Un guardavÃa de una pequeña caseta junto a un túnel vive angustiado desde que vio un espectro advertirle de un grave accidente de tren dÃas antes de que sucediera. Siempre que que el espectro hace aparición, le reitera las mismas expresiones, y el guardavÃa teme que algo terrible vuelva a ocurrir.
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-¡Eh, oiga! ¡Ahà abajo!
Cuando oyó la voz que asà lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabÃa duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vÃa. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habrÃa sabido explicar en qué consistÃa, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veÃa empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
-¡Eh, oiga! ¡Ahà abajo!
LEER MÃSDejó entonces de mirar a la vÃa, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.
-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?
Él me miró sin replicar y yo le devolvà la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluÃa ya en el paisaje, volvà a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que habÃa agitado al paso del tren. Repetà la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigà hacia aquel lugar. AllÃ, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguÃ.
El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvÃa más húmeda y rezumante a medida que descendÃa. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me habÃa señalado el sendero.
Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raÃles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. TenÃa la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenÃa cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vÃa y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrÃo y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendÃa un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frÃo me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
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