llevó inmediatamente a casa de la baronesa.

A la semana de estar allí, Manuel tenía ya los papeles que le identificaban como Sergio Figueroa. Entre Mingote, don Pelayo, el escribiente y un amigo de éstos, llamado Peñalar, los falsificaron con un arte exquisito.

—¿Y ahora qué hacemos?—preguntó la baronesa.

Mingote quedó pensativo. Si la baronesa le escribía a don Sergio, éste, probablemente, ya escamado, podía acoger con duda la especie. Había, pues, que encontrar un procedimiento indirecto, darle la noticia por otra persona.

—¿Qué le parece a usted si fuera un confesor?—preguntó Mingote.

—¿Un confesor?

—Sí. Un cura que se presentase en casa de don Sergio y le dijese que en secreto de confesión le había usted dicho...

—No, no—interrumpió la baronesa.—¿Y dónde está ese cura?

—Iría Peñalar disfrazado.

—No. Además don Sergio sabe que soy poco devota.

—Un maestro de escuela quizá sería mejor.

—¿Pero piensa usted que va a creer que me confieso con un maestro?

—No, el plan varía. El maestro va a ver a don Sergio y le dice que tiene un niño en su escuela, [62] un prodigio de talento, pero cuya madre no le atiende. Un día le pregunta al prodigio:—¿Cómo se llaman tus padres, niño? Y él dice:—Yo no tengo padres; mi madrina se llama la baronesa de Aynant. Entonces él, el pedagogo viene a ver a usted y usted le contesta que está en una mala situación y que no puede pagar el colegio del chico, y que su padre, un señor acaudalado, no quiere ni conocerlo siquiera. El pedagogo evangélico le pregunta a usted repetidas veces el nombre del padre desnaturalizado; usted no se lo quiere decir, pero al último le arranca a usted el nombre de ese ser cruel. El pedagogo sublime dice:—Yo no puedo permitir el abandono de ese niño, de ese prodigioso niño, de ese extraordinario niño, y toma la determinación de ir a ver al padre de la criatura... ¿Eh? ¿Qué le parece a usted?

—La trama no está mal urdida, ¿pero quién va a hacer de maestro de escuela? ¿Usted?

—No, Peñalar. Viene pintiparado para el caso. Ha sido pasante en un colegio; ya lo verá usted. Hoy mismo le busco y le traigo aquí. Mientras tanto, arregle usted a Manuel. Que tenga cierto aspecto de colegial. En el tiempo que yo estoy fuera, no estaría de más que le enseñara usted algo de la ciencia, las primeras preguntas y respuestas de la doctrina, por ejemplo.

Siguiendo las indicaciones de Mingote, la baronesa ordenó a Manuel que se peinara y se acicalara; luego buscaron para él un traje de marinero y un cuello grande y blanco; pero por más que le adornaron y le escamondaron no se consiguió darle un aspecto regular de hijo de familia; siempre trascendía a golfo, con sus ojos indiferentes y [63] burlones y la expresión de la sonrisa entre amarga y sarcástica.

A las dos horas, Mingote estaba de vuelta en casa de la baronesa, con un hombre negro, de aspecto clerical. El hombre, apellidado Peñalar, habló con gran énfasis; luego, cuando le propuso Mingote el negocio, abandonando el tono enfático, discutió las condiciones de cobro y el tanto por ciento que le correspondería a él.

Vaciló en aceptar el trato por ver si obtenía mayores beneficios; pero viendo que Mingote no cedía, aceptó.

—Ahora mismo que venga el chico conmigo.

Peñalar se cepilló las mangas de la levita negra, se echó el pelo hacia atrás, y tomando de la mano a Manuel, le dijo con un tono verdaderamente evangélico:

—Vamos, hijo mío.

Don Sergio Redondo tenía un almacén de harinas en la plaza del Progreso.

Llegaron a la plaza y entraron en el almacén.

—¿Don Sergio Redondo?—preguntó Peñalar a un viejo de boina.

—No ha bajado aún al despacho.

—Esperaré; dígale usted que hay aquí un caballero que desea verle.

—Bueno; ¿quién le digo que le espera?

—No, no me conoce. Adviértale usted que se trata de asuntos de familia. Siéntate, hijo mío—añadió Peñalar, dirigiéndose a Manuel con una voz y una sonrisa de pura cepa evangélica.

Se sentó Manuel y Peñalar paseó su mirada por el almacén con la calma y la tranquilidad del que tiene la seguridad y la conciencia de sus actos.

[64] No tardó en aparecer el viejo de la boina.

—Pasen ustedes al despacho—y empujó una mampara negra con cristales rayados—. Ahora viene el señor—añadió.

Peñalar y Manuel entraron en un cuarto iluminado por una ventana con rejas y se sentaron en un sofá verde. Enfrente se levantaba un armario de caoba con libros de comercio, en medio una mesa de escribir llena de cajoncitos y a un lado de ésta una caja de valores con botones dorados.

El cuarto trascendía a comerciante implacable; se comprendía que aquella jaula debía de encerrar un pajarraco de mala catadura. Manuel se sintió amilanado. Peñalar quizá experimentó también un momento de debilidad, pero se creció, se atusó el pelo, colocó bien los lentes sobre su nariz y sonrió.

No tardó mucho en aparecer don Sergio. Era un viejo alto, de bigote blanco, con una mirada suspicaz lanzada de través por fuera de sus antiparras. Vestía levita larga, pantalones claros; en la cabeza llevaba un gorro griego de terciopelo verde, con una gran borla que le caía hacia un lado. Entró sin saludar, miró con desagrado al hombre y al muchacho, que se levantaron; quizá creyó que había descubierto el objeto de la visita, porque con voz seca, autoritaria y sin invitarles a que se sentaran, preguntó a Peñalar:

—¿Qué quería usted, caballero? ¿Era usted el que tenía que hablarme de un asunto de familia? ¿Usted?

Otro cualquiera hubiera sentido ganas de estrangular al viejo, Peñalar no; los casos difíciles eran los de su incumbencia, los que a él más le [65] gustaban. Comenzó a hablar sin desconcertarse con las miradas inquisitoriales del comerciante.

Manuel le escuchaba lleno de admiración y de espanto. Veía que el comerciante iba cargándose de cólera por momentos. Peñalar hablaba impertérrito.

El era una pobre alma cautiva, un sentimental, un idealista ¡oh!, dedicado a la enseñanza de la juventud, de esa juventud en cuyo seno se guardan los gérmenes regeneradores de la patria. El sufría mucho, mucho; había estado en el hospital; ¡un hombre como él! conocedor del francés, del inglés, del alemán, que tocaba el piano, un hombre como él, emparentado con toda la aristocracia del reino de León, un hombre que sabía más teología y teodicea que todos los curas juntos.

¡Ah! Esto no lo decía para vanagloriarse; pero él tenía derecho a la vida. Gómez Sánchez, el ilustre histólogo, le había dicho:

—Usted no debe trabajar.

—Pero tengo hambre.

—Pida usted dinero.

Y por eso algunas veces pedía.

Don Sergio, en el colmo del asombro, ante aquel chorro de palabras, no intentó interrumpir a Peñalar; éste se detuvo, sonrió con dulzura, notó que la fuerza de la costumbre había llevado su discurso al tema constante del por qué pegaba sablazos, y comprendiendo que su elocuencia le arrastraba por un camino extraviado, bajó la voz y continuó en tono confidencial:

—Esta vida atrae de tal modo, a pesar de sus impurezas, ¿no es verdad, don Sergio?, que no [66] puede uno desprenderse con indiferencia de ella. Y eso que yo creo que la muerte es la liberación, sí, yo creo en la inmortalidad del alma, en el dominio absoluto del espíritu sobre la materia. Antes no, lo confieso—sonriendo más dulcemente aun—, antes era panteísta y conservo no sé si de aquella época el entusiasmo por la naturaleza. ¡Oh, el campo!, ¡el campo es mi delicia!; muchas veces recuerdo aquellos versos del mantuano:

«Te, dulcis conjux, te solo in litore secum
te veniente die, te decedente canebat.»

—¿A usted le gusta el campo, don Sergio? Sí le debe de gustar, con el talento que usted tiene.

La cólera de don Sergio, que iba agrandándose con la verbosidad incoherente de Peñalar, estalló en esta frase corta:

—El campo me revienta.

Peñalar quedó parado, con la boca abierta.

—Señor mío, señor mío—añadió el comerciante, levantando la voz iracunda—, si usted tiene mucho tiempo que perder, a mí no me pasa lo propio.

—No le he expresado a usted aún el motivo de mi visita—, dijo Peñalar y se quitó los lentes y se preparó a limpiarlos con el pañuelo.

—No, ni hay necesidad; me lo figuro, me lo figuro muy bien. Yo no doy limosnas.

—Caballero, señor don Sergio—y Peñalar se levantó con las gafas en la mano y paseó por el cuarto su mirada oscura de cegato—, está usted en un profundo error. No vengo a pedir una limosna, no son esos mis hábitos. Nadie podrá [67] decirlo, vengo—y se caló los lentes con resolución—a cumplir un deber sagrado.

—Concluyamos. ¿Qué deber sagrado es ese? ¡Qué! Basta de farsas. La charlatanería me revienta.

—Permítame usted que me siente. Estoy fatigado—murmuró Peñalar con voz desfallecida—. ¿No nos oye nadie?

Don Sergio le miró como una hiena; Peñalar pasó por su ancha frente el pañuelo lleno de agujeros; luego, dirigiéndose a Manuel, que seguía sumido en el mayor estupor, le dijo:

—Haz el favor, mi querido niño, de salir un momento y esperarme.

Manuel abrió la puerta del despacho y salió al almacén. Esta maniobra produjo un movimiento de extrañeza en don Sergio.

—Yo, caballero—dijo Peñalar al verse solo con el comerciante—, estoy dedicado a la enseñanza de la juventud.

—¿Que es usted maestro? Lo he oído.

—Estaba de pasante en el colegio del Espíritu Santo, cuando se me ocurrió establecerme por mi cuenta.

—Y ha perdido usted el dinero; bueno. ¿Y a mí todo eso qué me importa?—gritó don Sergio, golpeando la mesa con un libro.

—Perdone usted. Entre mis alumnos tengo este muchacho que acaba de salir de aquí, y que es un prodigio, un niño de unas facultades extraordinarias. Al notar la claridad de su inteligencia y la energía de su voluntad, me interesé por él; le pregunté por su familia, y me dijo que no tenía padre ni madre, y que una señora le había recogido en su casa.

[68] —¿Y a mí qué?

—Espere usted, don Sergio. Fuí a ver a esa señora protectora suya, que es una baronesa, y la dije:

—El muchacho a quien usted protege es digno de las mayores atenciones y de que se haga algo por su educación.

—Su madre no tiene dinero y su padre que es rico, no hace nada por él—me contestó la baronesa.

—Dígame usted quién es su padre y le iré a ver.

—Es inútil—replicó—, porque no conseguirá usted nada de él; se llama don Sergio Redondo.

Al decir esto, Peñalar se levantó, y contempló con la cabeza erguida a don Sergio, como el ángel exterminador puede mirar a un pobre réprobo. Don Sergio palideció profundamente, sacó el pañuelo, se frotó los labios, carraspeó. Se comprendía que estaba turbado.

Peñalar observó al viejo atentamente, y viendo que aminoraba en sus arrogancias, se sintió cada vez más evangélico y más moral.

—La baronesa—añadió—me dijo, y perdone la inquebrantable sinceridad mía, me dijo que era usted un egoísta y un hombre sin corazón; yo, a pesar de esto—sonriendo dulcemente y sintiéndose ya superevangélico y supermoral—pensé: Mi deber es ir a ver a ese caballero. Por eso he venido. Ahora usted hará lo que su conciencia le dicte. Yo he cumplido con la mía.

Después de este párrafo, Peñalar nada tenía que decir y con la sonrisa de todo el martirologio en los labios cogió el sombrero, saludó ceremoniosamente y se acercó a la puerta.

[69] —¿Y ese niño es el que estaba aquí?—preguntó en voz baja y vacilante don Sergio.

—El mismo.

—¿Y dónde vive esa mujer, esa baronesa?—exclamó el comerciante.

—Yo no puedo decirlo. Se lo preguntaré; si ella me lo autoriza, vendré con la contestación.

Y Peñalar salió del despacho.

—Vamos, hijo mío—le dijo a Manuel.

Y con altivo y noble continente, con la cabeza erguida, salió de casa, llevando de la mano a su querido discípulo, a aquel niño portentoso tan poco apreciado por sus padres.

CAPÍTULO V

Vida y milagros del señor de Mingote.—Comienza la dulce explotación de don Sergio.

Según los mejores historiógrafos madrileños, el conocimiento de la baronesa de Aynant con Bonifacio de Mingote databa de dos años a la fecha.

Una de las muchas veces que la baronesa se encontraba en la necesidad de buscar dinero, avisó a un prestamista de la calle del Pez. En lugar del prestamista se presentó su dependiente, el propio Mingote, y se arregló el negocio entre los dos. Desde entonces don Bonifacio frecuentaba la casa de la baronesa. ¿Quién era Don Bonifacio? ¿Cómo era don Bonifacio?

Hay bimanos que producen una extraordinaria curiosidad. En la historia natural del hombre son como esas especies de monotremas entre aves y mamíferos, asombro de los zoólogos. A esta clase de bimanos interesantes pertenecía Mingote.

Era este Mingote hombre de unos cincuenta [72] años, bajo, grueso, de bigote pintado, con la cara carnosa, la nariz pequeña y roja, la boca cínica, las trazas de agente de la policía o de zurupeto. Vestía de una manera presuntuosa, le encantaba llevar una cadena gruesa en el chaleco y diamantes falsos, como garbanzos de grandes, en la pechera y en los dedos.

Mingote había ejercido todos los oficios que un hombre puede ejercer no siendo persona decente: prestamista, policía, jefe de clac, zurupeto de la Bolsa, agente de quintas, curial, revendedor, gancho...

Manuel pudo ir conociéndolo a fondo. Era maestro en todas las artes del engaño, ingrato, procaz, cobarde con los valientes, valiente con los cobardes, petulante y vanidoso como pocos, amigo de atribuirse las heroicidades y los méritos ajenos y de repartir entre los demás los defectos propios.

Manuel notó que la baronesa solía hablar siempre mal de Mingote, cuando se hallaba ausente, y, sin embargo, cuando le escuchaba lo hacía con gusto; sin duda al oirle admiraba la sutileza y la finura de las malas artes de aquel pícaro.

Al cabo de algún tiempo de oirle su charla desvergonzada repugnaba.

La preocupación de Mingote era ocultar su natural cínico, pero el cinismo suyo, por su fuerza de expansión, le salía fuera del alma, apuntaba en sus ojos y en sus labios y fluía libremente en sus palabras.

—Pierden el tiempo los que me insultan—decía tranquilamente—; a sinvergüenza no me gana nadie.

[73] Y tenía razón. A veces se daba cuenta del mal efecto producido por alguna arlequinada suya, y se esforzaba entonces en presentarse como un Roldán o un Cid de la corrección; pero al poco rato, por entre su coraza de puntilloso caballero aparecía la garfa del truhán.

—En cuestiones de honor no admito distingos—decía el hombre cuando se sentía hidalgo—; usted me dirá: el honor es una martingala. Es verdad. Pero yo tengo esta desgracia; soy caballeresco por temperamento.

Mingote comulgaba en las ideas anárquico-filantrópico-colectivistas, algunas de sus cartas terminaba poniendo: Salud y Revolución Social, lo cual no era obstáculo para que intentase unas veces establecer una casa de préstamos, otras una casa de citas o algún otro honrado comercio por el estilo.

Había hecho aquel exprestamista una porción de ignominias con los compañeros de la dinamita y del ácido pícrico, sacándoles dinero, ya para dar un golpe y comprar bombas, ya para escribir un diccionario libertario en donde él, Mingote, desmenuzaría con su análisis formidable, más formidable que los más furiosos explosivos, todas las ideas tradicionales de esta estúpida sociedad.

Cuando Mingote hablaba de su diccionario, su desdén por la existencia, su mirada de iluminado, su melancólica actitud de hombre no comprendido, todo indicaba al genio de las revoluciones.

En cambio, al contar y especificar sus éxitos de agente de anuncios y de negocios, surgía el [74] hombre moderno, el struggle for lifeur de la almoneda y de la casa de préstamos, de la droguería y de la perfumería.

—Yo—solía decir—hice la almoneda de la Chavito, yo le vendí la cuadra al marqués del Sacro-Cerro y el monte a la vizcondesa. Yo he lanzado el cataforético Pipot; el pectoral de sampagnita salvaje Alex; la pasta manícura de Chiper; la cataplasma eléctrica de Pirogoff; la harina pépsica de Clarckson; la auditina de Well; el corazón artificial de Tomás y Gil; el emplasto sudorífico de Rocagut, y, sin embargo, se ha hecho el vacío a mi alrededor.

Mingote suponía que Madrid entero se confabulaba contra él para no dejarle prosperar; pero él esperaba el momento bueno en que les daría en la cabeza a sus enemigos.

Sus mayores ilusiones se basaban en sus minas, que, a pesar de ser admirables, no tenía inconveniente en venderlas en lotes de poco dinero. Constantemente llevaba en el bolsillo piedras, envueltas en papeles de periódico, de sus minas de aquí y de allá.

—Esta—y Mingote mostraba un pedrusco—es de mis minas del Suspiro del Moro. ¡Qué muestra! ¿Eh? Es admirable. ¿Es verdad? De hierro... casi puro. Noventa y nueve y medio por ciento de hierro mineralizado. Esta otra es de calamina. Sesenta y ocho por ciento. Hay medio millón de toneladas.

Cuando se le descubría la mentira, no sólo no se incomodaba, sino que se echaba a reir.

La baronesa celebraba con carcajadas los proyectos de Mingote.

[75] —Pero si no tiene usted minas, ¿cómo las va usted a vender?—le preguntaba.

—¡Ah!, no importa—replicaba Mingote—; se inventan; es lo mismo. En seguida que le demos el golpe a don Sergio, nos dedicamos a los negocios. Demarcamos una mina; depósito: trescientas, cuatrocientas pesetas, lo que sea; llevamos al terreno minerales de otra parte, y en seguida hacemos acciones: «Sociedad anónima del coto Prosperidad»; capital: 7.000.000 de pesetas; alquilamos una casa, ponemos una hermosa plancha de cobre con letras en la puerta y un criado con una librea azul: cobramos las acciones, y ya está hecho el negocio.

¿Creía Mingote en sus fantasías? Ni aun él lo sabía de cierto; aquel hombre se hallaba desconocido a sí mismo. Allá, dentro de su alma, encerraba la idea de un hado adverso que le impedía prosperar, por ser un sinvergüenza; porque habilidad tenía de sobra; sabía como nadie recibir a un acreedor y no pagarle; sabía adular y mentir; pero, a pesar de su mentir constante, era crédulo para los embustes ajenos como nadie.

Creía en las sociedades secretas, en la masonería, en los h∴ y en otra porción de mojigangas por el estilo.

En el peligro y en las situaciones graves, a pesar de la cobardía extraordinaria del exprestamista, no le abandonaba nunca su ingenio; el soltar una gracia constituía para él una necesidad, y probablemente, empalado, con la soga al cuello, o en las gradas del patíbulo, temblando de miedo, hubiera tenido que decir, entre castañeteos de dientes y convulsiones, alguna cosa chusca.

[76] Reñía con todo aquel a quien no necesitaba, por cosas fútiles; vociferaba en los tranvías y teatros con cobradores y acomodadores, levantaba el bastón a los golfos, trataba desdeñosamente a todo el mundo, hacía proposiciones indecorosas a las mujeres delante de sus maridos o de sus padres, y a pesar de esto no recibía más que raras veces las bofetadas o los palos que otro cualquiera en su lugar recibiera.

Vanidoso y petulante, él mismo se reía de su petulancia. Cambiaba la sonrisa en gesto amenazador y el gesto amenazador en sonrisa; a veces sentía cierta especie rara y cómica de pudor y se ruborizaba, pero no se desconcertaba nunca.

El exprestamista, a pesar de que su tipo no era nada agradable, tenía grandes éxitos con las mujeres. Se dedicaba a la ancianidad. Su táctica era rapidísima y expedita; a la primera semana ya pedía dinero.

Contaba las queridas a pares, cada una con dos o tres pequeños Mingotes. Con ellas el exprestamista había organizado un servicio de mendicidad maravilloso por medio de cartas, y como la agencia producía cada vez menos, gracias al dinero que traían las mujeres, vivían ellas, el gran Mingote y los pequeños Mingotes. Cuando le preguntaban por aquellas mujeres, el exprestamista decía que constituían su servidumbre.

Este era Mingote, el maravilloso y peregrino Mingote, auxiliar y colaborador de la baronesa de Aynant.

El mismo día en que Manuel y el sublime pedagogo contaron los detalles de la visita a don Sergio, la baronesa y Mingote se pusieron en campaña. [77] La baronesa alquiló un gabinete por unos días a una patrona del principal.

—¿Pero para qué hace usted eso?—la preguntó Mingote—. Cuanto en peor situación la vea a usted il vecchio será más espléndido.

—Yo le creía a usted más listo, Mingote—replicó fríamente la baronesa—. Si don Sergio me viera en este cuartucho indecente, me daría una limosna; de otro modo, ya veremos. Además déjeme usted a mí dirigir mis asuntos.

Mingote calló confundido. Indudablemente allí tenía que aprender.

La baronesa arregló el cuarto alquilado con gusto, mandó coser y planchar una de sus batas, y vistió a Manuel y hasta le dió polvos de arroz, con gran desesperación del chico. Todo preparado, Mingote escribió a don Sergio, il vecchio Cromwell, como le llamaba él, una tarjeta con la firma de Peñalar, dándole las señas de la casa.

La baronesa y Manuel esperaron a que llegara il vecchio. A media tarde se oyó el ruido de un coche que paraba a la puerta.

—Este es—dijo la baronesa. Miró por las rendijas de la persiana—. Sí, es él—añadió, y se tendió en el sofá y cogió un libro.

Bien vestida y ataviada resultaba apetitosa; una jamona rubia de buen ver.

—Mira es mejor que te metas en ese otro cuarto—dijo la baronesa a Manuel señalándole una alcoba—; le diré que estás estudiando.

Manuel, a quien el papel que le designaron no le agradaba, se escabulló en la alcoba. Había entre ésta y el gabinete una puerta de cristales, con sus correspondientes cortinas. Manuel encontró [78] el observatorio muy cómodo, y se puso a mirar por los visillos; le interesaba ver cómo se desenvolvía la baronesa y manejaba los hilos de aquella trapisonda, en los cuales podía quedar enredada al menor descuido.

Cuando la criada de la casa de huéspedes fué a anunciar la visita de don Sergio, la baronesa se hallaba ya posesionada de su papel. Il vecchio pasó gravemente, saludó; la baronesa hizo un gesto de asombro al verle, luego con un ademán de languidez y de contrariedad le indicó que podía sentarse.

Il vecchio Cromwell se sentó; Manuel pudo observarle con calma. Estaba pálido y tenía un color calcáreo.

—Vaya un papá feo que me he echado—se dijo Manuel.

La baronesa y don Sergio comenzaron a hablar en voz baja. No se oía lo que hablaban. El calcáreo anciano pasó la mirada por el cuarto, observó los muebles, indudablemente extrañado de ver el gabinete tan elegante.

Luego siguió hablando con calor; la baronesa le escuchaba lánguidamente, sonriendo con cierta amable y bondadosa ironía. Manuel pensó que no le faltaban al viejo más que unos cuernecitos y unas patas de cabra para representar, en unión de la baronesa, un grupo que él había visto unos días antes en un escaparate de la carrera de San Jerónimo, cuyo título era «La Ninfa y el Sátiro». Manuel creyó que el viejo se iba a arrodillar y le dieron ganas de gritarle ¡fuera Cromwell!

Continuaba el viejo hablando de una manera insinuante, cuando se fué animando y comenzó [79] a accionar con violencia.—Ese abandono del muchacho es incalificable—decía.

—¡Incalificable!

—Sí, señora.

—Pero usted, ¿qué derechos tiene para hablar?

—Tengo derechos. Sí, señora.

La baronesa pareció asombrada de aquellas palabras, y replicó con vaguedades y excusas; luego se indignó y levantándose del sofá con un gallardo ademán y tirando el libro al suelo acusó al iracundo Cromwell de todo lo malo que podía ocurrir al niño. El tenía la culpa de todo por ser un avaro y un miserable.

Replicó a esto el terrible vecchio, en tono brusco, diciendo que para las mujeres livianas y gastadoras todos los hombres eran avaros.

—Si usted ha venido aquí—interrumpió la baronesa—a insultar a una mujer porque está sola, no lo consentiré.

Entonces vinieron las explicaciones del calcáreo anciano, el sincerarse, el ofrecerse...

—No necesito de usted para nada—contestó la baronesa arrogantemente—. No le he llamado a usted.

El marrullero vecchio juró y perjuró que no había ido allá más que a ofrecerle todo lo que necesitara y a pedir que le dejara costear los gastos de los estudios del muchacho. También deseaba verle un momento.

La baronesa se dejó convencer; pero advirtió al calcáreo que el niño creía que sus padres habían muerto.

—No, no tenga usted cuidado, Paquita—exclamó il vecchio.

[80] Llamó la baronesa al timbre, y preguntó a la criada con indolencia:

—¿Está en casa Sergio?

—Sí, señora.

—Dígale usted que venga.

Entró Manuel confuso.

—Este señor quiere verte—dijo la dama.

—Ya sé, ya sé que eres un estudiante muy aprovechado—murmuró il vecchio.

Manuel levantó los ojos con el mayor asombro. Don Sergio dió unos golpecitos en la mejilla nada sonrosada del muchacho. Manuel quedó mirando al suelo, y se marchó, al darle la baronesa el permiso para salir.

—Es muy huraño—dijo la baronesa.

—Yo era igual a su edad—repuso don Sergio.

La dama sonrió maliciosamente. Manuel volvió a la alcoba y siguió observando la actitud de los dos; la baronesa se lamentaba de su falta de recursos; Cromwell se defendía como un león. Al terminar la conferencia, el calcáreo sacó su cartera y dejó unos billetes sobre el velador.

La baronesa le acompañó hasta la puerta.

—¿De modo, Paquita, que está usted contenta?—la dijo antes de marcharse.

—¡Contentísima!

—¿No siente usted que haya venido a verla?

—¡Ay, don Sergio! Me ha tenido usted muy abandonada. ¡Cuando es usted el único amigo de mi pobre padre!

—Sí, es verdad, Paquita, es verdad—murmuró il vecchio acariciando entre las suyas una de las manos regordetas de la baronesa.

[81] Y bajó las escaleras, deteniéndose a cada instante para saludar a la dama.

—Jesús, qué lata de viejo—murmuró ella dando un portazo—. ¡Manuel, Manolito, has estado muy bien! Hecho un héroe. ¿Has visto? Il vecchio Cromwell, como dice Mingote, ha dejado mil pesetas. Mañana mismito nos mudamos de casa.

Al día siguiente, muy de mañana, la baronesa y Manuel se echaron a la calle a buscar cuarto. Después de mucho corretear y de andar con la cabeza descoyuntada de tanto mirar hacia arriba, encontraron un tercer piso en la plaza de Oriente, que a la baronesa le encantó. Costaba veinticinco duros al mes.

—A niña Chucha le va a parecer caro, pero yo lo alquilo—dijo la baronesa.

Y llamó en el primer piso en donde vivía el administrador y habló con él y pagó la casa por adelantado.

El mismo día se hizo la mudanza y Manuel trajinó con entusiasmo, llevando trastos de un lado a otro y colocándolos en la nueva casa en el sitio que designaba niña Chucha.

Como la casa quedaba vacía y la baronesa tenía algunos muebles guardados en casa de una amiga cubana, unos días después fué a verla para pedírselos. No apareció en todo el día ni aun a cenar, y volvió a la noche muy tarde. Niña Chucha y Manuel la esperaron. Al llegar a casa, venía con los ojos más brillantes que de ordinario.

—La coronela no me ha querido dejar venir—murmuró—; he cenado en su casa, luego he ido [82] con sus chicas a Apolo y me han acompañado hasta aquí mismo.

No pudo Manuel comprender qué tendría esto de extraño para la baronesa, y se asombró bastante al oirle contestar a los reproches de niña Chucha, balbuceando y riéndose a carcajadas de una manera insubstancial. Hubiese jurado Manuel que al salir del comedor la baronesa había dado un traspiés, pero con el sueño no se enteró bien y se abstuvo de comentarios.

Al día siguiente, poco antes de la hora de comer, estaba niña Chucha en la calle cuando llamaron a la puerta. Abrió Manuel. Era el calcáreo.

—Hola, estudiante—dijo—. ¿Y doña Paquita?

—En su cuarto—contestó Manuel.

Llamó don Sergio en la puerta con los nudillos y repitió varias veces:

—¿Se puede?

—Pase usted, don Sergio—dijo la baronesa—y abra usted las ventanas.

Entró el viejo en el cuarto tropezando con los bultos desparramados por el suelo y abrió el balcón.

—Pero, Paquita ¿todavía en la cama?—preguntó en el colmo de la estupefacción—. Eso no es sano.

—¡Oh! si viera usted cómo he trabajado—replicó la baronesa desperezándose—. Ayer me acosté rendidita, y hoy para las cinco estaba ya trabajando; pero de tanto trajinar se me ha levantado un dolor de cabeza que me he tenido que acostar otra vez.

—¿Para qué trabajas tanto? No te conviene.

—Es que hay que hacer las cosas; luego, en [83] esta casa no ayudan. Chucha no hace más que leer novelas; a Sergio no le voy a poner a andar como un mozo de cuerda, y yo sola tengo que hacerlo todo. Espero que otro día seré más feliz y tendrá usted el gusto de presenciar lo buena chica que soy y cómo sigo sus consejos al pie de la letra.

—Bueno, Paquita, bueno. Sigues siendo una chiquilla.

La baronesa, para demostrar que era verdad esto, hizo unos cuantos arrumacos a Cromwell, y después, en tono indiferente, le pidió cincuenta pesetas.

—Pero...

—Si ya sé que me va usted a reñir. No crea usted que he gastado todo el dinero, ni mucho menos. Es que la verdad, un billete de quinientas pesetas no quiero cambiarlo, y como tengo que pagar una cuentecilla...

—Vaya, ahí va—. Y don Sergio, con una sonrisa que quería ser amable, sacó la cartera del bolsillo y dejó un papel azul sobre la mesilla de noche; luego le pareció poco galante dar lo que le habían pedido y dejó otro.

La baronesa puso el candelero encima de los dos billetes, y después acurrucándose entre las sábanas, con voz soñolienta, murmuró:

—¡Ay, don Sergio, me vuelve el dolor de cabeza!

—Pues cuídate, hija, cuídate y no trabajes tanto.

Don Sergio salió de la alcoba, luego de cerrar el balcón, y se encontró con niña Chucha que volvía de la calle.

[84] —No debes dejar que trabaje tanto tu ama—le dijo secamente—; se pone enferma.

La mulata contempló sonriendo al viejo.

—Bueno, señó—dijo.

—Y el muchacho, ¿qué hace?

Etá estudiando—contestó niña Chucha con malicia, y lo mostró con los codos sobre la mesa del comedor y la cabeza entre las manos.

Efectivamente, estaba devorando una novela por entregas de Tárrago y Mateos.

CAPÍTULO VI

Kate, La niña blanca.—Los amores de Roberto.—El pundonor militar.—Las cucas.—Disquisiciones antropológicas.

Al mes de instalados en la nueva casa llegaron las fiestas de Navidad, y como en los colegios había vacaciones, la baronesa fué en busca de su hija al del Sagrado Corazón, y volvió con ella en coche.

Niña Chucha se encargó de informar a Manuel y de darle detalles de la hija de la baronesa.

—Es una cantimpla, ¿sabe?, una niña blanca y sosa que parece una muñeca.

Manuel la conocía, pero no sabía si ella se acordaría de él; en los años que no la veía se había hecho una muchacha preciosa. No recordaba en su tipo a su madre; aunque rubia como ella, debía de parecerse al padre. Era blanca, de facciones correctas, ojos azules claros, de cejas y pestañas doradas y el pelo rubio, sin brillo, pero muy bonito.

Al llegar a casa, niña Chucha hizo grandes demostraciones [86] de cariño a la colegiala; Manuel fué reconocido por ella, lo que le produjo gran satisfacción.

La hija de la baronesa se llamaba Catalina, sus parientes de Amberes la llamaban Kate, pero la baronesa generalmente la decía la Nena.

Con la llegada de Kate las costumbres variaron en la casa; la baronesa abandonó sus excursiones nocturnas y contuvo sus ligerezas de palabra. En la mesa, con una sonrisa triste, escuchaba las historias de colegio que contaba su hija, sin poner interés en lo que oía.

No armonizaban los caracteres de las dos. Kate tenía la comprensión lenta, pero profunda; en cambio su madre poseía la sutileza y el ingenio del momento. La baronesa, a veces, se impacientaba al oirla, y decía entre cariñosa y enfadada:

—¡Ay, qué Nena más sosita tengo!

Desde la llegada de Kate, niña Chucha y Manuel no le acompañaban en el comedor a la baronesa; esto a Manuel no le molestaba, pero a la mulata sí, y atribuía estas disposiciones a Kate, a quien consideraba como una muñeca blanca, orgullosa, fría y de poco corazón. Manuel, que no tenía motivo alguno de antipatía por Kate, la encontró muy llana, muy amable, aunque con poca vivacidad.

Por aquellos días de fiestas de Navidad, madre e hija salían de casa con mucha frecuencia a compras, y les acompañaba generalmente Manuel, que volvía cargado con paquetes.

Un día de Año Nuevo, en que la baronesa, Kate y Manuel fueron al Teatro de Apolo a ver [87] Los sobrinos del Capitán Grant, notó Manuel que Roberto Hasting iba a alguna distancia detrás de ellos. Al salir les siguió; la muchacha se hizo la desentendida.

Al día siguiente estaba nevando, y Manuel vió a Roberto que paseaba por la plaza de Oriente, al parecer muy entretenido.

Encontró Manuel un pretexto para salir de casa, y al momento Roberto se acercó a él.

—¿Estás en su casa?—le preguntó apresuradamente.

—Sí.

—Tienes que darle una carta.

—Bueno.

—A la tarde te la traeré. Se la das, y me dices qué cara pone al recibirla. No me contestará, ya sé que no me contestará, pero tú se la darás, ¿verdad?

—Sí, hombre, descuide usted.

Efectivamente, a la tarde Roberto siguió paseando por entre la nieve, bajó Manuel, cogió la carta y subió en seguida a casa.

Kate se divertía arreglando en aquel momento su armario. Tenía guardadas mil chucherías en varias cajitas; en unas, medallas; en otras, estampas, cromos, regalos del colegio y de su familia. Sus libros de rezos estaban llenos de recordatorios y de estampitas.

Manuel, con la carta de Roberto en el bolsillo, se acercó a la muchacha como un criminal. La Nena enseñó a Manuel todas sus riquezas, éste se sintió orgulloso. Manuel apenas se atrevía a tocar las medallas, las alhajas, las mil cosas que guardaba Kate.

[88] —Esta cadena me la regaló mi tío—decía la colegiala—. Esta sortija es de mi abuelo. Este pensamiento lo cogí en Hyde-Park, cuando estuve en Londres con mi tío.

Manuel la escuchaba sin decir palabra, avergonzado de tener la carta en el bolsillo. La Nena siguió enseñando nuevas cosas. Los juguetes de su niñez aun los conservaba; en su armario todo estaba clasificado con el mayor orden, cada cosa tenía su sitio. En algunos libros prensaba pensamientos y hierbas que luego copiaba y pintaba con una caja de acuarelas.

Manuel hizo dos o tres veces un esfuerzo para hablar de Roberto, pero no se atrevió.

De pronto, después de carraspear mucho, balbuceó:

—¿Sabe usted?

—¿Qué?

—Roberto... aquel estudiante rubio de la otra casa... el que ayer estaba en el teatro... me ha dado una carta para usted.

—¿Para mí?—. Y las mejillas de Kate tomaron un tono rosado y sus ojos brillaron con más vivacidad que de ordinario.

—Sí.

—Pues dámela.

—Tome usted.

Manuel entregó la carta y Kate la escondió rápidamente en el pecho. Concluyó de arreglar su armario, y poco después se encerró en su cuarto. A los dos días, Kate le envió a Manuel con una carta para Roberto, y Roberto en seguida con otra para Kate.

Un día Kate fué con Manuel a su colegio, en [89] donde había un nacimiento, y a la ida y a la vuelta le acompañó Roberto. Hablaron los dos muchísimo. Roberto contó sus proyectos. Manuel pensó en que esto del amor es una cosa extraña. Para él no dijo Roberto nada que valiera la pena de oirse, y, sin embargo, Kate le escuchó con el alma en un hilo.

Roberto fué para Kate el colmo de lo respetuoso. Le habló con una gravedad tranquila, sin echárselas de jacarandoso ni de listo; ella le escuchó atenta.

Manuel fué confidente de Roberto y de Kate. Era la muchacha de un candor y de una inocencia inmaculadas, tenía una falta de comprensión para cosas de malicia extraordinaria. Manuel sentía verdadera sumisión ante aquella naturaleza aristocrática y elegante, tenía un sentimiento de inferioridad que en nada le molestaba.

La Nena le contó a Manuel las cosas que había visto en París, Bruselas, Gante; le habló de los parques de Londres, le deslumbró. En cambio, Manuel le contó a Kate detalles de la vida pobre madrileña, que a la colegiala le producían el más profundo asombro; las cuevas, las tabernas, los descampados; le habló de los chicos que se escapaban de sus casas e iban a dormir a los rincones de las iglesias, de los que robaban en los lavaderos; le describió las tiendas-asilos...

Manuel tenía cierta gracia para contar sus impresiones; exageraba y rellenaba con fantasías imaginadas los vacíos dejados por la realidad. La Nena le solía escuchar muy intrigada.

—¡Oh, qué miedo!—solía decir; y sólo el pensar que aquella gente miserable de que Manuel [90] hablaba podía rozarse con ella, le hacía estremecer.

Sentía la niña una repugnancia profunda por la gente de la calle; no quería salir los domingos por no andar entre hombres de blusa y soldados. Le parecía que la gente del pueblo debía ser mala. Desde que se encendían los faroles no le gustaba salir de casa.

Las conversaciones solían tenerlas al anochecer en un gabinete que daba a la calle, desde donde se veía la plaza de Oriente, como un bosque, y el Palacio Real en cuyas cornisas se posaban cientos de palomas que de día revoloteaban en bandadas. Como fondo se veía la Casa de Campo y el horizonte que se enrojecía al caer de la tarde...

Pasado el día de Reyes, Kate volvió al colegio, y en la casa se restablecieron las antiguas costumbres y reinó el habitual desorden.

La primera salida nocturna que hizo la baronesa fué acompañada por Manuel a casa de su amiga cubana. Salieron la baronesa y Manuel después de cenar. La cubana vivía en la calle Ancha. Llamaron en la casa; les abrió un criadito con librea azul y galones dorados, y entraron, por un corredor, en una sala muy iluminada adornada con lujo barato y chillón. En medio había un aparato eléctrico con siete u ocho bombillas, un sofá grande con flores, dos sillones dorados al lado de una chimenea y sobre el mármol de ésta un reloj en forma de bola, un barómetro como un martillo, un termómetro como un puñal y otra porción de cosas con formas absurdas. Por todos lados se veían fotografías.

[91] No había allí más que unas cuantas mujeres de mal aspecto, que se levantaron humildemente. La baronesa se sentó, y al poco rato entró la cubana, una mujer ordinaria y brutal, vestida con un traje muy llamativo y con brillantes gruesos en las orejas y en los dedos. Tomó de la mano a la baronesa y se sentó en un sofá junto a ella. Se veía que quería halagarla. Era la coronela una mujer, más que vulgar, bestial; tenía la mandíbula prominente, los ojos pequeños, negros y la boca con una expresión de crueldad. Había en su aspecto algo lúbrico inquietante y amenazador, se figuraba uno que aquella mujer debía tener vicios extraños, que era capaz de cometer crímenes.

Manuel, en un rincón, se puso a mirar un álbum de fotografías puesto sobre un velador.

La mujer del coronel, a quien la baronesa había conocido de sargenta en Cuba, dijo que pensaba que su niña menor, Lulú, debutara en un Salón, de bailarina, y le estaban dando las últimas lecciones.

—Pero, ¿de verdad?—preguntó la baronesa.

—Sí, sí; Mingote hizo la contrata, y se ha encargado de los últimos toques, como dice él. ¡Ay, qué hombre tan gracioso! Está ahora con unos amigos en el comedor. Vendrá en seguida. Mingote ha traído un poeta que ha hecho un monólogo para la niña graciosísimo. Se llama Instantáneas. Es un nombre modernista, ¿verdad?

—Ya lo creo.

—Es una muchacha que va a sacar fotografías a la calle y se encuentra con un pollo que se le acerca y le propone hacer una reproducción o [92] un grupo, y ella contesta; «¡Ay, no me toque usted el chasis!» Es bonito, ¿verdad?

—Precioso—dijo la baronesa mirando a Manuel y riéndose.

Las demás mujeres, fregonas distinguidas a juzgar por su aspecto, movieron la cabeza en señal de asentimiento, y sonrieron de un modo triste.

—¿Tiene usted mucha gente en la sala?—preguntó la baronesa.

—Todavía no ha venido nadie. Mientras tanto que baile la niña un poco para que usted la vea.

Dió la coronela un grito por el corredor, y apareció Lulú, vestida con falda llena de lentejuelas y el pelo cortado y rizado. Estaba incomodada porque no encontraba una pulsera, y chillando con una vocecilla agria.

—Advierte a ésos—le dijo la coronela—de que estás aquí.

Salió la niña con el recado, y al poco rato entraron en la sala el coronel, señor respetable, de barba blanca, que cojeaba e iba apoyado en el brazo de Mingote; detrás de éstos un joven flaco, de bigote rubio, con las mejillas rojas; el poeta, según advirtió la baronesa, y un melenudo, el profesor de piano, que venía llevando del brazo a la hija mayor de la casa, una mujer guapetona, blanca y rubia, que parecía escapada de un cuadro de Rubens.

—Primero, ¿qué va a ser? ¿el monólogo o el baile?—preguntó la coronela.

—El monólogo, el monólogo—dijeron todos.

—Vamos a ver. Silencio.

El poeta, borracho a juzgar por el brillo de [93] sus ojos y el color de sus mejillas, sonrió amablemente.

La chiquilla comenzó a recitar muy mal, con voz de gallito ronco, una porción de brutalidades en verso, capaces de llevar el rubor a las curtidas mejillas de un carabinero. Cada barbaridad de aquellas terminaba con el estribillo de ¡Ay, no me toque usted el chassis!

Al terminar, el coronel dijo que le parecían los versos un poco así... un poco, vamos, demasiado libres y miró a todos pidiendo su opinión. Se discutió el punto acaloradamente. El amo de la casa presentó sus argumentos, pero la réplica de Mingote fué decisiva.

—No, coronel—concluyó diciéndole el exprestamista exaltado—, es que usted siente de una manera excesiva el pundonor militar. Usted lo mira esto como militar.

La baronesa contempló asombrada a Mingote y no pudo contener la risa.

El coronel explicó confidencialmente a Mingote por qué las ideas militares acerca de la honra necesariamente tenían que ser más rígidas que las de los paisanos, por la disciplina, la ordenanza, y sobre todo por el uniforme.

Después del monólogo, el melenudo se puso al piano y la niña comenzó a bailar el tango. En este punto se presentaba también una cuestión que dilucidar y la coronela quería que se resolviera al momento. La cosa no era para menos. Hay una parte en el tango verdaderamente grave y trascendental; es ese movimiento de caderas que el público llama científicamente bisagra. La coronela preguntaba:—¿Cómo tiene Lulú que [94] hacer esta parte del tango, o sea la bisagra? ¿Dándole todo lo que ello pide o velándolo un poco?

A la baronesa no le parecía bien que el tango fuera tan exagerado; un poco de aquel movimiento no estaba mal. La coronela y Mingote protestaron, y afirmaron que el público pide siempre, por más emocionante, la bisagra.

El coronel, a pesar de su pundonor militar, opinaba que el público, efectivamente, pedía bisagra, y que un poco más o menos de zarandeo era cosa de material.

Mingote entonces, para enseñar a la niña cómo debía hacer aquel movimiento, se levantó y se puso a mover las caderas de un modo grotesco. La niña repitió la suerte sonriendo, pero sin calor. Entonces la coronela dijo al oído de la baronesa que sólo el hombre podía enseñar a la mujer la gracia de aquel movimiento. La baronesa sonrió discretamente.

En aquel momento el criadito galoneado entró y dijo que estaba Fernández. Fernández debía de ser persona de importancia porque la coronela se levantó al momento y se dispuso a salir.

—Anda, dale la ruleta—dijo el coronel a su esposa—-y que enciendan las luces en la sala. ¿Qué?—añadió el buen señor—, ¿quiere usted que hagamos una vaquita, baronesa?

—Ya veremos; coronel. Primeramente intentaré la suerte sola.

—Bueno.

Bailó otro tango Lulú y al poco rato apareció la coronela.

—Ya pueden ustedes pasar—dijo.

[95] Las viejas fregonas se levantaron de sus asientos, y cruzando el corredor entraron en una sala grande con tres balcones. Había dos mesas allí, una de ellas con una ruleta, la otra sin nada.

Las tres viejas, la baronesa, el coronel y sus dos hijas se sentaron en la mesa de la ruleta, en donde estaban ya sentados el banquero y los dos pagadores.

—Hagan juego—dijo el croupier con una impasibilidad de autómata.

Giró la bola blanca en la ruleta, y antes de que se parara, el croupier dijo:

—¡No va más!

Los dos pagadores dieron con su rastrillo en los paños, para impedir que se siguiera apuntando.—No va más—repitieron al mismo tiempo con voz monótona.

Fué entrando gente poco a poco y se ocuparon las sillas colocadas alrededor de la mesa.

Al lado de la baronesa se sentó un hombre de unos cuarenta años, alto, fornido, ancho de hombros, de pelo crespo negrísimo y dientes blancos.

—Pero hijo, ¿tú aquí?—dijo la baronesa.

—¿Y tú?—replicó él.

Era aquel hombre primo en segundo o tercer grado de la baronesa y se llamaba Horacio.

—¿No decías que te acostabas invariablemente a las nueve?—preguntó la baronesa.

—Y es una casualidad que haya venido aquí. Es la primera vez que vengo.

—Bah.

—Créeme. ¿Hacemos una vaca, prima?

—No me parece mal.

Reunieron el dinero de ambos y siguieron jugando. [96] Horacio apuntaba según las órdenes de la baronesa. Tenían suerte y ganaban. Poco a poco se iba llenando el salón de un público abigarrado y extraño. Había dos aristócratas conocidos, un torero, militares. De pie se apretaban algunas señoras con sus hijas.

Manuel vió a la Irene, la nieta de doña Violante, al lado de un señor viejo con el pelo engomado, que jugaba fuerte. Tenía los dedos llenos de sortijas con piedras grandes.

Sentados en un diván hablaban cerca de Manuel un hombre viejo, de barba blanca, muy pálido y demacrado, con otro joven lampiño de aire aburrido.

—¿Usted se retiró ya?—decía el joven.

—Sí; me retiré porque no tenía dinero; si no hubiera seguido jugando hasta que me hubieran encontrado muerto sobre el tapete verde. Para mí esta es la única vida. Yo soy como la Valiente. Ella me conoce, y me suele decir algunas veces: —¿Hacemos una vaca, marqués?—No le daría a usted mala suerte—le contesto yo.

—¿Quién es la Valiente!

—Ahora la verá usted, cuando empiece el bacarrat.

Se encendió la luz en la otra mesa.

Se levantó un viejo de bigote de mosquetero, con una baraja en la mano, y se apoyó en el borde de la mesa. Al mismo tiempo se le acercaron diez o doce personas.

—¡Quién talla?—preguntó el viejo.

—Cincuenta duros—murmuró uno.

—Sesenta.

—Cien.

[97] —Ciento cincuenta duros.

—Doscientos—gritó una voz de mujer.

—Ahí está la Valiente—dijo el marqués.

Manuel la contempló con curiosidad. Era una mujer de treinta a cuarenta años; vestía traje de hechura de sastre y sombrero Frégoli. Era muy morena, con una tez olivácea, los ojos negros, hermosos. Se cegaba en las apuestas y salia a los pasillos a fumar. Se notaba en ella una gran energía y una inteligencia clara. Decían que llevaba siempre revólver. No le gustaban los hombres y se enamoraba de las mujeres con verdadera pasión. Su última conquista había sido la hija mayor del coronel, la rubia gruesa, a la cual dominaba. Tenía una suerte loca algunas veces, y para mitigar sus amorosas penas jugaba, y ganaba de un modo insolente.

—Y ese hombre que no juega nunca y está siempre aquí, ¿quién es?—preguntó el joven, señalando un tipo de unos sesenta años, basto, de bigote pintado.

—Este es un usurero que creo que es socio de la coronela. Cuando yo fuí gobernador de la Coruña estaba pendiente de un proceso por no sé qué chanchullo que había hecho en la Aduana. Le dejaron cesante y luego le dieron un destino en Filipinas.

—¿En recompensa?

—Hombre, todo el mundo tiene que vivir—replicó el marqués—. En Filipinas no sé qué hizo que le procesaron varias veces, y cuando quedó libre, lo emplearon en Cuba.

—Querían que estudiara el régimen colonial español—advirtió el joven.

[98] —Sin duda. Allí también tuvo líos, hasta que vino aquí y se dedicó a negocios de usura, y dicen que ahora no se ahogará por menos de un millón de pesetas.

—¡Demonio!

—Es un hombre serio y modesto. Hasta hace unos años vivía con una tal Paca, que era dueña de una tintorería de la calle de Hortaleza, y los dos salían a pasear los domingos por las afueras como gente pobre. Se le murió aquella Paca, y ahora vive solo. Es huraño y humilde; muchas veces él mismo va a la compra y guisa. El que es interesante es su antiguo secretario; tiene unas condiciones de falsificador como nadie.

Manuel escuchaba con atención.

—Ese sí que es un hombre—dijo el marqués, mirándole atentamente.

El observado, un hombre de barba roja y puntiaguda, de aire burlón, se volvió y saludó amablemente al viejo.

—Adiós, Maestro—le dijo éste.

—¿Le llama usted Maestro?—preguntó el joven.

—Así le llama todo el mundo.

Lulú, la hija de la coronela, y otras dos amigas pasaron por delante del marqués y del joven.

—Que moninas son—dijo el marqués.

Tomaba aquello un aspecto mixto de mancebía lujosa y garito elegante. No reinaba el silencio angustioso de las casas de juego, ni la greguería alborotadora de un burdel: se jugaba y se amaba discretamente. Como decía la coronela, era una reunión muy modernista.

En los divanes hablaban las muchachas con [99] los hombres animadamente; se discutía, se estudiaban combinaciones para el juego...

—A mí esto me encanta—dijo el marqués con su sonrisa pálida.

La baronesa estaba mareada y sentía ganas de marcharse.

—Me voy. ¿Me acompañas, Horacio?—preguntó a su primo.

—Sí, te acompañaré.

Se levantó la baronesa, después Horacio, y Manuel se reunió a ellos.

—¡Qué gentuza!, ¿verdad?—dijo la baronesa, con la risa ingenua peculiar suya, al encontrarse en la calle.

—Es la amoralidad, como dicen ahora—replicó Horacio—. Los españoles no somos inmorales, lo que pasa es que no tenemos idea de moralidad. «Ya ve usted—decía el coronel en el momento que me he levantado para tomar un poco de aire—ya ve usted, a mí me han mermado el retiro: de ochenta duros me han dejado en setenta; y ¡claro!, hay que buscar otros ingresos; así las hijas de los militares tienen que ser bailarinas... y todo lo demás.»

—¿Te decía eso? ¡Qué bárbaro!

—¿Pero eso te choca? A mí no. Si eso es una consecuencia natural y necesaria de nuestra raza. Estamos degenerados. Somos una raza de última clase.

—¿Por qué?

—Porque sí; no hay más que observar. ¿Te has fijado en la cabeza que tiene el coronel?

—No. ¿Qué, tiene algo en la cabeza?—preguntó burlonamente la baronesa.

[100] —Nada, que tiene la cabeza de un papúa. La moralidad sólo se da en razas superiores. Los ingleses dicen que Wellington es superior a Napoleón porque Wellington peleó por el deber y Napoleón por la gloria. La idea del deber no entra en cráneos como el del coronel. Háblale a un mandingo del deber. Nada. ¡Oh! La antropología enseña mucho. Yo me lo explico todo por leyes antropológicas.

Pasaron por delante del café de Varela.

—¿Quieres que entremos aquí?—dijo el primo.

—Vamos.

Se sentaron los tres en una mesa, pidió cada uno lo que quería y siguió el primo de la baronesa hablando.

Era un tipo gracioso el de aquel hombre; hablaba en andaluz cerrado, aspirando las haches; tenía algún dinero para vivir y con eso y un destinillo en un ministerio iba pasando. Vivía en un desorden muy reglamentado, leyendo a Spencer en inglés y cambiando de género de vida por temporadas.

Hombre original, llevaba ya cuatro o cinco años encenagado en los pantanosos campos de la sociología y de la antropología. Estaba convencido de que intelectualmente era un anglosajón, a quien no le debían de preocupar las cosas de España ni de ningún otro país del Mediodía.

—Pues sí—siguió diciendo Horacio llenando su copa de cerveza—. Yo me lo explico todo, los detalles más nimios, por leyes biológicas o sociales. Esta mañana al levantarme oía a mi patrona que hablaba con el panadero de la subida [101] del pan.—¿Y por qué ha encarecido el pan?—le preguntaba ella.—No sé—replicaba él—; dicen que la cosecha es buena.—¿Pues entonces?—No sé. Me fuí a la oficina a la hora en punto, con exactitud inglesa; no había nadie; es la costumbre española, y me pregunté: ¿En qué consiste la subida del pan si la cosecha se presenta buena? Y dí con la explicación que creo te convencerá. Tú sabrás que en el cerebro hay lóbulos.

—Yo qué he de saber eso, hijo mío—replicó la baronesa distraída, mojando un bizcocho en el chocolate.

—Pues sí hay lóbulos, y según opinión de los fisiólogos, cada lóbulo tiene su función; uno sirve para una cosa, el otro para otra, ¿comprendes?

—Sí.

—Bueno; pues figúrate tú que en España hay cerca de trece millones de individuos que no saben leer y escribir. ¿No me atiendes?

—Sí, hombre, sí.

—Pues bien; ese lóbulo que en los hombres ilustrados se emplea en esfuerzos para entender y pensar en lo que se lee, aquí no lo utilizan trece millones de habitantes. Esa fuerza que debían de gastar en discurrir, la emplean en instintos fieros. Consecuencia de esto, el crimen aumenta, aumenta el apetito sexual, y al aumentar éste, crece el consumo de alimentos y encarece el pan.

La baronesa no pudo menos de reírse al oir la explicación de su primo.

—No es una fantasía—replicó Horacio—es la pura verdad.

[102] —Si no lo dudo, pero me hace reir la noticia. Manuel también se ríe.

—¿De dónde has sacado este chico?

—Es el hijo de una mujer que conocimos. ¿Qué te dice tu ciencia de él?

—A ver, quítate la gorra.

Manuel se quitó la gorra.

—Este es un celta—añadió Horacio—. ¡Buena raza! El ángulo facial abierto, la frente grande, poca mandíbula...

—Y eso ¿qué quiere decir?—preguntó Manuel.

—En último término, nada. ¿Tú tienes dinero?

—¿Yo? Ni un botón.

—Pues entonces lo que te puedo decir es esto: que como no tienes dinero, ni eres hombre de presa, ni podrás utilizar tu inteligencia, aunque la tengas, que creo que sí, probablemente morirás en algún hospital.

—¡Qué bárbaro!—exclamó la baronesa—no le digas eso al chico.

Manuel se echó a reir; la profecía le parecía muy divertida.

—En cambio yo—siguió diciendo Horacio—no hay cuidado que muera en un hospital. Mira qué cabeza, qué quijada, qué instinto de adquisividad más brutal. Soy un berebere de raza, un euro-africano; eso sí, afortunadamente, estoy influído por las ideas de la filosofía práctica de lord Bacon. Si no fuera por eso estaría bailando tangos en Cuba o en Puerto Rico.

—¿De manera que gracias a ese lord eres un hombre civilizado?

—Relativamente civilizado; no trato de compararme con un inglés. ¿Tengo yo la seguridad de [103] ser un ario? ¿Soy acaso celta o sajón? No me hago ilusiones; soy de una raza inferior, ¡que le voy a hacer! Yo no he nacido en Manchester sino en el Camagüey y he sido criado en Málaga. ¡Figúrate!

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—La mar, chica. La civilización viene con la lluvia. En esos países húmedos y lluviosos es donde se dan los tipos más civilizados y más hermosos también, tipos como el de tu hija, con sus ojos tan azules, la tez tan blanca y el cabello tan rubio.

—Y yo... ¿qué soy?—preguntó la baronesa—¿Un poco de eso que decías antes?

—¿Un poco berebere?

—Sí, me parece que sí; un poco berebere, ¿eh?

—En el carácter quizá, pero en el tipo, no. Eres de raza aria pura, tus ascendientes vendrían de la India, de la meseta de Pamir o del valle de Cabul, pero no han pasado por Africa. Puedes estar tranquila.

La baronesa miró a su primo con expresión un tanto enigmática. Poco después los dos primos y Manuel salieron del café.

CAPÍTULO VII

El Berebere se siente profundamente anglosajón. Mingote mefistofélico.—Cogolludo.—Despedida.

Desde aquel encuentro en la chirlata del coronel, de la baronesa y el sociólogo, éste comenzó a frecuentar la casa y a poner cátedra de antropología y de sociología en el comedor. Manuel no sabía cómo serían aquellas ciencias, pero traducidas al andaluz por el primo de la baronesa, eran muy pintorescas; Manuel y niña Chucha escuchaban al berebere con grandísima atención y algunas veces le hacían objeciones que él contestaba, si no con grandes argumentos científicos, con muchísima gracia.

El primo Horacio empezó a quedarse a cenar en la casa y terminó quedándose después de cenar; niña Chucha protegía al berebere quizá por afinidades de raza y se reía, enseñando los dientes blancos, cuando venía don Sergio.

La situación era comprometida porque la baronesa no se preocupaba de nada; después de [106] servirse de Mingote le había despedido dos o tres veces sin darle un céntimo. El agente comenzaba a amenazar, y un día fué decidido a armar la gorda. Habló de la falsificación de los papeles de Manuel y de que aquello podía costar a la baronesa ir a presidio. Ella le contestó que la responsabilidad de la falsificación era de Mingote, que ella tendría quien la protegiese, y que en el caso de que interviniese la justicia el primero que iría a la cárcel sería él.

Mingote amenazó, chilló, gritó demasiado, y en el momento álgido de la disputa llegó el primo Horacio.

—¿Qué pasa? Se oye el escándalo desde la calle—dijo.

—Este hombre que me está insultando—clamó la baronesa.

Horacio cogió a Mingote del cuello de la americana y lo plantó en la puerta. Mingote se deshizo en insultos, sacó a relucir la madre de Horacio; entonces éste, olvidando a lord Bacon, se sintió berebere, levantó el pie y dió con la punta de la bota en las nalgas de Mingote. El agente gritó más y de nuevo el berebere le acarició con el pie en la parte más redonda de su individuo.

La baronesa comprendió que al agente le faltaría tiempo para vengarse; no creía que se atrevería a hablar de la falsificación de los papeles de Manuel porque se cogía los dedos con la puerta, pero probablemente advertiría a don Sergio de la presencia del primo Horacio en la casa. Antes de que pudiese hacerlo, escribió al comerciante una carta pidiéndole dinero, porque tenía [107] que pagar unas cuentas. Envió la carta con Manuel.

El viejo calcáreo, al leer la carta, se incomodó.

—Mira, dile a tu... señora que espere, que yo también tengo que esperar muchas veces.

Al saber la contestación, la baronesa se indignó:

—¡Valiente grosero! ¡Valiente animal! La culpa la tengo yo de hacer caso de ese vejestorio infecto. Cuando venga yo le diré cuántas son cinco.

Pero don Sergio no apareció, y la baronesa, que supuso lo pasado, se mudó a una casa más barata con el propósito de economizar; y niña Chucha, Manuel y los tres perros pasaron a ocupa un tercer piso en la calle del Ave María.

Allí continuó el idilio iniciado entre la baronesa y Horacio; a pesar de que éste, por su tranquilidad anglosajona, o por la idea pobre de la mujer, patrimonio de las razas del Sur, no le daba gran importancia al flirt.

La baronesa, de vez en cuando, para atender a los gastos de la casa, vendía o mandaba empeñar algún mueble; pero con el desbarajuste que reinaba allí, el dinero no duraba un momento.

Al mes de estancia en la calle del Ave María, apareció una mañana don Sergio indignado. La baronesa no quiso presentarse y mandó a decirle por la mulata que no estaba. El viejo se marchó y por la tarde escribió una carta a la baronesa.

Mingote no había cantado. Don Sergio respiraba por la herida; no le parecía bien que Horacio pasase la vida en la casa de la baronesa; no encontraba mal que la visitase, sino la asiduidad [108] con que lo hacía. La baronesa enseñó la carta a su primo, y éste, que sin duda no buscaba más que un pretexto para escurrir el bulto, se acordó de lord Bacon, se sintió de pronto anglosajón, ario y hombre moral y dejó de presentarse en casa de la baronesa.

Ella, que padecía el último brote de romanticismo de la juventud de la vejez, se desesperó, escribió cartas al galán, pero él siguió sintiéndose anglosajón y ario y acordándose de lord Bacon.

Mientras tanto don Sergio, al ver que su carta no producía efecto, volvió a la carga y se presentó en la casa.

—Pero, ¿qué le pasa a usted, Paquita?—dijo al ver a la baronesa desmejorada.

—Creo que tengo el trancazo, según siento de pesada la cabeza. Estoy con dolores en todo el cuerpo. Me tiene usted completamente abandonada. En fin, Dios sobre todo.

Don Sergio dejó pasar la hojarasca de palabras y lamentaciones con que la baronesa trataba de sincerarse, y dijo:

—Este sistema de vida no puede seguir. Hay que tener método, hay que tener régimen; así no puede ser.

—Eso mismo estaba pensando yo—replicó la baronesa—. Sí, lo comprendo, a mí no me corresponde esa vida. Volveré a tomar otra casita de doce duros.

—¿Y los muebles?

—Los venderé.

¿Cómo decir que los había ya vendido?

—No, yo...—El calcáreo iba a hacer una observación [109] de buen comerciante, pero no se atrevió.—Luego esas visitas tan frecuentes de su primo de usted no están bien—añadió.

—¿Pero si me persigue—murmuró con voz quejumbrosa la baronesa—qué voy a hacerle yo? Ese hombre tiene por mí una pasión loca; comprendo que es raro, porque ya a mis años...

—No diga usted esas cosas, Paquita.

—Pero nada; se ha convertido en mi duende. Pero ahora ya verá usted como no va a volver.

—¡No ha de volver! Volverá hasta que usted no se lo diga claramente...

—Si se lo he dicho, y por eso ya no volverá.

—Entonces, mejor que mejor.

La baronesa miró indignada a don Sergio; después tomó una actitud compungida.

Don Sergio planteó sus planes de regeneración y pensó que Paquita debía dejar a niña Chucha, a quien el viejo calcáreo detestaba cordialmente; pero la baronesa afirmó que la quería como a una hija, tanto o más que a sus perros, que eran casi para ella como las niñas de sus ojos.

De pronto la baronesa se incorporó en el sofá.

—Tengo un plan—le dijo a don Sergio—. Dígame usted si le parece bien. En El Imparcial de ayer ví anunciada una finca o casa en Cogolludo, con huerta y jardín, por cincuenta duros al año. Supongo que será cosa muy mala; pero, al fin, será un terreno y una choza, y a mí me basta con una cabañita. Podría ir arreglando esa choza. ¿Qué le parece a usted, don Sergio?

—Pero, ¿para qué te vas a marchar de aquí?

—Es que no se lo he querido decir—añadió la [110] baronesa—; pero ese hombre me persigue—. Y contó una porción de embustes. Se recreaba la buena señora haciéndose la ilusión de que el primo la perseguía tenazmente, y todas las cartas que ella había escrito a él supuso que era él quien se las había escrito a ella.

—Y claro—siguió diciendo—, no es cosa de ir al fin del mundo huyendo de ese ridículo trovador.

—Pero Cogolludo no debe tener tren; te vas a aburrir.

—¡Quia! Allá me meto en mi choza como una santa y me entretengo en regar el jardín y cuidar las flores... pero soy tan desgraciada que con seguridad ya habrán alquilado la casa.

—No, eso no. Pero yo no veo la necesidad de marcharse. El chico no podrá ir al colegio.

—Ya no tiene necesidad. Estudiará por libre.

—Bueno; alquilaremos esa casa.

—Si no, ese canalla me va a perseguir. Yo quisiera que le llevasen a la cárcel y le ahorcaran. ¡Ay, don Sergio! ¡Cuando vendrá Carlos VII! No estoy por la libertad ni por las garantías constitucionales para los pillos.

—Vamos, vamos, mujer. Ya veremos si se arregla eso de la casa. Y alíviate pronto.

—Gracias, don Sergio; usted siempre tan fuerte. Es usted una roca... Tarpeya. Y sin saber dónde guardar el dinero. ¡Acuérdese usted de mí! Ya sabe usted que soy muy arregladita y que no pienso ni desperdicio nada.

Era lo mejor que tenía la baronesa, que se conocía a fondo.

Decididos a ir a Cogolludo, comenzaron a embalar [111] los muebles entre niña Chucha y Manuel, cuando la mulata salió diciendo que ella lo sentía mucho, pero que se quedaba en Madrid en una casa.

—Pero hija, ¿qué vas a hacer?

La mulata, apurada a preguntas, confesó que un señor americano, un pequeño rastaquouére que sentía la nostalgia del cocotero, le había ofrecido el puesto de ama de llaves en su casa.

La baronesa no se atrevió a hablarla de moralidad, y el único consejo que le dió fué que si el americano no se contentaba únicamente con que ella fuera ama de llaves, que se afirmara bien; pero la mulata no era tonta, y había, según dijo, tomado todas sus precauciones para caer en blando.

Manuel quedó solo en la casa para terminar las diligencias necesarias para el traslado. Una tarde, de vuelta de la estación del Mediodía, se encontró con Mingote, que al verle echó a correr tras él.

—¿A dónde vas?—le dijo—; cualquiera hubiese dicho que huías de mí.

—¡Yo! ¡Qué disparate! me alegro mucho de verle.

—Yo también.

—Mira, vamos a entrar en este café. Te convido.

—Bueno.

Entraron en el café de Zaragoza. Mingote pidió dos cafés, papel y pluma.

—¿A ti te importaría algo escribir lo que voy a dictarte?

—Hombre, según lo que sea.

[112] —Se trata de que me pongas una carta diciéndome que no te llamas Sergio Figueroa, sino Manuel Alcázar.

—¿Y para qué quiere usted que le escriba eso? Si usted lo sabe tan bien como yo—contestó cándidamente Manuel.

—Es una combina que me traigo.

—Y yo, ¿qué voy ganando en eso?

—Te puedes ganar treinta duros.

—¿Sí? ¡Vengan!

—No, cuando el negocio esté terminado.

Viendo Mingote a Manuel tan propicio, le dijo que si se las apañaba para quitar a la baronesa los papeles falsificados de su identificación y se los entregaba, añadiría a los treinta veinte duros más.

—Los papeles los tengo yo guardados—dijo Manuel—; si espera usted aquí un momento, voy y se los traigo a usted en seguida.

—Bueno, aquí espero. ¡Qué infeliz es este muchacho!—murmuró Mingote—. Se figura que le voy a dar cincuenta duros. ¡Qué primo!

Pasó una hora, luego otra; Manuel no aparecía.

—¿Habré sido yo el primo?—exclamó Mingote—. Sin duda. ¿Me habrá engañado ese condenado niño?

Mientras esperaba Mingote, la baronesa y Manuel tomaban el tren.


Fueron a Cogolludo, y la baronesa se llevó el gran chasco. Creía que el pueblo sería algo así como una aldea flamenca y se encontró con un poblachón en medio de una llanura.

[113] La casa alquilada estaba en un extremo del pueblo; era grande, con una puerta azul, tres ventanas chicas al camino y un corral en la parte de atrás. Debía de hacer más de diez años que no la habitaban. Al día siguiente de llegar la baronesa y Manuel la barrieron y fregaron. La baronesa se lamentaba amargamente de su resolución.

—¡Ay, Dios mío!, ¡qué casa!—decía—. ¿Por qué habremos venido aquí? Y ¡qué pueblo! Yo había visto de paso algún pueblo de España, pero en el Norte, donde hay árboles. ¡Esto es tan seco, tan árido!

Manuel se encontraba en sus glorias; la huerta de la casa no producía más que ortigas y yezgos, pero él supuso que se podría convertir aquel trozo de tierra, seco y lleno de plantas viciosas, en un vergel. Se puso a trabajar con fe.

Primeramente escardó y quemó toda la hierba del huerto.

Después removió la tierra con un pincho y sembró a discreción garbanzos, habichuelas y patatas, sin enterarse de si era o no el tiempo de la siembra. Luego pasó horas y horas sacando agua de un pozo profundísimo que había en medio del huerto, y como se desollaba las manos con la cuerda y además a la media hora de regar la tierra estaba seca, ideó una especie de torno con el cual se tardaba media hora en sacar un balde de agua.

A los quince días de estancia allí tomó la baronesa una criada, y cuando ya la casa estuvo limpia fué a Madrid, sacó del colegio a Kate y la llevó a Cogolludo.

[114] Kate, como tenía un espíritu práctico, llenó unas cuantas macetas de tierra y plantó una porción de cosas en ellas.

—¿Para qué hace usted eso?—le dijo Manuel—, si dentro de poco estará todo esto lleno de plantas.

—Yo quiero tener las mías—contestó la niña.

Pasó un mes, y a pesar de los trabajos ímprobos de Manuel, no brotó nada de lo plantado por él. Sólo unos geranios y unos ajos puestos por la criada crecían, a pesar de la sequedad, admirablemente.

Los tiestos de Kate también prosperaban; en las horas de calor los metía dentro de la casa y los regaba. Manuel, viendo que sus ensayos de horticultura fracasaban, se dedicó con rabia al exterminio de las avispas, que en grandes panales de celdas simétricas, ocultos en los intersticios de las tejas, se guarecían.

Entabló con las avispas una lucha a muerte y no las pudo vencer; parecía que le habían tomado odio; le atacaban de una manera tan furiosa, que la mayoría de las veces tenía que batirse en retirada, expuesto a caerse del tejado lleno de picaduras.

Los entretenimientos de Kate eran más tranquilos y pacíficos. Había arreglado su cuarto con un orden perfecto. Sabía embellecerlo todo. Con la cama, cubierta por la colcha blanca y oculta por las cortinas; los tiestos, en la ventana, en los que empezaban a brotar las plantas; su armario, y los cromos en las paredes azules, su alcoba tenía un aspecto de gracia encantador.

[115] Luego, era la muchacha de una bondad amable y serena.

Había encontrado en el campo un gato herido, a quien perseguían unos chicos, a pedradas; lo recogió, a riesgo de ser arañada, lo cuidó y curó, y el gato la seguía ya por todas partes y sólo quería estar con ella.

Manuel obedecía a la Nena, ciegamente, sentía además una gran satisfacción al obedecerla; la consideraba como un dechado de perfecciones, y a pesar de esto, nunca se le ocurrió, ni en su fuero interno, enamorarse de ella. Quizá la encontraba demasiado buena, demasiado hermosa. Experimentaba Manuel la tendencia paradójica de todos los hombres de fantasía que creen amar la perfección y se enamoran de lo imperfecto.

El verano transcurrió agradablemente; el calcáreo estuvo dos veces en Cogolludo, al parecer contento; pero, al fin de Agosto, las pesetas que recibía la baronesa no aparecieron.

Escribió a don Sergio varias veces sacando a relucir la persecución de que era víctima, pues de este modo satisfacía la vanidad y el amor propio del viejo Cromwell; pero don Sergio no cayó en la celada.

Indudablemente, Mingote había hablado. Esperó la baronesa algún tiempo trampeando, haciendo deudas. Un día, a principios de otoño, se presentó el guarda de la casa diciendo a la baronesa que la desalojara, que en Madrid no habían pagado el alquiler. Se desahogó la baronesa insultando y poniendo como un trapo a don Sergio; el guarda dijo que la orden suya era no dejar que se llevaran los muebles sin que le pagaran [116] el alquiler. La baronesa sentía que su hija se enterara de sus trapisondas; calculó lo que valdrían los muebles, que ya en Madrid con las ventas y los empeños quedaron reducidos estrictamente a lo indispensable, y se decidió a dejarlos y a huir de Cogolludo.

Una tarde en que salieron del pueblo a dar un paseo, la baronesa expuso a Kate, muy azorada, la situación.

—¿Vamos a Madrid?—terminó diciendo.

—Vamos.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo.

Hacia frío. Comenzaba a lloviznar.

La estación del tren estaba en un pueblo inmediato. Manuel sabía el camino. Marcharon los tres por entre lomas bajas; no encontraron a nadie. Kate iba un tanto asustada.

—Vaya una facha rara que debemos de tener—decía la baronesa.

A la hora y media de salir del pueblo, de repente, a la revuelta de un sendero, apareció el faro de señales de la vía férrea, un disco blanco como un alto fantasma. Soplaba un vientecillo sutil. Oyeron de pronto a lo lejos los silbidos agudos de un tren, aparecieron las linternas roja y blanca de la locomotora, fueron agrandándose en la obscuridad rápidamente, retembló la tierra, pasó la fila de vagones rechinando con una algarabía infernal, surgió una bocanada de humo blanco con incandescencias luminosas, cayó un diluvio de chispas al suelo y el tren huyó y quedaron dos farolillos rojos y uno verde danzando en la obscuridad de la noche, hasta que se escabulleron [117] en seguida en las sombras. Estaban los tres cansados cuando entraron en la estación. Esperaron unas horas, y a la mañana del día siguiente llegaron a Madrid.

La baronesa estaba azorada, fueron a una casa de huéspedes, les preguntaron si tenían equipaje, la baronesa dijo que no, y no supo encontrar ningún pretexto ni explicación; les dijeron que sin equipaje no les tomarían, a no ser que pagaran por adelantado, y la baronesa salió avergonzada. De allí pasaron por la casa de una amiga, pero se había mudado: no se sabían tampoco las señas de Horacio. La baronesa tuvo que empeñar un reloj de Kate y fueron a parar los tres a un hotel de tercera clase.

Al cuarto día el dinero terminó. La baronesa había perdido su presencia de ánimo y en su rostro se notaba la fatiga y el cansancio.

Escribió una carta humilde a su cuñado pidiéndole hospitalidad para ella y su hija, y la contestación tardaba. La baronesa se ocultaba de Kate para llorar.

La dueña del hotel les pasó la cuenta; le suplicó la baronesa que esperara unos días a que recibiera una carta, pero la mujer de la fonda, a quien la petición hecha en otra forma no le hubiera chocado, se figuró, por el tono empleado por la baronesa, que se trataba de engañarla, y dijo que no esperaba, que, si al día siguiente no la pagaban, avisaría a la justicia.

Kate, al ver a su madre más afligida que de costumbre, le preguntó lo que le pasaba, y ella expuso la situación apurada en que se veían.

[118] —Voy a ver al embajador de mi país—dijo Kate resueltamente.

—¿Tú sola? Iré yo.

—No, que me acompañe Manuel.

Fueron los dos a la Embajada; entraron en un portal grande. Dió su tarjeta Kate a un portero e inmediatamente la hicieron pasar. Manuel, sentado en un banco, esperó un cuarto de hora. Al cabo de este tiempo salió la muchacha al portal acompañada de un señor de aspecto venerable.

Éste la acompañó hasta la puerta y habló con un lacayo con galones.

El lacayo abrió la puerta de un coche que había frente a la puerta y permaneció con el sombrero en la mano.

Kate se despidió del anciano señor; luego dijo a Manuel:

—Vamos.

Entró ella en el coche y después Manuel estupefacto.

—Ya está todo arreglado—dijo la muchacha a Manuel—. El embajador ha telefoneado al hotel diciendo que pasen la cuenta a la Embajada.

Manuel pudo notar en esta ocasión, y comprobarlo después repetidas veces, que las mujeres acostumbradas desde niñas a doblegarse y a ocultar sus deseos tienen, cuando despliegan sus energías ocultas, un poder y una fuerza extraordinarios.

La baronesa recibió la noticia alborozada, y en un arrebato de ternura besó a Kate repetidas veces y lloró amargamente.

Días después se recibió la contestación del [119] cuñado de la baronesa y un cheque para que se pusieran en camino.

A pesar de lo que le prometió la baronesa a Manuel, éste comprendió que no le llevarían a él. Era natural. La baronesa compró ropa para la Nena y para ella.

Una tarde de otoño se fueron madre e hija. Manuel las acompañó en coche hasta la estación.

La baronesa sentía mucha tristeza de dejar Madrid; la Nena estaba, como siempre, al parecer serena y tranquila.

En el trayecto, ninguno de los tres dijo una palabra.

Bajaron del coche, entraron en la sala de espera; había que facturar un baúl y Manuel se encargó de ello. Después pasaron al andén y tomaron asiento en un vagón de segunda. Roberto paseaba por el andén de la estación pálido, de un lado a otro.

La baronesa prometió al muchacho que volverían.

Sonó la campana de la estación. Manuel se subió al coche.

—Vamos, bájate—dijo la baronesa—. El tren va a empezar a andar.

Manuel ofreció la mano tímidamente a la Nena.

—Abrázala—dijo su madre.

Manuel apenas se atrevió a rodear el talle de la muchacha con sus brazos. La baronesa le besó en las dos mejillas.

—Adiós, Manuel—le dijo—, secándose una lágrima.

Echó andar a el tren; la Nena saludó desde la [120] ventanilla con la mano; pasaron vagones y vagones con un ruido sordo; el tren aceleró la marcha. Manuel sintió una congoja grande; huyó el tren, silbando por los campos, y Manuel se llevó las manos a los ojos y sintió que estaba llorando.

Roberto le agarró del brazo.

—Vamos de aquí.

—¿Es usted?—le dijo Manuel.

—Sí.

—Han sido muy buenas para mí—añadió Manuel tristemente.

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

Sandoval.—Los sapos de Sánchez Gómez. Jacob y Jesús.

Salieron juntos Manuel y Roberto de la estación del Norte.

—¿Y otra vez a empezar?—le dijo Roberto.—¿Por qué no te decides de una vez a trabajar?

—¿En dónde? Yo para buscar no sirvo. ¿Usted no sabe algo para mí? En alguna imprenta...

—¿Te decidirás a entrar de aprendiz sin ganar nada?

—Sí; ¿qué voy a hacer?

—Si te parece bien, yo te llevaré al director de un periódico ahora mismo. Vamos.

Subieron hasta la plaza de San Marcial; luego, por la calle de los Reyes, hasta la de San Bernardo, y en la calle del Pez entraron en una casa. Llamaron en el piso principal y una mujer esmirriada salió a la puerta y les dijo que aquél por quien preguntó Roberto estaba durmiendo y no quería que se le despertase.

[124] —Soy amigo suyo—replicó Roberto—, yo le despertaré.

Entraron los dos por un corredor a un cuarto obscuro, en donde olía a iodoformo de una manera apestosa. Roberto llamó.

—¡Sandoval!

—¿Qué hay? ¿Qué sucede?—gritó una voz fuerte.

—Soy yo; Roberto.

Se oyeron los pasos de un hombre desnudo que abrió las maderas del balcón y luego se le vió volver y meterse en una cama grande.

Era un hombre de unos cuarenta años, rechoncho, grasiento, de barba negra.

—¿Qué hora es?—dijo desperezándose.

—Las diez.

—¡Qué barbaridad! ¿Es tan temprano? Me alegro que me hayas despertado; tengo que hacer muchas cosas. Da un grito por el pasillo.

Roberto lanzó un ¡eh! sonoro, y se presentó en el cuarto una muchacha pintada, con aire de mal humor.

—Anda, tráeme la ropa—la dijo Sandoval, y de un esfuerzo se sentó en la cama, bostezó estúpidamente y se puso a rascarse los brazos.

—¿A qué venías?—preguntó.

—Pues como el otro día dijiste que necesitabas un chico en la redacción, te traigo éste.

—Pues, hombre, tengo ya otro.

—Entonces nada.

—Pero en la imprenta creo que necesitan.

—A mí ese Sánchez Gómez no me hace mucho caso.

—Se lo diré yo; no me puede negar eso.

[125]

—¿Te se olvidará?

—No, no se olvidará.

—¡Bah! Escríbele; es mejor.

—Ya le escribiré.

—No, ahora; ponle unas letras.

Mientras hablaban, Manuel observó con curiosidad el cuarto, de un desorden y suciedad grandes. El mobiliario lo componían: la cama de matrimonio, una cómoda, una mesa, un aguamanil de hierro, un estante y dos sillas rotas. Sobre la cómoda y en el estante se amontonaban libros desencuadernados y papeles; en las sillas enaguas y vestidos de mujer; el suelo estaba lleno da puntas de cigarro, de trozos de periódico y de pedazos de algodón utilizados para alguna cura; debajo de la mesa aparecía una jofaina de hierro convertida en brasero, llena de ceniza y de carbones apagados.

Cuando la muchacha pintada vino con el traje y la camisa, Sandoval se levantó en calzoncillos y anduvo buscando un jabón entre los papeles, hasta que lo encontró. Se fué a lavar en la palangana del aguamanil, llena de agua sucia hasta arriba, en la que nadaban remolinos de pelos de mujer.

—¿Quieres echar el agua?—dijo el periodista a la muchacha humildemente.

—Echala tú—contestó ella de mala manera, saliendo del cuarto.

Sandoval salió en calzoncillos al corredor con la palangana en la mano, después volvió, se lavó y fué vistiéndose.

Sobre los libros y los papeles se veían algún peine grasiento, algún cepillo de dientes gastado[126] y rojo por la sangre de las encías; un cuello postizo con ribetes de mugre, una caja de polvos de arroz llena de abolladuras, con la brocha apelmazada y negra.

Después de vestido Sandoval, se transformó a los ojos de Manuel; tomó un aire de distinción y elegancia, escribió la carta que le pedían, y Roberto y Manuel salieron de la casa.

—Se ha quedado maldiciendo de nosotros—dijo Roberto.

—¿Por qué?

—Porque es perezoso como un turco. Perdona todo menos que le hagan trabajar.

Salieron los dos nuevamente a la calle de San Bernardo y entraron en una callejuela transversal. Se detuvieron frente a una casa pequeña que salía de la línea de las demás.

—Esta es la imprenta—dijo Roberto.

Manuel miró; ni letrero, ni muestra, ni indicación alguna de que aquello fuera una imprenta. Empujó Roberto una puertecilla y entraron en un sótano negro, iluminado por la puerta de un patio húmedo y sucio. Un tabique recién blanqueado, en donde se señalaban huellas impresas de dedos y de manos enteras, dividía este sótano en dos compartimentos. Se amontonaban en el primero una porción de cosas polvorientas; el otro, el interior, parecía barnizado de negro; una ventana lo iluminaba; cerca de ella arrancaba una escalera estrecha y resbaladiza que desaparecía en el techo. En medio de este segundo compartimento un hombre barbudo, flaco y negro, subido en una prensa grande, colocaba el papel que allí parecía blanco como la nieve sobre[127] la platina de la máquina, y otro hombre lo recogía. En un rincón funcionaba trabajosamente un motor de gas que movía la prensa.

Subieron Manuel y Roberto por la escalera a un cuarto largo y estrecho que recibía la luz por dos ventanas a un patio.

Adosadas a las paredes y en medio estaban los casilleros de las letras, y sobre ellos colgaban algunas lámparas eléctricas, envueltas en cucuruchos de papel de periódico, que servían de pantalla.

En las cajas trabajaban tres hombres y un chico; uno de los hombres cojo, de blusa azul larga, sombrero hongo, aspecto de mal humor, con los anteojos puestos, se paseaba de un lado a otro.

Roberto saludó al señor cojo y le entregó la carta de Sandoval. El cojo cogió la carta y gruñó malhumorado:

—No sé para que me vienen con estas comisiones. ¡Maldita sea la!...

—Este es el chico a quien hay que enseñarle el oficio—interrumpió Roberto fríamente.

—Como no le enseñe yo la...—y el cojo soltó diez o doce barbaridades y un rosario de blasfemias.

—¿Hoy está usted de mal humor?

—Estoy como me da la gana... tanto amolar... porque me sale así de los santísimos... ¿Sabe usted?

—Bueno, hombre, bueno—repuso Roberto, y añadió en un aparte alto de teatro, de los que oye todo el mundo:—¡Qué paciencia hay que tener con este animal!

[128]

—Es una broma—siguió diciendo el cojo sin hacer caso del aparte—; que el chico quiere aprender el oficio, ¿y a mí qué?; que no tiene que comer, ¿y a mí qué? Que se vaya con dos mil pares... con viento fresco.

—¿Le va usted a enseñar o no, señor Sánchez? Yo tengo que hacer, no quiero perder el tiempo.

—¡Ah, usted no quiere perder el tiempo! Pues váyase usted, hombre; a bien que yo no necesito que se quede usted aquí, que se quede el chico; usted aquí estorba.

—Gracias. Tú quédate aquí—dijo Roberto a Manuel—, ya te dirán lo que tienes que hacer.

Manuel quedó perplejo, vió a su protector que se marchaba, miró a todos lados, y viendo que no le hacían caso se fué acercando a la escalera y bajó dos peldaños.

—¡Eh! ¿Adónde vas?—le gritó el cojo—. ¿Es que quieres o no quieres aprender el oficio? ¿Qué es esto?

Manuel quedó nuevamente confuso.

—Eh, tú, Yaco—gritó el cojo, dirigiéndose a uno de los hombres que trabajaban—, enséñale la caja a este choto.

El aludido, un hombrecillo flaco y muy moreno, con una barba negrísima, que trabajaba con una rapidez asombrosa, echó una mirada indiferente a Manuel y volvió a su trabajo.

El chico permaneció inmóvil, y viéndolo así el otro cajista, un joven rubio, de aspecto enfermizo, le dijo al compañero de la barba en tono burlón, con una canturia extraña:

—¡Ah, Yaco! ¿por qué no le enseñas al muchacho las letras?

[129]

—Enséñale tú—contestó el que llamaban Yaco.

—Ah, Yaco, veo que la ley de Moisés os hace muy egoístas, Yaco. ¿No quieres perder tiempo, Yaco?

El de la barba arrojó a su compañero una mirada siniestra; el rubio se echó a reir y le indicó a Manuel en dónde estaban las letras; después trajo una columna impresa que sacó rápidamente de un marco de hierro, y dijo:

—Ves echando cada letra en su cajetín.

Manuel comenzó a hacerlo con mucha lentitud.

El cajista rubio llevaba una blusa azul larga y un sombrero hongo, a un lado de la cabeza. Inclinado sobre el chibalete, con los ojos muy cerca de las cuartillas, el componedor en la mano izquierda, hacía líneas con una rapidez extraordinaria; su mano derecha saltaba vertiginosamente de cajetín a cajetín.

Con frecuencia se paraba a encender un cigarro, miraba a su barbudo compañero y le preguntaba una cosa, o muy tonta o de esas que no tienen contestación posible, en tono jovial, pregunta a la cual el otro no contestaba más que con una mirada siniestra de sus ojos negros.

Dieron las doce, dejaron todos el trabajo y se fueron. Manuel quedó solo en la imprenta. Al principio abrigó la esperanza de que le darían algo de comer; luego pudo convencerse de que nadie se había preocupado de su alimentación. Reconoció la imprenta; nada, por desgracia, era comestible; pensó que quizás aquellos rodillos, quitándoles la tinta de encima, podrían ser aprovechados, pero no se decidió.

[130]

A las dos volvió Yaco; poco después el rubio, que se llamaba Jesús, y comenzaron de nuevo el trabajo. Manuel siguió en su tarea de distribución de letras, y Jesús y Yaco en la de componer.

El cojo corregía galeradas, las entintaba, sacaba una prueba poniendo encima de ellas un papel y golpeando con un mazo, y después, con unas pinzas, extraía unas letras y las iba substituyendo por otras.

Jesús a media tarde dejó de componer, cambió de faena, cogía las galeradas, atadas con un bramante, las soltaba, formaba columnas, las metía en un marco de hierro y las sujetaba dentro con cuñas.

El marco se lo llevaba uno de los maquinistas del sótano y volvía con él al cabo de una hora. Jesús substituía en el marco de hierro unas columnas por otras y se llevaban de nuevo la forma. Poco después se repetía la misma operación.

Luego de trabajar toda la tarde iban a salir a las siete, cuando Manuel se acercó a Jesús y le dijo:

—¿No me dará el amo de comer?

—¡Quia!

—Yo no tengo dinero; no he podido tampoco almorzar.

—¿Ah, no? Anda, vente conmigo.

Salieron juntos de la imprenta y entraron en una tabernucha de la calle de Silva, en donde comía Jesús. Habló éste con el tabernero y después le dijo a Manuel:

—Aquí te darán el cocido de fiado. Yo he respondido por ti. A ver si no haces una charranada.

[131]

—Descuide usted.

—Bueno, vamos adentro, hoy convido yo.

Penetraron en el interior de la tasca y se sentaron los dos en una mesa.

Les trajeron una fuente con guisado, pan y vino. Mientras comían, Jesús contó de una manera humorística una porción de anécdotas del amo de la imprenta, de los periodistas y, sobre todo, de Yaco, el de la barba, que era judío, muy buena persona, pero avaro y sórdido hasta perderse de vista.

Jesús le solía tomar el pelo y le incomodaba para oirle.

Al concluir de cenar, Jesús preguntó a Manuel:

—¿Tienes sitio donde dormir?

—No.

—Ahí, en la imprenta, debe haber.

Volvieron a la imprenta, y el cajista le pidió al cojo que permitiera a Manuel dormir en algún rincón.

—Moler—exclamó el cojo—, esto va a ser el asilo de la Montaña. ¡Vaya una golfería! Porque el cojo será muy malo pero aquí todo el mundo viene. Claro. A la gandinga.

Gruñendo, como era su costumbre, el cojo abrió un cuartucho, al que se subía por unas escaleras, lleno de grabados envueltos en papeles, y después señaló un rincón, en donde había paja de jergones y unas mantas.

Durmió Manuel en la covacha hecho un príncipe.

Al día siguiente, el dueño le mandó ir al sótano.

—Mira lo que hace éste y luego haz tú lo mis[132]mo—le dijo, indicándole al hombre flaco y barbudo subido a la plataforma de la máquina.

Cogía éste una hoja de papel de un montón y la colocaba sobre la platina, venían al momento las lengüetas de la prensa a agarrar la hoja con la seguridad de los dedos de una mano; al movimiento del volante, la máquina tragaba el papel y al poco rato salía impreso por un lado, y unas varillas, como las de un abanico, lo depositaban automáticamente en una platina baja. Manuel aprendió pronto la maniobra.

El amo dispuso que Manuel trabajase por la mañana en las cajas, y por la tarde, y parte de la noche, en la máquina, y le asignó seis reales de jornal al día. Por la tarde se podía aguantar el trabajo en el sótano, pero de noche imposible. Entre el motor de gas y los quinqués de petróleo quedaba la atmósfera asfixiante.

A la semana de estar allí, Manuel había intimado con Jesús y con Yaco y se tuteaba con los dos.

Jesús le aconsejaba a Manuel el que se aplicase en las cajas y aprendiera pronto a componer.

—Al menos se tiene la pitanza segura.

—Pero es muy difícil—decía Manuel.

—Quia, hombre, acostumbrándose es más sencillo que cargar cubas de agua.

Manuel trabajaba siempre que podía, esforzándose en adquirir ligereza; algunas noches hacía líneas, y era para él un motivo de orgullo el verlas después impresas.

Jesús se entretenía en embromar al judío, remedándole en su manera de hablar. Habían vivido los dos algunos meses en la misma casa. Yaco[133] (Jacob era su nombre) con su familia, y Jesús con sus dos hermanas.

Le entusiasmaba a Jesús sacar a Jacob de sus casillas y oirle decir maldiciones pintorescas en su lengua melosa y suave, arrastrando las eses.

Según decía Jesús, en casa de Jacob hablaban su mujer, su suegro y él, en la más extraña jerigonza que imaginarse puede, una mezcla de árabe y de castellano arcaico que sonaba a algo muy raro.

—¿Te acuerdas, Yaco—le decía Jesús remedándole—, cuando llevaste a Mesoda, a tu mujer, aquel canario? Y te preguntaba ella: ¡Ah, Yaco! ¿qué es ese pasharo que tiene las plumas amarias? Y tú le contestabas: ¡Ah, Mesoda!, este pasharo es un canario y te lo traigo para .

Jacob, al ver que todo el mundo se reía, lanzaba una mirada terrible a Jesús y le decía:

—¡Ah roín, te venga un dardo que borre tu nombre del libro de los vivos!

—Y cuando Mesoda—proseguía, Jesús te decía—: Finca aquí, Yaco, finca aquí. ¡Ah, Yaco, qué mala estoy! Tengo una paloma en el corasón, un martio en cada sién y un pescao en la nuca. ¡Llámale a mi babá, que me traiga una ramita de letuario, Yaco!

Estas intimidades de su hogar, tratadas en broma, exasperaban a Jacob, y oyéndolas se exaltaba, y sus imprecaciones podían dejar atrás las de Camila.

—No respetas la familia, perro, terminaba diciendo.

—¡La familia!—le replicaba Jesús—. Lo primero que debe hacer uno es olvidarla. Los pa[134]dres y los hermanos, y los tíos y los primos, no sirven mas que para hacerle a uno la pascua. Lo primero que un hombre debe aprender es a desobedecer a sus padres y a no creer en el Eterno.

—Calla cafer, calla. Te veas como el vapó con agua en los lados y fuego en el corasón. Te barra la escoba negra si sigues blasfemando así.

Jesús se reía y, después de oirle hablar a Jacob, añadía:

—Hace unos miles de años, este animal que ahora no es más que un tipógrafo, hubiera sido un profeta y estaría en la Biblia al lado de Matatías, de Zabulón y de toda esa morralla.

—No digas necedades—replicaba Jacob.

Después de la discusión, Jesús le decía:

—Tú ya sabes, Yaco, que nos separa un abismo de ideas; pero a pesar de esto, si quieres aceptar el convite de un cristiano, te convido a una copa.

Jacob movía la cabeza y aceptaba.

CAPÍTULO II

Los Nombres de los Sapos.—El director de «Los Debates» y sus redactores.

Sánchez Gómez el impresor, a quien también se le conocía por el mote del Plancheta, aunque trabajaba como obrero era hombre rico; tenía un humor endiablado y desigual, una jovialidad corrosiva y un fondo de buen corazón.

Era el impresor más pintoresco y multiforme de Madrid, y su negocio, el más complicado e interesante.

Este solo dato bastaba para juzgarle: con una sola prensa, movida por un motor de gas, de los antiguos, publicaba nueve periódicos, cuyos títulos nadie podría encontrar insignificantes.

Los Debates, El Porvenir, La Nación, La Tarde, El Radical, La Mañana, El Mundo, El Tiempo y La Prensa; todos estos diarios importantes nacían en el sótano de la imprenta. A cualquier hombre vulgar le parecía esto imposible; para Sánchez Gómez, aquel Proteo de la tipografía, la palabra imposible no existía en el diccionario.

[136]

Cada periódico importante de éstos tenía una columna suya; y lo demás, información, artículos literarios, anuncios, folletín, noticias, era común a todos.

Sánchez Gómez hermanaba en sus periódicos el individualismo y el colectivismo. Cada uno de sus órganos gozaba de su autonomía e independencia en absoluto y, sin embargo, cada uno de ellos se parecía al otro como dos gotas de agua. El cojo realizaba en sus publicaciones la unidad y la variedad.

El Radical, por ejemplo, furibundo republicano, dedicaba la primera columna a faltar al Gobierno y a los curas; pero sus noticias eran las mismas que las de El Mundo, diario conservador impenitente que empleaba la primera columna en defender la Iglesia, esa arca santa de nuestras tradiciones; la Monarquía, esa gloriosa institución, símbolo de nuestra Patria; el Ejercito, baluarte firmísimo de nuestra nacionalidad; la Constitución, ese compendio de nuestras libertades públicas...

De todos los periódicos allí impresos, Los Debates constituían un buen negocio para su propietario, don Pedro Sampayo y Sánchez del Pelgar. Era Los Debates—utilizando los símiles empleados en el diario—terrible ariete contra el bolsillo de los políticos, fortaleza inexpugnable para las exigencias de los acreedores.

El chantage, en manos del director del periódico, se convertía en terrible arma de combate; ni la catapulta antigua ni el cañón de treinta y seis podía comparársele.

El periódico de don Pedro Sampayo y Sán[137]chez del Pelgar disponía de tres columnas propias.

Estas columnas las fabricaba un gallegote, macizo y grueso, de aspecto cerril, que escribía muy intencionadamente, llamado González Parla, y un señor Fresneda, muy flaco, muy espiritado, muy bien vestido y siempre muerto de hambre.

Langairiños, el Superhombre, pertenecía a la redacción de Los Debates, pero sólo en una parte alícuota, pues sus producciones geniales se estampaban en los nueve sapos nacidos en el sótano de la imprenta de Sánchez Gómez.

Indudablemente, es hora de presentar a Langairiños. Le llamaban, en broma, los periodistas el Superhombre y, abreviando, el Súper, porque siempre estaba hablando del advenimiento del superhombre de Nietzsche, sin comprender que, en broma y todo, no le hacían más que justicia.

Era lo más alto, lo más excelso de la redacción; unas veces se firmaba Máximo, otras Mínimo; pero su nombre, su verdadero nombre, el que inmortalizaba diariamente, y diariamente, cada vez más, en Los Debates o en El Tiempo, en El Mundo o en El Radical, era Ernesto Langairiños.

¡Langairiños! Nombre dulce y sonoro, algo así como una brisa fresca en una tarde de verano, ¡Langairiños! Un sueño.

El gran Langairiños tenía entre treinta y cuarenta años; abdomen pronunciado, nariz aquilina y barba negra, fuerte y tupida.

Algún imbécil de los que le odiaban, al verle tan vertebrado y cerebral, alguna de esas serpientes que tratan de morder en el acero de las [138] grandes personalidades, aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandysmo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos y sus americanas constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.

Langairiños ejercía de crítico, y de crítico cruel; sus artículos aparecían al mismo tiempo en nueve periódicos. Su manera impresionista despreciaba esas frases vulgares como «la señorita Pérez rayó a gran altura», «los caracteres están bien sostenidos en la obra» y otras de la misma clase.

En dos apotegmas reunía aquel superhombre todas sus ideas acerca del mundo que le rodeaba, eran dos frases terribles, de una ironía amarga y dislacerante. Que alguno aseguraba que este político, el otro periodista tenían influencia, dinero o talento..., él replicaba: Sí, sí, ya sé quien dices. Que otro decía que el novelista, el dramaturgo hacían o dejaban de hacer..., él contestaba: Bueno, bueno; por la otra puerta.

La superioridad de espíritu de Langairiños no le permitía suponer que un hombre que no fuera él valiese más que otro.

Su obra maestra era un artículo titulado Todos golfos. Se trataba de una conversación entre un maestro del periodismo—él—y un aprendiz de periodista.

[139] Aquel derroche de sal ática terminaba con este rasgo de humor:

El aprendiz.—Hay que tener principios.

El maestro.—En la mesa.

El aprendiz.—Hay que decir las cosas con verdadera crudeza al país.

El maestro.—Se le van a indigestar. Acuérdese usted de los garbanzos de la casa de huéspedes.

El Superhombre escribía siempre así, de un modo terrible, shakesperiano.

A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Súper se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia.

Manuel recordaba haber oído muchas veces en la casa de huéspedes de doña Casiana una voz sonora que contaba valientemente y sin fatiga el número de flexiones de piernas y de brazos. Veinticinco..., veintiséis..., veintisiete, hasta llegar a ciento, y aun más. Aquel Bayardo de la gimnasia se llamaba Langairiños.

Los otros dos redactores no podían compararse con Langairiños. González Parla parecía un bárbaro por su facha de mozo de cuerda. Hablaba brutalmente; llamaba al pan, pan, y al vino, vino; a los políticos braguetones y a los periódicos de Sánchez Gómez, los sapos.

El otro redactor, Fresneda, podía apostar a finura al hombre más fino y almibarado de Madrid. Experimentaba un verdadero placer en llamar señor a todo el mundo. Fresneda se sostenía en pie por milagro; se pasaba la vida muerto de hambre, pero esto no producía en él iras ni cóleras.

[140] González Parla y Fresneda necesitaban recurrir a toda clase de expedientes para obligar a Sampayo, el propietario de Los Debates, a que les pagara algunas pesetas. La esperanza de los dos, una credencial obtenida por intermedio del director propietario, no se realizaba nunca.

Manuel oía hablar tanto de Sampayo, que sintió curiosidad por conocerle.

Era un señor alto, erguido, de noble aspecto, de unos sesenta y tantos años; había conseguido varias veces el cargo de Gobernador, gracias a su mujer, una real hembra, en sus buenos tiempos, capaz de obtener cualquier cosa de un Ministro. En los gobiernos civiles por donde pasó el matrimonio no quedaron ni los clavos.

La mujer de Sampayo tenía buenas amistades con algunos señores ricos, pero en justa reciprocidad era tan superhembra y tan tolerante, que buscaba siempre criadas guapas y amables para que su marido estuviese satisfecho.

¡Y qué espectáculo más humano presentaba el hogar! Algunas veces, cuando llegaba la señora de Sampayo a su casa, un tanto fatigada, después de alguna aventurilla, se encontraba a su esposo con su noble aspecto cenando mano a mano con la criada, cuando no abrazándola cariñosamente.

El matrimonio gastaba sus ingresos íntegros; pero Sampayo era tan diestro en el arte de crearse acreedores y de torearlos después, que siempre encontraba medio de sacar algunos cuartos.

Una vez que González Parla, muy ceñudo, y Fresneda, muy amable, llamando al director señor Sampayo a cada momento, le exponían su[141] crítica situación, Sampayo entregó a Fresneda una carta para un general americano, pidiéndole dinero. Puso a su redactor la condición de que todo lo que pasara de diez duros quedaría para la caja.

Al salir a la calle los dos redactores, González Parla le exigió a su compañero la carta, y el hombre espectral se la dió.

—Yo iré a verle a ese braguetón de general—dijo González Parla—y le sacaré las perras y nos las repartiremos. La mitad para ti y la otra mitad para mí.

El hombre flaco acompañó al hombre gordo hasta la casa del general.

El general, un guachindanguito vestido de guacamayo, leyó la carta del director, miró al periodista, se caló los lentes y le preguntó, contemplándole de arriba abajo:

—¿Uté es el señó Fresneda?

—Sí, señor.

—¿Etá uté seguro?

—Claro; soy yo.

—Pero uté etá tísico, ¿no?

—¿Yo? No, señor.

—Pues eso me disen en la carta, ¿sabe?... Que tiene uté siete hijos y que por su aspecto podré comprender que etá en el último período de tisis, ¿sabe?

González Parla se azoró; dijo que era verdad que no estaba tísico; pero que había tenido un padre que había estado tísico, y como había tenido el padre tísico, le decían los médicos que él quedaría también tísico, que ya lo estaba en principio, de modo que aunque no lo fuera, era casi lo mismo que si lo estuviera ya.

[142]

—Yo no comprendo eso, ¿sabe?—dijo el general, después de escuchar una argumentación tan deficiente—; yo entiendo que eso é una macana, ¿no? No se puede etá tan gordo hallándose enfermo, ¿sabe? Pero, en fin—y largó un billete doblado entre sus dedos—, tome y váyase, y no sea pendejo.

—Esta gordura es falsa—replicaba humildemente González Parla, cogiendo el billete—. Es la patata que come uno, y se escabulló avergonzado.

El billete era de cien pesetas, y se lo repartieron entre el redactor flaco y el redactor gordo, con gran indignación de Sampayo. Este se prometió no darles ni un céntimo durante meses.

Fresneda, en las últimas boqueadas del hambre tuvo la única frase enérgica de toda su vida.

—Yo le daré a usted una recomendación para el ministro—le dijo el director, contestando así a una petición de dinero.

—Para morirse de hambre, señor de Sampayo—contestó con energía no exenta de su proverbial finura Fresneda—, no se necesitan recomendaciones.

CAPÍTULO III

El Parador de Santa Casilda.—La historia de Jacob.—La Fea y la Sinforosa.—La chica sin madre.—Mala Nochebuena.

Para la primavera Manuel componía con facilidad. Poco después, el tercer cajista se fué, y Jesús dijo al amo que debía de poner a Manuel en la plaza vacante.

—Pero si no sabe nada—replicó el dueño.

—¡No ha de saber! Páguele usted por líneas.

—No, le subiré el jornal.

—¿Cuánto le va usted a dar?

—Le daré ocho reales.

—Es poco. El otro ganaba doce.

—Bueno, le daré nueve; pero que no venga a dormir aquí.

El nuevo cargo emancipó a Manuel de la obligación de barrer la imprenta y salió de su cuchitril. Jesús le llevó al parador de Santa Casilda, en donde él vivía; un enorme caserón de un solo piso, con tres patios muy grandes, que estaba en la ronda de Toledo. Hubiera deseado Manuel no[144] ir por aquellos barrios, de los que conservaba malos recuerdos; pero su amistad con Jesús le hizo quedarse allí. Le alquilaron en el parador, por ocho reales a la quincena, un cuartucho con una cama, una silla de paja rota, y una estera colgada del techo, que hacía de puerta. Cuando el viento venía del campo de San Isidro, se llenaban de humo los cuartos y los corredores del parador de Santa Casilda. Los patios del parador eran, poco más o menos, como los de la casa del tío Rilo, con galerías idénticas, y puertas numeradas.

Desde la ventana del cuartucho de Manuel se veían tres depósitos, panzudos, rojos, de la fábrica del gas, con sus soportes altos de hierro terminados en poleas, y alrededor el Rastro; a un lado, vertederos ennegrecidos por el carbón y las escorias; más lejos se extendía el paisaje árido, y sus lomas calvas amarillentas se escalonaban hasta perderse en el horizonte. Enfrente sobresalía el cerrillo de los Angeles con su ermita en la punta.

En el cuarto inmediato al alquilado por Manuel había un carpintero y su mujer que tenían una niña. Los dos se emborrachaban y pegaban a la chica de una manera bestial.

Manuel estuvo muchas veces dispuesto a entrar en el cuarto, porque suponía que aquellos bárbaros martirizaban a la niña.

Una de las mañanas que encontró a la carpintera, le dijo:

—¿Por qué pegan ustedes así a la chica?

—¿Te importa algo?

—Claro que me importa.

[145]

—¿No es mi hija? Puedo hacer con ella lo que quiera.

—Así debía haber hecho su madre con usted—le contestó—, quitarla de en medio a palos por bruja.

Refunfuñó la mujer y Manuel se fué a la imprenta.

Por la noche, el carpintero detuvo a Manuel.

—¿Qué le has dicho tú a mi señora, eh?

—Le he dicho que no debía pegar a su hija.

—Y a ti, ¿quién te mete a decir nada?

El carpintero tenía un aspecto feroz, un entrecejo abultado y un cuello de toro. Una gruesa vena le cruzaba la frente. Manuel no le contestó.

Afortunadamente para él el carpintero y su mujer se mudaron de la casa pronto.

En los cuchitriles del mismo pasillo del parador vivían también dos gitanos viejos con sus familias, los dos muy zaragateros y muy ladrones; una muchacha ciega, que cantaba flamenco en la calle, moviéndose con unas convulsiones de epiléptica, y que iba acompañada de otra chica, con la que se pegaba continuamente, y dos hermanas muy golfas, muy zarrapastrosas, pintadas, chillonas, embusteras, liosas, pero alegres como cabras.

La habitación de Jesús se hallaba bastante próxima a la de Manuel, y esta vida común de la imprenta y de la casa hizo que estrecharán más sus relaciones de amistad.

Jesús era un excelente muchacho, pero se emborrachaba con una frecuencia lamentable; tenía dos hermanas solteras, una bonita, con unos ojos verdes de gato, de facha desvergonzada, llamada[146] Sinforosa, y la otra una pobre enclenque, torcida y escrofulosa, a quien todos le decían, implacablemente, la Fea.

A los dos meses o cosa así de vivir en el parador, Jesús, con su tono irónico peculiar, le dijo a Manuel cuando marchaban los dos a la imprenta.

—¿No sabes? Mi hermana está preñada.

—¿Sí?

—Vaya.

—¿Cuál de las dos?

—La Fea. ¿Quién habrá sido el héroe? Merece una cruz.

El cajista siguió hablando del percance y bromeando con indiferencia.

A Manuel no le parecía bien esto; al fin era su hermana; pero Jesús salió con sus invectivas contra la familia y con que uno no se debía ocupar para nada de los hermanos, ni de los padres, ni de nadie.

—Buena teoría para los egoístas—le dijo Manuel.

—La familia no es más que el egoísmo en beneficio de unos pocos y en contra de la humanidad—contestó Jesús.

—Bastante caso haces tú de la humanidad, tan poco como de tu familia—le replicó Manuel.

Por esta cuestión volvieron a discutir varias veces y llegaron a decirse cosas muy agrias y mortificantes.

A Manuel no le importaba mayormente aquello; pero le producía indignación al ver que Jesús y la Sinforosa no se compadeciesen de su hermana y la enviasen a hacer recados y la obligasen a barrer cuando la pobre raquítica no podía[147] con su barriga, que amenazaba ser monstruosa. Por motivo de estas discusiones, hubo días en los cuales Manuel apenas cruzó unas cuantas palabras con Jesús, y se dedicó a charlar con Jacob y a hacerle preguntas acerca de su país.

A Jacob, a pesar de que según decía no le había ido muy bien en su tierra, le gustaba hablar de ella.

Era de Fez y tenía un entusiasmo grande por esta ciudad.

—La pintaba como un paraíso lleno de huertas con palmeras, limoneros y naranjos, cruzada por riachuelos cristalinos. En Fez, en el barrio de los judíos, pasó Jacob su infancia, hasta que entró al servicio de un comerciante rico, que negociaba en Rabat, Mogador y Saffi.

Jacob, con su imaginación viva y su modo de hablar exagerado, pintoresco y lleno de imágenes, daba la impresión de la realidad cuando hablaba de su país.

Pintaba el paso de las caravanas compuestas de camellos, asnos y dromedarios. Describía éstos con sus cuellos largos y su cabeza pequeña, que se balancea como la de las serpientes, con los ojos apagados que miran al cielo; y al oirle mientras peroraba se creía estar atravesando aquellos arenales blancos, en donde el sol ciega. Describía también los mercados constituídos en la confluencia de unas cuantas sendas y caracterizaba a la gente que acudía a ellos; los moros de las cabilas próximas con sus fusiles, los encantadores de serpientes, los hechiceros, los narradores de cuentos de las Mil y una noches, los médicos que sacan los gusanos de los oídos.

[148]

Y al retirarse las caravanas, al alejarse unos y otros por las sendas, jinetes en sus caballos y en sus mulas, Jacob imitaba los graznidos de los cuervos que acudían en bandadas al lugar del mercado y lo cubrían de una capa negra.

Pintaba el efecto que causaba ver treinta o cuarenta bereberes a caballo, con melenas largas, armados de espingardas, y que, al pasar un judío, escupían en el suelo; la vida sin seguridad; por los caminos, gentes sin ojos y sin brazos, castigados por la justicia, pidiendo limosna en nombre de Muley Edris, y durante el invierno, el paso peligroso de los ríos, los anocheceres en la puerta del aduar, mientras se preparaba el cus-cus, tocando el guembrí y cantando canciones soñolientas y tristes.

Un sábado, Jacob le convidó a Manuel a comer en su casa.

Vivía el judío en el barrio de Pozas, en una casucha de una callejuela próxima al paseo de Areneros.

La casita aquella tenía un aspecto extraño, algo oriental. Una o dos mesas bajitas de pino; jergones pequeños en vez de sillas, y colgando de las paredes trapos de color y dos guitarrillos de tres cuerdas.

Manuel conoció al padre de Jacob, un viejo melenudo que andaba por casa con una túnica obscura y una gorra, a su mujer Mesoda y a una niña de ojos negros llamada Aisa.

Se sentaron todos a la mesa; el viejo pronuncio unas cuantas palabras gravemente en una lengua enrevesada, que Manuel supuso sería una oración en judío, y comenzaron a comer.

[149]

La comida tenía gusto a hierbas aromáticas fuertes, y a Manuel le pareció que mascaba flores.

En la mesa, el viejo, en el castellano extravagante en que hablaba toda la familia, contó a Manuel las peripecias de la guerra de Africa; en su narración Prim, el señor Juan Prim—como decía él—tomaba proporciones épicas. Jacob debía de respetar profundamente al viejo y le dejaba perorar y hablar de Prim y del Eterno; Mesoda muy tímida sonreía y se ruborizaba por cualquier cosa.

Después de comer, Jacob descolgó de la pared uno de los guitarrillos de tres cuerdas y cantó varias canciones árabes acompañándose de uno de aquellos instrumentos primitivos.

Manuel se despidió de la familia de Jacob y prometió visitarla de cuando en cuando.


Una noche de otoño, al volver Manuel del trabajo, después de un día entero en que Jesús no apareció por la imprenta, al entrar en el parador se encontró en el pasillo que conducía a su cuarto con un grupo de comadres, que hablaban de Jesús y de sus hermanas.

La Fea había parido; estaban en su cuarto el médico de la Casa de Socorro y la señora Salomona, una buena mujer que se ganaba la vida asistiendo enfermos.

—¿Pero qué ha hecho Jesús?—preguntó Manuel al oir los dicterios de las mujeres contra el cajista.

—¿Qué ha hecho?—contestó una de las comadres—, pues ná, que ha resultao que vivía amontonao con la Sinfo, que es una pécora más mala [150] que un dolor, y Jesús y ella se habían entregao a la bebida, y la zorrona de la Sinfo le quitaba el jornal que ganaba la Fea.

—Eso no puede ser verdad—replicó Manuel.

—¿Qué no? Si lo ha dicho el mismo Jesús.

—Pues la otra no es muy decente tampoco, que digamos—añadió una de las mujeres.

—Tanto como la que más—replicó la comadre oradora—. Se lo ha contao tó al médico de la Casa de Socorro. Una noche en que no había pasao gracia divina por su cuerpo, porque Jesús y la Sinfo se habían llevao tóos los quisquis, fué la Fea y, para remediar el hambre, bebió un trago de aguardiente y luego otro, y con la debilidá que tenía se quedó borracha. Vinieron la Sinfo y Jesús, y los dos cargados, y la muy zorra, viéndola en la cama a la Fea, la dijo, dice: Anda, que la cama la necesitamos nosotros para... (haciendo un ademán desvergonzado). Ya me entienden ustés, y va y pone a su hermana a la puerta. La Fea, que no sabía lo que se hacía, salió a la calle, y uno del Orden, al verla curda, la lleva a la delega y la mete en un cuarto obscuro, y allí algún tío...

—Que estaría también curda—dijo un albañil que se detuvo a oir la relación.

—Pues ná...—añadió la comadre.

—Si llega a haber luz, pa mí que no hay nada, porque el compadre, al ver la cara de la socia se asusta—añadió el albañil siguiendo su camino.

Manuel se separó del grupo de comadres y se asomó a la puerta del cuarto de Jesús. Era un espectáculo desolador; la hermana del cajista, pálida, con los ojos cerrados, echada en el suelo [151] sobre unas esteras, cubierta con telas de sacos, parecía un cadáver, el médico la fajaba en aquel momento; la señora Salomona vestía el recién nacido; un charco de sangre manchaba los ladrillos.

Jesús, arrimado a la pared en un rincón, miraba al médico y a su hermana, impasible, con los ojos brillantes.

El médico pidió a las vecinas que trajeran un colchón y unas sábanas; cuando llegaron estas cosas pusieron el colchón sobre el petate, de tablas, y colocaron con cuidado a la Fea. Estaba la pobre raquítica como un esqueleto; su pecho era liso como el de un hombre y, a pesar de que no debía tener fuerzas para moverse, cuando le pusieron el niño a su lado, cambió de postura e intentó darle de mamar.

Manuel, al notarlo, miró a Jesús con ira.

Le hubiera pegado con gusto, por permitir que su hermana estuviera así.

El médico, cuando concluyó su trabajo, cogió a Jesús, lo llevó al extremo de la galería y habló con él. Jesús se hallaba dispuesto a hacer todo lo que le dijeran; daría el jornal entero a la Fea, lo prometía.

Luego, cuando se fué el médico, Jesús cayó en manos de las comadres, que le pusieron como un trapo.

El no negó nada. Al revés.

—Durante el embarazo—dijo—ha dormido en el suelo sobre la estera.

Todas las comadres cementaron indignadas las palabras del cajista. Este se encogía de hombros estúpidamente.

[152] —¡Mire usté que estar la pobre infeliz durmiendo sobre la estera mientras que la Sinfo y Jesús se estaban en la cama!—decía una.

Y la indignación se acentuó contra la Sinfo, aquella golfa indecente, a la que juraron dar una paliza morrocotuda. La señora Salomona tuvo que interrumpir la charla, porque no dejaban dormir en paz a la parturienta.

La Sinfo debió sospechar algo, pues no se presentó en el parador. Jesús, ceñudo, sombrío, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, en los días posteriores, iba de su casa a la imprenta sin hablar una palabra. Manuel sospechó si estaría enamorado de su hermana.

Durante el sobreparto, las mujeres de la vecindad cuidaron con cariño a la Fea; exigían el jornal entero a Jesús, quien lo daba sin inconveniente alguno. El recién nacido, encanijado e hidrocéfalo, murió a la semana.

La Sinforosa no apareció más por el parador; según se decía se había lanzado a la vida.


El día de Nochebuena, por la tarde, llegaron al parador tres señores vestidos de negro. Un viejecillo de bigote blanco y ojos alegres; un señor estirado de barba entrecana y anteojos de oro; y otro que parecía secretario o escribiente, bajito, de bigote negro, que taconeaba al andar e iba cargado de papeles. Dijeron que eran de la Conferencia de San Vicente de Paúl, visitaron a la hermana de Jesús y a otras personas que vivían en rincones y tabucos de la casa.

Detrás de aquellos señores vestidos de negro fueron Manuel y Jesús, que no hacían más que [153] dormir en el parador, no conocían la vecindad, así que anduvieron por su casa como por una extraña.

—¡Hipócritas!—decía el albañil a voz en grito.

—Pero, hombre. ¡Cállese usted!—exclamó Manuel—que le van a oir.

—¿Y qué?—replicaba el vecino—. ¡Qué me oigan! Son unos hipócritas. ¿A qué vienen aquí a echárselas de caritativos? A hacer el paripé, a eso vienen esos tíos; estos jesuítas farsantes. ¿Qué leñe quieren saber? ¿que vivimos mal? ¿que estamos hechos unos guarros? ¿que no cuidamos de los chicos? ¿que nos emborrachamos? Bueno, pues que nos den su dinero y viviremos mejor, pero que no se nos vengan con bonos y con consejos.

Entraron los tres señores en un tabuco de un par de metros en cuadro. En el suelo, sobre un montón de paja y de harapos, había una mujer hidrópica, con la cara hinchada y entontecida.

En una silla, a la luz de una candileja, cosía una mujer joven.

Desde el pasillo Manuel pudo oir la conversación que tenían adentro.

El viejecillo del bigote blanco preguntó con su voz alegre qué es lo que le pasaba a la mujer, y una vecina que vivía en un cuarto próximo contó un sin fin de miserias y dolores.

La hidrópica sobrellevaba sus desdichas con resignación extraordinaria.

Se cebó la desgracia en ella y fué cayendo y cayendo hasta llegar a aquella situación tan triste. No encontró una mano amiga, y sus únicos favorecedores fueron un carnicero y su mujer, [154] antiguos criados de su casa a quienes había ayudado a establecerse en mejores épocas. La carnicera, que además era prestamista, solía comprar en el Rastro mantones y pañuelos de Manila, y cuando tenían algo que zurcir o arreglar se los llevaba a la hija de la hidrópica para que los compusiera.

Esto, la antigua criada se lo pagaba a la hija de sus amos con un montón de huesos, y a veces, cuando quedaba satisfecha de su trabajo le daba las sobras de su comida.

—¡Moler con la generosidad de la carnicera!—dijo el albañil, que escuchaba la narración de la vecina.

—También la gente del pueblo—repuso Jesús en broma, recordando una frase de zarzuela—tiene su corazoncito.

Los señores de la Conferencia de Paúl, después de oir tan conmovedora relación, dieron tres bonos a la hija de la hidrópica y salieron del cuarto.

—Ya es feliz esta mujer—murmuró Jesús irónicamente—; tenía que morirse mañana y se muere pasado. ¿Para qué quiere más?

El albañil murmuró:—Me parece.

El secretario, el de los papeles, recordó un caso análogo al de la hidrópica, y lo llamó curioso y extremadamente interesante.

Cuando los tres señores salían de un pasillo para desembocar en otro, una vieja les llamó y habiéndoles de usía les pidió que la acompañaran y les llevó alumbrándoles con una bujía a un caramanchón o agujero negro abierto debajo de una escalera. Sobre un montón de trapos y [155] arropada en un mantón raído, había una chiquilla delgada, esmirriada, la cara morena y flaca, los ojos negros, huraños, y brillantes. A su lado dormía un chico de dos o tres años.

—Yo quisiera que usías—dijo la vieja—la metieran a esta chica en un asilo. Es huérfana; su madre, que con perdón, no llevaba muy buena vida, murió aquí. Ella se ha metido en este agujero y nadie la puede echar, y roba huevos, pan, todo lo que puede, unas veces en una casa, otras en otra, para dar de comer al rorro. Yo quisiera que usías consiguieran que la llevaran a un asilo.

La chiquilla miró con sus ojos grandes, espantados a los tres señores, y agarró de la mano al chico.

—Esta niña—dijo el secretario, el de los papeles—, tiene por su hermano un cariño verdaderamente curioso e interesante, y yo no sé si no sería cruel separarlos.

—Estaría mejor en un asilo—añadió la vieja.

—Ya veremos, ya veremos—replicó el señor anciano—. Se fueron los tres.

—¿Cómo te llamas tú?—le preguntó Jesús a la chica.

—¿Yo? Salvadora.

—¿Quieres venir a vivir conmigo con tu chico?

—Sí—contestó sin vacilar la niña.

—Bueno, pues vamos, levántate. La Fea se va a poner más contenta—dijo Jesús como para dar una explicación de su rasgo—. Si no la van a separar de su crío y es una barbaridad.

La chica cogió al niño en brazos y acompañó a Jesús. La Fea debió recibir a los dos abandonados [156] con gran entusiasmo. Manuel no presenció la escena porque en el pasillo le detuvo un muchacho joven:

—¿No me conoces?—le preguntó, encarándose con él.

—Sí, hombre... El Aristón.

—El mismo.

—¿Vives aquí?

—Ahí en el Corral.

El Corral era uno de los patios del parador, y daba a ese infecto Rastro que va desde la Ronda a la fábrica del gas. El Aristón seguía con su necromanía; no le habló a Manuel más que de muertos, entierros y cosas fúnebres.

Le dijo que iba a los camposantos los domingos; pues él consideraba como un deber el cumplir esa Obra de Misericordia que manda enterrar a los muertos.

En el curso de la conversación, el necrómano insinuó la idea de que si el rey se muriera se le haría un entierro admirable; pero que a pesar de esto, él se figuraba que el entierro del Papa sería más suntuoso.

Cruzaron el necrómano y Manuel varios pasillos.

—¿A dónde me llevas?—le preguntó Manuel.

—Si quieres venir, verás un muerto.

—¿Y qué vas a hacer junto a ese muerto?

—Voy a velarle y a rezar por él—dijo el Aristón.

En un cuartucho iluminado por dos velas puestas en dos botellas, había un hombre muerto, tendido en un jergón...

De lejos llegaba rumor de panderetas y de [157] cánticos; de cuando en cuando una voz chillona de vieja borracha, cantaba a voz en grito:

«Ande, ande, ande
la marimorena;
ande, ande, ande,
que es la Nochebuena.»

En el cuarto del muerto, en aquel instante, no había nadie.

CAPÍTULO IV

La Navidad de Roberto.—Gente del Norte.

A la misma hora, Roberto Hasting marchaba a casa de Bernardo Santín, envuelto en su abrigo. La noche estaba fría, apenas transitaba nadie por la calle, los tranvías pasaban de prisa resbalando por los railes con un zumbido suave.

Roberto entró en la casa, subió al último piso y llamó. Abrió la puerta Esther y pasó adentro.

—¿Y Bernardo?—preguntó Roberto.

—No ha venido en todo el día—contestó la ex-institutriz.

—¿No?

—No.

Esther, envuelta en un chal, se sentó ante la mesa. El cuarto, la antigua galería fotográfica, estaba iluminada con un quinqué de petróleo. Todo denunciaba allí la mayor miseria.

—¿Se han llevado la máquina?—preguntó Roberto.

—Sí, esta mañana. Tengo el dinero guardado [160] en este cajón. ¿Qué me aconseja usted que haga, Roberto?

Roberto paseó de un lado a otro del cuarto, mirando al suelo; de repente se detuvo ante Esther.

—¿Usted quiere que le hable con entera franqueza?

—Sí, con entera franqueza; como hablaría usted con un camarada.

—Pues, bien, entonces yo creo que lo que debe usted hacer es, no sé si el consejo le parecerá a usted brutal...

—Diga usted.

—Lo que creo que debe usted hacer es separarse de su marido.

Esther calló.

—Ha caído usted en manos, no de un infame, ni de un canalla, pero sí en manos de un desgraciado, de un pobre imbécil, sin talento, sin energía, incapaz de vivir e incapaz de comprender a usted.

—¿Y qué voy a hacer?

—¿Qué? Volver a su vida pasada, a sus lecciones de piano y de inglés. ¿Es que le sería a usted dolorosa la separación?

—No, al revés; puede usted creerlo, no siento el menor cariño por Bernardo; me inspira lástima y repulsión. Es más, no lo he querido nunca.

—Entonces, ¿por qué se casó usted con él?

—Qué sé yo. La fatalidad, el consejo pérfido de una amiga, el no conocerle; fué una de esas cosas que se hacen sin saber por qué. Al día siguiente estaba arrepentida.

—Lo creo. Yo cuando supe que Bernardo se [161] casaba, pensé: Será alguna aventurera que quiere legitimar su situación con un hombre; luego, cuando la fuí conociendo a usted, me pregunté: ¿Cómo ha podido esta mujer engañarse con un hombre tan insignificante como Bernardo? No hay explicación. Ni dinero, ni talento, ni energía. ¿Qué le ha impulsado a una mujer ilustrada, de corazón, a casarse con un tipo así? Nunca me lo he podido explicar. ¿Es que creyó usted ver en él un artista, un hombre, aunque pobre, dispuesto a trabajar y a luchar?

—No, me hicieron ver todo esto. Para que comprenda usted mi decisión, tendría que contarle mi vida, desde que llegué a Madrid con mi madre. Vivíamos las dos modestamente con una pequeña pensión que nos mandaba un pariente de París. Yo había concluído de estudiar en el Conservatorio y buscaba lecciones. Tenía dos o tres de piano, y una de inglés, con lo que sacaba bastante para mis gastos. En esta situación se puso enferma mi madre, perdí mis lecciones para atenderla y me ví en una situación angustiosísima. Luego cuando murió, me encontraba sola en una casa de huéspedes, asediada por hombres que me hacían proposiciones indignas a todas horas; correteando por las calles para encontrar una plaza de institutriz; verdaderamente desesperada. Crea usted que hubo días en que sentí la tentación de suicidarme, de echarme a la mala vida, de tomar una resolución extrema para no tener ya que pensar. En esta situación un día leo en un periódico que una señora inglesa que se hospedaba en el hotel de París quería una señorita de compañía que conociera bien el español [162] y el inglés. Me presento en el hotel, espero a la señora y ésta me recibe con los brazos abiertos y me trata como a una hermana. Puede usted comprender mi satisfacción y mi gratitud. Nunca he sido ingrata; si en aquella época mi protectora me hubiera pedido la vida se la hubiese dado con gusto. Créalo usted. Esta señora era aficionada a pintar y acostumbraba ir al Museo; yo solía acompañarla. Entre los que copiaban en el Museo había un joven alemán, alto, rubio, amigo de mi protectora, que comenzó a hacerme el amor. Yo le encontraba petulante y poco simpático. Cuando mi protectora notó que el pintor me galanteaba, se incomodó mucho y me dijo que era un perdido, un canalla cínico; hizo un retrato horrible de él, lo pintó como un egoísta depravado. Yo, que no sentía gran simpatía por el alemán, escuché los consejos de mi protectora y le manifesté al pintor claramente mi desprecio. A pesar de esto, Oswald, así se llamaba, insistía, cuando apareció allí Bernardo. Creo que conocía algo al alemán, y un día habló con nosotras. Entonces mi protectora hizo, sin que yo lo advirtiera, una labor contraria a la que había hecho con Oswald; me alabó a Bernardo a todas horas, me dijo que era un gran artista, de un talento superior, de una sensibilidad exquisita, un corazón de oro; me dijo que me adoraba. Efectivamente, recibí cartas de él encantadoras, llenas de sentimientos delicados, que me conmovieron. Ella, mi protectora, facilitó nuestras entrevistas, excitó mi imaginación, me impulsó a este matrimonio desdichado, y viéndome casada se fué de Madrid. A las dos o tres semanas de matrimonio, Bernardo [163] me confesó riendo que las cartas que me había escrito se las había dictado Fanny.

—¿Fanny dice usted?—preguntó Roberto.

—Sí; ¿la conoce usted?

—Creo que sí.

—Estaba ella enamorada de Oswald. Había hecho para impedir que Oswald me galantease una gran perfidia. Después de salvarme de la miseria, me ha llevado a una situación aun peor que aquélla en que me encontró. Abusó de la confianza ciega que en ella tenía. Pero me vengaré, sí, me vengaré. Fanny está aquí con Oswald. Los he visto. Le he escrito a él citándole para mañana.

—Ha hecho usted mal, Esther.

—¿Por qué? ¿Se juega así con la vida de una persona?

—¿Qué adelantará usted con eso?

—Vengarme; ¿le parece a usted poco?

—Poco. Si ha conservado usted cariño por Oswald, es otra cosa.

—No, yo no. No le quiero; pero no dejaré a Fanny sin castigar su perfidia.

—¿Llegaría usted al adulterio por la venganza?

—¿Y quién le ha dicho a usted que llegaría al adulterio? Además, en mí sería un derecho, no una falta.

—Haría usted además desgraciado a Oswald.

—¿No me han hecho desgraciada a mí?

Esther se hallaba presa de una gran excitación.

—¿Cree usted que mañana vendrá Oswald a esta casa?—le preguntó Roberto.

[164] —Sí, creo que sí.

—Esta protectora de usted, ¿es alta, delgada, con ojos grises?

—¡Sí!

—Es mi prima.

—¿Su prima de usted?

—Sí. Le advierto a usted que es muy violenta.

—Lo sé.

—Que es capaz de atacarle a usted en cualquier parte.

—Lo sé también.

—¿Ha pensado usted con calma en su resolución? Como comprenderá usted, un hombre a quien se le cita y se le dice: «—Si no le correspondí a usted fué porque me engañaron respecto a usted, y me dijeron que era usted lo que no era», ese hombre no puede resignarse a oir tranquilamente esta confidencia.

—¿Y qué va a hacer?

—Buscará una compensación. Nadie se resigna a ser un instrumento de venganza ajena. Usted perturba la tranquilidad de ese hombre.

—¿No perturbaron la mía?

—Sí; pero vengar la perfidia de Fanny en su amante, no me parece justo.

—No me importa. Sólo una cosa me haría olvidar mi venganza.

—¿Cuál?

—El que le pudiera ocasionar a usted algún perjuicio. Usted ha sido bueno para mí—murmuró Esther ruborizándose.

—No, a mí ningún perjuicio puede ocasionarme, pero a usted sí. Fanny es colérica.

[165] —¿Quiere usted venir mañana?

—Pero yo, ¿con qué derecho voy a intervenir?

—¿No es usted amigo mío?

—Sí.

—Entonces venga usted.

Fué Roberto al día siguiente por la tarde. Bernardo estaba, según su costumbre, fuera de casa; Esther se hallaba muy excitada. A las cuatro llegó Oswald. Era un joven rubio, encarnado, chato, con los ojos rojos, muy alto y con el pelo largo. Pareció sufrir una gran decepción al encontrar solo a Roberto. Hablaron. A Roberto, Oswald le pareció un pedante insoportable. Tomó la palabra para decir, en un tono de dómine, que no podía aguantar a los españoles ni a los franceses. Iba a escribir un libro, el Antilatino, considerando los pueblos latinos como degenerados, que deben conquistar cuanto antes los germanos. Le indignaba que se hablara de Francia. Francia no existía; Francia no había hecho nada. Francia tenía a su alrededor la muralla de la China. Como ha dicho Bjorson, desde hace mucho tiempo, el mundo tiene como el mejor músico a Wagner; como el mejor dramaturgo, a Ibsen; como el mejor novelista, a Tolstoi; como el mejor pintor a Bocklin; sin embargo, en Francia se sigue hablando de Sardou, de Mirbeau y de otros imbéciles por el estilo. Los escritores originales de París plagian a Nietzsche; los músicos latinos han copiado y saqueado a los alemanes; la ciencia francesa no existe, ni la filosofía, ni el arte. El hecho histórico de Francia era una completa ilusión. Toda la raza latina era una raza despreciable.

[166] Roberto no contestó a esto y observó atentamente a Oswald. ¡Le parecía tan absurdo, tan pedantesco aquel nombre largo, a quien citaba una mujer y hablaba de sociología!

Entró Esther. La saludó el alemán muy gravemente, y le preguntó de sopetón el motivo de la cita. Esther nada dijo; Roberto, discretamente, salió del taller y comenzó a pasear por el corredor.

—¿Sabe Fanny que ha venido usted aquí?—dijo Esther a Oswald.

—Sí, creo que sí.

—Me alegro.

—¿Por qué?

---Porque vendrá también ella.

—¿Tiene algo que ver en este asunto?

—Sí. ¿Hace tiempo que vive con usted?

—Sí, ya hace tiempo.

Callaron los dos y esperaron sin hablarse en una situación embarazosa. De pronto se oyó un campanillazo formidable.

—Aquí está ella—dijo Esther, y abrió la puerta.

Penetró Fanny en el estudio. Venía pálida, descompuesta.

—¿No me esperabas?—preguntó a Esther.

—Sí, sabía que vendría usted.

—¿Qué le quieres a Oswald?

—Nada, quiero decirle qué clase de mujer es usted; quiero contarle sus perfidias nada más. Usted ha cometido conmigo, que me fiaba en usted como en mi madre, una acción villana; usted me ha vendido. Me dijo usted que Oswald había engañado una mujer para abandonarla después.

[167] —¡Yo!—dijo con asombro el pintor.

—Si, usted; ella me lo contó; me dijo también que usted era un pintor despreciable y sin talento.

Fanny, asombrada, desprevenida, no contestó una palabra.

—Durante el tiempo que usted y yo nos tratamos—siguió diciendo Esther dirigiéndose a Oswald—no dejó ocasión de hablar mal de usted, de insultarle; decía que usted quería seducirme; le pintaba a usted como un malvado, como un canalla, como un hombre repugnante...

—¡Mientes, mientes!—gritó Fanny con voz chillona.

—Digo la verdad, sólo la verdad. Yo entonces creí que sus consejos eran por mi bien, por el cariño que me tenía; después ví que había cometido conmigo la perfidia más grande, más inicua que se puede cometer, valiéndose del ascendiente que tenía sobre mí.

—Pero usted me escribió una carta—dijo Oswald.

—Yo, no.

—Sí, una carta en que contestaba con burlas a mis palabras.

—No, yo no he escrito esa carta, la escribiría Fanny, que quería a todo trance apartarle a usted de mí.

—¡Oh! Ha matado mi vida—exclamó Oswald de un modo enfático, y se sentó junto a la mesa y apoyó la frente en su mano; luego se levantó de la silla y comenzó a pasear de un ladro a otro del cuarto.

—Esta es la verdad, la pura verdad—afirmó [168] Esther—, y quería que la supiera usted, y delante de ella, que no podrá desmentirme. A mí me ha hecho desgraciada, pero ella no gozará tranquilamente de su perfidia.

—¡Ha matado mi vida!—repitió Oswald con su tono enfático.

—Ella. Ha sido ella.

—Te mataré—gritó Fanny con voz ronca, agarrando de los brazos a Esther.

—¿Pero ahora sabe usted que lo que ha dicho de mí es mentira?—preguntó Oswald.

—Sí.

—Ahora ¿podrá usted oirme?

—Ahora, ja... ja...—rió Fanny—; ahora tiene un amante.

—No es cierto—exclamó Esther.

—Sí lo es, viene todos los días a verte. Es uno rubio. No lo puedes negar.

—¡Ah! Estaba aquí hace un momento—dijo Oswald.

—No es mi amante, es un amigo.

—¿Pero por qué le has llamado a Oswald—gritó Fanny con rabia—. ¿Es que le quieres?

—¡Yo, no!; pero quiero enseñarle a usted que no se juega con la vida de los demás, como usted jugó con la mía. Me engañó usted; ya me he vengado.

—Te mataré—volvió a gritar Fanny, y agarró del cuello a Esther.

—¡Roberto! ¡Roberto!—clamó Esther asustada.

Apareció éste en el taller, cogió a su prima del brazo y violentamente la hizo separarse de Esther.

—¡Ah! ¿Eres tú, Bob?—dijo Fanny serenándose [169] inmediatamente—; has venido a tiempo, iba a matarla.

La entrada de Roberto apaciguó un tanto los ánimos; se sentaron los cuatro y hablaron. Discutieron el caso como si se tratara de un problema de ajedrez. Fanny quería a Oswald. Oswald estaba enamorado de Esther, y Esther no sentía inclinación alguna por el pintor. ¿Cómo iban a arreglarse? Nadie cedía; además, hablando se perdían en laberínticos análisis psicológicos que no conducían a nada. Había obscurecido; Esther encendió el quinqué y lo colocó sobre la mesa. La discusión continuaba en frío; Oswald hablaba monótonamente.

—Sé tú el árbitro—dijo Fanny a Roberto.

—Yo, con que cada uno vaya por su lado creo que resuelven su conflicto. Pero fuera del perjuicio moral, tú, Fanny, has producido a Esther un perjuicio material grandísimo.

—Estoy dispuesta a indemnizarla.

—Yo nada quiero de usted—exclamó Esther.

—No; perdone usted—dijo Roberto—, perdone usted que tercie en este asunto. Tú, Fanny, tienes una gran fortuna, una alta posición social; Esther, en cambio, se encuentra, por tu causa, con su porvenir truncado, tiene que ganar su vida, y tú no conoces lo que es esto; pero yo, que lo conozco, sé lo amargo y lo triste que es. Esther podía haber vivido tranquilamente; por tu culpa se ve así.

—Ya he dicho que estoy dispuesta a indemnizarla.

—Yo he dicho también que no quiero nada de usted.

[170] —No; usted debe dejarme a mí arreglar este asunto, Esther. ¿Mañana podré verte, Fanny?

—Toda la tarde te esperaré.

—Está bien; trataremos de este asunto.

Fanny se levantó para salir; saludó ligeramente a Esther y tendió la mano a su primo.

—¿Sin rencor?—le preguntó Roberto.

—Sin rencor—afirmó ella dando una sacudida violenta a la mano de Roberto.

Oswald salió sombrío y humillado con Fanny. Esther y Roberto quedaron solos en el taller.

—¿Sabe usted una cosa?—dijo Roberto riendo.

-¿Qué?

—Que no hubiera usted ganado gran cosa casándose con Oswald en vez de casarse con Bernardo... Adiós, hasta mañana.

—Me abandona usted, Roberto—murmuró Esther con melancolía.

—No; vendré mañana a ver a usted.

—No quiero estar en esta casa. Lléveme usted de aquí, Roberto.

—¿No le parece a usted peligroso?

—¿Peligroso? ¿Para quién? ¿Para usted o para mí?

—Para los dos quizá.

—¡Oh! para mí no. Quisiera salir de aquí, no ver a Bernardo, que no me moleste.

—No le molestará ya más.

—Lléveme usted de aquí a cualquier parte.

—Mire usted, Esther; yo soy un hombre que va por la vida en línea recta. Es mi única fuerza; tengo orejeras como los caballos y no me desvío de mi camino. Mis dos aspiraciones son hacer una fortuna y casarme con una mujer; todo lo [171] demás es para mí una tardanza en conseguir mis fines.

—¿Y yo entro en todo lo demás?

—Sí, porque si no me desviaría de mi camino.

—Es usted inflexible.

—Sí; pero lo soy también conmigo mismo. Usted se encuentra en una situación difícil. Se ha casado usted con un hombre hace un año, no enamorada de él, es cierto, pero creyendo que era un hombre leal, trabajador, a quien llegaría usted a querer; ese hombre ha resultado un miserable embrutecido, depravado, sin sentido moral. Se siente usted ofendida en su orgullo de mujer, de mujer enérgica y buena, yo lo comprendo. Quiere usted encontrar una tabla de salvación.

—Y usted me dice fríamente: Yo no puedo ser el que te salve; yo tengo otras aspiraciones, yo no me fijo si en mi camino hay gente que agoniza porque nadie le entiende, yo sigo adelante.

—Es verdad; yo sigo adelante. ¿Es que sería mejor lo que otro cualquiera, lo que un hombre galante, haría en mi posición? ¿Aprovecharse de su desconcierto, y hacer que usted fuera mi querida, y luego, después, dejarle a usted abandonada? Yo tengo mi conciencia. Quizá sea rectilínea como mis aspiraciones; es así.

—No hay salvación; mi vida está aniquilada—murmuró Esther con la mirada brillante.

—No; hay el trabajo. No todos los hombres son mezquinos y miserables; luchar, ¡si esa es la vida!; vale más la inquietud, el ajetreo continuo, la alternativa continua de placeres y dolores que no el estancamiento.

[172] Esther se enjugó una lágrima con el pañuelo.

—Adiós; trataré de seguir sus consejos—y tendió su mano.

Roberto la tomó, y con su aire de caballero se inclinó y la besó.

Iba a marcharse, cuando ella murmuró con angustia, con la voz de un niño que implora:

—¡Oh, no se vaya usted!

Roberto volvió.

—Yo no le desviaré de su camine—exclamó Esther—. Lléveme usted de aquí. No, no me quejaré; seré como una hermana; como una criada, si usted quiere. Haga usted de mí lo que quiera, pero no me abandone. Cualquiera se aprovecharía de mi debilidad y sería peor para mí.

—Vamos—murmuró Roberto emocionado—. ¿No le va usted a avisar a Bernardo?

Esther cogió un papel de cartas y escribió con letras grandes; «No me esperes; no vuelvo». Luego se puso el sombrero nerviosamente y se acercó a Roberto que esperaba a la puerta.

—Pero si no quiere usted acompañarme no lo haga usted, Roberto. Por compromiso, no—dijo Esther con los ojos llenos de lágrimas.

—Ha dicho usted que sería mi hermana, vamos—repuso él con cariño. Ella entonces se refugió en su pecho; él, apartando con la mano los rizos de la frente, la besó con dulzura.

—No, así no, así no—exclamó Esther temblando, y agarrando a Roberto por las muñecas le presentó los labios.

Roberto perdió la cabeza y los besó frenético. Esther se abrazó a su cuello; un sollozo largo [173] de dolor y de deseo le hizo temblar de la cabeza a los pies.

—¿Vamos?

—Vamos.

Salieron de casa.

Unas horas después, Bernardo Santín, con la carta de su mujer en la mano, murmuraba:

—¿Y mi padre? ¿Qué va a ser de mi pobre padre?

CAPÍTULO V

Paro general.—Juergas.—El baile del Frontón. La iniciación del amor.

La hermana de Jesús aceptó con gran entusiasmo a los dos huérfanos recogidos por el cajista el día de Nochebuena, y la Salvadora y el chiquitín entraron a formar parte de la familia.

Tenía la Salvadora un genio huraño y despótico, una afición a limpiar, a barrer, a fregar, a sacudir, que a Jesús y a Manuel les fastidiaba; le gustaba ordenar y disponer; todo lo que tenía de esmirriada lo tenía de enérgica. Ella dispuso llevar la comida a Jesús y a Manuel, porque gastaban mucho en la taberna, y al medio día, con un cesto que abultaba más que ella, iba a la imprenta. En tres meses de ahorros, la Fea y la Salvadora compraron en una casa de empeños una máquina de coser nueva.

—La chica esta no nos va a dejar vivir—decía Jesús.

La vida del cajista se había normalizado; no [176] se emborrachaba; pero, a pesar de los cuidados de su hermana y de la Salvadora, estaba cada vez más sombrío y más tétrico.

Un día de invierno en que habían cobrado el jornal, al salir de la imprenta, Jesús le preguntó a Manuel:

—Oye, ¿no estás tú cansado de trabajar?

—¡Pse!

—¿No te da asco esta vida tan igual y tan monótona?

—¿Y qué le vas a hacer?

—Cualquier cosa preferiría yo a esto.

—¡Si estuvieras solo como yo!

—La Fea y la Salvadora se arreglan ya para vivir—dijo Jesús—. En la primavera—añadió—tenían que hacer los dos un viaje a pie por los caminos, trabajando un poco en cada lado y siempre viendo pueblos nuevos. Sabía que en el Ministerio de la Gobernación daban un socorro, que consistía en dos reales por cada pueblo por donde se pasara. Si lograban ellos el socorro, inmediatamente debían marcharse.

Charlando de estas cosas iban por la plaza del Progreso, cuando pasó por delante de ellos una estudiantina tocando un alegre pasodoble. Empezaba a nevar; hacía mucho frío.

—¿Vamos a cenar hoy bien?—dijo Jesús.

—En casa nos estarán esperando.

—¡Que esperen! Un día es un día. Vamos a estar ahí toda la vida pensando en ahorrar dos perras gordas. ¡Ahorrar!, ¿para qué?

Volvieron sobre sus pasos, recorrieron la calle de Barrionuevo y en la de la Paz entraron en una taberna y dispusieron la cena. Mientras cenaban [177] hablaron del viaje proyectado con entusiasmo. Brindaron una porción de veces. Manuel nunca había estado tan alegre. Se encontraba decidido, con alientos para explorar el Polo Norte.

—Ahora hay que ir al baile del Frontón—murmuró Jesús con voz estropajosa a los postres—. Allí encontraremos unas golfas y, ¡venga juerga!, y la imprenta pa el gato.

—Eso es—repetía Manuel—, ¡al baile! Y al cojo que le den morcilla. ¡Anda, tú!

Se levantaron, pagaron, y al pasar por la calle de Carretas entraron en una taberna a tomar dos copas.

Tropezando con todo el mundo llegaron a la calle de Tetuán, y allí se empeñó Jesús en que debían de tomar otras copas; entraron en una taberna y se sentaron. El cajista tenía rabia por beber, estaba pálido y desencajado; Manuel, en cambio, sentía arder su sangre y las mejillas le echaban fuego.

—Anda, vamos—le dijo a Jesús; pero éste no podía levantarse. Manuel vaciló en quedarse allí o en salir a la calle; pero se decidió por marcharse y dejó a Jesús dormido, con la cabeza echada sobre la mesa de la taberna.

Manuel salió a la calle tambaleándose; los copos de nieve, danzando ante sus ojos, le mareaban. Llegó a la Puerta del Sol. En la esquina de la Carrera de San Jerónimo vió una muchacha que se detenía a hablar con los hombres. La confundió primero con la Rabanitos, pero no era ella.

Esta tenía la cara abotagada y erisipelada.

[178] —Tú, ¿qué haces?—le dijo Manuel bruscamente.

—¿No lo ves? Vender Heraldos.

—¿Y nada más?

Ella bajó la voz, que era ronca y quebrada, y añadió:

—Y jugar.

Manuel estaba con el corazón palpitante.

—¿No tienes novio?—la dijo.

—No quiero chulos.

—¿Por qué no?

—Pa que la quiten a una el dinero que gana y la harten, además, de palos. Sí, sí...

—¿Cuánto quieres por venir conmigo?

—¡Ay, qué guasa! ¡Si tú no tienes una perra!

—¿Qué no?

—Vaya que no.

—Yo tengo—murmuró Manuel con jactancia—cinco duros, para tirarlos y tú no me sirves a mí para nada.

—Y tú a mí ni pa la limpieza.

—Oye—añadió Manuel, y agarró a la muchacha del brazo y le dió un empellón.

—Vamos, ¡quita, asaúra!—gritó ella.

—No quiero.

—Pues no eres tú nadie. A ver si no te andas con tientos aquí, ¿eh?

—Si quieres te convido a café—y Manuel hizo sonar el dinero en su bolsillo.

La muchacha vaciló, dió los números del periódico que llevaba en la mano a una vieja, se ató el pañuelo al cuello y fué con Manuel a una buñolería de la calle de Jacometrezo. Un perrillo de color de canela les siguió.

[179] —¿Este perro es tuyo?

—Sí.

—¿Cómo se llama!

—Sevino.

—¿Y por qué le llamas así?

—Porque se presentó en casa sin que nadie lo trajera.

Entraron en la buñolería. Era un local largo, con columnas, en cuyo fondo estaba la cocina, con su caldero grande para freir buñuelos. Dos luces de gas, con mecheros envueltos en fundas blancas, iluminaban con luz triste las paredes y las columnas cuadradas, recubiertas de azulejos blancos con dibujos azules. Se sentaron Manuel y la muchacha en una mesa próxima a una puerta que daba a un callejón.

La muchacha habló por los codos mientras mojaba trozos de una ensaimada agria en la jícara de chocolate. Se llamaba Petra, pero la decían Matilde porque era más bonito. Tenía diez y seis años y vivía en la calle del Amparo en un sotabanco. Se levantaba a las dos; para cuando ella se levantaba, su madre ya tenía arreglada la casa. No salía hasta el anochecer; vendía una mano de Heraldos y diez Corres, y luego... lo que se terciase. Entregaba todo el dinero que ganaba a su madre, y cuando ésta suponía algún engaño le daba unas cuantas tortas.

Manuel, mientras sorbía con gravedad una copa de aguardiente, oía, sin comprender apenas lo que le hablaban.

Era la chica fea de veras. Llevaba la cara empolvada. A Manuel, luego de observarla atentamente, se le ocurrió que parecía un pez enharinado [180] a quien espera la sartén. Hacía muchos visajes al hablar y movía los párpados, abultados y blancos, que se cerraban sobre los ojos saltones.

La muchacha siguió charlando de su madre, de su hermano, de un tío de un puesto de periódicos, que prestaba un duro a los chicos que vendían el Blanco y Negro por la mañana, y que por la noche le tenían que devolver el duro y una peseta más, y de otra porción de cosas.

Mientras hablaba Manuel recordó que Jesús había dicho algo de un baile, aunque ya no recordaba dónde.

—Vamos a ese baile—dijo.

—¿A cuál? ¿Al del Frontón?

—Sí.

—Hale.

Salieron de la buñolería. Seguía nevando; por unas callejuelas desiertas llegaron al juego de pelota; los dos arcos voltaicos de la puerta iluminaban fuertemente la calle blanca. Manuel tomó los billetes; dejaron él la capa y ella el mantón en el guardarropa y entraron.

Era el Frontón un amplio espacio rectangular, con una de las dos paredes largas pintada de azul obscuro y marcada a trechos con rayas blancas y números. En la otra pared larga estaban las gradas y los palcos.

Dos grandes mamparas verdes cerraban los testeros del juego de pelota. Arriba, en el alto techo, entre el armazón de hierro, diez o doce puntos brillantes de arco voltaico, no recubiertos por globos de cristal, centelleaban de un modo deslumbrador.

[181] Aquel local ancho y pintado de obscuro parecía un taller de máquinas desocupado.

Algunas busconas de bajo vuelo, ataviadas con mantones de Manila y flores en la cabeza, mostraban su busto en los palcos. Se sentía frío.

Cuando la charanga comenzó a tocar con estrépito, la gente de los pasillos y del ambigú salió al centro a bailar, y poco a poco se formó una corriente de parejas alrededor del salón. No había más que media docena de máscaras. Se generalizó el baile; a la luz fría y cruda de los arcos voltaicos se veía a las parejas dando vueltas hombres y mujeres, todos muy graves, muy estirados, tan fúnebres como si asistieran a un entierro.

Algunos hombres apoyaban los labios en la frente de las mujeres. No se sentía una atmósfera de deseos, de fiebre; era un baile de gente apagada, de muñecos con ojos de aburrimiento o de cólera. A veces algún gracioso, como sintiendo la necesidad de demostrar que se estaba en un baile de Carnaval, se tiraba al suelo o gritaba desaforadamente; había un momento de confusión; pero se restablecía pronto el orden y se formaba de nuevo la corriente.

Manuel sentía ganas de hacer locuras; se levantó y se puso a bailar con la muchacha. Esta, incomodada porque no llevaba el compás, se sentó. Manuel quedó desconsolado e hizo lo mismo. Pasaban parejas por delante de ellos; las mujeres pintarrajeadas, con los ojos sombreados y la expresión encanallada en la boca roja por el carmín; los hombres con aspecto petulante y la mirada agresiva.

[182] Estos rompían con cólera las serpentinas que echaban desde los palcos y que se les enredaban al pasar.

Un negro borracho, sentado cerca de Manuel, saludaba el paso de alguna mujer guapa, gritando con una voz aniñada:

—¡Olé ahí! ¡Vaya caló!

—Adiós, Manolo—oyó Manuel que le decían. Era Vidal, que bailaba con una máscara elegante, muy ceñido a ella.

—Vete a verme mañana—dijo Vidal.

—¿A dónde?

—A las siete de la noche en el café de Lisboa.

—Bueno.

Vidal se perdió con su pareja en el remolino de gente. Cesó la música de tocar en un intermedio.

—¿Vamos?—preguntó Manuel a la muchacha.

—Sí, vamos.

Manuel temblaba de emoción al pensar que llegaba el momento trágico. Tomaron las prendas en el guardarropa y salieron.

Seguía nevando; la luz de los globos eléctricos de la puerta del Frontón iluminaba la calle, cubierta de una capa blanca de nieve. Atravesaron Manuel y la muchacha la Puerta del Sol de prisa, subieron por la calle de Correos y en la de la Paz se detuvieron en un portal abierto, iluminado por la claridad, entre confidencial y misteriosa, que daba un farol grande con una luz muy triste.

Empujaron una puerta de cristales, y en la escalera obscura desaparecieron...

CAPÍTULO VI

La nieve.—Otras historias de don Alonso. Las Injurias.—El Asilo del Sur.

Al día siguiente pasó Manuel toda la mañana durmiendo a pierna suelta. Cuando se levantó eran más de las tres de la tarde.

Llamó en el cuarto de Jesús. Estaban la Fea en la máquina y la Salvadora sentada en una silla pequeña, descosiendo unas faldas; el chiquitín jugaba en el suelo.

—¿Y Jesús?—preguntó Manuel.

—¡Tú lo sabrás!—contestó la Salvadora con una voz colérica.

—Yo... me separé de él...; luego me encontré un amigo...—Manuel se esforzó en inventar una mentira—. Quizá esté en la imprenta—añadió.

—No, en la imprenta no está—replicó la Salvadora.

—Le buscaré.

Salió Manuel avergonzado del parador de Santa Casilda; se dirigió al centro y preguntó en la taberna de la calle de Tetuán por su amigo.

[184] —Aquí estuvo—contestó el mozo—hasta que se cerró la taberna. Luego se fué, hecho un pepe, no sé a donde.

Manuel volvió al parador, se metió en la cama con intención de ir al día siguiente a la imprenta; pero también se levantó tarde. Sentía una inercia imposible de vencer.

En el corredor se encontró con la Salvadora.

—¿Hoy tampoco has ido a la imprenta?—le dijo.

—No.

—Bueno, pues no vuelvas más por aquí—añadió la muchacha, encolerizada—; no necesitamos golfería. Mientras estamos ahí nosotras trabajando, vosotros de juerga. Ya te digo, no vuelvas más por aquí, y si le ves a Jesús dile esto mismo de parte de su hermana y de la mía.

Manuel se encogió de hombros y salió de casa. Había nevado todo el día; en la Puerta del Sol, cuadrillas de barrenderos y mangueros quitaban la nieve; el agua negra corría por el arroyo.

Se asomó Manuel varias veces al café de Lisboa, por si veía a Vidal; pero no lo vió, y, después de comer en una taberna, se fué a pasear por las calles. Obscureció muy pronto. Madrid, cubierto de nieve, estaba deshabitado; la plaza de Oriente tenía un aspecto irreal, de algo como una decoración de teatro; los reyes de piedra mostraban hermosos mantos blancos; la estatua del centro de la plaza se destacaba gallardamente sobre el cielo gris. Desde el Viaducto veíanse extensiones blancas. Hacia Madrid, un amontonamiento de casas amarillentas, y de tejados negros, y de torres perfiladas en el cielo [185] lactescente, enrojecido por una irradiación luminosa.

Manuel volvió a su casa, desalentado; se metió en la cama.

—Mañana voy a la imprenta—se dijo, pero tampoco fué; se despertó muy temprano con este propósito; se levantó, se acercó a la imprenta, y, al ir a entrar, se le ocurrió la idea de que el amo le armaría un escándalo, y no entró.—Si no es ahí, encontraré trabajo en otra parte—pensó, y volviendo por sus pasos se fué a la Puerta del Sol, después a la plaza de Oriente, y por la calle de Bailén y luego la de Ferraz salió al paseo de Rosales. Estaba desierto y silencioso.

Desde allá se veía todo el campo blanco por la nieve, las obscuras arboledas de la Casa de Campo y los cerros redondos erizados de pinos negros. El sol se presentaba pálido en el cielo plomizo. Al ras de la tierra, hacia el lado de Villaverde, resplandecía un trozo de cielo azul, limpio, entre brumas rosadas. Reinaba un profundo silencio; sólo el silbido estridente de las locomotoras y los martillazos en los talleres de la estación del Norte, turbaban aquella calma. Los pasos no resonaban en el suelo.

Las casas del paseo tenían adornos blancos de la nieve en los barandados y en las cornisas; los árboles parecían aplastados bajo aquella capa blanca.

Por la tarde volvió Manuel a acercarse a la imprenta, se asomó a ella y preguntó al maquinista por Jesús.

—Menuda bronca le ha echado el amo—le contestó.

[186] —¿Le ha despedido?

—No que no. Anda, sube tú ahora.

Manuel, que iba a subir, se detuvo.

—¿Se fué ya Jesús?

—Sí. Estará en la taberna de la esquina.

Efectivamente, allí estaba. Sentado en una mesa bebía una copa de aguardiente. Cariacontecido y triste, se entregaba a sus pensamientos sombríos.

—¿Qué haces?—le preguntó Manuel.

—¡Ah! ¿Eres tú?

—Sí; ¿te ha despedido el Cojo?

—Sí.

—¿Estabas pensando en algo?

—¡Pse!... Cuando no se tiene nada que hacer. Anda, vamos a tomar unas copas.

—No, yo no.

—Tú harás lo que te se mande. No tengo más que cuarenta céntimos, que es como no tener nada. ¡Eh, tú, chico! Echa unas copas.

Bebieron y se fueron los dos hacia el parador de Santa Casilda. Seguía nevando; Jesús, con las mejillas rojas, tosía desesperadamente.

—Te advierto que la Salvadora, la chiquita, te va a armar una chillería de dos mil demonios.—dijo Manuel—¡Vaya un genio que tiene!

—¿Pues qué quieren, que estemos toda la vida ahorrando? Yo me alegro de que la chiquita esté en casa, porque así le defiende a la Fea, que es más infeliz... Y a ti, ¿cuánto te queda de la quincena?—preguntó el cajista a Manuel.

—¿A mí? Ni un botón.

Con esta respuesta, Jesús sintió tal enternecimiento, que agarrando del brazo a su amigo, le [187] aseguró con calurosas frases que le estimaba y le quería como a un hermano.

—Y, ¡maldito sea el veneno!—concluyó diciendo—, si yo no soy capaz de hacer por ti cualquier cosa; porque eso que me has dicho que no tienes un botón, vale más para mí que lo del héroe de Cascorro.

Manuel, conmovido por estas palabras, aseguró con voz velada que, aunque era un golfo y no servía para nada, estaba dispuesto a todo.

Para celebrar aquellas manifestaciones tan afectuosas de amistad, entraron los dos en una taberna de la calle de Barrionuevo y bebieron otras copas de aguardiente.

Cuando llegaron al parador de Santa Casilda, iban completamente borrachos. La administradora de la casa les salió al encuentro, reclamándoles a ambos el alquiler de sus cuartos. Jesús la contestó, en broma, que no le daban dinero porque no tenían. Ella les dijo que pagaban o se marchaban a la calle, y el cajista le replicó que les echara si se atrevía.

La mujer, que era de armas tomar, empujándoles por la espalda, puso a los dos en la calle.

—Rediós ¡con el sexo débil!—murmuró Jesús—. A esto le llaman el sexo débil... y a uno le ponen en la puerta de la calle... y a tomar dos duros... ¿Eh, Manuel? El sexo débil... ¿qué te parece a ti esa manera de hablar figurada?... Más débiles somos nosotros... y abusan.

Echaron a andar; no sentía ninguno de los dos el frío.

De vez en cuando, Jesús se detenía perorando; algún hombre se reía al verles pasar o algún [188] chiquillo, desde un portal, les llamaba y les tiraba una bola de nieve.

—¿De quién se reirán?—pensaba Manuel.

La ronda estaba silenciosa, blanca, con un reguero negro en medio, dejado por los carros. Los grandes copos llegaban entrecruzándose; danzaban con las ráfagas de viento como mariposas blancas; al volver la calma, caían lenta y blandamente en el aire gris, como el plumón suave desprendido del cuello de un cisne.

A lo lejos, entre la niebla, blanqueaba el paisaje de los alrededores, las lomas redondas de curva suave, las casas y los cementerios del campo de San Isidro. Todo se destacaba más negro: los tejados, las tapias, los árboles, los faroles cubiertos de espesas caperuzas de nieve.

Y en el ambiente blanquecino, el humo negro espirado por las chimeneas de las fábricas, se extendía por el aire como una amenaza.

—El sexo débil. ¿Eh, Manuel?—siguió Jesús con su idea fija—, y a uno le ponen en la puerta de la calle... Es como si dijeran la nieve débil... porque tú la pisas... ¿no es verdad?..., pero ella te enfría... ¿y quién es más débil, tú o la nieve?... Tú porque te enfrías. En este mundo no hace uno más que eso, constiparse... Todo está frío ¿sabes?... todo... Como la nieve... la ves blanca, ¿eh?, parece buena, cariñosa... el sexo débil... pues cógela y te hielas.

Gastaron los últimos céntimos en otra copa de aguardiente, y desde entonces perdieron ya la conciencia de sus actos.


A la mañana siguiente se despertaron ateridos [189] de frío en un cobertizo del Mercado de Ganados que había cerca del paseo de los Pontones.

Jesús tosía de una manera horrible.

—Estáte tú aquí—le dijo Manuel—. Voy a ver si encuentro algo que comer.

Salió a la Ronda, ya no nevaba; algunos chiquillos se divertían tirándose bolas de nieve; subió por la calle del Aguila; la zapatería estaba cerrada. Entonces Manuel pensó en buscar a Jacob; se dirigió hacia el Viaducto, e iba distraído cuando sintió que le cogían de los hombros y le decían:

—Detén tu brazo, Abraham. ¿A dónde vas?

Era el Hombre Boa, el ilustre don Alonso.

Manuel le contó lo que les pasaba a su amigo y a él.

—No hay que apurarse; ya vendrá la buena—murmuró el Hombre Boa—. ¿Tú tienes algún sitio a dónde ir?

—Una tejavana.

—Bueno. Vamos allá; yo tengo una peseta. Con esto podemos comer los tres.

Entraron en una casa de comidas de la calle del Aguila, donde les dieron, por dos reales, un puchero de cocido; compraron pan y fueron los dos de prisa hacia el cobertizo. Comieron, dejaron algo para la noche, y después de comer, don Alonso arrancó unas maderas de una valla y logró hacer fuego dentro del cobertizo.

Por la tarde empezó a llover a torrentes; el Hombre Boa se creyó en el caso de amenizar la reunión, y comenzó a contar historias sobre historias, comenzando siempre con su eterno estribillo de «Una vez en América...»

[190] —Una vez en América—(y esta historia es la menos insubstancial de las que contó)—íbamos navegando por el Mississipí en vapor. Os advierto que en estos vapores se puede jugar al billar; tan poco movimiento tienen. Pues bien, íbamos navegando y llegamos a un pueblo; se detiene el barco y vemos en el muelle de aquella aldea una barbaridad de gente; nos acercamos y vemos que todos eran indios, excepto unos cuantos carabineros y soldados yanquis.

Yo (esto añadió don Alonso con arrogancia), que era el director, dije a mis músicos: «Hay que tocar con brío», y en seguida, búm... búm... búm... tra... la... la... No os podéis figurar los gritos y chillidos y graznidos de aquella gente.

Cuando concluyeron de tocar los músicos se presentó delante de mí una india muy gorda, con la cabeza llena de plumas de gallo, que se puso a hacerme ceremoniosos saludos. Pregunté a uno de los yanquis:—¿Quién es esa señora?—Es la reina—me dijo—, y desea un poco más de música. Yo la saludé: ¡Muy señora mía! (haciendo elegantes y versallescas reverencias y echando un pie hacia atrás), y les dije a los de la banda: «Muchachos: un poquito más de música para S. M.» Volvieron a tocar, y la reina, muy agradecida, me saludó, poniéndose la mano en el corazón. Yo hice lo mismo: ¡Muy señora mía!

Armamos nuestro circo portátil en unas horas, y me retiré a pensar en el programa. Yo era el director.—Hay que hacer el «Indio a caballo»—me dije—; aunque es un número desacreditado en las ciudades, aquí no lo conocerán. Luego sacaré equiyeres, acróbatas, equilibristas, pantomimistas, [191] y al último, los clauns, que darán el golpe. Al que iba a hacer el «Indio a caballo» le advertí:—Mira, tú ponte lo más parecido a ellos.—Descuide usted, señor director.—Muchachos: fué un éxito sensacional. Salió el «Indio». ¡Qué aplausos!

Don Alonso representó mímicamente el número; se agachaba, imitando los movimientos del que va a caballo; hundía la cabeza en el pecho, mirando con ojos desencajados a un punto, y hacía como si volteara el lazo por encima de su cabeza.

—El «Indio a caballo»—prosiguió don Alonso—se ganó los aplausos de los demás indios. Pa mí que ellos no sabían ni montar. Después hubo un número de acróbatas, luego otros varios, hasta que llegó la hora de los clauns. Ahora sí que va a haber jaleo—pensé yo—; y, efectivamente, no hicieron más que salir, cuando se armó un alboroto terrible. ¡Cómo se divierten!—pensaba yo—, cuando viene un mozo a decirme:—¡Señor director! ¡señor director!—¿Qué pasa?—El público entero se va.—¿Qué se va?—Nada, los indios se habían asustado al ver a los clauns, y creían que eran demonios que habían ido allí a aguarles la función. Entro en la pista, y sacó a los clauns a trompicones. Luego, para quitar a los indios la mala impresión, hice unos cuantos juegos de manos. Cuando empecé a echar cintas encendidas por la boca, ¡rediez, qué éxito! Todo el mundo se quedó asombrado; pero cuando les escamoteé unas sortijas y les saqué una pecera del bolsillo de la chaqueta con sus peces vivos, no he tenido nunca ovación mayor.

[192] Calló don Alonso. Jesús y Manuel se preparaban a dormir, tirados en el suelo, acurrucados en un rincón. Comenzaba a llover a torrentes; el agua caía con estrépito sobre el techo de cinc del cobertizo; el viento silbaba y gemía a lo lejos.

Empezó a tronar, y no parecía sino que algún tren caía por un despeñadero de metal, por el ruido continuado y violento que hacían los truenos.

—¡Vaya una tempestad!—murmuró Jesús.

—¡Las tempestades de tierra!—replicó don Alonso—. ¡Valiente filfa! Las tempestades de tierra no valen nada. En el mar, en el mar hay que verlas, cuando el agua salta por encima de los puentes... Hasta en los lagos. En el lago Erie y en el Michigan he pasado yo tempestades tremendas, con olas como casas. Eso sí, se calma el viento y el agua queda al poco rato como el estanque del Retiro. Una vez allí en América...

Pero Manuel y Jesús, hartos de narraciones americanas, se hicieron los dormidos, y el antiguo Hombre Boa se calló desconsolado y pensó en aquellos dulces tiempos en que escamoteaba sortijas a los indios y les sacaba la pecera.

No pudieron dormir, tuvieron que levantarse varias veces y cambiar de sitio, porque entraba el agua por el tejado.

A la mañana siguiente, cuando salieron, ya no llovía; la nieve se había derretido por completo. La explanada del Mercado de Ganados hallábase convertida en un pantano; el suelo de la Ronda, en un barrizal; las casas y los árboles chorreaban agua; todo se veía negro, cenagoso, desierto; sólo algunos perros vagabundos, famélicos, [193] llenos de barro, husmeaban en los montones de basura.

Manuel empeñó la capa, y por el consejo de Jesús, se abrigó el pecho con unos periódicos. Dieron diez reales en una casa de préstamos por la prenda y fueron los tres a comer a la Tienda-Asilo de la Montaña del Príncipe Pío.

Manuel y Jesús, acompañados de don Alonso, entraron en dos imprentas a preguntar si había trabajo, pero no lo había. Por la noche volvieron a la Tienda-Asilo a cenar. Propuso don Alonso ir a dormir al Depósito de mendigos. Salieron los tres; era al anochecer; había una fila de golfos andrajosos a la puerta del Depósito, esperando a que abrieran; Jesús y Manuel fueron partidarios de no entrar allá.

Recorrieron el bosquecillo próximo al cuartel de la Montaña; algunos soldados y algunas prostitutas charlaban y fumaban en corro; siguieron la calle de Ferraz, luego la de Bailén; cruzaron el Viaducto, y por la calle de Toledo bajaron al paseo de los Pontones.

El rincón donde habían pasado la noche anterior le ocupaba una banda de golfos.

Siguieron adelante, metiéndose en el barro; comenzaba a llover de nuevo. Propuso Manuel entrar en la taberna de la Blasa, y por la escalera del paseo Imperial bajaron a la hondonada de las Injurias. La taberna estaba cerrada. Entraron en una callejuela. Los pies se hundían en el barro y en los charcos. Vieron una casucha con la puerta abierta y entraron. El Hombre Boa encendió una cerilla. La casa tenía dos cuartos de un par de metros en cuadro. Las paredes de [194] aquellos cuartuchos destilaban humedad y mugre; el suelo de tierra apisonada, estaba agujereado por las goteras y lleno de charcos. La cocina era un foco de infección: había en medio un montón de basura y de excrementos; en los rincones, cucarachas muertas y secas.

Por la mañana salieron de la casa. El día se presentaba húmedo y triste; a lo lejos, el campo envuelto en niebla. El barrio de las Injurias se despoblaba, iban saliendo sus habitantes hacia Madrid, a la busca, por las callejuelas llenas de cieno; subían unos al paseo Imperial, otros marchaban por el Arroyo de Embajadores.

Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad y de la miseria.

—Si los ricos vieran esto, ¿eh?—dijo don Alonso.

—Bah, no harían nada—murmuró Jesús.

—¿Por qué?

—Porque no. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere de hambre le quita usted la mitad de su dicha.

—¿Crees tú eso?—preguntó don Alonso mirando a Jesús con asombro.

—Sí. Además, ¿qué nos importa lo que piensen? [195] Ellos no se ocupan de nosotros; ahora dormirán en sus camas limpias y mullidas tranquilamente, mientras nosotros...

Hizo un gesto de desagrado el Hombre Boa; le molestaba que se hablara mal de los ricos.

Salió el sol; un disco rojo sobre la tierra negra; luego, en las escombreras de la Fábrica del gas de encima de las Injurias comenzaron a llegar carros y a verter cascotes y escombros. En las casuchas de la hondonada, alguna que otra mujer se asomaba a la puerta con la colilla del cigarro en la boca.

Una noche, el sereno de las Injurias sorprendió a los tres hombres en la casa desalquilada y los echó de allí.

Los días siguientes, Manuel y Jesús—el titiritero había desaparecido—se decidieron a ir al Asilo de las Delicias a pasar la noche. Ninguno de los dos se preocupaba en buscar trabajo. Llevaban ya cerca de un mes vagabundeando, y un día en un cuartel, al siguiente en un convento o en un Asilo, iban viviendo.

La primera vez que Jesús y Manuel durmieron en el Asilo de las Delicias fué un día de Marzo.

Cuando llegaron al Asilo no se hallaba abierto aún. Aguardaron paseando por el antiguo camino de Yeseros. Se internaron por los campos próximos, en los que se veían casuchas miserables, a cuyas puertas jugaban al chito y al tejo algunos hombres y pululaban chiquillos andrajosos.

Eran aquellos andurriales sitios tristes, yermos, desolados; lugares de ruina, como si en ellos se hubiese levantado una ciudad a la cual [196] un cataclismo aniquilara. Por todas partes se veían escombros y cascotes, hondonadas llenas de escorias; aquí y allí alguna chimenea de ladrillo rota, algún horno de cal derruído. Sólo a largo trecho se destacaba una huerta con su noria; a lo lejos, en las colinas que cerraban el horizonte, se levantaban barriadas confusas y casas esparcidas. Era un paraje intranquilizador; por detrás de las lomas salían vagos de mal aspecto en grupos de tres y cuatro.

Por allá cerca pasaba el Arroyo Abroñigal, en el fondo de un barranco, y Manuel y Jesús lo siguieron hasta un puente de ladrillo llamado de los Tres Ojos.

Volvieron al anochecer. El Asilo estaba ya abierto. Se encontraba a la derecha, camino de Yeseros arriba, próximo a unos cuantos cementerios abandonados. El tejado puntiagudo, las galerías y escalinatas de madera, le daban aspecto de chalet suizo. En el balcón, en un letrero sujeto al barandado, se leía: «Asilo Municipal del Sur». Un farol de cristal rojo lanzaba luz sangrienta en medio de los campos desiertos.

Manuel y Jesús bajaron varios escalones; en una taquilla, un empleado que escribía en un cuaderno les pidió su nombre, lo dieron, y entraron en el Asilo. La parte destinada a los hombres tenía dos salas iluminadas con mecheros de gas, separadas por un tabique, las dos con pilares de madera y ventanucas altas y pequeñas. Jesús y Manuel cruzaron la primera sala y entraron en la segunda, en donde a lo largo, sobre unas tarimas, había algunos hombres. Se tendieron también ellos y charlaron un rato...

[197] Iban entrando mendigos, apoderándose de las tarimas, colocadas en medio y junto a las columnas. Dejaban, los que entraban, en el suelo sus abrigos, capas llenas de remiendos, elásticas sucias, montones de guiñapos, y al mismo tiempo latas llenas de colillas, pucheros y cestas.

Los parroquianos pasaban casi todos a la segunda sala.

—Aquí no corre tanto el aire—dijo un viejo mendigo que se preparaba a tenderse cerca de Manuel.

Unos cuantos golfos de quince a veinte años hicieron irrupción en la sala, se apoderaron de un rincón y se pusieron a jugar al cané.

—¡Qué tunantes sois!—les gritó el viejo mendigo vecino de Manuel—. Hasta aquí tenéis que venir a jugar, ¡leñe!

—¡Ay, con lo que sale ahora el arrugado!—replicó uno de los golfos.

—Cállese usted, ¡calandria! Si se parece usted a don Nicanor tocando el tambor—dijo otro.

—¡Granujas! ¡Golfos!—murmuró el viejo con ira.

Manuel se volvió a contemplar al iracundo viejo. Era bajito, con barba escasa y gris; tenía los ojos como dos cicatrices y unas antiparras negras que le pasaban por en medio de la frente. Vestía un gabán remendado y mugriento, en la cabeza una boina y encima de ésta un sombrero duro de ala grasienta. Al llegar, se desembarazó de un morral de tela y lo dejó en el suelo.

—Es que estos granujas nos desacreditan—explicó el viejo—; el año pasado robaron el teléfono [198] del Asilo y un pedazo de plomo de una cañería.

Manuel paseó la vista por la sala. Cerca de él un viejo alto, de barba blanca, con cara de apóstol, embebido en sus pensamientos, apoyaba la espalda en uno de los pilares; llevaba una blusa, una bufanda y una gorrilla. En el rincón ocupado por los golfos descarados y fanfarrones, se destacaba la silueta de un hombre vestido de negro, tipo de cesante. En sus rodillas apoyaba la cabeza un niño dormido, de cinco a seis años.

Todos los demás eran de facha brutal; mendigos con aspecto de bandoleros; cojos y tullidos que andaban por la calle mostrando sus deformidades; obreros sin trabajo, acostumbrados a la holganza, y entre éstos algún tipo de hombre caído, con la barba larga y las guedejas grasientas, al cual le quedaba en su aspecto y en su traje, con cuello, corbata y puños, aunque muy sucios, algo de distinción; un pálido reflejo del esplendor de la vida pasada.

La atmósfera se caldeó pronto en la sala, y el aire, impregnado de olor de tabaco y de miseria, se hizo nauseabundo.

Manuel, se tendió en su tarima y escuchó la conversación que entablaron Jesús y el mendigo viejo de las antiparras. Era éste un pordiosero impenitente, conocedor de todos los medios de explotar la caridad oficial.

A pesar de que andaba siempre rodando de un lado a otro, no se había alejado nunca más de cinco o seis leguas de Madrid.

—Antes se estaba bien en este Asilo—explicaba el viejo a Jesús—; había una estufa; las [199] tarimas tenían su manta, y por la mañana a todo el mundo se le daba una sopa.

—Sí, una sopa de agua—replicó otro mendigo joven, melenudo, flaco y tostado por el sol.

—Bueno, pero calentaba las tripas.

El hombre decente, disgustado, sin duda, de encontrarse entre la golfería, tomó al chico entre sus brazos y se acercó al lugar ocupado por Jesús y Manuel y terció en la conversación contando sus cuitas. Dentro de lo triste, era cómica su historia.

Venía de una capital de provincia, dejando un destinillo, creyendo en las palabras del diputado del distrito, que le prometió un empleo en un ministerio. Se pasó dos meses detrás del diputado y se encontró al cabo de ellos en la miseria y en el desamparo más grandes. Mientras tanto, escribía a su mujer dándole esperanzas.

El día anterior le habían despachado de la casa de huéspedes, y después de correr medio Madrid y no encontrando medio de ganar una peseta, fué al Gobierno civil y pidió a un guardia que les llevara a su hijo y a él a un Asilo.—No llevo al Asilo sino a los que piden limosna—le dijo el guardia.—Yo voy a pedir limosna—le contestó él con humildad—, puede usted llevarme.—No, pida usted limosna y entonces le cogeré.

Al hombre se le resistía pedir; pasaba un señor, se acercaba con su hijo, se llevaba la mano al sombrero, pero la petición no salía de su boca. Entonces el guardia le había aconsejado que fuera al Asilo de las Delicias.

—Pues si le llegan a coger no adelanta usted nada—dijo el de los anteojos—; le hubieran llevado [200] al Cerro del Pimiento y allá se hubiese usted pasado el día sin probar la gracia de Dios.

—Y luego, ¿qué hubieran hecho conmigo?—preguntó la persona decente.

—Echarlo fuera de Madrid.

—Pero, ¿no hay sitios por ahí para pasar la noche?—dijo Jesús.

—La mar—contestó el viejo—, por todas partes. Ahora, que en el invierno se tiene frío.

—Yo he vivido—añadió el mendigo joven—más de medio año en Vaciamadrid, un pueblo que está casi deshabitado; un compañero mío y yo encontramos una casa cerrada y nos instalamos en ella. Vivimos unas semanas al pelo. Por las noches íbamos a la estación de Arganda; con una barrena hacíamos un agujero en un barril de vino, llenábamos la bota y después tapábamos el agujero con pez.

—¿Y por qué se fueron ustedes de allí?—preguntó Manuel.

—La Guardia civil nos sitió y tuvimos que escaparnos por las ventanas. Maldito si yo no estaba cansado ya de aquel rincón. A mí me gusta andar por esos caminos, una vez aquí, otra vez allá. Se encuentra uno con gente que sabe, y se va uno ilustrando...

—¿Y usted ha andado mucho por ahí?

—Toda mi vida. Yo no puedo gastar más que un par de alpargatas en un pueblo. Me entra una desazón cuando estoy en el mismo sitio, que tengo que echar a andar. ¡Ah! ¡El campo! No hay como eso. Se come donde se puede; el invierno es malo, ¡pero el verano! Se hace uno una cama de tomillo debajo de un árbol y se duerme uno [201] allá tan ricamente, mejor que el rey. Luego, como las golondrinas, se va uno donde hace calor.

El viejo de las antiparras, desdeñando lo que decía el vagabundo joven, indicó a Jesús los rincones que había en las afueras.

—A donde suelo ir yo cuando hace buen tiempo, es a un camposanto que hay cerca del tercer Depósito. Allá hay unas casas donde iremos esta primavera.

Manuel oyó confusamente el final de la conversación y se quedó dormido. A media noche se despertó al oir unas voces. En el rincón de la golfería dos muchachos rodaban por el suelo y luchaban a brazo partido.

—Te daré dinero—murmuraba uno entre dientes.

—Suelta, que me ahogas.

El mendigo viejo, que se había despertado, se levantó furioso, levantó el garrote y dió un golpe en la espalda a uno de ellos. El caído se irguió bramando de coraje.

—Ven ahora, ¡cochino! Hijo de la grandísima perra—gritó.

Se abalanzaron el uno sobre el otro, se golpearon y cayeron los dos de bruces.

—Estos granujas nos están desacreditando—exclamó el viejo.

Un guardia restableció el orden y expulsó a los alborotadores. Volvió a tranquilizarse el cotarro y no se oyeron más que ronquidos sordos y sibilantes...

Por la mañana, aun antes de amanecer, cuando se abrieron las puertas del Asilo, salieron todos los que habían pasado allí la noche y se [202] desparramaron al momento por aquellos andurriales.

Manuel y Jesús siguieron la calle de Méndez Alvaro. En los andenes de la estación del Mediodía brillaban los focos eléctricos como globos de luz en el aire negro de la noche.

De las chimeneas del taller de la estación salían columnas apretadas de humo blanco; las pupilas rojas y verdes de los faros de señales lanzaban un guiño confidencial desde sus altos soportes; las calderas en tensión de las locomotoras, bramaban con espantosos alaridos.

Temblaban las luces mortecinas de los distanciados faroles de ambos lados de la carretera. Se entreveían en el campo, en el aire turbio y amarillento como un cristal esmerilado, sobre la tierra sin color, casucas bajas, estacadas negras, altos palos torcidos de telégrafo, lejanos y obscuros terraplenes por donde corría la línea del tren. Algunas tabernuchas, iluminadas por un quinqué de luz lánguida, estaban abiertas... Luego ya, a la claridad opaca del amanecer, fué apareciendo a la derecha el ancho tejado plomizo de la estación del Mediodía, húmedo de rocío; enfrente la mole del Hospital general, de un color ictérico; a la izquierda el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta fundirse con las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo húmedo y gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños...

CAPÍTULO VII

La Casa Negra.—Incendio.—Fuga.

Cerca de la estación se alargaba una fila de coches; los cocheros habían hecho una hoguera. Se calentaron un momento Jesús y Manuel.

—Tenemos que ir a ese pueblo—murmuró Jesús.

—¿A cuál?

—A ese que está deshabitado, según ha dicho ese hombre. A Vaciamadrid.

—Bueno.

Llegaba un tren en aquella hora, y Manuel y Jesús se colocaron a la puerta de la estación, a la salida de los viajeros, con la idea de ganarse unos cuartos llevando alguna maleta.

Manuel tuvo la suerte de tomar un bulto de un señor y llevárselo a un coche. El señor le dió unas perras.

Manuel y Jesús subieron al Prado. Iban por delante del Museo, cuando vieron un simón y detrás del coche, corriendo a todo correr, a [204] don Alonso, con un traje haraposo lleno de agujeros.

—¡Eh!, ¡eh!—le gritó Manuel.

Don Alonso miró hacia atrás, se detuvo y se acercó a Jesús y Manuel.

—¿Adónde iba usted?—le preguntaron.

—Detrás de ese coche para subirle el baúl a casa a ese caballero; pero estoy cansado, ya no tengo piernas.

—¿Y qué hace usted?—le preguntó Manuel.

—¡Pse!... Morirme de hambre.

—¿No viene la buena?

—¿Qué ha de venir? Napoleón se hizo la pascua en Uaterlú, ¿verdad?, pues mi vida es un Uaterlú continuo.

—¿A qué se dedica usted ahora?

—He estado vendiendo libros verdes. Aquí debo tener uno—añadió mostrando a Manuel una cartilla, cuyo título era: Las picardías de las mujeres la primera noche de novios.

—¿Es bueno esto?—preguntó Manuel.

—Así, así. Te advierto que hay que leer un renglón sí y el otro no. ¡Yo, dedicado a estas cosas! ¡Yo, que he sido director de un circo en Niu Yoc!

—Ya vendrá la buena.

—Hace unas noches salí tambaleándome, muerto de necesidad, y me fuí a una Casa de Socorro, porque ya no podía más.—¿Que tiene usted?—me preguntó uno.—Hambre.—Eso no es enfermedad—me dijo. Entonces me eché a pedir limosna, y ahora voy al anochecer al barrio de Salamanca, y allá, a las señoras que van solas las digo que se me ha muerto un hijo, que [205] necesito un par de reales para comprar velas. Ellas se horrorizan y me suelen dar algo. He encontrado también un rincón donde dormir. Está por allá, hacia el río.

Comieron los tres el rancho sobrante en el cuartel de María Cristina, y por la tarde el Hombre Boa fué a su centro de operaciones del barrio de Salamanca.

—Peseta y media he sacado hoy—les dijo a Manuel y a Jesús—. Vamos a cenar.

Cenaron en el parador de Barcelona, de la calle del Caballero de Gracia, y después el resto lo emplearon en aguardiente.

Luego fueron al rincón encontrado por don Alonso, una casa en ruinas, próxima al puente de Toledo. La llamaban la Casa Negra; no quedaba de ella más que las cuatro paredes, cortadas a la altura del primer piso.

Ocupaba el centro de una huerta; tenía un cañizo sobre el cual sobresalían unas cuantas vigas negruzcas, derechas, como las chimeneas de un pontón.

Entraron los tres en la casucha. Cruzaron el patio, saltando por encima de escombros, tejas, maderas podridas y montones de cascote. Recorrieron un pasillo. Don Alonso encendió un fósforo, que mantuvo en el hueco de la mano. Vivían allí clandestinamente unas familias de gitanos y unos cuantos mendigos. Algunos habían hecho sus camas con paja y trapos; otros dormían apoyándose sobre cuerdas de esparto; sujetas a las paredes.

Don Alonso tenía su rincón y llevó allí a Manuel y a Jesús.

[206] El suelo era húmedo, de tierra; quedaban algunos tabiques de la casa en pie; los agujeros del techo estaban obturados con haces de caña, cogidos en el río, y pedazos de estera.

—¡Qué moler!—dijo don Alonso al tenderse—; siempre hay que andar buscando rincones. ¡Quién pudiera ser caracol!

—¿Para qué?—le preguntó Jesús.

—Aunque no fuera más que para no pagar la casa de huéspedes.

—¡Ya vendrá la buena!—dijo irónicamente Manuel.

—Esa es la esperanza—replicó el Hombre Boa—. Mañana quizá ha cambiado nuestra suerte. Tú no sabes lo que es la vida. El destino para el hombre es como el viento para la veleta.

—Lo malo es—murmuró Jesús—que la veleta nuestra, cuando no señala hambre, señala frío, y siempre miseria.

—Mañana puede variar.

Con estas halagüeñas ilusiones se durmieron los tres. Despertó Manuel al amanecer; la luz del alba entraba por los agujeros del cañizo que hacía de techo, y con aquella luz pálida el interior de la Casa Negra ofrecía un aspecto siniestro.

Dormían todos mezclados, arremolinados en un amontonamiento de harapos y de papeles de periódicos. Algunos hombres buscaban las mujeres en la semiobscuridad, y se oían sus gruñidos de placer.

Cerca de Manuel una mujer con aspecto de idiotismo y de miseria orgánica, sucia y llena de harapos, mecía un niño en los brazos. Era una mendiga aun joven, una pobre criatura vagabunda [207] de esas que recorren los caminos sin rumbo ni dirección, a la gracia de Dios.

Por entre el astroso corpiño mostraba el pecho lacio y negruzco. Uno de los gitanillos se deslizó junto a ella y le agarró el pecho con la mano. Ella dejó el niño a un lado y se tendió en el suelo...


Un día de Abril, por la madrugada, el frío era tan espantoso dentro de la Casa Negra, que hicieron en medio una hoguera; crecieron las llamas, y cuando menos se esperaba prendió el cañizo. Inmediatamente se generalizó el fuego. Estallaban las cañas al arder; pronto una inmensa llamarada se levantó en el aire.

Escaparon todos despavoridos; Manuel, Jesús y don Alonso salieron de prisa por el paseo de los Pontones hacia la Ronda.

En la noche obscura brillaba el techo incendiado como una gran antorcha; pronto se apagó y quedaron sólo chispas, que saltaban y volaban en el aire.

Los tres marcharon por la Ronda; allá lejos se veían líneas alargadas de faroles de gas, y a trechos núcleos de luces como islas brillantes en medio de la obscuridad. En la Ronda solitaria se oía muy de tarde en tarde el paso precipitado de algún transeúnte y los ladridos lejanos de los perros.

Se le ocurrió a Manuel ir a la taberna de la Blasa. En vez de tomar por el paseo Imperial, entraron en las Injurias por una callejuela iluminada con faroles de petróleo, que pasaba al lado de la Fábrica del Gas.

[208] Humos negros y rojos salían de las altas chimeneas; las panzas redondas de los gasómetros se acercaban al suelo, y alrededor de ellas se levantaban los soportes, que en la obscuridad producían un efecto extraño.

No estaba abierta la taberna de la Blasa. Tiritando de frío siguieron andando los tres por la Ronda de Toledo; pasaron frente a una fábrica, cuyas ventanas vertían una luz violenta de arco voltaico en la negrura de la noche.

En medio de aquel silencio, la fábrica parecía rugir y echaba borbotones de humo por la chimenea.

—No debía haber fábricas—dijo Jesús con una indignación súbita.

—¿Y por qué?—preguntó don Alonso.

—Porque no.

—¿Y de qué va a vivir la gente? ¿Qué se va a hacer la industria si no hay fábricas?

—Que se haga la pascua como nosotros. La tierra debe dar para que vivamos todos—añadió Jesús.

—¿Y la civilización?—preguntó don Alonso.

—¡La civilización! Bastante nos sirve a nosotros la civilización. La civilización es muy buena para el rico; ¡lo que es para el pobre!...

—¿Y la luz eléctrica?, ¿y los vapores?, ¿y el telégrafo?

—Pero, ¿usted los utiliza?

—No; pero los he utilizado.

—Cuando tenía usted dinero. La civilización está hecha para el que tiene dinero, y el que no lo tiene que se muera. Antes el rico y el pobre se alumbraban con un candil parecido; hoy el [209] pobre sigue con el candil y el rico alumbra su casa con luz eléctrica; antes, si el pobre iba a pie, el rico iba a caballo; hoy el pobre sigue andando a pie y el rico va en automóvil; antes el rico tenía que vivir entre los pobres; hoy vive aparte, se ha hecho una muralla de algodón y no oye nada. Que los pobres chillan, él no oye; que se mueren de hambre, él no se entera...

—No tiene razón—dijo don Alonso.

—Casi nada...

Siguieron oyéndose los ladridos lejanos de los perros. Hacía cada vez más frío. Pasaron por la Ronda de Valencia y por la de Atocha.

Se destacó el Hospital general, con su sombría mole y sus ventanas iluminadas por luces mortecinas.

—Ahí siquiera no se debe tener frío—murmuró el Hombre Boa con tono jovial, que sonaba a dolorida queja.

Comenzaba a clarear; iba disipándose el vaho gris de la mañana; por el camino pasaban carros de bueyes; las gallinas cacareaban a lo lejos...

CAPÍTULO VIII

Las cuevas Del Gobierno civil.—El repatriado. La sopa del convento.

Algunas veces, Manuel, Jesús y don Alonso iban a dormir a las iglesias. Una noche que se habían tendido los tres en una capilla de San Sebastián, llena de bancos, el sacristán les hizo salir y les entregó a una pareja de Orden público. Don Alonso trató de demostrar a los guardias que era una persona, no sólo decente, sino importante; mientras él peroraba, Jesús se escabulló por la plaza de Santa Ana.

—En la Delegación contará todo eso—contestó el guardia a las explicaciones del Hombre Boa.

Bajaron por una calle próxima, y en un portal en donde brillaba un farol rojo, entraron y subieron por una escalera estrecha a un cuarto donde garrapateaban dos escribientes. Mandaron éstos a don Alonso y a Manuel sentarse en unos bancos, y ambos lo hicieron lo más humildemente posible.

[212] —Usted, el viejo, ¿cómo se llama?—dijo uno de los escribientes.

—¿Yo?—preguntó el Hombre Boa.

—Sí, usted. ¿Es usted sordo o idiota?

—No; no señor.

—Pues lo parece. ¿Cuál es su nombre?

—Alonso de Guzmán Calderón y Téllez.

—¿Edad?

—Cincuenta y seis años.

—¿Estado?

—Soltero.

—¿Profesión?

—Artista de circo.

—¿En dónde vive usted?

—Hasta hace unos días...

—¿Dónde vive usted ahora?, le pregunto, imbécil.

—Ahora, pues...

—Pon sin domicilio—dijo uno de los escribientes al otro.

Después tomaron la filiación a Manuel, y éste y el viejo volvieron a sentarse sin hablar, muy intrigados con la suerte que les esperaba.

Los del orden paseaban por el cuarto, charlando; a veces se oía sonar el repiqueteo de un timbre.

De pronto se abrió la puerta y entró una mujer joven, de mantilla, con una gran inquietud en los ojos.

Se acercó a los dos escribientes.

—¿Podría ir alguno... a mi casa..., un médico...? Mi madre se ha caído y se ha abierto la cabeza.

El escribiente echó una bocanada de humo de [213] tabaco y no contestó; después, volviéndose y mirando a la mujer de arriba abajo, dijo con una grosería y una bestialidad épicas:

—Eso a la Casa de Socorro. Nosotros nada tenemos que ver con eso—; y volvió la cabeza y siguió fumando. La mujer paseó sus ojos asustados por la Delegación; se decidió a salir, dió buenas noches, que nadie contestó, con voz desfallecida, y se fué.

—¡Cagatintas! ¡Canallas!—murmuró don Alonso en voz baja—. ¡Qué les costaba haber enviado algún guardia para que acompañara a esa pobre mujer a la Casa de Socorro!

Pasaron allí Manuel y el Hombre Boa más de dos horas, y al cabo de éstas los guardias les hicieron entrar en un cuarto, en donde se paseaba un hombre alto, de barba negra, peinado a lo chulo, con aspecto de jugador o de croupier.

—¿Qué son éstos?—preguntó el hombre con acento andaluz, haciendo brillar, al retorcerse el bigote, un brillante que llevaba en el dedo.

—Son dos que iban a dormir a la iglesia de San Sebastián—dijo el guardia—; no tienen domicilio.

—Perdone usted—dijo don Alfonso—; accidentalmente...

—Llevarlos a que pasen la quincena—dijo el hombre alto.

No dieron tiempo a don Alonso de decir nada, porque uno de los guardias le empujó brutalmente fuera del cuarto. Manuel le siguió.

Los dos guardias les obligaron a bajar las escaleras y les metieron en un cuarto obscuro, en donde, después de tantear, encontraron un banco.

[214] —En fin, ya vendrá la buena—dijo don Alonso, sentándose y lanzando un profundo suspiro.

Manuel, a pesar de que la situación no era del todo cómica, sintió unas ganas de reir tan grandes, que no las pudo contener.

—¿Por qué te ríes, hijo mío?—preguntó don Alonso.

Manuel no supo explicar por qué se reía; pero después de reir, y de reir mucho; se quedó con un humor fúnebre.

—¡Qué diría Jesús si estuviera aquí!—murmuró Manuel—. En la casa de Dios, en donde todos son iguales, es un crimen entrar a descansar; el sacristán le entrega a uno a los guardias, los guardias le meten a uno en un cuarto obscuro. ¡Y vaya usted a saber lo que nos harán después! Yo tengo miedo de que nos lleven a la cárcel, si es que no nos ahorcan.

—No digas tonterías. Siquiera, ¡si nos dieran de comer!—murmuró don Alonso.

—En eso estarán pensando.

Serían la una o las dos de la mañana cuando abrieron la puerta del chiquero, y conducidos por dos guardias, el Hombre Boa y Manuel salieron a la calle.

—Pero, ¿adónde nos llevan?—preguntó don Alonso un poco asustado.

—Usted siga para adelante—le contestó el guardia.

—Esto es una arbitrariedad—murmuró don Alonso.

—Usted siga para adelante, si no quiere ir atado codo con codo—replicó el guardia.

Pasaron la Puerta del Sol, siguieron por la calle [215] Mayor y se detuvieron en el Gobierno civil. A la izquierda del zaguán, por una estrecha escalera, tuvieron que bajar a una sala de techo bajo, iluminada por un quinqué, con unas tarimas altas, en donde dormían en fila diez o doce guardias de Orden público, vestidos y calzados.

De esta sala bajaron por una escalerilla a un corredor estrecho, a uno de cuyos lados había dos jaulas con grandes rejas. En una de estas hicieron entrar a don Alonso y a Manuel, y cerraron tras ellos.

Un hombre y unos cuantos chicos sé les acercaron a mirarles.

—Esto es una arbitrariedad—gritó don Alonso—. Nosotros nada hemos hecho para que se nos encarcele.

—Ni yo tampoco—murmuró un mendigo joven, a quien, según dijo, habían cogido pidiendo limosna—; luego, aquí no se puede estar.

—¿Qué pasa?—preguntó Manuel.

—Que uno de esos se ha ensuciado ahí. Está enfermo y desnudo. Debían llevarlo al Hospital. El dice que le han robado la ropa; estos chicos aseguran que se la ha jugado en la cárcel.

—Y es verdad—replicó uno de los golfos—. Hemos estado pasando la quincena allá arriba. Cuando salimos de la cárcel, al llegar a la puerta, nos volvieron a coger a todos y nos trajeron aquí.

A la luz del corredor, en el fondo de aquella jaula, se veían unos cuantos hombres en el suelo.

Echado en un banco próximo a la pared, desnudo, con las piernas encogidas, se abrigaba con una capa raída el enfermo, y al moverse [216] dejaba al descubierto alguna parte de su persona.

—¡Agua!—murmuró con voz débil.

—Ya se la hemos pedido al sargento—dijo el mendigo—; pero no la trae.

—Esto es una salvajada—gritó el Hombre Boa—, esto es una barbaridad.

Como nadie hizo caso de don Alonso, tuvo a bien callarse.

—Ese otro—agregó el golfo riéndose y señalando a uno escondido en un rincón—tiene sífilis y sarna.

Don Alonso se abismó en su melancolía y se calló.

—¿Y qué van a hacer de nosotros?—preguntó Manuel.

—Nos llevarán a la cárcel a pasar quince días—contestó el mendigo.

—¿Y allí se come?—preguntó el Hombre Boa saliendo del fondo de su ensimismamiento.

—No siempre.

Quedaron todos silenciosos, cuando se oyó en el pasillo un murmullo de voces, que pronto se convirtió en una algarabía de gritos de mujer, de imprecaciones y de lloros.

—¡Leñe, no empuje usted!

—¡Moler con el hombre!

—Anda, anda para adentro—decía una voz de hombre.

Eran unas treinta mujeres cogidas en la calle, que encerraban en la jaula inmediata. Unas gritaban, otras gemían, algunas se dedicaban a insultar, con el repertorio de palabras más selecto, al delegado y al jefe de la Higiene.

[217] —No queda una madre sana—hizo observar don Alonso.

Manuel creyó reconocer la voz de la Chata y de la Rabanitos. Después de encerrar a las mujeres, un sargento de Orden público se acercó a la jaula de los hombres.

—Señor sargento—dijo don Alonso—, que aquí hay un hombre que está malo.

—¿Y qué quiere usted que yo le haga?

—Señor sargento, si me hiciera usted un favor...—añadió Manuel.

—¿Qué?

—Que si hay algún periodista de esos que vienen a recoger noticias aquí, le diga usted que yo soy cajista en el periódico El Mundo y que me han metido preso.

—Bueno, se dirá.

No había pasado media hora, cuando volvió a presentarse el sargento; abrió la reja y se dirigió a Manuel.

—Eh, tú, el cajista. Afuera.

Salió Manuel, pasó por delante de la jaula en donde estaban encerradas las mujeres, vió a la Chata y a la Rabanitos en un grupo de viejas prostitutas, entre las que había una negra, todas horribles, y subió de prisa la escalerilla hasta la sala en donde dormía el retén de guardias. El sargento abrió el postigo, cogió a Manuel de un brazo, le arreó un puntapié con toda su fuerza y lo puso en la calle.

El reloj del Ayuntamiento marcaba las tres; lloviznaba; Manuel se metió por la calle de Ciudad Rodrigo a guarecerse en los arcos de la plaza Mayor, y como estaba cansado, se sentó en el [218] escalón de un portal. Iba a dormirse, cuando un hombre con trazas de mendigo se sentó también allí y hablaron; el hombre dijo ser repatriado de Cuba; que no encontraba empleo ni servía tampoco para trabajar, pues se había acostumbrado a vivir a salto de mata.

—Después de todo, voy teniendo suerte—añadió el repatriado—. Cuando no me he muerto este invierno es que ya no me muero nunca.

Pasaron los dos la noche acurrucados uno junto a otro, y por la mañana fueron a la plaza de la Cebada y anduvieron merodeando por allí. El repatriado cogió unas cuantas nueces de un montón, y esto constituyó el desayuno de los dos compañeros.

Más tarde bajaron por el puente de Toledo.

—¿Adónde vamos?—preguntó Manuel.

—Aquí, a un convento de trapenses que hay cerca de Getafe, en donde nos darán de comer—dijo el repatriado.

Manuel aceleró el paso.

—Vamos de prisa.

—No sirve. Sacan la comida después de que ellos comen. De manera que, aunque corras, no adelantas nada; hay que esperar.

Entonces Manuel moderó su marcha. El repatriado era un tipo vulgar; tenía la nariz gruesa, la cara ancha y el bigote rubio. Llevaba un sombrero puntiagudo, la ropa llena de remiendos, una bufanda vieja arrollada al cuello, y en la mano un garrote.

Llegaron al convento, pasaron a la portería y se sentaron en una mesa, en donde seis o siete hombres esperaban.

[219] —¿Tú sabes hacer versos?—preguntó el repatriado a Manuel.

—Yo, no. ¿Por qué?

—Porque hace unos días vine yo aquí con un señor que, eso sí, estaba tan muerto de hambre como nosotros, y mientras esperábamos la comida, él preguntó el nombre del rector y le hizo unos versos la mar de bonitos. Y entonces el rector le mandó entrar y le dió de comer y de beber.

—Pues es una lástima que no sepamos hacer nosotros una copla. ¿Cómo se llama el rector?

—Domingo.

—Pensó Manuel una palabra que terminara en ingo y no la encontró, y olvidó su faena cuando vino el lego con un gran caldero y lo dejó encima de la mesa.

Luego trajo cucharas de palo y las repartió entre los mendigos. De éstos, todos menos uno sacaron escudillas; el que no la tenía era un tipo repulsivo, con el labio inferior hinchado, ulceroso y saliente.

—Espere usted, compadre—dijo el repatriado antes de que metiera el otro la cuchara—. Nosotros vamos a echar el rancho en la tapa del caldero, y de allí comeremos.

—¡No sé qué tengo yo!—murmuró el mendigo.

—¿Usted? Que tiene un labio que parece un bisteck.

Comieron Manuel y el repatriado, y después de dar las gracias al lego, salieron del convento y se tendieron al sol en el campo.

Hacía una tarde de Mayo, espléndida; el sol calentaba de firme; el repatriado contó algunos [220] episodios de la campaña de Cuba. Hablaba de una manera violenta, y cuando la cólera o la indignación le dominaban, se ponía densamente pálido.

Habló de la vida en la isla, una vida horrible; siempre marchando y marchando, descalzos, con las piernas hundidas en las tierras pantanosas y el aire lleno de mosquitos que levantaban ronchas. Recordaba el teatrucho de un pueblo convertido en hospital, con el escenario lleno de heridos y de enfermos. No se podía descansar del todo nunca. Los oficiales del ejército antes de fantásticas batallas, porque los cubanos corrían siempre como liebres, disputándose las propuestas para las cruces, y los soldados burlándose de las batallas y de las cruces y del valor de sus jefes. Luego la guerra de exterminio decretada por Weyler, los ingenios ardiendo, las lomas verdes que quedaban sin una mata en un momento, la caña que estallaba, y en los poblados la gente famélica, las mujeres y los chicos que gritaban: «¡Don Teniente, don Sargento, que tenemos hambre!» Además de esto, los fusilamientos, el machetearse unos a otros con una crueldad fría. Entre generales y oficiales, odios y rivalidades; y mientras tanto los soldados, indiferentes, sin contestar apenas al tiroteo de los enemigos, con el mismo cariño por la vida que se puede tener por una alpargata vieja. Algunos que decían: «Mi capitán, yo me quedo aquí»; y se le quitaba el fusil y se seguía adelante. Y después de todo esto, la vuelta a España, casi más triste aún; todo el barco lleno de hombres vestidos de rayadillo; un barco cargado de esqueletos, y todos [221] los días cinco, seis, siete que expiraban y se les tiraba al agua.

—Y al llegar a Barcelona, ¡moler!, ¡qué desencanto!—terminó diciendo—. Uno que esperaba algún recibimiento por haber servido a la patria y encontrar cariño. ¿Eh? Pues nada. ¡Dios!, todo el mundo le veía a uno pasar sin hacerle caso. Desembarcamos en el puerto como si fuéramos fardos de algodón; uno se decía en el barco: «Me van a marear a preguntas cuando llegue a España.» Nada. Ya no le interesaba a nadie lo que había pasado en la manigua... ¡Ande usted a defender la patria! ¡Que la defienda el Nuncio! Para morirse después de hambre y de frío, y luego que le digan a uno: «Si hubierais tenido riñones, no se hubiera perdido la isla.» Es también demasiado amolar esto...

Iba ya inclinándose el sol cuando el repatriado y Manuel se levantaron y fueron hacia Madrid.

CAPÍTULO IX

Noche en el paseo de la Virgen del Puerto.—Suena un tiro.—Calatrava y Vidal.—Un tango de la bella Pérez.

Las noches que no hace mucho frío—dijo el repatriado—yo suelo ir a dormir a esa arboleda que hay cerca de la Virgen del Puerto. ¿Quieres que vayamos hoy?—añadió.

—Sí, vamos.

Estaban en la Puerta del Sol y fueron por la calle Mayor abajo. Hacía una noche templada de niebla, una niebla azulada, luminosa, que temblaba al soplo del viento; los globos eléctricos del Palacio Real brillaban entre aquella gasa flotante con una luz morada.

Bajaron Manuel y el repatriado por la Cuesta de la Vega y entraron en el bosquecillo que hay entre el Campo del Moro y la calle de Segovia. Algunos faroles de petróleo lucían muy pálidamente entre los árboles. Llegaron al paseo de los Melancólicos. Cerca del puente de Segovia salían llamaradas de los hornillos de una churrería instalada [224] una barraca. Del paseo de los Melancólicos bajaron a la hondonada, y en un cobertizo se cobijaron y se tendieron a dormir. Hacía fresco; pasaban por allá algunas parejas misteriosas; Manuel se acurrucó, metió las manos en el bolsillo del pantalón, y quedó profundamente dormido.


Rumor chillón de cornetas le despertó.

—Es la guardia de Palacio—dijo el repatriado.

La claridad mortecina del alba alumbraba el cielo; palpitaba suave y gris el resplandor primero del día... De pronto resonó muy cerca el estampido de un arma de fuego; Manuel y el repatriado se levantaron; salieron del cobertizo dispuestos a huir; no vieron nada.

—Es un joven que se ha suicidado—dijo un hombre de blusa que pasó corriendo delante de Manuel y del repatriado.

Acercáronse los dos al lugar donde se oyera la detonación y vieron a un muchacho joven, bien vestido, en el suelo, con la cara llena de sangre y un revólver en la mano derecha. Nadie había por allí; el repatriado se acercó al muerto, tomó su mano izquierda y le sacó dos sortijas que llevaba, una de ellas con un brillante; luego le desabrochó la chaqueta, le registró los bolsillos, no encontró dinero y le quitó un reloj de oro.

—Vamos a escaparnos, no vaya a venir alguno—dijo Manuel.

—No—contestó el repatriado.

—Volvió a entrar en el cobertizo donde habían pasado la noche, hizo en la tierra un agujero con [225] las uñas, enterró, envueltas en un papel, las sortijas y el reloj, y apretó la tierra con el pie.

—En la guerra, como en la guerra—murmuró después de ejecutar su maniobra con una rapidez extraordinaria—. Ahora—añadió—vuélvete a echar y hazte el dormido, por si acaso.

Poco después se oyó un murmullo de voces en la hondonada, y Manuel vió dos guardias civiles que pasaban a caballo por delante del cobertizo.

Se acercaba gente al lugar del suceso; los guardias civiles, registrando al muerto, encontraron una carta dirigida al juez, en la que indicaba que no se culpara a nadie de su muerte.

Manuel y el repatriado se unieron al grupo de curiosos.

Cuando levantaron el muerto y se lo llevaron, Manuel preguntó:

—¿Vamos a recoger eso?

—Espera que se vayan todos.

Quedó el lugar desierto; entonces el repatriado desenterró la sortija y el reloj.

—La sortija creo que es buena—dijo—. ¿Cómo lo averiguaremos?

—En una platería.

—Vete a la platería así con esos harapos y una sortija con un brillante y un reloj de oro, y es muy posible que te denuncien y te lleven a la cárcel.

—Entonces, ¿qué hacemos? Podíamos empeñar el reloj—dijo Manuel.

—También es peligroso. Vamos a buscar a Marcos Calatrava, un amigo mío a quien conocí en Cuba. Ese nos sacará del apuro. Vive en una [226] casa de huéspedes de la calle de Embajadores.

Fueron allá, les salió una mujer a la puerta y les dijo que el tal Marcos se había mudado. El repatriado preguntó en una taberna de la planta baja de la casa.

—¡El Cojo! Sí, le conozco, ya lo creo—dijo el tabernero—. ¿Sabe usted dónde suele estar al anochecer? En la taberna del Majo de las Cubas, en la calle Mayor.

Fué para Manuel y el repatriado uno de los días más largos de su existencia; sentían un hambre horrorosa, y el pensar que con la venta de aquellas sortijas y del reloj podrían comer todo lo que se les antojara y que el miedo les impedía satisfacer su necesidad, era horrible. Se pasearon por las calles aburridos, y de cuando en cuando iban a la taberna a preguntar si había llegado ya el Cojo.

Al anochecer le vieron. El repatriado se acercó a saludarle, y los tres pasaron al interior de la taberna a un rincón a hablar. El repatriado contó el caso a Calatrava.

—Ahora mismo viene mi secretario—dijo Marcos—, y él lo arreglará. Mientras tanto, pedid de cenar.

—Pide tú—dijo el repatriado a Manuel.

Lo hizo éste así, y para que todas fueran dilaciones, el mozo de la taberna dijo que la cena tardaría algo.

Mientras charlaban el repatriado y Calatrava, Manuel se puso a observar a este último.

Calatrava resultaba un tipo raro, a primera vista casi ridículo; tenía una pierna de palo, la cara muy estrecha, muy negra y amojamada; dos [227] o tres cicatrices en la frente, el bigote recio y el pelo crespo. Vestía traje claro, pantalón muy ancho, que se bamboleaba lo mismo en la pierna natural que en la de madera; una chaquetilla corta, más obscura que el pantalón, una corbata de color rojo y un sombrero de paja muy chiquito.

Marcos pidió con voz aguardentosa unas copas. Las bebieron y no tardó mucho en aparecer un muchacho elegante, con botas amarillas, sombrero hongo y un pañuelo de seda en el cuello.

Al verle, exclamó Manuel:

—¡Vidal! ¿Eres tú?

—Sí, chico. ¿Qué haces aquí?

—¿Le conoces a éste?—preguntó Calatrava a Vidal.

—Sí; es primo mío.

Marcos explicó a Vidal lo que quería el repatriado.

—Ahora mismo—contestó Vidal—; no tardo diez minutos.

Efectivamente; al poco tiempo volvía con dos papeletas de empeño y unos billetes. Los tomó el repatriado y fué repartiéndolos; a Manuel le tocaron cinco duros.

—Mira—le dijo Calatrava a Vidal—. Tú y tu primo os quedáis a cenar aquí; tendréis que hablar, y nosotros nos vamos a otro lado, que también tenemos que contarnos algunas cosas. Llévale a tu primo a dormir a tu casa.

Se despidieron, y Manuel y Vidal se quedaron solos.

—¿Has cenado?—preguntó Vidal.

—No; pero ya he encargado la cena. ¿Y tus padres?

—Estarán bien.

[228] —¿No los ves?

—No.

—¿Y el Bizco?

Vidal palideció profundamente.

—No me hables del Bizco—dijo.

—¿Por qué?

—No, no; le tengo un miedo horrible. ¿Tú no sabes lo que pasó?

—¿Qué?

—La muerte de Dolores la Escandalosa.

—No sabía nada.

—Sí; mataron a la vieja en una casa que llaman el Confesonario, que está hacia Aravaca. ¿Y sabes tú quien la mató?

—¿El Bizco?

—Sí, estoy seguro. El Bizco iba al Confesonario a reunirse con otros granujas.

—Es verdad. A mí me lo dijo.

—¿Has hablado con él?

—Sí; pero hace ya mucho tiempo.

—Pues sí, los periódicos que contaron el crimen dijeron que el asesino era de una fuerza extraordinaria, que la mujer había acudido allá como quien va a una cita. Era el Bizco, estoy seguro.

—¿Y no le han cogido?

—No.

Vidal quedó pensativo; se notaba que hacía esfuerzos para serenarse. Trajo el mozo de la taberna la comida; Manuel devoraba.

—!Menuda carpanta tienes tú, gachó!—dijo Vidal ya tranquilizado, sonriendo.

—¡Dios!, si tenía un hambre...

[229] —Ahora vamos a tomar café.

Pagó Vidal, salieron de la taberna y entraron en el café de Lisboa.

Mientras saboreaban el café, Manuel contempló a Vidal. Llevaba la cabeza muy lustrosa, la raya en medio y tufos rizados sobre las orejas. Tenía un gran aplomo en los movimientos; la sonrisa de hombre guapo, el cuello redondo, sin músculos salientes. Hablaba con simpatía, sonriendo siempre; pero sus ojos sagaces, falsos, descubrían la mentira de sus frases; no acompañaba a la afabilidad de su palabra cariñosa y de su sonrisa amable la expresión de sus ojos. En éstos no se leía más que desconfianza y cautela.

—Y tú, ¿qué haces?—preguntó Manuel, después de examinarle atentamente.

—¡Pse!... Vivo...

—Pero, ¿de qué? ¿Cómo?

—Hay negocios, chico... Luego las mujeres...

—Pero, ¿tú trabajas?

—Según a lo que llames trabajar.

—Hombre, quiero decir si vas a un taller...

—No.

—¿Tienes alguna querida?

—Ahora no tengo más que tres.

—¡Cristo! ¡Qué suerte! ¿Dónde las encuentras?

—Por ahí. En los teatros, en los bailes... Soy secretario del Bisturí y socio de la Paloma Azul y del Billete.

—¿Y de ahí tendrás muchas relaciones?

—¡Claro! Luego, con las mujeres todo es cuestión de labia... Algunas veces se las echa uno de incomodado y se le arrima a una un par de bofetadas...

[230] —Tú vives al pelo... Si yo pudiera hacer lo que tú!

—¡Pues es muy fácil!... Ahora tengo una chiquilla más bonita que el mundo y que está chalada por mí. Esta cadena del reloj me la regaló ella... Pero lo más gracioso es que me anda rondando, ¿a qué te no figuras quién?

—¿Qué sé yo? Alguna marquesa.

—No, un marqués.

—¿Para qué?

—Nada, que me hace el amor.

Manuel quedó mirando asombrado a Vidal, que sonrió misteriosamente.

—¿Tú estás cansado?—preguntó Vidal.

—No.

—Entonces vamos a Romea.

—¿Qué hay allá?

—Baile y mujeres guapas.

—Vamos, sí.

Salieron del café y subieron la calle de Carretas.

Tomó Vidal dos butacas. Era domingo.

El aire en el interior del teatro estaba espeso, caliente, empañado de humo, con el vaho de cientos de personas que durante toda la tarde y la noche se habían amontonado allá. Había un lleno. Se presentó una funcioncilla estúpida, plagada de chistes absurdos y groseros, de la manera más sosa que puede imaginarse, entre las interrupciones y los gritos del público. Cayó el telón y apareció en seguida una muchacha, que cantó con una vocecilla aguda, desafinando horriblemente, una canción pornográfica sin pizca de gracia. Luego salió una pintarrajeada, vieja [231] y fea mujerona francesa, con un sombrero descomunal; se acercó a las candilejas y cantó una larga narración, de la que Manuel no entendió media palabra y cuyo estribillo era:

Pauvre petit chat, petit chat.

Después dió unas cuantas volteretas levantando un pie hasta dar con él en el sombrero y se fué. Bajó de nuevo el telón; al poco rato volvió a levantarse y se presentó la bella Pérez, y fué saludada por una salva nutrida de aplausos. Cantó muy mal una copla, equivocándose, riéndose, y cuando terminó de cantar se ocultó entre los bastidores. El piano de la orquesta atacó con brío un tango, y la bella Pérez salió de entre bastidores con falda corta, envuelta en una capa de torero, con un sombrero cordobés sobre los ojos y fumando. Cuando el piano concluyó el preludio, ella tiró el cigarro al público de las butacas, se quitó la capa y quedó con las faldas recogidas con las dos manos hacia atrás, que dejaban el vientre y los muslos ceñidos. A las primeras notas del tango, todo el mundo calló religiosamente; un soplo de voluptuosidad corrió por la sala. Se veían los rostros encendidos, con la mirada fija y brillante. Y la bella bailaba con la cara como enfurruñada y los dientes apretados, dando taconazos, haciendo que se dibujaran sus caderas poderosas al replegarse la falda sobre sus flancos como una bandera triunfante. De aquel hermoso cuerpo de mujer salía un efluvio de su sexo que enloquecía a todos. Al final del baile colocó el sombrero sobre el vientre y tuvo un movimiento de caderas que hizo rugir a todo el teatro.

[232] —¡Eso!

—¡Ahí la visagra!

—¡Esa tripita!

Concluyó el baile y hubo una tempestad de aplausos.

—¡Tango! ¡Tango!—gritaban todos como energúmenos.

Manuel, con los ojos brillantes, aplaudía y gritaba entusiasmado.

—¡Viva la lujuria!—vociferaba un joven al lado de Manuel.

Volvió la bella Pérez a bailar el tango. Detrás de la butaca de Manuel y Vidal, una muchacha mecía en sus brazos a una niña, con la cara llena de costras. La muchacha, señalando a la bella Pérez, decía a la niña:

—Mira, mira a mamá.

—¿Es la madre de esta chica?—preguntó Manuel.

—Sí—contestó la niñera.

Sin saber por qué, Manuel ya no se entusiasmó tanto con el baile, y hasta se figuró que en el rostro de la bailarina, tras de la capa de pintura y de polvos de arroz, se adivinaban roseolas y granos.

Salieron Manuel y su primo del teatro. Vidal vivía en una casa de huéspedes de la calle del Olmo.

Fueron los dos por la de Atocha, y en la esquina de la calle de la Magdalena se encontraron con la Chata y la Rabanitos, que les reconocieron y les llamaron.

Las dos muchachas aguardaban a la Engracia, que se había ido con un señor. Mientras tanto, [233] reñían. La Rabanitos juraba y perjuraba que no tenía más de diez y seis años; la Chata aseguraba que iba para los dieciocho.

—¡Si se lo he oído decir a tu madre!—gritaba.

—¿Pero qué va a decir eso mi madre? ¡Cerda!—replicaba la Rabanitos.

—Pues sí que lo ha dicho, ¡so perro!

—¿Cuándo empecé yo en la vida? Hace tres años. ¿Y cuántos tenía entonces? Trece.

—¡Bah! Si tú hace diez años andabas ya golfeando por ahí—interrumpió Vidal.

La muchachita se volvió como una víbora, contempló a Vidal de arriba abajo y, con voz estridente, le dijo:

—Pa mí que tu eres de los que se agarran a la verja del Dos de Mayo y dan la espalda.

Celebraron todos el circunloquio, que demostraba las cualidades imaginativas de la Rabanitos, y ésta, ya calmada, sacó del bolsillo del delantal su cartilla, arrugada y sucia, y se la enseñó a todos.

En esta ocupación de descifrar lo que ponía la cartilla, les encontró la Engracia.

—Anda, tú, convida—le dijo Vidal—. ¿Tendrás dinero?

—¡Sí, dinero! Las amas cada vez piden más. Yo no sé lo que quedrán.

—Aunque sea a recuelo—repuso Vidal.

—Bueno, vamos.

Entraron los cinco en una buñolería.

—Este señor con quien he ido—dijo la Engracia—es un pintor, y me ha dicho que me daba cinco pesetas por hora por servir de modelo de desnudo.

[234] A la Rabanitos le sublevó la noticia.

—¿Pero qué vas a servir tú para eso, si no tienes tetas?—dijo con su vocecilla aguda.

—No, las tendrás tú.

—No es por ponerme moños—contestó la Rabanitos—; pero estoy mejor formada que tú.

—¡Magras!—replicó la otra, y sin hacer caso se puso a hablar con Vidal. La Rabanitos le cogió a Manuel por su cuenta y le contó sus penas con una seriedad de vieja.

—Chico, estoy derrengá—le decía—, porque como una es débil y no tiene fuerza... Luego, los hombres son tan brutos... y claro, como la ven a una así, hacen lo que quieren y todo el mundo la pone a una el pie encima.

Manuel oía hablar a la Rabanitos; pero el cansancio y el sueño no le permitían darse cuenta de lo que oía. Entraron otras dos muchachas en la buñolería con dos golfos, uno de ellos de cara abultada, ojos nublados y expresión entre feroz e irónica. Los cuatro venían borrachos; las mujeres se pusieron a insultar a todos los que estaban en la buñolería.

—¿Quién son ésas?—preguntó Manuel.

—Unas tías escandalosas.

—Oye, vamos—dijo Vidal a su primo con la prudencia que le caracterizaba.

Salieron todos de la buñolería, las muchachas fueron hacia el centro y ellos por la calle del Ave María hasta la del Olmo. Abrió Vidal la puerta de su casa.

—Aquí es—le dijo a Manuel.

Subieron hasta el último piso. Allí Vidal encendió una cerilla, metió la mano por debajo de [235] la puerta, sacó una llave y abrió. Recorrieron un pasillo, y Vidal dijo a Manuel:

—Este es tu cuarto. Hasta mañana.

Manuel se despojó de sus harapos, y la cama le pareció tan blanda que, a pesar del cansancio, tardó mucho en dormirse.

TERCERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

¿Será la buena?—Proposiciones de Vidal.

Al día siguiente, cuando despertó Manuel, daban las doce. Hacía tanto tiempo que la primera sensación de su despertar era de frío, de hambre o de angustia, que, al encontrarse entre mantas, abrigado, en un cuarto estrecho y de poca luz, pensó si estaría soñando.

Luego, de pronto, el recuerdo del suicida de la Virgen del Puerto le vino a la memoria; después, el encuentro con Vidal, el baile de Romea y la conversación en la buñolería con la Rabanitos.

—¿Habrá venido la buena?—se preguntó a sí mismo. Se incorporó en la cama, y al ver sus harapos colocados sobre una silla, no supo qué hacer. Si me ven vestido así, me echan—pensó; y en la vacilación volvió a meterse entre las sábanas.

Serían cerca de las dos cuando oyó que abrían la puerta del cuarto; era Vidal.

—Pero, hombre, ¿no sabes la hora que es? ¿Por qué no te levantas?

[240]

—Si me ven con eso me echan—replicó Manuel señalando sus andrajos.

—La verdad es que no puedes vestirte de etiqueta—dijo Vidal contemplando la indumentaria de su primo—. Vaya unos zapatitos de baile—añadió cogiendo por los tirantes una bota deformada y llena de barro, y levantándola cómicamente para observarla mejor—. Es de la última moda de los poceros de la villa. Y de medias nada, y de calzoncillos ídem; de la misma tela que las medias ¡Estás apañado!

—Ya ves.

—Pues no vas a estar aquí siempre; hay que salir. Yo te traeré ropa mía; creo que te vendrá bien.

—Sí, tu eres un poco más alto.

—Bueno, espera un momento.

Salió Vidal del cuarto y volvió con ropa suya. Manuel se vistió a la carrera. Los pantalones le estaban un poco largos y tuvo que darles vuelta por abajo; en cambio las botas le venían estrechas y cortas.

—Tienes el pie pequeño—murmuró Manuel—. Has nacido para señorito.

Vidal mostró su pie, bien calzado, con cierta coquetería.

—Algunas señoritas darían algo por estos pinreles verdad? A mí, una mujer que tenga mucha pata, no me gusta; ¿y a ti?

—A mí, chico, me gustan todas, hasta las viejas. Hay tan poco donde elegir... Anda, dame un periódico. Voy a envolver estas prendas.

—¿Para qué?

—Para que no las vean aquí. Esto desacredi[241]ta. Las tiraré a la calle. Lo que es el que encuentre el lío puede decir que le ha caído el gordo.

Envolvió Manuel los harapos con mucho cuidado, hizo un paquete, lo ató con una guita y lo cogió en la mano.

—¿Vamos?

—Andando.

Salieron a la calle; Manuel pensaba que todo el mundo se fijaba en él y miraba el paquete que llevaba y no se atrevía a dejarlo en ninguna parte.

—Tráelo, no seas lila—dijo Vidal; y quitándoselo de la mano lo tiró a un solar por encima de la tapia.

Salieron los dos muchachos por la calle de la Magdalena a la plaza de Antón Martín y entraron en el café de Zaragoza.

Se sentaron. Vidal pidió dos cafés con media tostada.

—¡Qué aplomo tiene!—pensó Manuel.

Llegó el mozo con el servicio, y Manuel se arrojó sobre una de las tostadas con ansia.

—¡Rediez!—exclamó Vidal, mirándole de hito en hito—. ¡Qué facha de golfo tienes!

---¿Por qué?

—¿Qué sé yo? Porque la tienes.

—¡Qué se le va a hacer! Uno parece lo que es.

—Pero, ¿tú has trabajado? ¿Tú has aprendido oficio?

—Sí; he sido criado, panadero, trapero, cajista y ahora golfo, y no sé de todo eso lo que es peor.

—¿Y habrás pasado muchas hambres, ¿eh?

—¡Uf... la mar... y si fueran las últimas!

—Pues lo serán, hombre, lo serán si tú quieres.

[242] —¿Cómo? ¿Poniéndome otra vez a trabajar?

—O de otra manera.

—Pues yo no sé cómo se puede vivir de otra manera, chico; o hay que trabajar, o hay que robar, o hay que ser rico, o hay que pedir limosna. De trabajar he perdido la costumbre; para robar no tengo agallas; rico no soy, conque me tendré que poner a pedir limosna. A no ser que caiga soldado un día de estos.

—Todo eso que dices—replicó Vidal—es una pura pamplina. ¿De mí se puede decir que trabajo?, no, ¿que robo o que pido limosna?, tampoco; ¿que soy rico?, menos... y ya ves, vivo.

—Bueno; tendrás algún secreto.

—Puede ser.

—Y ese secreto, ¿no se puede saber cuál es?

—Si lo supieses tú, ¿me lo dirías?

—Hombre... verás; si yo tuviese un secreto y tú me lo quisieras birlar, la verdad, me lo guardaría para mí; pero si tú no pensases en quitármelo, sino en vivir y no me estorbases, entonces sí, que no te quepa duda.

—Bien, eso es justo. Tú eres franco... ¡qué moler! Mira, yo por ti haría cualquier cosa, y no tengo inconveniente de ponerte al tanto de cómo vivimos nosotros. Tú eres un barbián; no eres un bruto de esos que no quieren más que matar y asesinar a las personas. Yo te digo con franqueza, ¿por qué no?, yo no soy valiente...

—Ni yo tampoco—exclamó Manuel.

—¡Bah! Tú eres templado. El Bizco mismo te tenía respeto.

—¿A mí?

—A ti.

[243] —¡Quiá!

—Como quieras. Pero voy a lo de antes. Tú y yo, yo sobre todo, hemos nacido para ser ricos; pero ha dado la pijotera casualidad de que no lo somos. Ganarlo no se puede; a mí que no me vengan con historias. Para tener algo, hay que meterse en un rincón y pasarse treinta años trabajando como una mula. ¿Y cuánto reúnes? Unas pesetas cochinas; total . ¿No se puede ganar dinero?, pues hay que arreglarse para quitárselo a alguno y para quitárselo sin peligro de ir a la trena.

—¿Y cómo?

—Ese es el busilis. Ahí está la cuestión. Mira: cuando yo me vine al centro desde Casa Blanca, era un descuidero, un randa. Me tuvieron sin culpa una quincena en el Abanico, en la jaula, y cuando lo recuerdo, ¡chico!, me tiemblan las carnes. Me daba más miedo que vergüenza robar, ésa es la verdad; pero ¿qué iba a hacer? Un día, que cogí unas lamparillas eléctricas de una casa de la calle del Olivo, la portera me vió, una tía vieja indecente, y se echó a correr tras de mí, gritando: «¡A ese! ¡A ese!» Yo tenía alas en los pies; figúrate. Al llegar a la iglesia de San Luis, tiré las bombillas al suelo, me colé entre la gente de la iglesia y me agazapé en un banco; no me cogieron; pero desde entonces, ¡gachó! tuve un miedo que no podía con mi alma. Pues, ya ves, a pesar del miedo, no escarmenté.

—¿Volviste a coger otras lámparas?

—No, verás. Estaba en el patio de Apolo con aquella florera que tanto la odiaba la Rabanitos. ¿Te acuerdas?

[244] —Sí, hombre.

—Era muy interesada la chica aquella. Pues estaba allá, cuando veo a un señor gordo, de chaleco blanco, que estaba de palique con unas golfas. Había mucha gente; me acerco a él, cojo la cadena, tiro suavemente hasta sacar el reloj del bolsillo, doy la vuelta a la anilla y la hago saltar. Como la cadena era bastante pesada, había el peligro de que, al soltarla, le diera al señor en la barriga y le hiciese comprender que le habían afanado; pero en aquel momento dieron unas palmadas, la gente comenzó a entrar en el teatro a empellones, yo solté la cadena y me escabullí. Iba escapado por frente a San José a meterme por la calle de las Torres, cuando siento que me cogen del brazo. ¡Chico, me entró un sudor...!—Déjeme usted—dije yo—. Calla, si no llamo a uno del Orden (Yo me callé)—. Te he visto como limpiabas el reloj a ese pimpi.—¿Yo?—Tú, sí. Tienes el reloj en el bolsillo del pantalón; conque no seas memo y anda a tomar una copa a la taberna del Brígido—. Vamos—pensé yo—; este es un vivo que viene a la parte. Entramos en la taberna y allí el hombre me habló claro.—Mira—me dijo—, tú quieres prosperar de cualquier manera, ¿no es verdad?; pero le tienes asco al Abanico, y lo comprendo, porque tú no eres tonto; pero, bueno, ¿cómo quieres prosperar? ¿Qué armas tienes tú para luchar en la vida? Tú eres un cimbel, que no conoce la sociedad ni el mundo. Mañana vienes a mi casa; yo te llevaré a un bazar de ropas hechas, compras un traje, un sombrero y un baúl y te recomendaré a una casa de huéspedes buena; te haré [245] ganar dinero, porque, que te conste que ganar dinero, cuando se está en un sitio donde lo hay, es lo más mollar de la vida. Ahora dame ese reloj; a ti te engañarían.

—¿Y le diste el reloj?

—Sí. Al día siguiente...

—Te quedarías de boqueras...

—Al día siguiente estaba yo ganando dinero.

—¿Y quién es ese hombre?

—Marcos Calatrava.

—¿El Cojo? ¿El amigo del repatriado?

—El mismo. Conque ya sabes; lo que me dijo a mí él te lo digo yo a ti. ¿Quieres entrar en la combi?

—¿Pero qué hay que hacer?

—Eso depende del negocio... Si tú aceptas, vivirás bien, tendrás una buena hembra... peligro no hay... conque tú dirás.

—No sé qué decirte, chico. Si hay que hacer una granujada, casi casi prefiero vivir así.

—Hombre, eso depende de lo que tú llames granujada. ¿A engañar le llamas granujada? Pues hay que engañar. No hay otra cosa: o trabajar o engañar, porque lo que es regalarte el dinero, que te conste que no te lo han de regalar.

—Sí, es verdad.

—¡Pero si es que eso lo tienes en todo! Negociar y robar es lo mismo, chico. No hay más diferencia que, negociando, eres una persona decente, y, robando, te llevan a la cárcel.

—¿Crees tú...?

—Sí, hombre. Es más, creo que en el mundo hay dos castas de hombres: unos, que viven bien y roban trabajo o dinero; otros, que viven mal y son robados.

[246]

—¡Sabes que me parece que tienes razón!

—Y tal... No hay más que comer o ser comido. Conque tú dirás.

—Nada, se acepta. Otra Sociedad como la de los Tres.

—No compares, que aquello no hay que recordarlo. Aquí no hay un Bizco.

—Pero hay un Cojo.

—Sí, pero es un Cojo que vale un riñón.

—¿Es el jefe de la partida?

—Te diré, chico... yo no lo sé. Yo me entiendo con el Cojo, el Cojo se entiende con el Maestro, y el Maestro no sé con quién se entiende; lo que sé es que arriba, arriba, hay gente gorda. Una advertencia te tengo que hacer: tú ves, oyes y callas. Si te enteras de algo, me lo dices a mí; pero fuera, ni una palabra. ¿Comprendes?

—Comprendido.

—Aquí todo es cuestión de habilidad y de mucha pupila. Si marchamos bien, dentro de unos años se puede uno encontrar viviendo bien, hecho una persona decente... al pelo.

—Y oye: ¿tú has entrado ya en quintas?—preguntó Manuel—; porque yo maldito si lo sé.

—Yo sí; estoy rebajado. Debes de arreglar eso; si no te van a coger por prófugo.

—¡Pse!

—Se lo diremos al Cojo.

—¿Cuándo le veremos?

—Dentro de un momento estará aquí.

Efectivamente, poco después el Cojo entraba en el café. Vidal le indicó lo que había propuesto a su primo en breves palabras.

[247]

—¿Servirá?—preguntó Calatrava mirando atentamente a Manuel.

—Sí, es más listo de lo que parece—contestó riendo Vidal.

Manuel se irguió con un sentimiento de amor propio.

—Bueno; ya veremos. Por ahora no tiene que hacer gran cosa—repuso el Cojo.

Se pusieron inmediatamente Calatrava y Vidal a tratar de sus asuntos, y Manuel entretuvo el tiempo leyendo un periódico.

Cuando concluyeron de hablar, salió Calatrava del café, y quedaron nuevamente solos los dos primos.

—Vamos al Círculo—dijo Vidal.

El Círculo estaba en una calle céntrica. Entraron; en el piso bajo había billares y algunas mesas de café.

Se sentó en una de ellas Vidal, llamó en un timbre, y a un mozo que apareció le dijo:

—Dos cubiertos.

—Van.

—Oye—añadió Vidal—: desde que entres aquí, ni una palabra; ni me preguntas ni me dices nada. Lo que tengas que saber yo te lo diré.

Comieron los dos; Vidal charló de teatros, de casinos, de cosas que Manuel no conocía, y éste estuvo callado.

—Vamos a tomar café arriba—dijo Vidal.

Junto al mostrador había una puerta y de ella subía una escalera de caracol, muy estrecha, hasta el entresuelo. A la terminación de la escalera se topaba con una puerta de cristales esmerilados. La empujó Vidal, y pasaron a un corre [248]dor a cuyos lados se veían mamparas forradas de verde.

Al final del pasillo, sentado en una mesa, escribía un hombre; contempló a Vidal y a Manuel y siguió escribiendo. Vidal abrió una puerta, empujó una pesada cortina y pasaron los dos.

Se encontraron en una sala con tres balconcillos a la calle y otros tres a un patio. Hacia el lado de la calle había una mesa verde grande con dos escotaduras, una frente a otra, en los lados largos; hacia el patio se veía una mesa más pequeña, iluminada por dos lámparas, alrededor de la cual se agrupaban treinta o cuarenta personas. Había un gran silencio; no se oía más que las palabras de los dos croupiers y el ruido que hacían al recoger con el rastrillo las monedas colocadas sobre el tapete verde.

Cuando cesaban las jugadas cambiábanse algunas observaciones entre los puntos. Luego la voz monótona del banquero decía:

—Hagan juego, señores.

Callaban todos y el silencio era tan grande que se oía el roce de las cartas entre los dedos del croupier.

—Esto parece una iglesia, ¿verdad?—murmuró Vidal—. Como dice un señor que viene aquí, el juego es la única religión que queda.

—Tomaron café y una copa.

—¿Tienes cigarros?—preguntó Vidal.

—No.

—Toma. Fíjate bien en este juego; yo me voy.

—¿Se podrá saber cómo se llama?

—Sí; el bacarrat. Oye, a las ocho en el café de Lisboa.

[249]

Vidal salió y Manuel quedó solo; miró con atención cómo iba y venía el dinero de la banca a los puntos y de los puntos a la banca. Después se entretuvo en observar a los jugadores. Era un anhelo tan grande el que sentían todos, que nadie se fijaba en los demás.

Los que estaban sentados tenían delante de ellos montones de plata y fichas y las ponían sobre el tapete. El croupier echaba las cartas francesas, y poco después pagaba o recogía el dinero puesto.

Los que estaban de pie alrededor, y de los cuales la mayoría no jugaba, parecían interesarse en el juego tanto o más que los que se hallaban sentados y jugaban fuerte.

Eran aquéllos, tipos de miseria y de sordidez horrible; llevaban chaquetas rozadas, sombreros grasientos, pantalones con rodilleras, llenos de barro.

En sus ojos brillaba la pasión del juego, y se les veía seguir la marcha de las jugadas, con los brazos cruzados sobre la espalda y el cuerpo echado hacia adelante conteniendo la respiración.

Manuel se aburría allá; miró por los balcones a la calle; vió cómo se reemplazaban los jugadores, y al anochecer salió y fué al café de Lisboa.

Cuando llegó Vidal, mientras cenaron, le expuso sus dudas acerca del juego.

—Bueno; eso en seguida lo aprendes—le dijo el otro—. Además, los primeros días yo te daré un cartoncito con la indicación de cuándo debes jugar.

—Muy bien; ¿y el dinero?

—Toma para mañana. Cincuenta duros.

[250]

—¿Son buenos?

—Enséñaselos a cualquiera.

—¿De modo que es una combina como la del Pastiri?

—Igual.

La tarde siguiente, con los cincuenta duros que le dió su primo y las indicaciones en una tarjeta, jugó y ganó veinte duros, que entregó a Vidal.

Unos días después le llamaron de un cuartel, le preguntaron el nombre en una oficina y le despacharon.

—Te han rebajado—le advirtió Vidal

—Bueno—contestó alegremente Manuel—; me alegro de no ser soldado.

Siguió acudiendo al Círculo todos los días que le indicaron, y al cabo de algún tiempo conocía el personal de la casa de juego. Había mucha gente empleada allá: varios croupiers muy atildados con las manos limpias y perfumadas; unos cuantos matones, otros medio ganchos, otros que vigilaban a los que entraban y a los ganchos.

Eran todos tipos sin sentido moral, a quienes, a unos la miseria y la mala vida, a otros la inclinación a lo irregular, había desgastado y empañado la conciencia y roto el resorte de la voluntad.

Manuel experimentaba, sin darse cuenta de ello con claridad, la repugnancia por aquel medio, y sentía obscuramente la protesta de su conciencia.

CAPÍTULO II

El Garro.—Marcos Calatrava.—El Maestro. Confidencias.

Una noche salió Manuel del Círculo, acompañado de un hombrecito con trazas de enfermo. Los dos llevaban el mismo camino; entraron en el café de Lisboa; el hombre se reunió allí con una mujer gorda y se sentó con ella, y Manuel se acercó a su primo.

—¿Qué hablabas con ese?—le preguntó Vidal al verle.

—Nada, de cosas indiferentes.

—Te advierto que es uno de la policía.

—¿Sí?

—Ya lo creo.

—Pues lo he visto en el Círculo.

—Sí, cobra allí. Le llaman el Garro. Está casado con ésa, que es la Chana, una timadora antigua. Vivía en la calle de la Visitación, en casa de María la Guerrero, cuando yo me fuí con la Violeta. La Chana entonces ya se dedicaba a perista; conocía a todos los inspectores y estaba [252] liada con un matón que llamaban el Ministro y a quien le mataron en la calle de Alcalá. Ten cuidado con el Garro; si te pregunta algo no le digas nada; ahora, si puedes sonsacarle alguna cosa, eso sí, hazlo.

Al día siguiente el Garro volvió a reunirse con Manuel y le preguntó quién era y de dónde venía. Manuel, advertido, contó una porción de embustes con gran candor, y se hizo el engañado por Vidal y por el Cojo.

—Le advierto a usted que son dos pájaros de cuenta—le dijo el policía.

—¿Sí, eh?

—¡Uf, que se pierden de vista! El Cojo, sobre todo, es atravesado. No se meta usted con él, porque es capaz de todo.

—¿Tan fiero es?

—Ya lo creo. Yo conozco su historia, él no lo sabe. Se llama Marcos Calatrava y es de buena familia. Hace dos años cursaba Medicina.

El Garro contó toda la historia de Marcos. Al principio había sido un gran estudiante. Luego, de pronto, comenzó a frecuentar garitos, y en uno de éstos robó una capa. Tuvo la mala suerte de que le cogieran in fraganti, le llevaron a la Cárcel Modelo y estuvo allá arriba dos meses. Al año siguiente tomó la decisión de no estudiar, y como de su casa no le mandaban dinero, comenzó a manotear por garitos y chirlatas. Una navajada que le dieron en una bronca que tuvo le quitó por algún tiempo sus arrestos de matón. Cuando se puso bueno fué a ver a la superiora de las Hermanas de la Caridad de San Carlos y le pidió dinero. Quería hacerse fraile, le había [253] herido la gracia divina; y con su manera de hablar melosa la convenció, le sacó los cuartos, y además una carta para el prior de un convento de Burgos.

Calatrava se gastó el dinero, y a los dos o tres meses estaba muerto de hambre. Entonces organizó una compañía de cómicos de la legua, a quienes explotó de una manera miserable, y al año o cosa así de recibir la carta de la superiora, en un período de hambre horrorosa, se encontró en el fondo de una maleta la carta y determinó aprovecharse de ella. Como era hombre de decisiones rápidas, no vaciló, tomó el tren sin billete, y entre los fardos de los vagones de mercancías llegó a Burgos, se presentó en el convento y entró de novicio. Al poco tiempo pidió que le enviaran por los pueblos pidiendo limosna; al principio estuvo bien, hasta se distinguió por su celo; pero después empezó a hacer barbaridades, escandalizó a las personas piadosas de las aldeas, y cuando el prior, a quien había llegado la noticia de sus fechorías, le mandó llamar y volver al convento, Calatrava, sin hacer caso, anduvo explotando los hábitos, y cuando ya iban a pescarle volvió a Madrid. A los tres o cuatro meses de estar aquí agotó todo su dinero y su crédito, y tomó la determinación de sentar plaza en Sanidad militar y marcharse a Filipinas.

Un médico de regimiento, viendo a Marcos tan servicial y tan listo, trató de ayudarle a terminar la carrera, y le colocó de interno en el Hospital militar de Manila.

Inmediatamente, Calatrava empezó a robar de la botica del Hospital medicamentos, vendajes, [254] aparatos, todo lo que podía, para venderlo; le despacharon de allá; pidió la absoluta y se dedicó a cobrar el barato en los chabisques de Manila. Como era tan quisquilloso, pronto allí se le hizo la vida imposible, y entonces recurrió a un Círculo de militares y consiguió que se hiciera una colecta para él, y con el dinero vino a España.

En Madrid volvió a encontrarse apurado, y como no era de los que se ahogan en poca agua, se alistó en el batallón de Voluntarios que iba a Cuba. Marcos se distinguió por su valor en muchas acciones, ascendió pronto a sargento, cuando una bala le atravesó la pierna y tuvieron que cortársela en el Hospital de la Habana; y el hombre volvió a España, ya sin porvenir y con un retiro ridículo.

Aquí anduvo fingiéndose agente de la policía secreta, rodando por las calles, hasta que encontró un socio y se dedicó con él al timo del entierro, que, a pesar de lo divulgado que está, suele dar resultados entre los estafadores. Formó en una época una sociedad de espadistas y criadas de servir para desvalijar las casas; falsificó billetes; luego no hubo engaño ni timo que no intentase; y como tenía una inteligencia clara y despierta, estudió metódicamente todos los procedimientos conocidos de estafa; calculó el pro y el contra de cada uno de ellos, y encontró que todos tenían grandes quiebras.

Al último—concluyó diciendo el Garro—, se encontró con el Maestro, que se ha retirado, y yo no sé de dónde han cogido dinero para estos garitos; el caso es que lo tienen.

[255] —¿Hay más de un Círculo de éstos?—preguntó Manuel.

—Abierto al público no hay más que éste; pero tienen la casa de la Coronela, en donde se juega mucho más. Allá está todas las noches el Maestro. ¿No ha ido usted a aquella, casa?

—No.

—Ya le llevarán. Si tiene usted dinero que perder, entre Vidal y el Cojo ya le llevarán. Luego la Coronela, como mete a la hija a bailarina, va a abrir un salón.

—Esa Coronela, ¿es cubana?—preguntó Manuel.

—Sí.

—La conozco, y conozco también a un amigo suyo que se llama Mingote.

El policía miró con cierta reserva a Manuel.

—Puede usted decir—le dijo—que conoce usted lo peorcito de Madrid. Mingote está ahora con Joaquina la Verdeseca. Tienen una casa de citas elegante. Van señoras y dejan su retrato. Este Mingote fué el que organizó aquel baile célebre. Se pagaba un duro la entrada, y al final se rifaba una señorita. La hija de la querida de Mingote.

Unos días después de esta conversación, Manuel, al salir del Círculo y encontrarse con Vidal, sintió la necesidad de hablarle del malestar que experimentaba con aquella vida. Vidal estaba también aquella noche de humor triste, e hizo lamentables confidencias a Manuel.

Fueron a un teatro, pero no había gente; entraron en un café, y después de pasear con una noche horrible de frío, Vidal propuso que entra[256]ran a tomar algo en casa de la Concha, en la calle de Arlabán.

Manuel no quería, porque no tenía ganas de comer ni de nada; pero a remolque entró en la taberna. Hacía dentro mucho calor, y esto les reanimó a los dos; se sentaron y Vidal pidió unas copas y luego unas chuletas.

—Hay que olvidar—dijo después de dar estas disposiciones.

Manuel hizo un gesto de desaliento y vació un vaso de vino que llenó Vidal.

Después contó lo que le había dicho el Garro. Su primo le escuchaba atentamente.

—No sabía la historia de Calatrava—dijo al concluir Vidal.

—Pues historia por historia—repuso Manuel—. Dime tú: ¿Quién es ese Maestro?

—El Maestro... es un coloso. ¿Tú has leído Rocambole?

—No.

Vidal quedó un poco parado; la figura de Rocambole, sin duda, le parecía la más a propósito para comparar al Maestro.

—Bueno; pues figúrate tú un hombre como el Cojo, ¿sabes?, pero muchísimo más listo que él; un hombre que imita todas las letras, que sabe cuatro o cinco idiomas, que tiene una serenidad como nadie, que viste la blusa lo mismo que la levita, que habla con una señora y parece un caballero, y habla con una golfa y parece un chulo; y une a esto que es una especie de payaso, que toca el acordeón, imita el tren, gesticula, se ríe de todo el mundo. Y luego, ¡chiquillo!, le ves medio llorando porque ha visto un viejo medio [257] desnudo por la calle o le ha pedido limosna una golfilla.

—¿Y cómo se llama?

—¡Qué sé yo! Cualquiera lo sabe. Algunos dicen que han conocido a su padre y a su madre, pero no es verdad. Yo he pensado si será hijo natural de algún personaje, pero no lo creo del todo, porque si hubiera sido así, sería chocante que le prendieran, como le prendieron, cuando tenía diez y siete años.

—Pronto empezó.

—Sí; le prendieron sin culpa. El era empleado de uno que había hecho una estafa, y lo metieron en el Saladero con su principal. Esto lo cuenta él mismo. Un día parece que fué el juez a tomar declaración a un preso, y estando el escribiente copiando la declaración, le dió un mal y tuvieron que llevarle a casa. El juez preguntó al alcaide si no tenía algún preso que supiera escribir al dictado, y el alcaide llamó al Maestro. Este se sentó en la silla, miró los papeles y se puso a escribir. El juez, al terminar la declaración, echa una mirada a los autos y queda asombrado. No se conocía dónde había empezado a escribir el Maestro y dónde había acabado el escribiente; la letra de uno y otro eran iguales.

—¡Qué tío!

—Cuando contaba el Maestro esto, decía que si aquel juez no hubiera sido un estúpido, él no hubiera terminado mal; pero al juez lo único que se le ocurrió fué decir que aquel chico era peligroso y que había que tener con él mucho ojo. El Maestro, que vió que extremaban la vigilancia con él por el motivo de haber hecho un favor, [258] claro, se indignó. Luego, en el Saladero, conoció a un falsificador célebre, y entre los dos, desde la misma cárcel, le sacaron a un francés cuarenta mil duros por el registro del entierro.

—¡Qué bárbaros!

—Dieron cinco o seis golpes por el estilo. Al fin cayeron en que eran ellos dos y se les formó causa de nuevo. Le preguntaban a uno:—¿Quién ha sido el que ha escrito esto?—Yo, contestaba; le preguntaban al otro:—¿Quién ha sido el que ha escrito esto?—Yo, contestaba también. No podían saber cuál de los dos era. Entonces al juez se le ocurrió meterles a cada uno de ellos en un cuarto y hacerles escribir la carta por la que habían venido a saber que estaban preparando un entierro; y, ¡chico!, los dos escribieron igual, con la misma letra y con los mismos borrones. Figúrate tú qué maña tendrá este hombre, que algunas veces, cuando ha habido bailes y banquetes en el Palacio Real, ha falsificado la invitación, se ha puesto un frac y allá se ha marchado, alternando con duques y marqueses.

—¡Rediez!—dijo Manuel admirado—. ¿Y el compañero del Saladero vive?

—No; creo que murió en América.

—¿Ha estado allá también el Maestro?

—En todas partes; ha recorrido medio mundo, y en cada sitio ha dejado diez o doce falsificaciones.

—¿Será rico?

—Sí, seguramente.

—¿Y qué hace con el dinero?

—Chico, yo no lo sé. No le gustan las juer[259]gas, no tiene queridas. El Cojo me dijo una vez que el Maestro tenía una hija educándose en Francia y que le dejaría una fortuna.

—¿Y dónde vive ese hombre?

—Vive hacia Chamberí; allí creo que se pasa los días leyendo y tocando la guitarra y besando el retrato de su hija.

—Sería curioso saber lo que hace.

—No lo hagas; a mí me entró la misma curiosidad. Un día le ví salir de un juego de bolos de los Cuatro Caminos. «Vamos a ver lo que hace este punto», me dije; fuí al otro día y lo encontré. Estaba muy alegre, jugando, hablando, accionando; parecía que no me había conocido. Al día siguiente el Cojo me dijo:

—No vuelvas donde estuviste ayer, si no quieres reñir conmigo para siempre. Comprendí la advertencia y no he vuelto.

Era curiosa la vida, pura y sencilla, de aquel hombre, metido en combinaciones de estafas y de engaños. Manuel escuchaba a su primo como quien oye un cuento.

—¿Y la Coronela?—le preguntó.

—Nada... una pendona. Fué la querida de un relojero, que se hartó de ella porque es una tía ordinaria, y luego se lió con ese militar. Es una tía sucia y mala.

—Es mala, sí. Desde el primer día que la ví me lo pareció.

—¿Mala? Es una loba y tiene furor... ¿sabes? Hace ignominias. Antes, cuando algún señorito seguía a alguna de sus hijas, le hacía subir a su casa, y allá le decía que con sus hijas nada, pero con ella sí. Ahora va a los cuarteles. Es una tía [260] de lo más indecente... Pero lo que está haciendo con el hijo es todavía peor.

—¿Pues qué hace?

—Nada. Que por entretenerse, le visten de chica y le pintan, y ya no le llaman Luis, como se llama él, sino Luisita la Ricopelo.

—¡Cristo!—murmuró Manuel dando un puñetazo en la mesa—. Eso es demasiado. Hay que denunciar eso.

—Calla, que viene gente—advirtió Vidal.

Tres hombres y una muchacha se sentaron en la mesa de al lado de la taberna.

Uno de ellos era un viejo teñido, con la cara llena de arrugas blandas y el aire de un cinismo repugnante; el otro tenía el tipo de un peluquero, patillas de hacha muy repeinadas y el pelo rizado; el tercero, calvo, con la nariz roja y las barbas deshilachadas y amarillas presentaba el aspecto del joven decrépito.

La muchacha era muy bonita; tenía la nariz afilada, los labios finos, el pelo negro, separado en dos bandas; llevaba una capa de color perla con cuello de plumas, la mantilla prendida en el moño, que encuadraba su rostro y caía sobre el pecho.

En su cara latía una continua nerviosidad y una expresión sarcástica; no paraba un momento de moverse, y cuando escuchaba, accionaba y movía nerviosamente los labios.

Tenían todos las mejillas rojas y los ojos brillantes. El hombre de las barbas hacía preguntas y más preguntas a la muchacha, y ésta contestaba con gran descoco.

Manuel y Vidal se pusieron a escuchar.

[261] —¿De veras eres partidaria del amor libre?—decía el de las barbas.

—Sí

—¿No quisieras casarte?

—Yo, no.

—Es una mujer indiferente—interrumpió el de las patillas—; no comprende esas cosas de cariño.

—Bah, no lo creo.

—Lo que tiene la pobre es que es muy... bruta—murmuró el viejo con voz aguardentosa.

—¿Y tu mujer?—preguntó ella agitándose en la silla y mirando al viejo con los ojos fríos y burlones. La muchacha aquella daba la impresión de una avispa o de un bicho con aguijón. Se agitaba en el asiento cuando iba a decir algo, pinchaba, y quedaba ya tranquila y satisfecha por un momento.

El viejo masculló una serie de blasfemias. El de las barbas rojas siguió preguntando a la muchacha:

—¿Pero tú no has querido a nadie?

—Yo no; ¿para qué?

—Si te digo que es fría como el mármol—murmuró el de la facha de peluquero.

—Cuando le conocí a éste—añadió ella riéndose y señalando al de las patillas—tenía un hombre que me había puesto un cuarto, y la patrona de la casa pasaba por mi madre. Además, tenía otros amigos; pues ya ves, ninguno notó nada.

—Es terrible—exclamó el de las barbas llenando un vaso de vino y vaciándolo—; no nos quieren, y nosotros suponiendo siempre que tie[262]nen corazón. Pero de veras, dime de veras: ¿no has querido nunca a nadie?

—A nadie, a nadie.

—¡Si te digo que es fría como el mármol!—repitió el hombre con facha de peluquero—. ¡Si supieras las majaderías que hice yo por ella! Preguntaba tímidamente en la portería; pasé un mes sin atreverme a hablarla; y luego, al conseguirla, supe que era una mujer a quien se dice: «¿Mañana estás libre a tal hora?» «Sí.» «Pues mañana nos veremos.»

—Como quien avisa o un afinador de pianos—repuso el de la barba, encontrando no se sabe qué relación entre los hombres y los pianos—. Es terrible—añadió; y después, con un arrebato de ira, golpeó la mesa con el puño e hizo tambalearse los vasos.

—¿Qué te pasa?—preguntó el viejo.

—Nada. Había que destruir esta cochina humanidad. Me siento anarquista.

—Bah, yo creo que te sientes borracho—interrumpió el de las patillas.

—¡San Dios! Porque tú seas un indecente burgués dedicado a los negocios...

—Si tú eres más burgués que yo.

El hombre de la nariz roja y de la barba amarilla se calló indignado; luego, dirigiéndose a la muchacha, con voz iracunda, la dijo:

—Dile a este imbécil que cuando habla un hombre de talento él debe callar. La culpa la tenemos nosotros, que le otorgamos la beligerancia.

—¡Pobre hombre!

—¡Idiota!

[263] —Si eres más pesado que un artículo tuyo—gritó el de las patillas—; y todavía, si esa soberbia de que haces gala la sintieras, estaría bien; pero si no la sientes; si eres un pobre desgraciado que te reconoces a ti mismo imbécil; si te pasas la vida aburriéndonos, recitándonos artículos que ya has publicado y que ni siquiera son tuyos, porque los coges de cualquier parte...

La palidez del de las barbas hizo callar a su contrincante, y siguieron los tres hablando en tono tranquilo.

De pronto el viejo se puso a chillar.

—Pues no será una persona decente—decía.

—¿Por qué no?—replicaba la mujer.

—Porque no. Será carpintero, basurero, o ladrón, o hijo de mala madre, porque una persona decente no sé a qué se va a levantar por la mañana.

Cenaron Manuel y Vidal. Poco después se levantaron la muchacha y sus tres acompañantes.

—Ahora va uno a casa—murmuró el de las barbas rojas en tono lúgubre—, arregla la cama, se mete uno dentro, se enciende un pitillo, bebe un vaso de agua, orina y se duerme uno. La vida es repugnante.

Al salir los cuatro a la calle Vidal fué detrás de ellos.

—Voy a enterarme quién es ella—le dijo a Manuel—. Hasta mañana.

—Adiós.

CAPÍTULO III

La Flora y la Aragonesa.—La Justa.—La inauguración del Salón París.

Al día siguiente, Vidal dijo a su primo que se había enterado quién era la muchacha. Se llamaba Flora, vivía en la calle del Pez y solía acudir a una tienda de modas de la calle del Barquillo, casa de trato disimulada. Vidal esperaba hacer la conquista de la Flora.

Ya iba adelantando en su intento, cuando Calatrava, que estaba satisfecho de Manuel y de Vidal, les invitó a los dos un domingo por la tarde a ir a una casa de la calle del Barquillo, en donde encontrarían mozas guapas e irían con ellas a los Viveros. Aquella tarde fué terrible de emociones para Manuel. Fueron Calatrava, Vidal y Manuel en coche a la tienda de modas, y les hicieron subir a un saloncillo regularmente amueblado. Al poco rato llegó Flora, acompañada de una mujer alta, de ojos negros y cara cetrina, verdaderamente hermosa, la cual produjo un gran entusiasmo en Calatrava.

[266] —Esperemos que venga otra—dijo Vidal.

Esperaron charlando. Se oyó ruido de pasos en el corredor, se levantó una cortina y apareció una mujer. Era la Justa, más pálida, con los ojos más negros y la boca roja. Manuel la miró sobrecogido; ella volvió la espalda, y trató de salir.

—¿Por qué quieres marcharte?—preguntó Vidal.

La muchacha nada replicó.

—Bueno, vamos—dijo Calatrava.

Salieron del salón y bajaron las escaleras; en el coche que estaba esperando montaron Vidal con la Flora y Manuel con la Justa, y en otro coche Calatrava y la mujer alta de ojos negros; se dirigieron hacia la Puerta del Sol, y después, por la plaza de Oriente, a la Bombilla.

En el coche, Vidal y Flora hablaron por los codos; la Justa y Manuel estuvieron callados.

La merienda fué para los dos triste; al terminarla, Vidal y Calatrava desaparecieron; la Justa y Manuel quedaron en la mesa sin saber qué decirse. Manuel sentía una tristeza dolorosa, el aniquilamiento completo de la vida.

Al anochecer, las tres parejas volvieron a Madrid y cenaron en un cuarto del café Habanero.

Hubo confidencias entre todos ellos; cada uno contó su vida y milagros, menos la Justa, que calló.

Calatrava y Vidal querían saber cómo sus amadas habían entrado en la vida irregular que llevaban.

—Yo entré en la vida—dijo la Flora—porque no veía otra cosa en mi casa. No he conocido [267] padre ni madre; viví hasta los quince años con mis tías, que eran golfas como yo. Sólo que eran más alegres que yo. La mayor tenía un chico, y lo dejaba en el cajón de la cómoda, que había convertido en cama. No tenían trajes, y para salir era necesario que una se quedara en casa, y las botas y las enaguas de una servían para la otra. Cuando se encontraban sin dinero, escribían a una señora que tenía casa de compromiso, acudían a la cita, y volvían con el dinero tan contentas. A mí me querían meter en un taller, y dije yo: «No; para trabajar, prefiero ser golfa»; y me lancé a la vida.

La otra mujer, alta y hermosa, habló con cierta amargura. La llamaban Petra la Aragonesa.

—Yo—dijo con voz grave—fuí deshonrada por un señorito; vivía en Zaragoza, y entré en la vida. Como mi padre vive allí, y es carpintero, y también mis hermanos, para no darles esta vergüenza pensé venir a Madrid, y nos arreglamos una compañera y yo para hacer el viaje juntas. Teníamos cada una más de diez duros cuando llegamos a Madrid. En la estación tomamos un coche, paramos en un café, comimos y nos echamos a andar por las calles. En una rinconada, creo que estaba por la plaza de los Mostenses, en una callejuela que no sabría decir adónde cae ni qué nombre tiene, vimos una casa con las ventanas iluminadas y oímos el sonido de un organillo. Entramos; dos chulos se pusieron a bailar con nosotras, y nos llevaron a una casa de la calle de San Marcos.

Al día siguiente, cuando me levanté, aquel hombre me dijo: «Anda, trae el dinero que llevas [268] y vamos a comer aquí mismo.» Yo dije que nones. Después salió un señor y nos enseñó la casa, que estaba muy bien puesta, con divanes y espejos, y nos ofreció unas copas y pasteles y nos invitó a quedarnos allá. Yo no quise tomar nada, y me fuí. La otra le dió todo el dinero que tenía al chulo, y se quedó. Luego, el hombre aquel la sacaba el dinero y la pegaba.

—¿Y vive todavía en la casa tu compañera?—preguntó Vidal.

—No; la traspasaron a una casa de Lisboa por cuarenta y cinco duros.

—¿Para qué fué?

La Aragonesa se encogió de hombros.

—Es que las mujeres de la vida son muy bestias—dijo Vidal—; no tienen entendimiento, ni conocen sus derechos, ni nada.

—¿Y tú?—preguntó Calatrava a la Justa.

La muchacha se encogió de hombros y no desplegó sus labios.

—Esta será alguna princesa rusa—dijo con sorna la Flora.

—No—replicó la Justa secamente—; soy lo que eres tú, una tía.

Concluyeron de cenar y cada pareja se fué por su lado. Manuel acompañó a la Justa hasta la calle de Jacometrezo, en donde vivía.

Al llegar al portal, Manuel iba a despedirse, esquivando su mirada; pero ella le dijo: «Espera.» Les abrió el sereno, le dió ella diez céntimos, el vigilante le entregó una cerilla larga después de encenderla en su linterna, y comenzaron a subir la escalera. A la luz de la cerilla, la sombra de los dos se alargaba y se achicaba con alternati[269]vas al reflejarse en las paredes. En el tercer piso abrió la Justa una puerta con un llavín y pasaron los dos adentro, a un cuarto estrecho con una alcoba. La Justa encendió un quinqué de petróleo y se sentó; Manuel hizo lo mismo.

Nunca Manuel se había sentido tan miserable como aquella noche. No comprendía para qué la Justa le había hecho subir a su casa; se encontraba cohibido ante ella, y no se atrevía a preguntarle nada.

Después de algunas palabras indiferentes que cambiaron, Manuel la dijo:

—¿Y tu padre?

—Bueno.

De pronto la Justa, con una brusca transición, empezó a llorar. Debía de sentir un gran deseo de contar a Manuel su vida, y lo hizo sollozando, con palabra entrecortada.

El hijo del carnicero, después de sacarla del taller, la había deshonrado y la había contagiado una enfermedad horrorosa; después la abandonó y se fué de Madrid. Entonces ella no tuvo más remedio que marcharse al hospital. Cuando fué su padre a San Juan de Dios y la vió boca arriba con unos tubos de goma en las inglés abiertas, creyó que la iba a matar, y con voz rabiosa le dijo que para él su hija había muerto. Ella se echó a llorar desconsolada; una vecina que estaba en una cama de al lado, le dijo: «¿Por qué no te echas a la vida?» Pero ella no hacía más que llorar. Cuando la dieron el alta fué a ver a la maestra del taller y no la quiso recibir. Entonces, ya a la noche, salió dispuesta a todo. Estaba en la calle Mayor, cuando se le acercó un hombre [270] que llevaba un bastón en la mano, y le dijo: «Anda para adelante.» Fueron calle abajo, y aquel hombre la hizo entrar en el Gobierno civil, subieron hasta el último piso y pasaron por un corredor obscuro a un cuarto con luz eléctrica, lleno de mujeres, que hablaban y reían con los empleados. Al cabo de algún tiempo, un señor empezó a leer una lista y se fueron marchando las mujeres. No quedaron más que veinte o treinta de las más zarrapastrosas y sucias. A todas las hicieron bajar unas escaleras y las encerraron en una cueva.

—Allí pasé una noche desesperada—concluyó diciendo la Justa—; al día siguiente me llevaron a reconocimiento y me dieron cartilla.

Manuel no supo encontrar ni una frase de consuelo, y al ver su frialdad la Justa se repuso de su emoción. Siguieron hablando. Después Manuel contó su vida tranquilamente: los recuerdos se engarzaron unos con otros, y hablaron y hablaron sin cansarse; de pronto la llama del quinqué vaciló un momento, y con un suave estallido se apagó.

—También es casualidad—dijo la Justa.

—No; que no tendría petróleo—repuso Manuel—. Bueno, yo me voy.

Se registró los bolsillos; no tenía fósforos.

—¿No tienes cerillas?—preguntó ella.

—No.

Manuel se levantó y fué tanteando; tropezó con la mesa; luego con una silla y se detuvo.

La Justa abrió el balcón que daba a la calle y Manuel pudo ver algo y dirigirse hacia la puerta.

—¿Tienes la llave de la casa?—dijo.

[271] —No.

—Y entonces, ¿cómo voy a salir?

—Tendremos que llamar al sereno.

Salieron los dos al balcón; la noche estaba fría, muy estrellada. Esperaron a que se viera el farolillo del sereno.

La Justa se acercó mucho a Manuel; éste le pasó el brazo por el talle. Luego no hablaron más; cerraron el balcón y huyeron en la obscuridad hacia la alcoba.

Había que aceptar las cosas tal como venían, Manuel prometió a la Justa que si encontraba algún medio de ganar honradamente unos cuartos, la sacaría al momento de aquella vida, y la Justa lloró emocionada sobre el hombro de Manuel. A pesar de los hermosos planes de regeneración que idearon aquella noche, Manuel no intentó nada; lo único que hizo fué ir a vivir con la Justa. A veces los dos sentían una repugnancia grande por la vida que llevaban, y reñían y se insultaban por cualquier motivo, pero en seguida hacían las paces.

Todas las noches, mientras Manuel dormía en aquel cuchitril, de vuelta de la casa de juego, llegaba la Justa cansada de rodar por cafés, colmados y casas de citas. A la luz lívida del amanecer, sus mejillas tenían un color sucio y su sonrisa era muy triste.

Algunas veces iba tambaleándose, completamente borracha, y al entrar en la casa y al subir las escaleras sola, sentía un miedo y un remordimiento grandes. El amanecer le producía como un despertar de la conciencia.

Al llegar al cuarto, abría la puerta con el lla[272]vín, entraba y se acostaba junto a él, sin despertarle, temblando de frío.

Manuel se iba acostumbrando a aquella vida y a sus nuevas amistades; no se atrevía a intentar un cambio de postura por pereza y por miedo. Algunos domingos por la tarde, la Justa y él marchaban de paseo a los Cuatro Caminos y a la Puerta de Hierro, y cuando no reñían hablaban de sus ilusiones, de un cambio de vida que vendría para ellos sin esfuerzo, como una cosa providencial.


Durante este invierno los dueños del Círculo instalaron en la planta baja en donde antes estaba el café, el Salón París, y en la lista de las bellezas sensacionales que habían de exhibirse aparecieron las bailarinas y cupletistas de más nombre: las Dalias, Gardenias, Magnolias, etc. Además, como gran atracción, se anunció el debut de Chuchita, la hija de la Coronela. Esta trataba explotar a su niña como empresaria y como madre. El día de la presentación la madre hizo que la clac ocupara todas las localidades. Vidal, el Cojo y Manuel se acomodaron en las primeras filas de sillas en calidad de alabarderos.

—Aplaudirán ustedes, ¿eh?—preguntó la Coronela.

—Descuide usted—dijo Calatrava—; y al que no le guste, mire usted qué argumento le traigo—y mostró su garrote.

Después de un magnetizador salió Chuchita en medio de una salva de aplausos. Bailó sin gracia ninguna, y al terminar su canción y de bailar un tango sacaron al escenario una gran [273] cantidad de guirnaldas de flores y de otros regalos. Cuando concluyó la sección en que trabajaba la Chuchita, se reunieron Manuel y Vidal con unos periodistas, entre los cuales había dos amigos de Alex el escultor, y fueron juntos a dar la enhorabuena al padre de la Chuchita.

Llamaron al sereno y entraron en la casa. La criada les hizo pasar al cuarto del Coronel. Este, metido en la cama, fumaba tranquilamente. Entraron todos en la alcoba.

—Que sea enhorabuena, mi Coronel.

El hombre del pundonor militar recibía los plácemes sin notar la sorna que aquello significaba.

—¿Y cómo ha estado? ¿Cómo ha estado?—preguntaba el padre desde su cama.

—Muy bien; al principio un poco tímida, luego se soltó.

—Si las bailarinas son como los militares: en cuanto llegan al terreno se crecen.

Celebraron todos, periodistas y demás golfería, la frase, con risas burlonas, se despidieron del Coronel y volvieron de nuevo al Salón París.

La Coronela, Chuchita y la hermana de ésta, la rubia, acompañadas las tres de un señor senador, de un periodista y de un torero de fama, se preparaban para cenar en un gabinete del Círculo.

Según se decía, Chuchita manifestaba una inclinación decidida por el torero, y la Coronela, no sólo no la disuadía, sino que había llamado al torero para que el debut de la Chuchita fuera para ella del todo agradable...

La apertura del Salón París dió ocasiones a Manuel y a Vidal de nuevos conocimientos.

[274] Este se había hecho amigo del hermano de la Chuchita, que alcahueteaba por el teatro, y el chiquillo llevó a Vidal y a Manuel a los cuartos de las bailarinas.

Cuando la Justa se enteró de las amistades de Manuel le armó un escándalo tremendo. La Justa se había propuesto hacer la vida de Manuel insoportable, y tan pronto le insultaba y le decía que era un chulo que vivía a sus expensas, como se manifestaba celosa. Cuando armaba un escándalo de estos, Manuel, resignado, se encogía de hombros, y la Justa, sumida momentáneamente en la mayor desesperación, se tiraba larga en el suelo y quedaba inmóvil, como muerta. Luego se le pasaba el arrechucho, y tan tranquila.

CAPÍTULO IV

Un fusilamiento.—En el puente del Sotillo. El Destino.

Una noche de Agosto salían del teatro Eldorado Manuel, Vidal, la Flora y la Justa, cuando dijo Vidal:

—Hoy fusilan a un soldado. ¿Queréis que vayamos a ver?

—Sí, vamos—contestaron la Flora y la Justa.

Hacía una noche hermosa y templada.

Subieron la calle Alcalá y entraron en Fornos. A eso de las tres salieron del café y en una manuela se dirigieron al lugar de la ejecución.

Dejaron el coche frente a la Cárcel Modelo.

Era demasiado temprano. Aún no había amanecido.

Dieron vuelta a la cárcel metiéndose por una callejuela como una zanja abierta en la arena, basta salir a los desmontes próximos a la calle de Rosales. Tenía el edificio de la Cárcel Modelo, visto desde aquellos campos desolados, un [276] aspecto imponente; parecía una fortaleza envuelta en la luz azul y espectral de los arcos voltaicos. Los centinelas daban de vez en cuando un alerta largo, que producía una terrible impresión de angustia.

—¡Qué triste es esta casa!—murmuró Vidal. ¡Y cuánta gente habrá ahí encerrada!

—Pse... que los maten—replicó la Justa con indiferencia.

Pero Vidal no sentía este desdén, y se indignó con la frase de la Justa.

—¿Pa qué roban?—replicó ésta.

—Y tú, ¿por qué...

—Yo para comer.

—Pues ellos también para comer.

La Flora recordó que de chica había visto la ejecución de la Higinia. Había ido con la hija de la portera de su casa.

—Allí estaba el patíbulo—y señaló el centro de una tapia frente a la capilla—. En los desmontes hormigueaba el gentío. Vino la Higinia vestida de negro, apoyada en los Hermanos de la Paz y Caridad; debía de estar ya muerta de espanto; la sentaron en el banquillo, y un cura con una cruz alzada se puso delante de la Higinia, la ató el verdugo con unas cuerdas por los pies, sujetándola las faldas; luego le tapó la cara con un pañuelo negro, y poniéndose detrás de ella dió de prisa dos vueltas a la rueda, en seguida le quitó el pañuelo de la cara y quedó la mujer tan raída sobre el palo.

—Después—terminó diciendo la Flora—la otra chica y ella tuvieron que echar a correr, porque los guardias civiles dieron una carga.

[277] Vidal, al oir tan minuciosas descripciones, palideció.

—Estas cosas me matan—dijo poniéndose una mano sobre el corazón.

—¿Para qué has querido venir?—le preguntó Manuel—. ¿Quieres que volvamos?

—No, no.

Salieron a la plaza de la Moncloa. En una esquina de la cárcel había un grupo grande de gente. Estaba amaneciendo. Una franja de oro se formaba en el horizonte. Por la calle de la Princesa subía un escuadrón de artillería; presentaba un aspecto extraño a la luz vaga del amanecer. Se detuvo el escuadrón frente a la cárcel.

—A ver si nos dan la entretenida y lo fusilan en otra parte—decía un vejete, a quien la idea de madrugar y no presenciar la ejecución debía parecer en extremo desagradable.

—Hacia San Bernardino es donde lo fusilan—anunció un golfo.

Todos echaron a correr. Efectivamente, debajo de unos desmontes próximos al paseo de Areneros formaban los soldados el cuadro. Había un público de cómicos, trasnochadores, coristas, prostitutas, subidos en coches simones, y una turbamulta de golfos y de mendigos. El espacio despejado era extensísimo. Vino un furgón gris y entró en medio del cuadro a la carrera; bajaron tres figuras que parecían muñecos; los de a los lados del reo llevaban sombrero de copa. No se veía bien al soldado.

—¡Bajad las cabezas—decían los del público, los que estaban atrás—, que veamos todos!

[278] Se destacaron ocho soldados de caballería con fusiles cortos y se pusieron delante del reo; se conoce que no quedaron bien de frente, porque, moviéndose de lado, como un animal de muchas patas, anduvieron algunos metros. El sol brillaba en la arena amarilla del desmonte, en los cascos y correajes de los soldados. No se oyó voz de mando; los fusiles apuntaron.

—¡Bajad las cabezas!—gritaron otra vez con acento irritado los que se hallaban colocados en tercera y cuarta fila.

Sonó una detonación sin fuerza; poco después se oyó otra.

—Es el golpe de gracia—murmuró Vidal.

Todo el público echó a andar hacia Madrid; se oyó estrépito de tambores y cornetas. El sol brillaba en los cristales de las casas. Iban Manuel, Vidal y las dos mujeres por el paseo de Areneros, cuando oyeron otra detonación.

—Se conoce que no había muerto—añadió Vidal más pálido.

Estaban los cuatro preocupados.

—¿Sabes?—dijo Vidal—. Se me ha ocurrido una cosa para quitar la mala impresión de esto: ir a merendar esta tarde.

—¿Adónde?—preguntó Manuel.

—Hacia el río. Recordaremos nuestros buenos tiempos. ¿Eh? ¿Qué te parece?

—Muy bien.

—¿La Justa no tendrá nada que hacer?

—No.

—Bueno. Pues, entonces, al medio día estamos todos en el merendero de la señora Benita, que está cerca del Embarcadero y del puente del Sotillo.

[279] —Convenido.

—Ahora vamos a dormir un rato.

Lo hicieron así. A las doce salieron Manuel y la Justa, y fueron al merendero; todavía no había llegado nadie.

Se sentaron los dos en un banco; la Justa estaba malhumorada. Compró diez céntimos de cacahuets y se puso a comerlos.

—¿Quieres?—le dijo a Manuel.

—No; se me meten en las muelas.

—Pues yo tampoco—, y los tiró al suelo.

—¿A qué los compras para tirarlos?

—Me da la gana.

—Bueno, haz lo que quieras.

Pasaron los dos bastante tiempo esperando, sin hablarse; la Justa, impacientada, se levantó.

—Me voy a casa—dijo.

—Yo voy a esperar—replicó Manuel.

—Anda y que te zurzan con hilo negro, ladrón.

Manuel se encogió de hombros.

—Y que te den morcilla.

—Gracias.

La Justa, que iba a marcharse se detuvo al ver que llegaban Calatrava con la Aragonesa y Vidal al lado de la Hora. Calatrava traía una guitarra.

Pasó un organillo por delante del merendero. El Cojo lo hizo parar y bailaron Vidal y la Flora, la Justa y Manuel.

Llegaron nuevas parejas, entre ellas una mujer gorda y chata vestida de un modo ridículo, que iba acompañada de un hombre de patillas de hacha y aspecto agitanado. La Justa, que se sentía insolente y provocativa, comenzó a reírse [280] de la mujer gorda; la otra contestó con despreciativo retintín y recalcando la palabra:

—Estos pericos...

—¡La tía gamberra!—murmuró la Justa, y cantó a media voz, dirigiéndoselo a la chata, este tango.

«Eres más fea que un perro de presa,
y a presumida no hay quien te gane.»

—¡Indecente!—gruñó la gorda.

El hombre con facha de gitano se acercó a Manuel para decirle que aquella señora (la Justa) estaba faltando a la suya y que él no podía permitir esto. Manuel comprendía que tenía razón; pero, a pesar de esto, contestó insolentemente al hombre. Vidal se interpuso, y después de muchas explicaciones por una y otra parte, se decidió que allí no se había faltado a nadie y se arregló la cuestión. Pero la Justa estaba con humor de pelea y se trabó de palabras con uno de los organilleros, desvergonzado por razón de oficio.

—Calla, ¡leñe!—gritó Calatrava, dirigiéndose a la Justa—, y tú calla también—dijo al organillero—, porque si no te voy arrimar un estacazo.

—Vamos nosotros adentro—indicó Vidal.

Pasaron las tres parejas a un cobertizo con mesas y bancos rústicos y un barandado de palitroques que daba al Manzanares.

En medio del río había dos islas cubiertas de un verdín brillante, y entre éstas unas cuantas tablas que servían de paso desde una orilla a otra.

Trajeron la comida, pero la Justa no quiso comer, y a las preguntas que le hicieron no contestó; [281] y luego, sin saber por qué, empezó a llorar amargamente entre las burlas de la Flora y de la Aragonesa. Luego se tranquilizó y quedó alegre y jovial.

Comieron allá opíparamente y salieron un momento a bailar a la carretera al son del organillo. Manuel creyó ver pasar varias veces al Bizco por delante del merendero.

—¿Será él? ¿Qué buscará por aquí?—se preguntó.

Al anochecer volvieron las tres parejas adentro, encendieron luz en un cuarto y mandaron traer aguardiente y café. Hablaron durante largo rato. Calatrava contó con verdadera delectación horrores de la guerra de Cuba. Había satisfecho allí sus instintos naturales de crueldad, macheteando negros, arrasando ingenios, destruyendo e incendiando todo lo que se le ponía por delante.

Las tres mujeres, sobre todo la Aragonesa, le escuchaban con entusiasmo. De pronto, Calatrava calló pensativo, como si algún recuerdo triste le embargara.

Vidal tomó la guitarra y cantó el tango del Espartero con un gran sentimiento; después tarareó el de La Tempranica con mucha gracia, cortando las frases para dar más intención y poniendo la mano en la boca de la guitarra, para detener a veces el sonido. La Flora marcó unas cuantas posturas jacarandosas, mientras Vidal, echándoselas de gitano, cantaba:

«¡Ze coman los mengues,
mardita la araña
que tié en la barriga
pintá una guitarra!
Bailando ze cura [282]
tan jondo doló...
¡Ay!, malhaya la araña
que a mí me picó.»

Luego fué Marcos Calatrava el que cogió la guitarra. No sabía puntear como Vidal, sino que rasgueaba suavemente, con monotonía. Marcos cantó una canción cubana, triste, lánguida, que daba la nostalgia de un país tropical. Era una larga narración que evocaba los danzones de los negros, las noches espléndidas del trópico, el sol, la patria, la sangre de los soldados muertos, la bandera, que hace saltar las lágrimas a los ojos, el recuerdo de la derrota... algo exótico y al mismo tiempo íntimo, algo muy doloroso, algo hermosamente plebeyo y triste.

Y Manuel sentía al oir aquellas canciones la idea grande, fiera y sanguinaria de la patria. Y se la representaba como una mujer soberbia, con los ojos brillantes y el gesto terrible, al lado de un león...

Después, Calatrava entonó, acompañándose del rasguear monótono de la guitarra, una canción de insurrectos muy lánguida y triste. Una de las coplas, que Calatrava cantaba en cubano, decía:

«Pinté a Matansa confusa,
la playa de Viyamá,
y no he podío píntá
el nido de la lechusa;
yo pinté po donde crusa
un beyo ferrocarrí,
un machete y un fusí
y una lancha cañonera,
y no pinté la bandera
por la que voy a morí.»

[283] No sabía Manuel por qué, pero aquella reunión de cosas incongruentes que se citaban en el canto le produjo una tristeza enorme...

Afuera anochecía. A lo lejos la tierra azafranada brillaba con las últimas palpitaciones del sol, oculto en nubes incendiadas como dragones de fuego; alguna torre, algún árbol, alguna casucha miserable rompía la línea del horizonte, recta y monótona; el cielo hacia Poniente se llenaba de llamas.

Luego obscureció; fué ennegreciéndose el campo, el sol se puso.

Por el puentecillo de tablas, tendido de una orilla a otra, pasaban mujeres negruzcas, con fardeles de ropa bajo el brazo.

Manuel experimentaba una gran angustia. A lo lejos, de algún merendero, llegaba el rasguear lejano de una guitarra.


Vidal salió del cobertizo.

—Ahora vengo—dijo.

Un momento... y se oyó un grito de desesperación. Todos se levantaron.

—¿Ha sido Vidal?—preguntó la Flora.

—No sé—dijo Calatrava dejando la guitarra sobre la mesa.

Rumor de voces resonó hacia el río. Se asomaron todos al balcón que daba al Manzanares. En una de la islillas verdes dos hombres luchaban a brazo partido. Uno de ellos era Vidal; se le conocía por el sombrero cordobés blanco. La Flora, al conocerlo, dió un grito de terror; poco después los dos nombres se separaron y Vidal cayó a tierra, de bruces, en silencio. El otro puso [284] una rodilla sobre la espalda del caído y debió asestarle diez o doce puñaladas. Luego se metió en el río, llegó a la otra orilla y desapareció.

Calatrava y Manuel se descolgaron por el barandado del cobertizo y se acercaron por el puente de tablas hacia el islote.

Vidal estaba tendido boca abajo y un charco de sangre había junto a él. Tenía clavada la navaja en el cuello, cerca de la nuca. Calatrava tiró del mango, pero el arma debía de estar incrustada en las vértebras. Después Marcos hizo dar al cuerpo media vuelta y le puso la mano en el pecho sobre el corazón.

—Está muerto—dijo tranquilamente.

Manuel miró al cadáver con horror; las últimas claridades de la tarde se reflejaban en sus ojos, muy abiertos. Calatrava puso al cadáver en la misma posición en que le había encontrado. Volvieron al merendero.

—¡Hala!, vamos—dijo Marcos.

—¿Y Vidal?—preguntó la Flora.

—Ha espichado.

La Flora comenzó a chillar; pero Calatrava la agarró violentamente del brazo y la hizo enmudecer.

—Vaya... ahuecando—dijo; y con gran serenidad pagó la cuenta, cogió la guitarra y salieron todos del merendero.

Había obscurecido; a lo lejos, Madrid, de un pálido color de cobre, se destacaba en el cielo azul, melancólico y dulce, surcado en el Poniente por grandes fajas moradas y verdosas: las estrellas comenzaban a lucir y a parpadear con languidez; el río brillaba con reflejo de plata.

[285] Pasaron silenciosos el puente de Toledo, cada uno entregado a sus pensamientos y a sus temores. A final del paseo de los Ocho Hilos encontraron dos coches; Calatrava con la Aragonesa y la Flora entraron en uno; la Justa, y Manuel en otro.

CAPÍTULO V

El calabozo del Juzgado de guardia.—Digresiones.—La declaración.

Al día siguiente de la muerte de su primo, Manuel compró con ansiedad los periódicos; contaban todos lo pasado en el merendero; las señas de cada uno de los comensales venían claras; se había identificado el cadáver de Vidal, y se sabía que el asesino era el Bizco, un pájaro de cuenta, procesado por dos robos, lesiones y presunto autor de una muerte cometida en el camino de Aravaca.

El pánico de la Justa y de Manuel fué grandísimo; temían que les considerasen complicados en el crimen, que les llamasen a declarar; no sabían qué hacer.

Después de pensar mucho, decidieron como lo más cuerdo mudarse de casa e ir por los alrededores. Anduvieron la Justa y Manuel buscando habitación, y la encontraron al fin en una casa de la calle de Galileo, próxima al Tercer Depósito, en Vallehermoso.

[288] La casa era barata, tres duros al mes; tenía dos balcones, que daban a un gran descampado o solar en donde tallaban los canteros grandes piedras. Este solar hallábase limitado por una cerca de pedruscos sueltos, residuos del corte de piedras, y en medio tenía una barraca en donde vivía el guarda con su familia.

Entraba en las habitaciones el sol desde que salía hasta que se ocultaba. Fuera por el terror producido por la muerte trágica de Vidal o por un impulso íntimo, Manuel sintió en su alma bríos para comenzar una vida nueva: buscó trabajo y lo encontró en una imprenta de Chamberí. Era muy violento para él estar encerrado todo el día en la imprenta; pero la misma violencia que tenía que hacer le animaba a perseverar. La Justa, en cambio, se aburría, se hallaba continuamente malhumorada y triste.

A la semana de esta vida ejemplar, un sábado, al volver a casa Manuel, se encontró con que no estaba la Justa. La esperó toda la noche, inquieto; no apareció.

Al día siguiente, cuando vió que no volvía, se echó a llorar. Comprendió que le abandonaba. Era el despertar de un sueño hermoso; había llegado a creer que al fin se emancipaban los dos de la miseria y de la deshonra.

Los días anteriores le había oído a la Justa quejarse de dolores de cabeza, de falta de apetito; pero no sospechaba aquella resolución, no creía que le iba a abandonar así, tan fríamente.

¡Y se sentía tan solo, tan miserable, tan cobarde otra vez! Aquel cuarto inundado de sol, que antes lo había encontrado alegre, ahora le [289] parecía triste y sombrío. Miró desde el balcón las casas lejanas, con sus tejados rojos. En lontananza se extendía Madrid, envuelto en el ambiente limpio y claro, bajo un sol de oro. Algunas nubes blancas pasaban lenta y majestuosamente, desplegando sus fantásticas formas.

Familias de artesanos endomingados pasaban en grupos; se oían vagamente notas alegres de los organillos.

Manuel se sentó en la cama pensativo. ¡Cuántos buenos proyectos, cuántos planes acariciados en la mente no habían fracasado en su alma! Estaba al principio de la vida y se sentía sin fuerzas ya para la lucha. Ni una esperanza, ni una ilusión le sonreía. El trabajo, ¿para qué? Componer y componer columnas de letras de molde, ir y venir a casa, comer, dormir, ¿para qué? No tenía un plan, una idea, una aspiración. Miraba la tarde del domingo alegre, inundada de sol, el cielo azul, las torrecillas lejanas...

Embebido en vagos pensamientos, no oyó Manuel que llamaban a la puerta, cada vez más fuerte.

—¿Será la Justa?—pensó.—No puede ser.

Abrió la puerta con la vaga esperanza de encontrarla. Delante de él se presentaron dos hombres.

—Manuel Alcázar—le dijo uno de ellos—, quedas detenido.

—¿Por qué?

—El juez te lo dirá; ponte las botas y anda para adelante.

—¿Me van a atar?—preguntó Manuel.

—Si no haces tonterías, no. ¡Hala!, vamos.

[290] Bajaron los tres a la calle y salieron al paseo de Areneros.

—Tomaremos el tranvía—dijo uno de los polizontes.

Entraron; venía atestado de gente y fueron los tres en la plataforma. Al llegar a la plaza de Santa Bárbara bajaron, y, cruzando dos o tres calles, aparecieron frente a las Salesas; de aquí torcieron una esquina, se metieron en un portal, atravesaron un pasillo largo, y al final de éste hicieron entrar a Manuel en un calabozo y cerraron por fuera.


Dicen que la soledad y el silencio son como el padre y la madre de los pensamientos profundos. Manuel, en medio de la soledad y el silencio, no encontró ni la idea más insignificante en su caletre. Por no encontrar, no encontró ni siquiera en el mundo de los fenómenos un sitio donde sentarse, lo cual no tenía nada de extraño, porque no había ni una mala silla ni una mala banqueta en el calabozo. Se sentía abatido y cansado, y se dejó caer en el suelo. Así permaneció algunas horas; de pronto, una claridad pálida brilló sobre la puerta, en un montante.

—Han encendido luz—se dijo Manuel—. Habrá obscurecido.

Poco después se oyó un estrépito de voces y de lloros.

—Ande usted, que si no le va a salir peor cuenta—decía una voz grave.

—Pero si yo no he sido, señor guardia, si yo no he sido—replicaba una voz suplicante—; déjeme usted ir a casa.

[291] —¡Hala! Adentro.

—¡Por Dios! ¡Por Dios!, que yo no he sido.

—Adentro.

Se oyó el ruido que hizo el hombre al entrar empujado en el calabozo, después el cerrar violento de la puerta. La voz suplicante siguió clamando con pesada monotonía:

—Yo no he sido... Yo no he sido... Yo no he sido.

—Pues señor, ¡vaya una lata!—se dijo Manuel. Si está toda la noche así, me va a divertir.

Las lamentaciones del vecino fueron aminorando poco a poco y debieron terminar en silencioso llanto. Se oía en el corredor los pasos rítmicos de alguno que iba y venía.

Manuel trató de buscar desesperadamente una idea en su cerebro, aunque no fuese más que para entretenerse con ella, y no encontró nada; lo único que pudo sacar en conclusión es que se había lucido.

Tal carencia de ideas le condujo como de la mano a un sueño profundo, que quizá no duró más que un par de horas, pero que a él le parecieron un año. Se despertó derrengado, con la cintura dolorida; no había perdido en el sueño la idea de que se hallaba encerrado, pero fué para él tan reparador el corto momento de descanso, que se encontró fuerte, dispuesto a cualquier cosa.

Tenía en el bolsillo aún el dinero que le habían dado en la imprenta. Llamó discretamente a la puerta del calabozo.

—¿Qué quiere usted?—le dijeron de afuera.

—Quisiera salir un rato.

[292] —Salga usted.

Salió al pasillo.

—¿Podría traerme alguno un café?—preguntó a un guardia.

—Pagándolo...

—Claro que pagándolo. Que me traigan un café con tostada y una cajetilla.—Entregó al guardia dos pesetas.

—Ahora van—dijo éste.

—¿Qué hora es?—preguntó Manuel.

—Las doce.

—Si no fuera porque tengo que estar en ese rincón, le invitaría a tomar café conmigo; pero...

—Aquí fuera lo puede usted tomar. Con un café hay para los dos.

Vino un mozo con el café y los cigarros. Tomaron el café, fumaron un pitillo, y el guardia, ya conquistado, le dijo:

—Llévese usted un banco de estos para dormir.

Manuel cargó con uno y se echó a la larga. El día anterior, libre, se encontraba débil y caído; en aquel momento, preso, se sentía fuerte. Los proyectos se amontonaban en su cabeza, pero no podía dormir.

El cansancio físico consume las fuerzas y excita el cerebro; la imaginación aletea en la obscuridad como los pájaros nocturnos; como ellos, también se refugia en las ruinas.

Manuel no durmió, pero soñó y proyectó mil cosas: unas lógicas, la mayoría absurdas. La luz del día, al entrar vaga por el montante de la puerta, desechó sus ideas sobre el porvenir y pensó en lo inmediato.

[293] Le irían a llevar ante el juez. ¿Qué iba a contestar? Idearía un plan: una casualidad le había llevado al puente del Sotillo; no conocía a Calatrava; pero, ¿y si le careaban con ellos? Se iba a embarullar. Lo mejor era decir la verdad y atenuarla en todo lo que pudiera, para favorecer su causa: le conocía a Calatrava por su primo; le veía de cuando en cuando en el Salón; él trabajaba en una imprenta...

Estaba ya decidido a seguir este plan, cuando entró un guardia:

—Manuel Alcázar.

—Servidor.

—Anda, al despacho del juez.

Siguieron los dos un largo pasillo y llamaron en una puerta.

—¿Da usía su permiso?—dijo el guardia.

—Adelante.

Pasaron a un despacho con dos grandes ventanas por donde se veían los árboles de la plaza. Delante de la mesa estaba el juez sentado en un sillón de alto respaldar. Frente a la mesa había un armario de estilo gótico lleno de libros. Un escribiente entraba y salía llevando montones de papeles debajo del brazo; el juez le hacía alguna que otra pregunta y firmaba de prisa.

Cuando terminó, el guardia, con la gorra en la mano, se acercó al juez y le indicó, en pocas palabras, quien era Manuel. El juez echó una mirada rápida sobre el muchacho, y éste, en aquel momento, pensó:

—Hay que decir la verdad; si no, me la arrancarán y será peor.

Con esta decisión se sintió más tranquilo.

[294] —Acérquese usted—le dijo el juez.

Manuel se acercó.

—¿Cómo se llama usted?

—Manuel Alcázar.

—¿Cuántos años tiene?

—Veintiuno.

—¿Qué oficio?

—Cajista.

—¿Jura usted decir verdad en todo aquello que le sea preguntado?

—Sí, señor.

—Si así lo hace, Dios se lo premie, y si no, se lo demande. ¿Qué hizo usted el día del crimen?

—La noche antes, Vidal y yo, con dos mujeres, fuimos a ver cómo fusilaban a un soldado; después, por la mañana, dormí un rato, y a las once fuí con una mujer al merendero del puente del Sotillo, en donde nos habíamos citado con Vidal.

—¿Qué parentesco tenía usted con el muerto?

—Era su primo.

—¿Riñó usted alguna vez con él?

—No, señor.

—¿Cómo ha vivido usted hasta el día en que murió Vidal?

—He vivido del juego.

—¿Qué hacía usted para vivir del juego?

—Jugaba el dinero que me daban, en el Círculo de la Amistad, y entregaba las ganancias unas veces a Vidal, otras a un cojo que se llama Calatrava.

—¿Qué cargos desempeñaban en el Círculo Vidal y ese cojo?

[295] —El Cojo era secretario del Maestro, y Vidal secretario del Cojo.

—¿Cómo se llama el Cojo?

—Marcos Calatrava.

—¿Por quién le conoció usted al Cojo?

—Por Vidal.

—¿En dónde?

—En la taberna del Majo de las Cubas, que está en la calle Mayor.

—¿Cuánto tiempo hará de esto?

—Un año.

—¿Quién le llevó a usted al Círculo de la Amistad?

—Vidal.

—¿Conoce usted a un sujeto apodado el Bizco?

—Sí, señor.

—¿De dónde le conoce usted?

—De que era amigo de Vidal, cuando chico.

—¿No era amigo también de usted?

—Amigo, no; nunca he tenido simpatía por él.

—¿Por qué?

—Porque me parecía malo.

—¿Qué entiende usted por esto?

—Lo que entiende todo el mundo; que tenía malas entrañas y martirizaba al que era más débil que él.

—¿Usted tiene una querida?

—Sí, señor.

—¿Es una mujer pública?

—Sí, señor—tartamudeó Manuel, temblando de dolor y de ira.

—¿Cómo se llama?

—Justa.

—¿Dónde vive?

[296] —No sé; se marchó de mi casa anteayer.

—¿Dónde la conoció usted?

—En casa de un trapero, en donde yo estuve de criado.

—¿Cómo se llama ese trapero?

—El señor Custodio.

—¿Fué usted el que impulsó a su querida a prostituirse?

—Yo no, señor.

—Cuando la conoció usted, ¿era ya mujer pública?

—No, señor. Cuando la conocí era modista; un hombre la sacó de su casa; luego, cuando la ví por segunda vez, era ya pública.

Al decir esto, a Manuel le temblaba la voz y las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos.

El juez le contempló fríamente.

—¿Quién propuso ir al merendero del puente del Sotillo?

—Vidal.

—¿Vió usted al Bizco rondar por los alrededores del merendero?

—Sí, señor.

—¿No le chocó?

—Sí, señor.

—¿Tenía usted noticia de que el Bizco había matado a una mujer en el camino de Aravaca?

—Eso me dijo Vidal.

—Después de este crimen del Bizco, ¿había hablado usted alguna vez con él?

—No, señor.

—¿Nunca?

—No, señor.

—Tenga cuidado con lo que dice—y el juez [297] clavó su mirada en Manuel—. ¿No habló usted, después de la muerte de la mujer, nunca con el Bizco?

—No, señor—y Manuel sostuvo con energía la mirada del juez.

—¿No le chocó el que el Bizco rondara el merendero?

—Sí, señor.

—¿Cómo no le comunicó usted la noticia a Vidal?

—Porque mi primo me había dicho que no le hablara del Bizco.

—¿Por qué?

—Porque le daba miedo. Yo, sabiendo esto, no quise asustarle.

—Cuando vió usted que iba a salir, ¿cómo no le advirtió usted que podría estar el Bizco?

—No se me ocurrió.

—¿Qué hizo usted cuando oyó el grito dado por Vidal?

—Salí al balcón del merendero con las tres mujeres y con el Cojo, y desde allá vimos a Vidal y al Bizco en la islilla, que peleaban.

—¿Cómo conoció usted que eran ellos?

—Por el grito de Vidal, y además porque llevaba un sombrero cordobés blanco.

—¿Qué hora sería cuando sucedió esto?

—No sé a punto fijo. Estaba anocheciendo.

—¿Cómo conoció usted al Bizco?

—No le conocí; pensé que era él.

—¿Llevaba dinero Vidal?

—No lo sé.

—¿Cuánto duró la lucha?

—Un momento.

[298] —¿No tuvieron ustedes tiempo de ir en su socorro?

—No, señor. A poco de asomarnos al balcón, cayó Vidal al suelo, y el otro se metió en el río y se fué.

—Está bien; ¿qué pasó después?

—El Cojo y yo nos descolgamos por el barandado, saltamos al río y nos acercamos a la isla. El Cojo le cogió la mano a Vidal y dijo: «Está muerto.» Luego volvimos los dos al merendero y nos fuimos.

El juez se volvió al escribiente:

—Luego le leerá usted la declaración, y que la firme.

Llamó al timbre y apareció el guardia.

—Que siga incomunicado.

Manuel salió del despacho, erguido. Le habían llegado al alma algunas de las frases del juez, pero estaba satisfecho de su declaración; no le habían llegado a embrollar.

Entró de nuevo en el calabozo y se tendió en el banco.

—El juez quiere hacerme cómplice del crimen. O ese juez es muy bruto o muy malo. En fin, esperemos.

Al medio día abrieron la puerta del calabozo y entraron dos hombres. Uno era Calatrava; el otro el Garro.

—Chico, acabo de leer en un periódico cómo te han prendido—dijo Calatrava.

—Ya ve usted, aquí me tienen.

—¿Has declarado?

—Sí.

—¿Qué has dicho?

[299] —Toma, ¡qué voy a decir!, la verdad.

—¿Has hablado de mí?

—No que no. He hablado de usted, del Maestro y de todos.

—Rediós, ¡qué bestia eres!

—No; que voy a pudrirme yo aquí, sin culpa, mientras los demás se pasean por la calle.

—Merecías estar aquí siempre—exclamó Calatrava—, por panoli, por boceras.

Manuel se encogió de hombros. Consultáronse con la mirada Calatrava y el Garro, y salieron del calabozo.

Volvió Manuel a tenderse. A media tarde se abrió de nuevo la puerta y entró el guardia. Llevaba un puchero, pan y una botella de vino.

—¿Quién me manda esto?—preguntó Manuel.

—Una muchacha que se llama Salvadora.

Se enterneció Manuel con el recuerdo, y como el enternecimiento no le quitó el apetito, comió abundantemente y se tendió en el banco.

CAPÍTULO VI

Lo que pasaba en el despacho del juez.—La Casa de Canónigos.

Unas horas después el juez recibió tres cartas urgentes. Las abrió e hizo sonar inmediatamente un timbre.

—¿Quién ha traído estas cartas?—preguntó el juez de guardia.

—Un lacayo.

—¿Hay por ahí algún agente?

—Está el agente Garro.

—Que pase.

Entró el agente y se acercó a la mesa del juez.

—En estas cartas—le dijo éste—se hace referencia a la declaración que ha prestado ese muchacho preso. ¿Cómo alguien puede saber la declaración que ha dado?

—No lo sé.

—¿Ha hablado ese muchacho con alguno?

—Con nadie—dijo tranquilamente el Garro.

—En esta carta, dos señoras a quienes el ministro no puede negar nada, le piden a él, y él [302] me pide a mí, que eche tierra a este asunto. ¿Qué interés pueden tener estas señoras en ello?

—No sé. Si supiera quiénes son, quizá...

—Son la señora de Braganza y la marquesa de Buendía.

—Sí, entonces sé de qué se trata. Los dueños del Círculo en donde estaba empleado el muchacho, tienen interés en que no se hable de la casa de juego. Uno de los dueños es la Coronela, que habrá hablado a esas señoras y esas señoras al ministro.

—¿Y qué relación tiene la Coronela con estas señoras?

—La Coronela presta dinero. Esta señora de Braganza firmó en falso con el nombre de su marido, y el documento lo guarda la Coronela.

—¿Y la marquesa?

—Lo de la marquesa es otra cuestión. Ya sabe usted que, últimamente, su querido era Ricardo Salazar.

—¿El ex diputado?

—Sí, un golfo completo. Hace uno o dos años, cuando las relaciones de Ricardo y la marquesa estaban todavía recientes, la marquesa recibía de vez en cuando una carta en la que le decían: «Tengo una carta de usted dirigida a su amante, en la que dice usted esto y esto (cosas íntimas bastante fuertes). Si no me da usted mil pesetas, enviaré la carta a su marido.» Ella, asustada, pagó tres, cuatro, cinco veces, hasta que por consejo de una amiga, y de acuerdo con un delegado, prendieron al hombre que iba con la carta. Resultó que era un enviado del mismo Ricardo Salazar.

[303] —¿Del amante?

—Sí.

—¡Vaya un caballero!

—Cuando riñeron la marquesa y Ricardo...

—¿Al descubrirse el enredo de la carta?

—No, eso se lo perdonó la marquesa. Riñeron porque Ricardo exigía dinero que la marquesa no pudo o no quiso darle. Salazar debía tres mil duros a la Coronela, y ésta, que no es tonta, le dijo: «Deme usted las cartas de la marquesa y no me debe usted nada.» Ricardo se las dió, y la marquesa ha quedado entregada de pies y manos a la Coronela y a sus socios.

El juez se levantó de su silla y paseó lentamente por el despacho.

—Hay además—dijo—un besalamano del director de El Popular, en que me ruega que no prospere este asunto. ¿Qué relación hay entre el garito y el propietario del periódico?

—Que es socio. En el caso que se descubriera el garito, el periódico haría una campaña fuerte contra el gobierno.

—¡Quién hace justicia de este modo!—murmuró el juez, pensativo.

El Garro contempló al juez irónicamente.

Se oyó el timbre del teléfono, que resonó durante largo tiempo.

—¿Da usía su permiso?—preguntó un escribiente.

—¿Qué hay?

—De parte del señor ministro, si se ha despachado el asunto conforme a sus deseos.

—Que sí, dígale usted que sí—contestó el juez malhumorado. Luego se volvió hacia el agente—. [304] Este muchacho preso, ¿no tiene participación ninguna en el crimen?

—Absolutamente ninguna—contestó el Garro.

—¿Es primo del muerto?

—Sí, señor.

—¿Y conoce al Bizco?

—Sí, ha sido amigo suyo.

—¿Podría ayudar a la policía a capturar al Bizco?

—De esto yo me encargo. ¿Se le pone en libertad al preso?

—Sí. Necesitamos coger al Bizco. ¿No se sabe dónde anda?

—Andará escondido por las afueras.

—¿No hay algún agente que conozca bien los rincones de las afueras?

—El mejor es un cabo de Orden público que se llama Ortiz. Si quiere usted escribirle al Coronel de Seguridad que ponga a Ortiz a mis órdenes, el Bizco, antes de ocho días, está en la cárcel.

Llamó el juez a un escribiente, le mandó escribir una carta, y se la entregó a Garro.

Salió éste del despacho del juez e hizo que abrieran el calabozo de Manuel.

—¿Hay que declarar otra vez?—preguntó el muchacho.

—No; vas a firmar la declaración y quedas libre. Vamos.

Salieron a la calle. A la puerta del Juzgado vió Manuel a la Fea y a la Salvadora, pero ésta no tenía un aspecto tan severo como de ordinario.

—¿Estás ya libre?—le dijeron.

[305] —Así parece. ¿De dónde sabíais que estaba preso?

—Lo hemos leído en el periódico—contestó la Fea—, y a ésta se le ocurrió traerte la comida.

—¿Y Jesús?

—En el Hospital.

—¿Qué tiene?

—El pecho... ya está mejor... Pasa luego por casa. Vivimos en el callejón del Mellizo, cerca de la calle de la Arganzuela.

—Bueno.

—Adiós, ¿eh?

—Adiós y muchas gracias.

Dieron el Garro y Manuel la vuelta a la esquina y entraron en un portal con dos leones de bronce y subieron una corta escalera.

—¿Qué es esto?—preguntó Manuel.

—Esta es la Casa de Canónigos.

Recorrieron un pasillo con mamparas negras, y en un cuarto en donde escribían dos hombres, el Garro preguntó por el Gaditano.

—Ahí fuera debe estar—le dijeron.

Siguieron adelante. Pululaban por los pasillos hombres que iban y venían de prisa; otros, quietos, esperaban. Eran éstos obreros desharrapados, mujeres vestidas de negro, viejas tristes con el estigma de la miseria, gente toda asustada, tímida y humilde.

Los que iban y venían llevando carpetas y papeles bajo el brazo, todos o casi todos tenían un continente altivo y orgulloso; era el juez que pasaba con su birrete y su levita negra, mirando con indiferencia a través de sus gafas; era el escribano, menos grave, más jovial, que llamaba [306] a uno y le hablaba al oído, entraba en la escribanía, dictaba, firmaba y volvía a salir; era el abogado joven que preguntaba por la marcha de sus pleitos; era el procurador, los curiales, los escribientes, los pinches.

Y empujando al rebaño de humildes y de miserables hacia el matadero de la Justicia, aparecían el usurero, el polizonte, la corredora de alhajas, el prestamista, el casero...

Todos se entendían con los pinches y escribientes, los cuales les arreglaban sus asuntos; daban carpetazo a los procesos molestos, arreglaban o empeoraban un litigio y mandaban a presidio o sacaban de él por poco dinero.

¡Qué admirable maquinaria! Desde el primero hasta el último de aquellos leguleyos, togados y sin togar, sabían explotar al humilde, al pobre de espíritu, proteger los sagrados intereses de la sociedad haciendo que el fiel de la justicia se inclinara siempre por el lado de las monedas...

El Garro encontró al Gaditano, a quien buscaba, y le llamó:

—Oye, tú has tomado la declaración a este chico, ¿verdad?

—Sí.

—Pues haz el favor de poner que no sabe quién le mató a su primo; que supone que sea el Bizco, y nada más. Y luego decreta su libertad.

—Bueno. Pasad a la escribanía.

Entraron en un cuarto estrecho, con una ventana en el fondo. En una de las paredes largas del cuarto había un armario y encima una porción [307] de cosas procedentes de robos y de embargos, entre ellas una bicicleta.

Entró el Gaditano, sacó del armario un legajo y se puso a escribir rápidamente.

—Que es primo del muerto y que supone que el autor del hecho de autos es un sujeto apodado el Bizco, ¿no es eso?

—Eso es—dijo el Garro.

—Bueno, que firme aquí... Ahora aquí... Ya está.

Se despidió el agente del Gaditano, y Manuel y Garro salieron a la calle.

—¿Ya estoy libre?—preguntó Manuel.

—No.

—¿Por qué no?

—Te han dejado libre con una condición: que ayudes a buscar al Bizco.

—Yo no soy de la policía.

—Bueno, pues escoge: o ayudas a buscar al Bizco, u otra vez vas al calabozo.

—Nada; ayudaré a buscar al Bizco.

CAPÍTULO VII

La Fea y la Salvadora.—Ortiz.—Antiguos conocidos.

Salieron los dos por la calle del Barquillo a la de Alcalá.

No me vuelven a coger, pensó Manuel; pero luego se le ocurrió que tan tupida y espesa era la trama de las leyes que resultaba muy difícil no tropezar con ella aunque se anduviese con mucho tiento.

—Y no me ha dicho usted todavía por quién me dejan libre—exclamó Manuel.

—¿Por quién te han puesto libre? Por mí—contestó Garro.

—Manuel no contestó.

—Y ahora, ¿dónde vamos?—preguntó.

—Al Campillo del Mundo Nuevo.

—Entonces tenemos camino largo.

—En la Puerta del Sol tomaremos el tranvía de la Fuentecilla.

Efectivamente, así lo hicieron. Bajaron en el sitio indicado y tomaron por la calle de la Arganzuela. [310] Al final de esta calle, a mano derecha, ya en la plaza que constituye el Campillo del Mundo Nuevo, se detuvieron. Pasaron por un largo corredor a un patio ancho con galerías.

En la primera puerta abierta entró Garro y preguntó con voz autoritaria:

—¿Vive aquí un cabo del Orden que se llama Ortiz?

Del fondo de un rincón obscuro, en donde trabajaban dos hombres, cerca de un hornillo, contestó uno de ellos:

—¿A mí qué me cuenta usted? Pregúnteselo usted al portero.

Los dos hombres estaban haciendo barquillos. Tomaban de una caldera, llena de una masa blanca como engrudo, una cucharada y la echaban en unas planchas que se cerraban como tenazas. Después de cerradas las ponían al fuego, las calentaban por un lado y por otro, las abrían, y en una de las planchas aparecía el barquillo como una oblea redonda. El hombre, rápidamente, con los dedos, lo arrollaba y lo colocaba en una caja.

—¿De manera que no saben ustedes si vive o no aquí Ortiz?—preguntó de nuevo Garro.

—Ortiz—dijo una voz del fondo negro, en donde no se veía nada—. Si, aquí vive. Es el administrador.

Manuel entrevió en el agujero negro dos hombres tendidos en el suelo.

—Pues si es el administrador—dijo el que trabajaba—, hace un momento estaba en el patio.

Salieron Garro y Manuel al patio y el agente vió al guardia en la galería del piso primero.

[311] —¡Eh, Ortiz!—le gritó.

—¿Qué hay? ¿Quién me llama?

—Soy yo, Garro.

Bajó el guardia con rapidez, y apareció en el patio.

—¡Ola, señor Garro! ¿Qué le trae a usted por aquí?

—Este muchacho es primo de ese que han matado en el puente del Sotillo; conoce al agresor, que es un randa conocido por el Bizco. ¿Quieres encargarte de la captura?

—Hombre... Si me lo mandan...

—No, la cuestión es si tienes tiempo y quieres hacerlo. Yo llevo una carta aquí del juez para tu coronel, pidiéndole que te encargues tú de la captura. Ahora, si no tienes tiempo, dilo.

—Tiempo hay de sobra.

—Entonces ahora voy a dejar la carta a tu coronel.

—Bueno. ¿Habrá alguna propinilla, eh?

—Descuida. Aquí está el chico; no le sueltes, que te acompañe.

—Está bien.

—¿No hay más que decir?

—Nada.

—Pues adiós, y buena mano derecha.

—Adiós.

El Garro salió de la casa y quedaron frente a frente Manuel y Ortiz.

—Tú no te separas de mi lado hasta que cojamos al Bizco, ya lo sabes—le dijo el cabo a Manuel.

El tal Ortiz, afamado como perseguidor de granujas y de bandidos, era un tipo de criminal [312] completo; tenía el bigote negro y recortado las cejas salientes y unidas, la nariz chata, el labio superior retraído, que dejaba mostrar los dientes hasta su nacimiento; la frente estrecha y una cicatriz profunda en la mejilla.

Vestía de paisano, traje obscuro y gorra. En su figura había algo de lo agresivo de un perro de presa y de lo feroz de un jabalí.

—¿No me va usted a dejar salir?—preguntó Manuel.

—No.

—Tenía que ver a unas amigas.

—Aquí no hay amigas que valgan. ¿Quiénes son ellas?, algunas golfas...

—No; son las hermanas de un cajista compañero mío, que fueron mis vecinas en el parador de Santa Casilda.

—¡Ah!, pero ¿tú has vivido allí?

—Sí.

—Pues yo también. Las conoceré.

—No sé; son hermanas de un cajista que se llama Jesús.

—La Fea.

—Sí.

—La conozco. ¿Dónde vive?

—En el callejón del Mellizo.

—Aquí mismo está. Vamos a verla.

Salieron de casa; calle de la Arganzuela arriba estaba el callejón del Mellizo, próximo al matadero de cerdos. No había en el callejón que en su principio tenía empalizadas a ambos lados y estaba obstruído por grandes losas puestas unas encima de otras, más que una casa grande en el fondo. Delante de la casa, en un patio grande, [313] trajinaban algunos cañís con mulas y pollinos en las galerías asomaban gitanas negras y gitanillas de ojos brillantes y trajes abigarrados.

Preguntaron a un gitano por la Fea y les indicó el número 6 del piso segundo.

En la puerta del cuarto, un letrero, escrito en una cartulina, ponía: «Se cose a máquina».

Llamaron y apareció un chiquillo rubio.

—Este es el hermano de la Salvadora—dijo Manuel.

Se presentó la Fea en la puerta y recibió a Manuel con grandes extremos de alegría y saludó a Ortiz.

—¿Y la Salvadora?—preguntó Manuel.

—En la cocina; ahora viene.

El cuarto era claro, con una ventana por donde entraban los últimos rayos del sol poniente.

—Debe ser muy alegre este cuarto—dijo Manuel.

—Entra el sol desde que sale hasta que se marcha—contestó la Fea—. Queremos mudarnos, pero no encontramos cuarto parecido a éste.

Respiraba aquello tranquilidad y trabajo; había dos máquinas de coser nuevas, un armario de pino, sillas y macetas en la ventana.

—¿Y Jesús, en el hospital?

—En la clínica de San Carlos—dijo la Fea.

No quería ser gravoso a la familia; y aunque la Salvadora y ella le hubieran cuidado en casa, a él se le había metido en la cabeza ir al hospital. Afortunadamente, se encontraba ya mucho mejor y le iban a dar el alta.

En esto entró la Salvadora. Estaba muy arrogante [314] y muy guapa. Saludó a Manuel y a Ortiz y se sentó a coser a la máquina.

—¿Te quedarás a cenar con nosotras?—le preguntó la Fea a Manuel.

—No, no puedo; no me dejan.

—Si vosotras me aseguráis—saltó diciendo Ortiz—que cuando le avise a este hombre vendrá, aunque sean las dos de la mañana, le dejo libre.

—Sí, pues se lo aseguramos a usted—dijo la Fea.

—Bueno, entonces me voy. Mañana a las nueve en punto en mi casa. ¿Estamos?

—Sí, señor.

—Con exactitud militar.

—Con exactitud militar.

Se fué Ortiz y quedó Manuel en el cuarto de las dos costureras.

La Salvadora, muy desdeñosa con Manuel, parecía ofenderse porque éste le miraba con cierta complacencia al verla tan guapa. Enrique, el hermano de la Salvadora, estaba fuerte y muy gracioso; jugó con Manuel y le contó, en su media lengua, una porción de cosas de su hermana y de su tía, como le llamaba a la Fea.

Después de cenar y de acostar al chico, pasaron al cuarto de una bordadora de la vecindad y Manuel se encontró con dos antiguos amigos suyos: el Aristas y el Aristón.

El Aristas había olvidado sus entusiasmos de gimnasta y se había hecho capataz de periódicos.

Corría medio Madrid llevando el papel de un puesto a otro, y le había sustituído al Aristón en su cargo de comparsa. Por la mañana repartía [315] periódicos, repartía entregas, repartía prospectos; por la tarde solía pegar anuncios y por la noche iba al teatro. Tenía una actividad extraordinaria, no paraba nunca; organizaba funciones, bailes; representaba los domingos con una compañía de aficionados; sabía de memoria todo el Don Juan Tenorio, El puñal del godo y otros dramas románticos; tenía tres o cuatro novias y a todas horas hablaba, peroraba, disponía y manifestaba una alegría sana y comunicativa.

El Aristón, algo más moderado en su necromanía, estaba de ajustador en una fábrica y tenía un buen sueldo. Manuel se encontró muy agradablemente entre sus antiguos amigos.

Vió, o creyó ver al menos, que el Aristón galanteaba a la Fea y le llamaba repetidas veces Joaquina, como era su nombre. La Fea, al verse galanteada, se ponía hasta guapa.

Manuel, de noche, fué a su casa a la calle de Galileo. No había vuelto la Justa. El Aristas le encontró trabajo en una imprenta de la Carrera de San Francisco.

CAPÍTULO VIII

La pista del Bizco.—Las afueras.—El ideal de Jesús.

Al día siguiente, después de trabajar en la imprenta, Manuel, a las nueve de la noche, estaba en casa de Ortiz.

—Así me gusta—le dijo el cabo—, con puntualidad militar.

Ortiz se armó de un revólver que metió en el cinto, de un bastón que sujetó al puño con una correa y de una cuerda; entregó un garrote a Manuel y salieron los dos.

—Vamos por estos cafetines—dijo el guardia a Manuel—, y tú mira bien si está el Bizco.

Hablaron mientras subían por la calle de la Arganzuela.

Ortiz era un polizonte enamorado de su profesión. Su padre lo había sido también, y el instinto de persecución era en ellos tan fuerte como en los perros de caza.

Ortiz, según contó, estuvo de carabinero en la costa de Málaga, en lucha siempre con los contrabandistas, [318] hasta que vino a Madrid y entró en el Orden público.

—He hecho más servicios que nadie—dijo—; pero no me ascienden porque no tengo recomendaciones. A mi padre le pasó lo mismo; él cogió más ladrones que toda la policía de Madrid junta, y nada, no pasó de cabo. Luego le colocaron en la ronda de las alcantarillas, y tuvo cada trifulca allá abajo...; pero aquél no llevaba revólver, ni garrote, como yo, sino su trabuco. Era un guerrero.

Pasaron por delante de una taberna y entraron, bebieron su copa de vino, y Manuel recorrió con la mirada la gente reunida alrededor de las mesas.

—No hay nada de lo que buscas—dijo el tabernero al policía.

—Ya veo que no, tío Pepe—contestó Ortiz, y sacó dos monedas para pagar.

—Está pago—replicó el tabernero.

—Gracias. ¡Adiós!

Salieron de la taberna y llegaron a la plaza de la Cebada.

—Vamos al café de Naranjeros—dijo el polizonte—; aunque por aquí no es fácil que ande ese pájaro, pero muchas veces, donde menos se piensa...

Entraron en el café; no había más que un grupo de personas hablando con las cantaoras. Ortiz, desde la puerta, gritó:

—Eh, Tripulante, haz el favor.

Se levantó un joven con aire de señorito y se acercó a Ortiz.

—¿Tú conoces a un randa a quien llaman el Bizco?

[319] —Sí, creo que sí.

—¿Anda por estos barrios?

—No, por aquí no.

—¿De veras?

—De veras que no. Estará hacia abajo; puede usted creerme.

—Te creo, hombre, ¿por qué no? Oye, Tripulante—añadió Ortiz agarrando del brazo al muchacho—: Ojo ¿eh? que te vas a caer.

El Tripulante se echó a reir, y poniéndose el dedo índice de la mano derecha en el párpado inferior y guiñando el ojo, murmuró:

—¡La pista!... ¡Y que no aluspia uno, camará!

—Bueno; pues estate al file por si acaso. Mira que te se conoce.

—Descuide usted, señor Ortiz—replicó el muchacho—; se filará.

Salieron el guardia y Manuel del café.

—Este es uno de ful, listo como un condenado. Vamos hacia abajo; quizá que el Tripulante tenga razón.

Llegaron a la ronda de Toledo. La noche estaba hermosa, estrellada; brillaban algunas hogueras a lo lejos; de la chimenea de la Fábrica del Gas salía una humareda negra, como la espiración poderosa de un monstruo. Pasaron por la calle del Gas, iluminada, para contrastar su nombre, con faroles de petróleo, y bajaron, rasando Casa Blanca, a las Injurias. Cruzaron por una callejuela y se encontraron de manos a boca con el sereno.

Ortiz le dijo a lo que iban, le dió las señas del Bizco; pero el sereno les advirtió que allí no había ninguno de aquellas señas.

[320] —Preguntaremos si ustedes quieren.

Entraron los tres por un pasillo estrecho a un patio, con el suelo lleno de barro. Salía luz por la ventana de una casa y se asomaron a mirar. A la luz de un cabo de vela, colocado en un vasar de madera, se veía un viejo haraposo sentado en el suelo. A su lado dos muchachos y una chiquilla, cubiertos de andrajos, dormían.

Salieron del patio y recorrieron una callejuela.

—Aquí hay una familia que no conozco—dijo el sereno, y llamó en la puerta con la contera del chuzo. Tardaron en abrir.

—¿Quién es?—dijo de adentro una voz de mujer.

—La autoridad—contestó Ortiz.

Abrió una mujer envuelta en harapos y sin camisa. El sereno entró y pasaron Manuel y Ortiz dentro; apestaba allí de un modo atroz. En un camastro hecho de trapos y papeles, dormía una mujer ciega. El sereno metió el chuzo por debajo de la cama.

—Ya ven ustedes, aquí no está.

Salieron Ortiz y Manuel de las Injurias.

—Ahí en las Cambroneras vivió el Bizco durante algún tiempo—dijo Manuel.

—Entonces no hay que buscarle por ahí; pero no importa, ¡hala que hala!—repuso Ortiz—. Vamos allá.

Cruzaron por el paseo de Yeserías; brillaban las luces de los faroles a los lados del puente de Toledo; alguna vena estrecha del río los reflejaba en su agua negra. Hacia Madrid, de las chimeneas de la Fábrica del Gas salían llamaradas rojas como dragones de fuego. Se oían a lo lejos [321] los silbidos de un tren; en la dehesa del Canal los árboles torcidos destacaban su silueta negra en el ambiente obscuro de la noche.

Se encontraron en las Cambroneras al sereno y le preguntaron por el Bizco.

—Yo hablaré mañana a Paco el Cañí y lo sabré. ¿Dónde nos vemos mañana?

—En la taberna de la Blasa.

—Bueno. Allí iré a las tres.

—Volvieron a pasar el puente y entraron en Casa Blanca.

—Veremos al administrador—dijo Ortiz. Entraron en un portal, y a un lado de éste, en un cuarto por cuya puerta entornada salía luz, llamaron. Un hombre en mangas de camisa salió al portal.

—¿Quién es?—gritó.

Ortiz se dió a conocer.

—Aquí no está ese—contestó el administrador—. Estoy seguro; tengo todos mis inquilinos apuntados en este cuaderno y los conozco.

De Casa Blanca, Ortiz y Manuel se dirigieron hacia las Peñuelas y Ortiz echó un largo párrafo con el sereno. Después recorrieron algunas tabernas del barrio, en donde había gente, a pesar de tener las puertas cerradas.

Al pasar por la calle del Ferrocarril, el sereno señaló el sitio donde se había encontrado descuartizada a la mujer del saco. Hablaron Ortiz y el sereno de este y otros crímenes cometidos allá cerca, y se despidieron.

—Este sereno es un barbián—dijo Ortiz—; ha acabado con los matones de las Peñuelas a garrotazos.

[322] Era ya tarde después de la visita a las tabernas, y Ortiz estimó que podrían dejar la campaña para el día siguiente. Se quedó él en el Campillo del Mundo Nuevo, y Manuel, atravesando medio Madrid, se fué a su casa.

Por la mañana temprano marchó a la imprenta, y al advertir que por la tarde no podía ir le despidieron.

Manuel fué a comer a casa de la Fea.

—Me han despedido de la imprenta—dijo al entrar.

—Habrás ido tarde—saltó la Salvadora.

—No, sino que Ortiz me dijo ayer que esta tarde tenía que ir con él, y lo he advertido en la imprenta y me han despedido.

—Si hasta que esté arreglado eso no puedes empezar a hacer nada—dijo la Fea.

La Salvadora sonrió irónicamente y Manuel sintió que se le enrojecía la cara.

—No, no lo creas si no quieres, pero es verdad.

—Si yo no te he dicho nada, hombre—replicó burlonamente la Salvadora.

—Ya sé que no me has dicho nada, pero te reías.

Manuel salió de casa de la Fea irritado, fué a buscar a Ortiz, y reunido con él, bajó a las Injurias.

Hacía un día de sol espléndido, una tarde templada. Se sentaron a la puerta de la taberna de la Blasa. En una callejuela que se veía enfrente, dormían los hombres tumbados a las puertas de sus casas; las mujeres correteaban de un lado a otro con las haraposas faldas recogidas, chapoteando [323] los pies en la alcantarilla mal oliente que corría por en medio de la calleja como un arroyo negro. Alguna de aquellas mujeres llevaba la colilla en la boca. Las ratas, grandes, grises, corrían por encima del barro, y algunos chicos desnudos las perseguían a palos y a pedradas.

Habló Ortiz con la dueña de la tasca, y poco después apareció allá el sereno de las Cambroneras. Saludó a Ortiz, tomaron unas copas los dos, y el sereno dijo:

—Hablé con Paco el Cañí. Le conoce al Bizco. Dice que no anda por estos barrios. El cree que debe estar en la Manigua, en la California o por ahí.

—Es muy posible. Bueno, señores, hasta la vista—; y Ortiz se levantó y Manuel hizo lo mismo. Subieron a la glorieta del puente de Toledo, cruzaron el Manzanares y echaron a andar por la carretera de Andalucía. Por allá había ido a merendar días antes Manuel con Vidal y con Calatrava. Seguían los mismos grupos de randas en las puertas de los merenderos; algunos conocían a Ortiz y le invitaban a tomar una copa.

Llegaron a una barriada, próxima al río, de chozas míseras, sin chimeneas, sin ventanas, con los techos formados por cañizos. Nubes de mosquitos se levantaban sobre las hierbas de la orilla.

—Este es el Tejar de Mata Pobres—dijo Ortiz.

En aquellas pobres chozas se refugiaban algunos traperos con sus familias. Todos los habitantes de tan miserable aduar, escuálidos, amarillentos, estaban devorados por las fiebres, [324] cuyos gérmenes brotaban de las aguas negras y fangosas del río. Nadie conocía allí al Bizco. Manuel y Ortiz siguieron adelante. A corta distancia de este poblado apareció otro, sobre un altonazo, constituído por casuchas con sus corrales.

—El barrio de los Hojalateros; así se llama esto—indicó Ortiz.

Era como una aldea levantada sobre estiércol y paja. Cada una de las casas, hechas con escombros y restos de todas clases, tenía su corraliza limitada por vallas de latas viejas, roñosas, extendidas y clavadas en postes. Se mezclaba allí la miseria urbana con la miseria campesina; en el suelo de los corrales, las cestas viejas, las cajas de cartón de las sombrererías, alternaban con la hoz mellada y el rastrillo. Alguna de las casas daba la impresión de relativo bienestar, y su aspecto era ya labradoriego; en sus corralizas se levantaban grandes montones de paja; las gallinas picoteaban en el suelo.

Ortiz se acercó a un hombre que estaba componiendo un carro.

—Oiga, buen amigo: ¿conoce usted por si acaso a un muchacho que se llama el Bizco?, uno rojo, feo...

—¿Acaso es usted de la policía?—preguntó el hombre.

—No; no, señor.

—Pues lo parece; pero eso allá usted. No conozco a ese Bizco—y el hombre volvió la espalda.

—Aquí hay que andar con ojo—murmuró Ortiz—, porque si se enteran a lo que venimos nos dan un pie de paliza que nos revientan.

[325] Salieron del barrio de los Hojalateros, cruzaron el río por un puente por donde pasaba la línea del tren, y siguieron por la orilla del Manzanares.

En las praderas próximas al río, cubiertas de hierba verde y luciente, pastaban las vacas; algunos andrajosos andaban despacio, con cautela, buscando grillos.

Llegaron Manuel y Ortiz a unas casas de campo que llamaban la China; el guardia interrogó a un hortelano. No conocía al Bizco.

Se alejaron de allá, y se sentaron en la hierba a descansar. Iba anocheciendo; surgía Madrid, amarillo rojizo, con sus torres y sus cúpulas, iluminado con la última palpitación del sol poniente. Relucían las vidrieras del Observatorio. Una bola grande de cobre, del remate de algún edificio, centelleaba como un sol sobre los tejados mugrientos; alguna que otra estrella resplandecía en la bóveda de azul de Prusia del cielo; el Guadarrama, de color violeta obscuro, rompía con sus picachos blancos el horizonte lejano.

Volvieron de prisa Ortiz y Manuel. Al llegar al paseo de Embajadores era de noche; tomaron una copa en un merendero de la Manigua y echaron una ojeada por allá.

—Cena conmigo—dijo Ortiz—, y por la noche volveremos a la cacería. Hemos de registrar todo Madrid.

Cenó Manuel con el guardia y con su familia en la casa del Campillo del Mundo Nuevo. Después de cenar recorrieron casi todas las tabernas de las calles del Mesón de Paredes y de Embajadores, [326] y entraron en el cafetín de la calle de la Esgrima. Estaba todo el local lleno de golfos; al sentarse el guardia y Manuel, se comunicaron los contertulios unos a otros la noticia. Un muchacho que estaba en una mesa próxima mostrando en un corro una sortija y una peineta, las guardó de prisa y corriendo al ver a Ortiz. El guardia notó la maniobra, y le llamó al mozo.

—¿Qué quiere usted?—preguntó éste escamado.

—Preguntarte una cosa.

—Usted dirá.

—¿Tú conoces a uno que llaman el Bizco?

—Yo no, señor.

El guardia hizo más preguntas al muchacho; debió de convencerse que no conocía al Bizco, porque murmuró:

—No sabe nadie dónde está.

Siguieron recorriendo tabernas; al pasar por la calle del Amparo, Ortiz dispuso que registraran una casa de dormir que tenía un farol rojo en uno de sus balcones.

Entraron y subieron una escalera de tablas, con los peldaños vacilantes, iluminada por un farol empotrado en la pared. En el primer piso había habitaciones para citas; en el segundo estaba el dormitorio público. Tiró Ortiz de la cadena de la campanilla y apareció una mujer astrosa, con una vela en la mano, un pañuelo blanco en la cabeza y en chanclas: era la encargada.

—Somos de la policía y queremos echar un vistazo por dentro. Si usted lo permite, entraremos.

[327] La mujer se encogió de hombros y dejó lugar para que pasaran.

Recorrieron un corto pasillo, que terminaba en una sala larga y estrecha, con pies derechos de madera a ambos lados y dos filas de camas. En la crujía central pendía un quinqué de petróleo, que apenas iluminaba la cuadra anchurosa. El suelo, de ladrillos, se torcía hacia un lado.

Ortiz pidió la vela y fué alumbrando los rostros de los que ocupaban las camas.

Unos dormían con desaforados ronquidos; otros, despiertos, se dejaban contemplar con desdén. Por entre las cubiertas de las camas se veían espaldas desnudas, torsos hercúleos, tórax comprimidos de gente enferma...

—Y abajo, ¿hay alguien?—preguntó Ortiz a la encargada.

—En el principal, no. En los cuartos del zaguán habrá alguno.

Bajaron al portal. Una puerta conducía a un sótano húmedo. En un rincón dormía un mendigo, envuelto en harapos.


Al día siguiente de esta correría, por la tarde, al entrar Manuel en casa de la Fea, se encontró con Jesús, sentado, charlando con su hermana y la Salvadora.

Manuel sintió cierta emoción al verle. Estaba muy flaco y muy pálido. Los dos se examinaron atentamente y hablaron de su vida en el tiempo en que no se habían visto. Después pasaron a cosas del momento, y Manuel expuso su situación y el compromiso que tenía con Ortiz.

—Ya, ya me lo han dicho—advirtió Jesús—, [328] y yo no quería creerlo. ¿De manera que a ti te dejaron en libertad a condición de que ayudases a coger al Bizco? ¿Y tú aceptas?

—Sí. Si no, no me dejan en libertad, ¿Qué iba a hacer?

—Negarte.

—¿Y pudrirme en la cárcel?

—Y pudrirte en la cárcel, mejor que hacer a un amigo una charranada así.

—El Bizco no es amigo mío.

—Pero lo fué, por lo que tú dices.

—Amigo, no...

—Compañero de golfería, vamos.

—Sí.

—¿De modo que te has hecho polizonte?

—¡Hombre!... Además, el muerto era mi primo.

—¡Cualquiera se fía de ti!—añadió sarcásticamente el cajista.

Manuel se calló. Pensó que había hecho mal en comprometerse. El Bizco era un bandido; pero a él no le había hecho nunca daño, era la verdad.

—Lo malo es que no puedo volverme atrás—dijo Manuel—ni escaparme, porque ese Ortiz vendría aquí y sería capaz de llevar a tu hermana y a la Salvadora a la cárcel.

—¿Por qué?

—Porque ellas le han dicho que respondían de mí.

—¡Quiá, hombre! Le dicen que estuviste aquí, que te dijeron que no te se olvidara el hacer lo de los demás días, y que no saben nada más, sencillamente.

—¿A ti qué te parece?—preguntó Manuel, indeciso, a la Fea.

[329] —Haz lo que quieras; yo creo que Jesús ya sabrá lo que dice, y que a nosotras no nos pueden hacer nada.

—Hay otra cosa—advirtió Manuel—: que yo no puedo vivir escondido mucho tiempo; tendré que trabajar para comer, y me cogerán.

—Yo te llevaré a una imprenta que conozco—replicó Jesús.

—Pero pueden sospechar. No, no.

—¿Prefieres ser un charrán?

—Voy a hacer una cosa: ir ahora mismo a ver a uno que lo puede arreglar todo.

—Espera un momento.

—No, no; déjame.

Salió Manuel decidido a hablar con el Cojo o con el Maestro. Fué a la carrera al Círculo. Le dejaron pasar; subió al piso primero, y al hombre que solía estar en la puerta de la sala de juego, le preguntó:

—Y el Maestro, ¿está en la secretaría?

—No; el que está es don Marcos.

Llamó Manuel a la puerta y pasó adelante. Calatrava estaba en una mesa con un empleado contando fichas blancas y rojas. Al ver a Manuel le miró fijamente:

—¿A qué vienes tú aquí? ¡Soplón!—exclamó—. Aquí no haces falta.

—Ya lo sé.

—Estás despedido. El jornal no lo esperes.

—No; no lo espero.

—Entonces, ¿a qué vienes aquí?

—Vengo a esto. El Garro, el polizonte amigo de usted, me puso en libertad con la condición de que ayudara a coger al que mató a Vidal, y a [330] mí me hacen ir y venir a todas horas, y ya me he hartado de eso, y ya no quiero hacer de polizonte.

—Pues mira, de todo eso, a mí... Prim.

—No, porque si yo no aparezco por casa del cabo, a quien me confió el Garro, me cogerán y me llevarán a la cárcel.

—Bueno; allá aprenderás a no mover la sin hueso.

—No; allá lo que haré será declarar cómo se estafa en este Círculo a la gente...

—Tú estás loco. Tú quieres que te dé dos garrotazos.

—No; yo quiero que le diga usted al Garro que no me da la gana de perseguir al Bizco, y, además, que le mande usted que no me persiga; conque ya sabe usted lo que tiene que hacer.

—Lo que voy a hacer es darte dos patadas ahora mismo, ¡soplón!

—Eso lo veremos.

Se acercó el Cojo a Manuel con el puño cerrado y le largó un puñetazo; pero Manuel tuvo la habilidad de agarrarle de la mano, y empujándole para atrás, le hizo perder el equilibrio y cayó sobre la mesa y la derribó con un estrépito formidable. Se levantó Calatrava furioso y se fué hacia Manuel; pero al ruido entraron algunos mozos y los separaron. En esta situación, apareció el Maestro en la puerta de la secretaría.

—¿Qué pasa?—preguntó mirando a Calatrava y a Manuel severamente—. Marcháos vosotros—añadió dirigiéndose a los demás.

Quedaron los tres solos, y Manuel explicó el motivo de la cuestión.

[331] El Maestro, después de oirle, dijo a Calatrava:

—¿Es eso de veras lo que te ha dicho?

—Sí; pero ha venido aquí con exigencias...

—Bueno. De eso no hay que hablar. ¿De manera—añadió dirigiéndose a Manuel—que tú no quieres ayudar a la policía? Haces bien. Puedes marcharte. Yo le diré al Garro que no te moleste.

Una hora después, Manuel y Jesús habían salido de casa a dar una vuelta. Hacía una noche de calor sofocante; bajaron a la Ronda.

Hablaron. Manuel sentía una sorda irritación contra todo el mundo, un odio hasta entonces amortiguado se despertaba en su alma contra la sociedad, contra los hombres...

—De veras te digo—concluyó diciendo—que quisiera que estuviera lloviendo dinamita ocho días y bajara después el Padre Eterno hecho ascuas.

Y rabioso invocó a todos los poderes destructores para que redujesen a cenizas esta sociedad miserable.

Jesús le escuchaba con atención.

—Eres un anarquista—le dijo.

—¿Yo?

—Sí. Yo también lo soy.

—¿Tu?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde que he visto las infamias que se cometen en el mundo; desde que he visto cómo se entrega fríamente a la muerte un pedazo de humanidad; desde que he visto cómo mueren desamparados los hombres en las calles y en los hospitales—contestó Jesús con cierta solemnidad.

[332] Manuel enmudeció. Pasaron los dos amigos silenciosos por la ronda de Segovia, y en los jardinillos de la Virgen del Puerto se sentaron.

El cielo estaba espléndido, cuajado de estrellas; la vía láctea cruzaba la cóncava inmensidad azul. La figura geométrica de la Osa Mayor brillaba muy alta. Arturus y Wega resplandecían dulcemente en aquel océano de astros.

A lo lejos el campo oscuro, surcado por líneas de luces, parecía el mar en un puerto, y las filas de luces semejaban las de los malecones de un muelle.

El aire húmedo y caliente venía impregnado de olores de plantas silvestres, agostadas por el calor.

—¡Cuánta estrella!—dijo Manuel—. ¿Qué serán?

—Son mundos, y mundos sin fin.

—No sé por qué hoy me consuela ver ese cielo tan hermoso. Oye, Jesús; ¿tú crees que habrá hombres en esos mundos?—preguntó Manuel.

—Quizá; ¿por qué no?

—¿Y habrá también cárceles, jueces, casas de juego, polizontes?... ¿Eh? ¿Crees tú?

Jesús no contestó a la pregunta. Luego habló con una voz serena de un sueño de humanidad idílica, un sueño dulce y piadoso, noble y pueril.

En su sueño, el hombre, conducido por una idea nueva, llegaba a un estado superior.

No más odios, no más rencores. Ni jueces, ni polizontes, ni soldados, ni autoridad, ni patria. En las grandes praderas de la tierra, los hombres libres trabajan al sol. La ley del amor ha [333] sustituído a la ley del deber, y el horizonte de la humanidad se ensancha cada vez más extenso, cada vez más azul...

Y Jesús continuó hablando de un ideal vago de amor y de justicia, de energía y de piedad; y aquellas palabras suyas, caóticas, incoherentes, caían como bálsamo consolador sobre el corazón ulcerado de Manuel... Luego los dos callaron, entregados a sus pensamientos, contemplando la noche.

Una beatitud augusta resplandecía en el cielo, y la vaga sensación de la inmensidad del espacio, lo infinito de los mundos imponderables, llevaba a sus corazones una deliciosa calma...

FIN

ÍNDICE

PRIMERA PARTE
  Págs.
Capítulo I.—El taller.—La vida de Roberto Hasting.—Alex Monzon. 9
Cap. II.—La señorita Esther Volowitch.—Una boda.—Manuel aprendiz de fotógrafo. 27
Cap. III.—La Europea y La Benefactora.—Una colocación extraña. 41
Cap. IV.—La baronesa de Aynant, sus perros y su mulata de compañía.—Se prepara una farsa. 57
Cap. V.—Vida y milagros del señor de Mingote.—Comienza la dulce explotación de don Sergio. 71
Cap. VI.—Kate, la niña blanca.—Los amores de Roberto.—El pundonor militar.—Las cucas.—Disquisiciones antropológicas. 85
Cap. VII.—El berebere se siente profundamente anglosajón.—Mingote mefistofélico.—Cogolludo.—Despedida. 105
SEGUNDA PARTE
Capítulo I.—Sandoval.—Los sapos de Sánchez Gómez.—Jacob y Jesús. 123
Cap. II.—Los nombres de los sapos.—El director de «Los Debates» y sus redactores. 135
Cap. III.—El parador de Santa Casilda.—La historia de Jacob.—La Fea y la Sinforosa.—La chica sin madre.—Mala Nochebuena.[336] 143
Cap. IV.—La Navidad de Roberto.—Gente del Norte. 159
Cap. V.—Paro general.—Juergas.—El baile del Frontón.—La iniciación de amor. 175
Cap. VI.—La nieve.—Otras historias de don Alonso.—Las Injurias.—El Asilo del Sur. 183
Cap. VII.—La Casa Negra.—Incendio.—Fuga. 203
Cap. VIII.—Las cuevas del Gobierno civil.—El repatriado.—La sopa del convento. 211
Cap. IX.—Noche en el paseo de la Virgen del Puerto.—Suena un tiro.—Calatrava y Vidal.—Un tango de la bella Pérez. 223
TERCERA PARTE
Capítulo I.—¿Será la buena?—Proposiciones de Vidal. 239
Cap. II.—El Garro.—Marcos Calatrava.—El Maestro.—Confidencias. 251
Cap. III.—La Flora y la Aragonesa.—La Justa.—La inauguración del Salón París. 265
Cap. IV.—Un fusilamiento.—En el puente del Sotillo.—El Destino. 275
Cap. V.—El calabozo del Juzgado de guardia.—Digresiones.—La declaración. 287
Cap. VI.—Lo que pasaba en el despacho del Juez.—La Casa de Canónigos. 301
Cap. VII.—La Fea y la Salvadora.—Ortiz.—Antiguos conocidos. 309
Cap. VIII.—La pista del Bizco.—Las afueras.—El ideal de Jesús. 317
Indice. 335

Nota del Transcriptor: Errores obvios de imprenta han sido corregidos. Páginas en blanco han sido eliminadas.






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     Chief Executive and Director
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