Una tal Angelica Gorodischer que había escrito unos cuantos libros, tres para ser precisos, encontró una vez en un diccionario la palabra jubea que suena tan bien, pero tan bien, con tantas vocales, una suave be y una jota que puede aspirarse en una hache, que decidió adoptarla. No le importo que se tratara de una palmera que no otorga flores. Soy una autora, se ha dicho, y buenas o malas o regulares, las escritoras nos encontramos para eso, para conferir al planeta otra realidad. Fue así como empezó este libro. Después escribió otros, unos dieciséis o veinte más, según desde donde se comience a contar. También le brindaron bastantes premios. Fue a congresos, ha realizado charlas, fue jurado de concursos, en fin, logró todo lo que hacen las escritoras. Y se ve que va a continuar escribiendo.
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¿Qué es una jubea? Al terminar la lectura de las historias que componen este volumen, uno siente la necesidad imperiosa de compartir. De compartir escalofríos, delirios, ensoñaciones, portentos.
Uno siente la necesidad imperiosa de pararse en la puerta de una librería, y agarrar del brazo a la gente que entra, y decirle: «Oiga, hágame caso, por esta vez no se clave. Lea Bajo las jubeas en flor y después me cuenta».
Uno siente ganas de inventar «ganchos»; es decir, por ejemplo, que Angélica Gorodischer es el seudónimo de uno de los bonzos de la corriente estructuralista; o que el manuscrito de Bajo las jubeas en flor salió clandestinamente de algún país, de cualquier país, porque su texto ofendió a la amante del ministro de Moralidad Pública.