Diego y Luisa Monterrey hablaban con su hija persuasivos. Se hallaban en el saloncito del palacete que habitaban en la parte residencial de las afueras de la ciudad. Era pleno verano y los ventanales se hallaban abiertos de forma que el sol mortecino del atardecer entraba bañando todo el lujoso salón en el cual hacía el calor natural que aquel sol había dejado durante el día, si bien a determinada hora de la tarde, la brisa del cercano mar producía como un cierto airecillo refrescante.
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—Comprenderás —decía ahora el padre que creía calar en la mente de su hija— si te casas con Luis, suponiendo que un día termine el peritaje y pueda mantenerte, nosotros no te podremos ayudar mucho. Todo es muy bonito en principio. El amor, la pasión, el viaje de novios. Pero cuando regreses a casa y observes que te falta lo más esencial y que tu nuevo hogar no es este palacete y no tienes a quién pedir el vestido planchado y los zapatos limpios, empezarán los problemas y el amor se irá al traste detrás de las incomodidades.
Olga Monterrey estaba esperando que sacaran a colación a Gonzalo Pinilla.
Pero aquella tarde, al menos de momento, sólo se metían con Luis y su hipotética boda.