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Miguel de Cervantes y Saavedra - Don Quijote de la Mancha - Ebook:
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Agustín Pérez Zaragoza Godínez - Dompareli Bocanegra

Agustín Pérez Zaragoza Godínez - Dompareli Bocanegra


     

     Hay crímenes que la ira de Dios no perdona jamás,
     porque nunca el criminal quiere arrepentirse.
     Dios hizo la noche y los astros para elevar el alma, fomentar el genio y
     mantener en el corazón del hombre el amor de la sublime sabiduría; pero el
     hombre, audaz contra sus designios, destruye el orden que había
     establecido y corrompe los beneficios de la naturaleza. De este velo
     sagrado de admiración y de respeto, tendido sobre las maravillas del
     universo para inspirar la virtud, se hace el hombre un abrigo profano que
     le anima al crimen. Los malhechores ocultan durante el día sus monstruosas
     cabezas. El ladrón, el asesino duermen en el fondo de su cavernas, de sus
     grutas tenebrosas, hasta que desciende la sombra de la noche: entonces
     velan unidos y se lanzan juntos sobre las huellas de su presa, entonces
     los astros espantados los ven marchar con la frente serena en las
     tinieblas y redoblar el horror de la noche con el de sus atrocidades. El
     avaro, escondiendo su tesoro, es espiado por el ladrón que le desentierra,
     y mañana el desgraciado se levantará en la indigencia. Las horrendas
     maquinaciones y las tramas infernales salen de la oscuridad de las
     cavernas; ella sola es la confidenta de sus perversos designios.
     Preparando lejos de la luz el desorden y la devastación, meditan los
     atentados que deben conmover los reinos, atentar contra la fortuna y la
     vida del ciudadano pacífico, y afligir a las familias con homicidios y
     robos. He aquí también el momento en que los agentes del crimen,
     maldiciendo hasta la claridad, importuna para ellos, del opaco planeta
     nocturno, se abandonan con furor a sus últimos excesos y muy
     frecuentemente derraman la sangre humana. A estas mismas horas... (¿Lo
     diré o habré de callarlo? ¡Ah! ¿Por qué el rayo divino no extermina de la
     tierra a tales monstruos?). A estas mismas horas el infame adúltero entra
     con seguridad en el tálamo nupcial de su amigo, cuya indigna esposa medita
     en el silencio el uso del tósigo, y se ríe así neciamente de Dios y de los
     hombres... De este modo los mortales insensatos, siempre en contradicción
     con el Criador y consigo mismos, sin temor y sin pudor, presentan sus
     crímenes desnudos a los ojos castos del cielo, mientras ellos se inmutan y
     estremecen a la vista de sus jueces. Los astros de la noche, ¿han sido
     formados para favorecer al malvado? ¿Su claridad confusa ha sido mezclada
     acaso con las tinieblas para guiar el puñal asesino?...
     Estas reflexiones, tan tristes a la humanidad, me han conducido
     naturalmente a escribir las aventuras maravillosas y los prestigios
     incomprensibles del famoso Dompareli, llamado Bocanegra, uno de los más
     célebres ladrones que han infestado las provincias de la Lombardía bajo el
     reinado de los duques de Milán, y que muy frecuentemente se valió de la
     oscuridad de la noche para cometer sus horrorosos atentados. Dompareli,
     llamado por apodo popular Bocanegra, había nacido en Cremona de una
     familia honrada, pero oscura; estudió en Milán, y, aunque desplegó un
     talento singular y un genio brillante y precoz, se descubrió en él un
     germen de inclinaciones muy funestas. Su semblante, aunque aparentemente
     agradable, descubría ciertos rasgos en el juego de su fisonomía que
     demostraba la perversidad de su alma; y si efectivamente, según el
     profundo sistema del doctor Gall la naturaleza nos da los órganos de
     buenas o malas inclinaciones, no hay duda en que Dompareli tenía
     ciertamente desde su más tierna infancia las marcas de su criminal
     vocación.
     Tomaremos la historia de nuestro héroe desde que concluyó sus estudios,
     época en que ya sus fuerzas físicas y su carácter malhechor, aun en sus
     primeros lustros, anunciaban deberle hacer correr una carrera monstruosa.
     Si su placer favorito era el de entregarse al estudio de los antiguos y de
     envidiar hasta la suerte de Alejandro el grande, por otra parte, una
     disposición supersticiosa le había conducido a profundizar con ardor todos
     los secretos de la física instrumental del galvanismo práctico, así como
     de todas las ilusiones que empleaban los oráculos del Egipto, de la Grecia
     y de Roma, para fascinar los ojos del vulgo y adquirir una fama en el
     pueblo de un ser prodigioso y superior. Todos los misterios ridículos le
     eran familiares; y uniendo a estos conocimientos abstractos los de las
     matemáticas universales de Arquímedes de su espejo combustible y de sus
     fuegos griegos (mixtos incendiarios), Dompareli poseía bastante ciencia
     para fascinar y sorprender en aquellos tiempos la imaginación de un pueblo
     tan crédulo como el de Italia. Poseído de esta manera de toda la ciencia
     cabalística, sabiendo toda la gringuería del libro mágico y demás
     aparentes invenciones, se cerró una noche en su cuarto y tomó consejo de
     su destino en estos términos:
     «De dos toneles continuamente abiertos derrama Júpiter, según la fábula, a
     ríos sobre los humanos el influjo del bien y del mal; y el mundo (decía
     entre sí en sus sofismas) es un teatro frívolo, en que el hombre sencillo
     y bueno viene a ser la víctima del más fuerte y del más astuto. De estos
     dos papeles tan opuestos que el hombre tiene que hacer, ¿tomaré yo el del
     tonto?... No: mi talento y mi valor se oponen. Mi fortuna, pues, está en
     mis manos, si acierto a emplear con destreza los medios que la naturaleza
     me ha prodigado. Yo no veo (continuó en su culpable soliloquio) que deba
     balancear un momento. Gengis-Kan, Tamerlán, el charlatán Mahoma, ¿no me
     trazan el camino de la gloria? Del exceso de mi audacia resultará el
     exceso de mi fama... Ven, pues, fantasma protector, poderoso genio del
     mal, y guía en su carrera a uno de tus más ardientes prosélitos.»
     A esta invocación infernal, una nube negra bajó al cuarto de Dompareli, y
     ved que, de repente, cubriéndose todo de un crespón fúnebre, se presenta
     una divinidad encantadora, la Seducción, rodeada de flores, regalando el
     olfato con sus esencias; y enlazados en su seno los anillos de una
     serpiente de conchas brillantes, le dirige este discurso: «Hombre digno de
     tus altos destinos, yo te confiero el poder de agradar y seducir, y a este
     don precioso te aumentaré el de engañar: ninguna mujer en adelante podrá
     resistirse al encanto de tu voz y de tus miradas siempre victoriosas; y
     favoreciendo el amor tus empresas, no tendrás más necesidad que de
     presentarte para ver en tus brazos amorosos a las Lucrecias más esquivas.»
     A este discurso seductor sucedieron los mil prestigios bellos que nacieron
     bajo la varita irresistible de la Seducción. Vapores deliciosos y
     embriagantes embalsamaron el aire con sus nubes odoríficas, y este encanto
     se desvaneció después insensiblemente en el seno de la más agradable
     magia. Luego que fue disipada esta especie de sueño, y que no quedó en el
     aposento de Dompareli más que el olor de la presencia de la Seducción,
     dirigió sus miradas con admiración a todas partes, y vio sobre un mueble
     filtros, tósigos, bebidas embriagantes y brebajes narcóticos encerrados
     herméticamente en frascos de diferentes colores. «Con estas nuevas armas,
     dice Dompareli lleno de contento, podré correr en pos de las princesas.»
     Aún no se había terminado su agradable sorpresa por tan precioso
     descubrimiento cuando, volviendo la vista a su mesa, vio en ella un
     hermoso gato negro, que tenía al cuello una chapa de bronce con estas
     palabras: Quemarme y recoger mis cenizas será para Dompareli el mismo
     anillo de Giges. Nadie ignora que este anillo tenía la propiedad de hacer
     invisible al pastor griego que se le puso para robar los ganados de su
     Rey. Dompareli sentía ejecutar esta orden cruel con un animal tan hermoso,
     que le parecía allí como una poderosa hechicera; pero tales eran las
     órdenes del libro mágico infernal, que era preciso ejecutarlas con la más
     respetuosa puntualidad. Nuestro impío, pues, quemó el soberbio gato negro,
     recogió las cenizas en una redoma de cristal de roca y, según las
     instrucciones proféticas que había ya recibido en otras apariciones
     nocturnas, puso sobre su corazón aquella redoma diabólica y, colocándose
     delante de un espejo, se convenció con admiración y alegría de que ya era
     invisible. Esta inclinación criminal a las divinidades malhechoras del
     género humano tenía que revestirse aún de algunas otras ceremonias para
     ser protegida de los silfos de Asmodeo, príncipe de los demonios,
     protector del crimen y dios tutelar de los malvados. Dompareli, pues,
     recogió en un cráneo algunas gotas de sangre, y, sobre un fragmento de
     piel humana, arrancada de las horcas que tenían cadáveres de ajusticiados,
     firmó un juramento espantoso de no incensar a otra divinidad ni hincar su
     rodilla ante otros altares que los de las potencias infernales; después,
     poniéndose a pronunciar en alta voz las más execrables imprecaciones,
     concluyó su pacto horrible con Satanás y acabó de sofocar en su culpable
     corazón las débiles semillas de virtud que la naturaleza le había
     acordado.
     Al hacer este horroroso juramento, se llenó el aire de nuevo de vapores
     bituminosos, de sombras ensangrentadas que parecían, en su paso fugitivo,
     querer evitar los golpes de un puñal asesino; los estallidos del rayo se
     mezclaron con este horrible espectáculo, y el prestigio no se disipó aún,
     sino dejando en el aire un puñal magnífico guarnecido de pedrería,
     suspendido del techo por un simple cabello...
     Al ver este brillante acero, tan ricamente adornado de diamantes, se
     acercó Dompareli estremeciéndose de placer y de alegría. Sobre la hoja de
     este puñal se hallaban grabadas en letras de sangre estas palabras: Al
     homicida. «Yo soy quien debe llevarle, (exclamó de nuevo en un exceso de
     su frenesí). Si algún hombre ha de apoderarse del centro del crimen, ¿no
     es Dompareli quien debe adornar con él sus manos encantadas por la
     Seducción? ... » El crimen tiene su heroísmo, su fanatismo; y la demencia
     furiosa de este malvado, entregado ya a los infiernos, había llegado hasta
     el más alto grado de exaltación.
     Sin embargo, un respeto, una especie de terror contenía a nuestro héroe:
     el puñal estaba suspendido por un cabello, y el romperle sin un
     consentimiento expreso le parecía un sacrilegio contra el genio del mal.
     Consulta, pues, a su libro infernal para saber las intenciones de sus
     silfos protectores, y en la página del parricidio lee estas palabras: «Así
     como la espada de Damocles estaba colgando de un hilo para indicar los
     peligros del trono, del mismo modo Dompareli, nuestro querido hijo
     adoptivo, tienen los delitos sus gloriosos peligros; y debes saber que la
     seguridad de un asesino no depende más que de un cabello. Valor, pero
     prudencia.»
     Dompareli, con este nuevo beneficio alegórico, dio gracias a todos los
     dioses del Averno y, saltando el cabello emblemático, guardó en su pecho
     como un tesoro el principal instrumento de sus crímenes. Nada le faltaba
     ya para asolar la tierra, afligir a la humanidad y declarar una guerra a
     muerte al genio del bien: medios de seducir con tres copas encantadas,
     poder para hacerse invisible con la redoma mágica; y más poderoso, más
     terrible que estos talismanes homicidas: un acero parricida que la fuerza
     y la astucia van a sumergir alternativamente en el corazón del hombre de
     bien o en el pecho de una joven inocente... Una sola reflexión dolorosa
     era la que acibaraba el contento de este monstruo; pues, a pesar de lo
     bárbaro que era, temía el porvenir la idea de sus remordimientos, el freno
     de una conciencia importuna, cuya voz acusadora temía continuamente, tenía
     ya a su espíritu en agitación, pues parecía tener anticipadamente un
     gusano roedor asido de sus entrañas, como el buitre de Prometeo, para no
     dejarle ningún reposo en medio de sus mayores triunfos. Acordándose del
     parricida Orestes y de las serpientes de Alecto y de Tisífona marchaba ya
     con un paso tímido en la carrera del crimen cuando, acordándose de los
     beneficios de Asmodeo, le suplicó en una nueva invocación le librase del
     yugo de los remordimientos. A esta súplica, una voz sepulcral le dio esta
     horrorosa respuesta:
     «El remordimiento es superior a todos los poderes infernales, y en esto es
     en lo que triunfa siempre el genio del bien en el corazón del criminal ...
     »
     No dejó de aterrar y contristar algo a Dompareli esta declaración
     fulminante; pero sofocando al instante este grito interior y continuo que
     debía siempre resonar en sus oídos en medio de sus mayores victorias, se
     resolvió a marchar al crimen y no seguir más que sus destinos homicidas.
     Recogió, pues, en una caja de oro sus preciosos caduceos y, divorciándose
     con las leyes (¿qué digo con las leyes?, con la naturaleza entera), se
     internó a favor de las sombras de la noche en los montes de Ferrara, y
     ganó los célebres Apeninos, enteramente infestados de bandas de asesinos.
     Dompareli, así como un joven héroe se abrasa por derramar en la guerra la
     primera sangre de su valor, estaba impaciente por ensayar la punta de su
     puñal. «¿Qué pecho (tiene la audacia de decir) tendrá el honor de ser el
     primero que tiña esta hoja temible, este acero invencible consagrado por
     el mismo Lucifer, y del que toda la Italia conservará una eterna
     memoria?... ¿Qué víctima expirará a mi primer golpe?»
     No tardó en servir a sus infames proyectos una ocasión desgraciada, pues
     un caballero toscano, señor conde de Silos, volvía de su campaña y se
     dirigía a Florencia. Atacarle, coserle a puñaladas con toda su comitiva,
     apoderarse de su equipaje, ponerse sus vestidos y sus cruces, usurpar sus
     títulos, y mandar a algunos de sus cómplices subalternos, que había
     reunido cerca de una caverna de estas famosas montañas, que tomasen
     también las libreas de los lacayos asesinados y precipitasen todos
     aquellos cuerpos ensangrentados en un foso profundo: todo fue para nuestro
     héroe cosa de un momento. Este desembarazo en obrar, este tono de
     superioridad, que justificaban plenamente su espíritu activo y su singular
     audacia, impusieron a estos malhechores de segundo orden en tales
     términos, que todos se sometieron con un cierto sentimiento de admiración
     a las órdenes de Dompareli y abandonaron de común acuerdo el servicio de
     otro jefe famoso llamado Barocal, que no había dejado de granjearse una
     reputación bastante grande en varias provincias. Dompareli, con un aire de
     desprecio y compasión, hizo que le informasen de las circunstancias de ese
     Barocal y, llevado de una secreta envidia de un rival que le incomodaba
     por su celebridad, se informó del paraje donde tenía su caverna este audaz
     personaje. Frantzefi, uno de los más inteligentes de la banda, se ofreció
     a conducirle cerca de su guarida; pero le advierte que el ataque será muy
     peligroso, porque Barocal cuenta sesenta muertes por igual número de
     sortijas que lleva ensartadas, como un rosario, al pecho. «La Calabria,
     los mares de Túnez, añadió, no tienen un facineroso de más fama; y en vano
     han intentado exterminarle las tropas de línea, pues nunca han podido
     librar a los pueblos de esta plaga.» Dompareli no hizo más que reírse al
     oír estos elogios indiscretos y, disponiendo su tropa después de haber
     confiado sus equipajes a Frantzeli, marcha en dirección a la caverna de
     Barocal, como un genio poderoso que se burla de los esfuerzos de los
     débiles humanos. El encuentro fue obstinado, mas Dompareli fue el
     vencedor; y, después de haber degollado a cuantos halló en la caverna de
     Barocal, envió al senado de Milán la cabeza de este ilustre facineroso en
     un cofre lleno de oro con otras riquezas inmensas tomadas a los vencidos,
     todo en nombre del conde de Silos. Después, dirigiéndose sobre Módena,
     habiendo ya dado antes sus instrucciones a la canalla que componía su
     banda y comitiva, resolvió divertirse un poco de tiempo con el florido
     elemento de la galantería, y hacer también algunas víctimas de amor
     mientras se le presentaban acciones más gloriosas.
     Veamos el uso que va a hacer de los irresistibles talismanes que la diosa
     de la Seducción le había dado, y cómo el bello sexo va a pagar con su
     reputación el falso amor de un monstruo que no abriga más ternura que su
     lenguaje seductor, mientras que en el fondo de su alma renegrida el crimen
     estará acechando su presa bajo la máscara de la perfidia.
     Apenas llegó a Módena, tomó una casa magnífica en la calle de Lodi y la
     adornó con el gusto más delicado y costoso. Los personajes de la primera
     clase fueron al momento a visitarle y le felicitaron de haber destruido
     con tanto valor al más perjudicial de los malvados de la Toscana. Todos
     desearon ver también las cartas lisonjeras que con este motivo había
     recibido del senado de Milán con la gran cruz de la orden de Lombardía,
     cuyo Príncipe le permitía llevar la condecoración en memoria de este gran
     servicio que había hecho a la patria. Al principio dio grandes bailes de
     máscaras, cenas espléndidas y fiestas de todas clases, con lo que el falso
     Conde, prodigando el oro, se adquiría más y más entre las damas esta fama
     brillante que proporciona en la carrera de la galantería los más rápidos
     progresos.
     ¡Ah!, ¡qué suceso! Si la imprudencia y la veleidad natural en las mujeres
     facilitan frecuentemente el camino cuando se trata de especulaciones de
     amor, y particularmente de su amor propio (que es acaso el principal
     resorte de todos los enamorados), ¿por esta debilidad merecerán estas
     desgraciadas pagar con su vida un momento de falsa satisfacción?... Porque
     muchas jóvenes, las más hermosas y principales de Módena, habían
     desaparecido ya sin saber cómo; y principalmente en medio de la confusión
     de ciertos bailes de máscaras que había dado Dompareli, tres hijas de
     marqueses y cinco baronesas o condesas hermosas habían sido arrebatadas
     con una temeridad prodigiosa, sin que las investigaciones más rigurosas de
     la policía hubiesen podido descubrir la menor noticia ni indicio de unos
     raptos tan audaces. Frantzeli, el ayuda de cámara, o más bien el cómplice,
     confidente principal de todos estos atentados, favorecía tales raptos; y
     luego que hicieron algunos sin ser al pronto notados, ejecutó la astucia
     de hacer disfrazar de mujer a uno de los ladrones de su banda, y,
     presentándose otros tres enmascarados, fingiendo arrebatar a esta misma
     del baile, le colocaron en la grupa de sus caballos y desaparecieron en la
     espesura del monte inmediato. Con estas estratagemas fue como engañó al
     público y a la justicia, que no pudieron formar la menor sospecha sobre la
     integridad de su corazón; pero el hecho es que el monstruo, el horroroso
     Dompareli adornaba (ésta era su expresión) su templo de Apolo con estas
     sombras ensangrentadas, que llamaba por irrisión sus Musas; y para
     completar su divina Galería no le faltaba más que la sabia Urania, y ésta
     era la joven condesa de Cardini, que debía ser víctima de los más crueles
     lazos para concluir la colección de cuadros de su sanguinario museo.
     Sin duda el lector experimenta la más viva curiosidad de saber a qué se
     reducía esta Tebaida, este harén sepulcral en el que Dompareli colocaba,
     después de haberlas degollado, a las desgraciadas jóvenes que caían en sus
     lazos..., y vamos a explicarlo.
     Debajo de las bóvedas de su palacio había una caverna impenetrable a los
     rayos del sol. Dompareli la adornó por sí solo, sin más ayuda que la de su
     confidente, con lo más exquisito que pudo hallar en muebles y en
     magnificencia de toda especie, con baños y arcos emparrados deliciosos, y
     una cama exquisita vestida con la mayor elegancia y llena de perfumes y de
     flores; y habiendo mandado hacer en una de las piezas un escotillón a
     torno, llamaba hacia allí disimuladamente la víctima, y, como en un
     columpio insensible, se hallaba descendida en medio de un aposentillo
     encantador iluminado de magníficas arañas y millares de bujías. Los
     gritos, la resistencia, las súplicas, los lamentos eran inútiles: era
     preciso sucumbir bajo el yugo de una mano de fierro. ¡Que una mujer de
     honor, unas vírgenes viniesen a ser la presa infeliz de un infame
     corruptor y que, desvanecida la ilusión de la novedad, bañasen con su
     sangre los placeres homicidas de este monstruo-... «Los muertos no se
     vengan, decía Dompareli en sus máximas atroces: su silencio es eterno y no
     deja temer ninguna revelación.»
     Su atroz placer consistía en meter a sus infelices víctimas en un baño de
     leche, y con una mortal puñalada hacer salir entre aquella blancura
     fuentes de púrpura y de sangre... La naturaleza se estremece con
     semejantes monstruosidades, y sólo el infierno, que había fijado su
     residencia en el corazón de este malvado, podía inventar semejante
     barbaridad.
     Ya estaba en el octavo sacrificio: ya, digo, ocho baños homicidas, o más
     bien ocho féretros ensangrentados, colocados en anfiteatro medio circular,
     hacían de este piscina una mansión de horror y de espanto, causando el
     llanto y desesperación de las familias de Módena, ¡a quienes había privado
     este infame de unas personas tan queridas!!!... Sin embargo de tantos
     asesinatos, aún quería completar la corte de Apolo; y sus miras ambiciosas
     se dirigían a apoderarse de la hermosa condesa de Cardini, de la que ya
     hemos hablado. La empresa era difícil, pues la Condesa, aunque joven,
     viuda y privada de luces y de consejos de su esposo, estaba dotada de una
     profunda penetración. La dulzura aparente de Dompareli, su talento, sus
     fingidos sentimientos y la prontitud indiscreta de su pasión, en lugar de
     interesarla, no habían hecho más que alarmar su virtud; y las señales del
     crimen, que ella había creído entrever bajo los esfuerzos de la seducción,
     habían acabado de alarmar su espíritu ya prevenido. En vano Dompareli puso
     en contribución todas las galanterías imaginables, como fiestas
     brillantes, comidas espléndidas para hacerla llegar al sitio donde estaban
     sus traidores lazos. La Condesa tenía un presentimiento muy profundo de
     alguna catástrofe oculta en las sombras de un horroroso porvenir, para
     dejarse llevar con confianza de los acontecimientos; y cuando recibió las
     visitas de Dompareli, fue siempre teniendo el cuidado de armar a sus
     criados y de mandarlos estar ocultos en los gabinetes inmediatos. Todos
     los recursos de Dompareli habían sido inútiles: no había podido usar de la
     copa de la seducción, todos sus talismanes se habían estrellado y,
     últimamente, sus encantos, sus soporíficos sus bebidas hallan por primera
     vez sus obstáculos. Afligido de su impotente astucia, se quejó con respeto
     a sus divinidades tutelares y, prosternándose ante su libro infernal, con
     el puñal desnudo en la mano, les suplicó le dijesen si había faltado algún
     misterio augusto en su culto. A estas nuevas invocaciones se cubrió su
     cuarto al momento de fuego y de nubes negras: no se oyó ninguna
     protectora, pero, entre los patíbulos y espectros que se presentaron a su
     vista, Dompareli vio a la implacable Themis con su balanza en la mano,
     acompañada de Isis, su fiel conductora, que pasaba con aire amenazador,
     dejando caer en el suelo esta terrible sentencia: No hay perdón para el
     crimen inexpiado.
     Desde este momento fatal se turbó su espíritu, lleno de terror, y se
     establecieron en su imaginación para siempre un tribunal, un Juez severo y
     un acusador, destrozando su corazón continuamente sus vanos
     remordimientos. Su mismo palacio le espantaba ya, y cada vez que marchaba
     sobre las trampas asesinas que conducían a la horrorosa mansión de las
     ocho inocentes víctimas, que él llamaba sus ocho Musas, le parecía que las
     Euménides, en igual número, le perseguían con látigos de culebras vivas.
     Muy frecuentemente se acongojaba entregándose a ideas mortales; el sudor
     del crimen cubría su cuerpo, temblando al pensar el fin desastrado que le
     esperaba; sus cabellos se erizaban, todas sus entrañas palpitaban de
     miedo, y su corazón, devorado por los remordimientos, sucumbía en este
     estado de angustias infernales.. .
     En vano Frantzeli le anima, admirándose de sus pueriles pusilanimidades.
     Dompareli, viéndose abandonado del genio del mal, se cree perdido, y no
     sigue ya al crimen en adelante sino como tímido criminal. Su
     presentimiento de los peligros inmensos que corría era bien fundado, y el
     cielo no tardó en disparar sobre sus manos homicidas el rayo vengador.
     El verdadero conde de Silos, a quien Dompareli había hecho arrojar en un
     profundo precipicio de los Apeninos, persuadido de que no podría
     sobrevivir a los golpes redoblados de su infernal puñal, había vuelto a
     abrir sus párpados después de una larga efusión de sangre, que había
     corrido por veinte heridas; pero ninguna, sin embargo, era mortal, y,
     esforzándose a recuperar su espíritu desfallecido en el abismo en que se
     hallaba sumergido sobre los cuerpos ensangrentados fríos de sus criados,
     usa de las pocas fuerzas que le quedaban y, ayudándose a beneficio de
     algunos arbustos y de las puntas de aquellas escarpadas rocas, logra salir
     del precipicio y llegar arrastrando al camino de las montañas. Algunos
     aldeanos le vieron, se acercaron a él, cubrieron de ropa su desnudez y,
     colocándole sobre una camilla que fueron a buscar sin dilación a la aldea
     inmediata, le condujeron en este estado a la ciudad de Florencia, donde
     tenía a todos asombrados su repentina desaparición.
     La fábula del impostor que había usurpado su nombre y sus títulos en
     Módena era igualmente el objeto de todas las conversaciones: la vuelta del
     Conde asesinado destruía todas las historias forjadas sobre las imposturas
     de Dompareli.
     El verdadero conde de Silos estaba demasiado delicado para poder recibir
     las noticias que tanto le interesaban de estas ocurrencias. Conducido a su
     palacio, sólo los médicos tuvieron derecho a acercarse a él, y por mucho
     tiempo no trataron sino de ver si podían curarle perfectamente; y hasta
     pasados más de dos meses de medicamentos y cuidados, no le informaron de
     que un falsario se había revestido en Módena de todas sus cualidades, y
     que había llegado su audacia hasta el extremo de fingir la destrucción del
     bandido más cruel de la Toscana, tomando, para mejor fascinar, el nombre
     del conde de Silos: instruyéronle también de las recompensas que su
     impostor había recibido del Príncipe, y de cuanto decían los papeles
     públicos sobre este punto. El conde de Silos, al oír un caso tan
     extraordinario, y reuniendo todas las circunstancias, no duda sea su mismo
     asesino el que ha tenido la audacia de tomar su nombre. «La conformidad de
     su edad y aire con el mío le habrán favorecido, decía, para ejecutar tan
     execrable invención.» Le consume la impaciencia por presentarse a los
     magistrados de Módena para descubrirles tan criminal impostura. Todos sus
     amigos aprueban y favorecen sus intenciones, pero le advierten solamente
     que con un hombre de esta índole era preciso obrar con tanta precaución
     como destreza.
     En este estado de cosas, el genio del bien, justamente irritado de los
     sucesos de su mortal antagonista, obraba sordamente para recuperar los
     derechos que los criminales usurpan algunas veces momentáneamente, pero
     que no destruyen jamás. Afligido de las numerosas calamidades ocasionadas
     por el crimen, este divino genio, cuyos altares jamás debieran abandonar
     los hombres, había llamado en su ayuda a su celeste hermana la Virtud y a
     Themis, su poderosa protectora sobre la tierra, a fin de terminar la
     carrera sanguinaria del más audaz y feroz de todos los malvados. De sus
     divinas conferencias había resultado el volver a la vida casi
     milagrosamente el Conde, la impotencia de los talismanes de la Seducción,
     y los remordimientos que día y noche destrozaban el corazón de nuestro
     héroe hasta el extremo de desfallecer y perder el valor.
     Los hombres que creen la mayor parte del tiempo obrar sólo por su natural
     impulso, no son sino las máquinas ciegas de los genios invisibles que
     influyen en sus buenas o malas acciones; a ellos toca, pues, seguir las
     inspiraciones de esta divina conciencia en la que Dios ha hecho brillar
     más las luces de la razón y de la virtud, y no dejarse cegar por la magia
     falaz del genio del mal. Pero dejemos estas alegorías y veamos cuál fue la
     conducta y fin de Dompareli.
     El conde de Silos, según su designio, se había marchado secretamente a
     Módena con una buena escolta y había reconocido perfectamente a su asesino
     en el teatro; y habiendo hecho una declaración circunstanciada ante el
     magistrado superior de su asesinato en los Apeninos, esperaba en el
     silencio hacía ya algunos días que la justicia hubiese instruido el
     proceso para apoderarse de Dompareli y sus cómplices, evitando lo más que
     fuese posible la efusión de sangre tan preciosa como la de la tropa que
     fuese encargada de esta peligrosa comisión. En fin, después de muchas
     juntas secretas, se decidió conferir al valor y talento de la condesa de
     Cardini el encargo de contribuir al arresto de tan intrépido malhechor.
     La condesa, pues, de Cardini empezó a disimular poco a poco aquel aire de
     rigor y de severidad imponente que hasta entonces había mostrado a
     Dompareli en sus visitas: sus bellos ojos, medio rendidos, le dieron a
     entender que estaba próxima ya la hora de su triunfo; y llegando nuestro
     héroe a ser más exigente que nunca, la dio motivo a convenir en una cita a
     las doce de la noche, momento de silencio y de oscuridad favorable a los
     amores, y que permitiría la presencia de un amante feliz, sin temor de ser
     comprometida por las sospechas de los criados. Este momento terrible que
     debía vengar para siempre al genio del bien en la persona de uno de sus
     más crueles enemigos, y, para Dompareli, este momento deseado en que sus
     ojos sanguinarios deben gloriarse viendo nadar en su sangre a la más
     hermosa de las mujeres, ¡es ya llegado!!!... ¡Qué de reflexiones!, ¡qué de
     satisfacciones! Este último atentado no sólo lisonjeaba sus secretas
     intenciones, a pesar de la actividad de sus remordimientos, sino que le
     daba a conocer el grado de poder de sus caduceos, y le enseñaba los
     límites que debe guardar en el uso del poder que le fue concedido por el
     pacto con los infiernos. Se apresura para asistir puntualmente a la cita
     y, con el favor de una linterna o farol de ronda, atraviesa un largo
     vestíbulo que conduce al gabinete de la Condesa y, tentando una mano suave
     que agarra la suya y le guía con un aire misterioso al través de la
     oscuridad, avanza a paso lento y silencioso hasta que, al fin,
     desapareciendo la persona que le guía, se halla junto a un sofá color de
     rosa, sobre el cual estaba descansando nuestra hermosa heroína, vestida de
     una túnica bordada de oro y perlas finas.
     Es preciso, para la apología de ciertas circunstancias ulteriores, decir
     que este sofá estaba muy elevado sobre una tarima en escalinata artística,
     pero muy escasamente alumbrado por unas luces medio muertas cubiertas de
     una triple gasa, que no dejaba penetrar sobre todos los objetos sino unos
     rayos de claridad pálida e incierta; estaba resguardado, a más de esto,
     por una galería semicircular que le rodeaba, compuesta de adornos de ramas
     y flores, mirtos y pámpanos, que no permitían acercarse enteramente a la
     condesa de Cardini. (En el discurso de esta historia se conocerá mejor el
     motivo de estas precauciones misteriosas.) Dompareli, al ver este objeto
     encantador, con tantos atractivos como ofrecía a una vista codiciosa su
     hermoso traje y una garganta que avergonzaba al alabastro, se dejó
     arrastrar al primer impulso de los efectos de una poderosa seducción;
     pero, recordándose bien pronto de la ferocidad de sus primeros progresos,
     y particularmente de lo que debía al honor de sus juramentos infernales,
     sofocó en su alma todo sentimiento de amor y de ternura, para no dejarse
     dominar, como otro Otelo, sino de la sed de sangre y del amor al
     asesinato. Así, pues, lejos de pensar, según sus horrorosas doctrinas,
     como un amante vulgar, en respirar los suspiros del amor a la presencia
     del objeto deseado, no trató más, como audaz malhechor lanzado a la
     carrera de los grandes crímenes, que de inmortalizarse por el atentado más
     extraño que un mortal puede cometer. En este instante la Condesa,
     extendiendo el brazo por el efecto de un resorte diestramente dispuesto
     para ofrecerle un anillo de brillantes y una rosa deshojada: «Sean estos
     emblemas, le dice, las señales de nuestro eterno amor.»
     Esta rosa estaba empapada de un licor narcótico que al momento conoció
     nuestro héroe; pues que si el genio del mal, que era su dios protector,
     tenía mal suceso en sus iniquidades algunas veces, todo lo que era del
     simple resorte de la sutileza y de la seducción no tenía ningún poder
     sobre Dompareli, que se hallaba siempre provisto de su puñal y de sus
     caduceos. Así, pues, al concebir la idea sólo de que la Condesa pretendía
     engañarle y embriagar sus sentidos con tan pérfidos designios, furioso,
     sin acusación, sin examen, se lanza como un tigre, rompe la barrera de las
     flores, saca su abrillantado puñal y le sumerge una y más veces en el
     tierno pecho de la Condesa, cubriéndose en un instante de salpicaduras de
     la sangre que brota por sus heridas... En su ciego furor no advierte la
     poca resistencia que encuentra el puñal, ni la impasibilidad de la figura
     de la Condesa, que había bárbaramente cosido a puñaladas y que, sin
     embargo, no había mudado de semblante, a pesar de los golpes mortales con
     que había sido acribillado su cuerpo. Pero, ¡cuál fue su admiración
     cuando, llegando a examinar el personaje que la oscuridad le había
     impedido ver bien, se convenció de que había herido a una mujer de cera,
     imagen perfecta de la condesa de Cardini, por la que ella misma había
     respondido estando oculta detrás de un espejo sin estaño, cubierto de seda
     y débilmente iluminado por unas luces opacas, colocadas cautelosamente a
     gran distancia... A más de esto, todo, con respecto a este personaje
     ficticio, completaba la ilusión; y para hacerla aún más fuerte, el seno de
     esta figura de cera ocultaba una vejiga llena de sangre de algún animal,
     con lo que nuestro héroe había sido más fácilmente engañado, causándole
     aquella creída muerte un horror que nunca le había tenido igual.
     Después de completado el suceso de esta ingeniosa sustitución, empezó la
     Condesa a dar gritos de triunfo, haciendo la señal al mismo tiempo a la
     justicia y tropa, que se hallaban prevenidos en las piezas inmediatas,
     para que simultáneamente cayesen sobre Dompareli.
     El peligro de nuestro héroe era sin duda tan inminente que nunca conoció
     hasta entonces la sorpresa en su espíritu, pues se quedó como un mármol al
     principio. ¿Cómo desembarazarse de veinte hombres que con las espadas y
     las pistolas, y el vengativo conde de Silos a la cabeza, echaban fuego por
     sus ojos y amenazaban su vida, sin recurso ya para no perecer?... Mas
     Dompareli, convencido de que sólo en su valor está su seguridad, se lanza
     sin detenerse, como el demonio que le inspiraba, sobre sus enemigos,
     repartiendo puñaladas por todas partes; mata a muchos y, después, echa en
     medio de los demás una caja preparada que estalla y los deja a todos en la
     más profunda oscuridad, apagando todas las luces; y a beneficio de otros
     encantos de su magia blanca logra escaparse del palacio de la Condesa,
     dejando allí a sus enemigos en la más estúpida admiración.
     Llega a su casa y refiere a Frantzeli los peligros que ha corrido: no
     había un momento que perder, y, entre los consejos que Lucifer da a los
     criminales, el principal es la mayor actividad en sus expediciones.
     Dompareli, pues, mandó ensillar los caballos y, después de haber cargado
     en maletas sus más preciosos tesoros, partió a gran galope con su banda de
     pícaros.
     Aquí es donde Themis gime de la impotencia de sus tentativas, y el
     infierno se sonríe y redobla sus esfuerzos para hacer valer su poder.
     Dompareli triunfaba, y, ya insensible a la voz de los remordimientos, da
     gracias a sus dioses del favor que le dispensan. Después de haberse
     apoderado con su gente de las gargantas de Cagliari y haberse instalado
     allí en grutas impenetrables, tuvo un consejo en el que se decretó abrir
     comunicación con Nápoles; que se harían dueños de un castillo antiguo
     inmediato, ocupado entonces por un señor octogenario, y que se pondrían
     sus inmediaciones tan peligrosas que sería necesario el cañón y un sitio
     regular para tomar la plaza. Dompareli añadió que él se encargaba de
     encantarle, y terminó su discurso con tanto charlatanismo que sus
     cómplices quedaron persuadidos de que obedecían a algún genio infernal.
     Degollar todo cuanto tuviese vida en el castillo de que acabamos de
     hablar, arrojar los cadáveres a unos fosos profundos, y rodearle de
     prestigios, ilusiones y encantos de toda especie, fue la obra de veinte y
     cuatro horas para nuestro jefe de bandidos. Los primeros meses se pasaron
     en piraterías, asesinatos atroces, cometidos en viajeros ilustres,
     embajadores y príncipes que perecían víctimas de tanta audacia; y el
     terror, así como la credulidad del vulgo, era tal que el pueblo estaba
     persuadido de que era imposible resistir a los golpes del puñal de
     brillantes del Mágico de la Banda Negra, que era el nombre que le daban.
     Dompareli, para fortificar esta creencia fanática, hace poner su puñal
     brillante colgando de un fanal junto a una de las torrecillas más elevadas
     del castillo, y una cabeza acabada de cortar igualmente, fijada por los
     cabellos junto al mismo fanal, de manera que durante la noche inspiraba
     este espectáculo un mortal espanto a los que tenían la imprudencia de
     acercarse. Dompareli, el monstruo Dompareli sólo, era capaz de una idea
     tan atroz. El genio del mal aplaudía los atentados de su favorito y le
     ponía en el primer rango de los más famosos facinerosos de la Italia. En
     efecto, nuestro héroe contaba ya setenta asesinatos de su propia mano,
     cincuenta violaciones y veinte raptos; y, para conservar las pruebas de
     sus infames acciones, arrancaba a cada una de sus víctimas un ojo y los
     colocaba en línea sobre una tabla de ébano detrás de la cabecera de su
     cama, lo que producía un efecto horroroso en su gabinete secreto.
     Entre sus acciones espantosas de crueldad, Dompareli, instruido por sus
     compañeros de Nápoles del viaje de la hermosa Laura para Roma con su joven
     esposo, coronel de dragones de la Reina, marqués de Giacomeli, se propuso
     contar otra, echándose sobre tan preciosa presa; y efectivamente le fue
     fácil robar esta joven beldad en su coche de camino, dejando bañado en su
     sangre al desgraciado Coronel. Laura, afligida y desesperada al oír las
     proposiciones de Dompareli, prefería la muerte a cualquiera otra suerte
     degradante; y por un capricho de la suerte este bárbaro sentía por la
     primera vez el poder del amor, y fue con ella de un exterior sensible y
     humano al principio; mas en vano después empleó las súplicas, las amenazas
     y las promesas. Laura respondía a todos sus discursos: la muerte quiero, y
     no podía mirar sino con horror al asesino de su esposo, que aún estaba
     cubierto de su preciosa sangre. No le hubiera sido difícil a Dompareli
     obtener por la violencia lo que deseaba poseer por un libre
     consentimiento; pero en esta ocasión sólo hizo efecto en él la idea de la
     fuerza, de la violencia y de la brutalidad. Laura, respetada, adorada,
     colocada en un aposento de que ella sola tenía la llave, era dueña
     absoluta de su conducta y de sus acciones, y no podía menos de admirar en
     secreto hasta qué punto llegaba a veces el poder del amor, pues que ella
     acababa de humanizar y sujetar el corazón de uno de los hombres más
     feroces de la Italia. Era mujer al fin, y, por horroroso que fuese el
     homenaje, se dirigía a su vanidad, que en su sexo (perdonadme si lo digo)
     rara vez es despreciado; pero, por otra parte, ¿cómo Laura, poseída de la
     más ciega pasión por su joven esposo, hubiera podido olvidarle en el amor
     de su mismo asesino? Esta composición con su honor, con sus sentimientos
     era imposible. Dompareli, pues, estaba reducido a suspirar sin esperanza;
     y este monstruo alevoso, que había sumergido el acero homicida en el seno
     de las mujeres más interesantes, por la primera vez derramaba lágrimas, se
     prosternaba de rodillas, avergonzaba y hacía rabiar a sus compañeros con
     tan impropias debilidades.
     Mientras que, como nuevo Celadón, suspira junto a la insensible Laura, el
     marqués de Giacomeli se había restablecido de sus heridas, que parecieron
     mortales y por ellas se le creía muerto; y después de haber excitado la
     tibieza del gobierno a vengar de una manera ejemplar los crímenes de
     Dompareli, después de haberse apoyado sobre todo lo que la fama había
     publicado sobre los atentados que nuestro jefe de ladrones había cometido
     en su palacio de Módena con la persona del conde de Silos y otros mil
     delitos más execrables, marcha hacia el castillo encantado a la cabeza de
     doscientos hombres de infantería y ciento cincuenta caballos, persuadido
     de que con estas fuerzas lograría destruir no sólo a Dompareli y toda su
     banda, sino el castillo de fondo en colmo.
     Lo primero que hizo fue asegurar todas las avenidas de esta guarida,
     colocar sus puestos y asegurarse de que nadie pudiese escapar. Después, en
     lo más alto de los árboles del monte, hizo poner una bandera en la que se
     podían leer distintamente estas dos palabras: Amor, esperanza. Este era un
     anuncio consolador para la desgraciada Laura, que afortunadamente pudo
     leerlo desde sus ventanas y conocer al momento con la más viva emoción que
     su valiente esposo estaba inmediato. El Marqués no perdía un instante día
     y noche por asegurar su victoria, reconquistar el objeto adorado de su
     amor y arrancarle del poder de un malvado. En esta situación tan
     alarmante, los facinerosos, reunidos en la sala de sus crímenes al rededor
     de la silla de Dompareli, al que apretaban las rodillas como su único
     libertador, le piden sus órdenes, atacados todos de un terror mortal; y al
     momento Frantzeli, su fiel Frantzeli, abriendo las puertas de la sala con
     todas las demostraciones de terror, anuncia a su jefe que ya están
     colocadas las obras contra el castillo, que muchos infantes se acercan al
     puente levadizo y que otros están formando escalas en el monte inmediato
     para verificar el asalto... A todas estas demostraciones de inquietud y de
     temor, Dompareli, pareciendo muy animado y protegido por el espíritu
     infernal, les habla en estos términos: «Hombres vulgares, ¿podéis
     imaginaros un momento que Dompareli ha triunfado hasta aquí sólo por los
     medios comunes y conocidos de todos?... Sabed, débiles átomos, que sólo
     con una palabra, con una señal, puedo yo reducir todo eso a la nada; que
     me es tan fácil desplomar las bóvedas de este castillo como pulverizar con
     una mirada a los enemigos que se atreven a sitiarme.» Después de tan
     arrogante arenga, sigue con esta imprecación al espíritu infernal: «Ven,
     pues, sombra protectora del poderoso Asmodeo, introduce en mi seno un rayo
     de] fuego de tus ojos, y mátame con este puñal antes que sufrir sea
     humillado uno de tus protegidos en esta ocasión.»
     A esta invocación impía se estremecieron las columnas de la sala del
     crimen, un olor de azufre sucedió al terrible y redoblado trueno, y la
     hoja del puñal de Dompareli se prolongó más de una mitad, arrojando mil
     chispas y produciendo el ruido que se oye al sumergir un hierro ardiendo
     en el agua; sobre la hoja del puñal se leía: Por veinte y cuatro horas
     invencible. «Ya lo veis, exclamó entonces nuestro héroe; los infiernos me
     favorecen, y yo triunfo del genio del bien.»
     Este suceso efímero no debía ser de larga duración, como las demás
     prosperidades pasajeras del crimen; mas, sin embargo, este último esfuerzo
     del genio del mal no dejaría de producir grandes desastres, como sucede
     frecuentemente en el mundo, cuando lucha contra el tribunal de Themis y el
     santuario de la virtud.
     Dompareli, pues, sintiendo correr por sus venas un fuego corrosivo, y en
     su corazón y en su espíritu penetrar llamas infernales, parece un demonio
     poderoso que nadie podrá vencer en adelante. Manda a Frantzeli hacer la
     prueba en él introduciéndole su espada en el pecho. Frantzeli obedece
     estremeciéndose; pero esta misma espada se dobla, se quiebra como una
     débil caña sobre una muralla de bronce. Sus ojos despiden rayos; son los
     del basilisco que mata con sus mortales miradas, y con una sola señal hace
     salir de todas partes mil fantasmas, mil máquinas, mil trampas homicidas.
     El primer sentimiento de este monstruo, hijo de los demonios, fue de
     ensayar su nueva magia en el corazón de Laura; pero el infierno, que tanto
     poder tiene para el crimen, no le ejerció ahora en el amor: Laura fue
     siempre inflexible, colocada en una de las troneras de su aposento,
     amenazaba darse la muerte con su puñal, si Dompareli daba un solo paso
     para acercarse a ella. Sus fuerzas habían tomado nuevo vigor al aspecto de
     la preciosa señal de Giacomeli, y Dios y su inocencia la inspiraban las
     mayores esperanzas.
     En medio de estos acontecimientos interiores, se oye un clarín por debajo
     del puente levadizo del castillo: es el Marqués que, lleno de valor y de
     audacia, precedido de un trompeta parlamentario, desafía a Dompareli a
     batirse solo con él. Todos los facinerosos reprueban este desafío
     imprudente; pero su jefe, con una sonrisa desdeñosa, manda que bajen el
     puente levadizo, y dejan entrar al marqués de Giacomeli. Éste, inaccesible
     al miedo, teniendo siempre a su querida Laura por móvil de todas sus
     acciones, entra en el castillo, y ni el ruido de las cadenas, ni el
     aspecto sanguinario y los restos pútridos de cien cadáveres mutilados,
     hechos cuartos por aquellos tránsitos horrorosos, le impidieron entrar
     intrépidamente en una grande y sombría sala abovedada, que no se hallaba
     alumbrada más que por los ojos inflamados de un búho.
     Giacomeli en nada repara, nada le intimida ni detiene, y si alguna cosa
     puede trastornar sus sentidos, es la voz de su querida Laura que le parece
     oír: aquellos gemidos penetrantes que salen de su boca son los que
     despedazan su corazón. Apenas se halla en medio de esta sala abovedada,
     aparece, como bajo el poder de una hechicera protectora, un magnífico
     sillón de oro y una gran mesa con una comida elegantemente servida. «No
     vengo yo aquí a buscar obsequios ni fantasmagorías, exclama furioso
     Giacomeli, vengo a dar la muerte al más infame de los malvados o a
     recibirla de su mano.» A este nuevo desafío, Dompareli se presenta solo,
     sin armas, si no es el puñal de brillantes que nunca quitaba de la
     cintura. «¿Qué quieres tú, joven imprudente?, dice al Marqués con un tono
     soberano. ¿Quieres medirte conmigo? No, mi gloria no necesita de ese
     pueril triunfo, y yo desprecio laureles tan fáciles.» Esta declaración
     insultante enfurece más al Marqués, y, creyéndose dispensado de todas las
     leyes de la hospitalidad por el rapto de su esposa, no escucha ya más que
     su justa venganza; se considera también autorizado a vengar en este día
     las leyes, la patria, la humanidad entera; y sacando sus pistolas de la
     cintura, las descarga a un tiempo sobre el pecho de Dompareli... Los ecos
     repiten con un estruendo horroroso la detonación multiplicada en todas las
     cavernas del castillo: pero Dompareli, el invulnerable Dompareli queda en
     calma, con la sonrisa en los labios, en medio de las nubes de la pólvora
     que se disipan con un soplo que da; y, presentando en sus manos al Marqués
     las balas que ha lanzado sobre su pecho a boca de cañón: Toma Giacomeli,
     le dice; procura hacer en adelante mejor uso de tus armas, y desiste de la
     temeridad de atacarme.» El Marqués, lleno de confusión y no pudiendo
     comprender este prodigio, se retiró desesperado; pero lo que más
     destrozaba su corazón sensible era la idea de no poder arrancar de los
     hierros de aquel malvado a su adorable esposa Laura: al pasar el puente
     levadizo vio a muchas de sus centinelas luchando con dragones volantes,
     asaltados por serpientes enormes; y, en fin, vio con el mayor dolor que
     por todas partes sus tropas eran víctimas de un encanto infernal. Sin
     embargo, es inútil que sus oficiales le aconsejen abandonar una expedición
     tan peligrosa y dejar a la Providencia la suerte de la desgraciada Laura:
     Giacomeli, lejos de ceder a estas razones especiosas, no ve más que un
     triunfo efímero en todos estos prestigios, y las leyes divinas le dan en
     su corazón la seguridad de que la equidad sola debe quedar victoriosa.
     Se limita, pues, a retirarse en la espesura del monte con su tropa y a no
     hacer nuevas tentativas sino pasadas veinte y cuatro horas, para dejarla
     tomar aliento. Éste era casualmente el término del poder de Dompareli,
     término del que su imprudencia y falsa confianza no le habían permitido
     hacer atención. Apenas doraban la cima de los árboles los primeros rayos
     de la aurora cuando Giacomeli, reuniendo y disponiendo sus tropas para un
     asalto general, se avanza el primero con una furiosa intrepidez hacia el
     puente levadizo; llena los fosos de fajina y, tomando una escala, sube el
     primero con la espada en la mano a lo alto de las murallas. Esta
     resolución dio valor a los soldados que, perdido ya el miedo a los
     encantos, penetraron furiosos en todas partes del castillo. El único temor
     de Giacomeli era que su querida Laura no fuese la primera víctima de su
     victoria, y que aquellos monstruos no se vengasen con su muerte; pero el
     genio del bien velaba sobre ella, y ella misma, habiendo hecho una escala
     de cuerdas, se había desprendido de las ventanas que daban al campo de los
     sitiadores. Ya Frantzeli y la mayor parte de los forajidos habían mordido
     la tierra. Dompareli, solo contra todos, semejante al viejo roble que en
     vano los vientos pretenden arrancar de la tierra, se bate como tigre
     rabioso, a pesar de verse ya cubierto de mortales heridas; al Marqués solo
     correspondía derramar su sangre odiosa: hizo fuego sobre él y le dividió
     el corazón con tres balas. Ganada ya esta victoria, su primer sentimiento
     fue precipitarse en la prisión de Laura; pero ésta, animada de la
     venganza, electrizada por la felicidad de volver a ver a su esposo, no
     había querido hallarse lejos del ataque y corría a partir los peligros de
     su marido, quien la estrechó en su seno con los más vivos transportes de
     ternura. No habiendo escapado ningún asesino a la justicia de los hombres,
     el Marqués, ante todas cosas, hizo sacar del castillo todos los tesoros
     que se hallaron en los subterráneos; mandó colocar el cuerpo de Dompareli
     sobre unas angarillas y, dando orden de tocar retirada, volvió a tomar con
     toda su gente la posición de su campamento, después de haber hecho volar
     el castillo con unos barriles de pólvora. Tomadas estas disposiciones,
     cogió una hacha, y por su mano fue cortada la cabeza de Dompareli, de
     sobrenombre Bocanegra, y la hizo elevar en la punta del árbol más alto
     para que el pueblo y los viajeros viesen el castigo ejemplar de uno de los
     facinerosos más temibles de la Italia, que había infundido tanto terror
     por el pacto que había hecho con su impotente protector Asmodeo.
     Dompareli, pues, sufrió la pena del talión.
     Su puñal mágico, que los más intrépidos de sus soldados no se atrevían a
     mirar sino temblando, despojado ya de todos sus prestigios, no era un
     talismán peligroso: Themis le había quitado el encanto homicida que tantos
     estragos había hecho en manos de aquel monstruo, y con una sola mirada
     había reducido a la nada aquellas potencias infernales que por tanto
     tiempo se habían eludido de su justicia.
     De este modo la Italia, libre ya de aquel azote, respiró un aire más puro
     que el que el crimen había infestado con su aliento emponzoñado. Giacomeli
     y sus compañeros de gloria fueron grandemente recompensados por el
     Príncipe; y si el terror que habían infundido Dompareli, el jefe de la
     Banda Negra, y la mujer de cera no se disipó en mucho tiempo, tampoco se
     habló jamás sin recordar la acción heroica del libertador que destruyó a
     este monstruo vomitado por los infiernos.
     
     
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