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Miguel de Cervantes y Saavedra - Don Quijote de la Mancha - Ebook:
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Benito Pérez Galdós - La Sombra (1871)

Benito Pérez Galdós - La Sombra (1871)




     CAPITULO PRIMERO
     El doctor Anselmo
     I
     Conviene principiar por el principio, es decir, por informar al lector de
     quién es este don Anselmo; por contarle su vida, sus costumbres, y hablar
     de su carácter y figura, sin omitir la opinión de loco rematado de que
     gozaba entre todos los que le conocían. Esta era general, unánime,
     profundamente arraigada, sin que bastaran a desmentirla los frecuentes
     rasgos de genio de aquel hombre incomparable, sus momentos de buen sentido
     y elocuencia, la afable cortesía con que se prestaba a relatar los más
     curiosos hechos de su vida, haciendo en sus narraciones uso discreto de su
     prodigiosa facultad imaginativa. Contaban de él que hacía grandes
     simplezas, que era su vida una serie de extravagancias sin cuento, y que
     se atareaba en raras e incomprensibles ocupaciones no intentadas de otro
     alguno; en fin, que era un ente a quien jamás se vio hacer cosa alguna a
     derechos ni conforme a lo que todos hacemos en nuestra ordinaria vida.
     Pocos le trataban; apenas había un escaso número de personas que se
     llamaran sus amigos; desdeñábanle los más, y todos los que no conocían
     algún antecedente de su vida ni sabían ver lo que de singular y
     extraordinario había en aquel espíritu, le miraban con desdén y hasta con
     repugnancia. Si habla en esto justicia, no es cosa fácil de decir, así
     como no es empresa llana hacer una exacta calificación de aquel hombre,
     poniéndole entre los más grandes o señalándole un lugar junto a los
     mayores mentecatos nacidos de madre. El mismo nos revelará en el curso de
     esta narración una porción de cosas, que serán otros tantos datos útiles
     para juzgarle como merezca.
     Vivía en el cuarto piso de un endiablado caserón, de donde nunca salía, a
     no ser que asuntos urgentes le llamaran fuera de la casa. Esta era de tal
     condición, que, en otro siglo menos preocupado, la fantasía popular
     hubiera puesto en ella todas las brujas de un aquelarre.
     En la época presente no había más bruja que una tal doña Mónica, ama de
     llaves, criada e intendente. La habitación del doctor parecía laboratorio
     de esos que hemos visto en más de una novela, y que han servido para fondo
     de multitud de cuadros holandeses. Alumbrábala la misma lámpara
     melancólica con que en teatros y pinturas vemos iluminada la faz
     cadavérica del doctor Fausto, del maestro Klaes, de los sopladores de la
     Edad Media, del buen marqués de Villena y de los fabricantes de venenos y
     drogas en las Repúblicas italianas. Esto hacía parecer a nuestro héroe
     punto menos que nigromante o judío, pero no lo era ciertamente, aunque en
     su casa, originalísima, como después veremos, se velan, colgados del
     techo, aquellos animales estrambóticos que parecen realizar un sueño de
     Teniers, revoloteando en confusa falange por todo el ámbito de la bóveda.
     Aquí no había bóveda gótica, ni ventana con primorosas labores, ni el
     fondo oscuro, los misteriosos efectos de luz con que el artificio de la
     pintura nos presenta los escondrijos de esos químicos aburridos que,
     envueltos en ilustres telarañas, se inclinan perpetuamente sobre un
     mamotreto lleno de garabatos. El gabinete del doctor Anselmo era una
     habitación vulgar, de estas en que todos vivimos, compuesta de cuatro mal
     niveladas paredes y un despedazado techo, en cuya superficie el yeso,
     cayéndose por la incuria del tiempo y el descuido de los habitantes, había
     dejado muchos y grandes agujeros. No había papel, ni más tapicería que la
     de las arañas, tendiendo de rincón a rincón sus complicadas urdimbres.
     En el principal testero veíase un esqueleto que no había perdido el buen
     humor del sepulcro, de tal modo se rasgaban en espantosa risa sus
     desdentadas mandíbulas, y aumentaba la singularidad de su aspecto el
     caldero que el doctor le había puesto en el cráneo, sin duda por no tener
     sitio mejor donde colocarlo.
     Al lado había un estante de madera con innumerables baratijas, entre las
     cuales no hacían el peor papel algunos rotos vasos de inestimable mérito,
     y piezas del más tosco barro doméstico. Algún ave disecada y medio podrida
     daba realce con el brillante color de sus últimas plumas a este armatoste,
     junto al cual una culebra llena de paja se extendía dibujando sobre la
     pared las curvas de su cuerpo, en cuyas escamas quedaba un débil tornasol.
     No lejos de esto pendía una armadura, tan roñosa como si desde el tiempo
     de Roldán -- su dueño tal vez -- no se hubiera limpiado. Algunas otras
     armas blancas y de fuego colgaban por allí en unión con una gran sartén,
     cuyo mango tocaba los pies de un Santo Cristo, de esos que, con el cuerpo
     lívido, los miembros retorcidos, el rostro angustioso, negras las manos,
     llenos de sangre el sudario y la cruz, ha creado el arte español para
     terror de devotas y pasmo de sacristanes. El Cristo era amarillo, obscuro,
     lustroso, rígido como un animal disecado: no tenía formas; la cara,
     desfigurada por el bermellón, y los pies se perdían entre los pliegues de
     un gran lazo, que, sin duda, fue lugar de romería para todas las moscas
     del barrio, porque allí habían dejado indelebles muestras de su paso. Por
     otro lado asomaban unos caracoles, una estampa de no sabemos qué mártir,
     conchas de madreperla, dos pistolas y un rosario de cuentas marinas
     enredado en una rama de coral, ennegrecida por el polvo. Dos grandes
     espuelas de caballero y una silla de montar colgaban de otra escarpia
     junto a mugrientas ropas, por entre cuyos pliegues se veía el mango de una
     guitarra con finísimas incrustaciones de nácar y marfil,
     Estaba abollada, y una sola cuerda, testigo mudo hoy de su anterior
     grandeza, podía dar a la actual generación un eco de las pasadas armonías.
     Unas botas de militar rodaban por el suelo junto a la guitarra, y en la
     parte de enfrente pendían casaca y chupa del último siglo, entrambas
     piezas llenas de agujeros y manchas. Un sombrero tricornio aparecía puesto
     sobre un botijo que hacía las veces de cabeza, y un deforme candil, en
     forma de tenebrario, manchaba con los restos de su aceite secular un
     reclinatorio de primorosas labores, pero tan estropeado que apenas tenía
     figura. En la pared cercana había un reloj parado desde hace 50 años: su
     máquina era el cuartel general de las arañas, y sus enormes pesas de
     plomo, caídas con estrépito hace 25,000 noches, habían roto un taburete;
     un cántaro, un Niño Jesús, yacían en el suelo inmóviles con la majestad de
     dos aerolitos.
     No se libraba de cierta impresión de estupor el que entraba en aquella
     habitación, donde la escasa luz de la lámpara producía extrañísimos
     efectos; porque, además de los cachivaches que hemos descrito, ocupaban la
     estancia sinnúmero de aparatos de complicadas y rarísimas formas.
     Alambiques que parecían culebras de vidrio proyectaban su espiral sobre
     enormes retortas, cuyo vientre calentaba un hornillo en perenne
     combustión. Reverberaba el disco de una máquina eléctrica, y todo el
     aparato nos amenazaba constantemente con sus ingratas manifestaciones. El
     sordo rumor de la llama del hogar, el chirrido del ascua, semejantes a la
     vibración lejana de misterioso instrumento; el olor de los ácidos, la
     emanación de los gases, el asmático soplar del fuelle, que funcionaba con
     ansia y fatiga, como un pulmón enfermo, todo esto producía en el
     espectador ansia y mareo imposibles de describir.
     Cuando el que esto escribe tuvo el honor de penetrar en el estudio,
     gabinete o laboratorio del doctor Anselmo, su asombro fue grande, y no
     podrá menos de confesar que, mezclado al asombro, sintió cierto terror,
     sólo calmado por la idea de que aquel hombre era el más afable e
     inofensivo de los seres. Además, ¿quién ignoraba que don Anselmo no era
     nigromante ni profesaba ninguna de las endiabladas artes de la antigüedad?
     Apenas hubo quien tomara en serio sus trabajos, y más bien le tenían en la
     vecindad por loco o mentecato que por hombre medianamente sabio, con
     asomos siquiera de sentido común. Él, sin embargo, se enfrascaba en
     aquella tarea incesante, de que nunca se vio resultado alguno, y a juzgar
     por la gravedad con que soplaba sus hornillos y la atención ansiosa con
     que hacía circular los líquidos verdes y rojos al través el vidrio de los
     alambiques, grandes y trascendentales problemas traía entre manos.
     Su afición a la Química era en él cosa nueva, no habiendo hasta hace poco
     parado las mientes en simples combinaciones. Casi siempre había empleado
     en la lectura, en toda clase de libros, la mayor parte de su tiempo,
     siempre que algún indiscreto no iba a entretenerse con él oyéndole sus
     narraciones pintorescas, en que se admiraban la brillantez y vuelo de su
     grande inventiva. Su conversación versaba siempre sobre hechos de su
     propia vida, que él sacaba a colación en todo y por todo. Nunca se hacía
     de rogar, y lo que contaba era, por lo común, tan peregrino, que muchos lo
     juzgaban todo pura invención de su fantasía. Al recordar su pasado, miraba
     todas aquellas baratijas que allí tenía colgadas, y se reía con efusión de
     dulce tristeza, diciendo:
     --Yo también he sido joven; he sido cortesano, artista, pintor, músico; he
     viajado mucho, he sido galanteador, me han perseguido, he tenido desafíos
     conozco el mundo, he amado la vida y la he despreciado, he amado y
     aborrecido con mucha violencia.
     En cierta ocasión, después de hablar de esta manera, aplicó su dedo
     amarillo, flaco y rígido a la única cuerda de la guitarra, que vibró con
     sordo quejido, despidiendo en su oscilación todo el polvo que 20 años de
     quietud habían acumulado en ella. Y calló, permaneciendo largo rato
     pensativo y mirando con fijeza la circulación del líquido rojo a lo largo
     del intestino de vidrio, que trasegaba de un depósito a otro una esencia
     sutil.
     En aquellos momentos de silencio, interrumpido sólo por la tenue vibración
     de la cuerda, el rumor de la llama y ese sonido incomprensible y solemne
     de todo lugar misterioso, era cuando más terror producían en mí los
     singulares objetos de la vivienda del sabio. Parecía que todo aquello
     tenía vida y movimiento: que la casaca se movía, como si sus faldones
     cubrieran un cuerpo, cual si las mangas tuvieran dentro brazos.
     También creía ver el sombrero tricornio meneándose a un lado y a otro,
     como si el botijo que le sustentaba tuviera sesos llenos de inteligencia y
     buen humor: creía ver las botas espoleando al reclinatorio, y las conchas
     golpeándose unas a otras, como si a manera de castañuelas estuvieran
     amarradas a los dedos de una mano andaluza. El esqueleto me parecía que
     bostezaba, y el caldero le caía hasta los ojos, inclinándose a un lado
     para darle expresión chusca; me parecía verle adelantar el pie izquierdo,
     como quien rompe a bailar, y cuadrarse ambas manos a la cintura, que le
     cabía en dos dedos.
     Se me figuraba asimismo que andaba el reloj con la precipitación y
     diligencia de una máquina que quiere recorrer en minutos los años que se
     ha estado mano sobre mano, es decir, rueda sobre rueda; sentía el tictac
     de las piezas, y creía ver oscilar el péndulo dando bofetones a un lado y
     a otro a todos los pájaros disecados, los cuales se empeñaban en volar
     moviendo con trabajo las escasas plumas de sus alas podridas, y, por
     último, en medio de esta baraúnda, me pareció que el Cristo estiraba los
     brazos y el cuello, desperezándose con expresión de supremo fastidio.
     II
     Demos a conocer a la persona.
     Parecerá que don Anselmo es tipo poco común, de estos que más se ven en el
     artificioso mundo de la novela y el teatro que en la escena de la vida,
     donde estamos todos formando este gran grupo social que hoy nos parece una
     vulgaridad insigne y quizás lo es. Don Anselmo, al ser presentado, en la
     singular escena que hemos descrito, en medio de tantos rarísimos trastos,
     con este aparato de la Edad Media y sus ribetes de brujo o buscador de la
     piedra filosofal, parecerá un personaje enteramente ajeno a la actual
     Sociedad, una creación ideológica, sin ningún sentido ni aplicación, más
     bien que retrato fiel de cualquier prójimo. Estas creencias se
     desvanecerán cuando se sepa que el doctor Anselmo era hombre de aspecto
     tan poco romántico, tan del día y de por acá, que nadie fijara en él la
     atención, a no ser renombrado por sus nunca vistas manías y ridiculeces y
     por su disparatada conversación.
     Era un viejo mal conservado, flaco y como enfermizo, más bien pequeño que
     alto, con uno de esos rostros insignificantes que no se diferencian del
     vecino si una observación formal no se fija en él con particular interés.
     Sólo cuando hablaba se veían en su rostro los rasgos de una vivacidad nada
     común. Sus ojuelos pequeños y hundidos tenían entonces mucho brillo, y la
     boca, dotada de la movilidad más grande que hemos conocido, empleaba un
     sistema de signos más variados y expresivos que la misma palabra. Cojeaba
     de un pie, no sabemos por qué causa, y la mano izquierda no era del todo
     expedita; tenía muy bronca y alterada la voz, y al andar marchaba tan
     derecho en su camino, tan fijo y abstraído, que iba dando tropezones con
     todo el mundo. Parecía tener una tenaz idea clavada en la mente, idea que
     no le daba respiro, impidiéndole dirigir la atención a cualquier otro
     punto, y en su marcha se le veía agitarse, mudar de color, gesticular,
     alterando todos los músculos de su cara como el que sostiene una
     conversación acalorada con interlocutores invisibles. El hablar consigo
     mismo era en él, más que hábito, una función en perenne ejercicio; su
     vida, un monólogo sin fin.
     El vestido no llamaba la atención aquí, donde hay un museo de ridiculeces
     en perpetua exhibición por esas calles. Si fue su levita objeto de
     curiosidad, a causa de la exorbitante altura de la solapa, charolada por
     la grasa y el roce de 15 años, no hallamos en ninguno de los cronistas que
     han tratado de este hombre extraordinario datos que induzcan a creer que
     el público se fijara en la holgura de su chaleco, donde cabían cuatro
     doctores, ni en la nunca vista forma de su corbata, que a veces, por una
     particularidad frecuente en muchos sabios y en todos los que hablan solos,
     se le rodaba, poniéndose el lazo en el cogote.
     Era en sus costumbres de una sencillez y una pureza ejemplares: comía
     poco, bebía menos y dormía, en las pocas horas que le dejaba libres la
     fantasía, con bastante desasosiego, y soñando siempre tanto como cuando
     estaba despierto. La mayor parte del tiempo la dedicaba al estudio del
     cual, al decir de muchos, no sacó jamás ningún provecho, sino que, por el
     contrario, se le enredara más la madeja de desatinos que en la cabeza
     tenía.
     Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde y de los
     cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna.
     Parecía, en resumen uno de esos eremitas de la Ciencia que se aniquilan,
     víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la
     vulgar corteza de hombres corrientes y haciéndose unos majaderos que
     sirven para pocas cosas útiles y, entre ellas, para hacer reír a los
     desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad, era la
     narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su
     genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones eran, por lo general,
     parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería
     andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida
     actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía.
     Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía
     en juego los más caprichosos recursos de la Retórica y un copioso caudal
     de retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su
     estilo no carecía de arte, siendo, por lo general, difuso, vivo y
     pintoresco.
     Esto hará creer al lector que tenemos que habérnoslas con algún literato
     desahuciado de la crítica, desheredado de los favores populares, uno de
     esos que entregan a la miseria y al hastío una vida incapaz de emplearse
     en el ejercicio del arte y en el pleno goce de la gloria. No; el doctor
     Anselmo no era literato, ni sabemos que de su pluma saliera nunca otra
     cosa que unas cuentas mal pergeñadas de las pérdidas de su casa y algún
     memorial para hacer valer sus derechos a la pensión; era un hombre que
     tenía metida en la cabeza una idea insana. Tal vez conociendo algunos
     detalles de su vida y prestando atención al incidente que él mismo nos va
     a referir, sepamos cómo llegó aquel entendimiento a tal grado de
     desbarajuste y cómo se aposentaron en su cerebro tantas y tan locas
     imágenes mezcladas de discretos juicios, tanta necedad unida a grandes
     concepciones, que parecen fruto del más sano y cultivado entendimiento.
     Tuvo el tal una juventud muy borrascosa, y desde su primera edad se notó
     en él gran violencia de sentimientos, desbarajuste en la imaginación,
     mucha veleidad en su conducta, y alternativas de marasmo y actividad que
     le dieron fama de hombre destartalado y de poco seso. Cuentan que se
     pasaba semanas enteras retirado de las gentes, triste, aburrido como un
     santo, perdido en vanos éxtasis, de que no salía ni aun solicitado por sus
     amigos; otras veces era tal su animación y alegría, que rayaba en delirio,
     siendo difícil sustraerse a sus travesuras. Pero esto duraba poco, y a lo
     mejor le veían otra vez solitario y abstraído, hecho un santo de palo, de
     esos que miran al cielo y estiran un dedo como en expectación de alguna
     voz de arriba. De esta manera le encontró la muerte de su padre, el cual
     le dejó considerable fortuna, y entre otras cosas, una casa magnífica,
     donde el vicio, gran coleccionador de obras de arte, había reunido
     infinidad de primores del Renacimiento. Su familia era de las más nobles
     de Andalucía: llevaba el apellido de Afán de Ribera, siendo, por la línea
     materna, de la casta de los Silíceos, por lo cual se enorgullecía de ser
     pariente del arzobispo de este nombre.
     Al describir el palacio que le dejó su padre, el doctor empleaba los más
     brillantes colores; daba a su relato tales visos de cosa fantástica, que
     no era posible creerlo ni dejar de pensar que la imaginación del narrador
     era el principal arquitecto de tan hermosa vivienda.
     Casóse mi hombre con una joven de cuya hermosura hablaba siempre
     pomposamente. Lo que pasó en este matrimonio nadie lo sabe, y si es verdad
     lo que de boca del mismo doctor vamos a oír, fuerza es confesar que el
     caso es raro y merece ser puesto entre las más curiosas aventuras que han
     ocurrido en el mundo. Cuentan personas autorizadas que, en los meses que
     estuvo casado, la enajenación, la extravagancia de nuestro personaje,
     llegaron a su último extremo: se le veía entonces apartado de todo trato
     humano, buscando sitios solitarios, a veces dominado por cólera
     inextinguible, a veces sumergido en profunda melancolía, especie de
     somnolencia que le daba todo el aspecto de un hombre sin sentido. Pocas
     veces le vieron con su mujer, para quien no tenía ni aun las más ligeras
     amabilidades que el más adusto marido tiene con la suya. Renegaba de sus
     suegros, hacía mil tonterías, hasta el punto de que la maledicencia,
     afanosa por saber lo que allí pasaba, entró en su casa y no dejó a nadie
     con honra.
     La verdad no se sabe; murió Elena, que así se llamaba su esposa, a los
     pocos meses de casada, y entonces empezó Anselmo a ser el absurdo
     personaje que ahora conocemos. No volvió a tener reposado y claro el
     juicio, siendo desde entonces el hombre de las cosas estrafalarias e
     inconexas, cada vez más incomprensible, enfrascado en sus diálogos
     internos y agitado siempre por la idea insana que llegó, poco a poco, a
     formar parte de su naturaleza moral.
     Perdió su fortuna, no sólo por abandono, sino porque, suscitado un pleito
     insignificante por un pariente suyo, supo la curia aprovecharse tan bien,
     que en poco tiempo quedaron todos los litigantes en la miseria. Hubo quien
     dijo: «Es un gran filósofo; ved con qué resignación resiste los golpes de
     la suerte.» Otros decían: «Es un loco; mirad con qué indiferencia olvida
     sus asuntos.» Su estoicismo era objeto de burlas. Alguien quiso
     favorecerle, compadecido de su desgracia; pero parece que le encontraron
     orgulloso y poco dispuesto a admitir limosnas. También hubo jóvenes de
     candidez tan extremada que le creyeron iniciador de un nuevo sistema
     filosófico que había de pasmar al urbe. Esto provenía de que después de su
     pobreza se había remontado a las alturas del guardillón, donde encendió
     una lámpara y se puso a devorar libros noche tras noche sin darse reposo.
     Pero viendo todos la ninguna sustancia de aquel trabajo incesante,
     encontrábanle cada vez más loco. Huyeron de él los que antes le tenían
     afecto o lástima, y sólo había un reducido número de personas que iban a
     oírle contar peregrinas aventuras, soñadas por él, sin duda, pues no
     existía un ser cuyo papel en la Sociedad hubiera sido más pasivo.
     El calificativo de doctor no provenía de ningún grado académico, como en
     la mayor parte de los sabios; fue más bien un apodo con que los amigos
     gustaban de satirizar sus hábitos de erudito. Los que iban a oírle contar
     sus historias no carecían de gusto, porque éstas eran un tejido asombroso
     de hechos inverosímiles, pero de gran interés, hechos amenizados por
     pintorescas digresiones y que, tratados y escritos por pluma un poco
     diestra, tal vez serán leídos. Referíanse por lo general, a apariciones de
     alguna sombra que venía a pasearse por este mundo con el mayor desparpajo,
     y él la presentaba como representación simbólica de alguna idea; tenía
     afición a toda clase de símbolos, y en sus cuentos había siempre multitud
     de seres sobrenaturales que formaban como una mitología moderna.
     En todo esto entraba por mucho la erudición adquirida en sus asiduas
     lecturas, que era en él como los archivos, en que todo está revuelto, sin
     concierto ni orden ¡Quién sabe, gran Dios! Tal vez si en aquella cabeza
     hubiera habido un catálogo, el doctor Anselmo sería uno de los más
     extraordinarios talentos conocidos.
     III
     El doctor continuaba mirando aquel diabólico aparato con ese abandono o
     negligencia que se pintan en el semblante cuando el pensamiento está muy
     lejos del sitio en que se fija la vista.
     Creeríase que le importaba poco el resultado de tal experimento y que no
     le había de dar ni disgusto la verdad científica que con el líquido
     circulaba por el tubo.
     --Pero ¿cómo se ha dedicado usted a la Química?-- le dije, seguro de que
     el sabio no daría contestación categórica.
     --Para atar la loca-contestó--; para contenerla y obligarla a que no me
     martirice más. Yo necesito estar siempre ocupado en algo: la lectura me
     distrajo un poco, pero, al fin, llegué a cansarme de leer. Hace poco vi en
     ciertos libros cosas que me llamaron la atención y no comprendí. «Voy a
     ver lo que es eso» -- dije, «yo necesito meterme en experimentos.» Compré
     esos trebejos y me puse a soplar y a observar. Una nomenclatura y un
     manual me han bastado para distraerme unos días. Pero aquí no hay nada más
     que un pasatiempo: cultivo la curiosidad, aunque sin fruto positivo. Que
     nadie espere de esto ningún adelanto científico. La verdad es que mientras
     caliento mi máquina y descompongo esos aguachirles, no pienso en otra
     cosa, y así me va tal cual.
     --¡La loca, siempre la loca! -- le contesté --. La verdad es, que la
     imaginación, a quien con mucha propiedad llama usted de ese modo, si usted
     la sujetase un poco, lejos de atormentarle, podría ser fuente fecundísima
     de creaciones, cuya importancia usted más que nadie puede conocer. ¿Por
     qué no se ha dedicado a las artes?
     --¡Oh! Para el cultivo de las artes -- dijo, volviendo la espalda al
     aparato -- se necesita una imaginación cuyo ardor y abundancia se contenga
     en los límites naturales, una imaginación que sea una facultad con sus
     atributos de tal y no enfermedad, como en mí, aberración, vicio orgánico.
     Esa preciosa facultad, aunque exuberante en algunos, no llega a dominar al
     individuo hasta el punto de imponerle una segunda vida; no es, como en mí,
     la mitad completa de la naturaleza. Yo no sé por qué vine al mundo con
     esta monstruosidad; yo no soy un hombre, o, más bien dicho, soy como esos
     hombres repugnantes y deformes que andan por ahí mostrando miembros
     inverosímiles que escarnecen al Criador. Mi imaginación no es la potencia
     que crea, que da vida a seres intelectuales organizados y completos; es
     una potencia frenética en continuo ejercicio, que está produciendo sin
     cesar visiones y más visiones. Su trabajo semeja al del tornillo sin fin.
     Lo que de ella sale es como el hilo que sale del vellón y se tuerce, es
     girar infinito, sin concluir nunca. Este hilo no se acaba, y mientras yo
     tenga vida, llevaré esa devanadera en la cabeza, máquina de dolor que da
     vueltas sin cesar.
     --Es verdad -- dije maquinalmente, admirado de que en su locura hubiera
     podido expresar tan bien y de un modo tan pintoresco el deplorable estado
     de su cabeza.
     --Yo soy esclavo de esto -- continuó --. Desde niño vengo padeciendo los
     estragos de mi imaginación. Ella, en 50 años, me ha hecho vivir 300. Sí,
     las falsas sensaciones que yo, aunque apartado del mundo, he experimentado
     en mi vida, suman las vidas, de seis hombres, he vivido demasiado, porque
     la fantasía ha puesto en mi tiempo millones de días.
     «Vamos-dije para mí mientras hacía con la cabeza una respetuosa señal de
     asentimiento--, ya te engolfaste en tus manías y eres hombre perdido por
     esta noche.»
     --Soy muy desgraciado, el más desgraciado de los hombres-- prosiguió el
     doctor-- Mis desdichas no tienen igual en el mundo ni se parecen a nada de
     lo que leemos. Otros hombres son mortificados dentro de su naturaleza,
     mientras yo me salgo en esto de la común ley de los dolores humanos;
     porque soy un ser doble: yo tengo otro dentro de mí, otro que me acompaña
     a todas partes y me está siempre contando mil cosas que me tienen
     estremecido y en estado de perenne fiebre moral. Y lo peor es que esta
     fiebre no me consume como las fiebres del cuerpo. Al contrario, esto me
     vivifica; yo siento que esta llama interior parece como que regenera mi
     naturaleza, poniéndola en disposición de ser mortificada cada día.
     --Es particular--dije, no comprendiendo nada de aquello de la llama
     interior y el ser doble, y el tornillo.
     --No encuentro mi semejante en ninguna arte--prosiguió--. Únicamente puedo
     llamar prójimos a los místicos españoles que han vivido una vida ideal
     completa, paralela a su vida efectiva. Estos tenían una obsesión, un otro
     yo metido en la cabeza. A veces he pensado en la existencia de un
     entozoario que ocupa la región de nuestro cerebro, que vive aquí dentro,
     alimentándose con nuestra savia y pensando con nuestro pensamiento.
     --¡Oh!, explique usted eso un poco más--dije, satisfecho de ver entrar a
     don Anselmo por el camino de una extravagancia que parecía ser muy
     divertida.
     --No es más que una idea vaga... Si yo pudiera exteriorizarme, expresar
     todo esto que hay en mí, de seguro se pasmarían muchos que hoy se ríen de
     mis cosas.
     --¡Oh! Si usted escribiera sus memorias, don Anselmo--dije, afectando
     mucha seriedad, para que no desconfiase, --no habría en antiguos ni
     modernos quien le igualara.
     --Es verdad--contestó don Anselmo, cuyos ojos se animaron con repentino
     fulgor--. Nadie me igualaría. Mi vida ha sido universal compendio de toda
     la vida humana, ¿no es verdad?
     --¡Ah! Sin duda. ¿Quién puede dudar eso?
     --Usted, que me ha oído contar algunos sucesos, lo comprenderá. ¿No es
     verdad que no hay nada más maravilloso que mi matrimonio? ¿Usted no
     recuerda aquel original suceso que le he contado, cuando me encontré en
     presencia del más extraño fenómeno que se ha ofrecido a la observación
     humana?
     --No recuerdo de qué habla usted.
     --Mi matrimonio, sí; yo se lo he contado a usted. Lo que entonces se habló
     fue un embuste. Nadie supo la verdad de tan singular acontecimiento.
     --A mí no me ha contado usted maldita de Dios la cosa--le dije, recordando
     que, a pesar de su franqueza y locuacidad, no había hablado nunca, sino
     muy obscuramente, de aquel misterioso asunto.
     --¿Que no se lo he contado? juraría que se lo referí punto por punto la
     otra noche.
     --Aseguro a usted, que no sé una palabra.
     --¿No le conté a usted aquello de mi mujer, de aquel hombre..., de aquel
     demonio- ... ?
     --Nada de eso sé.
     --¿Yo no he hablado con usted de mi palacio?
     --Del palacio, sí, aunque ligeramente --dije, recordando la fantástica
     pintura que de su casa hacía con frecuencia el doctor.
     --¡Oh, estupendo, maravilloso! Mi padre tenía un grande amor a las artes.
     ¡Que preciosidades, qué joyas!
     --Sí, debía de ser magnífico--repetí para incitarle a hablar y recrearme
     en el desborde siempre majestuoso de su verbosidad fecunda.
     --Aún me parece que estoy allí--dijo con una especie de éxtasis--, y veo a
     mi mujer andando lentamente y con majestad, como ella andaba; entrar allí,
     cerrar la puerta; me figuro que siento el ruido de sus vestidos al caer,
     el sonido de su grueso collar de ámbar al ser puesto en el platillo del
     guardajoyas.
     --¡Oh!, siga usted, siga.
     --La media noche es fecunda en imaginaciones. Ella pasaba por delante de
     mí, dejando como un rastro de luz. Yo no dormía, porque estaba alerta,
     siempre con el oído atento a aquella voz abominable.
     --¿A la voz de Elena?
     --No, no---dijo con furor-; a la voz de... La sangre corrió de su herida...
     --La señora estaba herida, sin duda.
     --No, él; lo cual no impedía que me mostrara su infame sonrisa y su mirada
     de demonio.
     --Veo que ése es asunto complicado. ¿Anda en él alguna persona de quien yo
     no tengo noticia?
     --Sí; usted le conoce, todos le conocen; anda por ahí. Yo le veo todos los
     días; hace pocas noches estuvo aquí.
     --¿Quién?
     --Ese... Pero voy a contárselo a usted formalmente--dijo, como quien se
     decide, después de dudar mucho tiempo, a hacer una importante revelación--
     Usted oiría hablar entonces de mi esposa, de mí; oiría mil necedades que
     distan mucho de la verdad. La verdad pura es lo que voy a contar ahora.
     El doctor Anselmo empezó a hablar, refiriendo su extraño suceso con
     prolijidad encantadora: no perdonaba recurso alguno de elocuencia;
     describía los sitios del modo más minucioso y tan al vivo, que seducía su
     lenguaje. Había, sin embargo, cierta vaguedad y confusión en el relato, y
     era preciso acostumbrarse a su peculiar estilo para encontrar el método
     misterioso que sin duda tenía. Al principio, como su fantasía estaba más
     suelta, divagaba de aquí para allí, entremezclaba la relación con
     sentencias de su cosecha, con apreciaciones que tenían a veces pasmosa
     originalidad y a veces una candidez cercana a la estulticia. Inútil es
     decir que había mucho de novelesco en todo aquello y que en las
     descripciones, sobre todo, dejaba correr muy descuidadamente la lengua.
     Risa causaba oírle describir su palacio, que, a ser como él decía, no
     tendría igual en los más florecientes tiempos de las artes. Dejaba afluir
     la vena de su erudición en llegando a este punto, y ni la razón le
     contenía ni el temor de parecer mentiroso le refrenaba. No sabemos si las
     mentiras que contó, y que vamos a transcribir, pueden tener, arregladas y
     metodizadas, algún interés y visos de sentido común. Tal vez resulten
     menos locas de lo que a primera vista parece; tal vez aparezca un rayo de
     lógica en ellas, si se las considera como creación metafísica; tal vez,
     sin saberlo el mismo doctor, había hecho un regular apólogo sacado del más
     amargo trance de su vida, y él, sin sospecharlo siquiera, al agregar a su
     cuento mil mentiras y exageraciones, había producido una pequeña obra de
     arte, propia para distraer y aun enseñar.
     Poco antes de haber empezado, entró doña Mónica, a quien atraía el calor
     del hornillo, único rescoldo que había en la casa en las noches de
     invierno. Franqueza digna de los tiempos patriarcales reinaba entre los
     dos: ella tenía costumbre de arrimarse el aparato químico, y allí, si no
     hacía media, se quedaba dormida con una beatitud, que el sabio no podía
     ver sin admiración. El escuálido gato, que parecía alimentado con cloruros
     y bromuros, dio algunos pasos por la habitación, como quien busca alguna
     cosa; probó varios sitios, se instaló primero en un libro, y después entre
     dos pilas de Volta, y, al fin, no gustándole ninguna de estas cosas, vino
     a tenderse perezosamente entre los pies de la dueña.
     El doctor Anselmo habló de esta manera:
     IV
     --Lo primero que voy a hacer es darle a usted una idea de cómo era mi
     palacio, aquel palacio que heredé de mi padre, el más entusiasta
     coleccionador de obras de arte que ha existido. Comprenderá usted, al
     conocer por mi relato aquella vivienda, que bien podía esperar la
     felicidad quien tales medios tuvo de satisfacerla, y, al mismo tiempo, le
     causará asombro que yo, joven, rico, dotado, aunque me esté mal el
     decirlo, de cualidades apreciables, fuera el más desgraciado ser de la
     Tierra. Yo me casé muy a gusto; me casé satisfecho, lleno de entusiasmo,
     enamorado como un mozalbete; mi mujer habitó conmigo aquella casa hasta
     que murió. Verá usted cuántas cosas pasaron en tan pocos meses. ¡Qué
     inquisición, qué tormentos, qué horrible tortura moral! Mi casa estaba
     construida muy misteriosamente; al exterior no aparentaba nada de notable,
     pues no era más que un caserón de estos que han quedado en Madrid del
     siglo pasado. Interiormente estaban todas sus maravillas: como los
     alcázares de los árabes, fue construida por un gran egoísmo o una
     extremada reserva, mi padre realizó allí un sueño, expresó todo lo que
     sabía o todo lo que había soñado. No sé qué medios empleó para ello ni qué
     artífices trabajaron en la obra: parecía más bien cosa forjado por fuerzas
     superiores, obra salida de las entrañas de la Tierra al empuje de una
     voluntad diabólica. Examinada detenidamente, se veía allí como la historia
     y el proceso del Arte en todos los tiempos. Mi padre era gran admirador de
     la antigüedad y había querido representarla allí; más que delirio de un
     poderoso, era su casa la realización de un sueño de artista, delirio
     simbolizado en la opulencia, verdadera estética del millón. El jaspe, las
     estatuas, los relieves, las líneas entrantes y salientes, las molduras y
     reflejos, la tersa superficie del mármol del piso, que proyectaba a la
     inversa la construcción toda; la concavidad, mitad sombría, mitad
     luminosa, de las bóvedas; la comunicación de las arquerías, el corte
     geométrico de las luces, la amplitud, la extensión, la altura,
     deslumbraban a todo el que por primera vez entraba en aquel recinto. A
     medida que se avanzaba, era más grandioso el espectáculo y se ofrecían a
     la contemplación espacios mayores y más bellos. Cada arquería abría paso a
     otro recinto, se entrecortaban sus cornisas, engendrando en sus choques
     curvas más atrevidas; los arcos se transmitían sucesivamente la luz, y esa
     luz, corriendo de nave en nave para iluminar espacios cada vez mayores,
     parecía reproducir en escala creciente un sencillo plantel, como si obrara
     allí la potencia refractiva de enormes y disimulados espejos.
     --Bueno, debía de ser eso--dije en un instante en que el doctor se detuvo
     para tomar aliento.
     --No he hablado todavía más que del vestíbulo--afirmó--; lo demás...
     --Pues si esto no es más que el vestíbulo, lo demás será cosa tan bella
     que excederá a todo encarecimiento--observé, sin poder contener mi
     asombro, al ver que las mentiras e hipérboles de mi amigo no tenían límite
     y superaban a todo lo que en las cabezas más extraviadas y llenas de
     necedad estamos acostumbrados a ver.
     --Internándose--continuó--, se veía que la arquitectura antigua dominaba
     allí, variando sus más hermosos estilos. El decorado era cada vez más
     bello, sin que la profusión perjudicara la pureza y armonía. Primero se
     reflejaba allí toda la graciosa sencillez de los antiguos templos de
     Atenas; las mismas formas adquirían después esbeltez y gallardía,
     modificadas por la mano del arte jónico. Más adelante la monótona tersura
     del mármol desaparecía entre los colores del jaspe, el dorado brillaba en
     los acantos del capitel corintio, en las dentículas y en las grecas. La
     figura humana principiaba a manifestarse en las claves del arco, en los
     relieves triangulares de las pechinas, en los monstruos híbridos que
     galopaban sobre el friso, en las cabezas de sátiro, en las máscaras
     grotescas, cuyas bocas, contraídas por la hilaridad anacreóntica,
     vomitaban flores y festones. Más allá, las hijas de la Caria soportaban el
     arquitrabe, adornado con severidad, y ya la figura humana aparecía
     completa en el muro: los centauros a un lado, las amazonas a otro,
     sostenían sus luchas encarnizadas. Las ninfas, agrupadas en el frontón,
     coronaban de rosas la cabeza de la víctima propiciatoria; los atlantes
     sostenían, encorvados, el techo, mientras en los relieves se
     desarrollaban, magníficamente esculpidas, las fábulas todas de los grandes
     desfacedores de agravios de la Grecia, Hércules y Teseo. Las figuras eran
     mayores aquí, y las actitudes y formas tocaban el límite de perfección del
     ideal antiguo. Todas las figuras eran divinas, desde Prometeo a Deyanira;
     todos los monstruos eran hombres, desde Polifemo hasta Briareo... El
     cuadrúpedo mismo, modelado por tan hábil cincel, tenía una especie de
     humana expresión. Allí Pegaso era un rey que trota y vuela, y Cerbero, un
     esclavo que ladra por tres bocas.
     --Pero diga usted: para que hubiera tantas cosas era preciso un espacio
     inmenso --le dije, picado ya de las enormes bolas que me quería hacer
     tragar el bueno de don Anselmo, y deseoso de hacerle comprender, por si
     quería burlarse de mí, que no era tan crédulo para embucharme aquella
     máquina de desatinos.
     La verdad era que ya estaba mareado con la pomposa descripción de
     columnas, jaspes, cariátides y otras mil baratijas engendradas en la mente
     de mi amigo. Yo sabía, por lo que oí referir a algunos viejos, que el tal
     palacio no tenia de particular más que algunos cuadrejos, algunos vasos y
     dos o tres estanterías vetustas que el padre de don Anselmo había comprado
     en una almoneda. No podía menos de extrañar que a la riqueza artística del
     palacio diera tales proporciones el alucinado narrador. Hícele algunos
     argumentos, extrañando que aquí, en Madrid, existiese tan copioso caudal
     de obras de arte; pero él no se dio por entendido y siguió en sus trece.
     --En lo que parecía ser centro del edificio---añadió con cierta gravedad
     que no se podía ver sin ser tentado a risa--, y bajo elevadísima bóveda,
     veíanse innumerables obras de estatuaria. Había grupos representando los
     hechos más famosos de la fábula helénica y figuras típicas de incomparable
     hermosura, significadas con los nombres de las divinidades que tienen
     atributos y representación más generales. Con los desastres de Ayax y
     Oileo y los horrores de Tántalo y Prometeo formaba juego una serie de
     esculturas que expresaban las aventuras igualmente célebres del don Juan
     del Olimpo. Las pobres víctimas de su intemperancia eran gallardísimas
     figuras en quienes se podían ver los efectos de una misma pasión con
     rasgos distintos según el distinto aspecto con que se les presentaba el
     burlador inmortal. Todas eran igualmente bellas, sin que Europa se
     pareciese en nada a Latona, ni Leda tuviera semejanza alguna con Sémele.
     Júpiter era siempre el mismo dios de concupiscencia y descaro, ya cuando
     aparecía en toda su majestad olímpica, ya convertido en toro o disfrazado
     con las plumas del palmípedo.
     --¡Qué diablo de Júpiter! Ese señor no perdonó casada ni doncella--observé
     yo, a ver si por las burlas le obligaba a cortar el vuelo de su
     disparatada fantasía.
     Ni por ésas. Don Anselmo continuó:
     --Esto que he descrito no es, en realidad, más que un museo, la parte
     visible de la casa. La parte interior, lo habitable, era más curioso aún.
     «¡Más curioso aún!--dije para mi capote---. ¡Más curioso aún! ¡Medrados
     estamos! ¿Adónde vamos a parar? Pues si todavía falta palacio, este hombre
     me va a marear esta noche.»
     --¡Lo que he descrito no es más que galerías!
     --¡Nada más que galerías! ¡Qué horror! ¡Qué habrá en las salas y en las
     alcobas! --exclamé alarmado.
     --La gran sala no se parecía en nada a aquellas magníficas construcciones
     donde imperaba la Arquitectura. En sus paredes no había estilo: dominaba
     el detalle, y eran tantas y tan diversas las preciosidades allí
     acumuladas, que en vano intentaría describirlas y enumerarlas el más
     cachazudo clasificador.
     «Buena me espera», pensé.
     --Era un museo de artes de ornamentación, y aquí cada objeto era una
     maravilla, y la excelencia de cada uno disimulaba la abigarrada, pero
     sorprendente, perspectiva del conjunto. Muebles soberbios del
     Renacimiento, fecundo en prodigios de ebanistería; cornucopias venecianas,
     relojes del tiempo de Luis XV adornados con figuras mitológicas; relieves
     de finísimo estuco representando cacerías y bailes campestres;
     candelabros, bustos, trípodes y medallones se hallaban aglomerados en la
     pared; y junto a ella, dejando entrever apenas la rica tapicería flamenca,
     cuyos colores, siempre frescos, revelaban el cartón de Teniers o de
     Brueghel. No faltaban esas caprichosas papeleras cuyos diminutos
     repartimientos ostentan pequeñas figuras de consumado gusto, mosaicos e
     incrustaciones con palos de diferentes colores, y al lado de estas piezas,
     veladores con planchas de porcelana en las cuales un delicado pincel había
     representado infinidad de célebres cortesanas. No lejos de estas bellezas
     terribles había vasos antiguos y modernos, ánforas doradas con la
     filigrana del cincel arábigo y jarros de la India y Oceanía, donde se
     enroscaban lagartos verdosos y alimañas de imaginación, toscamente
     labradas. Ídolos malabares de vientre hinchado, ombligo profundo y orejas
     descomunales se reían en un rincón con hilaridad de beodo o de simple, y
     más allá, vistosos pájaros de América disecados alternaban con conchas
     africanas, ramos de coral, un tríptico de la Edad Media, una cruz
     bizantina y relicarios egipcios, que...
     --Baste, basta--grité levantándome--; basta, que ya se me trastorna la
     cabeza. Esa diabólica confusión de cosas que usted tenía no es para
     contada.
     Sin duda, todos los calderos y cachivaches de su casa se le antojaban al
     doctor vasos egipcios y cruces bizantinas. El no se dio por ofendido con
     mi brusca interrupción y, muy entusiasmado, prosiguió: --Buscar la
     simetría en este museo hubiera sido destruir su principal encanto, que era
     la heterogeneidad y el desorden. Después de los primores geométricos de
     las galerías; después de la simetría cruel del dórico y de la regularidad
     deslumbradora del corintio, aquella mezcolanza de objetos diversos...
     «No es tan grande como la que tú tienes en la cabeza», dije para mí,
     envidiando la suerte del gato, que dormía tranquilamente sin verse
     obligado a admirar las maravillas del Renacimiento.
     --Aquella mezcolanza de objetos, en algunos de los cuales se observaban
     órdenes multiplicados, la aglomeración de, piezas, muebles, vasos,
     adornos, con el sello de países distintos y artes diferentes, la amalgama
     de cosas bellas, curiosas o raras halagaban el entendimiento, oprimido
     hasta entonces por la simetría, y daba libertad a la vista, antes
     subyugada por la línea. Aquí los objetos reunidos con acertado desorden,
     las infinitas soluciones de continuidad, la ausencia completa de
     proporciones, producían inmenso agrado, y borrando todo punto de partida,
     evitaban al espectador la fatiga que produce el involuntario medir a que
     se entrega la vista en presencia de la Arquitectura. Los interiores,
     cuando son bellos, son como los abismos: fascinan la vista, y el
     espectador no puede prescindir de arrojar mentalmente una plomada y trazar
     en el espacio multiplicadas líneas con que su imaginación trata de sondear
     el diámetro del arco, la altura del fuste y el radio de la bóveda. En este
     involuntario trabajo mental, producido por la armonía, la simetría, la
     proporción y la esbeltez, se fatiga la mente y flaquea entre el cansancio
     y el asombro. Cuando no hay estilo y si detalles; cuando no hay punto de
     vista ni clave, la mirada no se fatiga, se espacia, se balancea, se
     pierde; pero permanece serena, porque no trata de medir ni de comparar; se
     entrega a la confusión del espectáculo y, extraviándose, se salva.
     Al decir esto calló para tomar aliento. Traguéme la lección de perspectiva
     como Dios me dio a entender: la lección me parecía el colmo de lo confuso
     y embrollado, pero no puedo menos de confesar que el doctor me infundía
     respeto, y no me atreví a decir cosa alguna que pudiera ofenderle. Así es
     que, a pesar de mi aburrimiento, tuve que inclinar la cabeza. Después de
     descansar un momento, prosiguió:
     --De este salón se pasaba a otros aposentos llenos de cuadros.
     --Sí..., ya comprendo: cuadros muy bonitos. Yo he visto muchos
     cuadros--indiqué, para obligarle a apartar de mí la nueva tormenta que ya
     sentía venir encima.
     --En una de estas habitaciones hallábase la clave del acontecimiento que
     voy a referir. Aún me parece que le veo y que está allí todavía, con su
     elocuente mirada, su sonrisa llena de perfidias y engaños.
     --¿Quién estaba allí?
     --Diré a usted; mi padre poseía una buena colección de cuadros un tanto
     licenciosos. Abundaban las desnudeces provocativas, casi deshonestas;
     había jardines de amor bacanales, festines campestres y tocadores de
     Venus. El fundador de tal galería fue gran epicúreo y gustaba de recrearse
     en aquellos mudos testigos y compañeros de sus orgías. Entre estas
     pinturas, había una que sobresalía y cautivaba la atención más que las
     otras; representaba a Paris y Helena reposando en una fresca gruta de la
     isla de Cranae. Hermoso era el rostro de la mujer de Menciao; pero el del
     joven troyano era más hermoso aún. Habíale dado tal animación el pincel,
     que parecía que hablaba y que infundía a Helena sus pérfidos pensamientos.
     Siempre creí ver algo de viviente en aquella figura, que a veces, por una
     ilusión inexplicable, parecía moverse y reír. A todos impresionaba, y
     especialmente a mí. Recuerde usted bien esto, para que no le sea difícil
     comprender la narración que va a seguir. Voy a contar la espantosa
     historia.
     --¿Conque en este cuadrito de Paris comienza la historia? Debe de ser
     bonita.
     --Ahora verá usted: yo me casé. Mi mujer vivía allí conmigo. ¡Cuánto la
     amaba! Al principio asaltábame el sentimiento de que mi vida sería corta y
     apenas podría disfrutar de tanta felicidad; pero al poco tiempo de casado
     me entraron melancolías, di en cavilar... Yo soy un cavilador sempiterno.
     Adoraba a mi esposa y tenía celos hasta del aire que respiraba.
     «Ya se empieza a embrollar el asunto -dije entre mí-; el casamiento, el
     cuadro de Paris, el amor caviloso que tenia usted a su esposa... Esto es
     más confuso que el salón de antigüedades.»
     Y en verdad, ya me pesaba haber provocado la enfadosa relación del doctor,
     en la cual no encontraba interés alguno. Digresiones, extravagancias: a
     esto se reducía todo. Me resigné, sin embargo, a escuchar.
     --Hubo en los primeros días de mi matrimonio--continúa--momentos de
     inefable felicidad: me creí elevado, espiritualizado, loco; sentía como
     una inflamación cerebral e impulsos de correr, gritar, hablar a todo el
     mundo. Mas de pronto caía en el abismo de mis cavilaciones, sumergiéndome
     en mi propia tristeza. Nadie me hacía decir palabra. Tenía clavada en el
     pensamiento mi idea, mi tormento. ¿No sabe usted lo que era?
     --¡Qué he de saber, por mis pecados!
     --¡Oh! -- exclamó, cerrando los puños, inflamado el rostro y con un
     vivísimo fulgor en sus ojos--; era que yo pensaba... Un día entré tarde en
     mi casa, entré y vi...
     El doctor se paró un momento, absorto, ocultando la cabeza entre las
     manos, y permaneció un rato en silencio.
     Este silencio me permitió un momento de descanso y miré en derredor mío,
     donde todo era tranquilidad. Un gruñido sordo turbaba el silencio de la
     habitación: era doña Mónica, que roncaba, la cabeza como enterrada en el
     pecho, libre de cuidados, feliz, dando rienda suelta a su espíritu, que
     volaba libremente quién sabe por dónde. Sus labios, sombreados por un
     bigotillo, se extendían formando hocico, y por allí y por su aplastada y
     carnosa nariz, convertida por la violencia de la respiración en verdadero
     caño de órgano, salía la ruidosa sinfonía que turbaba el profundo silencio
     del laboratorio. El doctor, alzando de nuevo la cabeza, continuó:
     --Mi boda fue repentina: no habían precedido esas relaciones íntimas,
     furtivas, que enlazan las almas moralmente antes de ser atadas las
     personas por el nudo religioso y civil. Yo no había sido su novio; y
     aquello fue más bien cosa concertada por los padres, guiados por la
     conveniencia que unión espontánea de dos amantes que se cansan de la vida
     platónica. Nos casamos no muchos días después de habernos conocido; y de
     aquí creo yo que provinieron todos mis males. Yo, no obstante, la amé
     mucho desde que resolví unirme a ella. Pero llegó el día, y, no sé por
     qué, creí ver en su semblante más bien las señales de la resignación que
     las de la alegría, lo que me contristó sobremanera y me hizo meditar; mas
     cuando vine a sospechar si habría hecho mal, ya estaba casado. Esto no
     impidió que tuviera momentos de felicidad, como antes he dicho; pero
     pasaban rápidamente, dejándome después sumergido en mis meditaciones.
     ¿Sabe usted cuál fue el tema de mi eterno cavilar? Pensaba de continuo en
     mi esposa, sospechando de su fidelidad para lo futuro; esta idea se clavó
     con tanta tenacidad en mi cerebro, que no me dejaba reposar. Me ocurrió
     que debía ser un tirano para ella, encerrarla, evitar todas las ocasiones
     de que pudiera engañarme: a veces fijaba mis ojos en los suyos, y quería
     leerle el pensamiento. El asombro con que ella veía estas cosas mías,
     precisamente al poco tiempo de casados, no es para referido: por último,
     empezó a tenerme miedo; y a la verdad, yo lo infundía a cualquiera con mi
     siniestra austeridad y reconcentración. Pugnaba por echar de mí aquella
     idea; llamaba a la razón, pero ésta parecíame a veces más loca que la
     fantasía, y entre las dos me llevaban al último grado de tormento.
     --Pero ¿en qué se fundaba usted, hombre de Barrabás, para esa descabellada
     sospecha?--le pregunté, buscando un rayo de lógica en las cavilaciones del
     doctor Anselmo.
     --En nada positivo por de pronto. Luego verá usted. Ella me tenía miedo;
     yo lo conocía. Pero esto es inexplicable, usted no puede comprenderlo.
     Y, en efecto, nada comprendía de semejante jerigonza, de aquellos hechos
     en que todo era confusión.
     --Nada puede usted comprender por ahora, sino después, cuando le explique
     todo lo que me pasó. Un día estaba ella en esa habitación que he descrito
     últimamente; hallábase en pie delante del magnífico lienzo de Paris y
     Helena de que hablé a usted. «¡Qué hermosa figura!» dijo, señalando a
     Paris. Sí, repliqué yo, mirándola también. Y los dos contemplamos un rato
     la belleza singular del incomparable mancebo. Después ella se marchó, y yo
     tras ella...
     «Cada vez entiendo menos», dije para mis adentros.
     --Esto que acabo de contar explicará un poco mi sorpresa, mi terror,
     cuando una noche entré en casa y vi...
     --Pero ¿qué?-pregunté, deseando saber lo que vio el doctor alucinado.
     --Para que usted se haga cargo bien de esto, debo ponerle en antecedentes
     de muchas cosas que influyeron mucho en el nunca visto estado de mi
     espíritu. Aún recuerdo su alcoba, iluminada por misteriosa luz. Entro y
     veo allí sus ropas arrojadas en desorden, sus joyas... Presto atención y
     siento el ruido de su aliento; me acerco, tomo con trémula mano la cortina
     del lecho, la levanto, la veo..., me siento junto a la cama ... ; sus
     labios se mueven, me parece que va a hablar ... ; no dice nada, nada; pero
     a mí me parece que sus labios han articulado silenciosamente una palabra
     que no llega a mi oído ... ; me acerco más ... ; me parece que frunce las
     cejas y que después las dilata ... ; fijo más la atención ... ; me parece
     que se sonríe.
     --Todo eso no explica nada--observé, con cierto enojo, al ver que de la
     boca del sabio no salían más que embrollos.
     --Todo eso, amigo mío, sirve para explicarle a usted cuál seria mi
     estupor, mi espanto, cuando vi...
     --¿Qué vio usted, hombre? Sepamos ---dije con impaciencia.
     --Vi, vi...
     El doctor no pudo continuar, porque un ruido instantáneo, horroroso, una
     detonación tremenda, resonó en la habitación, y claridad vivísima, rojiza,
     infernal, nos iluminó a todos. Lanzamos un grito de terror. Era que una de
     las retortas que se calentaban en el hornillo reventó con estrépito: el
     doctor, con su narración, había olvidado el experimento, y el líquido,
     dilatándose considerablemente y no encontrando salida, se abrió espacio,
     inflamándose al contacto del fuego. Hubo un instante en que aquello
     parecía un infierno y todos unos demonios.
     Doña Mónica despertó despavorida, gritando:
     --¡Fuego, fuego!
     Y se desmayó enseguida, cayendo como un saco y aplastando con su cabeza la
     guitarra que muy cerca de ella estaba. El gato, que recibió en su cuerpo
     una gran cantidad del líquido hirviente, saltó de donde estaba lanzando
     chillidos de desesperación: el pobre mayaba, corría con el pelo inflamado,
     los ojos como llamas, quemados los bigotes; corría por toda la pieza con
     velocidad vertiginosa; subió, bajó, encaramóse al Cristo, saltándole de
     los pies a la cabeza, de un brazo a otro brazo; cayó sobre un caracol,
     resbaló por las botas de montar, enredóse en las ramas de coral, brincó
     sobre el esqueleto, cuyos huesos sonaron rasguñados frenéticamente; cayó
     de nuevo al suelo, se abalanzó sobre un ave disecada, cuyas plumas volaron
     por primera vez después de un siglo de quietud; se estiró, se dobló, se
     retorció el infeliz, porque sus carnes rechinaban como si estuviera puesto
     en parrillas; corría, corría sin cesar, huyendo de sí mismo y de sus
     propios dolores, y, por último, fue a caer, hinchado, dolorido, convulso,
     sediento, erizado, rabioso, en medio de la sala, donde pateo, mayó, clavó
     las uñas, azotó el suelo con el rabo y dio mil vueltas en su lenta y
     horrorosa agonía.
     CAPITULO II
     LA OBSESIÓN
     I
     Por fin sofocamos el fuego con gran trabajo, impidiendo que se propagara
     la llama y nos consumiera a todos. La única víctima fue el infeliz animal,
     que, habiendo recibido en su piel el líquido hirviente, ardió como una
     mecha y pereció según dijimos, con dolores espantosos. Igual suerte cupo a
     una buena parte del delantal de doña Mónica, donde abrió la llama un
     boquete, después de haberle quemado a la señora los dedos al tratar de
     apagarlo. El sabio no tuvo más serio percance que la total pérdida de un
     mechón de cabellos que con inveterada tenacidad, más rebelde a la acción
     del tiempo que a la de la pomada, se adelantaba sobre su sien derecha. Por
     fin se apagó el incendio, y habiéndose marchado la vieja hecha un veneno a
     causa del percance, que atribuía a las brujerías del amo, y dolorida por
     el triste fin del micho, a quien apreciaba de corazón, el doctor continuó
     de esta manera:
     --Yo no sé en qué fundaba mis sospechas: yo sé que las tenía. Entraron en
     mí como entran las ideas innatas; mejor dicho, estaban en mí, según creo,
     desde el nacer, ¡qué sé yo!, desde el principio, desde más allá. Yo no sé
     qué espíritu diabólico es el que viene a decirnos ciertas cosas al oído
     cuando estamos entregados a la meditación; yo no sé quién forja esos
     raciocinios que entran en nuestro cerebro ya hechos, firmes, exactos, con
     su lógica infernal y su evidencia terrible. Un día entraba yo (escuche
     usted bien), entraba yo en mi casa, dominado por estos pensamientos;
     cuando me acerqué a la habitación de Elena, creí sentir una voz de hombre
     que hablaba muy quedo allí dentro; la voz calló de pronto. Advertían mi
     llegada... Después me pareció sentir pasos precipitados, como quien huye,
     procurando hacer el menor ruido posible. No puedo dar idea del repentino
     furor que se apoderó de mí; me cegué, corrí, me abalancé a la puerta, la
     empujé fuertemente, la abrí de un golpe, con tanto estrépito, que las
     paredes se estremecieron con esa convulsión intensa de los edificios
     cuando los combate la tempestad o tiembla la tierra en que están
     cimentados.
     --Terribles fuerzas tiene usted--dije irónicamente, reparando cuán poca
     semejanza había entre mi desdichado amigo y el tipo que de Sansón nos
     hemos figurado.
     --Sí, la puerta se abrió, y Elena se presentó ante mí despavorida,
     trémula, con tan marcadas señales de espanto, que me detuve sobrecogido yo
     a mi vez. Mi primera mirada escudriñó la habitación en un segundo. No
     había allí ningún hombre; la ventana no estaba abierta; la puerta
     interior, cerrada también; era imposible que en el instante que medió
     entre el ruido de la voz y mi entrada pudieran ser echadas las llaves y
     cerrojos, no habiendo tiempo material tampoco de que una persona saliese
     por la puerta o saltara por la ventana. Registré todo: no vi nada. Pero yo
     había oído aquella voz, estaba seguro de ello, y no era fácil que me
     convencieran de lo contrario ni la evidencia de no encontrar allí hombre
     alguno, ni las ardientes protestas de Elena, que en su dolor halló
     palabras bastante fuertes para increparme y me llamó visionario y loco.
     Juróme que estaba sola; que al entrar yo de aquella manera creyó morirse
     de miedo, y que no podía explicarse mi conducta sino por una completa
     alteración de mis facultades intelectuales.
     --¡Qué extrañas ideas!--dije yo, considerando cuál debía de ser el terror
     de aquella infeliz al ver entrar repentinamente a su marido, furioso y
     extraviado, asegurando que había oído la voz de un hombre dentro de la
     habitación.
     --Extrañas, sí--contestó el doctor--; pero cada vez más vivas y más
     claras. Yo no podía desechar mi idea; la impresión que en mi oído había
     hecho la voz era tal, que aún me dura, y entonces, sólo dudando de mi
     existencia, sólo creyendo que yo no era persona real, podía tomar aquello
     por ilusión. No lo era ciertamente, y mucho más me confirmé en ello cuando
     a la noche siguiente...
     --¡Pobre mujer! ¡Qué noche! Sin duda volvió usted a hacer la noche
     siguiente otras atrocidades por el estilo.
     --Sí--continuó--; a la noche siguiente presencié un fenómeno que ya me
     quitó la esperanza de ver claro en aquel asunto. Lo que me pasó, amigo,
     excede ya los límites de lo natural, y aun hoy es para mí la confusión de
     las confusiones. Entré en mi casa, y vagué largo rato solo y abstraído por
     aquellos salones, donde todo me causaba pesadumbre y hastío: pasé por
     aquella sala que he descrito, donde se hallaba el cuadro de Paris y
     Helena, y me helé de asombro al ver... Es el fenómeno más estupendo que
     puede concebirse. La figura de Paris no estaba en el lienzo. Creí
     equivocarme, me acerqué, toqué la tela, encendí muchas luces, miré,
     remiré... La figura de Paris, ¡ay!, había desaparecido; estaba sola
     Helena, y la expresión de su cara había cambiado por completo, siendo
     triste y desconsolada la que antes aparecía satisfecha y feliz. ¿Qué
     infernal pintura era aquella en que una figura se evaporaba, se borraba,
     se iba como si tuviera cuerpo y vida? No podía yo dejar de contemplar el
     maldito cuadro, y decía: «Pero ¿dónde está este diablo de hombre?»
     --Sí; ¿dónde estaba ese diablo de hombre?--pregunté a mi vez, sorprendido
     de que la alucinación del doctor llegara a tal extremo. ¿Dónde estaba ese
     diablo de hombre?
     --¿Dónde estaba? Atraído por una fuerza irresistible, por mis
     pensamientos, por mis celos, corrí al cuarto de mi esposa. Al acercarme
     sentí la misma voz que la noche anterior, los mismos pasos. No puedo
     describir mi furor. «Era cierto lo de anoche», pensé, y me arrojé hacia la
     puerta. «¡0h, han cerrado!», exclamé, y golpeándola fuertemente, mejor
     dicho, arrojando sobre ella todo el peso de mi cuerpo, la abrí,
     rompiéndola. Al entrar vi que la ventana que da al jardín estaba abierta,
     y que una sombra, un bulto, un hombre saltaba por ella. Esto fue tan
     rápido, que apenas lo vi; no vi más que su cabeza en el momento de
     desaparecer, sus manos en el instante de desasirse del antepecho. Corrí,
     me asomé y no vi nada; la noche era obscurísima. Sólo creí sentir el golpe
     de un cuerpo que cae. Elena me miraba atónita, con un pavor
     indescriptible; perdió el sentido, y esta vez no pudo decirme que era
     visionario y loco, porque le faltó el habla y cayó a mis pies como una
     muerta. Mi afán era perseguir a aquel hombre hasta encontrarle, hasta
     matarle. Bajé precipitadamente al jardín, y lo recorrí con ansiedad
     imposible de describir: las tapias eran muy altas, y por diestro y ágil
     que fuera un hombre no podía saltarlas en el breve espacio de tiempo que
     yo tardé en bajar. Registré todo: en el jardín no había nadie; pero éste
     se comunicaba con un patio solitario de elevadísimas paredes; fui allá, y
     apenas había dado algunos pasos cuando vi una sombra que se deslizaba
     cautelosamente por entre los montones de piedras que allí había para
     construir uno de los pabellones del palacio. Me puse en acecho a ver si,
     efectivamente, era un hombre o una imagen de esas que crean,
     confabulándose, la noche y la imaginación. Era un hombre; le vi andar
     agachándose para no ser descubierto, y no sé por qué me parecía que, a
     pesar de la oscuridad de la noche, distinguía en su rostro las facciones
     de aquella figura pintada, cuya desaparición del cuadro me daba tanta
     inquietud y confusión. La sombra, el hombre o lo que fuera, se acercó muy
     despacio, y siempre recatándose, a un pozo sin brocal que allí había, de
     esos que abren los albañiles durante una construcción para tener el agua
     más a mano. Con asombro mío se introdujo en el pozo lentamente; vi su
     cuerpo bajar poco a poco y desaparecer; después no vi más que el busto,
     después la cabeza tan sólo; por fin, una mano que permaneció agarrada al
     borde. Estuve un rato indeciso y mirando atentamente aquello. Un momento
     después sacó con lentitud y cautela la cabeza, como para ver si yo le
     observaba, y enseguida la escondió repentinamente. La mano desapareció al
     fin. Acerquéme entonces, y vino a mi imaginación una venganza terrible.
     Como si mi cuerpo obedeciera todo a mi desenfrenada pasión, sentí
     duplicarse mis fuerzas y adquirí un vigor extraordinario; cogí la piedra
     más grande que podía levantar, la alcé con ambos manos a la altura de mi
     cabeza, me puse de un salto en la orilla del pozo y la arrojé dentro,
     impeliéndola vigorosa, porque me parecía que su propio peso no bastaba.
     Cogí después otra mayor, y con la misma furia la arrojé también, no
     deteniéndome hasta asir la tercera, porque el furor me redoblaba las
     fuerzas. En diez minutos arrojé dentro más de 50 piedras. Esto no me
     parecía bastante; empuñé una pala que allí cerca había, y eché tierra por
     espacio de media hora. Volví a arrojar piedras, y dos horas después de un
     trabajo incesante el pozo había desaparecido y el piso quedó perfectamente
     nivelado. Aún me pareció poco, y me senté sobre mi obra exaltado, trémulo
     de fatiga, permaneciendo allí toda la noche como centinela de mi victoria,
     convertido en cenotafio de aquella tumba para velarla y cubrirla. A veces
     parecíame que un Titán levantaba desde abajo todas las piedras y toda la
     tierra que yo arrojé. Hubiera querido ser estatua y ser de plomo para
     pesar sobre mi víctima eternamente. La aurora vino a dar alguna luz a mi
     entendimiento. «¿Qué he hecho, Dios mío?» dije, retirándome y buscando en
     los recursos ordinarios de la lógica la solución de aquel enigma; ¿era
     realmente un hombre o no?
     --Es preciso confesar, amigo---dije sin poderme contener-, que si era
     hombre, fue usted un bárbaro, y si era sombra, fue usted un necio.
     --No me juzgue sin conocer el resto --continuó-- Cuando subí, mi primera
     diligencia fue mirar de nuevo el cuadro de Paris. La figura del hombre
     estaba en su sitio. Pero no pude contener un estremecimiento de terror y
     un frió glacial cuando el rostro pintado de troyano se volvió hacia mi, me
     miró y se rió el maldito con expresión tal de burla, que se me erizaron
     los cabellos.
     --Eso si que es particular--dije yo--, y excede en rareza a todo lo
     anterior.
     --¿No es verdad, amigo, que esto parece un cuento inverosímil?
     --¡Ya lo creo! Es tan inverosímil!
     --Aquel día--prosiguió--la consternación reinaba en el cuarto de mi mujer.
     Rodeábanla sus padres y algunos parientes oficiosos, de esos que acuden a
     todos los trances, aun cuando no sean llamados. Lloraba ella, y el
     iracundo conde Torbellino, su padre, aseguraba que había casado a su hija
     con el más fiero de los monstruos imaginables. Su madre, que era una vieja
     coqueta, procuraba consolarla, diciendo que no hiciese caso de mis
     extravagancias y tomara con calma aquellos arrebatos de frenesí que tanto
     la mortificaban. Cuando quedamos solos, Elena, arrojada a mis plantas,
     protestó de su inocencia, añadiendo que todo era una pura aprensión mía;
     que allí no había entrado hombre alguno, que por el balcón no había bajado
     nadie, que la puerta estaba abierta; en fin, tantas y tales cosas, que yo,
     aferrado siempre a mi idea, y seguro de la realidad de lo que habla visto,
     fluctuando en las más atroces dudas, porque su voz tenía el acento de
     profunda entereza, creí volverme loco, y a ello me conducía sin remedio
     aquella fatal y nunca vista situación.
     --Pero, hombre de Dios--le dije--, ¿no había algún medio de adquirir una
     completa certidumbre?
     --Ninguno, porque todo se volvía en mi daño, porque cada día me llevaba a
     un nuevo suplicio, siendo tales los sucesos anormales que no me daban
     tiempo de reposar, buscando serenidad y luz. Los acontecimientos que he
     referido a usted no son más que la preparación o el prólogo de los que
     ahora le voy a contar, que es cosa sin igual en la vida, pues no tengo
     noticia de que a ningún ser humano le haya acaecido tan extraordinaria y
     profundísima desventura. En algunos momentos hallábame satisfecho de mí
     mismo, porque creía haber puesto, con mi decisiva acción de la noche,
     término a aquel incidente funesto. Dábalo todo por concluido; y cuando tal
     pensaba, ni la idea de haber cometido un gran crimen bastaba a colmar el
     gozo que por tal consideración sentía. Pero, oiga usted esto, que es el
     colmo de lo maravilloso. Paseábame en mi cuarto, entregado a mis normales
     meditaciones, cuando dieron unos golpecitos en la puerta: me admiró que
     alguien entrara sin ser anunciado, y dije: «Adelante.» Figúrese usted,
     amigo, cuál sería mi estupor cuando vi entrar en mi aposento.... ¿a quién
     cree usted?: al mismo Paris, la misma figura del cuadro, pero animado,
     vivo; un hombre, en fin, un semidiós con levita, sombrero, guantes y
     bastón; un bello ideal convertido en caballero del día, como otros muchos
     que van por ahí. Era su rostro malicioso y agraciado, irónica su sonrisa,
     la mirada penetrante y viva, el mismo Paris, la misma persona del lienzo
     hecha un ser real, un hombre del siglo XIX juzgue usted de mi turbación:
     creí soñar, retrocedí espantado, quise llamar, ocurrióseme huir; pero él,
     descubriéndose respetuosamente y haciéndome algunas cortesías, acabó de
     convencerme de que tenía ante la vista a un caballero real y positivo, a
     quien por de pronto debía tratar como tal, correspondiendo a su mucha
     urbanidad y finura.
     II
     --¿Sabe usted, amigo don Anselmo, que eso ya pasa de maravilloso?--le
     dije--, Pero ¿es posible que la imaginación, por ardiente que sea, tenga
     fuerza bastante para dar cuerpo a una idea de este modo?
     --Yo no sé, amigo mío--contestó--; yo no sé lo que era aquello; no sé sino
     que yo le veía como le estoy viendo a usted ahora. Era hermoso, de una
     belleza no común, un conjunto de todas las perfecciones físicas tal como
     yo no lo había visto nunca, a no en las obras del arte antiguo. Vestía con
     elegancia correcta y sería, como todos los que tienen el verdadero sentido
     y la exacto noción del bien vestir; era, en fin, perfecto en su rostro, en
     su cuerpo, en su traje, en sus modales, en todo.
     --¡Cosa más particular!--exclamé--. Pero ¿usted no le tocó, no trató de
     cerciorarse si era sueño, aparición, uno de esos singulares e
     incomprensibles fenómenos ópticos que, cuando hay fantasía preparada para
     recibirlos, produce la reflexión de la luz?
     --Yo no sé lo que aquello era; lo que le puedo asegurar es que tenía
     cuerpo real, como el de usted, como el mío, y una voz cuyo timbre no era
     parecido a otro alguno.
     --Pues qué, ¿también habló?--dije, asombrado--. Yo creí que se iba a
     marchar después de saludar a usted, como hacen todas las apariciones.
     --¡ Marcharse!, nada de eso. Verá usted. Al principio no sabía yo qué
     hacer; no sabía si llamar o huir, temiendo que de aquella visita no
     resultara cosa buena; pero, por último, me esforcé en tener serenidad, y
     después de balbucir algunas palabras le señalé un asiento. Resolvíme a
     hablar claro, y dije:
     --¿Puedo saber...
     --¿A qué vengo?--contestó- Sí, señor; vengo a hacerle a usted un señalado
     favor.
     --¿Un favor? Tenga usted la bondad de explicarse, porque no estoy al cabo…
     No tengo el gusto de conocerle.
     --Sí, me conoce usted, y no hace mucho--dijo con maligna sonrisa--;
     anoche, sin ir más lejos...
     --¡Anoche!
     --Sí, anoche. ¿No se acuerda usted de aquel furor con que arrojaba piedras
     en un pozo, consiguiendo llenarlo al fin?
     --Estas palabras y su sonrisa me helaron la sangre en las venas. El no
     parecía preocuparse de mi turbación, y continuó:
     --Precisamente venía a hablar con usted y decirle que son inútiles todas
     esas armas que ha tratado de emplear contra mí. Ha de saber usted,
     caballero, que yo soy inmortal.
     --No puedo pintar a usted la turbación que en mi produjo esta palabra:
     ¡Inmortal! «Pero ¡este hombre es el demonio!», me dije yo para mí, y no
     podía hablar palabra, porque se me había hecho un nudo en la garganta.
     --Sí, señor, inmortal--repitió con desenfado.
     --¿Y quién es usted?-pregunté, haciendo un esfuerzo.
     --Yo soy Paris.
     --¡Paris! Yo creí que eso era cosa de mitología o historia heroica.
     --Así es, efectivamente; pero ahora no hagamos una disertación sobre mi
     nombre y origen; yo tengo prisa, y no puedo detenerme aquí mucho tiempo.
     El objeto de mi visita es decir a usted que se cansa en vano
     persiguiéndome; a mí no se me mata con puñales ni pistolas, ni
     enterrándome vivo. Resígnese usted, ¡oh don Anselmo! Todo es inútil: no
     hay más remedio que bajar la cabeza y callar. Alguien allá arriba ha
     dispuesto las cosas de este modo.
     --Caballero -- dije en el colmo de la ansiedad y procurando dominar tan
     singular situación--: advierto a usted que no puedo tolerar burlas de esta
     clase. Tenga usted la bondad de salir.
     --Poco a poco, señor mío; usted tiene mal genio; usted es insoportable;
     así ha inspirado tanto horror a la pobre Elena.
     --¿Cómo se atreve usted a nombrarla?
     --¿Por qué no? ¡Si ella me ama!---exclamó, sonriendo.
     --¡Monstruo!--grité, levantándome con furia y amenazándole--; calla, o si
     no, aquí mismo...
     --¡Cuidado!--dije a mi vez, haciéndome un paso atrás, al ver que don
     Anselmo, contando aquel pasaje, se levantó, dirigiéndose a mi con los
     puños cerrados, como si yo fuera la infernal aparición que tanto le había
     atormentado.
     --Recordando aquello--prosiguió, más sereno, el doctor--me exaspero de tal
     modo que no me puedo contener. Cuando yo le amenacé, él se quedó tan frío
     como si tal cosa. Se sonrió y me miró con esa compasión desdeñosa y un
     tanto burlona que inspiran los hechos y palabras de locos. Su serenidad me
     desesperaba más, su sonrisa me mataba; no sé qué hubiera dado por poder
     estrangularle. Después, como si mi cólera tuviera tanto valor como las
     rabietas de un niño, Paris continuó:
     --Ella me ama; nos amamos nos presentimos, nos acercamos por ley fatal,
     usted me pregunta que quién soy: voy a ver si puedo hacérselo comprender.
     Yo soy lo que usted teme, lo que usted piensa. Esta idea fija que tiene
     usted en el entendimiento soy yo. Esa pena íntima, esa desazón
     inexplicable soy yo. Pero existo desde el principio del mundo. Mi edad es
     la del género humano, y he recorrido todos los países del mundo donde los
     hombres han instituido una sociedad, una familia, una tribu. En algunas
     partes me han llamado Demonio de felicidad conyugal; pero yo he
     despreciado siempre este apodo y otros parecidos, y me he resuelto a no
     llevar nombre fijo; así es que me llamo Paris, Egipto, Norris, Paolo,
     Buckingham, Beltrán de la Cueva, etcétera, según la tierra que piso y las
     personas con quienes trato En cuanto a mi influencia en los altos destinos
     de la Humanidad, diré que he encendido guerras atroces, dando ocasión a
     los mayores desastres públicos y domésticos. En todas las religiones hay
     un decretito contra mí, sobre todo en la vuestra, que me consagra entero
     el último de sus mandamientos. Los moralistas se han atrevido a
     desafiarme, y los filósofos han tenido el mal gusto de publicar unos
     libelos impertinentes contra mi humilde persona, permitiéndose algunos
     hasta la tentativa de emplear medios para extirparme de raíz, ¡imbéciles!,
     como si yo fuera un callo o un absceso. Han pretendido acabar conmigo,
     como si yo pudiera perecer, como si la inmortalidad estuviera sujeta a la
     acción de los agentes mortíferos de que disponen. Así es que por decoro y
     amor propio me veo en la precisión de continuar desempeñando mi papel de
     plaga con toda la diligencia y recursos de que mi doble naturaleza es
     capaz. Aquí me ve usted siempre activo, siempre eficaz; los grandes
     centros de población son mi residencia preferida, porque ha de saber usted
     que los campos, las aldeas, los villorrios, me son antipáticos, y sólo de
     tiempo en tiempo me tomo la molestia de visitarlos por pura curiosidad. En
     las capitales es donde me gusta vivir. ¡Oh!, siempre he amado estos
     sitios, donde la comodidad, la refinada cultura y la elegante holgazanería
     me ofrecen sus invencibles armas y eficacísimos medios. La esplendidez y
     la voluptuosidad me gustan: soy tan sibarita como mi antigua amiga
     Semíramis, a quien di la inmortalidad. Crea usted, amigo, que Babilonia
     valía más que estas poblaciones de que están ustedes tan envanecidos; sí,
     valía más. Y en cuanto a vestidos, prefiero los ligeros cendales de los
     antiguos tiempos, y me molesta el tener que doblegarme a las exigencias
     del pudor moderno, ente maligno a quien no he podido sobornar sino a
     medias en punto a trajes. Por lo demás, no me va mal; los moralistas me
     vituperan y los filosofastros me tratan como si fuera un mal sofista; pero
     me importa poco. Los que no son suficientemente tontos ni han perdido el
     seso necesario para ser filósofos me aplauden, me miman me señalan cuando
     me ven; las mujeres son mis más sinceras amigas, aunque algunas me tratan
     con cierta desconfianza, producida más bien por las calumnias de los
     sabios que por mi propio carácter; otras se muestran un tanto benignas
     conmigo, y algunas me hablan de sus maridos en un estilo que me hace reír.
     Esa es mi literatura. Por otra parte, yo no soy ambicioso; soy de los que
     dicen tengo lo que me basta, y detesto la anarquía conyugal, procurando
     aplacarla siempre, en unión con algunos moralistas domésticos, que saben
     el modo de no provocar esa anarquía, cultivando mi amistad, siempre
     desinteresada. No me gusta el escándalo, y siempre pongo en práctica los
     más silenciosos medios para llegar a un fin más silencioso aún; ya he
     abandonado el medio antiguo y desacreditado de los escarmientos, de las
     sorpresas, de los sobornos, por distinguirme de cierta falsificación mía
     que anda por el mundo, un tal Don Juan, que es un usurpador insolente y,
     además, una plaga poco temible. Conque, amigo, no asustarse y concluyamos
     pronto. Sepa que está escrito, como diría un musulmán. Soy como la muerte:
     suena la hora y vengo. Evitarme es tan imposible como evitar a mi cofrade.
     Cuando oí esta relación, resolví hacer un esfuerzo a ver si podía
     descifrar el espantoso enigma. Afectando una serenidad que no tenía, y
     tomando el asunto con la calma decorosa que me pareció conveniente, me
     levanté y dije:
     --Caballero, sepa usted que estoy dispuesto a no tolerar sus
     inconveniencias. Sepa usted que tengo la edad suficiente para no creer en
     brujerías, ni la paciencia que se necesita para sufrir las locuras de
     usted.
     --Este hombre no me quiere entender. ¿Sabe usted que Elena es mía?--dijo,
     después de reír con estrépito, con la expresión de desahogo que da la
     resolución de no alterarse por nada.
     --No pronuncie usted más ese nombre grité sin poder contener mi cólera.
     --Pero si precisamente vengo por ella... --dijo Paris con una acentuación
     maligna que me erizó el. cabello.
     --¡Infame! ¿Qué dices? ¡Por ella! exclamé, arrebatado.
     --Si, por ella; anoche quedamos de acuerdo, y...
     --¿Anoche? ¡Ay, yo estoy loco! Demonio, hombre infernal o lo que seas,
     explícame este obscuro enigma; yo no puedo vivir así; yo quiero saber qué
     es esto... Pero Elena es inocente; ella me ha jurado, que no te ha visto
     jamás.
     --Sí, me ha visto.
     --¿Cuándo?
     --Siempre, a todas horas. Pero usted no entiende estas cosas; voy a
     explicárselo claramente.
     III
     Descansó mi don Anselmo un rato, porque la relación anterior, con sus
     diálogos entrecortados, le había fatigado mucho. Cuando reposó un momento,
     procurando calmar la agitación que le devoraba, siguió el relato del modo
     siguiente:
     --La sombra, el demonio, el semidiós, la pintura o lo que fuera, me miró
     un rato con aquella sonrisa maliciosa que tan bien ejecutara el artista en
     el cuadro donde anteriormente estaba, y después me dijo:
     --Ella me ha visto, sí; me ve en todas partes. Cuando pronunció aquel sí,
     copulativo, que tan envanecido tiene a su esposo, me vio en el altar, en
     las luces, en el blanco ropaje de su vestido, en los negros paños del
     fraque de usted. Desde entonces me encuentra en todas partes; en todos los
     reflejos halla la luz de mis miradas, en todos los ecos oye mi voz, en su
     propia sombra ve la mía... Abre su libro de oraciones, y las letras se
     mueven para formar mi nombre: habla con Dios, y sin querer me habla; cree
     escuchar el ruido del aire, el sonido profundo y perenne de la Naturaleza,
     y escucha mis palabras; está despierta, y me espera; está sola, y me
     recuerda; duerme, y me invoca. Su imaginación vuela agitada en busca mía
     sin reposar nunca. Yo vivo en su conciencia, donde estoy tejiendo sin
     cesar una tela sin fin; vivo en su entendimiento, donde he encendido una
     llama de alimento sin tregua. Sus sentimientos, sus ideas, todo eso soy
     yo; conque a ver si tengo motivos para decir que me ha visto.
     --¡Espíritu infernal!--grité aturdido y como fascinado--, yo no comprendo
     una palabra de esa jerigonza. ¿No dices que vienes por ella?
     --Sí.
     --¡Infame!, sal al punto de mi casa --exclamé, procurando sacudir mi
     aturdimiento.
     --No me iré sin ella.
     --¡ Maldito! ¿Pues no dices que pasó la época de los raptos?
     --Me explicaré: lo que yo quiero llevarme no es la persona de Elena; lo
     que yo quiero llevarme es tu mujer.
     --Sofista, embrollón, ¿y qué diferencia encuentras entre mi mujer y la
     persona de Elena?
     --Mucha, señor don Anselmo amigo --contestó.
     --Hízome una relación sutil y laberíntica que acabó de llevar mi pobre
     cabeza al último grado de turbación. No puedo menos de confesar que su voz
     me fascinaba, y que me parecía distinta de todas las voces que estamos
     acostumbrados a oír. Y si dijera que en medio del espanto, del trastorno
     que yo sentía, causábanme sus lucubraciones cierto asombro parecido al
     agrado, no mentiría ciertamente.
     --Confieso, señor don Anselmo--dije--, que nunca he oído narrar cosa
     alguna que se parezca a ese singular caso de usted. La aparición que se
     presenta de ese modo, su lenguaje, la familiaridad con que habla, todo me
     parece tan absurdo que, a no ser usted el que lo cuenta, lo juzgaría pura
     invención, obra de escritorzuelos y demás gente enemiga de la verdad.
     --Pues es tan cierto que le vi y le hablé y me dijo lo que he referido,
     como es cierto que usted y yo existimos y estamos aquí charlando.
     --En verdad, es cosa inaudita--apunté yo--que la imaginación, sin ninguna
     influencia externa, pueda dar vida y cuerpo a seres como ese diablo de
     Paris que a usted se le presentó tan a deshora. Es indudable que ese
     caballero no era otra cosa que la personificación de una idea, de aquella
     idea constante, tenaz, que usted desde tiempo atrás, y principalmente
     desde su boda, tenía encajada en el cerebro. Lo que no puedo explicarme es
     cómo adquirió existencia material y corpórea esa idea; ni sé a qué clase
     de generaciones espontáneas se debió ese fenómeno sin precedentes en la
     historia de las alucinaciones. Pero siga contando a ver en qué para eso.
     --Lo que él me dijo se ha quedado grabado en mi memoria de un modo
     indeleble---continuó el doctor, dando un suspiro--. Nada tengo tan
     presente como lo que me contestó cuando le pregunté qué diferencia había
     para él entre la persona de Elena y mi mujer. Habló de este modo:
     --Yo no quiero la persona de tu mujer. La esposa, amigo mío, la esposa es
     lo que busco; quiero cargar con la mitad de su lecho de usted y enseñarlo
     a todo el mundo. No quiero romper por eso la institución: yo respeto el
     sacramento; pero he de llevarme una cosa que excede en valor a la
     institución y está por encima del sacramento... Tres poderes establecen el
     matrimonio: el civil, el eclesiástico y otro que no está en manos del
     vicario ni del cura y si en manos de eso que llamáis vulgo, sociedad,
     gente, público, canalla, vecinos, amigos, mundo, en fin. Ya sabe usted que
     el mundo rompe ciertos lazos que parecen inquebrantables. Pues bien: yo
     quiero llevarme de aquí lo que el mundo necesita para quebrantar estos
     lazos; quiero llevarme la abdicación de la personalidad de marido el
     consentimiento de su flaqueza. Así daré alimento al vulgo, a la gente que
     vive de esto. Todos me preguntarán por ti y por ella; mas mi sola
     presencia es respuesta definitiva, porque yo soy por mí mismo la negación
     del lazo que os une. Quiero llevar fuera el amor que ella me profesa;
     hacer público lo que hoy está sólo en su imaginación, un mal pensamiento;
     lo que hoy está sólo en tu cabeza, una sospecha. Quiero hacer de tus
     dudas, de tus celos, de tus decepciones, de tus tonterías, de tus deseos,
     de tus locas ilusiones, un gran libro que pasará de mano en mano y será
     leído y releído con afán. Quiero sacar de aquí los dolores que padeces, la
     repugnancia y el horror que le inspiras. Quédate con su persona: yo no la
     apetezco. Lo que llevaré y sacaré a pública plaza es: las miradas que me
     dirige, las citas que me da, los favores que me concede, los desaires que
     te hace, las reticencias que deja escapar hablando de ti, el epíteto de
     bueno que te propinará de vez en cuando. Lo que me llevaré es la opinión
     de su doncella, de tu lacayo, prontos a contar por dinero una historia; me
     llevaré la clave de tus distracciones oportunas, de mis entradas a tiempo.
     Quédate con tu esposa: yo no haré más que pasearme ante ella y ante todos,
     recibir la exhalación de sus ojos en presencia de centenares de personas,
     difundir por mi cuerpo su perfume favorito, recorrer las calles de modo
     que en cualquier parte parezco que salgo de aquí, y en la obscuridad de la
     noche proyectar mi sombra sobre las tapias de tu jardín. Eso es lo que yo
     quiero.
     --Cuando escuché esto, amigo mío, mi furor fue tan grande, que hice algún
     movimiento para pegarle; y lo habría conseguido si una fuerza secreta, una
     especie de terror como respetuoso, no me contuviera.
     --Veo que ese Paris, que se presentó cortésmente en su casa de usted,
     acabó por tratarle con familiaridad irreverente--le dije--. He notado que
     al fin le tuteaba a usted.
     --Sí; aquel maldito, a poco de estar hablando conmigo, se dejó de
     composturas; tomaba en sillón posiciones cómodas; me tuteaba; a veces se
     paseaba por el cuarto con las manos en los bolsillos, y, por último, sacó
     un cigarro y se puso a fumar con toda franqueza.
     --Pero, hombre--le dije--, ¿por qué no probó usted a ver si con una buena
     paliza se disipaba la sombra?
     --Vea usted lo que hice. Mi situación era tan terrible, que resolví tomar
     una determinación enérgica. «Es preciso acabar de una vez», pensé; y
     plantándome delante de él, le dije:
     --Caballero, esto es una superchería y usted un farsante que ha venido
     aquí a burlarse de mí. ¿Piensa usted que creo en las tonterías que ha
     contado de su doble naturaleza, de que es inmortal, etcétera? Yo no soy
     ningún loco para creer esa. Voy a romperle a usted la crisma hoy mismo,
     ¿lo entiende usted bien?
     --¿Quieres batirte conmigo?--dijo con familiaridad burlesca--Bueno, nos
     batiremos; te mataré, que es lo mismo.
     --¡Oh! Me batiré con una legión como tú--grité en el colmo de la rabia--;
     te mataré, te degollaré con más deleite que si venciera a un tigre, a una
     boa.
     --Pues lo dicho, dicho.
     --Te mataré--continué con redoblada furia--, aunque te protejan todas las
     potencias infernales. No sé manejar ningún arma, pero Dios vendrá en mi
     ayuda. Dices que has venido a quitarme mi honor. Pues yo prevaleceré
     contra ti, malvado de todos los tiempos, genio protervo de todos los
     países. En vano tratas de desarmarme con tu ironía sangrienta, de
     infundirme espanto con la relación de lo que eres y de lo que puedes. Si
     eres un hombre, te mataré; yo estoy seguro de ello. Si eres un espíritu,
     te aniquilaré también, porque Dios vendrá en mi ayuda; hará de mi su
     instrumento para extirpar tamaña monstruosidad y aberración
     --Bien--replicó Paris, arrojando la colilla del cigarro--; nos batiremos
     esta noche,
     --¿Cómo esta noche? Hoy mismo, ahora mismo.
     --El odio me había hecho elocuente. En cuanto a mi determinación de
     batirme con aquel ente sobrenatural, se explica por la situación de mi
     espíritu. La muerte no me daba espanto; antes al contrario, me parecía un
     consuelo. Si me mataba, concluían todas mis penas; si él era un hombre, yo
     podía tener la suerte de acabar con él. Si era un espíritu..., en fin, ¿a
     qué razonar en aquel momento? Mi determinación estaba tomada, y por razón
     ninguna hubiera desistido de ella.
     --Pero, hombre-le dije---, ¿no era temeridad dar ese paso, arriesgarse a
     morir?
     --Yo no sé lo que era. Yo quería concluir-repuso el doctor-, y no veía
     otra manera de despejar la incógnita.
     --¿Y se batieron ustedes?
     --Sí; yo no quería padrinos; quería que aquel duelo fuese solitario como
     mi pena. Nada me importaba morir. Resuelto a no prolongar mi agonía, nos
     dirigimos aquella misma tarde a un sitio cercano a la capital.
     --Pero, hombre, ¡sin testigos!
     --Llevamos dos pistolas; ambos fuimos en mi coche, y su buen humor era tal
     durante el camino, que me aseguró más en la inminencia segura de mi
     muerte. Para mí aquello era en realidad un suicidio que yo realizaba en
     forma inusitada y nueva.
     --¿Y cuál fue el resultado? Tengo curiosidad por saber cómo se portó usted
     delante de un adversario tan temible.
     --¡Oh, amigo!--dijo el doctor--; el resultado es lo más singular de la
     aventura; y de ningún modo puede usted sospecharlo. Yo le aseguro que es
     enteramente distinto de lo que usted se ha figurado.
     IV
     Confieso que la narración del doctor Anselmo me iba interesando un poco,
     por pura curiosidad se entiende, pues no podía ver en ella realidad ni
     verosimilitud.
     Había, sin embargo, una pequeña dosis de sentido en el fondo de todos
     aquellos desatinos, porque la figura de Paris, ente de imaginación, a
     quien había dado aparente existencia la gran fantasía de mi amigo, podía
     pasar muy bien como la personificación de uno de los vicios capitales de
     la Sociedad. Si el doctor inventó aquello, fuerza es confesar que no
     carecía de algún intríngulis su invención; si, por el contrario, creía
     real lo que contaba, indudablemente era uno de los mayores iluminados que
     han visto los tiempos. Deseoso de saber en qué había parado aquel duelo
     extraordinario, le incité a seguir; él no se hizo de rogar.
     --Paris y yo nos dirigimos en mi coche al sitio que habíamos elegido. por
     el camino hablamos poco, aunque él procuraba entablar conversación
     incitándome con dichos ingeniosos y agudezas, que no quiero recordar. Yo
     no pensaba más que en la muerte, que creía cercana, inspirándome más
     regocijo que pena. Mi serenidad no era la serenidad del valor, sino la de
     la resignación; en aquel momento el mundo, mis riquezas, mi esposa, me
     daban hastío y repugnancia. Veía cerca el término de tantos dolores, y
     aquel hombre, aquel monstruo diabólico en forma de ser humano, más que
     enemigo, me parecía una salvación.
     Cuando llegamos al sitio del duelo la tarde caía y el Occidente se
     iluminaba con espléndidos colores y reflejos. Era fresco y húmedo el aire,
     y tan apacible, que apenas se movían las hojas de los árboles, amarillas y
     débiles ya por los fríos del otoño. Sin necesidad de ser agitadas, se
     caían por su propio peso, muertas y lívidas antes de abandonar el árbol.
     Me acuerdo de esa tarde como si hubiera sido ayer. Paró el coche, bajamos
     y anduvimos un buen trecho solos.
     --¡Ay, amigo don Anselmo!--exclamé yo--, reconozcamos que los
     procedimientos de ese duelo son de una inverosimilitud incomprensible. ¡Ir
     a matarse sin testigos, llevar usted al contrario en su mismo coche!...
     Eso no pasará en ninguna parte, y estoy seguro de que es el primer ejemplo
     que se ve en las sociedades modernas.
     --¡Inverosimilitud!--exclamó don Anselmo--; ¿quién habla de eso tratándose
     de un caso que está fuera de los límites de lo humano? No busque usted
     aquí la regularidad; si esto fuera como lo que pasa ordinariamente no lo
     contaría.
     Esta razón no dejaba de tener fuerza y callé.
     --Cuando elegimos el sitio, Paris me dijo:
     --¿A ver las pistolas?
     --Son buenas-repliqué yo, entregándoselas.
     --Lo mismo me da --contestó sin examinarlas-- para mí todas las armas son
     buenas. Cárgalas delante de mí, y después echaremos suertes a ver cuál
     tira primero.
     --Ya están cargadas.
     --A ver de qué modo echamos suertes --dijo Paris, paseándose por el campo
     con el mismo desenfado y franqueza con que se había paseado en mi
     habitación.
     --Con un pañuelo--dije yo-- Hagamos un nudo en una de las puntas y el
     que...
     --Me parece que eres un poco fullero--indicó Paris, riendo con todo el
     aplomo del que sabe que va a matar a su contrario.
     --Arrojemos una moneda al suelo--añadí yo con impaciencia, porque aquellos
     preparativos para llegar a un fin para mi incuestionable me molestaban.
     --Bien; pues si sale cara, tiro yo.
     --Si sale cruz, me toca a mí.
     --Vamos, echa la moneda de una vez.
     --Arrojé la moneda, cayó al suelo y ambos nos inclinamos para poder
     distinguir la señal. Salió cruz: a mí me tocaba tirar primero. Nos
     colocamos a 10 pasos. Yo apunté o, por lo menos, levanté el brazo,
     procurando dirigir el cañón de la pistola hacia el pecho de mi enemigo. El
     se reía al ver que el cañón del arma describía curvas en el aire, y allí
     me soltó unas cuantas agudezas que me desconcertaron más, obligándome a
     bajar la mano, pues habiéndose enfriado los dedos con el aire de la tarde,
     ni aun tenía fuerzas para disparar el tiro. Pero pronto apunté de nuevo
     para no irme al otro mundo sin desempeñar mal o bien el papel que mi honor
     me había impuesto en aquel lance. Apunté sin procurar dirigir la bala, y
     cerré los ojos; el tiro salió, y Paris cayó en el suelo sin dar un grito,
     porque la bala le había atravesado de parte a parte el pecho.
     --¡ Demonio!--exclamé al ver el inesperado fin del lance--. ¿Conque muerto?
     --La contemplación de un milagro --continuó el doctor--no me hubiera
     causado tanto asombro como aquella victoria adquirida sobre tan terrible
     adversario. Matar a semejante hombre, vencer a aquel genio maligno, era
     más de lo que podía esperar quien nunca manejó un arma, ni aprendido a
     luchar con antagonistas del otro mundo. Había vencido al mayor enemigo de
     la paz conyugal. Si era hombre, había librado al mundo de un malvado; si
     era la personificación de un vicio, una plaga humana, una calamidad social
     encarnada en arrogante cuerpo, había yo quitado a la Sociedad la mitad de
     sus escándalos. Yo creí que alguna divinidad celeste había venido en mi
     ayuda. Q¡0h!, mi honor--pensé--, mi honor, este sentimiento puro,
     acrisolado, ha sido para mí la divinidad protectora que ha dirigido mi
     brazo; ha infundido un soplo de vida en esta bala, para que volara
     consciente e irritada hacia aquel pecho y partiera aquel corazón, centro
     de perfidias y engaños. ¡Dios mío!, si el duelo es un crimen; si lo que
     acabo de hacer es un asesinato, perdona esta falta, precursora de bienes
     sin cuento. Tú, que has permitido la presencia de este monstruo; tú, que
     eres dueño y regulador sabio de los beneficios y los castigos; tú, que das
     la lluvia benéfica, el rocío, el sol, el maná, y permites la peste, el
     hambre y el incendio, perdonarás, perdonarás la inmolación de este que
     creaste para nuestro castigo, imponiéndonos el trabajo de vencerle.»
     Examiné atentamente el cuerpo de Paris, y vi que de su herida brotaba un
     torrente de sangre; pero estaba vivo aún; respiraba, movía lentamente los
     ojos y me miraba con una expresión que no podía yo definir bien.
     Su mirada no era de tristeza ni de dolor. El singular estado de mi cabeza
     me hacía ver en sus labios una sonrisa burlona. Pero a pesar de esto, su
     rostro estaba lívido, y su cuerpo, desmayado y flojo. ¿Creéis que al verle
     así me dio lástima, y hubo un momento en que se aplacó mi odio? Somos
     hombres al fin. Además, al tocarle, al cerciorarme por mis propios
     sentidos de que era cuerpo humano, desapareció de mi pensamiento la
     creencia de que fuese una sombra, un ente de razón; en aquel momento no
     pensé sino que era un joven que, habiendo adivinado mis pensamientos,
     quiso darme una broma o burlarse de mí, haciéndose pasar ante mis ojos
     como un ser sobrenatural. En resumen: al ver aquel hombre herido por mí,
     que se desangraba en un campo solitario, sin auxilio de nadie, sin alivio
     corporal ni espiritual que suavizara un poco su muerte ya segura, me dio
     tanta lástima, que resolví meterle en el coche y llevarle a mi casa para
     darle el auxilio que necesitaba.
     --Pero ¿no comprendió usted--le dije-- que se exponía a que le
     descubrieran?
     --Habríale abandonado si hubiese estado muerto; pero vivía, respiraba.
     ¿Cómo dejarle allí? Eso no cabía en mis sentimientos; además, mi odio se
     habla disipado ante la victoria. No cejé en mi resolución; le metí en el
     coche con ayuda de mis criados y... a casa.
     --Pero ¿no podía usted depositarle en otra parte?...
     --No; en mi casa no le descubrirían, porque había de tomar todas las
     precauciones imaginables. Abandonado o entregado a alguien, sí seria
     descubierto inmediatamente. Así pensaba yo, camino de mi casa. Llegamos ya
     muy entrada la noche. Nadie nos vio entrar; le subimos con mucho cuidado y
     le pusimos en un lecho. Cuando quedé solo con él, le examiné con mucha
     atención: aún vivía. Mucha sorpresa me causó el que, lejos de estar más
     extenuado, más débil, más cercano a la muerte, por ser la herida
     profundísima, parecía más animado, y clavaba la vista serena y observadora
     en los objetos que adornaban la habitación. Cuando me sintió cerca, fijó
     en mí los ojos con una tenacidad que me hizo temblar. Parecía sondarme
     hasta el fondo del alma. Aquellos no eran los ojos de un moribundo.
     Después de que me miró largo rato sin pestañear, su mano, fría como el
     mármol, tocó mi mano, comunicándome una corriente glacial, que circuló por
     todo mi cuerpo, haciéndome estremecer con una impresión para mí
     desconocida; sus labios se movieron como para articular un quejido, y una
     voz, que parecía salir no de su boca, sino de una profundidad invisible,
     una voz de inmensa resonancia y gravedad, dijo estas palabras, que no
     puedo recordar sin espanto:
     --Majadero, yo soy inmortal.
     V
     --Aún me parece que le estoy mirando y que le estoy oyendo--continuó el
     doctor, un poco abstraído.
     Después se puso a mirar atentamente al techo, como si allí arriba hubiera
     alguna cosa escrita. Abandonado a la meditación, los ojos se le iban al
     cielo, tomando todo él aquella actitud de santo que le era peculiar.
     Después prosiguió la historia como sigue.
     --No sé qué pensé entonces. Me ocurrió encerrarle allí, y esperar días,
     semanas y meses a ver si herido, solo, sin comer ni beber, podía existir
     aquel ser maldito. Entretanto salía la sangre de su herida, sin que por
     eso se postrara más su cuerpo; por el contrario, animábase cada vez más,
     aumentando mi desesperación. Diga usted si el caso no era para volverse
     loco. ¡Estar constantemente perseguido por aquel demonio, que tampoco
     había podido matarme, y que concluía por instalarse en mi casa, junto a
     mí, siempre a mi vista, como mi conciencia, como mi pensamiento, como mi
     miedo! Mi rabia no tuvo límites cuando le vi incorporarse en el lecho, y
     exclamar:
     --Ya ves de qué modo has conseguido que no salga de tu casa. ¿Te atreverás
     a arrojar de ella a un hombre que has herido, a un hombre que se desangra
     y se muere? Si me echas de aquí, no es posible que te libres de la nota de
     asesino. Se descubrirá que has intentado matar a un hombre, vendrá la
     Justicia, habrá escándalo... Dirán que el bueno de don Anselmo encontró a
     un galán en el cuarto de su esposa y le pegó un tiro. Ya ves, ¡qué
     escándalo! Si quieres que me marche, me marcharé; pero bien te dije que al
     salir de esta casa me llevaría tu honor. Necio, en vano quieres prevalecer
     contra mí, contra lo inmortal, contra lo omnipotente, contra lo divino. Yo
     soy superior a los hombres; yo soy parte de ese mal que desde el principio
     pesa sobre vuestra existencia, y del cual no os podéis librar, porque una
     ley suprema le pone sobre vosotros y en vosotros como una faz de la vida.
     Aquí estoy, en tu casa; eso es lo que yo quería. Ella sabe que estoy aquí;
     muchos de fuera lo saben también. Pero esto es ahora un secreto guardado
     por muchos. Si quieres que haya escándalo, si quieres que mil voces hablen
     de mí, si quieres que esto se publique por calles y plazas, échame de
     aquí; yo me voy gustoso, pero ya sabes todo lo que me llevo.
     --Pero ¿qué fuerzas se han de emplear contra ti?--exclamé en el colmo de
     la turbación-- Sean morales o materiales, algunas fuerzas habrá que te
     venzan, demonio incomprensible, más fatal que cuantos se emplean en tentar
     a los hombres, llevándolos por los caminos de todos los vicios.
     --Contra mí no hay nada que prevalezca--contestó, recobrando poco a poco
     su habitual buen humor y ligereza-- Ningún arma me puede herir; no tomes
     en serio lo que ha pasado; no creas que me has vencido, pobre loco; lo que
     has visto no ha sido más que un incidente preparado con objeto de
     atraparte mejor. Esta casa ya es mía; ya he penetrado en ella y no me
     puedes arrojar; todo el mundo sabe que Paris ha entrado en tu casa, y tú,
     aunque emplees todas tus facultades, todo tu dinero, cuanto existe y
     cuanto vale en la Tierra, no podrás convencer a nadie de lo contrario...
     --¡Oh!, yo no sé lo que haré!--grité desesperado--; yo voy a pegar fuego a
     esta casa para que perezcamos todos.
     --¡Fuego!--dijo él, riendo diabólicamente e incorporándose en el lecho--,
     ¡fuego! Si ése es mi alimento, si vivo en él; fuego es mi sangre, mi
     aliento, mi mirada, mi palabra; quemo, devoro, aniquilo. No opongas a mi
     poder esos elementos venales que a un signo mío obedecen sumisos. Yo digo
     al aire: «Agita sus cabellos, lleva a su oído ecos que la sumerjan en esas
     meditaciones vagas, de cuya confusión sale luminoso, inexorable, el primer
     mal pensamiento.» Y el aire me obedece. Yo digo al agua: «Ve y acaricia
     con irritante frialdad o calor suave su cuerpo, que en las ondas del baño
     se abandona indolente; difunde en ese cuerpo la languidez y altera la
     serenidad de su cabeza, produciendo el marco voluptuoso que engaña la
     conciencia y hace accesible la fortaleza del recato.» Y el agua me
     obedece. Yo digo al fuego: «Corre por sus venas, enardece su corazón, y
     haz brotar en su pensamiento esa chispa incendiaria que es la abdicación
     postrera de la voluntad.» Y el fuego me obedece. Yo digo a la luz:
     «Refleja en el espejo las hermosas líneas de su rostro, y lleva de su
     espejo a sus ojos la imagen del cuello, del labio, de la cabellera, del
     talle, para que aumente su amor propio, baluarte formidable que me
     defiende.» Y la luz me obedece. Aún más: yo soy ese aire murmurador, esa
     agua voluptuosa, ese fuego que inflama, esa luz que adula. Ciego: me estás
     viendo, crees que estoy aquí. No; yo estoy allá, junto a ella; yo no la
     abandono nunca, porque soy su idea, su mal pensamiento, su mal deseo yo no
     me separo de ella jamás. En vano tratas de perseguir ese mal pensamiento,
     ese anhelo, cuando por un singular fenómeno se te presenta en forma
     humana. Torpe, ¿no comprendes que yo no puedo ser enterrado bajo un montón
     de piedras? ¿No ves que es imposible matarme de un tiro como se mata a un
     pájaro, a un ladrón?
     --Calla, por piedad, monstruo --exclamé, angustiado--. ¿Qué delito he
     cometido para tan gran tormento? Porque esto es castigo, sí, de algún
     crimen ignorado. Yo, que soy la probidad, el pundonor, la lealtad, la
     sobriedad, ¿por qué he merecido esta tortura, que produce un trastorno en
     todas mis facultades y acabará por volverme loco?
     --Tú tienes la culpa---dijo Paris con serenidad, sin dar ya señales de
     postración, y como si un médico sobrenatural hubiera sanado por encanto su
     herida--; tú tienes la culpa, tú, que me has llamado, que me has traído,
     que me evocaste con la fuerza de tu entendimiento y de tu fantasía.
     --Pues yo, con esa misma fuerza, te conjuro para que me dejes en paz. Yo
     no puedo vivir así, diablo, espíritu, pensamiento o lo que seas. Vete; yo
     te arrojo de mi cabeza; yo te expulso de mí, ya que no has querido darme
     la muerte; vete, porque esto es mil veces peor que morir.
     --¡Irme! No puede ser-contestó mi enemigo, encendiendo un cigarrillo de
     papel--. Ni yo, aunque quisiera, tengo poder para abandonarte. Mientras tú
     tengas ideas y sensaciones, yo estaré aquí. Renuncia a todo eso y me iré;
     resígnate a ser, en vez de hombre inteligente y sensible, una máquina
     automática, sin ninguna vida espiritual; resígnate a ser un bulto vivo, y
     entonces me marcho.
     --Me resignaré. Yo quiero morir y no pensar; yo quiero ser una bestia y no
     sentir en mi cabeza esto que llevo desde el nacer para tormento mío.
     --No lo tomes así, tan a pechos-repuso; estas cosas deben considerarse con
     alma; sé filósofo; ten esa grandiosa serenidad que ha hecho célebres a
     muchos maridos, y no quieras sobreponer un falso pundonor a ciertas leyes
     sociales que nadie puede contrariar.
     --No me trastornes más; yo quiero morir; quiero ser sacrificado a este
     pensamiento que me ha devorado, consumiéndome todo.
     Decía yo esto con la mayor sinceridad, amigo deseaba morir, o vivir sin
     conciencia ni entendimiento; si esto era vivir, había en mí como un
     delirio, una excitación tal, que nunca después he vuelto a experimentar
     cosa parecida. Fijaba mi vista en aquel hombre, le tocaba, le veía, tenía
     todos los fundamentos necesarios para creer en su existencia, y aún me
     parecía todo un sueño.
     ¿A usted no le ha pasado que al sufrir los tormentos de una pesadilla se
     muestra íntimamente incrédulo ante tantos dolores, y dice: «Esto es sueño,
     como si una chispa de razón velara cuando todas las facultades se nublan,
     menos la fantasía, que lo domina todo a sus anchas? Pues lo mismo yo, en
     aquel delirio angustioso, decía para mí a veces: «Esto es un sueño.» Pero
     la realidad me desmentía: hallábame en mi casa; me reconocía despierto,
     como ahora me reconozco vivo. Iba y venía, presa de una horrible ansiedad,
     y todo lo que me rodeaba era real: las personas, las mismas; idénticos los
     objetos. Salía de mi cuarto a ver si la impresión de cosas externas me
     daba alguna luz; pero nada lograba. Por fin, determiné ausentarme de allí:
     cerré el cuarto, dejando dentro al herido, y fui a la habitación de Elena.
     Cuando entré, mi mujer se sobrecogió de espanto, tembló, y después me dijo
     algunas palabras mal articuladas, porque el terror le embargaba la voz. No
     sé qué íntimo convencimiento me obligó a mirar todo, a registrar todo,
     agitado, convulso, demente. La infeliz gemía: creo que la maltraté.
     Después, andando de un lado para otro, registraba con afán, y era tal mi
     trastorno, que hasta debajo de las sillas, dentro de los vasos de su
     tocador y entre las hojas de los libros quería encontrar lo que buscaba.
     Allí no había nada; yo nada vi; pero tenía la convicción profunda de que
     allí estaba; en el aire, en la sombra, en el perfume, en el eco de
     nuestras voces, en todo me parecía sentir la presencia de aquel maldecido,
     «¿Dónde está?--grité--; ¡aquí hay alguno!» «¿Quién?», dijo ella,
     desesperada. «¡ Ese--contesté yo-, ese monstruo, ese espíritu de hombre!
     Yo sé que está aquí, yo le siento, yo le oigo. Sí, Elena, está aquí; tú le
     tienes. Le veo en tus ojos, le oigo en tu voz; está aquí.»
     Y, en efecto, la sombra de todos los objetos me parecía su sombra, el eco
     de nuestras voces parecíame su voz, y en los vagos accidentes de la luz,
     del sonido, del tacto, me parecía encontrar algo de la persona, del
     aliento de aquel genio execrable. Elena lloraba con tanto desconsuelo, que
     fue imposible recriminarla. Únicamente le decía: «Sí, aquí está, aquí
     está… Por fin, salí de allí porque me trastornaba cada vez, y volví a mi
     cuarto, donde le había dejado cerrado con llave. Al entrar di un grito: el
     herido no estaba allí. Mi espanto fue tal, que no pude dar un paso, y me
     dejé caer en un sillón. Las fuerzas me faltaban ya por efecto de las
     continuas y dolorosas impresiones de aquel día; me desvanecí, me desmayé,
     y a no haberse entregado espontáneamente mi naturaleza al reposo no sé que
     hubiera sido de mí. Quedé inactivo y como muerto durante largas horas. En
     el momento de recobrar el tino, amanecía. Sentí ruido en la puerta, miré,
     y era Paris que entraba de bata, pantuflas y con el cabello en desorden,
     como quien se levanta de la cama. Pasó delante de mí, mirándome con la
     diabólica sonrisa que era en él constante. Yo le miré también largo rato,
     y el estupor, cierto marasmo moral que yo sentía, impidiéronme dirigir la
     palabra en mucho tiempo.
     Cuando esto decía, el doctor hallábase también poseído de aquel marasmo
     moral que refería. Tenía turbios los ojos, lenta la voz, difícil el
     aliento, estaba fatigado, y, sin duda, el recuerdo de los sucesos
     referidos le producía muy fuerte emoción. Por eso, y considerando lo que
     padecía el infeliz al traer a la memoria su insana idea, no me atreví a
     hacerle las mil observaciones que sobre el caso se me ocurrían,
     reflexiones que hubieran entibiado mucho el entusiasmo y fe con que
     refería tales locuras.
     CAPITULO III
     Alejandro
     I
     Aquella noche no pudo continuar el doctor su curiosa narración, que, a
     fuerza de extravagante, me había inspirado algún interés. Yo deseaba saber
     cuál sería la hazaña final del travieso héroe de la antigüedad que se
     propuso quitar el juicio a mi pobre amigo, si es que alguno tenía. Bien se
     echaba de ver que aquello había de concluir pronto de cualquier modo, pues
     no era posible que semejante invención, o lo que fuese, se prolongara por
     más tiempo del que la ley del Arte exige, y además, según lo último que
     refirió mi amigo, se comprendía que el desenlace no podía estar lejos.
     Pero aquella noche, como he dicho, no le fue posible satisfacer mi deseo:
     hubiéralo hecho él, a pesar de su cansancio y de lo impresionado que
     estaba con el recuerdo de sus desventuras; mas no le insté a que siguiera,
     quedando de acuerdo para celebrar nueva sesión la noche siguiente, como lo
     hicimos. Reanudando el interrumpido hilo de su discurso, el sabio continuó
     así:
     --¿En qué quedamos? Porque de anoche acá me he trascordado; y siempre que
     recuerdo aquello hay un desquiciamiento en mis facultades, de ordinario no
     muy sanas.
     --Quedamos en un incidente interesantísimo. Usted se había desvanecido, se
     había dormido, abandonándose a un profundísimo sueño, que yo tengo para mí
     fue obra de algún sortilegio de aquel ente infernal, y al despertar, ya
     casi de día, vio aparecer a Paris, de bata y pantuflas, como si se
     levantara de la cama.
     --Así es, en efecto--dijo--, y yo, según indiqué a usted, en mi estupor no
     pude decirle palabra en mucho tiempo; le miraba, sintiendo en mí algo de
     ese marco que precede a un letargo profundo; le miraba pasearse por el
     cuarto con las manos en los bolsillos de la bata, sacar un cigarro,
     encender un fósforo, raspándolo en la caja, y después fumar tan tranquilo.
     --¿Y no hablaron ustedes?
     --Sí, hablamos. Lo particular es que aquella bata era la mía, y le caía
     tan bien que ni pintada; como si se la hubieran hecho a su medida.
     --Está visto que ese farsante quería apropiarse todo lo que era de
     usted--observé; y me arrepentí al poco rato de haber hecho tal observación.
     --Sí--dijo tristemente Por fin, viendo que nada podía hacer contra aquel
     miserable; viendo que no lo podía vencer, que no le podía matar, que no le
     podía arrojar de mi case, resolví entregarme al dolor, rendirme, incapaz
     ya de resistir más tiempo. No injurié a Paris, no le maldije ni intenté
     maltratarle, porque nada valía contra él. Di tregua a la ira, trocándola
     por una resignación serena, que fue en mí entonces de algún alivio.
     --Yo me voy--le dije--, puesto que nada puedo contra ti. Demonio
     invulnerable, yo te abandono todo: mi casa, mis riquezas, mi posición, mí
     esposa; todo queda en tus manos, incluso mi honor, que no he podido librar
     de ti. Hablo de mi honor en la opinión de las gentes, que mi honor en mi
     conciencia, eso va siempre conmigo y no me lo puedes quitar con tus malas
     artes. Prefiero andar errante lejos de aquí, en país desconocido,
     despreciado de todos, a soportar este suplicio en que vivo, privado de los
     más inocentes goces del hogar. Quiero huir; quédate aquí en posesión de
     todo: me considero vencido.
     --¡Necio!--contestó, mirándome--. ¿Adónde has de ir que yo no pueda
     seguirte? Recuerda lo que te dije anoche: Si al marcharte te dejas aquí el
     entendimiento y la fantasía, lo que hay en ti de divino, lo que te
     distingue de la bestia, puedes marcharte tranquilo, no te molestaré; pero
     si no, no cantes victoria, que yo iré contigo en esta o en otra forma;
     pues cuando me encariño con una persona no la abandono fácilmente.
     --Pero si ahí te dejo todo--repliqué--, ¿qué más quieres? Ya no temo la
     deshonra, no temo el escándalo, no temo nada. Puedes gozarte de tu obra;
     no me importa que hablen de mí, que me señalen, que me injurien con los
     más denigrantes apodos. ¿Qué más quieres de mí?
     --Sosiégate, ¡oh Anselmo!-exclamó Paris. ¿Adónde vas solo, errante por
     esos mundos, perseguido siempre por mí, aunque en distinta forma. Ten
     calma; reflexiona, medita la gravedad de tu determinación. ¿No ves que eso
     es cobardía indigna de un hombre de corazón? Acepta el martirio y
     resístelo hasta el fin, como cumple a quien blasona de temple de espíritu,
     y de una entereza que enaltece a los hombres más que el valor frenético y
     temerario. Aquí es donde debes estar siempre, en presencia de tu dolor,
     siempre en tu puesto, soportando una tras otra las angustias de su crisis,
     que no es nueva en el mundo y que ya ha trastornado a muchos. Aquí, amigo,
     aquí. No dirás que no soy concienzudo, que no razono con la madurez que
     distingue a las personas graves de los mozalbetes casquivanos y presumidos.
     --¡Oh, esto ya es demasiado! --dije--. ¿No he de salir de aquí, no he de
     abandonar esta casa? ¿También me has de perseguir lejos de estos sitios?
     Eso no puede ser; y si así fuera, yo me embruteceré, no penaré, como has
     dicho; seré un animal de los más torpes y groseros. Si esto es ser hombre,
     maldigo mi condición, y me río de esa pomposa palabrería con que la
     enaltecen algunos, diciendo que somos los reyes de lo creado. ¡Qué
     imbecilidad!
     --Sí; ¡eso es ser hombre!--afirmó él--, y eso es ser rey de la Creación.
     Yo he vivido desde el principio del mundo, y he presenciado multitud de
     sucesos terribles, individuales y sociales. Sé lo que son esos dolores,
     cuya importancia es tal en la esfera de la vida, que algunos han
     traspasado los límites de lo personal para conmover al mundo, como sucedió
     en la guerra de Troya, cuyos pormenores recuerdo como si hubieran pasado
     ayer. Por lo que he visto desde entonces, comprendo que se engaña el que
     crea poder eximirse de ese gaje de angustias con que pagáis el orgullo de
     ser la flor y nata de lo creado; comprendo la inmensa verdad que encierra
     el dicho de Goethe: «El que no está preparado a la desesperación, no está
     preparado a la vida.» Animo; no eres tú el primero de los que se
     aniquilan, quemándose en la llama de la vida, como se quema la mariposa en
     la luz ; tú no eres el primero, eres un ejemplar de esa rica colección de
     mártires que han hecho del vivir una bella y sorprendente epopeya.
     --¿Sabe usted que no dejaba de explicarse con juicio?--dije, observando
     que Paris disertaba sobre la vida con una seriedad que, aunque no exenta
     de extravagancia, le hacía, sin embargo, mucho honor.
     --Aquel endiablado se había puesto a filosofar dejando su cínica
     desenvoltura para hacer reflexiones en un tono que me parecía más burlesco
     que sus chanzas del día anterior.
     --Y después, ¿qué hizo?--pregunté, esperando que el aparecido se quitara,
     al fin, la bata y las pantuflas de mi amigo para vestirse y arreglarse.
     --Verá usted--agregó el doctor-- Yo no permitía que nadie entrara allí
     pero entró, cuando yo estaba descuidado, un criado a anunciarme a mi
     suegro, el conde del Torbellino, y no manifestó haber visto la sombra. El
     criado, al parecer, creyó que yo estaba solo. Iba yo a salir con objeto de
     recibir a mi suegro, cuando éste, que no se andaba en ceremonias, entró.
     Yo temblé pensando que pudiera ver a Paris, pero no. Paris estaba junto a
     mí, y el Conde no le vio. Para él, lo mismo que para el criado, hallábame
     solo en la habitación. ¡Cosa más particular! Varias veces el aparecido
     pasó entre él y yo, sin ser visto más que de mí. Yo sólo sentía sus pasos,
     yo sólo recibía el rayo de su mirada, de una viveza imposible de pintar.
     Mas a poco de estar allí el conde del Torbellino, Paris desapareció; yo
     miraba a diestra y siniestra por ver si se ocultaba en algún rincón pero
     nada, había desaparecido. No vi más que mi bata y mis pantuflas, arrojadas
     sobre una silla. Mi diálogo con mi ilustre suegro fue importantísimo, y es
     de gran utilidad el referirlo para mejor inteligencia de esta sin igual
     historia. Pero antes voy a dar a usted algunas noticias de tan respetable
     personaje.
     II
     --El conde del Torbellino--continuó don Anselmo--era un hombre
     tempestuoso, y no porque tuviera carácter irascible, violento y amigo de
     pendencias, sino porque su espíritu, esencialmente tranquilo, se
     manifestaba al exterior de la manera más resonante y ampulosa. Cuando
     decía alguna tontería, caso frecuente en él, su voz, bronca por
     naturaleza, se ahuecaba hasta lo más bajo del diapasón; cuando quería
     convencer a alguien de que era hombre importante y de que los negocios le
     traían loco, su palabra llegaba al último grado de la vana
     grandilocuencia; si no decía nada, su respiración semejaba a un vendaval
     lejano. Locuaz y retumbante, parecía el símbolo de la tormenta, la
     explosión hecha hombre. Sus oyentes eran muchos; complacíanse sus
     tertulios en escuchar el estrépito de su voz descomunal; pero en tocando a
     reír, la turba de interlocutores se dispersaba más que deprisa, porque la
     carcajada del buen señor trastornaba y aturdía. La caja sonora que tan
     atroces ruidos producía era proporcionada al sonido mismo. Corpulento,
     pesado, cavernoso, monumental, el señor Conde era una pieza estimable que
     podía honrar a cualquier cantera. A semejante mastodonte no faltaban
     dignidad ni donaire; antes al contrario, su crasitud cuadrilonga le daba
     cierto aspecto cesáreo y dictatorial.
     Su rostro era más bien hermoso que feo, adornado lateralmente de espesas
     patillas blanquinegras; la nariz tenía algo de la voluta corintia; la
     boca, grande, de labios carnosos y retorcidos, se asemejaba a las bocas de
     esas máscaras griegas que vomitaban lesiones y emblemas. Dos grandes
     contracciones sostenían en los extremos de esta boca una hilaridad
     presuntuosa, tan constante en él y tan grabada en su rostro, que podía
     decirse que en él la sonrisa era una ficción. Sus lentes eran algo más:
     eran un órgano; la frente, en que algunos pelos aplastados por el sombrero
     y pegados por el sudor dibujaban una especie de leyenda jeroglífica, era
     pequeña, deprimida y roja; pero de un rojo intenso y como transparente,
     cual si los sesos de aquel buen señor fuesen de bermellón o cinabrio. Su
     cuerpo era un prodigio de solidez arquitectónica; cada extremidad, un
     portento de equilibrio; y sus hombros, su abdomen y su espalda, otras
     tantas obras maestras de estereonomía muscular; sus pies, dos ladrillos. A
     pesar de tanta solidez, este monolito se movía con bastante soltura; y
     cuando hablaba, los brazos daban vueltas como dos aspas de molino,
     amenazando descabezar al que tenía la desdicha de escucharle.
     En cuanto a entendimiento, el Conde pasaba por ignorante entre muchos y
     por sapientísimo entre algunos; mas no era ni una cosa ni otra. Sin ser
     ilustrado, sabía lo bastante para hablar de todo, no disparatando siempre.
     En algunas cuestiones, sin embargo, era fuerte, sobre todo en Política y
     en Hacienda. Ocupábase mucho de la alza y baja de los fondos públicos, y
     negociaba con el crédito del Estado, tornando parte con los primeros
     capitalistas en las más arriesgadas operaciones mercantiles, lo cual
     fortalecía sus conocimientos en Hacienda. La suya le inspiraba serios
     temores, sobre todo en la época a que me refiero, y el mal humor que le
     ocasionaban sus desbarajustados asuntos se hubiera trocado en hipocondría
     si mi casamiento con su hija no echara un buen puntal a su fortuna.
     Distinguíale también un notable prurito de agradar a las gentes. Su
     amabilidad, aunque tonante y explosiva, le había captado la voluntad de
     muchas personas. De esta amabilidad nadie tenía mejores pruebas que yo;
     siempre fui objeto de su predilección, y nunca más que en la ocasión de
     que hablo pude conocerlo. El Conde me probó el gran interés que yo le
     inspiraba en aquel diálogo que voy a referir a usted con la puntualidad
     que mi memoria me permita.
     --Mi querido yerno--dijo él--, ya siento tener que hablarte de este
     asunto, pero es necesario. Elena no puede vivir así. No te enfades; nadie
     mejor que yo conoce tus buenas prendas; nadie ha tratado de disculparte
     más que yo; pero han llegado la cosas a un extremo ... ; tu carácter...
     --Yo no entiendo ni una palabra de lo que usted me quiere decir--le
     contesté, presumiendo que algo grave encerraban aquellas indicaciones.
     --Todos en la casa dicen que estás loco--añadió el Conde--. Esta opinión,
     el único que la ha combatido he sido yo, que desde antes de que entraras
     en mi familia conocía tu carácter. Yo sé que no es locura; estos arrebatos
     que hoy te dan son antiguos en ti, si bien los agrava actualmente una
     monomanía, uno de esos estados pasajeros del alma que nos ponen a veces en
     tal disposición que no parecemos tener pizca de sentido.
     --Pues usted me explicará eso mejor, si quiere que le entienda--dije yo,
     que ya tenía demasiadas confusiones en la cabeza para comprender de una
     vez la nueva serie de enredos que mi suegro me traía.
     --Elena se queja con razón--contestó--; la infeliz ha enflaquecido de tal
     modo estos días, que parece un cadáver. Todos procuramos consolarla.
     ¡Cuidado que eres extravagante! La atormentas del modo más cruel; la
     asustas con tus atrocidades sin cuento. Pero ¿en quién has visto cosa
     semejante? Según ella refiere, algunas noches entras despavorido en su
     cuarto, diciendo que has oído allí la voz de un hombre; otras veces la
     maltratas, la injurias, asegurando que has visto a alguien saltar por su
     ventana al jardín. Cuando más descuidada y tranquila se halla, entras
     furioso, profiriendo gritos y amenazas y preguntando dónde está él; tu
     aspecto infunde miedo; tus palabras son las de un loco; tu ademán es
     descompuesto. Di si hay mujer que tenga la fortaleza y el temple
     suficientes para ver con calma estas cosas, y considera también si no hay
     en tu conducta bastantes motivos para atraerte, no digo yo la antípoda,
     sino el horror de tu esposa.
     --Sí--repliqué yo--, lo confieso; pero usted no sabe que para obrar así
     tengo mis razones.
     --¡Razones! No seas tonto. ¿Qué razones puedes tú tener para obrar de esa
     manera? Si tuvieras la calma, la filosofía que se necesita para poder
     vivir en estos tiempos que alcanzamos, no te sucedería eso. Es que tú te
     apuras por nada; eres muy puntilloso; tomas muy a pechos todas las cosas,
     y, en resumen ... , no sabes vivir.
     --Suplico a usted, mi querido suegro, que me explique eso, pues quizás me
     dé alguna luz en la situación en que me hallo.
     --Quiero decir que te cuidas demasiado de la opinión de las gentes, cosa
     que se debe despreciar las más de las veces, sobre todo cuando, como en la
     ocasión presente, no se funda en nada positivo, sino en esas presunciones
     vulgares, hijas de una gran decadencia moral.
     --Pero ¿qué dice la opinión de las gentes?--pregunté yo-- ¿Alguien se ha
     atrevido a hablar de mi casa, de mi familia?...
     --Te diré--contestó él enfáticamente--; no debes apurarte por eso, que,
     además de no tener importancia, es cosa que se ve con demasiada frecuencia
     para inspirarnos recelo. No hay que hacer caso de la opinión de esa gente
     holgazana que vive de la cháchara y el escándalo, atisbando siempre en lo
     más íntimo de las familias... No te apures por eso. Sólo con el desprecio
     se corresponde a la vileza de esas infames gentes que nada perdonan, ni
     aun lo más santo y respetable.
     --Pero ¿qué dicen de mí?
     --Mira, nosotros no debernos hablar de esas cosas--contestó--, pues hasta
     nombrarlas me parece indecoroso. Dejémoslo, y se acabó... Trata de
     serenarte.
     --No; yo quiero saberlo, y pronto--contesté, muy agitado.
     --¡Vaya!--exclamó el conde de Torbellino, poniéndose los lentes, que en el
     calor de su elocuencia se le habían caído--. ¿Quieres que te cuente lo que
     tú sabes mejor que yo, lo que ha sido causa de las extravagancias que has
     hecho estos días?
     --No; yo no sé nada; quiero saber todo eso que usted me ha indicado para
     confundirme más.
     --Pues con indignación te informaré, querido Anselmo, de que ha habido
     personas tan insolentes, que han puesto en duda..., ha habido quien ha
     osado difamar a la misma virtud..., a mi hija Elena. Te aseguro que si
     conociera yo al infame que...
     --Pero ¿quién, en dónde, qué persona ha dicho eso?--vociferé yo, aterrado
     ante la horrible confirmación de lo que en mi cabeza pasaba.
     --¿Quién lo va a averiguar? Y lo único en que se fundan es en que
     frecuenta tu casa ese joven, ese joven..., ese que viene aquí desde hace
     algunos días.... ese Alejandro no se cuántos.
     --No sé de quién habla usted-dije, estupefacto.
     --Sí; ése... Precisamente ayer le vi entrar aquí: varias veces le he visto
     entrar --añadió, dándome a continuación las señas de aquel ente infernal,
     hombre, demonio o aparición que tanto me había atormentado con el nombre
     de Paris-- La cosa es que como el chico tiene fama de ser uno de los más
     grandes perturbadores del hogar doméstico que han existido desde que se le
     ha visto entrar aquí.
     --¿Y quién ha traído aquí a ese sujeto?
     --Yo no sé; tú lo sabrás. Lo cierto es que entra mucho en tu casa, y de
     seguro Elena le tratará como a un amigo, sin sospechar la infeliz que,
     aunque inocente, está labrando su desdoro admitiéndole aquí. Pero al mismo
     tiempo, no admitirle sería justificar la perfidia de los maldicientes y en
     cierto modo ajustarse a su sistema. Lo mejor es despreciar todo eso,
     querido Anselmo. Ya ves cómo sé cuál es la causa de tus locuras, y yo no
     puedo menos de reírme al considerar cuánto has atormentado a la pobre
     Elena por una causa tan frívola, serénate, hombre; ten calma, como antes
     te he dicho. Si porque cuatro desalmados hablan de ti vas a hacer tales
     atrocidades, asemejándote a los mayores locos que han existido, ¿qué
     harías si tuvieras una verdadera causa?
     --Así habló el conde del Torbellino, y sus palabras, lejos de darme luz en
     aquel asunto, me embrollaron más y más la cabeza. Antes había dudado si la
     figura de Paris era real o meramente una creación de mi entendimiento,
     producida por fenómenos no comprendidos, esta duda me daba gran tormento.
     Ahora, según las palabras de mi suegro, Paris era un ser real, conocido de
     todos. Entonces, ¿cómo fue herido gravemente por mí, restableciéndose
     después por encanto, sin que quedaran en su cuerpo señales de postración?
     ¿Cómo aparecía y desaparecía sin saber de qué modo? Esto aumentaba mi
     confusión de tal manera, que cuando se fue mi suegro me sumergí en
     intrincadas y laberínticas meditaciones, a ver si vislumbraba un rayo de
     luz en tantas lobregueces. ¡Dios mío! Aún no era bastante. Para colmo de
     desdicha, entró mi suegra, que, empleando muy distintas razones que su
     esposo, dialogó conmigo un buen espacio de tiempo.
     Mi suegra era una vieja coqueta en quien los años no habían amortiguado el
     deseo de agradar, base de su carácter.
     Habiendo sido hermosísima, en su rostro no quedaban ya más que lástimas, y
     únicamente los ojos conservaban en su brillo y expresión algo de aquella
     belleza que se había despedido para no volver más. Este desastroso
     afeamiento era, en parte, remediado con los complicados afeites que se
     hacía y las mil cosas que inventaba para disimular los estragos de su
     persona. En cuanto a costumbres, las suyas no se distinguían sino por un
     continuo callejear, que no le dio muy buena opinión, aunque nunca se dijo
     claramente que no fuese honrada. Gustábale divertirse más que a muchas que
     no pasan de los 20; Y en este punto jamás determinaron en ella los años
     ningún progreso visible; pues vieja y todo no perdonaba baile, ni comedia,
     ni paseo, ni reunión, ni ceremonia donde hubiera gente joven y bulliciosa.
     Parecía que se le reverdecían con esto los años, refrescándosele el cuerpo
     con el continuo zarandeo.
     Esta dama ilustre, que profesaba en materias de opinión teorías muy
     peregrinas, fue la que me habló del modo siguiente:
     --Eres, Anselmo, un salvaje, una fiera, un tigre. Pensar que mi hija pueda
     vivir mucho tiempo en compañía de una persona como tú, es locura.
     Verdaderamente sería risible, si no fuera tan triste lo que está pasando.
     ¡Vamos, que aquellos sustos que le das, presentándote de noche en su
     habitación como un loco, y al parecer, ofuscado el entendimiento por
     alguna mala idea ... ! En verdad no sé cómo vive la infeliz... Está
     enferma, y temo que sea de cuidado su mal, porque, francamente, ¿qué
     persona impresionable y delicada resiste a las pruebas a que la sujetas?
     Es preciso que te decidas a adoptar otro conducto; mi hija no puede vivir
     así. A ver, ¿qué es lo que te obliga a proceder? Quiero saberlo. ¡Y pensar
     que es Elena un modelo de amabilidad, de discreción, de prudencia!
     Verdaderamente, Anselmo, ya veo que no puede haber mayor tormento para una
     joven que vivir contigo. En tu compañía ninguna puede encontrar esa
     agradable confianza que es fundamento del amor; no eres amable, ni mucho
     menos; por el contrario, a pesar de tus buenas prendas, te haces repulsivo
     por los arrebatos de tu carácter, por esa misantropía que te consume. En
     ti no hallará mi hija ninguna clase de ternura, ni aun esas pequeñas
     fórmulas cariño, que, insignificantes en apariencia, son de una
     importancia inmensa para nosotras; créelo. Además, parece que te has
     propuesto hacerte aborrecer de ella; pasas los días abstraído, solo,
     encerrado en ese maldito cuarto, donde a veces se te siente hablar como si
     estuvieras en conversación con las ánimas del Purgatorio.
     --¿Se me siente?--dije yo, oyendo con terror aquella descripción de mi
     vida.
     --Sí, eso dicen los criados--continuó riendo--, te han oído hablando solo.
     ¿Es esto tener razón, es esto ser hombre? Después sales y vas dando
     feroces gritos al cuarto de Elena, que, trémula y sobrecogida, te ve
     registrar la habitación como si persiguieras a alguna sombra. La
     pobrecilla ha llegado a tenerte tanto miedo, que tiembla sólo de oír tu
     voz. Yo no sé en qué va a parar esto. ¡Qué singular manera tienes de
     hacerte querer de tu esposa! Ni la acompañas, ni la mimas, ni procuras
     distraerla; ella está acostumbrada al trato de la gentes, a los goces de
     la sociedad..., ¡y verse aquí sola, encerrada ... ! Únicamente yo me
     intereso por ella; he logrado reunir aquí algunos amigos y amigas, que nos
     hacen tertulia, entreteniéndonos un poco. Pero yo no sé qué tiene esta
     casa; es triste como su dueño; todos huyen de ella. En los últimos días
     casi nadie ha venido, y nos hubiéramos visto muy aburridas, a no habernos
     acompañado Alejandro X***...
     --Señora, ¿a ver? ¿Quién es ese caballero...? ¡Tengo curiosidad ...
     !--dije vivamente.
     --Vaya, también has perdido la memoria--contestó mi suegra con
     jovialidad--, ¡Cómo está esa cabeza! ¿Conque tampoco conoces a Alejandro?
     Precisamente salía de aquí cuando yo entraba. Si viene todos los días...
     --Señora, yo no sé de quién habla usted.
     --Pero este hombre está loco; ya desconoce a sus principales amigos, a
     Alejandro X***, que tanto frecuenta tu casa; la persona más amable que he
     tratado en mi vida, amigo tuyo, como lo es de todo el mundo; porque ese
     hombre, yo no sé..., es de los que conocen a todo bicho viviente... Claro,
     es tan amable, tan listo, de una travesura jovial, discreta y elegante.
     --¿Y dice usted que yo le conozco?
     --Pero ¡estás loco! ¡No le has de conocer! Si habéis salido juntos de
     paseo mil veces, si habéis comido y almorzado juntos, qué sé yo...
     Alejandro, hombre de Dios--añadió alzando la voz, como si hablara con un
     sordo-- Indudablemente has perdido el juicio.
     --¿Y dice usted que las acompaña? --pregunté en el colmo del estupor.
     --Si no fuera por él, mi hija y yo nos aburriríamos. El nos acompaña, y es
     tan amable... Nos divierte mucho contándonos historias íntimas, ¡Ah! No
     sabes cuánto nos cautiva su conversación, sobre todo a Elena, que gusta de
     oír narrar aventuras. Ese hombre ha viajado mucho, y, aunque joven, conoce
     el mundo como si hubiera vivido siglos.
     --¿Y dice usted que yo le conozco? --pregunté con ansiedad.
     --¡Válgame Dios, qué hombre! Es lo mismo que si preguntaras si me conoces
     a mi. Tú no estás bueno. Anselmo, por Dios, esa cabeza...
     III
     --Estas y otras razones cambiamos mi suegra y yo en aquel diálogo
     memorable. Ella se fue, porque le avisaron que Elena estaba con un
     síncope, y al poco rato, cuando aún no había yo tenido tiempo de aclarar
     un poco las ideas que lo indicado por mi suegra me sugería, entró un amigo
     mío muy querido, el cual me hablo también cosas que no debo pasar en
     silencio, para mejor inteligencia de este raro suceso.
     --Venía a saber de tu mujer--dijo--; oí decir que estaba mala.
     --Sí-contesté-, no está buena. Desde hace días tiene no sé qué. ¿Por quién
     lo supiste?
     --No recuerdo dónde lo oí decir.
     --Yo sé que hablan de mi por ahí--indiqué, porque había conocido que mi
     amigo quería contarme algo, y que esperaba que rodase la conversación
     sobre aquel punto.
     --¿Que hablan de ti? No sé--dijo vacilando--. Bien, no te lo negaré; al
     contrario, obligado por nuestra amistad te hablo de este asunto, y si te
     digo que no he venido a otra cosa, no miento, de seguro.
     --Vamos a ver.
     --Por supuesto, que debes despreciar ciertas cosas; mejor dicho, no
     despreciarlas del todo; conviene hacerse cargo de ellas, meditarlas y
     resolver después maduramente lo que se debe hacer. Esto no es nuevo. Todo
     el que vive aquí en cierta posición, como tú, está expuesto a las
     hablillas. Hay que resignarse y no enfurecerse, porque si alguna cosa hay
     que deba tomarse con calma, es ésa,
     --¡Con calma!-repuse yo, perdiéndola completamente --; ¡con calma he de
     mirar mi deshonra! Yo buscaré al infame autor de esa calumnia.
     --Luego, ¿Ya estás tú enterado?
     --Sí--dije--; no sé, lo he presumido, lo he adivinado.
     --Pues sí, amigo--repuso él--; no te precipites. Las reputaciones más
     sólidas no se libran de esos ataques.
     --Te juro--dije--que yo he de matar a quien ha infamado mi casa, y ya sea
     uno, ya sean muchos, esa vileza no ha de quedar sin castigo.
     --Mal hecho; eso no se hace así. Conviene tratar con la Fama en buena
     amistad para que no nos maltrate; conviene capitular con los murmuradores
     y hacer ciertas concesiones para que no acaben de deshonrarnos. Para
     alejar a esa víbora maligna no se ha de luchar con ella; es preciso
     adularla con los dulces sonidos de un instrumento músico. El vulgo
     viperino es invencible cuerpo a cuerpo, y débil cuando a la defensa ciega
     se sustituye la maña astuta.
     --Yo no puedo adular a esos infames. Mi honra está sobre ellos.
     --Todo eso es muy santo y muy bueno; pero se dice una cosa... Bien... En
     estos tiempos es más temible el dicho que el hecho. Ya comprendes la
     fuerza que tiene un dicen. Si quieres seguir mis consejos, márchate de
     aquí por algún tiempo. Cuando vuelvas, todo está olvidado. Es la mejor
     manera de que te libres de ese hombre, cuya presencia continua en tu casa
     tanto te daño. Es lo mejor; así se acaba sin escándalo, porque el
     escándalo, amigo, graba los hechos en la mente del público, y hechos
     estereotipados de este modo no se borran fácilmente.
     --Pero ¿qué hombre es ése?-pregunté.
     --¡Qué hombre!--dijo con estupor, admirado de que yo no le conociera--.
     Alejandro X***. Estoy seguro de que sus visitas aquí han sido inocentes;
     pero le ven entrar, y como tiene tan mala fama...
     --¿De veras?--dije, para obligarle a explicarse mejor.
     --Sí--contestó,--, es de estos que hacen gala de sus costumbres
     licenciosas. Buena figura, gracia, cierta depravación. No tiene más oficio
     que hacer el amor, ni más aspiración que ser objeto de las necias
     alabanzas de la multitud, siempre gozosa por cada honra que se pierde y
     cada nombre que se mancha.
     --¿Y dices que debo salir de aquí?
     --Sí: es urgente. Déjate de medios violentos, Matar, desafiar; todo eso
     aumenta el escándalo y las habladurías...
     --No; yo quiero matar a ese hombre --grité con furia, olvidando en aquel
     momento que Paris era inmortal.
     --¡Matar! ¿Y a quién?, ¿a éste? ¿Y estás seguro de que al matarle castigas
     a un delincuente? Tú ya das por supuesto que ha habido delito, y no es ésa
     la cuestión. Se trata sólo de ciertas voces que debemos suponer no tienen
     fundamento alguno. Ahora di si esas voces se acallan matando gente.
     --Pues yo no puedo salir de aquí---dije, recordando la amenaza de Paris de
     seguirme a todas partes--; él irá tras nosotros.
     --¿Cómo puede ir contigo?-dijo mi amigo --. Y si va, en tu mano está
     evitar que te siga mucho tiempo. Aquí no es fácil que sin escándalo puedas
     echarle de tu casa, mientras que viajando ya es más posible librarte de él
     por cualquier medio.
     --Poco más hablamos; pero lo que he referido fue lo bastante para
     confundirme más de lo que estaba. El principal tema de mi cavilación
     consistía en esto, que repetía sin cesar: «Luego Paris es un ser real; ese
     que llaman Alejandro no es una sombra, no es una aparición, sino un hombre
     que entra en mi casa y es conocido de todo el mundo. Alejandro y Paris son
     dos personas distintas; el que yo he visto es representación o remedo del
     primero.» Cansado ya de aquel suplicio, resolví salir, para buscar en la
     confianza y en el consejo de personas afectas a mí un alivio a tan
     terrible pena. Pensé dirigirme a varios amigos de lealtad probada, y
     además muy conocedores de las cosas de la vida, esperando sacar de ellos
     alguna luz para alumbrar tan pavoroso enigma.
     Salí. Según después me han contado, andaba yo por la calle con la vista
     extraviada, el andar inseguro y torpe, puestos el sombrero y los vestidos
     de muy singular manera. Hacía reír a las gentes; y aun los acostumbrados a
     ver en mí un hombre no parecido a los demás, se paraban a mi paso,
     señalándome como una curiosidad. Aunque había hecho propósito de consultar
     con determinadas personas, yo no encaminaba derechamente mis pasos a lugar
     alguno. Iba de aquí para allí a la ventura, ciegamente. Figuraos cuál
     sería mi sorpresa cuando, al atravesar no sé qué calle, tropecé ... ; iba
     a caer, y una mano asió vigorosamente mi brazo. Me volví, y era Paris, que
     me sostenía. No sé lo que sentí en aquel momento. En otra situación de
     espíritu le hubiera dado de golpes en presencia de todo el mundo; pero ya
     la maldecida figura no me inspiraba sino temor: en su presencia, mi alma
     se sobrecogía, mi palabra enmudecía, flaqueaban mis fuerzas. Desde que se
     ponía a mi lado, mi espíritu se subordinaba al dominio de aquel ser
     infernal, doblegándose tristemente como si sintiera su inferioridad. Desde
     aquel momento yo no me pertenecía: estaba en sus manos, en su poder. El me
     tomó el brazo y anduvimos largo trecho por las calles más concurridas sin
     hablar una palabra. Mirábamos la gente: muchos conocidos míos encontramos
     al paso, y yo observaba que al pasar cuchicheaban, señalándonos. Sin saber
     cómo y sin que mi voluntad obrara para nada en ello, el diabólico Paris me
     arrebató hacia el Prado, que por ser el día de los más hermosos de otoño,
     estaba concurridísimo. Los grupos se apartaban para dejarnos pasar, y
     muchos se sonreían con disimulo, fijando la vista en los dos. En aquel
     instante Paris era visible para todos; ya no era aquella sombra, sólo
     percibida por mí, que en mi habitación surgía de la tela de un cuadro; era
     un sujeto real, y todos le veían, le saludaban, nos saludaban, observando
     con malignidad, mas no con sorpresa, que anduviéramos juntos.
     Así atravesamos el Prado; seguimos hacia Recoletos, sin que yo pudiera
     detenerme. Arrastrábame de tal modo, que a veces parecía que una fuerza
     extraña movía mis pies. La gente era en mayor número cada vez, y la
     malignidad la misma en todos los semblantes conocidos.
     Parábanse algunas personas y nos miraban un buen rato; otras parecióme que
     se reían, y, en tanto, nosotros siempre andando, andando. Yo estaba rojo
     de vergüenza; el rostro me quemaba como si tuviera en él carbones
     encendidos, y en el fondo de mi corazón latía un odio terrible, una pena
     profunda, una sombría angustia que no podía estallar, porque aquel demonio
     me lo tenía oprimido. Dentro del pecho sentía yo como una mano de fuego
     que me apretaba con fuerza, conteniendo en su puño ardiente cuanto en mí
     había de vida y sentimiento... Andábamos siempre sin descanso: gruesas
     gotas de sudor corrían de mi frente, y sentía una gran fatiga, aunque
     puramente moral, pues mi cuerpo no estaba cansado, y marchaba movido por
     una fuerza en mi desconocida. Atravesamos toda la Castellana, donde había
     más gente aún, mayor número de conocidos y más insistencia en mirarnos,
     sonriendo con malicia que rayaba en insolencia. Caminábamos siempre,
     recorriendo el paseo de un extremo a otro, varias veces, hasta que la
     tarde iba cayendo, la gente se retiraba, y mi alma se cubrió de luto;
     nublándose mis ojos, no vi más que sombras, y glacial frío corrió por todo
     mi cuerpo. No pude menos de detenerme: estábamos en el extremo del paseo;
     a nuestra espalda se oía el ruido de los coches alejándose y las pisadas
     de algún paseante rezagado. Entonces parece como que recobré el uso de la
     palabra, y sentí dentro de mí una especie de libertad, algo como descanso,
     como si la acción infernal de aquel ser abominable dejara de obrar sobre
     mí. No sé por qué atrajo mis miradas la extraordinaria brillantez de la
     luz crepuscular que por Occidente teñía el cielo de vivísima púrpura.
     Miré aquello con cierto deleite, no experimentado por mí desde algún
     tiempo, y cuando volví los ojos hacia mi lado, Paris ya no estaba allí: se
     había desvanecido como el humo. Por una ilusión fácil de explicar,
     volviendo a mirar hacia el Ocaso, me pareció ver dibujada, con ráfagas de
     luz rojiza y cárdenas nubes, su faz aborrecida. Hallábame solo,
     enteramente solo; había recobrado el dominio de mí mismo; pero entonces el
     cansancio moral que antes experimenté se extendió a mi cuerpo, y caí sobre
     un banco aturdido y exánime.
     IV
     --Pues si he de hablar a usted francamente, amigo don Anselmo--dije--, esa
     aventura, lejos de aclararse a medida que se acerca el desenlace, se
     embrolla y obscurece más. Al principio, cuando la figura de Paris se
     apareció a usted en su cuarto, el caso podía pasar por una creación de la
     fantasía de usted, un extravío de su entendimiento. Aunque rarísimos,
     suele haber casos en que una imaginación enferma produce esos fenómenos
     que no tienen realidad externa sino únicamente dentro del individuo que
     los produce. La figura desaparecida del lienzo, la voz que usted creyó
     escuchar en el cuarto de Elena, la sombra que vio ocultarse en el pozo,
     todo eso puede explicarse por una obsesión que, aunque rara, no es
     imposible. Pero después resulta que hay un ente real, un tal Alejandro,
     persona visible para todos y que frecuenta la casa de usted; persona
     exactamente igual a la sombra entrometida y que parece destinada a turbar
     la paz de los matrimonios, no con medios fantásticos, sino reales, según
     se desprende del diálogo de usted con su suegra y con su amigo. ¿En qué
     quedamos? ¿Qué relación existe entre Paris y Alejandro? Por una
     coincidencia que no creo casual, estos dos nombres son los que lleva el
     robador de Helena en la fábula heroica.
     Ahora bien: usted dice que no conocía a ese Alejandro. Si usted le hubiera
     conocido, si antes de todas las apariciones usted hubiera tenido celos de
     él, se comprende que su imaginación, dominada por tal idea, llegara a ese
     período patológico que origina tan grandes extravíos. Pero aquí lo primero
     ha sido la obsesión, y después ha venido la realidad a confirmarla. ¿No
     sería más lógico que precediera la realidad, y que después, a consecuencia
     de un estado real de su ánimo, aparecieran las visiones que tanto le
     atormentaron?
     --Precisamente lo que usted dice fue lo que yo pensé cuando, serenado
     algún tanto, quise explicarme lo que me pasaba, de regreso a mi casa. He
     de advertir que desde muy antes de ocurrir lo que he referido, mi cabeza
     se hallaba en un estado deplorable. Además de perder la memoria casi por
     completo, había tal extravío en mis juicios, que no acertaba a pensar con
     acierto ni a decir cosa alguna derechamente. Todo esto lo he observado
     después y he venido a descubrirlo cuando, sondando cuidadosamente lo
     pasado, he podido descubrir algo de lo que existía en mi cabeza en aquel
     período. Transcurrido algún tiempo, pude, a fuerza de recapacitar, a
     fuerza de atar cabos, restablecer los hechos, aunque no con la claridad
     que requerían. Por último, pude recordar que, efectivamente, yo había
     conocido a aquel Alejandro de que hablaban mis suegros, mi amigo y, por
     fin, Madrid entero.
     --Pues entonces todo está explicado--dije yo--. Preocupóse usted con aquel
     hombre, tuvo celos, pensó en eso noche y día, y ese pensamiento fue
     dominándole hasta el punto de ocupar todo su espíritu: la continua fijeza
     del pensamiento en una idea dio gran vuelo a su fantasía, debilitáronse
     sus fuerzas corporales, con el predominio absoluto del espíritu, y de aquí
     ese estado morboso que le mortificó tanto. Eso, aunque raro, pasa todos
     los días. Los místicos que han hablado de sus visiones con tanta fe,
     creyendo que han conversado con Jesús y la Virgen, son prueba de ese
     estado patológico que da preponderancia inmensa a la imaginación sobre
     todas sus facultades.
     Ahora bien, don Anselmo; piénselo usted bien y procure hacer memoria:
     antes de la aparición de Paris, ¿no ocurrió algún hecho que pudiera ser la
     primera causa determinante de esa serie de fenómenos que tanto le
     trastornaron a usted? La verdad es que aquel trastorno fue consecuencia de
     una perturbación anterior. Es preciso que usted diga lo que pasó antes de
     que viera desaparecer del lienzo la figura pintada.
     --Antes de contar a usted el fin de la aventura--respondió el doctor
     Anselmo--, referiré lo que me dijo un cierto amigo antiguo de mi familia,
     un vicio de quien yo, pasada mi niñez, me había olvidado un poco. Según
     él, mi padre había sufrido iguales tormentos, siendo de notar, entre
     ellos, uno en que estuvo a punto de perder la vida, porque las obsesiones
     le quitaron hasta el hábito y las ganas de comer, sumergiéndole en hondas
     melancolías. Díjome que mi padre fue perseguido también por una sombra, si
     bien aquélla no era un perturbador del matrimonio, sino un acreedor
     fantástico que venía a pedirle gruesas sumas, hablándole de un litigio que
     no terminaba nunca. Mi padre tenía desde antes de eso un horror
     extraordinario a los pleitos: era su manía, su tema, su locura.
     --Veo que es mal de familia --añadí--. Cuando se tiene propensión natural
     a la vida de fantasía, no seguir la carrera de santo es errar la vocación.
     Para el Arte no es fecundo ni útil esa facultad desenfrenada, esa furia
     rebelde que no se sujeta a las leyes de la razón ni se templa con la
     influencia del buen sentido. Sólo sirve para producir los deliquios y
     alucinaciones del misticismo: hace del hombre un ser fuera de sí, que no
     está nunca en sí mismo, sino en otro mundo que él puebla, a su antojo, de
     seres, dándoles vida incongruente e ilógica, como la suya; poniéndolos en
     acción, atribuyéndoles hechos raros, disparatados, absurdos, como los
     suyos.
     --Pues otro amigo mío--continuó el doctor--, un sabio ilustre a quien yo
     conocía también desde muy atrás, me dijo que esto no era más que una
     enfermedad, y me habló de dislocación encefálica, de cierta disposición
     que tomaban los ejes de las celulillas del cerebro, polarizadas de un modo
     especial: me dijo también que los arseniatos obraban con eficacia en tal
     estado patológico, que los nervios ópticos sufrían una alteración sensible
     y que producen las imágenes por un procedimiento a la inversa del
     ordinario, partiendo la primera sensación del cerebro y verificándose
     después la impresión externa.
     --Yo no entiendo de Medicina--dije--; pero que se trata aquí de un estado
     morboso, no puede dudarse. Yo he leído en el prólogo de un libro de
     Neuropatía, que cayó al azar en mis manos, consideraciones muy razonables
     sobre los efectos de las ideas fijas en nuestro organismo. Aquel autor
     disertaba sobre las aprensiones de los enfermos, de un modo raro, pero, a
     mi ver, no destituido de fundamento. Decía que la atención fija
     constantemente en una parte del cuerpo produce en ella la alteración del
     tejido, y de este modo explicaba las célebres llagas de San Francisco, las
     cuales no eran otra cosa, según él, que una lesión producida por la
     convergencia de todas las facultades, de todas las fuerzas del espíritu
     hacia el punto en que aparecieron. Si estos efectos, tan palpables,
     producen las ideas fijas en la economía animal; si tienen poder bastante
     para alterar los tejidos, para trastornar lo que les es menos afín, la
     materia, ¿qué no harán en la vida espiritual, donde todas las facultades
     están en perpetuo y estrechísimo enlace? Yo me explico la obsesión de
     usted y sus diálogos con ese ser incomprensible; me explico el duelo, que
     fue el último grado de la alucinación. Todo lo comprendo menos la falta de
     antecedentes reales, de hechos que favorecieran esa predisposición de
     usted, determinando la serie de fenómenos psicológicos que ha referido.
     --Hechos, sí; yo creo que los hubo --contestó--. Lo último de que
     conservaba memoria es haber oído hablar a mi mujer de aquel joven. Yo
     pienso que también le vi y le hablé. Pero no recuerdo más. Después, lo que
     mi memoria conserva de un modo indeleble es la noche en que oí la voz en
     su cuarto, la desaparición de la figura del cuadro; en fin, todo lo que he
     referido.
     --¿Y no reparó usted si volvió Paris a su sitio?
     --Seguiré contando. Cuando volví a mi casa conocí, desde que entré, que
     algo pasaba en ella. Iban y venían los criados con agitación; oí la voz de
     mi suegra, penetrante y aguda, y alternando con ella, la del conde del
     Torbellino, bronca y sonora.
     Al punto me enteraron de que mi esposa estaba gravemente enferma, y así lo
     demostró la presencia de dos afamados médicos y la consternación de
     cuantos la rodeaban. Su malestar se había agravado repentinamente,
     determinándose una congestión cerebral, cuyas consecuencias, al decir de
     los médicos, no serían nada lisonjeras. Yacía en su lecho con muestras de
     una profunda alteración, inquieta y delirante a veces, exánime y como
     muerta otras. Su madre no cesaba de hablar, lamentando aquella desventura
     en el tono más destemplado y chillón. «¿Cuál otra puede ser la causa de
     este funesto ataque sino las extravagancias de Anselmo, que la lleva al
     sepulcro con las mortificaciones incesantes a que la tiene sujeta? Es
     imposible que una naturaleza delicada resista a esa lenta inquisición.»Y
     después lloraba con sinceras lágrimas, porque, a pesar de ser una vieja
     desenvuelta y coqueta, no carecía de sentimientos maternales. Elena se
     ponía cada vez peor. Los auxilios de la Ciencia parecían ineficaces, y,
     por fin, después de verla padecer horriblemente por mucho espacio de
     tiempo, todos comprendimos que se moría sin remedio, a no ser que un
     milagro la salvara.
     --¿Y Paris?--pregunté, porque me parecía extraño que el endiablado
     burlador no se presentase en aquel cuadro final, donde le correspondía uno
     de los principales papeles.
     --¿Paris? Ya verá usted. Aquel demonio no debía tardar en presentarse para
     decir la última palabra. El espectáculo de la agonía de Elena me daba
     tanta pesadumbre, que no pude permanecer mucho tiempo en su cuarto. Erame
     imposible fijar los ojos en ella sin estremecerme, sintiendo un gran
     dolor, unido a cierto remordimiento intensísimo que mi razón no podía
     dominar. Al ver cómo expiraba tan hermosa, en la flor de la edad, en lo
     más risueño de la vida, pensaba si yo, como dijo mi suegra entre sollozos,
     era el único autor de tan triste fin, que ella seguramente no merecía. Yo
     consideraba que la muerte está sobre todos y nos elige, sin atender a las
     razones que contra ella podamos tener; pero, aun así, yo creía que, no
     estando unida a mí, Elena no hubiera muerto tan pronto. No pudiendo
     resistir aquel espectáculo, como he dicho, me retiré a mi cuarto,
     traspasado de dolor, Allí estaba Paris, sentado, fumando y golpeándose con
     el bastón en la suela de la bota, con ademán distraído y algo descortés,
     impropio de la situación en que se hallaba mi casa. Cuando entré se volvió
     hacia mí y me dijo:
     --Me voy; al fin, lo has conseguido; pero ¡a qué precio! ¡Para librarte de
     mí has tenido que matarla!
     --¡Yo!--repuse, sin poder contener mi ira --. ¡Yo!... ¡Dices que yo la he
     matado!
     --Sí, tú, que la has traído al estado en que se halla con tus violencias,
     con tus acometidas, con esos bruscos allanamientos de morada que has hecho
     en su cuarto, con el horror que le inspiraste, con la turbación moral que
     has producido en ella. Yo he leído, no sé dónde, que estos sacudimientos,
     causados por fuertes impresiones y sorpresas, si se repiten con alguna
     frecuencia, alteran de tal modo las funciones del cuerpo, lo desquician y
     desequilibran de tal modo, que, al fin, el estado normal no puede
     restablecerse, y la muerte es segura.
     --No he sido yo, demonio aborrecido--exclamé-; no he sido yo quien la ha
     matado; has sido tú, tú, que has traído el desorden a esta casa, que me
     has vuelto loco. Tu misión es luto y vergüenza; tú me has deshonrado, me
     has perdido, me has lastimado en lo que para mí había de más caro; has
     pisoteado mi corazón, has hecho escarnio de mis sentimientos; me has hecho
     aborrecible lo que más amaba en el mundo, y de aquello que era para mí de
     más valor que la misma vida, mi honor, tú has hecho una burla, un
     epigrama, una gacetilla, puesta en boca de los ociosos y de los libertinos.
     --Ese es mi destino--dijo, sin alterarse por los improperios que le
     dirigí, y en verdad, yo estaba furioso y elocuente.
     Sin saber por qué, iba desapareciendo el terror que aquel demonio me
     causaba... Después le dije:
     --Tú eres la más grande aberración de la Sociedad; eres una de esas
     monstruosidades que acompañan al hombre como un duro castigo de no sé qué
     delito que, perennemente y sin conciencia de ello, estamos cometiendo.
     --¡Necio!--exclamó--; tú me has llamado, tú me has dado vida: yo soy tu
     obra. Te haré recordar, aunque la comparación sea desigual, la fábula
     antigua del nacimiento de Minerva. Pues bien: yo he salido de tu cerebro
     como salió aquella buena señora del cerebro de Júpiter; yo soy tu idea
     hecha hombre. Mas no creas por eso que no tengo existencia real: yo ando
     por ahí como tú, me conoce todo el mundo, soy un Fulano de Tal, como
     cualquiera. Para el mundo hay un Alejandro, persona muy conocida y
     nombrada; para ti hay este Paris que te atormenta, esta sombra que te
     persigue, esta idea que te tortura. Adiós. Ya nada tengo que hacer aquí;
     tu esposa se muere. ¡Abur!
     En aquel momento sentí gritos agudísimos en el interior de la casa. Elena
     había muerto, Paris desapareció, yo me sentí libre, respiré. Parecíame que
     no había respirado en tres días; de tal modo se complacía mi pecho en
     aquella expansión descansada y reparadora. Al mismo tiempo, una pena
     profundísima me llenaba el alma, al considerar la existencia que había de
     menos en mi casa, aquel espíritu que se había ido huyendo de mí. En aquel
     momento de supremo dolor me pareció que la vi pasar como ráfaga, como nube
     ligera, no tan tenue ni tan rápida que me impidiera ver sus facciones
     alteradas por ese misterioso sello que pone la muerte en las caras más
     hermosas. Aquello pasó por delante de mis ojos, dejándolos deslumbrados un
     momento.
     --¿Y Alejandro?--pregunté en el mismo tono y con la misma intención con
     que antes había preguntado-- ¿Y Paris?
     --Aquel Alejandro fue inmediatamente a casa cuando supo la muerte de
     Elena, y según oí decir, estaba, el pobre, muy consternado y algo lloroso.
     Fue al entierro, presenció la inhumación y hasta me dijeron que había
     llevado luto algunos días.
     --Ese cabal caballerito dije yo--era la verdadera expresión material de
     aquel Paris odioso que le martirizó a usted. Ese es el verdadero Paris.
     --Sí-afirmó él--; le he visto muchas veces después, aunque jamás he
     querido saludarle. Siempre que le encuentro me estremezco. Hoy es un viejo
     verde, lleno de lamparones y algo cojo. En resumen: los celos que me
     inspiró ese hombre tomaron en mi cabeza aquella forma de visión que he
     referido a usted. La cosa es rara, bien dije a usted que mi fantasía era
     una potencia frenética y salvaje, una enfermedad más bien que una facultad.
     --El orden lógico del cuento--dije--es el siguiente: usted conoció que ese
     joven galanteaba a su esposa; usted pensó mucho en aquello, se
     reconcentró, se aisló, la idea fija le fue dominando, y, por último se
     volvió loco, porque otro nombre no merece tan horrendo delirio.
     --Así es--contestó el doctor--; sólo que yo, para dar a mi aventura más
     verdad, la cuento como me pasó, es decir, al revés. En mi cabeza se
     verificó una desorganización completa; así es que cuando ocurrió la
     primera de mis alucinaciones, yo no recordaba los antecedentes de aquella
     dolorosa enfermedad moral.
     --¿Y Elena ...? -- le dije con intención de hacer una pregunta atrevida;
     pero me contuve por temor de herir la delicadeza del doctor.
     --Ya sé lo que usted me quiere preguntar--contestó--: usted quiere saber
     lo que creo acerca de su conducta, si fue infiel o no. Sobre este punto
     arrojo un velo; no me lo haga usted levantar. Nada sé ni he querido
     averiguarlo; prefiero la duda.
     Después de decir esto, el doctor calló, sumergiéndose en sus ordinarias
     cavilaciones. Yo no quise hacerle más preguntas, y después de saludarle me
     retiré, porque, a pesar del interés que él querría imprimir a su
     narración, yo tenia un sueño que no podía vencer sin dificultad. Al bajar
     la escalera me acordé de que no le había preguntado una cosa importante y
     que merecía ser aclarada, esto es, si la figura de Paris había vuelto a
     presentarse en el lienzo como parecía natural. Pensé subir a que me sacara
     de dudas, satisfaciendo mi curiosidad; pero no había andado dos escalones
     cuando me ocurrió que el casi no merecía la pena, porque a mí no me
     importa mucho saberlo, ni al lector tampoco.

     
     
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